Está en la página 1de 6

CERTEZAS, DILEMAS E INTUICIONES

(Un austero bosquejo ontológico)

10 – NOCIONES (como producto de la lectura)

A - Conceptos
3. Sobre Estado, política y sociedad

Al cavilar sobre el actual poder económico-financiero global, sus privilegios, su


autoridad, sus vínculos, sus transacciones y tantos otros componentes de la lógica
de su organización sólidamente instaurada para ejercer su dominio, es casi
inevitable retrotraerse a principios del siglo XVII y recordar al poeta inglés John
Donne (1572-1631), quien a esbozaba la cuestión en brillantes imágenes poéticas:
“Todo está en pedazos, la coherencia se ha ido, carece de toda provisión justa y de
toda relación”. Algo similar a lo que subrayaba su contemporáneo, el filósofo inglés
Thomas Hobbes (1588-1679) que, angustiado ante una sociedad compuesta por
hombres rapaces, egoístas y competitivos embarcados en una guerra constante de
todos contra todos, consideraba que la comunidad política “sólo es aceptada por las
razones más anticomunitarias: es el único modo de proteger a cada uno frente a
una anarquía que llevaría a la ruina de todos. Pero, en la realidad, esta autoridad
política está dominada por una élite, a la cual sirve de instrumento contra las
mayorías”.
La naturaleza humana que describía Hobbes no era eterna, sino resultado del
naciente nuevo orden capitalista. Como lo señala el filósofo político canadiense
Crawford B. Macpherson (1911-1987) en su “The political theory of possessive
individualism. From Hobbes to Locke” (Teoría política del individualismo posesivo.
De Hobbes a Locke), “en las sociedades tradicionales como el feudalismo, la
mayoría de la gente estaba satisfecha con la situación social en que nacieron y la
competencia se limitaba generalmente a los nobles y a los clérigos; de modo que, a
lo que realmente se refería Hobbes, era al ‘hombre nuevo’ que el capitalismo estaba
creando en el siglo XVII”. Esa teoría medieval de la sociedad terminó de
resquebrajarse cuando el antes citado filósofo, economista, sociólogo e historiador
escocés David Hume planteó que sólo eran ciertas aquellas proposiciones que
podían verificarse empíricamente, un criterio que aplicó a las categorías
tradicionales del pensamiento socavando así algunas ideas perennes como la ley de
causa y efecto. Podría uno describir, dice Hume, “la forma en que un hecho sigue a
otro, pero ello no prueba que exista vínculo alguno entre ambos hechos”. En la
visión de Hobbes, el hombre político y el hombre económico estaban empeñados
en un conflicto permanente, uno frente al otro; en el concepto de Hume, se hallaba
totalmente privado de sus viejas verdades.
El filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), aunque idealista, era consciente de
las circunstancias históricas que habían provocado la crisis. No era producto sólo
de cierta incertidumbre filosófica, también tenía sus raíces en la estructura del
propio sistema capitalista. Como lo señaló el sociólogo húngaro György Lukács
(1885-1971) en “Geschichte und klassenbewusstsein” (Historia y conciencia de
clase) al analizar el contexto en que Kant desarrolló su obra, “el capitalismo era el
tipo de sociedad más racional que había existido nunca, ya que en él cada aspecto
de la vida estaba cuantificado para producir más. Por otra parte, la economía
capitalista -como ella misma lo había reconocido orgullosamente- no tenía ningún
principio rector consciente; por lo contrario, confiaba en la mano invisible del
mercado, que supuestamente canalizaba todas las ambiciones privadas hacia el
bien común”. La vida intelectual capitalista de entonces era, pues, particularmente
esquizofrénica. El sistema era cada vez más científico en cuanto a los detalles, pero
más irracional en cuanto a la totalidad, y cada periodo próspero de producción
acababa en una crisis inexplicable. Es más: el capitalismo idealizaba su propia
atomización, alegando que su obra maestra era la división de la sociedad en
individuos aislados que competían entre sí. Dadas las condiciones políticas y
sociales en que fueron definidas, resultaba difícil para Kant aceptar las premisas de
semejante sociedad, descubrir en ella algún principio de coherencia.
