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30/10/2018 Retrato hablado de un país suicida

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Retrato hablado de un país


suicida
“Juan Carlos Chirinos, con su Venezuela. Biografía de un suicidio, si bien retoma
lo nacional como asunto, lo hace de forma carnavalesca y verbalmente
desmadrada, con frecuentes accesos de coloquialidad transgresora (…) libro de
innegable densidad argumentativa, acicateado por el ansia de exponer diversas
ideas que esbozan una visión del mundo personal”

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Por MIGUEL GOMES
20 DE SEPTIEMBRE DE 2017 12:28 AM

El ensayo se caracteriza desde sus orígenes por tematizar la subjetividad. El “Aviso al lector” de
Montaigne era claro –aun desafiante– al respecto: Ainsi, lecteur, je suis moi-même la matière de
mon livre. La primera persona de singular se mantendrá a lo largo de los  Essais jalonada por la
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metáfora del autorretrato, y el énfasis que implica el moi-même anticipa el efecto reflejo que una
y otra vez se percibe en el libro.

En español, el ecuatoriano Eugenio de Santa Cruz y Espejo fue el primer prosista que llamó
“ensayo” a uno de sus escritos de reflexión siguiendo, en general, un paradigma montaigniano
de experimento individualista con las ideas. Ese trasplante del género a Hispanoamérica a fines
del siglo XVIII, pronto, bajo el efecto de la Guerra de Independencia y la circunstancia
poscolonial, cedió paso a prácticas que alteraron el modelo renacentista. David Lagmanovich ha
observado que a lo largo del siglo XIX y residualmente en el XX el intimismo de Montaigne se
postergó ante un  ensayo del nosotros  en que la escritura se presentaba como “testimonio de
una voluntad colectiva” (1). La primera persona del plural a la que alude Lagmanovich –
piénsese en “Nuestra América” de José Martí o “Nuestros indios” de Manuel González Prada–
equivale a un continente o una nación que meditan a través de un intérprete.

En Venezuela, hasta avanzada la década de 1960, el ensayo del nosotros tuvo fuerza y consagró
figuras como la de Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño Iragorry o Luis Beltrán
Guerrero, para quienes las nociones de patria e historia fueron indispensables. Junto a la
entronización de la colectividad, los  ensayistas de la tierra, como también podríamos
denominarlos, solían ensalzar el humanismo. Un vistazo a sus títulos basta para darse cuenta
de que ciertas familias léxicas se convirtieron en blasones:  Hora y deshora. Temas
humanísticos (1963) de Picón Salas, Valores humanos (1953) de Uslar Pietri y Variaciones sobre
el humanismo (1952) de Beltrán Guerrero constituyen aptos ejemplos. Una de las piezas de este
último volumen concreta para el intelectual el prototipo del “hombre-pueblo” que será “padre,
maestro, guía” y tendrá como “ideas madres” el catolicismo, el apostolado y la romanidad, lo que
supone “universalidad, selección y jerarquía”. La condición afín de esas “ideas madres” y
los  grands récits  evocados por Jean-François Lyotard es indisputable. No cuesta captar la
centralización ontológica que reúne teo y antropocentrismo, nacionalismo y patriarcalismo.
Picón Salas, Uslar Pietri, Briceño Iragorry, Beltrán Guerrero, según la periodización continental de
Lagmanovich, deberían haber coincidido con el momento que este califica de “vanguardista-

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existencialista”, pero si consideramos que a él se asocian nombres como los de Borges, Sabato,
Paz o Murena, que revalúan y desarticulan hábitos decimonónicos afincados del continente,
sería forzado asimilar el ensayo venezolano de la primera mitad del siglo XX a lo que ocurría en
otros puntos del mundo hispánico.

Alrededor de 1970 se verifica en el país una importante ruptura. Los avatares de la nación ya no
engendran obsesivas cavilaciones. A las preferencias temáticas, sin embargo, no se limitan las
que singularizan a los escritores entonces emergentes. Se transforma, ante todo, la
cosmovisión; como señala Óscar Rodríguez Ortiz, en el ensayo venezolano “el orden
humanístico sufre una mutación que tiene que ver con el concepto mismo de humanismo”;
acontece que hay dudas sembradas “acerca del puesto del hombre en el ombligo del mundo”
(2). Si se compara la labor de los ensayistas de este período con la que nos legaron los del
previo, notaremos un contraste en lo que atañe a credulidades. Quizá convenga ampliar la
intuición de Rodríguez Ortiz acerca de la disolución de un centro, el hombre: el pensamiento
organizado en torno a categorías ontológicas compartidas desapareció al menos en sus formas
preestablecidas; patria, dios, historia y humanismo cesan de vertebrar conciencias. Eugenio
Montejo, en  El taller blanco (1983), rendía cuentas de tal reajuste: “sabemos que hemos llegado
no solo después de los dioses, sino también después de las ciudades”. Léase “ciudad” como
concreción del espacio social y se entreverá la distancia entre el nacionalismo omnipotente de
los teluristas o mundonovistas y esta persecución del ámbito extraviado de la palabra. “Poesía
en un tiempo sin poesía” titula Montejo su breve ensayo: en sus páginas se insinúa la lírica
como instrumento para replantear positivamente nuestro desarraigo. Otros ensayistas
memorables del postelurismo son Juan Liscano, Francisco Rivera, Guillermo Sucre, María
Fernanda Palacios y Rafael Cadenas.

