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Revista Otra parte


Número 15: "Pequeño/Grande"

Todo es relativo. Pero esto depende.


1. Escalas

El tamaño de una cosa, o digamos más específicamente, el tamaño de una “obra”,


parece un tema muy concreto. Hasta que, de tan concreto, se torna
imperturbablemente abstracto. Porque los tamaños se pueden medir en números, o
en términos de relación. Una obra breve estrenada en Inglaterra suele ser más larga
que una obra larga estrenada en Buenos Aires. ¿Qué es entonces una obra larga? O
mejor formulado: ¿larga para quién?
Como esta pregunta no tiene respuesta en ninguna cultura conocida, se ha
preferido simplificar la cuestión mediante medidas o patrones ya existentes,
prestados de otras disciplinas, tal vez menos creativas, pero sí socialmente
prácticas. Hay números y unidades que permiten medir y escalar experiencias tan
disímiles como una obra breve y otra obra breve. Como toda convención, ésta es
también anónima: le pertenece a cada comunidad lingüística pero no viene firmada
por nadie. Una obra tiene que durar, entonces, una hora. Es lo más razonable. Ni
sesenta y cinco minutos. Ni cincuenta y cinco. No. Una hora. Que para eso existe la
medida. Existe de antes. De antes de la obra. Es una categoría en sí misma. Nadie
ha hecho la medición cronometrada: ¿cuánto tiempo real pasa antes de que un
espectador pierda la concentración? ¿Y qué espectador? El argumento de que la
atención se puede sostener una hora es tan falaz como el que afirma que son sólo
cinco minutos o tres horas y media.
Una hora es –no obstante- la manera industrial en la que la televisión divide la
torta de programas. El programa –claro está- nunca dura una hora, sino sólo 47
minutos; todo lo otro es chatarra y jabón en polvo, pero como a veces no hay gran
diferencia entre la ficción “irreal” que se nos quiere hacer tragar y el producto
“real” que se nos quiere vender en las intermitencias de esa ficción, estamos a
acostumbrados a la experiencia integral, y el sentido común nos dicta que “una
cosa que narra algo con personajes dura una hora”.
Claro que hay variaciones.
Si la cosa es más larga o más breve, se mide siempre con respecto a la desviación
que produce. La desviación es lícita, siempre que se asuma como desviación y se
explicite como tal.
Entonces, una obra de teatro que dure 50 minutos se presenta como una “obra
breve”. Si fuera en Alemania, además, habría que cobrar menos entrada para verla,
o, lo que es mucho más usual, integrarla junto a otra obra breve para hacer un
“Doppelprogramm” y saldar así la noche y el esfuerzo de movilizarse hasta el
teatro. Este preconcepto, que parece una pavada, no lo es tanto. Es claro que los
verdaderos clásicos se han tomado en general enormes libertades al respecto
(Beckett en su brevedad, Shakespeare en su grandilocuencia). Pero los autores
contemporáneos alemanes, digamos, si quieren satisfacer su mercado interno y ser
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estrenados y poder así encontrar las maneras de escribir sus segundas obras, o sus
terceras, deben atenerse a una serie de escalas. Cuatro personajes. Una hora y
media de duración. Listo. No mucho más.
Que conste que hablo de Alemania porque es un “modelo” en muchos sentidos: allí
el teatro es una cuestión de Estado; éste opera sobre los asuntos de la cultura, la
financia, la defiende, la ataca y problematiza sobre ella en tanto valor de circulación
ciudadano.
Ahora supongamos que no hablo más de Alemania. Ahora hablo del Abasto. Allí ya
no hay Estado alguno que legitime con sus escalas lo que es correcto, cobrable,
razonable, o soportable. Y sin embargo, el panorama es similar. Pero por otros
motivos. Poco abstractos.
Los teatros programan obras que deben compartir la sala. Tienen que armarse y
desarmarse en cuestión de minutos, minutos que son restados de la dramaturgia
general, lógicamente. Una obra extensa –como las que suelo encarar cuando mis
dramaturgias se crispan y van a para a planetas extraños- tiene problemas bien
concretos: debo buscarme salas que no compartan espectáculos en la misma noche.
Tarea casi imposible en el ámbito independiente. Porque las salas deben asumir
unos costos de luz, gas, teléfono, qué sé yo, que parecen resonar en concordancia
con otras escalas ya prefijadas como convenciones para que la maquinaria total
funcione sin chirridos. Las salas que están semi subsidiadas por estructuras
siempre deficitarias (INT, Proteatro, etc.) deben funcionar casi como rectores
estéticos de lo que será admisible: para afrontar los gastos, habrá que duplicar (o
triplicar) la brevísima, fugaz eficacia de una noche de acción. Dicho esto, se
comprenderá que toda obra que pretenda durar dos horas, o tres, o cuatro, debe
primero rendir una serie de explicaciones. Nunca alcanza con decir: “esta obra salió
así”. O mucho mejor: “esta obra debe ser así para ser esta obra”.
Creemos que podemos discutir en términos técnicos factores tales como atención,
complejidad de la intriga, postergación de las incertidumbres, etc., pero casi
siempre lo que estamos haciendo es explicando que esta obra no va a durar una
hora, y que entonces sus mecanismos de producción entrarán en carriles un poco
perversos. Estarán a contrapelo de esa maquinaria que se armó solita, y que
funciona aceitadamente para obras de una hora.
¿Qué estaba antes? ¿La atención humana dura una hora? ¿O se adaptó a durar lo
mismo que duren las experiencias que rodean a esos humanos?

