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Diez calas en la Historia de la Filosofía

Alejandro Escudero Pérez (UNED)

Índice
Presentación
Grecia
1. Mito y Lógos
2. Política y filosofía
Edad Media
3. El conflicto de la fe con la razón
4. La controversia de los universales y la teología monoteísta
5. Monarquía y monoteísmo
6. El despuntar de la ciencia renacentista en el siglo XIV

Edad Moderna
Introducción
7. Ciencia y filosofía
8. Política y filosofía
9. Religión y filosofía
10. El cientificismo y su crítica filosófica
Presentación
Si –como bien decía Kant en una frase célebre- la meta de la filosofía es “filosofar”
–pensar filosóficamente el mundo, etc.- la Historia de la Filosofía ofrece una ayuda
inestimable a la hora de realizarla (aunque a veces también sucede que es un poderoso
obstáculo: el lastre del pasado termina sofocando aquellas filosofías que pujan por surgir
y llevar a cabo su cometido).
La enseñanza de la filosofía –en sus distintos niveles y por varias y buenas
razones- gravita en torno a la Historia de la Filosofía. Ésta puede ser desarrollada
siguiendo muchos enfoques, aquí presentaremos uno: la exposición de la historia de la
filosofía según sus “núcleos vigentes”. No resulta fácil ni sencillo explicar rápidamente
en qué consisten éstos, por el momento nos tendremos que conformar con unos pocos
apuntes que allanen el camino hacia esa explicación.
En primer lugar, subrayar que cuando se aborda la historia de la filosofía desde sus
“núcleos vigentes” se intenta, principalmente, conjurar un serio peligro: convertir la
historia de la filosofía en una “historia muerta” formada por un desfile inerte de “doctrinas
embalsamadas”. Su tesis principal es esta: la historia de la filosofía –esto es, la filosofía
en su historia- está sostenida y atravesada por unos núcleos vigentes. Esto implica que las
cuestiones filosóficas no son ni puramente permanentes ni puramente cambiantes, ni
exclusivamente dependientes de un solo contexto ni altivamente ajenas a todos ellos. Los
núcleos vigentes indican que esas cuestiones son recurrentes e insistentes, reticulares y
transversales, constituyen, pues, una serie variable. ¿Desde dónde se establece cuáles
son? Son los dilemas y las perplejidades del presente las que conducen a localizarlos y
explicitarlos. Estas ideas –un mero esbozo, como decimos- deberían, desde luego,
precisarse mucho más pues también sucede que los núcleos vigentes no son exactamente
iguales entre sí –algunos son síntomas de un atasco, otros incluyen valiosas pistas que
permiten salir de ciertos atolladeros, etc. En las páginas que siguen se encontrarán diez
ejemplos de esta manera de llevar a cabo la historia de la filosofía. Si estuviesen
verdaderamente logrados a buen seguro ayudarían a entender adecuadamente en qué
consiste propiamente esta orientación, esta manera de exponer la historia de la filosofía.
Una cosa más: en estas “calas” (o “catas” como también podrían llamarse) sólo se
acomete –con mayor o menor acierto- el “viaje de ida”, el viaje hacia el pasado; pero debe
hacerse a continuación el viaje de vuelta desde el pasado hasta el presente (y “más allá”,
por decirlo así). Dejamos así pendiente una tarea que tendrán que concluir aquellos o
aquellas que resulten concernidos o interesados en el pleno desarrollo de una historia de
la filosofía elaborada a partir de sus núcleos vigentes.
Grecia

Introducción
La filosofía –y otros tantos fenómenos de singular importancia- tuvo su comienzo
en el mundo griego, él fue su cuna, el lugar de su irrupción, un lugar especial donde
surgieron, en definitiva, un conjunto de factores constitutivos de lo que denominamos
“Occidente”. Desde luego Grecia nos sigue dando mucho que pensar, de todo el enorme
repertorio de asuntos que por su relevancia e interés pueden reclamar nuestra atención
nos centraremos en poner de relieve dos núcleos vigentes: la controvertida cuestión del
“mito” y del “Lógos” y los primeros desarrollos de la filosofía política –espoleados por
la peculiar “democracia griega”. Tenemos aquí dos temas y problemas sobre los que
merece la pena volver una y otra vez pues siempre encontraremos en ellos valiosas y
enjundiosas enseñanzas.

1. Mito y Lógos
La expresión “paso del mito al lógos” es el recurso más habitual con el que se
intenta explicar el surgimiento de la filosofía en Grecia, en la cuna del mundo occidental.
Esta idea fue acuñada por los historiadores de la filosofía de finales del siglo XIX y
comienzos del XX; según ellos –y en base a la creencia en el progreso de la razón en la
historia- el Lógos superaba y suprimía al mito. Sin embargo –y desde F. Cornford, J. P.
Vernant, G. Colli, etc.- se ha ido perfilando una concepción más matizada y compleja de
este singular “paso”. ¿En qué consiste? Pese a que su caracterización no es ni fácil ni
sencilla diremos algo al respecto.
El término “mito” alude a los relatos o narraciones sobres los dioses y sus
peripecias; los mitos –juntos con los ritos, cultos o ceremonias- constituyen el núcleo del
saber religioso, de la comprensión religiosa del mundo. Ésta –en la medida en que se
arrogaba un omnímodo poder explicativo y un firme alcance justificativo- ocupaba un
lugar central en las culturas antiguas. Desde luego la religión olímpica griega fue bien
peculiar, y sus principales notas merecen destacarse: no estaba acaparada por una celosa
casta sacerdotal con poder político; no dependía de un libro sagrado fruto de una
revelación profética; no postulaba ni prometía una vida ultraterrena más plena y feliz que
la vida mundana; además: era politeísta y, por otra parte, señalaba que por encima de los
propios dioses regía una fuerza superior –“moira”-. En otros términos: la religión griega
no se erigía en un dogma férreo, fijo, inmodificable. Ya por eso propiciaba, entonces, lo
que vendría después.
Según la “explicación” habitual más o menos en el siglo VI a. C. “se pasó del mito
al Lógos”. Antes de indicar qué sucedió en o con ese “paso” conviene detenerse en
caracterizar –aunque sea a grandes rasgos- a qué se está llamando aquí “Lógos”.
En el “Lógos” cabe reconocer la reunión de una doble vertiente: la de un “pensar
racional” al que corresponde un “orden racional”. El Lógos, por lo tanto, presupone e
induce un mundo racionalmente ordenado, sea esa racionalidad actual o potencial; esto
es: presupone e induce un orden regido por una ley o unas leyes y, por ello, un orden
inteligible y, en esa medida, justificado o legitimado desde sí mismo. Lo verdaderamente
decisivo es que el “Lógos” así entendido se reflejó e irradió simultáneamente en una serie
de campos o territorios distintos. Con el “paso del mito al Lógos” no sólo surgió la
filosofía sino también una precisa serie de específicas configuraciones del saber: en las
ciencias la matemática, la física y la astronomía; en las artes la arquitectura, el teatro y la
poesía; en la política la democracia, etc. (sin olvidar la acuñación de moneda, la escritura
alfabética, etc.). La filosofía es inseparable de todas ellas. Por eso mismo importa
subrayar que el saber filosófico no monopoliza ni acapara el “Lógos”: es, nada más, pero
nada menos, una porción suya, de lo que él implica y pone en juego. Estamos, en
definitiva, denominando “Lógos” a algo que sostiene y atraviesa por entero el mundo
griego clásico –portador de un legado y una herencia insoslayable e inolvidable.
En este contexto la filosofía inicial discutió sobre cuál es –o cuáles son- el “arché”
de la “physis” –pero este es un tema en cuyos detalles no vamos a entrar ahora1.
Pues bien, ¿cuál fue la principal consecuencia de la implantación –a la vez repentina
y paulatina, según se mire- del “Lógos”? Por vez primera el mito fue desplazado del
centro a la periferia, por decirlo así; el mito –el saber religioso- perdió su posición central.
No se trata de que fuera sin más eliminado o suprimido –o, lo que es lo mismo, declarado
en su raíz como absolutamente “irracional”-: bien se ve esto en Platón y en Aristóteles, el
primero acude al mito en relevantes pasajes de su obra, el segundo lo vincula con el afán
de saber. Entonces con la llegada del “Lógos” ¿qué vino a ocupar el “lugar central”?
Daremos una respuesta acudiendo a una metáfora urbana aquí enteramente pertinente
pues el mundo clásico griego es el mundo de la “Pólis”: el centro del “Lógos” lo ocupa
el “ágora”, la plaza pública, el espacio de la comunicación e intercambio, el sitio donde
se dan o se quitan “razones”. En el seno del “ágora” despuntan y se afianzan dos actitudes
decisivas: la actitud crítica respecto a lo que se da sin más por sentado, la actitud
investigadora en la que se pregunta por lo que se desconoce. Gracias al cruce de estas dos
actitudes el “paso del mito al Lógos” permitió que en una pluralidad de campos pudiese
cultivarse el saber de la verdad.
Como ejemplo de lo que estamos exponiendo acudiremos ahora a la figura de
Jenófanes de Colofón (s. VI-V a. C.). Él nos permitirá introducir claridad en algunos
puntos concretos. Jenófanes llevó a cabo una profunda crítica de las religiones
antropomorfas, es decir: del antropomorfismo incardinado en la religión2. Ahora bien:
esto no significa que pretenda o aspire a poner fuera de juego definitivamente a la religión
y lo religioso –por la vía de tratarlo como algo irremediablemente “irracional”. Más bien
su mensaje de fondo es el contrario: cabe hablar –bajo ciertas condiciones- de una peculiar
“lógica del mito”, es decir: no es descartable de antemano un saber religioso “conforme

1
Resulta muy interesante el artículo de Felipe Martínez Marzoa “En torno al nacimiento del título
‘Filosofía’”, en De Grecia y la filosofía, 1990.
2
Según se nos ha transmitido escribió: «Pero si los bueyes, caballos y leones tuvieran mano o pudieran
dibujar con ellas y realizar obras como los hombres, dibujaría los aspectos de los dioses y harían sus
cuerpos, los caballos semejantes a los caballos, los bueyes a bueyes, tal como si tuvieran la figura
correspondiente a cada uno»; «Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y negros, los tracios que
tienen ojos azules y pelo rojizo», citado en Moisés González, Introducción al pensamiento filosófico, ed.
Tecnos, 1989, p. 50.
al Lógos” (y, aun así, formulado en el “lenguaje simbólico” que le es propio”) 3. No hay,
pues, sin más y simplemente, una oposición o contradicción entre “mito” y “Lógos”; sí
puede haberla, claro, entre ciertos “mitos” (ciertas configuraciones del saber religioso) y
el “Lógos”. Es por esta razón por la que a Jenófanes se le atribuye –en los estrictos
términos señalados- el desarrollo de una “crítica del mito”.
¿Qué concluir del camino recorrido? Principalmente dos cosas:
- El “paso del mito al Lógos” entendido en su complejidad ha sido un logro
extraordinario, un hito irrenunciable, es decir: algo que merece ser retomado una
y otra vez4.
- Con ese “paso” el “mito” (el saber religioso, la compresión religiosa del
mundo) perdió durante un tiempo (un paréntesis prodigioso) el lugar central que
recuperó en la Edad Media de la mano de la teología cristiana.

2. Política y filosofía

En Grecia –más o menos en el siglo VI a. C.- tuvo lugar un suceso no sólo inédito
sino, lo que es más destacable aún, enteramente insólito: el nacimiento de la política
democrática (la cual constituye un relevante aspecto del “Lógos” –entendido como
entraña del mundo griego clásico-). La política democrática es –nada menos- el gobierno
de los ciudadanos. El poder político, así, reside en la “asamblea”: ella es la máxima
autoridad, la autoridad legítima 5. Surgió así la política deliberativa: una política articulada
por un debate o discusión (pólemos) entre distintas opciones, una política en la que los
conflictos no son eliminados ni suprimidos sino reconocidos y encauzados, una política,
en definitiva, centrada por el cruce –una y otra vez revisado- del “consenso en el disenso”
y el “disenso en el consenso”. ¿Cuál es, por cierto, el fin supremo o el fin último de la

3
En nuestro artículo “La religión en la modernidad”, publicado en “La Caverna de Platón”, aludimos a este
último punto.
4
El Lógos, conviene resaltarlo para concluir, encierra un “conflicto interno”; éste ha sido expuesto con
brillantez por Quintín Racionero en su La inquietud en el barro (lecciones de historia de la filosofía antigua
y medieval), ed. Dykinson, 2010.
5
El enclave de la asamblea era el “ágora”, refiriéndose a ella escribe Felipe Martínez Marzoa: «El ágora
es ciertamente el lugar en el que se intercambian cosas, pero lo es porque ante todo es en general el lugar
de reunión, o, para ser más exactos, la reunión o asamblea misma; esto es lo que significa el ágora; y, si
esa palabra es en efecto el nombre para el “espacio vacío en el medio” cuya mención Heródoto pone en
boca del rey Ciro, ello ciertamente tiene que ver con que allí se reunían. En el fondo de todo ello está el
reunir como tal: reunir es a la vez separar, pero no sólo en el sentido de que reunir ciertas cosas con ciertas
otras es a la vez separar unas y otras de algunas terceras, sino también en el de que sólo se reúnen cosas
unas con otras en cuanto que a la vez se las mantiene como distintas unas de otras; de la misma manera,
separar es reunir, pues sólo pueden ser distintos si lo uno es por lo mismo que lo otro es; el día es día por
lo mismo que la noche es noche, el invierno es invierno por lo mismo que el verano es verano, estamos
vivos porque morimos, el dios es dios por lo mismo que el hombre es hombre, es cielo es cielo por lo mismo
que la tierra es tierra, yo soy yo porque tú eres tú, el amigo es amigo porque el enemigo es enemigo; lo
siempre ya supuesto es el “lo mismo” de que esto es esto por lo mismo que aquello es aquello, y tal “lo
mismo” no es sino la reunión que es a la vez contraposición; todo es en virtud del “espacio vacío en el
medio”; el ágora de las ciudades griegas es la insolente pretensión en la que lo siempre ya supuesto, el
juego que siempre ya se está jugando, aspira a hacerse él mismo relevante», en Manuel Cruz (comp.), Los
filósofos y la política, ed. FCE, 1999, páginas 106-107.
política deliberativa? El bien común y la vida buena, entendidas en toda su enorme
complejidad.
Los dos pilares de la política democrática fueron la “isonomía” y la “isegoría”. La
“isonomía” era la igualdad ante la ley6. La “isegoría” era la igualdad en el acceso al
“discurso”: a la posición del que se dirige a la asamblea con ánimo del persuadirles y
convencerles de algo (la argumentación política, por lo tanto, transcurre así en el seno de
un marco “retórico” –en la mejor acepción del término-).
Por último -y como colofón a esta caracterización sucinta- subrayar que el corazón
de la política democrática se encuentra en su “Constitución”, la propia de cada una de las
ciudades; ella es su ley principal, la Ley de las leyes. Sin ella la trama política se
desmoronaría.
Este crucial aspecto del “Lógos” era enormemente inestable y frágil –un
magnífico ‘experimento’ difícil de sostener. Ya en el siglo IV a. C. presentaba una serie
de agudos síntomas de crisis –de, por decirlo así, “descomposición”. En este punto deben
situarse tanto la obra de Platón como la de Aristóteles: ambos proporcionaron una
repuesta filosófica –muy distinta como se sabe- a esta difícil y comprometida situación.
Con brevedad vamos, en adelante, a poner sobre el tapete la diferencia de los separa a la
hora de plantear y desarrollar un “filosofía (de la) política”. Ésta –y en esto están de
acuerdo los dos- se orienta –entre otras cosas- a localizar cuál es la mejor “forma de
gobierno”, el “régimen político” superior, una vez encontrado desde él o a partir de él la
“filosofía (de la) política” se convierte en una “teoría crítica” de las formas políticas
meramente vigentes, pero, en el fondo, “ilegítimas”.
En el texto denominado “Carta séptima” Platón declara dos cosas: su poderosa
vocación política y su profundo desencanto o marcada decepción por la “política

6
«Estamos aquí en el propio corazón del sistema político ateniense. La isonomía establecida por Clístenes,
es decir, la igualdad de todos sin distinción de nacimiento o de fortuna, era el propio fundamento de la
democracia. Es en ella que descansaba el principio mayoritario que implicaba que una vez tomada la
decisión, aunque fuese por una débil mayoría, como fue el caso del año 427/426 cuando los atenienses
decidieron perdonar a los habitantes de Mitilene que se habían separado de su alianza, la minoría lo
aceptaba. Esto, que parece normal en la actualidad, no era evidente, tanto más cuando no se invocaba
ninguna clase de soporte divino. Únicamente contaba el respeto a las leyes y también, no hay porque hacerse
ilusiones, la relación de fuerzas en el momento del voto. Pues la decisión concerniente a los habitantes de
Mitelene se había adoptado al término de un debate en el que uno de los oradores había demostrado la
incorrección de un primer voto que preveía la ejecución de los mitelenios rebeldes. El talento del orador
había desplazado la mayoría de los pocos votos necesarios para modificar la primera decisión adoptada la
víspera. Sin embargo, no debe creerse que era frecuente que el demos cambiase de un día para otro una
decisión tomada por la mayoría. Tucídides escogió exponer con detalle el asunto de Mitilene en su relato
de la Guerra del Peloponeso pues le permitía presentar dos discursos antagonistas sobre la evolución de las
relaciones entre Atenas y sus aliados, y de esta liga de Delos que, constituida inmediatamente después de
las guerras médicas, se había transformado insensiblemente en imperio ateniense. De hecho, lo numerosos
decretos grabados en piedra que llegaron hasta nuestros días atestiguan que la democracia ateniense
funcionaba mucho mejor de lo que pretendían sus detractores. La publicación de decretos, hecha en nombre
de la Boule que los había preparado, y del demos, la mención del nombre de quien había hecho la propuesta
y de los que habían aportado enmiendas atestiguan que ningún voto de la asamblea se podía ignorar y que
cada cual tenía que conocer las decisiones adoptadas. Estas decisiones trababan de una infinidad de asuntos,
pues la asamblea era soberana. La guerra, la paz, las embajadas, las finanzas, las construcciones públicas,
la organización de las fiestas religiosas eran asuntos de su competencia, también la legislación», El saber
griego, J. Brunschwig (ed.), ed. Akal, p. 144.
democrática”7. Siendo el centro de su propuesta filosófica la “doctrina de las Ideas” ésta
constituye también –con entera coherencia- el núcleo de su “filosofía política” (de tal
modo que la “Idea del bien” –situada en la cúspide de la pirámide del reino eterno de las
esencias- constituye el nexo entre ellas). J. M. Navarro y T. Calvo explican así la
continuidad entre esos aspectos de la obra platónica: «La filosofía de Platón sitúa a las
Ideas como foco de referencia del mundo físico, del conocimiento intelectual, de la
concepción del hombre, de la fundamentación de los ideales morales y políticos, haciendo
además del mundo de las Ideas un mundo plenamente racional y organizado
jerárquicamente. Hay que subrayar, pues, el carácter fundante de las Ideas respecto del
conocimiento intelectual al cual se ofrece como un sistema de estructuras matemáticas,
de esencias inteligibles, de verdades exactas y eternas (un teorema matemático, por
ejemplo, no está sometido a mutación o variación alguna). La teoría de las Ideas
constituye, además, la clave de la antropología platónica: es cierto que el hombre está
inmerso en el mundo físico al cual su cuerpo pertenece; pero es cierto igualmente que la
parte más noble del hombre, su alma racional, pertenece al mundo de las Ideas a cuyo
conocimiento está destinada y aspira impulsada por su propia naturaleza. El mundo de las
Ideas alberga, en fin, todo el conjunto de los ideales morales y políticos (justicia, bondad,

