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○ La visión historicista de los monumentos en tanto que patrimonio nace

aproximadamente en el siglo XVIII, a la luz de la Ilustración y hallazgos arqueológicos,


como los de las ciudades de Herculano (1719) y Pompeya (1748) que, congeladas en
un instante por la lava y perfectamente conservadas durante casi dos milenios,
tendrían grandes consecuencias para el arte y la cultura. Este redescubrimiento del
mundo clásico, con sus auténticos colores, materiales, rutinas, y hasta los huecos
dejados por las personas, inspiró una reinterpretación de la cultura clásica y fue piedra
angular del Neoclasicismo.

A lo largo del siglo XIX se establecen distintas filosofías en torno a la intervención en el


patrimonio construido, destacando las posturas dispares de Eugene Emmanuel Viollet-Le-Duc
o John Ruskin.

Viollet-Le-Duc, en términos generales, era partidario de la reconstrucción total de las ruinas,


insertando elementos nuevos que simulan ser los originales, para construir lo inacabado, e
incluso inventarlo en ausencia de planos del estado inicial.

Ruskin, por su parte, defendía que se dejara al edificio envejecer dignamente, y la naturaleza
romántica y sugerente de la ruina, si bien estaba de acuerdo en intervenciones puntuales para
evitar su colapso.

Mientras que para Viollet-Le-Duc el edificio debía mantenerse como nuevo, o como su creador
hubiera querido que quedase, Ruskin creía que el valor de un edificio radica precisamente en
su antigüedad, por lo que cualquier obra de restauración que le restara este carácter lo
destruye.

Camilo Boito fue uno de los que intentó conciliar ambas posturas, estableciendo las
primeras leyes de restauración científica moderna a través de ocho directrices. Inspiró a su
vez a Gustavo Giovannoni, quien participaría de la Carta de Atenas de 1931 y la Carta del
Restauro en 1932.

En 1964 la Carta de Venecia trató de forma más concreta la intervención en edificios


históricos y monumentos, aunque seguía siendo bastante imprecisa. Esta carta animaba a
la conservación preventiva en primer lugar, marcando las obras de restauración como
medida excepcional cuyo límite se encontraría en el momento en que empezara la
hipótesis. Además, imponía la necesidad de que, cuando fuera precisa por motivos
técnicos o estéticos (término discutible donde los haya), la intervención llevara la “marca
de nuestro tiempo”18. Sigue sin detallar, no obstante, para qué fin servirían las
intervenciones, más allá de evitar que un edificio se caiga. Aldo Rossi, en La arquitectura
de la ciudad (1966), defendía el estudio pormenorizado del entorno de los grupos
históricos para garantizar que las nuevas soluciones no desentonaran con ellos ni los
perjudicaran, analizando aspectos como sus proporciones, materialidad o geometría, de
modo que lo que se construyera de nuevo hiciera partícipe al edificio histórico de una
nueva unidad mayor que, lógicamente influiría en la visión del mismo sin necesidad de
tocarlo. Esto permitiría además que el nuevo paisaje urbano aunara lo viejo y lo nuevo de
forma armónica, algo a tener en cuenta si recordamos que en aquellos años muchas
ciudades de Europa seguían en proceso de reconstrucción tras dos guerras mundiales.

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