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El centauro de los arribeños

Al Libertador Martín Miguel de Güemes y la epopeya gaucha

Cielito del nacimiento

Cielito cielo de Salta


Martín Miguel ha nacido.
Hijo de Güemes Montero,
por don Gabriel conocido.

Su madre fue una jujeña


que, como la de Cristo,
llevó por nombre María
y vio morir a su hijo.

Cielito cielo de Salta


Martín Miguel ha nacido.
Fue el ocho del mes febrero
de mil siete ochenta y cinco.

Sus ojos eran brillantes,


su cabello renegrido,
robusto nació el infante
y al momento fue bautizo.

Cielito cielo de Salta


que nació el Libertador,
el centauro de la Patria,
de los gauchos el mejor.

II

Vilcapugio

Pampa de Vilcapugio, meseta y pura piedra.


Antigua cáscara rocosa desnuda hasta la cintura
lisa de animal eterno. Gota a gota
las arenas milenarias descubren su compacto brillo
y un mineral de frío bautiza sílaba a sílaba
los azules profundos de los acantilados.
El cielo fue tatuado en las altísimas cumbres
donde átomos de nieve esperan su momento.
Acosa en las alturas la atmósfera azufrada
y el sol caliente, piedra por piedra,
machaca la lámina azul de la mañana
hasta hacerla un velo de alas transparentes.
Vuela vacía en dirección al norte.
El oxígeno escaso es un relámpago invisible
y las nubes con su sagrada corteza
de hilo y plata, pavonadas, pasan de lado a lado
como águilas grises, amenazantes.
Potosí está a la vista a pocas leguas de distancia.

III

De la Pezuela

En Condocondo acampan los exterminadores.


Está de la Pezuela al mando de la muerte.
Lleva la esclavitud en porciones precisas,
a cada uno el tormento de su brutal curare.
Ríe, viste de verdugo, masculla una oración
al dios de las matanzas coloniales
y observa la mañana de ese día de octubre
por el filo de su catalejo. Vino a desolar la pampa.
A establecer el escarmiento, a derrochar escalofríos,
a recordar las garras en los vientres.
Muestra el garrote vil, las llagas y quemaduras,
la eucaristía de la muerte en su copón de hueso
y se encomienda al cuchillo de Pizarro para la matanza.
De sus dedos helados caen gotas de sangre,
antigua sangre insepulta, centenaria y prisionera,
de cuando lincharon a Tupac Amaru
antes de devolverlo al cielo hecho cenizas.
Ese es el mensaje que lleva de la Pezuela en sus alforjas.

IV

Patria es Vilcapugio y en la derrota más Patria.


En la pampa de Vilcapugio la empuñadura es rota,
cae el golpe brutal hasta el crepúsculo
y la voluntad quebrada no deja alzar la mirada.
La ligera muerte al trote del caballo,
al vuelo zumbón de la bala,
a la carnívora mordida de la daga,
dispersa la sangre como una espuma roja
bajo la bandera celeste y blanca.
Potosí está al alcance de la derrota y Macha
cáscara y tierra, el último reducto que esperaba.

V
Ayohuma

Después vino Ayohuma, que acrecentó el suplicio.


“Cabeza de muerto” el nombre de la pampa.
Enquistada en su extendido vientre,
una tormenta roja suena a sangre
con el golpe mismo del relámpago.
Mosto cruel y azul congoja
en la corriente muerta
en dirección al campo de batalla.
Allí no hay banderas, sólo mortajas negras.
En la morada del cielo, una luna de mimbre
ilumina las piedras que la helada
deshace en arenas y una guirnalda hostil
de pequeñas sombras dibuja una espuma negra
que impone su pomposo luto y agonía.
La Patria en su tumulto, augusta,
sacrificada como siempre,
y desde entonces hidrópica y enferma,
se establece en Macha.
Duerme sus oratorios en un catre roto,
de rodillas, reza la muchedumbre
al porvenir que le da la espalda.
Recibe a las Niñas de Ayohuma
llegadas a curar las heridas.
La Patria pensativa es un temblor
sin nombre. Un silencio extendido.
Larva extenuada sus desgracias
y envuelta en las turbulencias
que promete la segura derrota,
espera el beso transparente del fracaso
y ofrece su cabeza como último tributo.
Lo importante era la enseña patria,
a ella jamás la rendiría.
Entonces, encomienda las banderas
sagradas a la descascarada iglesia,
y Tiriri es el secreto reducto,
la morada segura del paño enarbolado.
De la Pezuela, en los suburbios de la piedra,
entre los ventisqueros y las mortajas,
aguarda el momento de la carnicería,
repasa la crueldad de sus garrotes,
la magnitud opresora de la espada,
el golpe azul de sus pólvoras muertas,
y las alforjas llenas con el curare de la mita,
la encomienda y el yanaconazgo.
La esclavitud vuelve de su blanca mano
y hasta el último moribundo
sabrá de la potestad de su exterminio.
VI

Cielito

Cielito cielo enlutado


por las batallas perdidas.
Vilcapugio y Ayohuma
¡llora la patria su herida!
Belgrano desde Potosí
comienza la retirada,
manda a Humahuaca a Dorrego
a cuidar la retaguardia.
Dorrego, que es un cojudo,
nunca la esquiva al combate,
lleva en la mano su espada
la que esgrime con coraje.

Cielito cielo enlutado


por la muerte del Sargento
Mariano Gómez el héroe
¡el de Tambo Nuevo ha muerto!
El “Sargento de la Patria”
por orden del vil Pezuela,
fue fusilado al momento
por defender la frontera.
Cielito cielo enlutado
por la muerte del patriota,
su nombre será bandera
de la Patria victoriosa.

VII

Retorno de Güemes a Salta

Cabalga con San Martín de regreso a Salta.


Fue en diciembre. El sol trae dolores nuevos.
Condenado al exilio en la extraña Buenos Aires,
fue redimido por el Gran Comandante.
Con los Infantes de Luzuriaga y los Granaderos,
marcha de mañana en mañana sin pronunciar palabras
y escucha el rumor de las antiguas batallas
de las guerras primordiales cuando la conquista.
Ruta de los Kilmes cuando su exterminio,
por donde aquellos fueron entre sangres y espadas
ellos van al encuentro de la Patria herida.
Suena aún el acero de todas las agonías
de la última guerra de los calchaquíes.
También los aceros de los expedicionarios muertos
en Suipacha, Huaqui, Tucumán,
Salta, Vilcapugio y Ayohuma.
Las piedras salpican sus temblorosos brillos
y ladran azules los azulejos perros disecados
a la noche de los aromas de tierra calcinada.
Huele a la plenitud de humos por entre los matorrales,
y la última expedición auxiliadora
cabalga en silencio hasta que el cielo
desaparece en la emboscada del crepúsculo,
momentos antes de la noche oscura.
De Tucumán a Orán remontan
los pabellones de la sagrada independencia.

VIII

La posta de Yatasto

Y llega San Martín.


Todo de Yapeyú tiene el rostro
moreno y el sol le devuelve el brillo
único de la pequeña patria
correntina. Es raíz pura, tierra roja y morena,
urdimbre de la mesopotamia entre ríos
de légamos y azules. También es España
en sus maneras, y suena
en la cadencia de su voz varonil
la guerra de la independencia
española de la ocupación francesa.
¡Tantas campañas! ¡Tantas batallas!
Así llega San Martín, desprovisto
de todo, sencillo como la espiga
que emerge en la llanura
para aliviar el hambre de Justicia.
La mirada fuerte de sus ojos negros,
el gesto auténtico del guerrero adusto,
el trato generoso del hermano.
La ropa simple, gastada,
y a pesar de ello granadero el porte.
Bajo el peso de su mano el sable corvo
inmensa metalurgia de la guerra
señalando la majestad de los Andes
a donde partirá definitivamente.

Se abraza al hermano al que llama Padre.