7
Merece la pena citar un fragmento de esa “Carta”: «Siendo yo joven, pasé por la misma experiencia que
otros muchos; pensé dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis propios actos; y he aquí
las vicisitudes de los asuntos públicos de mi patria a que hube de asistir. Siendo objeto de general censura
el régimen político a la sazón imperante, se produjo una revolución; al frente de este movimiento
revolucionario se instauraron como caudillos cincuenta y un hombres: diez en el Pireo y once en la capital
… mientras que treinta se instauraron con plenos poderes al frente del gobierno en general. Se daba la
circunstancia de que alguno de éstos eran allegados y conocidos míos y en consecuencia requirieron al
punto mi colaboración, por entender que se trataba de actividades que me interesaban. La reacción mía no
es de extrañar, dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen de
vida injusto y llevándola a un orden mejor, de suerte que les dediqué mi más apasionada atención, a ver si
lo conseguían. Y vi que en poco tiempo hicieron aparecer bueno, como una edad de oro, el anterior régimen.
Entre otras tropelías que cometieron estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócrates, de quien yo no
tendría reparo en afirmar que fue el más justo de los hombres de su tiempo, a que en unión de otras personas
prendiera a un ciudadano para conducirlo por la fuerza a ser ejecutado; orden dada con el fin de que Sócrates
quedara, de grado o por fuerza, complicado en sus crímenes; por cierto que él no obedeció, y se arriesgó a
sufrir toda clase de castigos antes de hacerse cómplice de sus iniquidades. Viendo, digo, todas estas cosas
y otras semejantes de la mayor gravedad, lleno de indignación me inhibí de las torpezas de aquel periodo
… No mucho tiempo después cayó la tiranía de los Treinta y todo el sistema político imperante. De nuevo,
aunque ya menos impetuosamente, me arrastró el deseo de ocuparme de los asuntos públicos de la ciudad.
Pero dio también la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los tribunales a mi
amigo Sócrates a quien acabo de referirme, bajo la acusación más inicua y que menos le cuadraba … Al
observar yo cosas como éstas y a los hombres que ejercían los poderes públicos, así como las leyes y las
costumbres, cuanto con mayor atención lo examinaba, al mismo tiempo que mi edad iba adquiriendo
madurez, tanto más difícil consideraba administrar los asuntos públicos con rectitud … De esta suerte yo,
que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida
pública y verla arrastrada en todas las direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado
de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, sí
dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente, Y terminé por adquirir el
convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal gobernados; en
efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además
de suerte para implantarla. Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella
depende obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno público como en el privado,
y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos
ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino,
a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra» (traducción de M. Toranzo, Instituto de Estudios
Políticos, 1970).
etc.) a que ha de acomodarse la conducta individual y la organización de la convivencia
social. Por último, conviene señalar que las Ideas no son un aglomerado inconexo de
esencias, sino que constituyen un sistema en que todas se ensamblan y coordinan en una
gradación jerarquizada cuya cúspide ocupa la Idea de Bien. El Bien como Idea primera,
como principio supremo, es expresión del orden, del sentido y de la inteligibilidad de todo
lo real. Al matemático y sobre todo más allá de éste, al filósofo, corresponde ascender
dialécticamente en el conocimiento de las Idas hasta alcanzar a contemplar la Idea de
Bien. La contemplación de la Idea de Bien es conocimiento teórico y práctico a la vez:
teórico, en cuanto que hace posible la captación del orden y la estructura de todo lo real;
práctico, en cuanto que proporciona las normas de toda ordenación moral y política. Esta
identificación de ambos tipos de conocimiento, teórico y práctico, hace que el sabio, para
Platón, sea el llamado a gobernar en toda comunidad humana» 8.
Platón sostiene y postula que hay, que debe haber, un estricto y riguroso “saber
político”9 de la “Ciudad Ideal”. La “ciudad ideal” presenta un orden rígido e inflexible,
una jerarquía inamovible; así en el diálogo La República se refiere, por un lado, a tres
estamentos, y por otro lado, a una educación encargada de seleccionar a cuál de ellos
pertenece cada uno o cada una –con independencia de su filiación inicial. ¿Qué
encontramos, pues, en la filosofía política platónica? ¿Cuál es su característica principal?
En ella desde la “utopía” de la “Ciudad Ideal” 10 se lleva a cabo una íntegra crítica de la
“ciudad real” –en este caso de la “política democrática”.
¿Y Aristóteles? Su posición se define por una expresa renuncia al utopismo
platónico (en la medida en que considera dogmático postular un y solo un “saber político”
de una única “ciudad ideal”) sin renunciar por ello a la tarea crítica de la filosofía política,
es decir: en él encontramos “crítica sin utopía” 11. Ya el mismo “proceder comparativo”

8
J. Manuel Navarro Cordón, T. Calvo Martínez, Historia de la filosofía, ed. Anaya, 1990, pp. 30-31.
9
Platón entiende por “saber” o “conocimiento” (epistème) siempre un “saber absoluto”: un incontrovertible
conocimiento conceptual de la esencia (la única “realidad de verdad”, el único “mundo verdadero”). Esta
noción tan rígida de “saber” surgió en él cruzando al “saber matemático” con el “saber técnico” (como
puede verse en los diálogos Menón y Timeo).
10
Véase artículo en El saber griego, J. Brunschwig (ed.), ed. Akal, “Utopía y crítica de la política”, por
Paul Cartledge.
11
En el segundo capítulo del primer libro de la Política de Aristóteles encontramos este célebre texto: «La
ciudad es la comunidad, procedente de varias aldeas, perfecta, ya que posee, para decirlo de una vez, la
conclusión de la autosuficiencia total, y que tiene su origen en una urgencia del vivir, pero subsiste para el
vivir bien. Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo que las comunidades originarias.
Ella es la finalidad de aquéllas, y la naturaleza es finalidad. Lo que cada ser es, después de cumplirse el
desarrollo, eso decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un caballo o de una casa. Además, la
causa final y la perfección es lo mejor. Y la autosuficiencia es la perfección, y óptima. Por lo tanto, está
claro que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es, por naturaleza, un animal cívico. Y el
enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y no por casualidad, o bien un ser inferior o más que
un hombre. Como aquel al que recrimina Homero: “sin fratría, sin ley, sin hogar”. Al mismo tiempo,
semejante individuo es, por naturaleza, un apasionado de la guerra, como una pieza suelta en un juego de
damas. La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal
gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los
animales, posee la palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los
otros animales. (Ya que por su naturaleza ha alcanzado hasta tener sensación del dolor y del placer e
indicarse sensaciones unos a otros). En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino,
así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demás animales: poseer, de
modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones. La
participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciudad. Es decir, que, por naturaleza, la ciudad
es anterior a la casa y a cada uno de nosotros. Ya que el conjunto es necesariamente anterior a la parte. Pues
al que acude Aristóteles en su pensamiento político es un buen ejemplo de lo que decimos,
sobre él nos dice Tomás Calvo: «Aristóteles se interesó vivamente por lo que
denominaríamos “derecho constitucional comparado”. Uno de los proyectos
enciclopédicos del Liceo fue reunir una vasta colección de constituciones, uno de cuyos
volúmenes era la Constitución de los atenienses obra del propio Aristóteles y
afortunadamente conservada. En la Política estudia distintas formas de gobierno
analizando los objetivos y funcionamiento característicos de cada una de ellas»12.
Desde luego también el planteamiento aristotélico –como antes el platónico- se
formuló como respuesta a una crisis. Carlos García Gual lo expone así: «Pero conviene
no olvidar tampoco la situación histórica del filósofo: en el que ha orientado sus consejos
como respuesta a las circunstancias de una Grecia empobrecida y amenazada por
constantes guerras civiles, desgarrada por un enfrentamiento entre clases que hacía, entre
crueles e inútiles revueltas, inverosímil el viejo ideal democrático de concordia
ciudadana. Aristóteles, que vivió desde el 384 al 322 a. C. (los mismos años que
Demóstenes) y que no participó de forma destacada en la vida política de su tiempo, fue
un testigo sensible de una larga y tremenda crisis social» 13. ¿Cómo situar, pues, a
Aristóteles? García Gual lo ubica entre su maestro Platón y su peculiar “discípulo”
Alejandro Magno: «Resulta interesante considerar la meditación política de Aristóteles
en contraste con la obra de las dos figuras más importantes de la época, que él trato de
cerca: su maestro Platón y su pupilo durante algunos años, Alejandro de Macedonia. La
Política queda a unos cincuenta años de distancia de La República y a unos veintitantos
de Las Leyes de Platón, el maestro siempre discutible, criticado tantas veces, y, sin
embargo, decisivo en la formación aristotélica. Él fue, sin duda, quien orientó a nuestro
autor en este terreno de la política; y, aun después de muerto, seguirá siendo su principal
interlocutor. Por aquellos años, los de la madurez de Aristóteles, su extraño e
incompresible discípulo Alejandro Magno revolucionaba con sus fulgurantes conquistas
el panorama de la geografía política a una escala inaudita por entonces. El pensamiento
político de Aristóteles cobra una peculiar animación entre estas dos referencias: la
polémica y crítica a las teorías de Platón y, por otro lado, la coetanidad con la creación de
un gran imperio (escindido pronto en varios) que lleva consigo la destrucción de los
márgenes tradicionales, en un momento de una trascendencia singular» 14. ¿Qué resulta

si se destruye el conjunto ya no habrá ni pie ni mano, a no ser con nombre equívoco, como se puede llamar
mano a una de piedra. Eso será como una mano sin vida. Todas las cosas se definen por su actividad y su
capacidad funcional, de modo que cuando éstas dejan de existir no se puede decir que sean las mismas
cosas, sino homónimas. Así que está claro que la ciudad es por naturaleza y es anterior a cada uno. Porque
si cada individuo, por separado, no es autosuficiente, se encontrará, como las demás partes, en función de
su conjunto. Y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es
miembro de la ciudad, sino como una bestia o un dios. En todos existe, por naturaleza, el impulso hacia tal
comunidad; pero el primero en establecerla fue el causante de los mayores beneficios. Pues, así como el
hombre perfecto es el mejor de los animales, así también, apartado de la ley y la justicia, es el peor de todos.
La injusticia es más feroz cuando posee armas, y el hombre se hace naturalmente con armas al servicio de
su sensatez y su virtud; pero puede utilizarlas precisamente para las cosas opuestas. Por eso, sin virtud, es
el animal más impío y más salvaje, y el peor en su sexualidad y en su voracidad. La justicia, en cambio, es
algo social, como que la justicia es el orden de la sociedad cívica, y la virtud de la justicia consiste en la
apreciación de lo justo», Aristóteles, Política, ed. Alianza, páginas 43-44.
12
Tomás Calvo, Aristóteles y el aristotelismo, ed. Akal, 1996, página 47.
13
Introducción a La política de Aristóteles, ed. Alianza, 1997, página 33.
14
Ibíd., p. 8-9. La lectura completa de la Introducción de Carlos García Gual resulta recomendable pues
con brevedad nos sitúa ante algunas de las cuestiones de fondo del pensamiento político aristotélico.
clave en el planteamiento de Aristóteles? Que lleva a cabo una crítica (filosófica) de la
política y lo político que nunca pierde de vista el lábil y ambiguo horizonte de las
“posibilidades históricas”. En su filosofía política –por otro lado- encontramos una
clasificación de las formas de gobierno en la que varias de ellas son consideradas
legítimas, sólo son rechazadas aquellas en la que se suprime como fin el bien común
arruinando con ello los cauces del logro de una vida buena 15.
Es el momento de extraer de lo apuntado unas pocas conclusiones. Sobre la
comparación entre Platón y Aristóteles veamos para empezar qué nos dicen J. M. Navarro
y T. Calvo: «La cuestión política venía, pues, a plantearse como el problema de decidir
entre distintas formas de gobierno cuál es la más conveniente y eficaz. Aristóteles
distingue tres formas de gobierno: monarquía (gobierno de uno solo), aristocracia
(gobierno de unos cuantos, los mejores) y democracia (gobierno del pueblo); discutiendo
las ventajas y desventajas de cada una de ellas. Platón, por su parte, se esforzó por
describir la organización política ideal, es decir, aquella que responde a la naturaleza del
hombre y la sociedad. Su teoría está presidida por dos principios teóricos: de un lado, por
su identificación del saber teórico y el saber práctico que lleva a Platón a afirmar que los
gobernantes han de ser los sabios; de otro lado, su concepción de la justicia como orden
en que cada parte de un todo cumple con su cometido. Y puesto que las partes o grupos
sociales (en paralelismo con las partes del alma) son tres, gobernantes, soldados y
productores, la justicia u orden se realizará si los gobernantes son realmente sabios, los
soldados valientes, y todos los ciudadanos moderados»16. Según Platón, en definitiva, la
política democrática es inviable, insostenible y, en última instancia, injusta
(desordenada); debe, por lo tanto, ser desterrada. Aristóteles, en cambio, entendía que
convenientemente reformada era sostenible, viable, legítima; apuesta, pues, por afianzarla
o reforzarla. En el fondo el maximalismo de Platón –perceptible en su postulación de un
“universo eidético” fijo y permanente- le conducía coherentemente a rechazar todo atisbo
de imperfección. Aristóteles, por su parte, aceptaba de entrada la imperfección y proponía
intentar que aun así la filosofía política puede guiarse por la búsqueda de lo mejor de lo
posible (por un “ideal” desde el que criticar el statu quo). En esto cabe cifrar una relevante
diferencia entra ellos17.

15
Una sucinta y precisa exposición de la clasificación aristotélica puede consultarse en el libro de Tomás
Calvo Aristóteles y el aristotelismo, op. cit., p. 48.
16
Historia de la filosofía, op. cit., páginas 54-55.
17
Ambos, de todos modos, propugnaban un profundo –y desde una posición contemporánea discutible-
“esencialismo político” –el de Platón sostenido por la postulación de un “universo eidético”, en Aristóteles
por la apelación a la “naturaleza”- (sobre este punto resulta muy interesante el libro de Philippe Corcuff,
Los grandes pensadores de la política, ed. Alianza, 2008). Sobre el peculiar “esencialismo político”
aristotélico Carlos García Gual escribe en la página 33 de su Introducción a La Política: «Aristóteles, que
había reunido una enorme documentación histórica, carecía, como la generalidad de los pensadores griegos,
de una verdadera conciencia histórica (en sentido moderno); y, aunque habla de un cierto desarrollo de las
sociedades y de las instituciones políticas, éste se lo figura como un proceso natural, según una analogía
biológica: como el llegar a cumplirse las posibilidades marcadas en la naturaleza de cada organismo, de
modo que la forma más perfecta es sólo la entelequia ya prefigurada por la physis. Y no hay una evolución
posterior en esta asimilación de los procesos sociales a los físicos. Por eso, como señala Lloyd, “el ideal de
Aristóteles es estático”, no va más allá de la Polis como forma política, y en general el futuro le interesa
poco». El “esencialismo político”, dicho con rapidez, impide entender que caben múltiples y distintos
modos de ser y de darse (o sea, de acaecer y acontecer) la política y lo político.
De todos modos, el interesantísimo y crucial “debate” entre maestro y discípulo
pronto se quedó sin contexto: sin suelo en el que arraigar, desarrollarse y surtir efectos.
Tras la muerte de Aristóteles se puso fin a la política democrática: comenzó el llamado
“helenismo”. En él –y en justa correspondencia con la desaparición de la política
democrática- la filosofía política propiamente dicha fue sustituida por consideraciones
éticas o doctrinas morales (epicúreas, estoicas, etc.)18.
Nada de esto evita –más bien al contrario- que la frágil y efímera política
democrática se erija ante nosotros como un logro inolvidable, un logro que -como bien
vio, entre otros y entre nosotros, Hannah Arendt 19 -por su esplendor propio se proyecta
como una indeclinable tarea que aún hoy nos concierne e interpela. Retomarlo –repetir
ese acontecimiento en alguna de sus diferentes declinaciones posibles- es hoy algo más
que una obligación.

Edad Media

Introducción
Lo que solemos denominar “Edad Media” abarca diez siglos: desde el siglo V d.
C. hasta el siglo XV. El mundo medieval es de un cabo a otro teocéntrico: Dios se presenta
como el único y supremo fundamento de la totalidad de las cosas. El lugar y el papel
principal, pues, lo desempeña, en coherente correspondencia con lo anterior, la religión
cristiana: ella lo impregna todo, ocupando el sitio que en la edad moderna tendrá la ciencia
y la técnica (edad en la cual se pasa, a su vez, del teocentrismo al antropocentrismo) 20.
Dadas estas coordenadas el nudo más destacado se encuentra en el dilema entre
la razón y la fe (la filosofía griega y el cristianismo). Se repite así –con muchos y
relevantes nuevos matices- la confrontación del mito y el Lógos. Además de esta cuestión
recorreremos otras tres: el “problema de los universales”; el nexo entre política y teología
y, por último, el tímido despuntar de la ciencia renacentista en el siglo XIV, esto es, en el
momento final de la Edad Media.

3. El conflicto de la Fe con la razón


El Helenismo –el mundo grecolatino posterior al esplendor de la era clásica- está
profundamente marcado por las enormes implicaciones del “fin de la Pólis y del ágora”
–es decir: por la ausencia de Ciudad, de arraigo ciudadano (como figura plena del arraigo
mundano). Este profundo desamparo fue terreno abonado para que ganase fuerza y

18
Para adentrarse en la filosofía política de la antigua Grecia son recomendables, por ejemplo, los siguientes
libros: Tomás Calvo, De los sofistas a Platón: política y pensamiento, ed. Cincel; Salvador Mas, Ethos y
Polis, ed. Istmo; Laura Sánchez (coord.), Filosofía y democracia en la Grecia Antigua, ed. Prensas
Universitarias de Zaragoza; José Luis Moreno Pestaña, Retorno a Atenas, ed. Siglo XXI, 2019.
19
De sus múltiples libros citaremos ¿Qué es la política? ed. Paidós, 1997 y La promesa de la política, ed.
Paidós, 2008.
20
El “Lógos” griego no era ni teocéntrico ni antropocéntrico sino “cosmocéntrico” (trascendente al mundo,
en el caso de Platón, inmanente al mundo, en el caso de Aristóteles y el estoicismo, por ejemplo).
cobrase primacía la idea –nuclear en el helenismo, aunque con muchas vertientes y
versiones- de “salvación”. Según ella el fin y el bien del hombre –su “felicidad”- nunca
puede alcanzarse “en éste mundo” (en el inclemente y despiadado “valle de lágrimas”).
La “salvación” se busca así –desplazando a la ética como “arte de la felicidad mundana”-
exclusivamente a través de cauces “religiosos”. Desde luego aquí la religión y lo religioso
recibe una configuración nueva, específica (por ejemplo, deja de ser una festiva religión
civil, etc.). En este marco el cristianismo –gestado en un muy complejo proceso- terminó
imponiéndose (desde luego la relación entre la “predicación de Jesús de Nazareth” y el
cristianismo de la Iglesia oficial romana es lejanísima). ¿Qué notas destacar de esta
peculiar religión? Por ejemplo su monoteísmo 21 (en el que se mezclan el universalismo y
el exclusivismo), la creación ex nihilo del mundo y la tesis de que en vista a propiciar la
salvación “Dios se hizo hombre” (expiando con su martirio, en parte, el pecado de
Adán) 22. De cara a nuestro tema resulta clave lo siguiente: la religión y lo religioso se
torna en asunto de “fe” (ella es lo principal, lo prioritario, eso en lo que se sustenta todo).
Esto no era así o no es así en otras formas de religiosidad como bien nos recuerda Felipe
Martínez Marzoa: «No se debe, por ejemplo, decir que los griegos “creían en” sus dioses,

