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El asno y el buey

Un ganadero muy rico tenía un gran rancho, donde había animales de toda clase. En una
misma cuadra del rancho tenía a un buey y a un asno. Cierto día, entre los dos animales
hubo una conversación muy curiosa.

—Te tengo envidia —comenzó el buey— al ver lo mucho que descansas y lo poco que
trabajas. Un mozo te cuida, te dan buena cebada de comer y agua pura y cristalina de
beber. Si no llevaras al amo a esos viajecitos cortos que hace, te pasarías la vida en la más
completa dicha y felicidad. En cambio a mí, al buey, me tratan de distinta manera, y mi
condición es tan desgraciada como agradable la tuya. Al salir el sol me atan a una carreta o
a una yunta y trabajo todo el santo día, hasta que las fuerzas se me acaban. Además, el
labrador no deja de castigarme, y por las noches me dan de comer hojas secas de pastura.
¿Ya ves por qué te envidio, amigo?

—Con razón tienen fama de tontos tú y todos los de tu especie —le contestó el asno—. Dan
la vida en beneficio de los hombres y no le sacan provecho a sus facultades. Cuando te
quieran amarrar al arado, ¿por qué no das unas cuantas cornadas y unos mugidos que
asusten a los hombres? ¿Por qué no te echas al suelo y te niegas a caminar? Si sigues mis
consejos verás qué bonito te va a ir. Me estarás agradecido.

Al día siguiente, el labrador fue por el buey para empezar a trabajar. Sólo que el buey siguió
los consejos del asno: dio tremendos mugidos, se echó, no quiso pararse y amenazó al
labrador con cornearlo. El labrador creyó que el animal estaba enfermo y fue a contarle al
ganadero.

El ganadero le dijo que entonces llevara al asno y lo asegurara para ponerlo a trabajar todo
el día. Sin pensarlo dos veces, el labrador lo hizo. El asno tiró del arado y la carreta todo el
día, y recibió tantos palos y latigazos que cuando volvió a la cuadra por la noche no podía ni
caminar. En cuanto llegó, el buey se le acercó:

—Gracias por todos los consejos que me diste —le dijo.

El asno se quedó callado, pero pensó: "Yo tengo la culpa de esto que pasó. Yo vivía muy
contento y feliz, pero ahora, por andar de hablador, el buey es el que goza de la vida. Si no
se me ocurre algo para salir de esta situación, acabaré perdiendo el pellejo". Medio muerto
de cansancio, el asno se dejó caer en la paja.

—De aquí en adelante —siguió hablando el buey— siempre voy a hacer lo que me
aconsejaste, amigo asno. Fingiré que voy a dar cornadas a todo el que se arrime.

—Está bien —dijo el asno, y suspiró— pero te voy a decir lo que oí platicar al amo. Como
cree que estás enfermo y ya no puedes caminar ni trabajar en el campo, te va a vender.
Mañana vendrá un carnicero a comprarte para hacer carnitas y chicharrones, filetes y
bisteces.
El buey, al escuchar eso, dio tremendo mugido.
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