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Los cuerpos del deseo, el misterio de la seducción

  

Reloj de una manecilla

  Alfredo ÁVALOS

Suéter verde, falda plisada

  Gerardo CÁRDENAS Figueroa

  

Mrs. McTavish’s kitchen

   Máximo Sancho PARDO

Tacones altos

  Leonardo Alberto ESPINOZA

  

Desde la ventana

  Marcos HERNÁNDEZ Asensio

  
Mitomanía

  Francisco LAGUNA Correa

  

  

Los bipolares son promiscuos

  Marianela ALEGRE

  

211

  Daykel ANGULO Aguilera

Volver a casa

  Enrique AURORA

  

La mujer digna

  Maia BLANK

  

Yo, Yo Mismo y Mi Mismidad

  David CABRERA López

  

Cuando Flaubert se disfraza de Joyce

  Zulema DE LA RÚA Fernández


  

Urgencia vital

  Marlon Dariel DUMENIGO Pau

  

Aromaterapia

  Zahylis FERRO

Amy no quería morir

  Enzzo HERNÁNDEZ Hernández

A las ocho en el café del parque

  María Jesús LOMBRAÑA Ruiz

  

Paca

  Jorge MARTÍNEZ García

  

Fotografía de encuentro

  Yovana MARTÍNEZ Milián

  

candy_fantasy

  Edder MORÁN

  
Chuski

  Susana OBRERO Tejero

  

Principiantes

  Yamila PEÑALVER Rodríguez

  

Mujeres mojadas

  Luis PÉREZ de Castro

Súplica

  Amanda Rosa PÉREZ Morales

La gran puta

  Javier REVILLA Cuesta

  

Zooterapia

  Erik S. D.

  

Años de sequía

  Chelo SIERRA López

  

De qué hablan los enamorados cuando hablan en la cama


  Patricia SUÁREZ

Soledad, el otro y la intrusa

  Ángel SUSO Calvo

De Legrain, París

  Jesús TÍSCAR Jandra

Un breve momento y una larga noche

  Manuel VILLAVERDE
Los cuerpos del deseo

Cuentos eróticos

Autores

Marianela ALEGRE • Daykel ANGULO • Enrique AURORA


Alfredo ÁVALOS • Maia BLANK • David CABRERA
Gerardo CÁRDENAS Figueroa • Zulema DE LA RÚA
Marlon Dariel DUMENIGO • Leonardo Alberto ESPINOZA
Zahylis FERRO • Enzzo HERNÁNDEZ Hernández
Marcos HERNÁNDEZ Asensio • Francisco LAGUNA Correa
María Jesús LOMBRAÑA • Jorge MARTÍNEZ García
Yovana MARTÍNEZ Milián • Edder MORÁN • Susana OBRERO
Máximo Sancho PARDO• Yamila PEÑALVER
Amanda Rosa PÉREZ • Luis PÉREZ de Castro • Javier REVILLA
Erik S. D. • Chelo SIERRA• Patricia SUÁREZ • Ángel SUSO
Jesús TÍSCAR • Manuel VILLAVERDE
Editores

Armando AÑEL • Manuel GAYOL

NeoClub Ediciones

Alexandria Library

MIAMI

© Neo Club Ediciones & Alexandria Library


Todos los derechos reservados.

ISBN: 978-1481031646

La versión en papel de este libro se puede adquirir en Amazon.com


Ilustraciones en páginas interiores: Rubén Rodríguez
www.rubenrodriguez.info.

rubenroddriguez@rubenrodriguez.info

Cortesía de Vicky Romay, curator: vicky.romay@gmail.com

Diseño de cubierta: Kiko Arocha

Fotografía de cubierta: Casarsa, istockphoto.com


http://www.neoclubpress.com/

neoclub@neoclubpress.com

http://www.alexlib.com/

info@alexlib.com
Rubén Rodríguez s-t 2012 óleo-lienzo 180 x 130
Rubén Rodríguez. ST, 50 x 70 cm, Técnica mixta, 2009
Los cuerpos del deseo, el misterio de la seducción

Cuando se intenta escribir literatura erótica es porque se pretende dar


testimonio de la diferencia entre la belleza sensual (inteligencia, misterio,
intensidad) y la pornografía (instinto, escatología, soledad). Un relato logrado —
dentro de una alta calidad estética de amor y/o deseo por los cuerpos— de alguna
manera y en gran medida pone de relieve las posibilidades de la naturaleza del
placer, como demuestra la antología que el lector tiene en sus manos. Es cuando
descubrimos la potencialidad en la naturaleza de los cuerpos, de la infinitud de
registros que contienen para el deseo, para el goce y hasta para la salud.

Lo erótico asimismo es mente, imaginación, alma, sublimación, incluso


humor (cabe decir que en muchos de estos cuentos el humor aviva la llama de la
anécdota o la recrea deliciosamente). De aquí el amor platónico; de aquí el
misticismo, el budismo, el tantrismo, el hinduismo… una gama cultural que
propone su propia sensualidad. Estas formas resaltan, en su diversidad, todo lo
que puede darse entre la carne y el espíritu, ya que sabemos que la connotación de
lo erótico en la evolución humana alcanza diferentes trayectorias entre lo corpóreo
y lo divino.

Valga, por tanto, el hecho feliz de que todos estos conceptos se encuentran
dentro de los relatos seleccionados en este concurso “Los Cuerpos del Deseo”
(Miami, 2012), en el que Armando Añel, Denis Fortún y yo hemos tenido el placer
de participar como jurados.

Al hablar de los cuentos de este libro —merecedores de figurar en cualquier


compilación de narrativa erótica contemporánea— es necesario añadir que hemos
experimentado su intensidad de una manera explícita o implícita, directa o
gradualmente dada. En cualquier caso, casi siempre los relatos que escogimos
cuentan con el sentido de una dinámica poderosa, de una honda consideración
humana. De aquí que hubo tres aspectos que surgieron como calidad de lo erótico
y que sirvieron en lo fundamental para persuadirnos —o al menos, para
convencerme a mí en lo personal— de lo que debe ser o no un buen relato de este
tipo: la seducción, la experiencia humana y la intensidad narrativa, por supuesto, a
la par del dominio de la palabra.

Algo que quiero subrayar: la belleza que encontré en la mayor parte de los
textos en buena medida estaba (está) fundida a la sugerencia y al misterio, claves
en la buena literatura. Pero hablar de misterio y de belleza en el erotismo es citar
solamente dos de las características que definen esta selección de relatos,
proveniente de un concurso (Los Cuerpos del Deseo) que ha descubierto la
potencialidad imaginativa de muchas regiones de habla hispana. Un certamen que
reactiva, asimismo, las posibilidades de florecimiento de estas categorías de lo
sensual, lo insinuante, lo oculto: condimento y sustancia al mismo tiempo de una
narrativa sorprendente.

Alrededor de cien relatos resultaron prefinalistas del certamen, entre unas


700 obras participantes. Los cuentos fueron evaluados, preseleccionados y, por
último, se escogieron los tres primeros premios, tres menciones y 24 finalistas
(estos últimos aparecen aquí por orden alfabético) para integrar esta antología. El
resultado ha sido entonces el cuerpo de este feliz deseo de hacer un libro
perdurable, que por mucho tiempo haga latir en sus lectores la magia de una
sensual experiencia, de un misterio profundamente humano.

Manuel Gayol Mecías


PRIMEROS PREMIOS

Rubén Rodríguez. Se desteje. 2012 acrílico-lienzo 150 x 130


Reloj de una manecilla

(La pasión en los tiempos del Alzheimer)

Alfredo ÁVALOS

Es mexicano y reside en San Antonio, Texas (Estados Unidos). Es autor de la


colección de cuentos Voyeur (2012) y fundador y coordinador del Encuentro de
Escritores “Letras en la Frontera”. En 2007 ganó el concurso de cuento “José
Arrese”.

Robert Smith pensó “esta ardilla quiere su nuez” cuando sintió el pie de la
mujer en el escroto. Estaban metidos en la bañera, recargados cada uno en un
extremo, la espuma cubría sus cuerpos y Robert apenas si podía distinguir el rostro
de su compañera. Ella le repetía que era una dama y que le mortificaba mucho lo
que estaría pensando él de ella, mientras deslizaba el dedo gordo de su pie por el
tronco de la verga erecta de su compañero, oculta bajo la espuma.

Era una tarde soleada, la luz irrumpía por las ventanas provocando un
resplandor de paredes blancas que contribuía a la obnubilación que estaba
ocurriendo en la bañera. Habían estado nadando por un rato en una alberca de
agua azul, luego se tendieron al sol y conversaron. Ella parecía otra mujer, pensaba
Robert tratando de verle el rostro parcialmente cubierto de espuma. Entonces
ninguno de los dos había sentido la púa del deseo que los estaban llevando ahora,
metidos en la tina, a buscarse con piernas y pies bajo el agua.

Como un salmón contra la corriente, el pie derecho de Robert se movió bajo


la espuma y encontró el centro de la mujer. Con habilidad del que se mueve en su
medio hurgó y separó el traje de baño con los ortejos. La mujer contrajo el rostro y
detuvo la actividad de su pie sobre el sexo de Robert, arqueó el cuerpo y, como
Venus naciendo de la espuma, dos pezones erectos emergieron. Robert empujaba
el dedo gordo dentro de la vulva y comenzó a girarlo, dilatando las paredes tersas,
húmedas de una humedad que nada tenía que ver con el agua de la bañera, parecía
como si estuviera dibujando la entrada por donde, estaba seguro, pasaría ese
umbral incierto en el que se encontraba y sabría a ciencia cierta quién era la mujer
que tenía enfrente.

Robert le extendió un brazo invitándola a pasarse a su lado en la bañera. La


mujer sonrió y al hacerlo Robert pudo ver de quién se trataba. Estupefacto, sostuvo
el brazo extendido.

—Solo podías ser tú —le dijo.

Ella rió al tiempo que se levantaba mostrando un cuerpo regio, intocado por
los años, apenas cubierto por el traje de baño mal acomodado con el que aquel
truhán cubierto de jabón había estado jugando, se llevó las manos a los pechos y
removió la espuma, sopló y pompas iridiscentes llenaron el cuarto de baño. Siguió
riendo, pero su risa fue cambiando hasta sonar tan atroz como el timbre
sanguinario de la puerta de la residencia de los Smith.

Robert abrió los ojos y maldijo, se llevó la mano a la entrepierna y se sintió


dos veces robado. Había sido un puto sueño, y la verga palpitante a la que el pie de
la mujer acariciaba se había convertido en un montoncito de carne flácida bajo la
ropa. El timbre de la puerta continuó su alarido.

II

Robert Smith escuchó el timbre una y otra vez antes de decidirse a abrir la
puerta. Seguramente era otro imbécil empeñado en venderle porquerías. ¿Por qué
será que los vendedores piensan que la vejez es sinónimo de estupidez? ¿Que uno
va a comprarles sus porquerías nada más porque al hacerlo disfruta del minuto de
su compañía?, pensaba mientras arrastraba los pies tomándose el tiempo del
mundo.

—Tengo que cambiar este timbre fanfarrón, prefiero oír la marcha de


Zacatecas, ya de por sí odiosa, que este sonido maricón.

Al abrir la puerta se encontró con una mujer derritiéndose en al calor de las


dos de la tarde. Dijo llamarse Amalia Ramírez y venía de “A Touch of Love”, una
organización encargada de brindar asistencia en el hogar.

—No quiero nada —la interrumpió Robert cerrándole la puerta—. Cada vez
están más feas y viejas estas putas —murmuró sin preocuparse de ser escuchado
por la mujer. Apenas lo hizo, el timbre volvió a sonar. Apretó la manija con furia,
como si el hacerlo impidiera la entrada de aquella extraña. Al segundo timbre
abrió de nuevo.

—No quiero nada —repitió.

—No estoy aquí para venderle nada —dijo Amalia Ramírez, molesta por los
modales del viejo—. Su hija, Miriam Smith, nos contrató para brindarle el servicio.

¿Servicio, a touch of love?, pensó Robert. ¿Ahora su hija Miriam le


contrataba prostitutas? ¿No tendría que ser alguien más joven y mejor agraciada
que esta vieja?

—¿De qué está usted hablando? —preguntó finalmente.

—De asistencia en el hogar. He venido para ayudarle con la limpieza de la


casa, llevarlo de compras, ayudarle a bañarse, en fin, lo que haga falta.

—¿Y quién le ha dicho a usted y a su Touch of Love que yo necesito ayuda


para limpiarme el culo? —espetó Robert y trató de cerrar la puerta otra vez, pero el
pie de Amalia se lo impidió.

—Su hija, su hija piensa que necesita ayuda, por eso vino a nosotros —dijo
Amalia levantando la voz. El viejo abrió la puerta —Aquí está mi credencial—dijo
enseñándole el gafete que llevaba prendido a la solapa.
¿Quién carajos se cree esa hija de puta para mandar gente extraña a mi casa?,
cavilaba el viejo mientras miraba de arriba abajo a la mujer parada frente a él,
aferrada al gafete como si fuera una licencia de Dios padre que le permitiera entrar
donde se le pegara la gana, aun contra la voluntad del dueño de la casa.

—Pues no me interesa, que le regresen el dinero a mi hija, no quiero


extraños en mi casa.

—A Touch of Love es una organización seria, fundada hace 14 años,


legalmente registrada y reconocida como una de las mejores en servicios de
asistencia en el hogar a personas en edad adulta —repitió Amalia las palabras
aprendidas de memoria y que detestaba, sobre todo en ese momento, parada a
pleno sol, pegajosa, manando mares, tratando de convencer a ese viejo infeliz de
que la dejara hacer su trabajo.

¿Por dónde empezar?, se preguntó Amalia al ver el estado de la casa. No


había un centímetro que se salvara de la inmundicia; todo estaba atestado de
polvo, sucio, manchado, repugnante. El mismo viejo apestaba. Aquella casa y su
dueño ofendían la vista, el olfato y, por supuesto, el oído, pues Robert no había
dejado de protestar su presencia, pese a haberse hecho a un lado para que entrara
después del discurso sobre la organización que ella representaba. Parada en mitad
de aquel basurero, a punto estuvo de salir corriendo, tenía unas ganas locas de
llorar. No se merecía estar ahí. Ella era asistente de enfermera. Hasta ese día había
estado en la casa-hogar de la organización, donde las cosas marchaban como
relojito. Donde había que lidiar con viejos, pero a los cuales se les podía aplicar un
sedante si se agitaban, o amenazarlos con retenerles el postre o las horas de
televisión, como a los críos, si no se comportaban, y de pronto, de golpe y porrazo,
por unos cuantos retardos, el desgraciado de Olvera, su supervisor, la mandaba a
limpiar casas, como si ella fuera una principiante, una indocumentada, y no una
asistente de enfermera titulada con más de diez años de experiencia.

Buscó en el bolso el reporte que le habían dado sobre el anciano y leyó:


Robert Smith, 73 años, anglo-hispano, viudo, militar retirado, en buena condición
de salud en lo general, con principios de Alzheimer en particular, debido a lo cual
olvida con frecuencia hábitos de limpieza. Requiere asistencia con higiene personal
y de la casa. El que es marrano, no necesita de excusas para serlo, pensó mientras
leía y vio de reojo al hombre parado tras de sí observando sus movimientos.

Vació primero las frutas y vegetales podridos de la nevera. Las carnes


hediondas, las botellas de leche casi sólida. Luego siguió con la alacena, donde
encontró ejércitos de hormigas sacando hojuelas de las cajas de cereales,
cucarachas inmóviles haciendo la digestión en las esquinas de los cajones. Fue
haciendo una lista de lo que el paciente necesitaba comprar. Iba a tomarle días de
trabajo dejar aquella casa presentable. Podía darse cuenta, sin embargo, que en
algún momento, seguramente cuando la esposa vivía, había sido un lugar
hermoso, los muebles eran de buena calidad, los cuadros y cortinas de buen gusto,
los enseres domésticos de marcas reconocidas.

Hay que bañar a este viejo, se dijo Amalia y buscó el cuarto de baño. Lo
encontró en no mejores condiciones. El lavabo azul estaba cubierto de sarro y
manchas de pasta dental, pelos y mucosidades. Abrió los grifos, hizo lo mismo con
la regadera, dejó correr el agua caliente por unos minutos para que arrastrara toda
la porquería y fue a sentarse al toilette.

—¿Qué está haciendo ahí encerrada? —escuchó al viejo llamando a la puerta


del baño, y entonces se percató de que se había abandonado en sus pensamientos.
El agua se desbordaba del lavabo taponado, una pequeña laguna iba cubriendo el
piso y salía ya al pasillo por debajo de la puerta. Se levantó tan precipitadamente
que resbaló en el piso mojado y a punto estuvo de caer.

—Nada —gritó al tiempo que se aferraba al gancho de la toalla de manos—.


Nada —repitió—. Regrese a la sala, ahorita le preparo el baño.

—No me quiero bañar —refutó el viejo—. Salgase de ahí. ¿Por qué está
tirando el agua?

Robert regresó a la sala y se sentó entre bolsas de frituras desgarradas y latas


vacías. Agarró el teléfono e intentó marcar el número de su hija. En dos ocasiones
le colgaron después de decirle que se había equivocado de número. ¿Cómo
demonios iba a equivocarse, si tenía la libreta enfrente, si podía leer perfectamente
los números? ¿Por qué el mundo se empeñaba en tratarlo como a idiota, un
retrasado incapaz de marcar un teléfono? Quería hablar con Miriam, reclamarle el
atrevimiento de enviarle a esa mujer a su casa, sin consultarlo. Era verdad que en
los últimos meses se olvidaba de asearse, de mantener la casa en orden, que de vez
en cuando se perdía en su propio vecindario y batallaba para encontrar la casa.
Que iba al café de la esquina y luego no tenía dinero para pagar. Que en la tienda
de los árabes no le permitían la entrada desde que salió varias veces con mercancía
sin haberla pagado, pero eso era mero racismo, lo sabía, lo detestaban por su
condición de militar, porque en más de una ocasión les había dicho que se
regresaran a su patria, que a él no lo engañaban, tan inocentes detrás del
mostrador vendiendo cigarrillos, seguramente detrás de esas barbas estaban
planeando otro ataque cobarde en suelo americano. Era verdad que parecía que la
vida se le iba por el caño, ¿pero quién quería vivir del modo en viven los viejos
como él? Solos, despertando de madrugada en camas vacías, levantándose 10 veces
al baño a tirar una gota de orine cada vez, porque según el doctor, en algún lugar
de su cuerpo, no sabía a ciencia cierta dónde, la próstata se había convertido en
una nuez gigante. Al levantarse por la mañana y no tener absolutamente nada que
hacer, ningún lugar a donde ir, nadie a quien llamar, nadie a quien esperar.

Y entonces, maldita sea, ocurrió de nuevo. Pasaron días en los que Robert
Smith se convirtió en un cuerpo vacío, una casa deshabitada, un edificio vacante.

Tal vez la mente es un caracol que muda de concha.

III

La casa estaba limpia, las cosas en su lugar, él se hallaba sentado en la silla


reclinable con ropa planchada, afeitado, oloroso a jabón y con el pelo en su lugar.
Podía ver la mitad de su cuerpo en el espejo de pedestal al otro lado de la sala. Era
él, el que había sido años atrás, antes de que los doctores empezaran con sus
disparates, como recién llegado de un viaje en el tiempo. Era él, recién liberado de
un secuestro.

Tenía las manos sobre las piernas y al moverlas se topó con el bulto duro
bajo los pantalones. En la cocina alguien tarareaba “para bailar la bamba se
necesita una poca de gracia”. Se apretó el montículo con la mano. Sí, erecto, como
si regresara de la catatonia junto con él. Se levantó y fue directo a la cocina. Amalia
soltó el cuchillo con el que rebanaba papas y dio un paso incierto hacia él, como la
madre que intenta asistir al niño que anda dando sus primeros pasos. Se percató de
la erección y volvió la cara. El viejo respiraba agitado.

—¿Se siente bien? —preguntó Amalia tomando nuevamente el cuchillo.

—¿Quién es usted? ¿Dónde está Sara? —preguntó Robert.

Aquí vamos otra vez, pensó Amalia y abrió el bolso sobre la mesa para
buscar el gafete. Iba a mostrárselo cuando Robert dio la media vuelta y se
encaminó al cuarto de baño. Amalia sonrió.
Llevaba dos semanas trabajando de dos a seis de la tarde en esa casa para
dejarla presentable. Había tenido que limpiar, desempolvar, fregar alrededor del
bulto en que se convirtió de buenas a primeras el agresivo paciente. Ahora parecía
estar de regreso. No iba a ser fácil bañarlo, afeitarlo, peinarlo, si es que se lo
permitía. Ni modo, que se aseara él mismo. Después de todo, ella no era su madre,
ni su mujer. Estaba para asistirlo.

Robert tardó unos minutos en el baño. Cuando salió se le había bajado la


erección, Amalia lo notó de reojo. Le ofreció de comer, él se negó y fue a sentarse a
la sala. Parecía avergonzado, un adolescente al que mamá ha encontrado aferrado
a la polla, masturbándose en el baño, y evitaba mirarle a la cara.

No era la primera vez que lo veía erecto. Durante los días en que Robert
anduvo perdido en los laberintos de su propia mente, Amalia lo vio ponerse duro
mientras lo bañaba. Se asombró al principio de que a su edad consiguiera tal
proeza, porque no era una erección a medias como las que tenía Homero, su
marido, sino total, llena de vigor, una manifestación completa de la sangre en las
arterias. La prueba absoluta de una virilidad intacta, intocable para el tiempo y la
enfermedad. Pasó del asombro a la curiosidad. Quiso ver si era un evento único o
iba a ocurrir siempre que lo bañara. Y ocurrió todos los días, apenas lo encaminaba
al baño el viejo comenzaba a retoñar. Amalia lo dejaba sentando en la tina y se iba
a seguir sus labores; de cuando en cuando volvía para echarle un ojo y lo hallaba
aferrado a sí, como el niño que extiende la bandera por el asta para que reciba el
saludo de los presentes en Honores a la Bandera un lunes por la mañana.

No sabía a ciencia cierta a cuenta de qué la verga de un extraño estaba


incidiendo tanto en su estado de ánimo en los últimos días. Andaba contenta. Tenía
un secreto, odiaba que fuera secreto, lo quería gritar, quería contarle a todo el
mundo, especialmente a su marido, que había un hombre que se excitaba al estar
cerca de ella. Un hombre que reverdecía a las dos de la tarde junto a ella. Un
hombre al que la sangre le corría por las venas, pese a las ausencias de su mente. Se
había atrevido a enjabonarlo. Era su trabajo, se justificaba, había sentido el glande
rozar el reverso de su mano mientras le tallaba la entrepierna, y la sensación la
había acompañado por horas.

Se iba a la cama pensando en la verga del paciente, se despertaba y estaba


ahí: el falo de Robert Smith. Levantaba la sábana para ver el de su marido, y éste
perdía en la comparación. El pito de Homero tenía forma de gusano; incircunciso,
flácido, guardaba en el prepucio la resignación de haber perdido la carrera del
tiempo. El de Robert era una columna de mármol, el atlas que sostiene al mundo,
el cohete que podía elevarla, al menos en el instante de verlo desnudo y erecto, por
encima de su vida ordinaria.

Robert la vio agarrar sus cosas para irse. Con la mano sobre la manija, le dijo
que había dejado un plato de comida sobre la mesa. Luego cerró la puerta y se fue.
Él se levantó y fue a la ventana, la atisbó mientras cruzaba la calle rumbo a la
parada del autobús. La vio andar a paso firme, una mano aferrada al bolso y en la
otra el mandil nítidamente doblado. Al subir a la banqueta se soltó el pelo que
llevaba sujeto con una liga, y una cascada entrecana se derramó sobre la espalda.
Tenía las caderas anchas y las piernas robustas, calculó que medía cinco pies dos
pulgadas. Al sentarse en la banca a esperar el autobús, la vio sacar un espejo
pequeño y un pañuelo con el que se limpió la cara. Robert Smith se miró la
entrepierna.

IV

Robert metió la llave en la cerradura con cautela y de igual modo empujó la


puerta. Escuchó a Sara tarareando Sweet Home Alabama en la cocina. El reloj de la
sala dio las dos de la tarde. Apenas entró, dejó a un lado el portafolio y se fue
desabotonando la camisa mientras caminaba rumbo al cuarto de baño. Entró y se
encontró con la tina llena, se deshizo de los pantalones con prisa, botó los zapatos
y se arrancó calcetines y calzoncillos. Penetró en el agua como un pez que se muere
de asfixia. En la cocina, Sara terminó de secar el último plato y se quitó el mandil,
lo dobló nítidamente y lo puso sobre la mesa, junto a la cual dejó también las
sandalias, caminó sigilosamente como si el piso se encontrara minado y mientras lo
hacía fue sacándose el vestido. Al abrir la puerta del cuarto de baño se encontró
con su marido sumergido en espuma, con los ojos cerrados, hermoso e inocente
como un ángel del agua.

—Llegas tarde, querida —le oyó decir.

Se quitó el sostén y lo colgó en la manija de la puerta, luego deslizó las


bragas por sus piernas largas y blancas. Entró en la bañera, donde su marido le
tendió los brazos y la atrajo sobre sí para besarle los pezones antes que la boca.

—Adivino lo que has cocinado hoy —dijo Robert lamiendo los pezones de
su mujer. Ella rió de la ocurrencia de sobra conocida y no por ello menos
encantadora—. Hablo en serio, tus tetas son como esponjas, absorben los olores y
con certeza puedo decirte que has hecho meat loaf y puré de papa.

—¡Wow! —dijo Sara abriendo la boca exageradamente, celebrando la


sagacidad de su marido. Sostuvo los pechos en las manos y continuó —tal vez ese
sea un talento que debería aprovechar, ¿qué tal si me alquilo en un restaurante?
Andaría de mesa en mesa preguntándoles a los comensales, ¿le gustaría probar el
especial del día?

—¡No way! —gritó Robert erigiéndose en el agua y levantando a Sara en el


abrazo, para luego depositarla de nuevo y quedar sobre ella, centro con centro, dos
cuerpos en gravitación.

Despertó y tentó el lado vacío de la cama.

Amalia se miró al espejo. Se estiró los pómulos, buscando el rostro de la


mujer que había sido oculto bajo las patas de gallo. Tenía cincuenta y dos años y no
había conocido íntimamente a otro hombre que a su marido. Un hombre que a
últimas fechas parecía haber extraviado el camino hacia su cuerpo. Como si lo
hubiera llamado con el pensamiento, Homero entró en el baño y fue directo al
excusado, donde comenzó a orinar frente a ella. Amalia lo observó lanzar un
chorro débil, intermitente, mientras gruñía en una mezcla de alivio y dolor.

—Pervertida —dijo Homero al darse cuenta de que lo observaba. Amalia


sonrió y recordó las razones que la habían enamorado de él. Su sentido del humor,
el empuje que los llevó a salir de su pueblo, a cruzar el Río Bravo para buscar una
vida mejor para los hijos que iban a tener. Homero se sacudió el pene y anduvo a
la salida. Al pasar le agarró una nalga.

—Te estás poniendo más gorda —le dijo. Jamás fue un amante de ensueño,
nadie le había enseñado a serlo. Eso de hacer el amor Amalia no lo conocía, sabía
de ser montada en la oscuridad, penetrada sin mucha consideración, de oírlo
gruñir como lo hacía al orinar, de vaciarse en ella como un borracho que vomita
para aliviar el estómago. Había entrado y salido sin notar que su mujer se había
teñido el pelo.

Cuando los médicos le explicaron los principios del Alzheimer, a Robert le


parecieron absurdos. Ahora los veía con más claridad. La enfermedad era una
gallina que entraba por la casa, merodeaba por los rincones hasta que terminaba
parada en su cabeza alimentándose de lo que encontraba en su mente, tragándose
sus pensamientos como si fueran granos de maíz. Así el estúpido pajarraco se
había llevado recuerdos de su vida, memorias, que es lo único que les queda a los
viejos al final del camino. Se había tragado el rostro de sus hijos y de muchos de
sus amigos. Y sin embargo, quedaba la memoria del cuerpo de su mujer, la
desalmada había respetado el recuerdo dulce y doloroso de Sara. Y ahí estaba
sentado en la sala, viendo como empezaba a crecerle la piel bajo los pantalones,
justo cuando el reloj marcaba las dos de la tarde y una llave entraba en la cerradura
de la puerta.

—Buenas tardes —saludó Amalia. Robert contestó el saludo y al hacerlo


notó que la mujer se había teñido el pelo y traía un incendio de carmín en los
labios. Era poco, casi nada lo que sabían el uno del otro, y, sin embargo, a los dos
pareció bastarles. Él se levantó sin ocultar el bulto, la nariz de pinocho ansiosa de
aspirar el aroma de la mujer que tenía enfrente.

—Voy a estar en la bañera —dijo Robert, como si al hacerlo lanzara una


botella al mar con mensaje que pudiera o no llegar hasta las costas de Amalia. Ella
se dirigió a la cocina.

Perdería el trabajo, perdería a su marido… ¿Qué dirían sus hijos? ¿Sus


amigas? ¿Cuánto tiempo tardarían en enterarse? Ella no sabía mentir, nunca había
visto la necesidad de hacerlo. ¿Para qué? Y ahí estaba ahora, aferrada a los bordes
de la mesa para no irse hasta el piso y morirse ahí mismo. Era presa de una fuerza
desconocida, la que en ese instante la estaba llevando a desanudarse el mandil e ir
en busca de un hombre cubierto de espuma y que no tenía más certeza del tiempo
que la hora que marcaba su miembro erecto, a pesar de las nubes que oscurecían su
mente.

Amalia se quitó el mandil y lo dejó resbalar por su cuerpo. Abandonó


también los zapatos. Caminó despacio por el pasillo. Al llegar al cuarto de baño,
sostuvo la manija por unos segundos antes de girarla y abrir la puerta. Robert la
vio entrar tímida y sonrojada. Estaba aferrado a la barra de metal empotrada en la
pared, colocada ahí para hacer más fácil la entrada y salida del viejo a la tina.

—¿Necesita algo? —preguntó para justificar su presencia.

—La necesito a usted —contestó él con arrojo. Ella agachó la cabeza y


permaneció callada. El corazón se le salía del pecho. Él le extendió la mano.
Se quitó la falda, después la blusa, se soltó el pelo y fue a sentarse al borde
de la tina. Le tocó la cara, las cejas, los labios. Se miró en sus ojos y vio que, como a
ella, le empezaban a escurrir lágrimas tercas.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó finalmente Amalia, casi para sí


misma. Él no contestó.

Se deshizo de sostén y bragas y ayudada por Robert entró en la tina. Era


difícil acomodarse, hacer el amor en el agua, jamás se le había ocurrido a ella. Él no
conocía una forma mejor. Le ayudó a colocarse sobre su cuerpo, la fue guiando
hasta que ella sintió el beso de la carne entrando en la carne.

—Homero —murmuró, como una plegaria que busca la absolución en el


pecado.

—Sara —dijo él.


Suéter verde, falda plisada

Gerardo CÁRDENAS Figueroa

(Ciudad de México, 1962). Escritor y periodista, reside en Oak Park, Illinois


(Estados Unidos). Es autor del libro de relatos A veces llovía en Chicago (Ediciones
Vocesueltas/Libros Magenta, 2011), y edita el blog semanal En la Ciudad de los
Vientos (gerardo1313.wordpress.com). También es director editorial de la revista
Contratiempo, publicada en Chicago.

En el calor y la modorra de la tarde, no reparé inmediatamente en su


presencia. Trataba de leer el periódico, pero entre el movimiento del vagón y la
somnolencia me costaba trabajo mantener los ojos abiertos. Era esa rara hora de la
media tarde, pasada ya la salida de los colegios y antes de que las oficinas
vomitaran sus enjambres hacia la calle, en que se puede encontrar algún asiento
vacío en el metro.

Reparé en ella cuando un repentino frenazo me espabiló. Era exactamente


igual a cualquier mujer en cualquier vagón del metro de cualquier ciudad del
mundo, con un hijo pequeño fuertemente agarrado de la mano, y otro más grande
a su lado como un aburrido escudero. Pero algo me hizo mirarla con más
detenimiento. Al notar las pecas en su rostro y el cabello de un tono tan claro que
parecía casi rubio, y en el cual pintaban ya las canas, el recuerdo se agitó en mi
mente. Podía ser ella y no serlo, difícil dilucidarlo cuando todas las veces que la vi
era como una fotografía: siempre la misma falda gris plisada por encima de las
rodillas, el suéter verde con el último botón desabrochado, la camisa blanca, la
mochila llena de libros y útiles, el claro cabello recogido en una coleta y el rostro
limpio de maquillaje. El cabello y las pecas, casi sin lugar a dudas, eran los mismos.
Apenas recordaba su estatura; era quizá la misma que la mía, tal vez algo más baja,
aunque en ese entonces tendríamos 13 ó 14 años; yo crecí más, ella seguramente
también lo hizo. Su cuerpo era ahora el de una mujer cuarentona que ha tenido
hijos: las caderas anchas, el vientre un poco abultado y descuidado, los senos en
declive; en el fondo nada distinto del mío, que mostraba estragos similares
causados por el tiempo.

Supongo que la observaba con intensidad porque levantó la vista y me miró.


Su mirada no me dijo nada pero, cuando bajó los ojos la manera como su barbilla
apuntaba hacia el suelo, además de un dejo de ironía resignada en el asomo de una
sonrisa, confirmaron mis recuerdos. Solo ella había sonreído así tras nuestros
extraños encuentros en autobuses y en otros vagones del metro, como si lo
inevitable fuese agridulce, como si lo inesperado hubiese sido predeterminado y
solo desconociésemos el momento preciso y los actores involucrados. Nadie más
me habría sonreído así al mirarla; nos habíamos reconocido a pesar del desgaste y
los años y en ese breve baile se habían recreado bailes que tuvieron lugar en otros
tiempos, en algo que para mí había sido un ansioso azar y para ella, quizá, una
confirmación de la inevitabilidad de los encuentros.

La inmediatez de esa media sonrisa se desvaneció y ella tomó la mano de su


otro hijo. De su gesto se borraba ya todo reconocimiento. Nada había en su camisa
azul tipo polo, en sus vaqueros de madre cansada, en sus zapatos tenis que
recordase a la jovencita del suéter verde y la falda gris plisada, aunque ella estaba
ahí, oculta en algún resquicio, tal vez esperando sentir el contorno y el peso de mi
cuerpo a su espalda o el apuro de mi respiración.

Casi sin falla, minutos antes de las dos y cuarenta y cinco de cada tarde, el
autobús paraba en aquella esquina de la avenida Popocatépetl donde esperaban los
grupos de muchachos y muchachas, junto con uno que otro adulto de aspecto
cansado y hambriento. Abordábamos el autobús: los alumnos de la secundaria
pública con sus suéteres verdes y sus pantalones o faldas grises, separados de los
muchachos del colegio católico al que yo acudía. Cada quien con su cada cual, con
el recelo de la adolescencia y de la pertenencia, los muchachos de la pública
exhibiendo orgullosos su carácter de escuela mixta, y los católicos resignados a
mezclarse hombres con hombres y a cazar alguna mirada furtiva de las jovencitas.
Adentro del autobús, que iba siempre lleno, los grupos se separaban aún más, y los
solitarios, como yo, nos arrumbábamos al fondo esperando ser ignorados. Fue ahí
donde la vi por primera vez: para llegar hasta donde estaba había que ser
habilidoso en el empujón, el codazo y la refriega. Raro que esos dos tímidos y
apocados muchachos —ella y yo— pudiésemos haber llegado tan lejos sin
agobiarnos.

Tampoco recuerdo por qué lo hice; solo sé que en un determinado momento


me había colocado detrás de ella, y que los saltos y movimientos del viaje rumbo a
la Calzada de Tlalpan nos iban acercando cada vez más. No fue audacia sino
inevitabilidad; una especie de fuerza de gravedad que nos puso en colisión,
asteroide contra asteroide, momento encima de momento más allá de la voluntad o
acicateados por la voluntad. Recuerdo que un truco similar, con una mujer adulta,
me había costado una cachetada y la burla no solo de mis compañeros, sino de
todo el pasaje. Tal vez sospechaba que una presa más joven sería más accesible.

El autobús cambió de carril para acercarse a la siguiente parada y en ese


movimiento mi cuerpo se apretó a su espalda. Sentí el respingo de su conciencia
antes que el de su cuerpo, y preveía otra bofetada o el insulto o un grito, pero solo
me recibieron sus ojos iracundos. Bajé la mirada. En otra circunstancia hubiese
retirado el cuerpo pero una inercia mayor que mi vergüenza me hizo quedarme
inmóvil. Apretados los dos, envasados por los otros cuerpos del autobús cada vez
más lleno y errático, hicimos el resto del recorrido hasta Tlalpan. Ella bajó del
autobús con gran prisa y se perdió entre el río de gente que marchaba hacia la
entrada de la estación Ermita. Cuando finalmente llegué al andén, no la vi más.

Pasaron dos días antes de nuestro siguiente encuentro. Yo me quedaba


después de clase dos veces por semana para entrenar con el equipo de fútbol; ella
tal vez abordaría el autobús como siempre o tendría otras actividades. La segunda
vez la identifiqué en la parada, con su coleta, el suéter verde ciñendo unos pechos
que ya se marcaban puntiagudos y firmes, y la falda gris plisada cubriendo los
muslos que se adivinaban pálidos y suaves. La dejé subir primero. Ella no miró
hacia atrás. Tal vez me intuía, o ignoraba mi presencia, o le resultaba irrelevante.
De apretujón en apretujón, el viaje al interior nos colocó en el mismo punto de la
primera vez. En esta ocasión yo mismo me urgía a pasar de largo, a no irrumpir en
su espacio, a dejarla respirar. Casi lo hice. Pero de pie al lado de ella, el verde y el
gris se me fundieron en una sola urgencia y mi cuerpo buscó el suyo. Esta vez no
hubo mirada de ira. Hicimos el viaje en absoluto silencio e indiferencia. Mi
vergüenza era ahora palpable: la cara me ardía. Pero no me moví. Y de nuevo
escapó, al llegar a Tlalpan, entre la gente que buscaba ganarle la carrera a los otros.

Nuestro tercer encuentro tuvo lugar al siguiente lunes. Jugábamos a una


misma adivinanza. Yo subí esta vez el primero, y esperé al lado de los últimos
asientos. Ella se colocó en su lugar habitual. Yo me ubiqué de nuevo a su espalda,
rozándola mínimamente, haciéndole sentir mi cercanía. El autobús enfrenó de
pronto. Ella se echó hacia atrás. En parte era inercia, en parte hambre. Fue entonces
cuando bajó la vista al suelo y vi el asomo de su sonrisa. Apreté un poco más.
¿Sintió mi endurecimiento, mi progresiva humedad? ¿Sentí la suya? El vaivén del
camión nos marcó ritmos. Sus caderas se volvían expertas al paso de las esquinas.
Olía su cabello. Sentíamos nuestras respiraciones.

Con el paso de los días y las semanas fuimos más audaces aunque nunca
excedimos las posibilidades que el autobús nos otorgaba. No nos hablamos, no nos
miramos ni se tocaron nuestras manos ni exploramos otras partes de nuestros
cuerpos. Sus nalgas embonaban en mis ingles y se movían al ritmo del vehículo.
¿Alguien nos habrá visto? ¿Con alguien compartimos nuestra excitación?

Pronto el autobús se nos hizo poco. Ella comenzó a bajar más despacio y yo
a seguirla más rápido. Fue cuestión de un par de días para que estuviésemos en el
andén al mismo tiempo. Descubrí que viajábamos en la misma dirección y que
mediaban solo tres estaciones entre la suya y la mía. Tal vez entre nuestras casas no
distasen más de dos kilómetros.

En el andén no nos juntábamos. Nos sabíamos cercanos sin vernos. Yo


buscaba el extremo del andén, ella se acercaba algo más al centro. Cuando llegaba
el metro, acortábamos la distancia. Con un poco de práctica nos encontrábamos en
el mismo vagón, y con más práctica en el mismo sector dentro del vagón. Iba tan
lleno el metro como el autobús. Había otras chicas, quizás más hermosas, más
sensuales; había otros muchachos más altos, más atléticos. Entre aquella confusión
de cuerpos, apretones y manos que buscaban alguna seguridad contra el
movimiento del metro, ella y yo éramos intencionales y silenciosos.
Continuábamos el baile, lo único que había cambiado era la pista. Urgidos por la
cercanía de los hogares, nos apretábamos más, siempre sin buscar las miradas o los
reconocimientos. Por toda novedad, mi muslo a veces conseguía separar los suyos
para darle otro punto de referencia y otro goce. Sus caderas respondían con
variaciones en sus movimientos y roces, pero era el movimiento del metro, el
vaivén de los vagones el que nos llevaba a un mundo que por solo unos minutos,
bajo un telón de vergüenza, culpa, ansiedad y excitación, era nuestro y ajeno al
hambre, a la prisa, a las grandes humillaciones y las pequeñas victorias de dos
alumnos de secundaria, a los exámenes de matemáticas y geografía, a las tardes de
aguacero y televisión.

Al llegar a su estación bajaba a toda prisa. Su lugar era ahora ocupado por
mi mochila, con la que apuradamente trataba de ocultar mi excitación. ¿Entraría
ella en su casa como yo, a toda carrera, sin saludar, aventando las cosas al piso,
para poder encerrarse en el baño? ¿O esperaría a la hora de la tarea, encerrada en
su cuarto, con la música a todo volumen? ¿Hablaría de mí con sus amigas? Yo
nunca lo hice con los míos, mucho menos con mis hermanos o mi padre. Pensaba
en ella de rodillas en el confesionario, susurrándole al cura mis múltiples
tocamientos pero sin mencionarla, y tocándome en la oscuridad del cubículo
mientras pensaba en ella, y en la manera como su falda gris plisada se vencía a mi
embate.

Admito que llegué a admirar su compostura. Yo ansiaba más, sin saber


realmente cuál podría ser el siguiente paso. Tal vez ella tampoco sabía, pero lo
disimulaba mejor. Alguna vez intenté acercar mi rostro a su nuca o poner mi mano
en su hombro. En esas ocasiones, sin hacer aspavientos, sin gritar, sin enfadarse,
ella se alejaba y me dejaba en evidencia. Esas ocasiones dolían menos que aquellas
otras, escasas, en que había algún asiento disponible en el autobús o el metro que
invariablemente ella tomaba, o en que alguien le cedía el lugar. De pie cerca de
ella, sin atreverme a mirarle el rostro, agobiado por la frustración, sentía como una
eternidad los minutos restantes del viaje.

No sé si a ella le llegó tan pronto como a mí el verano. En la premura del


deseo, apenas me di cuenta de que quedaban unos cuantos días de clase; después
vendrían los exámenes y luego el traslado para ambos, cada uno a su respectiva
preparatoria. Ignoro si notó mis ojos desesperados y tristes. Sé que vi sus nudillos
de por sí pálidos, casi transparentarse al agarrarse con furia a la barra. Eso fue un
lunes, el último lunes. El martes los dos nos apretamos con más ganas y, en el
metro, por única vez, ella dejó que mi cabeza tocara la suya y que mi aliento
soplara sus cabellos. Sus nalgas se movieron en círculo perceptiblemente y su
espalda se apoyó en mi pecho antes de la carrera alocada fuera del vagón y hacia
las escaleras de salida. Miércoles y jueves me evitó, estoy seguro: o bien se apuró a
salir más temprano, o se quedó en la escuela hasta más tarde. El viernes era la
primera en la fila de la parada y cuando yo subí me esperaba, como siempre, al
fondo del autobús. Su mirada, la única que me dirigió, me detuvo en seco. Un
minuto más tarde un hombre cargado de bultos se levantó de su asiento para bajar
del autobús, y ella ocupó su lugar. Al llegar a la calzada de Tlalpan bajó a toda
prisa. No la quise perseguir. Arrastré los pies hasta el metro y lloré en silencio en el
andén, dejando pasar varios trenes.

Doblé el periódico que no había conseguido leer y lo puse sobre mis piernas.
El metro llegaba ahora a la estación Juanacatlán. La mujer tomó a sus dos hijos de
la mano y salió, no sin antes dirigirme una rápida mirada de reojo. Dudé un
instante. ¿Cómo seguirla, qué haría, qué le diría? ¿Sería capaz de avergonzarla
frente a sus hijos, obligándola a recordar algo que tal vez ya habría olvidado? ¿O
que no significaba nada más que las tonterías de dos adolescentes? Alcé la vista.
Todo lo que alcanzaba a ver ahora era su cabello perdiéndose entre la gente que
buscaba la salida. El metro cerró las puertas y continuó su viaje.
Mrs. McTavish’s kitchen

Máximo Sancho PARDO

Nació en Santa Coloma de Gramanet en 1964, y desde 1986 ha trabajado


como profesor de Lengua y Literatura. Ha obtenido diversos premios literarios y
publicado dos novelas para el público joven: La legión de las sombras (1997) y Los
peregrinos del tiempo (2002). Reside en España.

La casa de Mrs. McTavish estaba situada no lejos de Seafield Road, en un


paseo marítimo de casitas adosadas, cada una con su pequeño jardín de entrada y
su vista panorámica del estuario de Forth. Sergio y yo llegamos a ella al atardecer,
tras haber recorrido medio Edimburgo en busca de un bed & breakfast donde
instalarnos un par de días, los que pensábamos dedicar a visitar la ciudad y sus
alrededores. El lugar nos pareció agradable, con ese punto de decadencia y
melancólica resaca tan propio de algunos enclaves costeros británicos en los que
viven señoras de edad provecta que se sientan ante un ventanal, mirando al mar,
como si estuviesen esperando que sus familiares y amigos difuntos acudieran
puntualmente a tomar el té. Mrs. McTavish nos dio la impresión de ser una de
ellas, más aún después de que nos obsequiase con una agradable charla en la que
no faltaron los tópicos sobre la triste, heroica y sangrienta historia de Escocia ni las
referencias a su marido, el finado Horace McTavish, con quien, a pesar de todo,
había sido feliz.

—Como cualquier matrimonio, el nuestro tuvo sus más y sus menos —nos
dijo con una nostálgica sonrisa en los labios mientras el ocaso se destilaba tras los
cristales— pero, afortunadamente, siempre fui una buena cocinera, y nada hay
mejor que un buen plato para avivar el cariño entre dos personas, ¿no les parece?

Aquel a pesar de todo y la sesgada alusión a la comida como remedio para


la ruina conyugal acabaron convirtiéndose en nuestro principal tema de
conversación de aquella noche mientras trasegábamos cerveza en un pub
frecuentado por universitarios que hallamos cerca de Shandwick Place.

A Sergio le parecía evidente que Mr. McTavish no había encontrado


demasiada satisfacción sexual en su marimonio y que, muy probablemente, lo
había buscado a través de una o varias aventuras adúlteras que habrían sido el
origen de riñas y arrepentimientos. Era de suponer que Mrs. McTavish habría
terminado transigiendo con las infidelidades de su marido esforzándose por
preservar la intimidad marital a la espera de que al fogoso escocés le creciese la
próstata, le empezase a fallar el fuelle y entrase con resignación en un lento e
inexorable climaterio masculino que propiciaría, al fin, el triunfo de una apacible
camadería doméstica. ¿A qué otra cosa podía haberse referido nuestra anfitriona?

—Quizás te equivoques —objeté yo después de mediar la segunda pinta de


stout—. Tal vez sus altibajos matrimoniales se debiesen a otros motivos.

—Como cuáles.

—No sé, dificultades económicas, conflictos del señor McTavish con la


familia de su esposa, el hecho de no haber tenido hijos…

—¡Por favor! En tal caso no habría hablado de sus habilidades culinarias ni


habría utilizado la palabra affection. En la lógica conyugal más tradicional, el
cariño equivale al deseo finalmente domesticado y los placeres de la buena mesa se
convierten en un sustitutivo de los de la buena cama, cosa, por otra parte, muy
comprensible porque lo que sale de una cocina bien trabajada suele ser más
gratificante que un polvo ordinario —mi amigo le dio un tiento a su cerveza y
añadió: —Ojalá Mrs. McTavish tenga el detalle de sorprendernos mañana por la
mañana en el desayuno. Estoy harto del consabido breakfast británico, de los
insípidos mixed grill, de los mierdosos pies, del fish and chips y de comistrajos
pseudoitalianos. Empiezo a pensar que este país ha perdido su sabiduría
gastronómica, si es que alguna vez tuvo alguna, claro.

En el pub sonó la campana que anunciaba la última ronda de la noche, que


para nosotros fue la tercera y la que nos acompañó contenida en la vejiga hasta el
hogar de Mrs. McTavish. Como yo era quien llevaba la copia de la llave de la
puerta principal fui el primero en entrar en la casa. No aguantaba más. Subí a
grandes trancos la escalera que conducía al piso superior y entré intempestivo en el
aseo. Estaba ocupado. Sorry, farfullé aturdido. Sorry, repetí cerrando la puerta con
la imagen impresa en mis retinas de una muchacha recién salida de la ducha, de su
cuerpo blanco y generoso perlado de gotas de agua, sus labios carnales, sus ojos
glaucos, la redondez ubérrima de sus pechos, el fuego de su cabellera, de su
pubis...

—¿Qué pasa? —me susurró Sergio apremiante, dando saltitos sobre la


moqueta del pasillo.

—Que el aseo está ocupado por una chica.

—Pues yo estoy a punto de reventar. Me voy a la playa. ¿Vienes?

Poco después estábamos los dos aliviando la presión a favor del viento, con
las aguas oscuras del Atlántico a nuestras espaldas y la mirada fija en la ventana
iluminada en cuyos visillos se silueteaba la figura móvil de la pelirroja.

—Debe de estar de paso, como nosotros —conjeturó Sergio cuando la luz se


apagó— ¿Es hermosa?

—Mucho. Creo que es una auténtica Isolda.

Pero no se llamaba Isolda, sino Eileen, y resultó ser una sobrina de Mrs.
McTavish, hija de una hermana suya de Arbroath, que pasaba temporadas con ella
mientras asistía a un curso de doctorado en la universidad de Edimburgo. De eso
nos enteramos a la mañana siguiente, en la cocina de Mrs. McTavish, quien superó
con creces las expectativas de mi amigo. Venciendo la conocida aversión
anglosajona a los olores a aceite de oliva caliente, nos había preparado, además de
zumo de pomelo, tostadas y café, dos esplendorosos huevos fritos por barba,
mágicamente espolvoreados con un condimento que Sergio reconoció de
inmediato.

—¡Trufa! —exclamó con los ojos aún entornados— ¿De dónde la ha sacado,
madam?

—Oh, de mi especiero —respondió risueña Mrs. McTavish, abriendo un


armario y dejando al descubierto una impresionante colección de frasquitos—. Lo
tengo algo abandonado desde que murió el pobre Horace. ¡Si no fuese por mi
sobrina...! De tanto en tanto me pide que cocine para ella y sus amigos.

Dimos cuenta de los huevos con voracidad contenida, degustando cada


bocado, mojando trozos de tostada en la anaranjada untuosidad de la yema —“no
tengan reparo, ya sé que ustedes los comen así en su país”— y rebañando los
platos para satisfacción de la gentil señora. Fue entonces cuando compareció Eileen
y se sucedieron las presentaciones, y mi rubor, y su sonrisa encantadora, y el
parloteo de Sergio explicando los pormenores de nuestro viaje en automóvil por
Gran Bretaña, y las miradas fluviales que me dedicó Eileen, y Sergio, al fin,
elogiando el buen hacer de Mrs. McTavish y diciendo que sería una desgracia no
poder degustar alguno de sus platos fuertes.

—Sí, tía. ¿Por qué no nos preparas una cena? —propuso Eileen— ¡Hace
tanto tiempo que no he comido tu ternera Jobermony al vino blanco!

—¡Eileen, querida!

—¡Por favor, por favor, por favor! —rogó Eileen con zalamería infantil.

—Naturalmente, nosotros correríamos con todos los gastos —se apresuró a


terciar Sergio—. Además aportaríamos el vino. Llevamos en el automóvil dos
botellas de buen vino catalán.

—De acuerdo pues —accedió Mrs. McTavish—. No sé decir que no a mi


niña.

—Gracias, tía —agradeció Eileen, rebosando una alegría efervescente que no


dejó de sorprenderme, que siguió burbujeando en la estancia incluso después de
que se hubiese ido para encontrarse con unas compañeras de estudios.

Sergio y yo nos pasamos el día entero pensando en la cena, aunque por


motivos diferentes. Paseando por el castillo de Edimburgo, mi amigo me comentó
que no le parecía que Eileen fuese una auténtica Isolda. Demasiado opulenta para
su gusto, aunque no le negaba sus encantos de recia muchacha de las Highlands.
Tras la obligada visita a la National Gallery, sugirió que no almorzásemos
demasiado y reservásemos el apetito para la velada que nos aguardaba.

—Igual después resulta que no es para tanto —le advertí.

—Ya se verá, aunque, a juzgar por la batería de especias de Mrs. McTavish...


Le he echado una ojeada, ¿sabes? Canela, clavo, jenjibre, vainilla, tres tipos
diferentes de pimienta, nuez moscada, cardamomo, curry, mostaza, enebro,
albahaca, estragón... y frasquitos sin etiquetar con hierbas y hongos secos que no
he sabido reconocer. Esa mujer tiene que ser un pozo de ciencia culinaria.
Hacia las siete de la tarde, frente a la catedral de St. Giles, decidimos que
había llegado el momento de acudir a la cita con la ternera Jobermony al vino
blanco y con Eileen.

Mrs. McTavish y su sobrina habían aparejado una mesa admirable:


mantelería de hilo embastada con pequeños motivos ornamentales, un centro de
florecillas silvestres, cubertería de plata, vajilla tradicional de loza, copas de cristal
y dos candelabros con velas rojas.

—Se han excedido —les dije.

—De ningún modo —repuso Mrs. McTavish—. La ocasión lo requiere.


Siéntense. Usted aquí y usted enfrente. Yo iré a dar los últimos retoques a la
ternera.

Tomamos asiento. Eileen nos sirvió un arroz aromático aderezado con pasas,
almendras laminadas y cebolla. “Vayan comiendo”, nos ordenó Mrs. McTavish
desde la cocina. Y comimos. Sergio jugaba a identificar condimentos y entre mmm
y mmm decía: “Nuestra cocinera ha vuelto a usar el aceite de oliva, seguro, aunque
también hay mantequilla, hinojo en grano, comino y también… No sé. ¿Mostaza?
Sí, desde luego. Un plato sencillo pero sabiamente sazonado, con esa cebolla
picada y ese algo más que no sé qué es. Parece cilantro, pero...”.

