Está en la página 1de 11

A MILLON ce.

EL AIRH I-RI;SC,Ome pone a vibrar la punta metálica de la nariz y


se pega y corre por los laterales acariciándolos como a unos
mismos brazos desnudos y con insistencia golpea hasta dar una
nota en mis ojos de neblina y en la gran visión central, siempre
atenta a la voz del fluido, ahora con aspecto gris de ciego por-
que ya el sol, y se aprieta sobre esta parte de lo que seguramen-
te son las piernas, pero que casi no siento así porque giran
como locas o se abren y se cierran o nada más se pegan del
pavimento con las plantas de cuadrícula en las curvas a toda,
decididas a no dejarse atropellar por una pared o una defensa
de rayas amarillas y negras, y sobre todo nacidas para llegar a
tiempo y todavía antes, sólo superadas por esta voz que crece
dentro de mí, protesta o se place marcando su territorio, y brin-
ca abriendo camino. — N o es la cilindrada, bróder, es asunto de
estárter (¿de qué estárter se te ocurre salir hablando ahora?);
pero, olvídate: mírame esto y dime si no es de espanto: una
curva como ésta, así, sin bajar el gas, dime si es fácil repetirla,
¡qué vacagorda!
Sentía crecer los edificios a medida que penetraba más a
fondo en la zona comercial, abierta como una boca de concreto
y avisos luminosos, dientes desechables a esta hora de la maña-
na. El DoctorMartín te va a esperar a las doce, como un favor,
¡no faltes, hijo!, siendo día domingo y todo va a decirte lo del
trabajo. Sí, anjá, sí voy, vieja. Pero, mira, teniendo fiesta y todo,
¡no faltes, hijo!, te va a hablar del empleo, y ojalá. ¿Y entonces?,
¡ya te dije oquei, vieja!
¿Sales o no sales, chiquita? Es ya. Si lo dejas para mañana, te
aplico la medicina del DoctorMartín para los que llegan tarde: te
jodiste. Al tercer rugido ya era una fiera lanzada o algo tan
139
parecido a lo que llaman una explosión en cadena, que nadie
hubiera pensado otra cosa. —Lo que te dije del estárter es co-
rrecto, pana; lo que pasa es que hay balurdos que se fijan más
bien en el chóper, en el mando de gas y en esas mariqueras;
¡cómo!, ¿y sales ahora a preguntar que de qué estárter te hablo?,
¿vas a echar la partida patrás? Ve en uno de los balcones a un
viejo en bata de baño (lo único que me faltaba: rayas negras y
amarillas, ¡guillo!) que con cara de profimdísima tristeza deja
caer algo desde arriba en una lengua centroeuropea, aunque
quizás no sea más que el vocabulario de la cuadra, pero aquélla
encaja mejor en su pelo todavía rubio y en ese aire de áspero
cansancio. —¿Te das cuenta el DoctorMartín, siendo domingo y
teniendo fiesta?, ¡no se te ocurra faltar!, hijo, para el lunes lo que
hay es ya otro en el puesto, ¿cuánto has esperado parriba y
pabajo? ¡Chao, vieja! Ahora es una especie de pavita o de more-
nitá menuda, a medio vestir (si vienes tú, es lo mismo), que
sonríe (o todavía mejor, depende de lo que sepas hacer), po-
niendo un gancho en el cabello ya acomodado en el rollo (pero
vente así, chama, en ese monoquini al revés que te gastas aho-
rita), y vuelve a sonreír (porque no me vas a negar que te pusis-
te el sostén para salir, y más nada en lo que no se te ve hacia
abajo porque lo tapa el concreto armado y ese plástico verdea-
gua tan cuchi), como diciendo: pelaste bola, pavo viejo, sigue
tu destino, no es a ti a quien espero; porque algo así dijo, segu-
ro, si es que no agregó: lo mío es una nota, de mercedes o de
mústan no bajo. El mústan te lo llevo aquí, y las mercedes tam-
bién. En el centro del último rugido salta la decisión: ¡esta chi-
quita se pintó y yo me voy palcarajo!
A Nidia le gusta salir los domingos, en bluyín y camisola los
dos, aferrada con las inanos abiertas, lentes, casco, y pidiéndo-
me al oído velocidad. No es una parrillera así nada más. Es mi
jeba, y eso me basta. ¿Pero qué te pasa bróder? ¡Cualquiera falla!
El Llanito quedaba lejos, pero no dándole gas y a esa hora libre
de tráfico, tragándose todo el aire fresco, trazando la ruta al
gusto. Por nada vayas a faltar, hijo; al DoctorMartín hay que
agradecerle ese gesto un domingo y en fiesta, ¿te das cuenta?
Mamá, por favor, aquí en la autopista, no! ¿Pero por qué me