21
Felipe Martínez Marzoa (haciéndose eco de algunas sugerencias de Heidegger) conecta el monoteísmo
con la “ausencia de lo divino” (esto puede sorprender, y es por ello por lo que lo mencionamos): «Quizá
podamos introducirnos en la situación helenística presentándola de entrada como un intermedio entre la
griega y la moderna. En el helenismo la inconsistencia de los contenidos o de las cosas no tiene ciertamente
[como sucederá en la era moderna] el carácter de autoafirmación y autocerteza [del Sujeto humano], no es,
pues, “mi” operación o “mi” postulada independencia frente a …, etc. Pero hay ya, en el helenismo, una
inconsistencia de las cosas establecida de manera general y como principio; y, por eso, la pérdida de
consistencia no es ya pura y simplemente la miseria y el vértigo, porque no es pérdida de consistencia de
lo consistente, sino remisión de lo inconsistente a lo consistente; frente a la inconsistencia de las cosas hay
ahora la salvación en algo otro, hay “remedio” frente a la “miseria”. La afirmación de un consistente situado
“más allá” no es sino la otra cara del hecho de que la inconsistencia de las cosas no es ya experimentada
como pérdida de una consistencia que éstas, en principio, tienen, sino que es asumida de manera general.
Por eso mismo, esa referencia a algo “más allá” tiene a la vez el carácter de la unificación y la
uniformización. Si la palabra “dios” significa la presencia que no se deja reducir a nada, entonces el que
para un griego de la época propiamente griega por todas partes hubiese dioses y/o todo estuviese lleno de
dioses significa lo que acabamos de llamar la originaria consistencia de las cosas, en ningún modo reñida
–más bien al contrario- con que a esa consistencia le sea inherente el substraerse, el rehuir todo intento de
tematización. Correspondientemente, el que la inconsistencia no sea ya la pérdida de una verdadera
consistencia como el substraerse propio de ésta, sino que sea una especie de principio general y una
situación dada, eso, situación helenística, es significado por la (tendencia a la) remisión a un Dios único.
“Dios” significa que los dioses han huido. Y el carácter de correlato trascendente a la inconsistencia general
de todo lo finito y determinado, de las cosas en general, hace que ese Dios único tienda a ser pensado como
infinito. Se está produciendo el viraje que estriba en que ahora lo “infinito” sea lo afirmado, lo que se
supone consistente, y lo infinito en cambio lo inconsistente, mientras que en Grecia “infinito” quería decir
algo así como “no ente” y “finito” algo así como “ente”, porque el ser era límite. Si la mencionada
“salvación” ha de residir, pues, en la remisión a algo “otro” frente a la inconsistencia de “esto”, entonces
habrá de residir en algo distinto y especial, diferenciado de lo profano. Los dioses ya no están; “Dios”
significa, como hemos dicho, la ausencia de lo divino en general. Que lo divino está ausente quiere decir
que sólo se puede hacer alusión a ello mediante operaciones específicas, distintas de la vida laica: acciones
ad hoc (esto es, culto), de las que forman parte creencias, una comunidad también ad hoc, etc. Todo lo que
acabamos de exponer como característico de la época helenística en contraposición a la griega (el concepto
de salvación, el culto, la creencia, la comunidad de adeptos, etc.) constituye el concepto de “religión”»,
Historia de la filosofía, vol. I, ed. Istmo, 1994, páginas 233-234.
22
El cristianismo, ante la (miserable y horrenda) caída en el mundo, pretende asegurar la definitiva y eterna
salvación (del alma) fuera del mundo (en un utópico cielo suprasensible).
pues faltan allí por completo los presupuesto para que pueda haber una “creencia” o
“fe”»23.
Este periodo está caracterizado, en consecuencia, por una doble subordinación: de
la razón a la fe (la fe religiosa), de la filosofía a la teología cristiana24. Esta subordinación
atraviesa el menos tres etapas: una abierta hostilidad, intentos de compaginación y, por
último, una cierta indiferencia mutua. Vayamos, una por una, con ellas.
Los primeros siglos están presididos por una enorme y franca hostilidad
(hostilidad recíproca, como se ejemplifica en los escritos de Celso y en numerosos
episodios históricos que cabría relatar)25. La fe y la razón (el cristianismo y la filosofía),
por decirlo coloquialmente, no pueden ni verse. San Pablo y Tertuliano, entre otros,
fijaron la posición principal con la fórmula “credo quia absurdum est”: creo porque es
absurdo. Esta frase provocativa afirma la absoluta superioridad de la fe religiosa y la
verdad revelada en las Sagradas Escrituras. La fe en el dogma –el mensaje del mesías-
basta y sobra para lo único importante: la salvación del alma de cada uno de los fieles
(obtenida gracias a su entera sumisión a los dictados de la Iglesia que salvaguarda la
doctrina). ¿Y la filosofía? ¿Y la “razón” (o el “Lógos”)? No sólo es –nos dicen-
innecesaria, superflua, sino que es dañina, perjudicial. Se dibuja así una posición
denominada “fideísmo”. Según ésta el conflicto entre la fe y la razón es constitutivo y,
por eso, insoluble. ¿Qué permaneció de este posicionamiento (aunque sea suavizado,
atemperado) durante toda la Edad Media? La sospecha de que la “razón” es
intrínsecamente peligrosa y necesita, por serlo, ser encauzada por una instancia superior.
Per se –“abandonada a sí misma”, cabe decir- la razón conduce fácilmente –como les
ocurría a los filósofos y científicos paganos- a tesis contrarias a los dogmas de la fe (por
ejemplo, su declaración de la eternidad del mundo o de la mortalidad del alma). La razón
es pues –nos vienen a decir San Pablo o Tertuliano- proclive a sembrar dudas, a lanzar
preguntas, es decir: a minar la fe. Sin abandonar esta reticencia, sin embargo, pues la

23
Ibíd., página 234.
24
Sobre el contexto histórico de esta subordinación precisa Diego Sánchez Meca: «Al ser invadido el
Imperio Romano por los bárbaros, la herencia cultural de la Antigüedad se transmitió a Occidente
básicamente a través de la Iglesia cristiana. La consecuencia lógica de ello fue que el contenido espiritual
de la antigua cultura grecorromana no permaneció vivo, en principio, sino lo que podía ser bien recibido
por la doctrina de la Iglesia, quedando excluido lo demás y, en especial, lo que se encontraba en oposición
a ella. Con esto desaparecen grandes logros intelectuales y mundos enteros de la vida espiritual que sólo
más tarde, y parcialmente, en virtud de diversas vicisitudes y no sin ardua lucha, será posible recuperar. La
Patrística y San Agustín habían avanzado mucho en la tarea de dotar a la Iglesia de un sistema coherente
de doctrina que articulaba el conjunto de sus dogmas, poniendo fin, en buena medida, a las numerosas
“herejías” que amenazaban con debilitar la fuerza histórica y social del cristianismo. En el pensamiento
agustiniano se produce ya un cierto entrelazamiento entre lo griego –una parte limitada del platonismo e
importantes elementos neoplatónicos- y lo cristiano, constituyendo su síntesis uno de los cauces por el que
los nuevos ocupantes del Imperio reciben la herencia de la Antigüedad. Pero, durante la Edad Media, tal
vez lo más característico, en este contexto, sea la subordinación de todo saber teórico –y de su facultad
propia, la razón- a la certeza indiscutible de lo que se impone por la fe. No hay otra verdad que la verdad
que salva, la verdad revelada y hecha vida en Cristo. A su conquista han de orientarse fe y razón. En la
tarea, pues, de construir la doctrina de la Iglesia y de defenderla de sus diversos enemigos, la filosofía
antigua, las ideas y concepciones del saber teórico y racional de los griegos, van a ser utilizadas como
instrumentos para exponer, fundar y desarrollar los dogmas en un sistema teórico-religioso que puede
orientar la acción y la vida de los cristianos hacia la salvación», Teoría del conocimiento, ed. Dykinson,
2001, pp. 149-150.
25
En su película Ágora Alejandro Amenábar retrata uno de ellos, bien significativo.
“peligrosidad” de la razón siempre permanecía latente, el cristianismo terminó acudiendo
–para afianzar sus propios fines- a la “razón” y la “filosofía”. ¿Por qué sucedió algo así?
Felipe Martínez Marzoa nos ofrece una interesante pista al respecto: «En el cristianismo,
en efecto, el carácter a la vez sobrenatural y contingente del episodio salvador asume la
condición de tesis. La contradicción está ahora en que algo a lo que es esencial el que ello
sea absurdo, ininteligible, a la vez tenga el carácter de tesis. Pero así es. Por una parte, el
cristianismo sitúa en primer término, como enunciado central, no una tesis “esencial”,
sino el anuncio de un hecho, una “buena noticia”; ciertamente la salvación, pero ésta
anunciada como una historia que ha ocurrido en un momento y lugar. No sabemos a partir
de cuándo se dio este carácter a la narración de lo presuntamente sucedido con un tal
Jesús de Nazareth; pero sólo desde entonces hay cristianismo. Además, eso que se narra
es narrado precisamente como el aparecer de lo consistente en la presencia de lo
inconsistente, mortal, sensible, como el hecho de que “el Lógos se ha hecho carne”. De
acuerdo con todo ello, la salvación consiste en una especie de incorporación física,
sensible, a ese acontecimiento (“el que como mi carne y bebe mi sangre”, etc.). Por otra
parte, todo eso contingente (digamos: esencialmente, necesariamente contingente)
aparece como la única vía posible de salvación; frente a la diversidad de los ceremoniales
“paganos”, esta es la vía única; no sabemos exactamente desde cuándo, pero sólo desde
entonces hay cristianismo. El que sea la única vía posible significa que se presenta con
un cierto carácter de necesariedad; no que la salvación sea en algún sentido algo
necesario; muy al contrario, es esencial el que Dios no estaba en ningún modo obligado
a salvar a nadie; pero hay una cierta necesariedad en el sentido de una conexión necesaria:
si ha de haber salvación, entonces ha de ser mediante una contingencia como la que se
describe. El cristianismo, pues, afirma el principio de que la salvación requiere un
elemento sobrenatural y contingente. Hemos visto que sólo el cristianismo afirma este
principio, en el que de algún modo los diversos cultos se encontraban, y vemos también
que, si la contingencia y la sobrenaturalidad comportan incomprensibilidad y carácter de
absurdo, a la vez, sin embargo, el hecho mismo de afirmar esa incomprensibilidad
introduce una exigencia de comprensibilidad que será decisiva para el destino del
cristianismo; éste, en efecto, al afirmar, al hacer tesis o principio del principio en cuestión
establece un elemento de necesariedad, de universal validez, en virtud del cual se obliga
a buscar un compromiso con el “saber mundano” que en principio rechaza. Así,
precisamente el cristianismo se prestará a hacer de puente entre el helenismo y la
modernidad. El mencionado elemento de validez universal y de necesariedad comporta
que la comunidad de adeptos haya de acabar (bastantes siglos después y a través de
importantes mediaciones) disolviéndose en la humanidad; cierto que entonces el
cristianismo habrá terminado, pero se podrá decir que esta descristianización habrá sido
en cierta manera el cumplimiento del mensaje cristiano»26. Por esto –entre otras cosas- se
pasó de plantear un “conflicto constitutivo” entre fe y razón a ensayar –en un periodo
muy dilatado- lo que puede llamarse una “alianza estratégica”.
El primer hito de esa alianza lo encontramos en San Agustín (354-430 d. C.).
Felipe Martínez Marzoa lo presenta así: «Ciertamente, el cristianismo constituía una
posición afilosófica; pero no es menos cierto que el tema al que se refiere es de alguna
manera el tema de la filosofía. Para expresarse, o para simplemente captar y exponer en

26
Felipe Martínez Marzoa, op. cit., páginas 241-242.
conceptos el contenido de aquel saber que consideraba puro don divino, el cristianismo
necesitaba “meterse en filosofía”. Encontrar ese lenguaje no fue cosa fácil; primero, los
Padres de la Iglesia se valieron de conceptos tomados ya de la Estoa, ya del vago
platonismo helenístico anterior a Plotino, en menor medida de otras escuelas; pero
podemos decir que hasta el siglo IV no se encontró una fórmula; quien la acuño, con
carácter en cierto modo definitivo, fue San Agustín. Hay que decir también que la
constitución de una expresión filosófica del cristianismo avanza, característicamente, a
una con cierto hecho de carácter extrafilosófico: la oficialización del cristianismo, en el
doble sentido de: constitución de una estructura clerical formalizada y establecimiento de
lazos cada vez más estrechos con el poder “temporal”» 27. Se ve aquí cuál fue su logro
específico: exponer una teología cristina elaborada desde elementos platónicos (así, por
ejemplo, el universo eidético platónico –el “mundo inteligible”- se identifica ahora con
Dios, etc.). Explica de nuevo Martínez Marzoa: «Así San Agustín sencillamente
considera a Dios como el ámbito de lo inteligible. Las Ideas no son, pues, “producidas”
en modo alguno por Dios, sino que son consubstanciales a Dios, Dios las contiene en sí.
Esta identificación de lo inteligible con Dios tiene, desde el punto de vista cristiano, las
siguientes ventajas: sitúa la Creación precisamente en el abismo entre lo inteligible y lo
sensible, haciendo corresponder la oposición Creador/creado a la oposición “platónica”
ser/cosa. Como entre la Idea y lo sensible como sensible (no como determinación) hay un
verdadero “abismo”, queda abierta una puerta para admitir la total contingencia de lo
sensible; todo lo necesario queda del lado de Dios. Al ser lo sensible como tal lo que sale
de la Creación, se le asegura a lo sensible como tal un carácter positivo, una entidad (por
tanto, una “bondad”), y se le da a la Creación un sentido de distinción substancial entre
lo creado y el Creador»28. La fórmula principal del San Agustín es esta: “nisi credideritis,
non intelligetis”: “sin haber creído no entenderéis”; la fe va primero, y la razón se encarga
de esclarecerla, o sea: acude eventualmente en su auxilio, ¿por qué? porque la fe es más
firme y segura que la razón, la cual precisa ser guiada y orientada.
Hasta San Anselmo (1033-1109) –y bajo la influencia apabullante de San Agustín-
se acuñaron teologías cristianas platonizantes. Sobre San Anselmo nos señala Martínez
Marzoa: «El nombre de Anselmo de Cantorbery ha quedado ligado más que a nada a
cierta “prueba de la existencia de Dios”. Esto es justo no sólo porque esa prueba, luego
llamada “argumento ontológico”, fue formulada primeramente por Anselmo, sino
también porque Anselmo es el primer cristiano que, de algún modo, se propone
formalmente la tarea de dar una prueba de la tesis “Deus est”. Pero, precisamente por eso,
tenemos que delimitar cuidadosamente el alcance y sentido que para el propio Anselmo
tienen esa tarea y esa prueba. Anselmo no piensa en absoluto en una prueba independiente
de todo condicionamiento religioso, o –como diría Descartes- en una prueba válida
“incluso para los turcos”. La afirmación del propio Anselmo de que acepta componer una
meditación sobre Dios en la que “nada se demuestre por la autoridad de la Escritura”
aparece suficientemente explicada en el primer título que Anselmo dio a su Proslogium
(la obra en la que se expone el argumento): Fides quaerens intellectum (“fe que busca
entender”), y en la conocida fórmula de Anselmo acerca de la relación entre la fe y el
entender: Neque enim quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam (“no busco
entender para creer, sino creo para entender”). Anselmo pretende formular una prueba
27
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. I, 1ª edición, 1973, página 363.
28
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. I, 2ª edición, 1994, páginas 268-269.
que no tome como premisa ningún dato sobre la fe, pero que sí toma de la fe la
delimitación de aquello que se pretende probar y, por lo tanto, el sentido general de la
prueba»29.
Entre el primer hito –San Agustín- y el segundo –Santo Tomás- ocurrió algo de
gran calado y relevancia. ¿Qué fue? Nada menos que la llegada a Occidente –a través del
pensamiento religioso judío y árabe- de la filosofía de Aristóteles. La decisiva crítica de
Aristóteles a su maestro Platón volvió a reverberar de tal modo que puntos clave de la
teología cristiana hasta entonces vigente fueron puestos en tela de juicio. Nos fijaremos
–antes de recalar en Santo Tomás- en las figuras de Maimónides y de Averroes. ¿Cómo
concebían ambos, además, la relación entre la fe religiosa y la razón filosófica?
El contexto de la recepción de la obra de Aristóteles en Europa a través de judíos
y árabes queda bien retratado en el siguiente texto de Martínez Marzoa: «Un amplio y
decisivo caudal de literatura filosófica antigua, cuyo principal elemento es el grueso de la
obra de Aristóteles, fue estudiado y comentado por árabes y judíos precisamente durante
la época en que era desconocido en el Occidente cristiano. La entrada de toda esa literatura
en el ámbito cultural cristiano-occidental fue fruto de la continuada presencia de
musulmanes y judíos en el sur de Europa y de la comunicación de intereses culturales que
llegaron a alcanzar a los cristianos en algunos lugares. Buena prueba de ello es el hecho
de que fuese Toledo la ciudad de la que partió la avalancha, poco después de que esa
ciudad pasase formalmente a manos cristianas. Allí se emprende, desde la primera mitad
del siglo XII, y en parte por el interés que puso en ello el arzobispo Raimundo, francés
de origen, la tarea de traducir al latín a Aristóteles, Alfarabí, Avicena, Algazel y Gabirol
(Averroes y Maimónides estaban aún empezando su obra) … las traducciones de Toledo
significaron el descubrimiento de un nuevo mundo de literatura filosófica, que suscitó un
enorme interés. Prueba de ello es que muy pronto (ya desde algo antes de 1200)
empezaron a aparecer traducciones directas del griego al latín; esto tiene su mérito,
porque ni los textos griegos ni la lengua griega estaban fácilmente al alcance; lo uno y lo
otro se conservaba en mayor o menor medida en el filosóficamente inerte mundo
cristiano-oriental; pero las conexiones de este mundo con el Occidente eran escasas. Sea
como fuere, el hecho es que hacia mediados del siglo XII se tenía (por quienes lo tenían)
todo lo esencial de la obra de Aristóteles traducido del griego al latín. La avalancha
aristotélico-árabe coincide con la constitución de la “universidad” de París, es decir: con
la obtención de una estatuto especial, reconocido por el Papa y el rey de Francia, para el
“conjunto” (universitas) de los maestros y alumnos que actuaban en la ciudad de París; la
reunión de todos los maestros y discípulos en una corporación fue en 1200, y la
aprobación definitiva de los estatutos tuvo lugar en 1215; en esos estatutos se prohíbe la
enseñanza de la obra de Aristóteles, considerada peligros para la fe, excepto el organon,
que, como sabemos, era en su mayor parte conocido desde hacía tiempo; esta prohibición
no hacía otra cosa que confirmar lo que ya había formulado un concilio provincial de
París en 1210. La Universidad de París será durante el siglo XIII el principal campo de
batalla de las escuelas filosóficas»30.