—¿Un poco más? —ofreció Eileen.

—Sí, por favor.

Inauguramos el vino a la espera de la ternera. Sergio remató el entrante


embaulándose dos copas. Yo me limté a dar breves sorbos de priorato mientras
respondía a las preguntas de Eileen sobre España, y Barcelona y la Costa Brava, y
ella suspiraba evocando un paraíso solar: And the whole day under the sun, by the
sea, aaah!, y aquella exhalación hizo temblar la luz de las velas, y yo, con el
recuerdo de su desnudez cuajado en mi memoria, noté el principio de una
erección.

Mrs. McTavish surgió al fin de su cocina portando una bandeja cubierta en


sus manos que depositó sobre un salvamanteles decorado con el emblemático
cardo escocés.

—Aquí está: ternera Jobermony al vino blanco. Espero que les guste —
anunció, destapando las jugosas piezas de carne y las patatas bañadas en una salsa
con fulgores dorados. Una fragancia profunda y alimenticia colmó la estancia. Mrs.
McTavish abasteció los platos con habilidad, sin goteos, regando abundantemente
de salsa las porciones de ternera.

—Adelante, queridos.

—Un momento —dije—. Usted no se ha servido.

—Descuide. Yo ya he cenado unas verduras. A mi edad no convienen los


excesos. Pero les acompañaré con una copita de ese vino de ustedes. Espero que no
se me suba a la cabeza.

Recuerdo que se nos agrandaron los ojos cuando iniciamos el asalto a la


ternera; también a Eileen, sobre todo a Eileen. Solo hay una palabra que pueda
definir aquella carne melosa que se deshacía en la boca inundándola con oleadas
de sabor de excitantes matices, a un tiempo agrestes y delicados, y despertando
deliciosos escalofríos; esa palabra es maravilla. Y el vino, en un encaje rotundo,
acabó de convertir la experiencia en una epifanía.

A Sergio se le terminaron los adjetivos laudatorios en inglés. La


conversación se animó, el vino siguió menguando, vinieron unos dulces con uvas
y, luego —como la perfección absoluta únicamente se encuentra en el mundo de
las ideas de Platón—, unos cafés horrendos. El bache quedó compensado con el
whisky de malta que tanto reconfortaba al pobre Mr. McTavish en sus momentos
de decaimiento.

—Este es mi marido —dijo Mrs. McTavish, mostrándonos una fotografía en


un álbum. Mi amigo y yo intercambiamos una mirada de desconcierto, porque la
estampa del hombre en nada se ajustaba al escocés corpulento, sanguíneo y
concupiscente que imagináramos. Mr. Horace McTavish, funcionario de correos
durante 42 años, era un tipo más bien escuálido, de hombros escurridos, con un
aire de poeta victoriano, frágil y sentimental, destinado a contraer la tisis.

—¿Estaba enfermo? —aventuró Sergio, impresionado como yo por aquel


semblante ojeroso, de sonrisa evanescente y mejillas éticas.

—Oh, no. Él era así. ¿Un poquito más de whisky?

Sergio siguió bebiendo whisky. Yo fui más comedido, quería gozar de la


compañía de Eileen, a la que encontraba cada vez más seductora. Ella se había
sentado frente a mí, en una butaca. Vestía una falda más bien corta y una blusa
estampada que traslucía la orografía de sus senos con una excitante concreción,
sobre todo a partir del momento en que sus pezones apuntaron en la tela a modo
de descarado desafío, como proclamando que allí detrás no había contención
alguna, solo ímpetu y voluptuosidad. Hice lo posible para disimular mis miradas
furtivas, pero fue inútil. De regreso de una de sus fugaces incursiones
exploratorias, mis ojos se tropezaron con los de Eileen, que estaban esperándome
en celada. Sentí que una ola de calor encendía mi rostro. Ella emitió una traviesa
sonrisa pespunteada por el énfasis de sus cejas y bajó su mirada un par de veces
para atraer mi atención hacia su regazo. Entonces separó lentamente las piernas, la
ropa de la falda se frunció y durante un breve instante me fue dado vislumbrar su
sexo desnudo. No pude contener un resoplido. Ni Sergio ni Mrs. McTavish
parecieron percatarse. Su conversación había derivado hacia la realidad histórica
de los crímenes de Burke y Hare y del peculiar mercadeo de cadáveres que
establecieron con el doctor Robert Knox, profesor de anatomía en Edimburgo.

—Pero ese par de desalmados no eran de la ciudad, ni siquiera eran


escoceses —decía Mrs. McTavish.

—¿Ah no?

—Procedían de Irlanda.

Noté que la voz de mi amigo se había tornado pastosa y que arrastraba las
palabras al hablar. Observé que el nivel de la botella de whisky había descendido
considerablemente. Muy a mi pesar le propuse que nos fuésemos a dormir.

—¿Tan temprano? —se quejó.

—Ya son las diez. Mañana nos espera un día muy largo.

—¡Las diez! —dijo Mrs. McTavish—. Creo que yo también me retiraré.


Buenas noches.

—Nos vemos —dijo Eileen dirigéndose a mí. Su voz sonó como una
promesa.

Aquella noche, mi amigo cayó a plomo sobre su cama riendo como un idiota
entre regüeldos alcohólicos y tuve que ayudarlo a desnudarse.

Cuando Eileen golpeó quedamente la puerta ya hacía rato que él roncaba y


que yo me revolvía entre las sábanas agitado por una calentura desmedida y la
consiguiente rigidez expansiva de mi miembro, que intenté disimular curvándome
ridículamente hacia adelante al asomarme al pasillo para confirmar que,
efectivamente, se trataba de ella; ella, poderosa criatura desnuda y vibrante que
sonreía con júbilo orgiástico ante mi perplejidad mientras una de sus manos
rebuscaba en mi entrepierna, y asía, y tiraba de mí, y me conducía sin mediar
palabra a su habitación, y me arrancaba el pantalón del pijama, y me invitaba a
estirarme en su lecho, sobre una mancha húmeda que explicó llevándose una de
mis manos a su sexo, rezumante y estremecido. Nos besamos, nos lamimos con
afán, al tiempo que ella se empleaba en el artificio del émbolo sutil y yo en la
industria del dedo sabio. ¡Fuck me!, susurró Eileen. Y entonces, cuando todo
apuntaba a una cópula gloriosa... eyaculé, sin freno posible, eyaculé, y maldije la
inconsistencia de aquel apéndice heredado de mis ancestros masculinos, pingajo
vanidoso que se erguía arrogante y cabezón con la misma facilidad con la que se
venía abajo. Lo siento, Eileen, balbuceé en el penúltimo espasmo. Y ella, no
importa, ¡fuck me! Y yo, no puede ser. Y ella, claro que sí, ¡fuck me!, a horcajadas
sobre mí, ¡fuck me!, cubriéndome con una avalancha de pelo rojo, ¡fuck me!
Asombrosamente, conseguí penetrarla, sin atisbos siquiera de eclipse, como si de
repente hubiese recibido el don de la solidez pétrea. A partir de ese punto, cada
uno hizo su parte por la causa común del orgasmo sincronizado. Lo alcanzamos
entre gemidos, gritos ahogados y jadeos, lo sobrepasamos y seguimos
proyectándonos hacia arriba, en una vertiginosa escalada de placer.

—¡Alto! —exclamé sin resuello, ya fuera de Eileen, escrutando la


sobrenatural rigidez de mi pene— Míralo, todavía aguanta. Esto es muy extraño.

—Es solo un poquito de la magia de la cocina de mi tía, de la bendita Maggie


McTavish —sururró Eileen para, acto seguido, abalanzarse sobre ella, toda lengua
y labios. Se dio tanta maña que todos mis escrúpulos se esfumaron. Sobre la cama
y bajo la cama, en el suelo y contra la pared, proseguimos la persecución del
espasmo siempre renovado, hasta que, de camino al tercer o cuarto orgasmo, no
sabría decir, me sobrevino un temor supersticioso al pensar que aquello
comenzaba a asemejarse demasiado a uno de aquellos castigos infernales de los
antiguos griegos, que obligan a los condenados a repetir eternamente un acción
absurda, como llenar de agua una urna sin fondo.

—¡Basta, basta! —dije, y me zafé de la avidez sudorosa de la muchacha.

—¡Ven aquí y fóllame otra vez! ¿Es que no me deseas?

—No es eso, es que...


—Ya veo. Los españoles no sois diferentes del resto. Empiezo a pensar que
ya no quedan hombres como los de antes, con el mismo espíritu de compromiso
que mi tío Horace. ¡Vete!

—¿Cómo?

—¡Que te vayas, ahora mismo!

No había más que decir, así que salí de allí trastabillando, como un navío de
guerra que regresa derrotado a puerto, con el espolón todavía enhiesto, es verdad,
pero con los palos abatidos, la cubierta arruinada, quebrados los cañones y
escorando a estribor. Tan agotado estaba que tardé poco en dormirme, lo justo para
oír gimotear en sueños a Sergio.

Una luz cansina y gris entraba por la ventana cuando mi amigo me despertó
al día siguiente con un par de expeditivas collejas.

—Levántate —gruñó—. Nos largamos. Ya lo he recogido todo. El equipaje


está en el automóvil. Ahí tienes tu ropa. He pagado a Mrs. McTavish. Nos vamos.

—Espera un momento —farfullé sin lograr despegarme de mi legañoso


desconcierto.

—Llevo toda la mañana esperando, joder. Son las tres de la tarde, joder. Nos
vamos.

Sergio, siempre apacible, estaba fuera de sí. Opté por callar y obedecerle. Me
levanté de la cama a duras penas, pues, desde la cabeza hasta las uñas de los pies,
era mi cuerpo un compendio de dolores y escoceduras. Me ardían todos y cada
uno de los pliegues de mi miembro, que al fin había regresado a su habitual
recogimiento ermitaño, y notaba la lengua dentro de mi boca hinchada y reseca
como un trozo de cuero viejo. La ducha no me animó, menos aún la imagen que
me devolvió el espejo, un vago pero inquietante remedo del rostro de la fotografía
de Horace McTavish. Al verlo, creí adivinar el destino del funcionario de correos,
la trama de sus días, cosida entre la insípida rutina de la oficina postal, los
suculentos platos afrodisíacos de su mujer y las sesiones de sexo desorbitado y, a la
postre, aniquilador. Me pareció terrible y, sin embargo, no pude evitar llamar a la
puerta de la habitación de Eileen. No obtuve respuesta.

—Mi sobrina ha regresado a Arbroath esta misma mañana —me dijo Mrs.
McTavish, a la que encontré en el jardín, podando sus rosales. Se quedó callada
unos segundos y cuando volvió a hablar una luz de complicidad brillaba en sus
ojos—. No se lo tenga en cuenta. Es joven y atolondrada. Le falta paciencia para ser
una buena cocinera. Pero con el tiempo sentará la cabeza, y entonces... En fin, ¿le
gustó la cena?

—No la olvidaré en mi vida.

La sonrisa de Mrs. McTavish se acentuó y por un corto, casi imperceptible


instante, me pareció entrever una sombra salvaje entre las domésticas arrugas de
su cara.

Han pasado cuatro años desde aquella noche y la imagen de Eileen todavía
permanece en mi memoria, clara, casi tangible, con una nitidez que resulta a veces
turbadora. Sergio y yo seguimos manteniendo el hábito de la amistad y el gusto
común por la buena mesa. Nos encontramos a menudo para comer juntos y charlar
de esto y lo otro. A veces detecto en su ánimo un particular desasosiego cuyo
motivo solo me ha revelado a medias y con apuros. Tiene que ver con una
pesadilla recurrente que se le repite de tarde en tarde desde nuestro paso por la
casa de Mrs. McTavish.

—¿Otra vez ternera Jobermony al vino blanco? —le pregunto entonces.

—Otra vez —me confirma él.

En tales ocasiones solemos acompañar los cafés con sendos whiskys para
brindar en recuerdo de Horace McTavish, nuestro admirado héroe escocés,
entregado en cuerpo y alma a las más altas gestas de la pasión.
MENCIONES
Rubén Rodríguez. Frente a frente. 2012 óleo-lienzo 180 x 130
Tacones altos

Leonardo Alberto ESPINOZA

Reside en el estado de Miranda, Venezuela. Docente universitario, Magister


en Literatura Latinoamericana, ha ganado varios concursos en los géneros de
poesía y relato erótico. Ha publicado numerosos trabajos en el campo de la
investigación literaria.

Desde muy pequeñita me obsesionó la idea de ser Puta, de hecho fue la


primera palabra que aprendí a pronunciar en forma clara y completa. La debí
aprender de mi difunto tío Polo, que todo lo refería así. Él era un pobre hijoputa;
las hermanas, excepto mi madre, a quien adoraba, eran putas todas. Cualquier
mujer que pasara por su lado y lo mirara con desprecio, ante algún comentario
pasado de tono dicho generalmente en su estado natural, el de ebriedad, era una
soberana puta. Como las muchachas del servicio de la casa estaban huyéndole todo
el tiempo a mi tío, entonces era él el que me cuidaba de bebé, así que nada raro
tenía que mi bautizo lingüístico fuera con aquel fonema, aún sin significado y sí
con mucho significante.

Recuerdo bien que una de nuestras vecinas tenía fama de “mujer fácil”. Yo,
con siete años apenas, escuchaba a mi tío Polo cuando decía es que esa es más puta
que las gallinas. A mí me encantaba el sancocho de gallina que hacía Dominga, mi
segunda madre, por eso, para mí, aquello distaba de ser una ofensa, más bien
comencé a relacionarlo con cosas exquisitas y exóticas que me producían mucho
placer.

Cuando contaba 10 años una mujer hermosísima apareció en la escena


familiar de la mano de mi tío Nino. Susurros y comentarios se escucharon en la
reunión de los domingos. La mujer fue un verdadero huracán que arrasó con la
paciencia de mis tías hacia su hermano menor, el enfant terrible de la familia.
Cómo se atrevía a meter en casa de mamá —mi abuela— a esa puta. Qué descaro,
qué desconsideración. Yo no aguanté y me instalé en casa de mis abuelos,
aprovechando que papá y mamá estaban en Caracas, haciendo cursos del
Ministerio de la Inteligencia.

Aquella mujer me impactó. Hasta para ir al baño se montaba en unos


enormes tacones, que la hacían parecer una gigante. A todos nos llamaba cielo, mi
amorcito, mi linda, mi niña, puras expresiones de cariño, no sin poner cara de
compasión, como si algo malo le pasara a uno. Mi tío Nino, que era muy joven,
ingeniero, trabajaba en Maracaibo en las petroleras, se la trajo de allá, y no reparó
en decir que la había alquilado por quince días. Mi abuela, mujer inteligente, no
enfrentó a su hijo, quien además de ser el cubo —el menor— era su hijo estrella,
pues se había graduado Suma Cum Laude en Ingeniería Química, así que esta no
era más que una excentricidad que no manchaba su toga blanca.

Esta mujer, quien además debió costarle un dineral a mi tío, bien pagá
cantaba mi padre por toda la casa, en el encierro involuntario a que lo sometió mi
madre cuando llegaron de Caracas, me impactó como si fuera una auténtica
estrella de Hollywood. Recuerdo bien el cerco epidemiológico que las mujeres de
la familia hicieron a sus maridos, ninguno podría acercarse ni a un kilómetro de la
casa de abuelita, lo que me sirvió para convivir con ella el tiempo suficiente para
convertirla en mi primera gran heroína, una especie de Virginia Woolf de la
putería.

Cuando cumplí los 12 años y mi hermano Lalito 14, un tío político, mi tío
Omar, llegó un día a mi casa y le contó una extraña historia a mi padre. Yo lo
escuché todo. Si ustedes hubieran vivido en mi casa lo entenderían. Todos lo
sabíamos todo; todo lo decíamos todos. A veces en la mesa del comedor mis
amigas escuchaban que se hablaba de los temas más prohibidos con absoluta
libertad. Cosas del Ministerio de la Inteligencia. Cuando nos pasábamos cuatro
pueblos, como dicen los españoles, mi madre culpaba a mi padre y viceversa, pero
de ahí no pasaba. El cuento de mi tío era impactante, resultaba que mi hermanito
siempre tan bonito, tan modosito, estaba siendo entrenado sexualmente por una
famosa prostituta merideña llamada la “Mil Bolívares”, pues era amante de
algunos millonarios, los cuales para colmo de males eran mafiosos, por lo que el
pobre Lalito corría grave peligro. Una vez por semana, luego de salir de la sagrada
cancha del seminario donde entrenaban las divisiones menores del Estudiantes,
ella, la “Mil Bolívares”, lo buscaba y se lo llevaba a su apartamento de lujo, a
enseñarle todo lo que había aprendido en sus pocos años de vida, pues aquella
hermosísima mujer no tendría más de 24. Imagínense ustedes, mi hermanito, tan
modosito, y en lo que andaba, y después decían que yo era la mal portada.

Un día mi padre fue a buscarme a las clases de tenis, y decidió espiar la


salida de Lalito de su entrenamiento. Allí estábamos, esperando que se consumara
la prueba. Luego de media hora escondidos en el carro, vigilando el portón del
campo del seminario, cerca del teleférico, salió mi hermano con los demás
muchachos. Vimos que todos se fueron a sus casas, mientras Lalito se hizo “el
paisa”, y se quedó en un parque cercano, allí se sentó en un banquito, a esperar. De
repente un Mustang rojo se paró y él se montó. Mi padre lo siguió. Recuerdo que
entramos a una urbanización privada. Yo nunca había visto nada parecido. Unos
vigilantes custodiaban la entrada. ¡Qué gente tan importante vive acá!, pensé. Mi
padre puso cara de cañón cuando descubrió que debía identificarse. Era muy
posible que no pudiera mentir, pues no conocía a nadie allí. Se acercó a la garita,
bajó el vidrio y esperó que el vigilante de turno le hablara. Con cara de gol en
contra, mi padre vio que se acercaba el joven guardia. Cuando éste se inclinó, sin
que mi padre le diera tiempo a nada, el vigilante gritó profe qué lo trae a usted por
aquí, mi padre lo saludó como si se recordara de él, y dijo con expresión
académica, a visitar un amigo. Pase profe, pase, qué gusto de verlo, repitió. Mi
padre aceleró como iniciando una carrera, y divisó el Mustang que se estaba
estacionando al frente de un edificio bellísimo, de esos que son de amplios
ventanales de vidrios ahumados, con jardines. De estas construcciones modernas
había visto solo en Caracas; acá en Mérida no sabía que existieran. Sin estacionarse
mi padre se bajó del carro, yo me quedé en él, e interrumpió el andar de la mujer
que del Mustang salía. ¡Dios mío! Esa era la mujer más bella que había visto en mi
vida. ¡Qué cuerpo! Tacones altos. Unas piernas bellas e infinitas. Mirá el Lalito,
siempre tan tranquilito, tan niño bueno. Mi padre habló con calma con la mujer.
Yo, conociendo a mi progenitor, creo que tartamudeó con calma, ante tal belleza.
Luego regresó al carro. Lalito lo acompañaba. No parecía bravo con su hijo.
Realmente no creo que se enojara. Simplemente se subieron al carro en silencio. Yo
los miraba a los dos y ninguno decía nada. Cuando llegamos a casa mi padre se
volteó y me espetó y tú de esto ni una palabra a nadie, y menos a tu madre. Yo
obedecí, pero lo tomé como un acto de complicidad entre mi padre y yo, que algún
día utilizaría a mi favor. A mi hermano, ni un reproche, ni un “eso no se hace”,
nada, condenado machismo. Creo que desde ese momento mi hermanito se
convirtió en una especie de héroe para mi padre.

Ya había quedado en mi retina la imagen glamorosa, extraordinaria, de


aquella mujer a quien llamaban la “Mil Bolívares” y que educó con paciencia a
Lalito. A mi hermano lo metí en su cuarto y le hice confesar todo. Cosa que no era
difícil. Creo que esta fue la aventura más importante de su vida. Luego se enamoró
como a los 16 años de otra belleza y hasta el día de hoy sigue junto a ella. Así tan
modosito.

Después de aquel incidente yo no tenía sino que atar cabos. Puta como las
gallinas. Petroputa. Hermosa, liberada, tan lejana de la hipocresía que como signo
de una moral absurda llevamos tatuadas las mujeres de la familia en el coño. Puta
como la hermosura, rica y glamorosa que se cogía a Lalito. Puta, definitivamente
iba a ser puta. Con tacones altos. Pero, ¿cómo se hacía eso? ¿Se estudiaba? ¿Dónde?
Por instantes pensé que mi vocación no podría ser satisfecha; gracias a Dios que
me equivoqué.

El misterio se develó cuando tenía 14 años. A los 12 había menstruado y mi


madre me dio el discurso respectivo, por lo que el primer requisito que me había
autoimpuesto ya estaba cumplido: ya era toda una mujer. Y sí, cuando tenía 14
años ya media 1.70 y contaba con un cuerpo que apetecía a más de uno. Además,
sin parecer ególatra, mi mente ya andaba como en los 20, más aún si la comparaba
con mis amigas, verdaderas imberbes mentales que solo pensaban en sus uñas.
Cada vez que había una fiesta familiar los amigos de Lalito me decían cosas.
Nunca se dirigían a mí expresando algo así como un amor romántico. De hecho me
decían Susy. Yo no entendía por qué. Mi hermano me dijo que decían
“susitábueno”, es decir, eso sí está bueno. Machismo puro, desde la palabra.

Había un amigo de Lalo llamado Néstor, que por poquito no se desmayaba


cuando me veía. Mi hermano me dijo que su padre estaba forrado en dinero. Nada.
Al pobre Néstor de vaina no lo arruiné y realmente nada pagué por aquella
inversión. Solo susurros y palabras. Si le llego a dar un beso me da su herencia. Mis
amigas, las dos que siempre tuve, Yurimia e Irina, se preocupaban de mi “falta de
moral”, pero igual se rumbeaban lo que yo le quitaba a Néstor. Un día estando en
su casa, la de Néstor, decidida yo a darle algo más que ilusiones, pues yo ya lo
deseaba, cuando lo arrastraba hasta su cuarto con el pretexto de conocerlo,
apareció su padre. Madre mía, qué viejo. No sé de dónde había salido este hijo tan
insípido, de este señor tan aliñado. Me miró de arriba abajo y dijo Huy pero tu
amiga está como pa´ mí. Es tu novia, preguntó. Lalito dijo que no, que era solo una
amiga, yo aproveché para decir por culpa de él, señor: el viejo miró a su hijo
reprimiendo las ganas de decirle “maricón”, y dijo que cuando me fuera a ir le
avisara para acercarme a mi casa, pues para las niñas lindas estas horas eran de
mucho peligro. Néstor me llevó a su cuarto, pero ya mi interés nada tenía que ver
con él. Yo lo que hacía era preguntarle por su padre. Qué edad tenía: 38, respondió.
De dónde era: italiano. Y su mamá: por ahí, seguro en casa de las amigas o en el
club. Y así un sinfín de preguntas que el muy tonto respondió sin chistar. Luego, a
la hora de irme, le dije dile a tu padre, y obedeció. Nuevamente bajó el viejo y con
un seco vamos se despidió de su hijo. Ya en el carro, comenzó a hablarme así como
hablan los hombres cachondos. Como le hablan a las niñas: suavecito, cerquita.
Qué edad tenía: 16 dije. Que qué linda era; tenía novio: no. Que si había tenido:
muchos, mentí. Que sí sabía besar: mucho, mentí. Que era mentira. No, no era
mentira. Que se lo probara. No. Que si le tenía miedo. No le tengo miedo a nadie.
Que si me daba miedo besar. Y a cuenta de qué. Que si no le gustaba. Silencio. Qué
quería. Todo, le dije. El lanzó un mírenla, y yo sabía que ya lo tenía atrapado. Mi
formación había empezado. Los hombres sí eran fáciles. En segundos ideé un plan
de acción que aquel hombre cumplió cabalmente. El plan fue el siguiente:

Primero, lo tuve como tres meses a punto de infarto, pues sabía a la hora que
llegaba y yo siempre estaba en su casa, una vez a la semana. Él me llevaba; me
ofrecía el mundo por un beso. Yo lo fui administrando. En la mejilla, piquito, con
un poquito de lengua, con lengua corto, con lengua largo, con lengua y tocada
corta, con lengua, largo y metida de mano, lo que realmente me causaba un placer
infinito. Su miembro era un desconocido para mí. Lo amenacé que si se lo sacaba
no me vería más. Pobre hombre. Aquello debió dolerle tremendamente, pero la
idea de poseerme a medias era suficiente. Eso sí, le dije desde un principio que
para mí era imposible verlo pues mi familia era muy pobre. Mi padre nos había
abandonado y ya mi madre me tenía reservadas las tardes para ayudar a mí tía y
así poder pagar un colegio tan costoso como en el que estudiaba su hijo. Nada mi
princesa. Usted no se preocupe que yo le doy el doble de lo que su tía le va a pagar.
El triple, dije yo como quien no quiere la cosa. Sí mi princesa, lo que tú quieras.
Qué idiota.

Bueno, así que desde los 14 años yo siempre he tenido plata. Aquel viejo me
dio tanto dinero que tuve necesariamente que esconderlo en el jardín, enterrado,
tipo narcotraficante, ya que no podía gastarlo. Como todo era tan barato, rumbeaba
el botín con mis amigas y aún me quedaba casi todo.

Un día un hombre gris llegó hasta la puerta de la casa y le entregó un sobre


a mi madre. Su sueldo había sido judicialmente embargado debido a deudas
adquiridas por mi padre, de juego seguramente. Aquello destruyó moralmente a la
familia. Lo que tenía enterrado, que era mucho, apenas cubría la mitad de lo que
debíamos pagar. Ah, pero no contaban con mi astucia. Había algo que
sorprendentemente había guardado y ahora se lo vendería al viejo, seguro que
pagaba lo que fuera. Lo llamé. Nos vimos en el Mirador, especie de tiradero, desde
el que se ve la ciudad de Mérida y su fondo nevado. Como una consumada
negociadora le espeté en la cara, quieres mi virgo, te lo vendo. Él entre asombrado
y exultante me preguntó cuánto. Dije el monto de la totalidad de la deuda familiar.
Al final logré como un 75%, lo que hacía que me quedaran recursos. Era increíble
lo poco que significaba para él una cantidad que tenía arruinada a mi familia. En
ese momento comprendí las diferencias que marcaba el dinero.

Desenterré la plata que tenía en el jardín, sume capital e intereses, lo metí en


una de las carteras de mamá, le dije a Yurimia que le dijera a un amigo profesor
que escribiera una nota, la coloqué en la cartera. La nota decía: “esto ha costado
mucho obtenerlo. Como no quiero que tú sufras, paga la deuda en que te metió el
idiota de tu marido. Eso sí, adviértele que si sigue jugando lo dejas. Pero si quieres
dejarlo ya, yo estoy dispuesto a hacerte feliz. Tu admirador secreto”. Mi madre, a
quien le encantaba tanto aquella canción de Jean Franco Pagliaro, “El ramito de
violetas”, no hizo demasiadas averiguaciones, no preguntó a nadie, no se lo
confesó a nadie, solo le explicó a mi padre, que estaba cagado, pues ella amenazó
con dejarlo, que la tía Margarita, anciana de 90 años, le había dado el dinero; eso sí,
con la condición de que no se lo contará a él. Mi padre por vergüenza nunca más
volvió a jugar y jamás mencionó el asunto. Desde ese día, cuando se dirigía a mi
madre casi lloraba. Su debilidad se hizo más notoria. Lalo y yo mirábamos y nos
daba lástima, pues aunque salió ileso en apariencia, ese percance lo arruinó
moralmente.

Que cómo fue. Uff, arrecho. El viejo preparó todo el cuento. Me compró una
ropa bellísima. Un traje crema largo con adornos de lentejuelas, un collar de perlas
blancas, unas pantaletas mínimas de seda y unos hermosos tacones altos,
espectaculares, plateados, brillantes. Me miraba al espejo y a mis 15 años parecía
una reina. Como la situación en mi casa no estaba para celebraciones, aquella
noche realmente fue mi noche de quince años. Dije en mi casa que me quedaría
donde Yurimia y me fui a una hermosa cabaña del páramo, tres días. El viejo supo
esperar. Pagó, y obtuvo su recompensa. Yo supe esperar. Cobré, y obtuve mi
recompensa. Un sexo celestial que si no fuera porque fue precedido por un pacto
económico, diría que estuvo muy cercano al amor. Aquella realmente fue mi
primera vez con él. De las imágenes que aún conservo, la que me gusta rememorar,
como si la viera por televisión, es a mí misma con mi espalda sobre la cama, el
viejo dentro de mí con su miembro viril, y yo con mis piernas estiradas haciendo el
amor con los tacones altos, bellos, sensuales.

Desde ese día mi vida cambió. Estudié Letras. En la Universidad me cogí a


los profesores más atractivos y dispuestos a pagar. Luego de graduada me fui a
vivir a Caracas. Con el cuento de un trabajo en una empresa de publicidad
internacional, engañé a mi familia. Tuve 18 clientes poderosos. Gracias a Dios,
todos elegidos por mí. Seleccionados cuidadosamente. Cuatro se pusieron gafos e
impertinentes y los boté. Doce eran viajeros, ejecutivos de lujo que querían
compañía y placer. Una amiga hacía de intermediaria. A mí nunca me cobró, si
obtuvo algo sería de los clientes. Yo nunca pregunté. De los otros cuatro viví por
años. Eran como mis maridos. Me compré de todo. Viajé. De ninguno me enamoré.
Jamás me enamoré. El costo de ser puta fue que se me perdió la capacidad de
amar. Como un corredor de Wall Street, esa parte de la vida está para mí ligada al
dinero. Es una transacción comercial. No he sentido soledad. Soy una mujer
inteligente que eligió un camino; camino, lo confieso, a veces un poco triste, pero
no me puedo quejar.

Ahora tengo 33 años. Aún soy hermosa. Pero ya no me apasiona tanto salir y
cogerme el mundo. Más bien me dediqué a escribir tonterías. En revistas para
mujeres, escribo idioteces que tienen mucho éxito. Soy una especie de especialista
en el amor. Claro que el amor en las revistas para mujeres es una especie de
obsesión ridícula de tonterías relacionadas con complacer a los hombres. Nosotras
las mujeres no queremos darnos cuenta de una vez por todas que la mejor forma
de complacer a los hombres es preocupándonos por nuestro propio placer. Que si
solo movemos las teclas adecuadas, el placer de ellos es darnos placer a nosotras.
Su éxito lo miden por los orgasmos que puedan sacarnos. Son todos unos idiotas.

De vez en cuando recibo alguna llamada. Algún cliente, generalmente


extranjeros, chinitos y japonesitos de penes mínimos y rentas máximas. Vienen a
hacer negocios oscuros, pero muy lucrativos, con los miembros del gobierno.
Entonces, me pongo mis tacones altos y vuelvo a mis andadas. Eso sí, ahora los
precios son en dólares, por eso de la crisis.
Desde la ventana

Marcos HERNÁNDEZ Asensio

Nació en Madrid y vivió en Cádiz hasta los 28 años, ciudad donde estudió la
licenciatura de Humanidades. De vuelta a la capital española ha trabajado en
numerosos proyectos audiovisuales. Fue galardonado con el segundo premio del
concurso de narrativa corta “Victoria Kent”.

Hasta esa noche no se había atrevido Teresa a plantarse delante de su


ventana de una forma tan expuesta, como si fuera la auténtica protagonista del
espectáculo. Durante meses, desde que vivía de nuevo, después de tantos años, en
un piso del centro de la ciudad, había sentido su mirada desde la ventana del
edificio de enfrente. Sin necesidad de cerciorarse sabía que entre las ocho y las diez
de la noche, la hora en la que ella solía estar ya en casa y preparar una cena ligera
para cerrar el día delante de la televisión, en la ventana del edificio de enfrente
estaba siempre la mirada fija y silenciosa posada en el saloncito por donde ella se
movía, y lo sabía, sin necesidad de cerciorarse, porque en alguna ocasión se había
escondido, unos momentos antes de aparecer en el saloncito, con la luz todavía
apagada, detrás de la estantería que había al lado de la puerta y desde allí había
podido observar cómo, como cada noche, él estaba sentado en aquel sillón oscuro
desde donde su saloncito debía parecer una enorme televisión situada en el edificio
de enfrente.

Al principio no se había dado cuenta, o sí se daba cuenta pues de algún sitio


tenía que salir el pequeño ritual que se repetía cada noche cuando regresaba a casa
del trabajo. Encender las luces, dejar el abrigo en el pequeño perchero de la
entrada, pasar al saloncito e, inmediatamente, correr las cortinas para que la
visibilidad de su casa desde el exterior no fuera posible. Claro que se había dado
cuenta, el edificio de enfrente no estaba lo suficientemente lejos como para no
percibir a la figura de hombre maduro que, sentado en un sillón oscuro, mantenía
su frente erguida y su mirada directamente dirigida al interior de su saloncito.
Podía ser el saloncito de una princesa, pensaba entonces Teresa, y una extraña
melancolía le recorría la garganta al observar las paredes desnudas, la única silla
de mimbre, las estanterías vacías, el mueble donde descansaba el pequeño televisor
que encendía cada noche dispuesta a cenar cualquier cosa que encontrara, que no
fuese necesario preparar, sentada en el breve sofá de dos plazas desde donde veía
las imágenes de un canal a otro sin prestar nunca demasiada atención.

Han pasado unos meses, pensaba ahora Teresa de pie frente a la ventana
desde donde observaba la figura de hombre maduro que, sentado en un sillón
oscuro, mantenía la frente erguida y la mirada directamente dirigida al interior de
su pequeño salón, han pasado tantos meses y la casa sigue perfectamente vacía,
como si nunca hubiera vivido aquí, pensaba, como si nunca hubiera vivido en
ningún sitio.

Poco a poco, a medida que los días fueron pasando, la curiosidad había
empezado a hacer mella en Teresa, qué querrá mirar este hombre, qué tienen de
especial estas cuatro paredes donde vivo, y una noche, al regresar del trabajo y
disponerse a realizar el pequeño ritual al que se había acostumbrado, encender la
luz, colgar el abrigo en el pequeño perchero de la entrada, pasar al saloncito, tomó
la decisión consciente de no correr las cortinas y sacó algo rápido de la cocina, sin
tener que preparar nada, encendió la pequeña televisión y se sentó en el sofá de
dos plazas y se dispuso a cenar y ver las imágenes de los distintos canales, sin
prestar demasiada atención, sabiéndose constantemente observada.

Teresa recordaba ahora, de pie frente a la ventana desde donde podía ver
claramente la figura madura cuya mirada se dirigía directamente a ella, mientras
bajaba el tirante derecho de su vestido de noche, dejando su hombro desnudo,
cómo, a la mañana siguiente del día que había decidido no correr las cortinas de la
ventana y dejar expuesto a la mirada del extraño el pequeño saloncito, había
estado mirando su cuerpo desnudo frente al espejo del baño en busca de una
belleza que hacía años no se atrevía a encontrar. Cómo se había mirado a los ojos,
parándose en cada surco que el paso de los años había dejado en su alrededor,
cómo se había mirado el cuello y había pasado sus dedos por él, tratando de
encontrar una antigua suavidad que ya casi no podía recordar, cómo había mirado
sus pechos y los había sostenido en su mano, soltándolos y volviéndolos a
sostener, comprobando una falta de firmeza de cuya amenaza hacía tiempo que se
había percatado, cómo el ombligo, cómo la relajación de la piel de la barriga, cómo
la incipiente disminución del vello púbico.
Y, sin embargo, ya no volvió a correr las cortinas de la ventana del saloncito
de su pequeña casa deshabitada. Cada noche, siguiendo las fases del ritual que se
había marcado, exponía su breve y monótona vida privada a los ojos de aquel
hombre maduro sentado en un sillón oscuro, frente erguida mirada fija, mientras
ella hacía como que no le veía picando un poco de cena, viendo distintos canales
de televisión, siempre consciente de estar siendo observada, y, poco a poco, sin ni
siquiera permitírselo formalmente, pasando cada vez más tiempo de pie, y necesito
un poco de sal, y un nuevo lento paseo hacia la cocina, y quizá podría poner un
cuadro en este lado de la pared, y un nuevo lento paseo hasta este lado de la pared,
y estaré más cómoda en zapatillas, y un nuevo lento paseo camino del dormitorio.
Y, poco a poco, dejarse ver los pies, cada vez hace menos frío, ya va llegando la
primavera, y pensar cada mañana qué ropa elegir con la intención secreta fijada en
el regreso del trabajo, entre las ocho y las diez, cuando la luz de su saloncito se
enciende y ella se pasea, cada vez más cómoda, cada vez más guapa, entre las
cuatro paredes desnudas que forman el escenario de su monótona y breve vida
privada.

Y piensa ahora Teresa, mientras baja el tirante izquierdo de su vestido de


noche dejando su hombro desnudo, en cómo se había sentido esos días y se sonríe
mientras sostiene sobre sus pechos el vestido recordando la primera vez que se
miró, de regreso del trabajo, en el espejo del ascensor y se sorprendió a sí misma,
con un movimiento mecánico cuyo engranaje llevaba tiempo sin funcionar, dando
un último retoque a su pelo, comprobando el carmín de sus labios, y deja caer su
vestido frente a la ventana y sus pechos desnudos quedan expuestos al mundo
exterior y siente como el aire fresco de la ciudad eriza la piel que rodea sus
pezones y cierra los ojos y, notando que una extraña excitación desconocida le va
recorriendo la barriga en movimientos circulares que ascienden por su espalda,
entrecortando un poco su respiración, instalándose en su garganta y haciendo que
un hilito de aire se escurra entre sus labios, se acuerda de esa mañana, la mañana
de este día que lo ha cambiado todo cuando, al salir de su casa, maquillada, con un
vestido elegante que compró la semana anterior, ha visto, esperando junto a un
paso de cebra a que se detuviese la marea de vehículos que cruzaban el centro de la
ciudad, a la figura madura que cada noche, de ocho a diez, se sienta en un sillón
oscuro en la ventana que hay en el edificio de enfrente, ese mismo señor que está
ahora con la frente erguida y los ojos clavados en mí, piensa Teresa mientras poco a
poco, muy poco a poco, deja que su vestido se deslice en busca del suelo por su
cintura, notando la suavidad de su tejido acariciando sus muslos y recordando
cómo, tras la turbación inicial, se ha acercado a aquella figura que esperaba en el
paso de cebra a que se detuviese la marea de vehículos que cruzaba el centro de la
ciudad y agarrándose a su brazo le ha dicho deje, yo le ayudo, y cómo el hombre
maduro, con las gafas tan oscuras como el sillón donde está sentado ahora, ha
levantado su bastón blanco y se ha dejado conducir hasta la acera de enfrente y
cómo, agradecido, le ha dicho qué bien huele usted, señora.

Y su vestido cae ahora entrelazándose con sus suaves tejidos entre los pies
desnudos de Teresa que con sus manos, y con los ojos cerrados, comienza a
acariciar dulcemente cada parcela suave de su piel, encontrando una belleza que
hacía ya años no se atrevía a buscar.
Mitomanía

Francisco LAGUNA Correa

Nació en la Ciudad de México y actualmente reside en Carolina del Norte


(Estados Unidos). Se licenció en literatura hispánica en la Portland State University
y la Universidad Nacional Autónoma de México. Es máster en Filosofía y
Antropología Social por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado el
libro Crítica literaria y otros cuentos (Editorial Paroxismo, 2011).

Perdí mi virginidad mientras el resto de mi familia paladeaba sus doce uvas


para recibir el año 2000. En la televisión se escuchaban gritos de gente y en las
calles los cohetones reventaban el cielo oscuro y amilanado de la ciudad; escuché
también el choque de copas y los deseos que mi tío Ausencio le refrendaba a mi
padre cada año: “Ya sabes lo que te deseo, compadre, este año sí vamos a ser
campeones…”. Me había acostado con Ulises por dos razones: porque era el chico
menos feo que conocía y para recibir el nuevo milenio con una novedad, aunque la
verdad la pérdida de mi virginidad no significó nada ni alteró mi vida de ninguna
manera (esta es mi primera gran mentira). Unos segundos después de la doceava
campanada, emitida ad exordium por el reloj familiar —un armatoste alemán que
hacía un ruido casi apocalíptico—, Ulises eyaculó emitiendo, igual que el reloj,
ruidos extraños como de viejo enfermo de los pulmones, un pujido gutural, un
sonido detestable; yo no tuve ninguna aproximación al orgasmo, aunque se diga
que las mujeres somos capaces de tenerlos uno tras otro, como si se tratara de
hacer pedorretas con los labios. Con el tiempo he llegado a creer que eso del
multiorgasmo femenino es más bien un pretexto para intentar llevarnos a la cama
cada vez que se les antoje (a los hombres). El principio natural justifica la perrería.
Por supuesto que para muchos esto no es más que una especie de teoría de la
conspiración, como también lo es esa de que las mujeres “solo” dejan que los
hombres “crean” que tienen el control. “¿Solo crean?”, como si de veras a la gente
le gustara dejar creer a los demás que tienen el control. Yo apenas estoy segura de
tener el control de mi vida, aunque la vida, en este momento, se me escape entre
las manos como peces podridos (esta es mi segunda gran mentira).

Después de aquella noche vi a Ulises un par de veces más y volvimos a


acostarnos juntos una vez más; yo tenía una espina clavada, pues no solo había
arruinado mi vida, sino que me había amargado la llegada del nuevo milenio: con
la ilusión que me hacía que el mundo se terminara cuando el reloj diera las doce.
(Mucha gente aún se aferró a la idea de que la hecatombe universal vendría con la
llegada del año 2001, arguyendo que la llegada formal del nuevo milenio no era en
2000 sino en 2001. Todos sabemos que la profecía no se cumplió).

¿Cómo pude acostarme con semejante imbécil otra vez? El rito fue idéntico
que en la primera ocasión, sin variaciones: el cabrón eyaculó haciendo ruidos de
viejo tuberculoso y yo me quedé ahí, recostada con las piernas abiertas, como si
estuviera dando a luz a semejante mojón, que se quedó ahí frente a mí, con la cara
desencajada y sosteniendo con la mano su miembro fláccido y untuoso. Fornicar es
asqueroso, lo único que hace es ensuciarte, y no hablo de asuntos morales, sino de
verdadera suciedad, de la sensación desagradable cuando el escupitajo obedece a
la inercia y escurre como un crustáceo entre las piernas, como tentáculo enfermo
de lascivia.

Después me enteré que Ulises se había vuelto homosexual (o quizá


descubierto que desde el principio ya lo era, las conversiones repentinas, por
experiencia propia, suelen ser solo subterfugios para salir al paso de las críticas y
asunciones familiares), lo que de cierta manera me insufló una microscópica
esperanza en la sexualidad. Me pondría el hábito —en sentido figurado— pero no
renunciaría a fornicar como Dios manda en un futuro no muy lejano.

Así llegué al año 2018, con la esperanza escurriendo entre mis manos y dos
hijos que no me daban dolores de cabeza ni retortijones en el estómago. Me había
casado, sin querer, con un imbécil que no tardó mucho tiempo en dejarme
embarazada de mi segundo hijo y que, apenas unos días después de dar a luz,
había comenzado a ponerme los cuernos de manera sistemática con mi prima
Eugenia; quien la viera, y con esto se pueden imaginar a la mosquita muerta de mi
prima, pensaría que es una soberana pendeja, pero de eso no tiene ni un pelo,
aunque hasta fechas recientes haya pensando que no me había enterado de nada, y
que pese a las discreciones a las que ella y Carlos se aplicaban con extenuante
sigilo, conocía con pelos y señales las maneras tan peculiares que tenían para
apañárselas y ensartarse tantas veces como era posible.
Carlos mejoró mucho en la cama desde que comenzó a verse con Eugenia —
lo dicho, de pendeja no tiene nada…—, no solo hizo a un lado el consuetudinario
misionero, sino que consiguió lubricantes y juguetes sexuales que no por
convencionales dejaron de surtir el efecto erótico esperado. Practicamos posturas
extravagantes, unas más incómodas y efectivas que otras, entre las que llegué a
favorecer la conocida como “Posición del simio” (yo le decía “el molino”, basta con
mirar una ilustración extraída del Kamasutra para que comprendan mi lógica).

Como Carlos, comencé a ver con discreción y extremo sigilo a otras


personas. Al principio aquello me pareció una excentricidad imperdonable, pero
con el tiempo acepté que era natural que buscara en camas ajenas lo que en casa
era incapaz de encontrar. Mi primer desliz fue con un muchacho universitario,
tosco y, como pude comprobar ipso facto, sin experiencia y más proclive al
fanfarroneo que a la veracidad. Solo lo hicimos una vez, y baste con que diga que
me recordó in extremis a Ulises: su precocidad para eyacular y su perseverancia en
la emisión de ruidos de viejo tuberculoso eran casi idénticas. Tras algunos intentos,
siempre fallidos, no tardé en conocer a Carmela, una española que no ceceaba y
que a la menor provocación profería expresiones escatológicas y diarreicas, es
decir, se cagaba en todo y en todos. Desde el principio de nuestra relación, como
más tarde me lo confesó, Ella fue a por mí, con el claro propósito —como también
me confesó— de lamerme el chocho. Yo, por mi parte, no tenía, primero, ni idea de
que Carmela era lesbiana, y, segundo, de que yo misma también lo era, este detalle
(o conversión, como quieran llamarlo) fue lo que me alentó a caer rendida sobre su
sugestiva proposición.

Con Carmela descubrí el clítoris en el sentido metafísico de la palabra y,


aunque suene cursi o absurdo, mi verdadera vida comenzó con ella. Carlos y yo
continuamos afanados a la “posición del simio”, aunque manifestando un creciente
desinterés y una continua y mutua frustración. Hubo un tiempo en que incluso
llegué a pensar que Carlos estaba convirtiéndose en maricón (o que la eclosión
desde el closet comenzaba a torturarlo), pero no tardé en constatar que su falta de
motivación conmigo se debía a los caprichos de Eugenita. Para su mala suerte,
Carmela era masajista en el Spa donde Carlos y Eugenia quemaban calorías y
derrochaban fructuosas y proteínas varias veces a la semana.

Cuando Carmela supo que la asidua pareja del gilipollas y la monja eran mi
marido y mi prima, le dio una risa tremenda.

—Oye, pues tu marido sí parece maricón, y tu primita tiene una cara de que
no rompe ni un plato —espetó Carmela, mientras tomaba aire, antes de continuar
decantando las hormigas de su lengua en mi clítoris.

Me dio risa, claro, el comentario de Carmela, pero fue en ese momento


cuando tomé la decisión de salir del armario y, de paso, otorgarle a Carlos una
libertad que estaba segura que no deseaba y que nunca, ni en sus peores pesadillas,
hubiera querido exigir. Aguardé hasta el fin de año para catapultar la noticia.

Como de costumbre, el 31 de diciembre estaba toda la familia reunida en la


casa de mis padres, comiendo el tradicional bacalao a la mexicana (el bacalao a la
vizcaína, como lo he confirmado junto a Carmela, difiere mucho de lo que los
mexicanos preparamos), los romeritos con tortas de camarón desecado, los
espaguetis con crema y perejil, en fin, lo que la gente como mi familia come en
Navidad y Año Nuevo. El tío Ausencio estaba borracho y no dejaba de prodigar
buenos deseos y ratificar, muy cerca del oído de mi padre, que ese año sí serían
campeones.

Recibimos las doce campanadas, igual que 18 años atrás, con la televisión
encendida y el ruido atronador del reloj familiar. La única diferencia era que 18
años atrás yo estaba arriba perdiendo la virginidad bajo la incompetencia de Ulises
y hoy estaba tragándome las uvas ¾ácidas, por cierto¾ junto al resto de mi familia.
Carlos estaba a un lado de mí con su cara de imbécil, haciendo como que
saboreaba sus uvas y hallaba un sentido a cada uno de los meses por venir.
Eugenita, a un lado de la tía Cristina, también masticaba sus uvas verdes,
concentrada en asumir su papel de mosquita muerta y zonza de la familia. A nadie
le había importado que invitara a Carmela a celebrar el Año Nuevo con nosotros,
solo mi madre me había preguntado que de dónde la conocía y que si no me
importaría pedirle su receta del bacalao, puesto que una española conocería la
receta original (esto no es verdad, quien haya comido las dos versiones, la
mexicana y la vizcaína, convendrá que nuestra receta es invariablemente la más
original).

Una vez que la última campanada dejó de resonar (el reloj familiar, un
armatoste alemán que soltaba campanadas apocalípticas, continuaba incólume en
uno de los rincones del comedor), me puse en pie y como en las películas golpeé
mi copa con una cuchara. No fue difícil obtener la atención de todos los asistentes,
e incluso un par de voces sugirieron que Carlos y yo tendríamos nuestro tercer
hijo. —Que sea niña esta vez —dijo mi madre con tono de reproche. Carlos me
miró intrigado, por no decir que con una avasalladora cara de idiota, y Eugenia me
obsequió sus ojos cándidos, de beata arrepentida por mis propios pecados. Tras
desearle a todos un feliz y próspero año 2019, y tras aclararme la garganta, relaté
de manera sucinta, pero concisa, lo que Carlos y Eugenia llevaban tramando juntos
en hoteles, moteles y vapores desde hacía años, y enfaticé que por supuesto que era
difícil creerlo dado que los dos tenían una cara de pazguatos que no podían con
ella. Con la misma serenidad, y ante la perplejidad de todos, sugerí que Carmela
los había visto en varias ocasiones entrando juntos al vapor. Eugenia dejó escapar
en un susurro: “Pero claro, su cara me parecía conocida…”. Carmela miró a
Eugenia divertida, afirmando con la cabeza los cabos que apenas había atado.
Carlos permaneció impertérrito, dando sorbitos a su copa rebosante de sidra,
pensando, quizá, que si no hacía ni decía nada todos terminaríamos por olvidarnos
del asunto.

No necesité armarme de valor, pues ya llevaba carrera, y de la misma


manera solté que Carmela y yo éramos pareja —Carlos escupió el trago de sidra
que apenas había embuchado— y que dada la situación lo mejor era que Carlos y
Eugenia, después de tantos años, se metieran a la cama sin la necesidad de
discreciones ni nombres falsos. Mi madre, que hasta ese momento había
permanecido en actitud de oración, exclamó: “¿Qué, no piensan en los niños, hija
de mi alma…?”.

En ese momento el tío Ausencio hizo acopio de su borrachera y alzando los


brazos como si intentara detener una pelea, dijo que lo sentía pero que él tenía que
marcharse. “Ya saben lo que les deseo… a todos”, afirmó antes de cerrar la puerta
de la casa.

Volteé a ver a Carlos, que en ese momento me miraba como si yo fuera una
extraterrestre recién llegada de otra galaxia o, lo que quizá es más acertado, como
si me hubiera bajado los pantalones en su cara para mostrarle que también tenía
pene y testículos colgantes como berenjenas.

Las familias resuelven sus problemas o, de lo contrario, se hacen pedazos


unos a otros intentando resolverlos. Lo dicho: Carlos y Eugenia, después de unas
semanas de necesaria separación y celibato, terminaron cohabitando —el
matrimonio entre ellos era remotamente imposible, dadas las circunstancias que
originaron su unión— bajo el mismo techo, y Carmela y yo decidimos al poco
tiempo mudarnos a Madrid, donde nos unimos legalmente y comprobé, como
había anticipado, que el bacalao a la mexicana era superior al bacalao a la vizcaína.

Quede esta memoria para las futuras generaciones, memoria que data desde
la pérdida de mi virginidad hasta el día en que fecho y suscribo estas palabras (esta
es mi tercera y última gran mentira).
Terminaré diciendo que hay una luz interior en cada uno de nosotros, una
luz cuya capacidad autodestructiva termina por llevarnos hacia la más cegadora
oscuridad.

Quizá la realidad no es más que el reflejo de esa oscuridad.

20 de agosto de 2019, Getafe, España


FINALISTAS

Rubén Rodríguez. El Beso. 2012 acrílico-lienzo 150 x 130


Los bipolares son promiscuos

Marianela ALEGRE

Escritora y contadora pública, reside en Santa Fe, Argentina. Textos suyos


premiados han aparecido en varias antologías y compilaciones de diversos países.
Edita el blog marianelaalegre.blogspot.com

—Los bipolares son promiscuos.

Esa fue la sentencia, pronunciada por mi analista una tardecita pegajosa y


dulzona del mes de abril.

Al principio me había resistido, negado y, después de un par de meses de


seguir sus instrucciones, como me sentía bien, abandonaba el tratamiento sin
decirle nada al psiquiatra, al que seguía visitando y mintiéndole. Pero con los años,
después de varias recaídas, me había entregado y, cada noche, tomaba la pastillita
blanca y también la anaranjada. La blanca para no hundirme, la anaranjada para
no volar. Ahora trataba de ver mi vida a través de la sentencia, se puede decir que
la revisaba minuciosamente con ojos bipolares: los llantos, los accesos de ira y los
amantes.

Los bipolares somos promiscuos. ¿Entonces no me enamoré todas esas


veces? ¿Entonces no estoy enamorada de él? ¿No muero de deseo por él?

Justo ahora, no hago más que pensar en la cópula: él arriba; él un látigo. Me


acuesto solo para pensar en la cópula, cierro los ojos y lo imagino a él sobre mi
cara; y me mojo. No me toco, me limito a sentir el líquido tibio resbaloso y el
hormigueo acuciante, parlante: “tócate, tócate”. Pero no, si no me toco prolongo la
fantasía y la calentura.
—Son nada más que procesos químicos, en su caso, alterados por un exceso
de dopamina, Fanny, ya se lo he explicado. No deje la medicación.

—No.

—Los bipolares son mentirosos.

Otra más, la segunda condena a cadena perpetua, todo lo que digo es puesto
en duda, mirado bajo la lupa, desarticulado y cada palabra convertida en un
Aleph.

Quiero que me coja, y lo hace. En mis fantasías, cada noche me dice muñeca
y me besa. La lengua durísima se mete entre mis dientes y viborea. Se enreda en mi
lengua.

Después me dice me volvés loco y me lleva la mano hasta su verga hinchada


bajo el pantalón. ¿Ves? Me dice, me volvés loco. Lo que no entiendo es por qué la
fantasía se corta justo ahí, no puedo resolver el tema de cómo pasamos a una cama
porque el beso es en el parque bajo la luna amarilla y roja de octubre. Es mi
fantasía, debería ser fácil resolver el problema, por ejemplo subirnos a su moto,
pero mi pelo se enredaría, además está el tema de la tierra, en fin, en la moto no.
Un auto entonces, pero el mío me delataría, él no tiene y todo el mundo sabe que
los taxistas son indiscretos.

