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XI

LA CONTRIBUCIÓN DE LA HISTORIA
A UNA MEMORIA JUSTA*

El presente trabajo intenta ofrecer algunas reflexiones acerca de los


muchos sentidos del olvido. Es lugar común presentar al olvido como
reverso de la memoria, pero ya Agustín en el libro XI de sus Confesio-
nes había alertado sobre la aporía que se esconde en la oposición entre
el olvido y el recuerdo: no es acaso, nos dice Agustín, que «para no ol-
vidar está el olvido en mi memoria?». El olvido es el recuerdo de una
ausencia, «no conozco el olvido sino acordándome de él». No puedo
nombrar al olvido si no lo tengo presente en la memoria, sólo así puedo
iniciar el trabajo de recuperar lo ausente. El conocimiento del olvido es
condición de posibilidad de la recuperación de lo olvidado. Esto lo sa-
bían muy bien los griegos, para los que vida y olvido se hallaban inex-
tricablemente unidos: es el alma que se reencarna en una nueva vida la
que «olvida» las verdades primordiales al pasar por el Leteo. De allí
que el verdadero aprendizaje consista en el esfuerzo por recordar lo ol-
vidado: sólo los dioses y unos pocos elegidos no aprenden, puesto que
no olvidan. «Para aquellos que han olvidado, la rememoración es una
virtud, pero los perfectos no pierden jamás la visión de la verdad y no
tienen necesidad de recordarla», así dice Platón en el Fedón. Es el ol-
vido el que induce el trabajo del recuerdo.
Cuando en 1913 «La consagración de la primavera» de Stravinsky
fue ofrecida por primera vez en París, provocó un inmenso escándalo.
Tocada ochenta y siete años más tarde, el 7 de julio de 2001 en el Fes-
tival de Israel, le valió a la Sinfónica de Berlín y a su director, Daniel
Barenboim, una ovación. El escándalo vendría un poco después cuando

*
Este trabajo fue presentado en la Mesa Especial «Historia y Memoria» coordinada
por la Dra. Dora Schwarzstein. La Mesa se realizó en el marco de las VII Jornadas Inte-
rescuelas y Departamentos de Historia, Salta, 19 al 22 de septiembre de 2001.

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Barenboim –argentino, nacionalizado israelí y radicado en Berlín– ofre-


ció en el mismo escenario dos extractos de la ópera de Wagner, Tristán
e Isolda. Las ejecuciones públicas de Wagner han sido extraordinaria-
mente raras en Israel por estar asociadas a un autor fuertemente antise-
mita cuyas obras sirvieron de trasfondo sonoro a las pompas del na-
zismo. Las condenas a la actitud de Barenboim por parte de políticos,
organizadores del Festival y asociaciones de deportados no se hicieron
esperar. Sin embargo, Barenboim no se mostró arrepentido: «olvidar a
Wagner es concederle la última victoria a Hitler», afirmó.
A principios del siglo V a.C., Frínico representa frente a los ate-
nienses su tragedia «La toma de Mileto». Así nos lo relata Herodoto:
«Muy diferentemente obraron los de Atenas, quienes, además de otras
muchas pruebas de dolor que les causaba la pérdida de Mileto, dieron
una muy particular en la representación de un drama compuesto por
Frínico, cuyo asunto y título era la toma de Mileto; pues no sólo pro-
rrumpió en un llanto general todo el teatro, sino que el público multó
al poeta en mil dracmas por haberle renovado la memoria de sus males
propios, prohibiendo al mismo tiempo que nadie en adelante reprodu-
jera semejante drama» (Historiai, VI, 21). Luego del alzamiento de las
ciudades jónicas, en el 494 a.C., Mileto cae en poder de los persas. Los
atenienses condenaron al olvido una obra, que les recordaba sus des-
gracias, de quien se considera al primero de los grandes trágicos.
En el pensamiento occidental, «lo universal» siempre ha ocupado
un lugar de privilegio con relación a lo «particular». El desprestigio
de lo particular se encuentra en el nacimiento mismo del moderno
concepto de historia. Ya Voltaire lo dijo en el siglo XVIII: la historia
debe ser escrita por filósofos pues son éstos los que pueden discernir
lo universal, el sentido, el «espíritu de los pueblos» de la masa caó-
tica de los hechos del pasado. El mismo desprecio por lo particular se
encuentra en la descalificación de la suprema ley de Ranke: «presen-
tar estrictamente los hechos, por más contingentes y poco atractivos
que sean» (Historias de las Naciones Latinas y Germanas desde
1494-1514). Quisiera, en lo que sigue, mostrar la interacción, muchas
veces solapada, entre lo universal y lo particular presente en la rela-
ción entre la memoria y la historia.
El sentido de la condena al recuerdo, es decir, el sentido del olvido
es el mismo en uno y otro de los ejemplos antes mencionados. Para-
fraseando a Aristóteles podemos afirmar que el «olvido y el recuerdo
se dicen de muchas maneras». Y quisiera señalar esto en una época
en donde el culto por la memoria se ha traducido en el imperativo:
¡no olvides! «No olvides a Yavé» se exhorta en la tradición judía, «no
olvides la lucha de clases», ordena Mao Tse Tung, «no olvides a Wag-
ner» dice Barenboim, [...] «no olvides a la AMIA», «no olvides a Ca-
bezas», «no olvides el triple crimen», podríamos agregar dentro de

