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Cielo, cielito nublado

-¿Sabe? No puedo dejar de pensar en las coincidencias. Servimos juntos,

con un Manuel como usted. En esa campaña todo fue improvisado menos la

valentía. El también terminó en desgracia. Y la desgracia de los dos tiene los

mismos dueños. Estamos en veredas políticas distintas compadre. Siempre lo

estuvimos. No comparto nada de lo que usted piensa, pero nos jugamos la vida

juntos por esta tierra y nuestras sangre tuvo el mismo color cuando se derramó en

el combate. Sólo ahora lo comprendo. Los aristócratas del dinero. Los soldados de

levita y galera negra, cuyo honor se vende al mejor postor. Envenenaron la mente

de Juan, lo manipularon, le inventaron una elección con un vuelo de sombreros.

Usted sabe cómo es, vanidoso, soberbio, no tiene cabeza y hoy cuando se negó a

recibirlo le conocí su lado cobarde. Perdónelo si puede hacerlo.

-Por lo menos a Belgrano la muerte se la mandó Dios. A usted lo

traicionaron todos compadre, hasta ese que se decía su amigo y también es mi

compadre, gaucho ladino que quiere ser rey. Mire las casualidades, también se

llama Manuel y son tres en esta historia. Usted era el mayor obstáculo en su

camino, manejó las cosas para sacarle del medio, le mandó un montón de

paisanos y de indios mal armados. No eran rivales para nosotros. Usted fue un alfil

que sacrificó en su calculada partida de ajedrez.

-Todos mienten Goyo, nadie quiere el bien de la patria, nadie quiere la unión

verdadera. A ninguno le conviene educar al gauchaje, para ellos valen menos que

una vaca. La avaricia y la vanidad los ciegan. Se creen superiores a todos y con

derechos sobre todos. Sólo les importa el poder y los negocios del poder. Tener el
poder absoluto. El cielo sabe que lo intenté, el cielo sabe que eso despertó su furia

y los hizo actuar. Van a comenzar un baño de sangre y no les importa. Muchos

sufrirán con esta locura. Que caigan mil o diez mil inocentes les da igual, son

números. Ustedes serán los nuevas piezas y seguirá la partida. Mientras, esos

cuervos, atrás de los escritorios, seguirán contando ganancias.

-Goyo le pido que cuide de mi familia, a ningún otro se lo puedo pedir. Tan

poco les di, solo fui un ausente, un egoísta. Dele la casaca a mi mujer para que

recuerde a su infortunado esposo y los tiradores a mi pobre niña que los bordó con

tanto amor. Dígales que son lo que más quiero, ya lo escribí en las cartas que les

lleva, pero dígaselos, quiero que lo escuchen.

-Así será compadre, me ocuparé que nadie las toque. Mientras este cerca

estarán seguras. Pero usted sabe como son las vueltas en esta tierra. No sé si

mañana me tocará a mí estar en su lugar.

-Un último favor. ¿Tiene usted una chaqueta para prestarme?

-Lleve la mía, es un honor compadre, un triste y absurdo honor.

Eran las tres de la tarde, La hora exacta para el sacrificio. Lo ayudaron a

bajar del carro. El cuerpo no le respondía, no podía evitar lo inevitable. Muchas

veces tuvo miedo de lo que podía pasar, pero ahora el miedo lo aprieta porque

sabe lo que va a pasar. Verle así me angustiaba y la angustia duele en el corazón.

El calor de ese viernes trece de diciembre era agobiante, para colmo el viento

soplaba fuerte del norte. Sucio, con mugre de días, la ropa áspera de polvo y la

camisa manchada de pólvora, era la imagen de la derrota. Las botas se hundían


en el suelo blando, lleno de bosta de vaca y de caballo, casi no podíamos caminar

y esos últimos metros serían una tortura.

-Se imagina compadre si nos viera el general con las botas sucias. A usted

por menos lo mandó al calabozo. A él también se la hicieron. viajó disfrazado para

ver a su mujer y llegó tarde, ya había muerto. Lo esperaban para matarlo,

-Perdóneme compadre, me voy. No puedo seguir. Me falta valor. No tengo

corazón para acompañarlo en este trance. Abracémonos aquí y Dios le de

resignación.- Dije con los ojos llorosos, la garganta y el pecho agarrotados.

Nos dimos un fuerte abrazo y me fui. Eran ocho que esperaban la orden,

estoy convencido que no querían cumplirla. Hombres duros, curtidos, algunos

lloraban, sabían que el cuero que se jugaría de ahora en adelante era el de ellos.

Porque no entendiste razones Juan, porque fuiste tan necio, porque te creíste

todas las mentiras. No pude mas y delante de toda la tropa, yo, Gregorio Araoz de

Lamadrid me quebré y lloré como un chico.

Escuché ocho truenos, el pecho de Manuel había parido ocho flores rojas.

En un destello Juan supo su futuro. Desde ese momento los pastos

rechazaron sus pies. Los pájaros dejaron de volar sobre su cabeza y los perros

huían ante su presencia. El ardiente viento de diciembre le helaba la piel. Supo

que esta tierra nunca aceptaría recibir su carne. Se había convertido en una

sombra perseguida por otra sombra. En el mismo instante en que la sangre de

Manuel Dorrego mojó los campos de Navarro, Juan Galo de Lavalle comprendió

que él también había muerto.

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