Belgrano es el origen de la Patria.
Era todo lo que teníamos entonces.
Aún es el agitado pañuelo
llamando a la revuelta en el Cabildo
y la juvenil insurrección de sus Chisperos.
Es la paz antes del combate
y la extensión de la bravura en la batalla.
Él es Tucumán, húmedo y ardiente,
(pura desobediencia a Rivadavia),
subido al lomo de una langosta eterna.
Allí salvó a la Patria de la segura muerte.
También es la piedra
a la intemperie en las orillas
del río Juramento
justo antes de la batalla de Salta
donde celebró nuevamente la victoria.
Muestra al hermano en Yatasto
sus llagas trasparentes.
¡Aquí está Vilcapugio!, dice
¡y aquí está Ayohuma!
Y por ellas se ven las agonías
de los asesinados por Pezuela.
Tal vez Dorrego, tal vez Díaz Vélez,
el propio Arenales o el indómito Warnes
le dicen que nada estaba perdido.
La ardiente insurrección altoperuana,
la unánime guerrilla de hombres y mujeres,
acosa al invasor y no le da respiro.
Entonces llega Güemes,
Centauro de los Arribeños,
como siempre altivo,
y convoca a caballo a los infiernos.

IX

Segunda invasión realista

Campo de San Lorenzo

Ramírez Orozco1,
a los martirizados altoperuanos,
les promete renovados suplicios.
Toda la sangre, toda,
gota a gota
en la piedra majestuosa
donde el sol arde
deslumbrando
su paso hacia Jujuy
por las estribaciones

1) Juan Ramírez Orozco (Badajoz,1764-Madrid,1852), militar español de larga actuación en el ejército realista,
durante la guerra de independencia americana en el Alto Perú, y que llegó a ser comandante del ejército español en esa
región.
de la cordillera roja.
Grita implacable cabalgando
sobre la magnitud rota
de la sangre patriota,
“aquí traigo a la muerte”
y la ofrece a manos llenas.
Deja su tiniebla
una huella de espanto,
un cráter de odio
a donde marcha.
“Aquí traigo a la muerte”,
toda. Inmensa y tumultuosa
la furia de la muerte
se reparte entre los harapientos
que aún combaten
como les es posible.
El músculo seco
es enterrado vivo,
la arenosa lengua
reducida a golpe de makana
y a garrote vil en el pescuezo.
La esclavitud vuelve
como todo destino.

Saturnino Castro2,
hasta entonces traidor,
es la avanzada
de los conquistadores.
Desbarata el paisaje
piedra a piedra;
cabalga de Vilcapugio
a Ayohuma aniquilando
la libertad conquistada
a fuerza de viejos fusiles
y oxidadas espadas.
Llega a Jujuy
un desdieseis de enero.
Definitivo el silencio
lo recibe rebelde.
¡Traidor!
Se oye en el viento
la condena.
Hijo de América,
siervo de España.
¡Maldita tu espuela,
tu voz, tu hoguera!
El odio flamea
en lo alto. Toda bandera

2) Juan Saturnino Castro y González (Salta, 23 de noviembre de 1782 - Moraya, septiembre-octubre de 1814) fue un
oficial argentino realista que luchó contra las fuerzas independentistas de las Provincias Unidas del Río de la Plata, del
que era originario, teniendo una destacada actuación en la batalla de Vilcapugio. Fue ejecutado por haber intentado
sublevar las tropas americanas del ejército realista a favor de los independentistas.
se carga de odio puro;
extenso y corrosivo
el odio a trote de caballo
desafía al invasor
de este a oeste,
en todas direcciones.
Belgrano había partido
a refugiarse en Salta
y encomendó a Dorrego
guerrear piedra por piedra,
sombra por sombra,
hasta que no quedara nada,
sólo la cicatriz de la tierra
incinerada, la cruzada
esquelética de los jinetes
hasta las últimas sílabas
del himno del pueblo.

Jujuy es todo odio.


Intransigente.
En las quebradas,
la vanguardia patriota
demuestra la estatura del acero,
y todo el territorio
es la guerra patria.
El viento se hace guerra,
el agua se hace guerra,
hasta el insignificante terrón
es combatiente.
La libertad encuentra
en los atajos
su refugio seguro
y no es destruida.
Los bravos de Dorrego
sin pan, sin agua,
ni un momento de tregua
por ella combaten
decididos de la patria.
Cabalgan unánimes
en el amasijo del viento
y son el imprevisto
y extenso brillo
del relámpago guerrillero
que brota de la polvareda
a donde retorna,
para volver en los filos
de la espada y el extremo
portentoso de la lanza.
Pólvora a pólvora
por la libertad
descienden a Salta
que incuba ansiosa
la nueva insurrección
victoriosa.

Salta es el solitario refugio.


Bajo el cielo diaguita,
el metal y la arcilla
dan su antiguo testimonio.
Tatuado corazón del collasuyo,
donde la luz se hace savia.
Llega en la voluntad
de la espada, de la sangre,
de la guerra constante,
cabalgando con los ásperos
herederos de los tiempos
de la primera rebeldía.

Fértil golpe del viento


que en las estribaciones
de la serranía, alcanza
la magnitud implacable
de la guerra gaucha.
La piedra es iracunda
y establece los límites
de la tiranía. ¡Hasta acá!
Dice la voz a la intemperie,
el turbulento grito del jinete
se oye entre sombras
y relámpagos de pólvora.
El color de la flor
propaga su existencia,
jarilla a jarilla
la latitud silvestre del perfume
en las noches de estrellas
germina en la extensión,
hasta donde llega la vista,
en el valle de Lerma.
Un puñado de patria
fermenta ante las altas cumbres,
su coraje perfecto
y de un lado al otro de la guerra,
por las rudas quebradas,
se entrega en el combate.
Hijos mejores,
hijos de ríos y montañas,
hijos del crepúsculo del bosque,
héroes sin nombre.
Al pie de las altas cumbres
en los abiertos espacios
del Campo de Castañares
donde Belgrano triunfó
muerto por muerto
de la despiadada guerra
por la soñada independencia,
se presenta Dorrego, ágil,
con su uniforme de pueblo,
rodeado de esos bravos jinetes
que arreaban los torbellinos
por todos los caminos.
Llevan altos los estandartes,
de un lado al otro el viento
entre la pura luz llegada
desde el cuenco azul del cielo
de los antiguos combatientes
invencibles. Donde moraba
la estirpe calchaquí salen
cantando himnos con su lengua de bronce.
Las cuatro lomas de San Lorenzo
se alzan, entonces,
desde las cavidades
ancestrales de la auténtica tierra
encubriendo a la patria guerrillera.
Es el lugar necesario,
la reunión del combate.
El invasor habla su idioma carcelero,
pero es derrotado. Castro huye
en silencio. Dorrego marcha
hacia la renovada geografía
de la insurrección de la patria.

Dorrego

Elegía

Dorrego fue el idioma de la pampa,


el gesto federal de toda la llanura.
Fue de Buenos Aires a Chile
a luchar sus verdades.
El traje doctoral no le sentaba
y supo en la espada encontrar
las tempestades que su corazón
llanero reclamaba. Joven
y combatiente empuñó la revolución
siempre indomable. Cruzó la cordillera
propagando la insurrección
entre los nuevos soldados de la patria.
Cada crepúsculo lo encontró insurgente
extendiendo al galope la libertad soñada
y fue capitán entre todos ungido.
Marchó al norte donde sonó la piedra
su grito originario y combatió en Amiraya,
(la inclemente Sipe-Sipe) y supo del dolor
de la derrota de la insurrección en Cochabamba,
la siempre heroica Cochabamba
la de todos los sacrificios.
Su deslumbrante espada enfrentó
la tiranía que Goyeneche cargaba
en sus virreinales alforjas de la muerte.
Recibió dos heridas, dos condecoraciones,
sangre y pólvora aplastada hasta el hueso,
y alimentó en ese modo de muerte
su sencillo heroísmo de abnegado soldado.
En Sansana y Nazareno combatió palmo a palmo
bajo el altiplano asombro de la sombra del cielo.
Luego llegó Belgrano, el más puro de todos.
Combatió en Tucumán, también en Salta
donde salvaron a la patria de la tiranía.
Recorrió desde entonces la sustancia
anárquica de las guerras civiles
hasta el camino mortuorio de su fusilamiento.
En Navarro, bajo un cielo iracundo,
la hoguera fratricida consumió su destino
por orden de Lavalle (que no fue el único asesino).
Se hizo centauro, luego del cadalso,
y bajo la luna que cuidó de su tumba
siguió el galope federal por tantos años
enarbolado como la mejor bandera.