2. Latitudes

Un espectador alemán va muy contento a su teatro de cabecera (pagado con sus


impuestos) y se dispone a disfrutar de un –digamos- Hamlet, una obra llena de
vericuetos, pero con un argumento central más o menos reducible –si se quisiera- a
una hora y pico. En este caso, no se ha querido. El espectador alemán deja sus
zapatos en el guardarropas, si es Hamburgo deja también su fiel paraguas, compra
el programa de mano, con fotos de estilo, hermosas, se sienta a disfrutar del
primero de tres actos, ya conoce la obra pero ha venido a ver esta variación de la
misma obra que ya conoce, y luego, en los intervalos, se tomará un Glühwein y se
comerá un panini. La experiencia total dura a lo mejor unas cinco horas.
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Probablemente la función se haya iniciado –digamos- a las 18:00, como para


terminar a las 23:00, dando el tiempo suficiente a agarrar el último U-bahn de
camino a casa. Muy probablemente también, la función esté colmada, y para poder
entrar, este espectador ha tenido que agendarse esta salida con cierta antelación.
Ha comprado las entradas –digamos- un mes antes. O mejor aún: es abonado de su
teatro (al que considera además “su” teatro) y ya sabe qué día le tocará la función
de abono. Ese día arregla para no trabajar, o para estar libre a las 18:00, o muy
probablemente, siempre esté libre mucho antes de las 18:00, y tenga un solo
trabajo, y no dos o tres, y entonces, ¡acabáramos!, puede permitirse cinco horas de
ocio absoluto, de ficción desenfrenada. Su atención durará probablemente lo que
dicte su sistema de relación con el dinero que circula en su ciudad, y con las
maneras en las que su ciudad lo ha producido a él como ciudadano. Pero él no lo
sabe: simplemente va al teatro. Como han ido sus padres y sus abuelos. Cuando no
había guerras. Y mientras haya Estado.

Primera tesis: la duración de una obra es lo que la cultura que la ve nacer pueda
permitirse como tiempo robado (tiempo ocioso) al funcionamiento del capital que
se mueve (muerto y sepultado por Hegel) en sus estructuras más profundas.

3. Órdenes

Vienen a mi memoria unas reflexiones muy elocuentes de Eduardo del Estal acerca
de la poco confiable relación entre poder y escala, entre Orden y Belleza.
Escribe Del Estal:

Al mismo tiempo la belleza es un mecanismo de poder.