—La delatarían

—Sí, la patente, la gente se daría cuenta, me verían entrar al hotel y sabrían;


o el taxista, se lo diría a cada pasajero que subiera y a los otros taxistas, ¿sabés a
quién llevé hasta el telo?

—¿En una ciudad de doscientos mil habitantes?

—Todo el mundo me conoce a mí.

—Todo el mundo. ¿Qué mundo?

—Todo, doctor, todo.

—Es su fantasía Fanny.

—Ya sé, ya sé, pero no me cierra y se desvanece.


—En su cabeza, Fanny, puede pasar lo que usted quiera.

—Lo quiero arriba loco y ciego como en las novelas.

—¿Por qué cómo en las novelas?

—Porque en las novelas los hombres son como deberían ser.

—¿Y cómo es eso?

—Como deberían, usted es hombre y debería saberlo, pero no, ustedes ni


siquiera saben cómo deben ser.

Así que lo siguiente, si pidiese llegar del banco del parque hasta la cama,
sería él sobre mí, loco y ciego, balbuceando que lo vuelvo loco y yo concentrada en
que le llevo 10 ó 12 años y seguro que su mujer es más joven y más linda que yo y
otra vez se desvanece esa cara oscura y esos dientes que asoman soberbios cuando
se ríe, y sus ojos de fuego negro.

—¿No ha pensado, Fanny, que tal vez no desea realmente lo que cree
desear?

—Yo sé que quiero que me coja.

—Coger, interesante expresión para una mujer.

—¿Qué esperaba, que dijera hacer el amor?

—¿Por qué no?

—Porque lo que quiero es que me coja.

—Coja.

—Sí, coja.

—Muy bien, dejamos acá. Quédese con la palabra coja y también piense:
¿por qué si usted es la autora de su fantasía no puede concretarla?

—Ya le dije, el problema con ir desde el parque hasta la cama.

—Dejamos acá Fanny.


Fanny dejamos acá, es lo único que saben decir, no saben hacer otra cosa,
son especialistas en crear intrigas, en plantear acertijos indescifrables, si pudiera
descifrarme no le pagaría una fortuna al mes para que me descifre o por lo menos
colabore desenredando la madeja.

Me salto el problema de cómo llegar a la cama, ya estamos allí, parados


junto a una cama, la de un hotel y lo estoy besando. Le sostengo la cara donde ha
comenzado a asomar una barba dura que cuando él bese mis muslos me raspará la
piel, que cuando él acaricie y mordisquee el clítoris se hincará en mis labios
abiertos como pétalos, como ostras. El clítoris: una perla, el tesoro del pirata. Pero
ahora el problema se trasladó a la ropa.

—¿Y lo del el auto?, logró resolverlo por lo que me dice.

—En realidad no, me salté esa parte y fui directamente a la habitación.

—Bien y entonces...

—Sacarse la ropa es un lío. No es sensual, no es romántico.

—Sálteselo también.

—No puedo.

Lo beso en la boca, esa boca áspera, y voy desabotonando la camisa. Voy


bajando con la lengua, mojándole el vello del pecho tatuado, me excita el tatuaje
hasta que lo miro, me aparto unos centímetros y veo las iniciales de su mujer y su
hija.

—Es casado.

—Por supuesto.

—¿Por supuesto?

—Claro, un soltero me comprometería, se enamoraría perdidamente de mí y


querría que abandonara a mi marido.

—Entiendo. Estábamos desabotonando la camisa.

—¿Quién puede seguir descendiendo hasta el bulto caliente que despide ese
calor, ese olor, si ve un tatuaje con las iniciales de una mujer?

—¿Entonces?

—La fantasía desaparece y volvemos al punto del auto. ¿Cómo llegamos


desde el banco de la plaza —desde ese rincón oscuro donde él mete la mano bajo
mi falda— hasta el hotel, en una ciudad donde me conoce todo el mundo.

—Dejamos acá Fanny, piense en esto: a mí me conoce todo el mundo.

Me acuesto, son las diez de la mañana pero no me importa, necesito


acostarme y cerrar los ojos para verlo; bailamos. Estamos en una fiesta, una
despedida, un aniversario, no sé, una fiesta con música lenta y bailamos. Me
muestro tímida y apenas apoyo las manos sobre su hombro, las apoyo como si en
lugar de dedos en la mano, tuviera mariposas. Él me dice no te animás ni a
tocarme, yo le digo no seas tonto, él ajusta el brazo alrededor de mi cintura y me
dice ¿ves? No me puedo acercar, no muerdo, a no ser que me lo pida; yo le digo no
seas tonto; él me dice no voy a besarte, a no ser que vos quieras. Quiero. ¡Quiero!
Pero no se lo digo y bajo los ojos. ¿Le gustarán las tímidas o las zorras?, si me
equivoco lo voy a espantar y no quiero que se espante, no quiero que se aleje
quiero que me bese. Como en la novela de la noche, así, con toda la boca cubriendo
mi boca, murmurando su deseo enloquecido, quitándome el aire. Pero bajé los ojos
y lo alejé.

—¿Por qué bajó los ojos Fanny?

—Porque las heroínas del matiné bajaban los ojos.

—¿Y el héroe?

—El héroe la toma por la barbilla y la besa.

—Entonces… ¿Por qué en su fantasía él se aleja?

—Es joven, no conoce a las heroínas del matiné.

—Ya hemos hablado de esto Fanny, es SU fantasía; ocurre lo que usted


quiera que ocurra.

—Pero en el momento en que la tensión de su brazo en mi cintura cede


levanto los ojos y lo invito, con sutileza, y él se acerca, puedo sentir su aliento sobre
mis labios, huele bien, una mezcla de caramelo de menta y tabaco que me gusta. Le
aspiro el aliento con los ojos cerrados, entonces siento sus labios apoyarse en los
míos, moverse lentamente sobre los míos. Asomo la lengua y rozo sus dientes
donde su lengua viene asomando y entra en mi boca, abarcándola, la invade toda,
no puedo respirar, sus labios me cubren la cara y su brazo es un aro de hierro que
inmoviliza mi cintura y mi cuerpo entero contra su cuerpo flaco, fibroso. Mi vulva
palpita contra su verga que también palpita, mis flujos pringosos resbalan fuera de
mí, los siento mojando mis labios que sé están abiertos, y ahora, ¿dónde hay una
cama en una fiesta? ¿Ve usted? Eso de hacerlo parados contra un árbol funciona
solo con las flacuchas.

—¿Cuándo va decirme de qué hombre se trata, Fanny?

—No sé.

—Dejamos acá Fanny, piense por qué el objeto de su deseo no puede


nombrarse.

—No es objeto es hombre

—Un hombre incompleto al que se le niega su sexo.

—En las novelas, cuando yo era chica, solo llegaban al beso.

—Buen punto. ¿Sabía usted qué venía después del beso?

—No. Después la heroína aparecía con un hijo y él se iba con otra.

—Piense en eso también.

—Al final se quedaban juntos, la mayoría de las veces.

Me acuesto y me toco, busco el bultito sensible y lo froto por sobre la ropa


interior, entonces crece, pero no aparto la tela que va mojándose mientras los labios
se relajan hacia los costados dejando la entrada roja y untada lista para recibir,
palpitando frenética por recibir. Pienso en él que viene entrando, adivina el
cuerpito blando, morado, violento y caliente, que deja percibir crujidos
intermitentes. Viene entrando, mi boca toca ahora por fin la pared, es la hora irreal
es la luz irreal y ese siseo, ese olor único.

—Qué poética Fanny, hemos abandonado la palabra coja.


—En absoluto. Coja, coja, coja.

Somos lobos, dos lobos en celo. Los dientes las uñas, colgajos tibios, líquidos,
resbalando, hundiéndose en la tierra. El sol en los poros, las pieles enrojecidas de
mordiscos, las rodillas hincadas sobre el pasto seco del verano agotador y el mar
lejos, lejísimo. Su cuerpo entre la maleza seca hiriente que le desgarra la espalda y
las palmas de mis manos. La cara al sol, al ardor del sol que enciende su pelo y el
mío, nube que desprende rayos y agua arrancada de ese mar lejano, agua que corre
hasta mi vientre encastrado en el suyo, también de agua, también de piedra.

—Dejamos acá, Fanny.

—¿Por qué?, pago por una hora.

—Paga por una sesión.

—Pago para esto.

—¿Cómo dice?

—Para esto, para que me detenga y corra a masturbarse o mejor aún, para
que lo masturbe, ¿con mi boca tal vez?

—¡Fanny!

—Dale querido, dale que se nos fue la mano hablando y en cualquier


momento llegan los chicos de la escuela.

—Fanny te pintaste la boca de morado, me volvés loco.

—Ya sé querido, ya sé.


211

Daykel ANGULO Aguilera

(Holguín, Cuba, 1979). Poeta, narrador y realizador audiovisual. Ha recibido


varios reconocimientos literarios, entre ellos el Premio Nacional de Poesía “La Isla
en Peso”. Tiene publicado el poemario Nuestra Señora de los perros (Ediciones La
Luz, Holguín, 2007). Reside en La Habana, Cuba.

El paciente de la dos once no come hace tres días. Amenaza, dientes afuera,
y lanza golpes a todo el que se acerca con pastillas, bandeja de comida o camisa de
fuerza. Con alaridos más animales que humanos, se lanza contra la puerta de
hierro y no deja de fornicarse las dos almohadas que, pobres, soportan por turno
los embates espérmicos del dos once. Ya no tiene nombre, solo su número de celda,
la libido y una fama que se acrecienta por momentos en los pasillos de Baja
Seguridad, donde las locas más jóvenes, junto con las maduras que añoran el sabor
del placer, sueñan con el falo bestial de Dos Once, persiguiéndolas, metiéndose a la
fuerza en sus gargantas, rompiendo telas y pijamas en un camino triunfante a la
entrepierna.

Los médicos no se ponen de acuerdo. Solo una cosa tienen clara: Dos Once
debe alimentarse. No se puede estar mucho tiempo sin comida y con ese priapismo
de susto que ya está poniendo tontas hasta a las enfermeras. Lo asombroso: no ha
perdido el brío en la montada, ni el brillo en los ojos cuando la almohada lo recibe
como hembra dócil. Sí está más delgado, es lógico, es de esperarse. Pero urge un
plan, o de lo contrario va a morir de inanición.

Entre el deseo del hombre y su necesidad vital, los doctores eligen esta
última: debe comer, y si para ello tiene que privársele del sexo, se hará lo
conveniente. Pero nadie se atreve a ser el instrumento de cumplir. Después de una
larga discusión en la que no logran ponerse de acuerdo, lo echan a suertes, escogen
papelitos de una caja preparada sobre la mesa. Le toca el azar a la única enfermera
religiosa del manicomio: una mujer sin hijos, trigueña y flaca, de senos de
muchacho y ya casi en los cuarenta, a la que nadie le conoce amantes y que vive
para orar y vestir unos faldones largos y asfixiantes, aun en los calores más duros
del verano. Sabedora de que las esperanzas de salvar a Dos Once están en sus
manos, la enfermera asume una actitud de mártir y parte al cubículo de Alta
Seguridad, previamente vaciado de todos los demás inquilinos. Lleva en un bolso
los instrumentos del deber: una jeringuilla con tranquilizante capaz de dormir a un
caballo, y un escalpelo con el que debe, de un corte rápido y preciso, cercenar el
nervio y acabar el priapismo en el acto. La beata es despedida con silencio
solemne. A medida que se aproxima a Alta Seguridad, los alaridos de Dos Once se
dejan oír, animales y locos, pero al acercarse más, cesan de repente. El silencio es
en aquel lugar más extraño que los aullidos. Llega a la puerta la mujer, toma aire,
destraba los cerrojos y entra con un impulso de coraje mentiroso.

Dos Once está de pie en medio de la celda. Del cuerpo, hecho harapos,
cuelga lo que fuera un pijama de loco. Respira lentamente, y los ojos son agujeros
febriles. Pero la mujer no está mirando los ojos, no está mirando la ropa hecho
jirones, ni las paredes encostradas de salpicadura, sino a aquel animal con vida
propia que palpita entre las piernas de Dos Once, que parece respirar al mismo
tiempo que su dueño. Ella nunca ha visto algo como aquello. Un único desliz hace
más de 12 años, eso es todo lo que sabe de los hombres, pero la tímida aventura del
pasado nada tiene que ver con esa bestia que ahora levanta la testuz rítmicamente,
latido por latido, y la observa con su ojo ciego. No puede mover las piernas, o no
quiere intentarlo porque sabe que no obedecerán. Siente su boca salivando, y un
calor en el encuentro de los muslos que no se atreve a controlar. Suelta la
jeringuilla despacio, no quiere asustarlo. Lento, muy lento, logra arrastrar un pie,
luego otro, hacia delante: Dos Once permanece de pie, la vista clavada en ella. No
se mueve, pero no es necesario: es ella quien ahora viene y se para frente a él. Se
arrodilla en el suelo de cemento pulido y toma, primero con timidez, luego con un
hambre de años, el apéndice vivo. Frota el rostro con la maravilla palpitante, mide
con ambas manos, besa, lame. Engulle, impaciente, con un quejido inaudible. Se
asfixia casi, pero es feliz. Dos Once no hace otra cosa que reír a carcajadas.

Horas después, y ya con el remordimiento de quien hizo lo que no debía, el


personal decide enviar a dos cuidadores en rescate de la beata. Los gigantones,
emblemáticos abusadores de colegio en su niñez, creen poder desquitarse de estos
tres días de temor. La ausencia de gritos los mantiene en alerta, esperan lo peor, y
al llegar a la puerta del cubículo abren la celda con miedo. Casi mueren del susto:
la mujer insignificante que partió encomendándose a Jehová, ahora está en
posición de perra en celo, rostro y espalda llenos de néctar blanco, mientras Dos
Once la monta con una alegría demencial y sin dar señales de cansancio. Intentan
zafar a la beata, y ella defiende la cópula con gritos y uñas. Para romper la unión se
ven obligados a golpear a los dos. Dejan al incansable Dos Once dando saltos y
aullidos de lobo, y se llevan a la heroína, vencida, pero radiante y repleta de
semen.

Después de tan abrumadora experiencia, el personal se reúne otra vez. Ya no


deben participar solamente médicos y enfermeras: es necesario un grupo más
“físico”, capaz de alguna proeza muscular. Nadie habla, pero todos los ojos dicen
que una nueva estrategia es necesaria. No puede ir ahora una mujer, joven o vieja,
sino un hombre que pueda defenderse. Vuelven a sortear, esta vez con menos
alarde de bravura. Todos llevan el susto metido en medio del pecho y cuando le
cae en suerte —mala suerte en realidad— al más bestial de los cuidadores, un
silbido de presión aliviada recorre el salón. El cuidador, hombre de dos metros y
cien kilos de puro músculo, castigado más veces de la cuenta por brutalidad con
los pacientes, es el indicado para someter al rebelde. Después de los consejos de
rigor, las indicaciones sobre cómo manejar la jeringuilla, dónde hallar y cortar el
nervio, reduciendo al priapico Dos Once a un ente inofensivo, el cuidador parte sin
darle importancia a la despedida de mártir inmolado que le hacen. Es primera vez
que le permiten divertirse con estos animales babeantes sin la sombra de un
reproche en el expediente, y no piensa desaprovecharlo. Canturrea por los pasillos,
antes de llegar al silencio frío de Alta Seguridad. La puerta de la celda está abierta
y el enemigo —ese guiñapo al que le han dicho que se enfrenta, con la verga erecta
a punto de estallar— no parece estar allí. Desconfiado, el cuidador se aproxima al
cubículo, se asoma y no ve a nadie, pero no tiene tiempo de alegrarse: un bulto
salido de no sabe dónde le cae encima por sorpresa, y lo derriba. La jeringuilla y el
bisturí han caído lejos, demasiado para alcanzarlos a rastras con este forcejeo
mientras rueda por el suelo, confundido con una maraña de jirones de tela, sudor y
músculos tensos, sin poder levantarse. Aún atontado por la caída y la sorpresa, el
cíclope siente unas garras febriles que le arrancan el cinto, el pantalón, el
calzoncillo. Despertando al fin del congelamiento de nervios, el gigante hace un
esfuerzo por salir de la trampa, pero Dos Once —y quién más podía ser— tiene
una rodilla afincada en su espalda y está en completo dominio de la situación,
porque los locos suelen tener esa fuerza sobrenatural y extraña, como si fueran un
apéndice perdido de algún dios.

Lejos, en la tranquilidad tensa de las oficinas que tomaron como cuartel


general, está el equipo médico, que ahora no espera demasiado. Tras el primer
alarido parten todos en un impulso de rescate que se ve retrasado por barricadas
de muebles y mesas metálicas puestas de través, obstáculos que ellos mismos han
puesto para evitar una incursión desagradable del desorden en los terrenos de la
cordura. Tardan unos veinte minutos en abrirse paso y no saben ciertamente a
quién rescatarán, si al cuidador violento o al ya famoso demente de la libido
explosiva —curiosamente, con el paso de las horas afuera se reúnen personas,
mujeres jóvenes con carteles de Te Amo 211, Cásate Conmigo 211, unas viejitas
temblorosas que disimulan la curiosidad sin atreverse a sacar los carteles que
traen, y se relamen imaginando una vuelta a sus años de juventud desperdiciada, y
hasta un grupo de travestis con una enorme pancarta hecha a lápiz labial, que reza
Dos Once, Somos Tuyas—. Pero los que van al rescate no ven sino la monotonía del
pasillo de Alta Seguridad. Nada podía anunciarles lo que encuentran en la celda:
golpeados, sangrantes, en un confuso amasijo de sangre y sudor se adivinan, más
que verse, dos hombres que se practican una rabiosa felación mutua.

Ya es demasiado, incluso para los menos victorianos de la institución. Hay


que hacer algo. Tras horas de debate, se deciden por fin. El exorcismo comienza
asignando a la exbeata y al cuidador —que desde sus respectivos “accidentes” han
perdido toda humana cordura y dan berridos y se frotan el sexo con insistencia
animal— las celdas contiguas a la 211. Es necesario aislar el mal, tenerlo controlado
y sin libertades para evitar un contagio —nadie, a estas alturas, duda que este
desafuero pueda contagiarse—. Mientras tanto, afuera aumenta el número y
también la variedad de personas con carteles. Ahora hay muchos más jóvenes que
se proclaman anarquistas —211 Tu Lucha Es La Nuestra, Libre Elección Para El
Sexo, Si No Es Ahora Cuándo Será—, más personas de edades medianas con telas
escritas —Basta De Hipocresía, El Sexo No Es Pecado—. Varios militares tiesos y
viriles marchan en orden frente a una pared donde ellos mismos han pintado el
letrero Don’t Ask, Don’t Tell - También Tenemos Derecho, e incluso un discreto
pero numeroso grupo de hombres bien vestidos, con trajes de color azul oscuro o
negro, piden Libertad para Dos Once, Valor Valor, Salgamos Ya Del Closet. Si se
mira bien, pueden verse en las esquinas a disimulados agentes de orden público,
vestidos de civil y hablando por sus walkies, signo de que al Sistema comienza a
serle incómoda la situación desatada en el hasta hoy respetable centro de salud.
Poco a poco van llegando autos policiales, se dejan escuchar las sirenas y los
policías, menos disimulados ya, se reúnen y comentan la novedad, que esta ciudad
ya está harta de balazos y drogas y violencia y pandillas y escándalo político, está
bien de vez en cuando algo distinto que ponga de cabeza la sociedad. Aunque
luego tengamos que venir y enderezarla, para eso nos pagan. Los agentes se
limitan a observar a cierta distancia, mientras los travestis se desesperan, dejan a
un lado las pancartas y comienzan a acercarse a las ventanas para ver y escuchar
mejor lo que dicen.

Dentro se ultiman los detalles para un asalto final. Irán todos, armados de
escalpelos y jeringuillas con morfina, porque basta ya de que un solo rebelde
morboso se burle de la moral y la seguridad de una institución insigne. Ya saben,
esto debe parar aquí, ni un escandalito más, el que sienta que no puede hacerlo se
queda detrás y por lo menos no sale herido, es un problema menos. Si Dos Once no
se tranquiliza, se muere hoy. Y parten otra vez, en el intento que suponen
definitivo, de nuevo retrasados por las barricadas que han seguido poniendo para
evitar sorpresas.

Los travestis tardan unos minutos en reaccionar, pero al comprender el


verdadero alcance de la incursión lanzan griticos histéricos y se vuelven
trastabillando a la manifestación, Ay, nos lo matan, lo quieren matar, por Dios hay
que hacer algo.

Y ese algo, después de los primeros instantes de confusión, es decidido casi


al unísono por los hombres vestidos de azul y de negro, las viejitas, los militares,
las muchachas y los jóvenes anarquistas: Hay que sacarlo de ahí, vamos a entrar a
rescatarlo. Todos juntos, ahora.

La puerta no resiste la oleada de personas que, enardecidas, empujan hasta


romper. Invaden el vestíbulo del instituto, ya perdido el prestigio que gozó en
viejas épocas, cuando decir “manicomio” era como pronunciar la caróntica frase
“abandonad toda esperanza, oh vosotros los que aquí llegáis”. La multitud anda y
desanda los pasillos y da, luego de una que otra vuelta desorientada, con el pasillo
de Alta Seguridad, donde durante ese tiempo se ha estado produciendo una
campal barahúnda: Dos Once parece multiplicado, y más libidinoso que nunca
corre por las paredes, inatrapable, burlándose de los tajos de escalpelo que luce en
las extremidades y la espalda —cordura no es lo que les sobra a los cazadores—. El
hombre, convertido ahora en presa, da locas volteretas en una suerte de danza
fálica y aterroriza a las pocas mujeres que han venido —más por sentido del deber
que por coraje—. Pero sea ya por el terror, o la curiosidad, o una especie de placer
morboso, las mujeres no son capaces de apartar los ojos del baile sátiro. En cambio,
los hombres están envueltos en un frenesí violento, cada vez los tajos de escalpelo
son más fuertes y menos cuidadosos con las partes vitales. Es entonces cuando,
más por seguir al sonido de pelea que por orientación, llega el tumulto callejero al
pasillo donde se desarrolla el combate. Dos Once es el primero en verlos y lanza un
alarido animal a la vez que refuerza los movimientos pélvicos de la danza, como
invitando a los recién llegados a unirse. Pero descuida sus flancos en el alarde, y
sin dar tiempo a nada, aún con el grito retumbando sobre la escena, un
desesperado doctor de ojos enrojecidos y vidriosos por la furia lanza un tajo
demasiado atrevido al cuello y corta, de una vez, la arteria vital.

Nadie hubiera imaginado que Dos Once guardara, aún después del
debilitamiento y los días de hambre, tanta sangre en las venas. Pero no es
derrotado fácilmente, se convierte en una fuente roja esparciendo sus líquidos,
cada chorro haciéndolo más débil. Luego es la orgía de escalpelos y carteles y
bocas besando bocas y jeringuillas clavadas y trajes rotos y cuerpos copulando, en
un desenfreno que se lleva a Dos Once con cada latido de la arteria cortada. Y
después todo son lamentaciones, una procesión enorme que sale del manicomio
llevando el cuerpo sin vida de Dos Once, como un mártir, y el falo erecto como
solo lo llevan los héroes.
Volver a casa

Enrique AURORA

(Córdoba, 1958). Licenciado en Lengua y Literatura Castellana y


coordinador de talleres literarios. Ha publicado varios libros, entre ellos las novelas
Una noche seca y caliente (Editorial Alción, 1994) y Lectura perpetua (Ediciones
del Copista, 2005). Reside en Argentina.

El hombre gordo se despabiló, estiró las piernas, miró su reloj de pulsera.


Eran las dos de la mañana. Entonces apenas dormí una hora, pensó. Corrió la
cortinilla, observó la carretera, comprobó que la llovizna persistía. Vio, además, el
cartel indicador. Los Aromos, treinta kilómetros, decía el cartel. El hombre se rascó
la cabeza, perturbado.

Minutos más tarde, cuando divisó la curva que iba a desembocar en la calle
ancha, todavía de tierra, bordeada de eucaliptos, se puso de pie.

Caminó, a desgana, hasta la parte delantera del ómnibus. Le dijo al chofer


que iba a descender ahí. El chofer se encogió de hombros. ¿Está seguro?, le dijo. El
gordo respondió que sí. Mire que aquí ni siquiera hay un hotel, insistió el otro. Ya
sé, replicó el gordo. Pero usted deténgase, agregó.

El gordo se quedó junto a la carretera, con el pequeño bolso de viaje colgado


de su hombro derecho, con la llovizna mojándole la cabeza, observando el
ómnibus que proseguía su viaje.

El gordo se sentía desorientado. Es muy raro el regreso, pensó. Vio las


primeras casas, bajas, arracimadas. Allá, desdibujada por la fina cortina de agua, la
silueta de la iglesia. Todo igual pese a que llevaba contados más de veintitrés años
desde que había abandonado Los Aromos.

Es muy raro el regreso, dijo ahora el gordo en voz alta. Si bien dudaba de
que ese gesto espontáneo, impredecible, de detenerse a mitad de camino, lo
representara. Mucho tiempo y mucha distancia también. Es difícil afrontar la
rémora de la memoria, pensaba.

El gordo encendió un cigarrillo. Volvió a mirar la hora. Quizás mañana,


antes de tomar el colectivo de las diez, podría visitar a sus tíos. La celebración de
los fantasmas, pensó también.

Mientras pitaba bajo la llovizna, el gordo acabó por darle la razón al chofer.
Ni siquiera tendría donde pasar la noche. Voy a terminar con una pulmonía,
pensó.

Cuando acabó el cigarrillo, se puso en marcha. Se había acordado de ese


lugar. El único refugio posible para un desterrado.

La casa se veía igual. Los muros gruesos, prolijamente encalados, las luces
rojas sobre la puerta de entrada. Antes de llamar, el gordo vaciló. Esto es patético,
pensaba. Era la primera vez que iba a entrar allí.

Al menos no tuve que elegir, se dijo el gordo, mientras penetraba en la


habitación. La única mujer disponible era ella. Andaría por los cuarenta, como él.
Se la veía delgada pero con sus carnes todavía firmes. Mientras él se sentaba en el
borde de la cama, para comenzar a desvestirse, ella se acercó al espejo. Se retocó el
pelo. La mujer se inclinó, acercando su rostro hasta que las dos imágenes
parecieron confundirse en una sola. Así, sus nalgas quedaron expuestas a la vista
del gordo, y éste vio el lunar. Entonces fue inevitable que se acordara de su prima.

Susi se llamaba la prima, y fue una siesta memorable. Parece un lugar


común pero la realidad acaba por imponerse: la primera vez es siempre con una
prima y a la hora de la siesta. En esa siesta estaban solos en la casa. Los tíos habían
viajado hasta el pueblo en el que invertían un día completo, una vez al mes, para
las compras de almacén. Susi se quejó de un incipiente dolor de cabeza. Enseguida
él se ofreció para acompañarla, pobre. Para que no quedara sola. Con sus 16 años,
había comprendido, por el gesto casual de la muchacha, que la jaqueca no era más
que un pretexto. Así que los tíos uncieron los caballos al cabriolé y se fueron tan
tranquilos. Total el dolor de cabeza de la Susi no era para tanto y, además, quedaba
el primo Eugenio para cuidarla.

El primo Eugenio, falto de experiencia, pretendió apresurar la situación. No


acababan de irse los tíos cuando en un cruce con Susi que le alcanzaba un mate,
amargo como a vos te gusta le dijo la chica, asentó sus manos adolescentes sobre el
trasero adolescente. Susi se sonrojó, salí le dijo, no seas atrevido le dijo. Quiso
mostrarse enojada, incluso. Pero aun con su falta de experiencia con las mujeres, el
primo Eugenio se dio cuenta de que la indignación de la muchacha había sido tan
fingida como el pretendido dolor de cabeza. Lo que sí entendió era que no había
que precipitar las cosas. Sabía también que iba a ocurrir lo que sus sentidos
adolescentes le estaban anunciando. El primo Eugenio, entonces, se limitó a decir
picardías, que la prima respondía con vivacidad y sin sonrojarse. Le daba los
primeros asentimientos la prima Susi.

La muchacha fritó las milanesas que había dejado preparadas la tía antes de
viajar al pueblo, tan tranquila porque la chica quedaba acompañada por el primo
Eugenio. Comieron las milanesas con huevos fritos y bebieron de ese vino tinto y
grueso, del cual el tío, a veces, invitaba un corto vaso al primo Eugenio. Ya sos casi
un hombre, le decía el tío al servirle el vasito de tinto. Ese mismo sabor, agradable
y áspero, fue el que descubrió el primo Eugenio en la boca de su prima Susi al
darle el primer beso. Después de comer fue cuando se lo dio. Esta vez, la chica no
dijo nada, pues el vino tinto y grueso le había exaltado el ánimo como para que ya
no ocultara sus premeditaciones. Eso lo comprendería en plenitud el gordo con el
correr de los años. Era la primera lección de que son las mujeres quienes tienen las
responsabilidades mayores en la seducción. Fue un beso corto y nervioso. Pero
enseguida se sucedieron otros besos más profundos, más estudiados. Aprendían
los dos chicos, rápidamente, el arte de los besos. Y el arte de las caricias, también.
Ahora la chica no se sonrojaba mientras el primo Eugenio le recorría las
redondeces con sus manos exaltadas por el contacto con ese cuerpo adolescente.
Las manos del primo Eugenio que por primera vez recorrían el cuerpo de una
mujer. Era mucho más tibio y mucho más inquietante que esas fotografías de
mujeres desnudas que le había mostrado un compañero de la secundaria. Se
acordó de su amigo, que se había burlado de su embarazo al ver las fotos de las
mujeres desnudas, y pensó qué estúpido: el amigo viendo en solitario esas
desnudeces mientras, en cambio, él ya sabía lo que era entibiar el cuerpo de una
mujer con las manos.

Andaba el primo Eugenio entretenido en esos descubrimientos, cuando Susi


despegó sus labios de la boca ansiosa de su primo, zafó de sus brazos, y echó a reír
desaforadamente al comprobar la cara de sorpresa que invadía al muchacho. Era la
expresión propia de un chico al que le anuncian que ya está bien, que se baje de la
calesita, bájate pibe que ya no tenés más boletos. El primo Eugenio con ese matiz
en el rostro y Susi que, sin parar de reír, cruzó la puerta cancel que comunicaba la
cocina con el patio y se echó a correr hacia el fondo, allá donde se abría el mundo
de los tomates, la lechuga amarga, los rabanitos y los zapallos. El primo Eugenio,
sin entender todavía ese tramo del juego, salió en persecución de la chica. Al
principio un poco incómodo porque recién ahora se daba cuenta de que había
ciertos endurecimientos que acompañaban la exploración de una mujer y se daba
cuenta, también, de que esos endurecimientos eran, en algún sentido, algo
molestos o inapropiados al momento de iniciar una persecución.

Corría la chica, restallante, delante del gordo Eugenio, que sudaba


profusamente y se agitaba, aunque no tanto como sería ahora, porque entonces
ayudaban los dieciséis años, el sobrepeso no era tanto y jamás había probado un
cigarrillo. A la vista de las redondeces de su prima Susi, que correteaba y
esquivaba los macizos de verdura para evitar que sus pasos se marcaran en la
huerta y quedar expuesta ante los padres que se habían ido tan tranquilos porque
quedaba al cuidado del primo Eugenio; en ese correteo que no dejaba de
acompañar con su carcajada límpida como piedras que caen a un estanque en
mitad de la tarde, el short descubría sus muslos morenos, más morenos e incitantes
bajo la luz ácida de la siesta, y, a veces, en un salto más largo para evitar el pisoteo
de los tomates, quedaba al descubierto su ropa interior, blanca y de algodón, y sus
nalgas sedosas como las hojas de la lechuga amarga; a la vista de esas redondeces
el gordo primo Eugenio comprobaba que, además del sudor, había otros humores
que crecían y que en cualquier instante estallarían como una canasta de frutillas
arrojada al aire por un cosechador inexperto.

El primo Eugenio se agitaba mientras perseguía a la prima Susi, que se


volvía inalcanzable. Pero, entonces, la suerte se puso del lado del primo, porque la
muchacha inesperadamente vio sus piernas enredarse en los hilos que protegían el
cantero de los zapallos y rodó por el suelo, con las piernas morenas tan
transpiradas como el cuerpo del gordo, de modo que la tierra las envolvió en un
conato de barro. En realidad, después el primo Eugenio se daría cuenta de que la
caída no había sido casual, de que la prima Susi la había ejecutado con la misma
deliberación con la cual había pretextado el oportuno dolor de cabeza para no
viajar con los padres hasta el pueblo. Pero en ese momento, no importaba. En ese
momento, no había tiempo para cavilar. El primo Eugenio se sonrió al ver cómo las
redondeces de la muchacha se confundían con la tierra y aceleró un poco más su
tranco corto; de todas maneras, faltaba muy poco para alcanzarla. Para cuando
llegó hasta donde estaba la muchacha, ésta había tenido margen suficiente para
reincorporarse y seguir la carrera. En cambio, la chica no había hecho más que
darse vuelta, que quedarse tendida sobre la tierra, con la blusa manchada por el
sudor. Ella también sudaba cuando el primo Eugenio le ayudó a quitarse la blusa
por encima de los brazos, y cuando sus manos, las manos del primo ya
acostumbradas a sondear las formas de una mujer, se atrevieron a desabrochar el
sostén. La cara del chico se trastornó ante la vista de esos frutos como tomates que
pendían del pecho de la prima Susi, que eran como tomates pero mejor todavía
porque su color moreno los hacía más deseables que la fruta olorosa que los
acompañaba, cómplice. Aunque el primo Eugenio había visto antes los pechos de
una mujer no era lo mismo. No eran lo mismo esas fotos que le había mostrado su
compañero de colegio, el compañero que se reía al ver cómo el gordo enrojecía
como un tomate. De vergüenza y de ansiedad, al mismo tiempo. El compañero que
ni siquiera podría imaginar que, en ese momento, el gordo Roldán acariciaba los
pechos enhiestos de su prima Susi.

Después de que el primo Eugenio se animara a desabrochar el corpiño de su


prima, los dos se confundieron en mutuas ayudas para despojarse del resto de sus
ropas. Rodaron entre las verduras, enteramente desnudos, y las redondeces de la
muchacha se confundieron con los endurecimientos que el primo Eugenio había
aprendido que se producen cuando uno acaricia el cuerpo de una mujer.

Al ver el lunar, el gordo se acordó de esa siesta. Después pensó que era una
posibilidad. Tanto tiempo y tanto espacio. La memoria traiciona las imágenes, se
dijo. Pero tenía que saber. Uno siempre quiere saber.

¿Susi?, preguntó el gordo. La mujer se dio vuelta. En su rostro no había


sorpresa. Ni un asomo de alegría. Fastidio era todo lo que había en su rostro. No,
dijo. Beatriz me llamo, ya te dije. ¿No te vas a desvestir?

El gordo no le respondió. Seguía allí, sentado en el borde de la cama, con la


mirada perdida en el piso. Supo que si permanecía en ese lugar un rato más, iba a
vomitar.

La mujer resopló. Qué pasa che, no serás gay vos, ¿no?, le dijo con rabia.

El gordo se puso de pie. La miró a los ojos. Frunció su nariz y apretó sus
labios, como si se esforzara por encontrar las palabras adecuadas. Pero no dijo
nada. Solo pretendía dominar la náusea. Sacó dos billetes del bolsillo y los dejó
sobre la cama.

Desde la puerta del burdel, la mujer se quedó mirando al hombre gordo que
se alejaba, bajo la lluvia ahora intensa, sin entender.

En cambio, el hombre gordo ahora podía entender por qué razón había
descendido del colectivo a mitad de camino. Como entendía, además, que es muy
difícil volver a casa.
La mujer digna

Maia BLANK

(Montevideo, Uruguay, 1971). Edita el blog Errante y Errata


(maialoschblank.wordpress.com), en el que publica narrativa y poesía. Es autora
de dos poemarios, una novela (Allí donde el viento espera) y un libro de cuentos.
Actualmente reside en Israel.

La prohibición era amarla, no solo porque la distancia que nos separaba era
demasiada como para que pudiera alcanzarla con la espontaneidad que deseaba
(de manera constante algunos días), sino porque mi situación era tal que me debía
a un hombre en cuerpo y alma. Así lo decía la ley y yo siempre acaté la ley; más
por temor que por convicción —o por falta de imaginación— pero así es.

Nunca hasta entonces (hasta ella) me cuestioné acerca de las vidas


alternativas que había descartado de un manotazo al haber elegido aquella que me
había sido destinada: una vida de rutinas familiares donde mi nombre y mis
opiniones eran respetados, de vacaciones en el extranjero y lujos nada
despreciables. Me resultaba natural que así fuera, para eso había sido educada, y
eso era lo que se esperaba de mí; pero, además, me sentía bien con lo que era y
tenía, distraída por mis cándidas obligaciones, satisfecha con saberme una mujer
de bien. Nada me faltaba (o eso creía).

Andrés y yo llevamos nueve años juntos y tenemos una niña de cinco —que
reclama atención continua. Nos queremos de esa manera que se quiere a alguien
de quien se ha estado perdidamente enamorado, tras casi una década de
convivencia. Con Andrés me falta un sueño en común, porque fuera de eso está
todo, pero el sueño nos falta. Él anhela seguir trabajando en la empresa que levantó
su padre hace treinta años atrás, tras haber perdido todos sus bienes en un
incendio, y que luego heredó de manera exclusiva por ser hijo único. Y yo sueño
con algo que no puedo contar aquí, por temor a la burla, pero digamos que sueño
con dejar mi granito de arena en este mundo más allá de mi niña, que crecerá y se
irá de casa como yo me fui, como mi madre se fue, y como la madre de mi madre
se fue, para levantar un hogar.

De alguna manera nos hemos arreglado para no perder nuestros momentos


de pasión y ternura. Andrés me conoce, conoce mi cuerpo, los bordes de placer que
me conmueven, allí donde la sangre comienza a agitarse y cobra fuerza. No pide
mucho a cambio y me gusta; parece disfrutar más de amarme que de ser amado. A
veces, un movimiento leve entre mis piernas o un suspiro cercano al lóbulo de mi
oreja, son suficientes para persuadirme; sin moverme demasiado me entrego y él lo
sabe, una pequeña separación de los muslos, casi imperceptible al observador si se
quiere, es una invitación suficiente, una respuesta concreta que dice “sí, quiero”, y
deja el espacio libre de obstáculos, el camino abierto hasta mí. Aún no abro los ojos
pero sé, sin verlo, que su miembro ha cobrado la dimensión exacta a mi cuerpo
para más tarde, para dentro de unos instantes. Antes buscará el final de mi espalda
para arrinconarse a ella. No apurará sus pasos. Entonces me gira, besa las
comisuras de mis labios, hace de cuenta que no sabe que yo hago de cuenta que
duermo; trepa apenas sobre mi costado izquierdo (ese es su sitio de la cama). Lo
beso apenas y me estremezco. Murmuro y libero letras aisladas por mi boca
entreabierta; busco su miembro erecto y él desciende con su lengua por los
andenes de mi piel. Yo me dejo hasta el extremo, obediente, sumisa; a sabiendas de
que llegará un instante en que resultará imposible mantener la calma, que mis
piernas comenzarán a agitarse, a temblar quizás, en busca de su cuerpo, para hacer
presión sobre sus carnes endurecidas, palpar sus nalgas rígidas como la piedra,
ajustarme a la medida de sus movimientos, hasta sentir, escuchar, vociferar, el
gozo consumado y consumido.

Así de felices somos una o dos veces por semana. Por lo que nunca, hasta
entonces, sentí necesidad de buscar afuera lo que no me faltaba dentro. Lo único
que puedo decir a mi favor es que no la busqué. Yo no busqué sus ojos, fueron ellos
los que vinieron a mí con la pregunta escondida en el pliegue de sus párpados (hay
pestañeos que son un poema), con la invitación casi ingenua de sus labios trémulos
—rosas— que adiviné tibios, en mi pobre, cautelosa fantasía.

Llegó de visita por dos días. “¿Qué son dos días en la vida?”, hubiese dicho
antes. Hoy sé que una hora puede ser suficiente para que todo resulte insuficiente,
y que hay minutos que duran, persisten, de manera contundente y caprichosa,
durante toda la vida. Demasiada poca eternidad, si se quiere. Antes, yo creía que el
amor era una especie de puzle donde siempre falta una pieza para completar el
rompecabezas, pero que eso era “lo normal”, que eso era lo que mantiene a dos
personas unidas: la ficha que falta. Y así fue todo hasta ese día; luego todo fue
después de ella: después de sus ojos investigando mis relieves, después de tomar
plena consciencia —por primera vez en la vida y tardíamente— de los límites a los
que puede llegar el dolor a causa del intersticio con otro cuerpo; esa quebradura
que te hunde, que te provoca deseos de despeñarte sobre el otro (la otra en este
caso), de desasirte de todo aquello que sabías cierto, sin pensar en las
consecuencias, sin calcular el mañana.

Prima segunda por parte materna. La invitó Andrés. Estaba de visita en la


ciudad y llamó a saludar. Yo atendí el teléfono y ella pidió por él, un poco
descortés. “¿Quién lo llama?”, pregunté. Ella solo dijo su nombre: “Natalie”.

Cuando llegó yo no estaba: había salido a buscar a la pequeña que se


encontraba en la casa de una amiga y me demoré conversando con la madre de
aquélla, a la que ya conocía de hacía tiempo, por encontrarnos todos los días a la
salida del colegio, aunque nunca habíamos pasado más de un saludo cordial desde
lejos, o un “Hola” ameno pero breve. La vi más tarde. En la sala estaban Andrés,
Natalie y un amigo de esta que la había acompañado pero que no se quedó a
dormir. No pregunté ni entonces ni más tarde qué tipo de relación los unía, pero
estaban uno al lado del otro, sentados en un amplio sillón blanco del que no
ocupaban más que un almohadón de los seis existentes, sin que una breve línea de
aire mediara entre ellos. Él le pasaba el brazo por detrás. Bebían y reían.

Entré. Andrés se levantó a recibirme y presentarme. Él, su acompañante, el


de ella, el de Natalie, suyo, se incorporó también y se acercó a mí con una mano
extendida. En la otra cargaba un vaso con whisky con unos cubitos de hielo, cuyo
aspecto —ya casi no existían—me dio la pauta de que la conversación había
comenzado hacía rato. Si Andrés no me había llamado al celular para que me
apresurara, significaba que lo estaba pasando estupendamente; de otra manera me
habría buscado hasta ubicarme para que acudiera en su rescate, como hacía
siempre que se encontraba a solas con personas con las que no se sentía a gusto,
exigiendo, casi suplicando, que viniera a rescatarlo con lo que él denominaba una
innata capacidad de adaptación que, al parecer, yo habría heredado de mi madre.

“Diana, Esteban, Esteban, Diana”, nos introdujo cuando llegué, haciendo un


vaivén con su mano derecha mientras decía nuestros nombres. A Natalie me
acerqué yo. Su vaso estaba sobre la mesa. Se incorporó y se presentó ella misma,
acompañando el sonido de su nombre con una amplia sonrisa, y extendiendo su
brazo en dirección a mi cuerpo para que estrechara su mano. Cuando apretó la mía
me condujo suavemente hacia su mejilla, de manera automática, y me besó. De no
ser por la intensidad con la que cada partícula de mi cuerpo percibió ese contacto,
en apariencia insignificante, hubiese sido un acto rutinario. “Ya tenía ganas de
conocerte en persona. Andrés nos ha hablado maravillas de ti”, dijo. La encontré
atractiva a pesar de sus labios finos. Llevaba un pantalón negro y una blusa blanca,
con un escote no demasiado amplio (segundo botón abierto) y una gargantilla con
un medallón de plata, en el que figuraba una inscripción en algún idioma oriental
que no supe comprender. Volvió a sentarse. Esta vez Esteban se ubicó en uno de
los dos sillones individuales que tenemos en la sala y yo me senté al lado de ella. El
aroma de su perfume llegó hasta mí. “Jazmines”, pensé. Cruzó las piernas: el taco
de sus zapatos negros se dirigió a mí, desafiante. “¿Qué te sirvo?”, ofreció Andrés.
Pedí un Martini blanco. “Otro para mí, por favor”, agregó Natalie, elevando su
vaso vacío. Lo tomé de su mano para acercárselo a Andrés y mis dedos rozaron los
suyos. O los suyos los míos, no lo sé, pero me detuvo en ese gesto y me miró a los
ojos cuando lo hizo. No la evité, no evité su mirada a pesar de la vergüenza —por
la falta de costumbre— de que alguien, hombre o mujer, me mirara de esa forma
luego de tanto tiempo (alguien que no era Andrés, que ya tampoco me miraba así
sino de manera distinta, hasta con cierta indiferencia), penetrándome con la
mirada, atravesándome sin dudar siquiera.

Cuando esto ocurrió Andrés nos estaba dando la espalda; se dirigía al bar
donde se encuentran las bebidas alcohólicas que una casa como la nuestra necesita
—aun cuando no se abran la mayor parte de ellas— en el borde de la sala. Esteban,
sin embargo, nos vio mirarnos, vio cómo nuestras miradas se cruzaban y quedaban
prendidas; y sonrió, como quien está acostumbrado a que dos mujeres compartan
esa clase de intercambios (yo no lo estaba y no lo había estado nunca; ni lo estuve
tampoco luego de que ella se retirara al día siguiente de mi casa). Un minuto más
tarde, o menos —no lo sé porque el tiempo se detuvo en ese instante—, soltó mi
mano y desprendí mis ojos de los suyos. Entonces me dirigí a Andrés, un tanto
aturdida, con el vaso a cuestas. Y digo a cuestas porque de pronto todo me resultó
pesado: el vaso, la casa, mi propio cuerpo... Lo deposité sobre la mesada del bar,
me excusé y me retiré al baño. Como si hubiesen puesto mis manos en piloto
automático, sin pensarlo, me bajé los pantalones y me senté en el inodoro; pero no
sentía necesidad de liberar nada de lo que sale por esos sitios. Permanecí allí el
tiempo suficiente como para recuperar la calma y me incorporé. Me miré en el
espejo, arreglé mi cabello y salí con una sonrisa —la mejor que pude improvisar—
de vuelta a escena. Porque ahora tendría que actuar.
La conversación se extendió un par de horas más y, en todo ese tiempo,
Natalie no perdió oportunidad de mirarme por encima de su nuevo Martini,
sofocándome. El deseo nace a veces de cosas tan breves como intensas. Eran ya las
seis de la tarde aproximadamente cuando Esteban se retiró. Natalie salió a dar un
paseo con Andrés y yo me quedé en casa con la excusa de que no quería dejar a la
pequeña sola.

Esa noche, durante la cena, Andrés la sentó a mi lado en la mesa antes de


que yo pudiera decir palabra. No parecía darse cuenta de nada, hablaba como de
costumbre y comentaba no sé qué cosa de la familia de cuando eran pequeños; lo
típico de cuando se reúnen familiares que hace tiempo no se han visto. Sus dedos,
los de ella, de cortas y cuidadas uñas, rozaron mi pierna y no sin querer: avanzaron
todo el largo de mi muslo izquierdo, rociándome de caricias tan suavemente
ardientes que desarmaron mi voluntad de detenerla. Cargaba en su mano la
presión justa, el tacto necesario, como si conociera de años mis pedidos. Yo me
dejé, como verán, degustando el pedazo de carne casi cruda que me metía en la
boca, saboreando la sangre en cada mordisco, como si el trozo de ternera que se
paseaba por mi paladar fuese un espacio de su lengua.

Y eso fue todo lo que tuvimos. O, mejor dicho, todo lo que yo tuve de ella;
porque yo no le di nada a cambio. Al día siguiente se fue tan inevitablemente como
había llegado.

Han pasado dos años desde entonces y no hay día en que no pronuncie su
nombre en voz alta, durante la noche, frente al espejo, antes de acostarme, mientras
me miro a los ojos vacíos, mentirosos y añejos, para descubrir que el tiempo
avanza y ella no está conmigo, que nunca la tendré. Algo, intraducible, se sacude
dentro al nombrarla. Y su nombre vibra como música, como si fuese un
instrumento desafinado buscando el acorde perdido, el intento suicida de armar
un puzle que podría ser completo (el amor resultó ser otra cosa).

A veces, cuando el pudor no me frena, deslizo mi mano hasta mi entrepierna


y allí la dejo: inmóvil. No hago más nada que apoyarla allí, en la hendidura de mi
pasión contenida, en la zona más cálida y suplicante de mi cuerpo; como si ese acto
incompleto representara esta historia ridícula, como una forma tal vez de
castigarme.

Hoy sigo siendo lo único que he sabido ser durante todos estos años: la
esposa abnegada, la madre trabajadora, la ciudadana ejemplar que asiste a
personas desafortunadas a través de obras de beneficencia. Tengo amigas, mis hijos
son sanos y buenos estudiantes. Hemos cambiado el auto hace poco. Oh, todo es
perfecto, sí. Pero, a escondidas, a espaldas de mí misma, busco en los ojos de otros
(hombres y mujeres por igual), de manera obsesiva y desordenada, los suyos.

No estaría contando todo esto si no tuviese necesidad de absolución. He


aquí la máxima demostración de mi incondicionalidad a la norma: ayer llegó una
carta, luego de dos años de silencio de ambas partes. Aún no la he abierto. No la he
abierto y no lo haré, porque ustedes deben comprender que, a pesar de todo, yo
sigo siendo una mujer de bien.
Yo, Yo Mismo y Mi Mismidad

David CABRERA López

(Madrid, 1974). Trabaja en la editorial Anaya como autor de guías de viaje y


tiene publicada la novela Darío sin Dios. Reside en España.

Mi íntimo amigo, Yo, robó un coche en Montera y nos llevó a la Casa de


Campo. Yo Mismo no paraba de sermonearnos, que si lo que íbamos a hacer era
ilegal y malísimo para los chacras, que si íbamos a cometer el pecado de la
cosificación... Mi Mismidad estaba decidida a tener relaciones sexuales con una
hembra antes de morir, harto del sabor a fuet del semen, quería probar las delicias
femeniles con regusto a pomelo. Así fue como aparecimos, ya entrada la noche, por
las sinuosas carreteras de tierra de la Casa de Campo, el lupanar más grande de
Europa. Quien diga que esta ciudad no es la Sodoma por donde entrarán las
huestes del caído no sabe lo que dice. Un supermercado sexual multirracial:
negras, eslavas, gordas, travestis, yonquis, españolas…

África reinaba en sentida disputa con Europa del Este. Yo Mismo estaba
asqueado. Yo, para no oírle, esnifaba cocaína. Yo Mismo, aunque un tanto
moralista, en el fondo se sentía bien, y en un pequeño guiño a escondidas de los
ojos de Dios, vi que él también estaba disfrutando. La bolsa de cervezas Mahou en
el suelo, el porro en el cenicero, la nariz empolvada, la larga fila de mujeres en
alquiler, y la sensación, grandiosa y excitante, de estar haciendo algo realmente
sucio y prohibido por todas las normativas celestiales.

Entramos en la zona exsoviética del Parque del Oeste. Hice la primera


parada junto a una despampanante mujer de metro ochenta que vestía un conjunto
rojo de ropa interior bajo un falso abrigo de piel. Me quedé extasiado mirando sus
ojos azules, la larga cabellera rubia y sus enormes pechos. Cuando digo enormes,
me refiero a que eran titánicos. La invité a subir y apalabramos la tarifa. Acepté
encantado, el dinero no es problema para alguien como yo, en mi estado. Paramos
en el interior de un camino de tierra. Saltamos a la parte de atrás del coche y
empezó a desnudarse. ¡Qué cuerpo! Al verla así, tan intensamente, y sin saber por
qué, pensé en mi madre, y me di cuenta de que en el fondo todas las mujeres nos
recuerdan un poco a nuestra madre. La noble Iliana, o así se hacía llamar, me hizo
un francés con acento eslavo que fue una locura para los sentidos, una fantasía
sobre el látex. Me quedé cautivo viendo con qué maestría me colocaba el condón
con la boca sin yo apenas apercibirme. Le sobé cada brote, cada pedazo de piel,
mientras no paraba de decirle lo mucho que la amaba. Quise besarla pero no me
dejó. Saqué dinero y le ofrecí el doble de lo que me pedía. Al final, aceptó. La besé
con todas mis ganas, el ansia loca volcada en ella. Se tumbó con su hermoso rostro
contra el mío y me dijo en un español etéreo: “Ven”. Introduje mi sexo, “febril
delirio”, que diría la canción, en su interior. Se iluminó el cielo y pensé que serían
ángeles circundándome o Pekín en el Año Nuevo Lunar, pero estaba todo en mi
cabeza, eran bengalas que se prendían formando un intenso centelleo. No sé
cuánto tiempo duró, solo sé que en un momento dado las luces desaparecieron y
caí exhausto y feliz entre sus brazos. Le susurré mil veces: “¡Te quiero, te quiero!”,
y le di las gracias y más dinero por lo tierna que había sido, prometiéndole que
volvería. Ató el preservativo para que no se derramara la leche y me dejó allí un
rato más, entre sus mullidos senos. Por unos breves instantes presentí la felicidad,
una llamarada de dicha inexplicable, como si al fin todo hubiese cobrado sentido y
mis anhelos arribado a puerto. Mi mente se dejó ir, y pensé: “Muérete así, siendo
feliz, muérete de amor, mayor felicidad no existe”. Pero antes de que me dejase
arrastrar por las luces, Yo Mismo gritó: “¡No!, ahora no, aguanta, aguanta”. Y dejé
que Iliana se marchara. Le di un último beso y la dejé perderse en la fría noche. Me
metí una raya, encendí un cigarro y me sentí el tipo más feliz del mundo.