Salta insurrecta

XI

Zamba

Belgrano, que en Ayohuma,


a pesar del heroísmo
del paisanaje en la lucha
fue por desgracia vencido,
con voz serena y augusta
pidió a los pueblos auxilio.

Los jujeños no dudaron


en responder al llamado.
Persiguió a los maturrangos
a caballo, sable en mano,
día y noche sin descanso
el pueblo insurreccionado.
Zamba de Salta la heroica,
la de Güemes guerrillero,
la que valiente y estoica
a Pezuela, el carnicero,
le opuso con heroísmo
la brava guerra del pueblo.

Hueste valiente y gloriosa


la del Centauro guerrero,
que a la tiranía odiosa
le opuso su pecho recio,
¡el mismo infierno a caballo!,
rifle en mano y poncho al viento.

XII

Pezuela, en su reducto, imagina victorias.


La palabra misericordia es descartada,
la agonía será la hostia cotidiana.
Larga agonía como todo patrimonio
en la tosca cicatriz de las quebradas,
en las arenarias pampas y en la soledad
de los hondos desfiladeros rojos. Bajo su bota,
la muchedumbre de la insurrección altoperuana
comulgará en una fría misa de todos los muertos.
Los sacristanes trágicos de la inquisición
rondarán los pueblos garrote en mano
y ennegrecerán los días con muertos
pendiendo de las pocas arboledas.
Misa de los martirios. Hostia frenética.
Hostia de sangres y de pólvoras
de filos esteparios en la carne reseca
del soldado patriota. Cabezas en las picas
y rotas cabelleras sepultadas. ¡Muerte!
Grita, Pezuela. Grito y puñales. ¡Muerte!
Cochabambina muerte como entonces,
cuando fue Goyeneche el verdugo
real, el matarife que bajó del Desaguadero
con todas sus catástrofes a cuestas.

El cielo de Humahuaca aguarda inmutable


su nube inaugurada, y antes del viento,
mucho antes que aúlle entre jarillas,
un circuito de aves negras descubre
una furiosa filigrana en el escalofrío
del paredón del horizonte oscuro.
Pezuela avanza, su venganza aniquila
la dicha, el amor estampa contra la piedra
y la palabra mal herida suena a queja,
a lástima y desdicha de rodillas al muro
inalcanzable de la cordillera. El humo
del fuego de antiguas derrotas
impregna a las bestias y a los hombres
hasta el siguiente infortunio.
Belgrano, todavía pensativo,
en el preciso lugar de Humahuaca
donde la patria no puede ser hollada,
pide auxilio al galope del jinete
y de la caballada misma, memoriosa,
a él acuden en sus roídas cabalgaduras
las tropas desde todos los rumbos
donde la libertad aún no conoce el exilio.
Se peleará de a pie, a caballo, entre las heladas
sombras de la medianoche o en la cascada
roja del sol de la primera mañana.
No pasaran, han jurado los Infernales.

Cuando se oye la voz de Belgrano


llega a los caminos la Palabra.
Todos la oyeron. Oyeron la noche,
la sílaba terrenal detrás de la lengua,
la distancia del verbo que devolvía esperanzas
y hasta el metal rampante llamando a guerra.
Va el Regimiento de los Partidarios a su encuentro,
la Palabra los guía en el camino y Antonio Cornejo3
dirige la reunión de tropas.

Recluta Toribio Tedín4 (el que dejó los libros


para tomar la devoradora espada),
a gente de Guachipas, salidos de la estirpe
rupestre de la piedra antigua,
llevando su prístino escudo y en las manos
breves hogueras de colores, minúsculas chispas
que en las pirgua del sol se abrazan verdes
y compactas e invencibles.
Llegan también de Puerta de Díaz,
de Ampascachi, sísmico silencio
y Chicoana, hasta donde llegó Tupac Yupanqui.

Llegan de Seclantás, la de los valles


de cacical memoria. Junta vallista
a orillas del Calchaquí alhajado
en la nocturnidad de la luna fabulosa.
Don Pedro Ferreyra los reúne
y siembre en los corazones

3 Nació en Salta en 1768. Murió en Campo Santa, Salta, en 1850. Participó activamente en la guerra gaucha contra el
invasor español. Fue gobernador de Salta en tres oportunidades.
4 Nació en Salta alrededor de 1790. Combatió en Las Piedras, Tucumán, Salta, Vilcapugio y Ayohuma. Su nombre
figura en la batalla de Puerto del Marqués. Colaboró con Güemes. Murió en Salt en el año 1849.
la perpetua semilla de la guerra gaucha.

Todos preguntan dónde están los invasores.


Pregunta Francisco Zigarán, de Anca,
noción llanera y atmósfera de sierra,
ancha avenida de la frondosa selva
donde el Chaco occidental deslumbra.
Anca migra a la guerra y reúne la tropa.
Desde el umbral del mineral surge
ancestral el metal rojo y amarillo. Filo a filo
el cobre luce su breve cordillera
y se carga de pólvoras y fósforos
para los renovados combates.

Dicen presentes Saturnino Saravia5


y todos los valientes de Rosario de Lerma.
Soldados de la sierra, la montaña,
de la substancia verde de las hojas,
del poderoso Toro en la pendiente
antes de las rumorosas espumas del Río Rosario.

Acuden desde todas las pequeñas patrias,


salen de todas las raíces, de las escasas
humedades arcillosas,
de todos los secretos de la antigua geología,
de la espesura de los vientos. Salen
y cruzan los caminos al encuentro de Belgrano
que los espera con los brazos abiertos.

XIII

No hay consuelo.
Atado el corazón
tan sólo late roto
como puede. Roto.
Por los largos caminos
la derrota sabe a sal,
al cautiverio de la sangre
en la vasija del muerto
ancestral que aún espera
la libertad amarrado
al barro cocido de su tumba.
Belgrano retrocede.
Lo siguen sombras
de jinetes, la espada
desbocada, la pólvora
húmeda en la noche
de amenazas finales
y el destierro interior
donde el tiempo se aniquila

5 Saturnino Saravia, militar. Nació en Salta en 1789. Combatió en la guerra gaucha. Murió el 18 de enero de 1827.
entre salmos agónicos,
degollados que claman venganza
y el repetido peregrinaje
de la patria atacada.
Aguarda Tucumán
su momento de guerra
bajo un cielo encrespado
y el ovillo de nubes
lleva la propia sangre
que ascendió desde la boca
de los soldados muertos.
A caballo la tiranía
se extiende por doquier,
orgullosa al galope
arroja muertos a su paso
que quedan apostados
entre los desmoronamientos
de los infortunados
que huyen entre aullidos
en sus manos apenas
un trozo de bandera.
Todo parece perdido.
Sólo restan harapos
y lágrimas. Oyen
los que huyen el odio,
el odio que tritura la risa,
la palabra, la substancia
vegetal de la tierra,
el espasmo del viento,
la piedra nutrida
en los tributos del invierno.
La Patria vuelve sobre sus hogueras
y se prepara iracunda.

El invasor golpea a las puertas


del pueblo que sabe de memoria
el virreinal Evangelio
de los descuartizamientos.
Reconoce a Tupac
en sus pálidos fragmentos
cenicientos que el soldado
del rey esparce como advertencia.

Trae todos los lutos


que fueron bendecidos
en la casa del Virrey
donde su obispo toca la campana
llamando a la nueva matanza.
Trae la cruz aplastada
contra el muro podrido
donde la sangre rocía
todavía las entrañas
de los niños que mataron
como hizo Herodes
cuando la matanza de los Inocentes.