29
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, vol I., 1ª edición, op. cit., página 383.
30
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. I, 2ª edición, op. cit., página 301-302.
El judío Maimónides (1135-1204) se propuso conciliar –hasta cierto punto- la
Torá y el Talmud con la filosofía de Aristóteles. ¿Cómo entendía, pues, la relación de fe
y razón? Martínez Marzoa lo expone con nitidez: «La posición de Maimónides en la
cuestión de las relaciones entre filosofía y fe es muy próxima a la que poco después
defenderá Tomás de Aquino. Cree Maimónides que la filosofía no puede demostrar todas
las verdades reveladas, pero que la concordancia entre la filosofía y la fe, el que no hay
más que una verdad, se manifiesta en que, al menos, la filosofía siempre ha de poder
demostrar que no es imposible admitir las verdades reveladas, demostrar que ninguna de
éstas es absurda desde el punto de vista de la razón. Por ejemplo: la filosofía, ciertamente,
no puede demostrar que el mundo es temporalmente finito, que ha tenido un comienzo
(Maimónides ni siquiera cree que se pueda demostrar la Creación), pero sí ha de poder
demostrar que tampoco se puede demostrar lo contrario; en otras palabras: la filosofía no
puede demostrar que lo revelado es verdad, pero ha de poder demostrar que no se puede
demostrar que es falso. Naturalmente, se entiende que la filosofía “puede demostrar” algo
cuando puede demostrarlo sin apoyarse en datos de la fe, porque si se apoya en tales datos,
ya no es filosofía. Por ejemplo: puesto que la filosofía no puede demostrar que el mundo
haya tenido un comienzo, si la filosofía pretende demostrar la existencia de Dios, tendrá
que hacerlo sin suponer que el mundo tiene un comienzo; incluso podemos decir más:
puesto que, en el supuesto de un comienzo del mundo, la demostración de que Dios existe
es trivial, la filosofía, para tal demostración, no podrá permitirse ese supuesto, pero sí el
contrario: que el mundo sea eterno»31. Por otra parte en su obra Guía de Perplejos intenta
mostrar a los que después de estudiar filosofía llegan a un estado de confusión que bien
encauzada la razón no es contraria a las convicciones religiosas; así propone que ambas
–fe y razón- deben de colaborar para entender a fondo la Torá, es decir, para alcanzar su
verdadero significado, ¿por qué? porque las Escrituras aun siendo “palabra de Dios” están
redactadas en el lenguaje de los hombres y adaptadas a la medida de la inteligencia del
vulgo, nunca, entonces, pueden ser tomadas literalmente (su lenguaje es el lenguaje de la
“alegoría”, en definitiva). Esto da pie a tomar a Maimónides como el iniciador de una vía
de lectura de la Biblia “crítica”, “desmitologizada”.
Averroes (1126-1198), el más célebre teólogo del Islám medieval, concebía así la
conexión de razón y fe: «El Corán es, desde luego, la verdad misma, puesto que es la
revelación divina. Ahora bien, precisamente una manifestación del carácter milagroso del
Corán es que se dirige por igual a todas las categorías de espíritus, a todos los grados de
saber en los que puede encontrarse el hombre; y estos grados son –según Averroes- tres:
el más alto consiste en ir de lo necesario a lo necesario por lo necesario, es decir: en la
demostración rigurosa; el segundo consiste en la dialéctica, es decir: en los argumentos
probables; el tercero apela a la imaginación y los sentimientos. Al primer grado
corresponde la filosofía, al segundo la teología y al tercero la simple fe. La filosofía no
prescinde del Corán, pero, a diferencia de la simple fe, busca no el sentido exterior
imaginativo, sino el interior y oculto. Esta doctrina de las tres categorías de espíritus
presenta el significado de que todo creyente tiene el derecho y deber de comprender el
Corán de la manera más perfecta posible con arreglo al grado en que se encuentra situado,
y tiene el deber de no intentar traspasar ese grado en su interpretación del Corán, a no ser
–naturalmente- que lo traspase en la totalidad de su posición espiritual, en cuyo caso ya

31
Felipe Martínez Marzoa, Ibíd., página 299.
no está en ese grado, sino en el superior; igualmente, el que ha alcanzado un grado
superior tiene el deber de no divulgar las interpretaciones propias de ese grado entre las
personas que se encuentran en un grado inferior»32. A veces se atribuye a Averroes la
tesis de una “doble verdad”: por un lado, tendríamos la verdad de la fe y por otro la verdad
de la razón, pero no es esto exactamente lo que sostiene; Averroes más bien defiende algo
así: «En la filosofía de Averroes se encuentran tesis que son incompatibles tanto con el
cristianismo como con el Islám. La explícita declaración de Averroes al respecto es que,
en tales casos, reconoce necesario “por la razón” lo uno, pero mantiene firmemente “por
la fe” lo otro. Sin embargo, Averroes nunca admitió que hubiese “dos verdades”: por el
contrario, considera que, en definitiva, religión y filosofía tienen que coincidir, incluso
tienen que ser lo mismo. Tampoco dijo nunca que, en esas tesis, su filosofía “debía de”
ser errónea aunque él no viese en qué ni por qué; se limitó a decir lo que veía:
filosóficamente no veía cómo el alma podía ser inmortal, que como creyente estaba
convencido de que el alma es inmortal, y que, sin embargo, reconocía que no puede haber
contradicción entre la razón y la fe»33.
Llegamos así a la segunda cima de la teología cristiana: Santo Tomás de Aquino
(1225-1274). Siguiendo la senda de su maestro Alberto Magno su proyecto principal
consiste en responder a la crisis de la teología cristiana vertida en moldes platónicos
intentando ahora conjugar el cristianismo con Aristóteles 34. Santo Tomás divide la
metafísica en dos partes: la ontología (el conocimiento del ente y sus propiedades

32
Felipe Martínez Marzoa, Ibíd., páginas 294-295.
33
Ibíd., pp. 297-298. Respecto al interesante fenómeno del “averroísmo latino” cabe atenerse a lo siguiente:
«Con arreglo a los postulados generales de la cultura medieval, el saber profano debía estar subordinado a
la teología. La independencia académica de la facultar de “artes” no fue problema mientras de hecho toda
la filosofía conocida o bien estaba elaborada al servicio de la teología o bien podía, por su propio contenido,
adquirir un aspecto puramente técnico (esto último le ocurría a la lógica). Pero tal condición deja de
cumplirse cuando entre en escena la obra entera de Aristóteles comentada por Averroes. Lo más importante
no es que Averroes no fuese cristiano (porque las exigencias metafísicas del Islám no difieren esencialmente
de las del cristianismo); lo grave fue que Averroes era un auténtico intérprete, que no pretendía de modo
general poner a Aristóteles de acuerdo con la fe, y que no tenía reparo en decir algunas veces: comprendo
la demostración y racionalmente me convence, aunque yo, por la fe, sostenga lo contrario. Los maestros de
la facultad de “artes” consideraron que su tarea era estudiar y ensañar lo mejor que en filosofía podían
conocer, es decir: Aristóteles, apoyando su estudio en el, sin duda, concienzudo comentario de Averroes; y
pensaron que “la verdad” (que –también para ellos- era la Revelación) no les incumbía a ellos, sino a los
teólogos. En 1270, el obispo de París, Esteban Tempier, condenó quince tesis, de las cuales la mayoría eran
tesis filosóficas de Aristóteles-Averroes», Ibíd., página 323. Como sucinta y ajustada presentación del
averroísmo latino puede consultarse también Diego Sánchez Meca, Teoría del conocimiento, op. cit.,
página177.
34
Dice sobre esto Diego Sánchez Meca: «En el siglo XII, las conquistas de los árabes permiten el
conocimiento en Europa del conjunto de las obras de Aristóteles, traídas desde Bizancio a Córdoba y
llevadas de allí a París, lo que supuso una gran conmoción en los medios intelectuales y eclesiásticos. El
corpus aristotélico llegaba no sólo en una traducción latina, sino, además, completado con comentarios e
interpretaciones de filósofos árabes como Avicena y Averroes, quienes extraían conclusiones que
contradecían importantes principios del cristianismo. Y otra gran figura, otro eminente doctor de la Iglesia,
Santo Tomás de Aquino, tratará de llevar a cabo ahora la síntesis, y mostrar no sólo que el aristotelismo no
comporta necesariamente las conclusiones que los árabes extraían de él y que contradecían las verdades
reveladas, sino que incluso muchas de sus ideas podían constituir un inestimable instrumento para reforzar
la expresión dialéctica de la teología cristiana. El aristotelismo arábigo-neoplatónico despertó grandes
recelos por la dificultad que a primera vista ofrecía para compatibilizarse con la doctrina cristiana. Pero
pronto filósofos como San Alberto Magno y Sto. Tomás se aplicaron a la tarea de armonizar los nuevos
horizontes del pensamiento filosófico con los del dogma», Teoría del conocimiento, op. cit., página151
(véanse también las páginas 161-162).
trascendentales –unidad, verdad, bondad, etc.) y la teología natural (conocimiento –a
través de la razón o del entendimiento- de la esencia y la existencia de Dios).
Además de la teología natural (que incluye, por ejemplo, las célebres “cinco
vías”) debe desarrollarse una teología revelada, centrada en el estudio e interpretación de
las Sagradas Escrituras.
¿Cómo explica Aquino la relación entre fe y razón? Esa relación puede
representarse gracias a la intersección de dos círculos, el círculo de lo alcanzado por la fe
y el de lo accesible a la razón. Así nos encontramos por un lado verdades de la razón
(verdades matemáticas o las del conocimiento ontológico), verdades de la fe (el dogma
de la Santísima Trinidad, por ejemplo) y una serie de verdades comunes a la fe y la razón;
éstas últimas, precisamente, son el contenido propio de la teología natural –el punto
culminante de la metafísica. Según Santo Tomás, por otra parte, razón y fe deben siempre
llegar a una misma e idéntica conclusión. ¿Por qué? Porque la Verdad es única y porque
ésta se fundamenta en un único Dios. Subsiste, claro, algunas diferencias entre la teología
y la filosofía, diferencias que tiene lugar en tres planos: a) en los principios: los de la
filosofía son axiomas, verdades evidentes por sí mismas, los de la teología los artículos
de fe, las verdades reveladas; b) en sus conclusiones: las conclusiones de la filosofía son
racionales y se atienen al ámbito de lo sensible natural; en cambio las conclusiones de la
teología se sustentan sobre la fe en la revelación y se refieren al ámbito de lo sobrenatural;
c) por su tema: el tema de la filosofía es el ser natural; la teología en cambio se ocupa de
Dios, el ser sobrenatural. ¿Qué ocurre si la filosofía llega a discrepar de la fe religiosa?
Entonces –sostiene Santo Tomás- puede tenerse por seguro que la filosofía se ha
equivocado en su proceso de razonamiento. La fe, pues, como sucede en la Edad Media,
tiene la última palabra. ¿En qué cifrar, en definitiva, el perfil de esta fase del contacto de
la filosofía con el cristianismo? Diego Sánchez Meca lo expone con claridad: «En
términos generales, se podría decir que el sentido último del pensamiento de Sto. Tomás
radica en su intento de unificar la fe del cristianismo y la filosofía de Aristóteles. En esta
empresa retoma las doctrinas de los Santos Padres y aspectos importantes de la filosofía
árabe medieval. A partir de esta síntesis sostiene una concepción de las relaciones entre
fe y razón en la que la razón tiene como misión la justificación racional de los principios
de la fe y la defensa y clarificación de los dogmas indemostrables … Esta será la posición
fundamental de la filosofía escolástica, que, tras su florecimiento en los siglos centrales
de la Edad Media, se prolonga hasta nuestros días en lo que se ha dado en llamar el
neotomismo o la neoescolástica»35.
Nos acercamos, ahora, a la etapa final de la Edad Media. En ella destaca –
enseguida veremos por qué- la figura de Guillermo de Ockham (1285-1349). Ockham
sostiene con vigor que fe y razón son fuentes de conocimiento distintas, independientes
y con contenidos diferentes: una apunta hacia lo sobrenatural, la otra hacia lo natural. Así
pues, por un lado, se encuentran las verdades de la fe y por otra las de la razón. Ésta
última, por lo tanto, resulta “liberada” de su subordinación a la fe 36. En consonancia con

35
Diego Sánchez Meca, op. cit., página 169. Pueden leerse también las páginas 310-313 de Felipe Martínez
Marzoa, Historia de la filosofía, vol. I., 2ª ed., op. cit.
36
El primer efecto positivo de esto fue un cierto florecimiento –muy tímido, eso sí- de la ciencia en el
último siglo de la Edad Media –algo que sólo se consolidó, y no sin dificultades, en el Renacimiento-.
Explica sobre esto Diego Sánchez Meca: «Con el desmoronamiento, en el siglo XIV, de las estructuras
esto Ockham rechaza en su conjunto –en su misma raíz, dicho con más precisión- la
“teología natural”. Así pues, ¿en qué punto estamos? Felipe Martínez Marzoa lo resume
así: «Ockham no considera racionalmente demostrable ni la existencia de Dios ni los
atributos de Dios ni la inmortalidad del alma, ni nada de esa índole. ¿Quiere esto decir
que Ockham es un incrédulo? Todo lo contrario; la intención fundamental, consciente y
decidida, de Ockham es liberar a la teología del aparato filosófico-escolar que la
aprisionaba, declarando simplemente inconsistente ese aparato. En efecto: el postulado
fundamental de la teología de Ockham es una interpretación radical del Credo cristiano,
“Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem”. La posibilidad de formular principios
necesarios y de apoyar en ellos demostraciones apodícticas supone que las cosas no sólo
son de hecho tal como dicen esos principios y demuestran esas demostraciones (porque
sobre puros hechos sólo puede informarnos la experiencia), sino porque tienen que ser
así; y, si admitimos esto, estamos restringiendo la omnipotencia de Dios. Si Dios es
absolutamente omnipotente, carece de sentido especular sobre cómo tienen que ser sus
obras; todo es como Dios quiere, y Dios quiere lo que él quiere. Podemos ver, pues, que
la misma doctrina de Ockham acerca de los “universales” respondía a un principio
teológico, esto es: la absoluta libertad de Dios. En efecto: la esencia es la determinación,
la ley necesaria para la cosa, aquello por lo cual un caballo no puede tener entendimiento,
ni una piedra hablar. Si hay esencias, hay una articulación racional del mundo por encima
de la cual no es posible saltar. Y es preciso que nada sea absolutamente imposible, porque
Dios lo puede todo. Por tanto, es preciso que, en términos absolutos, no haya esencias.
Puesto que de cosas suprasensibles (= “metafísicas”) no es posible experiencia alguna,
todo lo que podemos decir de esas cosas procede exclusivamente de la fe. Para Ockham
esto no es una tesis negativa, sino positiva; es una afirmación de la autonomía de la fe.
Lutero se reconocerá discípulo de Ockham. La fe –que contiene en sí todas las verdades
necesarias para la salvación- no tiene nada que esperar de andamiajes metafísico-
racionales; debe atenerse a la Revelación y nada más … Podemos considerar la obra de
Ockham como la destrucción sistemática de la Escolástica, destrucción hecha por un
escolástico, hecha conscientemente y en nombre de la religión cristiana. La Escolástica
(considerada como algo importante en la historia del pensamiento, no como mera
estructura socio-académica) no fue borrada por la filosofía moderna ni por la ciencia
moderna; se eliminó a sí misma antes de eso»37.
¿Qué se puede concluir de todos estos diez siglos? Que –en cierto sentido al
menos- se cierra el círculo –un círculo en el que asoma, sin embargo, al final, una pequeña
pero muy importante variación-: se pasa de la hostilidad del fideísmo religioso inicial (en
San Pablo y Tertuliano, por ejemplo) a un fideísmo final en al que –al menos en el
propósito de Ockham (pues la postura oficial de la Iglesia cristiana fue otra)- la razón y
la fe se ocupan “cada una de lo suyo”. De todos modos –y como bien vemos hoy día- en

socio-políticas medievales y la crisis que atraviesa el teocentrismo, se abre una época de revisión crítica,
favorable al desarrollo de la libre investigación, y en la que tiene lugar, finalmente, la separación entre el
saber racional y el saber de la fe. Concretamente Guillermo de Ockham, que radicaliza el precedente
tomista, trata de eliminar las zonas de contenidos comunes a la fe y la razón. Para él son fuentes distintas
cuyos contenidos son también heterogéneos, de modo que ninguna proposición de la fe puede ser de
demostrada racionalmente», Teoría del conocimiento, op. cit., página 176.
37
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. I, 2ª ed., páginas 335-337.
este asunto aún nos queda mucho camino que recorrer: el tema dista bastante de estar –
por increíble que tal vez parezca- no ya “zanjado” sino correctamente enfocado.

4. La controversia de los universales y la metafísica monoteísta


Estamos aquí ante una de las cuestiones tradicionales más debatidas y también
más difíciles. Su trasfondo –e importa sentarlo ya desde el comienzo- es netamente
platónico. Platón –espoleado por una versión de qué sucede en el conocimiento
matemático- sostuvo que propiamente sólo hay conocimiento de lo estrictamente
universal, necesario e inmutable; el “mundo fenoménico”, a su vez, se encuentra
sostenido y atravesado por una férrea e inalterable trama de esencias: por un “universo
eidético” a la vez cristalino y marmóreo –una rígida urdimbre jerárquica de géneros y
especies. El conocimiento, pues, se mueve principalmente entre conceptos, entre
definiciones esenciales (la esencia de algo –eso que debe aducirse como respuesta a la
pregunta ‘¿qué es algo?’- es la exhaustiva y completa recopilación de sus propiedades
permanentes y comunes); el conocimiento conceptual, por lo tanto, está orientado y
polarizado por las “esencias”, las Ideas platónicas (separadas, subsistentes, relacionadas
con sus casos o ejemplos por imitación y/o participación, etc.). Tras esta caracterización
del conocimiento, late, en definitiva, un profundo dualismo entre lo inteligible universal
al que apunta el conocimiento racional y lo sensible particular (múltiple, contingente,
cambiante, etc.)38. Desde luego Aristóteles realizó una aguda y penetrante crítica de
Platón pero mantuvo –con nuevos matices- el núcleo mismo del asunto: el postulado de
que el mundo mismo reposa sobre una única y rígida trama de esencias (las aristotélicas
“formas substanciales”) 39.
Este denso conjunto de cuestiones y tesis llegó a la Edad Media a través de Porfirio
y Boecio (470-525 d. C.); veamos –gracias al texto siguiente- la dificultad o el problema
que legó este último: «En relación con sus trabajos de “lógica”, aunque no sea ello mismo
una cuestión “lógica”, lo que más nos interesa aquí de Boecio es que fue el iniciador de
la discusión, típicamente medieval, en torno a la “cuestión de los universales”. La
cuestión como tal la leyó Boecio, y tras él casi toda la Edad Media, en la “Introducción”
de Porfirio, donde se decía que, por pertenecer a una “más alta” investigación, quedaban
allí sin discutir las cuestiones siguientes: 1. Si los universales (es decir: los géneros y las
especies) son en realidad o son solamente pensamiento; 2. En caso de que sean en
realidad, si son corpóreos o incorpóreos; 3. Si son aparte de las cosas sensibles o no.
Boecio no da una respuesta propia a estas preguntas, pero se ocupa de explicar cuál es –
según él- la respuesta con arreglo a Aristóteles; lo hace de la siguiente manera: a) el
universal pertenece entero a cada uno de sus inferiores; la determinación “animal” está
entera, con todo lo que la constituye, en cada animal, aunque sólo sea por esto, el universal
no puede ser una cosa, un individuo; b) si los universales fuesen sólo pensamiento, no
serían pensamiento de nada, y “(no) pensar nada” es sencillamente no pensar, pero hemos

38
El conocimiento lo es de las propiedades de una clase de fenómenos; lo individual o lo particular es
declarado incognoscible pues sus “propiedades” son “accidentales”, esto es: superfluas e irrelevantes de
cara al conocimiento así entendido.
39
Sobre Platón y Aristóteles recomendamos la exposición contenida en el libro de Felipe Martínez Marzoa,
Iniciación a la filosofía, ed. Istmo, 1974.
dado por admitido que son verdaderamente pensamiento, luego son pensamiento de algo,
luego el género o la especie es algo; c) creyendo seguir a Aristóteles y, de hecho, con
cierta base en el comentador Alejandro de Afrodisiade, Boecio dice que nuestro animus
“separa” y “distingue” en aquello que los sentidos nos dan “compuesto” y “confuso”. Los
universales son algo real e incorpóreo, que se encuentra en los cuerpos y no “separado”
de suyo, pero que nosotros podemos “separar” sin que haya en ello “error”, ya que no hay
error en considerar “aparte” algo que de suyo no es “aparte”, siempre que no afirmemos
que lo es también de suyo. Los universales, pues, son algo real, incorpóreo, que no se da
aparte de lo sensible, pero que es entendido aparte de lo sensible. Ahora bien, no debe
entenderse que esto sea la última palabra de Boecio acerca de los “universales”. Por el
contrario, debe quedar claro lo siguiente: Si (expediente muy superficial, pero útil)
entendemos por “platonismo” la afirmación de una realidad subsistente de los universales,
o, en otras palabras, de que las “Ideas” son “separadamente” y son eternas, entonces en
la Edad Media cristiana anterior al nominalismo del siglo XIV todo el mundo es
“platónico”, porque todo el mundo admite al menos las Ideas como o bien presentes en
Dios o bien producidas eternamente por Dios. Y este “todo el mundo” incluye desde luego
a Boecio. También es platónico Boecio, y tras él toda la Edad Media hasta el citado
nominalismo, en que admite que el grado supremo de conocimiento es el conocimiento
de la Idea “aparte” de lo sensible»40.
¿Cuál es, dicho con brevedad, el núcleo del problema? Una vez supuesto que el
conocimiento consiste siempre en subsumir (gracias al “Lógos”) particulares bajo
universales se pregunta: ¿cuál es el preciso estatuto del concepto y su referente (una
esencia –genérica o específica-) pues ambos son “universales”? Se anudan así una
cuestión gnoseológica, lógica, ontológica o metafísica y, en la Edad Media, como no
podía ser menos, teológica (por ejemplo, el “argumento ontológico” de San Anselmo –
esa prueba de la existencia de Dios- es inseparable de una peculiar posición en este tema).
Por esto último debe destacarse que cuando se afirma que Dios es el único fundamento
se afirma que el “universo eidético” platónico se sitúa automáticamente en él
(generándose con ello, de todos modos, una controversia teológica que estalló al final de
la Edad Media: ¿cómo es que un Dios omnipotente “tuvo que” crear el mundo sensible y
material a partir de unas Ideas o Arquetipos que “guiaban” –y, pues, constreñían de algún

