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1999
PRESENTACIÓN
Esta nueva biografía de san Luis María Grignion de Montfort (1673-1716) sale a
la luz en el 50 aniversario de la canonización del gran misionero y maestro de
espiritualidad (20 de julio de 1947), en un momento en el que doctrina ha
alcanzado nueva actualidad en la vida de la Iglesia.
En este último medio siglo, en efecto, se ha comprendido mejor cómo la
espiritualidad mariana propuesta por Montfort debe y puede ser una senda
privilegiada para llegar a una vivencia profunda del Evangelio, al reasumir los
ejemplos y enseñanzas profundos de Jesucristo y presentar las actitudes interiores
necesarias a todo auténtico cristiano.
Algunos acontecimientos de la vida actual de la Iglesia, tales como la celebración
del Concilio Vaticano II y el Pontificado de Juan Pablo II, han vuelto a colocar en la
atención de todos una devoción "tierna y verdadera" a María, como diría Montfort.
Una vía mariana a Jesucristo y a la Iglesia, arraigada en la Palabra y en la tradición,
teológicamente bien fundada, alejada de exageraciones sentimentales, pero
expresada con sentimiento, traducida en actitudes de verdadera fe y compromiso
eclesial, inserta en la historia de los hombres y mujeres de nuestros días. En
particular durante estos años de transición: pasamos de un siglo a otro; entramos
en el tercer milenio, en rápida sucesión nos encontramos ante nuevas mentalidades
y culturas, ante diversidad de estilos de vida, ante cambios en el sentir y en los
valores morales.
El Autor de esta biografía ha querido reconstruir la época social y eclesial en la
que vivió Luis María de Montfort, para enseñarnos cómo han enfrentado los santos
la realidad de su tiempo, con los pies en la tierra y muy inmersos en los problemas
del hermano, pero también y sobre todo con la mirada vuelta al cielo, a ese Dios
solo que Montfort asumió como su primera y última razón de vivir. "Tengo un
Padre en el cielo que nunca me defrauda" (Carta 2). Luis María escribió esta frase
en carta a su tío sacerdote, en un momento en que todo en torno a él parecía
derrumbarse. Y fue siempre el Dios Providencia quien sostuvo al misionero en las
grandes cruces, en las incomprensiones y en las persecuciones.
Los santos son gigantes de la historia precisamente porque viven de la fe. Su
vida, aun cuando no se manifieste en obras grandiosas, aparece como
extraordinaria, gracias a la fuerza de su esperanza en Dios. Y la caridad vivida como
amor a Dios y a los hermanos es el alma de todas sus acciones. La experiencia de
Grignion de Montfort estuvo marcada con frecuencia por lo extraordinario, pero
esto no lo aleja de nosotros, sino que, por el contrario, lo vuelve apasionadamente
íntimo para cada uno. Su búsqueda de la voluntad de Dios fue continua. A veces el
camino se hizo para él largo y fatigoso, antes de entrever la luz, perfectamente,
como para nosotros, en las complejas circunstancias de la vida moderna. Su
paciencia en las cruces fue admirable; la fuerza con la cual se dedicó a predicar el
Evangelio fue incesante, hasta agotar su existencia en solos 43 años de vida.
Pero ¡el secreto de la vida de Luis María fue siempre el "camino de María" que
lleva hacia Dios solo! Vivió en abandono total a la santísima Virgen, para ser
obediente a la voluntad del Padre del cielo; la tomó por modelo de toda virtud para
asemejarse perfectamente a Jesucristo; la sintió incondicionalmente como madre,
que sostiene y protege en el empeño de vivir en el Espíritu. Y quiso enseñarnos
también a nosotros este "camino fácil, corto, perfecto y seguro" (Tratado de la
Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, 152). Un camino que tantas grandes
almas han recorrido en el pasado y muchos, en el pueblo de Dios, siguen
recorriendo todavía hoy, silenciosa pero eficazmente.
Eugenio Falsina conoce bien a Grignion de Montfort. Desde siempre ha
estudiado sus escritos, ha visitado los lugares en que vivió el santo, conoce su
historia y su cultura. Por muchos años incluso ha practicado personalmente la
predicación popular, con entusiasmo y éxito, dedicándose totalmente inteligencia,
corazón y estilo a un servicio digno de la Palabra de Dios, experimentando la fuerza
de la conversión que ella ejerce todavía hoy en los corazones bien dispuestos.
Ha aplicado estas cualidades a la composición de la presente biografía. El
contenido es denso y fascinante; la construcción del relato envuelve al lector; el
estilo es brillante. No están ausentes las precisiones históricas, algunas del todo
nuevas. Tampoco es posible dudar de la erudición del escritor. Pero sobre todo y es
lo que más cuenta y vale se transparenta en cada página el amor del autor al santo a
quien desea dar a conocer y hacer amar.
Y nosotros deseamos todos los éxitos a esta obra de Eugenio Falsina, que se
entrega a la imprenta en el 50 aniversario de la ordenación del autor, que tuvo
lugar por consiguiente en el mismo año de la canonización de san Luis María
Grignion de Montfort.
BM = BESNARD, Charles
La vie de messire Louis Marie Grignion de Montfort, Documents et Recherches,
vol. IV, Centre International Montfortain, Rome 1981.
Capítulo primero
Capítulo segundo
LA TIERRA Y LA CASA
«Rennes es una ciudad convertida en desierto: los castigos y las tasas han sido
crueles... Fueron ocho terribles días en los que la condena a la picota, en
comparación, me parece todavía hoy un vientecillo fresco...» (Mme. de Sevigné).
Desde su perspectiva, al futuro Santo, que había hecho voto de pobreza absoluta
y que sólo pensaba en el cielo, quizás le parecía un tanto ilógico ocuparse de
poderes y titulillos campesinos... Pero el buen abogado sabía mucho mejor que el
hijo que sin economía y sin administración cuidadosa, en una palabra sin plata, no
se habrían podido ubicar todos los hijos y no se hubiera podido pensar en la vejez.
La suya era simple providencia. No estaba hecho para elevarse con su hijo a la
santidad del pobre voluntario: según él, desapego podía significar miseria para sí y
para los demás.
Y cuando muera, tres meses antes de Luis María, dejará a sus espaldas tres
sacerdotes, tres monjas –una de ellas en camino de santidad–, un hijo casado, una
hija viuda que volverá a casarse y dos hijas solteronas, una de las cuales se casará.
Todos en grado de bastarse a sí mismos, incluido el celosísimo hijo y apóstol que
había podido hacerse sacerdote solamente gracias a que su padre le había cedido su
propio título de Señor De La Bachelleraie. No menos de diez hijos murieron en
cuarenta y cinco años de matrimonio y la larga fila de tumbas lo envejeció e hizo
sentir solo antes de tiempo. Y no obstante, entre tantas preocupaciones, había
recogido en su casa y, probablemente, adoptado a un niño expósito llamado Bisette,
hijo del atardecer.
Entonces, digámoslo abiertamente: debía ser un gran excelente hombre aquel
abogado Grignion...
Luis María nació el 31 de enero de 1673 en Montfort hijo segundo de los
Grignion pero primero de los vivos. y fue bautizado en la parroquia de San Juan el
día siguiente. Para la crianza fue confiado dos meses después del nacimiento a la
esposa de uno de los campesinos de La Bachelleraie, en Heurtebise, en las puertas
de Montfort, donde en 1873 se quiso erigir una cruz en el sitio del casalote de la
nodriza. Su crianza duró dos años, hasta el día en su padre lo tomó para llevarlo
fuera de la ciudad, al Bois-Marquer.
La costumbre de entregar para la crianza los hijos a los propios campesinos era
uno de los signos de distinción de la burguesía con los cuales estaba de acuerdo la
ciudadanía de Montfort. En este lujo se halla seguramente la mejor explicación de
tantas muertes infantiles y tantas enfermedades. Pero dar un hijo a crianza quería
decir poder pagarse una robusta ama de casa, quería decir ser dueño de una granja
de campos y ganados.
La nodriza de Luis María es siempre llamada la Nana Andrea.
Fuera del alimento sano y abundante, las nodrizas debían dar al pequeño algo
más que le quedará en el alma y en el lenguaje tan realístico de las predicaciones y
de los escritos; sobre todo en el sentido abiertamente sereno de poesía humana y
cristiana, convertido más tarde, con la aplicación y el estudio, en convicción.
Volviendo a encontrarla cuando ya era célebre misionero, Luis María le habría
dicho algo que la historia intuye sin saber documentarlo, pero fue mensura do por
el amable gracejo de presentarse bajo el anonimato para que le diera... limosna. No
fue un desdeño de santidad, sino una dichosa repetición de la práctica soberana de
altruismo cristiano aprendido de niño entre sus brazos.
Cuando en la primavera de 1675, Luis María regresó a su familia, encontró a dos
hermanos más en la Rue de La Saulnerie, propiedad de la abuela, donde él mismo
había nacido. La calle era una de las más características de Montfort, casi toda ella
con arcos, los cuales fuera de servir de límite a las propiedades, establecían los
puestos del mercado de la sal y afines; y era también una de las más centrales. La
casa, compartida con un notario que había alquilado la mitad, era hermosa, bien
conservada constituía una fuente segura de ganancias si se alquilaba en su
totalidad.
Luis María comienza a conocer a mamá Juana. Hija ella también en una familia
numerosa (unos quince entre hermanos y hermanas), estaba acostumbrada a la
vida hogareña. Sabía escribir, leer, zurcir y, naturalmente, cuidar a una familia que
se anunciaba, al menos en los proyectos, considerable. Los Robert habían tenido
siempre familiares eclesiásticos y religiosos (tres hermanos de Juana lo son) y la
práctica cristiana usual la había mantenido en la austera seriedad de la vida y de la
fe.
Se había casado a los treinta y dos años, con dispensa de las proclamas –¡cosa
rarísima!, advierten los historiadores– y amaba su nueva vida, a su esposo y a sus
hijos. Al lado de la fuerte personalidad del abogado, desaparecía un tanto y daba la
impresión de ser complaciente y triste. Pero deducir de esto que fuera infeliz, nos
parece equivocado. En diecinueve años tuvo dieciocho hijos. No parece que hubiera
servidumbre que ayudara en la casa. Cambió con frecuencia de domicilio para
seguir tanto a su esposo como a sus hijos. Tuvo oportunidad de ver establecerse a
casi todos su retoños y fue siempre amada y respetada, si dos prefirieron
permanecer a su lado en lugar de contraer matrimonio. Morirá dos años y medio
después del gran hijo Luis María, a la edad de sesenta y nueve años.
El rincón de refugio escogido por el abogado Grignion, era una amplia hacienda
a pocos kilómetros de Montfort, y había sido comprada al hermano del párroco.
¡No había sido un mal negocio, todo lo contrario!
Era una casa señorial, en el centro de tres posesiones, con una torre entre las
tejas de barro, con un patio al cual se llegaba por un grandioso portal. Como un
nido en medio del verdor, a algunos pasos del bosque de Paimpont, árboles
inmensos la enmarcaban en la extensión de los prados y los campos surcados
apenas por el caminillo de Iffendic. No le faltaba nada de cuanto podía darle el
aspecto de casa gentilicia sin quitarle el tono agreste tan grato a la burguesía de ese
tiempo.
Los campesinos del lugar la conocían. En la iglesia de Iffendic un vetusto banco y
algunas inscripciones aferradas a las paredes, llevaban el nombre de los Grignion.
No había sido un mal negocio: un millón y no dos y medio que valía en realidad.
Y ademas, un complemento de tres títulos que ama añadir al de La Bachelleraie:
Bois-Marquer, Plessis y Chesnays.
Allí en agosto de 1675, se refugió el abogado con su esposa y tres hijos: Luis
María, José y Renata. Allí nacieron otros diez, aunque nueve serán sepultados.
Aquí se deslizaran los años más serenos y alegres del futuro misionero Montfort.
En la paz del campo y la intimidad del hogar. El Bois-Marquer, en la vida de san
Luis María de Montfort es la primera página que lo describe, lo moldea, adecúa y lo
prepara; es una página abierta sobre el verdor, a la luz del sol, y que le dejará para
siempre un insaciable deseo de soledad y de recogimiento.
Si las ciudades de Bretaña que se respetan y si, hasta las amplias manchas de
verdor de bosque y los poblados perdidos en la llanura tienen su propia leyenda, es
justo que también los varones mas representativos de la ferviente región tengan su
personal halo de fábula. De fábula y, por lo mismo, bastante vago.
Cuando Luis María vino al mundo, no sólo tenía una leyenda que lo coronaba
sino incluso una profecía.
En 1709, mientras Luis María estaba creando el famoso Calvario de
Pontchâteau, los ancianos del lugar recordaron haber notado, algunos cuarenta
años antes (es decir, en torno a 1673, año del nacimiento de Montfort), cruces y
estandartes caer del cielo azul en pleno mediodía sobre la llanura donde se
levantaría aquella obra de fe.
La profecía en cambio, remontaba a 1418 y nada menos que a san Vicente Ferrer.
De paso por Bretaña, el taumaturgo se había detenido en La Chèze donde existía un
derruido santuario de la Virgen de los Dolores. Habiéndole pedido que buscara su
restauración, el santo había respondido: «El cielo reserva esta empresa a un
hombre que el Omnipotente hará nacer en tiempos lejanos... Llegaría casi
desconocido y sería muy contrariado y despreciado. Sin embargo, con la ayuda de
la gracia, llevaría a término feliz la empresa...» (Pauvert, 226).
Montfort restauró, de hecho, el santuario en 1707.
Capítulo tercero
LA VIDA CON LOS JESUITAS
Luis María procedía del ambiente tranquilo del Bois-Marquer, instruido, además
de los sacerdotes, por el padre, que lo había precedido en el mismo colegio.
Durante el primer año se hospedaba en casa de su tío sacerdote, Alán Robert,
adscrito a la centralísima iglesia de Saint-Sauveur.
Aquel año de sixième –el colegio de Rennes era el único que lo tenía– fue
particularmente difícil por la ambientación necesaria en la masa de los millares de
estudiantes que colmaban las aulas. Pero Luis María afrontó el estudio con buena
voluntad, apoyado en una inteligencia que no le hacía falta, tanto que, muy pronto,
logró que lo admitieran en la sección menor de la Congregación Mariana del P.
Prévost.
Al año siguiente también su hermano José llegó a estudiar al Colegio, por lo cual
la familia Grignion, tras abandonar el Bois-Marquer, bajó toda a Rennes y se
estableció en Rue Saint-Hélier, precisamente en la parroquia de Saint-Sauveur.
Luis María se halla ahora en grado de moverse hábilmente en la vida escolástica,
sabe escoger las amistades y la compañía adecuada. Sus amigos de la época son:
Claudio Francisco Poullart des Places, futuro fundador de los espiritanos, y el
primer biógrafo monfortiano, Juan Bautista Blain, que llegará a ser canónigo de
Ruán.
La compañía selecta está constituida por un grupo de estudiantes recogido y
organizado por un joven sacerdote de la iglesia de Saint-Méen, el P. Bellier.
Una lápida expuesta en el vestíbulo del hospital San Ivo de Rennes, llama a
Bellier fundador, contándolo así entre quienes proveían no sólo al bienestar
temporal de la institución, sino sobre todo al espiritual. Tras haber pasado
anteriormente algunos años con el misionero Leuduger, en 1708, Bellier será
llamado a regentar la capellanía del mismo hospital, cuya dirección general
asumirá en 1714. En este cargo morirá en 1730, llorado sobre todo por los pobres
que lo amaban como a padre. Bellier acostumbraba reunir a aquellos muchachos,
sobre todo en el día de descanso semanal, para enviarlos a las prácticas de
misericordia entre los pobres. Precursor de Ozanam, el joven sacerdote, después de
dedicarlos por cierto tiempo a meditar, los enviaba de dos en dos a visitar y ayudar
a los encerrados en el hospital San Ivo.
Debemos subrayar aquí una de las características de la formación espiritual
bretona: el culto a los pobres. Los pobres forman parte del objeto de culto, y son
considerados como auténticos intermediarios, al lado de los santos, entre Dios y el
pueblo. Las palabras del Evangelio se toman a la letra; los bretones ven a Cristo en
el mendigo y necesitado, y cuanto les hacen a éstos, quieren hacerlo al Señor. Los
decretos administrativos que prohiben y limitan la mendicidad, siguen siendo letra
muerta: el mendigo, sano o enfermo, pobre en el alma o en la cartera, es un enviado
de Dios. Ninguna obra social que no toque, aunque sea de refilón, esta categoría,
gozará de agarre entre la gente de Bretaña. Toda petición religiosa es sobremanera
eficaz si llega a través del pobre. Incluso los santos, haya sido la que haya sido su
condición civil, mejor todavía si se originan entre los nobles, deben ser pobres. Los
predicadores deben llevar siempre las libreas de la pobreza porque, junto con la
penitencia, contribuye del mejor modo a lograr audiencia entre el pueblo, de
manera que los verdaderos misioneros y evangelizadores de esa tierra nunca
dudaron de consagrarse a la pobreza absoluta, y no por simple convencionalismo o
por demagogia, sino porque están convencidos del poder ascético y apostólico del
desprendimiento.
En esta escuela de caridad activa que presupone la ascesis interior y la elevación
sobrenatural, fue iniciado Luis María por el sacerdote Bellier. Lo recordará más
tarde, hasta sentir como una llamada que le servirá en la elección de su apostolado
e, incluso, del de su compañía de misioneros, como lo dirá en carta a Leschassier en
1700.
Es grato pensar que la vocación de Luis María nace en ese colegio.
¿Soñó o pensó hacerse jesuita? Quizás. Aunque conociendo la personalidad del
futuro misionero bretón, tendremos que excluirlo.
Hacía algún tiempo que lo estaba pensando. Sobre todo durante las vacaciones
al Bois-Marquer. Hablaba de ello con Blain y con los amigos que iban a visitarlo y
se quedaban con él bajo el sol de los campos, o también cuando iba a pasar un par
de días en casa de ese amigo que deseaba hacerse capuchino...
«El estado eclesiástico fue el único del cual le habló el corazón, el único que Dios
le hacía ver...», anota Blain (16).
Y para colmo en ese último año de filosofía aquella señorita de Paris hablaba de
San Sulpicio ..
Capítulo cuarto
EL CAMINO DIFÍCIL DE SAN SULPICIO
Al lado del famoso San Sulpicio se habían creado comunidades para acoger a los
seminaristas más pobres y menos dotados; la de la Barmondière y, sólo más tarde,
la del P. Boucher. Mejor que seminarios eran pensiones, pero con reglamentos
inspirados en el de San Sulpicio y prácticamente dirigidos por sulpicianos.
De 1693 a 1694 Luis María permaneció así en la pensión de Claudio Bottu de la
Barmondière. Era éste un sulpiciano, inteligente, doctorado en la Sorbona en 1662
con una tesis sobre la infalibilidad pontificia, y de familia muy rica. Había sido
párroco de San Sulpicio, pero había fracasado en ello: obligado a renunciar por la
poco cuidadosa administración, fue impulsado por el superior general Carlos
Tronsón a fundar y regentar una sucursal del seminario. Los pensionados allí,
«eran estudiantes que permanecían en comunidad cerca al seminario de San
Sulpicio de Paris, para honrar la vida pobre, despreciada y de trabajo de Jesús en
los treinta años de vida oculta, para prepararse a las tareas del divino sacerdocio
bajo la protección de la santísima Virgen, de san José, de los santos Apóstoles y de
los hombres apostólicos».
El titulo oficial de la pensión reencarecía, luego, las primeras líneas citadas del
reglamento: Comunidad de los clérigos pobres. A éstos –siempre en el reglamento–
se les sugería que la admisión al pensionado era una gracia «por la cual lejos de
sentir vergüenza por la calificación de pobres, se sienten muy contentos de ella...
Aprenderán cuidadosamente las máximas de la pobreza de Jesús y las meditarán...
Para honrar la pobreza del Señor y todas las humillaciones que ordinariamente la
acompañan, estarán dispuestos a practicar de buen grado, y hasta con alegría, las
acciones que a los ojos de los mundanos se presentan como ruines y degradantes,
como barrer, cargar y ordenar la leña, servir a los enfermos, trabajar en la cocina,
en el refectorio, lavar los platos y cosas semejantes...».
La insistencia con la que cada página del reglamento exaltaba la pobreza hace
pensar que la menor contribución brindada en el momento de la aceptación era en
verdad poca cosa y que todos los servicios mencionados que debían realizarse "con
gozo" eran simples compensaciones integrativas. La pobreza, de ese modo –era
quizás la mentalidad de la época– se alzaba como una amonestación para
recordarle al clérigo que no debía aspirar al mejoramiento de la propia situación,
convenciéndolo de que era pobre y pobre debía mantenerse, sin esperar mucho de
la vida. Se le enseñaba que «el tiempo (destinado) a alimentarse es peligrosísimo
para la salud del alma...», que no se debe siquiera ocupar el espíritu con el
pensamiento de la comida; y para aquellos clérigos que, inevitablemente
impulsados por el hambre o la sed, se atrevieran a hacerles concesiones fuera de
casa, existía oportuna o no, no lo sabemos, una norma regia: «No comerán ni
beberán fuera de casa a no ser en caso de necesidad extrema (sic), ni sin haber
pedido y obtenido permiso explícito...».
A nosotros, que miramos aquella docena de reglas para los pobres –sólo hemos
citado alguna–, a nosotros acostumbrados a la caridad organizada en las debidas
formas por el Estado y por la Iglesia, esa docena sugiere una duda atenazadora
sobre la capacidad administrativa del riquísimo P. de la Barmondière, haciéndonos
que nos coloquemos compactamente del lado de los beneméritos administradores
de fábrica que lo habían despedido. El saber –y lo sabemos por Blain (33), que no
mira al costo cuando se trata de elogiar a cualquier sulpiciano– que ese señor era
un hombre santo, todo austeridad y penitencia, no nos ayuda a entender por qué
mantenía a sus clérigos pobres en tan dura mortificación.
Luis María se sometió a esa humillación, porque humillación era.
No se sometió. La aceptó, con cordial entusiasmo.
La Montigny había hallado a una buena señora que se había comprometido a
pagar algo durante los primeros momentos; pero el joven vivía en el espíritu de
abandono filial y confiado en la Providencia. Partiendo de Rennes, dicen los
primeros biógrafos, había hecho voto de pobreza porque sentía la llamada a la vida
misionera desprendida y desinteresada; el viaje y la instalación inicial en París
habían sido la entrada a la comprensión de las obligaciones del futuro apostolado;
el reglamento de la comunidad en cuestión era un código de conducta, el encuentro
con el P. de la Barmondière, elegido pronto como confesor y director espiritual, le
hizo ver en él un modelo.
En ese primer año de seminario se consideró como novicio de la pobreza y de la
penitencia; bajo la guía del sulpiciano saboreó los mordiscos en la carne y en el
espíritu, ordenó ampliamente su ejecución aceptando sus rigores en la comida y en
el vestido, añadiendo, con la autorización del confesor, los medios más austeros de
la mortificación corporal.
Vio en la Comunidad una casa de la gracia, hasta escribir a Blain, que se había
quedado en Rennes, una carta de términos vivos, entusiastas, patéticos y plenos de
unción para convencerlo también a él, en el espíritu de la Biblia, de abandonar la
casa, los parientes y todo para trasladarse a un lugar donde, «la virtud, desterrada
del mundo, parecía haberse refugiado» (Blain, 22).
La austeridad y la penitencia no eran motivo para descuidar el estudio en casa
del P. de la Barmondière: por el contrario, éste, además de ser maestro de vida
espiritual, era también cultísimo y fortísimo teólogo. Seguía y examinaba a sus
estudiantes, sobre todo mediante repeticiones: «Todos los días no obstaculizados,
se tendrán conferencias y repeticiones de estudio, en el momento y forma fijados
para cada materia, y todos asistirán puntualmente a ellas».
Blain, uno de los clérigos sin recursos trasladados con Grignion a la casa
Boucher, resume en dos líneas el sentido de ese traslado: «La divina Providencia le
brindó (entonces) un gran medio para avanzar en dicha ciencia (la de los santos),
haciéndolo entrar en la comunidad del P. Boucher...» (56).
Nosotros también queremos decir muy poco acerca de esta permanencia de
Grignion en casa del P. Boucher, pero debemos renunciar a un hermoso silencio
con una excelente historia capaz de hacernos comprender las misericordias con las
que Dios realizó sus designios.
Francisco Boucher, vicario un día de Chartres, sacerdote, doctor de la Sorbona
había abierto desde 1677 una pensión para unos cuarenta clérigos paupérrimos al
lado de la Universidad, con el nombre de Colegio de Montaigu. El estado de
indigencia extrema en que tenían a los jóvenes aspirantes y una reflexión
demasiado tardía del fundador mismo de la Communauté des pauvres écoliers,
hizo que el P. Boucher con un acta del 1º de marzo de 1708 ofreciera 1.800 libras a
San Sulpicio para que fortaleciera la institución. Reducida máximo a quince
pensionados, fue trasladada dentro del recinto de los seminarios de San Sulpicio y
sometida a una reforma general. En homenaje a uno de los primeros superiores
que también la habían enriquecido, Felipe Roberto des Rouses, le dieron el nuevo
apelativo de Robertinos.
Desafortunadamente, la reforma tuvo lugar cuando Grignion ya había partido. A
creer a Blain –y ¿por qué no creerle?– los clérigos «se distinguían allí por su avance
en la ciencia», quizás también a causa de la cercanía a la ciudad universitaria. Pero
el tratamiento era claramente repugnante sobre todo en lo referente a la comida.
«Porque el alimento, tan pobre como todo lo demás, era entonces (antes de la
reforma sulpiciana) muy pobre y desagradable. Y, al ir a tomar la comida, se podía
fácilmente entrar en la actitud de aquel gran santo que dice que hay que ir a la
mesa como a una especie de tortura, "ad mensam tamquam ad patibulum". La
carne de desecho y de lo que no compran en las carnicerías sino los más miserables,
se repartía en pequeñísimas porciones. Y aun cuando la porción que se recibía
fuera abundante, nunca se tenían tentaciones de intemperancia, ni de gula, en
presencia suya, porque, al sólo verla, ya calmaba el apetito que uno pudiera tener. Y
era necesario tenerlo en cantidad y hacerse gran violencia para comer, entre
continuas náuseas, una carne contra la cual el estómago se rebelaba, amenazando
devolverla en seguida.
Yo mismo lo he experimenté, por haber pasado algún tiempo en dicha
comunidad. Es la que actualmente está junto al seminario menor, pero todo ha
cambiado en ella.
