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Entrevista Yanko González Obj Gral Revista Santiago Sept 2019
Entrevista Yanko González Obj Gral Revista Santiago Sept 2019
Por eso, cuando apareció hace dos años la posibilidad de hacer un posdoctorado
en Inglaterra, no lo dudó y partió a la Universidad de Newcastle, donde lo nombraron
profesor invitado. Allá, lejos, ese libro inconcluso que era Elábuga encontró un final.
Y también apareció otro libro, Torpedos.
En uno de los poemas de Torpedos, se lee: “donde dice línea, es forma. donde
colores, texturas y donde ritmo, orden. qué es el arte. colgar en un muro las cosas
que alguna vez te hicieron daño”.
—Sí, creo que el título destila en varias zonas ese hastío de no tener vida pero
“tener proyecto”, incluyendo todas sus derivas carcelarias, como proyectarse, el
proyectémonos o la propia “proyectología”, esa cadena perpetua para la
supervivencia no solo del estar sino del ser. En cualquier caso y como es obvio,
cada libro incluido en esta obra reunida tiene su fraseo, sus hipótesis y problemas
propios, pero el título responde en buena medida a lo que he escrito y quizás es una
pista o eslabón para leer los nuevos textos —Elábuga y Torpedos—, donde los
poemas sospechan de su poeta, algo que desde mi primer libro me ha interesado
enormemente.
—Tiene que ver con esta suerte de formación un poco omnívora que he tenido, de
siempre estar leyendo o empapándose de todo, es una suerte de curiosidad, y la
curiosidad tarde o temprano te lleva a por lo menos descubrir o constatar que no
hay verdades, sino verosimilitud, y esa verosimilitud es sumamente fugaz, porque
siempre está con una fecha de caducidad, es decir, lo que ahora nos puede parecer
bello, excelso, inmutable, está sujeto al tiempo, irremediablemente.
—Creo que cuando comencé a leer poesía —que supuestamente era una escritura
que se hacía con el corazón en la mano—, también descubrí que estaba sujeta a
esa vulnerabilidad. En el fondo, a no ser leída como una verdad que se escribe con
el corazón en la mano, sino como algo no solo ficticio sino también impostado,
repleto de espejismos y estafas biográficas… Eso lo vi en la poesía y en muchas
otras cosas, y comenzó desde el primer momento a estar presente en lo que yo
hacía.
—No sé, algunas veces cansa darse cuenta que los mejores poemas de John
Ashbery son los que describen cómo es leer un poema de John Ashbery. Y claro,
por otro lado y con tan pocos lectores de poesía, siempre estamos en riesgo de
convertir esto en una “sociedad de bombos mutuos”, de inciensos y palmoteos
publicitarios.
***
Yanko González nació en Buin y vivió una buena parte de su vida en San Bernardo
hasta que se fue a estudiar al Internado Nacional Barros Arana, en los 80. En ese
lugar iba a escribir sus primeros poemas, aunque había descubierto la poesía
mucho antes, en una pieza al fondo de su casa, que se terminó transformando en
algo parecido a una biblioteca: cientos de libros de la editorial Quimantú que se
acumulaban ahí, en ese cuarto lleno de herramientas y muebles viejos.
Esos libros no deberían haber existido, pero estaban ahí, guardados, escondidos.
El padre de Yanko González los había salvado del fuego. Para el golpe de Estado
trabajaba como chofer de la editorial Universitaria, acarreando libros. Era joven,
estudiaba Contabilidad, se había comprado una camioneta y hacía algunos pitutos,
como ese. Después del 11 de septiembre, lo mandaron a quemar un montón de
libros, cientos de libros que tuvo que echar en su camioneta y partir. Pero no lo hizo.
—Esos libros terminaron en mi casa —cuenta González—. Toda la colección
Cormorán, todos los libros que habían aparecido de Lihn, de Parra, la colección que
dirigía Pedro Lastra. Todo eso terminó en un cuarto de atrás de mi casa, y cuando
tenía ocho, nueve años, los fui leyendo.
Primero sería la lectura, y luego se lanzaría a escribir sus propios poemas, cuando
estuviera en el internado y descubriera que ahí había una tradición literaria —y una
biblioteca imponente—: las figuras de Nicanor Parra y Jorge Millas eran un pequeño
mito, por lo que la literatura tenía un lugar primordial.
Pero eran los años 80 y no todo podía ser literatura, o al menos así lo entendió
Yanko González, rápido, que empezó a tener también una activa vida política. Fue
militante de las juventudes socialistas Almeyda en dictadura —que era una facción
marxista-leninista del PS— y también dirigente estudiantil.