40
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. I, 1ª edición, ed. Istmo, 1973, páginas 375-376. Un
primer panorama de lo que analizaremos a continuación se encuentra en el siguiente texto: «No sólo el
conocimiento de la “lógica” de Aristóteles, sino también el desconocimiento de su “Física”, son factores
que determinan la gran importancia que tiene en esta época la “cuestión de los universales”. El
planteamiento se toma de Boecio, que a su vez lo tomaba de Porfirio. Antes de Abelardo, encontramos ya
una serie de soluciones, que se suelen agrupar en dos tendencias: “realismo” (los universales son algo real)
y “nominalismo” (el universal es la mera palabra que sirve a la vez para designar a este, aquel y el otro
individuo; lo real son sólo los individuos). La discusión no versa sobre si hay o no universales trascendentes
(es decir: Ideas en Dios); las Ideas (decretos eternos de Dios) no son predicados ni están en las cosas; de lo
que se trata es del universal que maneja la lógica, la cual no se refiere a la mente de Dios, sino a nuestro
conocimiento de las cosas. Por lo tanto, los “realistas”, los que defienden que el universal es algo real, lo
que dicen es que el género o la especie son verdaderamente algo en el sentido de que son algo uno que
pertenece verdaderamente a una multitud de cosas concretas; puede considerarse que esta es la posición
que Boecio exponía como aristotélica, y en la época de Abelardo fue defendida por Guillermo de
Champeaux (muerto en 1121), de quien Abelardo fue alumno díscolo. Frente al “realismo”, el
“nominalismo”, posición atribuida a Roscelino de Compiègne (aprox. 1050-1120), defiende que lo
universal es mera palabra (flatus vocis: “soplo de voz”)», Ibíd., página 388.
modo- esa creación? Etc.). En todo caso la tesis central es clara: sólo un Dios único
garantiza un y sólo un “mundo verdadero” (un mundo inteligible, un orden fijo e
inmutable en el que todo está de antemano definitivamente definido y circunscrito); el
monoteísmo, ofrecía un fundamento, pues, a la postulación (platónica y aristotélica) de
un “universo eidético” situado en el mismo corazón del mundo.
Una vez esbozado el tema –aunque haya sido a grandes trazos- vamos a hacer una
recapitulación de las principales vías de solución que se propusieron ante el problema.
Con el fin de mantener una cierta simetría en la ordenación de las posiciones
distinguiremos dos formas de realismo y dos formas de nominalismo (una más fuerte y
otra más débil).
El realismo, en general, sostiene que lo verdaderamente real y auténticamente
existente es lo universal (la esencia fija e inmutable) alcanzado por el conocimiento
racional (un conocimiento con el que está vinculada la facultad de la mente denominada
“entendimiento”). De él se desarrollaron dos versiones: una fuerte (platonizante) y otra
débil (aristotelizante):
El realismo fuerte fue la posición dominante desde San Agustín hasta, al menos,
San Anselmo. ¿Qué sostiene? Principalmente lo siguiente:
- Las esencias universales están “separadas”, son, pues, independientes,
autosuficientes, subsisten por sí mismas. Son, pues, extrínsecas a eso de lo que
son esencias (son, pues, “anteriores y trascendentes”). O sea: “universalia ante
rem”.
- El mundo inteligible –el mundo verdadero (ubicado en Dios mismo)- constituye
una peculiar pirámide jerárquica: lo más real es lo más universal (los conceptos
con mayor “extensión” denotan realidades –esencias genéricas o específicas-
superiores; así es más real el género “color” que sus distintas especies –azul, rojo,
verde, etc.-).
- Los particulares (meros casos indiferentes de la esencia que “realizan” y, a su
vez, los subsume) no le añaden ni le quitan nada al universal (el cual podría
subsistir perfectamente, aunque todos sus ejemplos desaparecieran en la nada).
- El entendimiento conoce el universal por una “iluminación interior”; se afirma
así un “innatismo” de los conceptos universales (en este punto Platón hablaba de
un “conocimiento –del eîdos- por reminiscencia”).
En última instancia, según el “realismo fuerte” a los conceptos universales que
organizan el conocimiento corresponde –cuando son verdaderos- una realidad esencial
(un mundo inteligible único y definitivo sobre el que se aguanta y sostiene el orden último
de todo, el universo de los “fenómenos”). Esta fue –con pequeñas variantes- la posición
oficial hasta San Anselmo 41.

41
Diego Sánchez Meca expone así esta posición, esta “solución”, en el problema de los universales: «Esta
doctrina fundamental del realismo, que atribuye realidad –y, por tanto, la verdad-, a los conceptos
universales –sin tener en consideración el modo en que se forman y su fundamento en el psiquismo humano-
, alcanza su máxima expresión en el argumento ontológico. Pues la idea de que la más alta esencia debe su
realidad a su propia esencialidad y que, por tanto, esta realidad debe ser demostrada sólo a partir de su
¿Qué llevó de este “realismo fuerte” al “realismo débil” (como solución principal
aportada desde la teología cristiana)? Sin duda el efecto demoledor que tuvo la llegada
del aristotelismo a través de autores judíos y árabes 42. Con él entró en crisis la teología
cristiana erigida desde coordenadas platónicas en la medida en que se aplicó de nuevo la
crítica aristotélica a la metafísica de Platón.
Dicho esto, ¿qué sostiene el “realismo débil” defendido, entre otros, por Santo
Tomás de Aquino? Principalmente que la esencia universal (o forma substancial) es
inmanente a lo sensible y material (lo “físico”): lo universal inteligible reside, pues, en lo
particular sensible (lo inteligible estructura y ordena lo sensible; hay, pues, y sin ello no
habría conocimiento, una rígida y única “estructura inteligible de lo sensible”). Se habla,
entonces, de “universalia in re”. ¿Cómo tiene lugar, entonces, el conocimiento de lo
universal, el conocimiento conceptual de la esencia? Gracias a que el entendimiento lleva
a cabo una operación de “abstracción”: separa –por una “distinción de razón” diferente
de una “distinción real”- lo esencial de lo accidental; así partiendo de lo sensible particular
–captado por esa facultad inferior llamada “sensibilidad”- el entendimiento consigue
extraer –“cum fundamento in re”- una esencia universal (un concepto) suprimiendo las
propiedades accidentales y reteniendo las propiedades esenciales 43.
Para concluir la exposición de la solución “realista” al debate suscitado por la
recepción medieval de Platón y Aristóteles mencionaremos, nada más, dos de sus
principales puntos oscuros (el primero concierne a ambas versiones, el segundo
especialmente a la versión débil). En primer lugar: ¿cómo ocurre la “individuación” (la
particularización de lo universal)? O sea: ¿qué relación puede darse entre realidades tan
heterogéneas como la esencia universal (necesaria, inmutable) y los hechos particulares

concepto, es la consecuencia del principio que equipara una escala de universalidad de los conceptos a una
jerarquía de realidades metafísicas. Es decir, vuelven a surgir, en el contexto de este planteamiento, los
viejos problemas que suscitaba la cuestión platónica de la participación, con la que Platón trataba de
determinar qué especie de realidad tenían las Ideas y en qué relación se encuentran con las cosas
particulares. El realismo medieval se encuentra, pues, como doctrina heredada, con los siguientes
elementos: 1. El mundo de las Ideas, como un segundo mundo inmaterial y más elevado que le había sido
preciso postular a Platón para explicar la verdad del conocimiento científico; 2. La concepción neoplatónica
de las Ideas como determinaciones objetivas del espíritu divino o Ideas en la mente de Dios, que había sido
retomada y reformulada por San Agustín en el marco de su doctrina de la Trinidad. 3. Junto a esta realidad
ejemplar de las Ideas en el espíritu, se trataba también de precisar qué significación tienen éstas en los
acontecimientos del mundo creado», Teoría del conocimiento, op. cit., página 157.
42
Sobre la posición de Avicena en esta cuestión dice F. Martínez Marzoa: «Avicena distingue entre
“universal” y “esencia”, lo mismo que entre esencia e individuo; lo hace de este modo: aquello a lo que se
refiere primariamente todo conocer (es decir: la intentio prima) es la cosa, y la cosa es siempre un individuo;
pero el conocimiento mismo es algo a lo que secundariamente puede referirse el conocimiento (= es intentio
secunda), como ocurre en la lógica. La “universalidad” (propiedad lógica) del “universal” corresponde a
una propiedad de la esencia, a saber: la de seguir siendo una y la misma independientemente de que la posea
este o aquel individuo; es decir: lo que hay por parte de la esencia no es una “universalidad”, sino una
indiferencia, indiferencia no sólo con respecto a los individuos, sino incluso con respecto a la universalidad
misma; la “caballidad” no es de suyo ni la propiedad de este o aquel caballo ni la noción general de caballo;
es pura y simplemente eso: la caballidad; equinitas est equinitas tantum, fórmula repetida en la Edad Media
por quienes han leído las traducciones latinas de Avicena. Así, mientras que del “universal” se ocupa la
lógica, las esencias son el objeto de la metafísica», Historia de la filosofía, vol. I, 1ª edición, op. cit., página
397.
43
Una explicación más detallada del proceso de abstracción se encuentra en F. Martínez Marzoa, Historia
de la filosofía, vol. I, 2ª ed., op. cit., páginas321-322.
(contingentes, cambiantes)?44 Por otro lado: si la esencia es única ¿cómo se multiplica de
tal modo que puede residir en cada uno de los particulares? Sean solucionables –o no,
como tal vez ocurra- estas cuestiones pasemos ahora a ocuparnos de la posición
“nominalista”.
Globalmente considerado el “nominalismo” duda –o niega abiertamente- de la
“realidad de los universales”, es decir: pone en tela de juicio la existencia de un “universo
eidético” –sea en la versión platonizante de San Agustín o en la versión aristotelizante de
Santo Tomás. Veamos a continuación qué formas adoptó históricamente el nominalismo
medieval.
En su acepción débil el nominalismo se encuentra en el “conceptualismo” de, por
ejemplo, Pedro Abelardo (1079-1142). Éste no niega de plano los “conceptos
universales” pero afirma que únicamente residen en el conocimiento, en el entendimiento
del cognoscente. A estos conceptos –obtenidos desde lo particular- no les corresponde
una “realidad esencial” (un universal genérico o específico) en la medida en que de ésta
nada sabemos con suficiente certeza. Puede resumirse así su posición: «En el problema
de los universales, Abelardo empieza por una crítica del “realismo”: si la esencia
“caballo” es algo real, tendrá que ser algo real en sí mismo que además esté realmente
presente a la vez en este caballo y en aquel y en el otro, sin por ello dejar de ser uno solo
y lo mismo, lo cual no tiene ningún sentido. A las tres cuestiones procedentes de Porfirio,
Abelardo añade esta otra: los universales, ¿seguirán valiendo aun cuando dejase de haber
individuos a los que correspondiesen? Las respuestas de Abelardo a las cuatro cuestiones
planteadas son: a la primera, los universales sólo se dan en la mente, pero significan cosas
reales, a saber: las mismas cosas individuales; a la segunda: como nombres, los
universales son corpóreos (sonidos), ahora bien, el universal no es exactamente el
nombre, aunque sí algo del nombre, a saber, su significado (nominum significatio), y el
“significado” del nombre es su capacidad determinada para designar cosas determinadas
(siempre cosas individuales, pero no cualesquiera, sino determinadas), esta capacidad-
determinación, aunque es de algo corpóreo –a saber, el nombre-, es ella misma algo
incorpóreo; a la tercera: los universales no responden a otra realidad que la sensible y
concreta, por lo tanto no se dan realmente aparte de lo sensible (esto es: no significan
nada real que no sea lo sensible mismo), pero su constitución –el “ser” que tienen como
universales- es independiente de que se den realmente o no, y en este sentido son “aparte”
de lo sensible; a la cuarta: si no hubiese individuos correspondientes, el universal dejaría
de designar cosa real alguna, desaparecería como designación de algo real, pero el
significado en sí lo seguiría siendo, si no hubiese rosas siempre se podría decir “no hay
rosa”. Así “hombre”, “rosa”, no designan otra cosa que esto o aquel hombre, esta o aquella
rosa; por lo tanto, Pedro y Pablo no convienen in homine, porque homo, si no es un
hombre, no es nada. En lo que convienen Pedro y Pablo es in esse hominem; “ser hombre”,

44
Según el platonismo la Idea (necesaria e inmutable) de triángulo es un triángulo “sin materia” (sin las
líneas –‘cambiantes y contingentes’- que lo dibujan”; es decir: respecto a un triángulo sostiene que su “estar
dibujado” es extrínseco y accidental (Husserl, en cambio, en su importante ensayo “El origen de la
geometría” sostiene que a los entes ideales –las figuras geométricas, por ejemplo- les resulta “intrínseca y
esencial” su “inscripción material”, su “estar dibujados”, en definitiva).
ciertamente, tampoco es nada, en el sentido de que no es ninguna cosa real, pero sí es
aquello en lo que realmente convienen multitud de cosas reales»45.
La versión fuerte del nominalismo la representa con claridad Guillermo de
Ockham (1285-1349). En su obra encontramos, en primer lugar, un diagnóstico sobre
cómo se origina la posición que él discute: el realismo; éste, nos dice, traspone o proyecta
indebidamente a la “realidad extramental” lo que cree que son “conceptos universales”
asentados en el entendimiento. Pero –y es su tesis principal- sólo existe propiamente lo
particular: ni esencias ni conceptos universales, por lo tanto. Desde luego que en el
conocimiento se forjan “conceptos” y se opera con ellos, pero éstos no son otra cosa que
“nombres colectivos” empleados por comodidad, por “economía”: son “etiquetas”
colocadas para designar una colección o un conjunto de particulares semejantes. O sea:
lo particular puede –y debe- ser clasificado según géneros y especies, pero esto no prueba
que deba suponerse una rígida e inmutable trama de esencias universales (ni lo prueba ni,
de cara a elaborar una clasificación, es necesario que la haya). La posición de Ockham,
en definitiva, puede resumirse así: «El término universal que designa la especie o el
género designa sin duda algo, y designa algo que, como tal especie o tal género, no existen
en la realidad, que es cosa de la mente, que es conocimiento. Pero ¿es conocimiento de
algo común a los diversos individuos que “pertenecen” a esa especie o género? No; sigue
siendo conocimiento de los individuos mismos, sólo que conocimiento menos distinto,
más confuso. Si Pedro y Pablo son hombres, no es porque hay una “esencia” hombre,
común a Pedro y Pablo, que el entendimiento pueda concebir separadamente (aun
admitiendo que no sea en sí mismo nada real); lo que el entendimiento percibe es Pedro
y Pablo, los individuos mismos, sólo que el conocimiento puede ser más distinto o más
confuso y, a determinado nivel de distinción del conocimiento, Pedro y Pablo no se
distinguen entre sí, mientras que –al mismo nivel- sí se distinguen de un perro (que, por
eso, no pertenece a la misma especie), con el cual, sin embargo, se confunden en un grado
inferior de distinción del conocimiento (y, por eso, pertenecen al mismo género);
naturalmente, esto ocurre en virtud de lo que Pedro es y de lo que Pablo es, pero
precisamente en virtud de lo que es cada uno de ellos individualmente, no en virtud de
algo “común” que sea a la vez Pedro y Pablo. El título que históricamente se ha dado a la
doctrina de Guillermo de Ockham sobre los “universales” es (y eso ya no tiene remedio)
el de nominalismo. Literalmente, esto debería querer decir que lo universal es el nombre.
Más exacto sería decir que nada es universal para Ockham. El nombre, conjunto de
sonidos, es también una cosa concreta; y, si la palabra “hombre”, pronunciada por
distintas voces con distintos matices, sigue siendo “la misma” palabra, es por lo mismo
por lo que Pablo y Pedro pertenecen a “la misma” especie, a saber: porque no
distinguimos lo suficiente, sea porque no podemos, sea porque no nos interesa. ¿Puede
decirse que lo universal es el concepto de la mente designado por la palabra? No, porque
eso sería admitir que la mente concibe algo común a Pedro, Pablo y los demás hombres;
sería, por tanto, admitir una “esencia” –aunque fuese una esencia puramente mental-
designada por la palabra; y lo cierto –para Ockham- es que la mente no percibe otra cosa
que los individuos mismos, si bien los percibe de un modo más o menos distintos o
confuso. “Hombre” no designa ninguna esencia común a Pedro y Pablo; designa a Pedro
conocido de modo suficientemente confuso para que no se distinga de Pablo, y a Pablo
45
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. I, 1ª edición, op. cit., páginas 388-389.
conocido de modo suficientemente confuso para que no se distinga de Pedro»46. A partir
de aquí –y como explica Diego Sánchez Meca- Ockham rechaza el “realismo”
(teológicamente fundamentado) de San Agustín y Santo Tomás: «De este modo de
entender el conocimiento básicamente como conocimiento intuitivo se deriva, como
primera consecuencia, la negación a los conceptos universales de su función de
mediadores o intermediarios en el proceso de conocimiento. Dice Ockham que los
conceptos universales no tienen valor cognoscitivo alguno, ya que, si los objetos no
fuesen percibidos inmediatamente, ningún concepto universal podría hacer que tales
objetos se conocieran. Los conceptos son sólo actos del entendimiento en virtud de los
cuales éste tiende más allá de sí mismo hacia una realidad por conocer. La única realidad
que tienen los conceptos universales es ésta, o sea, la que les confiere su función
significativa, en virtud de la cual a cualquiera de estos conceptos se le puede denominar
‘intentio’. Como ‘intentio’, el concepto es un signo de la cosa, un signo que está en lugar
de ella en los juicios y en las demostraciones en los que interviene. En suma, los conceptos
universales ni tienen ninguna realidad, ni como entidades separadas de las cosas –como
proclama el realismo extremo-, ni como sustrato o forma en las cosas individuales –como
defendía el realismo moderado-. La realidad sólo la tienen los seres individuales. El ser
tiene un significado unívoco que es el intuitivo y empírico. El individuo es el hecho, el
dato inmediato del que es necesario partir»47.
Hay otro detalle de la propuesta de Ockham que merece ser resaltado: ésta
reconduce el “problema de los universales” hacia una teoría del lenguaje; Diego Sánchez
Meca lo explica en estos términos: «… Ockham presenta una teoría del signo lingüístico
conceptual que representa un contrapunto al vaciamiento de los conceptos de todo
carácter de realidad … Y este carácter proposicional tiene la importante consecuencia de
plantear el problema del conocimiento no ya al nivel atómico del concepto sino al nivel
molecular de la proposición como unidad primaria del lenguaje, desde la cual pueden
plantearse los problemas del conocer»48. Este enfoque es especialmente interesante para
una filosofía como la del siglo XX que ha asumido el llamado “giro lingüístico” (sucede

46
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. I, 2ª ed., op. cit., páginas 334-335.
47
Diego Sánchez Meca, Teoría del conocimiento, op. cit., página 179. A esto cabe añadir
complementariamente: «Cabe, sin embargo, preguntarse: si los conceptos universales son sólo actos del
entendimiento, ¿de dónde les viene su carácter de universalidad? Para Ockham, desde luego, no les viene
del hecho de que exista un fundamento o sustrato común en un grupo de seres individuales que sería o el
concepto mismo como realidad separada o lo que expresaría el concepto. Para él la validez no le viene al
concepto del hecho de tener como referente una realidad efectiva. Ockham abandona, por primera vez en
la historia de la filosofía, el criterio realista de objetividad, con el que se había venido contrastando el valor
del conocimiento. En el planteamiento de Ockham, el valor del concepto, su relación con la realidad a la
que se refiere, radica en su origen, o sea, en cómo significa la realidad a la que remite, y que Ockham
califica a este modo de “natural”. Por ‘significar’ entiende la referencia del signo a una realidad distinta de
sí … Para Ockham, es la realidad la que produce en el entendimiento el concepto. El concepto se deriva así
de la realidad que es la que produce, por sí sola, en el entendimiento el signo que la representa. Por tanto,
la validez o no validez del concepto le viene de su posibilidad de ser signo ‘natural’ de la cosa misma. A
diferencia de la palabra, que es un signo formado por convención arbitraria entre los hombres, el concepto
es un signo natural predicable de muchas cosas. Y es ‘natural’ porque significa la realidad del modo en que,
por ejemplo, el humo significa el fuego, la risa la alegría o el perfume la flor. Por el contrario, los signos
escritos y las palabras proferidas significan por convención. Un mismo término hablado o escrito puede
tener significados distintos, porque se trata de signos arbitrarios», Ibíd., páginas 179-180.
48
Ibíd., página 181.
–y es logro de Ockham el señalarlo- que tras el problema de los universales late no solo
una peculiar definición del conocimiento sino también una –casi siempre implícita- idea
del lenguaje en la que los significados de éste son equiparados a “conceptos” –y esto
requiere ser explicitado, tal vez discutido o, como mínimo, esclarecido-).
¿Qué hacer –más allá de la “historia de la filosofía” (pero sin ignorarla nunca)-
con un problema como este (al que se le han dado tan distintas soluciones)? Parece que
dos cosas: o intentar revolverlo o, si se entiende que no se puede conseguir esto, comenzar
a “disolverlo” (a veces sucede que problemas tradicionalmente venerables son el fruto de
erróneos planteamientos que conducen a la postre a un galimatías ininteligible). Si se
emprende este segundo camino –no menos arduo que el primero- el primer paso tiene que
ser revisar las coordenadas platónico-aristotélicas. ¿Será verdad que el “mundo (la
totalidad de los fenómenos) está sostenido y atravesado por una única trama de esencias?
¿Es el “conocimiento racional” el espejo en el que debe reflejarse ese único, fijo y rígido
“universo eidético”? De la respuesta que se proponga para estas dos preguntas dependerán
los pasos siguientes.