Cada estudiante se proveía de pan: de suerte que lo escogía y disponía de él a su
gusto. En cuanto al agua, no se la escatimaba. En ello la comunidad era muy
generosa, porque en esos tiempos, allí no se conocía aún el vino. Los días de
abstinencia no perjudicaban a aquellos en que se comía carne, porque no ofrecían
sino, o raciones de arroz cocido en agua y con muy poca leche, o nabos y habas
sazonados de la misma manera.
Para cocinar así, sólo se necesitaba la mano de los estudiantes. De suerte que
cocinaban, cada uno por turno. Y si se me permite reír en algo tan serio, diría que
todos tenían el placer de envenenarse, por turno» (56-58).
Tampoco nosotros queremos reír, aunque tanta insistencia del canónigo Blain
(de fácil memoria en lo referente a la comida) nos hace sonreír, y no huele a
parcialidad en favor de la reforma realizada en seguida por el maravilloso San
Sulpicio... Pero dado que afirma haber vivido esa vida de avanzada con virtud
mucho menor que la de Luis María, nos sentimos desconcertados.
Éste asumió la mísera situación con la heroicidad de adaptación que necesitaría
más adelante para sentirse más cerca de los pobres que debía evangelizar. Y, no
obstante, al leer una carta que escribió el 11 de julio de 1695 advertimos cierta ansia
de mejoramiento y el hecho de que nunca haya hecho la menor alusión a esta
comunidad del P. Boucher nos lleva a sospechar que también él prefiere olvidar un
recuerdo tan penoso.
Dada la lejanía de San Sulpicio tuvo que abandonar la dirección espiritual del P.
Baüyn y escoger como director a un tal P. Prévost, sin más identificación. Pero
prosiguió macerándose inmisericordemente en conformidad con los permisos
concedidos por el P. de la Barmondière y por el mismo P. Baüyn. El resultado de
semejante ritmo exterior e interior se desencadenó en el invierno de 1694-1695.
Estaba de turno en la cocina cuando se sintió mal. Convencido de tener que
guardar cama y recibir cuidados medicinales, escondió el cilicio debajo del colchón.
Pero el inabordable Boucher que a las malas toleraba a los sanos, sentía terror a los
enfermos, por lo cual se desembarazó de él a la carrera: «Tan pronto cayó enfermo,
fue llevado al hospital...», escribe Blain (59).
Hemos escrito que se desembarazó de él, porque meter a aquel muchacho de 22
años en un hospital de caridad de pobres anónimos y abandonarlo al único remedio
de frecuentes sangrías –medicina gratuita y de amplio uso, en ese tiempo–
significaba que dejara de fastidiarlo si no para siempre, al menos por largo tiempo.
La salud del seminarista, ciertamente, no era la misma de hacía dos años, y la salud
del cuerpo castigado cedió: llegó al umbral de la muerte.
Ninguno pareció preocuparse en la familia Grignion. El único que se dio cuenta
fue el mismo moribundo, quien entre delirios logró convencerlos a todos que no
dijeran nada a sus familiares, ni siquiera a su hermana que vivía en París.
Él se consolaba con el pensamiento de hallarse en la Casa de Dios, tomando en
serio esa denominación francesa dada a las instituciones para el sufrimiento:
"Hôtel-Dieu". Se consolaba, pues, sabiendo que había caído en manos de la
Providencia más de cuanto hubiera podido desear.
Se preparaba para la muerte entre el mudo estupor de las religiosas y de los
amigos que iban a visitarlo. Sobre todo de las religiosas que del estupor pasaron
rápidamente a la veneración, hasta sacarlo de la sala común y colocarlo, después de
algunos días, en la sección reservada a los sacerdotes, aunque no era ordenado in
sacris. Su piedad y altísima virtud le ganaron así una asistencia especialmente de
parte de las religiosas.
Blain, que nos contó toda la historia «después de no contarlo ya entre los vivos»,
recuerda la estupefacción experimentada al oírlo afirmar que no moriría (63).
Capítulo quinto
SAN SULPIClO TIERRA DE SANTOS
Se sentía en Francia la necesidad de una reforma eclesiástica que, para ser válida
y duradera, regulara la elección de los candidatos. El Concilio de Trento desde
hacía decenios había señalado la urgencia de la solución a dar al gran problema.
Italia había tenido a san Carlos Borromeo.
Pero Francia nada.
Dolorosamente ya en 1660 el obispo de Vance, Goudeau, había escrito: «El
llamado por Dios va al claustro como a una sagrada tumba para morir a las
vanidades del mundo; quien se compromete en las órdenes sagradas ni lo hace para
obtener beneficios que por su naturaleza lo comprometen o, como ciertos pobres,
asume la más santa de las profesiones de la tierra como un oficio de poltronería...
Por el solo hecho de que un joven sepa suficientemente el latín para explicar un
tanto el evangelio en la misa y comprender el breviario, se lo considera idóneo para
ser elevado al sacerdocio...» (Traité des Séminaires, Aix 1660, c V, p 80).
El clero al que más había que formar en primer lugar era precisamente el pobre y
más necesitado, por ser el más masificado e improvisado. Pero la institución de los
seminarios era poco bien vista por los candidatos que no querían ser hechos
hermanos y por los parientes que tenían miedo de la abolición de los antiguos
privilegios y ganancias. Y la mayor dificultad que era la de encontrar a quienes
colocar al frente de esos seminarios. San Francisco de Sales confesaba a su amigo
Bourdois: «Me he fatigado durante diecisiete años, porque durante tanto tiempo he
tenido la osadía de esperar, para reformar el clero de mi diócesis, pero sólo he
logrado formar sacerdote y medio; y no he pensado en las Visitandinas, sino
cuando perdí toda esperanza respecto de los sacerdotes...».
Los grandes reformadores, antes de dedicarse a la creación de los seminarios,
fundaron Compañías o Congregaciones de sacerdotes santos y sabios para ponerlos
al frente de las futuras instituciones. Es el tiempo de Berulle, Bourdoise, de
Condren, san Juan Eudes, san Vicente de Paúl. Por fortuna casi todos los obispos
colaboraron poniendo juntos, incluso, capitales y personal para seminarios
regionales. Algunas diócesis tuvieron así dos o tres seminarios, y París, en 1696,
doce incluidos tres de lengua inglesa.
El seminario de San Sulpicio toma el nombre de la magnífica parroquia que
forma ángulo entre la Calle des Aveugles y la Calle Férou, a algunas centenas de
pasos del palacio de Luxemburgo.
Juan Santiago Olier, fervoroso misionero popular luego de un primer esbozo en
la Calle Vaugirard, convertido en 1642 párroco de San Sulpicio, fundó ese instituto
para elevar la calidad del clero francés. Olier propuso para la obra una
Congregación religiosa restringida destinada a la formación de los sacerdotes
seculares a través de los seminarios.
El sistema formativo de los sulpicianos se fundaba en la división de los clérigos
en grupos: colegiales, pequeños, grandes y teólogos, y en la participación de todos
en los oficios y en los ejercicios del seminario. Ningún medio disciplinar donde era
suficiente la poderosa llamada del deber de la vida interior, a través de la dirección
espiritual. Incluso después del período de seminario era obligación para los
sulpicianos acompañar a los clérigos ya sacerdotes, con reuniones de formación
actualizada intelectual y sobre todo con encuentros espirituales.
Cuando se habla de seminario no debe entenderse en el sentido de los que
existen hoy: San Sulpicio era una pensión para clérigos, para sacerdotes que
buscaban dedicarse sobre todo a la vida espiritual y, dado que solamente para el
colegio de los filósofos había escuelas internas, predominaba la vida espiritual, que
sobresalía e informaba toda actividad seminarística. El periodo de permanencia en
San Sulpicio variaba según las peticiones e intenciones personales de cada alumno:
de ocho días a algunos meses, de un año a cinco, a diez...
El complejo del seminario comprendía: el Seminario Mayor, llamado Grand
Saint-Sulpice, el Menor de los filósofos y de los menos dotados, llamado Petit
Saint-Sulpice, y otras comunidades sobre el modelo de pensiones como la del P. de
la Barmondière y de los Robertinos, con reglamentos inspirados en el de San
Sulpicio y con superiores casi siempre sulpicianos. Sucursales de las instituciones
parisinas existían por todas partes en Francia pero limitadas a la formación del
clero, con la ayuda a veces, de grupos misioneros. Importante entre éstas era la
residencia de Issy, en las afueras de la capital, destinada a los ejercicios espirituales
y a casa de descanso.
Tras la muerte de Olier la comunidad de los sulpicianos se había divido
claramente en dos ramas: la Communauté des Prêtres de la Paroisse de Saint-
Sulpice y la Congrégation des Séminaires, cada una con superiores propios e
independientes. La más difundida naturalmente, era la segunda, guiada por un
superior general, con filiales no sólo en Francia sino también en Canadá.
San Sulpicio había nacido del corazón de un misterio, de un veterano de las
misiones al pueblo, Olier que en largos años de predicación había entendido que
para hacer el bien al pueblo había que sanar primero el estado del clero. Los
sacerdotes formados en el seminario eran apreciados y requeridos por la solidez de
la doctrina y la seriedad espiritual, tanto que la Asamblea del Clero de 1651 había
definido a los sulpicianos de Olier como los Sacerdotes del Clero de Francia.
La obra de Olier no iba destinada a sustituir a los seminarios diocesanos, ¡todo lo
contrario! Preparaba a los sacerdotes de cualquier diócesis y región, como
especialistas en diferentes actividades, pero en forma superdiocesana, de modo que
los sacerdotes ordenados no eran devueltos a su diócesis de origen, al menos en el
principio, sino a dondequiera que se necesitara la presencia de fuerzas nuevas. Para
ello, todo muchacho era ampliamente estudiado y preparado, y los sulpicianos a
pesar de no serlo jurídicamente, eran siempre considerados responsables de la
conducta de los propios exalumnos y su juicio y su aprobación eran requeridos
normalmente por los obispos y por los vicarios generales.
¡Era una excepcional... oficina de colocación para los obreros del Señor! Y de
ordinario sabía ubicar excepcionales obreros de la viña.
Fuera del Hôtel-Dieu y dentro de San Sulpicio, alguien se preocupó de Luis
María. Quizás por aquella enfermedad de meses. por el peligro de muerte, por el
peligro de muerte, alguien se decidió a empeñarse seriamente en la recuperación de
Grignion. Antes que nadie los sulpicianos.
Después de haberlo enviado provisionalmente a la comunidad del P. Boucher,
parecían haber olvidado la promesa velada o abierta de hacerlo admitir en el
Seminario Menor. El primer problema era el de encontrar el dinero necesario para
pagar la pensión y abrirle la puerta para no dejarlo caer de nuevo en manos del
susodicho Boucher. Brenier, superior del Seminario Menor, de acuerdo con los
superiores centrales, sobre todo con el general Carlos Tronsón, se dedicó a trabajar
entre los diferentes conocidos y pescó –ésta es la palabra– a una excéntrica señora
que fácilmente se dejó convencer.
La esposa del marqués Yves d'Alègre, el general que se distinguió en la batalla de
Fleurus y fue elevado luego a mariscal de Francia en 1620, era «devota
singularísima no carente de espíritu y de ideas» dice San Simón. Hermosa,
riquísima y romántica había suscitado una increíble ola de habladurías a causa de
la mojigatería llevada hasta el infantilismo. Madame de Sevigné se deleita en referir
los pormenores y por ella nos informamos de que la d'Alègre, en la imposibilidad
de pagar cerca de doscientas mil libras gastadas en cuadros de piedad, había
tratado de huir a la Tebaida. Detenida a tiempo por el cardenal de Coislin,
ridiculizada luego por todos, acabó con saldar la deuda y regresar a la razón.
Entre tantas de sus extrañezas pietísticas, había algo bueno: por ejemplo había
fundado una beca para algún clérigo pobre de la comunidad del P. de la
Barmondière que quisiera pasar al Pequeño San Sulpicio. No le quedó difícil al P.
Brenier convencer a la dama de que destinara la suma (160 libras) al resucitado
Grignion.
El P. Baüyn, por su parte, encontró la forma de integrar la cifra con un encargo
en la familia Mortemart. ¿Caridad o remordimiento? Difícil decirlo.
Dado que todos los miembros de aquella famosísima familia, una de las más
conocidas por méritos y defectos en toda Francia, tuvieron que ver con Luis María
Grignion, nos limitaremos aquí a ofrecer los nombres, reservándonos hablar más
en particular cada vez que alguno de ellos entre en relación con nosotros.
El duque de Rochechouart-Mortemart había tenido cuatro hijos: Athenais de
Tonmay-Charente (amante de Luis XIV), Gabriela (abadesa de Fontevrault), la
señorita De Thianges y el almirante de Vivonne.
La viuda de éste último fue quien se interesó por Grignion en este momento: la
duquesa de Mortemart y baronesa de Gué-Voyer podía disponer de la asignación de
una renta de cien libras para la celebración de misas en la parroquia de San Julián
de Concelles, diócesis de Nantes. Por intermedio de Baüyn, la duquesa escogió
como beneficiario al clérigo Grignion el 17 de marzo de 1695. Pero como éste no
celebraba, le hicieron firmar un acta notarial del 18 de mayo siguiente por la cual se
encargaba al sacerdote Maturín Vivant de la celebración de las misas. Cuando el
obispo de Nantes dio su propia aceptación, Luis María con otra acta notarial aceptó
oficialmente el beneficio. Presentemos casi en su totalidad el documento para
deleite de los cultores de la burocracia de todos los tiempos.
«Te ruego decir a la señora B. que recibí su paquete de cartas para el señor
obispo de San Maló. Querido tío, te confieso que estos encargos me molestan y
hacen revivir al mundo.
Pluguiese a Dios que me dejen en paz como a los muertos en la tumba o al
caracol en su concha. Pues, mientras se queda escondido en ella, parece algo. Pero,
en cuanto sale, es todo inmundicia y fealdad.
Eso soy yo, y aún peor, pues echo a perder cualquier empresa en cuanto
intervengo en ella.
Te pido, entonces, en nombre de Dios, que no te acuerdes de mí sino para
encomendarme a él...» (Carta 4; BAC 72)
Francamente este hombre nos agrada. Todos querríamos hallar en los directores
espirituales y en los confesores el equilibrio humano y moral tan abundante en él.
Ante todo quiso conocer a su dirigido.
Lo estudió minuciosamente para descubrir las verdaderas causas interiores de
ese carácter fuerte y de ese comportamiento singular en la oración, en la
penitencia, en la caridad y en la devoción a la Madre de Dios. No fiándose de su
juicio personal y para poder controlar en la vida práctica la solidez de aquella
virtud, no obstante seguir dirigiendo a Luis María, encargó al P. Brenier de
descubrir y derribar en él todo apego de amor propio y de soberbia en el
comportamiento exterior, reservándose profundizar el examen después de aquella
premisa. En otras palabras, quiso saber por medio del superior del seminario si
acaso el comportamiento del clérigo Grignion tenía cualquier repliegue de orgullo y
de ostentación.
Brenier aceptó el encargo y puso manos a la obra. Él sintonizaba con esa tarea:
pertenecía a la escuela ascética de Carlos Tronsón, «aquel gran hombre tan
conocido por su profunda sabiduría y por su eminente santidad», y por tanto
formado en las bases más seguras de la perfección: «Brenier era un santo y su
virtud dominante era la humildad... Nadie, además, conocía mejor que él los
caminos del amor propio ni sabía mejor que él tenderle trampas y ponerlo al
descubierto... Sabía, cuando se lo proponía, hacer temblar a los más fuertes con
una sola mirada o una sola palabra...» (Blain, 127ss).
Siendo norma del seminario que todo clérigo visitara al director espiritual una
vez al mes para darse a conocer íntimamente. Luis María llegó a tal exageración en
el temor, que una vez al mes no le era suficiente para dar a conocer su propia
conciencia –que según el debía ser nauseabunda...–. Corría en busca del P.
Leschassier varias veces al mes. Leschassier, hombre de la regla codificada, lo
despedía inexorablemente sin escucharlo, todas las veces no contempladas en el
reglamento.
«Si no me equivoco, la conducta del P. Leschassier era particular respecto de
Luis Grignion. Mantenía a rienda todos sus anhelos, incluso, los más piadosos y
espirituales y, a veces, suspendiendo su ejecución, otras, retardándola, morigeraba
su ardor y extinguía cuanto de humano se mezclaba en ellos. Lo acostumbraba a
sacrificar a la obediencia todo lo demás» (Blain, 108s).
Además, en materia de penitencias corporales y de cilicios era férreo. Quizás el
recuerdo de los últimos meses y de los desastrosos resultados, pero sobre todo la
necesidad de frenar en la obediencia lo que debía ser el mayor impulso de
santificación, donde la decisión personal podía arrastrar hacia la complacencia de
la ofrenda sangrienta, orientó a Leschassier a una impostación nueva.
«Comenzó (por tanto, desde el comienzo) a moderar las austeridades y a
prescribirle un reglamento más suave y menos asesino (sic) del practicado hasta
entonces y lo reorientó lo mejor que pudo al sendero de la vida común, persuadido
de que las mortificaciones corporales son nocivas si carecen del buen sentido y del
ejercicio de la voluntad. Decía san Francisco de Sales: "Hay que castigar al culpable
que es el espíritu, antes que mortificar el cuerpo que es inocente"...» (Grandet, 12-
13).
No abolió las penitencias, sino que las reguló. Gracias a cartas posteriores a este
período aprendemos que Luis María siguió macerándose incluso bajo la guía de
Leschassier.
El juicio del prudente director no podía ser completo sin un conocimiento exacto
de las gracias y de las virtudes de Luis María, y el solo hecho de quererse informar
al respecto habla en favor de la sabiduría del sulpiciano: «Podía estar seguro de que
Luis Grignion había llegado a un grado sublime de unión con Jesucristo, porque...
Le encargó escribir sobre el tema...» (Blain, 196).
Blain está bien informado y la deducción que saca es ciertamente oportuna. ¡El
P. Leschassier no habría confiado ciertamente un informe espiritual a alguien que
no esté en sus cabales! Es lastima que ese informe no nos haya llegado ni
conozcamos tampoco las conclusiones de Leschassier. De todos modos, estamos de
acuerdo con Blain: «Leschassier conoció perfectamente sus gracias y sus virtudes:
sometió e hizo someter a prueba su espíritu de todas las formas posibles. Sé que
aferró, por decirlo así, a Luis Grignion, en todos los sentidos, y que lo estudió a
fondo» (Blain, 103s), para llegar a la conclusión bien diferente de aquella a la cual
han llegado otros. Reléanse a propósito las reflexiones del mismo Blain: «La divina
Providencia, que quería perfeccionarlo en la ciencia de los santos, lo llamó a París
para instruirlo en la escuela de las más puras virtudes eclesiásticas. Hablo del
seminario de San Sulpicio, donde el que quiere ser santo encuentra los mayores
modelos y los más expertos guías de la perfección... (20).
Puedo afirmar que no había procedimiento más adecuado para hacer avanzar en
la perfección al seminarista que el P. Leschassier, el hombre más equilibrado del
mundo, el hombre más alejado de cualquier exageración del temperamento y de la
gracia» (Ib., 107).
La otra afirmación en la misma obra (VD 41), donde habla de "una extensa
colección" de textos de los santos Padres y doctores sobre la devoción mariana.
Esta afirmación, no carente de énfasis, encuentra su confirmación en un Cahier
de notes o Cuaderno de apuntes, recopilado casi todo en este periodo y que
proseguirá durante toda la vida. Se trata de 314 páginas de folios doblados y
cosidos con hilo sencillo, sin introducción, tardíamente revestidas de una carátula
de color amarillogrís. Elaborado sin un plano preciso de trabajo, como una
colección de anotaciones, en un primer momento, curiosas y escolásticas y ,luego,
críticas, enumera puntos de vista y citas pertenecientes a 25 obras sobre la
devoción mariana y sobre la unión a Jesucristo.
La facilidad de consultar libremente la buena biblioteca de los sulpicianos
favoreció la búsqueda, animándolo a leer mucho. Su amigo Blain recuerda (51) que
«casi todos los libros que tratan de la vida espiritual pasaron por sus manos».
Pero en casa seguían puntualmente los problemas. Sobre todo para la ubicación
de tantas hijas. Cuando el padre, al no saber ya a quién dirigirse, ruega al hijo que
busque en París la forma de encontrar soluciones, éste obtiene de San Sulpicio una
palabra providencial de aliento, pedido gustosamente a los PP. Leschassier y
Brenier, quienes aprovechan la oportunidad para ir insertando, poco a poco, a su
pupilo en la vida exterior del mundo.
A resolver el interés de Luis María por sus hermanas contribuyó la muerte de la
benemérita señorita de Montigny, en los primeros meses de 1697: la desaparición
de la benefactora lanzaba a la calle a Guyonne-Jeanne (Luisa), ahora de diecisiete
años, graciosa, bien educada e instruida. Verse privada del apoyo hasta ahora
brindado hacía dramática la situación: la joven debía ser colocada en seguida en
alguna pensión para completar su educación de futura señorita de compañía, si no
se quería abandonarla, presa del engaño y encaminarla a su ruina, en una ciudad
como Paris.
Luis María salió, pues, de la "tumba" en la que vivía tan a gusto y se dedicó a la
práctica de una exquisita caridad en favor de su hermana sola en la inmensidad de
París.
Era huésped, en aquellos días, del Seminario monseñor Juan Bautista de la Cruz
de Saint-Vallier obispo de Quebec, capellán de la corte hasta 1687, y por ello el
mejor indicado para la elección de los posibles bienhechores del momento, ante los
cuales, naturalmente, conservaba toda la estima incluso después de seis años de
vida en el Canadá y tres de permanencia en París, aunque no en la corte.
Desafortunadamente, cuando Luis María acudió a él, estaba a punto de partir para
el Canadá, pero tuvo tiempo para indicar una dirección y dar una bendición.
La dirección era la del preceptor de seis hijos legitimados de Luis XIV tenidos en
la Montespán. El sacerdote Antonio Girard de la Bournat, que encontraremos más
tarde como obispo de Poitiers, consiguió al joven una cita con la madre de sus
pupilos, o sea con aquella que desde hacia años cubría sus grandes errores con
hechos de sincera y fecunda caridad.
Francisca-Athenais, señorita de Tomlay-Charente, era hija de Gabriel de
Rochechouart I, duque de Mortemart, y de Diana de Grandseigne. Había nacido en
1641. Después de haber servido como damisela de honor de la reina Madre, se
había casado a los 22 años con Luis Enrique de Paradaillán de Goudrín, marqués
de Montespán, pero a partir de 1668 se había convertido en amante del rey, al cual
había dado incluso ocho hijos.
En su condición de favorita –"favorita tonante y triunfante", la define Madame
de Sevigné– fue impuesta a la corte como un hecho indiscutible, «como una gran
carga»...
Habiendo logrado hacer legitimar por el Parlamento los ocho hijos, su ascenso
no fue oscurecido durante trece años por ningún poder ni rival alguna.
Pero en la cuaresma de 1675, un desconocido sacerdote le rehusó la absolución.
No obstante las presiones ejercidas sobre Bossuet para que corrigiera el error de
aquel humilde confesor, la dura decisión tuvo de bueno conducir al rey y a su
amante al respeto a la moral por tanto tiempo pisoteada. Aunque el rey no cambió
de conducta por ello, la madre de sus hijos, sí. Diez años duró el ocaso contra lo
inevitable que ella trató de combatir desesperadamente cosechando odio,
venganzas y acusaciones (hasta de envenenamientos y brujería) de parte de
muchos cortesanos y la indiferencia del soberano ya implicado en nuevas
aventuras. Fueron diez años durísimos, como los fantasmas infelices, que regresan
a los sitios en otro tiempo habituales, para expiar las culpas del pasado, vagaba
muy vilipendiada. Se había humillado a pedir al menos como un señalado favor
conversar al menos con los huéspedes de la segunda carroza, ya que la real se había
cerrado para ella... hasta que comprendió que había llegado el momento de salir de
escena y llenar el vacío del poder perdido con la grandeza de las buenas obras.
En 1691 se hizo benefactora del Orfanato Femenino de San José, Calle de Santo
Domingo, y lo eligió como punto de apoyo en la capital y como refugio donde
esperar el regreso del antiguo amante en la cámara real, adecuadamente preparada
pero donde el esperado se cuidó bien de no aparecer. O también, como alma en
pena giraba por Francia: Saumur, donde su hermana de Fontevrault, Bourbon, los
castillos de Oiron y de Serre, fueron las estaciones del viacrucis de una Monstespán
penitente y bienhechora.
«Aquella mujer otrora tan refinada, tan elegante, se obligó a vestir trajes de tela
muy burda, cintos, jarreteras provistas de puntas de hierro. Llegó hasta el punto de
regalar cuanto tenía a los pobres; trabajaba muchas horas al día para confeccionar
trajes comunes y corrientes sólo para ellos...», advertía un narrador de la época ya
citado, Imbert de Saint-Amand.
Precisamente, al apartamento del Orfanato de San Jose fue orientado Luis María
por mons. Girard en la primavera de 1697. Sobre el diálogo sabemos muy poco,
pero sí conocemos los resultados: Guyonne-Jeanne fue acogida al punto en ese
mismo Instituto, y otras dos hermanas Silvia y Francisca-Margarita fueron
colocadas en el convento de Fontevrault a donde las condujo la misma Montespán.
Tras el registro hecho por la Curia de San Maló, el 7 de octubre siguiente, Luis
María entró en posesión de cuanto era más caro al abogado. Tuvo que pensar luego
en renunciar a la capellanía de San Julián, pero, probablemente, aleccionado por
los sulpicianos, esperó hasta hacerse sacerdote para poder seguir disfrutando de
aquellas libras sin tocar al patrimonio paterno tan necesario todavía en el Bois-
Marquer. Si hubiera dependido de él, probablemente hubiera renunciado gustoso,
incluso al patrimonio familiar para vivir a la providencia, pero no pudo. No
renunció nunca a él, aunque jamas se benefició de aquellas pocas libras que se
derivaban del mismo para dejarlas en casa dado que el 28 de agosto de 1704,
escribiendo a la madre afirmaba: «De momento, no tengo ningún bien temporal
que proporcionarles (a mis hermanos) porque soy más pobre que todos ellos... No
pretendo tener que ver o heredar nada de la familia en la que Cristo me ha hecho
nacer. Renuncio a todo, a excepción de mi título, porque la Iglesia me lo prohibe»
(Carta 20, BAC, 99).
