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Varios - Los Cuerpos Del Deseo
Varios - Los Cuerpos Del Deseo
Alfredo ÁVALOS
Tacones altos
Desde la ventana
Mitomanía
Marianela ALEGRE
211
Volver a casa
Enrique AURORA
La mujer digna
Maia BLANK
Urgencia vital
Aromaterapia
Zahylis FERRO
Paca
Fotografía de encuentro
candy_fantasy
Edder MORÁN
Chuski
Principiantes
Mujeres mojadas
Súplica
La gran puta
Zooterapia
Erik S. D.
Años de sequía
De Legrain, París
Manuel VILLAVERDE
Los cuerpos del deseo
Cuentos eróticos
Autores
NeoClub Ediciones
Alexandria Library
MIAMI
ISBN: 978-1481031646
rubenroddriguez@rubenrodriguez.info
neoclub@neoclubpress.com
http://www.alexlib.com/
info@alexlib.com
Rubén Rodríguez s-t 2012 óleo-lienzo 180 x 130
Rubén Rodríguez. ST, 50 x 70 cm, Técnica mixta, 2009
Los cuerpos del deseo, el misterio de la seducción
Valga, por tanto, el hecho feliz de que todos estos conceptos se encuentran
dentro de los relatos seleccionados en este concurso “Los Cuerpos del Deseo”
(Miami, 2012), en el que Armando Añel, Denis Fortún y yo hemos tenido el placer
de participar como jurados.
Algo que quiero subrayar: la belleza que encontré en la mayor parte de los
textos en buena medida estaba (está) fundida a la sugerencia y al misterio, claves
en la buena literatura. Pero hablar de misterio y de belleza en el erotismo es citar
solamente dos de las características que definen esta selección de relatos,
proveniente de un concurso (Los Cuerpos del Deseo) que ha descubierto la
potencialidad imaginativa de muchas regiones de habla hispana. Un certamen que
reactiva, asimismo, las posibilidades de florecimiento de estas categorías de lo
sensual, lo insinuante, lo oculto: condimento y sustancia al mismo tiempo de una
narrativa sorprendente.
Alfredo ÁVALOS
Robert Smith pensó “esta ardilla quiere su nuez” cuando sintió el pie de la
mujer en el escroto. Estaban metidos en la bañera, recargados cada uno en un
extremo, la espuma cubría sus cuerpos y Robert apenas si podía distinguir el rostro
de su compañera. Ella le repetía que era una dama y que le mortificaba mucho lo
que estaría pensando él de ella, mientras deslizaba el dedo gordo de su pie por el
tronco de la verga erecta de su compañero, oculta bajo la espuma.
Era una tarde soleada, la luz irrumpía por las ventanas provocando un
resplandor de paredes blancas que contribuía a la obnubilación que estaba
ocurriendo en la bañera. Habían estado nadando por un rato en una alberca de
agua azul, luego se tendieron al sol y conversaron. Ella parecía otra mujer, pensaba
Robert tratando de verle el rostro parcialmente cubierto de espuma. Entonces
ninguno de los dos había sentido la púa del deseo que los estaban llevando ahora,
metidos en la tina, a buscarse con piernas y pies bajo el agua.
Ella rió al tiempo que se levantaba mostrando un cuerpo regio, intocado por
los años, apenas cubierto por el traje de baño mal acomodado con el que aquel
truhán cubierto de jabón había estado jugando, se llevó las manos a los pechos y
removió la espuma, sopló y pompas iridiscentes llenaron el cuarto de baño. Siguió
riendo, pero su risa fue cambiando hasta sonar tan atroz como el timbre
sanguinario de la puerta de la residencia de los Smith.
II
Robert Smith escuchó el timbre una y otra vez antes de decidirse a abrir la
puerta. Seguramente era otro imbécil empeñado en venderle porquerías. ¿Por qué
será que los vendedores piensan que la vejez es sinónimo de estupidez? ¿Que uno
va a comprarles sus porquerías nada más porque al hacerlo disfruta del minuto de
su compañía?, pensaba mientras arrastraba los pies tomándose el tiempo del
mundo.
—No quiero nada —la interrumpió Robert cerrándole la puerta—. Cada vez
están más feas y viejas estas putas —murmuró sin preocuparse de ser escuchado
por la mujer. Apenas lo hizo, el timbre volvió a sonar. Apretó la manija con furia,
como si el hacerlo impidiera la entrada de aquella extraña. Al segundo timbre
abrió de nuevo.
—No estoy aquí para venderle nada —dijo Amalia Ramírez, molesta por los
modales del viejo—. Su hija, Miriam Smith, nos contrató para brindarle el servicio.
—Su hija, su hija piensa que necesita ayuda, por eso vino a nosotros —dijo
Amalia levantando la voz. El viejo abrió la puerta —Aquí está mi credencial—dijo
enseñándole el gafete que llevaba prendido a la solapa.
¿Quién carajos se cree esa hija de puta para mandar gente extraña a mi casa?,
cavilaba el viejo mientras miraba de arriba abajo a la mujer parada frente a él,
aferrada al gafete como si fuera una licencia de Dios padre que le permitiera entrar
donde se le pegara la gana, aun contra la voluntad del dueño de la casa.
Hay que bañar a este viejo, se dijo Amalia y buscó el cuarto de baño. Lo
encontró en no mejores condiciones. El lavabo azul estaba cubierto de sarro y
manchas de pasta dental, pelos y mucosidades. Abrió los grifos, hizo lo mismo con
la regadera, dejó correr el agua caliente por unos minutos para que arrastrara toda
la porquería y fue a sentarse al toilette.
—No me quiero bañar —refutó el viejo—. Salgase de ahí. ¿Por qué está
tirando el agua?
Y entonces, maldita sea, ocurrió de nuevo. Pasaron días en los que Robert
Smith se convirtió en un cuerpo vacío, una casa deshabitada, un edificio vacante.
III
Tenía las manos sobre las piernas y al moverlas se topó con el bulto duro
bajo los pantalones. En la cocina alguien tarareaba “para bailar la bamba se
necesita una poca de gracia”. Se apretó el montículo con la mano. Sí, erecto, como
si regresara de la catatonia junto con él. Se levantó y fue directo a la cocina. Amalia
soltó el cuchillo con el que rebanaba papas y dio un paso incierto hacia él, como la
madre que intenta asistir al niño que anda dando sus primeros pasos. Se percató de
la erección y volvió la cara. El viejo respiraba agitado.
Aquí vamos otra vez, pensó Amalia y abrió el bolso sobre la mesa para
buscar el gafete. Iba a mostrárselo cuando Robert dio la media vuelta y se
encaminó al cuarto de baño. Amalia sonrió.
Llevaba dos semanas trabajando de dos a seis de la tarde en esa casa para
dejarla presentable. Había tenido que limpiar, desempolvar, fregar alrededor del
bulto en que se convirtió de buenas a primeras el agresivo paciente. Ahora parecía
estar de regreso. No iba a ser fácil bañarlo, afeitarlo, peinarlo, si es que se lo
permitía. Ni modo, que se aseara él mismo. Después de todo, ella no era su madre,
ni su mujer. Estaba para asistirlo.
No era la primera vez que lo veía erecto. Durante los días en que Robert
anduvo perdido en los laberintos de su propia mente, Amalia lo vio ponerse duro
mientras lo bañaba. Se asombró al principio de que a su edad consiguiera tal
proeza, porque no era una erección a medias como las que tenía Homero, su
marido, sino total, llena de vigor, una manifestación completa de la sangre en las
arterias. La prueba absoluta de una virilidad intacta, intocable para el tiempo y la
enfermedad. Pasó del asombro a la curiosidad. Quiso ver si era un evento único o
iba a ocurrir siempre que lo bañara. Y ocurrió todos los días, apenas lo encaminaba
al baño el viejo comenzaba a retoñar. Amalia lo dejaba sentando en la tina y se iba
a seguir sus labores; de cuando en cuando volvía para echarle un ojo y lo hallaba
aferrado a sí, como el niño que extiende la bandera por el asta para que reciba el
saludo de los presentes en Honores a la Bandera un lunes por la mañana.
Robert la vio agarrar sus cosas para irse. Con la mano sobre la manija, le dijo
que había dejado un plato de comida sobre la mesa. Luego cerró la puerta y se fue.
Él se levantó y fue a la ventana, la atisbó mientras cruzaba la calle rumbo a la
parada del autobús. La vio andar a paso firme, una mano aferrada al bolso y en la
otra el mandil nítidamente doblado. Al subir a la banqueta se soltó el pelo que
llevaba sujeto con una liga, y una cascada entrecana se derramó sobre la espalda.
Tenía las caderas anchas y las piernas robustas, calculó que medía cinco pies dos
pulgadas. Al sentarse en la banca a esperar el autobús, la vio sacar un espejo
pequeño y un pañuelo con el que se limpió la cara. Robert Smith se miró la
entrepierna.
IV
—Adivino lo que has cocinado hoy —dijo Robert lamiendo los pezones de
su mujer. Ella rió de la ocurrencia de sobra conocida y no por ello menos
encantadora—. Hablo en serio, tus tetas son como esponjas, absorben los olores y
con certeza puedo decirte que has hecho meat loaf y puré de papa.
—Te estás poniendo más gorda —le dijo. Jamás fue un amante de ensueño,
nadie le había enseñado a serlo. Eso de hacer el amor Amalia no lo conocía, sabía
de ser montada en la oscuridad, penetrada sin mucha consideración, de oírlo
gruñir como lo hacía al orinar, de vaciarse en ella como un borracho que vomita
para aliviar el estómago. Había entrado y salido sin notar que su mujer se había
teñido el pelo.
Casi sin falla, minutos antes de las dos y cuarenta y cinco de cada tarde, el
autobús paraba en aquella esquina de la avenida Popocatépetl donde esperaban los
grupos de muchachos y muchachas, junto con uno que otro adulto de aspecto
cansado y hambriento. Abordábamos el autobús: los alumnos de la secundaria
pública con sus suéteres verdes y sus pantalones o faldas grises, separados de los
muchachos del colegio católico al que yo acudía. Cada quien con su cada cual, con
el recelo de la adolescencia y de la pertenencia, los muchachos de la pública
exhibiendo orgullosos su carácter de escuela mixta, y los católicos resignados a
mezclarse hombres con hombres y a cazar alguna mirada furtiva de las jovencitas.
Adentro del autobús, que iba siempre lleno, los grupos se separaban aún más, y los
solitarios, como yo, nos arrumbábamos al fondo esperando ser ignorados. Fue ahí
donde la vi por primera vez: para llegar hasta donde estaba había que ser
habilidoso en el empujón, el codazo y la refriega. Raro que esos dos tímidos y
apocados muchachos —ella y yo— pudiésemos haber llegado tan lejos sin
agobiarnos.
Con el paso de los días y las semanas fuimos más audaces aunque nunca
excedimos las posibilidades que el autobús nos otorgaba. No nos hablamos, no nos
miramos ni se tocaron nuestras manos ni exploramos otras partes de nuestros
cuerpos. Sus nalgas embonaban en mis ingles y se movían al ritmo del vehículo.
¿Alguien nos habrá visto? ¿Con alguien compartimos nuestra excitación?
Pronto el autobús se nos hizo poco. Ella comenzó a bajar más despacio y yo
a seguirla más rápido. Fue cuestión de un par de días para que estuviésemos en el
andén al mismo tiempo. Descubrí que viajábamos en la misma dirección y que
mediaban solo tres estaciones entre la suya y la mía. Tal vez entre nuestras casas no
distasen más de dos kilómetros.
Al llegar a su estación bajaba a toda prisa. Su lugar era ahora ocupado por
mi mochila, con la que apuradamente trataba de ocultar mi excitación. ¿Entraría
ella en su casa como yo, a toda carrera, sin saludar, aventando las cosas al piso,
para poder encerrarse en el baño? ¿O esperaría a la hora de la tarea, encerrada en
su cuarto, con la música a todo volumen? ¿Hablaría de mí con sus amigas? Yo
nunca lo hice con los míos, mucho menos con mis hermanos o mi padre. Pensaba
en ella de rodillas en el confesionario, susurrándole al cura mis múltiples
tocamientos pero sin mencionarla, y tocándome en la oscuridad del cubículo
mientras pensaba en ella, y en la manera como su falda gris plisada se vencía a mi
embate.
Doblé el periódico que no había conseguido leer y lo puse sobre mis piernas.
El metro llegaba ahora a la estación Juanacatlán. La mujer tomó a sus dos hijos de
la mano y salió, no sin antes dirigirme una rápida mirada de reojo. Dudé un
instante. ¿Cómo seguirla, qué haría, qué le diría? ¿Sería capaz de avergonzarla
frente a sus hijos, obligándola a recordar algo que tal vez ya habría olvidado? ¿O
que no significaba nada más que las tonterías de dos adolescentes? Alcé la vista.
Todo lo que alcanzaba a ver ahora era su cabello perdiéndose entre la gente que
buscaba la salida. El metro cerró las puertas y continuó su viaje.
Mrs. McTavish’s kitchen
—Como cualquier matrimonio, el nuestro tuvo sus más y sus menos —nos
dijo con una nostálgica sonrisa en los labios mientras el ocaso se destilaba tras los
cristales— pero, afortunadamente, siempre fui una buena cocinera, y nada hay
mejor que un buen plato para avivar el cariño entre dos personas, ¿no les parece?
—Como cuáles.
Poco después estábamos los dos aliviando la presión a favor del viento, con
las aguas oscuras del Atlántico a nuestras espaldas y la mirada fija en la ventana
iluminada en cuyos visillos se silueteaba la figura móvil de la pelirroja.
Pero no se llamaba Isolda, sino Eileen, y resultó ser una sobrina de Mrs.
McTavish, hija de una hermana suya de Arbroath, que pasaba temporadas con ella
mientras asistía a un curso de doctorado en la universidad de Edimburgo. De eso
nos enteramos a la mañana siguiente, en la cocina de Mrs. McTavish, quien superó
con creces las expectativas de mi amigo. Venciendo la conocida aversión
anglosajona a los olores a aceite de oliva caliente, nos había preparado, además de
zumo de pomelo, tostadas y café, dos esplendorosos huevos fritos por barba,
mágicamente espolvoreados con un condimento que Sergio reconoció de
inmediato.
—¡Trufa! —exclamó con los ojos aún entornados— ¿De dónde la ha sacado,
madam?
—Sí, tía. ¿Por qué no nos preparas una cena? —propuso Eileen— ¡Hace
tanto tiempo que no he comido tu ternera Jobermony al vino blanco!
—¡Eileen, querida!
—¡Por favor, por favor, por favor! —rogó Eileen con zalamería infantil.
Tomamos asiento. Eileen nos sirvió un arroz aromático aderezado con pasas,
almendras laminadas y cebolla. “Vayan comiendo”, nos ordenó Mrs. McTavish
desde la cocina. Y comimos. Sergio jugaba a identificar condimentos y entre mmm
y mmm decía: “Nuestra cocinera ha vuelto a usar el aceite de oliva, seguro, aunque
también hay mantequilla, hinojo en grano, comino y también… No sé. ¿Mostaza?
Sí, desde luego. Un plato sencillo pero sabiamente sazonado, con esa cebolla
picada y ese algo más que no sé qué es. Parece cilantro, pero...”.
—Aquí está: ternera Jobermony al vino blanco. Espero que les guste —
anunció, destapando las jugosas piezas de carne y las patatas bañadas en una salsa
con fulgores dorados. Una fragancia profunda y alimenticia colmó la estancia. Mrs.
McTavish abasteció los platos con habilidad, sin goteos, regando abundantemente
de salsa las porciones de ternera.
—Adelante, queridos.
—¿Ah no?
—Procedían de Irlanda.
Noté que la voz de mi amigo se había tornado pastosa y que arrastraba las
palabras al hablar. Observé que el nivel de la botella de whisky había descendido
considerablemente. Muy a mi pesar le propuse que nos fuésemos a dormir.
—Ya son las diez. Mañana nos espera un día muy largo.
—Nos vemos —dijo Eileen dirigéndose a mí. Su voz sonó como una
promesa.
Aquella noche, mi amigo cayó a plomo sobre su cama riendo como un idiota
entre regüeldos alcohólicos y tuve que ayudarlo a desnudarse.
—¿Cómo?
No había más que decir, así que salí de allí trastabillando, como un navío de
guerra que regresa derrotado a puerto, con el espolón todavía enhiesto, es verdad,
pero con los palos abatidos, la cubierta arruinada, quebrados los cañones y
escorando a estribor. Tan agotado estaba que tardé poco en dormirme, lo justo para
oír gimotear en sueños a Sergio.
Una luz cansina y gris entraba por la ventana cuando mi amigo me despertó
al día siguiente con un par de expeditivas collejas.
—Llevo toda la mañana esperando, joder. Son las tres de la tarde, joder. Nos
vamos.
Sergio, siempre apacible, estaba fuera de sí. Opté por callar y obedecerle. Me
levanté de la cama a duras penas, pues, desde la cabeza hasta las uñas de los pies,
era mi cuerpo un compendio de dolores y escoceduras. Me ardían todos y cada
uno de los pliegues de mi miembro, que al fin había regresado a su habitual
recogimiento ermitaño, y notaba la lengua dentro de mi boca hinchada y reseca
como un trozo de cuero viejo. La ducha no me animó, menos aún la imagen que
me devolvió el espejo, un vago pero inquietante remedo del rostro de la fotografía
de Horace McTavish. Al verlo, creí adivinar el destino del funcionario de correos,
la trama de sus días, cosida entre la insípida rutina de la oficina postal, los
suculentos platos afrodisíacos de su mujer y las sesiones de sexo desorbitado y, a la
postre, aniquilador. Me pareció terrible y, sin embargo, no pude evitar llamar a la
puerta de la habitación de Eileen. No obtuve respuesta.
—Mi sobrina ha regresado a Arbroath esta misma mañana —me dijo Mrs.
McTavish, a la que encontré en el jardín, podando sus rosales. Se quedó callada
unos segundos y cuando volvió a hablar una luz de complicidad brillaba en sus
ojos—. No se lo tenga en cuenta. Es joven y atolondrada. Le falta paciencia para ser
una buena cocinera. Pero con el tiempo sentará la cabeza, y entonces... En fin, ¿le
gustó la cena?