Fue Hegel quien buscó una salida de este callejón y en sus escritos ilustró cómo el
pensamiento social y el pensamiento metafísico pueden estar íntimamente
relacionados. Rechazó la “sociedad asocial” de Kant y de Hobbes en que los
hombres eran, cada uno, el límite de la libertad del otro, y en la cual los derechos de
un individuo están circunscritos por los de su vecino. En la política, insistió, “deben
existir conexiones vivas”. El pensamiento de Hegel estaba impregnado del
movimiento del cambio y de la idea de nuevos tiempos por venir. "No es difícil -
escribió en su “Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu)-
entender que nuestro tiempo es un tiempo de nacimiento y de transición hacia un
nuevo periodo", y fue esta conciencia la que le hizo celebrar las interconexiones
vivas entre las ideas y la realidad y entre los hombres. Incluso en su radicalismo
juvenil vio a la Revolución Francesa como un triunfo de sus propias ideas más que
de sus revolucionarios, lo que no quita que fuera el primer filósofo que captara la
esencia de la realidad en el cambio histórico y en el desarrollo de la conciencia de sí
mismo del hombre. El desarrollo en la historia significaba desarrollo hacia el
concepto de libertad. Pero, después de 1815, la inspiración de la Revolución
Francesa feneció en la apatía de la Restauración. Hegel era demasiado tímido
políticamente, y estaba, en sus últimos años, demasiado afincado en los núcleos
rectores de su sociedad, como para introducir ningún significado concreto en las
proposiciones metafísicas.
No coincide con esta apreciación Edward H. Carr (1892-1982) en su “What is
history?” (¿Qué es la historia?). Para el historiador británico, “Hegel revistió su
absoluto con el manto místico de un espíritu mundial, y cometió el error cardinal
de abocar el curso de la historia a su fin en el presente en vez de proyectarlo en el
futuro. Reconocía en el pasado un proceso de evolución continua, y se lo negó al
futuro de modo incongruente. Los que, desde Hegel, han reflexionado más
profundamente acerca de la naturaleza de la historia, han visto en ella una síntesis
del pasado y del futuro”. En ese sentido podría incluirse al historiador francés
Alexis de Tocqueville (1805-1859) que, a pesar de no haberse liberado nunca del
lenguaje teológico de su tiempo dándole a su absoluto un contenido demasiado
estrecho, percibió sin embargo la esencia del problema. En su obra “De la
démocratie en Amérique” (De la democracia en América), después de aludir al
desarrollo de la igualdad como fenómeno universal y permanente, afirmaba que si
“se llevase a los hombres de nuestro tiempo a concebir el gradual y progresivo
desarrollo de la igualdad como pasado a la vez que futuro de su historia, este solo
descubrimiento revestiría dicho desarrollo del carácter sagrado que para ellos tiene
la voluntad de su amo y señor”.
Hegel aportó la notación, pero no le dio contenido práctico. Así, aunque hostilizó la
atomización de tantos aspectos de la vida y del pensamiento de la era capitalista,
también él, al fin de cuentas, creyó en una mano invisible. De hecho, incluso es
posible que literalmente haya adoptado el concepto de las "astucias de la razón" a
partir de la visión que tuvo el economista escocés Adam Smith de la milagrosa
armonía de la competencia capitalista: “El individuo es guiado por una mano
invisible para la consecución de un fin. El punto más importante de la actividad
económica es el interés individual. Cuando todos tengan interés individual en
alcanzar un mayor crecimiento y desarrollo, mayor será el bienestar público”. Es
que Hegel basó su concepción de la historia en términos de una necesidad lógica.
En su sistema, la marcha de la historia tiene como fin que el mundo tome
conciencia de sí mismo, como obra del espíritu. La “astucia de la razón” remite a la
idea de que la razón utiliza los intereses de los individuos para realizar sus fines;
aunque los individuos no formulan de manera consciente estos fines, los realizan
de todas maneras de manera no consciente, al perseguir sus fines particulares. Es
éste el aspecto que lo separa de Marx.