SEGUNDA PARTE
Capítulo 6 - Las opciones de un joven sacerdote bretón
Capítulo 7 - Lo amargo de la inactividad
Capítulo 8 - Los pobres buscan a un sacerdote
Capítulo 9 - Amor y odio
Capítulo 10 - Una heredad para los pobres
Capítulo sexto
LAS OPCIONES DE UN JOVEN SACERDOTE BRETÓN
«Haz de mí tu misionero!»
Luis María, al expresar este anhelo, señala claramente la opción a que ha
llegado: ser misionero era dedicarse al apostolado activo de la predicación al
pueblo, «para poder decir siempre con Jesucristo: "Me envió a dar la Buena Noticia
a los pobres ", o con los Apóstoles: "Cristo no me mandó a bautizar, sino a dar la
Buena Noticia... "» (RM 2).
Pero hay más: los sulpicianos se encontraban cortos no sólo de personal sino
también de dinero: en 1692 tuvieron que pedir a los jesuitas un contingente de
misioneros y lo mismo hicieron los padres recoletos en 1694. En el fondo les
bastaba seguir adelante allá con el seminario, es decir, les bastaba una pensión por
el estilo de la parisina para eclesiásticos deseosos de algo de reposo y de
espiritualidad.
De todos modos, también Grandet tiene razón cuando atribuye a Tronsón la
facultad de organizar expediciones de eclesiásticos a Canadá, dado que el Superior
general de los sulpicianos era siempre el Jefe de la Société Notre-Dame de
Montréal, de la cual dependían todos los religiosos y sacerdotes de la región.
Con esto creemos haber probado en forma suficiente que colocar en este
momento de la vida de Montfort un intento eficaz de hacerse enviar a las misiones
debe atribuirse a cierta forma de recapitular, cuando parece oportuno, reales o
supuestos hechos e ideas.
Ciertamente Luis María acudió al P. Tronsón para ofrecerse como misionero –
nos lo confirma Blain 199–, pero el episodio debe enmarcarse en sus primeros
tiempos de estudios en San Sulpicio, por ello tiene todo el sabor del celo y del
entusiasmo juvenil, comprensible y explicable, precisamente, en un seminarista.
¿Cómo hubiera pretendido que lo admitieran en el grupo de los que partían
presentándose la víspera del viaje sin ser siquiera sacerdote?
Leschassier informado por el mismo Luis María del paso realizado con Tronsón,
había respondido secamente: "no": «No le permitió irse al Canadá por temor de
que, impelido por el celo en su carrera detrás de los salvajes, no acabara
perdiéndose en las inmensas selvas de ese país». (Ib.).
Capítulo séptimo
LO AMARGO DE LA INACTIVIDAD
La obra principal del anciano había sido una casa para sacerdotes creada en la
ciudad de Nantes, en la riada de San Clemente. Originariamente, la institución
comprendía tres categorías de huéspedes:
la primera: quienes se dedicaban exclusivamente a la predicación de las
misiones en la Baja Bretaña,
la segunda: quienes hacían ejercicios espirituales, sacerdotes o laicos, venidos de
todas partes;
la última: la más importante, el clero francés joven que había que formar.
El obispo, mons. Gilles de La Baume Le-Blanc, había aceptado en Nantes esa
institución porque conocía el espíritu sulpiciano de Lévêque, contemporáneo de
Olier y capaz de brindar al sacerdote recién ordenado un autentico soplo de
espiritualidad. Haciéndolo reconocer también civilmente por el gobierno, había
insertado también en el Instituto a los responsables del seminario diocesano.
«La mayor parte de los sacerdotes (del seminario), que habían sido alumnos de
San Sulpicio, se hallaban en relación con los dirigentes de esta comunidad, y en la
educación de los seminaristas se esforzaban por acercarse lo más posible a cuanto
se hacía en París. Después que los jóvenes recibían la ordenación los enviaban a la
comunidad para que (allí) se formaran en la práctica del santo ministerio» (Fallion,
Vie de Olier, París 1874, III, p 367).
De esta manera, mientras el obispo podía garantizarse un buen clero, Lévêque
encontraba constantemente elementos para renovar su propia institución. En los
últimos años, también el rector del seminario diocesano había sido acogido como
miembro efectivo de la Comunidad con el grado de vicerrector: era éste Coupperie
Des Jonchères. Su presencia en la casa valía una hipoteca sobre la sucesión de
Lévêque para asegurar a la diócesis la comunidad de la obra.
Todo había marchado bien durante unos quince años, hasta el día que el
seminario necesitó un profesor de ideas más actualizadas. Con la llegada a la
diócesis y a la Comunidad del sacerdote De la Noé-Ménard, mezquino jansenista
proveniente de otro seminario parisino, las cosas comenzaron a marcar el paso y
dividirse.
El nuevo profesor, sin mayor esfuerzo, hacía muchos prosélitos: la cuestión de la
gracia oscureció mentes y ahondó divisiones en las dos obras. Así los últimos veinte
años de Lévêque fueron llenos de tristeza: si las ideas más avanzadas habían
disminuido el valor esencial de la Comunidad, es decir, la fe auténtica, habían
llevado también al relajamiento de la disciplina regular y al debilitamiento del
espíritu de apostolado. Los menos adoctrinados habían ganado barricadas
dogmáticas, primero solapadamente, y luego abiertamente, arrogándose cierta
independencia y libertad, hasta el punto de que la pequeña comunidad se estaba
transformando poco a poco en albergue y la riendas sostenidas a cuatro manos por
Lévêque y des Jonchères, fueron muchas veces arrancadas por la rabiosa
dentellada de la nueva corriente. La senda a la cual se encaminaba no podía menos
de acabar en la indisciplina y la herejía práctica.
Lévêque, antes de asistir al fracaso de su obra quería presentar su dimisión, y se
había dirigido a San Sulpicio pidiendo consejo y ayuda. El superior general, Carlos
Tronsón, conociendo la predilección de Olier y de los demás superiores por la obra
de Lévêque, insistió para que no abandonara el puesto, disuadiéndolo de presentar
la dimisión. El derrumbe de la comunidad de San Clemente habría constituido una
notable pérdida para la causa católica de Bretaña y un fracaso para los mismos
sulpicianos. Tronsón había prometido refuerzos; pero no los tenía a mano o la
muerte le impidió hallarlos.
El problema estaba patente sobre el escritorio de Leschassier cuando tuvo que
asumir el superiorato general de San Sulpicio. Le incumbía a Leschassier proveer; y
con visible lentitud de extremada prudencia, trató de proveer a ella.
Cuando en el tardo verano de 1700 el enflaquecido Lévêque llegó a la residencia
de Issy para los ejercicios espirituales del año resuelto como nunca a presentar su
dimisión, describió al nuevo superior general la agonía de su propia criatura con
tales llantos y quebrantos, que Leschassier decidió intervenir.
Existía sí, claro, un elemento inmejorable, de fe segura y verdadero espíritu
sacerdotal que podía enfrentar el caso: también él era bretón, robusto y tan firme
en las ideas que parecía testarudo. Pero sólo en el bien. Era el neosacerdote Luis
María Grignion. Este podría bajar inmediatamente a Nantes, ir a vivir en la jaula de
los descarriados para darse cuenta personalmente de la situación y entre tanto
prepararse a la predicación, cosa que tanto le interesaba. Luego se le confiaría algo
de responsabilidad, un medio encargo para no herir la susceptibilidad del rector del
seminario y menos de los otros y se acabaría por confiarle toda la obra. Era
precisamente la persona indicada para conducir a San Clemente al esplendor de la
predicación y de la disciplina regular. Leschassier deponía en su favor, porque
Grignion «había nacido para los compromisos y la vida de apostolado» (Blain, 201)
y, aun siendo tan joven, poseía un carácter de líder.
El único problema era el de guiarlo, poderlo asistir en los primeros días para que
no cometiera errores por celo exagerado y particular entusiasmo. Lévêque cuidaría
especialmente de él, incluso en lo físico, porque era necesario llevarlo de la mano
en todo, obediente como era; no había absolutamente peligro de que el partido
jansenista hiciera presa en el joven: estaba bien preparado y era inteligente, y –esto
valía más que treinta años de teología dogmática– tenía una aguda tendencia a la
santidad más austera.
El todo era convencerlo. Cosa no demasiado difícil después del rechazo a entrar
donde los sulpicianos... Pero con un poco de autoridad y oración acelerada era
posible estar casi seguros de hacerlo capitular. Valía la pena intentarlo.
Creemos saber también la reflexión hecha por Leschassier a nuestro Luis María:
¿quería trabajar en el apostolado? Esta era la ocasión para dedicarse a la práctica
en tan difícil ministerio. ¿Buscaba la itinerancia en el apostolado? Con un poco de
práctica bajo el experto y santo Lévêque, podría alimentarse de un autentico
espíritu misionero: de otra parte, también la disponibilidad necesitaba de un firme
punto de apoyo y San Clemente lo era para él. Tenemos la certeza de que
Leschassier no habló de la intención de confiarle en el futuro la dirección del grupo
misionero; y no haberlo hecho no se le puede imputar a mala fe, sino a extrema
confianza en el buen sentido de Luis María, quien, en el momento oportuno, vista
la necesidad de colaborar en la obra de Dios, por sí solo habría entendido y
decidido.
Estamos ya en septiembre...
Luis María respondió «sí» al consejo de su director y padre; recogió sus harapos
–para utilizar la expresión que más tarde le será familiar– y se dirigió a Nantes al
lado del anciano que lo llevaba al trabajo.
Como era la costumbre de Lévêque, el viaje fue dividido en dos tramos bien
distintos: por tierra y por agua.
«Mientras se lo permitieron las fuerzas, (Lévêque) realizó a pie este largo viaje;
pero en los últimos años de su vida, no sintiéndose ya capaz de soportar la fatiga de
caminar, se embarcaba en el Loira. Durante el recorrido, un vasito de mantequilla y
un poco de pan que llevaba consigo, eran toda su comida: el agua del río le servía
de bebida; y para no permanecer inactivo, fabricaba en un minúsculo telar cíngulos
para albas que regalaba a los sacerdotes pobres» (Fallion, Ib.).
Así pues, los primeros ciento veinte kilómetros, de París a Orleáns, fueron
recorridos lentamente como lo exigía la edad del anciano y al menos para Grignion,
pletóricos de entusiasmo. La paciencia necesaria para sostener al compañero le
brindó la forma de aprovechar de diferentes lecciones: oración, recogimiento,
caridad, sacrificio...
Se embarcaron en Orleáns. El Loira era definido, entonces, como un camino que
avanza, un recorrido veloz: por esto era el mejor lazo de unión para todo el
comercio entre la Francia del norte y la del mediodía. Millares de embarcaciones
tejían tenacísimos hilos de intercambios que daban a la somnolienta región una
bocanada de vitalidad para los recursos agrícolas de la zona. El río, aunque ya no es
navegable como entonces, corre por dos valles insertos como embudo uno en otro,
el menor en el más amplio que desemboca en el Atlántico. Entre las innumerables
barcas de los campesinos y de los comerciantes, era fácil notar las lujosas de los
nobles y de los burgueses que habían escogido las riberas del Loira para las felices
estadías de paz y de perezosos descansos. Más de cinco docenas de castillos y siete
ciudades recogían como en un libro, las páginas de historia de siglos enteros de
Francia porque Orleáns, Blois, Amboise, Tours, Saumur, Angers y Nantes eran
piedras miliarias del camino realizado sobre el agua desde el tiempo de los reyes
capetos y plantagénetos hasta los últimos Valois: ¡cuántos acontecimientos habían
tenido lugar bajo aquel cielo y entre aquellas ondas! ¡Cuántas glorias y cuántas
ignominias habían florecido en los parques y castillos asomados sobre el Loira...!
Esa región era llamada Jardín de Francia, donde uno podía moverse a punta de
remo o a pie, manteniendo vivo el difícil equilibrio entre gente que trabaja y gente
que mira trabajar, mientras pasan los años y las páginas de historia vuelven sin
retorno una sobre otra...
«Con un escudo proveía (Lévêque) a los gastos de tan largo viaje» (Blain, 203).
«Mira, Señor, Dios de los ejércitos: los capitanes que forman compañías
completas, los potentados que organizan ejércitos numerosos, los navegantes que
equipan flotas enteras, los mercaderes que se congregan en gran número en ferias y
mercados. ¡Cuántos ladrones, impíos, borrachos y libertinos se reúnen en tropel
contra ti todos los días, con tanta facilidad y presteza!
Un silbido, un redoble de tambor, una espada embotada que muestren, una
rama seca de laurel que prometan, un trozo de tierra roja o blanca que ofrezcan...
en tres frases: un humo de honra, un interés de nada, un miserable placer de
bestias que salte a la vista, en momentos aglomera ladrones, agrupa soldados, junta
batallones, congrega mercaderes, colma casas y mercados y cubre tierras y mares
de muchedumbres innumerables de réprobos. Quienes, aunque divididos entre sí
por las distancias geográficas, las diferencias de temperamento o el propio interés,
se unen, no obstante, hasta la muerte para hacerte la guerra bajo el estandarte y
dirección de demonio...» (SA, 27).
La llamada a Dios nace así bajo las bóvedas desiertas de las iglesias de Nantes,
en los silencios increíbles de los templos y más allá del vocerío del mercado.
«Y por ti, Dios soberano, –aunque en servirte hay tanta gloria, dulzura y
provecho–, ¿casi nadie tomará tu partido...» (Ib. 28).
Y era oportuno orar, porque en cincuenta días, Luis María después de haber
estudiado a los Cohermanos que pereceaban con él en la casa y la dolorosa
desorganización que involucraba a todos, escribía a Leschassier una carta que hay
que presentar en su totalidad.
Lo amargo de la inactividad.
Es en síntesis cuanto saborea el corazón de Luis María desde hace dos meses. De
la carta no se desprende todavía la desilusión experimentada a pesar de las
promesas que le habían hecho en París y no se queja al "padre carísimo" del
consejo recibido. Pero el recuerdo de San Sulpicio regresa más vivo que nunca con
un llamado-invitación a la soledad, vocación contra la cual se había pronunciado
hacía tiempo el mismo Leschassier.
La respuesta del sulpiciano no quiere trastornar muy pronto al joven de la
Comunidad de Nantes. Pero no logra esconder la contrariedad que experimenta
ante la constatación de la real situación a la que ni Lévêque ni Grignion podían ya
poner remedio.
«Padre.
Aunque en la Comunidad de San Clemente no encuentre Ud. cuanto deseaba,
¿quiere abandonarla tan pronto? El P. Lévêque piensa en una misión después de
Epifanía.
Es bueno pedir al Señor que haga amar a su Madre. No puedo decirle nada sobre
el P. Leuduger porque no tengo la gracia de conocerlo. Sin embargo, no quiero
impedirle que aproveche de los frutos que podría hallar en su grupo. Entréguese al
Señor y pídale que le haga conocer su voluntad; ore por mí, y crea que en su
corazón
soy, todo suyo Leschassier»
(ASV, Ib.).
Luis María hubiera tenido que dedicarse solo al apostolado y esto contradecía las
indicaciones de París y las costumbres de la misma casa de Nantes. Sin guía y sin
apoyo, la solución no podía menos de dejar preocupaciones y ansiedades. Tanto
más cuanto que aun no había sido examinado para la autorización de oír
confesiones; y quizás la atmósfera jansenista de la mayor parte de los sacerdotes de
la casa le estaba jugando un chiste amargo también al incorruptible Grignion: él
mismo siente mucha inquietud para aventurarse solo... «porque para tarea tan
difícil y peligrosa se necesita una misión especial», escribirá el 4 de mayo siguiente.
Entre tanto pasan los meses, no se mantienen las promesas y aumentan las
dudas del pobre joven. El crudo invierno obliga a Lévêque a cuidar la salud de Luis
María con paternal atención, por lo cual Leschassier le da las gracias.
Pero se requería mucho más que eso para caldearle el corazón.
Es el pensamiento que en ese momento domina su espíritu y que encontramos
en la carta de febrero a su hermana Guyonne-Jeanne (Luisa) que le había
informado de su voluntad de hacerse religiosa en el Instituto de las Hijas de la
Providencia, es decir, en aquel donde se hospeda en París.
«Al P. Leschassier
Superior del Seminario de San Sulpicio de París.
De Nantes, el 4 de mayo de 1701.
Señor y Padre carísimo en Jesucristo:
¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!
El señor obispo de Poitiers me ordena escribir a Ud. lo que sigue.
El cuarto domingo de abril recibí una carta de mi hermana de Fontevrault,
escrita por orden de la señora de Montespán. En ella me pedía que me trasladara
sin tardanza a Fontevrault para asistir a la toma de hábito, que tendría lugar el
martes siguiente. Salí ese mismo día a pie. Llegué a Fontevrault el miércoles por la
mañana, día siguiente de la toma de hábito de mi hermana...» (Carta 6; BAC, 75-
78).
«Durante ellos hice un corto retiro en una modesta habitación donde me sentía
encerrado en medio de una gran ciudad, en la cual no conocía a nadie según la
carne. Ocurrióseme, no obstante, ir al Hospital a servir a los pobres en lo material,
ya que no podía en lo espiritual. Entré a orar en su iglesita. Pasé casi cuatro horas
allí esperando la cena para servirles. Y me parecieron demasiado cortas. A algunos
pobres, en cambio, les parecieron demasiado largas. Al verme arrodillado y con
vestidos semejantes a los suyos, fueron a decírselo a los demás, y se animaron unos
a otros para hacer una colecta a fin de darme limosna. Unos daban más, otros
menos; los más pobres, un octavo; los más ricos, un cuarto.
Todo esto ocurrió sin que yo lo supiera. Salí, finalmente, de la iglesia para
preguntar a qué hora comían y pedir el permiso necesario para servir a los pobres a
la mesa. Quedé desilusionado, por una parte, al enterarme de que no comían en
comunidad, y sorprendido, por otra, al saber que querían darme limosna y que
habían dado orden al portero de no dejarme salir.
Bendije mil veces a Dios por haber pasado por pobre y llevar las gloriosas libreas
de tal. Y agradecí a mis hermanos y hermanas su buen corazón.
Después de esto se han encariñado tanto conmigo, que todos andan diciendo
públicamente que tengo que ser su sacerdote, es decir, su director. Pues no hay uno
fijo en el Hospital hace ya tiempo; ¡tan pobre y abandonado está!...».
Como tantas otras ciudades francesas del siglo XVII, Poitiers no había esperado
al decreto real, sino que había organizado sus capellanías y sus dominicales en
favor de los mendicantes. Capítulos eclesiásticos, monasterios y personas privadas
destinaban muchas de sus ganancias a la asistencia pública: las Hospitalarias de
San Agustín para las mujeres; los Hermanos de San Juan de Dios, para los
hombres; los Hôtels-Dieu, para todos, incluso los militares. Pero la carestía cada
vez más aguda, las guerras políticas, las de religión, el urbanismo y la consiguiente
desocupación, el hambre, la miseria absoluta habían empeorado y el vagabundeo
agravaba el desorden moral y social: todo remedio resultaba inadecuado. Con la
apertura de la Salpêtrière, París había dado comienzo a una forma organizada de
albergues obligatorios. Y después de París y Lyón, le tocó el turno a París. El edicto
regio de 1662 estaba precedido allí del edicto municipal de 1657 que creaba un
Hospital general extrayéndolo del antiguo lazareto de los campos; pero las
limitaciones logística y económica habían impuesto medidas más rígidas, ya que no
se podía recoger a trescientos pobres donde sólo se disponía de 150 lechos.
Finalmente en 1689, el municipio recogió los fondos para la construcción de un
edificio capaz que, sin pretensiones arquitectónicas ni artísticas, podía albergar al
menos a los pobres con decoro y limpieza. Toda la ciudadanía se empeñó en
apoyarlo económicamente contribuyendo con oportunas colectas.
Las Mémoires conservadas en los archivos de la ciudad y atribuidas a Luis María
enumeran las categorías que tenían derecho y obligación del albergue: «No se
recibirán maridos, sin las esposas, ni niños menores de siete años sin sus padres; ni
extranjeros que lleven menos de tres años de residir en la ciudad a sus suburbios;
las mujeres abandonadas por sus esposos podrán ser recibidas, si el abandono dura
al menos seis meses y hasta cuando el esposo las vuelva a recoger; pero no se
aceptará a enfermos afectados de úlceras ni otras enfermedades infecciosas (...)»
(Arch de la Vienne, II– E/l).
Es decir, monseñor Girard lo despidió. No era la primera vez que Luis María se
encontraba con Girard: se habían hablado cuando se trataba de organizar a sus
hermanas y, como referimos ya, había sido el mismo Girard quien le había abierto
la puerta de la gran Penitente. Ahora ese seco obispo no daba tanta importancia al
pomposo nombre de la marquesa y ciertamente no por olvido: siendo muy experto
y prudente, no podía aceptar a ojos cerrados a cualquiera que se presentara aunque
llevara una recomendación de la gran señora... Tanto más cuanto que las actitudes
de aquel sacerdote bretón eran bastante extrañas... ¡De todos modos, a Grignion le
resultó simpático, sin duda alguna!
La audiencia debió tener lugar en la mañana del 4 de mayo, víspera de la
Ascensión. Una vez despedido, Luis María se preparó para partir. A nosotros nos
queda una pequeña y esfumada sonrisa al releer aquellas palabras: ¡Era lo que yo
más quería! En el fondo ni el mismo Luis María creía en el poder de la
recomendación, por importante que fuera.
Algunos más habían esperado, pues, el regreso del obispo, a saber, la Directora y
el Ecónomo del Hospital, quienes habían preparado una exposición con las
sugerencias de los pobres para someterla al Presidente del Consejo de
Administración: una proposición concreta para la solución del problema interno
del Instituto. La exposición, confrontada naturalmente con el relato conmovido de
los mismos pobres, causó mucha impresión en los dos hermanos de la Bournat. El
sacerdote, llevándolo al hermano obispo, lo habrá apoyado con el valor de la propia
turbación. Además, mons. Girard no era un tonto: comprendió que era necesario
volver a hablar un tanto más ampliamente con ese extraño sacerdote que le había
llevado el saludo de la Montespán y que él había despedido a la carrera. Por ello
hace buscar a Luis María, lo hace hablar de sí, de sus ocupaciones y de sus
aspiraciones. Y cuando en el diálogo sonó el conocido nombre del Superior general
de San Sulpicio, el inteligente obispo comprende que tiene la posibilidad de
obtener mejor información antes de hablar de él en el Consejo. Para que la opción
del joven quedara bendecida por la obediencia ordena (o ¿sugiere?) que le haga un
minucioso relato de los acontecimientos a Leschassier, reservándose él escribir
directamente al sulpiciano, como hará dos días después...
«Padre carísimo, le confieso en verdad que me siento muy atraído a trabajar por
la salvación de los pobres en general. Pero no tanto a instalarme ni encerrarme en
un hospital. Me coloco, sin embargo, en absoluta indiferencia. No deseo otra cosa
que hacer la voluntad de Dios. Si Ud. lo juzga oportuno, sacrificaré gustoso mi
tiempo, mi salud y hasta mi vida en provecho de los pobres de este abandonado
Hospital.
Salgo mañana, día de la Ascensión, para Nantes. Pero no me apartaré nunca –así
lo espero– de su dirección y amistad en Jesucristo y su santísima Madre, en
quienes le quedo totalmente sumiso.
Grignion, sacerdote y esclavo
indigno de Jesús en María».
«Monseñor.
Desde hace varios años conozco a Grignion. El mismo me ha hecho saber la
orden recibida de su Excelencia de escribirme sobre cuanto le sucedió en Poitiers.
Es (nativo) de la diócesis de San Maló, de familia burguesa, numerosa pero poco
acomodada. Desde su juventud ha vivido abandonado a la Providencia a pesar de
contar con padre y madre; permaneció unos diez años en París, pero no recibió
ayuda alguna de los suyos.
Dios lo ha prevenido siempre con múltiples gracias y él ha respondido a ellas con
fidelidad. De hecho, a mí y a otros que lo han examinado de cerca, nos ha parecido
perseverante en el amor y en la práctica de la oración, de la mortificación, de la
pobreza y de la obediencia. Posee mucho celo para socorrer a los pobres y
enseñarles. Es industrioso para encabezar muchas cosas.
Dado que su exterior tiene algo singular, dado que sus formas de actuar no son
del gusto de mucha gente, dado que tiene una idea elevada de la perfección, mucho
celo pero poca experiencia, no sé si será apto para el Hospital donde lo piden.
Él no me ha dicho qué tarea es la que le quieren confiar en esa casa, ni si hay
administradores; en una palabra, no me ha brindado pormenores. Por esto,
Monseñor, me limito a exponer cuanto sé sobre sus capacidades, dejando a su
juicio la decisión a propósito. Ud. posee en todo, sobre todo en lo referente a la
manera de gobernar su diócesis, las luces claras y amplias que yo no puedo poseer.
Cuanto decida respecto de este joven sacerdote, será indudablemente conforme al
espíritu de Dios y para mayor gloria suya.
De mi parte, Monseñor, no puedo expresarle cuán edificado me hallo del gran
bien que hace en la inmensa diócesis que el Señor le ha confiado. El perfume de sus
virtudes llega hasta nosotros y, a menudo se habla de la edificación que Ud. brinda
a todos, incluso a los más testarudos entre los nuevos reunidos (en la fe).
Pido a Dios le conserve por largo tiempo la plena salud necesaria para trabajo
tan grande.
Con profundo respeto.
Leschassier»
(ASV, 1551).
«Padre.
Si no me explica mejor los puntos acerca de los cuales espera una solución mía,
no puedo responder a la suya del 11 próximo pasado. No me dice dónde está
ubicada la canonjía que Madame de Montespán querría asignarle. No me dice nada
de nada; si el capítulo es numeroso, si está cerca al hospital donde le requieren, con
qué condiciones le admiten allí, quiénes son los administradores, si el señor obispo
de Poitiers le quiere realmente emplear y porqué le ha dicho que me escriba sobre
el asunto.
Por otra parte, querido amigo, me resulta muy difícil decidir aun cuando me
haya dado todas estas informaciones: no me siento suficientemente iluminado para
guiar a personas cuya conducta está fuera de lo normal. Sin embargo, le daré con
sencillez mi parecer.
Respecto de la confesión no puedo menos de repetirle lo que ya le escribí en otra
ocasión: haga examinar sus calidades por alguien que esté a la altura de juzgar.
