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Antología para ejercitar la lectura en voz

alta
El clis del sol1
No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de ñor
Cornelio Cacheda, que es un buen amigo de tantos como tengo por esos campos de Dios. Me la
refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla el no comunicarla para que los sabios
y los observadores estudien el caso con el detenimiento que se merece.

Podría tal vez entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya
oído las opiniones de mis lectores. Va, pues, monda y lironda, la consabida maravilla.

Ñor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad,
como nacidas de una sola "camada" como él dice, llamadas María de los Dolores y María del Pilar,
ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas como si fueran
"imágenes", según la expresión de ñor Cornelio. Contrastaban la belleza infantil de las gemelas con
la sincera incorrección de los rasgos fisionómicos de ñor Cornelio, feo si los hay, moreno subido y
tosco hasta lo sucio de las uñas y lo rajado de los talones. Naturalmente se me ocurrió en el acto
preguntarle por el progenitor feliz de aquel par de boquirrubias. El viejo se chilló de orgullo,
retorció la jetaza de pejibaye rayado, se limpió las babas con el revés de la peluda mano y
contestó:

—¡Pos yo soy el tata, más que sea feo el decilo! No se parecen a yo, pero es que la mama
no es tan pior, y pal gran poder de mi Dios no hay nada imposible.

Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las
chiquitas?

—No, señor; en toda la familia no ha habido ninguno gato ni canelo; todos hemos sido
acholaos.

—Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos
colores?

El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano
desdén.

—¿De qué se ríe, ñor Cornelio?

—¿Pos no había de rirme, don Magón, cuando veo que un probe inorante como yo, un
campiruso pion, sabe más que un hombre como usté que todos dicen qu'es tan sabido, tan leído y
que hasta hace leyes onde el Presidente con los menistros?

1 GONZÁLEZ Zeledón, Manuel (Magón): “El clis de sol”, en González, Granados, Paz: Mi vida con la ola y
otros dos, México, Plaza & Janés, 1992, pp. 3-7.
—A ver, explíqueme eso.

—Hora verá lo que jue.

Nor Cornelio sacó de las alforjas un buen pedazo de sobado, dio un trozo a cada chiquilla,
arrimó un taburete, en el que se dejó caer satisfecho de su próximo triunfo, se sonó
estrepitosamente las narices, tapando cada una de las ventanas con el índice respectivo, restregó
con la planta de la pataza derecha limpiando el piso, se enjugó con el revés de la chaqueta y
principió su explicación en estos términos:

—Usté sabe que hora en marzo hizo tres años que hubo un clis de sol en que se oscureció
el sol en todo el medio; bueno, pues, como unos veinte días antes Lina, mi mujer, salió habelitada
de esas chiquillas. Dende ese entonces le cogió un desasosiego tan grande que aquello era cajeta:
no había cómo atajala, se salía de la casa de día y de noche, siempre ispiando pal cielo; se iba al
solar, a la quebrada, al charralillo del cerco, y siempre con aquel capricho y aquel mal que no había
descanso ni más remedio que dejala a gusto. Ella había sido siempre muy antojada en todos los
partos. Vea, cuando nació el mayor jue lo mesmo; con que una noche me dispertó tarde de la
noche y m'hizo ir a buscarle cojoyos de cirgüelo macho. Pior era que juera a nacer la criatura con
la boca abierta. Le truje los cojoyos; endespués otros antojos, pero nunca la llegué a ver tan
desasosegada como con estas chiquitas. Pos hora verá, como l'iba diciendo, le cogió por ver pal
cielo día y noche, y el día del clis de sol, qu'estaba yo en la montaña apiando un palo pa un eleje,
es qu'estuvo ispiando el sol en el breñalillo del cerco dende buena mañana.