Karl Marx debe mucho a su precursor conservador. El autor de “Die klassenkämpfe
in Frankreich 1848 bis 1850” (Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850), que
compartía algunas de las inhibiciones de Hegel en cuanto a mirar hacia el futuro, y
que se interesaba sobre todo en arraigar firmemente su enseñanza en la historia
pasada, se vio compelido, por la naturaleza de su tema, a proyectar hacia el futuro
su absoluto de la sociedad sin clases. A diferencia de los utopistas, el autor de “Die
heilige familie” (La sagrada familia) no proyectó sus ideas sobre la realidad y
después trató de persuadir a Dios o a distintos príncipes, clérigos y banqueros de
que las llevasen a la práctica. Siguiendo la tradición hegeliana, insistió en que el
socialismo debe ser una tendencia visible y real del desarrollo social para que se le
pueda tomar en serio; pero difirió muy profundamente de Hegel -y esta diferencia
tiene una importancia infinitamente mayor que el contraste entre el materialismo
del uno y el idealismo del otro- en que sostuvo que "la historia no hace nada, no
posee riquezas colosales, no libra ninguna batalla. Es más bien el hombre -el
hombre real, vivo- el que actúa, posee y lucha. No es de ninguna manera la historia
la que utiliza al hombre como medio para llevar a cabo sus fines, como si se tratara
de otra persona; por el contrario, la historia no es más que la actividad del hombre
en persecución de sus propios fines”.
Michael Harrington (1928-1989), teórico político estadounidense, dice en su obra
“Socialism” (Socialismo) que, “por supuesto, Marx coincidió con Hegel en que los
actores históricos generalmente sirven a fines muy distintos de los que se
proponían; pero no se regocijó con ese hecho, como lo hizo Hegel: por el contrario,
propuso que se modificara, que se ayudara a los hombres a volverse, por primera
vez, verdaderamente conscientes y, con ello, a ser dueños de su propio destino”. Al
mismo tiempo, Marx pretendió haber resuelto esa contradicción entre “lo que es y
lo que debe ser” a la que antes se había enfrentado cuando era un joven estudiante
de filosofía. “La cuestión de la justicia, de la ética -de la utopía, si se quiere- no era
ya un tema teórico de discusión académica; se había convertido en una tendencia
de la realidad, y ahora los hombres, por primera vez en la historia, tenían la
oportunidad -y la obligación- de determinar libremente el contenido de su propia
naturaleza humana. La verdad no tenía por qué descubrirse mediante una
retrospectiva hegeliana del pasado: la verdad tenía que ser creada por una
revolución social que construyese el futuro”, agrega Harrington.
Fue así como, en medio de un debate filosófico que vibró con el estruendo de las
revoluciones de 1848, Marx no sólo logró entender los requisitos de la historia sino
también la necesidad de influir en ella. Con esto, definió una posibilidad, no una
fatalidad (aunque él mismo habló a veces de ella como si fuese inevitable). Para él,
la historia no estaba predestinada a ser socialista, pero los hombres ya podían
luchar para que así fuese. La posibilidad definida por Marx se había estado
elaborando durante más de dos mil años y, si se entendía cómo fue evolucionando
la utopía a través de los siglos, desde los desiertos de Palestina hasta las ciudades
industriales de Europa, se podía tener un criterio básico acerca del futuro
socialista. Una sociedad mejor no podía lograrse con los buenos deseos de profetas,
santos o filósofos, sino que requería de un determinado nivel de desarrollo
económico y, sobre todo, de la actividad consciente de millones de personas antes
de que pudiese convertirse en realidad.