Al establecer un prototipo ideal, un canon de proporciones, una
"homotipización", la diferencia con respecto del modelo provoca en los
individuos la angustia y la culpa necesaria para que el Orden perfecto domine
sobre la imperfección de los hombres singulares.
Un caso ejemplar de la identificación de la Belleza con el Orden y el Poder lo
encontramos en el "Canon Bizantino", en el cual la medida de la nariz del
emperador Justiniano constituía el submódulo de proporción cuya
multiplicación y proyección aseguraba la belleza y la armonía de toda obra
plástica o arquitectónica.
Históricamente, fue Kant quien primero comprendió la insuficiencia, la
parcialidad insostenible y la inconsistencia lógica de esta corrupción de la
belleza.
Por lo tanto determinó otro nivel estético distinto de la belleza, que permitía
conceptualizar las experiencias estéticas, cuya percepción desbordaba toda
preceptiva de organización y equilibrio: lo Sublime.

Nos burlamos ahora un poco de la nariz de Justiniano, pero si en su época una


pared estaba bien construida cuando correspondía a un número entero que
surgiera espontáneamente de la multiplicación natural de su napia, ahora
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deberíamos aceptar al menos que el Orden, que se eterniza mediante sus pactos
con el Poder, ha generado otro tipo de narices.
Cuando escribimos -mansamente o no- una obra, cuando filmamos una película,
cuando polemizamos en nuestras ficciones sobre algún tema con total conciencia
de estar presentándonos ante el Orden para rasgarlo salvajemente y entrever qué
hay atrás, ¿somos perfectamente concientes de que tanto los contenidos como las
formas responden a parámetros directamente relacionados con la capacidad de
ocio, de sustracción de utilidad de las operaciones de producción de mercancías,
que esa sociedad y ese orden permiten?
Los estudiosos marxistas que analizan, entre otras cosas muy dispares, las
sucesivas revoluciones tecnológicas que ha sufrido el mundo, y la maquinización
del trabajo humano, manifiestan indignados que –en términos de igualdad
matemática- alcanzaría con que cada adulto en edad activa trabajara 45 minutos
por día para que el mundo produjera sus necesidades básicas y con holgura. Es
decir, que veintitrés horas y cuarto de su vida, le pertenecerían de manera íntima y
privada al trabajador. Podría dedicarlas al ocio, al amor, a la abstracción, al arte, al
Sudoku, al deporte.
¿Cuánto duraría allí –en el mundo socialista- una obra larga?

4. Completitudes

Con el largo de una obra –y fíjense que no pasa exactamente lo mismo en el largo
de una novela o una obra literaria, fuere cual fuere, pensada para ser leída quizás
en un tiempo no mensurable en términos de producción de mercancías/pausa para
vivir/nueva producción de mercancías- ocurre exactamente lo mismo que con la
belleza sistemática. Preguntarse por el largo de una obra es como preguntarse por
su belleza. Si el largo está en relación al largo de otras cosas (el turno de un trabajo,
o la cantidad de obras que un teatro debe hacer por noche con una entrada muy
devaluadita para poder pagar el gas y la luz), la belleza de una obra también es una
instancia horrorosamente relativa. La primera de sus relaciones ocurre con el
Espanto.
Vuelvo a Del Estal, quien lo explica como un verdadero poeta, y con la cabeza muy
fría:

Dentro del devenir del universo, todo fenómeno no puede constituirse sin una
alteridad.
Nada es por sí mismo, nada es autónomo.
La belleza no puede existir, no puede ser percibida sin un fondo que la niegue
y la dinamice.
No hay belleza sin incompletitud, no hay simetría sin rotura.
El desorden, el caos, lo pavoroso es condición de la existencia de lo Bello.
La naturaleza de la belleza es que lo horroroso se presente como una ausencia
que no debe ser develada.
El poder, el vértigo y la esencia de lo Bello consiste en la SUSPENSIÓN DE
UN HORROR PRIMORDIAL.
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Una forma bella es la percepción actual y armónica de algo que intuimos


informe, caótico e ilimitado.
La belleza es el cuerpo imposible del abismo.
Es metonímica de un caos, de una Nada primordial.
Bella es una revelación que no puede producirse.
La función de la belleza no es seducir, armonizar u ordenar sino hacer posible
la vida ocultando lo pavoroso lograr convertir el abismo en un lugar habitable.
El arte es un velo a través de cuya trama ordenada se infiltra el Caos.
Esta es su naturaleza: BELLEZA ES LO QUE OCULTA EL AGUJERO
ONTOLÓGICO (el Vacío, la Nada).
La obra de Arte es la anteúltima revelación de otra revelación que nunca
puede producirse porque vaciaría la vida.

