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Caminar como acto de resistencia

Es innegable el gesto profundamente político que hay en las más pequeñas acciones
ligadas a caminar.

Para mis amigas y amigos, caminantes

El Estado no nos quiere en las calles, lo sabemos bien, sólo nos quiere en ellas para
ir al trabajo, para que nos enfrentemos a la estúpida burocracia o para que compremos, en
los sitios que él mismo autorice, con el dinero prestado de los bancos que parecieran tomar
las decisiones por él. De modo que la pandemia le convino, en este sentido, más de lo que
imaginamos, pues le sirvió para incrementar su control y sus prohibiciones, para llevarnos a
la quietud, la pasividad, el adormecimiento de las ideas y de las acciones.
Las ideas desembocan en acción en las calles, pues son la posibilidad del
encuentro, el lugar donde se dan cita quienes quieren manifestarle al poder su
inconformidad, su rabia, su búsqueda de justicia y de escucha. Además, es innegable el
gesto profundamente político que hay en las más pequeñas acciones ligadas a caminar.
Las calles nos llevan a las demás personas, a reconocernos en ellas, a ver en sus
gestos, afanes e introspecciones, algo nuestro, algo con lo que nos identificamos o con lo
que repelemos. En las calles todas las personas somos compañeras de camino. La
morada de cada una se vuelve un lugar indefinido, y el destino siempre va a ser algo tácito,
por lo que al fin de cuentas vendríamos de ninguna parte, e iríamos a ninguna parte, anhelo
sublime de quienes vivimos para caminar.
En las calles está el color de la vida. La contemplación y el impulso creativo están
en ellas, nos esperan en ellas, allí recordamos que es una falacia lo que tanto nos dicen de
haber perdido la capacidad de asombro con el paso de los años. Y qué mejor que ese
asombro por lo cotidiano, por sabernos parte de un sitio en el mundo que está en constante
movimiento, que volver palabras esas ideas que nos bullen dentro, y que esas palabras
dejen de ser nuestras y se partan como el pan.
Porque si hay algo bello en la vida es, sin lugar a dudas, caminar de a dos, y que
esas dos personas sean llevadas por las calles a las plazas de mercado más recónditas, a su
explosión de color, de olores, a su ritual de luz; que sean llevadas a las pequeñas
peluquerías enfrente de esas plazas, donde de seguro habrá alguien sonriente y bello en
infinito que les hará sentir las más bellas personas del mundo, y les escuchará sus pesares y
expondrá los suyos en ese breve instante que demorará en quitarles años de encima con sus
ágiles tijeras. Luego, de camino a su anhelada ninguna parte, verán un café en la esquina,
de donde viene, enardecida, la voz de Julio Jaramillo:
Amor
senderito del alma
que vives en mi corazón,
sin ti he perdido la calma
senderito del alma
senderito de amor
Cuando entran, dejan de ser dos, ya son todas las personas al interior, son la música,
son las palabras mojadas de café y de aguardiente amarillo, son los conocidos que les
saludan con la mano desde el rincón, el lustrador de zapatos que les ofrece su brillo, la
señora que les sonríe con complicidad desde la greca con el águila arriba, porque ya sabe
que les preparará, como hace años, los mismos tintos de siempre.
En las calles, en fin, se da la vida, se vive la vida. La frialdad de las pantallas y la
telepresencialidad les sirven a los intereses de un Estado como este que sería capaz de
llevarnos a la muerte con tal de obtener nuestro silencio.
¿Cuánto hace que no hacemos una caminata siquiera por placer?

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