Cuando ya todo había pasado y sin que me diese tiempo a reaccionar, Yo


Mismo se hizo con la casa. Encendió el coche y se dirigió desesperado en busca de
una negra que calmase su ansia. Paró el auto en dos ocasiones, las dos primeras no
le gustaron demasiado, pero la tercera lo cautivó de veras. Era una negra retinta,
nigeriana, tenía cortes en la cara, señales o marcas. Los ojos le brillaban y tenía una
amplia sonrisa de dientes muy blancos. Los pechos redondos y voluptuosos bajo
un sostén amarillo. Estaba cubierta por un abrigo de cuero hasta los tobillos y
calzaba unos exagerados zapatos de tacón de aguja. Yo Mismo apalabró el precio y
la invitó a subir. La nigeriana no hablaba, solo sonreía. Yo Mismo aparcó junto a
unos matorrales. La negra, cuyo nombre no alcanzó a preguntarle, pasó al ataque
sin mediar palabra. Desenfundó la verga y le practicó una felación africana, con
ansia gutural, enterrándosela hasta la campanilla, ante la mirada atónita de Yo y
Mi Mismidad. Después se sacó las enormes tetas por fuera del sostén. Yo Mismo no
podía hablar, ni pensar. África le cabalgaba con el volante a su espalda, como un
cheroki montaría un potrillo perdido en la pradera. Yo Mismo se dejó llevar, cerró
los ojos y sintió el calor de cuerpo tan animal, fuerte y violento, que lo zarandeaba
de adelante atrás, de atrás adelante, hasta exprimirle la última gota. Yo Mismo
quedó allí, baldado, el condón lleno de esperma y la negra sin mediar palabra, bajó
del coche y se fue. Se envolvió en la negra cazadora de cuero y se perdió en la
oscuridad. A lo lejos vimos una ligera sonrisa de dientes blancos y luego, la negra
noche. Yo Mismo yacía con el pene por fuera del pantalón, todavía eufórico por lo
que le acababan de hacer, pero antes de que le diese tiempo a recuperarse, Mi
Mismidad se hizo con el cuerpo y nos dirigimos, sin más miramientos, en busca de
sensuales travestidos que aventar.

Mi Mismidad no fue tan minuciosa en su búsqueda como Yo Mismo, en la primera


curva de la zona de los travestis paró el coche, salió con ímpetu y se puso a hablar
con ellas con su habitual soltura y desparpajo. Al final se trajo dos, arrancó y se los
llevó a un apartado rincón bajo unos pinos. Pasaron al asiento de atrás, Mi
Mismidad empezó a manosearles las tetas de silicona, les retiró las bragas y
comenzó a darle fuertes sacudidas a sus pollas. Se besaron los tres con varonil
lengua. No se sabía bien de quién eran los labios o las pollas, las tres al aire. Fueron
rotando como en un partido de balonvolea. El travesti de peluca plateada daba por
culo a Mi Mismidad, y él, a su vez, al de peluca dorada mientras le propinaba
despectivas nalgadas. El ritmo empezó a enervarse hasta convertirse en el de una
jauría rabiosa, un ruido a tren en la inmensidad, a búsqueda desesperada de algo
que siempre se les iba poniendo un poco más del otro lado. Se babeaban del gusto.
Mi Mismidad aulló como un lobo a la luna y los travestidos supieron que se había
corrido. Ataron los condones, se besaron y Mi Mismidad les dio una buena
propina. Las despidió con un beso volado. A lo lejos se les escuchó reír felices y
saciadas. Mi Mismidad, para celebrar la conquista, se hizo dos rayas enormes,
prendió un pitillo, abrió una cerveza y puso la radio. Le dio una fuerte calada al
Fortuna, soltó el humo por la ventanilla y, súbitamente, los tres nos volvimos a
sentir uno, y aquella, la noche más hermosa. Comenzó a sonar una canción que era
en sí todas las canciones, y presentí la inmortalidad del alma y la importancia de
estar vivo. Era una canción de Tim Buckley sobre sirenas, sirenas que cantan:
“Navega hacia mí, navega hacia mí, déjame envolverte. Aquí estoy, aquí estoy,
esperando para abrazarte”, y sentí en mis amigos, mis únicos y mejores amigos, la
angustia de descubrir que cuando todo hubiese acabado tendrían que volver a un
lugar donde no podrían sentir lo que ahora habíamos sentido, la base que sustenta
la vida, que la alimenta, que la dota de sentido, el sustrato de la felicidad, el placer
de las pequeñas cosas que son las más grandes, las únicas cosas. Y yo volví a ser
yo. Escuché que la canción decía algo así: “Estoy confundido como un niño recién
nacido, estoy lleno como las mareas. ¿Debería quedarme a conocer los rompientes
o debería yacer con la muerte, mi novia?”. El efecto de estas palabras fue
devastador y se nos hizo una sombra que anidó a sus anchas en el espacio enorme
que había llenado la momentánea felicidad. Era de alguna manera la conciencia de
saber que dejaríamos de vivir experiencias así en el lugar a donde nos dirigíamos.
Subí la ventanilla y arranqué sin dirección.
Rubén Rodríguez, S/T, Serie Siluetas, 114 x 76 cm. Óleo cartulina
Cuando Flaubert se disfraza de Joyce

Zulema DE LA RÚA Fernández

Ha obtenido varios premios en los géneros de cuento y poesía, y su obra ha


aparecido en diversas revistas y antologías. Tiene publicados los libros Habana
Underground y Cuentos para huir de La Habana. Reside en Boyeros, en las afueras
de la capital de Cuba.

Lo peor es que yo deseaba volver, regresar una vez más a casa. Pero la
mañana, el azar o el viento me mantenían a muchos kilómetros de la ciudad, en el
borde de una carretera deshabitada. Todos los carros doblaban hacia la derecha. El
último chofer que me había llevado hasta allí me dijo “buena suerte” y continuó
por la derecha. Necesitaba a alguien que tomara por la izquierda. Y ese alguien
apareció una hora después bajo la forma de un chofer de camión.

Muchos choferes de camiones habían doblado hacia la derecha, siempre


sacándome lascivamente la lengua o deteniendo el camión por unos segundos para
apretarse los testículos y decirme “nena, móntate aquí”. Este último también había
detenido su camión y dado marcha atrás para situarse junto a mí y preguntar:

—¿Adónde vas?

—A la ciudad.

—Puedo adelantarte hasta la entrada.

El camionero era un camionero raro, tenía el cabello muy largo y sedoso,


modales refinados, sonrisa de bailarina francesa, pero decidí irme con él porque no
tenía nada escrito en el parabrisas. En los parabrisas de los otros camioneros había
leído frases muy definidas: Mami, yo soy tu papi; Usted es la culpable; Las locas no
tienen dueño; Perra, todo esto es tuyo.

Le pregunté sobre su parabrisas vacío. Él respondió que aún no se había


decidido por ninguna frase y que tal vez nunca lo haría. Luego embragó primera y
la carretera quedó aún más deshabitada.

El camión se movía a la misma velocidad que exigían las señalizaciones del


tránsito. Llegué a pensar que me encontraba junto al único camionero sensato del
mundo a juzgar por la rapidez con que los demás autos nos adelantaban.
Contemplé la cabina, era un lugar más bien ecléctico, pero en general me pareció
inclasificable: calcomanías de muñequitas Barbie, inciensos a la mitad, tabacos, una
peluca con lazos rosados, una foto perturbadora de una mujer desnuda, guantes de
boxeo sobre un libro de kung-fu, zapatos con tacones de aguja, discos rosados de
música pop, una garra de oso disecada, un pintalabios, un bate de aluminio. O era
un asesino maniático o era un camionero excesivamente gay —increíble lo cerca
que se encuentran los puntos opuestos—. Aunque también podía tratarse de un
asesino maniático con inclinaciones homosexuales y viceversa. Dejé de pensar, las
variantes amenazaban con alargarse hasta el infinito.

Decidí seguir averiguando sobre las frases en los parabrisas. Las había visto
desde pequeña en ómnibus, camionetas, pero sobre todo en camiones.

—Es como un sello de presentación— me explicó el camionero— una


muestra de toda la sabiduría que hemos adquirido en los caminos de la vida. La
frase dice quiénes somos en verdad, qué pensamos o cómo queremos ser.

Contemplé sus uñas largas pintadas de rojo, sus brazos afeitados, sus cejas
depiladas, su largo cabello lacio con olor a perfume. Era un camionero distinto a
todos los que había visto en mi vida, su sabiduría, en efecto, de seguro era
abundante, no podía habitar en el comprimido espacio de un parabrisas. Se lo dije.

—Soy muchas cosas a la vez —explicó—, no puedo reducirme a una sola


idea. Y este es mi último año como camionero.

—¿No te gusta ser camionero?

—Transportar mercancías de aquí para allá me gusta, pero prefiero hacer


otras cosas.
—¿Qué otras cosas?

—Otras cosas.

Pensé en Madame Bovary, aquel personaje de Flaubert que siempre andaba


con la cabeza en las nubes. El camionero era como la Bovary, una persona con los
ojos puestos en otra vida posible. Se lo dije, con el ánimo de burlarme un poco,
pero él sabía más de la cuenta, al menos más que Madame Bovary.

—Todas las personas vivimos del mismo modo, todas vivimos siempre al
borde de la vida que soñamos. Si no fuera así sería imposible vivir.

Estaba en lo cierto, estrictamente en lo cierto. Yo era un ejemplo ferviente de


eso. Todos los días soñaba con irme de una vez de mi casa, dejar atrás a mi esposo,
empezar de nuevo. Pero siempre regresaba. Yo era algo parecido a Leopoldo
Bloom, el personaje de James Joyce que vagaba por las calles para olvidar su vida.

Se lo dije. Quería probar su cultura literaria.

El camionero, evidentemente, había leído la novela, de modo que captó


rápido mi tormento, aminoró la velocidad y preguntó:

—¿Tu esposo te engaña?

Molly, la bella esposa de Leopoldo Bloom, recibe a su amante más reciente


mientras su esposo deambula por las calles de Dublín. Mi caso era aún peor, ya
que mi esposo me engañaba con varias amantes y ni siquiera se tomaba el trabajo
de ocultarlo, más bien me lo restregaba en la cara cada vez que las traía a casa y se
acostaba con ellas en nuestra propia cama. Era deprimente. No le dije eso al
camionero, aunque me hubiera gustado decírselo y confesarle además mi pasión
por la literatura, mi instinto de acercarme a ella para aliviar el dolor o para
encontrar una respuesta al dolor —nunca he logrado descubrirlo.

—Todos los esposos engañan— dije.

El camionero me miró de reojo.

—Dudo mucho que la amante de tu esposo sea más hermosa que tú.
Únicamente si fuera una diosa.

Le devolví la mirada, era extraño escuchar el piropo de un hombre con una


apariencia a medio camino entre una chica indecisa y un muchacho bello
colosalmente maquillado. No entendía.

—¿Te parezco bonita?

—Creo que eres especial. Si fueras mi esposa serías mi reina.

Sus ojos, sus labios, cambiaron de repente. Yo podía ver cómo cambiaba la
fisonomía de los hombres cuando me decían algo atrevido, era una suerte de
destello de endorfinas saliendo de sus ojos, brillando en sus dientes. La
transformación duraba el mismo tiempo que empleaban en coquetear conmigo, en
mover sus lenguas de serpientes hacia mí. Creo que por eso la mayoría de los
hombres me parecían horribles.

—Déjame aquí.

—Todavía falta mucho para llegar a la ciudad.

El camionero se detuvo. Apagó el motor. Antes de que yo pudiera abrir la


puerta me agarró delicadamente por un brazo. Me dijo que si quería bajarme
estaba bien, pero que no lo hiciera por él, solo había intentado ser amable, regalarle
un cumplido a mi belleza. Lo miré, el rostro ahora se le veía normal, incluso me
resultó más hermoso. Él no esperó mi respuesta, movió con elegancia su cabello
largo y prendió el motor.

Estuvimos cerca de un minuto sin hablar, luego preguntó por las amantes de
mi esposo. No las conocía, ni siquiera nos habíamos cruzado en el camino. Las
había visto a todas, eso sí, desde la abertura que había hecho en la pared del
cuarto. Justo detrás de aquel agujero observaba a mi esposo con sus amantes,
disfrutaba con ellas como nunca había logrado hacerlo conmigo. Supongo que
aquellas observaciones continuadas hicieron aparecer mi talento para los olores;
era capaz de reconocer, a kilómetros de distancia, el olor de las vaginas de las
amantes de mi esposo. Podía saber cuándo se acercaban, cuándo habían estado con
él, todo. Era insoportable.

—¿Por qué quieres saber cómo son?

—Tengo curiosidad, me gustaría imaginar que existe una belleza mayor a la


tuya.

En realidad, todas las amantes poseían una belleza muy especial, pero ni
siquiera la más portentosa podía aventajar la presencia perfecta del camionero. No
se lo dije, por supuesto. Él de todos modos insistió, quería saber.

—Si sigues con lo mismo me voy a bajar.

—Ok —dijo sonriéndome—, solo era curiosidad.

Yo podía sentir también el olor del glande de todos los hombres que se
acercaban a mí. Podía saber cuándo estaban excitados, cuándo querían llevarme a
la cama, por eso sabía que mi esposo nunca, o casi nunca, pensaba en mí.

El olor del camionero había comenzado a extenderse apenas me senté a su


lado. Era una combinación de pétalos de rosa con fragmentos de tungsteno
derretido. Era, debo admitirlo, un olor muy suave, muy agradable, como si nunca
hubiera conocido los efluvios de una vagina. Le pregunté si estaba casado. Me dijo
que aún no encontraba a la persona afín, que el amor debería aparecer como
reacción química.

Comencé a temer en serio, pues su olor se hizo fuerte, se adentró hasta el


fondo de mi nariz. Le temía, además, a las personas diferentes, a las que no
encajaban en el engranaje de la sociedad.

El camionero era la persona más rara que había conocido en mi vida. No


podía definir si quería ser hombre o mujer, si tenía los pies en la tierra o era un
soñador, si quería acostarse conmigo o solo avergonzarme con su belleza.

Estaba ideando una buena excusa para que me dejara en la próxima curva
cuando tres camiones nos pasaron por el lado y se estacionaron varios metros
adelante. En los parabrisas se leía: Yo soy el que soy; Relájate y coopera; Al final la
culpa fue tuya.

El camionero frenó en seco. Espera un momento aquí, dijo agarrando el bate


de aluminio acomodado en la parte trasera de la cabina. Abrió la puerta. Los otros
camioneros, al verlo acercárseles con el bate, salieron de las cabinas y se echaron a
reír. Eran altos, fuertes, gordos, barbudos, rudos, como cualquier camionero en
cualquier parte del mundo.

—Te advertimos que no queríamos verte de nuevo en esta carretera.

—Te dijimos que esta parte de aquí es para los hombres.


—Vete por donde mismo viniste si no quieres que acabemos contigo.

Yo podía haber escapado, era mi momento de escapar. Podía abrir la puerta


y huir, nadie me hubiera visto. Pude haberlo hecho, pero no lo hice, no sé por qué.

Cuando salí de la cabina ya el camionero tenía el bate en lo alto, lo movía


contra sus enemigos, los mantenía a raya. El olor de los glandes inundaba toda la
escena, era el olor de la excitación sexual, de la lujuria, la avaricia, estaban
inflamados. Al verme, el camionero dejó de moverse.

—Vuelve al camión.

No podía dejarlo solo, no quería. Tenía la impresión de que los gordos


caerían encima de él para hacerlo trizas, para destruir algo que ahora se me
antojaba único, valioso. Caminé hasta él y lo besé con ansias, como nunca había
besado a alguien. En mi beso había mucho de deseo y de enajenación, mucho de
furia y liberación.

Me sentí distinta, como si estuviese fuera de mí, como si me observara a mí


misma desde un agujero secreto. Sentí el olor de mi propio placer y sentí además
un olor ajeno, un aroma desconocido hasta ese momento por mí.

—Mi amor, vámonos ya, quiero llegar a casa.

Él quedó sin palabras, los otros camioneros también. Tuve la sensación de


que el tiempo maniobraba aquel instante para que pudiéramos marcharnos. Los
camioneros gordos, con los brazos a lo largo del cuerpo, permanecieron
observándonos hasta que doblamos en la curva y nos perdimos en el horizonte.

Mi vida, a partir de ese momento, quedó dividida en un antes y un después


de aquel beso. Por más que me esforzara en querer justificarlo o buscarle un
sentido racional, el beso siempre me perseguiría como el detonante de un instinto
morboso. Ahora me sentía como Madame Bovary en la novela de Joyce, regresando
de un viaje hacia la libertad. Yo, Bovary Bloom, estaba de vuelta a casa, luego de
haber escapado en la mañana, luego de haberle dicho a mi esposo “me voy, no
regreso más, no te soporto”, luego de marcharme sin un solo equipaje, como en
una especie de preámbulo de regreso, de necesidad de volver siempre. Yo,
Leopolda Bovary, estaba de regreso de mi Bloomsday y me sentía húmeda, el
cuerpo totalmente sudoroso y mojado, viscosa, mucho más viscosa que cuando
espiaba a mi marido con sus amantes. El camionero lo captó, lo leyó en mis ojos
demasiado abiertos y mi respiración enloquecida.
Ya habíamos entrado en la ciudad, pero seguíamos sin mencionar palabra
alguna. Me sentía apenada, no hubiera tenido fuerzas para preguntarle hacia
dónde íbamos. Introdujo el camión en una arboleda, lo parqueó bajo las sombras y,
todavía sin hablar, se volteó hacia mí e intentó besarme. Le devolví el beso,
suavemente, el corazón me latía rápido, nunca lo había sentido así, nunca me había
sentido así.

La boca delicada del camionero, sus cejas depiladas, su cabello de chica


coqueta, me remitieron, sin saber cómo, a la imagen salvaje de mi esposo con su
pecho amplio, voluminoso, sus manos toscas, su mirada vulgar.

—No puedo —dije, pero él continuó besándome, tocándome.

Sus uñas largas y rojas hacían círculos alrededor de mis senos, rozaban a
intervalos mi entrepierna, jugaban con mis emociones. Era un hombre que sabía
cómo tratar a una mujer, cómo incendiar a una mujer.

—¡No puedo! —repetí, todavía con la imagen de mi esposo entre mis ojos.

Yo era una contradicción, mi cuerpo envuelto en llamaradas, mis muslos


tibios entreabiertos, pero no podía, la mujer torpe, frustrada, tímida, que había sido
durante toda mi vida continuaba gritando desde el interior de mi mente.

Empujé al camionero, abrí la puerta y salté de la cabina. Ya en el suelo me


arreglé el vestido. Él salió detrás de mí, intentó agarrarme por un brazo. Lo esquivé
varias veces, me agaché y recogí una piedra.

—¡Déjame tranquila!

El camionero se puso las manos en la cintura, sin camisa tenía una figura
menos femenina, se convertía en un ser andrógino, futurista, ideal, hubiera
deseado besarlo de arriba abajo, pero debía irme.

—¿Por qué quieres volver con un hombre que te engaña? Cualquiera se


sentiría dichoso de tenerte a su lado.

Yo no sabía. Nadie sabe por qué las personas hacen lo que hacen, por qué
son como son. Además, él no era el más indicado para preguntar el porqué de las
cosas.

Llegué a casa en la noche, una hora después de que mi esposo terminara con
una de sus amantes. Kilómetros antes de llegar percibí el olor ácido y azucarado de
la vagina de la amante. Esta vez no me sentí enojada, una mujer miserable
condenada al ostracismo, la pulsación del deseo y la sangre apareció dentro de mí
como un remolino irascible.

Estaba excitada. El sexo, esa cosa que siempre me pareció deleznable y


ridícula, se me mostró en todo su esplendor, completamente desnudo.

Demoré unos minutos a propósito, quería que la amante se marchara, las


amantes se marchaban antes de las diez de la noche, al parecer también tenían
maridos o novios. Ahora yo estaba fuera de mí, del cuerpo me brotaban miles de
olores, estaba colmada de deseos. Ahora yo era Madame Bovary, y era también
Molly Bloom; el olor de todas las vaginas estaban en mi casa, en mi cuarto, sobre el
cuerpo de mi esposo tumbado encima de la cama, y yo tenía ganas de decirle “aquí
estoy de nuevo, regresé de nuevo”, pero esta vez estaba demasiado excitada y solo
me quité el vestido, lo lancé lejos ante sus ojos curiosos y caí encima de él,
buscando el olor de su glande, colocando en su rostro vulgar otro rostro perfecto
con pelo largo y cejas depiladas, imaginando uñas largas y rojas en sus manos
toscas, lamiendo su pecho ahora andrógino, liso, sin cabellos ni marcas, y resbalé
sobre él todo lo que pude, desbocada, era la mejor de sus amantes, la más sensual,
la más gritona, la más loca, tomé las cuerdas de su instinto y el mío y las estiré
hasta el límite, hasta el instante en que se abrió un espacio mágico y mi vagina, mi
cuerpo y mi mente descubrieron una sensación desconocida que me hizo caer de
espaldas, fatigada de asombro y placer, y entonces mi esposo se acomodó sobre mí
y se perdió en un final estentóreo, nervioso y romántico que me hizo recordar el
día que se me declaró y yo pensé bueno igual da él que otro y luego le pedí con los
ojos que lo volviera a pedir sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la
montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él
me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí
dije sí quiero. Sí.
Urgencia vital

Marlon Dariel DUMENIGO Pau

(1987). Ingeniero en Ciencias Informáticas. Obtuvo mención en los concursos


de cuento Casa Tomada 2011 y Oscar Hurtado 2012. Reside en Trinidad, Cuba.

Simultáneamente se desvisten. Ambas capas anticorrosivas quedan


sepultadas en el fondo del casillero, situado junto a la puerta con un cartel de
Exclusivo Para Uso Terapéutico. Decididos, insertan sus tarjetas de identificación
en la ranura de acceso y se dirigen con mecánicos movimientos hacia las sillas,
donde acomodan sus pesados cuerpos entre aquellas fibras hipersensoriales. A
pesar de las dudas conservan su autocontrol, así lo exige el tratamiento.

“Es solo una lesión psicológica muy común en los matrimonios por estos
días”, les había diagnosticado el doctor experto en la materia apenas le confesaron
la dolencia que los aquejaba. “La cura es sencilla, una sesión en el Regresor
bastará”, concluyó, y les fijó turno para el día 10 del mes entrante debido a lo
solicitado de aquellas máquinas y los pocos ejemplares existentes. Al salir, no
cruzaron una palabra; pero sus sensores internos captaron un ligero incremento de
actividad nerviosa. Las 20 horas diarias de trabajo, de cada uno de los veinticinco
días que los distanciaban de la fecha fijada para el tratamiento, transcurrieron con
su rutina habitual, solo la noche anterior pareció demorarse un poco más.

Cuando la vinculación por medio de cables transparentes a sus respectivas


sillas ha concluido, levantan los brazos, y se observan un momento, a manera de
saludo, solo para cumplir las instrucciones del manual para primerizos, antes de
enclavar los rostros en sendos cascos transparentes ubicados en la parte superior
de sus asientos. Casi instantáneamente una placentera sensación de ingravidez
contagia sus sentidos. Cierran los ojos. Pierden a intervalos el control de sus
articulaciones. Justo como exige el manual, rechazan cada pensamiento lógico
mientras sus sensores internos comienzan a percibir una inexplicable necesidad de
respirar. Sobre los cascos, una luz verde anuncia que se ha establecido la conexión.

Respiran. Visualizan el otro cuerpo, ese que palpita bajo el metal, como hace
miles de años, antes de cubrirse totalmente de cortezas metálicas debido a las
radiaciones nucleares de la tercera guerra. Sonríen, aplauden extasiados al
descubrirse en aquella irrealidad compartida, solos los dos, envueltos en aquella
especie de niebla ligera, sin las incómodas tormentas de polvo radioactivo en cada
esquina y las calles inundadas de escombros. Reconocen cada punto de contacto:
él, las dos protuberancias a cada lado del pecho, esa piel suave y blanca de la
pelvis, el semiabierto vértice entre aquellos muslos firmes; ella, los definidos
recuadros del abdomen, las enormes venas en los brazos, su ancha espalda y el
apéndice que va haciéndose más grande. Acercan sus contornos. Palpan
tímidamente cada pliegue: él, con manos sudorosas, volcado entre las curvas,
explorando con su lengua cada espacio; ella, trazándole figuras en la espalda,
mordiendo suave aquel dedo que juguetea entre labios, dejándose llevar.
Desesperados por fingir que no olvidan cómo mezclar los cuerpos. Inconformes de
tanto sobrevivir en un planeta de aluminio y neón, intentando atrapar en medio de
aquella niebla un placer desconocido y lejano, como el humo de las incontables
fábricas recicladoras de la ciudad. Están húmedos. Vacilantes. Sujetos a ese cruce
de miradas que los hace sentir, inexplicablemente, en compañía. Y de pronto ríen a
carcajadas, se llaman por su nombre y no por el número de identificación,
entrelazan sus manos y susurran te quiero con silabas casi adormecidas.
Abrazados tan fuerte que no perciben el roce del apéndice con el vértice ahora muy
abierto, esa tibia proximidad endureciéndose indetenible, hasta penetrar, y
comienzan a moverse casi sin darse cuenta, instigados por los gemidos delirantes y
ese cosquilleo renovador, y continúan más rápido, ajenos al sobrecalentamiento
acelerado de sus sensores internos de temperatura. Desafiando el protocolo se
aproximan al límite. Así, apretados uno contra otro, temerosos de perder ese
último destello de memoria, dando rienda suelta a sus instintos más básicos, esos
que inútilmente han intentado bloquear desde hace siglos, por medio de
sofisticadas computadoras, chips y nanovacunas, con el único pretexto de
preservar la especie y evitar los conflictos emocionales que tantos efectos nocivos
han provocado en el decursar de la historia. Y continúan moviéndose, extasiados,
destrozando sus sensores internos de temperatura, obviando totalmente manual y
tratamiento. Cómplices, hasta que sienten desprenderse algo muy dentro, y
quedan inmóviles, vacíos, viendo esfumarse cada imagen en sus mentes, devueltos
entre infinidad de chispazos a sus pesados armazones sobre las sillas
hipersensoriales, mientras los cascos se apartan de sus rostros metálicos, que no
activan esta vez la señal de energía sino un mensaje de Error, y un vapor oscuro les
comienza a ascender de entre las piernas.
Aromaterapia

Zahylis FERRO

(Pinar del Río, Cuba, 1983). Graduada de Periodismo y Comunicación Social


del Emerson College, en la ciudad de Boston, Massachusetts. Edita el blog
kontARTE (kontARTE.wordpress.com) y obtuvo mención en el I Concurso
Internacional de Poesía Lincoln-Martí. Reside en Miami, Estados Unidos.

El humo del cigarro quemándose entre sus labios se le antojó no solo sexy,
sino lo más saludable que pudiera recetarle el doctor para una tarde de calor
tropical.

Eran pasadas las tres, pero ya hacía un buen rato que había matado a su
Lola, o más bien que su Lola había acabado matándolo a él. Los bríos de aquella
carne joven le anunciaban una encarnizada batalla cuerpo a cuerpo cada vez que se
cerraban las puertas del apartamento de esquina en el sexto piso. A Jesús le
hubieran temblado las piernas de haber tenido tiempo para pensar antes de cada
encuentro, pero salía a toda velocidad de la oficina, y ella lo esperaba frente al
elevador envuelta en una bata de baño y lo arrastraba por el pasillo
impregnándose desde ya en sus labios, deslizándose por su garganta, robándole
escalofríos que nacían y morían entre tela y piel.

La imagen yerta de su cuerpo voluptuoso tirado en desorden sobre las


sábanas de satín, complacía sus más exigentes fantasías eróticas, y Jesús la miraba
desde lejos, refugiada ella en su burbuja de humo dulce, desvalijado él de todo
placer reprimido, reticentes los dos a intentar un acercamiento que fuese capaz de
encender la más mínima llama de deseo.

Los motivos eran diferentes aunque la reacción pareciera la misma. Lorena,


o Lola como la llamaba Jesús, era una mujer fantasiosa y enajenada de la realidad,
amante de su propio cuerpo y segura de su poder de seducción. Adoraba sentir la
mirada lasciva de los hombres resbalar contra su carne. Sus montañas se crispaban,
sus curvas se acentuaban, su cerebro emitía señales que sus órganos internos
interpretaban con regocijo en una danza apasionada en la que terminaban
sudándole mares de humedad.

Adoraba ser adorada con la vehemencia con la que lo hacía Jesús. Él la


idolatraba como a una virgen, como a la santa que en otra vida a ella le gustaría
ser. Se la comía con los ojos, las manos, las piernas, la elevaba más allá de las nubes
con devoción. Luego la penetraba con fervor, ambos pecando deliciosa y
deliberadamente, acariciando la idea de vivir por siempre consumidos en las
llamas del infierno. Jesús la arrastraba de vuelta a la tierra donde se sentía morir y
moría en una arrítmica secuencia de suspiros y espasmos inconclusos. Lorena
disfrutaba entonces resucitar gradualmente sabiéndose observada con
minuciosidad científica por un par de ojos desencajados de placer, en los que se
sabía haciendo historia, ojos que la erotizaban con la humildad del que se siente
inmerecidamente privilegiado.
Las razones de Jesús eran más terrenales y definitivamente menos egocéntricas.
Era viernes. Día —noche, mejor dicho— de sexo en casa, sexo con Ileana, su mujer
por más de veinte años. Era viernes y Jesús había enjugado sus ganas en la carne
olorosa a rocío de Lorena. Se había desbordado en sus cuencas y aún brotaba de
sus cavidades toda la virilidad que un rato antes acorralara su cuerpo. Jesús era,
este viernes, un hombre satisfecho, de satisfacciones orgásmicas múltiples, y no se
creía, no se sentía capaz de emprender el trayecto hacia la cama con Ileana al final
del día. Con Lorena era un hombre vencedor, y ahora que pensaba en Ileana, era
un hombre vencido.

Por los últimos 10 años Ileana y Jesús se habían acostumbrado al sexo


errático, breve, intrascendente. Finalmente lo habían desplazado poco a poco hasta
el punto en que se encontraba, reducido a un día de la semana, los viernes. La
decisión no había sido premeditada ni mucho menos. La noche del viernes se había
transformado involuntariamente en la más tranquila de la semana. Los niños no
tenían escuela el sábado, no había que ayudarlos con las tareas ni proyectos de
último minuto. Por lo general no cocinaban, sino que ordenaban comida española
de un restaurante cercano que hasta les traía el pedido a la casa. La madre de
Ileana se iba a pasar el fin de semana para casa del hijo mayor. La oficina de Jesús
programaba pocas citas para terminar el día más temprano. Ileana dejaba la tienda
en manos de su sobrina, su mano derecha, y podía descansar tranquila al menos
un día a la semana.

Jesús había olvidado que era viernes en cuanto escuchó la voz de su belleza
criolla al otro lado del auricular, pronosticándole una tarde lujuriosa en el
apartamento de esquina del sexto piso. Descomposición de cuerpos, emanar de
corrientes, descargas eléctricas y aromas y murmullos y sabores. Lorena le
pronosticaba un despilfarro humano y Lorena... bueno... Lorena siempre cumplía
sus promesas.

Ahora Jesús se preguntaba cómo enfrentar a Ileana cuando Lorena le había


chupado los jugos y no le quedaba ni una gota de erotismo exiguo para regalarle al
cuerpo de una Ileana que esperaba, que sabía que era viernes, y que interpretaría la
carencia como un indicador de exceso consumado fuera de sus sábanas. Y lo
último que Jesús deseaba en aquel momento era despertar el celo animal en Ileana,
la mujer que había elegido para su vida.

Encuentros deliberadamente casuales en moteles y oficinas en desuso no era


precisamente algo de lo que Jesús carecía. El motel Paradise era su preferido, y allí
escogía siempre una habitación en el segundo piso, donde un jacuzzi en forma de
corazón adornaba con burbujas las nalgas de un buen número de sus conquistas.
Nalgas siempre firmes; senos disímiles. Más redondos, menos, separados, juntos,
grandes, perdidos, caídos, semicaídos, apetecibles, simples, arrogantes. Los senos
no eran una prioridad para Jesús. Las nalgas... eso ya era otra cosa. Los culos
redondos y consistentes lo “mataban”, como solía describir a sus amigos mientras
su mente volaba hacia la más reciente aventura en la que un par de nalgas bien
cargadas de carne se le regalaran para ser acariciadas, castigadas o manoseadas
hasta la saciedad.

Le gustaba penetrarlas de espalda, de pie él, agazapadas o en cuatro ellas,


mientras una mano viajaba desde el vientre a los senos y la otra se regocijaba al
tacto de unas nalgas de piedra que formarían parte por siempre de su álbum de
fotografías mentales. Pero aún no había terminado de vestirse, ni de secarse los
restos de eyaculación en una servilleta olvidada en el baño, cuando ya su mente se
había recuperado del trance, y volvía a la vida real, a la casa, al trabajo, a los niños,
a Ileana.
De la mujer que por poco le cambia el rumbo a su vida, paradójicamente, lo
que más recordaba Jesús eran los senos. Tamaño medio, elevación media,
medianamente separados, aureola color nuez moscada, pezón puntiagudo medio
tamaño también. Unos senos perfectos que le hacían agua la boca y de los que no
se cansaba de beber. Esa mujer lo había disociado, sacándolo de su rutina y
fascinación trasera, y adentrándolo en un espacio diferente, dactilar y apacible que
terminó rompiéndose en pedazos cuando Ileana lo devolvió a sus sentidos con un
bofetón en pleno rostro, en el parqueo donde lo esperó y lo vio despedirse de la
mujer de los senos perfectos por última vez. Ileana no tenía pechos perfectos ni
nalgas macizas, pero había tenido lo suyo, veinte primaveras y veranos y otoños
atrás cuando la había conocido, y aún conservaba en parte su gloria pasada.

•••

A Ileana comenzó a sonarle el teléfono celular al mismo tiempo que el


corazón empezaba a salírsele de revoluciones. Su ritmo cardíaco se elevaba y su
cuerpo se agitaba en espasmos incontrolables que poco o nada tenían que ver con
el teléfono y su música inoportuna. La cabeza de pelo castaño claro prendida entre
sus piernas no pareció inmutarse con la distracción, al contrario, quizás temiendo
que el sonido usurpador robara la concentración de su dama, se adentró en los
laberintos de su sexo tibio libando con su lengua el néctar de aquella flor que se le
regalaba húmeda, dulce, perfumada.

En un esfuerzo sobrehumano de coordinación, Ileana estiró el brazo hasta la


cartera, y alcanzando el teléfono con la punta de los dedos logró ponerlo en
vibrador. Y así, olvidándose del ruido y del bolso, pero con el brazo aún estirado
sobre su cabeza, Ileana se dejó hacer, se dejó invadir, como cueva que recibe
gustosa a su explorador, y se tornó cuenca para darle de beber de sus intrincados
manantiales. Sus aguas subterráneas, respondiendo al desasosiego creciente,
brotaban de sitios donde ni las piedras sabían que eran piedras y empezaron a
trepar, desafiando el poder de la gravedad, por las superficies irregulares de su
interior desembocando en la cabeza del hombre sometido a sus entrepiernas.

En otro momento Ileana no hubiese permitido, ni se hubiese permitido a sí


misma, esta entrega derrochadora e insensata, pero había algo en aquel hombre, en
el leve contacto con aquel hombre que evocaba insondables reacciones en las
inmediaciones de su pelvis. Sus manos, insolentes, expertas en trasgredir espacios,
sin pedir permiso y sin dudarlo dos veces, producían un efecto electrizante en cada
parte de su cuerpo. Sus dedos ahora se hincaban en la piel pálida al final de sus
muslos, presionándolos en direcciones opuestas, abriendo espacio a su lengua
inquieta y buscona, dejándole una marca rosa producto de la presión del contacto.
Ileana volviéndosele agua entre la boca. Ileana quejándose por cada poro del
cuerpo, deleitándose en cada gemido sordo, estremeciéndose de adentro hacia
afuera. Ileana regalando su salvia poseedora de vida que le sabía a gloria eterna en
esta hora de muerte súbitamente lenta.

En otro momento Ileana hubiera seguido de largo, dejando atrás ese par de
ojos que parecían querer comérsela viva. Ese día, sin embargo, sintió el desorden
creciendo en sus caderas, la ebullición en la piel y una agitación en su respirar que
se tradujo casi instantáneamente en transpiración olorosa a hembra deseada. Y
luego sintió que se derretía cuando el joven de no más de 30 años la saludó desde
la puerta de la pequeña oficina, escondida detrás de la sección de las frutas en el
supermercado. El saludo, que más parecía sonrisa tibia, atrevida, sugerente, fue un
abrazo delicioso que se le pegó en el cuerpo como un sudor frío, calándole
profundo, ahogándose en sus cavidades y sudándole a través de su dermis
ardiente.

Ileana se vio aturdida pero aún así contestó a medias la sonrisa, y siguió
caminando sin mirar atrás, moviendo las caderas con una sensualidad que le
sentaba natural. Era como si su cuerpo respondiera gustoso y por sí solo al deseo
ajeno. Y no había terminado de recuperarse del ajetreo cuando volvió a encontrarse
aquellos ojos inquisitivos y labios carnosos al final de la línea de refrigerados,
donde un empleado reponía el surtido. Una vez más a la salida del supermercado,
frente a la línea de las registradoras, asegurándose de que las cajeras saludaran y
despidieran a los clientes. “Un administrador que se preocupa por hacer bien su
trabajo”, pensó Ileana complacida. Y a partir de ese día se convirtió en una clienta
no solo asidua sino, además, satisfecha.

No tomó mucho tiempo para que el administrador se decidiera a


entrevistarla en calidad de estudio de mercado, y sus opiniones fueron tan valiosas
que no solo se limitaron a aplicarlas en el plano comercial —para ofrecer un mejor
servicio al consumidor— sino que lo llevaron al plano personal, entregándose
ilimitadamente por una causa mayor: la satisfacción plena.

El pequeño cuarto detrás de la sección de las frutas abrió sus puertas a una
Ileana ardiente y activa; una Ileana expresiva, generosa, que se deshacía en un sexo
auténtico, dado a complacer y ser complacida, sin presiones, conflictos o planes de
trasfondo. Era un sexo simplificado, de orgasmos infinitos que llenaban el aire de
un erotismo palpable que se confundía a ratos con el olor afrodisíaco de las frutas,
antesala al mismo tiempo de la saciedad y el hambre.

Esa noche Jesús retardó lo más que pudo el irse a la cama. Le resultó
relativamente fácil; Ileana no paraba de trajinar por toda la casa, recogiendo,
limpiando la cocina, los muebles, enfrascada en una suerte de limpieza general que
Jesús no entendía ni encontraba necesaria pero a la que ella se dedicaba con
concentración de atleta. En otro momento hubiera puesto mala cara o le hubiera
dicho algo para que se diera cuenta que su masculinidad exigía preferencia, pero
esta noche se hizo el distraído y actuó como si no se diera cuenta de que el tiempo
estaba pasando.

Ileana se dio a la tarea de lucir ocupada y darle un incuestionable sentido de


urgencia a su labor, como si fregar unos cacharros sucios, desempolvar los
ventiladores de techo y sacar ropa vieja de los armarios no pudiera esperar al día
siguiente.

Cerca de las once y media de la noche, sin poder disimular más, por miedo a
liberar una reacción en cadena que terminara destapando la olla de agua hirviendo
que resultaba ser la infidelidad mutua, se fueron a la cama. Ileana fue la última en
meterse debajo de las sábanas, con la piel impregnada de un penetrante olor a
Mango-Passion Fruit, un nuevo jabón de baño que había comprado en el
supermercado a falta de otra cosa que adquirir. “¿Te bañaste con agua o con
batido?”, le preguntó Jesús en tono de burla. Pero Ileana, turbada por el olor a
frutas que le recordaba la pequeña oficina al fondo del supermercado, no captó la
ironía. “Ese jabón, Ili, ¡que parece que me estoy acostando con una frutera!”.

Ileana se echó a reír, nerviosa, no sabiendo si la alusión a la frutera algo tenía


que ver con sus encuentros extramatrimoniales. ¿Y si Jesús se había enterado? Peor
aún, ¿y si la había visto y estaba esperando el momento preciso para restregárselo
en la cara? A Ileana se le enfrió el corazón. El olor a frutas se congeló en el aire
como paleta de helado y dejó de reír, y de pensar, y optó por buscar la verdad,
cualquiera que ésta fuera en los ojos de Jesús. Imaginar su vida sin él era algo que
no podía ni quería hacer. En veinte y tantos años de relación, Jesús había sido su
mano derecha, su todo, ya no tanto su amante, pero lo había sido y, bueno, eso
mantenía la continuidad de sus sentimientos. El recuerdo de los labios carnosos del
hombre joven que la seducía con la mirada y le hidrataba la piel de solo rozarla se
le antojó de repente un simple alucinógeno, el sabor de su boca una distracción
afrodisíaca, y la curiosidad de sus dedos una descarga electrizante. Pero ni esos
ojos, ni esos labios, ni esas manos llevaban su piel tatuada en ellos.
Un alivio cálido empezó a correr por sus venas al encontrar los ojos de Jesús
en la semipenumbra del cuarto. Un vapor contenido fue irrigándola por dentro,
descongelando sus miembros acalambrados por los segundos o siglos de temor,
quebrando la tensión, despedazando la risa nerviosa, suavizándola, liberándola...
Y abrazada una vez más por el olor húmedo a frutas condensado en el aire del
cuarto, Ileana se sintió fuerte, atrevida, y en un arranque de pasión se sentó a
horcajadas sobre el abdomen de Jesús y arrastrándose sobre su pecho desnudo,
asió su cara entre sus manos, buscó sus labios, y comenzó a recorrerlos con lentitud
provocadora. Ileana cerró los ojos y se derritió en el recuerdo afrutado de unos
labios carnosos recorriéndole el cuerpo, y prendida aún al beso que cobraba vida
por segundo, abrió de nuevo los ojos para regalarse a Jesús, y verse empapada en
sus ojos por una lluvia que le llovía desde adentro sobre lo ya mojado.

A Jesús lo sorprendió el asalto para el que su virilidad no estaba preparada,


pero su orgullo de macho latino le recordó que este no era el momento de
congelarse, sino de satisfacer la interrogante viva que era el cuerpo de su mujer
reclamando el suyo, friccionándole su carne dormida debajo de la sábana. Y
entonces fue Jesús quien cerró los ojos y se remontó al recuerdo de una Lorena
desnuda y ultrajada después del sexo, su única tabla de salvación posible en aquel
momento... y de nuevo se sintió acariciado por el humo del cigarro, la
voluptuosidad de la carne joven, el expandirse de sus ansias en anticipación y
lujuria. Y Jesús sintió revivir su libido agotado en una sola mujer en aquella tarde
de viernes. Sintió su masculinidad toda amanecer entre sus piernas, víctima del
contacto agonizante con una piel tersa primero y unas manos diligentes luego y,
más tarde, la humedad deliciosa de una boca acogedora y sagaz. Y Jesús abrió los
ojos a una cabeza de pelo teñido color castaño muy claro perdida al sur de su
humanidad y sonrío al entrever unas raíces oscuras en aquel cabello revuelto de
Ileana, su Ileana, y se ahogó en un suspiro agónico y placentero que se elevó sobre
sus cuerpos y quedó enredado en el olor a Mango-Passion Fruit que servía de
burbuja a tanta pasión contenida. Y agradeció saberse absorbido por ella. Y ya no
quedó espacio que no ocupase Ileana, desvanecido como por arte de magia el
espectro de Lorena.

La orgía que por unos minutos formaron los cuatro cuerpos conjurados por
la realidad y la memoria se fue disipando, y era ya orgía de dos Jesús y dos Ileana
llenando todos los espacios, devorando a su paso la materia y el deseo. Y hubiera
podido apostarse a la levedad de sus cuerpos, a lo etéreo de su interactuar de
haber sido posible darle nombre a aquel desmembramiento exquisito, a aquel
intercambio de partes, jugos y vapores en combustión sobre las sábanas blancas.
Jesús se perdía en una Ileana ávida de intrusión, gustosamente receptiva, lista para
explotar y arrastrar a su hombre consigo en la explosión.

Pudo haber tomado toda la noche o quizás la noche se redujo a un puñado


de minutos, pero Ileana y Jesús la consumieron deliciosamente, recorriendo con
habilidad aplazada tantas brechas, tantos rincones, tantas humedades. Poseerse de
una manera tan carnal y tangible, los sorprendió a ambos. Se usaron hasta el
cansancio. Se abusaron hasta un límite nunca antes explorado en el que no eran
Jesús e Ileana, la pareja consagrada al sexo con significados idílicos, sino un simple
hombre y una simple mujer sin otro plan entre piernas que el de enjugarse las
ansias y beber las aguas que emanaban de sus cavidades. Se agotaron sin la
intención de protegerse, de salvarse, de cuidarse... todo lo contrario... se echaron a
morir en una muerte lenta de invasiones, batallas, torturas y decapitaciones. Y
convulsionaron juntos y por separado hasta quedar visiblemente incapacitados
para actuar o pensar.

Sin darse cuenta habían tenido el mejor sexo de sus vidas.

Al día siguiente ninguno de los dos retomó su rutina. No se atrevían a


mirarse a los ojos. Temían que ellos delataran las infidelidades mutuas, que la
intensidad desacostumbrada del amor recién consumado los pusiera sobre aviso.
Era mejor no levantar sospechas en los próximos días.

Jesús no asistió a su cita con Lorena. Tuvo una reunión imprevista. Ileana no
pasó por el supermercado aun cuando sabía que no había frutas ni ensalada para la
comida. Esa noche los niños no quisieron comer. “No hay colores en la mesa,
mamá”.

Se fueron todos a la cama temprano con una sensación de hambre


insatisfecha clavada en el estómago. No era realmente hambre, sino deseos de
comer. Inquietos y sin sueño aún, Ileana y Jesús miraron el techo del cuarto desde
sus mitades de la cama, casi sin pestañear, concentrados en sus silencios y al
mismo tiempo pendientes del silencio ajeno. No supieron muy bien qué pie rozó
qué muslo, ni qué mano empezó a franquear la trinchera invisible que los dividía.
Pudo haber sido el pie, o el muslo, o la mano propia que por frío o aburrimiento o
ansiedad o hambre de comer y dejarse comer, de ajusticiar o inmolarse
confundieron los reflejos individuales y sucumbieron ante el flujo espontáneo que
los unió un día, hacía ya más de 20 años.
Amy no quería morir

Enzzo HERNÁNDEZ Hernández

Tiene 19 años y reside en La Habana, Cuba. Es graduado del Taller de


Técnicas Narrativas auspiciado por el Centro de Formación Literaria Onelio J.
Cardoso.

Ella ató sus manos a la pata de la cama. Lo hizo delicadamente, usando un


par de cordones de los zapatos de correr. Él quedó desnudo en diagonal,
imposibilitado de movimientos, sintiendo un jalón muscular desde las axilas que lo
anclaba a la esquina del colchón. Ella salió del cuarto envuelta en una sábana
blanca. Él creyó verla salir, con su peplo inmaculado de vestal, y se dispuso, con
las piernas, a abrir el closet y contemplarse todo maniatado ante el espejo. Nunca
se había dejado amarrar. Sintió un ligero escozor en el pene, como una pandilla de
hormigas. Buscó relajarse y, con los muslos hacia adentro, intentó correr el
prepucio hasta cubrir el glande. La molestia cesó cuando ella llegaba al umbral, ya
sin peplo, sosteniendo un pañuelito amarillo de seda. Sonaba una música oscura,
que en alemán describía la mañana clara de mayo; era una lied de Schumann. Ella,
arrodillada en el suelo, desde atrás, colocó el pañuelo sobre los ojos de él. Apretó la
seda, hasta que la piel ajena se fusionó en la tela amarilla, y los colores dejaron de
ser puros. Pasó levemente sus dedos sobre los ojos tapiados, y creyó cerciorarse de
que ya no podría mirar. Él, en cambio, usaba una franja diminuta por debajo de la
tela, y podía verla aún, secretamente. La escuchó levantarse de la cama, y entrevió
que agarraba la Polaroid. De inmediato le llegó el sonido del flash, y luego el
chirriar de la instantánea. La foto al caer rozó su rodilla. Hubo silencio. Ella rió.
Entonces él tuvo una idea, casi infantilmente le dijo: —Coge el crisantemo, y ponlo
en mi pecho—. Ella agarró la flor, sacándola del jarrón japonés, y dirigió sus pasos
hasta la cama. Él sintió unas gotas diminutas filtrándose por sus labios, eran los
pétalos húmedos del crisantemo. —Ahora continúa. Píntame. Pinta sobre mí con tu
sangre —le exigió. Escuchó las risas de ella, y la vio completamente a través del
trocito de vacío que descuidaba el pañuelo. Sentada en la cama, al otro lado, ella se
desprendió de su ropa interior. —Durazno sangrando —pensó, al ver las manchas
húmedas en el encaje malva de su tanga. Su menstruación era rancia, y daba al
ambiente un vaho dulzón mezclado con la luminosidad de las noctilucas. La
sangre brillaba en la penumbra. Desprendía a intervalos una fosforescencia
luciferina de estrella de la aurora. Él dijo jadeando —quiero que me castigues.
Castígame. Maltrátame. Hazme beber tu sangre. No temas, que es un juego—. Ella
se limitó a encender un incienso de mandarina que tenía forma de cono. El olor
ahumado se mezcló con las fragancias menstruales y lo indujeron hacia un éxtasis
en el que las palabras no tuvieron recinto. La descripción más fiel sería, acaso, un
caleidoscopio sinfín de imágenes hechas sobre la técnica del fast-painting. Ella
hundió el dedo índice en el costado del tampón y lo hizo exprimir hasta que
algunas gotas salieron. Usando aún el índice, escribió su nombre en el pecho de él.
Coloreó sus tetillas dándoles el aspecto de dos guindas madurísimas. Luego se
acostó a su lado y comenzó a masturbarse. Con la mano izquierda agarró su pene y
acarició tiernamente la punta. Entonces presionó y gimió al ver las primeras gotas
de boyjuice destiladas sobre la carne rosa del glande hinchado (henchido de
pasión). Él le pidió —háblame sucio—. Ella guardó silencio y siguió
masturbándose. —Dime qué quieres que te haga. Dime qué te gusta—. Ella detuvo
la masturbación, le dijo: —me gustas tú—. ¿Qué más te gusta?, pidió él. —
Golpéame —dijo. Ella agarró el crisantemo por el lado de los pétalos, y extendió la
espiga fibrosa, la mano quedó suspendida en el aire… luego le pidió que se
volteara. Cuando estuvo boca abajo, ella besó sus omóplatos y él comenzó a sentir
el calambre violento de la erección. Posó su lengua en la columna de él y la hizo
girar en todas direcciones (como había leído en aquella guía de sexo tántrico)
mientras acariciaba su espalda. La piel bajo sus dedos se revelaba misteriosa, llena
de fulguraciones y oquedades. Era como andar por una ruta del desierto. El color y
la textura semejaban las dunas ocres. Entonces lucía una joya preciadísima sobre
los poros: el sudor. Su transpiración estaba confundida con la de los lirios. Era de
ese modo lánguido, casi febril, de algunos cometas que están a punto de caer del
cielo nauseabundo de la tarde. Ella prefirió contar las irregularidades de su piel y
lamerle el sudor y arrullarlo. Él era de veras un niño. Preocupado en suma por el
lirismo bondage, tan metido en su papel que, con torpeza, habría de ahuyentar sus
besos; los besos que le pertenecían solo a él, como nos pertenece el gato que
salvamos del hambre y del frío en Navidad, al que le decimos happy christmas en
el silencio de un balcón. Entonces ella lo presintió rudo, insensible. Sabiendo cuáles
juegos pretendía explorar, y una vez con el tallo del crisantemo en las manos,
asestó un golpetazo sobre su espalda, la espalda intrincadísima que él le había
ofrecido siempre. Por los sonidos ella interpretó que le había gustado, a fin de
cuentas es lo que había pedido desde el inicio. Solo esta vez dirigió los golpes hacia
las nalgas, imberbes y poderosas. El sonido del tallo repicando en la piel le pareció
alucinante, acaso pobre en relación al olor de la flor quebrándose en la carne de su
amante, mezcladas las sustancias del sudor con la clorofila. Al mismo tiempo le
resultó vulgar el aroma expelido, cuando vio la espalda de él sometida a sus
caprichos. Ella continuó y entonces mordió el lóbulo de su oreja. Fue un gesto
manierista, que jamás habría pasado por su mente en otras circunstancias. Ahora
él, en cuestión de segundos, la había convertido en su ancestro imaginario, la
terrible Mademoiselle Chrysantheme. El mordisco en su oreja terminó por
exacerbar sus placeres contenidos y el gotear regular y dulce desde la uretra. Ella
corrió a cerrar las ventanas cuando una lluvia fina intervino lentamente los
cuerpos. Él prefirió amenazarla, mientras forcejeaba con las ataduras. —Si me zafo,
te la meto por detrás, huye…—. Ella no respondió, en la intimidad del lenguaje le
pareció inofensivo su diálogo, también pobre. Cuando se hubo zafado, saltó
salvajemente sobre ella. Sus piernas la agarraron, frenéticas, e impidieron su
movimiento. Ya entre sus brazos, ella emitió un grito en el que estaban implícitos
lo cristalino del trino y la violencia del graznido. Él abrió sus piernas y humedeció
el anillo de su ano, ella se contorsionó grácilmente, trémula. Luego colocó la punta
del pene en la aureola magnífica, y entró con facilidad. —Háblame sucio —volvió a
pedirle él. —Dime qué es lo que te gusta—. Ella le dijo: —Dímelo tú. ¿Qué es lo
que te gusta a ti? —Yo pregunté primero —inquirió. En ese momento sacó
apresuradamente su miembro. La miró a los ojos. Ella demostraba algo de timidez,
que era quizás nerviosismo. La miró largamente, y ella, no dejándose intimidar, le
dijo: —Quiero que esta vez tengamos sexo—. Él había perdido todo deseo sexual,
su priapismo inmediato habíase reducido al tamaño común. La sangre había
dejado de bombear aceleradamente en las arterias. No podía esconder su falta
repentina de deseo. Entonces cambió la música, esta vez puso algo de jazz. —¿Por
qué te cuesta tanto jugar conmigo? ¿Qué te impide seguirme?—. Ella solo aventó
un no sé rasgado que tenía coloración de certidumbre. Los dos permanecieron en
silencio acostados uno al lado del otro. —Hemos estado todo el día en eso y no me
he venido ni una sola vez —dijo en tono de demanda. Entonces miró dentro de sus
ojos. Ella estaba luchando por no llorar. La expresión en su rostro era triste. Él solo
atinó a besarla en la frente y a preguntarle por qué lloraba. Ella lloró aún más, con
un llanto que salía desde el centro, y que trastornaba la habitación entera. El
crisantemo había perdido su erotización, también el aire y las sombras. Los dibujos
y rúbricas que había hecho ella con sangre menstrual sobre el cuerpo de él, habían
adquirido un tono marrón, y se habían tornado a la rigidez del coágulo. Él le pidió
que dejara de llorar. Fue entonces, cuando ella se enjugó las lágrimas y prometió
no hacerlo más, que se escuchó la voz de Amy Winehouse en la oscuridad de la
habitación. Aún era temprano, solo había oscurecido pronto, pensó él. Amy
cantaba Body and Soul, tristemente. De súbito comenzó a llorar él. Supo la piel de
Amy pudriéndose bajo la loza de un cementerio londinense, y la lluvia rompiendo
los sauces, las canciones. Pensar en ella y los 27 años de Amy y el sexo y La
Habana, lo hacían llorar una y otra vez. Imaginaba los últimos momentos de Amy,
los espasmos, la inconsciencia. Su hermosa nariz, el cuerpo liviano, la forma breve
de danzar. Las imágenes lo invadieron, llegaban por todas partes, las ventanas, las
puertas… My heart is sad and lonely for you I sigh, for you dear only… ella
comenzó a cantar al tiempo que Amy: mi corazón está triste y solo, por ti suspira,
cariño, por ti solo…

Why haven’t you seen It

I’m all for you body and soul… por qué no has visto, soy para ti en cuerpo y
alma… Él sintió escalofríos, y la puerta se abrió, una luz entraba de a poco.
Apareció ante sus ojos, cubierta de un traje largo y blanco, con los guantes
mojados, Amy Winehouse. La tela de su vestido era un satén demasiado reluciente.
Unos centímetros fuera de su cuerpo, había un halo plateado, casi añil, que la
cubría como un aura. Lo miró desde la puerta, y avanzó despacio. Todo parecía
haberse detenido y, extrañamente, no sentía miedo, solo la sensación de estar
soñando. Cuando Amy estuvo frente a él, logró detallarla mejor. No eran solo los
guantes blancos, sino toda su ropa, que estaba empapada, como si hubiera sido
alcanzada por un aguacero. Comprobó que eran lágrimas. Amy estaba llorando
desde su mente. El cuarto brillaba con una luz fría, azulada. Sin embargo, ardía en
la piel y los ojos como fino azufre. La Winehouse se quitó los guantes muy
suavemente y los exprimió sobre él, no sin antes sonreír. Luego tomó asiento a su
lado, agarró su cabeza y la condujo hasta el regazo. Él sintió frialdad al contacto de
sus manos. Ella se las mostró en silencio. Sus manos no eran ya bellas. Parecían
flotar como dos violetas congeladas. Lo acariciaban una y otra vez, hasta sumirlo
en un sueño lento. Luego lo besó en la frente y se alejó extinguiendo la luz. La vio
posarse en la ventana, y después lanzarse al vacío. Apenas pudo divisarla volando
entre los tules y cintas de su vestido blanco de satén. Dijo una última frase al
viento, que resultó ininteligible. Él la interpretó como esas palabras secretas que se
pierden, que nunca nadie llega a conocer: una despedida. Entonces la luz cedió
totalmente y volvió la penumbra cálida.