Atención, cuando escriba, para que el pegante no impida la lectura de las
palabras como ha sucedido en esta oportunidad»
(sin firma)
(ASV; 1551).
Alguien se preocupó realmente: fue Lévêque: Luis María estaba por alzar el
vuelo y el proyecto de confiarle la heredad de San Clemente se esfumaba
desesperadamente. Después de suplicarle a Leschassier que apoye su causa, en una
carta de mayo –también perdida– de acuerdo con el vicerrector Coupperie des
Jonchères, ensaya jugar una carta, que si hubiera sido lanzada antes habría, sin
duda alguna, cambiado la balanza a su favor. Dado que Luis María no se ha
decidido todavía a pasar a Poitiers, la juega como tabla de salvación: lo pone a
trabajar. En aquella carta del 18 de junio, pues, Leschassier insistía para que hiciera
los exámenes para las confesiones, cosa que absolutamente no debía diferir más.
Pero cuando llega la recomendación, Luis María estaba ya –desde el 23–, en el
ministerio en una pequeña parroquia perdida en el campo, a unos quince
kilómetros de Nantes.
¡Es la primera predicación de su carrera sacerdotal!
No se trata de una misión porque está solo y porque las noticias que él mismo
hace llegar a Leschassier en la carta del 5 de julio citan dos catequesis por día, tres
sermones, quizás en los días de fiesta. Pero, finalmente, hace algo. Más aún, trabaja
en el ministerio. Predica, confiesa, asiste a los moribundos, celebra dos funerales el
1 de julio, pero, sobre todo, está con la gente pobre, como sacerdote, como
maestro, como padre. Es una experiencia exitosísima que lo exalta sin sacarlo de la
humildad aprendida en la escuela sulpiciana.
Si esta predicación fue oxigeno para Grignion y motivo para que éste se decidiera
a presentar los exámenes, constituyó un punto en favor de Lévêque. Este
comprendió la importancia de mantener a un joven prometedor en un ministerio
que le era tan connatural y, como hemos dicho, se puso de acuerdo con des
Jonchères para financiar de su propio bolsillo ese apostolado. Leschassier,
respondiendo a estricta vuelta de correo, el 9 de julio, no podía menos de aprobar
esa forma de iniciación pastoral porque era la más normal: Luis María no había
sido enviado a la derrota en cualquier ambiente de la ciudad, sino al campo, entre
niños y campesinos donde no podía menos de agradar y entusiasmar.
«Padre.
Dado que los PP. Lévêque y des Jonchères están de acuerdo en considerar útil
que Ud. vaya a las parroquias abandonadas, no veo en ello inconveniente alguno.
Mientras siga el parecer de las personas de experiencia y que se guían por las
normas ordinarias, espero que el Señor bendiga sus fatigas.
Sígame haciendo partícipe de sus plegarias, y crea, Padre, que en el amor de
Jesús y de María soy todo suyo.
Leschassier»
(ASV; Ib.).
Desde aquí comienzan a multiplicarse las tareas, sans relâche, sin parar.
Durante tres meses puede correr en la forma más vagabunda de una parroquia a
otra, siempre solo, siempre en el campo y siempre para pequeñas veredas como al
principio.
Entre tanto el asunto de Poitiers está madurando.
Un nutrido intercambio de cartas –algunas desafortunadamente perdidas–
prepara el traslado de Grignion al Hospital de los pobres de Poitiers. Lévêque,
fortalecido con los exitosos resultados obtenidos por las predicaciones realizadas y
las ya concertadas, ensaya in extremis una solución que le sea favorable: pero Luis
María no la considera del todo convencida y menos aún convincente. Abandonada
pues, la idea de agregarlo a la Comunidad de San Clemente y encargarlo un día de
la dirección del clero residente en ella y no queriendo perderlo del todo, propone al
joven dedicarse a la predicación a expensas del obispo de Nantes, conservando para
él un cuarto en la Comunidad: se necesita siempre un pied-à-terre en la ciudad,
donde refugiarse en los intervalos. Le ofrece gratuitamente un cuarto. Si pierde a
Grignion como miembro de su comunidad, lo conservara al menos como
pensionado, y si de una cosa nace otra, en el futuro podría todavía pensarlo mejor.
Pero Luis María no se deja persuadir. Ante todo, no quiere vivir en esa jaula de
locos; además, en la diócesis de Nantes no hay trabajo, o al menos no bastante para
garantizarle una tarea continua, y, por último, ya existen en la diócesis demasiados
operarios apostólicos... Pero escuchémoslo exponer la situación al mismo
Leschassier en la carta del 16 de septiembre de 1701.
«Padre.
Nuestros pobres siguen buscándolo. El señor Le Jousteux le ha hecho saber mi
propia voluntad; creo que incluso Madame de Montespán tuvo la bondad de
hacerle escribir; y, finalmente, creo que debo decirle yo mismo que sus deseos
unidos a cuanto el P. L'Eschassier (sic) se ha tomado el trabajo de responderme, me
hacen pensar que Dios lo quiere cercano a ellos, si Monseñor, su obispo se digna
concederle el permiso de venir acá.
Le ruego, pues, que se lo pida, aprovechar de él lo más pronto, si se lo otorga,
acordarse de mí en sus oraciones y creerme, Padre, en Nuestro Señor Jesucristo,
cuyo nombre sea por siempre bendito. todo suyo
Antonio
obispo de Poitiers»
(ASV; Ib.).
«Padre.
Dado que el P. Lévêque lo libra de los compromisos de buena educación y
gratitud que podían detenerlo en su comunidad, y dado que el señor obispo de
Poitiers lo pide para el Hospital y dado que no puede responder no a la señora de
Montespán que insiste con Ud., no veo inconveniente alguno en que dé satisfacción
al deseo de los pobres (...)» (ASV, Ib.).
El pobre de Lévèque debió sentirse mal, al verse señalado en fin de cuentas como
el único responsable de haber perdido a Grignion; pero ya no se podía hacer nada
para remediarlo: tan pronto obtuvo el visto bueno del Obispo de Nantes, Luis
María había partido para Poitiers.
Capítulo noveno
AMOR Y ODIO
Dado que en la carta Luis María descorre –por primera y última vez,
ciertamente– el velo tras el cual florece la vida espiritual que lo sostiene,
permítasenos indagar ¿hasta dónde llega la formación espiritual de este joven
sacerdote que considera algo ordinario las tres disciplinas semanales y llega a pedir
con tranquila ingenuidad el suplemento de un cilicio?
Pero es mejor, leer la respuesta que el 12 de noviembre le envía Leschassier,
antes de intentar mirar en profundidad al interior de Grignion.
«Padre.
Veo por su carta que se encuentra feliz porque su celo ha encontrado en
hospitales y cárceles los objetivos más adecuados.
Ud. me somete diferentes preguntas a las que tengo no poca dificultad en
responder:
1º porque no siendo del todo conformes a las reglas ordinarias, no sabría
fácilmente hacerme garante de cuanto Ud. hace; por otra parte, no sabría poner
obstáculos a la gracia que probablemente lo atrae hacia esa clase de prácticas ni me
atrevería a ello;
2º porque hallándome lejos de Ud. es imposible que me consulte sobre infinidad
de cosas que cree de utilidad (hacer) en el oficio que tiene y (tanto más) cuanto, que
Ud. afirma en toda oportunidad que no hace nada sin mi parecer y que vive en total
sumisión a mi dirección, me siento en cierta forma responsable (de todo) ante el
público.
Por ello, le aconsejo y pido, Padre, que escoja un buen director en la localidad en
donde vive de quien pueda recibir las luces y consejos en cualquier dificultad. Ya
sabe cuales deben ser las dotes de un buen director; se encuentra en una gran
ciudad: podrá, pues, hacer una óptima elección.
Quedo siempre, Padre, con toda estima e inmutable cariño, todo suyo,
Leschassier»
(ASV; Ib.).
Una larguísima carta de Luis María a Leschassier del 4 de julio de 1702 –en la
cual insertamos las adecuadas anotaciones– nos lleva a revivir con el protagonista
los acontecimientos y las perturbaciones dolorosas de los primeros meses de la
capellanía con los pobres del Hospital general de Poitiers.
«Al P. Leschassier
Superior del seminario de San Sulpicio de París
del Hospital General de Poitiers, el 4 de julio de 1702.
Señor y Padre carísimo en Jesucristo:
¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!
Si he demorado tanto en escribirle no es porque haya olvidado sus beneficios, ni
por desobediencia a sus amables consejos, recibidos a través de la persona que me
dirige aquí! en lugar suyo, sino para no importunarle y poder manifestarle, en una
sola carta, los mil incidentes y contrariedades que me han ocurrido y ocurren cada
día. Padre querido, ésta es mi conducta y éstas mis acciones en resumen y con toda
verdad.
El señor Lévêque, mi segundo Padre después de Ud., me dio, en un exceso de
benevolencia, algún dinero para mi viaje a Poitiers. Lo repartí a los pobres antes de
salir de Saumur –donde hice una novena– y entré a Poitiers sin un centavo. El
señor obispo, de feliz memoria, me recibió con los brazos abiertos y me albergó y
alimentó en el seminario menor, en espera de mi entrada al Hospital. Durante este
período –que fue de cerca de dos meses– enseñé, a expensas de Monseñor, el
catecismo a todos los mendigos de la ciudad, a quienes iba a buscar por las calles.
Al principio lo hice en una capilla dedicada a San Nicolás. Luego –a causa de la
multitud–, bajo los pórticos. Y escuché a muchos en confesión en la iglesia de
Saint-Porchaire.
El señor obispo, importunado por los gritos y súplicas insistentes de los pobres
del Hospital, me entregó a ellos poco después de la fiesta de Todos los Santos»
(Carta 11; BAC, 85-89).
«Entré en este pobre Hospital –mejor dicho, en esta pobre Babilonia– con la
firme resolución de llevar en seguimiento de Jesucristo, mi Maestro, las cruces que
preveía habían de sobrevenirme, si la obra era de Dios. Cuanto me dijeron algunas
personas eclesiásticas y experimentadas de la ciudad a fin de apartarme del
propósito de meterme en esta casa de desorden –incorregible, según ellos–, no hizo
sino aumentar mi valor para emprender este trabajo, a pesar de mi personal
inclinación, que ha sido siempre, y sigue siendo todavía, hacia las misiones» (Ib.).
Dado que en la carta habla de dos meses de espera, es lícito suponer que la
decisión del Consejo tuvo lugar en torno a la Navidad de 1701. De acuerdo con el
presidente y los miembros de la Dirección, Luis María retoma el decreto de
erección del Hospital de cuarenta años antes, con el cual la ciudad se comprometía
a contribuir con ofertas a la subsistencia del refugio, y lo da a conocer a la
población. Ayudado por alguno de los refugiados, él mismo, el primero y como
nadie, tiende la mano en favor de sus pobres, y, en honor a la verdad, la generosa
gente de Poitiers no se hace del rogar y las ofrendas llegan abundantes a la bolsa
del mendicante. Naturalmente, hay quienes arriscan la nariz y quienes critican al
capellán... Se dan rechazos también, pero Luis María digiere las burlas y malas
interpretaciones.
Pero la nueva Directiva brinda su aprobación.
Aprueba incluso una norma propuesta por Grignion con la cual se regula la
distribución de la alimentación: de hoy en adelante, los refugiados tendrán, una vez
al día, a hora fija una ración de caldo o de sopa, y tres veces al día el pan que antes
les distribuían de una sola vez, por la mañana; además, hacen la distribución en el
refectorio donde invitan a los internos a ocupar en la mesa sus respectivos puestos,
como personas normales y civilizadas.
«Los superiores, los inferiores del Hospital y aun toda la ciudad se alegraron de
mi entrada. Pues me consideran como la persona enviada por Dios para reformar
esta casa. Al principio, los superiores del Hospital, con quienes obraba siempre de
acuerdo y más obedeciendo que mandando, me ayudaron a implantar y hacer
guardar el reglamento que deseaba introducir. El señor obispo en persona y la
administración entera fueron los primeros en autorizarme y permitirme hacer
comer a los pobres en el refectorio y salir por la ciudad mendigando para ellos algo
con que acompañar el pan seco...» (Ib.).
Luis María habría podido añadir en la carta que en ese ultimo mes de junio se
había realizado dos sanciones contra sus realizaciones.
La situación no era ni menos color de rosa para los Administradores: la
Directora, recién elegida firmó su dimisión dejando al Consejo en la desesperada
necesidad de dirigirse nada menos que a París para implorar a una señora que se
dignara asumir el cargo poco deseado. Pero cuando los Administradores se dan
cuenta de que la Señora de París esta de acuerdo con el capellán hasta el punto de
escogerlo como director espiritual, entonces, aprovechando una novena predicada
para gente de fuera durante la preparación de la fiesta de Pentecostés, el 4 de junio,
firmaron una serie de disposiciones contra el sacerdote, y que tenemos que
presentar.
«16 de junio – Se decidió que se advierta una vez más al P. Grignion que no haga
cosas diferentes de lo que mira a la parte espiritual y no quiera entrometerse en la
parte temporal; para esto la Compañía (= Consejo) ruega al señor canónigo de
Kllomau y al señor Girault, abogado del rey ante la oficina de impuestos, se dignen
venir al Hospital para hacer esta advertencia» (Ib. fol. 57).
En verdad, era hacia finales de 1701, mientras Luis María predicaba y confesaba
en la iglesita de Santa Austregesilda, en las vecindades de la catedral, cuando llegó
a su confesionario una muchacha de dieciséis años, Luisa Trichet, hija de un oficial
del tribunal de Poitiers.
Antes de llevar a la hija a tomar conciencia del gran proyecto, el santo sacerdote
se dedica con asiduidad a la preparación espiritual de la joven. A nuestro
comentario, preferimos continuar la lectura de las Crónicas:
«...Después de algún tiempo, aunque (Luisa) le había manifestado el deseo de
hacerse religiosa, él parecía abandonarla a la soledad de la pena en que se hallaba,
tanto que cierto día, ella se animó a decirle: "Ud. muestra tanto celo para ubicar en
comunidades religiosas a tantas jóvenes y hablar de su vocación al obispo; conozco
a muchas que, gracias a Ud., son hoy religiosas. Soy la única en quien no piensa.
¿No sabe, a caso, suficientemente lo grande que es mi hastío del mundo?".
El santo varón que tenía ciertas ideas y no quería darlas a conocer. Se limitó a
responderle:
– Hija, serás religiosa! Consuélate, ¡serás religiosa!
La señorita Trichet no comprendió entonces el secreto oculto en esa respuesta y,
por ello, no quedó totalmente tranquila» (Ib.).
«...Hay en el Hospital una muchacha que tiene el espíritu a la vez más astuto,
sagaz y orgulloso que jamás he visto. Es la provocadora de todo este barullo. Mucho
me temo que el señor De la Poype sea engañado por ella, como su predecesor, por
exceso de credulidad. Si le parece bien, puede Ud. ponerlo en guardia al respecto.
Señor y amado Padre, hónreme con una de sus cartas. Hoy más que nunca le
estoy sumiso. Sólo la necesidad me obliga a verme privado de sus consejos.
Me atrevo a declararme totalmente sumiso a Ud. en Jesús y María.
Luis Grignion, sacerdote y esclavo indigno
de Jesús en María.
Saludo y agradezco al señor Brenier. Saludo a los señores Repars y Lefèvre y a
todo el seminario; pero de manera muy especial al P. Lévêque, a quien escribo lo
mismo que a Ud.» (Carta 11).
Capítulo décimo
UNA HEREDAD PARA LOS POBRES
«Una persona de clase a la que nada habían pedido y que era mucho menos rica
de todas aquellas a quienes habían ido a suplicar anteriormente, al saber que la
joven se preparaba para regresar al mundo y hacerse dama de compañía, donde
habría encontrado muchas dificultades para salvar su alma, tuvo la inspiración de
ofrecer la suma requerida y el ajuar necesario y hasta pagar el viaje, temiendo que
Dios le pidiera cuentas de esa alma, que se habría perdido en el siglo...» (Grandet,
DRG, 34).
Este nuevo período se abre para Luis María bajo el signo de la Cruz-Sabiduría.
De las cartas que escribió probablemente en ese final de otoño de 1702 –dos de
ellas a las religiosas benedictinas, al parecer de París– recogemos los pensamientos
de un espíritu atento y abierto al sufrimiento y que ha comprendido el profundo
concepto del sufrimiento y lo vive con serena tranquilidad.
«¡Ah! ¡Qué divina es su carta! ¡Está toda llena de noticias de la cruz, fuera de la
cual –digan lo que digan la naturaleza y la razón– jamás habrá en este mundo,
hasta el día del juicio, ningún placer verdadero ni bien sólido alguno! Su alma lleva
una cruz ancha, larga y pesada. ¡Oh! ¡Qué felicidad la suya! Tenga confianza; si
Dios, que es tan bueno, sigue haciéndola sufrir, no la probará por encima de sus
fuerzas. Es señal segura de que la ama. Digo segura porque la mejor señal de que
Dios nos ama es el vernos odiados por el mundo y asaltados por cruces, tales como
la privación de las cosas más legítimas, la oposición a nuestras más santas
iniciativas, las injurias más atroces y punzantes, las persecuciones y malas
interpretaciones por parte de las personas mejor intencionadas y de nuestros
mejores amigos, las enfermedades más desagradables, etc.
Pero ¿por qué le digo lo que Ud. sabe mejor que yo, gracias al gusto y experiencia
que tiene de ello?
¡Ah! ¡Si los cristianos conocieran el valor de las cruces, caminarían cien leguas
para encontrar una sola! Porque en la amable cruz se halla encerrada la verdadera
Sabiduría, que noche y día busco con más ardor que nunca.
¡Oh amada cruz! ¡Ven a nosotros para gloria del Altísimo! Este es el grito
frecuente de mi corazón a pesar de mis flaquezas e infidelidades. Después de Jesús,
nuestro único amor, la cruz es mi mayor fuerza. Le ruego diga a N*** que adoro a
Jesucristo crucificado en ella y que suplico al Señor le conceda no pensar en sí
misma sino para ofrecerse a sacrificios aún más sangrientos».
(sin firma)
Carta 13; BAC 90-91).
«(...) Querida Madre: ¿Cómo podría yo, en respuesta a la suya, decirle algo
distinto de lo que el Espíritu Santo le dice todos los días? Amor a la pequeñez y a
las humillaciones, amor a la vida escondida y al silencio –el mudo inmolador de
Jesucristo en el Santísimo Sacramento–. Amor a la divina Sabiduría y a la cruz.
En cuanto a mí, me contradicen en todo y me encuentro prisionero.
Déle gracias a Dios, a nombre mío, por las pequeñas cruces que me ha dado,
proporcionadas a mi flaqueza, etcétera» (Carta 14; BAC 91-92).
El recurso a san Miguel es más que pertinente: pero es también claro que
Montfort veía en la prohibición una maniobra satánica de sus enemigos. ¿No es
acaso san Miguel el jefe de las milicias celestiales? Ocho días más tarde: «el obispo,
tras informarse mejor de la cuestión, le hizo saber que les podía dar la comunión
todos los días» (Ib.).
«Los devotos críticos... critican casi todas las formas de piedad con que las
gentes sencillas honran ingenua y santamente a esta buena Madre sólo porque no
se acomodan a su fantasía (...) Se irritan al ver a las gentes sencillas y humildes
arrodilladas –para rogar a Dios– ante un altar o imagen de María (...). Llegan hasta
acusarlas de idolatría como si adoraran la madera o la piedra...
Los devotos escrupulosos son personas que temen deshonrar al Hijo al honrar a
la Madre, rebajar al uno al honrar a la otra. No pueden tolerar que se tributen a la
Santísima Virgen las justísimas alabanzas que le prodigan los Santos Padres.
Toleran penosamente que haya más personas arrodilladas ante un altar de María
que delante del Santísimo Sacramento (...). Oigamos algunas de sus expresiones
más frecuentes: "¿De qué sirven tantos rosarios? ¿Tantas congregaciones y
devociones exteriores a la Santísima Virgen? ¡Cuánta ignorancia en tales prácticas!
(...). Nunca se honra tanto a Jesucristo como cuando se honra a la Santísima
Virgen. Efectivamente, si se la honra, es para honrar más perfectamente a
Jesucristo; pues, si vamos a Ella, es para encontrar el camino que nos lleva a la
meta, que es Jesucristo (...)» (N 93-94).
No es difícil ver en estas maniobras al enemigo de toda obra buena y sobre todo
de toda obra de Dios. En esos meses Luis María aprendió a conocer sus tácticas:
Este repentino viaje a París que tiene el sabor de una fuga, abre uno de los
períodos más difíciles de Grignion: la permanencia en la capital durará casi un año
y no se logrará muy fácilmente precisar los motivos aun teniendo la lista de los
episodios.
El abandono del Hospital, se decía, tiene sabor de fuga.
Huida de un mundo que no lo había comprendido, que lo obstaculizaba, que le
reducía la inmensidad del ideal misionero que cada día se le agigantaba más en el
corazón. Huida de una nominación que lo había condicionado a encerrarse, sólo
para aquellos que se arropaban con el nombre de gens sans aveu. Mejor no fue una
fuga, fue una espera...
Era el momento de ayudarle, de aconsejarlo, de apoyarlo: lo necesitaba en
extremo, a causarle un vacío ardiente en el espíritu que amenazaba adormecerlo en
una soledad mística, hasta donde se quiera, pero a base de renuncias y ya no
conforme con la vocación apostólica que se le había revelado en los primeros días
de sacerdocio. Pero no encontró quién lo aconsejara: el jesuita de Poitiers no supo
infundirle un nuevo impulso y el P. Leschassier de París no quiso ni siquiera
mirarlo.
En la inmensa soledad del espíritu y del lugar, escogió en París el mejor modo de
saber: un hospital de mendicidad, donde volver a experimentar ya la opción hecha
para él por los superiores, ya la posibilidad de proseguirla.
También en París fracasará y no sólo por culpa de los demás. Para no desmentir
el atractivo que experimentaba –Blain lo llamará: el gusto por los hospitales y el
abandono reinante en ellos– y para optar por una nueva casa donde ejercitar la
caridad (Blain 217), bajó al Hospital general de los pobres de la capital, que se
llamaba "La Salpêtrière".
«Nosotros, deudores para con la misericordia divina por tantas gracias y por la
visible protección con que ha guiado nuestros pasos al comienzo y en el curso feliz
de Nuestro Reino, al darnos el éxito de las armas y el júbilo de Nuestras Victorias,
creemos sentirnos aún más obligados a dar testimonio de nuestro reconocimiento
con la regia y cristiana dedicación a los negocios que tocan a su honor y a su
servicio...
... considerando a los pobres como miembros vivos de Jesucristo y no como
miembros inútiles del estado y queriendo guiarnos en tan grandiosa obra no con
los decretos de policía, sino con los motivos de la caridad (...) ordenamos que los
pobres mendicantes sanos de uno y otro sexo sean enclaustrados, con el fin de que
puedan dedicarse a la acción en los trabajos de manufacturas, según su
capacidad...».
Es un pasaje del altisonante decreto de Luis XIV que en 1656 creaba el conjunto
destinado al encierro obligatorio para los mendigos que infestaban las plazas, los
caminos, las riberas del Sena, los puentes y que continuaban aumentando en
número y exigencias. Se trataba de seis grandes bloques y de otras tantas casas
requeridas por la necesidad y que muy pronto resultaron tan insuficientes, que
pocos meses más tarde el gobierno debió proceder a la construcción de un potente
edificio al que Liberal Bruant, el arquitecto des Invalides, dio un rostro de
majestuosa austeridad, y que tenía capacidad para 5.000 mendigos. Dado que el
nuevo edificio había sido construido sobre la antigua fábrica y depósito de pólvora
ordenados por Luis XIII en 1594, asumió el nombre de "La Salpêtrière".
Bossuet podía declamar el día de la inauguración:
Pero pocos meses fueron suficientes para colmar el nuevo Hospital: los cinco
mil, subieron a diez mil. Se restringieron los puestos, se supercolmaron los
espacios, se remitieron a provincia los restantes, se reorganizó el conjunto de los
locales abandonados, y... terminó en el punto de partida: hubo que reabrir las
puertas y dejar vagar por las calles a los pobres envilecidos y descontentos.
El decreto del rey Sol que hemos citado no es tampoco un monumento de
sabiduría y dignidad cristianas como sería de desear, sino una estrategia política
impuesta por las circunstancias. Bajo la guía de un hombre excepcional –solamente
revaluado un tanto hoy día–, Juan Bautista Colbert, Francia se encaminaba al
nuevo sistema económico. Ministro de economía, había tratado de reducir la
administración civil, desarrollar el comercio, crear la industria del mañana, con
métodos protectores pero eficaces. Era necesario el giro decisivo: del empleo de la
agricultura al de la industria a través de la manufactura. El desequilibrio inevitable
de la reforma causó inmensos males: la indagación fiscal demolió el rédito y detuvo
las fallas de la deuda pública, limitó los gastos desmedidos de la burguesía y creó el
desajuste de la economía agrícola. Millares de familias se vieron de improviso
lanzados al asfalto, se abandonó la tierra por la factura, los desocupados
aumentaron para volcarse de la provincia a la capital donde la miseria humana
asumió tonos de grotesco dolor al lado del ostentoso lujo de Versalles y de los
nobles que seguían sin querer ver...
«¿De dónde proviene esa multitud de pobres de la que Uds. se quejan? Sé que el
correr desastroso del tiempo puede hacer crecer todavía su número. Y no obstante
guerras, epidemias populares, irregularidades en las estaciones como las que
experimentamos, las ha habido en todos los siglos, las calamidades que vemos no
son nuevas; las han visto también nuestros padres e incluso las han visto más
dolorosas; las discordias civiles (...), los campos devastados por sus propios
ocupantes, el reino en manos de naciones enemigas, que nadie se halle al seguro
bajo el propio techo, ¡esto nosotros no lo padecemos!
Y sin embargo, nuestros padres no han visto lo que nosotros vemos: las miserias
públicas y privadas, tantas familias en decadencia, tantos ciudadanos respetables
que han terminado en el polvo y mezclados con la chusma, los remedios se han
vuelto inútiles, el espectro del hambre y de la muerte ronda sobre la ciudad y el
condado (...). ¿Qué puedo añadir todavía? Tantos desórdenes secretos que explotan
cada día, que desembocan en las tinieblas, y el abismo en que se precipitan la
dispersión y la penuria.
Hermanos, ¿de dónde proviene todo esto?
