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El sacerdote Amasías ordena al profeta Amós que abandone Israel y no profetice más contra Betel. Amós se niega afirmando que Dios lo envió a profetizar al pueblo de Israel. Amós pronuncia una profecía contra Amasías, predijoendo que su familia morirá y él será desterrado. Esto muestra el conflicto entre el poder del rey sobre el templo y la autoridad de los profetas enviados por Dios.
El sacerdote Amasías ordena al profeta Amós que abandone Israel y no profetice más contra Betel. Amós se niega afirmando que Dios lo envió a profetizar al pueblo de Israel. Amós pronuncia una profecía contra Amasías, predijoendo que su familia morirá y él será desterrado. Esto muestra el conflicto entre el poder del rey sobre el templo y la autoridad de los profetas enviados por Dios.
El sacerdote Amasías ordena al profeta Amós que abandone Israel y no profetice más contra Betel. Amós se niega afirmando que Dios lo envió a profetizar al pueblo de Israel. Amós pronuncia una profecía contra Amasías, predijoendo que su familia morirá y él será desterrado. Esto muestra el conflicto entre el poder del rey sobre el templo y la autoridad de los profetas enviados por Dios.
Para contemplar al profeta Amós, vamos a seleccionar un
texto donde el oráculo se expresa en un contexto narrativo (el v. 10 del capítulo 7):
«Amasías, sacerdote de Betel, envió un mensaje a
Jeroboán, rey de Israel: -Amós está conjurando contra ti en medio de Israel; el país ya no puede soportar sus palabras. Así predica Amós: 'A espada morirá Jeroboán, Israel marchará de su país al destierro'. Amasías ordenó a Amós: -Vidente, vete, escapa al territorio de Judá; allí puedes ganarte la vida y profetizar. Pero no vuelvas a profetizar contra Betel, que es el santuario real y nacional. Respondió Amós a Amasías: -Yo no soy profeta ni del gremio profético; soy ganadero y cultivo higueras. Pero el Señor me arrancó de mi ganado y me mandó ir a profetizar a su pueblo, Israel. Pues bien, escucha la palabra del Señor: 'Tú me dices: No profetices contra Israel, no vaticines contra la casa de Isaac. Pues el Señor dice: tu mujer será deshonrada en la ciudad, tus hijos e hijas morirán a espada; tu tierra será repartida a cordel, tú morirás en tierra pagana, Israel marchará de su país al destierro» (/Am/07/10-17).
Éste es el texto. Aquí se plantea un problema de
competencias en un ámbito espacial. Para entender el texto es indispensable explicar el problema de las competencias y la relación entre los ámbitos del espacio. Las competencias están indicadas por los cargos de los personajes que intervienen: Jeroboán, segundo rey de Israel, reino del norte; Amasías, sacerdote de Betel (santuario de la parte meridional de dicho reino); y Amós, profeta de Judá, en el sur, enviado por Dios a Israel, en el norte. Dirige los acontecimientos Yahvé, el Señor, que envía a su profeta con la misión de transmitir sus oráculos. Lo importante no son las personas, sino los cargos que desempeñan: rey, sacerdote, profeta, con un sistema de relaciones entre sí. El sacerdote es un empleado del rey. Este ha levantado los templos nacionales de Betel y de Dan como santuarios en los extremos norte y sur de su reino y ha nombrado sacerdotes nuevos de una casta popular. Los sacerdotes son funcionarios reales nombrados por él, como en otros tiempos la Majestad del Rey Católico nombraba obispos y sacerdotes, que de alguna manera venían a ser funcionarios reales . En este caso, el rey controla al sacerdote al servicio del templo real. El rey representa a la nación, y su sacerdote es simplemente un funcionario, acepta esa función y sigue las directrices reales con miras a la seguridad de la casa real. Lo dice expresamente el texto. Este es el sistema de las relaciones rey-sacerdote. El profeta que aparece es un profeta no manejable. Es extranjero y viene de Judá. No es funcionario ni del rey de Judá ni del rey de Israel. Tampoco está sometido al sacerdote . Pero surge un problema de competencias, porque este profeta viene de fuera y quiere profetizar en el templo de Betel, cuya competencia incumbe al sacerdote. Hay colisión entre la competencia del profeta y la del sacerdote, y éste no está dispuesto a tolerar competencias superiores y extrañas. Si el profeta se resigna a aceptar una competencia subordinada y adaptarse a las normas del país y del templo, podrá ejercer su ministerio; de lo contrario, tendrá que callar. El rey es el soberano que controla todo, incluido el profeta, aunque