Han pasado cuatro años desde aquella noche y la imagen de Eileen todavía
permanece en mi memoria, clara, casi tangible, con una nitidez que resulta a veces
turbadora. Sergio y yo seguimos manteniendo el hábito de la amistad y el gusto
común por la buena mesa. Nos encontramos a menudo para comer juntos y charlar
de esto y lo otro. A veces detecto en su ánimo un particular desasosiego cuyo
motivo solo me ha revelado a medias y con apuros. Tiene que ver con una
pesadilla recurrente que se le repite de tarde en tarde desde nuestro paso por la
casa de Mrs. McTavish.
En tales ocasiones solemos acompañar los cafés con sendos whiskys para
brindar en recuerdo de Horace McTavish, nuestro admirado héroe escocés,
entregado en cuerpo y alma a las más altas gestas de la pasión.
MENCIONES
Rubén Rodríguez. Frente a frente. 2012 óleo-lienzo 180 x 130
Tacones altos
Recuerdo bien que una de nuestras vecinas tenía fama de “mujer fácil”. Yo,
con siete años apenas, escuchaba a mi tío Polo cuando decía es que esa es más puta
que las gallinas. A mí me encantaba el sancocho de gallina que hacía Dominga, mi
segunda madre, por eso, para mí, aquello distaba de ser una ofensa, más bien
comencé a relacionarlo con cosas exquisitas y exóticas que me producían mucho
placer.
Esta mujer, quien además debió costarle un dineral a mi tío, bien pagá
cantaba mi padre por toda la casa, en el encierro involuntario a que lo sometió mi
madre cuando llegaron de Caracas, me impactó como si fuera una auténtica
estrella de Hollywood. Recuerdo bien el cerco epidemiológico que las mujeres de
la familia hicieron a sus maridos, ninguno podría acercarse ni a un kilómetro de la
casa de abuelita, lo que me sirvió para convivir con ella el tiempo suficiente para
convertirla en mi primera gran heroína, una especie de Virginia Woolf de la
putería.
Cuando cumplí los 12 años y mi hermano Lalito 14, un tío político, mi tío
Omar, llegó un día a mi casa y le contó una extraña historia a mi padre. Yo lo
escuché todo. Si ustedes hubieran vivido en mi casa lo entenderían. Todos lo
sabíamos todo; todo lo decíamos todos. A veces en la mesa del comedor mis
amigas escuchaban que se hablaba de los temas más prohibidos con absoluta
libertad. Cosas del Ministerio de la Inteligencia. Cuando nos pasábamos cuatro
pueblos, como dicen los españoles, mi madre culpaba a mi padre y viceversa, pero
de ahí no pasaba. El cuento de mi tío era impactante, resultaba que mi hermanito
siempre tan bonito, tan modosito, estaba siendo entrenado sexualmente por una
famosa prostituta merideña llamada la “Mil Bolívares”, pues era amante de
algunos millonarios, los cuales para colmo de males eran mafiosos, por lo que el
pobre Lalito corría grave peligro. Una vez por semana, luego de salir de la sagrada
cancha del seminario donde entrenaban las divisiones menores del Estudiantes,
ella, la “Mil Bolívares”, lo buscaba y se lo llevaba a su apartamento de lujo, a
enseñarle todo lo que había aprendido en sus pocos años de vida, pues aquella
hermosísima mujer no tendría más de 24. Imagínense ustedes, mi hermanito, tan
modosito, y en lo que andaba, y después decían que yo era la mal portada.
Después de aquel incidente yo no tenía sino que atar cabos. Puta como las
gallinas. Petroputa. Hermosa, liberada, tan lejana de la hipocresía que como signo
de una moral absurda llevamos tatuadas las mujeres de la familia en el coño. Puta
como la hermosura, rica y glamorosa que se cogía a Lalito. Puta, definitivamente
iba a ser puta. Con tacones altos. Pero, ¿cómo se hacía eso? ¿Se estudiaba? ¿Dónde?
Por instantes pensé que mi vocación no podría ser satisfecha; gracias a Dios que
me equivoqué.
Primero, lo tuve como tres meses a punto de infarto, pues sabía a la hora que
llegaba y yo siempre estaba en su casa, una vez a la semana. Él me llevaba; me
ofrecía el mundo por un beso. Yo lo fui administrando. En la mejilla, piquito, con
un poquito de lengua, con lengua corto, con lengua largo, con lengua y tocada
corta, con lengua, largo y metida de mano, lo que realmente me causaba un placer
infinito. Su miembro era un desconocido para mí. Lo amenacé que si se lo sacaba
no me vería más. Pobre hombre. Aquello debió dolerle tremendamente, pero la
idea de poseerme a medias era suficiente. Eso sí, le dije desde un principio que
para mí era imposible verlo pues mi familia era muy pobre. Mi padre nos había
abandonado y ya mi madre me tenía reservadas las tardes para ayudar a mí tía y
así poder pagar un colegio tan costoso como en el que estudiaba su hijo. Nada mi
princesa. Usted no se preocupe que yo le doy el doble de lo que su tía le va a pagar.
El triple, dije yo como quien no quiere la cosa. Sí mi princesa, lo que tú quieras.
Qué idiota.
Bueno, así que desde los 14 años yo siempre he tenido plata. Aquel viejo me
dio tanto dinero que tuve necesariamente que esconderlo en el jardín, enterrado,
tipo narcotraficante, ya que no podía gastarlo. Como todo era tan barato, rumbeaba
el botín con mis amigas y aún me quedaba casi todo.
Que cómo fue. Uff, arrecho. El viejo preparó todo el cuento. Me compró una
ropa bellísima. Un traje crema largo con adornos de lentejuelas, un collar de perlas
blancas, unas pantaletas mínimas de seda y unos hermosos tacones altos,
espectaculares, plateados, brillantes. Me miraba al espejo y a mis 15 años parecía
una reina. Como la situación en mi casa no estaba para celebraciones, aquella
noche realmente fue mi noche de quince años. Dije en mi casa que me quedaría
donde Yurimia y me fui a una hermosa cabaña del páramo, tres días. El viejo supo
esperar. Pagó, y obtuvo su recompensa. Yo supe esperar. Cobré, y obtuve mi
recompensa. Un sexo celestial que si no fuera porque fue precedido por un pacto
económico, diría que estuvo muy cercano al amor. Aquella realmente fue mi
primera vez con él. De las imágenes que aún conservo, la que me gusta rememorar,
como si la viera por televisión, es a mí misma con mi espalda sobre la cama, el
viejo dentro de mí con su miembro viril, y yo con mis piernas estiradas haciendo el
amor con los tacones altos, bellos, sensuales.
Ahora tengo 33 años. Aún soy hermosa. Pero ya no me apasiona tanto salir y
cogerme el mundo. Más bien me dediqué a escribir tonterías. En revistas para
mujeres, escribo idioteces que tienen mucho éxito. Soy una especie de especialista
en el amor. Claro que el amor en las revistas para mujeres es una especie de
obsesión ridícula de tonterías relacionadas con complacer a los hombres. Nosotras
las mujeres no queremos darnos cuenta de una vez por todas que la mejor forma
de complacer a los hombres es preocupándonos por nuestro propio placer. Que si
solo movemos las teclas adecuadas, el placer de ellos es darnos placer a nosotras.
Su éxito lo miden por los orgasmos que puedan sacarnos. Son todos unos idiotas.
Nació en Madrid y vivió en Cádiz hasta los 28 años, ciudad donde estudió la
licenciatura de Humanidades. De vuelta a la capital española ha trabajado en
numerosos proyectos audiovisuales. Fue galardonado con el segundo premio del
concurso de narrativa corta “Victoria Kent”.
Han pasado unos meses, pensaba ahora Teresa de pie frente a la ventana
desde donde observaba la figura de hombre maduro que, sentado en un sillón
oscuro, mantenía la frente erguida y la mirada directamente dirigida al interior de
su pequeño salón, han pasado tantos meses y la casa sigue perfectamente vacía,
como si nunca hubiera vivido aquí, pensaba, como si nunca hubiera vivido en
ningún sitio.
Poco a poco, a medida que los días fueron pasando, la curiosidad había
empezado a hacer mella en Teresa, qué querrá mirar este hombre, qué tienen de
especial estas cuatro paredes donde vivo, y una noche, al regresar del trabajo y
disponerse a realizar el pequeño ritual al que se había acostumbrado, encender la
luz, colgar el abrigo en el pequeño perchero de la entrada, pasar al saloncito, tomó
la decisión consciente de no correr las cortinas y sacó algo rápido de la cocina, sin
tener que preparar nada, encendió la pequeña televisión y se sentó en el sofá de
dos plazas y se dispuso a cenar y ver las imágenes de los distintos canales, sin
prestar demasiada atención, sabiéndose constantemente observada.
Teresa recordaba ahora, de pie frente a la ventana desde donde podía ver
claramente la figura madura cuya mirada se dirigía directamente a ella, mientras
bajaba el tirante derecho de su vestido de noche, dejando su hombro desnudo,
cómo, a la mañana siguiente del día que había decidido no correr las cortinas de la
ventana y dejar expuesto a la mirada del extraño el pequeño saloncito, había
estado mirando su cuerpo desnudo frente al espejo del baño en busca de una
belleza que hacía años no se atrevía a encontrar. Cómo se había mirado a los ojos,
parándose en cada surco que el paso de los años había dejado en su alrededor,
cómo se había mirado el cuello y había pasado sus dedos por él, tratando de
encontrar una antigua suavidad que ya casi no podía recordar, cómo había mirado
sus pechos y los había sostenido en su mano, soltándolos y volviéndolos a
sostener, comprobando una falta de firmeza de cuya amenaza hacía tiempo que se
había percatado, cómo el ombligo, cómo la relajación de la piel de la barriga, cómo
la incipiente disminución del vello púbico.
Y, sin embargo, ya no volvió a correr las cortinas de la ventana del saloncito
de su pequeña casa deshabitada. Cada noche, siguiendo las fases del ritual que se
había marcado, exponía su breve y monótona vida privada a los ojos de aquel
hombre maduro sentado en un sillón oscuro, frente erguida mirada fija, mientras
ella hacía como que no le veía picando un poco de cena, viendo distintos canales
de televisión, siempre consciente de estar siendo observada, y, poco a poco, sin ni
siquiera permitírselo formalmente, pasando cada vez más tiempo de pie, y necesito
un poco de sal, y un nuevo lento paseo hacia la cocina, y quizá podría poner un
cuadro en este lado de la pared, y un nuevo lento paseo hasta este lado de la pared,
y estaré más cómoda en zapatillas, y un nuevo lento paseo camino del dormitorio.
Y, poco a poco, dejarse ver los pies, cada vez hace menos frío, ya va llegando la
primavera, y pensar cada mañana qué ropa elegir con la intención secreta fijada en
el regreso del trabajo, entre las ocho y las diez, cuando la luz de su saloncito se
enciende y ella se pasea, cada vez más cómoda, cada vez más guapa, entre las
cuatro paredes desnudas que forman el escenario de su monótona y breve vida
privada.
Y su vestido cae ahora entrelazándose con sus suaves tejidos entre los pies
desnudos de Teresa que con sus manos, y con los ojos cerrados, comienza a
acariciar dulcemente cada parcela suave de su piel, encontrando una belleza que
hacía ya años no se atrevía a buscar.
Mitomanía
¿Cómo pude acostarme con semejante imbécil otra vez? El rito fue idéntico
que en la primera ocasión, sin variaciones: el cabrón eyaculó haciendo ruidos de
viejo tuberculoso y yo me quedé ahí, recostada con las piernas abiertas, como si
estuviera dando a luz a semejante mojón, que se quedó ahí frente a mí, con la cara
desencajada y sosteniendo con la mano su miembro fláccido y untuoso. Fornicar es
asqueroso, lo único que hace es ensuciarte, y no hablo de asuntos morales, sino de
verdadera suciedad, de la sensación desagradable cuando el escupitajo obedece a
la inercia y escurre como un crustáceo entre las piernas, como tentáculo enfermo
de lascivia.
Así llegué al año 2018, con la esperanza escurriendo entre mis manos y dos
hijos que no me daban dolores de cabeza ni retortijones en el estómago. Me había
casado, sin querer, con un imbécil que no tardó mucho tiempo en dejarme
embarazada de mi segundo hijo y que, apenas unos días después de dar a luz,
había comenzado a ponerme los cuernos de manera sistemática con mi prima
Eugenia; quien la viera, y con esto se pueden imaginar a la mosquita muerta de mi
prima, pensaría que es una soberana pendeja, pero de eso no tiene ni un pelo,
aunque hasta fechas recientes haya pensando que no me había enterado de nada, y
que pese a las discreciones a las que ella y Carlos se aplicaban con extenuante
sigilo, conocía con pelos y señales las maneras tan peculiares que tenían para
apañárselas y ensartarse tantas veces como era posible.
Carlos mejoró mucho en la cama desde que comenzó a verse con Eugenia —
lo dicho, de pendeja no tiene nada…—, no solo hizo a un lado el consuetudinario
misionero, sino que consiguió lubricantes y juguetes sexuales que no por
convencionales dejaron de surtir el efecto erótico esperado. Practicamos posturas
extravagantes, unas más incómodas y efectivas que otras, entre las que llegué a
favorecer la conocida como “Posición del simio” (yo le decía “el molino”, basta con
mirar una ilustración extraída del Kamasutra para que comprendan mi lógica).
Cuando Carmela supo que la asidua pareja del gilipollas y la monja eran mi
marido y mi prima, le dio una risa tremenda.
—Oye, pues tu marido sí parece maricón, y tu primita tiene una cara de que
no rompe ni un plato —espetó Carmela, mientras tomaba aire, antes de continuar
decantando las hormigas de su lengua en mi clítoris.
Recibimos las doce campanadas, igual que 18 años atrás, con la televisión
encendida y el ruido atronador del reloj familiar. La única diferencia era que 18
años atrás yo estaba arriba perdiendo la virginidad bajo la incompetencia de Ulises
y hoy estaba tragándome las uvas ¾ácidas, por cierto¾ junto al resto de mi familia.
Carlos estaba a un lado de mí con su cara de imbécil, haciendo como que
saboreaba sus uvas y hallaba un sentido a cada uno de los meses por venir.
Eugenita, a un lado de la tía Cristina, también masticaba sus uvas verdes,
concentrada en asumir su papel de mosquita muerta y zonza de la familia. A nadie
le había importado que invitara a Carmela a celebrar el Año Nuevo con nosotros,
solo mi madre me había preguntado que de dónde la conocía y que si no me
importaría pedirle su receta del bacalao, puesto que una española conocería la
receta original (esto no es verdad, quien haya comido las dos versiones, la
mexicana y la vizcaína, convendrá que nuestra receta es invariablemente la más
original).
Una vez que la última campanada dejó de resonar (el reloj familiar, un
armatoste alemán que soltaba campanadas apocalípticas, continuaba incólume en
uno de los rincones del comedor), me puse en pie y como en las películas golpeé
mi copa con una cuchara. No fue difícil obtener la atención de todos los asistentes,
e incluso un par de voces sugirieron que Carlos y yo tendríamos nuestro tercer
hijo. —Que sea niña esta vez —dijo mi madre con tono de reproche. Carlos me
miró intrigado, por no decir que con una avasalladora cara de idiota, y Eugenia me
obsequió sus ojos cándidos, de beata arrepentida por mis propios pecados. Tras
desearle a todos un feliz y próspero año 2019, y tras aclararme la garganta, relaté
de manera sucinta, pero concisa, lo que Carlos y Eugenia llevaban tramando juntos
en hoteles, moteles y vapores desde hacía años, y enfaticé que por supuesto que era
difícil creerlo dado que los dos tenían una cara de pazguatos que no podían con
ella. Con la misma serenidad, y ante la perplejidad de todos, sugerí que Carmela
los había visto en varias ocasiones entrando juntos al vapor. Eugenia dejó escapar
en un susurro: “Pero claro, su cara me parecía conocida…”. Carmela miró a
Eugenia divertida, afirmando con la cabeza los cabos que apenas había atado.
Carlos permaneció impertérrito, dando sorbitos a su copa rebosante de sidra,
pensando, quizá, que si no hacía ni decía nada todos terminaríamos por olvidarnos
del asunto.
Volteé a ver a Carlos, que en ese momento me miraba como si yo fuera una
extraterrestre recién llegada de otra galaxia o, lo que quizá es más acertado, como
si me hubiera bajado los pantalones en su cara para mostrarle que también tenía
pene y testículos colgantes como berenjenas.
Quede esta memoria para las futuras generaciones, memoria que data desde
la pérdida de mi virginidad hasta el día en que fecho y suscribo estas palabras (esta
es mi tercera y última gran mentira).
Terminaré diciendo que hay una luz interior en cada uno de nosotros, una
luz cuya capacidad autodestructiva termina por llevarnos hacia la más cegadora
oscuridad.
Marianela ALEGRE
—No.
Otra más, la segunda condena a cadena perpetua, todo lo que digo es puesto
en duda, mirado bajo la lupa, desarticulado y cada palabra convertida en un
Aleph.
Quiero que me coja, y lo hace. En mis fantasías, cada noche me dice muñeca
y me besa. La lengua durísima se mete entre mis dientes y viborea. Se enreda en mi
lengua.
—La delatarían
Así que lo siguiente, si pidiese llegar del banco del parque hasta la cama,
sería él sobre mí, loco y ciego, balbuceando que lo vuelvo loco y yo concentrada en
que le llevo 10 ó 12 años y seguro que su mujer es más joven y más linda que yo y
otra vez se desvanece esa cara oscura y esos dientes que asoman soberbios cuando
se ríe, y sus ojos de fuego negro.
—¿No ha pensado, Fanny, que tal vez no desea realmente lo que cree
desear?
—Coja.
—Sí, coja.
—Muy bien, dejamos acá. Quédese con la palabra coja y también piense:
¿por qué si usted es la autora de su fantasía no puede concretarla?
—Bien y entonces...
—Sálteselo también.
—No puedo.
—Es casado.
—Por supuesto.
—¿Por supuesto?
—¿Quién puede seguir descendiendo hasta el bulto caliente que despide ese
calor, ese olor, si ve un tatuaje con las iniciales de una mujer?
—¿Entonces?
—¿Y el héroe?
—No sé.
Somos lobos, dos lobos en celo. Los dientes las uñas, colgajos tibios, líquidos,
resbalando, hundiéndose en la tierra. El sol en los poros, las pieles enrojecidas de
mordiscos, las rodillas hincadas sobre el pasto seco del verano agotador y el mar
lejos, lejísimo. Su cuerpo entre la maleza seca hiriente que le desgarra la espalda y
las palmas de mis manos. La cara al sol, al ardor del sol que enciende su pelo y el
mío, nube que desprende rayos y agua arrancada de ese mar lejano, agua que corre
hasta mi vientre encastrado en el suyo, también de agua, también de piedra.