140
fallaría Nidia justamente este domingo, cuando quería hablarte
de la vaina del DoctorMartín (no vayas a faltar) y de la vieja (si
no ya el puesto es de otro) y de esa descarga que no resiste
nadie?
De este lado le resultaba familiar el cerro afeitado: las parce-
las esperan por nuevas casas y borran el verde antiguo. Del
otro, veía como un juguete, a saltos, el río empequeñecido y
titubeante. Sólo el pavimento como gran imagen fija en el negro
claveteado del asfalto. Ya en El Llanito, la avenida principal y
una vieja fachada rezagada o provisional, de grueso azul bri-
llante. Después de hacer tronar el motor por segunda vez: hoy
es mi día (aunque es domingo y teniendo fiesta). Esa Nidia,
cuando está en lo suyo, mueve con fuerza la cabeza deaquí
parallá y el pelo se le viene a los ojos y me ciega a mí también
y entonces le corto algunos con los dientes; cuando le enseño el
trofeo me mira en silencio, sin reír, como lejana o todavía insa-
tisfecha, y ahí es donde... Por fin parece que van a abrir la
puerta. Nada. El rugido por tercera vez. Y táltima, porque llamar
más de tres veces es tan pavoso como el espejo roto o montarse
en tranvía, ¡qué vacagorda!, te hablan para una pinta o una junta
o una jira, o algo así de dos sílabas: jaula pega, joda, pinga, y
son nada menos que los tipos con los que se la pasa Yoni, y
entonces no aparece nadie; me gustaría escribir: el sistema se
hunde, haz peso, aunque Yoni diga que esa vaina es copiar a
los franceses, y cuando nadie me vea escribiré lo que vi en una
pared en Las Delicias: en el cielo tantas estrellas y en la tierra
tanto pendejo, pero seguro que van a salir con otra cosa, son
tipos chévere, pero salen con sus vainas fijas y con su mando-
neo, pero Yoni me dijo que viniera y aquí estoy, la anterior vez
la cosa fue con la policía casi encima, en la manifestación, pero
Yoni nos avisó a tiempo y nos pelamos a toda; pero ¿qué te
parece?: te dicen que vengas y no sale nadie. ¡Chao! Pero ya
dando la vuelta, se abre un palmo la puerta. Aseguradores aba-
jo, y ya junto a la pintura azul negra puede precisar la figura de
un tercio medio dormido ahí, sin camisa. ¿Qué pasó con los
chamos esos? No oía o se hacía el gafo. Me acerqué por causa
del motor encendido, si no, lo dejo colgado en su secadero. En