no directamente, sino a través del sacerdote. Al rey le molesta la palabra profética de ese intruso, y no la acepta. Este es el juego de relaciones, y la pregunta que surge es: ¿quién es el más competente? Amós reclama para sí la suprema competencia, por hablar en nombre de Dios, que está por encima de todos. Pero resulta que se ha metido en terreno ajeno, creando una especie de problema jurisdiccional. Es el problema del recinto, tema central dentro de la narración. El recinto del templo de Betel es un recinto sagrado, consagrado a la divinidad que allí se venera en la imagen de un toro. Ese recinto sagrado concentra toda la sacralidad y presencia de Dios en la ciudad y en toda la nación, porque Betel viene a ser como el centro. Religiosamente, existen dos polos, norte y sur, que se sitúan elípticamente en Betel, en Dan. El recinto del templo en la capital y el recinto de la nación son dos recintos cerrados, perfectamente controlados. Lo que sucede en el templo desborda de algún modo e influye en todo el territorio nacional. Pero sucede que desde fuera de esos recintos, perfectamente delimitados, irrumpe inesperadamente algo nuevo, imprevisto, que viene a abrir una brecha en lo amurallado. Es como una bomba que puede estallar. Ese profeta extranjero se presenta con una intención posesiva del recinto, para llenarlo y desbordar a todo el territorio nacional. «Ni el templo ni el país pueden ya contener sus palabras», se dice. ¡Y esto no se puede tolerar! Se ha colado una realidad intrusa y extranjera que se convierte en amenaza para los recintos del templo y del país. ¿Qué hay que hacer? Hay que desactivar cuanto antes esa bomba que nos han lanzado desde fuera. No habrá violencia física; ese profeta no será aniquilado por el rey, corriendo la misma suerte que otros profetas. El procedimiento será un sencillo decreto de expulsión: será declarado persona non-grata, un extranjero indeseable al que se pone el pasaporte en la mano conminándole a abandonar el país en el plazo de pocas horas. -¡Es que tiene la palabra de Dios! -Aquí no hay sitio para esa palabra. Porque, si dejamos espacio libre a esa palabra, saltará por el aire Betel y toda la nación. Urge defender y garantizar la seguridad nacional contra la palabra de Dios. Éste es el mecanismo del juego que encontramos en el texto. Amós se ve obligado a aceptar y, quizá, marcharse. Se enfrenta con la violencia física de las órdenes del soberano. Pero es poseedor de la palabra de Dios y responde con un nuevo oráculo. Habla en él, precisamente, sobre esa pretendida seguridad del rey, del recinto y de la nación. Esa palabra de Dios que han rechazado es la que los condena: la reina será deshonrada, los hijos morirán, el rey irá al destierro perdiendo el territorio que quería defender. De esta manera establece Amós la competencia de la palabra de Dios como instancia suprema. Con los cambios de dinastía y el destierro termina el reino septentrional, sin más resto que los grupos de samaritanos. Es un problema central cuyas implicaciones se comprenden mejor echando una nueva mirada al texto de la profecía. Hay tensión entre fuerzas de competencias proyectadas sobre el espacio sagrado y cúltico donde resuena la palabra de Dios. Expulsión de unos, destierro de otros ... ; todos son elementos que entran en el juego de esta narración. Amós está proclamando la palabra de Dios, pero Amasías le denuncia ante el rey, atribuyéndole intenciones políticas: está conjurando contra ti en medio de Israel, y el país no lo puede soportar. Y el rey, por medio de Amasías, conmina al profeta, prohibiéndole profetizar y ordenándole abandonar el país: ¡vete a Judá y no vuelvas a profetizar en Betel! El rey tiene autoridad para cerrar las puertas a la palabra de Dios, y el pueblo tiene derecho a defenderse contra ella. ¿Razón? El templo es propiedad del rey y es santuario nacional. El profeta se protege invocando la misión directa recibida de Dios: él no pertenece a ningún gremio de profetas, pero el Señor le arrancó de su ganado y le mandó a profetizar a Israel. Es un dato importante. Los habitantes del reino del norte son pueblo de Dios y no propiedad del rey. No se trata del templo, sino del pueblo; y el pueblo es de Dios y no del rey. El Señor no abandona a su pueblo del norte, aunque condene a las dinastías. Ni Jeroboán ni Amasías tienen derecho a interceptar la palabra de Dios, que se hace oir por la voz de un profeta del sur que ni está indoctrinado ni es funcionario real. Viene enviado directamente