5. Monarquía y monoteísmo

La Edad Media –en lo referente a su organización social y política- está


caracterizada por una sociedad estamental (con tres rígidos estamentos: pueblo llano,
clero y nobleza) y una política monárquica. ¿En qué se sustentan ambas? ¿A qué apelan
para obtener su legitimación? Se sustentan y apelan al único fundamento entonces
asumido y reconocido: Dios. Por eso, en este apartado, vamos a estudiar brevemente el
nexo entre “política” y “teología” (un nexo que permaneció inalterado hasta –al menos-
el “contractualismo” de la edad moderna). Con el fin de aclarar y explicitar ese nexo
acudiremos a una obra de Santo Tomás de Aquino.
Tomás de Aquino escribió –alrededor de 1267- un opúsculo (inacabado) que
constituye todo un tratado teológico-político49 dirigido al rey de Chipre. En su proemio

49
En el “Estudio preliminar” de L. Robles y A. Chueca a este libro leemos al respecto la siguiente precisión:
«Tomás de Aquino, teólogo, antes que nada, no va a hacer propiamente un tratado político, entre otras
razones porque su vida es la de un religioso metido en un claustro y alejado de las intrigas de palacio. Para
poder hablar de política sin caer en la utopía, hay que tomar parte activa en ella, no sólo viviendo, sino
también ocupando cargos públicos y administrativos. El tratado de Tomás de Aquino, como tantos otros de
su época, hay que situarlo entre los tratados utópicos y moralizantes. Se trata más bien de una obra
pedagógica y moral, a través de la cual se quiere ayudar a formar unos criterios éticos en la persona de
quien un día tendrá que ocupar el trono y gobernar … Como teólogo, Tomás de Aquino va a escribir su
tratado apoyándose en la doctrina de la Iglesia, bebida en los libros sagrados de la Biblia, siguiendo los
principios de los filósofos y el ejemplo de los gobernantes famosos. Tal metodología, confesada
expresamente por él, no puede perderse de vista si queremos comprender con justeza las ideas que afirma
en el tratado. Inocencio III había marcado las líneas maestras en su famoso Caput Solitae Benignitatis, en
donde expuso la doctrina político-eclesiástica de las relaciones de la Iglesia y el Estado. Recogidas en las
Decretales de Gregorio IX, pasaron a convertirse en las reglas oficiales y orientadoras de la política
medieval. Tomás de Aquino, como eclesiástico, acudirá, siempre que tenga que exponer unas determinadas
cuestiones, a la doctrina oficial de la Iglesia. Tanto aquí como en el libro III de la Suma contra los gentiles,
hemos de encontrar la clave de comprensión de lo que constituyó la teocracia medieval, sin la cual nada de
cuanto dijeron o hicieron durante aquellas largas centurias tendría sentido. En todo cuanto los hombres
hacen o realizan hay una idea que lo justifica, y siempre hay una idea para justificar no importa qué tipo de
nos dice: «Mientras pensaba qué podría ofrecer, digno de Vuestra Alteza y en
consonancia con mi profesión y mi deber, vino a mi pensamiento que lo mejor a ofrecer
sería escribir un libro para el rey sobre la monarquía, en cuya obra expondría
cuidadosamente, hasta donde me fuera posible, el origen de la misma y los deberes
propios de un rey, de acuerdo con los dictados de la Sagrada Escritura, los principios de
los filósofos y los ejemplos de los príncipes famosos, esperando lograr comenzar,
continuar y finalizar la obra con el auxilio de quien es Rey de reyes y Señor de los que
dominan, por quien los reyes gobiernan. Dios grande, Señor y Rey supremo sobre todos
los dioses»50. Las fuentes principales –descontando la Biblia- de la doctrina política de
Santo Tomás son San Agustín por un lado y Aristóteles por oto. Siguiendo en esto un
modelo clásico la teoría política comienza por llevar a cabo una clasificación de las
formas de gobierno para, a continuación, señalar cuál es la mejor de todas. ¿Cómo
clasifica las formas de gobierno (las maneras de organizarse el poder político)? «Cuando
Santo Tomás determina las formas del ejercicio del poder, es decir, las formas de Estado,
se atiene a un doble criterio, a saber: primero, quién ejerce el poder público y, segundo,
si el poder público se ejerce con miras al bien común. Si un solo hombre virtuoso ejerce
el poder en orden al bien común, tal forma de gobierno es llamada monarquía (regnum).
Si lo ejerce una minoría selecta, aristocracia. Si el pueblo en general, democracia
(politeia, democratia). Pero, si no se atiende al bien común, el régimen es llamado tiranía
cuando el poder lo ejerce uno solo (tyrannis). Oligarquía, cuando lo detentan unos pocos
(oligarchia). Demagogia, cuando es la multitud quien impone sus criterios»51. Y de estas
distintas formas de gobierno o regímenes políticos, ¿cuál es la mejor de todas? La
monarquía, dice Tomás de Aquino: «Como compete al hombre vivir en sociedad, porque
él mismo no se basta a procurarse lo necesario para vivir si permanece en solitario, es
preciso que la sociedad de muchos sea tanto más perfecta cuanto más suficiente sea por
sí misma para lograr lo necesario para la vida. Pues se da lo suficiente para vivir en familia
los de una casa, en cuanto a lo necesario para los actos normales de nutrición y generación
de la prole y similares; en un barrio, en cuanto a lo que precisa para una profesión; en una
ciudad, la comunidad perfecta en cuanto a lo necesario para la vida; pero todavía más en
una provincia por la necesidad de lucha y mutuo auxilio contra los enemigos. Por eso, el
que dirige una comunidad perfecta, o sea, una ciudad o provincia, es llamado rey por
antonomasia; el que gobierna la casa, por el contrario, no se llama rey, sino padre de
familia. Tiene, sin embargo, alguna semejanza con el rey, puesto que a veces los reyes
son denominados padres del pueblo. Luego es evidente por lo anterior que rey es aquel
que dirige la sociedad de una ciudad o provincia hacia el bien común; de ahí que diga
Salomón: “El rey manda que toda la tierra le sirva”»52. ¿Cuál es la razón principal que

acción. Por eso creemos en la necesidad de poner al alcance de toda persona los textos que un día sirvieron
de base al patrimonio cultural de los pueblos. Los hechos que los documentos históricos nos han transmitido
de un pasado lejano no tendrían sentido si desconociésemos las ideas que les dieron vida. Sólo ellos son
capaces de hacer de la historia algo vivo. Por absurdas que nos parezcan muchas de las ideas del pasado
histórico, no lo fueron para los hombres que vivieron por ellas, y por las que incluso lucharon por
defenderlas. De alguna manera todo ello forma parte de nuestra cultura, e incluso motivó la evolución que
hizo posible llegar hasta lo que hoy tenemos», Santo Tomás de Aquino, La monarquía, ed. Tecnos, 1989,
páginas XXXIII-IV.
50
Santo Tomás de Aquino, La monarquía, op. cit., página 3. La fundamentación teológica de la política
monárquica (y, con ella, de la sociedad estamental) aparece, pues, en el arranque mismo de la obra.
51
“Estudio preliminar”, op. cit., página XLV.
52
Santo Tomás de Aquino, La monarquía, op. cit., páginas 10-11. Leemos en el “Estudio preliminar” a esta
obra: «Monarquía es para Tomás de Aquino aquella forma de gobierno en la cual el poder total del Estado,
ofrece Santo Tomás para argumentar que ésta es la mejor forma de gobierno? Ante todo,
porque es la que de modo óptimo preserva y asegura el orden y la unidad (el ingrediente
principal de lo que denomina “bien común”); lo explica así: «Además está claro que
muchos no podrían dirigir una sociedad de modo alguno si disintieran totalmente. Se
requiere, por ello, en la pluralidad cierta unión para poder dirigir de alguna manera,
porque tampoco muchos arrastrarían una nave a parte alguna a no ser que estuvieran
unidos de algún modo. Pues a muchos se les califica de uno cuando se aproximan a la
unidad. Por otra parte, lo que se da según la naturaleza se considera lo mejor, pues en
cada uno obra la naturaleza que es lo óptimo; por eso todo gobierno natural es
unipersonal. Entre muchos miembros hay uno que se mueve primero, el corazón; y en las
partes del alma una sola fuerza que preside como principal, la razón. Las abejas tienen
una reina y en todo el universo se da un único Dios, creador y señor de todas las cosas. Y
esto es lo razonable. Toda multitud se deriva de uno. Por ello si el arte imita a la
naturaleza, y la obra del arte es tanto mejor cuanto más se asemeja a lo que hay en ella,
necesariamente también en la sociedad humana lo mejor será lo que sea dirigido por uno.
Esto lo demuestra la experiencia. Pues las provincias y ciudades que no son gobernadas
por uno padecen disensiones y vacilan faltas de paz, de tal forma que parece cumplirse
aquello de lo que el Señor se queja por el profeta, al decir: “Muchos pastores han
arruinado mi viña”. Por el contrario, las provincias y ciudades que se encuentran bajo un
solo gobernante gozan de paz, se distinguen por la justicia y se alegran por la abundancia.
Por eso el Señor prometió a su pueblo a través de los profetas como gran regalo que les
daría una sola cabeza y que “habría un solo príncipe en medio de ellos”» 53.
El Rey –como gobernante principal y supremo- es, pues, el legislador, él establece
y hace cumplir las leyes. Ahora bien, la ley de la que aquí se trata es, siempre, la “ley
positiva”, y ésta, para ser plenamente legítima tiene que reflejar con fidelidad una ley que
arraiga en una instancia más alta: la “ley natural”; el “derecho positivo”, por lo tanto,
remite –en lo referente tanto a su establecimiento como a su legitimidad- al “derecho
natural”: «… por encima del poder político, normándolo y limitando su acción, está
siempre y en todo caso la ley divina, hasta el punto de que las decisiones del poder político
que se opongan a ella son nulas, carecen de fuerza de obligatoriedad y deben ser
desobedecidas. Asimismo, el poder está sujeto al derecho natural, a la ley natural, con
respecto a la cual el derecho positivo está en la relación de parte a todo. En el pensamiento
de Tomás de Aquino también el gobernante está sujeto a la ley» 54. La ley natural –de la
que depende o debe depender toda legislación “positiva”- es única, definitiva,
incorregible, establecida de una vez por todas y para siempre (y firmemente grabada en
la también única “naturaleza humana”). Y, ¿quién la establece? Necesariamente Dios, el
supremo y máximo legislador; la ley natural, por lo tanto, es la inquebrantable ley de

la plenaria potestas, se encuentra en las manos de un solo hombre que ejerce como gerens vicem totius
multitudinis, como representante de toda la comunidad. Se llama rex simpliciter cuando quien gobierna lo
hace en bien de toda la comunidad y concentra en su mano la plenitud de poder. Esta monarquía puede ser
electiva o sucesoria. Las dos formas son buenas y tienen sus ventajas. En los Comentaria in VIII libros
politicorum aboga, sin embargo, por la monarquía sucesoria», op. cit., página XLIX.
53
Santo Tomás, La monarquía, op. cit., páginas 14-15.
54
“Estudio preliminar”, op. cit., página XLVII.
Dios. La ley positiva –la ley política propuesta por el monarca- debe, nada más y nada
menos, que “imitarla” con fidelidad o que “copiarla” con exactitud 55.
Esta fundamentación teológica de la vida social y política se concreta, pues, en la
afirmación de una teocracia en la que el monoteísmo se ajusta como un guante a la
monarquía (un solo Dios en el cielo y un solo gobernante en la tierra). Según esta posición
–común al conjunto de la Edad Media- lo socio-político es un aspecto más del “orden
natural”, un orden único y fijo sometido a los eternos designios de Dios. Santo Tomás
acude en este punto a una analogía: debe haber en cada reino 56 un Rey tal y como el cielo
hay un solo Dios (un soberano supremo): «Pero, puesto que, como ya señalamos, el
hombre es un animal sociable por naturaleza que vive en comunidad, la semejanza con el
orden divino se encuentra en él no sólo en cuanto que la razón rija las demás partes del
hombre, sino también en cuanto a que la sociedad es regida por la razón de un solo
hombre, cosa que pertenece en especial a la tarea del rey, mientras que también en algunos
animales que viven en sociedad puede observarse cierta similitud con este régimen, como
en las abejas, en las que se dice que también hay reinas, no porque su régimen se
fundamente en la razón, sino porque se les revistió de un instinto natural por el sumo
gobernador, autor de la naturaleza. Luego el rey debe conocer que ha asumido este cargo,
que es en su reino como el del alma en el cuerpo y el de Dios en el mundo. Si observase
esto con diligencia, se encendería en él, por un lado, el celo por la justicia, al considerarse
colocado para ejercerla en su reino en lugar de Dios; por otro, adquiriría la benignidad de
la mansedumbre y la clemencia al juzgar a cada uno de los que se hallan bajo su gobierno
como miembros propios»57.
Por todo esto –y en el contexto teocrático cuyos rasgos estamos esbozando- se
establece una peculiar relación del monarca cristiano con la Iglesia y su sumo gobernante:
el Papa de Roma. Tomás de Aquino no la aborda en su escrito –pues quedó inacabado.
Pero en general la doctrina es nítida y clara: si la autoridad legítima emana de Dios el
monarca también debe estar, en último término, subordinado a su máximo representante
en la tierra (el Papa, como decimos); todo monarca legítimo debe a éste entera fidelidad
y completa sumisión –estando obligado, entre otras cosas, a favorecer la labor pastoral de
la Iglesia en su reino.
En el conjunto de la Edad Media –con matices relevantes, sin duda- fue esto lo
que se defendió y lo que se sostuvo. El primer punto de inflexión que merece destacarse

55
En su Historia de la filosofía, ed. Anaya, página 110, J. M. Navarro y T. Calvo dicen sobre esto: «La
afirmación de la existencia de una ley natural hizo posible que Aquino formulara las relaciones entre ésta
y la ley positiva (las relaciones entre ‘physis’ y ‘nomos’) de un modo sistemático y preciso: 1) En primer
lugar, la existencia de la ley positiva es una exigencia de la ley natural misma; en efecto, la ley natural
impone la vida en sociedad y ésta sólo es posible sobre la base de unas normas legales que regulen la
convivencia; la existencia de la ley positiva no es, pues, el mero resultado de una imposición caprichosa
por parte de los más fuertes o de un arbitrario convenio entre iguales, sino algo exigido por la naturaleza
misma del hombre en cuanto ser social; 2) En segundo lugar, la ley positiva constituye una prolongación
de la ley natural, cuyo contenido viene a concretar las normas morales naturales que, dadas sus
características, no descienden a una ordenación detallada de la convivencia humana; 3) Por último, las
exigencias de la ley natural han de ser respetadas por la legislación positiva; la ley natural constituye, pues,
la norma o marco que señala los límites dentro de los cuales ha de organizarse moralmente la convivencia
humana».
56
No se olvide que las nociones de “Nación” y de “Estado” son algo propiamente moderno.
57
Santo Tomás, La monarquía, op. cit., página 64.
lo encontramos en el siglo XIV. Felipe Martínez Marzoa nos dice sobre lo que sostuvo
Guillermo de Ockham: «La posición de Ockham en las controversias político-eclesiales
de su época responde al principio de completa autonomía de lo religioso: Ockham se
opuso a que la Iglesia tuviese ningún tipo de poder temporal; no sólo a que tuviese poder
en cuestiones temporales, sino a que su autoridad –en cualesquiera cuestiones- pudiese
constituirse en fuerza material de hecho. Consideró que la Revelación es de Dios y está
en la Escritura, y que –consiguientemente- la Iglesia no tiene por misión “definir
dogmas”, sino el ministerio de los medios de Gracia y la conservación de la Revelación;
que el Concilio universal está por encima del Papa y que, en principio, se debe suponer
que un Concilio universal no se equivoca, pero que no es legítimo admitir que es
“infalible”, porque esto sería admitir en un mismo campo dos autoridades absolutas (el
Concilio y la Escritura), lo cual es una contradicción»58. Se atisba aquí ya el caldo de
cultivo tanto del cisma religioso en Occidente como de las guerras de religión entre
monarquías cristianas59. Pero estas cuestiones desbordan los límites de lo que aquí
pretendíamos traer a colación.

6. El despuntar de la ciencia renacentista en el siglo XIV

A lo largo del siglo XIV se llevaron a cabo indagaciones que se fijaban en una
serie de procesos naturales cuyo estudio contribuyó a poner en crisis el “paradigma
aristotélico” –en esas indagaciones, y por eso son relevantes, se rozaban o bordeaban
auténticas “anomalías” (dicho sea en el vocabulario de Thomas S. Kuhn) 60 de esta
tradicional configuración de la ciencia física-. Estas indagaciones surgieron en buena
medida en la estela del ockhamismo pues en éste ambiente en la medida en que se liberaba
a la “razón” del férreo yugo de la fe se alentaba a los curiosos a volcar sus esfuerzos en
el conocimiento de la naturaleza; la posición de Guillermo de Ockham, en definitiva,
impulsó la investigación empírica y dio alas a la observación concreta de los sucesos.
Los físicos de este momento rechazaron una serie de aspectos de la explicación
aristotélica del “movimiento local”. Muchas de las averiguaciones emprendidas tenían
que ver con el movimiento de los “proyectiles”. Según el aristotelismo la continuidad del
movimiento exige la acción constante y por contacto de su motor, ahora bien:
precisamente en el movimiento proyectivo (por ejemplo, cuando mi mano o una catapulta
lanzan una piedra, o un arco dispara una flecha) el motor (la causa proyectora) y el móvil
se separan y, sin embargo, el movimiento continúa un trecho antes de cesar. Los
aristotélicos sostenían que en estos casos era el aire el que empujaba el proyectil –la
piedra, por ejemplo- cuando la causa proyectora –la mano- ha cesado su contacto con él.
Sin embargo, precisamente esta explicación fue puesta en duda por los físicos del siglo
XIV.