En el pensamiento de Marx, esa transformación ocurriría en el momento en que la
concentración monopólica de los medios de producción -provocada por la propia
ley de la producción capitalista- se desembarazase de la “envoltura del
capitalismo”. Tal envoltura, obra de determinadas condiciones de la producción,
estallaría bajo la acción de las fuerzas productivas cuando estas estuviesen maduras
para pasar a la fase de la propiedad colectiva. Esto último sucedería cuando el
Estado -o sea, el proletariado constituido en clase dominante- concentrase en sus
manos las fuerzas productivas ya centralizadas por la evolución del capitalismo y
las transformase en propiedad del Estado; cuando la evolución de la producción
capitalista llegase a su término y el monopolio del capital se convirtiese en traba
para el modo de producción. De todas maneras, en los escritos de Marx no se
encuentra ningún pasaje que aluda a la posible utilización del poder estatal del
proletariado constituido en clase dominante para que éste acelere por sí mismo esa
evolución del capitalismo, para que haga progresar su desarrollo en el sentido del
Estado, para que continúe la obra del centralismo capitalista, esto es, la
concentración del capital, consecuencia -según Marx- de la ley de la producción
capitalista.
Por su parte Friedrich Engels (1820-1895), economista político alemán, estrecho
colaborador de Marx y coautor con él de obras fundamentales para el nacimiento
del socialismo científico, realizó un análisis en “Der ursprung der familie, des
privateigenthums und des Staats” (El origen de la familia, la propiedad privada y el
Estado) sobre la sociedad que reorganizaría la producción sobre la base de la
asociación libre e igualitaria de los productores y que relegaría todo el aparato
estatal al museo de antigüedades. Estas declaraciones, saludadas por el teórico
anarquista holandés Arthur Lehning (1899-2000) en su “Anarchisme et marxisme
dans la Révolution Russe” (Marxismo y anarquismo en la Revolución Rusa),
parecen estar en abierta contradicción con la práctica del marxismo-leninismo
puesta en marcha a partir de 1917. Para Lehning, “sólo es dable comprender tal
contradicción a la luz de la propia sociología del marxismo, del materialismo
histórico y de su método dialéctico”. Según Engels, el Estado es producto,
únicamente, de las condiciones económicas. En la sociedad primitiva -que no
conocía la existencia de clases- la división del trabajo hizo surgir antagonismos.
Además, la propia sociedad engendraba funciones bien determinadas que creaban,
en la división del trabajo, una rama particular; ésta se volvía independiente al
convertirse en fuerza pública, en Estado, que se oponía entonces a la sociedad
escindida en clases como un poder, que -aunque surgido de esa sociedad- se alzaba
por encima de ella, separándose cada vez más. Tal poder era necesario para
impedir que los antagonismos nacidos de los divergentes intereses económicos de
las clases destruyeran a éstas y, con ellas, a la sociedad.
Fue Engels quien puso en evidencia la distinción esencial existente entre la
doctrina marxista y las doctrinas socialistas anteriores: las doctrinas socialistas
anteriores a Marx no eran sino utópicas, la doctrina de Marx es científica. ¿Qué
representa una doctrina socialista utópica? se pregunta el antes mencionado
Althusser en “La philosophie comme arme de la révolution” (La filosofía como
arma de la revolución). “Es una doctrina que por una parte propone objetivos
socialistas a la acción de los hombres, pero que por otra está basada en principios
no científicos, principios de inspiración religiosa, moral o jurídica, es decir, sobre
principios ideológicos. La naturaleza ideológica de su fundamento teórico es
decisiva, pues repercute sobre la concepción que toda doctrina socialista utópica se
haga, no solamente de los fines del socialismo, sino también de los medios de
acción a emplear para obtener esos fines. La doctrina socialista utópica define así
los fines del socialismo, es decir, la sociedad socialista del porvenir por categorías
morales y jurídicas; habla del reino de la igualdad y de la fraternidad de los
hombres y traduce estos principios morales y jurídicos en principios económicos
tan utópicos como los anteriores, o sea ideológicos, ideales e imaginarios: por
ejemplo, el reparto integral de los productos del trabajo entre los trabajadores, el
igualitarismo económico, la negación de toda ley económica, la desaparición
inmediata del Estado”.
Algunos pasajes de los escritos de Marx y Engels en los que expresan que la meta
final es la sociedad sin Estado y sin clases ya que en la sociedad socialista, no habrá
poder político propiamente dicho porque ya no habrá clases que oprimir y los
antagonismos de clase serán suprimidos, parecen expresar una concepción
anarquista de la meta final hacia la cual se encamina la evolución de la sociedad.