por Dios, con libertad e independencia, para anunciar su palabra al servicio del pueblo. Y, como el rey se opone, el profeta pronuncia un oráculo especial contra él: tu mujer será deshonrada, tus hijos e hijas morirán a espada, tu tierra será repartida a cordel entre los nuevos colonos, y tú morirás en tierra extranjera. No sabemos si el profeta tuvo que volver a Judá, pero el oráculo nos obliga a examinar el orden de competencias en Israel. En la antigüedad, los poderes no estaban tan delimitados como ahora. En la cultura occidental, sobre todo a partir de Stuart-Mill (1806-73), se hace un esfuerzo muy grande por separar los poderes y afianzar la independencia entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, garantía para el buen funcionamiento de un régimen democrático. En la antigüedad no estaba tan claro. Generalmente, el ejecutivo y el judicial iban unidos, porque gran parte del poder ejecutivo consistía en allanar conflictos y solucionar pleitos. Pero había otras realidades. Junto a la magistratura y el poder real, estaba el sacerdocio como grupo de poder y autoridad, realidad idealmente evitable en una organización política moderna. El poder sacerdotal -clerical- debe ser una fuerza o realidad ajena al poder político. Estos campos, bien delimitados entre nosotros, no lo estaban tanto en Israel. Salomón, por ejemplo, es el gran patrón del templo, bendice en él e interviene en el nombramiento de sacerdotes. Como en nuestra propia historia. En tiempos de Trento, el concilio se convoca a instancias principalmente del emperador Carlos V, para bien de la cristiandad. Pero a partir del siglo XVII se tiende a deslindar e independizar los poderes. En el AT encontramos ya un intento de definir y delimitar de alguna manera el sacerdocio, la magistratura y el rey. Pero queda lo más importante: el profeta. Se encuentra todo descrito en los capítulos 17 y 18 del Deuteronomio. En nuestra «Nueva Biblia Española» hemos cuidado mucho los títulos, con el fin de orientar. En 17,8 ponemos: «Tribunal del templo». Es una de las actividades sacerdotales cuando el pueblo apela al templo. Poco después, en el verso 14 titulamos: «Sobre el rey». Existe una legislación sobre el rey. El no puede legislar, porque la ley es de Dios y viene del Sinaí. El rey puede dar normas, disposiciones.... pero no puede tocar la constitución: eso es cosa de Dios. Lo que el rey tiene que hacer es conocer, meditar y hacer cumplir la ley; es un ejecutivo, no un legislativo. Y la ley previene contra los peligros de acumulación de dinero, del lujo de la corte y de sus repercusiones negativas para la nación. En el capítulo 18 se detalla la legislación sobre los sacerdotes. La magistratura ha aparecido en el tribunal del templo. Hay unos magistrados bien formados que pueden dirimir los pleitos. Se detallan los servicios que deben prestar los sacerdotes y levitas, los recursos de que pueden vivir, etc. Son los tres poderes: el del sacerdocio, que es sagrado; el judicial de la magistratura; y el ejecutivo del rey y sus ministros. ¿Queda algo? Queda la instancia suprema, que está por encima de todo: el profeta, porque es la palabra de Dios, que no puede estar subordinada a nadie y tiene que ser libre e independiente. Dios nombra y envía al profeta, que recibe el mensaje de Dios sin que pueda hablar por sí mismo. Es la instancia máxima. El capítulo 18 es un importante texto clásico en el que se inspira la literatura posterior del libro de los Macabeos y del NT.
«Cuando entres en la tierra que va a darte el Señor, tu
Dios, no imites las abominaciones de esos pueblos. No haya entre los tuyos quien queme a sus hijos o hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos ni nigromantes. Porque el que practica eso es abominable para el Señor» (Dt 18,9-12).
Este texto es como un esfuerzo por elaborar un catálogo
de poderes ocultos, irracionales y engañosos, que sirven para manipular y crear confusión. Hay una alusión a la quema de los hijos e hijas en honor de la divinidad, tal como se practicaba en el Valle de Ginón, en el Tefat o Tefet. Luego se enumera una serie de prácticas espiritistas, mágicas, astrológicas... que pretenden adivinar el futuro oculto para explotación de los ingenuos, prácticas inmorales y confusión de valores. Todo eso es turbio, abominable, intolerable en Israel. La pitonisa de la cueva de Endor, a la que va a consultar Saúl, reconoce al rey e inmediatamente se pone en guardia, porque sabe que esa actividad está prohibida en Israel (1 Sam 28).