58
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. II, 2ª ed., ed. Istmo, páginas 336-337.
59
Un documentado estudio sobre la etapa final de la Edad Media puede encontrarse en el libro de Bernardo
Bayona, El origen del Estado laico desde la Edad Media, ed. Tecnos, 2009.
60
Una “anomalía” es un problema que no resulta abordable dentro de un paradigma científico.
Nos referiremos principalmente a la figura de Juan Buridan (nacido a finales del
siglo XIII, murió en 1358). A él se debe la denominada “teoría del impetus” –en la que se
cumplía el abandono de la explicación aristotélica referida al movimiento de los
proyectiles. Buridan suprime la cláusula según la cual la acción causal del motor sobre el
móvil tiene que operar por contacto. ¿Por qué continúa entonces el movimiento del
proyectil? Porque –nos dice- la causa motriz (la mano, en el ejemplo anterior) imprime
un determinado impulso (impetus) al móvil que lo mantiene en movimiento hasta que,
cuando cesa, el móvil cae; así Buridan niega la necesidad del contacto aunque mantiene
que la causa motriz debe actuar constantemente (algo que será también discutido por la
física posterior, pues sin esa discusión hubiese sido imposible formular la ley de inercia –
si bien es cierto que Galileo, en su juventud, aceptó las tesis de Buridan). El siguiente
texto expone lo que estamos señalando:
«¿Por qué se mueve un proyectil? La ciencia antigua partía de un principio, según
el cual en un movimiento el motor debe estar actuando siempre e inmediatamente sobre
el móvil. Si cesa el motor, desaparece el movimiento. Podemos representárnoslo como
un caballo tirando de un carro. Se para el caballo, se para el carro. Y si en el momento de
pararse el caballo el carro ejerce cierto impulso sobre el caballo, ello constituye un
fenómeno marginal, que se deberá explicar sin que se menoscabe el anterior principio.
¿Qué ocurre con un proyectil, una flecha, por ejemplo, una vez separada del
cuerpo que la lanza? El medio en el que se mueve debe desempeñar la función de motor.
Y ello puede realizarse de dos maneras:
1. El aire es comprimido delante del móvil y se desplaza a ocupar la parte
posterior del mismo, originando un torbellino que impele a la flecha
(Platón, Timeo)
2. El motor proporciona la cualidad de ser moviente al aire que está en
contacto con la flecha, esta parte a la contigua y así sucesivamente
(Aristóteles, Física). El movimiento cesaba por un paulatino
debilitamiento de la fuerza.
Buridan rechaza estos supuestos y mantiene que el motor transmite una fuerza al
móvil (no al medio), la cual recibe el nombre de impetus. El motor imprime en el móvil
una cualidad, una fuerza (ímpetus), que actúa sobre el cuerpo como desplegando una
cualidad propia, y manteniendo la dirección y la velocidad impresas. Cuanto mayor sea
la materia y la velocidad del cuerpo, mayor es el impetus. Y menor, cuanto mayor sea la
resistencia que se le opone. Los tres datos determinan la fuerza del motor, y el tercero (la
resistencia) da cuenta de la extinción del movimiento. Con ello Buridan explica todo
cambio de lugar»61.
¿Qué balance cabe hacer, en definitiva, de las obras de Juan Buridan? Por ejemplo,
este: «La importancia de la teoría del impetus reseñada por Buridan radica en que se
desprende de consideraciones teológicas y se aplica a todo tipo de movimientos, como
una especie de ley general de la dinámica, y en que se ha venido considerando un claro
antecedente de las leyes del movimiento en la ciencia moderna. Aunque este último juicio

61
Carlos Mínguez Pérez, De Ockham a Newton: la formación de la ciencia moderna, ed. Cincel, 1986,
páginas 53-54.
ha sido firmemente criticado, no por ello dejan de advertirse conceptos que pudieron abrir
las mentes hacia la idea de inercia y de cantidad de movimiento»62.
Además de la hipótesis del impetus en este momento se llevaron a cabo
interesantes estudios del movimiento uniformemente acelerado (un fenómeno obviado,
relegado, marginado por el “paradigma aristotélico”). En este punto destaca la figura de
Nicolás de Oresme (1320-1382). Sobre él puede decirse lo siguiente: «Oresme no sólo
trata la representación del movimiento o la variación de las velocidades, sino que en la
tercera parte del Tractarus de configurationibus qualitatum et motuum aborda la
quantitas velocitatis o la medida (mensura) de la velocidad … Cuando se trata de un
movimiento uniformemente disforme (uniformemente acelerado), como sería el de la
caída de un grave, aplica una regla que Pierre Duham denomina regla de Oresme …
aplicada al movimiento diría: el espacio recorrido con un movimiento uniformemente
variado es igual al recorrido con un movimiento uniforme de la misma duración, teniendo
por velocidad la que alcanzase el primero en su instante medio. Tendríamos, pues, la
proposición del movimiento uniformemente variado de Galileo … Pero tengamos bien en
cuenta que Oresme no explicita esta fórmula, ni presenta la anterior proposición del
movimiento uniformemente acelerado. ¿Acaso la intuyó? Aunque todavía no diera con
ella, estamos ante el umbral de la ciencia moderna» 63.
Sucede entonces –y sea dicho como conclusión- que en el siglo XIV fijándose los
investigadores en pequeños detalles marginados por el paradigma científico en vigor poco
a poco fueron poniendo las primeras piedras desde las cuales, más tarde, pudo alzarse el
imponente edificio de la ciencia físico-matemática moderna. Estamos, pues, en la antesala
de la revolución científica, protagonizada en el Renacimiento por personajes no menos
audaces que Buridan y Oresme.

Edad Moderna

Introducción

Denominamos “moderna” a la filosofía que ha afrontado desde dentro los


complejos procesos de modernización del mundo, unos procesos que se iniciaron en los
siglos XVI y XVII y se consolidaron en el siglo XVIII –hasta el punto que gran parte de
ellos llegan a nuestros días. Cada uno de esos procesos históricos ha organizado
internamente su correspondiente campo del saber: la ciencia, la técnica, la moral, la
política, el arte, la religión. Martin Heidegger recapitula así este conjunto de
acontecimientos en los que se fue definiendo un mundo: «Uno de los fenómenos
esenciales de la Edad Moderna es su ciencia. La técnica mecanizada es otro fenómeno de
idéntica importancia y rango. Pero no se debe caer en el error de considerar que esta

62
Ibíd., página 56.
63
Ibíd., páginas 59-60.
última es una mera aplicación, en la práctica, de la moderna ciencia matemática de la
naturaleza. La técnica mecanizada es, por sí misma, una transformación autónoma de la
práctica, hasta el punto de que es ésta la que exige el uso de la ciencia matemática de la
naturaleza. La técnica mecanizada sigue siendo hasta ahora el resultado más visible de la
esencia de la técnica moderna, la cual es idéntica a la esencia de la metafísica moderna.
Un tercer fenómeno de igual rango en la época moderna es el proceso que introduce al
arte en el horizonte de la estética. Esto significa que la obra de arte se convierte en objeto
de la vivencia y, en consecuencia, el arte pasa a ser expresión de la vida del hombre. Un
cuarto fenómeno se manifiesta en el hecho de que el obrar humano se interpreta y realiza
como cultura. Así pues, la cultura es la realización efectiva de los supremos valores por
medio del cuidado de los bienes más elevados del hombre. La esencia de la cultura
implica que, en su calidad de cuidado, ésta cuide a su vez de sí misma, convirtiéndose en
política cultural. Un quinto fenómeno de la era moderna es la desdivinización o pérdida
de dioses. Esta expresión no se refiere sólo a un mero dejar de lado a los dioses, es decir,
al ateísmo más burdo. Por pérdida de dioses se entiende el doble proceso en virtud del
que, por un lado, y desde el momento en que se pone el fundamento del mundo en lo
infinito, lo incondicionado, lo absoluto, la imagen del mundo se cristianiza, y, por otro
lado, el cristianismo transforma su cristiandad en una visión del mundo (la concepción
cristiana del mundo), adaptándose de esta suerte a los tiempos modernos. La pérdida de
dioses es el estado de indecisión respecto a dios y los dioses. Es precisamente el
cristianismo el que más parte ha tenido en este acontecimiento. Pero, lejos de excluir la
religiosidad la pérdida de dioses es la responsable de que la relación con los dioses se
transforme en una vivencia religiosa. Cuando esto ocurre es que los dioses han huido. El
vacío resultante se colma por medio del análisis histórico y psicológico del mito»64. Desde
luego la recapitulación de Heidegger no es completa: en el campo político es necesario
mencionar la articulación del Estado de Derecho y la democracia liberal y en el terreno
moral puede destacarse, por ejemplo, la extensión de éticas centradas en la libertad. En
todo caso importa destacar que las filosofías de la modernidad han explicitado los
entresijos de estos procesos, sin dejar de tener en cuenta sus interferencias, sus desajustes,
su propia conflictividad.
En la medida en que no es posible abordar todas estas cuestiones vamos a realizar
una breve incursión en la problemática específica que plantean a la filosofía la ciencia y
la técnica; la política y la religión –entendidas ambas en su peculiar configuración
moderna; para concluir trataremos del cientificismo y la crítica que le han dirigido desde
filosofías que lo rechazan.

7. Ciencia y filosofía

Lo característico de la era moderna del mundo es la aparición de la “tecnociencia”,


es decir, de una ciencia subordinada a y absorbida por la técnica. Ambas –en su profunda
alianza- ocupan la posición central que en la Edad Media tuvo la religión (dando pie al
conflicto de la fe y la razón); en este contexto si el riesgo para la filosofía medieval era

64
Martin Heidegger, Caminos del bosque, ed. Alianza, 1996, páginas 75-76.
convertirse en una “ancilla theologiae” el peligro que acecha a la filosofía moderna es
volverse una mera “ancilla scientiae”. Hay que subrayar, por otro lado, que la conjunción
de la ciencia y la técnica ha modelado con enorme fuerza –y lo sigue haciendo hoy en
día- al mundo moderno –no se olvide que esa conjunción subyace tanto a las distintas
revoluciones industriales como a la economía capitalista (y que la profunda crisis
ecológica que padecemos no es ajena al engranaje de estos tres factores).
Con el fin de acercarnos a la vertiente filosófica del tema nos fijaremos en la obra
de un autor que fue a la vez científico y filósofo: René Descartes (1596-1650). Como
científico pertenece al movimiento que partiendo de Copérnico llega a Newton pasando
por Kepler, Galileo o Leibniz: es decir, a los padres fundadores de la física matemática 65
; sus mayores logros se cifran en la geometría analítica, la formulación de la ley de inercia
y en sus estudios de óptica y anatomía 66. El Discurso del método (1637) y las
Meditaciones metafísicas (1641) constituyen sus más célebres contribuciones a la
filosofía. Descartes entiende que la filosofía está llamada a ofrecer una fundamentación
de la ciencia, por eso acude a la metáfora del “árbol de conocimiento”: «De este modo, la
totalidad de la filosofía se asemeja a un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es
la física y las ramas que brotan de este tronco son todas las otras ciencias que se reducen
principalmente a tres: a saber, la medicina, la mecánica y la moral»67.
¿Cómo define Descartes a la ciencia, al conocimiento científico? Básicamente a
partir de tres rasgos: unidad, certeza y método. Entiende Descartes a la ciencia como un
único sistema deductivo, una cadena de verdades en la que las más complejas se apoyan
en las más simples: de las verdades de la metafísica (conocimiento de la esencia y la
existencia de tres substancias, etc.) se extraen los principios de la física, y así
sucesivamente. La certeza, por otra parte, es la divisa de la ciencia: sus conocimientos
deben ser enteramente invulnerables ante la duda. Por último insiste Descartes en que sin
método no hay ciencia alguna: «El método es necesario para la investigación de la verdad
de las cosas»68. La vía hacia la verdad es única: se trata de un procedimiento
indefinidamente reiterable que está inscrito en el entendimiento del cognoscente, en la
facultad en la que, además, están implantadas las ideas innatas gracias a cuya
combinación surge la ciencia misma.
¿Dónde expuso Descartes su propuesta de fundamentación de las ciencias?
Principalmente en su libro Meditaciones metafísicas. En la primera de ellas se ponen en
duda todos los conocimientos adquiridos. En la segunda Descartes presenta lo que
considera la primera verdad indudable: la existencia del cognoscente entendido en su
esencia como “substancia pensante”. A partir de ella, en la meditación tercera, urde
Descartes una prueba de la existencia de Dios, una substancia infinita y perfecta
encargada de garantizar la definitiva validez del conocimiento proporcionado por la
física-matemática. Así la “naturaleza” es concebida como una substancia extensa cuyas
leyes causales aparecen reflejadas en la ciencia. De este modo Descartes promueve un

65
Véase el esclarecedor libro de Alexander Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito, ed. siglo XXI,
1979.
66
Respecto a la física cartesiana es recomendable el artículo de Juan Antonio Valor “La fábrica cartesiana
del mundo: un paseo por los jardines de Versalles” incluido en El taller de las ideas (diez lecciones de
historia de la ciencia), compilado por José Luís González Recio, ed. Plaza y Valdés, 2005.
67
R. Descartes, Los principios de la filosofía, ed. Alianza, 1995, página15.
68
R. Descartes, Reglas para la dirección del ingenio, ed. Alianza, 1995, página 82.
mecanicismo determinista (“mecanicismo” porque la naturaleza es comparada a una
máquina; “determinismo” porque se afirma en la naturaleza una cadena unilineal, cerrada
y constante de causas y efectos)69.
Llegamos aquí al punto central de lo que estamos exponiendo, así en la sexta parte
del Discurso del método nos dice Descartes: «Pues tales nociones me han hecho ver que
es posible lograr conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía
especulativa que se enseña en las escuelas, se puede encontrar una filosofía práctica en
virtud de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los
astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean con tanta precisión
como conocemos los diferentes oficios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlos
de la misma manera en todos los usos para los cuales son apropiados y convertirnos, de
este modo, en dueños y poseedores de la naturaleza»70. En esta declaración reveladora
resuena una de las principales ambiciones del hombre moderno: se percibe, sin tapujos,
una voluntad de dominio y un afán de control de su entorno conseguido gracias a la
ciencia y la técnica. Esa voluntad y ese afán resultan confirmados y avalados por autores
como Kant, Fichte, Hegel, Comte o, en nuestros días, Habermas. Nos detendremos un
momento nada más en Kant, pues en él tiene lugar una interesante y significativa
inflexión.
¿Qué se verifica en la obra kantiana? Nada menos que el paso de un
antropocentrismo de raíz teocéntrica –el que hemos visto en Descartes- a un
antropocentrismo que pretende defenderse por sus propios medios, sin recurrir a Dios
como fundamento y garantía. En la Crítica de la razón pura (1781) Kant lleva a cabo una
fundamentación de la ciencia según la cual las condiciones de posibilidad del
conocimiento verdadero (esto es, de la física-matemática) residen en las facultades del
Sujeto cognoscente (espacio y tiempo en la sensibilidad, categorías en el entendimiento,
Ideas en la razón). Por otro lado en los parágrafos 83 y 84 de la Crítica del Juicio puede
leerse con la misma rotundidad que en el texto de Descartes que acabamos de citar la
afirmación de que el hombre, en tanto es el Sujeto del mundo, su principio y su fin, está
destinado a dominarlo, a ponerlo a su entero servicio, a asimilarlo a sus necesidades: sólo
así realiza sus fines y satisface su razón71.
Estas ideas han permanecido incólumes hasta que se han mostrado –a lo largo del
siglo XX- los daños colaterales o los efectos perversos –por ejemplo en la crisis
ecológica72- de la conjunción moderna de la ciencia y de la técnica. Tomaremos como

69
La física del siglo XX está marcada en buena medida por la crisis del mecanicismo y el determinismo.
Como introducción al tema cabe citar el capítulo tercero de La ciencia contemporánea y sus implicaciones
filosóficas, A. Pérez de Laborda, ed. Cincel, 1985; el capítulo cuarto de Materia, universo y vida, Juan
Arana, ed. Tecnos, 2001; David Lindley, Incertidumbre (Einstein, Heisenberg, Bohr y la lucha por la
esencia de la ciencia), ed. Ariel, 2008
70
R. Descartes, Discurso del método, ed. Tecnos, 1987, página 85. El subrayado es nuestro.
71
Jacinto Rivera de Rosales explica así cual es el designio principal del Sujeto moderno: «… la acción de
la subjetividad … parte de un principio o exigencia de la razón: de su interés sistemático, de sus fines, o
sea, de los fines de la libertad de dominar lo otro para su propia afirmación», Kant: La Crítica del Juicio
teleológico y la corporalidad del sujeto, ed. UNED, 1998, página 95. El Sujeto humano, pues, “se afirma
a sí mismo” como tal cuando y porque consigue “dominar” (prever, calcular, someter a su única ley, etc.)
el mundo entero.
72
Sobre la cuestión de la crisis ecológica remitimos, por ejemplo, al libro de Jorge Riechmann, Todo tiene
un límite: ecología y transformación social, ed. Debate, 2001.
ejemplo el capítulo sexto del libro de Herbert Marcuse El hombre unidimensional (1954),
titulado “La racionalidad tecnológica y la lógica de la dominación”. Como aperitivo de
su contenido Marcuse cita dos textos de C. F. von Weizsäcker: «Definimos la materia
como un posible objeto de la manipulación por el hombre»; «la ciencia tiene la visión de
la naturaleza que corresponde a la era de la técnica»73. Partiendo de aquí Marcuse explica
así el objetivo de este capítulo: «Las estrellas que observaba Galileo eran las mismas en
la antigüedad clásica, pero el diferente universo de discurso y acción –en una palabra, la
diferente realidad social- abrió una nueva dirección, con nuevas posibilidades de
organizar los datos observados. Mi propósito es demostrar el carácter internamente
instrumentalista de la racionalidad científica moderna, gracias a la cual es tecnológica a
priori, y el a priori de una tecnología específica; esto es, una tecnología que se desarrolla
como forma de control social y de dominación … Los principios de la ciencia moderna
fueron estructurados a priori de tal modo que pueden servir como instrumentos
conceptuales para un universo de control productivo autoexpansivo. El método científico
que lleva a la dominación cada vez más eficaz de la naturaleza lleva a promover así los
conceptos puros tanto como los instrumentos para la dominación cada vez más efectiva
del hombre por el hombre a través de la dominación de la naturaleza»74. Marcuse describe
así, pues, la lógica paradójica del “cazador cazado”: dominando la naturaleza el hombre
cree liberarse o emanciparse pero cuando ese dominio aparentemente se consigue se
descubre –con sorpresa y perplejidad- esclavo de su misma liberación75. Escribe Marcuse:
«La fuerza liberadora de la tecnología –la instrumentalización de las cosas- se convierte
en un encadenamiento de la liberación: en la instrumentalización del hombre» 76 . A la
vez que sucede esto –y como parte del mismo proceso 77 - lo técnico (incluyendo en ello
lo útil y rentable, lo eficaz y manejable, lo calculable y previsible) se erige en la medida
de todo, en el patrón único de lo aceptable y lo inteligible. Se consolida así un nexo entre
“razón tecnocientífica” y la voluntad de dominio y control que Descartes –en el alba de
la modernidad- subrayaba con el fin de atarlo y avalarlo y que, por su parte, Marcuse –
atisbando el ocaso de esa época del mundo- intenta desanudar; se dibuja así la meta ante
la que este filósofo pretende situarnos, la de «… plantear relaciones cualitativamente
73
Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, ed. Ariel, 1987, página183. Marcuse explica así el paso del
realismo cartesiano al idealismo kantiano: «La filosofía de la ciencia moderna empezó con la concepción
de dos substancias, res cogitans y res extensa; pero conforme la materia extensa se hace comprensible en
ecuaciones matemáticas que traducidas a la tecnología “rehacen” esa materia, la res extensa pierde su
carácter independiente», página 179; «El dualismo cartesiano incluía en germen su negación pues abría el
camino hacia el establecimiento de un universo científico unidimensional en la naturaleza que se concibe
como algo del sujeto. Y este sujeto está relacionado con su mundo de una manera muy peculiar: la
naturaleza es puesta bajo el signo del hombre activo, del hombre que inscribe la técnica en la naturaleza.
La ciencia de la naturaleza se desarrolla así bajo un a priori tecnológico que la proyecta como un
instrumento potencial», página 180; «La ciencia galileana es la ciencia de la anticipación metódica y la
proyección sistemática, pero –y esto es lo decisivo- de una anticipación y proyección específicas en la que
se abarca y experimenta el mundo en términos de relaciones calculables y predecibles entre unidades
exactamente identificables: En este proyecto la cuantificación universal es un prerrequisito para la
dominación de la naturaleza», página 191.
74
Herbert Marcuse, op. cit., páginas 185-186.
75
Este planteamiento se encuentra también en Dialéctica de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer.
76
Herbert Marcuse, op. cit., página 187. Complementariamente dice: «El mundo tiende a convertirse en la
materia de una administración total, que absorbe incluso a los administradores. La tela de araña de la
dominación ha llegado a ser la tela de araña de la razón misma y esta sociedad está fatalmente enredada en
ella», página 196.
77
Proceso en el que, además, “lo ente” –lo que es- resulta definido como “mercancía” (véase al respecto el
importante libro de Felipe Martínez Marzoa, La filosofía de “El Capital”, ed. Taurus, 1983).
nuevas entre los hombres y entre el hombre y la naturaleza»78. Con el fin de esclarecer y
reforzar su posición en este capítulo acude Marcuse a dos filósofos: Husserl y Heidegger,
veamos sucintamente por qué.
En su último gran libro, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología
transcendental, Husserl emprende una crítica del “cientificismo” –del “positivismo”,
como también lo conocemos. Éste anuda una tesis ontológica –“todo lo real es o físico o
reductible a lo físico”- y una tesis gnoseológica –“sólo la ciencia alcanza la verdadera
realidad, es, pues, el único tipo legítimo de conocimiento y experiencia del mundo”-.
Ambas tesis son pacientemente desmontadas por Husserl mostrando que bajo ellas late
un profundo dogmatismo tan cerrado como extendido. Por su parte Heidegger –en
escritos como “La pregunta por la técnica” 79 - sostiene tres cosas: el saber técnico es una
vía irreductible del desocultamiento del ente; el saber técnico se despliega “modalmente”
(no cabe algo así como “la Técnica” y sí modos de ser técnica de la técnica); el saber
técnico moderno (definido gracias a la noción de “Gestell”) es una configuración de la
técnica intrínsecamente destructiva, abocado a socavar eso que lo sostiene (la
“tecnosfera” organizada desde este modo de ser de la técnica vampiriza el ecosistema en
el que se implanta y a costa del cual prospera).
Como colofón a este apartado citaremos un texto de Luís Sáez Rueda: «… la
cosificación de lo real estaría en el fondo movida por una “voluntad de dominio”, una
voluntad mediante la cual, pretendiendo enseñorearse el hombre sobre el mundo, termina
siendo arrastrado por su propia compulsión dominadora y sucumbiendo en la
autonegación. Sobre su propia tradición ha lanzado la filosofía continental esta crítica. Y
ciertamente no desde la voz minoritaria de una única perspectiva. Es, de un modo o de
otro, un motivo presente en las principales corrientes. En el ámbito de la hermenéutica,
sigue siendo influyente el conocido el diagnóstico heideggeriano de la metafísica de la
presencia como voluntad técnica de dominio: si lo real es convertido en objeto
representable, es hecho también disponible para el hombre que lo representa, o sea,
calculable, manipulable, configurable en función de metas subjetivas; metas de un ser
que, a fuerza de imponerse como canon y medida de las cosas, termina oponiéndose al
mundo y, consecuentemente, perdiéndose a sí mismo, es decir, olvidando la esencia de
su ser como ser-en-el-mundo. Reverberaciones de este tema son fáciles de encontrar en
toda la línea contrailustrada que, de un modo o de otro ha sido influida por Heidegger.
Así, el “pensamiento de la diferencia” reconoce en el “pensamiento representativo” una
voluntad homogeneizadora que no deja ser en libertad a la heterogeneidad de los juegos
lingüísticos en los que habita, siempre fragmentaria, la comprensión del mundo, dando
lugar a una actitud que sustituye la escucha de lo que la experiencia reclama desde sí
(porque se configura como acontecimiento) por la construcción lógica y matemática de
lo que haya de valer como “mundo”. Ahora bien, una crítica semejante no es extraña al
pensamiento ilustrado. Baste recordar el dramático análisis de Horkheimer y Adorno en
su Dialéctica de la Ilustración. La promesa de una vida autonomizada y libre que antaño