—¿Qué te dijo? —preguntó ella. Hubo silencio. Él suspiró y secó sus ojos con
el pañuelo de seda. Cambió la música por tercera vez.

—¿Por qué estabas llorando? —volvió a preguntar.

—Amy no quería morir —dijo él.

—Ya lo sé, mi amor. Hay cosas que son así…

—¿Tienes hambre? Yo me estoy muriendo.

Se vistieron y descendieron las escaleras. Fueron recogiendo cosas al paso. El


fondo de una botella de Chardonnay, dos huevos, pimientos, jamón. Se prepararon
una omelette, bebieron vino blanco catalán. Luego hicieron el amor, y terminaron
los dos hablando de aquel sitio en que tan bien se está, contemplando a lo lejos la
calzada de Jesús del Monte.
Rubén Rodríguez. Respiro de tres, 110 x 130 cm, Óleo sobre tela, 2009
A las ocho en el café del parque

María Jesús LOMBRAÑA Ruiz

(Palencia, 1970). Licenciada en Derecho por la Universidad de Valladolid, ha


obtenido varios premios literarios. Esporádicamente ha impartido clases en las
universidades de Barcelona y Gerona. Reside en España.

Me habían hablado muy bien del nuevo centro de masajes que acababan de
abrir al lado de mi casa. “Tienen unas manos de oro”, me dijo mi vecina, una
reciente viuda adinerada de cincuenta y pocos años con la que había intimado lo
bastante como para que supiera que el empecinado examen de las minucias de mis
achaques me estaba convirtiendo en cobaya de los modernos curanderos que
florecían en las abundantes y seductoras medicinas alternativas, además de
catadora de spas y practicante convencida de clases de reeducación postural, yoga
y tai-chi. “Apunta el teléfono y acuérdate de llamar para pedir hora”, me repitió
tres o cuatro veces y fue como si me estuviera entregando la fuente de la eterna
juventud.

Por aquellas fechas, yo tenía cuarenta y tres años y siempre me encontraba


mal. No sabía decir el motivo, mi vida era perfecta, la envidia de familia y amigos,
de los conocidos y hasta de los nada conocidos lectores de revistas de decoración y
de casa y jardín donde mi nombre salía de manera periódica, por sí solo o al lado
del de Juan Ibáñez. Casada y bien casada desde hacía casi veinte años, en todo ese
tiempo mi marido, Juan, había ido ascendiendo desde la base informe de la
pirámide de los recién licenciados hasta la cumbre bastante menos poblada del
éxito profesional, y se había convertido en un arquitecto original y de prestigio que
cotizaba sus arriesgados diseños conscientemente vanguardistas dentro del círculo
de nuestros semejantes, los que mediados los cuarenta ganaban lo suficiente como
para pregonarlo al vecindario desde los ventanales diáfanos que absorbían la luz y
resaltaban el contraste de los materiales que mi marido combinaba con una
intuición visionaria y que eran el escaparate y la seña de identidad de Juan Ibáñez,
el hacedor de las nuevas urbanizaciones de lujo, cada vez más alejadas y aisladas
del centro de la ciudad, pensadas como microcosmos asépticos de poderío
económico y amurallada seguridad privada donde nos reuníamos la heterogénea
casta de herederos y vividores, industriales concienzudos, empresarios en alza y
todo un subgénero de burgueses variados, por lo general agrupados bajo el
empeño de diversas y prósperas profesiones liberales, como era mi caso y el de mi
marido.

Yo soy decoradora y, sin falsa modestia, voy tan buscada como Juan, porque
se me da bien hacer habitables y hogareños los impactantes espacios que él, o
cualquiera de sus colegas proyectan, y que sin mis muebles, alfombras, colores y
luces acabarían por resultar impersonales e imprácticos, poco más que naves
industriales de alto nivel. Para mí es algo fácil, casi inconsciente, como jugar a las
casitas, por eso no podía entender la molestia permanente alojada en la base de mi
nuca que la mayoría de las veces acababa convertida en una migraña insoportable,
y mi gesto más habitual era mover la cabeza sobre un hombro y sobre el otro,
intentando sin mucho resultado distender la musculatura del cuello y aligerar la
presión que iba escalando hacia las sienes y que nunca me dejaba estar bien del
todo.

Me puse, pues, en manos del nuevo centro de masajes. Como todo en el


barrio, era lo último de lo último y combinaban el saber más avanzado de los
fisioterapeutas occidentales con las técnicas ayurvédicas que ejercía una pareja
venida del Rajastán o la punción de agujas de acupuntores chinos, todo ello en un
ambiente que yo aprobé nada más entrar, una decoración inteligente y relajante,
determinada por las normas del Feng shui, y complementada con el aroma de los
aceites esenciales, la cromoterapia y los sonidos del agua cayendo. Yo no soy muy
de experimentar, así que escogí la fisioterapia clásica, me tumbé boca abajo en la
camilla que me indicó la recepcionista, con los brazos colgando a ambos lados y la
frente apoyada en el borde del bien pensado agujero que me obligaba a mirar a un
suelo oscuro y veteado como un fondo marino, y esperé con tranquilidad
adormecida hasta que noté de forma perezosa, soñolienta, que la puerta se abría,
que unos pasos silenciados por las habituales sandalias quirúrgicas caminaban
hacia mí y que unas manos flexibles y delicadas desabrochaban mi sujetador y me
bajaban las bragas para dejar el coxis y el sacro al descubierto y con esos simples
roces sobre mi piel sentí como si me hubieran aplicado una descarga imprevista,
tan enérgica como un rayo de verano, una sacudida que me hizo cosquillas en la
sangre y burbujas en el estómago, y que en lugar de dejarme rendir a la languidez
del masaje, me tensó y me despejó de golpe. Y cuando los dedos que
tamborileaban arriba y abajo buscando los puntos de dolor, localizando los
músculos contracturados como nudos marineros, palparon en su tanteo
profesional la zona de la axila y sin querer, en el final del movimiento, acariciaron
el inicio de mi pecho abundante desparramado sobre la camilla, me quise morir de
la vergüenza y el descontrol, porque toda yo empecé a transpirar, un sudor
caliente de excitación y frío de nervios, y mi zona pélvica, un hormiguero de
pronto en pie de guerra, se humedeció y se caldeó, una marea en crecida que me
hizo cerrar las piernas debajo de la toalla para intentar contenerla, y agradecí que
mi cara estuviera encajada en el agujero y no pudiera verse porque sentía las
mejillas, la frente, la barbilla como placas solares, un rubor estúpido de venus
virgen que jamás sentí, de eso estoy bien segura, ni siquiera en alguna de todas las
primeras veces que experimenté con Juan.

Juan había sido el primero en todo. Y el único. No es lo habitual, pero así es


como fueron las cosas. Nos conocimos de estudiantes, yo tenía diecinueve años y
era una jovencita retraída como un caracol miope, imbuida de la sensación de estar
fuera de lugar en cualquier parte, viéndome en todo momento como una nota
desafinada, la pieza perdida que no encontraba el resto del puzzle donde
colocarse, una sensación descorazonadora, tan desagradable y punzante que para
atenuar la desazón me ocupé de lleno en mis estudios y en el arte, un refugio
apropiado que yo podía justificar como sublime y que me servía para rehuir
aquellas actividades propias de mi edad y que no me generaban ningún interés,
como salir, beber, emborracharme y tontear. Hasta que conocí a Juan, nadie me
había besado, cogido de la mano o abrazado. Por no hablar de lo demás. A Juan le
encantó la idea de convertirse en mi Pigmalión, le permitía representarse como un
hombre vivido y desenvuelto, a la vez que romántico y lleno de mimo para con la
florecilla y le ahorraba la inseguridad de no estar a la altura que llevaba en su
interior y que hubiera aflorado con alguien más versado. Y lo digo con cariño, Juan
y yo nos encontramos porque teníamos que hacerlo, sus carencias encajaban en las
mías como un botón en el ojal y nuestros caracteres y maneras de ver la vida se
complementaban, caminaban del mismo lado, con lo cual hacernos novios, y al
cabo de un noviazgo de cuatro años, casarnos, fue algo natural y evidente que cayó
por su propio peso. Y no digo que no fuera cálido como una manta de lana en un
invierno de montaña, y bonito, pero nunca fue electrizante, de manera que cuando
Juan me besó la primera vez, me abrazó la primera vez, o cuando me desvirgó,
achaqué a mi inexperiencia la falta de reacción, y con el tiempo, al descenso lógico
de la emoción, a la calma química de mi cerebro o a las jaquecas recurrentes, la
ausencia de toda necesidad, deseo o gana de hacer el amor con él.
Por eso la respuesta desbordada de mi cuerpo a un tacto extraño me pilló
tan de sorpresa, me conmocionó como si hasta ese momento hubiera estado
metida, sin yo saberlo, en una cámara de privación sensorial y de repente, me
hubieran dejado fuera, abierta, expuesta y receptiva a todos los estímulos que
enardecían mi cuerpo mientras mi cabeza me privaba de toda posibilidad de
disfrutarlo porque solo podía pensar que se me estaba notando, por dios, qué
horror, para ya, qué pensará de mí, lo está notando, seguro que lo está notando.

En ese estado de contradicción entre la agonía por lo embarazoso de mi


situación, que me cortaba la respiración por la falta de control sobre mis emociones
y mis secreciones, y el descubrimiento alborozado de sentir mi cuerpo hasta ese día
inerte, de repente sensible y despierto, acabó el masaje, y cuando oí que me decían,
“ahora, dé la vuelta y descanse cinco minutos”, lo hice con los ojos apretados para
ahorrarme la última cuota de la vergüenza y en cuanto la puerta se cerró con la
misma suavidad profesional con que fue abierta, me vestí a la carrera y salí de
estampida como un miura del toril, gruñendo enfurruñada y jurándome a mí
misma que se habían acabado los masajes, para lo que me había servido, vaya
manera de tirar el dinero, si me iba peor de lo que había llegado.

A la semana siguiente volví. Fue más fuerte que yo. Pedí el mismo
tratamiento, en todos sus detalles. “Estoy encantada” —le dije a la recepcionista
toda sonrisas y disposición: “Me ha sentado de fábula, hacía tiempo que no me
sentía tan aliviada”, y volví a tumbarme en la camilla con la difuminada
impresión, sin sustento lógico alguno, de estar engañando a Juan, por primera vez
en 20 años.

Esta vez me sentía preparada y a la vez curiosa, era imposible que aquellas
oleadas líquidas y densas y aquel retumbar de tambores se repitieran, lo probable
es que gozara de un buen masaje y archivara aquel episodio inaudito en mi
memoria como una reacción premenopáusica sin sentido, pero no pude continuar
el razonamiento porque en cuanto noté que las manos mágicas de la primera tarde
amasaban mi espalda como si fuera la fina harina de un pan de ángeles me disolví,
me estaba fundiendo, derritiéndome, igual que una pieza de chocolate en leche
hirviendo, la sangre espesándose, ya no la notaba golpear en el pulso, una catarata
veló mi visión y un mareo de borrachera taponó mis oídos, estaba sumergida como
un buceador desorientado y embriagada por la presión y el tiempo ralentizado no
quería emerger.

Volví una tercera vez. Y una cuarta. A la quinta, cuando ya me atrevía a


pronunciar algunas palabras, cuando parecía ir recuperando la voz y hasta un
retazo de buena educación, acepté una invitación. “Salgo a las ocho. El bar del
parque sobre el lago está muy tranquilo a esa hora, no hay niños. ¿Tomamos un
café? Hay algunas cosas de tu tratamiento que podríamos hablar con más calma”.
Pasé las tres horas siguientes subiéndome por las paredes, era una locura, me
olvidaría de todo y no asistiría, no volvería por el centro, fisioterapeutas hay a
montones, pero cuando descartaba la idea de ir me asaltaba una ansiedad mucho
más intensa de llevarme la contraria, quería más, no había tenido bastante y
entonces me justificaba, tampoco iba a hacer nada censurable, ¿qué tiene de malo
un café?, no había quedado en un motel, no era una cena, no sería infiel a Juan. Me
di cuenta de que estaba dispuesta a jugármelo todo por un café, tenía más
importancia que los inviernos esquiando en Aspen, la casa en la montaña, los
veranos navegando a vela, las vacaciones en Bali, las escapadas de fin de semana
para ir a la ópera, Austria, el arenque de la cabaña de Islandia, el capucchino de la
piazza Navona, o cualquiera de las otras actividades o posesiones de nuestro estilo
de vida de alto nivel, hedonista y despreocupado que las otras parejas con hijos
que conformaban nuestro grupo de amigos más próximo se morían por tener. Fui,
no tenía opción, en el fondo nunca había dudado, hubiera sido peor no saber. Los
nervios me comían viva, cuando extendí la mano derecha, vi que temblaba como la
cortina de una ventana abierta en medio de un vendaval y al intentar decir algo,
cualquier cosa, triné un gorgorito roto y agudo que no se parecía en nada a mi voz,
qué papelón estás haciendo, pensé, una cuarentona sin experiencia en una cita
medioadúltera, no quería mentirme, por más que quisiera darme excusas, pensar
en una afinidad exclusivamente espiritual o en un principio de amistad entre dos
seres dispares, de mis dolencias y mi tratamiento podíamos hablar en el centro y lo
que yo quería era averiguar si frente a frente se me revolucionaba el alma
expandida como un pulmón lleno de aire y agrietada como un cristal apedreado o
si no estaba más que ante el efímero temblor de mis vísceras, el estertor final de mi
sensibilidad maltrecha que había dado su último canto antes de apagarse del todo.

Lo averigüé cuando me besó, dulce como un tocinillo del cielo que me dejó
en la boca un pozo aromático de rosquilla casera mojada en orujo ardiente, un licor
de absenta de locura feliz e irrealidad divina, y en ese momento la nota en
discordia armonizó en una melodía exclusiva, suya y mía, la pieza olvidada del
puzzle se encontró en el interior de un semicírculo y unas aristas que la acoplaban
como una cópula, y en mi mente pedí disculpas a Juan por los años perdidos, por
el fotomontaje publicitario de nuestra idílica existencia, reducida de puertas
adentro a una relación de amigable compañerismo y me alegré de que los hijos ni
hubieran venido ni los hubiéramos buscado y también esperé que no le doliera
demasiado porque mientras me besaba, un descanso celestial relajó la musculatura
de mis trapecios y aclaró mi cabeza siempre cargada de un dolor a punto de
estallar como una nube preñada, y comprendí la razón de mis malestares a pesar
de todos mis bienes y por qué reía tan poco y me despedí de Juan, con pena, pero
con la esperanza de algo mejor también para él y dije adiós a un mundo del que no
hubiera participado de haber sido más sincera y me importó menos que nada todo
lo que a partir de entonces pensarían o dirían de mí, porque mientras sus manos de
papel de seda me acariciaban y su lengua despertaba en mí algo ancestral y
primitivo cien años dormido, Carlota, la masajista, me estaba llevando de vuelta a
casa.
Paca

Jorge MARTÍNEZ García

Tiene 25 años y reside en Toronto, Canadá. Es periodista y trabaja en el


diario El Popular, además de escribir para Magazine Perarnau, Jot Down,
FronteraD, Diario Siglo XXI y el suplemento “El Viajero”, del periódico El País.

Paca rondaba la cincuentena cuando visité el pueblo por primera vez. Era
como casi todas las señoras de los pueblos manchegos a principios de los 70:
discreta, gruesa y morena. No tenía hijos y tampoco marido, desde que éste
muriese en un accidente de automóvil seis años atrás. Yo contaba con 19 años y
atravesaba por un período de declive atractivo, en el que me veía
irremediablemente feo. 

Fue al segundo día de mis vacaciones estivales que, a las cuatro de la tarde y
con un sol que literalmente abrasaba todo lo que estuviese a su alcance, entré en el
estanco del pueblo. Tardé un rato en poder ver dónde me había metido, pues el
contraste entre la luz de la calle y la relativa oscuridad del local me dejó ciego y
atontado. Cuando mi vista se acostumbró a la nueva situación, apareció delante de
mí una señora que me miraba con la boca abierta, como si fuese la Virgen María la
que acababa de entrar a por tabaco. El estanquero, detrás del mostrador, también
me observaba con extraordinaria atención, vigilándome por encima de las gafas,
cejas arqueadas y el cigarro despidiendo humo hacia sus diminutos ojos.
Estuvimos así, los tres, petrificados y en silencio, unos segundos. Me miraban
como solo lo hacen (o hacían) en los pueblos, con esa mezcla de curiosidad
sobrenatural, recelo y descaro. Al darme cuenta de lo absurdo de la situación me
ruboricé y pedí atropelladamente una cajetilla de tabaco. Mi voz pareció sacar del
estupor en el que se hallaban sumidos al estanquero y la señora, que volvieron a
comportarse de forma exageradamente normal. Pagué el tabaco y al darme la
vuelta e irme mi brazo rozó el brazo de la señora. Me estremecí y noté que ella
también. Antes de salir giré la cabeza y me encontré con sus ojos, otra vez
escrutadores. Apartó la cabeza bruscamente y comenzó a hablar con el tendero.
Salí por fin de allí, azorado y liberado de una tensión impropia del lugar y del
momento.

Dos días después, estaba sentado en la terraza del bar Varela y cruzó delante
de mí la mujer del estanco. Llevaba un riguroso vestido negro de franela que le
hacía parecer mucho mayor de lo que en realidad era. A pesar de que el reloj de la
iglesia marcaba las ocho y media de la tarde, hacía un bochorno terrible, y el aire
era tan pesado que costaba respirar. Me apiadé de la pobre mujer por llevar ese
traje que le sofocaba y le hacía sudar. Cuando pasó a mi altura me reconoció, y
volví a ver la sorpresa dibujada en sus ojos. Casi al instante agachó la cabeza y
aceleró el paso. Estuve observando cómo desaparecía calle abajo. Sin saber por qué,
sentí la necesidad imperiosa de seguirle. Apuré la cerveza de un trago y salí a la
carrera tras ella. Llegué al final de la calle, giré a la derecha y vi cómo se perdía tras
una esquina. Cinco segundos después doblé la misma esquina y me la encontré de
golpe. Ahí estaba, a un metro de mí, quieta, inmensa y negra. De su mano colgaba
un frondoso manojo de llaves. La señora sujetaba con índice y pulgar un apéndice
duro, metálico y horizontal, apuntando hacia la cerradura de la puerta. Yo estaba
reventado por la carrera, exhausto, y su visión repentina me paralizó. La situación
comenzaba a parecerse peligrosamente a la del estanco. Me notaba el pulso en el
cuello con una claridad incómoda. Estaba a punto de seguir mi carrera a ninguna
parte cuando ocurrió algo que terminó de atornillarme al suelo: la señora sonrió y
me invitó a pasar. Como si hubiese adivinado un segundo antes mi tentativa de
huida, me hizo un gesto maternal, casi de comprensión, que me desarmó y me hizo
creer en ella por encima de todas las cosas. Atravesamos un zaguán fresco como
casi nada en el pueblo y entramos en su casa. Presentí la inmediatez del sexo nada
más poner un pie en el salón, una sensación irremediable que me causó un pánico
también irremediable. Por aquel entonces, y a mis 19 años, estaba todavía por
estrenar. Mi miedo, que ya era igual de evidente que el deseo, empezó a llenar la
habitación. Se notaba perfectamente en el ambiente la encarnizada (y arcaica) lucha
que mantenían sexo y pánico por ver quién se quedaba con la salita. Ella vio mi
pavor como yo vi sus ganas. La señora abandonó el salón y volvió con una jarra de
agua limón y dos vasos.

Conocedor del tembleque que se apodera de mis manos en momentos de


tensión, rechacé el vaso de refresco para evitar la vergüenza de empuñarlo como si
de una maraca se tratase. Ella me preguntó si acaso prefería leche y fresas, y yo
contesté que no quería nada, gracias. Decidí hablar más que nada para no tener
que oír los ensordecedores latidos de mi corazón. Le pregunté su nombre.

—Paca.

Su réplica fue saber el motivo de mi estancia en el pueblo.

—He venido a visitar a unos familiares.

No di más información por la misma razón que ella no la pidió: lo más


probable es que mis abuelos y Paca se conociesen.

—Oye, perdóname por mirarte de esa manera en el estanco y ahora en la


calle —me dijo. Es que me sorprendió lo guapo que eres.

No encontré muy verosímil esa explicación, porque mi cara no es como para


que nadie se quede extasiado, eso desde luego.

—Por eso he venido —respondí—. Quería saber… Bueno, no sé por qué he


venido.

Volvió a dedicarme la misma sonrisa maternal de la calle, que de nuevo me


sacudió por dentro. Me agarró la mano y me guio al sofá. Estaba mareado y la vista
se me emborronaba. Una vez sentados, puso su mano en mi muslo (una mano
rechoncha y rosa, de charcutera) y mi cuerpo respondió con un respingo que tensó
todos mis músculos.

—Tranquilo —me susurró. Y me besó. Y después otra vez me besó y otro


beso y otro y otro más. Y a base de sus labios reiterativos yo me fui desenvarando,
mi columna se aflojó, ya no era un palo rígido, ahora podía tornearse y responder
al bulto de franela negra que me embestía. Me recosté en el sofá y Paca terminó de
abalanzarse sobre mí. Iniciamos un baile torpe y bruto, para nada elegante. Los
movimientos de nuestro ritual respondían a una necesidad que venía de las tripas,
de lo más hondo de cada uno. Era enternecedor. Una lucha sorda y sórdida.
Comencé a notar la erección y ella, que ya estaba a horcajadas encima mío,
también. Se quitó el vestido y entonces afloró su deseo, de una fuerza descomunal,
como un torrente imposible de contener y que hasta ahora había estado
parapetado, escondido al mundo, tras esa franela negra. Su voracidad se
desparramó por encima de mí, del sofá, del salón. Yo era el centro de su ira
volcánica. 
Con sus dedos rechonchos me quitó la camiseta y me desabrochó el
pantalón vaquero. Se levantó y desde ahí me contempló, imponente, unos
segundos. Yo la veía a ella monumental, con sus cachas rojas, sus tetas grandes y
caídas, sus lorzas deliciosas. Y ella me veía a mí, encajado en el sofá, esquelético,
hecho una piltrafa. Rival indigno de no ser por mi pequeña verga que se erguía
desafiante y anhelante a partes iguales. Se despojó de su ropa interior y se acopló
sobre mí. Pude sentir cómo su sexo, cálido y pesado, casi humeante, me cubría
todo el vientre. Me empujó desde los hombros hacia abajo, hasta colocarme frente
a la bestia peluda. Era algo vulgar y tosco, olía salado y sabía salado. Me recordó
irremediablemente a la mortadela. Aquello era demasiado para mí, protesté
mudamente y pareció entenderme (Paca, no la bestia). Se separó y se tumbó panza
arriba a mi derecha. En esa postura abrió sus piernas y me ofreció, desde una
segunda perspectiva, su mejunje obsceno, su cocido impúdico. Me coloqué encima
de ella y mi pene entró solo, sin esfuerzo, flop. A pesar de ser novel en la práctica,
conocía la teoría. Era consciente de que una vez dentro había que empujar, que
meter y sacar. A la tercera metida noté que me iba. Aunque era la primera vez que
practicaba el sexo, intuí que era muy pronto para acabar, que no estaba bien irse
tan rápido. Apreté el vientre para dentro con todas mis fuerzas intentando retardar
el orgasmo y evitar lo inevitable. Mi pene respondió con tres o cuatro acometidas
más de prórroga. Pero a la segunda vez que llegó, el orgasmo lo hizo con decisión
y sin ganas de negociar, definitivo. Me vacié entre unos gemidos roncos que jamás
me había oído y unos espasmos que terminaron por descompasar el humilde ritmo
que le había imprimido a mi pelvis.

Nos quedamos los dos abrazados y en silencio unos segundos, mientras


notaba cómo mi pene se desinflaba dentro de su vagina. Quería pasarme así, entre
sus carnes blandas y sudadas, el resto de mi vida.

—Qué bien, ¿no? —dijo Paca.

Y yo, envalentonado por la mítica sensación de seguridad que se apodera de


los hombres cuando acaban de hacer el amor, respondí:

—Sí. Y ahora te voy a echar otro.


Fotografía de encuentro

Yovana MARTÍNEZ Milián

(La Habana, Cuba, 1970). Productora de televisión, guionista y escritora.


Actualmente reside en Miramar, Florida (Estados Unidos).

a G, fotógrafo

Click. Me chupo el índice lasciva con los ojos entrecerrados. Acostada


vestida en aquella camita. Mi otra mano se pierde bajo mi minifalda. Tú estás
gozándome detrás de tu lente. Yo inicio mi acto de enloquecer tus hormonas. Click.

(Pausa) “¿Cuánto tiempo hace?”, dijiste. “11 años, han pasado 11 años”,
contesto, y tus ojos habituados a descubrir imágenes me desnudan, pieza a pieza
despacio, como si tuvieras todo el tiempo del mundo en aquellos dos dedos de
vodka a la roca, como si estuvieras otra vez en aquella camita, mi camita.

Click. Acostada vestida. Una mano sube la minifalda. No llevo pantis. La


otra mano se hunde en mi vagina. Cierro los ojos. Me muerdo los labios. Los
muslos apretados para aguantar los temblores. El lente se mueve. Se pierde el foco.
Tus manos tiemblan. Click.

(Pausa) “Estas bella, igualita”, susurras y bebes un trago largo como si el


recuerdo te secara la garganta, como si necesitaras mojarlo para desdibujar mi
cuerpo desnudo haciéndote señas para que dejes la cámara y me penetres. Te
mueves inquieto en la banqueta porque la erección revienta el pants, masajeas
disimuladamente tu entrepierna y vuelves a beber, largo, sediento.

Click. Mi cara es una mueca de complacencia. Los ojos entrecerrados.


Blancos. Mis dos manos penetrándome. La minifalda enrollada en mi ingle. Las
rodillas juntas. Apretadas. La sábana arrugada. Una esquina de ventana por donde
se cuela el sol. Click.

(Pausa) “¿Te divorciaste?”, indagas. “Sí”. “¿Tienes novio?”, continúas. “No”,


monosilábica apuro mi margarita. Tus ojos como la lente de tu cámara, atentos a
mis labios y mi lengua que tragan, tragan. Cierras el puño como si apretaras el
obturador. Cierras los ojos, la frente te suda, e intuyo que sigo tragando en algún
rincón de tu cerebro. ¡Trago!

Click. Medio sonrío. Mi mano húmeda en mi boca. Tu mano metida en el


plano. Tocando mi mano mojada. Buscando mi humedad. Mi otra mano relajada
saliendo de entre mis muslos. Mis muslos blancos sobre mi camita. La blusa medio
abierta. Mis ojos sonríen satisfechos. Chinitos. Plano inclinado. Tú no puedes más.
Espectador ¿pasivo? Ojo tras la lente. Click

(Pausa) “Todavía tengo tus fotos”. “Yo las quiero”, contesté rápido.
“¿Quieres que te haga nuevas fotos desnuda?”. “No, quiero aquellas”. “¿Pero no
quieres nuevas fotos desnuda?”. Ahora soy yo la que trago de una sentada mi
margarita. Cierro los ojos y en algún rincón de mi cerebro me veo tragando, sigo
tragándote.

Click. Un estudio cerca de la Calle 8. Los dos solos. Un sofá viejo con una
manta multicolor. Las luces listas. Una red negra. Yo desnuda. Mi pelo rojo suelto
hasta la cintura. Ondulado. Descalza. Tu lente abre y cierra, cierra y abre.
Penetrándome. La red sobre mi cara. Sobre mis tetas. Tu lente se acerca. Primer
plano. Respiras cada vez más fuerte. Mi perfil con la red sobre mi cabeza. Plano
detalle. El pelo me cubre la cara. Las piernas abiertas. Mis dedos tapando los
pezones. Mi piel blanca. Suave. La red negra. La red negra sobre mi barriga.
Descubriendo todo. Blanco/negro. Tu lente abre y cierra, cierra y abre. Disparando.
Me tocas. Tus manos sudan. Tu respiración es un huracán. Me tocas. Acaricias
fuerte. Respiras fuerte. Me besas los hombros como un caníbal. Me agarras las tetas
con dureza. Me empujas hacia ti. Brusco. Macho. Tu pinga maltrata mi nalga. Tu
pinga detrás del zipper. Detrás del jeans. Maltrata mi nalga. Me aprietas duro
contra ti. Me restriegas el zipper. Tu jeans. Tu pinga. Mi nalga. La cámara hace
malabares en una de tus manos. La otra mano intenta abarcarlo todo. Todo de mí.
Tu mano enloquece. Suda. Tu saliva encharca mi cuello. Tu boca me mastica. Tu
boca en mi cuello. Tus dientes me lastiman. Tus dientes. Tus labios. Mi cuello.
Finalmente desesperas. Me agarras por la cintura. Me lanzas sobre el sofá. Te
arrancas el zipper. Liberas la bestia. La bestia se me cuela entre los labios. Muerdo.
Lamo. Saboreo. Ensalivo. Fricciono. Punta de lengua-garganta-garganta-punta de
lengua. Acaricio con mis labios. Tu cámara sigue haciendo malabares en tu mano.
La otra mano me agarra los pelos. Me empujas la cabeza. Me enseñas a domesticar
tu bestia desenfrenada en mi boca. Tu cámara no se detiene. La lente abre y cierra,
cierra y abre. Me atraganto pero no paro. Tus dedos se aferran a mis pelos. Una
convulsión te posee. Frenética apuro los movimientos. Labios-lengua-fricción-
garganta. Gritas. Animal. La lente se abre. Se abre. Se abre en un movimiento
detenido. Infinito. Un olor a cloro me inunda la garganta. Me sale por la nariz.
Gritas. Trago, trago, trago. “¿Y yo qué?”. Te miro devorándote epidermis. Dermis.
Me abro de piernas al infinito. Visualizas. Tu respiración agarra fuerza 5. La bestia
mete un cabezazo. Repunta. Colocas la cámara en el piso. Suavemente. Te arranco
el pantalón. La bestia resopla en mi mejilla. Golpeándome mi mejilla. Te enredas
con el pulóver. Con la manta multicolor. Una pierna. Mi pierna sobre el espaldar
del sofá. La otra. ¿Quién sabe? Allá. Tú la ves allá. Te arrodillas en el sofá. Frente a
mí. Mirando fijo ese hueco misterioso. Abierto. Profundo. Metes tus dedos. Te
regodeas en lo mojado. Suspiro. Tu mano mojada acaricia la bestia. Suave.
Adelante y atrás. Atrás y adelante. Tu mano otra vez. Tu lengua. Tu boca que me
come. Tu boca en mi hueco. Profundo. Abierto. Lengua-mano-dedo-lengua-labios-
hueco. Tus dos manos agarran. Carne. Agarran. Brusco. Macho. Tu lengua acaricia.
Clítoris inflamado. Lengua. Manos. Dedo. Labios. Grito. Desesperada. “¡Métemela
cojones!”, ordeno. Te ríes. “Espérate mamichula”. Te ríes. Acaricias tu bestia con tu
mano mojada. Adelante, atrás. Adelante, atrás. Furiosa te agarro con mis dos
manos por las nalgas. Te empujo. Te clavo en mí. Adelante y atrás. Atrás y
adelante. Adelante y atrás. Grito. Silencio. Tu respiración. Mi respiración. De
tormenta a calma. Silencio. Click.

(Pausa) “Todavía tengo tu foto”, sentencio. “¿Cuál?”, preguntas curioso.


“Aquella, la de la red negra”. Y pides otro vodka a la roca. “¿Aquella?”. “Aquella”.
Y yo también pido otra margarita. “¿Cuánto tiempo hace?”. Y me rozas con los
dedos el antebrazo. Tus manos sudan. Tu respiración es cada vez más fuerte. Es un
huracán. Scorpions canta por algún rincón “walking down the street, distant
memories…”. Tus manos sudan… “take me to the magic of the moment on a glory
night…”. Te tocas la entrepierna. Cierro los ojos y veo la bestia. Mis manos sudan.
¿O son tus manos? No sé. Me erizo. El tequila quema mi garganta y un olor a cloro
me sube a la nariz, suave. Abro los ojos. Tú estás también distante, muy lejos e
intuyo que en alguna esquina de tu cerebro me tienes tragando. Bebes. El cristal y
el vodka distorsionan tu rostro. Caen gotas. La bestia. “¿Realmente quieres
hacerme fotos desnuda otra vez?”. “Claro mamita, tú sabes que tú eres especial
para mí”. Mis manos sudan. Tus manos sudan. Trago, trago, trago. “Está bien,
hagamos más desnudos”. Brindamos. Trago, trago, trago. La bestia repunta,
cabecea y yo cierro los ojos encomendándome al que sea. No quiero pensar que
otra vez la desaté. La bestia. Trago. Tu respiración. Mi respiración. De tormenta a
calma. Silencio. (Pausa) Click.
candy_fantasy

Edder MORÁN

(Ciudad de México, 1987). Estudiante de Literatura Inglesa en la UNAM,


funge como vocalista de la banda de rock Los Niños Perdidos. Actualmente reside
“en el Centro Histórico de la ciudad más grande del mundo”.

He amado a candy_fantasy durante 87 días, 14 horas, 35 minutos y 12


segundos. Esta noche dará su último show.

candy_fantasy, sentada en una silla, los brazos relajados detrás de la cabeza,


los codos a la altura de la nuca, el pecho descubierto arqueado hacia adelante, da
una fumada a su habano.

El rostro se disuelve en una cortina de humo.

Quiero matar a esa perra. Sentir su aliento en mi pecho, sus movimientos


pélvicos cada vez más suaves bajo el peso de mi musculatura.

Su cuello cede a la presión de mis manos. Sus ojos se cierran, su calor se


apaga. candy_fantasy; en secreto, en silencio; ella me lo pidió.

Quiero matar a esa perra.

Yo soy candy_fantasy. candy_fantasy tiene piernas largas y delgadas y adora


reírse en voz alta. Tiene los brazos tatuados y trabaja de mesera medio turno en
una cantina del centro. Usa un collar de perlas y delineador negro. Escucha
rocanrol y baila en pantaletas de encaje. Busca el amor verdadero mientras bebe
cerveza de lata.

Webespectadores agárrense a sus sillas. Pongan seguro a la puerta. Preparen


papel, lubricante y succionador. Esta será la paja que defina todas las venidas
venideras.

Porque esta noche será la última presentación de candy_fantasy. Hoy,


cuando se desconecten las cámaras, una luz se extinguirá para saltar al infinito.

Cualquiera puede ser una estrella porno. La joven que reparte volantes en el
Centro Histórico, el barrendero, el cartero, el gordo que atiende el puesto de hot
dogs. Sus actividades matutinas solo son una fachada para negar un estilo de vida.

—Necesitas meterle producción —me dijo un amigo.

Agregué luces, escenarios, noches temáticas.

Compré una pechera de nylon y le metí dos pelotas de silicón con pezones
pintados en acrílico. En la explosión de pixeles es imposible notar la diferencia
entre la faja y mi piel.

Una noche soy maestra de escuela primaria con un pizarrón detallando


posiciones sexuales clavado a la pared, otra noche soy una enfermera que toma la
presión de un muñeco inflable envuelto en vendas, otra noche soy una monja
encadenada en un monasterio de papel maché. Rubia, castaña, pelinegra
o pelirroja.

A todos les gusta mi burka de medio cuerpo y la tanga negra de encaje,


huyendo de la guerra en Afganistán. Es una declaración de principios.
well_hung_marine opina desde Filipinas:

so damn sexy!!

Pelo largo. Corto. Chino. Lacio. Ondulado. Bob. Mohawk.

Aquella otra noche resucité a Cleopatra y sus baños de leche. Entre


sarcófagos y papiros vacié cinco cartones sobre mi cuerpo tambaleante al ritmo de
Dedicated to the One I Love de las Shirelles.

Creí que estaba haciendo arte.


Tengo que interrumpir la clase. Le doy la espalda a mis alumnos.

—Contesten el libro... Solo... Contesten el libro.

Hay un cabello incrustado en la tela negra de mi suéter. Rubio. Teñido de


humo, alcohol y cocaína. Debo desenredarlo. Froto mis dedos anular y pulgar
hasta que el cabello se transforma en una bolita áspera. Los alumnos continúan
contestando sus libros.

—Muy bien... vamos a revisar las respuestas.

Ninguno se imagina. No lo entenderían. Tiro el cabello de acrílico al bote de


basura.

Las declaraciones de amor, oh, las declaraciones de amor de los fans: hay
otras ventajas aparte del dinero. Porque los llamo fanáticos, no espectadores.

Un fanático suplica:

necesito ver a candy_fantasy en parís otra vez

howling.wolf321 escribe en inglés:

ven a los estados unidos.

Me levanto para ajustar las luces.

como mi esposa, agrega. Dice que pagará mis implantes de senos. Quiero
unos bien grandes, tecleo. PARA BRINCAR EN CÍRCULOS A TU ALREDEDOR.

Toda esa atención se apila sobre mí como una orgía de buenas intenciones.
Recuerdo la primera noche. handsome_boy activa su micrófono. Susurra:

—Quiero hablarte bonito. Llevarte a cenar, comprarte una flor. Acariciar tus
piernitas. Besar tus orejas. Hacerte saber cuánto te quiero.

Tuve que taparme la cara para reír. Decidí bloquearlo de mis transmisiones.

La verdad es que jamás saldría con semejante idiota.

Las reglas de candy_fantasy son claras.


Jamás he hecho penetraciones con objetos. Desnudez, bailes, fetiches: todo
eso está permitido. Nunca penetraciones. Tampoco he enseñado “el pajarito”. Es
una cuestión de respeto. Se lo debo no a mis admiradores, sino a candy_fantasy.

Una semana eché a andar un concurso. ¿Quieres echarte a candy_fantasy en


vivo? Seleccioné entre 64 aspirantes de mi localidad, entre ellos a handsome_boy.
Contacté al ganador.

Lo invité a mi apartamento, le expliqué cómo funcionaba el show, le


presenté a mi contratista. Transmitimos en vivo. Jodimos durante cuatro horas
continuas, con intervalos, recesos, de quince minutos, en los que aspiramos
cocaína, bebimos cerveza y comimos papas fritas.

Por supuesto, nos quedamos dormidos después de apagar la cámara, en sus


brazos. Por supuesto, ya no había manera de llegar al trabajo, porque se había
pasado la hora de mis tres clases matutinas.

Llamé por teléfono para reportarme enfermo. Y le dije al tipo que lo del
concurso era porque iba a mudarme de casa.

Ignoré sus llamadas de celular, sus correos. Después de eso empecé con los
escenarios. Estoy en otro estado, le aclaré por última vez. No me busques, no me
contactes. Revisa los escenarios. Estoy completamente en otro lugar.

Transmitiendo.

54 espectadores. Los mensajes saturan mi pantalla. cowboytx1978 escribe:

te gusta los vaqueros?

alberto, 37 años, Temapache, Veracruz:

te amo, diosa sexual. te amo, te amo, te amo.

havalina, 29 años, de Suecia, Estocolmo:

i want to burn with ur mexican fire

Quiero más. Hay que subir la audiencia. Acomodo el cigarro al borde de la


mesa y me pongo de pie. Me bajo el vestido lentamente, balanceando las caderas
de derecha a izquierda. Lo bajo hasta la altura de la cintura, luego la tela nácar
desciende hasta la cadera. Parezco un pistilo asomando de una flor, una novia
desnuda asomando por entre un pastel de boda.

daryn, 19 años, de Fort Lauderdale, Florida:

Dame porno!!!

Hago aquel número que llamo Betty Turner Overdrive. Después hago un JLo
y remato con un Hips Don’t Lie.

fuego:humedo escribe:

por favor, baila para mí toda la noche.

El contador sube: 76, 84, 92 espectadores. El celular vibra, mi cuenta bancaria


se llena de pesos, dólares, euros.

Lentamente.

Debo subir el contador. Debo romper mis marcas anteriores. Debo darles
algo que nunca antes nadie les ha dado.

Después de una noche agitada candy_fantasy me provoca sueños extraños.


En el sueño preparo el desayuno de monroe_nycity. Huevos con jamón se fríen en
una sartén y vivimos de su beca universitaria.

Estoy ahí en el piso con las piernas abiertas, la nariz sangrante por el exceso
de coca, una Marilyn Monroe rota y alcoholizada.

Le pido a algún espectador distante, en secreto:

—Mátame. Quítame este sufrimiento.

Efecto dramático: cuello doblado a la izquierda, oreja tocando el hombro,


cabello alborotado, ojos entrecerrados ahogándose en delineador, labios en forma
de aro invocando una vagina rosa y palpitante.

Mi vida pasa frente a mis ojos.

Yo no nací para esto.


Te van a encontrar, los de la policía cibernética. Andan sobre ti. Tienen tu
dirección de IP. Tu ubicación geográfica.

Te han visto sin ropa.

Han tomado fotos, grabado videos. Tienen evidencia.

Saben que has cobrado dinero.

Tienen tus registros telefónicos, las cuentas del banco.

¿Multar? Te van a encarcelar.

Tus actividades son ilegales.

¿Cuánto crees que tarden en llamar a tu puerta?

¿Hasta cuándo quieres esperar? Detente. Solo oprime el botón, apaga la


cámara y olvídate de esto.

En el más intenso de aquellos sueños extravagantes, mi casero está


buscándome. Me escondo avergonzado porque aún estoy usando la ropa de
candy_fantasy.

Echo a correr por el pasillo, y el vecino de junto —moreno, joven, piernas


fuertes y velludas, siempre en bermudas y con una gorra en la cabeza —me invita
a pasar a su departamento. Nos escondemos debajo de la cama. Aún escucho los
pasos del casero, llamando a mi puerta.

Estamos desnudos.

Él me abraza y empieza a besarme y le digo que no porque he bebido


demasiado. Vomito. Al limpiarme con la mano la veo cubierta de sangre.

—No, no puedo hacerlo en este momento... Estoy vomitando sangre —le


digo, pero ya lo he guardado dentro de mí, al vecino. Y a medida que mete y
bombea sin condón vomito una sustancia espesa, viscosa. Una mezcla de sangre,
saliva y bilis.

Hay que estar enfermo para soñar que alguien te jode mientras vomitas.
El conteo se estanca. 820. 824. 823. 822. 820. Nada. Debo hacer algo para
remontar.

Me arrastro sobre un charco de mi propia sangre, hacia la silla que tengo


apoyada en una esquina. Sobre la silla hay una maleta pequeña. En la maleta hay
un foco de 60 watts.

jigsawfeeling1992 escribe:

baby, make me cum!

Saco el foco de la maleta. Abro la boca. Introduzco el foco, primero la punta.


Lo deslizo poco a poco, candy_fantasy, una verdadera guerrera. Mis dientes se
cierran automáticamente siguiendo la curvatura del foco de cristal. Intento abrir la
boca. Jalo discretamente.

Es demasiado tarde, mi mandíbula se ha trabado después del shock de la


nariz sangrante.

En la sala de maestros acomodo el material de mi próxima clase. Dos


maestras hojean una revista.

—Esta me gusta —señala y nos muestra.

—Se parece a mi sala —comento.

Silencio.

Explico:

—Estuve ahorrando todo este verano.

Me levanto al estante para acomodar la carpeta con el material que usaré en


mi clase. Al darme la vuelta, uno de los maestros observa mi cuerpo. No es una
mirada tipo todos-quédense-viendo-al-maestro-novato, sino algo diferente.

De lentes, mediana edad, barba, voz profunda. Cogible.

—¿Qué pasó? —le pregunto con una sonrisa. Todos lo saben. Te han
descubierto. Se ríe conmigo.
Debe estar imaginándome con un vestido colgando de las caderas.

Hay que subir el conteo. El foco está unido a un cable.

Camino hacia la computadora para sortear entre el mar de ventanillas.


Mensajes obscenos. chuck, 24 años, de Milán:

me masturbo con los pantys de mi madre

fistfucker:

enseñametucosita

Cerrar. Bloquear. Cerrar. handsome_boy ha encontrado la manera de


colgarse a mi cámara:

por qué no me dejas ver? no seas malvada. soñé que me cantabas al oído. te
amo de verdad.

Bloqueo su acceso y acomodo las demás ventanillas de manera que puedo


ver lo que estoy haciendo en la pantalla.

Soy mi propio director, la mayoría de las veces. candy_fantasy guía mis


pasos ahora.

El enchufe está a un brazo de distancia. Observo la pantalla, cuidando la


inclinación de la cabeza, la caída del cabello, la postura de la espalda, las piernas
entreabiertas sobre los tacones de aguja.

Transmitiendo...

La mano se estira uno, dos centímetros. Tiemblo. Encajo la clavija en el


enchufe. Siento el calor del foco al encenderse. Debo lograrlo, debo conseguirlo, tan
solo un pequeño esfuerzo.

Resistencia.

Empiezo a dar una vuelta, la cabeza destellante como una bola de fuego. El
foco resbala hacia mi interior. Los dientes se acercan al borde metálico de la
bombilla. Rechinan calcio y cristal. Separo los labios, mi cuerpo gira otro tanto
sobre su propio eje.
Consigo una vuelta completa agitando las caderas, el vestido colgando, las
nalgas al aire. El cable se enreda alrededor de mi cuello. 1200. 1220. 1440. La
vibración del celular con la que debo luchar para no distraerme pensando en
dinero.

Se corre la voz a través de la banda ancha: candy_fantasy está bailando con


un foco encendido metido en la boca. Debo conseguir otra vuelta para los
espectadores tardíos que apenas se están conectando. 2005. 2056. Números rojos.
Ventanas que estallan sobre mi pantalla, amontonándose sobre candy_fantasy.
Cubriendo mi cuerpo semidesnudo. Tapando mis pies, mis piernas, cubriéndome
con saludos y declaraciones de amor incondicional. Invitaciones de cámara,
números de celular, propuestas de matrimonio, hasta que lo único que alcanzo a
ver es mi hombro.

Mi sistema se ha visto vulnerado. No puedo seguir mis movimientos en la


pantalla. candy_fantasy se mueve a ciegas sobre una cuerda floja de alto voltaje.

El tacón golpea sobre el piso de madera, la sangre se escurre alrededor de


los labios, tan solo se necesita una capa fina de h2o para transmitir la corriente
eléctrica entre el foco y mi cuerpo tembloroso.

Aprieto los dientes. Calor. Un milímetro de cristal rechinante a punto de


estallar. El peso del cable alrededor de mi cuello como una serpiente, una horca,
mientras giro sobre mi propio eje.

Los tacones resbalan sobre la sangre del piso. Lucho por conservar el
equilibrio. Mis rodillas tiemblan.

Lo he conseguido. La tercera vuelta de mi Betty Turner Overdrive. 3859


espectadores. Jalo el cable de corriente e imagino mis mejillas humeantes.

La corriente se corta, el foco se apaga.

La saliva y la sangre lubrican mi orificio bucal. La bombilla caliente es


expulsada de mi cuerpo como la cuesta final de un parto de emergencia.

—Enséñame tus listas.

Corrijo asistencias e inasistencias. Pongo las listas sobre el escritorio. El


coordinador no me mira. Continúa con su papeleo interminable.
—¿Están completas?

—Correcto.

—Fírmame el recibo —extiende una mano de bronce. Tomo el recibo,


apoyándolo sobre la pared. Firmo. Pienso en candy_fantasy.

—¿Cuánto cuesta uno de estos escritorios? —pregunto.

Frunce el ceño. Me mira. Continúa con su papeleo.

—No lo sé.

Se inclina para revisar mis listas y noto que tiene poco cabello. Cano, escaso,
gris, próximamente calvo...

Pienso en los 120 mil pesos que guardo en mi cuenta de banco. El hombre
farfulla.

—¿Qué dices?

—Que ya puedes irte.

—Está bien...

¿Dije que sería mi última presentación? ja. ja. ja. ja. Es la tercera vez que
utilizo ese truco.

Pongo mi canción de despedida, aquella que hace llorar a mis fans:


Midnight, The Stars And You, de Ray Noble y su Orquesta. Les digo adiós con la
mano, mando besos a Timbuktu.

—Soy el tipo de chica que le gusta saber quién le invita a los tragos, Lloyd —
escribo en el teclado. Apago la cámara, la imagen se congela.

Nací para esto.


Chuski

Susana OBRERO Tejero

(1968). Reside en Madrid. Ha publicado las novelas infantiles Almudena


Rizoslocos y Así se aprenden las tablas de multiplicar. En teatro, ha publicado
cinco obras infantiles con la editorial CCS. En el año 2009 obtuvo el Premio Marc
Granell de poesía.

Todos sabíamos que tenía un amigo invisible.

Hablaba de Chuski a todas horas, se conocieron en el cole y desde entonces


era su mejor y más querido amigo. Tenía fotos en su Facebook con etiquetas como
“¡El cumple de Chuski!”. Y salía ella a un lado, una tarta en medio y al otro lado
nada, claro.

Sus amigas, las de verdad, le seguían el rollo. Cuando estábamos en algún


garito le preguntaban:

—¿Chuski qué va a tomar?

—Nada, está hasta arriba ya.

Ella insistía en que cuando no le llegó la nota para Medicina, por 0.35, qué
putada, el único que estuvo ahí ayudándola fue Chuski. Él la convenció para que
empezara enfermería y cuando tras un año de sobresalientes pudo pasarse a
Medicina los dos se fueron un fin de semana a un spa para celebrarlo.

Cuando íbamos en el coche se giraba continuamente para hablar con Chuski,


que menos mal que algunas veces se dormía en el asiento trasero.

Yo también, como sus amigas, empecé a integrarlo en nuestra relación, de


bromilla, para hacerla sonreír. Pregúntale a Chuski si quiere ir al cine mañana, le
proponía.

—¡Qué bien nos entiendes! Pues claro, me encanta que os llevéis tan bien,
pero ya sabes que a Chuski le gustan las subtituladas.

Un domingo me invitó a su casa.

—Vienes a buscarnos, nos tomamos un café con mis padres y luego nos
vamos, ¿vale?

A mí lo de conocer ya a su familia no me hacía mucha gracia pero dije que sí.


Me abrió con una sonrisa de niña en día de Reyes y en el pasillo de su casa, con sus
padres y Chuski en el salón de al lado, se apretó contra mí sensual, acarició mi
cuello, el pecho y me agarro fuerte del culo con las dos manos.

—Gracias por venir, mi príncipe, estás muy guapo —susurró mordiéndome


el labio.

Cuando notó mi erección empezó a frotarse como nunca lo había hecho, yo


la tenía en brazos y mientras le subía los tirantes mínimos del vestido, no dejaba de
mirar hacia la puerta del salón.

—Ya Chuski, ya vamos —dijo de repente. Me dio la mano rápido y entré en


el salón empalmao como un semental de feria.

Nadie reparó en mi bragueta. Su madre me dio dos besos y su padre me


apretó la mano como si acabase de venderme un coche. Ellas fueron a la cocina, yo
hacía carantoñas al perro para no tener que hablar con su padre. Trajeron cinco
tazas y la cafetera. Su madre sirvió café negro muy largo a su padre.

—Yo con leche —pedí cuando me miró.

—Un cortadito para mi niña y para mí. Y… uno solo para Chuski.

—¡Mamá! Siempre igual. Lo haces a propósito. Le sirves el último y nunca te


acuerdas que él toma descafeinado.
Se levantó enfadada y oímos el portazo mientras gritaba te espero en la calle.

—Así son las cosas en esta casa —dijo su padre—. Es una buena hija,
estudiosa, inteligente, será una gran doctora.

—A lo de Chuski ya estamos acostumbrados después de tantos años, es algo


que no le hace daño a nadie —añadió la madre.

—Tampoco queríamos perro y aquí está.