«Sé íntegro en tu trato con el Señor tu Dios; esos pueblos
que tú vas a desposeer escuchan a astrólogos y vaticinadores, pero a ti no te lo permite el Señor tu Dios. Un profeta de los tuyos, de tus hermanos, como yo [habla Moisés], te suscitará el Señor tu Dios; a él escucharás. Es lo que pediste al Señor tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea: 'No quiero volver a escuchar la voz del Señor mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio, para no morir'. El Señor me respondió: 'Tienes razón . Suscitaré un profeta de entre tus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá. Y si preguntas: ¿Cómo distinguir si una palabra no es palabra del Señor? Cuando un profeta hable en nombre del Señor y no suceda ni se cumpla su palabra, es algo que no dice el Señor; ese profeta habla por arrogancia, no le tengáis miedo'» (Dt 18,13-22).
Hay dos caminos radicalmente opuestos para encauzar la
vida del hombre. Los pobladores de la zona acuden al ocultismo, la astrología, la magia... para dirigir la vida racional del hombre, sin conseguir más que pervertirla. Dios ha dado al hombre el medio de la razón, y a su pueblo le ha dado además, como don y carisma, la profecía. El profeta de Dios no se sirve de la palabra, sino que se hace servidor de ella; ni dispone de Dios a su antojo, sino que se deja manejar por él. Por eso es inmanejable. Y si intenta hablar en nombre propio, inventar el oráculo o manipularlo, incurre en delito capital y debe morir, porque no ha servido a la palabra de Dios. Es un esfuerzo modesto de codificación inicial donde aparecen los perfiles diferenciados de las diversas instancias. Esta es la suprema. Amós se enfrenta al rey, como hizo Natán. Todo el pueblo murmura y hace sus comentarios, pero ¿quién se atreve a ir a David en el caso de Betsabé y Urías? Natán lo hace con valentía y cautela, con la historia aquella del pobre y su ovejita querida y el abuso de poder del rico. También Jeremías se enfrenta al rey y a sus ministros, así como a la clase sacerdotal, sumisa a los caprichos del rey. Esta actividad profética es un elemento muy importante en la legislación de Israel y evidencia su función insobornable, porque no es propiedad del hombre, sino encomienda de Dios. Jeremías la acepta así y se atreve a profetizar incluso contra el templo; por eso quieren condenarlo a muerte. Y la palabra de Dios está por encima del templo. PD/ESPADA PROFETA/FUNCION: Ésta es la visión del AT. El hombre necesita algo externo, fuera de él, que se enfrente directamente a él. Hay en el hombre una reserva casi inagotable de mecanismos de autodefensa para autosugestionarse y una ilimitada capacidad de engañarse a sí mismo. Hay ocasiones en que acepta de grado ser engañado, o incluso busca sutiles sinrazones para quedar contento. Sólo una valiente disciplina ascética le capacita para ese gesto de enfrentarse a cara abierta consigo mismo, aunque duela. Los agentes externos pueden facilitarle dolorosamente ese gesto. El enemigo puede atinar a descubrir con una palabra lo que el sujeto se empeña en tapar o no se atreve a descubrir. La palabra de Dios tiene la virtud de producir ese efecto de enfrentar al hombre consigo mismo, tanto a nivel individual como colectivo, porque también la colectividad se sugestiona y se engaña. Esa es la función del carisma profético: desenmascarar, desengañar, iluminar la verdad. ¿Cómo llega a nosotros la palabra de Dios? ¿Se han acabado los profetas? Al leer la palabra revelada anunciamos que es palabra de Dios. Y como expresión de agradecimiento repetimos: ¡Te alabamos, Señor! En ver en qué sentido llega a nosotros la palabra profética consiste el último paso: hacer la trasposición de la palabra revelada a nuestras vidas. Hemos conocido diversas épocas y tensiones en la milenaria historia de la Iglesia. La palabra de Dios no ha desaparecido ni puede desaparecer. Podría hacerse una revisión histórica para comprobar cómo se ha tratado la palabra de Dios, v.gr., en la Edad Media, o en la época de Trento, etc. Saltamos el proceso histórico para caer en el momento presente. El último concilio hizo un gran esfuerzo por restablecer la palabra de Dios abriendo las ventanas al soplo del Espíritu . ¡Y se desordenaron los papeles, que descansaban en ordenado reposo! Pero hay que gozarse en la fiesta de la danza de los papeles, con tal de que entre el soplo del Espíritu. Para unos lo importante es el orden de los papeles; otros piensan que lo bonito es la danza del viento. El Concilio abrió las puertas y ventanas de ese recinto en que todo estaba calculado, legislado y previsto; pero la palabra de Dios es, por definición, imprevisible. El