141
la Técnica había conocido a un tipo parecido; pero tenía el ojo
derecho desproporcionado. No han llegado, ni dejaron recado
anoche. ¡Esta es la última! ¡Qué embarque en domingo! ¿Me
entiendes? ¡Y con fiesta!, agregué, dándome cuenta de la estupi-
dez, que le puso al otro los dos ojos del mismo tamaño. Ya más
francamente entreabierta la hoja del lado acá, se asoma adentro,
medio tapada por delante con una toalla de pepas amarillas,
una flaca que recuerda a Nidia, pero ésta es más rubia, o' mejor
dicho: ésta parece rubia de verdad y Nidia es pintada, aunque
lo niegue y le caliente que yo se lo diga; y cuando se voltea para
regresar por el medio del patio interior, la diferencia se precisa
aún más: no sólo pintada, sino también con un culito más re-
dondo y presumido.
La jerga, la pausa y la vaina pueden esperar hasta el otro
domingo y entonces le meteremos de frente. La autopista es un
dulce todavía. Ya le explicaré al negro Yoni que no pude volver.
Me duele la mano derecha como si estuviera atornillada en un
mismo punto alto, de aceleración. Oye, vale, me está parecien-
do que es mejor no hablarte más del estárter, porque no lo
captas, no es cuestión de periquitos de adorno, olvídate de los
cojinetes de las bielas y de las bombas tricoides; yo te hablo de
algo más profundo, pero creo que tú estás áut, a mil quilóme-
tros luz de esta galaxia. Desde El Llanito hasta Santa Mónica
puede ser media hora, pero mucho menos (mírame esta salida
de la autopista, cogida como si fuera una fresita en la punta del
cerrito de crema, sin bajar el gas) también. Siento el pie derecho
como si tuviera una doble planta: hirviendo la de afuera, hin-
chada la de adentro.
Nidia se acuesta en tres tiempos: sin blusa, se sienta con las
piernas pegadas de esas teticas como ciruelas de huesito y los
dedos sobresaliendo del borde de la cama, se deja caer de es-
paldas en la misma posición, apoya los pies y se termina de
desnudar (poco a poco, sin usar mucho las manos, demostran-
do qué pueden las caderas) y entonces sí: se estira completa.
Lentamente sube los brazos, entreabriendo los labios y lanza el
reto de siempre: ¿y ese tigre qué? Cuando se le ocurre traer
sostén, me toca a mí, a veces con los dientes o con las uñas, que

142
se ponen torpes y calientes. Es lo que te digo, mi llave: tener
una chama así es estar en algo. ¿Cómo decirte? Es bien, ¿ves?
La salida del trébol de la autopista, tres cuadras y el balcón de
Nidia, pero sólo por última vez. Eres poco en la calle o casi
nada, te pierdes caminado entre tanta gente, vas despacio y
sientes que no puedes ir así, con las manos que se mueven
junto con las piernas y nada más, vacías, y tú allí como quien
dice sin voz, sin ponerte a valer. Es lo que quisiera explicarte,
pana. Una vez en la Universidad hubo un foro sobre una cues-
tión parecida a ésta, invitaron a un siquiatra y salió loco el tipo.
Ruedas por el centro de la calle y todo cambia: eres tú el dueño
de correr, viendo las manos y las piernas vacías de los otros que
caminan y nada más, te sientes con algo tuyo y distinto; y si le
pisas y agarras velocidad, libre, con el aire que te dan todos los
mecanismos juntos, puedes ir adonde quieras, llegar antes que
los demás, todo te pertenece, únicamente debes confiar que
cada una de tus conexiones esté correcta, que no te falle la
electricidad y que la gasolina no deje un momento de alimen-
tarte. Esa es la verdadera diferencia, bróder, y no ponerse a
discutir las apariencias del azul metálico o de las platinas ultra-
bráit.
Le doy cinco minutos, y va bien. El reloj recuerda que se va
acercando la hora del DoctorMartín (no vayas a faltar, me lo
prometiste; duérmete, vieja, o cállate un rato, ¿sí?), así como la
gente más numerosa ahora en las aceras, en la cafetería de la
esquina, y los carros que como de costumbre pretenden adue-
ñarse de la calle y apretujarlo todo. Se alza una y otra vez el
rugido familiar. Ya era casi de noche cuando a Nidia se le ocu-
rrió que nos bañáramos desnudos en una playa solitaria por los
lados de Mare, la arena tan suave, pero sobre todo ella'', apreta-
dita al acostarse de pronto con frío; habíamos corrido de un
lado para otro y estaba tan oscuro que después no encontrába-
mos la ropa. El balcón abierto: una posibilidad. Al sacar un
cigarrillo, los dedos palparon, al lado, el paquete mínimo que le
dio el gordo Jotacú (dos te alcanzan, me verás más pronto de lo
que piensas; sí, claro, pero lo que realmente me revienta de él
es esa risita gorda que se le pega a uno de la ropa). Ve pasar a
143
la mamá de Nidia por el ventanal abierto. Lo único que me
faltaba, un desfile de domingo; pasó la vejuca, ¿cuándo la hijita?
Chupa el humo como si se tratara del paquetico, que de nuevo
toca suavemente, con tacto de precio respetado. El balcón esta-
ba decidido a no responder. Esa se fue de parrillera y yo sé con
quién; ¡siempre ha sido una de esas bichas para levante en el
camino y más nada! Cae el cabo del cigarrillo al suelo y antes
del respiro final, ya quemando el filtro, lo ahoga la bota (las
normas dicen que debe tener suela de cuero y placa metálica
para pisar el freno). En el bolsillo de algodón hindú, la tenta-
ción definitiva del rollo de papel encerado —así se conservan
secos, chico; no los saques al aire sino cuando estés listo para el
viaje. La fuerza del rugido final acompañó el salto, caballo en
dos patas, que escandalizó a dos viejos italianos que cruzaban
la calle, sintiendo el roce del aire caliente, y se redujo de inme-
diato unos cincuenta metros más allá.
¿A quién se le ocurre preocuparse porque la empuñadura sea
de goma suave como un colchoncito y la palanca de embrague
parezca un pedazo de cabilla recto y frío? Sí, frío como el que
sientes en la mañanita si no te avispas y no traes un suéter. Lo
que llaman manillar alto es igual a manubrio de cincuenta cen-
tímetros parriba, y es igual a tener los brazos muy largos o a
caminar tratando de acostarse de espaldas; manubrio elevado y
abierto: cachoevaca, abajo y cerrado: cachoecarnero, el más
extendido y hacia atrás: soiunrebelde Qte acuerdas de la pelícu-
la?); o como quieras llamarlos; aquí sí puedes decidir el largo de
tus huesos. TX-500: cuatro tiempos, Trident: tres cilindros y se-
tencientoscuarenta cecé, RE-5: motor rotatorio: el disparo de la
bujía desata los gases y ahí se mueve todo, mientras el rotor fija
los ciclos. Nidia no se sienta en k'parrilla, ella es mi parrilla, y
por eso la llevo aquí aunquele pegue la arrechera colorada que
se le ve en la cara cuandcftiene que hacer algo obligada. ¿Y qué
es lo que no hace ese culito travieso en la playa, en la cama y
donde me dé la gana? ¡Y ahora me sale con esto! ¡Pues no me la
calo! La experiencia te va diciendo que a todo gas es mejor usar
algodones en los oídos (la voz crece adentro y las palpitaciones
resuenan) y que la cinta de los lentes debe ser a prueba de agua