¡Proviene del lujo que lo devora todo y que nuestros padres no conocían, de los
gastos que no conocen límites y que necesariamente arrastran consigo el
enfriamiento de la caridad!» (Sermón para el IV domingo de Cuaresma, punto I).
«El hombre de Dios (Grignion), viendo que no avanzaba nada con esas personas
(de Poitiers) de tan menguado espíritu y poca virtud, tomó la resolución de
abandonarlos y, ocultando sus designios, cierto día los dejó, y se fue a París en
busca de nuevas cruces, al correr en busca de una nueva cosecha pura su ardor
apostólico.
El gusto por los hospitales y la abyección que reina en ellos, no se había apagado
en él. Corrió, pues, a presentarse en la Salpêtrière, donde se veía amplio campo
para su celo misionero. Encontró allí con qué ejercitar a sus anchas las virtudes de
dulzura, paciencia, mortificación, amor a la pobreza y a los pobres. Pero encontró
también allí la malvada envidia, reinante entre los obreros del Padre de familia.
Esta lo echó fuera de aquel amplio hospital de París, así como lo había echado fuera
del de Poitiers» (Blain, 216-217).
«Es increíble cuanta pena y cuanto trabajo se impuso para enseñar a quien
ignoraba la verdad de la salvación, para cortar las costumbres pecaminosas a
cuantos habían estado sumergidos en ellas durante años y para hacer avanzar a los
buenos por el sendero de la virtud, para consolar a los afligidos y dar a todos otra
idea de Dios y de la enormidad del pecado... (Grandet, 56-57 – DRG, 42).
Nada hay que cause tanto fastidio al prójimo como hacer algo donde los demás
no hacen nada. Ese agitarse, ese moverse por el bien, dio muy pronto en el ojo: los
veintitrés colegas no podían explicarse aquel celo apostólico sino definiéndolo
como indiscreto e invasor. En pocas palabras el querido canónigo Blain había
descrito la situación: no hay mejor campo para la malignidad que la viña del Señor,
porque el terreno es de Dios y las deficiencias humanas aparecen allí en toda su
mezquindad, y porque los frutos que allí se recogen deben sudarse dolorosamente.
Los biógrafos no nos han relatado con suficientes detalles cómo acontecieron los
sucesos, pero conociendo ya lo que pasó en Poitiers no hacen falta pormenores.
Luis María se había hecho sacerdote para mantenerse disponible, siempre y en
todas partes. En aquellos años, orientado por la llamada de un obispo y las
experiencias de cada día, creyó quizás que el bien más urgente fuera realmente el
de los hospitales, de los refugiados, de la miseria encerrada por la policía dentro de
pocos números. Y la había querido socorrer, a pesar de saber que encontraría
cruces y rechazos. Pero la experiencia de la Salpêtrière fue reveladora para él:
podemos deducirlo de la carta escrita a la querida hija que permanecía en Poitiers,
María Luisa de Jesús. Aparece en ella un Montfort que desde París organiza un
"grupo de oración" en Poitiers entre las personas buenas que todavía lo estiman y a
quienes pide que colaboren para alcanzarle no mejor fortuna sino mayores cruces
y, por tanto, mayor sabiduría. Sólo por este motivo podemos comprender que había
fijado la fiesta de Pentecostés –27 de mayo– para alcanzar una nueva efusión del
Espíritu.
La carta es una respuesta a otra de María Luisa, perdida como tantas otras.
Grignion se divierte, o poco menos, en desmontar las habladurías de Poitiers para
resaltar el único motor que lo había alejado de Poitiers hacia París: la voluntad de
Dios solo. Pero encontramos en ella explicitada la decisión de que lo olviden en el
ambiente del Hospital por cuantos no están vinculados espiritualmente con él. Ese
querer morir en los corazones, ese afán de ser ignorado, nos dan a entender que
Luis María no piensa regresar allá, y que la opción por la Salpêtrière, aún por
parecer involuntaria, es definitiva al menos por cuanto a él concierne.
Pero en el Hospital general de París no permanece largo tiempo. Solamente
algunos meses.
Capítulo undécimo
BAJO LA ESCALERA DEL POT-DE-FER
«¡Cuán mortificado quedó, cierto día cuando al llegar a Issy, aquel santo
superior (Leschassier), que se hallaba allí con la comunidad, en tiempo de
vacaciones, lo recibió con un rostro glacial y lo despachó penosamente, con aire
seco y desdeñoso, sin querer ni hablarle, ni escucharlo» (Blain, 218).
No se nos hace extraño. Hay muchos santos, y muchos viven aún hoy entre
nosotros, que no serán canonizados porque no caminan por el camino de todos. Por
otra parte, incluso en las cosas sencillamente humanas, los más combatidos, los
más contradichos, los más humillados son precisamente los que quieren hacer algo
para levantarse sobre la áurea mediocridad.
A la pregunta concreta de Blain, responderá Leschassier: «Es muy humilde,
paupérrimo, muy mortificado, muy recogido; y, sin embargo, me cuesta, pensar
que lo guíe el buen espíritu».
«Una respuesta tan humilde me edificó y satisfizo mucho más que todas las
apologías que hubiera podido hacer de su juicio anterior» (Blain, 228).
«Nada más devoto e impactante que lo que dijo: la atención y gusto del auditorio
eran la prueba de ello. Pero la crítica maligna y la envidia secreta que lo
persiguieron por todas partes, no encontraron qué alabar, nada que no fuera digno
de lástima y menosprecio... No aprobarían nada de lo que sale de la boca de un
ministro lleno de celo y tenido en alta reputación de virtud; se le hacen burla sobre
las palabras menos insignificantes; no le perdonan ninguna palabra inadvertida; le
arman proceso por todo» (Blain, 246-248).
Claro, la forma de predicar de Grignion se adapta más a los pobres que a los
seminaristas, y él mismo lo afirmó muchas veces. Era sencillo, a estilo evangélico,
sin elocuencia a la moda, persuadido como estaba de que la locura de la cruz tiene
el poder de confundir la sabiduría del mundo y triunfar sobre la vana filosofía y
sobre la elocuencia profana.
Como podemos ver, Blain –que se define como testigo atento– ha descrito muy
bien, y lo hace a través de todo el artículo 58, la forma que podía agradar a los
deshollinadores y a los harapientos, pero que no podía ser del gusto de los "pavitos"
del seminario, acostumbrados a oír a los "grandes" de la elocuencia y –como
acontece a menudo en los institutos religiosos– que creen estampar con su
aprobación personal un sello de nobleza al predicador.
Por fortuna, los demás, aquellos eclesiásticos de quienes dependía el bien de las
almas, pensaban de otro modo, y cuando el futuro obispo de Chalons del Maine, el
sacerdote Madot, superior de los sacerdotes diocesanos adscritos al Monte
Valeriano, pidió al cardenal De Noailles un buen sacerdote para arreglar las cosas
en el célebre monte-santuario, vio que le recomendaban al sacerdote de los
harapientos...
El Monte Valeriano, a pocos centenares de metros del centro de París es una
cumbre totalmente aislada que, desde sus 181 metros, domina la curva noreste del
Sena y ofrece un panorama completo sobre la ciudad. Desde los comienzos del
cristianismo había sido siempre la sede ideal de ermitaños y cenobitas, y entre los
bosques y lujuriantes olas de verdor, todavía en el siglo XVII congregaba a hombres
de vida espiritual y santidad.
En 1634, el sacerdote Huberto Charpentier se había preocupado por la erección
de una iglesia al final de un adecuado "Viacrucis" de siete capillas y muchas
estatuas tamaño natural. Desde entonces el Monte Valeriano se había convertido
en meta de numerosas peregrinaciones, en tal forma que una disposición del
arzobispo había asignado al cuidado y asistencia de los fieles un numerosos grupo
de sacerdotes para dejar a los ermitaños la cumbre, la capilla central y la soledad.
Pero las cosas entre las dos comunidades religiosas nunca habían sido tranquilas,
aunque sin trascender, y entre los dos grupos persistían tensiones y antipatías.
Pero oigamos cómo lo narra Blain:
«Creo que fue entonces cuando lo enviaron al Monte Valeriano a trabajar para
devolver la unidad a los espíritus divididos de los buenos frailes ermitaños que
tienen allí una comunidad. Su vida es muy retirada, muy austera y en un silencio
casi perpetuo. Se acerca mucho a la de la trapa: también he oído dar a esa casa el
nombre de la "Pequeña Trapa".
El superior de aquellos buenos ermitaños era el más anciano de ellos, llamado
Fray Juan. Por largo tiempo los gobernó en la paz y la unidad; pero finalmente la
discordia se asentó allí en medio de ellos; y no sé por qué motivo.
El señor abate Madot, actualmente obispo de Chalón-sur-Marne, que era su
superior, habiendo inútilmente tratado de restablecer la paz por sí mismo y por
medio de otros, creyó que el P. Grignion era el hombre adecuado para ello, gracias
a su excepcional fervor y a su buen ejemplo. Le pidió, pues, que se encargara de
esta tarea. El siervo de Dios la aceptó y partió inmediatamente, en época de
invierno muy áspero y riguroso, para subir a aquella montaña, la más elevada en la
cercanías de París, donde el viento, las tempestades, las lluvia, el frío, el calor y
todas las incomodidades de las estaciones se hacen sentir más fuerte que en
ninguna otra parte.
Su recogimiento, su espíritu de oración, su fervor, su mortificación dejaron
admirados a aquellos buenos frailes y los renovaron. Seguía la marcha de sus
ejercicios y les daba ejemplo de todas las virtudes más difíciles. Aquellos solitarios
tan austeros ya no lo parecían frente a él, porque a todas las penitencias de ellos
añadía las suyas propias. Entre ejercicio y ejercicio de comunidad, lo veían, en su
capilla, siempre de rodillas y en oración, helado y temblando de frío, porque su
pobre sotana y quizás alguna franela rota no lograban darle calor y defenderlo de la
aspereza del frío que es más riguroso en las alturas. Tuvieron lástima de él y le
pidieron que aceptara uno de sus hábitos. Y así el hombre de Dios revestido de la
indumentaria blanca de aquellos ermitaños, parecía y vivía entre ellos como uno
del grupo.
Impactados por sus extraordinarios ejemplos de virtud, sacudidos por la gracia y
unción de sus palabras, conquistados por su dulzura y humildad, no tardaron en
rendirse a sus deseos y unir su voz a la de él, para restaurar en medio de ellos la paz
y la concordia, que habían sido desterradas» (Blain, 253-257).
«Incierto, entonces de sus caminos, no sabía qué camino coger. Su oráculo había
enmudecido y no quiso responderle más...» (Blain, 217).
Estas estrofas del más hermoso de los Cánticos de la colección del futuro
misionero (Los deseos de la Sabiduría), pueden traicionar el ansia y el temor de
perder con Cristo todas las cosas.
En la contemplación de aquellos días y noches, la Sabiduría se le revela en dos
rayos, dos estados o actitudes inconfundibles: la cruz y la Virgen María. Son las
formas que la Sabiduría misma ha utilizado para encarnarse y salvarnos. ¡Sin
María y sin la Cruz no es posible entender a Jesucristo!
La contemplación realiza el último golpe sobre el granito del hombre Grignion
que se ha colocado en las manos de Dios como cera para ser moldeado, como un
laúd entre las manos de un hábil tañedor. La Sabiduría se destaca del mundo
contemplado por la mirada mística y entra en su espíritu: viene a él, se queda en él,
es parte de él, es vida de él. Siempre con esos dos rayos que se llaman: Cruz y
Nuestra Señora.
Su temática espiritual quedará así compuesta sobre el modelo del plan
providencial de la salvación, como en un cuadro que no describe momentos, pero
va pintando la realidad que hay que vivir.
Pero, para Montfort la contemplación se convierte en mensaje que hay que
transmitir; no se detiene en su espíritu sino lo poco que es necesario para suscitarle
el jadeo de la santidad y el anhelo de divulgar; no la guarda para sí, sino que la
ofrece para toda la humanidad que quiera beneficiarse de ella.
En los meses de soledad penosa pero radiante, escribe la obra maestra de su
literatura espiritual: el Amor de la Sabiduría Eterna (BAC, 117-207), poderosa
síntesis de la cual tomarán aliento, de vez en cuando, los demás opúsculos y
tratados, y en la cual hay que enmarcarlos para que puedan comprenderse
adecuadamente. Quizás, utilizando los apuntes de las meditaciones dictadas en la
Sala de la SAGESSE de Poitiers, sirviéndose de la lectura de las obras de Saint-
Jure, de Nepveu, de Olier y de Bérulle, con algunas anotaciones tomadas del
anterior Cuaderno de Notas, y sobre todo con la incontenible ola de entusiasmo y
de convicción cosechadas en la revelación interior, Luis María compone un
pequeño volumen que es mucho más que un simple libreto de piedad.
No es un libro para leer, sino para vivir.
Con Cristo y según Jesucristo.
No se lo aprende en pocas horas, sino con toda la existencia.
La limpidez y la coherencia a las que favorece la sencillez del estilo, lo hacen
accesible a cualquiera por indocto y hasta iletrado que sea, y quizás más a éste que
a los iluminados. Los modernos podrán ampliarlo, criticar o rechazar, ¡cómo no!
Pero no pueden derruirlo; podrán añadirle preciosos fragmentos de exégesis y
precisiones teológicas, de historia y de filosofía, pero sin alterarlo ni mutilarlo.
Pocas líneas son suficientes para trazar el esquema.
El Verbo de Dios, la Sabiduría Eterna, la altísima y poderosa consejera del
Creador y artífice del universo, quiere la salvación del hombre; por milenios lanza a
la humanidad afligidas llamadas y frecuentes invitaciones de esperanza. Cuando en
el Consejo del Eterno e decide la Encarnación, la misma admirable Sabiduría se
hace carne y el Verbo se asoma al mundo deshecho, como Redentor y Salvador. En
Cristo las invitaciones se convierten en reales testimonios de amor y de
misericordia. En Jesucristo se hace realidad el impensable acontecimiento y María
lo adecúa y lo calibra a la pequeñez humana. La salvación se cumple en una
crucifixión que no es un episodio, sino un mensaje y un tema. La palabra y los
milagros han quedado fijados en el evangelio, en la predicación apostólica, aparece
como la sublimación de la humanidad crucificada del Verbo. Desde ese momento la
obra de Dios comienza el verdadero trabajo de redención de las personas y se
transmite como Vida de gracia; basta con que el hombre se acerque a Cristo e
intente lo increíble, de hacer vivir a Cristo en sí y de vivir en Cristo. El camino que
el hombre debe recorrer para una unión perfecta, se presenta bajo formas
diferentes que la hagiografía de todos los siglos ha consagrado; pero una forma, la
más lógica e inmediata, es ese recorrido del Verbo desde la encarnación hasta la
resurrección: el camino que pasa a través de María santísima. Es el medio eficaz
por ser sencillo, exacto por ser divino, humano por ser natural.
Para poseer la Sabiduría hay que "desearla" y "pedirla con súplicas y gemidos",
mientras que la condición sine qua non para alcanzarla es el desprecio del mundo y
el ejercicio de la virtud. La devoción a la Virgen María no es una de éstas, ni una
forma de ascesis del alma, sino el medio ideal de la realización del gran proyecto. El
hombre que se arroja en María, como un día el Verbo, no llegará a la santidad por
esto sólo; ¡largo es el camino que hay que recorrer para completar la imitación de
Cristo, más aún de Cristo crucificado!
El libro termina así con los acordes de una espléndida sinfonía mariana,
ofreciendo al alma el tema de la perfección y de apostolicidad, del celo y de la
caridad.
De aquí tomará aliento el futuro Tratado de la verdadera devoción: "Por medio
de la santísima Virgen María vino Jesucristo al mundo, y también por medio de ella
debe reinar en el mundo" (VD, 1).
Este Amor de la Sabiduría Eterna no es un libro que se lee sólo para meditar. Es
una llamada que se escucha de pie, listo a trabajar. Es, como se ve, un desarrollo de
impronta evangélica, y es por esto que cada página redunda de evangelio. Es uno de
esos pocos libros cuyas páginas, si las dispersara el viento, podrían recogerse y
colocarse sobre el escritorio, o mejor, sobre el reclinatorio del verdadero cristiano.
Y seas quien seas puedes encontrar en él, para el momento justo la palabra
adecuada que infunda energía y permita recuperar el deseo de amar a Jesucristo.
La interrogación giraba, pues, sobre la suavísima alegría que le sugería la
contemplación en el receptáculo de la humildad, bajo la escalera del Pot-de-Fer.
Las últimas incomprensiones de Nantes a París, además, lo impulsaban a
considerar que no era apto para la predicación ni para las funciones del sagrado
trabajo misionero. ¿Algo de desaliento?
Ahora entendemos por qué buscaba con afán una respuesta.
Dios, el Padre que nunca defrauda, pensó por su parte, en confirmar cuanto le
dijo el jesuita Descartes, en la secuencia de los acontecimientos, entre los cuales
hemos incluido ya la paz restablecida en el Monte Valeriano.
Pertenecen a este período ciertas cartas del P. de Montfort, que citaremos en
cuanto que confirman el estado de ánimo que hemos vislumbrado en Montfort.
La primera va dirigida a María Luisa de Jesús, en Poitiers, donde ella sigua
aguardando una respuesta sobre su propio futuro de religiosa.
Realmente, en aquellos meses, tras la inesperada partida de su director
refugiado en París, hallándose en la necesidad de ver de sí misma, también María
Luisa abandona el Hospital y sigue probablemente una decisión tomada
precisamente con ocasión de esa novena pedida por Montfort: quiere hacerse
religiosa "en una posición seria", dado que habiendo quedado sola, le parece hasta
haber sido abandonada a su propia suerte. Siguiendo las indicaciones de un
director ocasional, se presenta en el monasterio de las Canónigas de San Agustín en
Chatellerault, para ofrecerse como laica conversa "con el fin de no mortificar a sus
padres y en espíritu de pobreza" (BML, 29) como le había inculcado Grignion. Así,
pues, sin dote y en el más absoluto ocultamiento. ¿Cuánto duró la experiencia? Tres
o cuatro meses, dado que en octubre está de nuevo en el Hospital de Poitiers y
recibe la carta de Montfort.
¿Supo Montfort de ese intento? Quizás no, y si lo supo, dado que es mucho más
prudente de cuanto se piensa, sabe que María Luisa es perfectamente libre de sí
misma y puede muy bien responder no a su propuesta, y además, sabio como ha
aprendido a serlo, sabe muy bien que la Providencia se la traerá de nuevo si el
proyecto viene del Señor. De todos modos, no aludirá jamás a ello en las cartas del
momento ni en las posteriores, a menos que se quiera ver un poco de amargura en
las primeras líneas de la carta que envía precisamente ahora.
«Querida hermana:
¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!
Me alegro de tener noticia de la enfermedad que el Señor te ha enviado para
purificarte como oro en el crisol. Debes ser una víctima inmolada sobre el altar del
Rey de los reyes para su eterna gloria.
¡Qué destino tan sublime! ¡Qué vocación tan excelsa! Casi siento envidia de tu
felicidad.
Ahora bien: ¿cómo puede esta víctima serle totalmente agradable si no está
interiormente purificada de toda mancha, por insignificante que sea? Este Santo de
los santos encuentra manchas aun donde la criatura no ve sino belleza. Con
frecuencia, su misericordia se anticipa en nosotros a su justicia, purificándonos con
la enfermedad, que es el crisol ordinario para purificar a sus elegidos. ¡Qué
felicidad la nuestra si Dios mismo se digna purificar y preparar la víctima a su
gusto! En cambio, ¿a cuántas otras abandona para que se purifiquen a sí mismas o
por medio de otros? Y ¡cuántas más son recibidas como víctimas sin pasar por las
pruebas ni por el tamiz de Dios!
¡Ánimo, pues, ánimo! No temas al espíritu maligno, que te dirá con frecuencia
durante la enfermedad: No llegarás a profesar a causa de tu poca salud. Sal del
monasterio y vuélvete a tu casa. Vas a quedar en la calle. Serás una carga para
todos... Aunque el cuerpo te duela, ten firme el ánimo, pues nada te conviene tanto
en el presente como la enfermedad.
Pide y haz pedir la divina Sabiduría para mí, que en Jesús y María soy
Tu hermano...»
(Carta 17; BAC 95-96).
Pero tras la enfermedad purificadora, queda la duda. Más aún, se diría que se da
una forma de testaruda rebelión, naturalmente inconsciente, que le hace pesada la
vida de comunidad y la vida religiosa en general. Ciertos reclamos de la superiora,
ciertos contrastes con las hermanas... y alguna leve amenaza de exclusión llevan
Guyonne-Jeanne a querer convertirse en profesa a la fuerza. El hermano que
adelanta la dura prueba de la cruz y del aislamiento, que siente la falta de un
director espiritual, le escribe con lealtad y fuerza:
La carta es del mismo octubre de 1703. Fortalecida y sostenida más por las
oraciones que por las palabras de su santo hermano, Guyonne-Jeanne prosigue su
camino de noviciado con mejor espíritu y tranquila serenidad.
De su pluma hemos recogido también ese afligido: No tengo aquí amigos... los
que en otros tiempos tuve en París, me han abandonado (ver Carta 15). Aunque
debemos afirmar que el ambiente no le era del todo adverso. Quería decir quizás
que ninguno se mostraba pronto a defenderlo y apoyarlo... Algún amigo le ha
quedado y ¡qué amigo!
En mayo de 1703, Luis María estipula un contrato con el antiguo condiscípulo y
conciudadano Claudio Poullart des Places. Su encuentro y las confidencias que
llevaron a aquel contrato nos ayudarán a comprender la evolución espiritual de
Montfort. Claudio-Francisco Poullart había nacido en Rennes en 1679 y había
estudiado también en el colegio de los jesuitas. Luego de algunos años de
dispersión se había dedicado definitivamente al estudio del derecho en otro colegio
jesuita más famoso, Louis-le-Grand, cerca de París. De estudiante –y queremos
recordar que en esos años y en ese colegio estaban el joven Arouet, el célebre
Voltaire– se dedicaba enteramente al apostolado sobre todo entre los
deshollinadores a quienes impartía lecciones de catecismo en la iglesia de san
Benito. En 1702, resuelto a hacerse sacerdote, recibe la tonsura.
Ya tuvimos oportunidad de poner de relieve cómo la verdadera llaga del clero
francés era la falta de clero apto y preparado. No obstante la imponente obra de
reforma intentada por las grandes instituciones –modelo la de San Sulpicio–
muchas regiones permanecían siempre sin clero capaz, porque en fin de cuentas –y
el tirocinio de Montfort es la prueba de ello– la permanencia en el seminario
costaba demasiado. Muchos jóvenes no se hicieron sacerdotes por no tener dinero y
seguramente entre éstos se hallaban los mejores. Y aquellos pobres que llegaban a
serlo o lo hacían con segundas intenciones o terminaban clandestinamente en
alguna diócesis menos actualizada.
Los intercambios de información que se hicieron los dos al reencontrarse en
París en 1702 a propósito de la dolorosa situación de los campos y de los sacerdotes
dispersos en los poblados, sirvieron para sacudir fuertemente a Poullart des Places.
Con dificultades y a sus expensas creó un seminario «para promover
eclesiásticamente, en forma pobre y gratuita, en el espíritu del Concilio de Trento,
durante el curso de varios años, a los estudiantes pobres... con el intento... de
reformar al clero del campo, de proveer de esa manera a las parroquias pobres y
pequeñas con buenos sacerdotes, a los pueblos y regiones grandes con buenos
vicarios, capellanes y maestros de escuela, de formar operarios evangélicos para el
reino (de Francia) y para el exterior, de formar buenos sacerdotes para todos los
oficios en la Iglesia, haciendo de ellos trabajadores, pobres y desinteresados...»
(Receuil Thoisy, c 9 [al 14] 273 – en Le Floch, Claude-François Poullard des Places,
París 1906, pp. 273-274).
Todo tuyo.»
(sin firma)
(Carta 19 – BAC 97-98).
Capítulo duodécimo
EL MÁS DURO DE LOS FRACASOS
Por primera vez, debemos ayudarle a Blain, quien tras recibir del mismo
Montfort amplias explicaciones sobre su forma de actuar, nos informa que luego de
la reconciliación de los monjes del Monte Valeriano,
Sabemos, ante todo, que recibida aquella oferta pecuniaria, no parte como
fugitivo. Hizo una opción importante, definitiva. No abandona la capital por las
habladurías o las maledicencias de la plebe o de los eclesiásticos. En cambio, nos
parece que partió con la aprobación de lo realizado de parte del arzobispo, por
ejemplo, que lo nominó para los monjes de la "Pequeña Trapa". Luego, otros
párrocos lo llamaron a predicar; incluso en San Sulpicio había quienes, a pesar de
alimentar algunas dudas sobre su forma exterior de actuar, como si fuera un
problema (Blain, 253), iban a escucharlo por un motivo o por otro y lo seguían
hasta en sus movimientos por la ciudad.
Y más adelante, sabemos con seguridad, que el camino emprendido era el de
Poitiers, y sabemos qué motivos lo orientaban hacia allá.
Eran los últimos días antes de Pascua que ese año caía muy temprano, el 23 de
marzo. Y así llegó a ese Hospital del que despedido en dos ocasiones había tenido
que alejarse.
La casa parecía renovada, materialmente, por la nueva directora Bodet de La
Fenêtre que, en confesión de los hospitalizados –pero ¿hasta qué punto
laudatorios?– poseía egregias dotes de administradora. Pero ¿espiritualmente? La
antigua llaga no se había cerrado todavía entre las servidoras y en la indisciplina.
Esta vez lo esperaban sobre todo las dos hijas predilectas, las primeras Hijas de
la Sabiduría: sor María Luisa de Jesús y sor Catalina Brunet. Lo esperaban también
los del Consejo y sobre todo los pobres. Todos por motivos diferentes y todos por el
mismo: la salvación de la institución, y las hermanas por su vocación, los
administradores para intentar salvarse –o al menos, salvar la cara– y los pobres
por la supervivencia.
¡A su llegada, grandes besamanos, flores y hasta antorchas! El Bureau le confiere
el cargo de capellán en jefe y de director –le dará un auxiliar algún tiempo después
en la persona de un santo sacerdote, Carlos Dubois, para la parte religiosa–.