Pa no cansalo con el cuento, así siguió hasta que nacieron las muchachitas estas. No le
niego que a yo se m'hizo cuesta arriba el velas tan canelas y tan gatas, pero dende entonces
parece que hubieran traído la bendición de Dios. La mestra me las quiere y les cuece la ropa, el
Político les da sus cincos, el Cura me las pide pa paralas con naguas de puros linoses y antejuelas
en el altar pal Corpus y, pa los días de la Semana Santa, las sacan en la procesión arrimadas al
Nazareno y al Santo Sepulcro; pa la Nochebuena las mudan con muy bonitos vestidos y las ponen
en el portal junto a las Tres Divinas. Y todos los costos son de bolsa de los mantenedores, y
siempre les dan su medio escudo, gu bien su papel de a peso gu otra buena regalía. ¡Bendito sea
mi Dios que las jue a sacar pa su servicio de un tata tan feo como yo...! Lina hasta que está culeca
con sus chiquillas, y dionde que aguanta que no se las alabancén. Ya ha tenido sus buenos pleitos
con curtidas del vecindario por las malvadas gatas.

Interrumpí a ñor Cornelio temeroso de que el panegírico no tuviera fin, y lo hice volver al
carril abandonado.

—Bien, ¿pero idiái?

—¿Idiái qué? ¿Pos no ve que jue por haber ispiao la mama el clis de sol por lo que son
canelas? ¿Usté no sabía eso?

—No lo sabía, y me sorprende que usted lo hubiera adivinado sin tener ninguna
instrucción.
—Pa qué engañalo, don Magón. Yo no juí el que adevinó el busiles. ¿Usté conoce a un
mestro italiano que hizo la torre de la iglesia de la villa: un hombre gato, pelo colorao, muy blanco
y muy macizo que come en casa dende hace cuatro años?

—No, ñor Cornelio.

—Pos él jue el que m'explicó la cosa del clis de sol.

Parichempre2
– Mena tarde, ¿como tá la gente?

– ¡Men, men! Pache pofavól…

– ¡Grachia! hoy hache un fío que che chiente ata en lo huechoch ¿eh?

– Chí, ni lo nombre. Cho toy acá ¡melto de fío!

– ¡Hay un vento fete, fete, fete!

– Chí, chi no hubieche vento, el fío no che chiente cachi, pero achí… ¡Uyi uyi yui!

– Cho me cueldo cuando ela chico quiún día hichun fío tan fete que toda la cache era de chelo.

– Y chí, cómo no.

– ¡Pero de chelo, chelo! ¿eh? La gente caminaba y che rechbalaba, lo cochech no malchaban
poque la ruedach che rechbalaban.

– ¡Oh, qué féio!

– Chí… era tan fete el fío que todo noch quedamo chin chalir de la cacha. Y achomábamoch la
caritach por la ventanach, achí… y taban toooodoch loch vechino tamién mirando.

– ¡Aaaah, pobrechitoch!

– Toooodoch achí, con la carita tiiiste tiiste tiste del fío. Y moviamo la manito achí, Hola chenol,
hola vechina… y había chilenchio en tooodo el pueblo.

– Cherto, cuando hache fío hay un chileeenchio…

– Niún cholo uidito. Nadie pachaba por la cache…

– ¡Brrrr! Coneche fío ¿quén va pachar?

– Tonche, cuando taba viendo atí, achomando mi carita…

– ¿Cuánto año tenía uchté?

– Unoch… chéi o chiete, machomeno…taba mirando por la mentana y veo pachar un perito que
apena che movía por el vento feeete, fete. El vento lompujaba.
2 PESCETTI, Luis María: El pulpo está crudo.
– ¡Uyi uyi yui, qué féio!

– ¡Chi che quedaba achí che iba moril cheguidita!

– ¿¡Tonche!?

– Tonche abrí la peta y chalí corriendo ‘nmedio del fío y del vento fete y de la chuvia.

– ¡¡¿Chovía tamén?!!

– ¡Chí!

– Y mi mamá y mi papá menchalió coriendo buscar y cho coría má fete para chalvar perito y mi
papá melcanchó y menchebaba dentro y cho choraba choraba, polque nongarrabal perito, pero
papá menretaba por chalir y cho pataleaba pero papá mengarraba fete.

– ¿¿¿¿¡¡¡¡Tonche!!!!????

– Tonche veo que chale milmano corendo fete y me grita, ¡Cho lo chalvo, Dego, cho lo chalvo! Y
longarró y lonchevó dentro.

– ¡Y lo chalvó!

– ¡Chatamente!

– ¡Uyi, meno mal! Qué chuerte.

– Y papá y mamá menretaron y lonretaron a milmano, pero nochotro tábamo brigandolperito y


che chalvó y che quedó con nochotro parichempre.