Los drásticos cambios políticos a fines del siglo XX y, en lo que va del siguiente, el colapso de la
economía y los principios básicos de convivencia, tendrán sus efectos en la lógica literaria
remozando tanto el entendimiento como el ejercicio del ensayo. Desde hace varios lustros ha
habido un resurgimiento en autores notables como Miguel Ángel Campos, Gisela Kozak y Ana
Teresa Torres de algunos elementos mundonovistas. Pero únicamente de algunos: estamos,
más bien, ante perseverantes intérpretes de la colectividad que ahora adoptan una actitud
desengañada, escéptica, incluso irónica, hacia los afanes magisteriales de los humanismos de
viejo cuño.

Caso ejemplar de este nuevo ensayo del nosotros  lo ofrece Juan Carlos Chirinos, con
su Venezuela. Biografía de un suicidio (introducción de Nelson Rivera, Madrid: La Huerta Grande,
2017), donde, si bien se retoma lo nacional como asunto, ello se hace de manera carnavalesca y
verbalmente desmadrada, con frecuentes accesos de coloquialidad transgresora. El de Chirinos
es un libro de innegable densidad argumentativa, acicateado por el ansia de exponer diversas
ideas que, sumadas, esbozan una visión del mundo personal, lo cual para nada impide que el

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lenguaje se erija en coprotagonista –inevitable en un buen ensayo, aunque no lo habría sido en


un testimonio, un manual o un tratado–.

Tesis abundan en estas páginas, cuyo subtítulo, tácitamente, se nutre de la célebre crónica de
Mario Vargas Llosa publicada meses después de la elección de Hugo Chávez Frías: “El suicidio
de una nación” (El País, 8/8/1999). No obstante, contraviniendo esa génesis, Chirinos postula
cierto optimismo: el suicidio ha sido fallido. El objetivo central consiste en intentar “mostrar al
lector no familiarizado (…) qué es eso que llamamos Venezuela y cuáles algunas de las causas
por las que ha llegado al estado en que se encuentra” (pp. 20-21). Cualquier venezolano
radicado en el exterior puede simpatizar con la motivación, en vista de los confusos debates y
diatribas que han enmarcado internacionalmente el fenómeno del chavismo; pero el
planteamiento de Chirinos añade lucidez al pragmatismo cuando organiza la discusión en torno
a las seducciones de una modernidad hiperbólica, fértil en espejismos, que ha embaucado al
país. Al consejo fundacional de Simón Rodríguez “o inventamos o erramos” responde el
ensayista:

“Nos pusimos (en 1998) a inventar una nueva patria distinta y novedosa; y ni la inventamos ni
erramos en su construcción: ha sido lo de siempre. Un caudillo llena de embustes a un pueblo
que lo aplaude mientras muerde el pan que le han arrojado, y cuando se acaba el pan: ¡tirano!,
¡tirano!, ¡tirano! Y no se había dado cuenta de que mientras mordía el trocito de pan que le
habían lanzado (una minucia, en verdad), la parte del león se la llevaba el caudillo y sus
secuaces a las seguras e imperiales cuentas de los paraísos fiscales” (p. 130).

El libro está fechado recientemente, “Madrid, junio de 2017”, y sus últimos razonamientos
despliegan no solo una visión objetiva de la situación en esos días: “La gente quiere libertad;
Maduro, su seguridad y la de su cártel. Y mientras tanto, el mundo teme una guerra civil” (p.
132), sino que traslucen la óptica esperanzada a la que líneas atrás me he referido: “lo sabe bien
el gobierno, la gente jamás se rendirá: esa es la gloria de los pueblos cuando están bravos” (p.
132).