Luce cabezas en las picas,


ríe desdentado por todas partes,
ríe y ríe su venganza, al galope
en las manos inclementes
cabezas en las filudas picas
que adornan a su paso el camino
mortuorio de los reales
bandidos del dominio de España.
La esclavitud en sus alforjas
lleva entre los hierros
y las sogas, filos y garrotes
ojos, lenguas, manos
de la patria y siembran
los bordes de la noche
con la sangre del pueblo.

Pezuela sueña,
se hace a sí mismo
el lujoso homenaje
de cordeles de oro
y galanuras de plata,
flores en la cama,
caudales en las arcas,
manjares en la mesa.
¡Gloria a su majestad!
El rey de las hogueras,
el rey de los dolores,
el rey de los cuchillos.
Pezuela sueña su propia grandeza.
Nada puede detenerlo. Cree.
Hasta Buenos Aires
¿qué fuerza se le opondrá
a sus victoriosos rufianes
que marchan agarrotados
la espada en alto
la Biblia ardiente
en la punta de la pica
donde reposa la última cabeza
cercenada. El invasor
quema a su paso
en nombre de su dios de Europa
hasta el último rincón
donde madura la libertad.
Salta queda huérfana de gobierno,
Pezuela extasiado celebra
una misa a brazo partido.
Mira a Salta desde alturas sangrientas,
la ve tan sola, libre de voces,
de palabras de guerra,
de ropas tendidas al sol
secando la sangre
del último combate
y apura la invasión
al viento, flameando,
el odio de Pizarro revivido.

XIV

Salta huele a metales. A fuego.


La ciencia del guerrillero
fermenta en la historia.
Guerra del pueblo, sombra,
caballo, cuero, machete,
fusil, amor, intransigente.
Hasta aquí vendrás
repite el viento,
la inquietud de las hierbas
repite la misma advertencia.
Hasta aquí vendrás
dice la piedra antigua
testigo de la amistad
del hombre con la libertad.
Sangres repetidas a siglos
de distancia desde la hondura
Kilmes hasta los padecidos
de Vilcapugio y Ayohuma.

Hasta aquí vendrás


dicen los hombres de armas.
Verbo a verbo esparcen
por los senderos la estrategia
del machete afilado
contra la renovada piedra.
Conocen el camino,
la memoria los guía
y las banderas expectantes
en las alforjas duermen
su momento de guerra.
La ciudad está vacía.
Casas y ranchos vacíos.
Sólo hay sonidos
en el espacio de pampa
que queda en el mismo
horizonte por donde
llega Pezuela muerte en mano.

XV
Camino a Guchipas,
donde trotan camélidos
colores en la piedra
pintada con los dedos,
queda Dorrego al alba
esperando la suerte de a pie.
San Martín, otra dimensión
de la guerra, repasa
los andrajos de la tropa
que arrastra su fracaso
como a un muerto.
Donde hubo espada no hay filo.
Donde hubo pólvora no hay fuego.
Es un ejército sólo de apellidos,
nombres, batiéndose en la sombra
de una lámpara negra.

XVI

Don Pedro José Saravia


Coronel de la Patria
entiende la guerra
de la geografía en armas.
Campos dilatados,
inmensas serranías,
inaccesibles montes,
donde el cielo devuelve
su ademán reposado.
Vientos, adobos,
pastos al alcance
de la mano curtida,
piedras llenas de rumores,
tiempo. Reloj de hierro.
Metalurgia y oxido rupestre,
lejos del látigo y la espada.
Sabe Saravia de la guerra gaucha.
Sabe la latitud del combate
donde no basta el golpe,
ni el filo encarnizado
ni la extensión del fuego.
Sabe de la importancia
de las banderas al viento.
Vuelve sobre sus disparos
y el Valle de Lerma
queda deshabitado,
amarrados los vientos
a la encrucijada de la piedra
donde abunda el martirio
de los invasores.
Sabe Saravia que todo está
salpicado de muerte. Entonces
quema las cosechas,
evaporas las aguas,
desvías los alivios a leguas
de distancia. No deja nada.
Pezuela tendrá sólo su codicia
a manos llenas de sangre.
No tendrá voces
que le digan dónde,
ni caminos que lo lleven
a mejor destino. No tendrá nada.
Don Pedro José Saravia
sabe de la guerra patria.

XVII

“Mirad –dice Pezuela–,


nada ni nadie se opone a nuestro avance”.
Supone a cada lado del camino a Córdoba
un inmenso desorden. Sólo polvo. Músculo
apresurado en la huida, andrajos,
mortajas que huelen a orina vieja,
largos lamentos, espíritus vencidos.
“Pronto otro ejército llegará de Chile”,
dice Pezuela, que junta sufrimientos
para darlos a los pueblos a su paso.
Proclama que juntos bajarán a Buenos Aires
vencedores por la extendida pampa
de las provincia unidas del Río de la Plata.
Y que de la fortaleza de Montevideo
también saldrán las tropas virreinales
cargando las viejas cadenas
del verdugo real, látigo en mano,
hachas y maldiciones y fusiles,
martirizando a la patria hasta agotarla.
Los tres ejércitos serán sables implacables,
espléndidas pólvoras asesinas,
calientes atajos del hierro rojo de la redonda bala.
“La revolución será fusilada” promete
justo en el mismo lugar donde fue pensada.

XVIII

Hasta aquí vendrás. Dice Luis Burela,


el de Chicoana, el primero de todos.
Después de la misa, cuando el viento apenas
dejaba a la deriva el olor de la tierra seca
y el sol se amanceba en la poca arboleda,
en la pequeña plaza que caminó tantas veces,
levanta la voz y llama a los paisanos
a ser la metálica levadura guerrillera
en el llano arenoso y en la rugosa sierra.
Los maturrangos llegan a sable y bala,
llenan a su paso de cicatrices la patria,
de esclavitud, de sepulturas y todo lo que tocan
lo transforman en lágrimas de sangre.
Los invasores virreinales marchan
con su podrido estandarte temerario,
el que ostentó Pizarro a sangre y fuego
cuando multiplicó el saqueo y asesinó a Atahualpa.
Coronel Luis Burela, hijo de Calixto y de Teresa,
todo poncho desde la cordillera
al llano el sable de constante filo
junto a otros tantos valientes de a caballo,
a treinta de tercerola y sables invasores
arrebata las armas. También a Fajardo,
capitán de Pezuela, lo derrota
y crece la guerra gaucha en toda la geografía
del pueblo en armas. Ya no son treinta,
son trescientos, y donde sonaban amargos
los rencores de la patria ultrajada hace tantos siglos,
se oye el nuevo himno de la independencia
sonar en la extensión y a la intemperie
en las espesas noches de la tierra salteña.

XIX

Combate del Sauce Redondo

Es veinticuatro de marzo, Guachipas


es todo río y el color de la piedra
rojo y rojo por la sangre vertida.
Desde la Cumbre de las Peñas Blancas
baja un murmullo de pampa
y suena la tropa de la extranjería.
Ríen de muerte, de saqueo,
lucen la arruga seca que les marca la frente
y los dientes podridos desde siempre.
Llegan a caballo de la fusilería
a pura espada maturranga, la pólvora
suena más odiosa que nunca
y se palpita la invasión de guerra
bajo las contemplaciones de un cielo deslumbrante.
Apolinar Saravia, la patria en armas,
treinta soldados y una tropa de gauchos,
(el Infierno a caballo es la estrategia del centauro),
en Sauce Redondo a garrote y chuza
y algo de bala escasa, observa el paso de los invasores
arrastrando sus tétricas figuras resecas
por la tarde caliente. El sol descuelga sobre sus cabezas
sus iridiscentes trenzas amarillas.
Acampan cuchillo y pica para el escarmiento
a la orilla del río y el recuerdo de tantos decapitados
aparece gota a gota que bajan por la rústica
alabarda hasta el subsuelo patrio. Fajardo, el español,
áspero grito en nombre de Pezuela,
ordena el saqueo a viva voz y pasar a cuchillo
a quien se oponga. Sauce Redondo palpita sigiloso.
Espera agazapado el colérico galope de la patria.
Llegan de a doce soldados y paisanos, de a doce salen
de la tarde encendida como una dorada bujía
y Suárez6 va a adelante la espada extendida.
Cae. La muerte atesora su sangre mientras
empapa las ancestrales raíces minerales.
Una avalancha de sables sobre los invasores
llega llena de muerte. Sus rapaces pabellones
huyen desventurados, rotos, y a donde se mire
quedan los invasores muertos o rendidos
entre gritos y humos de las últimas descargas.