—¿Cómo dice?
—Para esto, para que me detenga y corra a masturbarse o mejor aún, para
que lo masturbe, ¿con mi boca tal vez?
—¡Fanny!
El paciente de la dos once no come hace tres días. Amenaza, dientes afuera,
y lanza golpes a todo el que se acerca con pastillas, bandeja de comida o camisa de
fuerza. Con alaridos más animales que humanos, se lanza contra la puerta de
hierro y no deja de fornicarse las dos almohadas que, pobres, soportan por turno
los embates espérmicos del dos once. Ya no tiene nombre, solo su número de celda,
la libido y una fama que se acrecienta por momentos en los pasillos de Baja
Seguridad, donde las locas más jóvenes, junto con las maduras que añoran el sabor
del placer, sueñan con el falo bestial de Dos Once, persiguiéndolas, metiéndose a la
fuerza en sus gargantas, rompiendo telas y pijamas en un camino triunfante a la
entrepierna.
Los médicos no se ponen de acuerdo. Solo una cosa tienen clara: Dos Once
debe alimentarse. No se puede estar mucho tiempo sin comida y con ese priapismo
de susto que ya está poniendo tontas hasta a las enfermeras. Lo asombroso: no ha
perdido el brío en la montada, ni el brillo en los ojos cuando la almohada lo recibe
como hembra dócil. Sí está más delgado, es lógico, es de esperarse. Pero urge un
plan, o de lo contrario va a morir de inanición.
Entre el deseo del hombre y su necesidad vital, los doctores eligen esta
última: debe comer, y si para ello tiene que privársele del sexo, se hará lo
conveniente. Pero nadie se atreve a ser el instrumento de cumplir. Después de una
larga discusión en la que no logran ponerse de acuerdo, lo echan a suertes, escogen
papelitos de una caja preparada sobre la mesa. Le toca el azar a la única enfermera
religiosa del manicomio: una mujer sin hijos, trigueña y flaca, de senos de
muchacho y ya casi en los cuarenta, a la que nadie le conoce amantes y que vive
para orar y vestir unos faldones largos y asfixiantes, aun en los calores más duros
del verano. Sabedora de que las esperanzas de salvar a Dos Once están en sus
manos, la enfermera asume una actitud de mártir y parte al cubículo de Alta
Seguridad, previamente vaciado de todos los demás inquilinos. Lleva en un bolso
los instrumentos del deber: una jeringuilla con tranquilizante capaz de dormir a un
caballo, y un escalpelo con el que debe, de un corte rápido y preciso, cercenar el
nervio y acabar el priapismo en el acto. La beata es despedida con silencio
solemne. A medida que se aproxima a Alta Seguridad, los alaridos de Dos Once se
dejan oír, animales y locos, pero al acercarse más, cesan de repente. El silencio es
en aquel lugar más extraño que los aullidos. Llega a la puerta la mujer, toma aire,
destraba los cerrojos y entra con un impulso de coraje mentiroso.
Dos Once está de pie en medio de la celda. Del cuerpo, hecho harapos,
cuelga lo que fuera un pijama de loco. Respira lentamente, y los ojos son agujeros
febriles. Pero la mujer no está mirando los ojos, no está mirando la ropa hecho
jirones, ni las paredes encostradas de salpicadura, sino a aquel animal con vida
propia que palpita entre las piernas de Dos Once, que parece respirar al mismo
tiempo que su dueño. Ella nunca ha visto algo como aquello. Un único desliz hace
más de 12 años, eso es todo lo que sabe de los hombres, pero la tímida aventura del
pasado nada tiene que ver con esa bestia que ahora levanta la testuz rítmicamente,
latido por latido, y la observa con su ojo ciego. No puede mover las piernas, o no
quiere intentarlo porque sabe que no obedecerán. Siente su boca salivando, y un
calor en el encuentro de los muslos que no se atreve a controlar. Suelta la
jeringuilla despacio, no quiere asustarlo. Lento, muy lento, logra arrastrar un pie,
luego otro, hacia delante: Dos Once permanece de pie, la vista clavada en ella. No
se mueve, pero no es necesario: es ella quien ahora viene y se para frente a él. Se
arrodilla en el suelo de cemento pulido y toma, primero con timidez, luego con un
hambre de años, el apéndice vivo. Frota el rostro con la maravilla palpitante, mide
con ambas manos, besa, lame. Engulle, impaciente, con un quejido inaudible. Se
asfixia casi, pero es feliz. Dos Once no hace otra cosa que reír a carcajadas.
Dentro se ultiman los detalles para un asalto final. Irán todos, armados de
escalpelos y jeringuillas con morfina, porque basta ya de que un solo rebelde
morboso se burle de la moral y la seguridad de una institución insigne. Ya saben,
esto debe parar aquí, ni un escandalito más, el que sienta que no puede hacerlo se
queda detrás y por lo menos no sale herido, es un problema menos. Si Dos Once no
se tranquiliza, se muere hoy. Y parten otra vez, en el intento que suponen
definitivo, de nuevo retrasados por las barricadas que han seguido poniendo para
evitar sorpresas.
Nadie hubiera imaginado que Dos Once guardara, aún después del
debilitamiento y los días de hambre, tanta sangre en las venas. Pero no es
derrotado fácilmente, se convierte en una fuente roja esparciendo sus líquidos,
cada chorro haciéndolo más débil. Luego es la orgía de escalpelos y carteles y
bocas besando bocas y jeringuillas clavadas y trajes rotos y cuerpos copulando, en
un desenfreno que se lleva a Dos Once con cada latido de la arteria cortada. Y
después todo son lamentaciones, una procesión enorme que sale del manicomio
llevando el cuerpo sin vida de Dos Once, como un mártir, y el falo erecto como
solo lo llevan los héroes.
Volver a casa
Enrique AURORA
Minutos más tarde, cuando divisó la curva que iba a desembocar en la calle
ancha, todavía de tierra, bordeada de eucaliptos, se puso de pie.
Es muy raro el regreso, dijo ahora el gordo en voz alta. Si bien dudaba de
que ese gesto espontáneo, impredecible, de detenerse a mitad de camino, lo
representara. Mucho tiempo y mucha distancia también. Es difícil afrontar la
rémora de la memoria, pensaba.
Mientras pitaba bajo la llovizna, el gordo acabó por darle la razón al chofer.
Ni siquiera tendría donde pasar la noche. Voy a terminar con una pulmonía,
pensó.
La casa se veía igual. Los muros gruesos, prolijamente encalados, las luces
rojas sobre la puerta de entrada. Antes de llamar, el gordo vaciló. Esto es patético,
pensaba. Era la primera vez que iba a entrar allí.
La muchacha fritó las milanesas que había dejado preparadas la tía antes de
viajar al pueblo, tan tranquila porque la chica quedaba acompañada por el primo
Eugenio. Comieron las milanesas con huevos fritos y bebieron de ese vino tinto y
grueso, del cual el tío, a veces, invitaba un corto vaso al primo Eugenio. Ya sos casi
un hombre, le decía el tío al servirle el vasito de tinto. Ese mismo sabor, agradable
y áspero, fue el que descubrió el primo Eugenio en la boca de su prima Susi al
darle el primer beso. Después de comer fue cuando se lo dio. Esta vez, la chica no
dijo nada, pues el vino tinto y grueso le había exaltado el ánimo como para que ya
no ocultara sus premeditaciones. Eso lo comprendería en plenitud el gordo con el
correr de los años. Era la primera lección de que son las mujeres quienes tienen las
responsabilidades mayores en la seducción. Fue un beso corto y nervioso. Pero
enseguida se sucedieron otros besos más profundos, más estudiados. Aprendían
los dos chicos, rápidamente, el arte de los besos. Y el arte de las caricias, también.
Ahora la chica no se sonrojaba mientras el primo Eugenio le recorría las
redondeces con sus manos exaltadas por el contacto con ese cuerpo adolescente.
Las manos del primo Eugenio que por primera vez recorrían el cuerpo de una
mujer. Era mucho más tibio y mucho más inquietante que esas fotografías de
mujeres desnudas que le había mostrado un compañero de la secundaria. Se
acordó de su amigo, que se había burlado de su embarazo al ver las fotos de las
mujeres desnudas, y pensó qué estúpido: el amigo viendo en solitario esas
desnudeces mientras, en cambio, él ya sabía lo que era entibiar el cuerpo de una
mujer con las manos.
Al ver el lunar, el gordo se acordó de esa siesta. Después pensó que era una
posibilidad. Tanto tiempo y tanto espacio. La memoria traiciona las imágenes, se
dijo. Pero tenía que saber. Uno siempre quiere saber.
La mujer resopló. Qué pasa che, no serás gay vos, ¿no?, le dijo con rabia.
El gordo se puso de pie. La miró a los ojos. Frunció su nariz y apretó sus
labios, como si se esforzara por encontrar las palabras adecuadas. Pero no dijo
nada. Solo pretendía dominar la náusea. Sacó dos billetes del bolsillo y los dejó
sobre la cama.
Desde la puerta del burdel, la mujer se quedó mirando al hombre gordo que
se alejaba, bajo la lluvia ahora intensa, sin entender.
En cambio, el hombre gordo ahora podía entender por qué razón había
descendido del colectivo a mitad de camino. Como entendía, además, que es muy
difícil volver a casa.
La mujer digna
Maia BLANK
La prohibición era amarla, no solo porque la distancia que nos separaba era
demasiada como para que pudiera alcanzarla con la espontaneidad que deseaba
(de manera constante algunos días), sino porque mi situación era tal que me debía
a un hombre en cuerpo y alma. Así lo decía la ley y yo siempre acaté la ley; más
por temor que por convicción —o por falta de imaginación— pero así es.
Andrés y yo llevamos nueve años juntos y tenemos una niña de cinco —que
reclama atención continua. Nos queremos de esa manera que se quiere a alguien
de quien se ha estado perdidamente enamorado, tras casi una década de
convivencia. Con Andrés me falta un sueño en común, porque fuera de eso está
todo, pero el sueño nos falta. Él anhela seguir trabajando en la empresa que levantó
su padre hace treinta años atrás, tras haber perdido todos sus bienes en un
incendio, y que luego heredó de manera exclusiva por ser hijo único. Y yo sueño
con algo que no puedo contar aquí, por temor a la burla, pero digamos que sueño
con dejar mi granito de arena en este mundo más allá de mi niña, que crecerá y se
irá de casa como yo me fui, como mi madre se fue, y como la madre de mi madre
se fue, para levantar un hogar.
Así de felices somos una o dos veces por semana. Por lo que nunca, hasta
entonces, sentí necesidad de buscar afuera lo que no me faltaba dentro. Lo único
que puedo decir a mi favor es que no la busqué. Yo no busqué sus ojos, fueron ellos
los que vinieron a mí con la pregunta escondida en el pliegue de sus párpados (hay
pestañeos que son un poema), con la invitación casi ingenua de sus labios trémulos
—rosas— que adiviné tibios, en mi pobre, cautelosa fantasía.
Llegó de visita por dos días. “¿Qué son dos días en la vida?”, hubiese dicho
antes. Hoy sé que una hora puede ser suficiente para que todo resulte insuficiente,
y que hay minutos que duran, persisten, de manera contundente y caprichosa,
durante toda la vida. Demasiada poca eternidad, si se quiere. Antes, yo creía que el
amor era una especie de puzle donde siempre falta una pieza para completar el
rompecabezas, pero que eso era “lo normal”, que eso era lo que mantiene a dos
personas unidas: la ficha que falta. Y así fue todo hasta ese día; luego todo fue
después de ella: después de sus ojos investigando mis relieves, después de tomar
plena consciencia —por primera vez en la vida y tardíamente— de los límites a los
que puede llegar el dolor a causa del intersticio con otro cuerpo; esa quebradura
que te hunde, que te provoca deseos de despeñarte sobre el otro (la otra en este
caso), de desasirte de todo aquello que sabías cierto, sin pensar en las
consecuencias, sin calcular el mañana.
Cuando esto ocurrió Andrés nos estaba dando la espalda; se dirigía al bar
donde se encuentran las bebidas alcohólicas que una casa como la nuestra necesita
—aun cuando no se abran la mayor parte de ellas— en el borde de la sala. Esteban,
sin embargo, nos vio mirarnos, vio cómo nuestras miradas se cruzaban y quedaban
prendidas; y sonrió, como quien está acostumbrado a que dos mujeres compartan
esa clase de intercambios (yo no lo estaba y no lo había estado nunca; ni lo estuve
tampoco luego de que ella se retirara al día siguiente de mi casa). Un minuto más
tarde, o menos —no lo sé porque el tiempo se detuvo en ese instante—, soltó mi
mano y desprendí mis ojos de los suyos. Entonces me dirigí a Andrés, un tanto
aturdida, con el vaso a cuestas. Y digo a cuestas porque de pronto todo me resultó
pesado: el vaso, la casa, mi propio cuerpo... Lo deposité sobre la mesada del bar,
me excusé y me retiré al baño. Como si hubiesen puesto mis manos en piloto
automático, sin pensarlo, me bajé los pantalones y me senté en el inodoro; pero no
sentía necesidad de liberar nada de lo que sale por esos sitios. Permanecí allí el
tiempo suficiente como para recuperar la calma y me incorporé. Me miré en el
espejo, arreglé mi cabello y salí con una sonrisa —la mejor que pude improvisar—
de vuelta a escena. Porque ahora tendría que actuar.
La conversación se extendió un par de horas más y, en todo ese tiempo,
Natalie no perdió oportunidad de mirarme por encima de su nuevo Martini,
sofocándome. El deseo nace a veces de cosas tan breves como intensas. Eran ya las
seis de la tarde aproximadamente cuando Esteban se retiró. Natalie salió a dar un
paseo con Andrés y yo me quedé en casa con la excusa de que no quería dejar a la
pequeña sola.
Y eso fue todo lo que tuvimos. O, mejor dicho, todo lo que yo tuve de ella;
porque yo no le di nada a cambio. Al día siguiente se fue tan inevitablemente como
había llegado.
Han pasado dos años desde entonces y no hay día en que no pronuncie su
nombre en voz alta, durante la noche, frente al espejo, antes de acostarme, mientras
me miro a los ojos vacíos, mentirosos y añejos, para descubrir que el tiempo
avanza y ella no está conmigo, que nunca la tendré. Algo, intraducible, se sacude
dentro al nombrarla. Y su nombre vibra como música, como si fuese un
instrumento desafinado buscando el acorde perdido, el intento suicida de armar
un puzle que podría ser completo (el amor resultó ser otra cosa).
Hoy sigo siendo lo único que he sabido ser durante todos estos años: la
esposa abnegada, la madre trabajadora, la ciudadana ejemplar que asiste a
personas desafortunadas a través de obras de beneficencia. Tengo amigas, mis hijos
son sanos y buenos estudiantes. Hemos cambiado el auto hace poco. Oh, todo es
perfecto, sí. Pero, a escondidas, a espaldas de mí misma, busco en los ojos de otros
(hombres y mujeres por igual), de manera obsesiva y desordenada, los suyos.
África reinaba en sentida disputa con Europa del Este. Yo Mismo estaba
asqueado. Yo, para no oírle, esnifaba cocaína. Yo Mismo, aunque un tanto
moralista, en el fondo se sentía bien, y en un pequeño guiño a escondidas de los
ojos de Dios, vi que él también estaba disfrutando. La bolsa de cervezas Mahou en
el suelo, el porro en el cenicero, la nariz empolvada, la larga fila de mujeres en
alquiler, y la sensación, grandiosa y excitante, de estar haciendo algo realmente
sucio y prohibido por todas las normativas celestiales.
Lo peor es que yo deseaba volver, regresar una vez más a casa. Pero la
mañana, el azar o el viento me mantenían a muchos kilómetros de la ciudad, en el
borde de una carretera deshabitada. Todos los carros doblaban hacia la derecha. El
último chofer que me había llevado hasta allí me dijo “buena suerte” y continuó
por la derecha. Necesitaba a alguien que tomara por la izquierda. Y ese alguien
apareció una hora después bajo la forma de un chofer de camión.
—¿Adónde vas?
—A la ciudad.
Decidí seguir averiguando sobre las frases en los parabrisas. Las había visto
desde pequeña en ómnibus, camionetas, pero sobre todo en camiones.
Contemplé sus uñas largas pintadas de rojo, sus brazos afeitados, sus cejas
depiladas, su largo cabello lacio con olor a perfume. Era un camionero distinto a
todos los que había visto en mi vida, su sabiduría, en efecto, de seguro era
abundante, no podía habitar en el comprimido espacio de un parabrisas. Se lo dije.
—Otras cosas.
—Todas las personas vivimos del mismo modo, todas vivimos siempre al
borde de la vida que soñamos. Si no fuera así sería imposible vivir.
—Dudo mucho que la amante de tu esposo sea más hermosa que tú.
Únicamente si fuera una diosa.
Sus ojos, sus labios, cambiaron de repente. Yo podía ver cómo cambiaba la
fisonomía de los hombres cuando me decían algo atrevido, era una suerte de
destello de endorfinas saliendo de sus ojos, brillando en sus dientes. La
transformación duraba el mismo tiempo que empleaban en coquetear conmigo, en
mover sus lenguas de serpientes hacia mí. Creo que por eso la mayoría de los
hombres me parecían horribles.
—Déjame aquí.
Estuvimos cerca de un minuto sin hablar, luego preguntó por las amantes de
mi esposo. No las conocía, ni siquiera nos habíamos cruzado en el camino. Las
había visto a todas, eso sí, desde la abertura que había hecho en la pared del
cuarto. Justo detrás de aquel agujero observaba a mi esposo con sus amantes,
disfrutaba con ellas como nunca había logrado hacerlo conmigo. Supongo que
aquellas observaciones continuadas hicieron aparecer mi talento para los olores;
era capaz de reconocer, a kilómetros de distancia, el olor de las vaginas de las
amantes de mi esposo. Podía saber cuándo se acercaban, cuándo habían estado con
él, todo. Era insoportable.
En realidad, todas las amantes poseían una belleza muy especial, pero ni
siquiera la más portentosa podía aventajar la presencia perfecta del camionero. No
se lo dije, por supuesto. Él de todos modos insistió, quería saber.
Yo podía sentir también el olor del glande de todos los hombres que se
acercaban a mí. Podía saber cuándo estaban excitados, cuándo querían llevarme a
la cama, por eso sabía que mi esposo nunca, o casi nunca, pensaba en mí.