—Y es peor —rió ella —porque a este sí que hay que bajarle a que haga pis y
caca.

Aparqué lejos y esa noche antes de llevarla a casa me lancé un poco más que
otras veces, la verdad es que no habíamos pasado de unos pocos besos y algún
magreo por encima de la camiseta. Yo tenía encima el calentón del pasillo, pero ella
no estaba animada, la notaba fría, como sin ganas… Y no sé cómo se me ocurrió,
pero le aparté el pelo del cuello y le dije al oído:

—Sabes que a Chuski le gusta ver cómo nos besamos…

—¿Sí? —rió relajada.

—Sí, sí, y a mí me pone como una moto pensar que está aquí con nosotros
viendo cómo te acaricio —susurré desabrochándole la blusa y apretándole las tetas
por debajo del sujetador.

—¿Tú crees que a Chuski le gusta? —preguntó subiéndose la falda,


sentándose encima de mí y buscando en mi bragueta como una gata en celo.

Le aparté las bragas y se la clavé tanto que noté cómo le crecía por el interior
del cuerpo, arriba, subiendo por la garganta y asomando por su boca que yo no
dejaba de morder. Fue el polvo de mi vida, nos corrimos a la vez mientras Chuski
en el asiento de atrás eyaculaba sobre nosotros.

El sexo se convirtió en el centro de nuestras vidas. Bastaba un “a Chuski le


gustaría ver cómo te doy un masaje”, “Chuski quiere que te pongas a cuatro patas
y que lo hagamos como los perros” o “Chuski se muere porque me la beses y la
muerdas y te la metas entera en la boca”. Ella jadeaba, esas cosas la ponían
loquísima y follábamos como leones.
Nadie al verla salir de la facultad quitándose las gafas y apretando los libros
contra su pecho imaginaría su transformación.

Yo acepté a Chuski en nuestra cama, sin él a mí tampoco se me ponía dura,


la verdad. Tenía mucho más morbo pensar que nos estaba viendo y que se excitaba
con nosotros.

Empezamos a hacer guarradas. Ella era insaciable.

—Méame, sí, sí, que a Chuski le encanta —me pedía.

Otras veces tras beber mucho líquido, lo hacíamos con la vejiga tan llena que
ella se corría y se meaba a la vez. Una noche acabamos en urgencias porque se
metió una botella en la vagina mientras yo la penetraba por detrás y se la tuvieron
que sacar en el hospital. A mí empezó a darme miedo, coincidió con los exámenes
de febrero, ella tenía mucho que estudiar y nos dimos una pausa. Esa semana
recuperé la vida nocturna con mis amigos.

—¿Qué tal con tu novia, la médico?

—Bien.

—¿Qué, ya le pones inyecciones? O no, parece un poco estrecha, ja, ja...

Era imposible hablarles de Chuski y de nuestros polvos bestiales. Bebimos


mucho y acabé en los baños de una discoteca con una rubia muy lanzada.

—¿Qué te pasa? ¿Es que has bebido mucho o que no te gusto?

Y yo solo tuve que imaginar a Chuski mirando y contándoselo luego a ella


para ponerme a cien y follarme a la rubia en tres embestidas.

En casa, tras la resaca, comprendí que tenía un problema.

Fue por teléfono.

—¿Te creías que no me iba a enterar? Pues sí, listo, te vieron mis amigas.
¡Qué cutre! Además en el baño de las tías, vamos que no te grabaron porque no
tenían batería en el móvil. ¡Qué fuerte!

—Perdóname, es que bebí mucho y no sabía lo que hacía.


—Ya, pues haberlo pensado antes.

—Si ni siquiera me empalmaba, tuve que pensar en Chuski para ponerme un


poco a tono.

—¿Qué? —gritó —¿Chuski estaba contigo?

—Bueno, ya sabes.

—Eres lo peor, me robas a mi mejor amigo y me engañáis con cualquiera. No


quiero volver a veros nunca, a ninguno de los dos.

Y colgó.

Hoy hace tres años de esa conversación.

Sus padres me llamaron para agradecerme que me hubiera quedado con


Chuski tras nuestra ruptura.

—Dale un beso de nuestra parte —rió su madre antes de colgar.

Cuando me encontraba con alguna de sus amigas también hurgaban en la


llaga todo lo que podían.

—¿Qué? ¿Cómo te llevas con Chuski? A ver si quedamos todos un día.

Independientemente de estos detalles tontos, yo no estoy bien. No es que la


eche de menos, creo que no estaba enamorado, me enganché a su sexo salvaje, eso
sí, pero no me siento mal porque ella me dejara.

Vivo incómodo, tenso.

Estoy en la sala de espera del psiquiatra y no sé qué le diré.

Al principio quise olvidar a Chuski, pero sentía su compañía todo el tiempo,


en el asiento de atrás del coche, en el sofá viendo la tele y sobre todo cuando me
masturbaba en la ducha; con él volvía a ser como antes.

Una noche, muy borracho, me senté en un banco con un paquistaní que


vendía latas y se lo conté todo.
—¿Quieres dos latas? —me preguntó tras escucharme  —¿Una para ti y otra
para Chuski? ¡Precio especial! —sonrió mientras yo le pagaba.

Salí con otras chicas, rollos cortos en los que cuando avanzábamos hasta el
¿tienes condón? Chuski me sonreía y me señalaba el bolsillo de atrás del vaquero.

Por la mañana, lúcido ante el café, poniendo una taza y bebiendo solo en la
cocina, veía claro esta locura.

—Ni Chuski ni mierdas, no existes —le gritaba.

Pero él no se iba, esperaba hasta que me dolían los huevos y sonreía


mientras eyaculábamos juntos.

La enfermera ha dicho mi nombre. Tiene buenas piernas y seguro que bajo la


bata no lleva nada. Me levanto nervioso y dejo que Chuski pase primero.
Rubén Rodríguez. ST , 40 x 60 cm, Óleo, lienzo, 20112
Principiantes

(What We Talk About When We Talk About Love)

Yamila PEÑALVER Rodríguez

(La Habana, Cuba, 1978). Licenciada en Psicología y egresada del Centro de


Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido varios reconocimientos en
concursos literarios y próximamente aparecerá publicado su cuaderno de cuentos
Menos de cien botellas. Reside en Alamar, Habana del Este.

para H, por todo

Tuve que entrar a la casa un poco después que él. Por los comentarios, dijo.
Tú sabes cómo es eso. Y yo sabía: hombre comprometido, una bebé de por
medio… Porque eso no se hace, hubiera dicho mi madre. No se juega con los
hombres casados. Pero él no lo es, no propiamente, solo son cuatro años con la
misma mujer y una niña de seis meses, un suceso imprevisto.

En el camino hacia aquel pueblo perdido al oeste de la ciudad ni siquiera se


me ocurrió cuestionar lo que iba a suceder. H a mi lado sonreía, su dedo cómplice
buscaba mi mano como al descuido, entonces una descarga leve me recorría de
pies a cabeza, anunciando que estaba bien, que las cosas seguían en su justo sitio,
aunque esa noche me quedara a dormir fuera de casa con un hombre que no era mi
marido.

Y luego me vi actuando como nunca antes, pactando mi llegada para que


pareciera casual: Ahora te voy a dejar donde empieza la curva, sigue hasta que
veas una callecita, avanza un poco antes de doblar a la izquierda. Ahí pregúntale al
primero que veas dónde vive Mary la costurera, o Yani, y enseguida te van a decir.

Y seguí, y vi la callecita (más bien un callejón, polvoriento y sin asfalto), y


doblé a la izquierda para encontrarme de golpe con un trío de adolescentes, tres
muchachas que enseguida me miraron con cara de ¿Quién eres tú?; el acto de
peguntarles ¿dónde vive Mary la costurera? se convirtió de pronto en una cuestión
de supervivencia.

Pero no iba a ser tan fácil. La más seria de las chicas me miró de arriba a
abajo para decir, María no está, anda para “afuera”. Y punto, sin dejar otra opción.
¿Y Yani?, insistí. Esa tampoco estaba, andaba para Las Villas, con los ojos parecía
burlarse: A ver por quién vas a preguntar ahora. ¿No hay nadie en la casa
entonces?, fue mi último recurso. Ah, sí, me miró con sorna; precisamente el esposo
acaba de entrar. Y solo después de despejada la duda sobre el motivo real de mi
presencia, accedió a darme el salvoconducto. Es allí, al final, en esa puerta blanca.

Y como es lógico, sentir las miradas resbalar por mi espalda mientras


camino, y al tocar para hacer mi actuación más convincente pese a ver la puerta
sujeta con un gancho.

El primer impacto: comprender que hay cosas que una no se cree capaz de
hacer y, sin embargo, termina haciéndolas un día como si nada; el segundo:
reconocer el espacio, el territorio ajeno, una casa donde los objetos no parecen estar
donde debieran, donde no reina precisamente el orden; lo tercero: unas manos que
me tocan apenas he soltado la mochila, cuando aún el aire me resulta enrarecido y
perturbador; una boca que ya conocía de antemano, que días atrás me confesara
que besaba bien, que si no me lo dijeron nunca, que lograba conseguir el equilibrio
perfecto; un hombre que no espera para llevarme a su cuarto, obviar el preámbulo
e ir directo al punto: nuestros cuerpos desnudos por fin, la torpeza que por lo
general acompaña a las primeras veces. Parecemos un par de adolescentes, dice; yo
concuerdo. Eso suele suceder al principio.
Apurar luego esa primera entrega; yo sobre todo, impaciente, tomando la
iniciativa para encubrir mi propia inseguridad. Escucharle decir al final mientras
sonríe: Dios mío, cómo hay que enseñarte cosas, es increíble. Sentirme un tanto
descolocada, indefensa, ante una sonrisa que no es más que puro asombro, como si
en lugar de tener delante a una mujer de 30 años estuviera mirando a una niña de
15. Él quizás adivina la angustia tras mi silencio porque se apresura a agregar: No
te preocupes, para la media de los hombres estarías muy bien, solo que yo no
pertenezco a la media… Y no puedo menos que reír al cuestionar la extraña
atracción que parezco ejercer sobre tipos así, con tanta necesidad de desmarcarse,
de sobresalir, con tanto Complejo de Edipo mal resuelto.

Después, descubrir que se ha ido la luz y la lluvia se filtra por la ventana. H


se estira, la cierra, luego se incorpora para alcanzar una guitarra que permaneció
oculta hasta el momento sobre la cuna. La pulsa distraído, intenta que yo adivine
algunas melodías, casi todas de temas en inglés. Vuelve a reír, ahora de mi
incultura “anglomusical”; aunque no tengo mucha más suerte con los
representantes del patio. Silvio, Feliú, Gerardo Alfonso. Eso es algo que no
entiendo de ti, dice. La música que oyes: Ramazzotti, La oreja de Van Gogh, se
burla, hace un gesto como los italianos cuando no comprenden alguna cosa. Ma
come é possibile, pareciera decir, Una ragazza come te…

Va hasta la cocina, trae consigo una botella de ron, bebe primero y luego me
la ofrece. Niego con la cabeza. ¿Tampoco te gusta la bebida?, a estas alturas parece
resignado a descubrirme tan simple. Solo el vino. Eres una tipa muy rara, afirma
entonces antes de retomar la guitarra. No alcanza a ver mi sonrisa porque la
oscuridad ya es total, eso sí me lo han dicho muchas veces. Le escucho beber otra
vez, de pronto me sobrecoge el miedo. ¿Qué hago aquí con este hombre?, y me
quedo quieta, muy quieta, y por primera vez pienso en ti.

Volver a tener sexo, ahora más despacio. Se detiene en mi interior, observa


mis reacciones como si le fuera la vida en ello. Te estoy reconociendo, confiesa, y
aunque todo en él resulta nuevo, esencial, no puedo evitar sentir que tras su
aparente aplomo de algún modo intenta impresionarme, situarse a mi altura, a la
altura de la idea que se hizo de mí, de la mujer que en el fondo adivina que soy, y
eso me gusta.

Me penetra por detrás, el dolor es intenso. Me lo había anunciado desde el


principio, desde el comienzo de nuestro escarceo electrónico que ya duraba seis
meses: Cada vez te tengo más ganas, ¿cuándo nos veamos puedo ir por la vía no
convencional, esa a la que no estás acostumbrada? Por supuesto que me hice la
tonta. Recuerdo que le escribí: ¿A qué te refieres con no convencional y por qué
supones que no estoy acostumbrada? El poder de las palabras es infinito, hay
hombres que nunca llegan a entenderlo, desperdician su potencial. En el sexo las
palabras pueden decidirlo todo.

Le gusta oler, palpar la textura, reconocer diferencias. Nada lo detiene, no se


escandaliza por tan poco. Bromea sobre el tamaño de mis senos (por debajo de la
media); pero puedo advertir que le gustan, le fascina que se ericen al menor
contacto. Y el color. Diferente al de las blancas, igual que los labios de tu sexo. Lo
más extraño es que hueles como blanca, se asombra, y hunde otra vez la nariz en
los rincones de mi cuerpo.

La luz llega de súbito. Hora de comer, anuncia. Sale del cuarto, voy tras él.

Me sorprendo mirándole de espaldas, deseando a otro hombre después de


tanto tiempo. Se desenvuelve bien, sin titubeos; en eso parece que siempre voy a
tener suerte, yo que no soporto ni freír un huevo.

No es un tipo especialmente atractivo, no más que tú, por ejemplo; pero se


acepta como es y eso se revierte de forma notable en su persona. Tiene gestos poco
comunes, suele hablar tan rápido que a veces ni le entiendo; sin embargo, me
gusta. En menos de un año resulta un descubrimiento inesperado, a pesar de la
vaga inquietud porque las comparaciones son inevitables.

Mientras trajina entre cacharros en una cocina que hace el terror de mi parte
más neurótica, no deja de sonreír. Te sobrevaloré demasiado, comenta moviendo la
cabeza. ¿Cuándo te dije que ibas a encontrar algo fuera de lo común? Mentira,
refuta, lo sabes y eso me jode. Tienes el potencial, no acabas de creértelo. Ni te
imaginas hasta dónde puedes llegar en todo lo que te propongas.

Y ahora, claro, no puedo evitar que resuene tu voz en mi memoria: “Porque


yo estoy cansado de decirte lo mismo, ¿por qué siempre acabas creyéndole a otros
primero que a mí?”. Y podría ser cierto; pero era quizás tu modo de decir las cosas,
ese imponer más que sugerir, lo que te dejaba fuera de combate.

Me vuelvo de espaldas, reparo en las fotos prendidas al refrigerador. Él, su


mujer y la niña en las dos de arriba; la niña sola en la de abajo. ¿Dónde quedaron
mis promesas? ¿Esos juramentos de no hacer nunca algo semejante?

Comemos pasadas las diez, nada del otro mundo y todo tan especial; los
gestos más simples, las acciones más nimias, cada detalle parece imprescindible.
Con este hombre puedo ser lo que soy, contigo terminé por ser cualquier otra cosa.

Después fregar, intentar poner un poco de orden, sentarnos frente a la tele


fingiendo ser una pareja común. Más tarde acostarme intranquila esperando ser
descubierta en cualquier momento, confrontada por una mujer que reclama su
derecho; pero sobre todo, si he de ser sincera, por la imposibilidad de tenerte junto
a mí. Siento una vocecita en mi cerebro que se burla: ¿En serio creíste que iba a ser
tan fácil? Antes de cerrar los ojos pienso que valdría la pena escribir sobre ello.

En la mañana prepara el desayuno: omelette al plato, galletas a falta de pan.


Después sale un minuto a llamar por teléfono. Yo recorro la casa lentamente a la
luz del día, intento reconocerle en los objetos; soy una intrusa que se complace en
atisbar lo ajeno.

H demora, como si buscara dejarme a solas con mi extrañamiento. Casi temo


acercarme a las ventanas. De afuera llegan todo tipo de sonidos, ladridos, los gritos
de los niños, el barrio que despierta. Un ligero temblor me recorre al imaginar la
hora de salir de allí para repetir el procedimiento en sentido inverso. Por un
instante acaricio la idea de marcharme; mi anfitrión regresa entonces y me invita a
almorzar. Haré pastas, informa. Yo pienso que solo viene faltando una botella de
vino.

Le ayudo a preparar la salsa. La cocina es pequeña, chocamos a cada


segundo, nos reímos por cualquier motivo. Como dos muchachos, pienso. Como si
nada fuera a tener importancia luego. Porque seguro nada la tendrá. Mientras
almorzamos propone que me quede hasta el día siguiente, pero ya no me siento
con fuerzas para tanto. Esta vez permanece en la cocina mientras voy directo a
cambiarme.

Tengo que salir primero, él me alcanzará en bicicleta. Así lo hace, pedalea


despacio a mi lado hasta llegar a la parada. La pasé muy bien, termino por decirle
tras el beso de despedida. Y es cierto, a pesar de la insistente sensación de seguir
habitando en tierra de nadie. Igual yo, contesta, aunque voy a necesitar muchas
horas contigo para saciarme del todo. Sonrío, mi mano lista para abrir la puerta de
uno de los taxis disponibles.

H me observa montar, permanece a la espera un rato más hasta que el auto


se pone en marcha, después da la vuelta y comienza a alejarse.

Ante mis ojos una sinuosa calzada, una strada ai cieli. Soy la única pasajera
en el carro. El chofer, al cabo de un segundo, me obsequia un caramelo. De
manzana, dice. Yo comienzo a saborearlo luego de agradecerle; mas no consigo
desterrar de mi boca ese sabor extrañamente amargo.
Mujeres mojadas

Luis PÉREZ de Castro

Es historiador, abogado, poeta y narrador. Ha publicado, entre otros libros,


Nostalgia del cíclope, Mientras arde en silencio mi voz y Último e-mail inédito de
Faulkner. Reside en Santa Clara, Cuba.

Detrás de cada rastro

Sábado, 08: 00 a. m.

El día de descanso de mi madre es hoy, sábado. Ella llega y se tira sobre un


sillón. “Esta semana he trabajado como una mula”, dice, y continúa con vulgares
comentarios de sus compañeras.

—¿A dónde iremos el domingo? —le pregunto.

Y permanece en silencio, con la cabeza recostada y los ojos cerrados.


Entonces me marcho para mi cuarto.

—¿A dónde quieres ir? —me pregunta breve tiempo después.

—A la playa.

—A cualquier lugar menos a ese.


—¿Por qué?

—Porque ahí fue donde conocí al degenerado de tu padre.

Vuelve a hacer silencio y solo se escucha el chirriar del sillón, su respiración


jadeante.

—Alcánzame la palangana con agua, que tengo los pies hinchados —me
grita—. Siéntate, vamos a conversar.

Y comenzó una historia de cómo la mujer debe experimentar con varios


hombres, hacerles creer que estamos atrapadas, pero no. Que nosotras debemos
conocerlo todo, reflexionar para no parirle a ningún mediocre y mira, yo terminé
pariéndole a un degenerado. Mi madre contando la historia de una generación
perdida en el tiempo. Yo pensando en la playa, la arena y los delfines.

12: 00 meridiano.

—Calienta el arroz y fríe unos huevos —me dice mi madre.

—¡Coño!

—No seas desconsiderada, ¿no ves cómo tengo los pies?

Mi madre se sienta frente a mí, en la misma silla, en la misma esquina de


cada día, en el mismo lugar donde desayuna, almuerza y come. En la misma
esquina y sobre la misma silla donde, según me contara, hizo el amor hasta con el
degenerado de mi padre. Mi madre come despacio, como si rumiara en el color
amarillo del huevo, y me mira.

—Ya eres una mujer —me dice en voz baja—. ¿Tienes novio?

Su mirada es fría y me da miedo.

—Cambia la vista —le digo.

—No seas socarrona y responde.

—No he pensado en eso.

Mi madre me mira como un animal acorralado por la daga de su adversario.


En sus ojos no veo ternura, tampoco el delfín sobre el que cabalgo en mis sueños,
ni el aro que ella debe de sujetar para que él salte y yo sonría, feliz de tener una
madre como ella.

—¿Qué? —le pregunto.

—Ya es hora que dejes de soñar —hace un gesto extraño con la boca y aparta
el plato—. Cuando termines recoges todo y lo pones ahí, yo friego más tarde —me
dice.

07 y 20 minutos p. m.

En el televisor dos hombres discuten sobre la situación del mundo, brindan


fórmulas de masificación para llevar el buen vivir a cada rincón de la tierra: “Las
nuevas generaciones deben tomar conciencia y preparase para la guerra, nuestro
planeta corre peligro y…” Lo apago.

07 y 32 minutos p. m.

—¿Vas a comer? —me pregunta mi madre—. Para ni encender el fogón.

10 y 50 minutos p. m.

En el cuarto mi madre se desviste, se mira al espejo y sonríe.

—No tengo sueño —dice—. Tengo calor.

Me llama y no le hago caso. Viene hasta mi cuarto y la adrenalina que


desprende quiebra mis sentidos, me contagia su euforia pero me resisto.

—Puedo atacarme con las uñas si no vienes —dijo parada al borde de mi


cama.

Yo estaba sola, inmensamente sola y quería vengarme de esa soledad. No


tenía novio, nadie que me hiciera olvidar cuán sola estaba y que la soledad es
siempre la misma, un fragmento incógnito que te traiciona.

—La noche es propicia para estos trajines. Sobre todo para asfixiarnos con
nuestro sudor, para nacer o morirnos si fuera necesario —dijo mi madre en tono
desafiante.
Mi madre comenzó a bailar. Su cuerpo desnudo se movía al compás de una
canción que tarareaba entre dientes y algo en mi interior me empujaba a sumarme
al círculo, algo me hacía ver en ella otra realidad que no era la que estaba viviendo.
“Y si en realidad fuera un hombre /Un humorista /Un escritor de best sellers /Es un
hombre bellísimo y presiento que podrá amarme con la destreza de cualquier
mortal”, pensé.

—¿Qué más se puede pedir? —la escuché decir en un fino aullido.

Entonces me levanté y comencé a desplazarme a su lado. Sentí su mano


tomarme de la cintura y los pezones de mis pechos, no acostumbrados a roces
frágiles, se endurecieron. Tenía la certeza que algo iba a ocurrir y me rasgué un
pedazo del vestido. Mi madre se detuvo, con un gesto de impaciencia rasgó la otra
parte y quedamos una frente a la otra, en silencio y desnudas.

—Llévame tú —le dije.

Llevó una mano hasta mis entrepiernas y con la yema de los dedos me
acarició los labios inferiores de la vulva. Sonreía con algo de nerviosismo y la
respiración entrecortada. Me rozaba ligeramente el clítoris y comencé a jadear con
violencia. Entonces me lanzó a la cama, mientras con lentitud acariciaba mis
pezones endurecidos, lamía con fiereza cada pedacito de mi cuerpo indefenso
entre sus brazos. Por toda la noche se me antojó fuera un hombre que alguna vez
debió haber sido hermoso, quizás en exceso, y me entregaba la complacencia de
sentirme mujer.

Domingo, 09 y 52 minutos a. m.

—Cuando siento los olores marinos todo en mí se levanta —le dije a mi


madre.

Ella caminaba en silencio, con algo de extrañeza.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

No respondía y su mirada estaba fija a un punto perdido en el horizonte.

—¿No vas a responder?

—Mira, ya se ve el mar —dijo evadiéndome—. Tal vez hoy puedas ver los
delfines.
El aire me desordenó el pelo y un hombre flaco, de muy mal aspecto, nos
piropeó.

—Cochino —dijo mi madre, y escupió con rabia.

Nos detuvimos y, después de mirarnos con fijeza al rostro, dijo mi madre:

—Qué bonita te ves.

—¿Qué te preocupa?

—Él nunca se ha ido y sigue aquí.

—¿Quién?

—Él.

—Pero no…

—Él, ya te dije que él.

11 y 16 minutos a. m.

—¿A dónde vas, belleza? —me preguntó un muchacho alto y bien parecido.

—Al delfinario, ellos son mis favoritos.

—Su tarjeta de identificación, la manilla o el pasaporte, por favor.

Perforé el interior de sus ojos, donde predominaba el color verde, y dije:

—Yo no soy extranjera.

—Lo siento —dijo acercándome el rostro— pero no la puedo dejar pasar,


hoy es para extranjeros.

Algo en mí se estremeció, tal vez la sutileza de una repugnancia que no


había podido advertir. Volví a mirar al muchacho y éste, con un gesto inconcluso
de la boca y los hombros, me dijo:

—Todo cambia y no nos queda más que aceptar o largarnos para el carajo.
Y comprendí que era cierto, que todo cambia, las gentes, los sistemas, yo,
que tenía que regresar sin ver los delfines, con la amargura de no tener una tarjeta
de identificación, una manilla o un pasaporte que dijera que provenía de un país
distante. Acepté sus conclusiones porque tenía razón, no me quedaba más que
aceptar o largarme, y eso opté por hacer, largarme para el carajo.

11 y 58 minutos a. m.

Mi madre no se apartaba de un hombre que no perdía un ápice de tiempo


para pegársela más. Él la besaba y ella sonreía como un angelito acabado de recibir
la bendición de Dios. Fui hasta la cafetería y compré dos pizzas. Al regresar él
repetía los mismos ejercicios, pero esta vez con mayor intensidad. Le apretaba las
nalgas, la besaba en la boca, le mordía el cuello y los hombros, apenas podía
respirar y sus movimientos se hacían más violentos. Mi madre casi que lloraba,
imposible que se diera cuenta que yo estaba a su lado. Boté las pizzas, regresé a la
arena y bajo un árbol y mientras los miraba, comencé a acariciarme con los dedos
la vagina, a sentir una excitación que nunca encontraría la forma de describir.
Sentía su respiración por mi cuello, por la espalda, la espuma que simulaba su
semen sobre mi vientre, y en el instante que los escuché gritar un sí de satisfacción,
un torrencial de esperma caliente, salida de lo más profundo de mí, mojó mis
manos y mis muslos.

30 minutos después.

Mi madre vino con el hombre hasta mí. Vinieron tomados de la mano, como
si se hubieran fundidos uno con el otro. Me puse de pie y la encaré:

—¿Dime?

Me miraba en silencio, sin denotar un gesto, una palabra.

—¿Qué? —insistí.

—Para que conozcas a tu padre.

—¡¿Qué?!

Una duda rota (quizás la vida)


02 y 06 minutos de la madrugada.

Desperté sobresaltada. Me incorporé mirando a mi alrededor con algo de


pánico y al ver los finísimos hilos de luz que entraban por las hendijas, me di
cuenta que estaba soñando. Cerré los ojos nuevamente para obligarme a dormir,
pero sentí unos quejidos que venían del cuarto de mi madre. Los quejidos
aumentaron y fui hasta su cuarto. Al llegar golpeaba la almohada.

—Para ablandarla —me dijo con voz cansada.

—¿Y por qué te quejas?

—¿Yo? Tú estás soñando.

—Eso creí. ¿Qué te pasa?

Me senté en la cama. Me cogió la mano y dijo con ternura:

—Acuéstate y pégate a mí.

Entonces me acosté a su lado y crucé los brazos alrededor de su cuerpo.

—¿Qué te pasa? —le volví a preguntar.

—No te preocupes, es un dolorcito nada más.

Permanecimos por un rato en silencio, hasta que se viró para mí y dijo:

—Lo peor de la vida es que todo se repite, aseveraciones y cuanta mierda la


sustenta —respiró profundo—. El sexo lo aprendí de mi madre, por eso también te
lo enseñé a ti.

—¡Ah! —mascullé.

—Una noche vi a mi padrastro cogiéndose a mi madre y sentí lo mismo que


tú en la playa —continuó—, porque ella era solo mía y no la compartía con nadie.
Yo siempre he dicho: todo o nada. Pero no olvides que los hombres también hacen
falta. Y si al final hiciste cuanto quisiste, ¿qué más le puedes pedir a la vida?

—¿Todavía te duele? —interrumpí.


—Pégate bien, vamos a dormir —concluyó evadiéndome.

07 y 02 minutos a. m.

Desperté consciente de que la noche no había detenido su paso. Mi madre


permanecía en silencio, como dormida. Sentí que un pie se le desprendió y golpeó
sobre el piso, su brazo izquierdo repitió la acción. Mi madre no despertó.

Desnuda advertencia del silencio cuando descubro la ruta

El sábado es el día de la semana que más amo, no porque fuera el predilecto


de mi madre, sino porque es el marcado para lo más importante de mi vida. Por
ejemplo. El sábado es cuando puedo ver los delfines. “Hoy es para nacionales,
muñecón”, me dice un negro sin dientes a la entrada. Yo le sonrío, pues me siento
cómoda de saber que no necesito identificación para entrar a ese pequeño rincón
de mi país. También fue este día el indicado para mi primera relación sexual. Sobre
las 10 y 50 minutos de la noche mi cuerpo se movía al compás de una canción que
tarareaba mi madre. A las 10 y 56 minutos me rasgué el vestido. A las 10 y 57
minutos ella terminó de arrancarme lo que quedaba. A las 11 y 10 minutos
quedábamos saciadas de nosotras mismas y de la frialdad que nos quería imponer
la noche.

Es precisamente este día que escojo para detenerme frente al espejo y


observar mi pelo castaño, mis ojos color carmelita oscuro, el mentón corto y
recordar que, según mi madre, fue heredado del degenerado de mi padre y que de
ella solo heredé el buen gusto para las cosas y el instinto, casi mortal, para el sexo.
Y que conocí a Chely, una mulata de ojos azules que me deslumbró.

Todo ocurrió de forma fortuita.

03 y 16 minutos p. m.

Yo estaba sentada en un bar. Mi atención la ocupaban unas cuentas que


resolvía para comprar un nuevo televisor, cuando escuché a una muchacha
sollozar.

—Ponme un vaso de vino —le dije al cantinero.


Después de unos tragos y la insistencia de aquella muchacha con los
sollozos, me le acerqué con el vaso y le dije:

—Tómate un trago. Dale, no tengas pena  —le insistí—. ¿Qué te pasa?

—Me dejó por otra —dijo ahogada en otro sollozo.

Le pedí al cantinero que llenara mi vaso y le pusiera uno a ella.

—Gracias —dijo.

Conversamos de todo cuanto acontece alrededor de esa especie que llaman


hombre. Al darnos cuenta de que no íbamos a resolver la tragicomedia que
representa estar sobre la tierra, convenimos volvernos a ver, esta vez en mi casa.

Chely apareció para llenar el vacío dentro del cual sucumbía cada amanecer.
Sus muslos separados, flacos y musculosos, los bellos negros sobre los pezones, el
vientre completamente plano y el tatuaje a la altura de las nalgas, se convirtieron
en la felicidad que solo alcanzaba frente a los delfines. A su lado volví a recobrar el
límite de las ilusiones, a alcanzar esa amalgama virtual de impulsos que fueron
posibles por la locura de sus fricciones. Fue una relación intensa, más bien diría
que lindando lo irreverente.

—Tuve un sueño —me dijo una noche.

—¿Sí?, cuéntamelo.

—Soñé que eras una suicida…

—Me gusta ser una suicida —interrumpí.

—Que estábamos en la playa. Un hombre se me acercó, me miró largamente


y preguntó por ti, por mis padres, hizo muchas preguntas.

—¿Y?

—Respondí lo que me convenía. También me preguntó qué era lo que hacía


allí. Yo nunca sé lo que hago, le dije. Entonces se agachó y deslizó un poco de agua
entre mis muslos. ¿Y sabes una cosa? El agua se convirtió en un niño.

—No digas nada más —le exigí en dirección a mi cuarto.


Rato después vino y se recostó en la puerta. Hizo varios gestos de
desesperación y dijo:

—A veces he intentado volar, pero el aire ha estado denso y mis padres, que
no habían cambiado nada, insistían: Dale, vuela, vuela. Y sonreían como dos locos.

—Qué prueba más delicada —dije en tono de burla. Al mirarle a los ojos
estaban enmohecidos y su rostro reflejaba una transformación hasta ese momento
inédita—. Discúlpame, ¿qué te pasa?

Caminó hasta el borde de la cama, se desvistió y dijo:

—Después de esta noche me voy, regreso con él —se tendió a mi lado—.


Llevo días pensando que ya es hora de tener un hijo.

—Esa decisión es tuya —dije con desánimo—. ¿Lo hacemos?

Sentí sus poros dilatarse, su corazón latir con violencia y sus ojos
recuperaron el color azul que tanto me había seducido. Por toda la noche fuimos
dos seres aspirantes a la eternidad, dos suicidas que se comieron con un hambre de
mil décadas.

Al otro día se marchó. También era sábado.

Pasé meses recluida en mi casa. Los primeros días fueron difíciles, pues la
soledad te hace pensar siempre en lo mismo, en tratar de descubrir lo inexistente.
Fueron los primeros tres días los que me devolvieron cada gesto, cada palabra,
cada locura almacenada en mis adentros y que se reproducía rayando lo indócil.

Primeros tres días después de irse Chely:

¿No querrás pensar en mí?

¿Mis pies te excitan?

Aquí estoy disfrazada de ángel, acariciada por la piel aceitunada de tus


manos.
¿Quién puede ser, mi madre, su sombra tendida a mi costado?

¡Chely! ¿Eres tú, Chely?

No sé con quién hablo, no sé.

II

En la noche mi cuarto había perdido la forma.

Mi cuarto parecía un disco volador.

Tal vez una nave espacial y adentro un extraterrestre burlándose de mí.

Hemos crecido tanto y estamos tan solas.

Otra vez te digo: nada surtió efecto.

¿Y la sociedad?

Ah, la sociedad no perdona.

Quítate el disfraz, que todo es un cuento.

¿Volveremos a hacer el amor?

No sé con quién hablo, no sé.

III

El mundo está equivocado.

Tal vez muchos estén equivocados.

Enciende la luz que me gusta así.

¿Que te bese con la luz encendida?


¿Eres tú, madre?

¡Chely! ¿Eres tú, Chely?

La soledad, la casa, las paredes.

Esta soy yo.

La otra eres tú desnuda y yo…

La vida.

La sociedad.

Y nunca supe con quién hablaba.

Otro modo de dialogar

Viejo, siempre pensé que para recordar bastaba con cerrar los ojos, pero por
más que lo intento no logro bajar otra imagen que no sea aquella en la playa donde
poseíste a mi madre.

El tiempo ha pasado y, aunque no quiera acordarme de nada ni de nadie, tu


imagen perfora mis sentidos. Pero en honor a la verdad, lo único nítido que
conservo son mis preguntas y las respuestas de mi madre como cuchilladas sobre
mi rostro.

—¿Dónde está él?

—No existe.

—En algún lugar tiene que estar.

—Se fue con otro. Lo de nosotros fue un convenio y punto.

Entonces me llevó a ver los delfines y quedé atrapada en sus juegos, en la


sinceridad con que se entregan.

El tiempo ha pasado, pero no por eso hay que pensar en justificaciones. Nací
mujer, como tú naciste hombre, y no hay que pedir perdón por nuestras
preferencias sexuales, ni mucho menos avergonzarnos, ya que como humanos
tenemos que sentir la sensualidad de vivir y lo hacemos a nuestro modo, como
queramos. No podemos dejar que pese sobre nuestra conciencia la obsesión
absurda del desamparo si nos tenemos uno al otro.

Pero cómo contarte, viejo, que mi infancia no fue feliz y me llegaron a


fascinar las mentiras, que gracias a las muñecas que me rodeaban llegué a amar mi
propio sexo, el que descubrí un sábado también gracias a mi madre, que aquella no
fue la niñez que me hubiera gustado tener y todavía tengo pánico de la luz, que
lloro cuando el espejo me restriega en la cara que pude ser otra cosa —aunque no
reniego de lo que he sido—, que en las noches me invade la nostalgia y me importa
poco el tiempo y el espacio en que me debato.

Quiero que me cuentes de ti. Si aún tienes el pelo largo. Si padeces de


obsesiones. Si te es imposible soñar como en ocasiones me sucede a mí.

Entonces, viejo, ¿nos volveremos a ver?, ¿nos sentaremos a la mesa y


después de un café compartiremos los infortunios, también las victorias?

Con la memoria abierta a orillas de la verdad

Lunes, 09: 00 a. m.

En una esquina permanecía sentada una muchacha trigueña, delgada, de


pestañas largas y ojos negros. En sus manos sostenía una agenda sobre la que hacía
cruces con un lapicero.

—De los resultados de esta primera consulta se desprenderá si necesitas una


segunda —me dijo—. Por favor, siéntese en la butaca.

Le miré fijamente a los ojos y en ella vi el álter ego de Chely, recordé sus
comentarios acerca de la belleza de las trigueñas y de lo auténtico de su cuerpo
desnudo.

—¿Lista? —me preguntó.

Hice un gesto de afirmación con la cabeza, y continuó:


—¿Tu mamá?

—Murió.

—Lo siento. ¿Tu papá?

—Vive con su compromiso fuera de provincia.

Contrajo el rostro, hizo varias anotaciones en la agenda y con el lapicero


entre los dientes, murmuró:

—Muy bien. ¿Tienes hijos?

—Me gustaría.

Cerró la agenda, se reclinó en la butaca y dijo:

—Háblame de tu niñez.

—Vivía con mi madre en una casa muy grande. Nunca me hablaba de mi


padre y cuando lo hacía era para llamarlo degenerado. Por las noches dormíamos
juntas, se acostaba desnuda y se me pegaba. “Para que cojas el calorcito”, me decía.
Mi casa era una celda. Yo era la prisionera y mi madre el guardián.

—¿Juegos?

—Jugué muy poco. Tenía bastantes muñecas, pero jugué muy poco. Las
muñecas me hacían sentir la más solitaria del mundo y para serle sincera, jugar
para mí no era lo más importante, porque me entristecía mucho.

—¿Cómo creciste?

—Con temor a casi todo, excepto cuando podía disfrutar de los delfines o
llegada la noche sentía la piel desnuda de mi madre pegada a mi espalda, que
comenzó a darme cierta seguridad.

La muchacha tuvo otro gesto de contracción en el rostro, hizo varias


anotaciones más en la agenda y preguntó:

—¿A qué edad tuviste la menstruación?


—A los catorce y medio.

—¿Primera relación sexual?

—A esa misma edad, tres meses después de la menstruación.

—¿Con?

—Mi madre. Sí, con mi madre.

Sonrió con una mezcla de nerviosismo y desconcierto. Después de una


aparente calma, volvió a preguntar:

—¿Quieres hablar más?

—No se preocupe, siga.

—De acuerdo —dijo con algo de incomodidad—. Y los hombres, ¿qué?

—A lo mejor deba intentarlo.

Se levantó de la butaca y vino hasta mí.

—Si no te interesa podemos continuar el miércoles, ¿de acuerdo?

—Por mí no hay problemas.

—A la misma hora, ¿sí?

Martes, 07: 30 minutos a. m.

Todo el día lo pasé en un letargo de ilusiones, de un pesquisar continuo en


cada rincón de la casa. Miraba para la sala y ahí estaba ella sobre el sofá, con las
piernas cruzadas y escribiendo en la agenda. Miraba para la cocina y la veía frente
al fogón, removiendo el arroz con el lapicero entre los dientes. Al llegar al cuarto,
¡Dios!, qué exceso de mujer hundida entre las sábanas. No me atreví acercármele.
Entonces le pregunté:

—¿Quieres saber la realidad de mi vida?

Pero permanecía en silencio, mirándome desde lo más profundo de sus ojos


negros. Y yo recostada a la pared, lanzándome a un abismo de falsas
manipulaciones. “Grita, no importa la hora /Dime hazme el amor con un contacto
extraño /Autodestrúyeme, que en el fondo somos lo mismo”, le grité casi pegada a
su rostro. Pero permanecía en silencio, representando lo que era, una mujer
imaginada.

Aunque ya tenía decidido el rumbo a coger, me masturbé.

Miércoles, 09. 00 a. m.

—¿Estás tensa? —me preguntó.

—No, no lo estoy.

Abrió la agenda, hizo varias anotaciones y dijo:

—Háblame del amor, ¿qué opinas?

—Quizás entregarnos a una incertidumbre que creemos cierta. No importa


con quién, tampoco el sexo, igual es amor.

—¡Vaya! —exclamó con una sonrisa y volvió anotar en la agenda— Y la


vida, ¿cómo la asumes?

—Para mí es lo mismo. Es única y se vive, no da más posibilidades.

—Pero…

—Ya le dije, la vida, el sexo, todo es uno y no importa si se es hombre o


mujer, lo que importa es que llegue y saberlo disfrutar.

—¿Entonces? —preguntó poniéndose de pie. Parada en la puerta anotó un


número en la agenda y arrancó la hoja—. Es mi teléfono, cualquier duda me
puedes llamar —dijo, y advirtió: —Todo lo nuevo provoca temor, enfréntalo.

Descubierto el árbol tendré adónde mirar

03 y 12 minutos p. m.

El hombre me miró, alzó la mano con la copa e hizo un gesto, como si


brindara. Yo lo ignoré. El hombre no dejaba de mirarme. Volvió a alzar la copa y
esta vez su gesto fue más visible. Yo le sonreí. Entonces vino hasta mí.

—¿Puedo? —me preguntó.

—Si quieres.

—¿Vas a tomar algo?

—Vino.

Algo en mí estaba sucediendo, algo que al mirarle al rostro a aquel hombre


mostrando tras una sonrisa su dentadura de un marfil implacable, me hacía
temblar. Nunca pensé que un hombre fuera a responderme a una sonrisa, que
tuviera esa exagerada cortesía de declamarme un poema:

Detrás de la ciudad tu cuerpo desnudo.

Detrás de cada columna

el repicar de las campanas siembran una rosa.

Detrás de cada pétalo una gota de rocío,

la danza de un corazón

que asiste al acto espléndidamente

hermoso de verte desnuda…

Sentía miedo de mí, de tejer una ilusión y después no ser capaz de amarlo. Y
me asaltó la duda: “¿Hacia dónde voy ahora? /¿Cómo decirle, describir la
incertidumbre? /Estaré consciente del peligro que corro /Pero si no lo hago quién
contará lo que pude ser”. “Todo lo nuevo provoca temor, enfréntalo”, escuché la
voz de la psicóloga martillar mis oídos. Entonces abrí el bolso que sujetaba entre
mis manos que sudaban, busqué el papel donde tenía anotado su número
telefónico con intención de llamarla, pero desistí.

—¿Qué piensas hacer esta noche? —me preguntó.

—Me gusta estar en mi casa, cocinar, tomar vino y ver la televisión.


—Yo quería…

—Puedes ir, yo vivo sola.

Y convenimos vernos en la noche.

08 y 21 minutos p. m.

Ahora no estoy segura si fue por instinto, atracción o deseo de experimentar.


Pero estaba impaciente, de una esquina a la otra de la casa y loca porque llegara.

Todo pasó rápido, en medio de secretos, toques y vibraciones.

—Tienes una casa muy bonita —me dijo.

—Gracias.

—También tú estás muy bonita.

Me rozó ligeramente el rostro y los pelos se me erizaron.

—¿No vas a comer? —le pregunté nerviosa.

—Más tarde.

Y me vuelve a rozar el rostro.

Y sonrío.

Y tiemblo.

Y le paso la mano por la cara, por la boca.

Y lo oigo respirar bajito.

Y le doy un beso con algo de miedo, sin dejar de acariciarlo.

Y comienzo a sentir que algo en mí gotea, como si lloviera en mis adentros.

Y me abandono por completo a sus brazos.

Él comienza a desvestirse despacio, en medio de la penumbra, en medio del


silencio.

—¿Qué haces? —murmuré atravesada por los nervios y la lluvia que no


dejaba de caer dentro de mí. Con gestos parsimoniosos me deshizo del vestido y
me abrazó.

—Te amo —me dijo—. Creo que te amo.

Con los dedos me acarició el vientre, la espalda, las nalgas, el pubis… Era mi
primer hombre y ya no podía detenerlo. Pensé en mi madre, en Chely y todo lo que
un día fueron, pero como nada era parecido dejé que todo sucediera.

—Dime qué te gusta comer —le murmuré al oído.

—A ti.

Y me mira a los ojos, a mi cuerpo desnudo.

Mete la lengua en mi boca.

Me muerde un pezón.

Se prende al otro.

Ya no puedo más, me tira al piso y se me acuesta encima.

Ya no puedo más y me penetra.

Siento que me penetra una, dos, tres…

Lo siento y grito.

Grito por toda la noche, hasta que deja de llover.

Una llamada y será suficiente

10 y 10 minutos a. m. del otro día.

El teléfono sonaba pero nadie lo cogía. Pasados unos minutos volví a insistir
hasta que escuché su voz.

—Oigo.

—¿La psicóloga?

—Sí, soy yo, diga.

—Gracias.
Rubén Rodríguez s-t c  2011 óleo-lienzo 49 x 50
Súplica

Amanda Rosa PÉREZ Morales

Es estudiante de Filosofía en la Universidad de la Habana. Ganó el premio


UNEAC en el Concurso Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio 2008”, y
también fue premiada en el I Concurso Internacional de Microrrelatos “Katharsis
2008”. Reside en La Habana, Cuba.

Adoro masturbarme los viernes al mediodía. A esa hora mi esposo


(Federico) está en el trabajo y los niños aún no han llegado de la escuela. Me pongo
un vestido negro bien escotado —tiene una abertura en el costado exterior de la
pierna derecha—, salgo al balcón, recuesto el espaldar de la silla contra la pared y
me siento, primero a saborear un pedazo de pastel y luego, ¡zas!, comienzo a
hacerlo, así, sin previo aviso vaginal ni calentamiento alguno. Me gusta que al
principio arda un poco. Luego todo se va dilatando y acometo el paso dos: saco los
dedos y comienzo con el pomo de multivitaminas que Federico (mi esposo) le trajo
a Marcos cuando tuvo catarro.

Antes solía hacerlo con frecuencia, pero sin orden. La causa de que haya
escogido un día y un horario específico fue un hombre. Usted. Sé que vive en un
edificio verde que, a pesar de estar paralelo al mío, se encuentra muy cerca si se
mira desde mi apartamento en el onceno piso. Una mañana salí en camisón al
balcón, recién levantada y lo vi destapándole la jaula al loro. El hecho de que fuera
un hombre nada atractivo que no se hubiese inmutado al verme casi desnuda, hizo
que me desesperara, me volviese loca y como una perra en celo corriera a
despertar a mi marido para que me hiciera el amor.

A partir de ese día comencé a espiarle desde la ventana de mi habitación y


así noté que todos los viernes, a las doce y diez minutos, saca a su loro, le da de
comer y se queda un rato observándolo. Empecé a salir a esa hora. Primero a
tender algo que lavase a propósito, luego a fumar un cigarrillo, a sacudir las
alfombras del comedor… pero usted no me miraba. Hubo días en que me sentía
atrevida y le silbaba para dirigirle una sonrisa, pero ni eso notaba, querido —
porque ya me atrevo a llamarle querido—. Nunca he sido mujer de pasar
desapercibida. Entonces, verle así, no solo inmune a mí y a mis sutiles
insinuaciones, sino a todo en general, fue haciendo que llegase a ser adicta a usted
y a esa forma suya. Por eso me masturbo al verlo dándole de comer a ese loro
horrible. El vestido no fue más que puro style. Vivimos bajo un trópico espantoso,
que hace sudar de solo pensar, pero ese vestido largo, negro, de seda, armoniza
perfecto en el cuadro aberrado y poco sofisticado que formamos los tres: usted,
yo… y el loro.

No hago este tipo de cosas en vano. Llevo quince años casada con Federico
(ya sabe quién). Él es abogado y la mayor parte del tiempo lo pasa en la oficina, lo
que no significa que sea mal esposo, lo que a su vez no significa que sea buen
amante. Nos conocimos cuando yo tenía quince. Romanceamos cinco años y
durante ese tiempo no tuvimos relaciones sexuales; yo quería llegar virgen al altar.
El que haya esperado tanto para acostarme con mi futuro esposo, no quiere decir
que nunca hubiese visto un pene y todo lo que puede (y se le puede) hacer. Una
vez, cuando cursaba el primer año de estudios secundarios, quise entrar al
excusado y noté que el de las hembras estaba cerrado. Decidí entrar al de los
muchachos. Entonces vi a uno de tercero masturbándose frente a uno de los
inodoros. Yo me oculté y lo observé solo cuestión de segundos… minutos…
terminó, se limpió las manos en la pared, sacó un peine negro, se peinó, escupió en
la taza y salió. Otra vez, en el cine, un tipo (oscuro), con una mochila (oscura) se
sentó a mi lado. Comenzó la película y el hombre puso la mochila sobre sus
piernas. Empecé a notar cómo se restregaba el bulto oscuro (la mochila) por esa
zona y como de rato en rato me miraba. Yo también de rato en rato le miraba. A
mitad del filme observé que había separado la mochila de sí. Ahora movía su mano
con rapidez y, pese a la penumbra, pude observar qué era lo que movía esta vez
(otro bulto oscuro) y como lo manoseaba y como después se embarraba todo y
como se limpiaba las manos en el brazo que nos tocaba compartir del asiento. Y
como me volvía a mirar. Carraspeó un poco y se fue. Después yo también me
“limpié” las manos ahí…

Luego, en casa, estuve pensando en ello y me intrigó no saber la razón de


por qué se esconden para hacer algo que, al parecer, es tan satisfactorio. No niego
que en ese momento me volví a tocar, pero mi madre entró a la habitación y casi
me atrapa. Interpreté esa entrada como una señal divina, como si Dios hubiese
visto el pecado que quería cometer.

No lo intenté de nuevo.

Más adelante veía en filmes cómo las parejas tenían sexo, impresionándome
una en particular. El hombre agachaba a la mujer, hacía que ella se masturbase y
luego la penetraba largo tiempo. Al final se corría en su cuello haciendo a la vez
que ella lamiera los dedos que antes habían estado dentro de su vagina. Lo
atractivo era ver la cara de disfrute de ambos. Estuve durmiendo con la cinta bajo
la almohada, creo, hasta mediados del preuniversitario. Cierta vez Federico
(entonces, mi novio) me preguntó qué contenía el casete. Le dije que era una
película con mucho sexo y le propuse verla. —¿Por qué mejor no vemos una de
Indiana Jones? —dijo y siguió untándole mantequilla a las galletas. No notó como
todo mi cuerpo transpiraba. “Lo hace para provocarme”, pensé en aquel
entonces… solo en aquel entonces.

Supongo ahora entienda por qué ese tema se fue volviendo imprescindible
en mi vida, y el porqué de la espera. Yo quería que fuese con alguien perfecto, un
galán capaz de esperar todo ese tiempo por mí y que luego me hiciera todo aquello
que yo había visto. En aquel entonces, él era el indicado: apuesto, inteligente,
sensual y sobre todo muy respetuoso. Durante el noviazgo, jamás intentó
propasarse y eso, lejos de molestarme —como suele ocurrirle a todas las
muchachas de esa edad, por más que lo quieran negar— me gustaba y no porque
demostrara que tenía buenas intenciones conmigo, sino porque esa tensión sexual
constante entre nosotros, ese deseo no provocado por caricias malsanas sino por
los propios instintos reprimidos, me excitaba y hacía que lo valorase más a él y a
mí.

Luego nos casamos. Tuvimos una luna de miel encantadora. Fuimos a una
isla del Pacífico. Champagne, mariscos, una habitación a la orilla del mar, sábanas
de seda, velas, buena música, todo en pos de nuestro anhelado primer encuentro
como hombre y mujer.

Allí comenzó mi desgracia. Luego de tanta espera, de tanto albergar deseos


y pasión para esa primera vez, me encontré en la cama a un hombre de miembro
flácido, pequeño y para colmo pulcro y poco creativo. Hizo que me sintiese la
mujer más infeliz del mundo. Cierto es que él había bebido demasiado esa noche y
pensé (o quise pensar) que el alcohol era el causante de aquel desastre. Al otro día
lo hicimos, despacio, romántico, él encima y yo debajo, con besos y algunas
caricias. Ninguno de los dos sudó… Me quedó claro, las relaciones sexuales con
ese hombre, al cual me había unido para toda la vida, no pasarían nunca de ser una
escena de las de Corin Tellado.

Caí en un estado depresivo severo. Para todos era provocado por un aborto
que había tenido a los 10 meses de casada. Con nadie conversé acerca de los
motivos reales. Soy una mujer solitaria, sin amigas, hermanas ni parientes a quien
confiarle mis angustias. Además, temía ser juzgada por considerar la cama el
eslabón fundamental en una relación y que, como ésta estaba desmembrada
(literalmente, por falta de miembro), el matrimonio no funcionaba. Vivimos en un
mundo trillado, en una sociedad convencional y madura, donde todo y todos
somos cuestionados al abordar el tema. Yo no quería ser señalada, pero
definitivamente tampoco quería renunciar a los placeres de lo que considero la
máxima expresión del arte. Mas preferí callar a ser mal mirada de por vida. Creo
que en parte por eso le escribo, porque los hombres como usted, que hacen de su
vida mirar y alimentar a un loro, son incapaces de juzgar como el resto de la
humanidad.

Luego tuve mi primer hijo. Marcos llegó para calmar en algo mi pena.
Fueron varios meses los que estuve concentrada en los cuidados del bebé. Pero
todo volvió a desmoronarse al descubrir que mi esposo, el frígido, el incapaz de
hacerme exhalar al menos un leve gemido, tenía una amante. Lo que realmente me
pareció increíble fue que una mujer libre de ataduras fuera capaz de consumir
diariamente varias horas en un tipo como ese. “Quizás es igual a él”, pensé en ese
entonces y aún continúo pensando lo mismo. Probablemente tenían sexo todos los
días. Él le besaba suavemente los senos, ella le acariciaba la espalda, le ofrecía un
poco de sexo oral y él aceptaba, observándola con cara de asco. Él, seguramente,
jamás se lo hacía a ella. Apuesto a que le pedía sexo anal, mas ella se negaba y él
fingía enfadarse, cuando en verdad se alegraba de no correr el riesgo de
embarrarse de sangre o cualquier otra cosa. Luego, imagino, se recostaban uno al
lado de otro y ya; “los quince minutos invertidos diariamente en tener relaciones
sexuales han sido cumplidos satisfactoriamente”. Sublime sería cuando lograban
llegar a los veinte… minutos. Esos días yo notaba que él llegaba más radiante a
casa, con cara de soy un hombrón, un cabrón. Un cabrón de mierda es lo que es,
incapaz de satisfacer a una mujer que se entregó a él virgen pero que desde el
primer intento encontró en los placeres de la carne la importancia del Tercer Día de
la Creación. Egoísta, mal amante, infeliz. Lo escribo así, sin remordimiento alguno
porque estoy segura de que usted opinará lo mismo.