– Qué meno, qué chuerte.

– Chí… qué vacherle.

– Achí chon lo chico, ¿no quere un cafechito calente?

– Meno, mevacher mien a la pancha… grachia… mmm… qué rico tá.

– Mnn, je, je, ta mejol achí ¿no?

– Chí, ota cocha.

– Va vel que che le pacha el fío cheguidita cheguidita…

– ¡Ah! Cha me chiento mejol, veldá.

¡MIERA!3
En el camino que lleva al sembrado de camotes el negro don Andrés supo que en los últimos días
el caporal Basaldúa se había puesto a hablar feas cosas de él. Mientras compraba paltas en el
sembrado y llenaba de camotes los serones de su burro, le dijeron lo mismo. Entonces, no aguantó
3 GALVEZ Ronceros, Antonio: “¡Miera!”, en
más: trepó el burro de un salto y enderezó por un tajo hacia la casa del caporal. Por ahí le dijeron
que se había ido a vigilar unos negros en la punta de la Isla y que volvería una semana después. Sin
decir nada pero aguantándose don Andrés regresó rápidamente a su casa, se bajó casi arrojándose
del burro, lo dejó plantado con los serones cargados, se metió corriendo en la primera habitación y
llamó a su hija mayor:

-¡Patora! – los labios se le habían hinchado y parecían pelotas.

Saliendo de la habitación contigua, Patora se presentó alarmada.

-Patora, tú que sabe equirbí, hame una cadta pa mandásela hasta la Isla e la lla a ese
caporá Basadúa, que nuetá acá y sia ido pallá depué quiabló mal de mí. Yo te vua decí qué vas a
poné en er papé.

-Ya, tata, vua a traé papé y lápice –dijo la hija. Se metió en los interiores de la casa y poco
después regresó.

-Ponleahí, Patora –dijo don Andrés -, que su boca esuna miera, que su diente esta miera,
su palaibra un montón de miera… miera esa mula que monta. Miera su epuela, Miera su
rebenque. Miera su sombreiro con quieanda. Mieraesa cotumbe e mieradiandá mirando tabajo
ajeno… Léemela, Patora, a ve qué fartra.

Cuando la hija acabó de leer, don André tenía un gesto de duda como si ya no confiara del
todo en sus propias palabras.

-Oye, Patora –dijo finalmente, quítale un poco e miera a ese papel.

Los de abajo4
-¡Oiga!, ¿y quién lo insiñó a curar?... ¿Y pa qué jirvió el agua?... ¿Y los trapos, pa qué los
coció?... ¡Mire, mire cuánta curiosidá pa todo!... ¿Y eso que se echó en las manos?...
¡Pior!... ¿Aguardiente de verás?... ¡Ande, pos yo creiba que el aguardiente no más pal
cólico era güeno!... ¡Ah!... ¿De moo es que usté iba a ser dotor?... ¡Ja, ja, ja!... ¡Cosa de
morirse uno de risa!... ¿Y por qué no le regüelve mejor agua fría?... ¡Mi’ qué cuentos!...
¡Quesque animales en el agua sin jervir!... ¡Fuchi!... ¡Pos cuando ni yo miro nada!…

Rayuela5
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en
salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las

4 AZUELA, Mariano: “Los de Abajo”, en Obras completas de Mariano Azuela I, México, FCE, 1993, p. 337.

5 CORTÁZAR, Julio: Rayuela, México, Alfaguara, 1992, p. 403.


incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al
nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando,
reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han
dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en
un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara
suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los
encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa
convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios
del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta
del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las
marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas
gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.»