144
para que no se afloje con la lluvia; o todo se resuelve con el
casco y su colchoncito adentro, como para dormirse de orejas.
Pero esas son vainitas que vas aprendiendo solo; que si sacas la
rodilla, hacia qué lado inclinarte, a no dejarte caer ahí como un
quilo de carne. Alpina, Interesteit, Pursán, Capra, Bersair; nom-
bres que se vienen a la cabeza como caras conocidas. Nidia
parece que fuera corriendo adelante, muy lejos, escapada; pero
en verdad viene ahí detrás. Aunque es lo mismo, porque igual
no la veo. ;
Ahora el ritmo es groseramente lento (a Nidia le choca ir
despacio). Vueltas y vueltas haciendo tiempo para llegarle al
DoctorMartín a la hora precisa. No faltes, hijo; está bueno,
mamá, estoy en tu onda, pero pon a descansar tu lengüita. Las
doce y ahí está la quinta (Nidia hubiera dicho que eso de traba-
jar con el DoctorMartín era entrar en el sistema, tanto como esa
desvergonzada costumbre de ser puntual). Se acercó Doctor-
Martín, ¿tú te acuerdas de róber míchun en «El señor de las islas»,
con collar de flores en el pescuezo y todo? («Aunque en cierto
modo informal, resultó uno de los partís más animados en lo
que va del año, con asistencia de gente in, familiares y amista-
des sociales, que para eso el cumpleañero las tiene así, por
montones. Allí estaba tutilimundi»). Mira, vale, ¿ya llegaste?
¿Cómo está tu vieja? («Aquello estaba ful de caras conocidas»).
Ya sabrás que cuando ella trabajó en mi casa... La voz del Doc-
torMartín no impedía ver más allá los hermosos apamates del
jardín, cargados de flores («Clovis, la señora en jefe de la casa,
destacando entre tantas damas chic, como siempre amable,
gentil y con su acostumbrada elegancia, esta vez en una bata
tipo chifonié azul petunia di-vi-no»), la grama recién cortada y
olorosa, las mesitas con pudorosos manteles blancos («Nota de
primerísima cordialidad y de esa alegría espontánea que crece
al calor de ricos néctares en preciosos decánters y de manjares
tan apetecibles y tan dignos de elogio por su esmerada confec-
ción, que si no fuera porque en la actualidad hacemos la dieta
de la p —confesamos que no podemos escapar a la vanidad de
la línea— todavía estaríamos allá»), los primeros invitados que
ya tintineaban el hielo en los vasos de güisqui («Es asombroso