Lo traicioné (a Federico) unas cuantas veces. Me acosté con dos de sus


compañeros de trabajo, con el florero de las tardes sabatinas, incluso con tres al
mismo tiempo. Cada uno me poseía, haciéndome sentir mujer. Los masturbaba,
mordía, hacía lo que yo y solo yo quisiese hacerles; ya bastante tiempo había
estado de figurín en una cama de ensueños. Vi toda la pornografía que era
necesario haber visto en veintiocho años. Dejé que me amarraran, me azotaran y yo
también disfruté hacerlo. Con los compañeros de mi esposo me limitaba a
revolcarme. Ambos, rudos, disfrutaban más el hecho de poseer a la mujer de su jefe
que el poseer a una bella mujer.

Si, memorables tiempos aquellos, y digo aquellos porque no volverán. Entre


aquel elíxir de placer había un ingrediente que hacía todo imperfecto, mi
conciencia. No nací para traicionar a mi esposo, sino para torturarlo. Viviendo esa
doble vida hacía menos hiriente su condena; el saber que en todos los años de
matrimonio que lleva atado a mí, jamás me provocó un orgasmo ni siquiera por
amor. Condena que a él, a estas alturas, ya debe estarle pesando.

Luego nació Diego. Al principio no sabía de cuál de mis “No Federicos” era
el bebé. Pero cuando le vi las piernecitas, y lo que había entre las piernecitas, mis
dudas se esfumaron. Diego era hijo de Federico (del Sí Federico). Mas ya me
ocuparé yo de que al menos sepa utilizar bien lo poco que tiene. Nuevamente los
problemas se calmaron. No tenía tiempo para algo que no fuese cuidar a mis bebés,
mis lindos hijitos.

Entonces volví a mi rutina de mujer ejemplar, que no sale, no habla, no hace


el amor, ni disfruta y aún así alaba a su marido por algo que no hace, y le es fiel, y
le lava la ropa olorosa a perfume de mujer de la calle; que cuida a los niños, hace la
cena, lo espera sonriente cada noche; y una vez por semana, a la hora de acostarse
espera a que se lo hagan como a una muerta: él encima, ella debajo y así siempre,
sin apertura a cambios.

Nos fuimos alejando uno del otro de la manera más cruda: sin gritos, ni
peleas, ni luego reconciliaciones. Nos distanciamos —según él (¡Ay, Federico!)—
precisamente por la falta de todo eso, por tener aparentemente el hogar perfecto,
cundido de besos mañaneros y desayunos con huevos, jugo y pan tostado. Para mí,
esa no era la raíz del problema… Ahora pasa cada día menos tiempo en casa.

A los 12 años de casados comencé a masturbarme de manera seguida. Antes


solo lo había hecho en medio de mis relaciones alocadas y antes de eso, un par de
veces, delante de mi marido a ver si le excitaba, pero los intentos fueron en vano;
me mandaba corriendo a lavarme las manos. Primero lo hacía en los pocos
momentos en que estaba sola. Cerraba todas las ventanas de la casa y me escondía
a un costado de la cama. Así empezaba. Me iba tocando lentamente, primero los
muslos, las caderas, la entrepierna, hasta sentir que todo estaba mojado, bien
mojado…

Luego, para no caer en la rutina, comencé a descuidarme a la hora de cerrar


las ventanas. Después no esperaba a estar sola. Lo hacía a la hora de ducharme o
en los momentos en que todos dormían, hasta que eso se convirtió en un vicio,
imprescindible para al menos tener una gota de satisfacción en mi hogar. Llegó el
momento en que no importaba si estaban despiertos o si era de día. Me
masturbaba cuando los niños hacían los deberes de la escuela, cuando venían
visitas a la casa, incluso en la propia cama, al lado de Federico. Mientras dormía
pasándome el brazo por encima, yo me metía la mano entre las piernas y
comenzaba. Allí era donde más lo disfrutaba, porque podía olerle —y eso sí lo
conserva aún, el olor atractivo a macho refinado—. Recuerdo que al otro día se
quejaba de que toda la noche me la pasé molestándolo haciéndole cosquillas. El
pobre, si supiera que las molestas cosquillas eran hechas con la mano derecha, la
que siempre utilizo para tocarme… Yo me daba el gusto de pasarle los dedos
todavía húmedos, uno a uno, por los labios, las mejillas, los ojos. Y no solo eso.
Cuando más dormido estaba, le pasaba la lengua por el brazo para lamerle lo
único que tiene de hombre, el sudor. Para sentirme una perra.

Su perra.

La perra de Federico.

Al menos así lograba sentir algo más que cariño.

En esos momentos.

A veces.

Cuando masturbarme con las manos no fue suficiente comencé a pensar qué
utilizar. Me propuse conseguir un “dildo”. Casualmente, en esos días tropecé con
uno de los “compañeros de trabajo” de Federico y al comentarle sobre mi
búsqueda, prometió conseguirme uno. Y cumplió. Junto al juguete clásico también
me trajo algo llamado “little bee”. Me dijo que eso era para estimular el clítoris. La
tomé, pero realmente nunca me ha hecho falta; yo me lo sé estimular muy bien con
la punta de los dedos. Lo único que necesitaba era algo grande, todo lo contrario a
lo que eran mis manos y el miembro de él. Fue delicioso los primeros meses, pero
luego también me aburrí; esos juguetes son demasiado convencionales para mí.

En una época de desesperación, me tropecé con las multivitaminas. Primero


cogí el frasco para darle una diaria a Marcos, luego para tomar una yo y
finalmente…

Lo más excitante es sentir las pastillas grandes y redondas, moverse dentro


de eso que entra y sale de mí, cada vez con más fuerza. Hacer que no quedaran
indicios —como diría Federico (mi marido abogado)— fue lo más sencillo. Siempre
le ponía un condón —con ondulaciones— y al finalizar lo restregaba con alcohol.
En una de esas le comenté que Diego estaba creciendo y ya era necesario que
tomara más vitaminas, por lo cual era sumamente importante hacernos de un
frasco más, más, mucho más grande…

Estuve calmada (si a mi estado se le pueda llamar en algún momento así)


hasta esa bendita mañana en que lo vi sacar al loro. Cuando Federico sintió que lo
despertaba tan temprano para algo que no era el desayuno, se sorprendió
muchísimo. Pero no se quejó y cumplió su papel de cónyuge abnegado. Soy
consciente de que lo hizo no por complacerme, sino porque esa semana no
habíamos tenido sexo. No niego que ese día casi sentí algo, mas no porque él lo
estuviese haciendo mejor, sino porque yo me estaba imaginando que el hombre
que tenía encima era usted. Usted acariciándome el rostro, Usted abriéndome las
piernas, Usted diciéndome al oído “enferma”, Usted y su loro descolorido. Yo lo
besaba y le besaba a usted. Había momentos en que sentía que me estaba
acostando con dos hombres y las diferencias entre ustedes se hacían exuberantes.
Me excitaba compararlos y humillarle por no tener un cuerpo atlético y bronceado
como el de mi marido y por ser calvo y bajo, y por oír todo el día a un pajarraco
chillar “coti, coti”. Por no tener mujer y vivir solo y abrumado en un edificio. Por
ser un frustrado que duerme con la luz del corredor encendida y no por miedo a la
oscuridad, sino para dejar abierta la posibilidad de que alguien entre y lo saque de
allí, de esas cuatro paredes, de esa misantropía inaguantable. En ese momento
Federico se hizo grande y potente, mas esa imagen suya que no duró más de 10
minutos… esa imagen suya, ¡ay querido! —y ya van dos veces que le llamo así—,
no se compara con nada de este mundo. Me hizo sentir una ninfómana encerrada
en una urna compuesta de cama, niños y esposo. Jamás alguien conocerá el valor
que pueden tener 10 minutos. Diez minutos de una escena incomparable, tonta e
insignificante a los ojos del mundo, pero no a los míos, que comparto su soledad,
que anhelo un cambio en mi vida, un cambio radical; que quiero olvidar mis
principios y pasar de ser “Señora” a mujer, zorra, loca, lo que sea con tal de
sentirme satisfecha. El sexo llegó a su fin tras un gemido mío. Federico paró, me
miró extrañado y fue corriendo a lavarse…

Luego espiarle y ver que todo lo que supuse al verle por primera vez era
cierto… Observar los viernes como tan solo miraba la jaula, que no le interesaba el
resto de la gente asomada, ni siquiera volver a mirar hacia el balcón en donde una
vez vio a una mujer en camisón, le hacía sensual a mis ojos.

Ahora me encuentro aquí, llenando hojas y hojas, contándole y reviviendo la


típica vida de un ama de casa solapada. Solo espero que entienda por qué me
enfadé tanto cuando vi que reparaba en mí. La razón por la cual dejé de
masturbarme cuando noté que había dejado de mirar la comida y la jaula y el loro,
y observaba embobecido lo que hacía, y como me restregaba el pelo por el rostro
figurando que era su nariz jugueteando con mis ojos, e imaginando mi mano
derecha era su mano derecha tocándome por encima del escote del vestido.

No quiero que me mire ni se excite por mi causa. Quiero que siga así,
inmune a mí y mis provocaciones de ama de casa. No quiero pensar que traiciono
a mi esposo ya que lo excito. Así, de la forma que hasta ahora teníamos (porque
aunque todo le era ajeno, usted era la anilla fundamental de ese “todo”), mi
conciencia estaba limpia. Hacer el amor con él (con Federico) dejó de ser
inaguantable. Simplemente se volvió un complemento más del matrimonio “bien
llevado” que tenemos y por fin tuve un poco de paz conmigo misma. Paz.

Decidí escribirle porque de esta forma es más seguro; las palabras no harán
más que perderse en su memoria y dentro de unos días el deseo que le pude haber
provocado se esfumará como todo en su vida. También lo hago por mí. Estoy
segura que de verle, de tenerle a un paso de mis senos y observar mi reflejo tras su
figura, la cual llevo arrinconada entre mis piernas hace tantos meses, no voy a
poder resistir los deseos de morderle la nuca, abrirle el pantalón y así mismo, sin
vestido, ni besos, ni aberraciones, hacer que me posea sin pensar en mí como una
mujer, sino como en usted mismo, o mejor, como nada, que es lo que realmente
somos nosotros dos. Nada. Amaría hacer eso, sentir cuán frustrados estamos, cuán
necesaria es para ambos la buena cama, con amor o sin amor, pero buena cama;
mas luego vendría el final, el triste final en que interviene mi conciencia y debo
volver a casa a abrazar a mi marido (mi inútil marido). Entonces todo volverá a ser
como antes, frío y lejano. No habrá más sillas en dos patas, ni pastel ni imagen, ni
placer ni orgasmos múltiples… Todo acabará y no quiero eso; es a lo que más le
temo en la vida.

Por favor, tenga piedad. Olvide que existo. Olvide lo que hago y por qué lo
hago. Olvide que miró hacia la derecha alguna vez y vio a una mujer loca de
placer.

Por favor, no me prive de mi único consuelo.


La gran puta

Javier REVILLA Cuesta

(Burgos, 1973). Ha escrito “innumerables poemarios de difusión doméstica


desde 1997”, y publicó en el año 2010 la antología poética El destino de los héroes.
En 2012 apareció su libro de narrativa Abreviaventuras y breverdades. Reside en
Bilbao, España.

Las fiestas en el palacio de los Rinaldi habitualmente acababan en orgía.


Contubernios sexuales en los que era fácil encontrar a los más variopintos
personajes de la farándula social napolitana. Esta distinguida asamblea acudía a
los agasajos del marqués porque Rinaldi era un viudo afable y bien relacionado
con el virrey español. También era un astuto mercante de porcelana asiática sin
demasiados prejuicios y un vacío sentido de la ética. Pero sobre todo era un océano
carnal sin diques en su vasta búsqueda del placer. Eran objeto de su lascivia desde
las más lujuriosas y adúlteras damas maduras de la consumida aristocracia
siciliana hasta las flores más tiernas que a veces brotan en el insondable lodazal de
la miseria de las peores villas de la Campania. También probaban la suciedad de su
saliva algunos jóvenes fornidos de la soldadesca, atractivos mancebos que sacaba
de los orfanatos o maridos falsos que solo dejaban derretir libremente su
homosexualidad en el palacete de Rinaldi. Pero sobre todos estos frescos racimos
que continuamente arrancaba el marqués hasta saciarse, destacaba el mosto dulce,
el bebedizo a punto de fermentar tras el exceso, las uvas del mal de su placer más
íntimo: el castrado Franco Bettini.

Huelga decir que yo estaba entre los más puntuales invitados al palacio del
marqués. Todo empezó al poco tiempo de mi llegada a Nápoles. En cuanto supe
del marqués y sus costumbres me presenté y pocos días después llegó mi primera
noche en aquellas depravadas sesiones de sexo libertino. A Rinaldi le encantaba
envolverlas en una esfera de espectáculo; como buen napolitano, él también
adoraba el teatro. Aquella noche había organizado un concierto en el patio central
de su mansión. Sobre una pequeña tribuna, un coro de jóvenes castrados cantaban
desnudos arias de Porpora, Caldara o Handel. Frente a ellos, una orquesta
decadente formada por las ancianas de la parroquia de San Nicolás de Bari
disfrazadas de fulanas en ropa interior, interpretaban borrachas las piezas
instrumentales que acompañaban a los coros. De vez en cuando, alguna de las
ancianas se masturbaba usando el fagot o el clarinete como juguete fálico. El resto
de invitados a la fiesta hacía de público. En este auditorio licencioso los hombres
vestían de mujer y las mujeres de hombre. A veces, de entre el público alguien
gritaba “¡Evviva el coltellino!”, y acercándose al coro de castrados desnudos, le
practicaba una felación a uno de ellos mientras el resto de los espectadores
fornicaban o se masturbaban mutuamente. Al final de este concierto degenerado y
lúbrico se presentó Bettini, el castrado protegido por el marqués. Apareció como
aparece el teniente coronel en el escenario de batalla, es decir, a visitar a la tropa y
exhibirse. Sus gestos y su complexión eran ambiguos, de una frescura femenina y
una reciedumbre masculina, pero en conjunto desplegaba una armonía soberbia.
Pasó revista a los asistentes saludándoles de uno en uno. Luego se acercó al
marqués y le besó en la boca.

Después de aquella primera fiesta en el palacio de los Rinaldi hubo muchas


más, mi adicción al sexo me convirtió en un asiduo, pero aquella primera noche se
me quedó mordida en la memoria. Nunca antes había contemplado la desnudez de
un castrado. Conocía, como conocía todo Nápoles, a alguno de los castrados de
más fama como Farinelli o Caffarelli. Los había visto actuar en óperas y recitales,
había coincidido con alguno de aquellos afamados cantantes en el casino o en el
Duomo... Pero nunca había visto a ninguno libre de cualquier disfraz, desprovisto
de artificios, completamente desnudo ante mis ojos. Una visión atípica. Algunos
exhibían unos ajados testículos como habichuelas, otros apenas un colgajo de piel
seca donde una vez hubo genitales. Sus físicos de exageradas caderas, eran mucho
más curvados que los de un hombre normal: extremidades rollizas y rechonchas,
pechos incipientes, pliegues en la garganta… Su piel no tenía apenas vello y sus
semblantes eran marcadamente afeminados por su redondez, la carnosidad de sus
labios y sus largas pestañas. Pero lo más escalofriante de la visión de estos
pintorescos individuos fue la expresión de su rostro durante toda la velada.
Ninguno de ellos dio muestra de estar disfrutando de los favores sexuales que se
les prestaban. Ninguno de ellos exhibió ni una sola mueca que se pareciera a una
sonrisa. Eran como una manada de capones tristes y grasientos. Nada que ver, sin
embargo, con Bettini, que ostentaba, además de una seductora simpatía, una
belleza exótica, resultado de su mezcla excepcional de rasgos varoniles y
afeminados.

El coro de jóvenes castrados lo concertaba el marqués para este tipo de


veladas secretas. Estaba formado por castrados imperfectos, es decir, infelices que
a pesar de su castración no lograban modular los acordes agudos como se esperaba
de ellos, bien por falta de caja torácica o, simplemente, por dureza de oído.
Historias similares: un día sus padres los habían entregado, como Abraham
entregó a Isaac, a la diosa vil de la belleza musical. Chiquillos pasados por el filo
del bisturí del capador a los que, a cambio de la perspectiva de una vida de fama y
renombre, les habían robado la identidad convirtiéndoles en seres neutros, una
especie de monstruos extravagantes obra del dolor. Frente a este marchito ramo de
flores amputadas que no habían servido como adorno, la lozanía, el colorido y la
fragancia de Bettini sobresalían aún más, si es que algo así era posible.

Aquella noche de orgía probé por primera vez la longeva expresión de


fortaleza del miembro de un castrado. El contralto de aquel coro. Como última
golosina de la velada, dejé que una de aquellas ebrias puritanas me sorbiera los
restos de vigor que aún me quedaban en el pene. Cuando satisfecho abandonaba la
mansión del marqués caí en la cuenta de que Bettini, postrado en lo alto de la
escalinata que daba acceso a los aposentos de palacio, me estaba mirando
fijamente. Nuestras miradas se cruzaron como dos sables que se retan. Aquel efebo
mutilado y su extraña belleza asexuada me provocaron una morbosa apetencia.

No tardé en volver al palacio de Rinaldi. El marqués periódicamente ofrecía


recepciones, bailes, galas líricas, recitales poéticos… Cualquier pretexto era
propicio para organizar una buena orgía. Bacanales a las que Bettini era totalmente
ajeno. Oficialmente este castrado era el administrador de los bienes y hombre de
confianza de Rinaldi, pero todos le conocían como “la gran puta”. Era un hecho
aceptado por todos que Bettini hacía las veces de único consorte del marqués, por
mucho que Rinaldi probara cada noche la crema y la nata de los distintos goces
que Eros le ofrecía. El marqués era promiscuo por naturaleza, sin embargo, en
aquellos libertinajes Bettini nunca participaba. Su pose indolente y contemplativa
hizo que mi apetito por él aumentara en cada festejo. Él mantenía las formas. Me
saludaba como a todos, considerado y sugestivo. Charlábamos un rato y luego él
seguía su periplo siendo el alma de la fiesta. Pero en ocasiones nuestras miradas se
cruzaban azarosas o furtivas, no sabría explicarlo, aunque siempre arrogantes,
enardecidas y secretas.
Este juego de insinuaciones y miradas duró varios meses. Había días en los
que el deseo era más fuerte que mi miedo al marqués y las posibles consecuencias
de coquetear con su ramera. Entonces me ofrecía a administrar el sacramento de la
confesión al marqués y todo su séquito en la capilla de palacio. Que Dios me
perdone pero cuando le tocaba el turno a Bettini aprovechábamos la intimidad del
confesionario para rozar nuestros dedos a través de la mínima rejilla que nos
separaba. Convocando a la fortuna de no ser vistos, él me enseñaba los pezones de
sus pechos de chiquilla o me tentaba acercando su boca hasta mis temblorosos
dedos. Él me confesaba cosas que empeoraban aún más el curso de los hechos
acrecentando mis ansias. Que cuando hacía el amor con el marqués era en mí en
quién pensaba. Que le gustaría que le diera la absolución con un beso en la boca.
Imaginaba a Bettini ofreciéndome licores de placer que ninguna mujer habría sido
nunca capaz de destilar. En esos momentos yo más me aferraba al salvavidas que
era mi pánico al marqués para no sumergirme en la marejada de concupiscencia
que me sacudía al otro lado del confesionario.

Estoy seguro de que Dios hace tiempo me ha dado la espalda. Sin embargo,
el destino quiso ayudarme a huir del objeto de deseo que podía acarrearme tantos
trastornos. Pío VI me designó para ocupar un alto cargo dentro de su secretaría
pontificia en Roma. Partí de Nápoles sin despedirme. A los pocos meses recibí una
carta del marqués. Lo sabía. Nos había estado observando y sabía que entre Bettini
y yo pasaba algo. Al parecer, cuando me trasladé a Roma el frondoso castrado
había empezado a languidecer como un nardo que hubiera dejado de regarse. El
marqués, incendiado por la antorcha de los celos, había urdido un embuste para
llevarse por delante el juego de insinuaciones y flirteos de su fulana con el objeto
de, al menos, recobrar a su consorte. Para ello, había concebido una historia que
supuestamente me borraría para siempre. Utilizando el hecho cierto de la oscura
procedencia de Bettini, el orfanato franciscano de San Antonio de Padua, Rinaldi le
había contado que él era mi hijo bastardo. Que yo había embarazado a una de las
putas del marqués y que luego ella le había confiado a los frailes. Le contó que en
todo este tiempo yo no le había querido reconocer dada mi posición en el clero del
virreinato de Nápoles y Sicilia. Pocos días después de que esta historia incinerara
su corazón convirtiendo su amor en imposible, Bettini se había suicidado. El
marqués finalizaba su epístola pidiendo disculpas y se mostraba destrozado pues,
a su manera, amaba a su apuesto castrado.

No he regresado a Nápoles desde entonces ni he vuelto a saber nada del


marqués, en Roma he encontrado otros pozos negros en los que ahogar mis vicios.
Pero algunas veces vienen a cantar a la Capilla Sixtina alguno de esos jóvenes
castrados. Cuando escucho esas voces extensas y puntiagudas me acuerdo de
Bettini, su materia asexuada, su semillero de pecado… Pero de inmediato borro esa
imagen de mi mente, nada debe importunarme en mi ascensión por las doradas
escalinatas del Vaticano.
Zooterapia

Erik S. D.

(La Habana, 1978). Licenciado en Lengua Inglesa, trabaja como Especialista


de Promoción en el sector turístico. Obtuvo mención en la categoría de Cuentos
para Niños en el Festival de Artistas Aficionados que realiza la Universidad de La
Habana cada año. Reside en Cuba.

para Rubens, por supuesto

Hace casi un año que tengo esta caimana. Un tipo viene caminando, por aquí
mismo, y me dice: amigo, ¿la quiere? Se la regalo. Niego con la cabeza y una
sonrisa que se vuelve mueca mientras veo al dueño alejarse y al animal en mis
brazos. Vean, mide poco más de un metro de cabo a rabo, su piel es áspera y dura
como arrecife y en la boca carga una carretilla de dientes tan alineaditos que no
parecen obra de la naturaleza, sino labor de un esmerado ortodoncista.

Desconcertado llego a casa esa noche. Podría aliviar un poco mis tristezas —
pienso, sujetándola con un pie contra el suelo al tiempo que meto la llave en la
cerradura—, a fin de cuentas hasta en la televisión “los médicos aconsejan la
tenencia de mascotas como paliativo a la soledad”. Entro para quedar recostado a
la puerta con un salto en el estómago y la presa asida contra mi cuerpo. Tengo el
nerviosismo del adolescente que va a cometer una falta. Paso el cerrojo y, a través
de la mirilla, me aseguro de que ningún inoportuno nos haya visto y venga con
cualquier pretexto a curiosear. Poco a poco, con cada respiración, empiezo a ser yo.
Basta con saberme al amparo de cuatro paredes para que se revuelva mi
lubricidad. Imágenes casi cinemascópicas ruedan dentro de mi cabeza
distrayéndome por un instante: yo en un cuadro renacentista, desnudo y con un
caimán alado entre mis piernas, yo despertando una mañana convertido en un
monstruoso saurio, yo entre las igniciones de la Santa Inquisición. Un ligero
forcejeo del animal hace que sus patas ensucien mi pantalón y se libere mi
sordidez. —Ves lo que has hecho linda— le digo lascivo, mordiendo las palabras
sobre su oído. —Ahora tengo que quitarme esta ropa y ponerla en remojo pues si
no se mancha y…—. Me doy cuenta de que actúo justificándome, como si alguien
me estuviese juzgando, quizás mi propia conciencia —¡Ja! —río sarcástico, me
encuero y me encierro en el baño con mi cisne encantado.

Me siento salvaje, un animal no humano, con la manguera, el chorro, más


agua, la restriego, la amaso, le doy, su placidez exaspera. Mojada, la llevo a mi
cama. Confieso que boca arriba parece menos reptil. Tiene un color blanco
amarillento y la piel no está tan estriada. Me acuesto a su lado, contemplo su
pasividad descarada, descubro su desnudez distinta, se ve tan dócil, parece una
niña dormida. Con la punta de los dedos la toco. Un golpe de deseo me afloja el
cuerpo. Toda mi mano hace contacto con el pecho (o lo que sea) de la bestia, luego
acaricio su panza. Continúo explorando y dos de mis dedos se topan con una
hendidura. Los introduzco delicadamente. Me causa una sensación rara el
contraste más bien árido de los bordes de este hueco con lo húmedo y hospitalario
de su interior. Se me para. Dudo por unos segundos. Llevo tanto tiempo solo que
en la casa no tengo ni un condón. Las ganas son más fuertes que el miedo y el
pudor. La penetro.

Entre baños de tina sin jabón y de sol en el patio sin protector pasa el tiempo
veloz. Somos felices como cualquier pareja que empieza. Compro unos cuantos
preservativos “Vigor”; 24 cajitas que traen dos condones ultrarresistentes y un
lubricante hidrosoluble, para ser exacto. Tenemos puro sexo animal. Después de
ganar confianza con la caimana y ver que lo disfruta tanto como yo, comienzo a
dejar la posición convencional del misionero para ensayar nuevas posturas. En
particular me encanta una en que yo me pongo de pie sobre la cama, con una mano
me sujeto de la ventana y con la otra la alzo por el rabo hasta la altura de mis
caderas, y le arremeto sin compasión. Seguro estoy que ningún lagarto puede
haberle hecho eso jamás. Tampoco yo he encontrado nunca una mujer con rabo. Lo
frustrante de tener sexo con este bicho no es precisamente la dureza del carapacho,
sino que la bestia no gime, ni chista siquiera, y eso enfría la intimidad, al punto que
no me siento capaz de decirle “mi vida” o “mi amor” mientras lo hacemos y por
eso le digo: coge caimana, coge, coge, coge, coge …

Me enamoré, me enamoré, me obsesioné otra vez y ahí está mi fallo. Las


mujeres siempre me dejan porque dicen que soy muy posesivo. No es verdad. Lo
que pasa es que ya nadie ama como antes. Ahora todo el mundo está con todo el
mundo, se intercambian parejas o se revuelcan en orgías donde la gente no está
relacionada ni por afinidad. Yo no entro en eso. Lo mío es mío y de nadie más. Por
eso cuando huelo algo raro me vuelvo irracional.

Con la caimana me siento confiado por un tiempo. Como no la dejo salir


nunca de casa sé que las posibilidades de que otro hombre se fije en ella son
remotas. Además, la primera impresión que causa la pobrecita es pavor. Solo quien
llega a conocerla como lo he hecho yo se puede arrebatar así, pero esa oportunidad
no se la daba a nadie. Tranquilo me voy al trabajo cada día. Contento regreso, pues
sé que me espera deseosa para darnos el amor de golpe. Amor eterno. Solos ella y
yo. Iluso como soy.

Pues sí, resulta ser un bicho malo, malo, como cualquier mujer esta caimana.
Una vez, llego un poco más temprano que de costumbre y qué encuentro: el perro
sarnoso del vecino, huyendo por debajo de la cerca como el que tumba la lata.
Entro en el cuarto y la muy p… puerca me mira indiferente, con toda su sangre fría
y esa sonrisita burlona incrustada en su rostro que alguna vez creí hermoso.
¡Agrrr…! ¡Qué rabia! ¡Qué impotencia! Ni siquiera se puede discutir con ella.
Nunca consigo pruebas de nada. Tengo ganas de gritarle que lo sé todo: vi a ese
perro escabullirse cuando me sintió llegar. Pero es inútil, ¡sorda como parece!
Tampoco puedo utilizar mi inteligencia con ella. Si me pudiera contestar bien que
ya la hubiese cogido de atrás pa’lante:

—Vi a Manolito (así se llama el perro) saliendo de aquí. ¡Qué bien me cae él!
Hace tiempo que vive allá al lado y nunca me ha venido a molestar. ¿Sabes si
necesitaba algo?

¡Agrrr…! Así comenzó el fin de una relación que parecía diferente, auténtica.
Lo peor es la inseguridad. Cuando no hay confianza todo se jode. Una tarde en que
las cosas supuestamente iban bien, comenzamos a retozar como en días hacía que
no jugábamos. Hasta el agua de la tina se puso caliente. Me levanto chorreante, voy
al cuarto por los preservativos y ¡¿cuál es mi sorpresa?! Habría jurado que
quedaban cuatro condones y entonces solamente veía dos. ¿Será que me equivoco?
No, no. No voy a engañarme. ¡Ahí había dos, digo cuatro…!

Este amor me hace mal. El otro día mi jefe me llama a su oficina para
recriminarme. Según él, descuido mis funciones. Saca una lista interminable de
negligencias que he cometido y comienza a enumerarlas. No lo escucho. No lo veo.
Su cara es la de la caimana y empiezo a odiarlo con la misma rabia e impotencia
con que odio a esa cocodrila.

Se acabó. Conozco el engaño y el performance donde quiera que lo ensayen


y en sus lágrimas seguro que no creo. Hasta ahora lo veo claro; ese cansancio y esa
dormidera temprano en la noche cuando se supone que sea yo quien deba estar
cansado. Esa inapetencia que he comprobado últimamente, como si no me deseara
más. Ese mal carácter que la ha llevado hasta a tirarme mordidas. Y eso del palo de
escoba roto que, aunque no logro dilucidar qué puede haber hecho con él, me
sigue pareciendo sospechoso. Así no hay quien viva. Tengo deseos de tenerla lejos
de mí, de no verle su cara de zapato boquiabierto nunca más. Por eso la he traído
esta noche de vuelta al malecón de La Habana, no para tirarla al mar, pues no es de
agua salada, sino porque creo que aquí puede encontrar a alguien igual a ella y
quizás pueda ser feliz. Yo me salgo. Una cosa saco en limpio de todo esto: a las
putas y a las caimanas no se les puede amar.
Años de sequía

Chelo SIERRA López

Es escritora y publicista. Ha recibido varios premios y reconocimientos


literarios, entre ellos el Ana María Matute de Narrativa. Próximamente aparecerá
su primer libro de microrrelatos, El síndrome de Peter Pan. Reside en Cáceres,
España.

Mientras me afeito suelo pensar. Solo lo hago tres o cuatro veces por semana
(me refiero a lo de afeitarme y, por extensión, también a lo de pensar). No soy de
esos que se toman un café y piensan, pasean y piensan, hacen deporte y piensan,
trabajan y piensan… no, yo solo pienso cuando me afeito. Me gusta ver reflejado
en el espejo a mi álter ego con esa barba blanca de espuma que le da aspecto de
hombre sabio y experimentado, y transmitirle las cosas que me preocupan. No me
considero un hombre insustancial por el simple hecho de pensar poco porque,
cuando hablo de pensar, no me refiero a considerar cosas pequeñas y sin
importancia, esas cosas del día a día que, por supuesto, pasan por mi cabeza
constantemente. Hablo de reflexionar en profundidad sobre temas que afectan de
verdad a mi vida.
Esa mañana, me desperté excitado. Algo que antes era normal, ahora me
parecía una novedad digna de una celebración por todo lo alto. Me palpé con cierta
sorpresa y noté que mi pene se abría paso, tímido pero decidido, por la abertura
del pantalón del pijama, como queriendo recordarme su existencia. Me acerqué
suavemente a Ana que dormía, como siempre, dándome la espalda, y quise hacerla
partícipe de la buena nueva apretándome contra su culo. Ella debió notarlo porque
dio un respingo que evidenció su rechazo aunque, por si acaso no lo había pillado,
me lo dijo a las claras:

—Cristóbal, por Dios, haz el favor que siempre estás igual, quita, hombre,
quita…

Me levanté con la excitación considerablemente menguada y, ya sin hacerle


honor al apellido de mi insigne tocayo, me metí en el baño. Tenía barba de dos
días, así que cogí el bote de espuma de afeitar y una cuchilla nueva y comencé a
pensar.

Pensé en mí, en ese hombre cercano a los cincuenta que ya rara vez tenía una
erección, pensé en Ana, la mujer que, no hacía tanto tiempo, gritaba de placer
cuando hacíamos el amor, echaba de menos ese sexo húmedo y lleno de vida que
succionaba mi pene con voracidad, era tan fácil introducirme en ella… Pensé en ese
“siempre estás igual” que acababa de decirme, una coletilla absurda como bien
revelaba el hecho de que hacía más de ocho meses que no follábamos, y pensé
también en que la última vez que lo hicimos me había parecido que le arrebataba
de nuevo la virginidad, estaba tan tensa, tan seca, tan cerrada al placer que había
sido muy difícil penetrarla… Estaba seguro de que nuestra inapetencia sexual no
se debía a la edad; no éramos vejestorios y además los dos estábamos todavía de
buen ver, deseables para muchos, sin duda. En nuestro caso, la rutina actuaba
como el bromuro, inhibiendo cualquier tipo de deseo carnal. Imaginé que las
propiedades de ese bromuro, cuyo principal principio activo eran tantos años de
convivencia, funcionaba de forma selectiva y solo en el reducto de la pareja. La
pasión se acaba tan pronto como uno se percata de qué día, a qué hora y con quién
va a hacer el amor el resto de su vida. En contraposición a este axioma concluí que
la pasión es hacerlo un día que no esperas, a una hora que no sueles y, lo más
importante, con quien no debes.

II
Salí de casa decidido a solucionar mi problema de libido como fuera.
Descartada mi mujer por razones obvias, consideré algo que en un primer
momento me pareció un poco extravagante: ¿Cómo sería conquistar a mujeres de
cierta edad, a esas que, como Ana, habían perdido todo interés por el sexo?
Devolverles la pasión perdida podía convertirse en todo un reto y los retos me
gustaban, tenían un punto afrodisíaco que en mí podía funcionar. De lo que ya no
estaba tan seguro era de que las mujeres maduritas despertaran mi interés. Lo
descubrí dos días después.

Si me hubieran puesto a tiro a la Jolie y a la Bündchen juntas probablemente


no hubiera disfrutado tanto. Pepa estaba casada, felizmente casada pero
infelizmente follada podríamos decir. Como Ana, como yo y como tantas y tantos
otros. Debía haber cumplido los 50 hacía ya unos cuantos años pero era una mujer
que se cuidaba y todavía era guapa, al menos conservaba unos ojos verdes
preciosos y unos rasgos delicados detrás de las arrugas que se veían en primer
plano. Su cuerpo parecía una habitación desordenada, nada estaba en su lugar: sus
tetas grandes y fláccidas a la altura de la barriga, la barriga flaca y estriada a la
altura del pubis, el culo a la altura de los muslos… pero todo resultaba estar
caóticamente bien dispuesto y revelaba una armonía trasegada que me resultaba
deliciosamente erótica. Ella fingió estar asustada al principio, abatida por el
sentimiento de culpa, pero el conflicto desapareció en cuanto notó que sus
braguitas negras de encaje se humedecían. En ese preciso instante, todo cambió
para ella. Y para mí. Su primera reacción fue de incredulidad, necesitó constatarlo.
Sin disimulo, metió la mano en el estrecho hueco que quedaba entre su ropa
interior y su vagina y se introdujo con suavidad el dedo índice, luego lo dejó
resbalar por el exterior deteniéndose en el clítoris. Me miró con timidez, sin dar
crédito a lo que estaba ocurriendo. Entonces, introduje mis dedos en ese túnel
inundado por una crecida inesperada y sentí que me volvía loco, que se volvía
loca, que los dos perdíamos la razón. Fui testigo de una transformación mágica,
como la de esos frutos salvajes, rugosos y deshidratados que se venden en bolsitas
en los supermercados y que, apenas los mojas, crecen y recobran su jugosidad, su
tacto suave y aterciopelado, la misma tersura de antes. Mi pene comenzó a latir
enajenado y ella perdió la vergüenza y la mesura. Se reencontró con la lujuria.
Nunca, ni en mis años de universidad, ni siquiera en mis primeras citas con Ana,
había vivido un encuentro tan ardiente. Pepa resultó ser incansable, insaciable e
intensa, una amante “in” en toda regla, y yo me sentí como un Indiana Jones que
encuentra la pasión perdida, como un zahorí que descubre ocultos manantiales
subterráneos con una simple vara de avellano, como un dios que lleva la lluvia a
una tierra castigada con años de sequía.
III

Me acostumbré a las mujeres maduras. Las deseaba. En los tres meses


siguientes tuve al menos siete amantes de entre 50 y 60 años. Todas felizmente
casadas. Todas ardientes. Todas “in”. Todas esclavas de una rutina de la que no
eran conscientes hasta que huían de ella. Hasta que volvían a sentirse jóvenes,
deseadas, calientes y seguras. Ana ni siquiera se enteró de los cambios en mis
horarios, de mi pérdida de peso, de las marcas que a veces me dejaban en la piel.
Ana, en realidad, apenas me miraba. Sabía que me tenía ahí, como sabía que el 25
de diciembre es Navidad o que las aspirinas están en el cajón del escritorio. Cosas
incuestionables, detalles que no es preciso comprobar. Y parecía que con tener esa
certeza le bastaba.

Me levanté y, como todas las mañanas, entré en el baño. Me miré en el


espejo. Barba de tres días. No me apetecía nada afeitarme pero no podía ir así a la
oficina. Con la indolencia de quien cumple con una obligación, comencé a extender
la espuma por mi cara. Ana llamó a la puerta.

—Cristóbal, voy a pasar, tengo prisa… solo quiero coger mis pinturas, están
ahí —me dijo ya dentro del baño y me acarició la espalda casi sin rozarla—. Hoy
no como en casa.

La miré, como hacía tiempo que no la miraba. Llevaba ropa interior nueva,
bastante sexy a decir verdad y estaba cuidadosamente depilada. Puede que si no
hubiera estado afeitándome no hubiera sospechado nada pero, esa mañana, tocaba
pensar.

Afuera llovía con fuerza.


De qué hablan los enamorados cuando hablan en la cama

Patricia SUÁREZ

(Rosario, 1969). Reside en Santa Fe, Argentina. Ha publicado varios libros,


entre ellos Perdida en el momento (Premio Clarín de Novela 2003) y Esta no es mi
noche (Alfaguara, 2005). En 2007 recibió el Primer Premio Cosecha EÑE de la
revista homónima por su relato Anna Magnani, y en 2011 el Premio San Luis Libro
por su libro de cuentos Brindar con extraños, entre otros galardones.

—Esto —dijo él— no lo hacías con tu marido.

—No —respondió ella.

Hacía tres meses que se amaban, quizás un poco más, y el pudor había
dejado lugar a la confianza. Se habían conocido casualmente, durante una función
de teatro, un par de años atrás. Ninguno de los dos le había prestado demasiada
atención al otro, aunque él después declarase que se había prendado de ella desde
el primer día. Había sido en una ciudad demasiado calurosa, tropical, que los
torturaba con una jaqueca obstinada, imposible de remover. Ella recordaba poco de
esos días, la sonrisa de él, tan limpia, y que halagara sus hombros rectos y curvos a
la vez. Nadie lo había hecho desde que, a los 15 años, su nana le puso un vestido
escotado que los dejaba al descubierto y le anunció que aquellos hombros y aquella
espalda atraerían las miradas masculinas. “Unos hombros lindos disimulan todo
defecto”. No tuvieron sexo en aquella ocasión: había demasiadas miradas
pendientes de ellos. Intercambiaron, sí, sus números de teléfono. Más tarde, un par
de veces hablaron, y hasta intentaron verse, casi un año después, sin éxito.
—Él tenía manías. Me hacía sentar en una silla, a uno o dos metros,
completamente desnuda y con las piernas abiertas. Y él se sentaba, también, y
desde donde estaba movía la lengua en el aire. Se suponía que eso debía excitarme;
era una práctica china, decía él. Conocía muchas prácticas chinas. Y no le gustaba
el sexo oral. Es el único hombre que conozco al que no le gusta el sexo oral.

—A las mujeres tampoco les gusta mucho tener que chuparla.

—¿No?

—A mí nadie me la chupó tanto como vos.

—Ah —suspiró ella con dulzura, como si hablara de un pichón de gorrión


que anidaba en el alero de la ventana de aquella habitación, y no del miembro del
hombre que ella se ponía con fruición en la boca cada vez que tenía oportunidad.

Como inspirados por aquello que acababan de hablar, hicieron el amor de


nuevo. Lo hacían arriba de la cama, de la mesa, en el suelo, en el asiento trasero del
auto, en un sillón un poco desvencijado y en cuanto hotel los invitaba a su paso.
Cuando terminaron, se quedaron en silencio; ella lloró un poco encima de él.

—¿Estás triste? —preguntó.

—Es angustia —balbuceó la mujer.

—¿Qué te pasa?

—Después del orgasmo, se me libera la angustia. No me pasa muchas veces,


nada más cuando el sexo es intenso, entonces…

—Pero antes no llorabas.

—Disimulaba.

—No querías que yo me enterara.

—No sé. ¿A vos no te pasa?

El no contestó; miró un punto en la ventana que daba al patio. En ese patio,


ella no tenía plantas ni pájaros. Era un sitio blanco, despojado, donde el gato de la
casa hacía sus necesidades.
Ella no repitió su pregunta, pero lo cierto es que solía ver cómo a él se le
llenaban los ojos de lágrimas cuando estaba encima de ella, cuando hacían el amor
frente a frente, cómo   le gustaba el misionero. “El clásico de los clásicos”, decía él
haciendo referencia a la posición, y ella: “No hay nada que se compare a un
misionero bien hecho”. Les gustaban —o habían aprendido a gustarles— las
mismas posiciones, los mismos vértigos. Por eso, lo que él sentía era emoción; ¡él se
emocionaba! Algunas veces, sin embargo, ella dudaba. Podía ocurrir que fuera el
calor y entonces los ojos se le ponían rojos por el esfuerzo, por la temperatura.
Durante el sexo, él decía cosas maravillosas, que ella se resistía a creer. Las
palabras de él variaban según en cuál ciudad fueran dichas —en la ciudad de él, su
vulnerabilidad y dependencia de ella estaban a flor de piel; en la de ella, era
asombro y más asombro— y para ella sus palabras eran agudas como el alfiler con
el que el entomólogo clava a la mariposa. Siempre había pensado, como Balzac,
que las mujeres deberían ser sordas, porque las conquistan por el oído. Aunque en
realidad, el motivo de su incredulidad venía de mucho tiempo atrás, de la
adolescencia o por ahí. A los 14 años —tal vez fuera a los 17— su madre le había
advertido: “Nunca creas lo que los hombres te dicen en la cama”. Había tenido dos
matrimonios y una media docena de relaciones comprometidas y a ninguno,
jamás, le creyó una palabra cuando se acostaban juntos.

Pero con él era diferente.

A él quería creerle.

—Una vez me fui a la cama con una mujer que se ponía a llorar antes del
sexo —contó él—. El marido, que era un pelotudo, necesitaba que ella llorase para
excitarse. Y a ella le había quedado la costumbre. Así que cuando estuve con ella y
se puso a llorar, estuve a punto de arruinarlo todo.

—Un amigo —terció ella cuidando no revelar que hablaba de un examante


—, salía con una mujer que le pedía que le pegara cachetadas para acabar. No
podía acabar si él no le daba de cachetadas mientras hacía la cosa. Y mi amigo no
podía pegarle a una mujer y sentirse a gusto…

—Hay mucha gente loca.

—Mi marido no tenía problema con eso de los golpes. Era un hijo de puta.
Una vez, estábamos en el campo, de vacaciones, y cortó una ramita de avellano,
una vara, gruesa como el meñique. Cuando fuimos a la habitación, me pidió que
me pusiera de espaldas y me dio de varazos en el culo. Al principio, estaba bueno.
No sé, será que la piel de las nalgas es erógena… Pero después, empezó a darme en
la cintura, donde duele mucho. Y no paró hasta que me la dejó morada.

—Por Internet conocí una mujer, hace como tres años. Era muy bonita, había
sido modelo. Vivía en las sierras, en la falda de una montaña y estuvimos
chateando y mandándonos e-mails unos meses, hasta que al fin me decidí a
visitarla. Ella fue a buscarme en su auto, me llevó a su casa. Vivía en un chalet,
alejado de todo el mundo. Y tenía perros, cuatro o cinco, entre rottweilers y
dobermans. Los perros la seguían a todas partes; se subían a la cama cuando
estábamos encima. Yo no pude soportarlo; al día siguiente me escapé de ahí, igual
que un delincuente. Hice dedo en la ruta, hasta que me levantó un camionero y me
dejó en la ciudad más cercana, en una estación de ómnibus.

—Un hombre me pidió una vez que le hiciera pis encima. Que me subiera a
horcajadas sobre su pecho y le hiciera pis.

—Una mujer quiso vestirme con su ropa. Ponerme su ropa y maquillarme


con sus pinturas. Pero no daba la talla, ella era más bien menuda y a mí no me
entraban sus vestidos…

—En casa de un hombre, un muchacho, lo hicimos en el piso. Mientras lo


hacíamos apoyé mi mano sobre el ventanal, parte del vidrio se resquebrajó y me
corté los dedos. El quería coserme con la aguja y el hilo con el que se cosía un
botón de la camisa cuando se le zafaba: creo que había tomado mucho alcohol esa
noche. Al final, tuvimos que ir a Urgencias.

—A veces el sexo es una desgracia.

Atardecía.

Ella pensó de repente que podían salir, hacer un par de cuadras y meterse en
un bar, pedir un trago. Casi no hacían otra cosa cuando estaban juntos; comían y
bebían, dormían, hacían el amor. Después, hablaban sobre lo que habían hecho
juntos o lo que habían hecho con otros amantes, maridos, esposas, compañeros de
ruta. Contaban las relaciones desdichadas, aunque también hubieran conocido el
amor y el placer. Pero estos relatos podían despertar en el otro una súbita ráfaga de
celos y de ira, que después parecía imposible aplacar. Aquello suscitaba un
malestar casi metafísico: ¿cómo había podido amar el otro antes de haberse
conocido ellos? No parecía cierto, ni justo, que el otro hubiera podido besar a un
tercero como ellos se besaban, ni prodigar caricias en un cuerpo ajeno, mórbido,
errado, como las caricias que se hacían entre ellos. Era herético un pensamiento de
esa clase. Él entrelazó sus dedos a los de ella y su respiración se hizo más lenta,
como si fuera a quedarse dormido. Pero entonces el calor de ella o su perfume, el
fulgor de su sudor recorriendo su pecho, despertó su deseo y deslizó de pronto la
mano hasta la entrepierna de la mujer. Ella le correspondió con un gemido. Un
relámpago del recuerdo la asaltó como una espina: un amante, el último hombre al
que había querido, le dijo una vez que ellos dos eran como halcones de la noche.
Ese examante y ella, en el pasado, se encontraban en bares, cuando las ocupaciones
se lo permitían, bebían, se iban a la cama juntos. Después, por semanas o por
meses, no volvían a saber uno del otro. Había un halcón y había una presa, antes.
Ahora, en cambio, había dos pájaros en el aire y un cielo infinito. Ella se movió en
su dirección y puso su mano sobre el miembro de él: así empezaban siempre sus
relaciones, contra todo consejo de precalentamiento erótico que recomendara
cualquier manual de sexo. Afuera, la noche caía.
Soledad, el otro y la intrusa

Ángel SUSO Calvo

Reside en Bilbao, España. Tiene seis novelas inéditas, una de las cuales
resultó finalista en el V Certamen “Libro Andrómeda”, de ciencia ficción.

Soledad

Soledad camina ligera, casi con prisa, dejando atrás, con los húmedos
adoquines que le alejan del centro, el tedio del trabajo, las horas de hastío, como
decía Machado. Hoy va retrasada, y eso le angustia. Habitualmente tiene tiempo
de sobra. Suele tomar un cortadito en el Café del Ateneo, en una de las mesas del
fondo, donde se permite soñar en la intimidad de la protectora penumbra, solo
quebrada por la tenue luz de un viejo farolillo.

Muchas veces, ante la taza humeante, ha reflexionado sobre ella misma. No


sabe exactamente la razón de su presente. Visualiza su propio cuerpo. “No estoy
tan mal”, suele razonar. Es que Soledad lleva bastante bien sus 34 años. Nada
demasiado fuera de su sitio, una altura aceptable y unos rasgos suaves, aunque
corrientes, en su rostro, bajo unos cabellos de color castaño claro. Incluso las gafas,
pequeñas y de montura metálica, le dan un aire atractivo, entre intelectual y
gracioso. Pero ella, no sabe bien por qué, no consigue conectar. Antes le
preocupaba bastante aquella escasez de citas. Tan solo un novio, ¿podría llamarlo
así?, le duró un poco. “Tres semanas”, recuerda de cuando en cuando con un
mohín de decepción.

Sin embargo, ahora, Soledad, que camina rauda, a pasos cortos, que va
retrasada y maldice mentalmente el trabajo y un poco a sí misma porque esa noche
quizá llegue tarde, se lamenta por no haber podido relajarse en el Ateneo,
pensando en él, en su habitual cita al borde del parque. Y es que a ella le gusta
pensar en él, revivirle, recordar cada centímetro de su torso de semidiós con la
doble seguridad de que él no puede verla, ni tan siquiera intuir que su cuerpo
desnudo pasea por sus sueños.

Ha comenzado a llover, millones de diminutas gotas que parecen flotar en el


aire y que, con delicadeza, remojan las ya húmedas calles. Húmedas como
Soledad.

Abre un paraguas verde oscuro. Ella también va vestida de oscuro. Hace


tiempo que solo viste así. Sus compañeras de oficina le aconsejan que varíe un
poco, que los colores más tostados irían mejor con su tonalidad de piel y cabello,
pero ellas no saben. Ignoran que Soledad viste de oscuro para confundirse con la
noche.

Mira el reloj, nerviosa, mientras se adentra en el parque. Relaja un poco sus


facciones. Cree que llegará a tiempo, pero necesita mantener el paso. Habría
preferido ir más tranquila. Ahora, cuando llegue, tendrá que pasar un buen rato
acompasando los latidos de su corazón, y bien sabe ella que eso es difícil. Cada día
más. Aquella visión que la dejó hipnotizada la primera vez se ha convertido en una
obsesión. Piensa en ello, y siente cómo todo su calor va confluyendo en el mismo
punto.

Ya llega. Puede divisar su árbol, querido cómplice nocturno, rodeado de tres


tupidos arbustos que la dejan completamente aislada, tan fuera del mundo como
necesita. Se acerca, y parece que el magnolio le da la bienvenida.

Mira al frente y sonríe imperceptiblemente. No se ve ninguna luz. Ha


llegado a tiempo. La lluvia persiste y allí está Soledad, con el paraguas abierto,
esperando el inicio del rito. Sabe que en breves instantes se abrirá el telón y que él
aparecerá en escena, brillante, subyugante, delicado, como de otro universo. Ella
piensa que tal vez haya sido descubierta en alguna ocasión. Sería terrible. Si la
sorprendieran se moriría allí mismo de pura vergüenza. Se convence de que no es
así, de que no es posible. Está mezclada con la noche y con los arbustos, los
encubridores de las intrusiones que alimentan su fantasía.
“¡Ahí está!”. Se ha encendido la luz. El corazón golpea el pecho de Soledad,
y ella sabe que así seguirá, rítmico, potente, hasta que todo haya terminado. El
hombre lleva puesto el pantalón largo de deporte y la camiseta de color indefinido
que a ella tanto le gusta y que adivina empapada, hoy no solo por el sudor sino
que también por la lluvia. Pero lo que de verdad le hace estremecer, no sabe bien
por qué, es la toalla. La pequeña toalla blanca que abriga la parte posterior de su
cuello. Se la quita como en una ceremonia, deslizándola con una mano y
depositándola con delicadeza en el respaldo de la silla. Se acerca al espejo y se mira
en él mientras enciende un cigarrillo, el primero de los dos. Aspira con placer la
primera bocanada y expulsa el humo lentamente, dejándolo escapar de la boca y
ascender por la cara, moldeando sus facciones.

Soledad sabe lo que pasará ahora. Dejará el cigarrillo en el cenicero de la


mesita, se quitará la camiseta de espaldas a esta y se girará lentamente, como en
una danza. Poco a poco se irá acercando a la ventana y fumará mirando hacia la
calle, Soledad piensa que hacia ella, que le dedica toda aquella hermosura, que se
presta a su deseo como un sumiso sirviente. Termina el cigarrillo. Ahora ella sabe
que desaparecerá durante unos minutos.

Le aguarda con ansia. No por conocer el rito está menos expectante. Los
minutos se hacen interminables en el rincón del parque donde Soledad, de pie
sobre la blanda alfombra de hierba, espera.

Se oye un imperceptible sonido de pisadas. Ella también sabe quién es. Ha


aprendido a distinguir los ruidos del parque. Es el hombre anciano con sombrero.
“Hoy —piensa— no debería haber venido, con el tiempo que hace”. Soledad se
esconde un poco más y permite que pase, en la confianza de que no hay más
intrusos por el paraje.

Mira de nuevo a la ventana pero hay mucha humedad y se le están


empañando las gafas. Se las quita y busca, precisa, un pañuelo de papel para
limpiarlas. Se las coloca otra vez. Ya sale. Casi desnudo, con una escueta toalla
anudada a la cintura, con un muslo al descubierto y con el pelo, negro carbón,
empapado y peinado hacia atrás. Un pequeño y acaracolado mechón se suelta y va
a chocar contra su frente. Regresa a la ventana y apoya una mano en el dintel. La
musculatura del pecho se marca como en una escultura marmórea del Museo
Británico. Soledad se tensa. Casi podría asegurar que su hombre está mirando
hacia donde ella se encuentra. La otra mano, la que no está apoyada, acaricia con
suavidad, con arte, lentamente, la parte alta del pecho y va descendiendo en un
interminable camino hacia el vientre, jugando con el negro vello hasta llegar al
borde de la toalla. Soledad, sin darse cuenta, repite el movimiento con su propia
mano y se nota humedecer por momentos. Ya no le importa la lluvia. Sueña con
que su mano es la de él y con que la de él es la suya y, así, acariciándose a
distancia, Soledad es feliz. Quisiera que esa felicidad durara. Que nadie le
arrebatara su lejano amor.

Poco a poco, el otro se retira de la ventana. Soledad sabe adónde va y él,


como un autómata programado por ella, toma asiento en la butaca. Como en un
movimiento estudiado, uno de los extremos de la toalla resbala y deja al
descubierto una pierna larga, interminable, hasta la misma unión de la prenda de
circunstancias, a la altura de la cintura.