Estaba ideando una buena excusa para que me dejara en la próxima curva
cuando tres camiones nos pasaron por el lado y se estacionaron varios metros
adelante. En los parabrisas se leía: Yo soy el que soy; Relájate y coopera; Al final la
culpa fue tuya.
—Vuelve al camión.
Sus uñas largas y rojas hacían círculos alrededor de mis senos, rozaban a
intervalos mi entrepierna, jugaban con mis emociones. Era un hombre que sabía
cómo tratar a una mujer, cómo incendiar a una mujer.
—¡No puedo! —repetí, todavía con la imagen de mi esposo entre mis ojos.
—¡Déjame tranquila!
El camionero se puso las manos en la cintura, sin camisa tenía una figura
menos femenina, se convertía en un ser andrógino, futurista, ideal, hubiera
deseado besarlo de arriba abajo, pero debía irme.
Yo no sabía. Nadie sabe por qué las personas hacen lo que hacen, por qué
son como son. Además, él no era el más indicado para preguntar el porqué de las
cosas.
Llegué a casa en la noche, una hora después de que mi esposo terminara con
una de sus amantes. Kilómetros antes de llegar percibí el olor ácido y azucarado de
la vagina de la amante. Esta vez no me sentí enojada, una mujer miserable
condenada al ostracismo, la pulsación del deseo y la sangre apareció dentro de mí
como un remolino irascible.
“Es solo una lesión psicológica muy común en los matrimonios por estos
días”, les había diagnosticado el doctor experto en la materia apenas le confesaron
la dolencia que los aquejaba. “La cura es sencilla, una sesión en el Regresor
bastará”, concluyó, y les fijó turno para el día 10 del mes entrante debido a lo
solicitado de aquellas máquinas y los pocos ejemplares existentes. Al salir, no
cruzaron una palabra; pero sus sensores internos captaron un ligero incremento de
actividad nerviosa. Las 20 horas diarias de trabajo, de cada uno de los veinticinco
días que los distanciaban de la fecha fijada para el tratamiento, transcurrieron con
su rutina habitual, solo la noche anterior pareció demorarse un poco más.
Respiran. Visualizan el otro cuerpo, ese que palpita bajo el metal, como hace
miles de años, antes de cubrirse totalmente de cortezas metálicas debido a las
radiaciones nucleares de la tercera guerra. Sonríen, aplauden extasiados al
descubrirse en aquella irrealidad compartida, solos los dos, envueltos en aquella
especie de niebla ligera, sin las incómodas tormentas de polvo radioactivo en cada
esquina y las calles inundadas de escombros. Reconocen cada punto de contacto:
él, las dos protuberancias a cada lado del pecho, esa piel suave y blanca de la
pelvis, el semiabierto vértice entre aquellos muslos firmes; ella, los definidos
recuadros del abdomen, las enormes venas en los brazos, su ancha espalda y el
apéndice que va haciéndose más grande. Acercan sus contornos. Palpan
tímidamente cada pliegue: él, con manos sudorosas, volcado entre las curvas,
explorando con su lengua cada espacio; ella, trazándole figuras en la espalda,
mordiendo suave aquel dedo que juguetea entre labios, dejándose llevar.
Desesperados por fingir que no olvidan cómo mezclar los cuerpos. Inconformes de
tanto sobrevivir en un planeta de aluminio y neón, intentando atrapar en medio de
aquella niebla un placer desconocido y lejano, como el humo de las incontables
fábricas recicladoras de la ciudad. Están húmedos. Vacilantes. Sujetos a ese cruce
de miradas que los hace sentir, inexplicablemente, en compañía. Y de pronto ríen a
carcajadas, se llaman por su nombre y no por el número de identificación,
entrelazan sus manos y susurran te quiero con silabas casi adormecidas.
Abrazados tan fuerte que no perciben el roce del apéndice con el vértice ahora muy
abierto, esa tibia proximidad endureciéndose indetenible, hasta penetrar, y
comienzan a moverse casi sin darse cuenta, instigados por los gemidos delirantes y
ese cosquilleo renovador, y continúan más rápido, ajenos al sobrecalentamiento
acelerado de sus sensores internos de temperatura. Desafiando el protocolo se
aproximan al límite. Así, apretados uno contra otro, temerosos de perder ese
último destello de memoria, dando rienda suelta a sus instintos más básicos, esos
que inútilmente han intentado bloquear desde hace siglos, por medio de
sofisticadas computadoras, chips y nanovacunas, con el único pretexto de
preservar la especie y evitar los conflictos emocionales que tantos efectos nocivos
han provocado en el decursar de la historia. Y continúan moviéndose, extasiados,
destrozando sus sensores internos de temperatura, obviando totalmente manual y
tratamiento. Cómplices, hasta que sienten desprenderse algo muy dentro, y
quedan inmóviles, vacíos, viendo esfumarse cada imagen en sus mentes, devueltos
entre infinidad de chispazos a sus pesados armazones sobre las sillas
hipersensoriales, mientras los cascos se apartan de sus rostros metálicos, que no
activan esta vez la señal de energía sino un mensaje de Error, y un vapor oscuro les
comienza a ascender de entre las piernas.
Aromaterapia
Zahylis FERRO
El humo del cigarro quemándose entre sus labios se le antojó no solo sexy,
sino lo más saludable que pudiera recetarle el doctor para una tarde de calor
tropical.
Eran pasadas las tres, pero ya hacía un buen rato que había matado a su
Lola, o más bien que su Lola había acabado matándolo a él. Los bríos de aquella
carne joven le anunciaban una encarnizada batalla cuerpo a cuerpo cada vez que se
cerraban las puertas del apartamento de esquina en el sexto piso. A Jesús le
hubieran temblado las piernas de haber tenido tiempo para pensar antes de cada
encuentro, pero salía a toda velocidad de la oficina, y ella lo esperaba frente al
elevador envuelta en una bata de baño y lo arrastraba por el pasillo
impregnándose desde ya en sus labios, deslizándose por su garganta, robándole
escalofríos que nacían y morían entre tela y piel.
Jesús había olvidado que era viernes en cuanto escuchó la voz de su belleza
criolla al otro lado del auricular, pronosticándole una tarde lujuriosa en el
apartamento de esquina del sexto piso. Descomposición de cuerpos, emanar de
corrientes, descargas eléctricas y aromas y murmullos y sabores. Lorena le
pronosticaba un despilfarro humano y Lorena... bueno... Lorena siempre cumplía
sus promesas.
•••
En otro momento Ileana hubiera seguido de largo, dejando atrás ese par de
ojos que parecían querer comérsela viva. Ese día, sin embargo, sintió el desorden
creciendo en sus caderas, la ebullición en la piel y una agitación en su respirar que
se tradujo casi instantáneamente en transpiración olorosa a hembra deseada. Y
luego sintió que se derretía cuando el joven de no más de 30 años la saludó desde
la puerta de la pequeña oficina, escondida detrás de la sección de las frutas en el
supermercado. El saludo, que más parecía sonrisa tibia, atrevida, sugerente, fue un
abrazo delicioso que se le pegó en el cuerpo como un sudor frío, calándole
profundo, ahogándose en sus cavidades y sudándole a través de su dermis
ardiente.
Ileana se vio aturdida pero aún así contestó a medias la sonrisa, y siguió
caminando sin mirar atrás, moviendo las caderas con una sensualidad que le
sentaba natural. Era como si su cuerpo respondiera gustoso y por sí solo al deseo
ajeno. Y no había terminado de recuperarse del ajetreo cuando volvió a encontrarse
aquellos ojos inquisitivos y labios carnosos al final de la línea de refrigerados,
donde un empleado reponía el surtido. Una vez más a la salida del supermercado,
frente a la línea de las registradoras, asegurándose de que las cajeras saludaran y
despidieran a los clientes. “Un administrador que se preocupa por hacer bien su
trabajo”, pensó Ileana complacida. Y a partir de ese día se convirtió en una clienta
no solo asidua sino, además, satisfecha.
El pequeño cuarto detrás de la sección de las frutas abrió sus puertas a una
Ileana ardiente y activa; una Ileana expresiva, generosa, que se deshacía en un sexo
auténtico, dado a complacer y ser complacida, sin presiones, conflictos o planes de
trasfondo. Era un sexo simplificado, de orgasmos infinitos que llenaban el aire de
un erotismo palpable que se confundía a ratos con el olor afrodisíaco de las frutas,
antesala al mismo tiempo de la saciedad y el hambre.
Esa noche Jesús retardó lo más que pudo el irse a la cama. Le resultó
relativamente fácil; Ileana no paraba de trajinar por toda la casa, recogiendo,
limpiando la cocina, los muebles, enfrascada en una suerte de limpieza general que
Jesús no entendía ni encontraba necesaria pero a la que ella se dedicaba con
concentración de atleta. En otro momento hubiera puesto mala cara o le hubiera
dicho algo para que se diera cuenta que su masculinidad exigía preferencia, pero
esta noche se hizo el distraído y actuó como si no se diera cuenta de que el tiempo
estaba pasando.
Cerca de las once y media de la noche, sin poder disimular más, por miedo a
liberar una reacción en cadena que terminara destapando la olla de agua hirviendo
que resultaba ser la infidelidad mutua, se fueron a la cama. Ileana fue la última en
meterse debajo de las sábanas, con la piel impregnada de un penetrante olor a
Mango-Passion Fruit, un nuevo jabón de baño que había comprado en el
supermercado a falta de otra cosa que adquirir. “¿Te bañaste con agua o con
batido?”, le preguntó Jesús en tono de burla. Pero Ileana, turbada por el olor a
frutas que le recordaba la pequeña oficina al fondo del supermercado, no captó la
ironía. “Ese jabón, Ili, ¡que parece que me estoy acostando con una frutera!”.
La orgía que por unos minutos formaron los cuatro cuerpos conjurados por
la realidad y la memoria se fue disipando, y era ya orgía de dos Jesús y dos Ileana
llenando todos los espacios, devorando a su paso la materia y el deseo. Y hubiera
podido apostarse a la levedad de sus cuerpos, a lo etéreo de su interactuar de
haber sido posible darle nombre a aquel desmembramiento exquisito, a aquel
intercambio de partes, jugos y vapores en combustión sobre las sábanas blancas.
Jesús se perdía en una Ileana ávida de intrusión, gustosamente receptiva, lista para
explotar y arrastrar a su hombre consigo en la explosión.
Jesús no asistió a su cita con Lorena. Tuvo una reunión imprevista. Ileana no
pasó por el supermercado aun cuando sabía que no había frutas ni ensalada para la
comida. Esa noche los niños no quisieron comer. “No hay colores en la mesa,
mamá”.
I’m all for you body and soul… por qué no has visto, soy para ti en cuerpo y
alma… Él sintió escalofríos, y la puerta se abrió, una luz entraba de a poco.
Apareció ante sus ojos, cubierta de un traje largo y blanco, con los guantes
mojados, Amy Winehouse. La tela de su vestido era un satén demasiado reluciente.
Unos centímetros fuera de su cuerpo, había un halo plateado, casi añil, que la
cubría como un aura. Lo miró desde la puerta, y avanzó despacio. Todo parecía
haberse detenido y, extrañamente, no sentía miedo, solo la sensación de estar
soñando. Cuando Amy estuvo frente a él, logró detallarla mejor. No eran solo los
guantes blancos, sino toda su ropa, que estaba empapada, como si hubiera sido
alcanzada por un aguacero. Comprobó que eran lágrimas. Amy estaba llorando
desde su mente. El cuarto brillaba con una luz fría, azulada. Sin embargo, ardía en
la piel y los ojos como fino azufre. La Winehouse se quitó los guantes muy
suavemente y los exprimió sobre él, no sin antes sonreír. Luego tomó asiento a su
lado, agarró su cabeza y la condujo hasta el regazo. Él sintió frialdad al contacto de
sus manos. Ella se las mostró en silencio. Sus manos no eran ya bellas. Parecían
flotar como dos violetas congeladas. Lo acariciaban una y otra vez, hasta sumirlo
en un sueño lento. Luego lo besó en la frente y se alejó extinguiendo la luz. La vio
posarse en la ventana, y después lanzarse al vacío. Apenas pudo divisarla volando
entre los tules y cintas de su vestido blanco de satén. Dijo una última frase al
viento, que resultó ininteligible. Él la interpretó como esas palabras secretas que se
pierden, que nunca nadie llega a conocer: una despedida. Entonces la luz cedió
totalmente y volvió la penumbra cálida.
—¿Qué te dijo? —preguntó ella. Hubo silencio. Él suspiró y secó sus ojos con
el pañuelo de seda. Cambió la música por tercera vez.
Me habían hablado muy bien del nuevo centro de masajes que acababan de
abrir al lado de mi casa. “Tienen unas manos de oro”, me dijo mi vecina, una
reciente viuda adinerada de cincuenta y pocos años con la que había intimado lo
bastante como para que supiera que el empecinado examen de las minucias de mis
achaques me estaba convirtiendo en cobaya de los modernos curanderos que
florecían en las abundantes y seductoras medicinas alternativas, además de
catadora de spas y practicante convencida de clases de reeducación postural, yoga
y tai-chi. “Apunta el teléfono y acuérdate de llamar para pedir hora”, me repitió
tres o cuatro veces y fue como si me estuviera entregando la fuente de la eterna
juventud.
Yo soy decoradora y, sin falsa modestia, voy tan buscada como Juan, porque
se me da bien hacer habitables y hogareños los impactantes espacios que él, o
cualquiera de sus colegas proyectan, y que sin mis muebles, alfombras, colores y
luces acabarían por resultar impersonales e imprácticos, poco más que naves
industriales de alto nivel. Para mí es algo fácil, casi inconsciente, como jugar a las
casitas, por eso no podía entender la molestia permanente alojada en la base de mi
nuca que la mayoría de las veces acababa convertida en una migraña insoportable,
y mi gesto más habitual era mover la cabeza sobre un hombro y sobre el otro,
intentando sin mucho resultado distender la musculatura del cuello y aligerar la
presión que iba escalando hacia las sienes y que nunca me dejaba estar bien del
todo.
A la semana siguiente volví. Fue más fuerte que yo. Pedí el mismo
tratamiento, en todos sus detalles. “Estoy encantada” —le dije a la recepcionista
toda sonrisas y disposición: “Me ha sentado de fábula, hacía tiempo que no me
sentía tan aliviada”, y volví a tumbarme en la camilla con la difuminada
impresión, sin sustento lógico alguno, de estar engañando a Juan, por primera vez
en 20 años.
Esta vez me sentía preparada y a la vez curiosa, era imposible que aquellas
oleadas líquidas y densas y aquel retumbar de tambores se repitieran, lo probable
es que gozara de un buen masaje y archivara aquel episodio inaudito en mi
memoria como una reacción premenopáusica sin sentido, pero no pude continuar
el razonamiento porque en cuanto noté que las manos mágicas de la primera tarde
amasaban mi espalda como si fuera la fina harina de un pan de ángeles me disolví,
me estaba fundiendo, derritiéndome, igual que una pieza de chocolate en leche
hirviendo, la sangre espesándose, ya no la notaba golpear en el pulso, una catarata
veló mi visión y un mareo de borrachera taponó mis oídos, estaba sumergida como
un buceador desorientado y embriagada por la presión y el tiempo ralentizado no
quería emerger.
Lo averigüé cuando me besó, dulce como un tocinillo del cielo que me dejó
en la boca un pozo aromático de rosquilla casera mojada en orujo ardiente, un licor
de absenta de locura feliz e irrealidad divina, y en ese momento la nota en
discordia armonizó en una melodía exclusiva, suya y mía, la pieza olvidada del
puzzle se encontró en el interior de un semicírculo y unas aristas que la acoplaban
como una cópula, y en mi mente pedí disculpas a Juan por los años perdidos, por
el fotomontaje publicitario de nuestra idílica existencia, reducida de puertas
adentro a una relación de amigable compañerismo y me alegré de que los hijos ni
hubieran venido ni los hubiéramos buscado y también esperé que no le doliera
demasiado porque mientras me besaba, un descanso celestial relajó la musculatura
de mis trapecios y aclaró mi cabeza siempre cargada de un dolor a punto de
estallar como una nube preñada, y comprendí la razón de mis malestares a pesar
de todos mis bienes y por qué reía tan poco y me despedí de Juan, con pena, pero
con la esperanza de algo mejor también para él y dije adiós a un mundo del que no
hubiera participado de haber sido más sincera y me importó menos que nada todo
lo que a partir de entonces pensarían o dirían de mí, porque mientras sus manos de
papel de seda me acariciaban y su lengua despertaba en mí algo ancestral y
primitivo cien años dormido, Carlota, la masajista, me estaba llevando de vuelta a
casa.
Paca
Paca rondaba la cincuentena cuando visité el pueblo por primera vez. Era
como casi todas las señoras de los pueblos manchegos a principios de los 70:
discreta, gruesa y morena. No tenía hijos y tampoco marido, desde que éste
muriese en un accidente de automóvil seis años atrás. Yo contaba con 19 años y
atravesaba por un período de declive atractivo, en el que me veía
irremediablemente feo.
Fue al segundo día de mis vacaciones estivales que, a las cuatro de la tarde y
con un sol que literalmente abrasaba todo lo que estuviese a su alcance, entré en el
estanco del pueblo. Tardé un rato en poder ver dónde me había metido, pues el
contraste entre la luz de la calle y la relativa oscuridad del local me dejó ciego y
atontado. Cuando mi vista se acostumbró a la nueva situación, apareció delante de
mí una señora que me miraba con la boca abierta, como si fuese la Virgen María la
que acababa de entrar a por tabaco. El estanquero, detrás del mostrador, también
me observaba con extraordinaria atención, vigilándome por encima de las gafas,
cejas arqueadas y el cigarro despidiendo humo hacia sus diminutos ojos.
Estuvimos así, los tres, petrificados y en silencio, unos segundos. Me miraban
como solo lo hacen (o hacían) en los pueblos, con esa mezcla de curiosidad
sobrenatural, recelo y descaro. Al darme cuenta de lo absurdo de la situación me
ruboricé y pedí atropelladamente una cajetilla de tabaco. Mi voz pareció sacar del
estupor en el que se hallaban sumidos al estanquero y la señora, que volvieron a
comportarse de forma exageradamente normal. Pagué el tabaco y al darme la
vuelta e irme mi brazo rozó el brazo de la señora. Me estremecí y noté que ella
también. Antes de salir giré la cabeza y me encontré con sus ojos, otra vez
escrutadores. Apartó la cabeza bruscamente y comenzó a hablar con el tendero.