Cuando se aplaca el entusiasmo, Montfort, disfrutando de excepcionales
poderes, emprende seriamente la reforma del instituto. En otra oportunidad había
auspiciado la resurrección del antiguo reglamento del 1675 y también del más
reciente de 1696. Esta vez, sostenido abiertamente por el obispo-presidente, mons.
de la Poype de Vertrieux, escribe o dicta tres esbozos de reglamentos que, por
fortuna, han llegado hasta nosotros. Estos documentos conservados en los archivos
puatuvinos de la Vienne, son esbozos, uno más difuso que el otro y que se
completan mutuamente. Montfort no pierde tiempo en giros de palabras y se dirige
inmediatamente a los responsables subrayando que los desórdenes incluso
materiales dependientes de la inobservancia de los estatutos.
«El P. Grignion fue siempre ingenioso en ocultar las propias gracias interiores y
cuanto le hubiera podido atraer alguna estima especial, que solamente los
confesores pueden expresar con seguridad; pero en el período de cerca de tres
meses durante los cuales viví con ese santo sacerdote, y trabajó bajo su dirección en
el Hospital de esta ciudad, me mantuve tan atento para observar con admiración
toda su conducta exterior que me hubiera sido imposible no llegar a conclusiones
piadosas en favor de su santidad interior.
Desde las cuatro de la mañana hasta las diez de la noche no se lo vio jamás
inactivo un solo instante. Sus ejercicios de piedad no eran jamás interrumpidos si
no por los ejercicios de caridad pública o de mortificación secreta.
La oración mental, el oficio divino, la celebración de los santos misterios, el
ejercicio de la confesión, los catecismos, las visitas a los enfermos o a los pecadores,
la entonación de los cánticos espirituales lo mantenían ocupado continua y
sucesivamente, y a pesar de empeños tan fatigosos y permanentes, ayunaba severa
y puntualmente tres veces por semana, miércoles, viernes y sábado, de la mañana a
la tarde su única comida consistía en una sopa ligera con dos huevos y un trozo de
queso. Andaba siempre cargado de cadenas de hierro a la cintura y en los brazos,.
pero tan apretadas que apenas podía agacharse a causa de las frecuentes y
sangrientas maceraciones; dormía sobre un poco de paja y muy mal abrigado; a
menudo comía pan negro y siempre mezclaba dos tercios o tres cuartos de agua en
el vino; durante todas nuestras comidas de la mañana y de la tarde daba sitio en la
mesa a un pobre, le daba de beber en el propio vaso lleno de agua y vino hasta que
sólo quedaba una tercera parte, que él bebía enseguida, añadiéndole diestramente
una gota de agua o de vino para ocultar del verdadero motivo» (Grandet, 471-474).
El lector habrá experimentado sin duda un fastidio sutil al leer estas frases que,
llenas de retórica y lugares comunes, sintonizan –¡y qué mal!– con cualquier fraile
predicador más que con un místico. Podemos preguntarnos cómo podía un
sacerdote –santo hasta donde se quiera– escribir a una madre como aquella,
cuando aquella mujer no sólo estaba bien sino que esperaba tener el derecho a una
vejez más tranquila después de dieciocho maternidades y tántos funerales y
desventuras y preocupaciones y sufrimientos. (Dios, mucho más comprensivo, la
hará vivir más que Luis María). Y ¿cómo podía un sacerdote-hijo proveniente de
una persona tan sensible y fina como Juana Robert, escribir y sólo a ella una carta
sin una oportuna palabra introductoria de afecto y normal conveniencia, cuando
era capaz de escribir cartas muy amables y hasta elegantes, a su hermana Guyonne-
Jeanne?
Los biógrafos que la han presentado, han querido ver en ella la acostumbrada
manifestación extraordinaria de santidad. Nosotros vemos en ella una vacía
perorata atribuible a quien presentó la carta para hacerla divulgar y quizás al
mismo Grandet. De hecho, la carta aparece sólo en la quinta Parte de su obra,
capítulo XVII, bajo el título Desapego de los negocios del mundo y de sus
familiares, al lado de la enviada a su tío Alán Robert el 6 de marzo de 1699 que ya
hemos transcrito (ver DRG, 207).
Nos parece evidente la intención de hacerla cuadrar en el asunto expresado en la
enunciación del capítulo, a menos que el pasaje sea realmente un comentario del
hagiógrafo un tanto pedante o un pasaje tomado de otra carta desconocida o
enviada a algún miembro diferente de la familia.
Nos parece que la carta verdadera comienza con las expresiones afectuosas que
nada tienen que ver con el primer párrafo y que, en cambio, empalman bien con el
resto de la página, incluso para aquel a quien repugna –no obstante, reconocer los
inmensos esfuerzos para encontrar en ella inspiración bíblica– saber que el buen
Padre de Montfort, el padre de los afligidos y de los pobres, era tan inoportuno y
odioso con la criatura más grande y digna de la tierra, su propia madre.
Y si lo fue, cosa que no creemos, tratemos de tener un poco de sentido común,
para no hallar pinceladas de santidad que nada tienen de común con las de
Jesucristo.
En seguida todos juran cumplir las promesas del bautismo para culminar en la
consagración a Nuestra Señora:
«¡Me entrego totalmente a Jesucristo por tus manos, oh María, para cargar con
mi cruz todos los días de mi vida!»
La capilla donde había entrado "por casualidad" era la de Las Penitentes, donde
vivía Montfort. El joven se quedó para siempre con Montfort: se hará llamar
Hermano Maturín, y en la humildad de una vocación de apoyo, continuará hasta
1760 trabajando en las misiones con los sucesores del P. de Montfort. Más por
premio que por necesidad, recibirá la tonsura en 1722, pero perseverará en su
humilde apostolado desplegando las más ocultas y oportunas dotes de campanero,
lector, ecónomo, orante y cantor, pero sobre todo de colaborador.
Otros momentos de vocaciones parecidas al apostolado han sido registrados con
veneración por testigos en los diversos procesos de beatificación, como éste que
recogemos todo del volumen 1540 del Archivo Vaticano, en la traducción de la
curia:
«Cierto día, un sacerdote a quien animaba a acompañarlo en la misión, le
respondió que por sufrir de tisis y siendo también ético, le quedaba imposible ir a
las misiones. El P. de Montfort le dijo: "¡Sígueme y te curarás!" Y así sucedió»
(testigo Marino Augusto Frein, fol. 97-97/B).
«Al darse cuenta de la intención (del Vicario) se pone de rodillas con la cabeza
descubierta y recibió las palabras humildemente, sin abrir la boca para defenderse,
cuanto un falso celo podía sugerir...».
«(...) creyeron todos, que de ese modo la misión sería un fracaso; los
eclesiásticos que habían ayudado al santo sacerdote en la misión, pensaron que
todo el pueblo consideraría mentira cuanto les había dicho en la misión. Nuestro
santo sacerdote se alarmó, pasó la noche en la iglesia al pie del altar, en la violenta
agitación en que venía a encontrarse su espíritu por la incertidumbre sobre lo que
se debía hacer ante semejante escollo. Su celo por la salvación de la gente que
terminaba la misión y que al día siguiente haría la comunión general, lo impulsaba
a quedarse para sostener la hermosa obra (realizada). La desaprobación pública
que acababa de recibir y aceptar en plena iglesia, le llevaba a pensar que su
presencia escandalizaba ahora a esa misma gente, etc. Esta misma gente, volviendo
a la iglesia al clarear el día, acabó con todas sus dudas y todos los confesores de la
misión quedaron muy sorprendidos. Temían ellos también, y con cierto
fundamento, que una desaprobación tan pública y auténtica hubiera cambiado la
disposición de los penitentes para con el piadoso misionero. Pero sucedió todo lo
contrario. Casi todos pidieron la reconciliación y los confesores tuvieron el
consuelo de constatar que esto se debía únicamente al sentido de aprecio por el celo
de Grignion y al descontento contra los autores o promotores de su humillación...»
(testimonio de Dubois, en Grandet, DRG, 258-259).
No queremos insinuar que ese ascendiente fuera todo menos que puro, aunque
tendríamos todo el sacrosanto derecho para ello... pero podemos pensarlo.
En otras ocasiones, en el fondo de la oposición se hallaba la misma acción poco
habilidosa del misionero, demasiado directo para utilizar vías alternas y
mediastintas, que reprendía con aspereza ciertos oficiales del ejército; éstos
llegaron hasta el punto de querer darle muerte porque les había impedido
blasfemar o incluso atacarse unos a otros en estériles peleas...
Montfort había intervenido quizás sin la adecuada oportunidad o con actitudes
consideradas al menos ridículas –tales como ponerse de rodillas en plena calle para
conjurar a los señores oficiales a frenar la lengua y envainar la espada...–. Sabía
hacerse terriblemente antipático. ¡Claro que sí! Era su defecto, ciertamente.
También Leschassier muchas veces le había llamado la atención al respecto y Luis
María estaba de acuerdo cuando definía esos ultrajes como "su ganancia y
recompensa por la buena intención" (ib.). Reconocía, pues, que se exponía
demasiado a causa de intenciones muy rectas, pero que no sabía guardar el
equilibrio al momento de pasar a la acción.
De todos modos estaban aguardando la oportunidad para cortar la cresta al
nuevo Savonarola... cuando se presentó esa del diablote de paja.
Quien hizo el ridículo, leíamos en el relato del P. Dubois, fue ese grupo de
personas bien conocidas de la gente, mientras que Montfort ganó en simpatía y
aprecio y sobre todo en eficacia. La oposición entendió al momento lo inútil del
gesto de Villeroi y no pudiendo asimilar la derrota, aunque fuera solo por no
quedar mal, preparó una carta pormenorizada y, sin duda alguna, pesada en los
términos, para describir al obispo mons. de la Poype la obscenidad del celo de
Montfort, con el aderezo de calumnias y acusaciones. Un religioso, por cuenta suya,
"mal informado" según Blain (60), hizo una relación precipitada incluso en San
Sulpicio. Los Villeroi contaban mucho en Versalles donde el padre de monseñor era
mariscal, mientras que su hijos estaba para ser propuesto para la sede episcopal de
Lión...
A comienzos de la semana de carnaval, el obispo mons. de la Poype regresó a
Poitiers. Tras constatar el enorme ruido suscitado por los perdedores y el peligro de
dividir la dirección de la diócesis misma, sacrificó a Montfort. Le envió orden de
abandonar la diócesis.
Cómo pudo llegar a semejante determinación no lo podemos documentar, pero
sí explicar, con la intuición de quien ve con objetividad la dureza de tener que dar
muerte al individuo para salvar a la comunidad.
«Bendijo él a Dios por esta humillación, y formuló muchos actos de amor a Dios
y de sumisión a su voluntad, exhaló muchos suspiros mezclados de gozo y de
tristeza, y se despidió en seguida de las religiosas...» (Grandet, DRG, 62).
No debió ser un diálogo largo el que tuvo con el P. de la Tour: las circunstancias
y, sobre todo, el espíritu de obediencia que los animaba a ambos, no daban mucho
espacio al descanso ni a las recriminaciones.
No se trataba evidentemente de un entredicho, sino de una orden neta que había
que ejecutar sin tardanzas inútiles, tanto más cuanto que provenía de un obispo
amigo, ajeno de hacer mal a su protegido. Mons. de la Poype, sin saberlo obligaba a
Montfort a escogerse el verdadero terreno de su auténtico apostolado.
Luis María había comprendido indudablemente el por qué de esa orden y la
increíble ventaja de la obediencia para lograr la iluminación interior. La
constatación de tantos fracasos cosechados hasta entonces, era capaz de
desorientar, y era –en fin de cuentas– oportuno tratar de ver en el granítico
gigante de Bretaña el valor del desaliento y de la desilusión.
Porque es innegable que hasta febrero de 1706 había ido sumando solamente
fracasos, y no pocos. En el ánimo del sacerdote de 33 años aquellas derrotas le
habían dejado una clarísima marca de desconcierto y desconfianza que en las
mejores manos pueden revestirse de humildad sincera y consciente, junto a la
poderosa necesidad de revisar, volver a comenzar y mejorar. La persona humana es
un medium grave y opaco que inhibe, en la mayoría de los casos, el paso de la luz
de la realidad y deforma incluso la poca que deja pasar; el viejo Adán es una cortina
entre el espíritu y las cosas, además de serlo entre el alma y Dios. Los santos –y
Montfort anda por las huellas de los santos– llamados en un momento por la
Providencia a ver más allá de lo sobrenatural también lo humano, pueden sentir el
peso de esa opacidad deformante. Donde los santos, con mayúscula se diferencia
del común de los mortales es en la aceptación serena de la realidad y de la
concretez, sin desconciertos ni dudas. Atravesaba el período más duro de su
itinerario espiritual y el despertar ante la realidad lo sorprende perplejo y
desencantado. La desilusión y la amargura no son todavía para él tan efímeras y
superficiales: lo golpean, lo sacuden y quizás le hacen comprender cuán importante
es revisar las opciones, redimensionar los medios.
No se entendería de otro modo la grave decisión tomada de acuerdo con su
confesor y realizada sin demora en esa primera semana de cuaresma.
Partir para Roma.
La llamada de Roma, alimentada por años, desde el período de San Sulpicio, se
torna prepotente. Roma... capital de la fe, tierra de mártires, cátedra de Pedro, era
el sueño más acariciado en aquella época por los mejores predicadores y directores
espirituales: en San Sulpicio se releían con gusto los relatos del viaje romano de
Olier y de Le Bretonvilliers, se recogían con atención las impresiones de los
prelados y cardenales de regreso después de la visita ad limina, se aplaudían las
iniciativas de acercamiento entre Francia y Roma, se admiraban las declaraciones
de romanidad, sobre todo si eran costosas; precisamente en ese entonces (1699) el
episodio del cardenal Francisco de Salignac de la Mothe Fenelón, condenado en
Roma por Inocencio XII por 23 frases pietísticas, pero sometido inmediatamente
en forma obsecuente, había hecho época. Las indicaciones, las advertencias, las
llamadas de atención pontificias encontraban siempre audiencia en la conciencia
de los católicos más serios, y eran el metro para medir los límites de ruptura con
aquellos que admitían o conciliaban las desviaciones dogmáticas de la época.
Clemente XI (1700-1721), cardenal Juan Francisco Albani, fue luego un Papa
fuera de lo común: hombre valeroso y de conducta ejemplar, orador pulido y docto
teólogo, humilde y generoso, había aportado a la cátedra de Roma la novedad de
una oración asidua, de una vida muy austera, de una dura penitencia; muchas
veces había bajado a la basílica vaticana para predicar en las misas populares, para
distribuir la comunión y oír confesiones, exactamente como un buen párroco.
Políticamente más cercano a Francia que a los Ausburgos, tuvo que vivir un
pontificado muy sacudido por los conocidos acontecimientos de la guerra de
sucesión que oponía y dividía a Europa; por otra parte, poseía la experiencia de un
concienzudo trabajo desplegado en los pontificados precedentes, con modestia y
prudencia, al servicio de la Iglesia; y, quizás, de políticas equivocadas. Esa rectitud
y solicitud suyas, su ser ejemplar y pastoral, lo aislaban, lo destacaban del contorno
de la curia obligándolo muy a menudo a decidir él solo; y las dudas e
incertidumbres eran por ello la característica de ciertas intervenciones suyas.
Mucho se ha dicho y escrito sobre los motivos de ese viaje monfortiano. Y, sin
embargo, siempre o casi siempre, con un tema único.
Se ha repetido hasta la saciedad que fue a Roma para ofrecerse al Papa y hacerse
enviar a las misiones en Canadá, en la India y más allá, hallándose en la disposición
de hacer prevalecer el deseo del martirio a la auténtica vocación de predicador en
su patria. Nótese la incongruencia de ciertas afirmaciones que tendremos que
considerar genuinas:
«Su gran celo le había inclinado siempre hacia las misiones extranjeras; si no lo
había seguido se debe al hecho que nadie se lo había aconsejado jamás... Por otra
parte, encontraba tantas dificultades para hacer el bien en Francia, tanta oposición
por todas partes, incluso en quienes hubieran debido apoyarlo y facilitárselo, que se
encontraba en la incertidumbre sobre si debía detenerse o irse a buscar en otra
parte una mies más abundante y más segura» (Blain, 328 – DRG, 182).
Era sabido de todos que Clemente XI, varias veces por año, organizaba nuevos
envíos de misioneros sobre todo al Oriente donde su decisión de condenar los ritos
chinos había creado temibles vacíos. Era, además, conocido cuanto hacía en
concreto y de sus propios bienes para incrementar la obra de la propagación de la
fe. Pero, hasta donde sabemos, escogía ordinariamente a los misioneros en las
órdenes y congregaciones más calificadas para ese servicio. No pensemos que
acogería al sacerdote Grignion, francés para colmo, tan sencillamente con sólo
aparecer en la ciudad.
Que en Luis María existiera el soberano deseo del martirio no es difícil admitirlo.
¿Cuál es el santo, entre los más apostólicos y evangélicos, que no lo ha sentido?
Pero no debemos creerlo y aceptarlo como motivo de su peregrinación a Roma,
aunque el P. des Bastières afirme que oyó a Montfort responderle cuando le
preguntó si no tenía miedo a algún golpe mortal:
«He ido expresamente a Roma... para pedir al santo Padre el Papa permiso para
ir a los países extranjeros y misionar entre bárbaros e infieles, con la esperanza de
encontrar allá la oportunidad de derramar mi sangre por la gloria de Jesucristo que
derramó toda la suya por mí» (Grandet, 130 – DRG, 80).
Pero el momento psicológico del viaje a Roma y los más serios testimonios que
vamos a recoger nos hacen pensar otra cosa.
La derrota en "su" propia patria había sacudido fuertemente al misionero y al
hombre. Y en el fondo no podía acontecerle otra cosa dada la autorización
"ocasional" recibida que, si bien lo definía misionero, lo colocaba siempre en una
situación vaga e incierta. Y la prueba convincente de que era sólo un bracero en el
campo del Señor la tuvo en el licenciamiento que recibió precisamente de quien
debía preocuparse de todo el trabajo de la diócesis.
La suya era una vocación misionera y por eso no tenía que ser subordinada a una
autoridad local que pudiera rechazar o limitar con la misma facilidad con la cual la
autorizaba; necesitaba de una investidura che viniera de arriba, de más arriba
posible, visto que tenía que ser, la suya, una vocación de disponibilidad extendida a
las necesidades de la Iglesia, en patria y fuera.
Había grupos misioneros establecidos con la autoridad real: pero a Montfort le
repugnaba tanto insertarse en ellos ya por la limitación y las comodidades, ya por la
ambigua ortodoxia del rey. Había, además, los grupos creados y sostenidos por los
obispos: pero estaban en su mayoría compuestos por sacerdotes locales, en
organizaciones estrictamente locales, y esto contrastaba con la clara voluntad de
Montfort de consagrarse al servicio de las almas en todas partes, sin límites ni
fronteras. Había, por último, los grupos misioneros constituidos por religiosos de
un mismo instituto: pero sabemos que Montfort no quería entrar en ningún
instituto o congregación.
¿Quién fuera de los superiores religiosos, de un obispo o un rey habría podido
darle a Luis la auténtica definición misionera universal y el reconocimiento de una
vocación específica en ese sentido, sino el Papa? Es decisiva, a este propósito, el
testimonio del P. de la Tour que había examinado con él la situación de la cual
había procedido la idea del viaje a Roma: en una carta a Grandet (457 – DRG, 248)
del 22 de mayo de 1718, el jesuita afirma que Montfort viajó a Roma «habiendo
juzgado que mediante ese viaje alcanzaría poderes capaces para ejercer su
ministerio más eficaz para la gloria de Dios y para la conversión de las almas», con
el fin de poder desplegar luego esos poderes a dondequiera que la obediencia o la
necesidad lo llamaran, "incluso" en Oriente y en los territorios lejanos de América.
Tenía la intención de aceptar –resume maravillosamente Blain– «que lo enviaran a
donde lo quisiera el Pontífice» (328).
Además, nos agrada pensar, y ésta es quizás una afirmación reveladora, que en el
ánimo de Montfort hubiera madurado o al menos aparecido el esbozo de crear él
mismo un grupo de misioneros, es decir, «desligados así de todo empleo y del
cuidado de todo bien temporal capaz de detenerlos o atarlos a algún lugar, se hallan
disponibles para correr, como san Pablo, san Francisco Javier y los demás
apóstoles, adondequiera que Dios los llame: ciudades, campos, pueblos, aldeas,
cerca o lejos; siempre disponibles al llamamiento de la obediencia...» (RM, 6) con
reglamentos y programas de total universalidad; quizás el viaje a Roma tenía esta
finalidad: obtener las "facultades" excepcionales para crearlo y realizarlo. En una
palabra: no fue una simple peregrinación de un hombre en busca de la tranquilidad
espiritual, sino la del fundador de la Compañía de María.
Aunque el desvío del itinerario que, como veremos, lo llevará hasta Loreto,
alcanza un nuevo significado: el mismo logrado por Olier, de Bretonvilliers, los
padres de la familia sulpiciana, que en la Santa Casa de Loreto idearon y
consagraron su institución. Antes de partir se permite escribir una carta circular a
todos los habitantes de las parroquias en las cuales, en los últimos diez meses,
había predicado la santa misión.
«Dios sólo.
Queridos habitantes de Montbernage, San Saturnino, San Simpliciano, La
Resurrección y demás parroquias que se han beneficiado de la misión que
Jesucristo, mi Maestro, acaba de daros: ¡salud en Jesús y María!
No pudiendo hablaros de viva voz, pues la santa obediencia me lo prohíbe, me
tomo la libertad de escribiros, antes de partir, como lo haría un padre afligido a sus
hijos, no para enseñaros cosas nuevas, sino para confirmaros en las verdades que
os expuse.
El cariño cristiano y paternal que os tengo es tan grande, que os llevaré siempre
en el corazón, en la vida, en la muerte y en la eternidad! ¡Que me olvide de mi
mano derecha antes que de vosotros en cualquier lugar en que me halle, hasta en el
altar! ¡Qué digo! Hasta en los confines mismos del mundo hasta en las puertas de la
muerte; creédmelo, con tal que practiquéis lo que Jesús os ha enseñado por sus
misioneros y por mí, pecador, a pesar del demonio, del mundo y de la carne.
Acordaos, pues, queridos hijos míos, mi alegría, mi gloria y mi corona; acordaos
de amar ardientemente a Jesucristo, de amarlo por medio de María, de hacer
brillar, en todo lugar y a la vista de todos, vuestra verdadera devoción a la
Santísima Virgen, nuestra bondadosa Madre, a fin de ser en todas partes el buen
olor de Jesucristo, de llevar constantemente vuestra cruz en seguimiento de este
buen Maestro y alcanzar la corona y el reino que os aguardan. En consecuencia, no
dejéis de cumplir y poner por obra con fidelidad vuestras promesas bautismales y
sus prácticas, de recitar diariamente vuestro rosario en público o en privado, de
frecuentar los sacramentos al menos una vez al mes.
Ruego a mis queridos amigos de Montbernage, poseedores de la imagen de mi
buena Madre y de mi corazón, que conserven y aumenten el fervor de sus plegarias,
no toleren impunemente en su barrio a los blasfemos, perjuros, cantantes de
canciones obscenas o borrachos. Digo impunemente, o sea, que, si no pueden
impedirles que pequen corrigiéndoles con celo y mansedumbre, al menos que algún
hombre o mujer de Dios no omita el hacer penitencia, incluso públicamente, por el
escándalo público, aunque no sea más que recitar un avemaría en las calles o en el
lugar de oración, o llevar en la mano un cirio encendido en su propia casa o en la
iglesia. Es lo que deben hacer y continuarán haciendo, Dios mediante, para
perseverar en el servicio divino.
Estos avisos valen también para los otros lugares.
Es preciso, queridos hijos, es preciso que seáis buen ejemplo para todo Poitiers y
sus alrededores. Que nadie trabaje en las fiestas de precepto. Que nadie instale ni
siquiera entreabra su tienda, contrariamente a la costumbre de los panaderos,
carniceros, revendedores y otras categorías de comerciantes de Poitiers –que le
roban a Dios su día y, pese a sus sagaces pretextos, se precipitan en la
condenación–, salvo el caso de verdadera necesidad, reconocida por vuestro digno
párroco. No trabajéis nunca en los días santos, y Dios –os lo aseguro– os bendecirá
en lo espiritual y aun en lo temporal, de suerte que no os falte lo necesario.
Ruego a las pescaderas de San Simpliciano, a las carniceras, revendedoras y a las
demás que continúen dando el buen ejemplo que dan a toda la ciudad por la
práctica de lo que aprendieron durante la misión.
Os ruego a todos, en general y en particular, que me acompañéis con la plegaria
en la peregrinación que voy a emprender por vosotros y por otros muchos. Digo por
vosotros porque emprendo este largo y penoso viaje a expensas de la Providencia,
para alcanzar de Dios, por intercesión de la Santísima Virgen, la perseverancia de
todos vosotros. Y añado por otros muchos porque llevo en el corazón a todos los
pobres pecadores del Poitou y otros lugares, que para desgracia suya se condenan.
Sus almas son tan preciosas ante Dios, que por ellas ha derramado toda su sangre;
y ¿yo no haré nada? Emprendió por ellas tan largos y penosos viajes, y ¿yo no haré
ninguno? Arriesgó hasta su propia vida, y ¿yo no arriesgaré la mía? ¡Ah! Sólo un
pagano o un mal cristiano pueden permanecer insensibles ante la inmensa pérdida
de estos tesoros infinitos: ¡las almas rescatadas por Jesucristo!
Rogad, pues, por esto.
Amigos míos, rogad también por mí, a fin de que mi malicia e indignidad no
obstaculicen cuanto Dios y su santísima Madre quieren realizar por mi ministerio.
Busco la divina Sabiduría; ayudadme a encontrarla.
Estoy pensando en mis poderosos enemigos, todos los mundanos, que adoran lo
caduco y se deleitan en ello, me desprecian, se burlan de mí y me persiguen; todo el
infierno ha tramado mi perdición, y levantará contra mí por todas partes a todas las
potencias. Y, en medio de todo esto, me siento débil, más aún, la debilidad
personificada; soy ignorante, más aún, la ignorancia misma y lo demás... que no me
atrevo a decir. No cabe duda: solo y miserable como soy, pereceré si la Santísima
Virgen y las almas buenas –las vuestras en particular– no me sostienen y alcanzan
de Dios el don de la palabra o la divina Sabiduría que remedie todos mis males y
sea el arma poderosa contra mis enemigos.
Con María todo es fácil; en Ella pongo mi confianza, aunque por ello rujan el
mundo y el infierno. Y digo con San Bernardo: «Hoc, filii mei, maxima fiducia
mea, ac tota ratio spei meae». Haceos explicar estas palabras. No me hubiera
atrevido a decirlas por mí mismo. Por María busco y encontraré a Jesucristo,
aplastaré la cabeza de la serpiente y venceré a todos mis enemigos y a mí mismo,
para la mayor gloria de Dios.