Si el objeto de una obra es el de esa anteúltima revelación, tanto sus formas de


construir lo bello, como sus formas de durar en el tiempo, están en relación con esa
pavorosa alteridad. Con lo imposible. Con lo negado. Con lo que “no se puede
hacer”.

5. Centros

Lo que “no se puede hacer” es muy distinto para cada cultura.


Lo que se puede durar en el tiempo, también lo es.
Los imperativos importados y exportados desde los Centros a las Periferias
culturales están allí para ser debatidos y –en lo posible- derribados.
Siempre he comentado profusamente la sensación de injusticia y de humillación
que se experimenta cuando uno trata de responder a los imperativos de los
modelos culturalmente ricos (los estados ricos que pueden intervenir eficazmente
en sus culturas). Normalmente, sabemos que Europa manifiesta cierto interés en
los teatros periféricos. En el teatro latinoamericano, por ejemplo. Pero es triste que
cuando ellos te piden una obra (o simplemente usan una obra tuya para entrar en
clave de lectura “europea”) se sostiene que la función de las ficciones en los países
periféricos son la de “informar sobre sus crisis”. Que además son eternas. Siempre
hay honorables excepciones, ojo. Pero pareciera que en general la ficción que se
espera de Colombia, por ejemplo, es la de obras que tematicen la guerra, que nos
hablen de ella y nos informen de ella. Obras de México, que tematicen sobre las
enormes diferencias sociales. De Brasil, sobre la violencia doméstica. De Argentina,
el menú es grande pero acotado: sobre corrupción, sobre esquizofrenia de la clase
media, sobre represión, sobre desaparecimientos. Ojo: no digo con esto que cada
país no use sus ficciones para filtrar en ellas lo que de todos modos se filtrará
invariablemente en cualquier obra escrita por un espíritu sensible a “su ahora”. Lo
que es horroroso es que Europa proyecte valor en las obras exclusivamente cuando
hacen eso, mientras ellos se siguen arrogando el derecho cósmico de la fragua de
los mitos universales. Que luego se exportarán cómodamente hacia las periferias y
en royalties en euros o libras en forma de Schiller, Goethe, Beckett, Pinter,
Bernhard… Nadie le pide a Jelinek que tematice sobre la violencia de género. O a
Sarah Kane que hable de la corrupción de los gobiernos. Pueden hacerlo, si
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quieren. Pero más bien se espera de ellas que haga su trabajo: que produzcan
ficción, que agreguen a la vida ese valor de ocio que cada uno usa para imaginar,
justamente, el resto de las relaciones de su vida productiva.
La nariz de Justiniano es a veces la medida de una obra de factura alemana. O la de
una salita independiente del Abasto, que tiene contados los minutos de diálogo y
los minutos de clavar paneles.