Salí por fin de allí, azorado y liberado de una tensión impropia del lugar y del
momento.
Dos días después, estaba sentado en la terraza del bar Varela y cruzó delante
de mí la mujer del estanco. Llevaba un riguroso vestido negro de franela que le
hacía parecer mucho mayor de lo que en realidad era. A pesar de que el reloj de la
iglesia marcaba las ocho y media de la tarde, hacía un bochorno terrible, y el aire
era tan pesado que costaba respirar. Me apiadé de la pobre mujer por llevar ese
traje que le sofocaba y le hacía sudar. Cuando pasó a mi altura me reconoció, y
volví a ver la sorpresa dibujada en sus ojos. Casi al instante agachó la cabeza y
aceleró el paso. Estuve observando cómo desaparecía calle abajo. Sin saber por qué,
sentí la necesidad imperiosa de seguirle. Apuré la cerveza de un trago y salí a la
carrera tras ella. Llegué al final de la calle, giré a la derecha y vi cómo se perdía tras
una esquina. Cinco segundos después doblé la misma esquina y me la encontré de
golpe. Ahí estaba, a un metro de mí, quieta, inmensa y negra. De su mano colgaba
un frondoso manojo de llaves. La señora sujetaba con índice y pulgar un apéndice
duro, metálico y horizontal, apuntando hacia la cerradura de la puerta. Yo estaba
reventado por la carrera, exhausto, y su visión repentina me paralizó. La situación
comenzaba a parecerse peligrosamente a la del estanco. Me notaba el pulso en el
cuello con una claridad incómoda. Estaba a punto de seguir mi carrera a ninguna
parte cuando ocurrió algo que terminó de atornillarme al suelo: la señora sonrió y
me invitó a pasar. Como si hubiese adivinado un segundo antes mi tentativa de
huida, me hizo un gesto maternal, casi de comprensión, que me desarmó y me hizo
creer en ella por encima de todas las cosas. Atravesamos un zaguán fresco como
casi nada en el pueblo y entramos en su casa. Presentí la inmediatez del sexo nada
más poner un pie en el salón, una sensación irremediable que me causó un pánico
también irremediable. Por aquel entonces, y a mis 19 años, estaba todavía por
estrenar. Mi miedo, que ya era igual de evidente que el deseo, empezó a llenar la
habitación. Se notaba perfectamente en el ambiente la encarnizada (y arcaica) lucha
que mantenían sexo y pánico por ver quién se quedaba con la salita. Ella vio mi
pavor como yo vi sus ganas. La señora abandonó el salón y volvió con una jarra de
agua limón y dos vasos.
—Paca.
a G, fotógrafo
(Pausa) “¿Cuánto tiempo hace?”, dijiste. “11 años, han pasado 11 años”,
contesto, y tus ojos habituados a descubrir imágenes me desnudan, pieza a pieza
despacio, como si tuvieras todo el tiempo del mundo en aquellos dos dedos de
vodka a la roca, como si estuvieras otra vez en aquella camita, mi camita.
(Pausa) “Todavía tengo tus fotos”. “Yo las quiero”, contesté rápido.
“¿Quieres que te haga nuevas fotos desnuda?”. “No, quiero aquellas”. “¿Pero no
quieres nuevas fotos desnuda?”. Ahora soy yo la que trago de una sentada mi
margarita. Cierro los ojos y en algún rincón de mi cerebro me veo tragando, sigo
tragándote.
Click. Un estudio cerca de la Calle 8. Los dos solos. Un sofá viejo con una
manta multicolor. Las luces listas. Una red negra. Yo desnuda. Mi pelo rojo suelto
hasta la cintura. Ondulado. Descalza. Tu lente abre y cierra, cierra y abre.
Penetrándome. La red sobre mi cara. Sobre mis tetas. Tu lente se acerca. Primer
plano. Respiras cada vez más fuerte. Mi perfil con la red sobre mi cabeza. Plano
detalle. El pelo me cubre la cara. Las piernas abiertas. Mis dedos tapando los
pezones. Mi piel blanca. Suave. La red negra. La red negra sobre mi barriga.
Descubriendo todo. Blanco/negro. Tu lente abre y cierra, cierra y abre. Disparando.
Me tocas. Tus manos sudan. Tu respiración es un huracán. Me tocas. Acaricias
fuerte. Respiras fuerte. Me besas los hombros como un caníbal. Me agarras las tetas
con dureza. Me empujas hacia ti. Brusco. Macho. Tu pinga maltrata mi nalga. Tu
pinga detrás del zipper. Detrás del jeans. Maltrata mi nalga. Me aprietas duro
contra ti. Me restriegas el zipper. Tu jeans. Tu pinga. Mi nalga. La cámara hace
malabares en una de tus manos. La otra mano intenta abarcarlo todo. Todo de mí.
Tu mano enloquece. Suda. Tu saliva encharca mi cuello. Tu boca me mastica. Tu
boca en mi cuello. Tus dientes me lastiman. Tus dientes. Tus labios. Mi cuello.
Finalmente desesperas. Me agarras por la cintura. Me lanzas sobre el sofá. Te
arrancas el zipper. Liberas la bestia. La bestia se me cuela entre los labios. Muerdo.
Lamo. Saboreo. Ensalivo. Fricciono. Punta de lengua-garganta-garganta-punta de
lengua. Acaricio con mis labios. Tu cámara sigue haciendo malabares en tu mano.
La otra mano me agarra los pelos. Me empujas la cabeza. Me enseñas a domesticar
tu bestia desenfrenada en mi boca. Tu cámara no se detiene. La lente abre y cierra,
cierra y abre. Me atraganto pero no paro. Tus dedos se aferran a mis pelos. Una
convulsión te posee. Frenética apuro los movimientos. Labios-lengua-fricción-
garganta. Gritas. Animal. La lente se abre. Se abre. Se abre en un movimiento
detenido. Infinito. Un olor a cloro me inunda la garganta. Me sale por la nariz.
Gritas. Trago, trago, trago. “¿Y yo qué?”. Te miro devorándote epidermis. Dermis.
Me abro de piernas al infinito. Visualizas. Tu respiración agarra fuerza 5. La bestia
mete un cabezazo. Repunta. Colocas la cámara en el piso. Suavemente. Te arranco
el pantalón. La bestia resopla en mi mejilla. Golpeándome mi mejilla. Te enredas
con el pulóver. Con la manta multicolor. Una pierna. Mi pierna sobre el espaldar
del sofá. La otra. ¿Quién sabe? Allá. Tú la ves allá. Te arrodillas en el sofá. Frente a
mí. Mirando fijo ese hueco misterioso. Abierto. Profundo. Metes tus dedos. Te
regodeas en lo mojado. Suspiro. Tu mano mojada acaricia la bestia. Suave.
Adelante y atrás. Atrás y adelante. Tu mano otra vez. Tu lengua. Tu boca que me
come. Tu boca en mi hueco. Profundo. Abierto. Lengua-mano-dedo-lengua-labios-
hueco. Tus dos manos agarran. Carne. Agarran. Brusco. Macho. Tu lengua acaricia.
Clítoris inflamado. Lengua. Manos. Dedo. Labios. Grito. Desesperada. “¡Métemela
cojones!”, ordeno. Te ríes. “Espérate mamichula”. Te ríes. Acaricias tu bestia con tu
mano mojada. Adelante, atrás. Adelante, atrás. Furiosa te agarro con mis dos
manos por las nalgas. Te empujo. Te clavo en mí. Adelante y atrás. Atrás y
adelante. Adelante y atrás. Grito. Silencio. Tu respiración. Mi respiración. De
tormenta a calma. Silencio. Click.
Edder MORÁN
Cualquiera puede ser una estrella porno. La joven que reparte volantes en el
Centro Histórico, el barrendero, el cartero, el gordo que atiende el puesto de hot
dogs. Sus actividades matutinas solo son una fachada para negar un estilo de vida.
Compré una pechera de nylon y le metí dos pelotas de silicón con pezones
pintados en acrílico. En la explosión de pixeles es imposible notar la diferencia
entre la faja y mi piel.
so damn sexy!!
Las declaraciones de amor, oh, las declaraciones de amor de los fans: hay
otras ventajas aparte del dinero. Porque los llamo fanáticos, no espectadores.
Un fanático suplica:
como mi esposa, agrega. Dice que pagará mis implantes de senos. Quiero
unos bien grandes, tecleo. PARA BRINCAR EN CÍRCULOS A TU ALREDEDOR.
Toda esa atención se apila sobre mí como una orgía de buenas intenciones.
Recuerdo la primera noche. handsome_boy activa su micrófono. Susurra:
—Quiero hablarte bonito. Llevarte a cenar, comprarte una flor. Acariciar tus
piernitas. Besar tus orejas. Hacerte saber cuánto te quiero.
Tuve que taparme la cara para reír. Decidí bloquearlo de mis transmisiones.
Llamé por teléfono para reportarme enfermo. Y le dije al tipo que lo del
concurso era porque iba a mudarme de casa.
Ignoré sus llamadas de celular, sus correos. Después de eso empecé con los
escenarios. Estoy en otro estado, le aclaré por última vez. No me busques, no me
contactes. Revisa los escenarios. Estoy completamente en otro lugar.
Transmitiendo.
Dame porno!!!
Hago aquel número que llamo Betty Turner Overdrive. Después hago un JLo
y remato con un Hips Don’t Lie.
fuego:humedo escribe:
Lentamente.
Debo subir el contador. Debo romper mis marcas anteriores. Debo darles
algo que nunca antes nadie les ha dado.
Estoy ahí en el piso con las piernas abiertas, la nariz sangrante por el exceso
de coca, una Marilyn Monroe rota y alcoholizada.
Estamos desnudos.
Hay que estar enfermo para soñar que alguien te jode mientras vomitas.
El conteo se estanca. 820. 824. 823. 822. 820. Nada. Debo hacer algo para
remontar.
jigsawfeeling1992 escribe:
Silencio.
Explico:
—¿Qué pasó? —le pregunto con una sonrisa. Todos lo saben. Te han
descubierto. Se ríe conmigo.
Debe estar imaginándome con un vestido colgando de las caderas.
fistfucker:
enseñametucosita
por qué no me dejas ver? no seas malvada. soñé que me cantabas al oído. te
amo de verdad.
Transmitiendo...
Resistencia.
Empiezo a dar una vuelta, la cabeza destellante como una bola de fuego. El
foco resbala hacia mi interior. Los dientes se acercan al borde metálico de la
bombilla. Rechinan calcio y cristal. Separo los labios, mi cuerpo gira otro tanto
sobre su propio eje.
Consigo una vuelta completa agitando las caderas, el vestido colgando, las
nalgas al aire. El cable se enreda alrededor de mi cuello. 1200. 1220. 1440. La
vibración del celular con la que debo luchar para no distraerme pensando en
dinero.
Los tacones resbalan sobre la sangre del piso. Lucho por conservar el
equilibrio. Mis rodillas tiemblan.
—Correcto.
—No lo sé.
Se inclina para revisar mis listas y noto que tiene poco cabello. Cano, escaso,
gris, próximamente calvo...
Pienso en los 120 mil pesos que guardo en mi cuenta de banco. El hombre
farfulla.
—¿Qué dices?
—Está bien...
¿Dije que sería mi última presentación? ja. ja. ja. ja. Es la tercera vez que
utilizo ese truco.
—Soy el tipo de chica que le gusta saber quién le invita a los tragos, Lloyd —
escribo en el teclado. Apago la cámara, la imagen se congela.
Ella insistía en que cuando no le llegó la nota para Medicina, por 0.35, qué
putada, el único que estuvo ahí ayudándola fue Chuski. Él la convenció para que
empezara enfermería y cuando tras un año de sobresalientes pudo pasarse a
Medicina los dos se fueron un fin de semana a un spa para celebrarlo.
—¡Qué bien nos entiendes! Pues claro, me encanta que os llevéis tan bien,
pero ya sabes que a Chuski le gustan las subtituladas.
—Vienes a buscarnos, nos tomamos un café con mis padres y luego nos
vamos, ¿vale?
—Un cortadito para mi niña y para mí. Y… uno solo para Chuski.
—Así son las cosas en esta casa —dijo su padre—. Es una buena hija,
estudiosa, inteligente, será una gran doctora.
—Y es peor —rió ella —porque a este sí que hay que bajarle a que haga pis y
caca.
Aparqué lejos y esa noche antes de llevarla a casa me lancé un poco más que
otras veces, la verdad es que no habíamos pasado de unos pocos besos y algún
magreo por encima de la camiseta. Yo tenía encima el calentón del pasillo, pero ella
no estaba animada, la notaba fría, como sin ganas… Y no sé cómo se me ocurrió,
pero le aparté el pelo del cuello y le dije al oído:
—Sí, sí, y a mí me pone como una moto pensar que está aquí con nosotros
viendo cómo te acaricio —susurré desabrochándole la blusa y apretándole las tetas
por debajo del sujetador.
Le aparté las bragas y se la clavé tanto que noté cómo le crecía por el interior
del cuerpo, arriba, subiendo por la garganta y asomando por su boca que yo no
dejaba de morder. Fue el polvo de mi vida, nos corrimos a la vez mientras Chuski
en el asiento de atrás eyaculaba sobre nosotros.
Otras veces tras beber mucho líquido, lo hacíamos con la vejiga tan llena que
ella se corría y se meaba a la vez. Una noche acabamos en urgencias porque se
metió una botella en la vagina mientras yo la penetraba por detrás y se la tuvieron
que sacar en el hospital. A mí empezó a darme miedo, coincidió con los exámenes
de febrero, ella tenía mucho que estudiar y nos dimos una pausa. Esa semana
recuperé la vida nocturna con mis amigos.
—Bien.
—¿Te creías que no me iba a enterar? Pues sí, listo, te vieron mis amigas.
¡Qué cutre! Además en el baño de las tías, vamos que no te grabaron porque no
tenían batería en el móvil. ¡Qué fuerte!
—Bueno, ya sabes.
Y colgó.
Salí con otras chicas, rollos cortos en los que cuando avanzábamos hasta el
¿tienes condón? Chuski me sonreía y me señalaba el bolsillo de atrás del vaquero.
Por la mañana, lúcido ante el café, poniendo una taza y bebiendo solo en la
cocina, veía claro esta locura.
Tuve que entrar a la casa un poco después que él. Por los comentarios, dijo.
Tú sabes cómo es eso. Y yo sabía: hombre comprometido, una bebé de por
medio… Porque eso no se hace, hubiera dicho mi madre. No se juega con los
hombres casados. Pero él no lo es, no propiamente, solo son cuatro años con la
misma mujer y una niña de seis meses, un suceso imprevisto.
Pero no iba a ser tan fácil. La más seria de las chicas me miró de arriba a
abajo para decir, María no está, anda para “afuera”. Y punto, sin dejar otra opción.
¿Y Yani?, insistí. Esa tampoco estaba, andaba para Las Villas, con los ojos parecía
burlarse: A ver por quién vas a preguntar ahora. ¿No hay nadie en la casa
entonces?, fue mi último recurso. Ah, sí, me miró con sorna; precisamente el esposo
acaba de entrar. Y solo después de despejada la duda sobre el motivo real de mi
presencia, accedió a darme el salvoconducto. Es allí, al final, en esa puerta blanca.
El primer impacto: comprender que hay cosas que una no se cree capaz de
hacer y, sin embargo, termina haciéndolas un día como si nada; el segundo:
reconocer el espacio, el territorio ajeno, una casa donde los objetos no parecen estar
donde debieran, donde no reina precisamente el orden; lo tercero: unas manos que
me tocan apenas he soltado la mochila, cuando aún el aire me resulta enrarecido y
perturbador; una boca que ya conocía de antemano, que días atrás me confesara
que besaba bien, que si no me lo dijeron nunca, que lograba conseguir el equilibrio
perfecto; un hombre que no espera para llevarme a su cuarto, obviar el preámbulo
e ir directo al punto: nuestros cuerpos desnudos por fin, la torpeza que por lo
general acompaña a las primeras veces. Parecemos un par de adolescentes, dice; yo
concuerdo. Eso suele suceder al principio.
Apurar luego esa primera entrega; yo sobre todo, impaciente, tomando la
iniciativa para encubrir mi propia inseguridad. Escucharle decir al final mientras
sonríe: Dios mío, cómo hay que enseñarte cosas, es increíble. Sentirme un tanto
descolocada, indefensa, ante una sonrisa que no es más que puro asombro, como si
en lugar de tener delante a una mujer de 30 años estuviera mirando a una niña de
15. Él quizás adivina la angustia tras mi silencio porque se apresura a agregar: No
te preocupes, para la media de los hombres estarías muy bien, solo que yo no
pertenezco a la media… Y no puedo menos que reír al cuestionar la extraña
atracción que parezco ejercer sobre tipos así, con tanta necesidad de desmarcarse,
de sobresalir, con tanto Complejo de Edipo mal resuelto.
Va hasta la cocina, trae consigo una botella de ron, bebe primero y luego me
la ofrece. Niego con la cabeza. ¿Tampoco te gusta la bebida?, a estas alturas parece
resignado a descubrirme tan simple. Solo el vino. Eres una tipa muy rara, afirma
entonces antes de retomar la guitarra. No alcanza a ver mi sonrisa porque la
oscuridad ya es total, eso sí me lo han dicho muchas veces. Le escucho beber otra
vez, de pronto me sobrecoge el miedo. ¿Qué hago aquí con este hombre?, y me
quedo quieta, muy quieta, y por primera vez pienso en ti.
La luz llega de súbito. Hora de comer, anuncia. Sale del cuarto, voy tras él.
Mientras trajina entre cacharros en una cocina que hace el terror de mi parte
más neurótica, no deja de sonreír. Te sobrevaloré demasiado, comenta moviendo la
cabeza. ¿Cuándo te dije que ibas a encontrar algo fuera de lo común? Mentira,
refuta, lo sabes y eso me jode. Tienes el potencial, no acabas de creértelo. Ni te
imaginas hasta dónde puedes llegar en todo lo que te propongas.
Comemos pasadas las diez, nada del otro mundo y todo tan especial; los
gestos más simples, las acciones más nimias, cada detalle parece imprescindible.
Con este hombre puedo ser lo que soy, contigo terminé por ser cualquier otra cosa.
Ante mis ojos una sinuosa calzada, una strada ai cieli. Soy la única pasajera
en el carro. El chofer, al cabo de un segundo, me obsequia un caramelo. De
manzana, dice. Yo comienzo a saborearlo luego de agradecerle; mas no consigo
desterrar de mi boca ese sabor extrañamente amargo.