¡Adiós sin adiós! Porque, si Dios me conserva la vida, volveré a pasar por aquí,
bien sea para permanecer algún tiempo con vosotros bajo la obediencia a vuestro
ilustre prelado, tan celoso de la salvación de las almas y tan compasivo con
nuestras debilidades, bien sea de paso para otra región; porque, siendo Dios mi
Padre, tengo tantos lugares donde morar cuantos hay en que se ofende
injustamente a Dios con el pecado:
El honrado, siga portándose honradamente;
el manchado, siga manchándose...
Para éstos, un olor que da muerte y sólo muerte;
para los otros, un olor que da vida y sólo vida.
¡Todo vuestro!
Luis María de Montfort, sacerdote
y esclavo indigno de Jesús en María»
(BAC, 611-614).
Sobre el recorrido para Roma, en ese año de 1706, había diversas publicaciones:
algunas han llegado hasta nosotros. Vamos a citar sólo dos que nos parecen las más
significativas y que Montfort podía encontrar muy fácilmente. La de de Verdier,
historiador de Francia, publicada en París, por Bobin et Nicolas-le-Gras en 1673, ya
avalada por tres ediciones anteriores: Le voyage de France dressé pour la
commodité des François et des Etrangers, avec une description des chemins pour
aller et venir par tout le monde, très nécessaire aux voyageurs.
La otra que hemos encontrado sólo en edición de 1720, de Nolin, geógrafo del
hermano del rey, editada en París por Saugrin-l'Ainé, con una carta topográfica
de 1700, en plena difusión todavía en vísperas de la Revolución: Nouveau livre
de voyage, avec la description des différentes routes, que l'on peut tenir en
faisant le voyage de Paris à Rome et aux villes considérables d'Italie.
Ciertamente la situación política y militar de aquel período particular, imponía
cambios de ruta y caminos alternativos imprevistos, destinados a complicar el
recorrido, hasta tornar, incluso, incierta incluso la supervivencia del peregrino.
Montfort, lo hemos leído en la circular a los habitantes de Montbernage, lo sabía
muy bien; por otra parte, «después de haber devorado, en su propio país, la
vergüenza y los rechazos de la pobreza más humillante y dependiente y
repulsiva, no podía encontrar tan difícil vivir el cáliz de ella en país extranjero»
(Blain, ib.).
No es, pues, una visita por curiosidad a Loreto, a la santa casa, que no cabrían en
un Montfort apresurado camino de Roma.
«Pasó por Loreto antes de ir a Roma: allí se detuvo casi quince días, durante los
cuales iba a celebrar la santa misa en el altar de la santa capilla en la que el arcángel
san Gabriel anunció el misterio de la Encarnación a la dignísima Madre de Dios,
donde ella concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu Santo.
Un habitante de la ciudad de Loreto, al verlo celebrar la santa misa en el altar de
la Virgen con una devoción y recogimiento extraordinarios, nunca vistos en otros
sacerdotes, quedó tan edificado que le pidió fuera a comer y dormir en su casa,
como de hecho lo hizo. (Grandet, 97-98 – DRG, 63-64).
Sabemos que Luis de Montfort había querido esa peregrinación para someter al
Papa la idea de una fundación propia. Si las características de sus misioneros
debían ser las de mantenerse tras las huellas de los apóstoles y bajo la protección
de María, no queda difícil entender cómo éstas son meditadas e impetradas en la
Casa de la Anunciación. Precisamente en el pasaje citado del Tratado pone
Montfort en boca del Verbo encarnado la célebre frase programática recordada en
la Carta a los Hebreos (10,5-7) y tomada del salmo 40,7-9: «Por eso, al entrar en el
mundo, Cristo dice: Sacrificios y ofrendas no los quisiste, en vez de eso, me has
dado un cuerpo a mí; holocaustos y víctimas expiatorias no te agradan; entonces
dije: “ Aquí estoy yo para realizar tu designio...”».
Grandet (98-99 – DRG, 64) nos ha dejado aquí las propias reflexiones
insertándose en el relato no sabemos con qué autoridad: aceptémoslas como
probables reflexiones de Luis de Montfort: «llegó, finalmente a Roma, cansadísimo
y totalmente exhausto» (ib.), necesitado de descanso y de alimento, exactamente
como si fuera un peregrino romero cualquiera.
Había recorrido 1.984 kilómetros, en poco más de tres meses, desde febrero
hasta fines de mayo de 1706. No obstante, la investigación adelantada en los
archivos de los tres hospicios romanos entonces especializados para el cuidado de
los peregrinos, Trinidad de los peregrinos y de los convalecientes, Santiago de los
incurables, Santísimo Salvador "ad Sancta Sanctorum" y en cualquier otro
instituto abierto a los extranjeros, sólo hemos logrado recoger noticias
fragmentarias y no del todo seguras sobre cierta forma de asistencia en la Urbe
para peregrinos franceses.
Recordando cuanto hizo a su llegada a Poitiers en 1701, donde esperando a que
el obispo le recibiera había encontrado una piecita quizás en la periferia de donde
salía sólo para orar y para ir a asistir a los indigentes en el Hospital, nos parece
lógico pensar que haya hecho la misma cosa en Roma, donde era casi obligatoria la
visita caritativa a Santiago. Al respecto, hemos encontrado interesantes relatos de
esas visitas de Clemente XI y de los cardenales (las únicas que se recuerdan) en un
registro intitulado a los reverendos que por turno eran encargados de las visitas a
los enfermos:
«El día 26 de enero de 1703, viernes, a las 22, se trasladó a este archihospital de
Santiago de los Incurables Clemente XI, Papa, y se permaneció hora y medio con
diez Emos. Cardenales sirviendo a los enfermos y enfermas N. 96 cuya cena
bendijo, luego a uno por uno les fue dando una medalla de plata, cuatro biscochitos
y cuatro ciruelas en jarabe, asistió a una moribunda, y después de la cena Su
Santidad ofreció su gracia. Los señores Cardenales fueron también sirviendo y
dando vino, agua y las sopas mientras siempre Su Santidad anduvo en torno a los
enfermos» (Archivio di Stato, Roma, Ospedali, n. 51, Busta 373).
Este modo de atender una audiencia pontifica sería sobremanera acorde con la
mentalidad y la praxis monfortiana y podría explicar cómo no llegamos a encontrar
el lugar de reposo y permanencia de nuestro peregrino en Roma. Una vez más, y
perdónesenos, hagamos sitio a un relato en extremo descarnado y quizás muy
impreciso, de los primeros biógrafos.
«(...) Tras algunos días de reposo, pidió una audiencia al Papa Clemente XI a
través de un teatino que tenía mucha influencia ante Su Santidad. Habiendo el
Papa fijado el día, el P. Grignion se informó en qué lengua había que presentar el
discurso al Santo Padre, y al saber que de ordinario se le hablaba en latín, preparó
un discurso corto pero muy elocuente, que recitó en esa lengua después de haber
sido admitido a besar los pies del Papa.
Contó luego, cómo, entrando en el estudio de Su Santidad al ver a Clemente XI,
fue invadido por un extraordinario respeto, convencido de ver a Jesucristo mismo
en la persona de su vicario.
Clemente XI lo recibió con mucha bondad y después del discurso en latín, le dijo
que podía hablarle en francés dado que lo entendía lo suficiente para responder; y,
dado que Grignion le proponía irse a misionar en Oriente para convertir a los
infieles, el Papa le replicó: "Padre, Ud. tiene un campo bastante grande en Francia
para el ejercicio de su celo apostólico; no se vaya a otra parte, trabaje siempre en
perfecta sumisión a los obispos en las diócesis a las cuales le llamen. Por este medio
Dios bendecirá su ministerio".
El P. Grignion presento en seguida al Papa un crucifijo de marfil suplicando a Su
Santidad le conceda una indulgencia plenaria para cuantos le besen en la hora de la
muerte, pronunciando los nombres de Jesús y de María, arrepentidos de sus
pecados. A lo cual accedió el Papa. De ahí proviene que haya hecho grabar en el
pedestal en letras grandes estas palabras: Indulgentia plenaria a summo Pontifice
Clemente undecimo concessa, y se servía ordinariamente de este crucifijo en las
misiones, para excitar a la gente a la contrición de sus pecados, mostrándoles las
llagas de su Salvador. Antes de salir de Roma hizo preparar la punta superior de su
bastón y, a menudo colocaba allí su crucifijo, por los caminos de regreso a Francia,
para tomar de él materia para sus meditaciones.
El Papa le concedió también el permiso para bendecir crucecitas de papel y de
tela que distribuía, al final de cada misión, a quienes habían asistido a treinta y tres
sermones, en las que estaban escritos los nombres de Jesús y de María.
Clemente XI le dio también el título de "Misionero Apostólico", y le recomendó
sobre todo enseñar insistentemente la doctrina cristiana a la gente y a los niños y
hacer renovar en todas partes el espíritu del cristianismo por la renovación de las
promesas bautismales...» (Grandet, 99-101 – DRG 64-65).
Blain mucho más sintético, añade algún pormenor sobre el coloquio entre
Montfort y el Papa:
«1º para poder por este medio más libre y útilmente corregir los abusos;
2º para suplir con ello a la penuria que se encuentra muy a menudo en las
mismas ciudades de la palabra de Dios que muchos no predican con la debida
sencillez y claridad;
3º habiendo mostrado la experiencia, incluso últimamente en Roma, que cuando
se explican las cosas de Dios familiarmente y en forma adecuada al fruto para las
almas, la gente se siente a gusto, acude con frecuencia y extrae de ello grandes
utilidades de las costumbres para edificación universal;
4º para que sean específicamente bien instruidos y pacientemente preparados a
una buena confesión general, con intención de aplicar de esa manera el oportuno y
necesario remedio al, desafortunadamente, grave y frecuente mal de esas
confesiones que hubieren podido hacer inválidamente en el pasado...».
En cambio, había todos los motivos para apresurar el regreso. En primer lugar,
la voluntad de dedicarse en seguida al trabajo. Y luego, las noticias, forzadamente
fragmentarias pero suficientes, sobre los movimientos de tropas y guerras al norte
de Italia. Entre más tardara, más difícil sería el cruce de las fronteras. Los
austriacos estaban para lanzar el ataque decisivo, y los franceses reforzaban las
fortificaciones y trincheras. Debió ser, pues, un regreso precipitado: duró
solamente dos meses y el recorrido costó mucho más que la ida, bajo el sol
veraniego y con el cansancio acumulado en los tres meses empleados para andar
aquellos dos mil kilómetros de Francia a Roma.
Algo sabemos del regreso: viaja en compañía de dos jóvenes, que encontró en
Roma ya antes de la audiencia. No consta que lo acompañaran hasta Francia. Como
él, también ellos se acomodaron a pedir limosna y a los inconvenientes de andar a
la ventura.
El recorrido debió ser necesariamente el más directo: nada de Loreto, y, por lo
mismo, la actual Vía Aurelia: Civitavecchia, Livorno, Génova, Niza y lo más directo
para regresar a Poitiers.
Y, ¿por qué no la vía del mar? Difícil imaginarlo. Sobre todo no hay pruebas.
Ciertamente no viaja a caballo, dado que Montfort mismo precisamente en ese viaje
debió dar explicaciones a un párroco que se lo preguntaba mientras le daba una
limosna: viajar a caballo no estaba en las costumbres de los apóstoles..., pero sí en
las de la gente mundana (Grandet, DRG, 65).
A pesar de todo, pensamos que si lo hubiera habido el caballo hubiera sido muy
oportuno... por lo cual la respuesta dada al párroco que "comía en gran compañía"
tiene sabor de dura reprobación y sermoncillo.
«El 25 de agosto, fiesta de san Luis (IX rey de Francia), su patrono, llegó a
Ligugé, a una legua de Poitiers, abadía de los jesuitas y muy famosa por haber sido
consagrada a san Martín y santificada por la permanencia del santo, que iba a
encontrar a su gran maestro, san Hilario. El P. de Montfort celebró allí la misa.
El hermano Maturín que lo esperaba en el lugar, tuvo no poca dificultad en
reconocerlo, tan cambiado estaba y quemado por el sol y debilitado por la dureza
del camino. Llevaba los zapatos en la mano porque tenía los pies todos
desgarrados; llevaba el sombrero bajo el brazo y la camándula entre los dedos...»
(ib.).
El bueno de Blain aquí (324), a pesar de estar tan comprometido, y no ser nunca
del todo objetivo en relación con los sulpicianos, queda estupefacto, y sale del paso
subrayando: «Este es uno de esos encuentros en que vemos a un santo perseguido
por otro santo» (325 ).
Y realmente en este punto quedamos también estupefactos: aunque nos roe una
insistente duda. Y es si San Sulpicio estaba ya al corriente del resultado del viaje de
Montfort a Roma y del... exabrupto de haber pretendido pasar por encima de
todos... cosa que no debía hacerse conforme a las buenas maneras... ¡Perfecto! Pero
el modo de actuar de los santos no siempre sigue las buenas maneras.
No obstante, siempre a nuestro parecer, Blain captó bien en la señal cuando
querría ver en el episodio un signo de destete, de despegue de los vínculos
umbilicales ahora inútiles, en un momento en que debe empezar a guiarse por sí
solo.
Montfort pagará a su manera la falta de caridad recibida, haciendo él mismo un
acto de caridad: toma sus espaldas a un pobre abandonado de todos y lo carga
hasta el hospital más cercano cancelando, además, el albergue y el sustento del
mismo. Como el samaritano...
El Monte San Miguel, en los límites de Bretaña y Normandía, es un islote rocoso
casi redondo que forma una colina granítica de 900 metro de circunferencia y 78 de
altura. La antigua tradición afirma que el islote se formó durante un apocalíptico
cataclismo de muchos años antes, que habría destruido también el bosque de Scissy
o de Quokelande, recuperado en parte durante la Edad Media.
En cambio, la mitología céltica, creía que el monte era un enorme sepulcro
adonde llegaban las almas en busca de paz y tranquilidad eternas. De ahí el nombre
que ha sobrevivido de Monte Tumba de la isla, y Tombelaine para el islote dos
kilómetros al norte.
En el año 708, el obispo de Avranches, san Uberto, recibió la aparición de San
Miguel Arcángel sobre la cima de la roca, con la orden de edificar allí un oratorio.
El mundo cristiano quedó impactado por el acontecimiento y se movilizó a realizar
la obra deseada por el cielo. Ya en el siglo X, la cima estaba cubierta por una
imponente iglesia de estilo carolingio, que un siglo más tarde, servía de base a la
basílica romana. En el entorno y sobre el islote y la pendiente, se erigían entre tanto
monasterios benedictinos, todos con la misma denominación: Saint-Michel-en-
Tombe, Saint-Michel-en-Mer, Saint-Michel-au-peril-de-la-Mer, Saint-Michel-du-
Mont... reagrupados finalmente en título común de Mont-Saint-Michel.
A fines del primer milenio, la abadía estaba ya construida, si recordamos que en
966 Ricardo I, duque de Normandía, organizó allí a los benedictinos, que
completaron la construcción con la Merveille, la cima. Guerras, asedios, invasiones,
incendios, en el curso de los siglos se sucedieron con bastante frecuencia, pero el
pueblo bretón y el normando defendieron esforzadamente el propio tesoro, tanto
que el monte se convirtió en símbolo de la resistencia hasta 1434, cuando los
ingleses fueron rechazados definitivamente, por la población y hasta por los monjes
guerreros.
Juana de Arco fue ferviente propagandista de la devoción al Arcángel, y Luis XI
creó precisamente una orden de caballería, la Orden Real de Caballería llamada de
San Miguel, asignándole la sede oficial en la sala todavía hoy llamada de los
caballeros. Los monjes convertidos casi en soldados, decayeron del primitivo
espíritu religioso, y ese período coincide con el momento más triste santuario. El
antiguo espíritu resurgió en 1622 con la llegada de los benedictinos San Mauro.
Pero la abadía no encontró el esplendor espiritual de otros tiempos; en el siglo de
Luis María de Montfort, se convirtió en prisión de Estado para condenados
especiales del rey de Francia, sepultados vivos en las prisiones cerradas sin
ventanas colocadas bajo el paseo de los monjes.
Cuando Montfort llega a la Merveille, no debe mezclarse con los grandes cortejos
reales, ni los tumultuosos perdones, porque el santuario se hallaba entonces en
profunda desolación: precisamente en ese año, el abate Don Doyte escribirá a
Mabillón, el historiador benedictino que iba a exaltar la obra de los monjes en
Francia y había pedido las últimas informaciones sobre el Monte San Miguel:
«Aquí la miseria es tan grande que supera a toda imaginación. Van tres años que
debo una insignificante suma de dinero a un librero de Rennes y aún no he podido
pagarle...».
El antiguo maestro conoce muy bien las fallas del discípulo, al menos tanto como
los solones de San Sulpicio. Sintoniza con ellos, de todos modos en que las
dificultades le llegan precisamente de esas formas extrañas, de esas formas fuera de
lo ordinario, pero que podrían se entendidas y guiadas por el gran misionero Juan
Leuduger.
¿No era a caso el deseo que se había expresado seis años antes, inmediatamente
después de la ordenación, mientras aguardaba le destinaran a un campo de
trabajo?
Al igual que Montfort, a los veintisiete años crea una asociación de señoritas
llamadas Hermanas Blancas para el ejercicio de la caridad. En seis años, Leuduger
viaja dos veces a París para que lo admitan en el Seminario de las Misiones
Extranjeras, y en ambas lo hacen volver a casa, tanto que llega a alimentar el
propósito de trasladarse a Inglaterra con el fin de realizar su sueño misionero,
aunque termina obedeciendo al obispo que lo nombra párroco conservándole el
cargo de misionero popular.
Su capacidad de jefe de misiones le llega de haber estado en la escuela de Julián
Maunoir, el heredero directo de Miguel Le Nobletz, el primero y mayor de los
misioneros populares después de san Vicente Ferrer. De hecho, el jesuita
Maunoir, quien lo vio trabajar en el grupo de uno de sus discípulos, lo convoca
con otros 35 sacerdotes a la misión de Moncontour y Lamballe, en 1678-1679.
Desde ese momento Juan Leuduger seguirá a Maunoir hasta la muerte de éste
en 1688, asumiendo su herencia por voluntad expresa del moribundo. Pero en
1686, el obispo le asigna la parroquia de Moncontour donde permanece hasta
septiembre de 1691, sobre todo para consolidar y desarrollar el hospital creado
por Maunoir y apoyar una casa de ejercicios espirituales para el pueblo, confiada
al cuidado de una congregación recién fundada por el P. Ange Le Proust de
Lamballe, bajo el título de un santo canonizado en esos tiempos, Dames de
Saint-Thomas de Villenueve.
La herencia de Maunoir lo sigue comprometiendo a pesar de los cargos
diocesanos. Hemos calculado que en menos de seis años de permanencia en
Moncontour, estará ausente de su parroquia unos 1186 días, o sea, 37 meses, más
de tres años...
En 1691, finalmente, le asigna el obispo un quinto cargo diocesano:
nombrándolo Ecolâtre o Scholastique (hoy lo llamaríamos Director de la Oficina
Catequística) para enseñanza de la religión y la catequesis de toda la diócesis.
Desde su nueva sede cerca a la catedral, dirigirá misiones, retiros, cursos de
ejercicios espirituales a la gente, cursos de catequesis y escuelas de religión,
logrando encontrar tiempo, incluso, para doctorarse en teología en la Universidad
de Nantes...
En 1700, haciendo propio el título de un librito publicado por el Vicario general
de Dol, Lebret, preparará un Bouquet de mission (ramillete de misión)
totalmente nuevo en cuanto al método y al contenido, sobre las misiones al
pueblo. El folleto tendrá gran difusión, llegando en pocos años a la cuarta
edición.
Hay que subrayar todavía el deseo concreto de Leuduger de transmitir
precisamente a Montfort el testimonio heredado de Maunoir, y ya antes de Le
Nobletz, y antes todavía de Vicente Ferrer. Pero Leuduger morirá a los 73 años, en
1722, y Luis María, de 43 años, en 1716.
En Rennes, Montfort se detiene sólo pocos días, realizando algunas
predicaciones y sobre todo visitando hospitales y hospicios. Logrará, incluso,
organizar una colecta para la restauración de la iglesia de Saint-Sauveur. Se deja
convencer para ir a visitar a su tío sacerdote Alán Robert, e incluso a su familia
ahora organizada en Rue Saint-Hélier. Aceptada la invitación de los religiosos de
San Juan Eudes, directores del seminario episcopal, iniciará un curso de
ejercicios para los seminaristas. Tras poco tiempo, cuando comprende que la
invitación no es del todo desinteresada, sino una velada tentativa para
convencerlo a ingresar en su congregación que es no obstante una institución
misionera nacida en Normandía, Montfort abandona el lugar.
Es mejor cambiar de aire y compañía. Quizás el título de misionero Apostólico,
mejor que a él le interesaba a muchos otros que lo llevarían en forma mucho más
resonante...
En la fiesta de todos los santos y para el día de difuntos está en su tierra nativa,
Montfort-la-Cane, donde todos lo recuerdan, aunque sólo un tal Belín, rudo
campesino y trabajador de la parroquia, se halla dispuesto a recibirlo en su casa.
Belín logra hacer buena figura: ¡el heredero del señor de la Bachelleraie es su
huésped! Habla de ello con todos, hasta que la noticia llega a oídos de la vieja
nodriza, la Nana Andrea. En realidad, Luis había golpeado antes a su puerta, pero
el yerno, ignorando quién era el personaje, le había rechazado la acogida; la pobre
anciana, afanada, logrará arrancar al hijito una cena, para oír que éste le
reprochaba amablemente: «Nana Andrea, te preocupas demasiado por mí; trata de
ser más caritativa. Deja en paz a Grignion que no es nadie: piensa en Jesucristo que
lo es todo. ¡Él está en los pobres!».
Entre tanto debió invitarle algún colaborador del Leuduger para que fuera a
unirse a un grupo de misioneros para la importante misión de la ciudad de Dinán.
Dinán, población medieval, desarrollada en torno al imponente castillo feudal,
había pertenecido a los duques de Bretaña y había encontrado un gran desarrollo
en la fabricación de tejidos, muy solicitados hasta del exterior; si los banqueros
florentinos habían decidido suplantar a los judíos en la administración de las
finanzas locales. Ciertamente, la historia por siglos no había sido muy benigna con
la ciudad: muchas veces asediada y conquistada por los ingleses en el siglo XIV,
últimamente se había dejado arrastrar a la revolución de 1675 con Rennes, y había
sufrido las consecuencias. Pero había seguido siendo una de las cinco ciudades
donde se reunían los Estados generales de Bretaña: la última secesión tendrá lugar
en 1717.
Los biógrafos monfortianos discuten sobre el nombre del grupo misionero. Pero
no eran los lazaristas de san Vicente de Paúl y menos aún otros religiosos
organizados. Probablemente, siendo Dinán un territorio bretón, es más fácil pensar
que la organización estuviera confiada a Leuduger, quien, como lo hacía con mucha
frecuencia, se servía de colaboradores directos que congregaban en el lugar un
número suficiente de misioneros del clero diocesano y religioso local. Si es que,
realmente, el mismo Leuduger no fue de la partida.
Hasta donde era posible, a cada misionero se permitía elegir el papel y tarea que
iba a desempeñar en la predicación. Montfort, y Maturín, eligió el oficio de
catequista de los niños, de los enfermos y de los pobres. Dado que la misión para
los niños se desarrollaba en la mañana tardía, Montfort podía encontrar el tiempo
para escuchar las demás predicaciones, y para aprender la técnica, diríamos, si no
conociéramos las capacidades de la persona. Algunos ecos de la misión lo tenemos
en las biografías: una tarde, ya en la noche, Luis María vuelve a la casa de los
misioneros con una pesada carga a las espaldas; con el grito: "¡Ábranle a
Jesucristo!", avanza hasta su propio cuarto donde coloca el pesado fardo: un
ulceroso a quien asistirá personalmente hasta la muerte.
Encontrará también la forma de dar una amable sorpresa al no darse a reconocer
a su propio hermano, Gabriel Grignion, ahora sacerdote dominico, precisamente en
el convento de Dinán, y en cuya iglesia iba a celebrar las primeras veces...
Pero realizará, además algo muy importante: logrará organizar un grupo de
señoras que prepararán siempre una sopa caliente para sus pobres. Un testimonio,
considerado válido en los procesos de beatificación de Luzón en 1867, dejará una
afirmación bastante sorprendente: «Una institución suya importante sobrevive aún
en Dinán, el hospital al que su caridad dio nacimiento...».
«Parece que la divina Providencia los haya llevado allí para la realización de una
obra que le había sido reservada.
En esa pequeña parroquia había una capilla grande dedicada a la Virgen
santísima bajo el título de Nuestra Señora de los Dolores. Desde hacía muchos
siglos había sido abandonada; no tenía techo y dentro estaba toda llena de zarzas y
malezas.
El gran apóstol de Bretaña, san Vicente Ferrer, en el curso de sus misiones, la
había encontrado en ese estado y mientras predicaba en el entorno al pueblo,
después de haber deplorado vivamente el abandono y expresado el deseo de
ponerle remedio, había asegurado "que esa gran empresa estaba reservada por el
cielo a un hombre que el Altísimo haría nacer en tiempos lejanos; ese hombre
llegaría casi desconocido y sería muy contrariado y escarnecido, no obstante, con la
ayuda de la gracia, llevaría a feliz término la empresa". Son las palabras utilizadas
en una carta que el párroco de La Chèze, Francisco Jager, escribía al obispo de
Saint-Brieuc, Hervé-Nicolás Thibault du Bregnon.
No se dice que el misionero (Montfort) estuviera al tanto de esa predicción
donde no hubiera podido menos de reconocerse...» (Pauvert, 226).
Y Montfort fue uno de los elegidos para ese ministerio que como ningún otro
llevaba Leuduger en el corazón, como lo llevaron Maunoir y Huby. Después de esa
experiencia Luis María fue enviado precisamente a su Montfort-la-Cane, la ciudad
donde había vivido, la iglesia donde había sido bautizado. Probablemente fue
constituido jefe de misioneros, porque fue suya la idea de levantar una cruz al
término de la misión sobre la colina llamada Butte-de-la-Motte. Pero le llegó al
momento el veto del señor del lugar, Tremoille, y no pudo hacer nada.