El cartero de Neruda6
Crecido entre pescadores, nunca sospechó el joven Mario Jiménez que en el
correo de aquel día habría un anzuelo con que atraparía al poeta. No bien le había
entregado el bulto, el poeta había discernido con precisión meridiana una carta
que procedió a rasgar ante sus propios ojos. Esta conducta inédita, incompatible
con la serenidad y discreción del vate, alentó en el cartero el inicio de un
interrogatorio, y por qué no decirlo, de una amistad.
-¿Por qué abre esa carta antes que las otras?
-Porque es de Suecia.
-¿Y qué tiene de especial Suecia, aparte de las suecas?
Aunque Pablo Neruda poseía un par de párpados inconmovibles, parpadeó.
-El Premio Nobel de Literatura, mijo.
-Se lo van a dar.
-Si me lo dan, no lo voy a rechazar.
-¿Y cuánta plata es?
El poeta, que ya había llegado al meollo de la misiva, dijo sin énfasis:
-Ciento cincuenta mil doscientos cincuenta dólares.
Mario pensó la siguiente broma: «Y cincuenta centavos», mas su instinto reprimió
su contumaz impertinencia, y en cambio preguntó de la manera más pulida:
-¿Y?

6 SKÁRMETA, Antonio: El cartero de Neruda, 4ª. ed., Barcelona, DeBolsillo, 2004, pp. 21-27.
-¿Hmm?
-¿Le dan el Premio Nobel?
-Puede ser, pero este año hay candidatos con más chance.
-¿Por qué?
-Porque han escrito grandes obras.
-¿Y las otras cartas?
-Las leeré después -suspiró el vate.
-¡Ah!
Mario, que presentía el fin del diálogo, se dejó consumir por una ausencia
semejante a la de su predilecto y único cliente, pero tan radical, que obligó al
poeta a preguntarle:
-¿Qué te quedaste pensando?
-En lo que dirán las otras cartas. ¿Serán de amor?
El robusto vate tosió.
-¡Hombre, yo estoy casado! ¡Que no te oiga Matilde!
-Perdón, don Pablo.
Neruda arremetió con su bolsillo y extrajo un billete del rubro «más que regular».
El cartero dijo «gracias», no tan acongojado por la suma como por la inminente
despedida. Esa misma tristeza pareció inmovilizarlo hasta un grado alarmante. El
poeta, que se disponía a entrar, no pudo menos que interesarse por una inercia
tan pronunciada.
-¿Qué te pasa?
-¿Don Pablo?
-Te quedas ahí parado como un poste.
Mario torció el cuello y buscó los ojos del poeta desde abajo: -¿Clavado como una
lanza?
-No, quieto como torre de ajedrez.
-¿Más tranquilo que gato de porcelana?
Neruda soltó la manilla del portón, y se acarició la barbilla.
-Mario Jiménez, aparte de Odas elementales tengo libros mucho mejores. Es
indigno que me sometas a todo tipo de comparaciones y metáforas.
-¿Don Pablo?
-¡Metáforas, hombre!
-¿Qué son esas cosas?
El poeta puso una mano sobre el hombro del muchacho.
-Para aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir una cosa
comparándola con otra.
-Deme un ejemplo.
Neruda miró su reloj y suspiró.
-Bueno, cuando tú dices que el cielo está llorando. ¿Qué es lo que quieres decir?
-¡Qué fácil! Que está lloviendo, pu’.
-Bueno, eso es una metáfora.
-Y ¿por qué, si es una cosa tan fácil, se llama tan complicado? –Porque los
nombres no tienen nada que ver con la simplicidad o complicidad de las cosas.
Según tu teoría, una cosa chica que vuela no debiera tener un nombre tan largo
como mariposa. Piensa que elefante tiene la misma cantidad de letras que
mariposa y es mucho más grande y no vuela –concluyó Neruda exhausto. Con un
resto de ánimo, le indicó a Mario el rumbo hacia la caleta. Pero el cartero tuvo la
prestancia de decir:
-¡P’tas que me gustaría ser poeta!
-¡Hombre! En Chile todos son poetas. Es más original que sigas siendo cartero.
Por lo menos caminas mucho y no engordas. En Chile todos los poetas somos
guatones.
Neruda retomó la manilla de la puerta, y se disponía a entrar, cuando Mario
mirando el vuelo de un pájaro invisible, dijo:
-Es que si fuera poeta podría decir lo que quiero.
-¿Y qué es lo que quieres decir?
-Bueno, ése es justamente el problema. Que como no soy poeta, no puedo decirlo.