Las frases anteriores ilustran el disciplinado ludismo de Chirinos, cuyo efecto es doble: por una
parte, neutralizar la enunciación trascendental o didáctica de la literatura telúrica tradicional;
por otra, amalgamar dialéctica y expresión. En esta última el Yo, aparentemente opacado por la
urgente entrega a lo comunitario, adquiere agencia, vigor y valía. Nótese que el juego de
palabras con que concluye el ensayo enfrenta, parafraseando y reconstruyendo la letra del
himno nacional venezolano, dos acepciones del adjetivo  bravo: ‘valiente’, la usual en España,
donde se halla el público primario al que explícitamente se dirige el volumen –dicho sea de
paso: ese es el sentido del himno venezolano, escrito en el siglo XIX–; y la acepción hoy en día
predominante en el habla popular venezolana, la de ‘enojado’, ‘molesto’, ‘irritado’. Pese a que el
deseo de comunicación con el Otro peninsular la propicie, la elocución acaba fortaleciendo
aquello de lo que se habla,  lo venezolano, en la voz de quien se siente separado de su origen.
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Sucintamente: pensar en la nación,  su nación, reinventa a un Yo signado por la extranjería. La


historia que se cuenta resulta doble: la de un país secuestrado por el caos político y social y la
de un individuo que se reconquista mediante el acto de comprender cómo ello pudo haber
sucedido. Nelson Rivera está en lo correcto al señalar en su presentación que Venezuela es
abordada por Chirinos “como intimidad” (p. 9). El  ensayo del nosotros aprende a ser, no menos,
montaigniano. Y con sincera convicción.

Son muchos los pasajes en que el ensayista se deleita, como hacía el sujeto de los  Essais,
narrando el proceso de la escritura misma, la actividad de quien escribe como  matière de son
livre. Destaca en las páginas iniciales, con ocasión de aclarar el método con que se indagan los
dilemas de Venezuela, la intersección de lecturas estructuralistas francesas del personaje
autoral con la iniciativa de, sencillamente, acudir a la autora de sus días para averiguar alguna
virtud del país. En esa coyuntura, se revela el desparpajo y la penetrante socarronería que
movilizan el decir:

“Dice Foucault que quiere deslizarse ‘subrepticiamente’ dentro de su discurso y ‘más que tomar
la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella’ (…). De modo que se trataba de eso: tenía
que deslizarme subrepticiamente en mi libro. Porque todo lo que el lector encontrará sobre
Venezuela en las páginas que siguen es apenas la continuación del discurso que cada
venezolano de este tiempo lleva consigo, y rumia y desarrolla y discute y comenta y critica. No
sería necesario, entonces, pedirle a mi mamá, allá en la arcádica Valera, que me orientara con su
sabiduría, pues esta es la ‘cosa buena’ (o no) que de mi país querría destacar aquí, más que
cualquier otra: los venezolanos hablamos de Venezuela con la propiedad del que la ha parido,
sin pudor” (p. 15).

Momentos como ese –numerosos– socavan la solemnidad propia de la cátedra o el púlpito


cultivada por los hablantes americanistas o venezolanistas de la primera mitad del siglo XX,
pero me gustaría recalcar el sintomático  desmadrarse, la dimensión lúdica que le permite a
Chirinos consustanciar su productividad expresiva y la nación que la motiva. Lo que afirmo se
avizora desde el principio, cuando, habiendo sopesado la compulsión adánica de Simón
Rodríguez, el ensayista advierte: “Inventé o erré: lo comprobará el que recorra estas páginas” (p. 
21). En otras palabras, esta escritura es Venezuela, el país “parido” verbalmente por el escritor,
hecho que delata otra premisa solapada, crucial: la nación se construye y deconstruye; no
pertenece al orbe de lo natural o intocado por el lenguaje. El empeño en analizarla, pintarla,
contarla, refutarla termina materializándola. Lo cual sugiere que, aun para una entidad tan
golpeada y casi abolida como la “pequeña Venecia”, no todo está perdido: en el instante en que
la reescribimos o releemos conseguimos resucitarla.

Y parece proponer Chirinos: ahora con un poco menos de grandilocuencia; menos rotundos
heroísmos o mesianismos, sean bolivarianos o no, revolucionarios o no. Con los pies mejor

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puestos en la tierra; con mayor sentido de la realidad. Y, preferiblemente, con los bienes
inquisitivos que solo una risa crítica sabe conceder.

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Referencias

(1) David Lagmanovich. “Hacia una teoría del ensayo hispanoamericano”. En:  Hispanic
Studies 3. 1984, pp. 17-28.

(2) Óscar Rodríguez Ortiz.  Ensayistas venezolanos del siglo XX. Vol. 1. Contraloría General de la
República, 1989, p.  27.

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