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nuestro contexto. Pero la pregunta es, cuando se ordena no olvidar


[...] qué es lo que se pide recordar? ¿Qué acontecimientos recordar de
Yavé? ¿Qué, de Wagner? ¿Qué, de la AMIA? Quisiera adelantarles
una posible respuesta: el «no olvides» no tiene efecto si el contenido
del recuerdo no se transforma en enseñanza a transmitir. La condena
al olvido presente en la exhortación se dirige a resguardar lo que To-
dorov denominó memoria ejemplar. Es el recuerdo como exemplum
lo que se intenta rescatar para transmitir al futuro.
Yerushalmi fue muy claro al respecto: «todos los mandamientos y
órdenes de recordar y de no olvidar que se dirigieron al pueblo judío
no habrían tenido ningún efecto si los ritos y relatos históricos no se
hubiesen convertido en el canon de la Tora» (Los Usos del Olvido,
19). La Tora contiene el sistema de valores de la halakhah, la Ley.
Los relatos históricos presentes en la Tora y transmitidos por la tradi-
ción constituyen lo que es preciso saber para actuar correctamente, se
constituyen en modelos de los valores a enseñar. No olvidar a Yavé
encierra, entonces, el mandato de conservar el conjunto de ritos y
creencias que son los marcos de sentido de la vida del pueblo judío.
La misma función tienen los mitos presentes en la épica y la trage-
dia griegas. El mito era su gran maestro en todas las cosas relativas al
espíritu. Con él aprendían la moralidad y las reglas de conducta, las vir-
tudes de la nobleza, el criterio del justo medio y la amenaza de la hy-
bris; de él sacaban información sobre la raza y la cultura e incluso la
política. El mito otorga a la tragedia y a la poesía la «capacidad de abra-
zar todo lo humano» (Jaeger, Paideia, 226). De allí el famoso rechazo
aristotélico de la historia contenido en el libro noveno de la Poética:
«La poesía es más filosófica y de mayor peso que la historia, pues la
poesía habla de aquello que es universal, la historia de lo que es parti-
cular». El pasado como paradigma, como exemplum, es una cosa; su
estudio sistemático, es otra. La historia nos dice sólo lo que Alcibíades
hizo o sufrió, no nos descubre aletheia, verdades, el sentido universal
de las cosas. De allí que Frínico fuera multado con mil dracmas y su
tragedia condenada al olvido: sólo representaba en escena los aconte-
cimientos, ta kaká, las desgracias. El control griego sobre la memoria
cívica fue burlado por Herodoto que rescató a Frínico del olvido.
Igual exhortación al universal encierra la rebeldía de Bareinboim
en la ejecución de la obertura de Tristán e Isolda en el Festival de Is-
rael. Que Wagner fuera un antisemita, que su música fuera utilizada
por los nazis son acontecimientos («desgracias» en el sentido griego)
que es función de la historia rescatar, pero su música constituye una
adquisición universal del arte. La ejecución de Tristán e Isolda se erige
en apelación para que los judíos recuerden lo universal de Wagner, su
música; por sobre lo particular, el hombre. De otro modo, Hitler, a tra-
vés de una asociación casi pavloviana, habrá ganado la partida.

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Pero pareciera ser que, contrariamente a lo expuesto anterior-