Así lo entendió el ya mencionado Lehning cuando afirmó en la obra antes citada
que, tras la revolución de 1917, los bolcheviques no sólo lucharon por realizar las
condiciones favorables al capitalismo burgués, sino que -aún más-, asumieron las
tareas de la burguesía. En vez de un gran número de capitalistas, apareció un
capitalista gigantesco: el Estado bolchevique. “Lo indefendible de la hipótesis
acerca del nacimiento del Estado y, sobre todo, el rechazo de la utopía marxista de
la supresión del Estado por el desarrollo dialéctico del proceso de producción dan
lugar a una posición totalmente diferente en la cuestión del paso al socialismo, es
decir, a la sociedad sin clases y sin Estado, como con razón se la denomina. El
socialismo anarquista considera que la historia, indiscutiblemente, es la historia de
la lucha de clases y reconoce, con Marx, que el deber del proletariado es suprimir
los antagonismos de clase, luchando contra la clase capitalista para destruir el
monopolio de su poder económico. Pero este monopolio sólo ha podido existir por
obra del monopolio del poder, esto es, por la fuerza organizada como Estado, que
primero dio nacimiento a aquél y que, en posesión de ambos monopolios, ha
cobrado un desarrollo cada vez mayor; de ahí la necesidad de destruir el monopolio
del Estado político, así como el monopolio económico”.
A los teóricos del Estado, de todas las tendencias, los anarquistas como Lehning
opusieron esta concepción: el Estado no es, en modo alguno, producto orgánico de
la sociedad, ni consecuencia de los antagonismos de clase, sino la causa de éstos,
algo con lo que coincidía el sociólogo y economista político alemán Franz
Oppenheimer (1864-1943) cuando en su “System der soziologie” (Sistema de
sociología) afirmaba que el capitalismo, si bien era "un sistema de explotación y los
ingresos de capital son las ganancias de esa explotación, la responsabilidad no
recae en el mercado libre sino en la intervención del Estado”. Oppenheimer
opinaba que existen dos maneras para hacerse de riqueza: una es el método de la
producción, generalmente seguida de intercambios voluntarios de los bienes
producidos (medio económico); la otra es la de la expropiación, por la violencia
ejercida por Estado, de la propiedad de otra persona (medio político). Para Trotsky,
“la propiedad del Estado no es la de ‘todo el pueblo’ más que en la medida en que
desaparecen los privilegios y las distinciones sociales y en que, en consecuencia, el
Estado pierde su razón de ser. Dicho de otra manera: la propiedad del Estado se
hace socialista a medida que deja de ser propiedad del Estado”.
A partir de lo dicho por Engels en “Herrn Eugen Dührings umwälzung der
wissenschaft” (La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring) o simplemente
“Anti-Dühring” en cuanto a que “el primer acto en que el Estado se manifiesta
efectivamente como representante de toda la sociedad -la toma de posesión de los
medios de producción en nombre de la sociedad- es, paralelamente, su último acto
independiente como Estado” y que la “intervención de la autoridad del Estado en
las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y se
adormecerá por sí misma”, para concluir que “el gobierno sobre las personas será
sustituido por la administración de las cosas. El Estado no será abolido; se
extinguirá”, los anarquistas vieron en la Revolución de Octubre una grave
contradicción. En ella, dice Lehning, se vio que “el monopolio capitalista de Estado
no era de gran provecho para todo el pueblo sino sólo para una fracción bien
determinada del pueblo: la que formaban quienes ejercían el poder en el Estado,
quienes tenían en sus manos el monopolio capitalista, la oligarquía partidaria que
se da el nombre de dictadura del proletariado. El Estado es siempre una
organización política al servicio de una clase dirigente. Es un Estado burocrático.
La clase dominante de ese Estado es el Partido, que mediante la dictadura y el
terror ejerce el poder en forma exclusiva”.

También podría gustarte