«¿No quieren que este pequeña colina sea santificada? ¡Muy bien! ¡Vendrá el día
en que se convertirá en lugar de oración!»
Sabemos que una de las normas más férreas del grupo de Leuduger prescribía
que nunca ni de ninguna forma o momento debían pedir limosnas a las gentes y
contentarse solamente con lo que podían recibir para el sustento durante la misión.
El mismo Montfort establecerá que sus misioneros tendrán que observar otra
norma, la de la docilidad:
«Obedecen a todos los superiores en cuanto a lo exterior, al lugar, tiempo y
demás circunstancias de la misión en sí mismas indiferentes pero que vienen a ser
muy saludables e importantes cuando están reguladas por la obediencia».
Cuáles fueran las razones, hay de hecho una carta de algunos años más tarde,
escrita por Leuduger y enviada a Montfort, en la que le ruega tome en sus manos el
propio grupo misionero que, a causa de su edad avanzada, no podía ya dirigir. Pero
en este momento «parece claro que la divina Providencia con sus propios
designios, quería hacer entrar a Montfort en una carrera donde pudiera ejercer sus
funciones con la santa libertad del Evangelio. Esto, además, lo constataremos en el
resto de su vida misionera, sea cuando trabaje solo, sea con aquellos que él mismo
se iba asociando...» (ib.).
Como si dijéramos: había aprendido el oficio, ahora podía también trabajar solo.
Capítulo decimosexto
UNA ACCIÓN MISIONERA TOTALMENTE DIFERENTE
«El obispo de San Maló, conocedor de los méritos superiores de aquel párroco,
entendió al momento que su testimonio indirecto en favor de Montfort servía al
menos para emparejar todo lo que los otros habían dicho en contra...» (Ib. 150).
«Lo acusaban de hacerlo todo según su criterio. Que valía la pena hacer menos
bien pero hacerlo en dependencia, consultar a los superiores y no emprender nada
sin sus órdenes ni su permiso...».
Luis María «estuvo de acuerdo con la máxima, añadiendo que creía seguirla, en
cuanto le era posible y que le incomodaría mucho actuar por su propio juicio.
Pero que había ocasiones y circunstancias imprevistas y repentinas en las que no
era posible consultar el parecer o las órdenes de los superiores. Que bastaba en esos
casos no querer hacer nada que uno piense no les grada ni merezca su aprobación,
y estar dispuestos a obedecerles a la menor señal de su voluntad.
Que, por otra parte, acontecía que obras comenzadas con el consentimiento de
los superiores, no gozaban al final de su aprobación, sea porque los indisponían
gentes mal intencionadas e indispuestas por falsos informes, sea porque
escuchaban los rumores del mundo y el juicio de sus sabios casi nunca favorables a
las obras santas.
...Que estaba persuadido de que siendo la obediencia el sello de la voluntad de
Dios, no había que apartarse nunca de ella. Pero que su conciencia no le hacía
reproche alguno al respecto y que vivía, en todo tiempo y circunstancia, en actitud
de obedecer y no hacer nada sino con el visto bueno de los superiores. Pero que no
podía impedir los falsos informes, las maledicencias, las calumnias, los dardos de la
envidia y los celos que el hombre enemigo sabía hacer llegar hasta ellos, para
indisponerlos contra él y desacreditar, ante ellos, su persona y sus servicios».
«Los vuelve a ver con la ternura de un padre para con sus hijos. Los animó a
llevar con paciencia el dolor, y recomendó a sus amigos que siguieran sosteniendo
esta obra de caridad con sus ofrendas y prestaciones...».
«Su muerte no trastornó en nada su obra tan bien encaminada, de modo que la
piadosa institución subsiste todavía hoy (1760) para el alivio de los infelices y la
edificación pública de la ciudad de Nantes» (BM, 155-156).
Capítulo decimoséptimo
MISIONERO HASTA EL DÍA DE LA MUERTE
Por el contrario, logró ponerse en pie, pero tuvo que trasladarse a casa de su
hermano Juan, párroco de Saint-Pompain. Allí escuchó alabanzas entusiastas de
Grignion de parte de un párroco vecino. Quedó tan impresionado que quiso hacerlo
acudir a la parroquia para dar una misión. Pero su hermano había ya contratado a
otros. Sin embargo, dado que seguía insistiendo, su hermano le concedió que
tratara de proponerle a Montfort una misión y escuchar lo que respondiera.
«Así pues, por más débil que me sentía, resolví dirigirme a Fontenay. Encontré a
Montfort en casa de las Hermanas de Nuestra Señora a quienes predicaba un
retiro. Le pedí se dignara ejercer su caridad y celo apostólico en Saint-Pompain.
Respondió que no podía acceder a mi petición inmediatamente, comprometido
como estaba con otros sitios. Me pidió que me quedara a almorzar, cosa que acepté
gustoso... Hacia el final de la comida, redoblé yo mi insistencia para tratar de
convencerlo de ir a Saint-Pompain, diciéndole que si yo hubiera tenido fuerzas y
ciencia suficientes lo habría seguido a todas partes. Cedió ante mi insistencia, pero
pidiéndome que fuera a ayudarle en la misión de Vouvant ya anunciada. Después
iría también a Saint-Pompain.
El deseo de que fuera, me había llevado a comprometerme más allá de mis
fuerzas.
Luego de informar a mi hermano sobre el resultado del viaje, me preparé para ir
a encontrarme con él pocos días más tarde en Vouvant. Allí fui testigo de cuanto me
habían dicho sobre los inmensos frutos que alcanzaba en las misiones» (BM,
462ss).
«...Sin duda Montfort estaba al tanto de los designios divinos sobre este buen
sacerdote. En efecto, en tono firme y con mirada penetrante, le dijo: “Si quieres
seguirme y trabajar conmigo por el resto de tus días, iré a donde su hermano, de lo
contrario, no voy. Todos tus achaques se desvanecerán tan pronto comiences a
trabajar por la salvación de las almas. Por esto hay que hacer una prueba en
Vouvant”.
Efectivamente, tan pronto comenzó a ejercer su ministerio, sintió que le volvían
las fuerzas y su salud quedaba totalmente restablecida en los primeros días en que
seguía a Montfort en su apostolado, sin volver a sentir molestia alguna. Aquel gran
Maestro tuvo así tanta confianza en el nuevo discípulo que lo escogió por
confesor...».
Después de Vouvant, conforme al compromiso asumido, Montfort dio comienzo
a la misión de Saint-Pompain. Allí, el párroco Juan Mulot se hallaba desde siempre
de pelea con un habitante del lugar, y el desagradable asunto había acabado por
involucrar un tanto a todos, trayendo la pérdida de la paz y la tranquilidad.
Muchos, hasta mons. de Champflour habían tratado de poner remedio, pero todos
habían fracasado. El párroco, además, tenía otras buenas fallas. Le gustaba
bastante la vida despreocupada y muelle, y la ligereza del chiste y la charla alegre le
hacía descuidar su ministerio. La misión logró la enmienda del párroco y
restableció la concordia: todo se resolvió con un buen almuerzo de reconstrucción
de la paz, en el cual, se llenó el estómago y se aligeraron los ánimos.
El grupo misionero de Montfort estaba ahora bien definido: dos sacerdotes,
Mulot y Vatel oficialmente monfortianos, Pedro Ernault Des Bastières que lo
acompañaba por lo menos desde hacía cuarenta misiones y lo abandonará para
siempre en enero de 1716, algunos hermanos laicos que, aunque no siempre
presentes, formaban parte del grupo: Maturín, el catequista cantor de campanillas;
Juan, consagrado sobre todo a los pequeños; Pedro, recordado en Vertou; Santiago,
presente hasta en la muerte del misionero; Felipe, Luis y Gabriel, recordados en el
testamento. Era realmente un grupo excelente, en el que Montfort era el director en
jefe, reconocido por todos.
Después de Saint-Pompain, la parroquia de Villiers.en-Plaine. Mientras se
preparaba a encaminarse a la nueva misión, le llegó la noticia de la muerte de su
padre, Juan Bautista Grignion, señor de la Bachelleraie de casi 70 años. El único
comentario a tan funesta noticia fue aquel calmado de la Biblia: Deus dedit, Deus
abstulit. Montfort no irá Couascarre para las exequias de su padre: se lo impiden
no sólo los compromisos del ministerio, sino también el fastidioso entredicho...
Después de Villiers, lo encontramos de nuevo en Saint-Pompain. Como en todas
las parroquias donde da misiones en este período, también allí fundó la cofradía de
la Compañía de las 44 vírgenes y la de los Penitentes Blancos.
Esta última, nacida y difundida en Italia y bastante conocida en la Francia del
sur, "se proponía alejar a los hombres de las tabernas y de los vicios, de la
blasfemia y de la maledicencia". En el este de Francia la difundió sobre todo
Montfort, quien, habiéndolo encontrado, sabe Dios dónde, nos dejó también el
Reglamento de la asociación.
Ahora bien, los cofrades Penitentes de Saint-Pompain, para clausurar
dignamente la misión parroquial y cumplir la norma estatutaria que preveía, al
menos, cuatro peregrinaciones al año, pidieron a Montfort que les indicara un
santuario a dónde ir todos juntos. Luis María señala en seguida una meta: La
Virgen de los Dolores de Saumur, el santuario de tantas plegarias suyas y donde
encontraba tanto consuelo y fuerza.
Para que la peregrinación no se redujera al acostumbrado "pardon", una especie
de paseo parroquial al campo en el que hallara también sitio alguna obra espiritual,
redacta un pormenorizado reglamento que encontramos, inmediatamente después
del reglamento general, entre las obras de Grignion, con el título: La santa
peregrinación a Nuestra Señora de Saumur hecha por los Penitentes para
alcanzar de Dios buenos misioneros. Lo conocemos, «copiado en su totalidad del
original, incluido el título, tal como fue escrito por mano de Montfort».
«No tendrán en esta peregrinación otra finalidad que: 1º alcanzar de Dios, por
intercesión de la Santísima Virgen, buenos misioneros que sigan las huellas de los
apóstoles, gracias al abandono total a la Providencia y la práctica de todas las
virtudes, bajo la protección de la Santísima Virgen; 2º alcanzar el don de sabiduría
a fin de conocer, saborear y practicar la verdad y hacerla saborear y practicar por
los demás».
Mientras Mulot escribe las palabras del Maestro, la conmoción parece atenazarlo
y empañarle la vista: tan rápida y difícil es la caligrafía. Agotado pero lucidísimo, el
moribundo logra trazar la firma: Luis María de Montfort Grignion, y después de él
firman el párroco N. F. Rougeou y el coadjutor F. Triault.
Queda todavía algo importante de organizar: designar al sucesor para la obra de
las misiones.
y tras susurrar la última burla al tentador: «En vano me atacas; ¡ya no pecaré
más! ¡Estoy entre Jesús y María!», entra en coma. Expira hacia las 8 de la noche,
de ese mismo día, 28 de abril de 1716.
Tenía 43 años, tres meses y ocho días.
El miércoles en la tarde debe celebrarse también otro acontecimiento, la
clausura de la misión de San Lorenzo del Sèvre. Mulot, visiblemente conmovido, ha
ocupado su puesto de jefe de la misión y anuncia a la multitud reunida aquella
mañana:
«Hermanos, hoy tenemos que plantar dos cruces: esta mañana la primera, la
material que pueden ver con los ojos aquí delante de Uds. La segunda, la sepultura
del P. de Montfort que debemos realizar después de mediodía...».
La gente llegada de toda la Vandea e, incluso, de Nantes, quiere ver a su
misionero por última vez. El ataúd abierto queda expuesto en la nave de la iglesia
parroquial. La custodian los Penitentes Blancos de Saint-Pompain, porque todos
quisieran con una caricia al sarcófago, llevarse algún recuerdo de él, un cabello, un
jirón de tela...
La ceremonia de la sepultura es grandiosa, aunque triste.
No se respetará la voluntad del moribundo: quería que sólo el corazón fuera
sepultado ante el altar mariano; pero Mulot y el grupo prefieren sepultar todo el
cadáver en la capilla de Nuestra Señora, a la derecha, cerca a la balaustrada, a los
pies de su Reina del corazón.
Ante aquel ataúd, como sobre su sepulcro, se mantiene incrédula la multitud.
Cuando el P. Deshayes coloque entre las obras que se van a publicar también la
Exhortación a los asociados de la Compañía de María, añadirá al texto un pasaje
ciertamente no auténtico, pero que resume fielmente los sentimientos del gran
misionero mismo en el lecho de muerte:
«Así, el misionero, sostenido y animado por esta noble esperanza que reposa en
el fondo de su corazón y perseverando en su santa y sublime vocación, tendrá la
dicha de poder repetir confiadamente, en la hora de la muerte, las hermosas y
consoladoras palabras del más celoso de todos los misioneros de Jesucristo: He
combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo
demás, ya me está preparada la corona de la justicia que me otorgará aquel día el
Señor, justo juez...» (ver O.C., 721, nota).
Algún tiempo después, junto a la tumba del apóstol, se colocarán dos lápidas;
una larga, en la florida lengua latina, quizás del amigo Blain, que proclama: Pater
pauperum – orphanorum patronus – peccatorum reconciliator – mors gloriosa
vitae similis – ut vixerat devixit – ad coelum Deo maturus evolavit.
Y otra muy corta del amigo vicario general de Nantes Juan Barrin a Luis María
Grignion de Montfort, excelente misionero «cuya vida ha sido inocente y cuya
penitencia fue admirable; cuyo discursos llenos de la gracia del Espíritu Santo han
convertido a un número infinito de herejes y de pecadores; en quien el celo por la
gloria de la santísima Virgen y la difusión del santo rosario continuaron hasta el
último día de su vida». Barrin motiva incluso la firma, confesando haberla colocado
pour gage de tendresse –en prenda de afecto–.
Una nueva peregrinación se añade así a los millares que práctica la multitud que
ha visto en el P. de Montfort «al gran padre – al buen padre – al Padre de la
camándula grande...», y muy pronto la fama de santidad voló más allá de la
fronteras de Bretaña, también a los corazones de muchos opositores y denigrantes.
Para llegar a la Iglesia entera, que lo colocará, como la estatua en la Basílica
Vaticana, al lado de los mayores santos de su historia. En testimonio de fe y de
acatamiento, y sobre todo, para la gloria de Jesucristo y de su santísima Madre,
María.
Conclusión
EL MISTERIO MONTFORT
Luis María Grignion de Montfort, tan claro y legible desde tantos puntos de
vista, mantiene todavía lados oscuros, quizás poco investigados y comprendidos.
Con Leschassier se puede adelantar, pero sin argucias y con mucha humildad,
repetir lo que contestó a Blain que le hacía notar, después de la muerte del
misionero, la gran veneración que tenían las multitudes: «Como puedes ver, ¡yo no
entiendo de santos!» (Blain, 227).
El mismo Blain, por su parte, afirma no haber logrado comprender al amigo con
el cual había compartido tantos años de estudios y amistad:
«Todos confiesan que es muy pobre, muy recogido y muy mortificado, es decir,
que le reconocen las virtudes angélicas y la semejanza a Jesucristo; pero dudan de
si le anima el espíritu de Jesús.
¡Qué misterio!
Es, sin embargo, este misterio el que me enfrío hacia el P. de Montfort, el que me
impidió unirme a él e incluso me hizo temer haber tenido tanta comunicación con
él...» (225-226).
Luis María no niega las afirmaciones ni la crítica, pero sí lanza sobre el Señor la
responsabilidad de haber propuesto esa forma de vida, esa exasperada búsqueda de
perfección, esa extraordinaria forma de comportamiento.
En el grupo contaban también los hermanos legos, algunos de los cuales habían
emitido incluso votos simples de pobreza y obediencia. En su Testamento,
Montfort los define «mis cuatro hermanos unidos a mí en la obediencia y en la
pobreza» y los nombra uno por uno: Nicolás de Poitiers, Felipe de Nantes, Luis de
La Rochelle y Gabriel «que está conmigo». Les deja, «mientras perseveren en
renovar sus votos cada año» los míseros enseres y libros de misión, casi como
depositarios por el uso que debían hacer de ellos los sacerdotes en la predicación.
Aparte nombrará también al primero de todos, Maturín, asignándole «diez
escudos, si quiere partir y no quiere emitir los votos de pobreza y obediencia».
La historia de Maturín es conocida: lo encuentra en Poitiers, cuando llega de
provincia para hacerse capuchino, y Montfort «al verlo, le hizo señal de ir a hablar
con él, y, luego de saber el motivo de su viaje, lo comprometió a quedarse con él,
para ayudarle en las misiones, en las que, durante casi quince años, ha dado el
catecismo, la escuela a los niños y entonado cánticos con grandes bendiciones...»
(Ib. – DRG, 54).
Permanecerá sin votos con los sucesores de Montfort, esclavo de sus escrúpulos,
rechazando emitir aquellos votos que hubieran hecho de él el primero y más fiel
monfortiano de la historia. Morirá en 1760, y el recuerdo del organizador-sacristán-
catequista-maestro-campanero, será siempre el del colaborador valiosísimo, digno
de admiración por su humildad y la generosidad del servicio prestado.
Un legado semejante de diez escudos le fue asignado a Santiago «si desea irse»,
cosa que hará lo más pronto. Era el especialista en la fabricación de camándulas, de
cadenillas, de cilicios, de disciplinas e instrumentos de penitencia que luego vendía
en las puertas de las iglesias donde se daba la misión.
Como indicativo es el encargo asignado al hermano Nicolás no presente a la
muerte de Montfort, por haber sido enviado a Poitiers a aprender el oficio de
escultor y para quien había sido reservada la suma de 135 libras para pagarle los
estudios.
Pero Montfort quería un «grupo suyo» misionero. Ya en 1700 lo deseaba y
soñaba. Entre tanto debía contentarse siempre con lo que podía hallar, arreglado e
improvisado, siempre lejos del ideal de vida, de preparación y perfección deseado.
Se sintió muy mal, seguramente, cuando, al proponer a Blain que entrara en el
grupo, oyó exponer todas las dificultades que conocemos: ¿tuvo el sentido de
turbación al proponer a otros esa forma de asociación?
En 1713, escribe de todos modos la Regla de los sacerdotes misioneros de la
Compañía de María, cuando aún no tiene ningún sacerdote y sólo muy pocos
hermanos legos, ciertamente, antes de que lleguen Vatel y Mulot, hacia el final de
su vida; pero entonces ya no tendrá ni el tiempo ni las energías para dedicarse a
redactar una verdadera Regla para sus religiosos.
Desde 1700 había encontrado un magnífico nombre que asignar al grupo:
Compañía, al que más adelante, añadirá la especificación de María. Pero en el
último momento, a la hora del Testamento, tras el regreso de París donde los
herederos de Poullart des Places le garantizaron nuevas fuerzas, cambia el
bellísimo nombre de Compañía de María con el tomado de París y mucho más
normal de Comunidad del Espíritu Santo, que le sobrevivirá al menos hasta
mediados del siglo XIX, cuando, obligada a desplazarse, volverá a tomar el nombre
original de Compañía de María, adaptado localmente en el más modesto y quizás
más inmediato de Misioneros Monfortianos.
Quien examina pormenorizadamente la Regla de 1713 no puede a menos de
relevar que las normas valen para un grupo que decide vivir en comunidad, pero
parece que no habla explícitamente de "vida religiosa comunitaria"; de hecho, no se
habla de los tres votos, porque se supone que el de castidad, nunca mencionado, ya
fue pronunciado por los sacerdotes antes de la ordenación sacerdotal y por el
compromiso simple personal de parte de los hermanos legos. Tampoco en lo
referente a la dirección del Instituto hay suficiente claridad; en efecto, no se precisa
quién es el verdadero superior: ¿el obispo?, ¿quién por él en la diócesis?, ¿el
párroco donde se da la misión?, ¿un miembro interno de la comunidad? Pero aún
en este caso, ciertamente claro para el fundador, queda en pie una gran duda sobre
quién debe nombrar a ese superior. Ni siquiera parece que haya una "sede oficial"
para la congregación ni en Francia ni fuera de ella (art 2).
Montfort debió trazar un esbozo de reglas que debían acomodarse bien a dos
situaciones destinadas a fundirse y superarse: la de un grupo adventicio aunque
numeroso destinado a ser absorbido con el tiempo por el de los religiosos
monfortianos propios y verdaderos. Por esto, cuando la Reglas hablan de misiones,
en la mayoría de las veces (25), consideran las verdaderas misiones populares, y
pocas veces (3) la predicación en general. Hasta el horario-programa sólo considera
las misiones populares, tanto que se prevén dos sermones diarios, la predicción
dialogada de la tarde y una hora de catecismo para los niños y los pobres. Además,
aludiendo al período dedicado al descanso entre un trabajo y otro, ése que debería
ser el tiempo estrictamente de vida en comunidad, dice explícitamente que debe
extenderse tanto como el de la predicación y el confesionario, y dedicarse a la
oración y al estudio (art 78).
En cambio, hay algo muy preciso y que vale tanto para los adventicios como para
los futuros religiosos: es el espíritu y el comportamiento. "No debe ser el de los
demás", incluidos los mejores de esa época, tales como los hijos de san Vicente,
los lazaristas, que predican indiferentemente en campos y ciudades, incluidos,
afortunadamente, los inventados por el rey o por personas privadas que se
dedican sólo a las misiones "fundadas", es decir, previamente financiadas por
legados y depósitos (art 50).
La finalidad de su predicación es clarísima: "renovar el espíritu del cristianismo
en los cristianos", con la palabra y la renovación de las promesas bautismales,
"conforme a la orden del Papa" (art 56). Uno de los momentos más importantes de
la misión de Montfort y de sus sucesores, será de hecho el de la renovación de las
promesas del bautismo. Grandet nos dice que Luis María había hecho imprimir una
fórmula para esa renovación y que la hacía firmar por quienes podían hacerlo,
durante una compleja y significativa ceremonia. Cuatro de esas fórmulas han
llegado hasta nosotros y aparecen publicadas en las Obras (BAC, 623-626).
Otra precisión se refiere al espíritu de laboriosidad apostólica: no deben
acomodarse en muelles descansos:
Pero lo que define todo ese sueño es la motivación, «ante las necesidades de la
Iglesia...» (Ib.).
Del inefable Grandet, no sabemos si consideraba que debía establecer una escala
de valores o si quería sencillamente recopilar una lista de cosas que creía
importantes, nos ha dejado al finalizar su biografía de Luis María de Montfort una
lista de "estrategias" o habilidades que el Espíritu de Dios podía haberle sugerido,
«para que las prácticas de piedad y los grandes principios de la religión que se
había esforzado por transmitir a la gente en el curso de las misiones, no se borraran
muy pronto del alma y del corazón, sino que llevaran a perseverar en la observancia
de la ley de Dios hasta la muerte. Con esta finalidad se servía de diez o doce
prácticas muy importantes de las cuales queremos tratar...» ...aunque luego
aparecen sólo once. La fundación de las Cofradías de los Penitentes y de las 44
Vírgenes (2º), del Rosario (7º), la asociación de los Amigos de la Cruz (8º), la
fundación de la Compañía de María o del Espíritu Santo (9º) y de las Hijas de la
Sabiduría (10º), las grandes celebraciones en las misiones mismas como la
entonación de cantos religiosos (3º), las procesiones (11º), la renovación de las
promesas bautismales (5º) la adoración del Santísimo Sacramento (6º) y, por
último, claramente distinta de las lecciones de catecismo (4º) y, para colmo, en
muy primer lugar, la erección de las escuelas gratuitas.
Precisamente en el siglo de Luis María la creación de las escuelas registrará el
primer fuerte impulso a su difusión, hoy ya total. Los espíritus iluminados de ese
tiempo fueron sus principales promotores. ¡Lástima que favorecieron solamente la
propagación de escuelas para los hijos de la burguesía, y no para los hijos de la
canaille, como gustaba de llamar a las gentes pobres el gran padre de las luces,
Voltaire...!
Si el Papa lo había enviado a hacer tomar conciencia renovada de la importancia
de las promesas bautismales, Montfort, fiel al supremo encargo, entre tantos
medios para alcanzar ese fin, había identificado el soberano de la instrucción
familiar o rudimental de los niños de las ciudades y de los campos, ya que la
finalidad de las Escuelas gratuitas que él buscaba era «la instrucción y la
perfecta formación de la Juventud hecha por pura caridad, sin otro interés que la
mayor gloria de Dios, la salvación de las almas y la propia perfección».
Así lo expresa la Regla primitiva de la Sabiduría (n. 1, 281 – BAC, 559, 593),
donde encontramos incluso una introducción a las lecciones que debe impartirse
con una paráfrasis de la invocación litúrgica de Pentecostés:
«¡Oh Espíritu Santo, danos tu luz!
Ven e inflámanos a todas,
para guiarnos y formar nuestras plegarias.
Sin ti no podemos hacer ningún bien» (Ib. 291 – BAC, 595).
Montfort nació y vivió en el siglo de las luces. Uno de sus primeros maestros fue
el nieto del padre del iluminismo, Descartes; durante toda su formación nunca
descuidó ni la cultura ni la ciencia, y, por el contrario, había hecho y hubiera
podido hacer enormes progresos con sólo haber tenido tiempo para ello... Durante
toda su vida misionera, no obstante tan densa en compromisos, encontró siempre
el momento de escribir para iluminar más los corazones que las inteligencias. Fue a
su manera un misionero del arte, de la poesía, del pensamiento... Bástenos un
brevísimo párrafo de la Carta a los Amigos de la Cruz; después del cual la llamada
se descuelga, fluyente y poderosa, en el grito: "¡Luchen como valientes!", a lo largo
de unas sesenta páginas, ricas y vibrantes, a veces dolientes y patéticas, otras veces
gloriosas y triunfantes, pero nunca estereotipadas y deterioradas; solamente,
sencillas y prácticas, donde él mismo se propone como maestro y ejemplo, dolorido
y vencedor...
El episodio con que abrimos nuestra investigación, termina aquí. Sin saberlo el
P. des Bastières nos ayuda a poner punto final a nuestro trabajo.
La cruz plantada –no obstante la indiferencia y el odio de aquellos pocos
soberbios– quería decir a la posteridad, a nosotros, que para esa atormentada isla
como para todas las playas del mundo moderno, la bondad de Dios y la maternal
misericordia de la Virgen Madre, se había hecho sentir más fuerte y tarde que
nunca, portadora de serenidad, de verdad y de paz. Y para dar testimonio a todas
las generaciones del privilegio de haber conocido al buen Padre de Montfort.
Como querríamos que lo conozcan quienes nos han seguido hasta aquí.