XX

José Antonia Suárez

Ha muerto el alférez Suárez,


(José Antonio se llamaba),
sable en mano fue a la carga
contra el bruto maturrango,
y supo caer peleando
por defender a la patria.

De él escribió Saravia
a San Martín en su parte:
“Patriota de gran coraje
fue un verdadero valiente,
tan heroico combatiente,
merece nuestro homenaje.”

“A su viuda y a sus hijos


cuide el gobierno por siempre,
que no sea indiferente
con todos los que ofrecieron
aquello que más quisieron
por un suelo independiente.”

...

También escribió en el parte


Saravia con gran detalle:
“Mi segundo comandante,

6 Alférez de caballería José Antonio Suárez. Murió en el combate de Sauce Redondo.


Olivera, Bernardino,
a los gauchos ha conducido
con gran valor al combate.

A ellos les rindo honores


a su constante coraje;
al amor del paisanaje
por esta patria soñada
la que será liberada
de tan cruel coloniaje.”

XXI

Combate del Tuscal de Velarde

Tusca espinosa donde el viento es seco y escasea el agua;


a su imagen también la roca austera a la vista de todos,
desde el filo rupestre y el salvaje silencio a la paz de la luz
se oyen voces guerreras antes del acontecer de la guerrilla.
Toque de cielo por el Valle de Lerma
avanza Güemes hacia Salta que aguarda.
En la cuesta de Pedrera acampa,
la noche de a puñados cae sobre los gauchos;
impregna la luna los dominios del tiempo
y el tiempo se entretiene en las espinosas gotas rojas
del tuscal que se extiende en todas direcciones.
Nadie duerme en las vísperas de la espada,
ni el puñal, ni la boleadora ni la lanza.
Tampoco el lazo de cáñamo que servirá en la horca.
Al alba los paisanos, Güemes al frente,
descienden sobre el valle de Salta
y sorprenden a la guardia de los maturrangos.
El aroma del miedo se propaga,
respiran los godos el polvo reseco
que en su propia huida la tropa alza
con la esperanza de no ser muertos bajo las raíces.
Por las barrancas del Río Segundo
se adentra la guerrilla por la lámina ruda
del valle a rienda suelta. Allí Güemes
embosca su tropa. Un crepúsculo verde
llega hasta ellos y los envuelve
antes que la noche descienda con sus opacos
sonidos a rasgar los ponchos de rituales rojos.
Llegan los espías patriotas con las nuevas.
Dicen que Saturnino Castro, hasta entonces traidor,
tiene a la mano toda su tropa en plena madrugada y aguarda.
El Centauro envía a Vicente Panama
a provocar la ira de los virreinales.
Los invita al combate en la noche de la que caen
minúsculas chispas de la oscura zarca del cielo.
Vicente Panama, saben bien su oficio de guerrero,
intima el combate al invasor espada a espada,
puñal a puñal, bala a bala; ruge cadenas
y convida soberbio la cólera de la batalla
montado a la zozobra inquieta del caballo.
Castro, fatigado, administra su ira.
Ojos de furia, el continente del rostro
sueña un exterminio cuando avance su tropa
a galope tendido. La mano alzada y el corazón henchido.
Anuncia que pronto llegará la hora del brutal escarmiento,
que la victoria los espera con sus mieles,
invencibles conquistadores desde su implacable altura.
...
La turbulenta mañana llega hasta la tierra seca.
Al grito ¡Viva el Rey! sale al galope de la ciudad de Salta.
Vicente Panama regresa donde el Centauro.
El cielo está deshabitado, áspero y azul
llega desde su altura a donde suenan gritos de guerra.
Son ochenta jinetes de los Partidarios,
lo mejor del invasor cuando de matar se trata.
Güemes aguarda el momento preciso
pero Castro, que también es salteño, conoce bien las mañas
y detiene su marcha a mitad camino. Güemes aguarda
donde el monte crece y los tupidos matorrales
esconden a la patria que porta sus herrumbradas armas.
En el campo vivo de vientos, Castro, temeroso, espera.
Piensa el Centauro:
“Si Casto no viene, iré a su encuentro”.
De los tembladerales de la tierra seca
surgen los infernales al grito conocido
de “¡A la carga, muchachos!” y un camino de guerra
se abre puñal en mano. Sobre la línea de jinetes enemigos
cae el gauchaje temerario a todo filo.
La muerte maturranga surge de todas las heridas,
músculo roto, hueso en la piedra machacado,
la sangre extrae los últimos suspiros
enredados en algo de polvo que se tiñe de rojo.
Los invasores huyen, Castro el primero,
vuelven a la ciudad a refugiar su derrota;
atrás los prisioneros rezan al dios de los verdugos
que no sea la hora del infierno.

XXII

Sitio de Salta

Luego de Velarde, Salta es sitiada.


Germina una guerrilla dura de la patria
que llega desde los rumores dulces de las aguas,
de los vientos dispersos en tantas direcciones,
de las raíces implacables donde moran los muertos.
La guerrilla es la mirada, el hocico del bruto
que muerde la titánica cadena hasta partirla,
es la tormenta durante la cacería.
La guerrilla es la forma de la patria agredida.
Ronda todos los campos donde las ásperas espinas
de la tusca describen sus fortaleza en sus filudas puntas.
Extrae la materia del árbol que se eleva desde el territorio
y flamea implacable puñales y machetes.
Es el caballo que corre a entregar los suplicios
desde los campamentos donde espera implacable
el Centauro vestido con traje rojo de los Infernales.
La guerrilla es Salta misma, la madre de la guerra gaucha.
...
En la avanzada de los campos de Salta
está el comandante Pedro José Zavala.
En la de Guachipas, Apolinar Saravia.
Los gauchos de la frontera van al mando de Güemes
y traen el trueno de la insurrección que estalla
en el rostro mismo de los enemigos.
La insurrección llega a las calles de la ciudad ocupada.
Lleva trescientos años en su alforja guerrera
y no hay territorio que no haya recorrido.
La insurrección pasó el reinado de la sangre,
de los descuartizamientos de los sublevados,
de los ásperos evangelios sanguinarios
bajo el estandarte de Pizarro; supo de las espuelas
en la carne humana, de las armaduras en el vientre,
de la tierra en la boca y la piedra en el cuello
hasta el último átomo del oxígeno. De la horca
torcida por el peso del muerto, el garrote
en la nuca antes de ser ceniza por el fuego.
Pasó por todas las heridas, los azotes posibles
que el Obispo bendijo a manos llenas.
La insurrección llega en la espada misma
que usó el maturrango para esclavizar al pueblo,
en los lazos y balas que hacen su oficio día y noche,
en la procesión de puñales en las tripas,
en los ataúdes que ocultan los fragmentos
que en las calles mismas de la ciudad sitiada
deambulan como espectros del Reino de España.
...
Cuando llegó la insurrección
los invasores cavaron inútiles trincheras.
Desde entonces suspiran el hambre entre oraciones
y los espectros matutinos los abruman
en cada calle de la ciudad de Salta.
Pan de piedra, pan de lodo,
arcilla y levadura, cáscara de arena,
vieja desdicha sorbo a sorbo
la rata es el último refugio.
Dios los apartó de todo privilegio.
Las mamitas hacen sus quejas que andan
por ahí y por allá en procesión,
lamentaciones que los jefes ignoran
porque ellos comen donde los ricos
y no atienden el hambre del soldado raso
durante su desayuno. Hambre en la tropa
que aguarda en las trincheras a donde lo único que llega
desde las bodegas es la llaga, la herida,
la pústula, el pequeño gusano
que perfora la piel bajo los harapos.
El sol calcina hasta las cicatrices,
y el agua es barro por donde se la beba.
..
Lejos de las humillaciones en las trincheras,
donde las lomas de Medeiros, la insurrección
ofrece la batalla a viva voz ardiendo
la garganta. Está la muerte en la exacta dimensión
del puñal, en el golpe circular de las boleadoras,
en el desafío de la lanza que aguarda
su metálica oportunidad a cada lado del filo.
¿Morir de hambre o morir peleando?
Una oración del cura les promete un triunfo
montados en la furia del caballo. El cura
celebra misa y entrega un juramento:
“el que venza comerá de mi mesa”.
Pan blanco y vino en jarra. Luego,
repartirán la música en las trincheras.
Las mamitas levantarán sus polleras
para calmar el ansia de la tropa,
y el esperma espeso color de piedra
quedará entre sus macizas piernas
como raspadura, apenas, húmeda.