Entonces comienza la verdadera función. Él introduce su mano bajo la toalla


y comienza a acariciarse mientras Soledad va descendiendo una de las suyas, el
paraguas ya definitivamente olvidado, y la desliza por dentro de la falda,
avanzando con parsimonia hacia su sexo, cálido como un baño turco. Sus dedos
buscan y encuentran con presteza el lugar adecuado mientras que sus otras manos,
las manos de su fantasía, sienten con todo detalle la masa bien diferenciada y
moldeable del cuerpo del otro, experimentando paso a paso cómo se templa y
aumenta de tamaño. Está llegando al éxtasis. Puede ver el vapor que sale de su
boca, aire condensado que llega a la fría noche desde el interior volcánico de su
cuerpo.

Pero Soledad sabe. Conoce a la perfección, con la experiencia que da la no


por acostumbrada menos placentera rutina, la sucesión de hechos que le llevará a
odiar esa noche. Y es que él, con sus cabellos negros y mojados apoyados sobre el
extremo del respaldo de la butaca, con sus manos bajo la toalla que ya no cubre
casi nada, con su torso musculoso y aún mojado, no está solo…

El otro

Vuelve a casa corriendo, sudando, mojado. Está llegando al final de su


habitual carrera vespertina. La necesita. No es que su físico le obsesione pero se
siente mejor tras correr unos kilómetros por el parque. Minutos antes, mientras
aceleraba el trote, había evitado pasar cerca del magnolio para no importunarla.

No quiere llegar tarde. Por eso apura el paso. Ya ha oscurecido, y la lluvia


arrastra el sudor de su cara. Cuando se acerca al portal no vuelve la cabeza hacia la
arboleda. Ni tan siquiera desvía la mirada del suelo. No desea que ella sospeche
siquiera que lo sabe. Quiere mantenerla ahí, entre los arbustos, noche tras noche,
como en una cita furtiva.

Introduce la llave en la cerradura y descansa un instante para entrar relajado


a casa. Debe representar bien el papel que se ha asignado. Tres profundas
respiraciones, una más lenta, y gira la muñeca.

Sin encender ninguna luz, se descalza, toma una toalla y se la coloca sobre
los hombros. Cuando ya está seguro de su aspecto, acciona el interruptor. Después,
sin prisas, tira de la toalla suavemente, casi con dejadez y la deja en una silla. Llega
luego al espejo y comprueba que ella está allí. Enciende un cigarrillo y aspira una
sola vez, con calma. Lo deja en el cenicero y se quita la camiseta despacio, como en
una liturgia, como lo ha ensayado tantas veces, tensando cada músculo que va
viendo la luz, volviéndose lentamente, como en un baile. Toma de nuevo el
cigarrillo y va hacia la ventana. Mira en dirección a los arbustos. Sabe que ella no
puede descubrir la intención de su mirada. Acaba de fumar y se dirige a la ducha.
Han terminado los prolegómenos, el primer acto de su función.

Se ducha con agua muy caliente y no puede evitar el pensar en ella. Nunca
le ha visto la cara. Solo su sombra, su silueta, pero no por eso la conoce menos.
Sabe que es casi rubia, más alta que menuda y que no es muy mayor. Tal vez no
sea joven, pero tampoco mayor. Además, su contorno deja adivinar un bonito
físico. Él lo imagina apetecible, voluptuoso quizá. Lo mejor, su obsesión, ese querer
observar el cuerpo ajeno, el sexo ajeno, cautelosamente, fundida con la noche y los
arbustos. No puede evitar excitarse, dejar correr por el cuerpo una corriente grata,
en comunión con el agua ardiente y reconfortante.

Tras secarse se mira en el espejo y se ajusta cuidadosamente la pequeña


toalla, dejando libre un muslo.

Vuelve a escena. Llega hasta la ventana y, mientras coloca una mano en el


marco, roza su pecho con los dedos de la otra, desde un hombro hasta la cintura.
La imagina azorada, ansiosa bajo la lluvia del parque. No la ve pero puede sentirla,
casi sin respirar, paralizada, observando, reteniendo cada instante en su retina. Se
retira, seguro de que ha triunfado, de que su papel ha sido interpretado con éxito.
Se sienta en la butaca y estira la pierna descubierta, mostrando y ocultando al
mismo tiempo. Se siente crecer, se regodea en la exhibición sabiéndose admirado,
gozando casi del deleite de su fiel amante a distancia.
La imagina dando un respingo, humedeciendo sus labios cuando él, con
delicadeza, introduce sus dedos por debajo de la toalla y permite que ésta se
deslice milímetro a milímetro descubriendo porciones ocultas de la piel de sus
piernas. Se entrega a una serie de caricias, leves pero precisas. Cierra los ojos y se
recrea en su propia excitación y en la no menos improbable de ella. Sabe que está
allí para gozar y él, cómplice de ese gozo, no caerá en la osadía del reproche.
Además, es consciente de que el momento culminante está aún por llegar. Lo
confirma cuando escucha el sonido de la llave al girar en la cerradura. El absoluto
silencio de la estancia deja oír con claridad el leve chirrido de la puerta y los
delicados pasos de la otra cuando se acerca...

La intrusa

Ella no recuerda cuándo dio comienzo el juego. No sabe bien cómo se dejó
llevar a ese ritual. Tal vez fuera la dominante persuasión de él. Tal vez sus propias
perversiones ocultas. Lo cierto es que ahora, cada noche, participa de esa tal vez
cruel chanza, y que lo hace bien. Él dice que no debe preocuparse por la pobre
chica de los arbustos, que disfruta con aquello, que ellos dos no hacen daño a nadie
con la repetitiva función que desde hace tanto tiempo representan una y otra vez
con mínimas variaciones. Ella no sabe qué pensar, y mientras lo decide, continúa
con la dicotomía. Su yo más solidario, su parte bondadosa, con la voluntad de
parar, de abandonar para siempre la farsa, la casa, incluso a su dueño. Su otro yo,
dejándose llevar, disfrutando del morbo que produce el sentirse observada en un
momento tan primario, en el que queda al descubierto tanto el cuerpo como el
alma.

Abre, sigilosa, la puerta y se acerca sin ruido. Se coloca tras la butaca y le


observa. Él no hace ademán de volverse. Ése no es el argumento. Ella debe ser
quien se exhiba ante él. Aún no se ha quitado el gabán y mantiene su pelo oscuro
recogido con una coleta alta.

Comienza a moverse, con lentitud, interminablemente y, mientras lo hace,


desabrocha uno a uno los cuatro botones de la prenda. Solo cuando está situada
frente a él, desliza el abrigo y permite que éste caiga al suelo. Lleva un delicado y
sencillo vestido, negro y corto, sin mangas y con una cremallera al costado
derecho. La baja lentamente.

Imagina a Soledad mirando hipnotizada a ambos. A ella que se desprende


del vestido con una sutileza propia de bailarina oriental, y al movimiento rítmico
que se aprecia bajo la toalla de su complacido espectador.

Él mira ahora con languidez su esbelto cuerpo de diosa. Su mirada recorre


poco a poco, desde los pies, la suave piel que ya solo oculta bajo la casi
imperceptible ropa interior, igualmente negra. En sincronía con el examen
detenido de sus pechos, ella se desprende de la prenda que los oculta y mira
alternativamente a ellos y al otro, satisfecha de la perfección de sus curvas y de la
reacción de él, un repentino respingo bajo la toalla. Él adelanta ahora una mano y
pasa los dedos por entre sus muslos casi sin rozarlos y esa es la señal para que se
desnude. Lo hace moviendo alternativamente sus piernas, como ayudándose con
ellas. Se inclina levemente, y deshace con una sola mano el nudo que sujeta la
toalla. Ésta resbala a ambos lados del cuerpo de su amante y así, la intrusa puede
apreciar en toda su magnitud aquello que elevará a los altares del placer a dos
mujeres al mismo tiempo.

Se suelta el pelo y agita levemente la cabeza. Un largo mechón se desliza por


su rostro. Mira al hombre sentado en la butaca, y advierte un gesto de connivencia.
Se agacha. Sus cabellos, a la manera de María Magdalena, rozan los pies del otro.
La punta de su lengua toca levemente uno de sus tobillos. Él, tensa los músculos.
La intrusa vuelve a humedecerla, y comienza a ascender por la pierna, casi con
pereza. Se detiene en la rodilla y aplica los dientes, pero sin apretar. Continúa, pero
desvía el camino, dirigiéndose hacia el interior del muslo, donde aminora la
velocidad, avanza y retrocede. Aún no le mira a la cara; está concentrada en su
cometido. Le gusta hacerlo, y hacerlo bien. No obstante, no puede dejar de apreciar
el espasmo tan repentino y violento que les sacude a ambos. Ya no queda más
muslo por explorar y pasea su cara alrededor y cerca del imponente mástil, lleno
de vida.

Pero ella es metódica. Sabe que aún no es tiempo. Ladea un poco la cabeza
escrutando el exterior pero no se ve nada. Es igual. La otra estará ahí, tras los
arbustos. Hace circulitos con su lengua mientras él contrae y relaja su abdomen al
ritmo de la respiración. La intrusa continúa su ascensión imparable y no se detiene
hasta llegar a una de las areolas, que recorre exhaustivamente. Se complace con la
respuesta de él, pronta y vibrante.

Llega al cuello y se dirige a una de sus orejas. Susurra algo y él sonríe. Una
de sus manos desciende entonces hasta encontrar lo que busca. Ella aún es capaz
de controlar. Todavía es consciente de la mujer de los arbustos. Piensa en ella
fugazmente. La desprecia porque tiene que conformarse con el placer de otros
mientras ella goza de aquel cuerpo vivo, embriagador. La aparta de sus
pensamientos e intenta sentir a su compañero pero enseguida le asalta la duda:
¿Quién ocupa su mente? ¿Ella o tal vez la otra? No puede evitar un sentimiento de
celos y no sabe si eso también la excita y la espolea.

En un momento enloquece de posesión. Olvida todo. Es consciente de que se


está saltando el guión pero ya le da igual. Quiere ser dueña no solo del cuerpo sino
también de sus pensamientos. En un abrir y cerrar de ojos ya está sobre él, a
horcajadas, y esta vez son sus otros labios los que engullen al otro y le llevan a
concentrar toda la energía vital en el interior de su cuerpo. Salta, aprieta, relaja, se
deja caer hacia atrás, vuelve adelante, mientras él intenta encauzar toda esa fuerza
hacia un movimiento más acompasado. Le supone un gran esfuerzo, pero consigue
domesticar esa tempestad y convertirla en un oleaje suave con un ritmo
cadencioso, como el del cabeceo de un velero con ligera brisa en una tórrida tarde
de verano. Ella acepta esa armonía y se deja mecer, gozando del vaivén mientras
las olas del calmado océano van creciendo en tamaño y amplitud.

Aún controla la mente del otro. Recibe los mensajes a través de su mirada,
grande, limpia y fija en sus propios ojos. Aprovecha esos momentos para disfrutar,
en progresión firme y sin tregua, de ese placer que no puede describirse, hasta
llegar a la locura, a ese no importar, en absoluto, nada de lo que suceda en el
universo. Entonces la marea crece imparable, los ojos pierden enfoque y él echa la
cabeza hacia atrás rompiendo el contacto. Se aferra a ella con sus manos en garra
pero la intrusa no puede saber aún dónde están sus pensamientos y, casi frustrada,
tiene que permitir que el otro mantenga su libertad, tiene que asumir su propia
condición de elemento de la representación, sola y exclusivamente.

Soledad

Soledad ya la ha visto las otras veces, afortunada, voluptuosa, llegar con


sigilo y situarse tras la butaca. Siempre llega en el mismo momento, rompiendo la
magia de placer que los dedos del otro, materializados en sus propios dedos,
proporcionan a su cuerpo. Resbalan con suavidad mientras Soledad concentra su
vista en el cuerpo de él, recostado, sin mirar atrás. La mujer se ha desnudado, lo
sabe aunque no la mire. Sabe también que él sí la está mirando, y casi no lo puede
soportar. Envidia y odia a esa perversa mujer que tiene secuestrada la voluntad de
su amante. Se jura que la matará. Quiere ver su sangre resbalando calle abajo,
fundiéndose con la lluvia.

Se agacha ante él. Aplica sus labios en la piel de sus tobillos. Asciende,
reptando, por su cuerpo como un monstruo devorador, rozando piel contra piel,
profanando ese sagrado cutis de semidiós. Él está rígido. ¿Ha mirado hacia donde
ella se encuentra? Instintivamente, intenta quedarse quieta, pero no puede parar.
Ahora parece que es la intrusa quien mira. “Imposible —piensa—. No puede ser”.

Deja atrás esos pensamientos y se concentra en lo suyo, que es el hombre de


la casa. Se recrimina por pensar así en él. “No es un hombre cualquiera —razona
—. Es el mío”. Pero no puede evitar que ese hombre, el blanco de su obsesión, sea
más de la otra que de ella misma. Siempre deja un resquicio para la esperanza. “¿Y
si en el fondo él supiera de su existencia? ¿Y si hiciera todo aquello para
complacerla? Seguro que es la otra quien le incita, malvada y viciosa, a exhibirse
ante quien esté dispuesto a observar… Y ella ha caído en la red”.

Pero se obliga a no pensar. Ya llegará el momento de hacerlo. Ahora solo


debe disfrutar, intentar gozar tanto o más que la intrusa. Esta, por su parte, no
pierde el tiempo. Esa noche parece más excitada de lo normal. Salvajemente, se
lanza sobre él y lo posee. “Sí. Esa es la palabra”. Pero él acaba por marcar el ritmo,
lo acompasa. Parece inapetente. Soledad piensa que tal vez sea normal. Quizá esté
cansado de la rutina. O es posible que quiera cambiar, que anhele otro tipo de
mujer, acaso una como ella, ella misma si el destino fuera complaciente.

Se concentra en él, en sus movimientos de vaivén, casi puede ver el sudor


que ya empapa su piel. A él le gusta así, con calma, pausadamente y sabe que
pronto llegará al final. Sabe incluso cómo será: la cabeza hacia atrás, los ojos en
blanco, con un gesto subyugante, de entrega, de abandono. No puede evitar un
cosquilleo mientras se nota empapar por momentos bajo la ropa. Es ese un instante
que le inspira sensaciones bien diferentes: el deseo, la ternura y… la rabia. Rabia
por la otra. No es digna de tenerle entre sus brazos.

Ya está. Todo ha terminado. En breves instantes ella se levantará y caminará


con parsimonia, llevando en su interior algo de su hombre. Algo que no se merece.
Soledad está cada día más convencida de que debiera ser propietaria, por derecho,
de todo lo de él. Su fidelidad tiene más mérito. Ella es quien está, noche tras noche,
bajo las inclemencias del tiempo, arriesgándose a ser descubierta, escondiéndose
como una criminal, mientras que la intrusa entra en la casa con su propia llave y
dispone de todas las facilidades para adueñarse de un hombre que en justicia no le
pertenece.
Apagan la luz y Soledad decide que debería librar a su amante de la
presencia, de la nefasta influencia de la intrusa. Se compone la ropa, pasa una
mano por el pelo e inicia el camino hacia su casa. Hará una cena ligera y se
acostará para pensar en él. Siempre está en sus pensamientos. Ya ha recorrido unos
cincuenta metros y, de pronto, se detiene. “¡Me sería tan fácil! —piensa—. Ella no
se lo espera. Solo tendría que apostarme cerca del portal, seguirla y esperar el
momento oportuno…”.

Soledad se levanta de la cama, inquieta. Fugaces imágenes acuden, confusas,


a su mente. El gesto de sorpresa de la intrusa, un ahogado grito, la sangre en los
adoquines, resbalando calle abajo, fundiéndose con la lluvia. Se acerca a la mesa de
la entrada, toma el bolso y comprueba su interior. No hay nada. No sabe dónde ha
podido dejar las tijeras. Se mira las manos, la ropa que llevaba ayer. Está limpia. Ni
rastro de sangre. No consigue recordar. Prepara el desayuno, temblorosa. “Tal vez
—se dice— todo haya sido un sueño”. De cualquier manera no puede estar segura,
aunque en el fondo le da igual. No tendrá que esperar demasiado tiempo. Esa
misma noche volverá al parque y sabrá la verdad.
Rubén Rodríguez ST, 100 x 120 cm, Óleo, tela, 2009
De Legrain, París

Jesús TÍSCAR Jandra

(Jaén, 1970). Ha obtenido el XLVI Premio Internacional de Cuentos Lena


(Asturias) y el Primer Premio del IX Certamen de Relatos Cortos “Tierra de
Monegros” (Huesca), entre otros galardones. Su libro La Poetisa fue publicado por
Algaida Editores, S.A. en Sevilla. Reside en España.

El Juli nos lo contaba: que era la Manme la que solía buscarle casi siempre
que se quedaba sola en su piso, y cuando sabía que el Juli lo estaba en el suyo, la
Manme se le presentaba con cualquier excusa. Naturalmente, empezaban a lo
tonto, como de broma: que si te hago cosquillas, que si déjame en paz, que si hay
que ver qué gordas tienes las tetas, Manme, que si no seas cochino, que si mira
cómo se me ha puesto la chorra por tu culpa, que si a mi padre vas... Hasta que se
aburrían de divertirse y se ponían a morrearse y a explorarse en serio, con esa
gravedad del deseo cuando prospera, que en una de aquellas el Juli convenció a su
prima para que se metieran en la cama en cueros, cosa a la que la Manme siempre
se había negado como se negaría a, yo qué sé, por ejemplo matar a su abuela de un
susto, algo así. Y una vez en la cama, el Juli la convenció también para que se
hicieran hombre y mujer, o al menos probar. Después de mucho pedírselo,
prometérselo, suavizárselo, inventárselo, describírselo y, finalmente, suplicárselo,
la Manme dijo que sí, que bueno, por pesado, hijo mío, por pejiguera, y se abrió de
piernas, las cuales había mantenido hermética y temerosamente cerradas todo el
rato. Pero no hubo forma. Follar no es fácil, nos dijo asombrado el Juli, quien no
atinaba con la despedida de las virginidades entre la pelambrera novísima de su
prima, y cuando parecía que sí, que atinaba, y hacía por iniciar la penetración, la
Manme se ponía a chillar como si el Juli, en vez de lo suyo, pretendiera meterle lo
de otro, o algo malo, un punzón, cualquier cosa. La historia acabó con la
manualidad de costumbre y con lo que la Manme decía siempre, mientras se
limpiaba la mano, esta vez con más motivo: que aquello se tenía que acabar porque
aquello no podía ser y que el Niño Jesús debía estar muriéndose de vergüenza por
culpa de ellos dos. Y ya no volvían a hacerlo nunca, jamás, así se lo prometían
solemnemente entre ellos, hasta que llegara la próxima vez.

Una noche pusimos en práctica el plan que discurrimos para ver si


podíamos conseguir nosotros, los amigos del Juli, una bendición de aquella virgen
tan generosa, tan alejada de la pazguatez estrecha y vinagre del resto de las nenas
que conocíamos, tras haberlo discutido hasta el mosqueo con el Juli, que a lo mejor
estaba un poco enamoriscado de la Manme y por eso se mostraba reacio a cedernos
parte de los favores de los que él le disfrutaba a la muchacha de su sangre y
apellido. A lo que no había derecho, argumentábamos, era a que él se pusiera las
botas con la Manme mientras sus amigos no nos calzábamos más que las zapatillas
viejas de la mano propia, y que si tan ardiente y desaplicada en decencias era la
Manme, a ver qué trabajo le costaba a ella hacernos inmensamente felices durante
un ratito a cada uno. Quien hace un cesto hace ciento y donde comen ocho comen
doce. El plan, lógicamente infalible, era el siguiente: los padres de la Manme y del
Juli iban a la boda de un familiar el sábado, estarían toda la tarde y la noche fuera,
la Manme no acudiría por hallarse castigada, había suspendido tres, y el Juli
tampoco asistiría al sí quiero porque así sus padres se ahorraban un cubierto en el
sobre que les entregaban a los novios por la invitación. El Juli llamaría a su prima,
¿te vienes a mi casa, Manme, que estoy muy solito?, y allí estaríamos ya el Fran, el
José Carlos, el Paco y yo, que nos habíamos presentado de improviso. Había otro
miembro en la pandilla, el Pimiento, pero a ese decidimos, por unanimidad, no
decirle nada y dejarlo fuera, era muy feo, de una fealdad que no pertenecía a este
mundo, y podía chafarnos el plan, la Manme saldría pitando ante la perspectiva de
tener que hacer inmensamente feliz al Pimiento, sin duda, cosa que el Juli
aseguraba que su prima haría de todas formas, con Pimiento o sin Pimiento, en
cuanto nos viera a todos allí. Pero que eso no sucediese quedaba en nuestras
manos. Llevaríamos cocacola, gusanitos y lo que cada uno pudiera pillar del
mueble bar de su casa, y cuando la nena llegara ya estaría sonando una cinta de
Mecano, ese grupo reciente que tanto le gustaba a la Manme y a todas las nenas del
barrio y que a nosotros nos repugnaba porque así tenía que ser y porque los
nuestros eran Los Chichos, tengo un amor en la calle que pone precio a su cuerpo y
yo que la quiero tanto y yo que tanto la quiero, y Los Chunguitos, con la droga te
pones ciego te coge la pestañí y te mete en el talego talego talego, y no había más
que hablar. O sea que la Manme se iba a encontrar con que a su primo le habían
organizado sus amigos una fiesta sorpresa en casa, con bebida y comida y tabaco y
música, y con que los amigos de su primo eran un encanto con ella, amables y
piropeadores, pero sin groserías ni insultos, nada que ver con los mismos que se
cruzaban por la calle y le decían improperios por tener las tetas tan gordas y
apetecibles, jamás por dejarse con el Juli, reproche que, tácitamente, los amigos
sabíamos que no podíamos ni siquiera insinuarle a la nena que se había pegado el
filete con alguno, a fin de que al afortunado no se le acabase el chollo y pudiera
llegar más allá en sus pretensiones, las cuales se verían seriamente dificultadas si la
criatura se sospechaba ya en el barrio con fama de gustarle el marraneo. Hoy por ti,
mañana por mí. La Manme se sentiría como una reina, iba a ser la única hembra de
la velada y contaría a su disposición con toda la caballerosidad de la que fuéramos
capaces. Las mujeres son así, les encanta ser el centro de atención, se derriten con
eso, se les vuelve el chochete pesicola, dábamos por sentado. Después, poco a poco,
con la ayuda del alcohol, que se encargaría de macerar el natural libidinoso de la
nena hasta ponérselo en su punto, entraríamos en materia mediante los consabidos
chistes verdes y las constantes alusiones al sexo, con lo cual aquello podía terminar
en una orgía de padre y muy señor mío, caliguliana, claro que sí, totalmente
caliguliana, si bien nos conformábamos con que nos la meneara a cada uno,
tampoco le íbamos a exigir mucho.

Que el Juli le diera el visto bueno a la estrategia, o el regular, después de


mucho negarse, le costó al José Carlos su escopeta de aire comprimido, arma que
pasaría a la propiedad absoluta y vitalicia del primo de nuestra víctima en el
mismo momento en que esta acudiese a la cita, independientemente de que
hubiera o no tema. Así lo pactaron y lo sellaron con un buen apretón de manos, el
José Carlos con la otra bien visible para demostrar que no cruzaba los dedos, un
gesto que, como es natural, anula cualquier promesa, y así lo hicimos también el
Fran, el Paco y yo al acordar con el José Carlos el resarcimiento de la ofrenda de su
preciada escopeta sacrificando en su beneficio nuestras escuálidas pagas de fin de
semana durante mes y medio. De esa manera todos poníamos algo, como bien
reivindicó el José Carlos, ya que todos íbamos a disfrutar de los favores de la
Manme. Y ya que estábamos en pactos y promesas, asimismo juramos los cinco,
por nuestras vidas, que de aquello, saliera como saliera, jamás se enteraría el
Pimiento, porque de lo contrario era capaz de apuñalarnos uno por uno con el
navajón que llevaba siempre en el calcetín.

Cuando el Juli descolgó el teléfono y marcó el número de casa de sus tíos,


que vivían enfrente, el silencio más expectante que recuerdo haber vivido en toda
mi vida se apoderó de aquel comedor que, segundos antes, era una guasa de
risotadas, bromas y procacidades mientras lo preparábamos todo: los vasos de
plástico, los platos de cartón con el picoteo, la música y los botes de gel de baño, de
colonia y de salsa de tomate en los que habíamos traído ginebra, whisky y Ponche
Caballero escamoteados a nuestros padres. Hasta los de la Santa Cena y los perros
aquellos que miraban con el rabo tieso y la pata encogida el vuelo de dos perdices
parecían permanecer atentos al resultado de la llamada telefónica del Juli. La
Manme podía no estar, la Manme podía haber ido a la boda en el último momento,
la Manme podía tener la regla, la Manme podía no tener ganas de guarrerías... Pero
cuando el Juli colgó, después de un vale no tardes, se formó tal jolgorio que
nuestro amigo quiso echarnos a la calle por haber alertado a todo el vecindario de
que allí había fiesta, menos mal que lo derrotamos mediante el eficaz contraataque
de que él lo que quería era quedarse solo con su prima, traidor, mira qué listo.
Ahora había que ser formales, que la nena no se oliera la intención nada más llegar,
que no pareciera que la estábamos esperando ansiosos por ponerle las pichas en la
mano, se suponía que nosotros habíamos ido allí sin contar con que apareciera.

—¿Pero vosotros creéis que yo puedo ser formal con este pedazo de nabo
que se me ha puesto nada más que de pensar en lo que puede pasar aquí esta
noche? —preguntó el Paco al tiempo que se bajaba los pantalones del chándal y
nos mostraba, bamboleándolo, su grave inconveniente, en efecto muy
considerable. El José Carlos, serio mientras los demás, incluido el Juli, nos
tronchábamos con la salida del Paco, le daba traguitos al bote redondo de Moussel
(de Legrain, París), el de la ginebra, supongo que a modo de bálsamo para el
escozor que sin duda le estaba produciendo haber perdido para siempre su
escopeta de plomillos, terror de las ratas y de los gorriones de los descampados del
barrio en los que se rebozaron nuestras infancias y en los que, ahora, por no perder
la costumbre ni el olor, seguíamos empanando nuestras adolescencias.

El timbre del portero automático y Mecano sonaron casi al mismo tiempo,


cuestión de segundos. El Juli, tras pedirnos encarecidamente que no nos pasáramos
con ella, fue a abrir sin demasiado entusiasmo ni convencimiento. El Fran, el Paco
y yo nos servimos apresuradamente unas copas, sin hielo, puesto que se nos había
olvidado traerlo y el Juli no quería cogerlo de su congelador, alegando que él ya
ponía la casa y la prima y bastante era, luego mi madre se da cuenta que he
hurgado en el conge y me la lía. El Fran, con su vaso en la mano, comenzó a
moverse sin gracia al escaso ritmo de aquella moñada de hoy no me puedo
levantar.

—Qué pasa, joder, esto tiene que parecer una fiesta, ¿no? —dijo ante el
choteo.

Desde el fondo del pasillo nos llegó entonces la voz de la Manme:


—¿Pero qué música tienes, primo? —extrañada de oírle aquello al Juli.

Y el Juli:

—Es que hay una fiesta, ya verás, pasa, pasa.

Y la Manme:

—¿Fiesta, qué fiesta?

Y el Juli:

—Pasa, pasa, ahora lo verás...

La Manme, morena, un poco regordeta, pero bien, con su cola de caballo, sus
pechazos y con un vestido verde y corto que estaba para cantarle una saeta con los
dos testículos, se nos quedó mirando de un modo, digamos, poco concreto, mezcla
de sorpresa, contrariedad y sarcasmo, y respondió a nuestros saludos, ¡hombre,
Manme, cuánto bueno por aquí!, con un qué hay desconcertado e incómodo. Su
primo se apresuró a explicarle:

—Éstos, ¿no te digo?, que se me han presentado ahora mismo con ganas de
guateque y no ha habido forma de echarlos.

En los ojos verdosos de la nena, clavados en los del Juli, se podía leer con
toda claridad: Pero bueno, vamos a ver una cosa, ¿tú eres gilipollas o qué te pasa?
¿No íbamos a darnos un filete de los nuestros, subnormal? O sea que era el
momento de actuar, y rápido, de lo contrario la Manme se largaba, ya tenía cara de
querer largarse, así que me levanté del sofá:

—Pero qué guapetona estás, nena, ni que hubieras sabido que venías a una
fiesta, ¿qué tomas?

El Paco me echó una mano:

—Si llego a saber yo que iba a haber mujeres tan hermosas me pongo el
chándal nuevo, joder, no que viene uno de trapillo.

La Manme, con media sonrisa desconfiada, lo miraba todo, las bebidas, los
vasos, los gusanitos, el radiocasete y a nosotros, buscando el gato encerrado que
oía maullar en alguna parte.
—¿Qué te sirvo, Manme? —volví a preguntarle— ¿Quieres un cubalibre? —
me precipité—. Hay ginebra, hay whisky y hay Ponche Caballero, lo que no hay es
hielo, tu primo es un agonías y no quiere sacar, dile que saque unos cubitos, a ver
si a ti te hace más caso.

El Fran, que era el tímido de la pandilla, no abría la boca y, por supuesto,


había dejado de bailar, pero miraba a la Manme con la serenidad, la fijeza y el
hambre propios de los de su condición, mordiéndose un poco el labio de abajo,
incapaz de descender con los ojos, ni siquiera un instante, a aquellos muslos de
toma pan y moja y remoja y mastica despacio que la nena nos traía, mientras que el
José Carlos parecía indiferente, de momento, ante la presencia del bombón, dolido
aún por lo de su escopeta. Pero el que tenía que intervenir en aquellos delicados
momentos primeros, obligatoriamente y con carácter de urgencia, era el Juli, darle
confianza a la prima, que no se sintiera sola entre lo que estaba: un hatajo de niños
sátiros que, si por ellos fuera, ya habrían arremetido contra sus tetas, su boca, sus
muslos y su entrepierna sin más contemplaciones ni miramientos, ¿a qué esperar?,
mueran los preámbulos y los convencionalismos sociales, viva la animalidad, que
es la forma más auténtica de sincerarse entre humanos.

—Anda, sí, tómate algo —la animó el Juli, aunque empleando con ella el
mismo tono de quien dice el refrán, de perdíos al río. Y la Manme, que ni por
asomo se había tragado lo de la fiesta sorpresa, eso se le notaba, dijo:

—Bueno, me tomo una cocacola y me voy, que los señoritos querrán estar
solos.

La tenemos, pensé. Es nuestra. Si no habíamos logrado hacerle creer la


casual coincidencia de las dos visitas y, sin embargo, se quedaba a tomarse una
cocacola, significaba que la Manme sabía perfectamente para qué la habíamos
hecho venir y estaba dispuesta a hacernos inmensamente felices y tal vez a lo que
hiciera falta, quizá habíamos tenido la suerte de pillarla especialmente cachonda
ese día, a lo mejor cuando el Juli la llamó ella se estaba felicitando a sí misma con
los dedos, o con un pepino, en la soledad de su castigo. Pero no era conveniente
precipitarse, aún no.

—Qué va —se atrevió el Fran—. Nosotros cómo vamos a preferir estar solos,
habiendo una chica tan maravillosa.

Ella le sonrió con cierto vinagre y se sentó lejos de nosotros, a la mesa de


camilla, llamó a su primo y se pusieron a cuchichear. Mecano había atacado el no
me mires no me mires no me no me no me mires déjalo ya en aquella cinta grabada
a retazos de la radio que el Paco le había cogido a su hermana para la ocasión, la
voz del locutor y las señales horarias aparecían de vez en cuando. El José Carlos,
tras encenderse un Ducados, nos preguntó algo acerca del Argentina-Bélgica con el
que el mes próximo se inauguraría en el Nou Camp el Mundial. Craso error, craso,
craso, muy craso. No era el momento de hablar de fútbol, por el amor de Dios: la
aburriríamos y se iría. ¿No se daban cuenta mis amigos de que la Manme, por
calentorra que pintase, era como todas las nenas: espantadizas cervatas que podían
dejarte con dos palmos de narices y de erección al menor error o imprudencia?
¿Acaso no veían el programa de Félix Rodríguez de la Fuente, maldita sea?
Amonesté al José Carlos con la mirada y saqué mi tabaco, un paquete de Fortuna
casi entero, ellas preferían el rubio, le ofrecí a la Manme y dijo que nos íbamos a
quedar enanos de tanto fumar, pero cogió uno, y el Juli también, y todos. La
señorita parecía que se animaba, interrumpía los cuchicheos con su primo para
canturrear la canción y hasta movía los hombros al compás, de un momento a otro
se iba a poner a bailar para nosotros en plan vicio, calculaba yo, con aquel vestido,
lo único que le faltaba era un poco de aliño a su cocacola, ojalá la canción siguiente
de esos payasos fuese también bailable y no un muermo de los suyos.

—¿Un chorrito, primor? —le ofrecí, mostrándole el bote de whisky, el cual


había contenido salsa de tomate Musa.

—Eso estará bien enjuagado, espero —dijo la Manme.

—Pues claro, mujer, a fondo y con Mistol —respondí y le serví más de un


chorrito, aprovechando que no miraba, pero antes de tomar el primer sorbo, la
nena se levantó y dijo:

—Voy por hielo, así no hay quien se tome esto. Acompáñame, Juli —cogió a
su primo de la mano y desaparecieron los dos por el pasillo, camino de la cocina.

—¡Traed para los demás! —graznó el Paco.

Cuando nos quedamos a solas pude comprobar que la moral de la tropa


andaba por los suelos, tan pronto: el José Carlos opinaba que la Manme no estaba
sino por el Juli y se acabó, que seguramente se lo había llevado a la cocina o al
dormitorio para darse un fregado y que él se había quedado sin escopeta para
nada, el Paco le dio la razón, ya algo borracho, riéndose de él por la pérdida, y el
Fran propuso que nos fuésemos a echar unos futbolines, porque allí no había nada
que hacer y lo mejor era dejar solos a esos dos, ya me la pelaré yo esta noche sin
tanta ceremonia ni tanta hostia, dijo. Yo me cabreé con ellos en voz baja:

—No me seáis gilipollas, coño. ¿No habéis visto que ya le va a pegar al


whisky? Lo que hay es que tener paciencia, joder, y esperar un poco, ¿o creéis que
las cosas son tan fáciles? Venga, más ginebra, que los que tenéis que animaros sois
vosotros, que parecéis mi abuelo, ahí más callados que el copón. Y vas tú y le sales
con lo del Mundial, ¡vete a la mierda! Decidle cosas, hacedla reír, ¿no me veis a mí?

El José Carlos, por alusiones, tuvo al respecto un comentario de todo punto


impertinente:

—Sí, vamos, que contigo se está meando de risa la niña...

Le contesté que por lo menos yo hacía lo que podía y les mandé callar para
escuchar si el Juli y su prima hablaban o qué, arrimé la oreja a la boca del pasillo,
que hacía recodo, y nada, ni siquiera se oía que trajinaran con el hielo y tampoco
habían encendido luz alguna, el José Carlos iba a llevar razón, qué par de odiosos.
Entonces escuché risas sofocadas a mi espalda y era porque el Paco, sentado en el
sofá, había vuelto a sacarse la pinga y le hacía adiós con la mano, gracieta que, de
pronto, me inspiró un posible afrodisiaco y una pequeña venganza. Tomé el vaso
de plástico que la Manme había dejado en la mesa, me la saqué y la mojé como un
churro en la cocacola con whisky.

—¡Pero qué pedazo de cabrón! —opinaron mis amigos, muertos de risa,


haciendo ascos con la cara, y sigilosamente se aproximaron y también mojaron sus
churros en la bebida de la nena. Después volvimos a nuestros puestos en la escena.

La Torroja ya estaba con allí me colé y en tu fiesta me planté mientras


decidíamos quién iba a la cocina a ver lo que pasaba con esos, puesto que aquello
ya era mucho tardar, nos estábamos emborrachando y la Manme aún no había
probado ni una gota de trinqui, su Fortuna y el del Juli se consumían en el
cenicero, ¿para eso se los había dado a los muy desagradecidos, para que los
desperdiciaran así? Pero no hizo falta que fuese nadie, la Manme y el Juli ya venían
por el pasillo, ella riéndose y él diciendo que estaba tonta y riéndose también,
traían un cacharro con hielo. Se habían pegado el lote, no lo podían ocultar, la
Manme estaba colorada y supuse que nuestro amigo traía la erección sujeta con la
goma de los calzoncillos, como era costumbre cuando la querías disimular, si es
que su prima no se la había desempinado a mano, que también podía ser, con todo
lo que habían tardado.
—Hola —saludó la nena con coña—. ¿Os divertís?

—No tanto como vosotros —respondió el Fran con el arrojo de los tímidos.

—¿Habéis ido al Polo Norte a por el hielo o qué? —dije yo, mirando al Juli
como se mira a un traidor, pero él siguió sonriendo. La Manme nos echaba un
cubito en cada vaso.

—Es que a este se le ha pegado un cubito en los dedos y no se lo podía


despegar, no veas qué risa —dijo y se puso a canturrear mientras le ponía dos
hielos a su cubalibre. Lo agitó un poco y, menos su primo, todos la miramos beber
con el placer de los canallas. Un poco nos la estaba felando a los cuatro, un poco
sí... La nena hizo un gesto de desagrado, chasqueó la lengua y me dijo:

—Eh, tú, ¿no crees que te has pasado un poco con el aliño? —lo cual nos tiró
de risa al sofá, pataleando, ante el desconcierto de los dos primos. Yo, para
disimular, le dije que sí, que vale, que un poquito cargada sí que estaba su bebida y
que, como lo sabíamos, nos había hecho mucha gracia la cara que había puesto. La
Manme nos dedicó una mueca despectiva y se sentó en el mismo sitio que antes,
cogió lo que quedaba de su cigarro, cruzó las piernas en plan de mujer fatal,
enseñando muslo, y fumó mirando fijamente y con ojos de tunanta al Juli, a quien
le echó el humo de la forma más cinematográfica que pudo imitar. Se habían
puesto morados en un momento, maldita sea, más claro el agua.

La cinta de la hermana del Paco no era toda de Mecano, los había grabado
encima de un popurrí refrito y de pronto empezó a sonar esa cosa tan lánguida y
tristona, decir te quiero decir amor no significa naaaadaaaa, del Camilo Sesto. Fue
entonces cuando el Fran, quizá para deshacerse de su primera y última carta,
perder y largarse de una vez a los futbolines, antes de que los cerraran, se levantó
del sofá y, muy serio, extendió un brazo hacia la Manme, invitándola a bailar, las
palabras sinceras las que tienen valor son las que salen del aaaalmaaaa, y la
Manme se la cogió y se levantó, para pasmo de todos, seguramente porque era el
Fran, el más modoso, el más tímido y el más guapo después del Juli, y porque era
rubio y porque apenas se metía con sus tetas cuando se cruzaban por la calle, y en
mi alma naaaaceeeen solo palabras blancas preguntas sin respuestas llenas de
esperanza, al Paco, al José Carlos y a mí nos hubiese dicho que nanay, o bueno,
quién sabe, había que tener en cuenta que la Manme ya venía caliente de la cocina
y un arrimón no le vendría nada mal, cosa que hizo el Fran sin preámbulos, en
cuanto tuvo entre sus brazos a aquella jacona vestida de verde y cortito, un amor
como el mío no se puede ahogar como una piedra en el ríiiioooo... Nuestro amigo,
harto de ser el pusilánime de la pandilla, pretendía demostrarnos a todos cómo se
hacían las cosas: con decisión, sin zarandajas, de manera adulta, quien no arriesga
no gana. El Juli miraba a la pareja visiblemente incómodo, el Paco me daba con el
codo, sentado a mi lado en el sofá, como diciéndome que la criatura ya estaba en el
bote, y el José Carlos solo veía su escopeta de aire comprimido danzando
lentamente en mitad de aquel comedor empapelado de marrón, yo creo que el
pobre ni siquiera pensaba ya en lo inmensamente feliz que la Manme podía
hacerle, no se podía estar más arrepentido que él por un trato cerrado a locas
debido a la excitación del momento. Cuando las manos del Fran, cada vez más
confiadas, buscaron el culo de la Manme, al tiempo que empezaba a besuquearle el
cuello, lo vi venir, lo presentí: el rechazo, el ¡qué haces, subnormal!, la vergüenza y
la frustración de nuestro audaz e impaciente amigo. Y sin embargo, no ocurrió, no
ocurría, no estaba ocurriendo, el Fran había triunfado, habíamos triunfado todos,
la cosa estaba hecha, un amor como el mío no se puede acabar ni estando lejos te
olviiiidoooo, después la nena bailaría con los demás, ¿qué después?, ahora mismo,
por esa pieza del Camilo Sesto podíamos ir pasando todos, uno por uno, ¿qué uno
por uno?, los cuatro a la vez, el Paco, el José Carlos, el Fran y yo abrazados a la
Manme y restregándonos cada uno por nuestro lado, metiéndole mano a destajo,
desnudándola. El Juli ya había tenido bastante en la cocina, o dondequiera que se
hubieran dado el filete, pero que se uniera también si le apetecía y encontraba sitio.
Y no se puede quemaaaar porque está hecho de fuego ni perder ni ganaaaar
porque este amor no es un juego. Ya me iba a levantar yo para intentar el cambio
de pareja, o el trío, o lo que fuera, la orgía, la orgía, cuando la Manme,
tranquilamente, aunque con la cara hecha un capote de grana y oro y los ojos muy
brillantes y así como hervidos, se despegó con suavidad del Fran, quien durante
un instante continuó abrazado al cuerpo que ya no tenía y con la pirámide
instalada en los pantalones del chándal.

—Chao, muchachitos, ha sido un placer —se despidió, agitando los dedos, y


se largó sin más, ni siquiera con un portazo de la puerta del piso, que hubiera
estado bien, lo normal, y allí nos quedamos los cinco, mirándonos unos a otros
como se miran los descalificados y con la jovencísima testosterona desconcertada.
Pasó un minuto, tal vez más, dos o tres minutos, antes de que el Paco rompiera
aquel silencio de idiotas burlados:

—¿Será calientapollas la muy asquerosa?

Y yo:

—Pedazo de puta.
Y el Fran:

—¿Pero qué le ha pasado?

Y el José Carlos:

—Tú sabrás lo que les has hecho, mamón.

—Se ha dado cuenta de todo —se temió el Juli—. Verás mañana cuando me
pille a solas, verás. Desde que ha entrado se ha olido la trampa.

—No, hombre, tranquilo —le dijo el Paco—, cuando mañana tu prima te


pille a solas os pegaréis otro fregado como el que os habéis pegado en la cocina,
cabronazo.

—Traidor, Judas —le dije yo—. Aquí el único que ha comido carne otra vez
has sido tú, y el plan no era ese. Has jugado sucio, Juli, me cago en tus muertos.

—Pero si solo han sido unos besos —reconoció él, y que a ver qué culpa
tenía de que la Manme se le hubiera puesto juguetona—. Eso después de haberme
echado la bronca por haber dejado que os quedarais.

—Podías haber aprovechado para insinuarle algo de nosotros —le reproché


—, ya que la tenías caliente, joder, aunque solo hubiera sido que mira tú qué pena
de esos pobrecillos, Manme, ¿por qué no les haces algo y se van tan contentos? —y
que no sabía yo qué coño tenía él que no tuviéramos nosotros para que la nena
estuviese tan encoñada.

—Sí, hombre, le digo eso y me mata —protestó el Juli.

—¡Calzonazos! —dijo el Paco.

—Has traicionado nuestra amistad, Juli —sentenció el Fran, quien, no


obstante, estaba feliz con el minuto escaso que había durado el filete con la
Manme. Sentado en uno de los sillones del tresillo, el Fran miraba al techo con cara
de ensueño y un cigarro colgándole de la boca—. Qué tetas, nenes, qué culo, qué
bien olía, no sabéis lo que es tener esas tetas aquí pegadas, bueno, tú sí, Juli,
cabrón, qué duras, qué calorcito, yo creo que no llevaba sujetador —y se acariciaba
con codicia el pecho y el bulto de los pantalones.

—Eso es, tú danos todavía más por culo, hijoputa —le dijo el José Carlos,
quien se había enganchado definitivamente al bote de Moussel (de Legrain, París)
y no lo soltaba, los ojos ya entrecerrados y acuosos.

Tomamos todos asiento, bebidas, tabaco, y mientras el Fran terminaba de


faltarle al Sexto todo estirado en el sillón, cambiamos al Sesto por Los Chichos, yo
le dije Farruquito mío ven con papa él me dijo papa no que yo me voy con Rete, e
iniciamos un debate acerca del extraño comportamiento de las mujeres, que
estaban tan salidas como los hombres, según concluimos, pero había que reconocer
que la que cogía fama de pelleja ya no se la quitaba nunca, por eso se comportaban
así, como monjas, siempre guardándose, aunque ganas de marraneo tenían las
mismas y pajearse se pajeaban igual, si es que lo que ellas practicaban podía
llamarse hacerse una paja, término cuyo origen o etimología, junto a los de hacerse
una gallarda y hacerse una manuela, ocupó buena parte de nuestro coloquio
borracho. El Fran, ajeno, gemía y no paraba. Porque pelársela y meneársela estaban
más claros, no así cascársela, ¿de dónde vendrían esas expresiones? A saber, quizá
de los tiempos de los Reyes Católicos o por ahí. El Paco nos dijo que él había oído
que a las pajas de las tías se les llamaba hacerse una española, pero no lo creímos y
además nos reímos de él. Hacerse un dedo, había oído yo, y eso convenció algo
más, tenía su base, ellas usaban los dedos, pero española..., ¿qué era eso de
española?, ¿acaso las noruegas se hacían noruegas, las italianas italianas y las
chinas chinas?, ¿o es que las pajas de las tías eran un invento español? Las mujeres
se toquetean el potorro y se acabó, atajó el José Carlos y nos arrancó la carcajada a
todos, incluido el Fran, al que no le venía y parecía tener la mano eléctrica. El José
Carlos nos contó el caso de un padre de familia, medio tío suyo, que le abrió la
cabeza y le rompió un brazo a su hija de ocho años tras pillarla tocándose el chichi,
y luego el de un gordo retrasado mental que había palmado de tanto cascársela, un
pajicida, su madre se lo había encontrado muerto y con la picha en la mano,
sentado en el váter, y que le hicieron la autopsia y vieron que la muerte había sido
porque los tuétanos de los huesos se le iban con los gustos. Por aquellos años aún
planeaba, al menos en mi barrio, el pajarraco de la ceguera, los granos, el
reblandecimiento del cerebro y de los huesos, los pelos en las manos y todos los
efectos nocivos que conllevaba la masturbación, los cuales no eran nada probables,
pero sí muy posibles, algo malo tenía que tener eso de darse tanto placer uno
mismo, a cualquier hora y en cualquier sitio.

—¡Ya, joder, ya, joder, ya, ya, ya, ya...! —clamó el Fran con los ojos vueltos.

El Juli le dijo que como manchara el sillón lo iba a limpiar con la lengua.
Un breve momento y una larga noche

Manuel VILLAVERDE

Nació en La Habana y reside en Miami. Es médico de profesión y tiene


publicada la novela Una escalera al cielo con Alexandria Library.

Volvió a su casa después de haber probado el agridulce sabor de la noche de


Miami.

Fue a un restaurante peruano. La rústica construcción de piedra con


travesaños de madera oscura le hacía sentirse en ambiente, y el ceviche estaba de
moda. En la vida hay que buscar la aventura, el riesgo a como dé lugar, comer
pescado crudo con zumo de limón, sal, pimienta y ajo. Es un riesgo alto para un
país obsesivo compulsivo, por eso el sushi y las películas de acción también son
populares. En Perú el ceviche se come de día y con cerveza o pisco sour, pero no en
Miami: en Miami se come a cualquier hora y con mojito, también cerveza. Terminó
su plato, pagó y dejó una generosa propina; era su manera de hacer caridad.
Prefería dejarle el dinero a quien le servía y no a quien desconocía, aunque se
muriese de cáncer. Igual se consideraba piadoso.

Manejó hacia una abierta y ruidosa cafetería cubana para saborear el


cortadito con la leche evaporada de rigor y terminó en un lounge con música
“house”, sorbiendo un vodka con jugo de arándanos. Le gustaba Miami, podía
viajar de un país a otro sin necesidad de sufrir aduanas pero al final, no lo sabía ni
lo hubiese aceptado aunque se lo hubiesen dicho, no había salido de un viejo y
aburrido balneario.
La soledad se iba convirtiendo en una pesada rutina soportable, sin embargo
no dejaba de pincharle el costado como si fuese un buey del que dependía que la
carreta de ansiedades que tanto le pesaba llegase a su inexistente destino. No
obstante, se sentía un tiburón en su Caribe, un león en su sabana, el dinero entraba
sin mucho esfuerzo y una legión de ignorantes hacía lo que tenía que hacer para
que el mundo fuese cada vez más cómodo. De todas maneras, la constante
presencia de alguien a su lado podía ser un fardo muy pesado, más pesado que la
soledad, así que la compañía temporal seguía siendo su mejor opción.

La barra estaba llena de aspirantes. Brillaba húmeda y cristalina. Sonreían,


libaban, conversaban por debajo del repetitivo sonido de la música. Todos eran
unos desaforados aspirantes, se medía con ellos y sin base clara pero rotunda y
suficiente, salía ganando. Paneaba el local con aquilinos ojos.

Una rubia muy nórdica pero de anchas caderas y senos firmes, sin una gota
de colágeno, con ropa cara y escasa, se le acercó. Su rostro ario era traicionado por
unos gruesos labios rojos, pelo rizo y unas curvas más congolesas que germánicas.
Le miró fijo a los ojos, como nadie se atreve a mirar en este pueblo, levantó su
transparente copa de cóctel que hacía juego con su iris azul, hasta justo el nivel de
sus párpados inferiores, sonrió mientras la bajaba nuevamente y cambió la vista.
Dejó la copa sobre la barra y se dirigió a los baños. Él la siguió.

El vestido elástico dejaba ver sus nalgas como si caminase desnuda. Se


movían suavemente, como las gigantescas olas tranquilas de mar afuera, el pelo
chorreaba como agua en cascada, le pareció que era capaz de verlo crecer en ese
mismo momento. El vodka estaba bueno, se lo bebió de un trago y dejó el vaso
vacío en una mesa cualquiera, con disimulo aspiró un poco de cocaína y continuó
acercándose a ella, que al llegar a la entrada del baño para damas se volvió, le miró
fijamente y no fingió sorpresa:

—¿Vienes? —dejó que la palabra se deslizara por su boca, acariciadora.


Sintió que esos labios que habían presionado con tanta suavidad la palabra hacían
lo mismo en su miembro, que ya empezaba a despertar impaciente.

No dijo nada, tan solo avanzaba el espacio que le era permitido.

Se metieron en uno de los cubículos reservados para los inodoros. Corrieron


la elemental cerradura. Se besaron como si se conocieran de siempre, casi podían
sentir los golpes del pulso en la punta de las lenguas mientras se acariciaban sin
mucha saliva, él quería guardarla para lubricar la penetración que se venía con
certeza. Deslizó suavemente la mano por la cadera subiendo el vestido al mismo
tiempo; la piel era lampiña pero estaba erizada, temblaba más rápido que las alas
de un colibrí. Sus dedos buscaron en la entrepierna, no necesitaría baba y no había
ropa interior.

Sintió una suave y experimentada caricia en su pene, en sus testículos, ya


tenía los pantalones y el calzoncillo por las rodillas y no se había enterado de cómo
habían llegado allí. La rubia bajó rápida, no necesitó pedirle nada. No le
defraudaron los carnosos e incitantes labios que habían sabido despertar su deseo
con tan sólo pronunciar una palabra. Le apretaban suavemente el glande mientras
la lengua le hacía cosquillas por abajo, la sentía llegar desde la punta hasta la base
y volver. La excitación era mucha, comenzó a lubricar como quinceañera, ella supo
que era el momento de parar, subió, le agarró suavemente por los pelos mientras
presionaba levemente hacia el mediodía de su cuerpo.

Sintió el olor de las ganas, el perfume de la verdad y la mentira, del


comienzo y el fin, la esencia del universo. Los suaves y meticulosamente cortados
vellos del pubis le rozaron la cara, su lengua buscó ansiosa la delicada
protuberancia, sus labios fueron absorbidos en un cálido abrazo por otros labios
mayores y menores, hinchados, reales, vivos… succionó la carne… sintió como de
la vagina salía un líquido con olor a almidón, pegajoso, áspero, quemante, que le
llenaba la boca, le irritaba la garganta, que se le secó en la piel de la cara sin
habérsela mojado. Tenía el sabor de la pólvora, del enemigo, de una mordida y un
puñetazo, y en ese mismo momento eyaculó en un mínimo, imperceptible espasmo
de algo que debió ser placer y fue nada, mientras perdía completamente la erección
y del estómago le venía una agria y seca arqueada.

Se separó tosiendo, cayó contra la puerta que no le soportó y se abrió


completamente, dejándole dar a todo lo largo contra el piso del baño. Miró,
desorientado, herido, asqueado, sin querer preguntar, sin querer saber pero
sabiendo, a la rubia voluptuosa que sonreía provocadora con las piernas abiertas y
la mirada enajenada, mientras se frotaba el clítoris y los labios todos con el semen
ajeno y fresco que todavía brotaba de sus entrañas, y la saliva suya. Se retorcía
recostada contra el tanque del inodoro y la pared. Él sintió nauseas y vomitó.

Corrió llorando de impotencia y susto, no entendía nada.

Pensó que lo sabía todo, que lo podía todo por haber conseguido una
empresa de dudoso éxito que le permitía más días de descanso que a la mayoría,
donde podía emplear a inmigrantes recién llegados a los que convencía de que
ganar en efectivo menos dinero de lo que la ley obligaba como pago mínimo era lo
mejor para ellos, así no tenían que ganar más en el momento de declarar los
impuestos, todo muy enredado pero muy claro.

Pensó que era un dios postmoderno depredando en su Olimpo subtropical,


pero se había equivocado. Era tan sólo un imbécil más, pero con menos escrúpulos.
Seguiría sin saberlo y de todas maneras no lo hubiese aceptado aunque se lo
hubiesen dicho.

Se lavó la boca con agua, con vodka, con ron, con su propio orine, pero
seguía quemándole. Lloraba.

Nunca más sería el mismo. Alguien tendría que pagar por su estrepitosa
caída, no podría olvidar la sonrisa de placer de la rubia que se venía sin importarle
que él yaciera herido en el piso de un baño público.

Volvió a su casa después de haber probado el agridulce sabor de la noche de


Miami.

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