Mujeres mojadas
Sábado, 08: 00 a. m.
—A la playa.
—Alcánzame la palangana con agua, que tengo los pies hinchados —me
grita—. Siéntate, vamos a conversar.
12: 00 meridiano.
—¡Coño!
—Ya eres una mujer —me dice en voz baja—. ¿Tienes novio?
—Ya es hora que dejes de soñar —hace un gesto extraño con la boca y aparta
el plato—. Cuando termines recoges todo y lo pones ahí, yo friego más tarde —me
dice.
07 y 20 minutos p. m.
07 y 32 minutos p. m.
10 y 50 minutos p. m.
—La noche es propicia para estos trajines. Sobre todo para asfixiarnos con
nuestro sudor, para nacer o morirnos si fuera necesario —dijo mi madre en tono
desafiante.
Mi madre comenzó a bailar. Su cuerpo desnudo se movía al compás de una
canción que tarareaba entre dientes y algo en mi interior me empujaba a sumarme
al círculo, algo me hacía ver en ella otra realidad que no era la que estaba viviendo.
“Y si en realidad fuera un hombre /Un humorista /Un escritor de best sellers /Es un
hombre bellísimo y presiento que podrá amarme con la destreza de cualquier
mortal”, pensé.
Llevó una mano hasta mis entrepiernas y con la yema de los dedos me
acarició los labios inferiores de la vulva. Sonreía con algo de nerviosismo y la
respiración entrecortada. Me rozaba ligeramente el clítoris y comencé a jadear con
violencia. Entonces me lanzó a la cama, mientras con lentitud acariciaba mis
pezones endurecidos, lamía con fiereza cada pedacito de mi cuerpo indefenso
entre sus brazos. Por toda la noche se me antojó fuera un hombre que alguna vez
debió haber sido hermoso, quizás en exceso, y me entregaba la complacencia de
sentirme mujer.
Domingo, 09 y 52 minutos a. m.
—Mira, ya se ve el mar —dijo evadiéndome—. Tal vez hoy puedas ver los
delfines.
El aire me desordenó el pelo y un hombre flaco, de muy mal aspecto, nos
piropeó.
—¿Qué te preocupa?
—¿Quién?
—Él.
—Pero no…
11 y 16 minutos a. m.
—¿A dónde vas, belleza? —me preguntó un muchacho alto y bien parecido.
—Todo cambia y no nos queda más que aceptar o largarnos para el carajo.
Y comprendí que era cierto, que todo cambia, las gentes, los sistemas, yo,
que tenía que regresar sin ver los delfines, con la amargura de no tener una tarjeta
de identificación, una manilla o un pasaporte que dijera que provenía de un país
distante. Acepté sus conclusiones porque tenía razón, no me quedaba más que
aceptar o largarme, y eso opté por hacer, largarme para el carajo.
11 y 58 minutos a. m.
30 minutos después.
Mi madre vino con el hombre hasta mí. Vinieron tomados de la mano, como
si se hubieran fundidos uno con el otro. Me puse de pie y la encaré:
—¿Dime?
—¿Qué? —insistí.
—¡¿Qué?!
—¡Ah! —mascullé.
07 y 02 minutos a. m.
03 y 16 minutos p. m.
—Gracias —dijo.
Chely apareció para llenar el vacío dentro del cual sucumbía cada amanecer.
Sus muslos separados, flacos y musculosos, los bellos negros sobre los pezones, el
vientre completamente plano y el tatuaje a la altura de las nalgas, se convirtieron
en la felicidad que solo alcanzaba frente a los delfines. A su lado volví a recobrar el
límite de las ilusiones, a alcanzar esa amalgama virtual de impulsos que fueron
posibles por la locura de sus fricciones. Fue una relación intensa, más bien diría
que lindando lo irreverente.
—¿Sí?, cuéntamelo.
—¿Y?
—A veces he intentado volar, pero el aire ha estado denso y mis padres, que
no habían cambiado nada, insistían: Dale, vuela, vuela. Y sonreían como dos locos.
—Qué prueba más delicada —dije en tono de burla. Al mirarle a los ojos
estaban enmohecidos y su rostro reflejaba una transformación hasta ese momento
inédita—. Discúlpame, ¿qué te pasa?
Sentí sus poros dilatarse, su corazón latir con violencia y sus ojos
recuperaron el color azul que tanto me había seducido. Por toda la noche fuimos
dos seres aspirantes a la eternidad, dos suicidas que se comieron con un hambre de
mil décadas.
Pasé meses recluida en mi casa. Los primeros días fueron difíciles, pues la
soledad te hace pensar siempre en lo mismo, en tratar de descubrir lo inexistente.
Fueron los primeros tres días los que me devolvieron cada gesto, cada palabra,
cada locura almacenada en mis adentros y que se reproducía rayando lo indócil.
II
¿Y la sociedad?
III
La vida.
La sociedad.
Viejo, siempre pensé que para recordar bastaba con cerrar los ojos, pero por
más que lo intento no logro bajar otra imagen que no sea aquella en la playa donde
poseíste a mi madre.
—No existe.
El tiempo ha pasado, pero no por eso hay que pensar en justificaciones. Nací
mujer, como tú naciste hombre, y no hay que pedir perdón por nuestras
preferencias sexuales, ni mucho menos avergonzarnos, ya que como humanos
tenemos que sentir la sensualidad de vivir y lo hacemos a nuestro modo, como
queramos. No podemos dejar que pese sobre nuestra conciencia la obsesión
absurda del desamparo si nos tenemos uno al otro.
Lunes, 09: 00 a. m.
Le miré fijamente a los ojos y en ella vi el álter ego de Chely, recordé sus
comentarios acerca de la belleza de las trigueñas y de lo auténtico de su cuerpo
desnudo.
—Murió.
—Me gustaría.
—Háblame de tu niñez.
—¿Juegos?
—Jugué muy poco. Tenía bastantes muñecas, pero jugué muy poco. Las
muñecas me hacían sentir la más solitaria del mundo y para serle sincera, jugar
para mí no era lo más importante, porque me entristecía mucho.
—¿Cómo creciste?
—Con temor a casi todo, excepto cuando podía disfrutar de los delfines o
llegada la noche sentía la piel desnuda de mi madre pegada a mi espalda, que
comenzó a darme cierta seguridad.
—¿Con?
Miércoles, 09. 00 a. m.
—No, no lo estoy.
—Pero…
03 y 12 minutos p. m.
—Si quieres.
—Vino.
la danza de un corazón
Sentía miedo de mí, de tejer una ilusión y después no ser capaz de amarlo. Y
me asaltó la duda: “¿Hacia dónde voy ahora? /¿Cómo decirle, describir la
incertidumbre? /Estaré consciente del peligro que corro /Pero si no lo hago quién
contará lo que pude ser”. “Todo lo nuevo provoca temor, enfréntalo”, escuché la
voz de la psicóloga martillar mis oídos. Entonces abrí el bolso que sujetaba entre
mis manos que sudaban, busqué el papel donde tenía anotado su número
telefónico con intención de llamarla, pero desistí.
08 y 21 minutos p. m.
—Gracias.
—Más tarde.
Y sonrío.
Y tiemblo.
Con los dedos me acarició el vientre, la espalda, las nalgas, el pubis… Era mi
primer hombre y ya no podía detenerlo. Pensé en mi madre, en Chely y todo lo que
un día fueron, pero como nada era parecido dejé que todo sucediera.
—A ti.
Me muerde un pezón.
Se prende al otro.
Lo siento y grito.
El teléfono sonaba pero nadie lo cogía. Pasados unos minutos volví a insistir
hasta que escuché su voz.
—Oigo.
—¿La psicóloga?
—Gracias.
Rubén Rodríguez s-t c 2011 óleo-lienzo 49 x 50
Súplica
Antes solía hacerlo con frecuencia, pero sin orden. La causa de que haya
escogido un día y un horario específico fue un hombre. Usted. Sé que vive en un
edificio verde que, a pesar de estar paralelo al mío, se encuentra muy cerca si se
mira desde mi apartamento en el onceno piso. Una mañana salí en camisón al
balcón, recién levantada y lo vi destapándole la jaula al loro. El hecho de que fuera
un hombre nada atractivo que no se hubiese inmutado al verme casi desnuda, hizo
que me desesperara, me volviese loca y como una perra en celo corriera a
despertar a mi marido para que me hiciera el amor.
No hago este tipo de cosas en vano. Llevo quince años casada con Federico
(ya sabe quién). Él es abogado y la mayor parte del tiempo lo pasa en la oficina, lo
que no significa que sea mal esposo, lo que a su vez no significa que sea buen
amante. Nos conocimos cuando yo tenía quince. Romanceamos cinco años y
durante ese tiempo no tuvimos relaciones sexuales; yo quería llegar virgen al altar.
El que haya esperado tanto para acostarme con mi futuro esposo, no quiere decir
que nunca hubiese visto un pene y todo lo que puede (y se le puede) hacer. Una
vez, cuando cursaba el primer año de estudios secundarios, quise entrar al
excusado y noté que el de las hembras estaba cerrado. Decidí entrar al de los
muchachos. Entonces vi a uno de tercero masturbándose frente a uno de los
inodoros. Yo me oculté y lo observé solo cuestión de segundos… minutos…
terminó, se limpió las manos en la pared, sacó un peine negro, se peinó, escupió en
la taza y salió. Otra vez, en el cine, un tipo (oscuro), con una mochila (oscura) se
sentó a mi lado. Comenzó la película y el hombre puso la mochila sobre sus
piernas. Empecé a notar cómo se restregaba el bulto oscuro (la mochila) por esa
zona y como de rato en rato me miraba. Yo también de rato en rato le miraba. A
mitad del filme observé que había separado la mochila de sí. Ahora movía su mano
con rapidez y, pese a la penumbra, pude observar qué era lo que movía esta vez
(otro bulto oscuro) y como lo manoseaba y como después se embarraba todo y
como se limpiaba las manos en el brazo que nos tocaba compartir del asiento. Y
como me volvía a mirar. Carraspeó un poco y se fue. Después yo también me
“limpié” las manos ahí…
No lo intenté de nuevo.
Más adelante veía en filmes cómo las parejas tenían sexo, impresionándome
una en particular. El hombre agachaba a la mujer, hacía que ella se masturbase y
luego la penetraba largo tiempo. Al final se corría en su cuello haciendo a la vez
que ella lamiera los dedos que antes habían estado dentro de su vagina. Lo
atractivo era ver la cara de disfrute de ambos. Estuve durmiendo con la cinta bajo
la almohada, creo, hasta mediados del preuniversitario. Cierta vez Federico
(entonces, mi novio) me preguntó qué contenía el casete. Le dije que era una
película con mucho sexo y le propuse verla. —¿Por qué mejor no vemos una de
Indiana Jones? —dijo y siguió untándole mantequilla a las galletas. No notó como
todo mi cuerpo transpiraba. “Lo hace para provocarme”, pensé en aquel
entonces… solo en aquel entonces.
Supongo ahora entienda por qué ese tema se fue volviendo imprescindible
en mi vida, y el porqué de la espera. Yo quería que fuese con alguien perfecto, un
galán capaz de esperar todo ese tiempo por mí y que luego me hiciera todo aquello
que yo había visto. En aquel entonces, él era el indicado: apuesto, inteligente,
sensual y sobre todo muy respetuoso. Durante el noviazgo, jamás intentó
propasarse y eso, lejos de molestarme —como suele ocurrirle a todas las
muchachas de esa edad, por más que lo quieran negar— me gustaba y no porque
demostrara que tenía buenas intenciones conmigo, sino porque esa tensión sexual
constante entre nosotros, ese deseo no provocado por caricias malsanas sino por
los propios instintos reprimidos, me excitaba y hacía que lo valorase más a él y a
mí.
Luego nos casamos. Tuvimos una luna de miel encantadora. Fuimos a una
isla del Pacífico. Champagne, mariscos, una habitación a la orilla del mar, sábanas
de seda, velas, buena música, todo en pos de nuestro anhelado primer encuentro
como hombre y mujer.
Caí en un estado depresivo severo. Para todos era provocado por un aborto
que había tenido a los 10 meses de casada. Con nadie conversé acerca de los
motivos reales. Soy una mujer solitaria, sin amigas, hermanas ni parientes a quien
confiarle mis angustias. Además, temía ser juzgada por considerar la cama el
eslabón fundamental en una relación y que, como ésta estaba desmembrada
(literalmente, por falta de miembro), el matrimonio no funcionaba. Vivimos en un
mundo trillado, en una sociedad convencional y madura, donde todo y todos
somos cuestionados al abordar el tema. Yo no quería ser señalada, pero
definitivamente tampoco quería renunciar a los placeres de lo que considero la
máxima expresión del arte. Mas preferí callar a ser mal mirada de por vida. Creo
que en parte por eso le escribo, porque los hombres como usted, que hacen de su
vida mirar y alimentar a un loro, son incapaces de juzgar como el resto de la
humanidad.
Luego tuve mi primer hijo. Marcos llegó para calmar en algo mi pena.
Fueron varios meses los que estuve concentrada en los cuidados del bebé. Pero
todo volvió a desmoronarse al descubrir que mi esposo, el frígido, el incapaz de
hacerme exhalar al menos un leve gemido, tenía una amante. Lo que realmente me
pareció increíble fue que una mujer libre de ataduras fuera capaz de consumir
diariamente varias horas en un tipo como ese. “Quizás es igual a él”, pensé en ese
entonces y aún continúo pensando lo mismo. Probablemente tenían sexo todos los
días. Él le besaba suavemente los senos, ella le acariciaba la espalda, le ofrecía un
poco de sexo oral y él aceptaba, observándola con cara de asco. Él, seguramente,
jamás se lo hacía a ella. Apuesto a que le pedía sexo anal, mas ella se negaba y él
fingía enfadarse, cuando en verdad se alegraba de no correr el riesgo de
embarrarse de sangre o cualquier otra cosa. Luego, imagino, se recostaban uno al
lado de otro y ya; “los quince minutos invertidos diariamente en tener relaciones
sexuales han sido cumplidos satisfactoriamente”. Sublime sería cuando lograban
llegar a los veinte… minutos. Esos días yo notaba que él llegaba más radiante a
casa, con cara de soy un hombrón, un cabrón. Un cabrón de mierda es lo que es,
incapaz de satisfacer a una mujer que se entregó a él virgen pero que desde el
primer intento encontró en los placeres de la carne la importancia del Tercer Día de
la Creación. Egoísta, mal amante, infeliz. Lo escribo así, sin remordimiento alguno
porque estoy segura de que usted opinará lo mismo.
Luego nació Diego. Al principio no sabía de cuál de mis “No Federicos” era
el bebé. Pero cuando le vi las piernecitas, y lo que había entre las piernecitas, mis
dudas se esfumaron. Diego era hijo de Federico (del Sí Federico). Mas ya me
ocuparé yo de que al menos sepa utilizar bien lo poco que tiene. Nuevamente los
problemas se calmaron. No tenía tiempo para algo que no fuese cuidar a mis bebés,
mis lindos hijitos.
Nos fuimos alejando uno del otro de la manera más cruda: sin gritos, ni
peleas, ni luego reconciliaciones. Nos distanciamos —según él (¡Ay, Federico!)—
precisamente por la falta de todo eso, por tener aparentemente el hogar perfecto,
cundido de besos mañaneros y desayunos con huevos, jugo y pan tostado. Para mí,
esa no era la raíz del problema… Ahora pasa cada día menos tiempo en casa.
Su perra.
La perra de Federico.
En esos momentos.
A veces.
Cuando masturbarme con las manos no fue suficiente comencé a pensar qué
utilizar. Me propuse conseguir un “dildo”. Casualmente, en esos días tropecé con
uno de los “compañeros de trabajo” de Federico y al comentarle sobre mi
búsqueda, prometió conseguirme uno. Y cumplió. Junto al juguete clásico también
me trajo algo llamado “little bee”. Me dijo que eso era para estimular el clítoris. La
tomé, pero realmente nunca me ha hecho falta; yo me lo sé estimular muy bien con
la punta de los dedos. Lo único que necesitaba era algo grande, todo lo contrario a
lo que eran mis manos y el miembro de él. Fue delicioso los primeros meses, pero
luego también me aburrí; esos juguetes son demasiado convencionales para mí.
Luego espiarle y ver que todo lo que supuse al verle por primera vez era
cierto… Observar los viernes como tan solo miraba la jaula, que no le interesaba el
resto de la gente asomada, ni siquiera volver a mirar hacia el balcón en donde una
vez vio a una mujer en camisón, le hacía sensual a mis ojos.
No quiero que me mire ni se excite por mi causa. Quiero que siga así,
inmune a mí y mis provocaciones de ama de casa. No quiero pensar que traiciono
a mi esposo ya que lo excito. Así, de la forma que hasta ahora teníamos (porque
aunque todo le era ajeno, usted era la anilla fundamental de ese “todo”), mi
conciencia estaba limpia. Hacer el amor con él (con Federico) dejó de ser
inaguantable. Simplemente se volvió un complemento más del matrimonio “bien
llevado” que tenemos y por fin tuve un poco de paz conmigo misma. Paz.
Decidí escribirle porque de esta forma es más seguro; las palabras no harán
más que perderse en su memoria y dentro de unos días el deseo que le pude haber
provocado se esfumará como todo en su vida. También lo hago por mí. Estoy
segura que de verle, de tenerle a un paso de mis senos y observar mi reflejo tras su
figura, la cual llevo arrinconada entre mis piernas hace tantos meses, no voy a
poder resistir los deseos de morderle la nuca, abrirle el pantalón y así mismo, sin
vestido, ni besos, ni aberraciones, hacer que me posea sin pensar en mí como una
mujer, sino como en usted mismo, o mejor, como nada, que es lo que realmente
somos nosotros dos. Nada. Amaría hacer eso, sentir cuán frustrados estamos, cuán
necesaria es para ambos la buena cama, con amor o sin amor, pero buena cama;
mas luego vendría el final, el triste final en que interviene mi conciencia y debo
volver a casa a abrazar a mi marido (mi inútil marido). Entonces todo volverá a ser
como antes, frío y lejano. No habrá más sillas en dos patas, ni pastel ni imagen, ni
placer ni orgasmos múltiples… Todo acabará y no quiero eso; es a lo que más le
temo en la vida.
Por favor, tenga piedad. Olvide que existo. Olvide lo que hago y por qué lo
hago. Olvide que miró hacia la derecha alguna vez y vio a una mujer loca de
placer.