145
cómo puede reunir a tanta gente-gente un onomástico —liasta
algunos que se codean con el yetsét internacional—, aunque si
se piensa en quien llegaba a sus ticinco fácilmente se compren-
de...»); y era sin duda más divertido que oír lo mismo o algo
parecido: si te presentas mañana a primera hora, ahí te estrenas
como nuevo mensajero motorizado de la compañía, ¿oquei?
(«Auguramos al cumpleañero dicha y felicidad hasta por lo
menos el doble de los que tiene. ¡Ay, Dios!, ¿le parecerán sufi-
cientes, o pocos todavía?, porque es insaciable, figúrense que
sus íntimos lo llaman el Lobo, ¡guaaau!»); dale saludos a tu vieja.
La tuya, pensé decirle, pero era realmente de la mía de la que
hablaba; no vayas a faltar, hijo, y le das las gracias de mi parte;
y no era que yo no la entendía, claro que sí, además...; cuando
dejé la casa del DoctorMartín y me fui a trabajar a la Maternidad,
no era brava ni nada, sino que la familia se fue dos años a
Europa, por entonces a él lo habían nombrado embajador («La
fiesta jaguayana se hizo toda en los primorosos jardines de la
residencia; casi nadie entró a la espléndida mansión, sólo algu-
nos habitúes no quisimos perdernos la ocasión de ver de nuevo
la fabulosa colección de piezas de cristal de Bohemia que el
incansable viajero ha ido recolectando por las Europas y entre
los grandes dílers de Niuyork y Maiámi, en sus turs anuales.
Algo realmente so-ña-do»); sí, vieja, gracias DoctorMartín («El
conjunto jaguayano, fuera o no de la propia Guaiquiquí, lo
cierto es que le daba sabor al hulahula para bailar —después
vino la infaltable salsa para que danzaran los puretos y también
algunos todavía jóvenes—), mientras la nota criolla la pusieron
los excelentes muchachos del grupo Didéivils —todos vestidi-
tos de rojo, como debe ser—, que tocaron un joropo con guita-
rra eléctrica y que nos regalaron con una versión inolvidable de
quismiondistrit»), pero ya se había ido y el collar le bailaba de
un lado a otro («Una fiesta de antología. Y no digo más, porque
eso fue hasta el desayuno con chocolate y roscón, y ustedes
comprenderán. Amo a todos mis lectores. ¡Chaíto! Summa Avis»)
mientras campaneaba su escocés del brazo de una catirota que
le pegaba la cabeza del hombro, y no pude decirle nada.
A la izquierda hubiera podido verse la ciudad hermosa, aba-