hecho adoptó muchas formas, y una de ellas puede ser ésta: quinientas, seiscientas... personas aquí reunidas. ¡Hace treinta años era impensable! Nos vamos a fijar en una de esas formas, que es la ordenación del recinto cúltico. Se puede imaginar en términos de espacio, y es el templo. Para hacer resonar la palabra se abre el templo o, en sentido teológicamente más auténtico, no el templo en su materialidad, sino el pueblo reunido en él para la celebración litúrgica. Hay una zona reservada para la palabra de Dios, liturgia de la palabra. ¿Qué peligros hay que evitar? Lo primero es un contexto litúrgico compuesto de palabra y rito, significado por P. Es un hecho normal en cualquier religión. Los actos de la celebración cúltica tienen una parte dramática de acción: el ritual, la danza sacra, la ofrenda, los movimientos, la procesión... Y tiene otra parte que acompaña y explica lo que se hace: es el rito-mito, la palabra que explica y justifica lo que se va haciendo. Es una estructura primaria que aparece en muchas religiones, incluso de pueblos primitivos. En este caso la palabra P no es palabra de Dios. Es simplemente palabra humana como componente del acto litúrgico; es un aspecto del rito. Siendo una realidad cerrada en sí misma, todo lo que se dice queda completamente controlado, porque todo está previsto en el ritual: qué hay que decir, cómo se debe hacer... No hay instancia venida desde fuera. En consecuencia, todo se anquilosa, perdiendo su valor. En Israel la palabra profética viene desde fuera, y la designamos por PR. Esa palabra puede romper todos los esquemas rituales, como en el caso de Betel. La palabra irrumpe desde fuera, sin dejarse dominar ni controlar; y, naturalmente, molesta. Pero es la única que puede salvar. PD/RITO/DIFERENCIA: Nuestra liturgia tiene, teóricamente, la estructura clásica de rito y mito: «tomando el pan en sus manos levantó los ojos...» Tenemos esa estructura primaria, que explica lo que se hace. Pero en nuestra liturgia, y a diferencia de aquéllas, eso no lo es todo. Queda entre nosotros un espacio abierto a la palabra profética, palabra de Dios, liturgia de la palabra. En ese momento puede entrar algo inesperado que se enfrenta con nosotros y es incontrolable. Esto es en teoría, porque en la práctica se puede deformar y controlar cerrando astutamente la curva y convirtiendo la palabra de Dios en una pieza más de la liturgia: en aquel tiempo ... ; palabra de Dios... alguien explica algo que no se entiende en la lectura y... ¡nada más! Se ha domesticado, ritualizado la palabra; ya no es palabra de Dios. Cuando no suena como palabra de Dios dirigida a nosotros, ni se enfrenta ni produce molestia o dolor, sino que se ha convertido en un componente mecánico del rito, ya no es palabra de Dios. Toda palabra de Dios tiene que tener carácter profético, y el Evangelio mucho más. El Evangelio es palabra profética mucho más ardiente y explosiva. El esfuerzo consiste en exponerse a la palabra de Dios en el momento del rito. ¡Y es muy expuesto exponerse a la palabra de Dios! Este es el esquema del funcionamiento o mecanismo. Lo hemos visto en Betel, en Amós. El aspecto dinámico permanece en el NT mucho más que en el Antiguo. En eso no hemos cambiado. Tiene que permanecer en nosotros una palabra de Dios como palabra proféticA, como una instancia superior, externa, de enfrentamiento. En la Constitución «Dei Verbum» habla el Vaticano II de la revelación, y enseña que el Magisterio no está por encima de la palabra, sino al servicio de ella (DeI Verbum, 10,2). La palabra, por tanto, no es algo aleatorio, sujeto a la libre interpretación: yo la entiendo y dispongo lo que se ha de leer y lo que se debe omitir. Hay que ser muy cautos al citar el Magisterio, porque el Magisterio dice expresamente que la palabra está por encima de él mismo. Tanto el AT como el NT están siempre dispuestos a irrumpir y hacerse actualidad de maneras insospechadas, aunque nunca serán palabra totalmente nueva; siempre llevará una referencia al Evangelio, a San Pablo, a San Juan... Nunca tendrá una novedad total, porque la última palabra es Cristo, y todo lo demás será eco o resonancia de esa Palabra. Hay que ir detectando esos ecos, precisando los matices de esa Palabra hasta el final . Nunca debe leerse la palabra por curiosidad, sino para detectar el dinamismo de Cristo y ver cómo se hace mensaje en un momento concreto, de acuerdo con el Evangelio. Con este fin busca la liturgia coherencia entre las lecturas.
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MENSAJES DE LOS PROFETAS MEDITACIONES BÍBLICAS SAL-TERRAE. SANTANDER-1991. Págs. 143-153