La caballería, sale al galope la espada en mano.
Sube las lomas de Medeiros. Confía
en la dimensión de su odio y en la misa del cura
que se ha escondido tras un muro de piedra.
Los soldados del Rey, (todavía Velarde los abruma)
no ven a la distancia la muerte que se acerca
en el silencioso giro de las boleadoras.
Guascas y piedras entran en combate,
caen soldados y sobre ellos sus caballos,
ruedan piedras abajo; golpean sus cabezas en las rocas,
llega invisible el puñal encarnizado donde las tripas
y un hilo de sangre corre entre los alaridos.
Mueren los invasores. Los que salvan la vida
huyen del golpe de la espada,
del filo de la lanza, de los fusilamientos.
La insurrección no cesa, su propia inercia
la empuja a la victoria y entra en la ciudad
a todo galope. Los maturrangos
lloran sin consuelo en las trincheras.

XXIII

Guerra de recursos

Toda la tierra toda


se ha levantado en armas.
La misma naturaleza
está en combate.
El cielo cae a degüello
cuando el invasor asoma.
Toma la forma de la espada
azul del relámpago
que nace del ungüento
metálico de las estrellas.

Gotea la nube su tiniebla


lluviosa, noches de planetas
sujetan a los hombres a las piedras,
los ciegan con sus aguas negras
y una implacable venganza
baja de sus dominios
hasta cada una de las trincheras.

Luego llega el sol desde su altar.


Llega a los invasores sin nombres
y derrama el oro en sus bocas,
esparce la ríspida plata recién extirpada.
Luego la esmeralda fluye
por el martirio de los encomendados.
Arden las tripas oro destilado,
plata rugosa en la garganta,
y espina de vidrio verde
de lado a lado de la lengua.

Crece la sed su maldición de arena.


El agua es barro, pudre los labios;
se astillan los dientes
al comulgar una inhóspita
hostia de carnívora piedra.
La lengua destila su veneno
llegado de España
en su sifilítica carabela,
y muere la palabra.

El hirsuto árbol sale de caza


desde las raíces. La sangre llena
la voluntad del paisaje. La rama
toca a fin al jinete enemigo
y cae muerto en un pequeño
matorral de pantano rojo.
Sus huesos fermentan
a las orillas de las piedras
que perros de los bosques
muerden para su regocijo.

Gauchos diestros a caballo


con su machete en la mano
van y vienen de la montaña
a la lámina del llano verde.
Músculo de patria sin descanso
de día y de noche acosan
y matan a los conquistadores.
Los jinetes palpitan la victoria
desde el largo de su chuza
cuando llega y establece en la carne
el impacto de su arrebolada geografía.
Son los mismos que cortan
las sombras a todo galope
en las noches y tatúan el miedo
hasta el músculo mismo.

La guerra está en todos lados


y en ninguno. Llega y se va
cortando vientos y deja el tendal
enrojecido entre espinas de tuscas,
bajo la luna negra, el acechante follaje
de maderas rotas y la piedra antigua
de los altares de los dioses ancestrales.

XXIV

José Ignacio Gorriti

Diestro jinete, valiente hombre,


José Ignacio Gorriti,
así se llama espléndido patricio.
De él se dice monte y llanura,
donde hace falta llega su espada
brillando azul desenvainada.
Decididos gauchos a campo abierto,
él los comanda donde la majestad del sol
llega vertiginosa y brilla
altivo el machete su ademán
de filo de la patria. Sabios baqueanos
que palmo a palmo todos los días
por las llanuras, por las montañas
y por los bosques donde las tempestades
hacen la guerra gaucha libertadora
siguen su huella, que es la de Güemes,
hasta el Día Grande de la batalla.
Dicen León, lo gritan, y dicen Yala
que es decir patria en guerra,
donde Marquiegui aniquila su tropa
y el trágico Olañeta se bate en retirada.

XXV

Las mujeres

Anda, Juana Gabriela,


Juana Gabriela Moro,
espía de la patria, anda
y observa a tu alrededor
los pueblos donde el llanto
llega con los conquistadores.
Los matarifes imperiales
cargan las osamentas
de los martirizados
de trescientos años de matanzas
y gritan sus espectrales
leyes de la indias
que pasan a degüello
en honor al rey de España.
Ve donde descansa
la cruel soldadesca
y escucha aullar
los espectros imperiales
del yelmo roto y rojo
que entregó Pizarro
con su pústula viva.
Oye las cenizas de sus voces,
sus ásperas blasfemias,
el verbo de sus maldiciones
castellanas, y observa
las heridas que reparten,
las llagas que ofrendan
donde bebe el gusano
el suerito del muerto
y las brutas cicatrices
que arrojan a su paso
por orden del general
Joaquín de la Pezuela.
...
Luego vuelve
a nosotros silenciosa.
Vuelve y dinos
de su extensa perfidia,
de la renovada sustancia
de sus venganzas,
de sus odiosas misas
donde el vino no es vino
sí sangre originaria
y por toda hostia
la materia muerta
de los descuartizados.
Anda, mujer,
repasa las desdichas
y cuéntanos las rabias
de los abandonados,
los sacrificios de los desposeídos
que dan todo por la patria,
sin esperar nada a cambio.
Dinos los secretos de sus armas,
del filo de sus dagas,
en el que la sangre perpetua
de Micaela y Bartolina
aun gotea su insurrección
en la próspera tierra
de la América en armas
y combate guerrillera
entre los hirsutos bosques,
por las extensas llanuras
y las nevadas montañas
de cada cordillera.
...
Ve mujer, lleva a todas
las tuyas la consigna guerrera
que Martín Miguel
ha lanzado indomable.
Sueña todo lo que puedes,
la libertad te merece
y tú la haces bandera
por toda la geografía
guerrillera. María Loreto
te sigue con firmeza,
ella no duda y tampoco
Celedonia lo hace
quien anda por los caminos
de la guerra con “Macacha”
toda la rebeldía al servicio
del hermano guerrero,
al que celebra la espada
de pura libertad
forjada. Loreto Peón,
ella también por la pólvora
entiende lo que la patria clama
y con Juana Torino asisten
a la hora de piedra
que suena bajo el cielo
invadido por los carniceros
reales. María Petrona
y Andrea Zenarruza,
y Toribia La Linda,
y Gertrudis Medeiros,
y Martina Silva de Gurruchaga,
todas llevan trozos de patria
victoriosa entre sus brazos
y la protegen en silencio.
Todas ellas son las raíces
que abarcan todos los confines,
ellas saben los secretos de las praderas,
la dirección de los vientos,
el espacio de los ríos,
la intemperie de la tierra
la beligerancia de la ciudad sitiada,
donde el invasor fracasa
esperando una gloria
que no llega desde sus degolladuras.

La emparedada

Canción

"Los gauchos nos hacen casi con impunidad una guerra lenta pero fatigosa y perjudicial.
A todo esto se agrega otra no menos perjudicial que es la de ser avisados por horas de nuestros movimientos y
proyectos por medio de los habitantes de estas estancias y principalmente de las mujeres, cada una de ellas es una
espía vigilante y puntual para transmitir las ocurrencias más diminutas de este Ejército."