6. Caprichos

Yo suelo hacer lo que se me canta. Esto siempre tiene un costo muy alto. A veces
mis obras me hacen perder no sólo paciencia, sino mucha plata. Que le aproveche
al sistema.
La primera de las explicaciones que debo dar cuando se me entrevista es por qué
hago obras largas. Soy un escritor frondoso, con poco control de imágenes: mis
obras me salen así; de un tiempo a esta parte han dejado de interesarme las obras
lineales, sencillas. Es muy difícil construir una obra compleja (realmente compleja,
no “complicada”, sino compleja) sin tematizar sobre la duración y permanencia de
lo dicho, de lo actuado, de lo visto. Nunca pretendo que las obras se extiendan más
de lo tolerable, pero tampoco sé qué es lo tolerable. He visto “Satantango”, una
película maravillosa del húngaro Béla Tarr, que duraba algo así como 8:40 hs. No
la vi solo. Éramos muchos en el cine, muchos que nos mirábamos con ojos
atravesados durante los tres o cuatro breves intervalos que si hicieron durante su
proyección en el Bafici. Creo que pocos de nosotros podríamos decir de qué se trata
la película. Y al mismo tiempo, lo sorprendente es que es tremendamente concreta.
No hay especulaciones abstractas. Ocurren cosas todo el tiempo. Alguien llega a un
pueblo. Planea algo. Oculta algún objetivo. Algunos lo saben. Otros le temen. Algo.
Alguien. Algunos. Otros. Una trama compleja, un laberinto para la mente, para que
la mente logre saltar a otras categorías de la percepción, categorías que nos
acerquen a esa anteúltima revelación.
¿Se puede acortar esa película? ¿Se puede abreviar esa experiencia?
Tenemos un ejemplo más vernáculo. La fabulosa “Historias Extraordinarias”, de
Mariano Llinás y sus amigos, es una película que –a mi caprichoso gusto- ha hecho
saltar de una vez y para siempre al cine argentino treinta años hacia el futuro. Si
bien es cierto que dura cuatro horas (una medida inédita para el mercado local, y
que obligará a la película a proyectarse en espacios cinéfilos que se puedan permitir
estas operaciones de exageración y despilfarro), lo más singular de la película es su
mecanismo narrativo. La relación entre la historia narrada por las voces en off y lo
que se ve, los cambios de negociación entre esos puntos de vista (el literario y el
visual), el cultivo atento de las emociones más raras (que son también las más
intensas e impredecibles) requerían que esta película durase esas cuatro horas.
¿Qué duda cabe?
¿Es larga? ¿Más larga que qué? ¿Hace saltar la escala? ¿A qué intereses sirve la
escala?

7. Síntesis
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La ilusión de la síntesis es un tema que me fascina. Hablamos de síntesis como uno


de los propósitos de la creación consciente. Pero sabemos poco de ella. “Síntesis”
no es escribir “más brevemente”, o describir con menos. Eso es simplemente
“brevedad”, pero no “síntesis”. Cuando decimos que a una obra le falta síntesis, no
siempre queremos decir que debería ser más breve. A veces es todo lo contrario. La
síntesis es una acción dialéctica. Al respecto esbocé esta sencilla explicación, en
ocasión del estreno de mi obra “Bloqueo” (2007):

La pesadilla de Hegel

Persigo un objetivo formal poco decoroso: una obra que carezca de


introducción y desenlace, y que se pueda percibir como puro nudo.
Creo que BLOQUEO es lo más cerca que he estado de lograrlo.
(…)
Las connotaciones ideológicas de este procedimiento que busca al nudo como
alma, en detrimento de las causas (introducción) y las consecuencias
(desenlace) no tardaron en aparecer. Pero siempre de manera esquiva,
amorfa, y evidentemente parodiando mi propio sentido común. Al comienzo
de la génesis de esta escritura a ciegas, los músicos ni siquiera eran cubanos.
Pero las cosas se me fueron complicando, y para bien. La obra –como es de
esperar- no supone ninguna afirmación categórica en torno a la situación
pasada, presente o futura de Cuba. Pero tampoco la evade. El cruce entre
aquellos temas y este procedimiento es –vaya novedad- accidental. Mi
cuestionable confusión, mi errático instinto, mis viajes en una y otra dirección
y mi agridulce, romántica desazón no pueden confundirse con desinterés,
pero tampoco con sensatez o pacatería. Todo lo contrario. Sabemos que la
verdad que surge en el teatro es lúdica, inmediata, amoral y provisoria. Y
sabemos que los temas importantes –y más si vienen impresos en sus
programas de mano- no le quedan bien al teatro, porque suelen debatirse
fuera de él con más eficacia y menor ambigüedad.
Una obra sin introducción ni desenlace, sí. Puede ser.
Pero también hay algo mucho peor que eso, algo más escabroso: una obra sin
dialéctica.
En la dialéctica (como procedimiento de conocimiento del mundo) hay una
máquina que motoriza al pensamiento: la tesis “dialoga” con su antítesis, y
en ese movimiento desenfrenado de opuestos se arriba a una síntesis. A una
instancia superadora de los términos iniciales de la discusión. Después de
todo, para eso se discute. Desde hace tiempo estoy algo obsesionado –sin
querer- con una idea más pesimista, y en esta obra indago en esa obsesión
aterradora: una eterna dialéctica que no conduzca a síntesis alguna, una
intermitencia de elementos que –por no poder arribar a instancia superadora
de ningún tipo- al no poder aparecer conjugados, sólo se alternan en el uso del
espacio y de la praxis. (…)