El vate se apretó las cejas sobre el tabique de la nariz.
-¿Mario?
-¿Don Pablo?
-Voy a despedirme y a cerrar la puerta.
-Sí, don Pablo.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.
Neruda detuvo la mirada sobre el resto de las cartas, y luego entreabrió el portón.
El cartero estudiaba las nubes con los brazos cruzados sobre el pecho. Vino hasta
su lado y le picoteó el hombro con un dedo. Sin deshacer su postura, el muchacho
se lo quedó mirando.
Volví a abrir, porque sospechaba que seguías aquí.
-Es que me quedé pensando.
Neruda apretó los dedos en el codo del cartero, y lo fue conduciendo con firmeza
hacia el farol donde había estacionado la bicicleta.
-¿Y para pensar te quedas sentado? Si quieres ser poeta, comienza por pensar
caminando. ¿O eres como John Wayne, que no podía caminar y mascar chiclets
al mismo tiempo? Ahora te vas a la caleta por la playa y, mientras observas el
movimiento del mar, puedes ir inventando metáforas.
-¡Deme un ejemplo!
-Mira este poema: «Aquí en la Isla, el mar, y cuánto mar. Se sale de sí mismo a
cada rato. Dice que sí, que no, que no. Dice que sí, en azul, en espuma, en
galope. Dice que no, que no. No puede estarse quieto. Me llamo mar, repite
pegando en una piedra sin lograr convencerla. Entonces con siete lenguas verdes,
de siete tigres verdes, de siete perros verdes, de siete mares verdes, la recorre, la
besa, la humedece, y se golpea el pecho repitiendo su nombre». -Hizo una pausa
satisfecho-. ¿Qué te parece?
-Raro.
-«Raro.» ¡Qué crítico más severo que eres!
-No, don Pablo. Raro no lo es el poema. Raro es como yo me sentía cuando usted
recitaba el poema.
-Querido Mario, a ver si te desenredas un poco, porque no puedo pasar toda la
mañana disfrutando de tu charla.
-¿Cómo se lo explicara? Cuando usted decía el poema, las palabras iban de acá
pa’llá.
-¡Como el mar, pues!
-Sí, pues, se movían igual que el mar.
-Eso es el ritmo.
-Y me sentí raro, porque con tanto movimiento me marié.
-Te mareaste.
-¡Claro! Yo iba como un barco temblando en sus palabras.
Los párpados del poeta se despegaron lentamente.
-«Como un barco temblando en mis palabras.»
-¡Claro!
-¿Sabes lo que has hecho, Mario?
-¿Qué?
-Una metáfora.
-Pero no vale, porque me salió de pura casualidad, no más.
-No hay imagen que no sea casual, hijo.
Mario se llevó la mano al corazón, y quiso controlar un aleteo desaforado que le
había subido hasta la lengua y que pugnaba por estallar entre sus dientes. Detuvo
la caminata, y con un dedo impertinente manipulado a centímetros de la nariz de
su emérito cliente, dijo:
-Usted cree que todo el mundo, quiero decir todo el mundo, con el viento, los
mares, los árboles, las montañas, el fuego, los animales, las casas, los desiertos,
las lluvias...
-... ahora ya puedes decir «etcétera».
-... ¡los etcéteras! ¿Usted cree que el mundo entero es la metáfora de algo?
Neruda abrió la boca, y su robusta barbilla pareció desprendérsele del rostro.
-¿Es una huevada lo que le pregunté, don Pablo?
-No, hombre, no.
-Es que se le puso una cara tan rara.
-No, lo que sucede es que me quedé pensando.
Espantó de un manotazo un humo imaginario, se levantó los desfallecientes
pantalones y, punzando con el índice el pecho del joven, dijo:
-Mira, Mario. Vamos a hacer un trato. Yo ahora me voy a la cocina, me preparo
una omelette de aspirinas para meditar tu pregunta, y mañana te doy mi opinión.
-¿En serio, don Pablo?
-Sí, hombre, sí. Hasta mañana.
Volvió a su casa y, una vez junto al portón, se recostó en su madera y cruzó
pacientemente los brazos.
-¿No se va a entrar? -le gritó Mario.
-Ah, no. Esta vez espero a que te vayas.
El cartero apartó la bicicleta del farol, hizo sonar jubiloso su campanilla, y, con una
sonrisa tan amplia que abarcaba poeta y contorno, dijo:
-Hasta luego, don Pablo.
-Hasta luego, muchacho.

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