Joaquín de la Pezuela

A Juana Gabriela Moro


llegando del río Arias
desde Quebrada del Toro,
galopando temeraria,
la sorprendieron los godos.

Así cayó prisionera,


Juana Moro, la jujeña.

Llevaba un parte de guerra


con el preciso detalle
de las fuerzas de Pezuela,
de hombres, fusiles y sables,
del invasor daba cuenta.

Así cayó prisionera,


Juana Moro, la jujeña.

Le ordenaron se apeara
de su brioso caballo.
Esperaron que temblara,
quizás sufriera un desmayo
o que piedad implorara.
Así cayó prisionera,
Juana Moro, la jujeña.

Por orden de la Pezuela


unos brutos la palparon,
hurgaron en sus polleras,
la blusa le revisaron,
y también la cabellera.

Así cayó prisionera,


Juana Moro, la jujeña.

Pero no encontraron nada


porque no llevaba escrito.
Ningún papel precisaba
para cumplir el pedido
su memoria le alcanzaba.

Así cayó prisionera,


Juana Moro, la jujeña.

Ni una palabra les dijo


a los interrogadores.
Encomendó a Dios sus hijos,
que eran sus tres amores,
y esperó su sacrificio.

Así cayó prisionera,


Juana Moro, la jujeña.

Enfurecido el tirano
por su muestra de coraje,
vengativo y despiadado,
y para vengar su ultraje,
sentenció encolerizado:

“¡Qué la encierren en su casa!


Y para que muera de hambre
tapien puertas y ventanas.
No se diga más el nombre
de esta traidora de España!”

Fue entonces “La emparedada”


de ese modo conocida.

Un alma caritativa
por un hueco en la pared,
le dio agua y comida,
calmó su hambre y su sed,
y así se mantuvo viva.
Fue entonces “La emparedada”
de ese modo conocida.

Llegó el día en que el tirano


fue expulsado de la patria,
y Juana fue liberada
tras el triunfo paisano.

Sin pronunciar una queja,


humilde como otras tantas,
volvió a ponerse al servicio
de la heroica guerra gaucha.

Fue entonces “La emparedada”


para siempre conocida.

XXVI

El terror colonial

Castigos y tormentos.
Dedica largas horas Pezuela
a su venganza. La magnitud
de su odio, donde sus dominios,
destila desde sus espadas
y la sangre gota a gota
se propaga en todas direcciones.
Los mansos son muertos,
las mujeres lanceadas
y sus hijos arrojados de sus cunas.
La naturaleza es desgarrada
como lo fue Tupac
sacrificado en nombre
del dios de los feudales.
A cada cual su Areche
promete de la Pezuela.
Entonces el rey se frotará las manos
complacido. Atará cuatro lazos
a manos y pies de los rebeldes,
a cuatro cinchas de cuatro caballos
poderosos, y cortará las lenguas
de los descendientes
para que ya no puedan entonar
los himnos libertarios.
...
Pero solo el fracaso es la medida exacta
de sus ambiciones virreinales.
El fracaso tiene sabor a piedra,
le arde la lengua de blasfemias
al general de las iniquidades
y el pueblo silencioso lo combate.
El pueblo es un árbol rabioso,
un puñal encarnado, el sonido del fuego
entre los tañidos de las campanas.
Y lanza a sus enemigos su furia guerrillera.
Encerrado en la ciudad, clandestina
la guerrilla de implacables galopes
por las anchas cicatrices de la tierra,
germina la guerra donde menos la espera
y lo acorrala, lo aferra a sus fracasos,
lo unta de muerte en cada sombra.
La insurrección se extiende entre los pueblos,
y las lanzas hostiles de la patria subversiva
cortan a los maturrangos en pequeños
racimos de músculos y huesos
que la tierra consume hasta desaparecerlos.
...
De la Pezuela llegó lleno de muertes.
Invadió Jujuy, invadió Salta.
Lanzó su pus feudal a pura
mita y encomienda tenebrosas
y ahora cosecha la muerte de su tropa
consumida cucharadita a cucharadita.
El general temblando saborea muerte,
la lengua impregnada del sabor amargo
de pequeñas migajas de muertes a diario
que llenan su estómago de polvo,
de grasa, de panes rancios y cuchillos.
A cada vuelta de esquina
o detrás de cada aurora
o del tiempo del crepúsculo,
surge un gaucho emponchado
entre sus secretos, y a su galope
el machete también sabe hacer justicia.
Uno a uno los invasores mueren
sin descanso. En sus lamentaciones,
oran al crucifijo que se tiznó de sangre
cuando los Tribunales de la Fe
y huyen de los espectros centenarios
que regresan con su porción de infierno
por toda recompensa para los hijos de Pizarro.

XXVII

Sangre del patriota.


Sangre del hombre simple
la tierra toca
y vuelve a la vida
en el relámpago rojo
de la pólvora ardiente,
en el galope rojo
del machete rabioso
que corta la noche inmóvil
a la carrera.
...
El general asesino
escapa a las escondidas.
Va a las trincheras
inhabitables, pozos
de noche muerta,
la luna negra,
la luna negra,
su veneno gotea
y los invasores
beben el barro
de sus miserias
trago por trago.
Beben su propia tumba,
dientes podridos,
la lengua negra
licuando angustias.
Mueren de a ratos,
pequeño aullido final,
sobre la tierra.
...
(El gaucho acosa
desde su lanza
en cada esquina.)
...
Sangre del patriota.
Cuando la patria parecía rota
surgió el Centauro,
el de los Arribeños.
Martín Miguel se llama,
Martín Miguel en el domino
de las batallas.
Martín Miguel:
hombre,
río,
bosque,
cielo,
en su nombre
salteñan
proclamas
en la vasta extensión
de la guerra libertaria,
y en su nombre, también, la libertad
suena su victoriosa melodía.
Basta su poncho rojo como bandera.
...
El gaucho lo sigue fiel.
Lucha con sus fervores,
lo sigue por las constelaciones
que el galope despliega en su polvareda.
...
Pone todo su empeño,
no se reserva nada, ni una gota
de sangre. Arriesga amor y sueños,
deja a los hijos abandonados,
a la mujer deja sola
sabiendo que el maturrango
viola, asesina y roba.
La Patria es todo y es todos
y por todos él combate.
Es ser libres o morir,
esta es la simple consigna.
...
Guerra del pueblo,
¡guerra! Guerra secreta,
desde las viejas raíces calchaquíes
surge como alimento
del combate.
Sale de los temblores de la tierra,
de las profundas cavidades
de las antiguas tumbas
de los guerreros primordiales.
Toca al hombre en su corazón,
a la mujer, al niño y al anciano
la pócima poderosa
surgida de la chispa que gotea
la antigua sangre derramada.
Es pura piedra,
es relámpago de piedra
el fuego que recrea.
La guerra así se expande
como un multitud abrupta,
hasta las húmedas telarañas nocturnas,
hasta el metal de los truenos estelares,
hasta el color tupido de los bosques,
y el olor de las fragancias
de las flores en los valles.
Todo se hace combate,
es vendaval de guerra
en los machetes, en las dagas,
en las descargas de la fusilerías.
Y el pueblo corea las proclamas
de los gauchos guerrilleros:
¡Patria o muerte!
¡Patria o muerte!
Y el grito cruza todos los cielos
como un ave guerrera.