En el teatro (una institución construida en base a varias narices muy distintas pero
muy concretas) todo cambio de escala (sobre todo cuando la escala se agranda)
produce alguna forma de complejidad. Y con suerte, es garantía de extrañamiento.
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Por supuesto que no es la única manera de producir lo otro. El extrañamiento, un


noble objetivo de las ficciones, tiene que ver –como ya hemos dicho- con las ideas
de producción de belleza para normar al espanto, su doble indivisible.

8. Ampliaciones

Esta suerte de “teatro ampliado” ha modificado mi idea sobre los límites de mi


actividad. Ya no creo en estos límites de mercado. Sobre todo, porque aquí el
marcado está loco. Y mucha gente también. Gente a la que el capitalismo flagrante
de estas colonias del mundo han llevado a la alienación total, y a la natural
desconfianza hacia cualquier medida que se le presente como institucionalizada.
Mis obras –pese a la duración desaforada de algunas de ellas- han tenido siempre
una razonable cantidad de espectadores. ¿Creerán ellos en lo mismo que yo? ¿O es
simplemente que la aventura de ir a ver una obra que dura cuatro horas y en la que
–parece- pasa de todo se ha convertido –precisamente- en una aventura? Cuando
estrenamos “Bizarra”, por ejemplo, una obra teatral con formato de teatronovela,
que duraba unas 30 horas y que se estrenaba a razón de un capítulo de unas tres
horas por semana, y durante diez semanas, descubrí que la condición episódica –
que le está un poco vedada al teatro- podía regresar a él de diversas maneras. Pero
era también una época muy especial: la crisis del 2002, post-corralito, el universo
Patacón, donde quizás la que “regresaba” era la condición episódica de la historia
argentina. Digo con esto: creyendo romper la escala, a veces uno no está haciendo
más que apuntar la vista a una escala de dimensiones más sólidas, más reales, o
más profundas. Entender la historia argentina como “episodios” de una
tragicomedia, o –como diría Karl Marx- de regreso paródico sobre lo que ya ha
acontecido una primera vez como tragedia, y que es regurgitado sin pausa por un
pueblo entero, es una nueva “develación” de escalas profundas, escondidas en el
uso cotidiano de lo que damos en llamar lo real, y que en realidad no es más que
una versión provisoria, esgrimida por los poderosos, para que lo real no cambie
nunca de naturaleza. Porque todo poder tiende a querer conservar.
Muchas veces se me pregunta qué tipo de disposición se espera de un espectador
cuando se le presenta una obra desaforadamente larga, o –como suele ser mi caso-
desaforadamente compleja en sus hilos narrativos simultáneos o sucesivos. Yo no
lo sé. Sí sé que me comporto como el primer espectador atónito de mis procesos.
Soy glotón: hago las obras que me gustaría ver. Y casi siempre son bacanales
desbordadas de fruta del trópico. Pero no me muevo en un platillo de experimento:
supongo que muchos espectadores se sienten también un poco así. Descreen de los
formatos predigeridos. O a lo mejor todo lo contrario: creen tanto en ellos como la
“norma”, que desean a veces recordar qué pasa cuando la norma se rompe. Son –
como hemos dicho antes- los mecanismos de conocimiento que conducen al
disfrute social de la belleza. Por lo demás, yo creo que la disposición de los
espectadores no es moldeada solamente por el teatro que ven. Hay otros factores en
acción. La televisión, el cine. Las series norteamericanas. Está “Lost”, por ejemplo.
Y sus subproductos. Yo sé que no queda bien en una revista tan seriecita como esta
hacer apología de la más ramplona televisión norteamericana, de una fórmula que
ha sabido facturar millones, porque se atiene por un lado a las escalas y narices (los
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héroes de “Lost” son héroes clásicos, los patrones de belleza siguen siendo
“modelos”) y por otro lado busca –y logra, lo juro- multiplicar exponencialmente
las capacidades narrativas de un medio que sólo parecía diseñado últimamente
para producir Gran Hermano. “Lost” (menudo sacrilegio) expande la literatura. Y
además factura billones. No sé si es una serie popular. No sé cuánta gente puede
seguirla sin perderse. De vez en cuando se ve que ellos tampoco lo saben y tratan de
ceder –entre tanta desmesura y tanta expansión en todas direcciones de la escala- a
las técnicas de resumen Lerú, y tratan de nivelar a sus espectadores. Pero para
cuando se inicie la quinta temporada, es evidente que los que hayamos llegado
hasta allí aceptaremos casi cualquier cosa.
El diálogo con el cine, con la literatura, incluso con la boba televisión no es sólo
necesario, sino inevitable. Pero esto no implica una anulación de la especificidad
del teatro; todo lo contrario. Si lago caracteriza al teatro, y veamos si no su historia,
es su capacidad para rapiñar a todas las otras artes, invitarlas a su cueva andrajosa,
y afanarlas sin compasión. Shakespeare robó la atención de las riñas de gallos;
nosotros podemos robar un poco de tecnología del video, otro poco de las técnicas
narrativas del flashback y el flashforward, y la especificidad del teatro seguirá
intacta: el teatro se juega cuerpo a cuerpo frente a una “polis”, una ciudad, que no
sólo va a “ver”, sino sobre todo a debatir: su presencia es ya una presencia política.
Sus reacciones de adhesión o rechazo, en tanto ocurren a la vista de sus otros
conciudadanos, es una demostración del estado de valores, conocimientos o
ignorancias que un pueblo detenta en un momento dado. En ninguna otra arte
narrativa ocurre con tanta inmediatez como en el teatro. Yo creo que su eficacia
está bien garantizada por más años de los que pronostican los agoreros
tecnologistas.