146
jo, en la distancia, sobre todo en la zona más intensamente
verde, poblada por antiguos mangos y bucares; pero no había
tiempo ni ojos sino para el pavimer to interminable. Corriendo
por la Cota, a toda, con la barbilla apoyada en el tanque, como
si estuviera cubierto de poliuretano, siento que la cabeza es el
mismo tanque, hinchada de azul metálico y llena de algo pare-
cido a la gasolina, que chapotea suavemente adentro. Si ataca-
ras el freno, percibirías cómo la orden llega en el acto al disco
delantero, y con otro gesto le tocaría al tambor trasero; pero es
preferible obligar el acelerador y saber que el nivel de aceite
nunca subirá demasiado en el cártel del cigüeñal, dejando el eje
a salvo de ser sumergido; tirar a fondo el gas y allí te vas seguro
sobre tus ocho válvulas, dos de admisión y dos de escape en
cada cilindro, todas gobernadas por el árbol de levas, y enton-
ces sientes cómo el motor respira a fondo junto contigo. Rápita
250: un cilindro y ventiséis hachepé, Comando: arranque eléc-
trico, Pánter: mezcla de aceite, Teneté: válvula rotatoria, 175
Trail: un solo pistón, MT-100: desplazamiento de noventaisiete
cecé, Combat: válvula rid; cada nombre es un rostro y un aco-
modamiento del cuerpo. No hubo tarde, sólo horas vacías. El
balcón de Nidia se veía despreciativamente cerrado, y la cortina
también. Al intentar comer, algo como una masa blanca tenía
sabor de algodón con grasa y estopa, y comió el mismo algo-
dón de otras veces en tardes parecidas. Los muchachos del ne-
gro Yoni pintaban pancartas hermosas y violentas dentro de la
casa de pintura gruesa, y me sentí tan contento entre amigos
bien, entre panas que escribían lo que yo también quería gritar,
y por eso los ayudaba con colores acrílicos y líneas curvas.
Nidia paseó, bailó o solamente habló, pero sin duda era Nidia,
y con eso me bastaba. Los cigarrillos se habían acabado y el
pequeño paquete impermeable, desaparecido: cómplice segu-
ro de los dedos diluidos. Mensajero motorizado; no sería la
primera vez, ni la última, como agregaría Nidia riéndose entre
murmullos de nalguitas circulares y juguetonas. Mamá levanta
un brazo enorme, pero para nada; sólo miraba en silencio al
DoctorMartínez, Marlín, en fin, que peleaba por echar tres tiros
al aire para celebrar ahora mismo el añonuevo. No importa lo

147
de los cigarros, ahora son tan inútiles como llevar aquí en el
manubrio un cenicero: no aceptes silenciador, porque te redu-
ce la velocidad; y lo del estárter es asunto de corazón, ¿me
entiendes?
De noche, la autopista del Litoral baja como una banda de
luces ansiosas hacia el mar. A media rueda, el aire tan fresco: un
caramelo; a pesar de carros agresivos que aumentaban en nú-
mero como hormigas pavoneándose por su tamaño y color.
Nidia, jeba, ¿todo aquel allatrás? Estoy en una nota, ¿te das cuen-
ta, amore, chiquita? El mar llega hasta acá, o más bien en el
asfalto que entra, no lo sé, pero, ¿qué te parece la idea?, todos
desnudos, el mar, el asfalto y nosotros. Las piernas son los late-
rales hasta los rayos ahora invisibles; y se acuerdan con las
manos que se prolongan en las luces y dan la vuelta hacia las
piernas. No es tan largo el camino, hay un aire salino que sube,
y todo como en una suavidad tan olvidada que ya me parecía
imposible. Fánton 250: dos tiempos, Sixdei: escape alto, Rányer:
velocidades automáticas, GT-750: enfriamiento por agua, Jares-
créimber: doscientoscuarentaiséis cecé, RD-350B: lubricación
por inyección, Désert, Yonpleyer, Kinescórpion; también en
una gran familia cada uno tiene su nombre propio. A una orden
de las manos todo gira y la velocidad aumenta, tronando de
gusto. Si meto el motor a millón en la arena, mato el mito en el
mar o mirto el amar, que es lo mismo pero no tan igual como
mito-meto-mato, y no por menos de una mano de mono, ni por
el mono de menos de una mano, sí, vieja, y no me grites así,
porque no dijo nada por el pelo largo, que él también tiene, fui
a la quinta del DoctorMartín, Martínez, Carmín, siendo domin-
go y todo, y le besé el anillo de la mano que tenía metida en
aquella mujersota, tan bella en pelota, pero es otra, que no se
nota, y el motor modo mudo y mido la distancia que cansía y
fatiguia y jodie mucho sino que lucho y meto el motor y mato el
mar de hallar y esperar el mito de la tevé que se te ve mientras
besas, así los beso y los besaba, los pezones como ciruelitas de
Nidia que se ponía tibia y fastidia hasta que basta y entra en la
arena para salir en el mar. Siento las ruedas tan pesadas. Creo
que mí espalda no aguanta más, pero no puedo enderezarme.

148
Percibo claramente el peso de una leve presión en el estárter.
Por suerte ya los pies no giran más, se detienen y comienzan a
encajarse en la arena, dejando atrás una larga huella de estrías
profundas del tipo enduro inconfundible.

(Del libro: La partida del Aurora, 1980).

149

También podría gustarte