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El salón del sol

Adela no era como las demás niñas. No le gustaban las muñecas ni los juegos de
té. Le fascinaban los modelos para armar, los trenes eléctricos y los rompecabezas.
Un día, por un anuncio, se enteró de la gran noticia: ¡Ya estaba a la venta el
rompecabezas más grande del mundo! Tenía 24,000 piezas, medía cuatro metros
de largo y presentaba imágenes de todo lo más hermoso que hay.

Cuando cumplió diez años, su padre, don Amado, lo encargó de Europa y se lo


regaló. También acondicionó una gran habitación de su casa en el centro de
Guanajuato en la que entraba mucha luz y colocó una mesa del tamaño apropiado
para el trabajo: “Éste es el salón del sol”, le dijo al invitarla a pasar; juntos abrieron
la caja y seleccionaron las piezas de las orillas a lo largo de veinte meses. Don
Amado murió cuando Adela tenía dieciséis años; regresando del entierro, sin
pensarlo, ella siguió con el rompecabezas, que apenas tenía una quinta parte
completa.
Permanecía horas en el salón del sol y mientras seleccionaba las partes de color
igual, recordaba a su padre. A los veinte, al regresar del internado, besó a su madre,
a sus hermanos, y fue corriendo al salón. Dedicaba cualquier rato libre a completar
la tarea que había iniciado en su infancia. Cuando el guapo Martín le propuso
matrimonio ella le planteó una condición: “Sí, mi amor, pero ayúdame a buscar la
cabeza de la cebra, que no hallo”.

Nacieron sus hijos: tantito los arrullaba y los amamantaba, tantito colocaba nuevas
piezas. Cuando Martín chico comenzó a caminar ya había completado los peces.
Cuando Amelia salió de primaria alcanzaba a verse el arco-iris. Ernesto se graduó y
ayudó a su madre con la ciudad sumergida. “¡Es la Atlántida!” dijeron y se abrazaron
emocionados al reconocerlo. A los cincuenta años Adela enfermó de gravedad. El
médico le recomendó reposo y, aunque se sentía débil, a diario pasaba unas horas
entregada a su tarea. Sus nietos eran pólvora… Adela temía que perdieran piezas;
sin embargo, cariñosamente guiaba sus manos (sucias de tierra y caramelo) para
que colocaran alguna en su lugar.

Cuando enviudó sólo faltaban detalles. Sin querer humedecía las piezas con sus
lágrimas y las secaba con el pañuelo. Su vista se nublaba, pero sus dedos
reconocían los contornos. Habían pasado sesenta años desde el día en que don
Amado le llevó el regalo y ya podía verse todo: los animales, los globos, los veleros,
las águilas, los planetas… Sus manos temblorosas alcanzaron a completar la Luna.
Faltaba sólo una pieza, la punta del ciprés, cuando doña Adela quedó dormida para
siempre sobre ese mundo. Ángel, su nieto, la encontró así aquel mediodía en que el
salón del sol parecía hecho sólo de luz. Puso en su lugar la última pieza y acarició a
la abuela. Dice que ahora vive en la isla, en la casa de tejado rojo que hay en el
centro de la imagen, entre los árboles y el faro que ella construyó a lo largo de su
vida

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