El cambio de escala es una actitud frente a la creación. No es obligatoria ni


necesaria. Pero algunos creadores han hecho de ésta su marca: George Perec,
James Joyce, Raymond Carver (que pasó agachadito bien por debajo de la escala y
nunca por el medio), Franz Kafka, por supuesto, Rainer Werner Faßbinder (que
nos legó –entre otras maravillas- su interminable y siempre melancólica “Berlin
Alexanderplatz), Béla Tarr, Alexander Sokurov, Arianne Mnouchkine, Tom
Stoppard (quizás el único autor europeo vivo al que se le permite escribir obras de
la duración de un Shakespare)… Sí, puede ser: estos autores y directores tal vez
sean extraordinarios de cualquier manera y en cualquier medida y con cualquier
escalímetro. Pero creo que la eficacia de sus brutales obras es digna de tener en
cuenta a la hora de pensar por qué ponemos los límites que ponemos, o con qué
escala nos vamos a manejar para rasgar nuestro presente y vislumbrar el horror. La
belleza.

Rafael Spregelburd
Junio de 2008

Rafael Spregelburd es dramaturgo, actor, director, traductor y docente. Sus obras, muy ligadas a
búsquedas lingüísticas inéditas, son a la vez tan complejas como accesibles. Trabaja asiduamente en
Buenos Aires y para prestigiosas instituciones del mundo: la Schaubühne y el Hebbel-Theater de
Berlín, el Royal Court Theatre y el National Theatre de Londres, el Schauspielfrankfurt, el Centro
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Cultural Helénico de México, el Deutsches Schauspielhaus de Hamburgo, el Théâtre de Chaillot en


París, la Casa de las Américas de Cuba, el Festival de Otoño de Madrid, el Festival Internacional de
Buenos Aires, entre muchos otros. Su obra –que incluye unos 40 títulos- ha obtenido numerosos
premios internacionales y ha sido traducida al alemán, inglés, francés, portugués, italiano, catalán,
checo, neerlandés, eslovaco y sueco. En este momento pueden verse en Buenos Aires sus
espectáculos: “Lúcido”, “Acassuso” y “La paranoia”.

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