—En el prólogo que le escribí a la antología de Mauricio Redolés que salió en Lumen
—El estilo de mis matemáticas—, me detengo en ese tema de la oralidad y la poesía
chilena. Hago una genealogía, de hecho. Y, claro, hay cosas en las cuales te quedas
pegado, una suerte de patria que es tu infancia literaria, y eso me pasó con los
textos de Metales Pesados, en los que había una apuesta grande por el sonido y el
sentido, y eso que comenzó con esa apuesta terminó perviviendo en lo que yo
hacía, porque me di cuenta de que no era un procedimiento ni una estrategia, sino
que era parte de mi ethos como sujeto.
—En los 90 debe haber sido extraño igual esa lectura performática, ¿no?
Tengo entendido que después de los 80 ese tono había bajado en algún
sentido.
—Era un escenario muy cabrón. Ahora hay slam, rapeo, freestyle, pero entonces no
había nada de eso. No era algo bien mirado, porque en los 90 el texto se defendía
en el papel. Era difícil, y por lo tanto yo vi que una de las opciones era censurarse y
leer los poemas lo más neutral posible, pero entendí también que eso era ser
absolutamente desleal conmigo, porque en el fondo esos poemas habían sido
escritos intentando capturar esas sonoridades, intentando cantar y encantar, habían
sido escritos tratando de capturar esa melopea que yo la escuchaba y que las
recreaba, por tanto las lecturas debían ser consistentes al transparentar esos ritmos,
esas melopeas, esos sentidos al lector-espectador.
—Y ya que estamos pensando en los 90, ¿cómo miras hoy a esa generación?
En varias entrevistas has contado que nunca te sentiste muy cercano, pero
que luego aparecieron algunas complicidades.
—Creo que tenía que ver con mis propias búsquedas. Escribía Metales Pesados,
venía de una experiencia política intensa, como un actor secundario, venía con eso,
y venía de un vínculo entre la literatura y la realidad muy distinto a lo que empieza
a ocurrir en los 90. Por lo tanto, mi primer acercamiento en realidad fue con la
generación anterior, con la que me vinculé: Sergio Parra, Pedro Lemebel. Con ellos
fue un acercamiento natural, pero también en busca de un refugio. Y ahí descubro
los trabajos de Malú Urriola, de Carmen Berenguer, que me encantaron. Lugar de
origen de Jesús Sepúlveda, lo que estaba haciendo Redolés cuando llegó desde el
exilio y los poetas del sur, claro. Pienso en Maha Vial, Jorge Torres, Clemente
Riedemann, Rosabetty Muñoz y Egor Mardones.
—Dentro de todos esos poetas que mencionas, tú casi siempre fuiste el menor
en términos de edad.
—Sí, no sé por qué. Lo que pasa es que también hay que ser honesto: mi primera
actitud en ese momento, porque venía de una formación política, era peleadora con
mi generación, no pasiva. Mi actitud no era de: bueno, que todos escriban lo que
quieran, si total entre más diverso el jardín, más bello… No, era una actitud
beligerante, descalificadora, y tenía que ver con cómo se relacionaban con el
callejeo. Buena parte de esa generación noventera me parecían conservadores en
lo literario, sin riesgo y como buscando en las nubes lo que yo creía que había que
buscar en los pies. Yo buscaba el callejeo y encontraba a gente que estaba
callejeando, que le estaba tomando el pulso a lo que ocurría, que eran los de la
generación anterior. Me interesaba no el interno del poema, me interesaba el
entorno del poema.
—Pero luego descubriste que sí había afinidades con algunos de esos poetas
de tu edad, ¿no?
—Con las y los poetas de los 90 nos íbamos topando asiduamente en festivales,
encuentros y lecturas, pero no fue sino hasta casi una década más tarde, cuando
comienzo a leer concienzudamente sus trabajos. Lo que pasa es que los primeros
libros de varios de estos autores no estaban de ninguna manera en mi horizonte de
interés, pero las obras que comienzan a publicar posteriormente me comienzan a
llamar la atención y algunas de ellas me parecieron notables, especialmente las
publicadas por Leonardo Sanhueza —uno de sus últimos libros, La juguetería de la
naturaleza, es excepcional—, Andrés Andwandter o Alejandra del Río. Los libros
posteriores de varios poetas de los 90 situados en Santiago tienen un vuelco para
mí sustantivo, al punto que creo que uno de los libros de poesía —yo lo leo así–
importantes en estos últimos años es Facsímil de Zambra. Era con ese Zambra,
experimental, arrojado, imprudente, con el que yo quería dialogar hace 25 años,
pero no se pudo, estábamos en otra. De cualquier manera, igual me alegra
enormemente, pues prefiero eso a muchos que empezaron de incendiarios y
acabaron como bomberos.
Objetivo general, Yanko González, Lumen, 2019, 200 páginas, $15.000.