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S ecretaría de C ultur a
2 0 1 9
Alfredo Del Mazo Maza
Gobernador Constitucional
Consejeros
Marcela González Salas, Rodrigo Jarque Lira, Alejandro Fernández Campillo,
Evelyn Osornio Jiménez, Jorge Alberto Pérez Zamudio
Comité Técnico
Félix Suárez González, Rodrigo Sánchez Arce, Laura H. Pavón Jaramillo
Secretario Ejecutivo
Roque René Santín Villavicencio
ISBN: 978-607-490-292-1
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Volumen II
Cuentos rústicos
El reverendo
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con tan poco pan; que ese hombre era rico como
un cerdo, pero de cabeza brillante.
Y, en efecto, con esa cabeza brillante había logra-
do acumular tantas posesiones, precisamente donde
antes iba a zapar, a podar y a segar durante todo el
día, bajo el sol y la lluvia, pese a la furia del viento,
descalzo y tan mal vestido, que todos recordaban
haberlo pateado en el trasero, los mismos que ahora
lo llamaban excelencia y permanecían frente a él
con la gorra en la mano. Pero no se ensoberbeció al
ver que todas las excelencias del pueblo eran sus
deudores, y decía que ‘excelencia’ quiere decir pobre
diablo y mal pagador. Y siguió usando la gorra, sólo
que ahora era de seda negra, su único lujo, y hasta
llegó a ponerse un sombrero de fieltro, porque era
más barato que la gorra de seda. Sus propiedades
llegaban hasta donde alcanzaba la vista, que él tenía
muy buena: a diestra y siniestra, al frente y a la es-
palda, en el monte y en la llanura. Más de cinco mil
bocas, sin contar los pájaros del cielo y los animales
de la tierra, comían de sus terrenos, amén de la suya,
que comía menos que todas, pues se conformaba con
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—¡Nos conviene!
La mujer del dueño iba a ver a éste con frecuencia,
para ver qué pasaba y, al ver al marido con la cuerda
del ronzal entre las piernas, volvió a preguntarle:
—¿La Virgen no manda todavía a alguien que
compre el burrito?
El marido respondió:
—¡Todavía no! Vino uno a tratarlo, y le gustó.
Pero es muy agarrado, y se fue con su dinero.
Míralo, es aquel, el de la gorra blanca, el que está
junto a los borregos. No ha comprado nada, y eso
quiere decir que volverá.
La mujer se disponía a sentarse en una piedra,
cerca del asno, para ver si lo compraban, pero el
marido agregó:
—¡Vete! Si se dan cuenta de que estás en ascuas
no se cierra el negocio.
Mientras tanto, el burrito no perdía la ocasión de
hurgar entre las piernas de las burras que pasaban,
por estar hambriento, y en cuanto abría el hocico
para rebuznar el dueño lo apaleaba, disgustado
porque nadie lo quería.
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Y le preguntó al dueño:
—¿Cuánto hay que regalarle por el asno de
San José?
La dueña del burrito, al ver que seguían los tra-
tos, se acercó poco a poco, con las manos reunidas
sobre la esclavina.
—¡No me hable de eso! –gritó el compadre Neli,
alejándose un poco–. ¡No siga hablando de eso!
—Si no lo quiere, ni modo –dijo el dueño–.
Si no lo quiere él, lo comprará otro. “¡Pobre del que
no tiene nada que vender en la feria!”.
—¡Pero quiero que me escuche, caray! –gritaba
el amigo–. ¿Acaso no puedo decir nada?
Y corría para agarrar al compadre Neli por el
jubón; luego iba a hablarle al oído del dueño del
burrito, el cual se disponía a volver a su casa con
el animal, y, sujetando a éste por los hombros, le
susurró:
—¡Óigame bien! Por cinco liras más, o cinco
liras menos, va a dejar de vender ese burrito, que
no vale un puro, y créame que sólo un tonto como
mi compadre puede comprárselo.
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—¡Toma!
—¡Toma!
Llegaban a las casas, subían las escaleras,
entraban a las alcobas para romper las sedas y
las telas finas. ¡Cuántos aretes arrancaron de las
caras ensangrentadas! ¡Cuántos anillos de oro
quitaron de las manos que intentaban defenderse
de las hoces!
La baronesa mandó a poner una barricada de-
trás del portón: vigas, carretas y barriles llenos;
los camperos, dispuestos a vender caro el pellejo,
disparaban desde las ventanas. La muchedumbre
agachaba la cabeza a cada escopetazo, porque no
tenía armas para responder. Existía la pena de
muerte para quien tuviese armas de fuego.
—¡Viva la libertad!
Y desfondaron el portón. Luego, en el patio,
saltaron sobre los heridos. ¡Después se encarga-
rían de los camperos! Antes querían la carne de
la baronesa, alimentada de perdices y buen vino.
Ella corría, desgreñada, de cuarto en cuarto, con
el lactante en brazos. Los cuartos eran muchos...
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—¿Cuándo?
—No lo sé; pero adiós no.
Él la vio ofrecerle los labios al hombre que lle-
gaba a buscarla en la barca. En su mente pasaban
larvas siniestras, fantasmas de los personajes de
sus propias leyendas, con el semblante avieso y el
cuchillo en la mano.
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—¡Malerba!
—¡Presente!
—¡Aquí falta un botón! ¿Dónde está?
—No lo sé, mi cabo.
—¡Arrestado!
Siempre lo mismo: el capote como un costal, los
malditos guantes, el no saber dónde poner las ma-
nos, cabeza dura como una piedra en la instrucción
y en la plaza de armas. ¡Cerrero, pues! Estando
franco, nunca salía a ver las bellas ciudades don-
de estaba la guarnición; no veía las calles, ni los
palacios, ni las ferias, ni siquiera el volantín con
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Estampas sicilianas
Volumen II
Cuentos rústicos 15
El reverendo 17
Qué es el rey 35
Don Licciu Papa 49
El misterio 63
Malaria 77
Los huérfanos 93
Las posesiones 107
Historia del asno de San José 119
Pan negro 141
Gente de bien 195
Libertad 211
Al otro lado del mar 227