Huelga decir que yo estaba entre los más puntuales invitados al palacio del
marqués. Todo empezó al poco tiempo de mi llegada a Nápoles. En cuanto supe
del marqués y sus costumbres me presenté y pocos días después llegó mi primera
noche en aquellas depravadas sesiones de sexo libertino. A Rinaldi le encantaba
envolverlas en una esfera de espectáculo; como buen napolitano, él también
adoraba el teatro. Aquella noche había organizado un concierto en el patio central
de su mansión. Sobre una pequeña tribuna, un coro de jóvenes castrados cantaban
desnudos arias de Porpora, Caldara o Handel. Frente a ellos, una orquesta
decadente formada por las ancianas de la parroquia de San Nicolás de Bari
disfrazadas de fulanas en ropa interior, interpretaban borrachas las piezas
instrumentales que acompañaban a los coros. De vez en cuando, alguna de las
ancianas se masturbaba usando el fagot o el clarinete como juguete fálico. El resto
de invitados a la fiesta hacía de público. En este auditorio licencioso los hombres
vestían de mujer y las mujeres de hombre. A veces, de entre el público alguien
gritaba “¡Evviva el coltellino!”, y acercándose al coro de castrados desnudos, le
practicaba una felación a uno de ellos mientras el resto de los espectadores
fornicaban o se masturbaban mutuamente. Al final de este concierto degenerado y
lúbrico se presentó Bettini, el castrado protegido por el marqués. Apareció como
aparece el teniente coronel en el escenario de batalla, es decir, a visitar a la tropa y
exhibirse. Sus gestos y su complexión eran ambiguos, de una frescura femenina y
una reciedumbre masculina, pero en conjunto desplegaba una armonía soberbia.
Pasó revista a los asistentes saludándoles de uno en uno. Luego se acercó al
marqués y le besó en la boca.
Estoy seguro de que Dios hace tiempo me ha dado la espalda. Sin embargo,
el destino quiso ayudarme a huir del objeto de deseo que podía acarrearme tantos
trastornos. Pío VI me designó para ocupar un alto cargo dentro de su secretaría
pontificia en Roma. Partí de Nápoles sin despedirme. A los pocos meses recibí una
carta del marqués. Lo sabía. Nos había estado observando y sabía que entre Bettini
y yo pasaba algo. Al parecer, cuando me trasladé a Roma el frondoso castrado
había empezado a languidecer como un nardo que hubiera dejado de regarse. El
marqués, incendiado por la antorcha de los celos, había urdido un embuste para
llevarse por delante el juego de insinuaciones y flirteos de su fulana con el objeto
de, al menos, recobrar a su consorte. Para ello, había concebido una historia que
supuestamente me borraría para siempre. Utilizando el hecho cierto de la oscura
procedencia de Bettini, el orfanato franciscano de San Antonio de Padua, Rinaldi le
había contado que él era mi hijo bastardo. Que yo había embarazado a una de las
putas del marqués y que luego ella le había confiado a los frailes. Le contó que en
todo este tiempo yo no le había querido reconocer dada mi posición en el clero del
virreinato de Nápoles y Sicilia. Pocos días después de que esta historia incinerara
su corazón convirtiendo su amor en imposible, Bettini se había suicidado. El
marqués finalizaba su epístola pidiendo disculpas y se mostraba destrozado pues,
a su manera, amaba a su apuesto castrado.
Erik S. D.
Hace casi un año que tengo esta caimana. Un tipo viene caminando, por aquí
mismo, y me dice: amigo, ¿la quiere? Se la regalo. Niego con la cabeza y una
sonrisa que se vuelve mueca mientras veo al dueño alejarse y al animal en mis
brazos. Vean, mide poco más de un metro de cabo a rabo, su piel es áspera y dura
como arrecife y en la boca carga una carretilla de dientes tan alineaditos que no
parecen obra de la naturaleza, sino labor de un esmerado ortodoncista.
Desconcertado llego a casa esa noche. Podría aliviar un poco mis tristezas —
pienso, sujetándola con un pie contra el suelo al tiempo que meto la llave en la
cerradura—, a fin de cuentas hasta en la televisión “los médicos aconsejan la
tenencia de mascotas como paliativo a la soledad”. Entro para quedar recostado a
la puerta con un salto en el estómago y la presa asida contra mi cuerpo. Tengo el
nerviosismo del adolescente que va a cometer una falta. Paso el cerrojo y, a través
de la mirilla, me aseguro de que ningún inoportuno nos haya visto y venga con
cualquier pretexto a curiosear. Poco a poco, con cada respiración, empiezo a ser yo.
Basta con saberme al amparo de cuatro paredes para que se revuelva mi
lubricidad. Imágenes casi cinemascópicas ruedan dentro de mi cabeza
distrayéndome por un instante: yo en un cuadro renacentista, desnudo y con un
caimán alado entre mis piernas, yo despertando una mañana convertido en un
monstruoso saurio, yo entre las igniciones de la Santa Inquisición. Un ligero
forcejeo del animal hace que sus patas ensucien mi pantalón y se libere mi
sordidez. —Ves lo que has hecho linda— le digo lascivo, mordiendo las palabras
sobre su oído. —Ahora tengo que quitarme esta ropa y ponerla en remojo pues si
no se mancha y…—. Me doy cuenta de que actúo justificándome, como si alguien
me estuviese juzgando, quizás mi propia conciencia —¡Ja! —río sarcástico, me
encuero y me encierro en el baño con mi cisne encantado.
Entre baños de tina sin jabón y de sol en el patio sin protector pasa el tiempo
veloz. Somos felices como cualquier pareja que empieza. Compro unos cuantos
preservativos “Vigor”; 24 cajitas que traen dos condones ultrarresistentes y un
lubricante hidrosoluble, para ser exacto. Tenemos puro sexo animal. Después de
ganar confianza con la caimana y ver que lo disfruta tanto como yo, comienzo a
dejar la posición convencional del misionero para ensayar nuevas posturas. En
particular me encanta una en que yo me pongo de pie sobre la cama, con una mano
me sujeto de la ventana y con la otra la alzo por el rabo hasta la altura de mis
caderas, y le arremeto sin compasión. Seguro estoy que ningún lagarto puede
haberle hecho eso jamás. Tampoco yo he encontrado nunca una mujer con rabo. Lo
frustrante de tener sexo con este bicho no es precisamente la dureza del carapacho,
sino que la bestia no gime, ni chista siquiera, y eso enfría la intimidad, al punto que
no me siento capaz de decirle “mi vida” o “mi amor” mientras lo hacemos y por
eso le digo: coge caimana, coge, coge, coge, coge …
Pues sí, resulta ser un bicho malo, malo, como cualquier mujer esta caimana.
Una vez, llego un poco más temprano que de costumbre y qué encuentro: el perro
sarnoso del vecino, huyendo por debajo de la cerca como el que tumba la lata.
Entro en el cuarto y la muy p… puerca me mira indiferente, con toda su sangre fría
y esa sonrisita burlona incrustada en su rostro que alguna vez creí hermoso.
¡Agrrr…! ¡Qué rabia! ¡Qué impotencia! Ni siquiera se puede discutir con ella.
Nunca consigo pruebas de nada. Tengo ganas de gritarle que lo sé todo: vi a ese
perro escabullirse cuando me sintió llegar. Pero es inútil, ¡sorda como parece!
Tampoco puedo utilizar mi inteligencia con ella. Si me pudiera contestar bien que
ya la hubiese cogido de atrás pa’lante:
—Vi a Manolito (así se llama el perro) saliendo de aquí. ¡Qué bien me cae él!
Hace tiempo que vive allá al lado y nunca me ha venido a molestar. ¿Sabes si
necesitaba algo?
¡Agrrr…! Así comenzó el fin de una relación que parecía diferente, auténtica.
Lo peor es la inseguridad. Cuando no hay confianza todo se jode. Una tarde en que
las cosas supuestamente iban bien, comenzamos a retozar como en días hacía que
no jugábamos. Hasta el agua de la tina se puso caliente. Me levanto chorreante, voy
al cuarto por los preservativos y ¡¿cuál es mi sorpresa?! Habría jurado que
quedaban cuatro condones y entonces solamente veía dos. ¿Será que me equivoco?
No, no. No voy a engañarme. ¡Ahí había dos, digo cuatro…!
Este amor me hace mal. El otro día mi jefe me llama a su oficina para
recriminarme. Según él, descuido mis funciones. Saca una lista interminable de
negligencias que he cometido y comienza a enumerarlas. No lo escucho. No lo veo.
Su cara es la de la caimana y empiezo a odiarlo con la misma rabia e impotencia
con que odio a esa cocodrila.
Mientras me afeito suelo pensar. Solo lo hago tres o cuatro veces por semana
(me refiero a lo de afeitarme y, por extensión, también a lo de pensar). No soy de
esos que se toman un café y piensan, pasean y piensan, hacen deporte y piensan,
trabajan y piensan… no, yo solo pienso cuando me afeito. Me gusta ver reflejado
en el espejo a mi álter ego con esa barba blanca de espuma que le da aspecto de
hombre sabio y experimentado, y transmitirle las cosas que me preocupan. No me
considero un hombre insustancial por el simple hecho de pensar poco porque,
cuando hablo de pensar, no me refiero a considerar cosas pequeñas y sin
importancia, esas cosas del día a día que, por supuesto, pasan por mi cabeza
constantemente. Hablo de reflexionar en profundidad sobre temas que afectan de
verdad a mi vida.
Esa mañana, me desperté excitado. Algo que antes era normal, ahora me
parecía una novedad digna de una celebración por todo lo alto. Me palpé con cierta
sorpresa y noté que mi pene se abría paso, tímido pero decidido, por la abertura
del pantalón del pijama, como queriendo recordarme su existencia. Me acerqué
suavemente a Ana que dormía, como siempre, dándome la espalda, y quise hacerla
partícipe de la buena nueva apretándome contra su culo. Ella debió notarlo porque
dio un respingo que evidenció su rechazo aunque, por si acaso no lo había pillado,
me lo dijo a las claras:
—Cristóbal, por Dios, haz el favor que siempre estás igual, quita, hombre,
quita…
Pensé en mí, en ese hombre cercano a los cincuenta que ya rara vez tenía una
erección, pensé en Ana, la mujer que, no hacía tanto tiempo, gritaba de placer
cuando hacíamos el amor, echaba de menos ese sexo húmedo y lleno de vida que
succionaba mi pene con voracidad, era tan fácil introducirme en ella… Pensé en ese
“siempre estás igual” que acababa de decirme, una coletilla absurda como bien
revelaba el hecho de que hacía más de ocho meses que no follábamos, y pensé
también en que la última vez que lo hicimos me había parecido que le arrebataba
de nuevo la virginidad, estaba tan tensa, tan seca, tan cerrada al placer que había
sido muy difícil penetrarla… Estaba seguro de que nuestra inapetencia sexual no
se debía a la edad; no éramos vejestorios y además los dos estábamos todavía de
buen ver, deseables para muchos, sin duda. En nuestro caso, la rutina actuaba
como el bromuro, inhibiendo cualquier tipo de deseo carnal. Imaginé que las
propiedades de ese bromuro, cuyo principal principio activo eran tantos años de
convivencia, funcionaba de forma selectiva y solo en el reducto de la pareja. La
pasión se acaba tan pronto como uno se percata de qué día, a qué hora y con quién
va a hacer el amor el resto de su vida. En contraposición a este axioma concluí que
la pasión es hacerlo un día que no esperas, a una hora que no sueles y, lo más
importante, con quien no debes.
II
Salí de casa decidido a solucionar mi problema de libido como fuera.
Descartada mi mujer por razones obvias, consideré algo que en un primer
momento me pareció un poco extravagante: ¿Cómo sería conquistar a mujeres de
cierta edad, a esas que, como Ana, habían perdido todo interés por el sexo?
Devolverles la pasión perdida podía convertirse en todo un reto y los retos me
gustaban, tenían un punto afrodisíaco que en mí podía funcionar. De lo que ya no
estaba tan seguro era de que las mujeres maduritas despertaran mi interés. Lo
descubrí dos días después.
—Cristóbal, voy a pasar, tengo prisa… solo quiero coger mis pinturas, están
ahí —me dijo ya dentro del baño y me acarició la espalda casi sin rozarla—. Hoy
no como en casa.
La miré, como hacía tiempo que no la miraba. Llevaba ropa interior nueva,
bastante sexy a decir verdad y estaba cuidadosamente depilada. Puede que si no
hubiera estado afeitándome no hubiera sospechado nada pero, esa mañana, tocaba
pensar.
Patricia SUÁREZ
Hacía tres meses que se amaban, quizás un poco más, y el pudor había
dejado lugar a la confianza. Se habían conocido casualmente, durante una función
de teatro, un par de años atrás. Ninguno de los dos le había prestado demasiada
atención al otro, aunque él después declarase que se había prendado de ella desde
el primer día. Había sido en una ciudad demasiado calurosa, tropical, que los
torturaba con una jaqueca obstinada, imposible de remover. Ella recordaba poco de
esos días, la sonrisa de él, tan limpia, y que halagara sus hombros rectos y curvos a
la vez. Nadie lo había hecho desde que, a los 15 años, su nana le puso un vestido
escotado que los dejaba al descubierto y le anunció que aquellos hombros y aquella
espalda atraerían las miradas masculinas. “Unos hombros lindos disimulan todo
defecto”. No tuvieron sexo en aquella ocasión: había demasiadas miradas
pendientes de ellos. Intercambiaron, sí, sus números de teléfono. Más tarde, un par
de veces hablaron, y hasta intentaron verse, casi un año después, sin éxito.
—Él tenía manías. Me hacía sentar en una silla, a uno o dos metros,
completamente desnuda y con las piernas abiertas. Y él se sentaba, también, y
desde donde estaba movía la lengua en el aire. Se suponía que eso debía excitarme;
era una práctica china, decía él. Conocía muchas prácticas chinas. Y no le gustaba
el sexo oral. Es el único hombre que conozco al que no le gusta el sexo oral.
—¿No?
—¿Qué te pasa?
—Disimulaba.
A él quería creerle.
—Una vez me fui a la cama con una mujer que se ponía a llorar antes del
sexo —contó él—. El marido, que era un pelotudo, necesitaba que ella llorase para
excitarse. Y a ella le había quedado la costumbre. Así que cuando estuve con ella y
se puso a llorar, estuve a punto de arruinarlo todo.
—Mi marido no tenía problema con eso de los golpes. Era un hijo de puta.
Una vez, estábamos en el campo, de vacaciones, y cortó una ramita de avellano,
una vara, gruesa como el meñique. Cuando fuimos a la habitación, me pidió que
me pusiera de espaldas y me dio de varazos en el culo. Al principio, estaba bueno.
No sé, será que la piel de las nalgas es erógena… Pero después, empezó a darme en
la cintura, donde duele mucho. Y no paró hasta que me la dejó morada.
—Por Internet conocí una mujer, hace como tres años. Era muy bonita, había
sido modelo. Vivía en las sierras, en la falda de una montaña y estuvimos
chateando y mandándonos e-mails unos meses, hasta que al fin me decidí a
visitarla. Ella fue a buscarme en su auto, me llevó a su casa. Vivía en un chalet,
alejado de todo el mundo. Y tenía perros, cuatro o cinco, entre rottweilers y
dobermans. Los perros la seguían a todas partes; se subían a la cama cuando
estábamos encima. Yo no pude soportarlo; al día siguiente me escapé de ahí, igual
que un delincuente. Hice dedo en la ruta, hasta que me levantó un camionero y me
dejó en la ciudad más cercana, en una estación de ómnibus.
—Un hombre me pidió una vez que le hiciera pis encima. Que me subiera a
horcajadas sobre su pecho y le hiciera pis.
Atardecía.
Ella pensó de repente que podían salir, hacer un par de cuadras y meterse en
un bar, pedir un trago. Casi no hacían otra cosa cuando estaban juntos; comían y
bebían, dormían, hacían el amor. Después, hablaban sobre lo que habían hecho
juntos o lo que habían hecho con otros amantes, maridos, esposas, compañeros de
ruta. Contaban las relaciones desdichadas, aunque también hubieran conocido el
amor y el placer. Pero estos relatos podían despertar en el otro una súbita ráfaga de
celos y de ira, que después parecía imposible aplacar. Aquello suscitaba un
malestar casi metafísico: ¿cómo había podido amar el otro antes de haberse
conocido ellos? No parecía cierto, ni justo, que el otro hubiera podido besar a un
tercero como ellos se besaban, ni prodigar caricias en un cuerpo ajeno, mórbido,
errado, como las caricias que se hacían entre ellos. Era herético un pensamiento de
esa clase. Él entrelazó sus dedos a los de ella y su respiración se hizo más lenta,
como si fuera a quedarse dormido. Pero entonces el calor de ella o su perfume, el
fulgor de su sudor recorriendo su pecho, despertó su deseo y deslizó de pronto la
mano hasta la entrepierna de la mujer. Ella le correspondió con un gemido. Un
relámpago del recuerdo la asaltó como una espina: un amante, el último hombre al
que había querido, le dijo una vez que ellos dos eran como halcones de la noche.
Ese examante y ella, en el pasado, se encontraban en bares, cuando las ocupaciones
se lo permitían, bebían, se iban a la cama juntos. Después, por semanas o por
meses, no volvían a saber uno del otro. Había un halcón y había una presa, antes.
Ahora, en cambio, había dos pájaros en el aire y un cielo infinito. Ella se movió en
su dirección y puso su mano sobre el miembro de él: así empezaban siempre sus
relaciones, contra todo consejo de precalentamiento erótico que recomendara
cualquier manual de sexo. Afuera, la noche caía.
Soledad, el otro y la intrusa
Reside en Bilbao, España. Tiene seis novelas inéditas, una de las cuales
resultó finalista en el V Certamen “Libro Andrómeda”, de ciencia ficción.
Soledad
Soledad camina ligera, casi con prisa, dejando atrás, con los húmedos
adoquines que le alejan del centro, el tedio del trabajo, las horas de hastío, como
decía Machado. Hoy va retrasada, y eso le angustia. Habitualmente tiene tiempo
de sobra. Suele tomar un cortadito en el Café del Ateneo, en una de las mesas del
fondo, donde se permite soñar en la intimidad de la protectora penumbra, solo
quebrada por la tenue luz de un viejo farolillo.