...
Infames conquistadores,
destartalados
huesos del indigno Pizarro,
impalpable pellejo
maturrango,
huyen con sus pendones
a gotones de sangre
luego del malogro de la espada
esclavizadora.
Aunque vistan casacas imperiales,
cuero a cuero el oro torpe
de sus uniformes y el rosario
falsario de sus medallas
colgado al cuello a la intemperie,
aunque se nombren con títulos
pomposos bordados en sangre
de los asesinados,
conocerán la derrota.
La derrota será la poderosa ave,
la copa negra del sacramento
cercado por los muertos del garrote,
será el tendal de muertes
hasta la última retirada
sin agua, sin pan, sin amor, sin gloria,
olvidados en todas las oraciones
para inmolarse en las espinas del fuego
que desaparecen la soldadesca
y no dejan nada más que la cáscara reseca
de sus pieles que el viento voraz
reparte como la mala semillas
por las arenosas tierras de los valles.
...
Los invasores, al salir
de las lanzas y fusiles
entre los himnos de los guerrilleros,
ya no invocan sus cantos de gloria,
no suenan sus fanfarrias de sangre
los sones de carnicerías
con que llegaron de Lima
atravesando el Desaguadero.
Salta, la bella, la heroica,
los devolvió muertos,
vacilando sus tumbas,
temblorosos los huesos
al galope de los exterminadores
que llegan serpenteando entre los matorrales
que describen las sombras de la guerra.
Llegan de un lado y del otro,
por el río,
por el viento
al galope del caballo,
por el canto de los pájaros,
por el escalofrío del grito;
llegan siempre en un instante
indómito pero calmo.
Llegan y cierran los oscuros
párpados de los oscuros soldados.
Atroz, el unánime filo
de la daga llega pleno,
el golpe temerario
del machete
y la furia de la lanza,
llegan como caídos del cielo.
De ese modo,
día a día,
de ese sencillo modo
están siendo ajusticiados
los invasores realistas.
Luego el hambre los acosa
y enloquecen por la sed,
ya no beben de sus bayonetas
ni comen el laminado barro
entre piojos y estercoles
encerrados en las últimas trincheras.

Renuncia de la Pezuela,
(sabe que cayó Montevideo),
corazón muerto bajo la chaqueta rota.
Quiere escapar al fracaso,
Buenos Aires es la inmensidad
de una distancia huraña
donde la revolución no cesa, sigue,
y Güemes, rabioso, lo domina.
Sueños de gloria muertos,
el reino de ladrones del oro y de la plata
palpita las últimas agonías de los invasores.
La ira del infierno persigue al general
devorándolo en su fuego
brasa a brasa, y el voraz humo
del silencio mortuorio
sale de la boca del matador de altoperuanos
echándole maldiciones en lengua castellana.
Llaga caliente del general en su garganta,
ensartada tras la lengua espesa,
su boca lanza una bocanada de blasfemia
que no sabe subir al cielo
y desaparece en los intersticios de la tierra.
La retirada, bajo las cruces y las espadas,
va por el desamparo de las piedras
y los rituales de un cielo
que desuella las almas una a una.

XXVIII
La Florida, 25 de mayo de 1814

Ya sabe de la Pezuela
lo que ocurrió en La Florida.

Que en la fría madrugada


del veinticinco de mayo,
su tropa fue derrotada
por bravos altoperuanos.

Fue en tierra santacruceña


donde valientes soldados
enarbolando la enseña
que creó Manuel Belgrano,

con Arenales y Warnes


con Rivas y con Mercado,
derrotaron a las huestes
del coronel Joaquín Blanco.

Ya sabe de la Pezuela
lo que ocurrió en La Florida.

Sabe que Blanco murió


a manos del bravo Warnes,
que al duelo lo desafió
los dos a punta de sable.

Herido de corte y punta


el español cayó muerto.
Su tropa se echó a la fuga,
huyeron a campo abierto

por Samaipata, sin suerte.


Quien no cayó prisionero
encontró su triste muerte.

Ya sabe de la Pezuela
lo que ocurrió en La Florida.

XXIX

Se marcha de la Pezuela; lo siga una tropa


de abúlicos muertos que suenan metales
que mezclan el ruido con la sangre.
Olor a náusea, olor a orín la tropa
vuelve como pútridos espectros
al dominio seguro del cruel coloniaje.
Un coro combatiente suena
como el revés de una campana rota.
Son voces de los martirizados
que salen de sus escondites y se reúnen
para observar el paso ensangrentado
del general vencido. Se marcha de la Pezuela,
lleva su implacable derrota a cuestas.
Pendones invasores hechos harapos,
trapos negros de hollín, rojos de tripas,
las bayonetas muertas ya no los defienden.
Al galope caliente la guerrilla
persigue a los fugitivos mientras
sale de todas las humillaciones el advenimiento
de la justicia gaucha. Es el viento azul
que arrastra la substancia de los huesos
primigenios de aquellos que murieron
en los valles cuando las primeras cien guerras
libertarias, y surgen pequeños dioses
que exigen la justicia a mano limpia
antes de que el enemigo se retire
más allá del río Desaguadero.
...
De la Pezuela huye pero cínico ríe.
Entre máscaras y mortajas virreinales
muestra los colmillos –la mordida–, y dice:
“No queda aquí ni un cajón vacío
y hasta los badajos de las campanas
se han quitado”. Tantas veces el general
ha recorrido el sendero invadido
dando golpes de odio, de espanto,
sobre la patria de montes y praderas y valles
a pura yanacona, a pura esclavitud
cadena por cadena la renovada llaga,
grillete a grillete el músculo aterrado
y la carne molida a latigazos.
Ríe por su faena el general vencido,
puertas adentro cuenta bajo una lámpara de sangre
los muertos que carga en sus alforjas,
puertas afuera pierda la compostura
y se echa al lamento atropellando en la huida
su destino de déspota. Huye, huye,
y deja azotes a su paso y una humareda de muerte
en dirección al río Desaguadero.

Así es su trágica retirada.
El general de venenosa lengua castellana,
en el nombre del rey ordena el robo,
en el nombre del rey ordena los ultrajes,
en el nombre del rey las muertes.
Luego vuelve sobre su propia sombra y grita:
“¡El rey ha vuelto! ¡El rey ha vuelto!
¡Rey! ¡Rey! ¡Rey!” Ha vuelto al trono
de la infamia. ¡Maldito rey!
Falsario de Bayona. ¿Aún añorará Fernando
su delicioso cautiverio en el fasto
de Compiègne? De la Pezuela
espera el ditirambo de una madame
Talleyrand que zangolotee las caderas y los senos
al ritmo de la muerte de los condenados,
para sentirse halagado después de tantas
desventuras por tierra americana.
No queda nada de su gloria.
Una argamasa de pústulas apenas
es el poco de honor que lo precede.
Su nombre es nombre de derrota.
Se asoma a su propio abismo
y se contempla inútil en su espada,
inútil en su pólvora agobiada,
inútil a la intemperie de la historia.
Ha sido vencido por los gauchos,
por el Centauro de los Arribeños,
el centauro que enciende la inmensidad
de las fogatas que alumbra la libertad
desde la bella Salta. Es la hora
de fuegos y campanadas, de la Pezuela huye
y la Patria renueva la esperanza.

XXX

Canción7

Salta.
Valiente y sola.

Vilcapugio y Ayohuma.
Pareció todo perdido
luego de las dos derrotas.

Poncho rojo, sable y pólvora.


Salta, valiente y sola.

Belgrano mandó a Tiriri


mientras huía la tropa,
a esconder las dos banderas
de las huestes invasoras.

Poncho rojo, sable y pólvora.


Salta, valiente y sola.

El maturrango asesino
saqueó Jujuy y a su paso,
sembró de muerte el camino

7 Inspirada en “Canción”, de Federico García Lorca.


en nombre del rey tirano.

Poncho rojo, sable y pólvora.


Salta, valiente y sola.

Fueron los gauchos de Güemes,


llamados “Los Infernales”,
que enfrentaron con coraje
a invasores tan brutales.

Poncho rojo, sable y pólvora.


Salta, valiente y sola.

Cuchillo, lanza y machete,


al galope por los valles,
por las montañas agrestes
y en la ciudad calle a calle,
lucharon mejor que todos
esos gauchos “Infernales”.

Poncho rojo, sable y pólvora.


Salta, valiente y sola.

Ya huye de la Pezuela
el general asesino,
con sus fracasos a cuestas.
huye por donde vino.

Poncho rojo, sable y pólvora.


Salta, valiente y sola.

La Patria toda celebra


tan formidable victoria.
Poncho rojo, sable y pólvora,
Salta la valerosa.

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