mente, algunas apelaciones a «no olvidar» apuntarían a recordar las
desgracias, lo que los griegos designaban «el desorden de la ciudad».
¿Qué, sino desgracias, constituyen acontecimientos como la AMIA, el
asesinato de Cabezas o el triple crimen encerrados en el exhorto a la
rememoración? Sin embargo, la prohibición de arrojar dichos acon-
tecimientos y, como tales, particulares, al olvido encierra un manda-
miento ético que apela a un universal incumplido: la justicia. Los
contenidos particulares a los que se dirige el recuerdo se transforman
en referentes oblicuos del universal ausente. Se convierten en símbo-
los negativos al remitir a la ausencia del valor. El imperativo moral
contenido en la apelación a no olvidar es portador, en estos casos, de
la exigencia de transformar las situaciones particulares mentadas en
exempla, de los que se puede extraer una lección. El pasado se con-
vierte, así, en una lección digna de ser transmitida a las generaciones
futuras. Los grupos construyen de este modo sus identidades, me-
diante una selección activa de situaciones particulares que encarnan
los valores que interesan transmitir.
Pero volvamos a Grecia. Herodoto escribe sus Historiai en un mo-
mento en donde los griegos sabían más de su pasado remoto a través
de los mitos de lo que les había acaecido en el pasado reciente. De los
acontecimientos narrados en los mitos y representados por los poetas
trágicos obtenían las enseñanzas a seguir. Herodoto cumple, simple-
mente, con el dictum aristotélico: relata, en el libro VI, los aconteci-
mientos particulares que concluyeron con la toma de Mileto acaecida
dos generaciones anteriores. La condena de la Asamblea griega la re-
cibió Frínico. Por aquella época, mito y poesía eran los guardianes de
la memoria cívica. A mediados de 2000 se publica la edición polaca
de «Los vecinos» escrito por Jan Tomasz Gross, sociólogo y figura lí-
der entre los «nuevos historiadores» de Polonia. El libro relata la ma-
sacre de 1.600 judíos, hombres, mujeres y niños, que fueron quema-
dos vivos encerrados en un galpón en el pueblo de Jedwabne. No
fueron los soldados nazis los que perpetraron el crimen sino que fue
instigada por éstos, la propia comunidad (los vecinos) de Jedwabne
la que lo cometió. La condena al libro no se hizo esperar, provino de
diversos ámbitos: periodistas, religiosos, intelectuales. Sin embargo
la investigación histórica basada en un exhaustivo análisis de fuentes
contradecía, sin márgenes ambiguos de ninguna especie, la imagen
que de sí mismos los polacos habían cultivado: una nación que fue la
eterna víctima inocente de las rapacidades de sus vecinos, tanto del
este como del oeste. El «mito polaco» ha enseñado a varias genera-
ciones que su nación se rehusó a colaborar con los nazis durante la
Segunda Guerra Mundial. El libro de Gross simplemente se limitó a
narrar lo que acaeció en Jebwabne un día de 1941, refirió lo particu-

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lar, tal como señalara Aristóteles. El debate se abrió. Casi un año des-
pués de la publicación del libro y a sesenta años de la masacre, el 10
de julio de 2001, el presidente polaco Aleksander Kwasniewski pidió
perdón público por el crimen cometido. La placa recordatoria que
marcó el lugar durante décadas y que decía «Alemanes Nazis» fue re-
movida. El «olvido» deliberado no podía ser ya más sostenido.
Que yo pueda decir que soy la misma persona se explica, según
Locke, en términos de lo recordado, es decir, de mi memoria. Sin em-
bargo, conocer ciertas revelaciones sobre el pasado –los que yo creía
mis padres, en realidad, fueron los perpetradores del asesinato de mis
padres verdaderos, por ejemplo– obliga a reinterpretar radicalmente
las creencias que de mí mismo y de los otros tenía hasta el presente
y, aunque mis recuerdos sigan siendo, en un sentido, los mismos, yo
ya no soy la misma persona. Dicha conversión es siempre conflictiva
y muchas veces, rechazada. Análogamente sucede con la vida de los
grupos. Conocer lo que «verdaderamente ocurrió en el pasado» es la
responsabilidad cognitiva de la historia, qué hacer con ello es asunto
de la esfera pública. Y quiero mantener adrede esta dicotomía en am-
bos niveles, aún a riesgo de pecar de ingenuidad. A ninguno de noso-
tros se nos escapa, y menos en las actuales circunstancias, que las po-
líticas públicas inciden, entre otras cosas, en la investigación de lo
«que realmente ocurrió». Sin embargo, el indudable impacto ético-
político que la historia del presente ejerce en la vida de los pueblos,
y el caso polaco es sólo un ejemplo de ello, ha oscurecido su función
esencialmente cognitiva. El temor a ser tildado de positivista ingenuo
y el excesivo cuidado por el velo ideológico que se escurre en la más
normal y aparentemente inocua operación cognoscitiva, inducen a
muchos historiadores a desechar la cáscara junto con el fruto. Las ca-
tegorizaciones de «singulares», «sublimes» o «traumáticos» que han
recibido los acontecimientos del pasado reciente han conducido a
cuestionar los métodos estándar que la historia posee para reconstruir
el pasado. Esta situación ha llevado a algunos a adoptar perspectivas
estéticas o psicoanalíticas en las representaciones historiográficas o,
en el peor de los casos, a declarar a los acontecimientos en cuestión
incognoscibles y, por lo mismo, imposibles de representar. Quizá, en
estas circunstancias, corresponda al historiador que debe reconstruir
acontecimientos que constituyen recuerdos de algunas de las genera-
ciones vivas decir simplemente qué ocurrió. Si dicho conocimiento
provoca la anamnesis de las desgracias recientes, o es utilizado para
pedir compensaciones por daños históricos sufridos o confronta a un
grupo con una identidad engañosa habrá la historia contribuido, a tra-
vés de lo particular verdadero, a la apelación universal de una me-
moria justa.

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