Sin embargo, ahora, Soledad, que camina rauda, a pasos cortos, que va
retrasada y maldice mentalmente el trabajo y un poco a sí misma porque esa noche
quizá llegue tarde, se lamenta por no haber podido relajarse en el Ateneo,
pensando en él, en su habitual cita al borde del parque. Y es que a ella le gusta
pensar en él, revivirle, recordar cada centímetro de su torso de semidiós con la
doble seguridad de que él no puede verla, ni tan siquiera intuir que su cuerpo
desnudo pasea por sus sueños.
Le aguarda con ansia. No por conocer el rito está menos expectante. Los
minutos se hacen interminables en el rincón del parque donde Soledad, de pie
sobre la blanda alfombra de hierba, espera.
El otro
Sin encender ninguna luz, se descalza, toma una toalla y se la coloca sobre
los hombros. Cuando ya está seguro de su aspecto, acciona el interruptor. Después,
sin prisas, tira de la toalla suavemente, casi con dejadez y la deja en una silla. Llega
luego al espejo y comprueba que ella está allí. Enciende un cigarrillo y aspira una
sola vez, con calma. Lo deja en el cenicero y se quita la camiseta despacio, como en
una liturgia, como lo ha ensayado tantas veces, tensando cada músculo que va
viendo la luz, volviéndose lentamente, como en un baile. Toma de nuevo el
cigarrillo y va hacia la ventana. Mira en dirección a los arbustos. Sabe que ella no
puede descubrir la intención de su mirada. Acaba de fumar y se dirige a la ducha.
Han terminado los prolegómenos, el primer acto de su función.
Se ducha con agua muy caliente y no puede evitar el pensar en ella. Nunca
le ha visto la cara. Solo su sombra, su silueta, pero no por eso la conoce menos.
Sabe que es casi rubia, más alta que menuda y que no es muy mayor. Tal vez no
sea joven, pero tampoco mayor. Además, su contorno deja adivinar un bonito
físico. Él lo imagina apetecible, voluptuoso quizá. Lo mejor, su obsesión, ese querer
observar el cuerpo ajeno, el sexo ajeno, cautelosamente, fundida con la noche y los
arbustos. No puede evitar excitarse, dejar correr por el cuerpo una corriente grata,
en comunión con el agua ardiente y reconfortante.
La intrusa
Ella no recuerda cuándo dio comienzo el juego. No sabe bien cómo se dejó
llevar a ese ritual. Tal vez fuera la dominante persuasión de él. Tal vez sus propias
perversiones ocultas. Lo cierto es que ahora, cada noche, participa de esa tal vez
cruel chanza, y que lo hace bien. Él dice que no debe preocuparse por la pobre
chica de los arbustos, que disfruta con aquello, que ellos dos no hacen daño a nadie
con la repetitiva función que desde hace tanto tiempo representan una y otra vez
con mínimas variaciones. Ella no sabe qué pensar, y mientras lo decide, continúa
con la dicotomía. Su yo más solidario, su parte bondadosa, con la voluntad de
parar, de abandonar para siempre la farsa, la casa, incluso a su dueño. Su otro yo,
dejándose llevar, disfrutando del morbo que produce el sentirse observada en un
momento tan primario, en el que queda al descubierto tanto el cuerpo como el
alma.
Pero ella es metódica. Sabe que aún no es tiempo. Ladea un poco la cabeza
escrutando el exterior pero no se ve nada. Es igual. La otra estará ahí, tras los
arbustos. Hace circulitos con su lengua mientras él contrae y relaja su abdomen al
ritmo de la respiración. La intrusa continúa su ascensión imparable y no se detiene
hasta llegar a una de las areolas, que recorre exhaustivamente. Se complace con la
respuesta de él, pronta y vibrante.
Llega al cuello y se dirige a una de sus orejas. Susurra algo y él sonríe. Una
de sus manos desciende entonces hasta encontrar lo que busca. Ella aún es capaz
de controlar. Todavía es consciente de la mujer de los arbustos. Piensa en ella
fugazmente. La desprecia porque tiene que conformarse con el placer de otros
mientras ella goza de aquel cuerpo vivo, embriagador. La aparta de sus
pensamientos e intenta sentir a su compañero pero enseguida le asalta la duda:
¿Quién ocupa su mente? ¿Ella o tal vez la otra? No puede evitar un sentimiento de
celos y no sabe si eso también la excita y la espolea.
Aún controla la mente del otro. Recibe los mensajes a través de su mirada,
grande, limpia y fija en sus propios ojos. Aprovecha esos momentos para disfrutar,
en progresión firme y sin tregua, de ese placer que no puede describirse, hasta
llegar a la locura, a ese no importar, en absoluto, nada de lo que suceda en el
universo. Entonces la marea crece imparable, los ojos pierden enfoque y él echa la
cabeza hacia atrás rompiendo el contacto. Se aferra a ella con sus manos en garra
pero la intrusa no puede saber aún dónde están sus pensamientos y, casi frustrada,
tiene que permitir que el otro mantenga su libertad, tiene que asumir su propia
condición de elemento de la representación, sola y exclusivamente.
Soledad
Se agacha ante él. Aplica sus labios en la piel de sus tobillos. Asciende,
reptando, por su cuerpo como un monstruo devorador, rozando piel contra piel,
profanando ese sagrado cutis de semidiós. Él está rígido. ¿Ha mirado hacia donde
ella se encuentra? Instintivamente, intenta quedarse quieta, pero no puede parar.
Ahora parece que es la intrusa quien mira. “Imposible —piensa—. No puede ser”.
El Juli nos lo contaba: que era la Manme la que solía buscarle casi siempre
que se quedaba sola en su piso, y cuando sabía que el Juli lo estaba en el suyo, la
Manme se le presentaba con cualquier excusa. Naturalmente, empezaban a lo
tonto, como de broma: que si te hago cosquillas, que si déjame en paz, que si hay
que ver qué gordas tienes las tetas, Manme, que si no seas cochino, que si mira
cómo se me ha puesto la chorra por tu culpa, que si a mi padre vas... Hasta que se
aburrían de divertirse y se ponían a morrearse y a explorarse en serio, con esa
gravedad del deseo cuando prospera, que en una de aquellas el Juli convenció a su
prima para que se metieran en la cama en cueros, cosa a la que la Manme siempre
se había negado como se negaría a, yo qué sé, por ejemplo matar a su abuela de un
susto, algo así. Y una vez en la cama, el Juli la convenció también para que se
hicieran hombre y mujer, o al menos probar. Después de mucho pedírselo,
prometérselo, suavizárselo, inventárselo, describírselo y, finalmente, suplicárselo,
la Manme dijo que sí, que bueno, por pesado, hijo mío, por pejiguera, y se abrió de
piernas, las cuales había mantenido hermética y temerosamente cerradas todo el
rato. Pero no hubo forma. Follar no es fácil, nos dijo asombrado el Juli, quien no
atinaba con la despedida de las virginidades entre la pelambrera novísima de su
prima, y cuando parecía que sí, que atinaba, y hacía por iniciar la penetración, la
Manme se ponía a chillar como si el Juli, en vez de lo suyo, pretendiera meterle lo
de otro, o algo malo, un punzón, cualquier cosa. La historia acabó con la
manualidad de costumbre y con lo que la Manme decía siempre, mientras se
limpiaba la mano, esta vez con más motivo: que aquello se tenía que acabar porque
aquello no podía ser y que el Niño Jesús debía estar muriéndose de vergüenza por
culpa de ellos dos. Y ya no volvían a hacerlo nunca, jamás, así se lo prometían
solemnemente entre ellos, hasta que llegara la próxima vez.
—¿Pero vosotros creéis que yo puedo ser formal con este pedazo de nabo
que se me ha puesto nada más que de pensar en lo que puede pasar aquí esta
noche? —preguntó el Paco al tiempo que se bajaba los pantalones del chándal y
nos mostraba, bamboleándolo, su grave inconveniente, en efecto muy
considerable. El José Carlos, serio mientras los demás, incluido el Juli, nos
tronchábamos con la salida del Paco, le daba traguitos al bote redondo de Moussel
(de Legrain, París), el de la ginebra, supongo que a modo de bálsamo para el
escozor que sin duda le estaba produciendo haber perdido para siempre su
escopeta de plomillos, terror de las ratas y de los gorriones de los descampados del
barrio en los que se rebozaron nuestras infancias y en los que, ahora, por no perder
la costumbre ni el olor, seguíamos empanando nuestras adolescencias.
—Qué pasa, joder, esto tiene que parecer una fiesta, ¿no? —dijo ante el
choteo.
Y el Juli:
Y la Manme:
Y el Juli:
La Manme, morena, un poco regordeta, pero bien, con su cola de caballo, sus
pechazos y con un vestido verde y corto que estaba para cantarle una saeta con los
dos testículos, se nos quedó mirando de un modo, digamos, poco concreto, mezcla
de sorpresa, contrariedad y sarcasmo, y respondió a nuestros saludos, ¡hombre,
Manme, cuánto bueno por aquí!, con un qué hay desconcertado e incómodo. Su
primo se apresuró a explicarle:
—Éstos, ¿no te digo?, que se me han presentado ahora mismo con ganas de
guateque y no ha habido forma de echarlos.
En los ojos verdosos de la nena, clavados en los del Juli, se podía leer con
toda claridad: Pero bueno, vamos a ver una cosa, ¿tú eres gilipollas o qué te pasa?
¿No íbamos a darnos un filete de los nuestros, subnormal? O sea que era el
momento de actuar, y rápido, de lo contrario la Manme se largaba, ya tenía cara de
querer largarse, así que me levanté del sofá:
—Pero qué guapetona estás, nena, ni que hubieras sabido que venías a una
fiesta, ¿qué tomas?
—Si llego a saber yo que iba a haber mujeres tan hermosas me pongo el
chándal nuevo, joder, no que viene uno de trapillo.
La Manme, con media sonrisa desconfiada, lo miraba todo, las bebidas, los
vasos, los gusanitos, el radiocasete y a nosotros, buscando el gato encerrado que
oía maullar en alguna parte.
—¿Qué te sirvo, Manme? —volví a preguntarle— ¿Quieres un cubalibre? —
me precipité—. Hay ginebra, hay whisky y hay Ponche Caballero, lo que no hay es
hielo, tu primo es un agonías y no quiere sacar, dile que saque unos cubitos, a ver
si a ti te hace más caso.
—Anda, sí, tómate algo —la animó el Juli, aunque empleando con ella el
mismo tono de quien dice el refrán, de perdíos al río. Y la Manme, que ni por
asomo se había tragado lo de la fiesta sorpresa, eso se le notaba, dijo:
—Bueno, me tomo una cocacola y me voy, que los señoritos querrán estar
solos.
—Qué va —se atrevió el Fran—. Nosotros cómo vamos a preferir estar solos,
habiendo una chica tan maravillosa.
—Voy por hielo, así no hay quien se tome esto. Acompáñame, Juli —cogió a
su primo de la mano y desaparecieron los dos por el pasillo, camino de la cocina.
Le contesté que por lo menos yo hacía lo que podía y les mandé callar para
escuchar si el Juli y su prima hablaban o qué, arrimé la oreja a la boca del pasillo,
que hacía recodo, y nada, ni siquiera se oía que trajinaran con el hielo y tampoco
habían encendido luz alguna, el José Carlos iba a llevar razón, qué par de odiosos.
Entonces escuché risas sofocadas a mi espalda y era porque el Paco, sentado en el
sofá, había vuelto a sacarse la pinga y le hacía adiós con la mano, gracieta que, de
pronto, me inspiró un posible afrodisiaco y una pequeña venganza. Tomé el vaso
de plástico que la Manme había dejado en la mesa, me la saqué y la mojé como un
churro en la cocacola con whisky.
—No tanto como vosotros —respondió el Fran con el arrojo de los tímidos.
—¿Habéis ido al Polo Norte a por el hielo o qué? —dije yo, mirando al Juli
como se mira a un traidor, pero él siguió sonriendo. La Manme nos echaba un
cubito en cada vaso.
—Eh, tú, ¿no crees que te has pasado un poco con el aliño? —lo cual nos tiró
de risa al sofá, pataleando, ante el desconcierto de los dos primos. Yo, para
disimular, le dije que sí, que vale, que un poquito cargada sí que estaba su bebida y
que, como lo sabíamos, nos había hecho mucha gracia la cara que había puesto. La
Manme nos dedicó una mueca despectiva y se sentó en el mismo sitio que antes,
cogió lo que quedaba de su cigarro, cruzó las piernas en plan de mujer fatal,
enseñando muslo, y fumó mirando fijamente y con ojos de tunanta al Juli, a quien
le echó el humo de la forma más cinematográfica que pudo imitar. Se habían
puesto morados en un momento, maldita sea, más claro el agua.
La cinta de la hermana del Paco no era toda de Mecano, los había grabado
encima de un popurrí refrito y de pronto empezó a sonar esa cosa tan lánguida y
tristona, decir te quiero decir amor no significa naaaadaaaa, del Camilo Sesto. Fue
entonces cuando el Fran, quizá para deshacerse de su primera y última carta,
perder y largarse de una vez a los futbolines, antes de que los cerraran, se levantó
del sofá y, muy serio, extendió un brazo hacia la Manme, invitándola a bailar, las
palabras sinceras las que tienen valor son las que salen del aaaalmaaaa, y la
Manme se la cogió y se levantó, para pasmo de todos, seguramente porque era el
Fran, el más modoso, el más tímido y el más guapo después del Juli, y porque era
rubio y porque apenas se metía con sus tetas cuando se cruzaban por la calle, y en
mi alma naaaaceeeen solo palabras blancas preguntas sin respuestas llenas de
esperanza, al Paco, al José Carlos y a mí nos hubiese dicho que nanay, o bueno,
quién sabe, había que tener en cuenta que la Manme ya venía caliente de la cocina
y un arrimón no le vendría nada mal, cosa que hizo el Fran sin preámbulos, en
cuanto tuvo entre sus brazos a aquella jacona vestida de verde y cortito, un amor
como el mío no se puede ahogar como una piedra en el ríiiioooo... Nuestro amigo,
harto de ser el pusilánime de la pandilla, pretendía demostrarnos a todos cómo se
hacían las cosas: con decisión, sin zarandajas, de manera adulta, quien no arriesga
no gana. El Juli miraba a la pareja visiblemente incómodo, el Paco me daba con el
codo, sentado a mi lado en el sofá, como diciéndome que la criatura ya estaba en el
bote, y el José Carlos solo veía su escopeta de aire comprimido danzando
lentamente en mitad de aquel comedor empapelado de marrón, yo creo que el
pobre ni siquiera pensaba ya en lo inmensamente feliz que la Manme podía
hacerle, no se podía estar más arrepentido que él por un trato cerrado a locas
debido a la excitación del momento. Cuando las manos del Fran, cada vez más
confiadas, buscaron el culo de la Manme, al tiempo que empezaba a besuquearle el
cuello, lo vi venir, lo presentí: el rechazo, el ¡qué haces, subnormal!, la vergüenza y
la frustración de nuestro audaz e impaciente amigo. Y sin embargo, no ocurrió, no
ocurría, no estaba ocurriendo, el Fran había triunfado, habíamos triunfado todos,
la cosa estaba hecha, un amor como el mío no se puede acabar ni estando lejos te
olviiiidoooo, después la nena bailaría con los demás, ¿qué después?, ahora mismo,
por esa pieza del Camilo Sesto podíamos ir pasando todos, uno por uno, ¿qué uno
por uno?, los cuatro a la vez, el Paco, el José Carlos, el Fran y yo abrazados a la
Manme y restregándonos cada uno por nuestro lado, metiéndole mano a destajo,
desnudándola. El Juli ya había tenido bastante en la cocina, o dondequiera que se
hubieran dado el filete, pero que se uniera también si le apetecía y encontraba sitio.
Y no se puede quemaaaar porque está hecho de fuego ni perder ni ganaaaar
porque este amor no es un juego. Ya me iba a levantar yo para intentar el cambio
de pareja, o el trío, o lo que fuera, la orgía, la orgía, cuando la Manme,
tranquilamente, aunque con la cara hecha un capote de grana y oro y los ojos muy
brillantes y así como hervidos, se despegó con suavidad del Fran, quien durante
un instante continuó abrazado al cuerpo que ya no tenía y con la pirámide
instalada en los pantalones del chándal.
Y yo:
—Pedazo de puta.
Y el Fran:
Y el José Carlos:
—Se ha dado cuenta de todo —se temió el Juli—. Verás mañana cuando me
pille a solas, verás. Desde que ha entrado se ha olido la trampa.
—Traidor, Judas —le dije yo—. Aquí el único que ha comido carne otra vez
has sido tú, y el plan no era ese. Has jugado sucio, Juli, me cago en tus muertos.
—Pero si solo han sido unos besos —reconoció él, y que a ver qué culpa
tenía de que la Manme se le hubiera puesto juguetona—. Eso después de haberme
echado la bronca por haber dejado que os quedarais.
—Eso es, tú danos todavía más por culo, hijoputa —le dijo el José Carlos,
quien se había enganchado definitivamente al bote de Moussel (de Legrain, París)
y no lo soltaba, los ojos ya entrecerrados y acuosos.
—¡Ya, joder, ya, joder, ya, ya, ya, ya...! —clamó el Fran con los ojos vueltos.
El Juli le dijo que como manchara el sillón lo iba a limpiar con la lengua.
Un breve momento y una larga noche
Manuel VILLAVERDE
Una rubia muy nórdica pero de anchas caderas y senos firmes, sin una gota
de colágeno, con ropa cara y escasa, se le acercó. Su rostro ario era traicionado por
unos gruesos labios rojos, pelo rizo y unas curvas más congolesas que germánicas.
Le miró fijo a los ojos, como nadie se atreve a mirar en este pueblo, levantó su
transparente copa de cóctel que hacía juego con su iris azul, hasta justo el nivel de
sus párpados inferiores, sonrió mientras la bajaba nuevamente y cambió la vista.
Dejó la copa sobre la barra y se dirigió a los baños. Él la siguió.
Pensó que lo sabía todo, que lo podía todo por haber conseguido una
empresa de dudoso éxito que le permitía más días de descanso que a la mayoría,
donde podía emplear a inmigrantes recién llegados a los que convencía de que
ganar en efectivo menos dinero de lo que la ley obligaba como pago mínimo era lo
mejor para ellos, así no tenían que ganar más en el momento de declarar los
impuestos, todo muy enredado pero muy claro.
Se lavó la boca con agua, con vodka, con ron, con su propio orine, pero
seguía quemándole. Lloraba.
Nunca más sería el mismo. Alguien tendría que pagar por su estrepitosa
caída, no podría olvidar la sonrisa de placer de la rubia que se venía sin importarle
que él yaciera herido en el piso de un baño público.