78
Proceso en el que, además, “lo ente” –lo que es- resulta definido como “mercancía” (véase al respecto el
importante libro de Felipe Martínez Marzoa, La filosofía de “El Capital”, ed. Taurus, 1983).
79
Incluido en Conferencias y artículos, ed. Serbal, 1994. Para acceder a este enfoque pueden mencionarse:
Jorge Acevedo, Heidegger y la época de la técnica, ed. Universitaria, 1999 y el excelente Filosofía de la
técnica de la naturaleza, Félix Duque, ed. Tecnos, 1986, Habitar la tierra, ed. Abada, 2008.
erigió la Ilustración ha sido arruinada –dictaminan los autores- por la regresión histórica
del Logos en racionalidad instrumental, lo que guarda relación con la cosificación del
mundo y la voluntad de dominio. Para superar el terror mítico ante la fuerza de la
naturaleza, el hombre había desplegado un proyecto iluminista, oponiendo el orden y la
luz racionales al caos y al enigma. Pero el cauce seguido por ese despliegue de la razón
adoptó, por su eficacia, la consigna del cálculo y la positivación. A su través, la naturaleza
llegó a ser desacralizada, al no reconocerse ya en ella la autoría de misteriosas fuerzas
irracionales, sino la ley formalizable y la materia medible. Si a pesar de los beneficios de
esta naturalización de la existencia, “la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el
signo de una triunfal calamidad” es porque, al mismo tiempo, toda cualidad es recudida
a cantidad, todo ser a objeto previsible y, de este modo, el mundo a orden de cosas
dispuestas para la instrumentalización por parte del hombre. Una instrumentalización
cosificadora que, convirtiéndose en el Logos fundamental de la comprensión humana,
termina esclavizando a su presunto autor, pues se hace global y adquiere un movimiento
autónomo cuyo vigor absorbe la voluntad de los sujetos»80. Hasta aquí el esbozo de una
de las más urgentes, decisivas y controvertidas cuestiones contemporáneas –en la que se
ve que acudir a la “historia de la filosofía” resulta necesario para entender lo que hoy por
hoy pasa y, a la vez, por qué pasa.

8. Política y filosofía

La configuración de la política en la modernidad constituye, desde luego, un tema


complejo, lleno de aristas y de recovecos. El gran punto de inflexión, sin duda, viene
marcado por el acontecimiento de la Revolución Francesa de 1789. Pero antes de ella, en
el siglo XVII, tuvo lugar lo que cabe denominar “revolución inglesa”, más silenciosa y
menos estridente, pero no por eso menos relevante. Acudiremos, en razón de esto último,
a John Locke (1634-1704). Gracias a él nos adentraremos –un poco al menos- en la
vertiente filosófica de este complicado proceso cuyos vivos ecos resuenan en nuestros
días. John Locke es uno de los principales padres del “liberalismo” 81, un liberalismo

80
Luís Sáez Rueda, El conflicto entre continentales y analíticos, ed. Crítica, 2002.
81
Sobre éste nos dice Fernando Rampérez en su libro Katabasis, ensayo sobre el pensamiento político
contemporáneo, ed. Sek, página 55: «El liberalismo es la base de la sociedad occidental actual.
Revolucionario en su nacimiento (alrededor del XVII), como alternativa al absolutismo, sostuvo la práctica
emancipadora de las revoluciones burguesas; triunfante, después (en torno al XIX), se fue acercando a la
posición conservadora y debió dejar la bandera del “progresismo” en manos de la izquierda de raíz
socialista. En nuestros días, el neoliberalismo se convierte en la ideología de la globalización económica.
Este panorama extremadamente simplificado, en cualquier caso, tiene mil matices, y en algunos nos
detendremos. Suele considerarse el primer gran nombre del liberalismo político a John Locke, aunque las
bases de esta teoría política están en el giro antropológico de la modernidad misma y en su fundamento
metafísico también. Claro representante de la Ilustración británica y sus modos reformistas, Locke subraya
en su Carta sobre la tolerancia la actitud inicial del liberalismo: el respeto máximo por el individuo, la
separación de lo político con respecto a lo religioso. La tolerancia lo es en Locke sobre todo en el terreno
religioso; después de los considerables problemas que la religión ocasionó en el Reino Unido, la
emancipación de la política constituía un reto fundamental; y el fundamento de lo político había que
encontrarlo ahora, ya que no en la soberanía del monarca ni en legitimación trascendente alguna, en la
libertad del hombre individual (la libertad esencial y metafísica del cogito cartesiano)».
presentado aquí en su versión “contractualista”82. Las distintas teorías del “contrato” –
defendidas por autores como Pufendorf, Hobbes, Rousseau o Kant 83- combatieron
audazmente la fundamentación teocrática del orden político, es decir, discutieron el
derecho divino de los reyes a gobernar. Así, por ejemplo, Locke se enfrentó a Sir Robert
Filmer (1590-1653), que en su influyente libro Patriarca o el poder natural de los Reyes
defendía con nuevos argumentos el núcleo de la doctrina política medieval. Al respecto
escribe Locke: «… resulta evidente que la monarquía absoluta, considerada por algunos
como el único tipo de gobierno que puede haber en el mundo es, ciertamente,
incompatible con la sociedad civil, y excluye todo tipo de gobierno civil» 84.
¿Qué sostenía John Locke? Para empezar –y como toda la corriente
contractualista- se refería a un inicial “estado de naturaleza”: una situación presocial y
prepolítica en la que vivían los individuos. Sin duda ya aquí se dibuja una tesis decisiva:
los individuos son, a la vez, lo anterior y lo superior respecto a toda otra instancia que se
pueda articular –y que por principio tendrá que estar subordinada a lo que el individuo
supone e implica. Pero, ¿qué define a un “individuo”? Una libre disposición de sus
propiedades y un afán inextinguible de conservarlas e incrementarlas 85. Partiendo de aquí
Locke nos explica que el “estado de naturaleza” en el que viven los individuos resulta ser
una situación internamente inestable e incierta y, por ello, provisional. ¿Qué sucede
entonces? Que los individuos se ven abocados a firmar un contrato (a suscribir un pacto
o a sellar un acuerdo) del que surgen tanto la sociedad civil como el Estado político. Sobre
este momento crucial escribe Locke:
- «Al ser los hombres, como ya se ha dicho, todos libres por naturaleza, iguales e
independientes, ninguno puede ser sacado de esa condición y puesto bajo el poder
político de otros sin su propio consentimiento. El único modo en que alguien se
priva a sí mismo de su libertad natural y se somete a las ataduras de la sociedad
civil, es mediante un acuerdo con otros hombres, según el cual todos se unen
formando una comunidad, a fin de convivir los unos con los otros de una manera
confortable, segura y pacífica, disfrutando sin riesgo de sus propiedades
respectivas y mejor protegidos frente a quienes no forman parte de dicha
comunidad».
- «… el comienzo de la sociedad política depende del consentimiento de los
individuos, los cuales se juntan y acuerdan formar una sociedad; y cuando están
así incorporados establecen el tipo de gobierno que les parece más adecuado» 86.
Gracias a esta cesión o renuncia se consigue –partiendo de un desorden que
siempre amenaza con regresar- un Orden social y político firme, seguro, permanente. Por
supuesto esta cesión o renuncia incluida en el pacto o contrato es cualquier cosa menos

82
En la teoría política angloamericana del siglo XX se han desarrollado posiciones denominadas
“neocontractualismo”, una introducción a ellas puede consultarse en Fernando Vallespín, Nuevas teorías
del contrato social: J. Rawls, R. Nozick, J. Buchanan, ed. Alianza, 1985.
83
Cada uno de estos autores representa una posición y una opción –definida por unos matices y énfasis
peculiares- dentro del círculo de posibilidades inherentes a la moderna configuración de la política y de lo
político.
84
John Locke, Segundo tratado del gobierno civil, ed. Alianza, 1990, página105.
85
Véase C. B. Macpherson, La teoría política del individuo posesivo, ed. Fontanella, 1979.
86
John Locke, op. cit., respectivamente páginas 111 y 119.
“desinteresada”: sólo se realiza por propio beneficio. Así, por un lado, la “sociedad civil”
no es sino una asociación de individuos en la que cada uno persigue sus propios fines y
promueve sus particulares intereses, por otro lado, el Estado político tiene que operar
como un árbitro neutral que regule –interfiriendo lo mínimo posible- las transacciones
que ocurren en la sociedad civil. ¿Cuál es, entonces, el fin principal del Estado político?
Salvaguardar la propiedad privada de los individuos libres, explica Locke. De esta trama
–en la que se define en buena medida en qué consiste la política y lo político en el mundo
moderno- se deducen, al menos, cuatro consecuencias que son visibles en el texto de
Locke:
- Tanto la sociedad civil como el Estado político son “medios” respecto a los
únicos fines legítimos: los fines e intereses de los individuos.
- En la medida en que pueda afirmarse algo así como un “interés general” éste
sólo puede entenderse como una suma, yuxtaposición o agregación de los
intereses particulares.
- La sociedad civil, aunque ordinariamente obedece el arbitraje del Estado
político se reserva un inalienable “derecho de resistencia” que debe ejercer cuando
el Estado se extralimite en sus atribuciones. Escribe Locke con firmeza: «La razón
por la que los hombres entran en sociedad es la preservación de su propiedad. Y
el fin que se proponen al elegir y autorizar a los miembros de la legislatura es que
hagan leyes y normas que sean como salvaguardas y barreras que protejan las
propiedades de todos los miembros de la sociedad, para así limitar el poder y
moderar el dominio que cada miembro o parte de esa sociedad pueda tener sobre
los demás … Por lo tanto, siempre que el poder legislativo viole esta ley
fundamental de la sociedad, ya sea por ambición, por miedo, por insensatez o por
corrupción, trate de acumular excesivo poder o de depositarlo en manos de
cualquier otro, es decir, un poder sobre las vidas, las libertades y los bienes del
pueblo, estará traicionando su misión … Y al hacer esto, estará devolviendo al
pueblo el poder que éste le dio, y el pueblo tendrá entonces el derecho de retomar
su libertad original y el de establecer un nuevo cuerpo legislativo que le parezca
apropiado, y que le proporcione protección y seguridad, que es el fin que perseguía
al unirse en sociedad»87.
- El liberalismo político tiene su reflejo, en el seno de la sociedad civil, en el
“liberalismo económico” (en la economía capitalista de mercado –sostenida, a su
vez, en la alianza entre la ciencia y la técnica que la que hablamos en el apartado
anterior-)88.

87
John Locke, op. cit., páginas 212-213.
88
Proyectando este aspecto de la cuestión hacia nuestros días dice Fernando Rampérez, op. cit., página 58:
«Todos estos datos, en definitiva, nos llevan a la conclusión de que, desde el inicio, el liberalismo diseña
una política a medida de la revolución burguesa que comenzaba a llevarse a cabo en occidente: es decir,
una política adecuada a un orden económico capitalista, que se ve capaz de extender su lógica (e incluso
sus valores) al orden social y acabar así con las estructuras del Antiguo Régimen. El liberalismo político,
por tanto, resulta indisociable del liberalismo económico, y ambos lo son de un capitalismo
progresivamente triunfante. El usual postulado liberal de la no intervención de la política en las cuestiones
de economía (derivado de ese papel exiguo del Estado como servidor de los intereses individuales) debe
ser entendido en esta dirección. Sin embargo, paradójicamente dará lugar a una subordinación de la política
Puede añadirse, por resaltar otros puntos destacados de los planteamientos de
Locke, que dentro del Estado político sostiene la separación entre el poder legislativo y
el ejecutivo (la versión más refinada de este tópico la encontramos, como es sabido, en
Montesquieu), además defiende que los gobernantes están tan sujetos a la ley como los
gobernados (aspecto de lo que hoy entendemos por “Estado de Derecho”). De nuevo,
pues, el pensamiento social y político de Locke dispara en la línea de flotación de las
monarquías absolutistas. En medio de todas estas consideraciones legibles en la obra de
Locke que sucintamente hemos reseñado despuntó poco a poco la configuración política
que ha prevalecido en el mundo moderno: la –llamémosla así- “democracia liberal”.
Gracias a Locke, en definitiva, nos topamos con una serie de temas y problemas cuya
actualidad es indudable89.

9. Religión y filosofía

El lugar y el papel de la religión en el mundo moderno –así como su propia y


específica configuración- posee un perfil tan complejo que resulta difícil de abarcar y
abordar90. Con el fin de acercarnos a este poliédrico asunto adoptaremos la obra de David
Hume (1711-1176) como hilo conductor.
En este denso y abigarrado ámbito del saber, ¿de qué se ocupó concretamente
Hume? Nos lo explica con las siguientes palabras: «Si toda investigación referente a la
religión es de la máxima importancia, hay dos cuestiones en particular que llaman
especialmente nuestra atención, a saber: la que se refiere a la fundamentación racional de
la religión y la que se pregunta por el origen de la religión en la naturaleza humana»91.
Al segundo de estos temas dedicó, principalmente, su Historia natural de la
religión, publicada en 1757; en ella estudia el origen del “sentimiento religioso” y su
peculiar desarrollo en las diferentes religiones históricas.
El primer tema –la “fundamentación racional de la religión”- se refiere a lo que se
ha denominado “teología natural”; ésta –concebida en la Edad Media como complemento

a la economía, como ocurre en la práctica neoliberal contemporánea. Quizá por eso se está entendiendo
desde el principio lo social –e incluso lo moral- desde categorías mercantilistas (contrato, beneficio, interés,
iniciativa individual …). El debate, de hecho, del liberalismo incluso en el XX ha consistido especialmente
en ajustar la función redistributiva del Estado, tendente a cero según la teoría original y la práctica reciente,
con la corrección de los desajustes producidos a nivel social e internacional por la economía de mercado.
El vínculo con lo económico está en la raíz del problema».
89
Sobre esta densa constelación de cuestiones citaremos, por ejemplo: C. B. Macpherson, La democracia
liberal y su época, ed. Alianza, 1982; el capítulo X de Felipe Martínez Marzoa, La filosofía de “El capital”,
ed. Taurus, 1983; los volúmenes quinto y sexto de la compilación de Fernando Vallespín titulada Historia
de la teoría política, ed. Alianza, 1995; por último los libros de Francisco Fernández Buey Guía para una
globalización alternativa, ed. B., 2004 y de Félix Ovejero Incluso un pueblo de demonios: democracia,
liberalismo, republicanismo, ed. Katz, 2008, ofrecen un panorama de las discusiones y debates más
candentes.
90
En la tercera parte del libro de Eugenio Trías La edad del espíritu, ed. Destino, 2000, se puede consultar
un interesante diagnóstico al respecto. En nuestro artículo “La religión en la modernidad”, publicado en la
revista “La Caverna de Platón”, nos referimos a esta cuestión apoyándonos precisamente en el interesante
planteamiento de Trías.
91
David Hume, Historia natural de la religión, ed. Tecnos, 1992, página 3.
a la “teología revelada”, sostenida sobre la fe y la interpretación de las Sagradas
Escrituras- se ocupa de articular lo que la “razón” puede conocer sobre la esencia y la
existencia de Dios92. Hume le dedicó su libro Diálogos sobre la religión natural; aunque
fue escrito en 1751 su publicó –después de numerosos avatares- tres años después de su
muerte (si lo hubiese editado en vida probablemente hubiese terminado con sus huesos
en la cárcel –y esta es una buena muestra de cómo estaba el patio en el muy civilizado y
tolerante Reino Unido de entonces-).
Como observación general puede afirmarse que Hume es implacable con la
teología racional y condescendiente –hasta cierto punto- con el sentimiento religioso.
Hume, en todo caso, rechaza de plano y sin contemplaciones la ignorancia oscurantista y
la superstición desatada que conducen a la peligrosa pendiente del fanatismo y la
intolerancia –a la que son especialmente proclives los monoteísmos en la medida en que
se ufanan de profesar la única religión verdadera. Muchas religiones –nos dice- consiguen
sacar a la luz lo peor del género humano; ¿cuándo? Cuando se organizan en torno a dos
operaciones: primero inculcan un profundo temor y un constante miedo y, a continuación,
se prodigan en administrar vanas esperanzas que dejan inermes a los adeptos,
volviéndolos dóciles y manejables93.
Haremos una breve incursión en los Diálogos sobre la religión natural94. El
blanco de sus críticas lo constituye, como dijimos, la teología natural. Hume niega –
desplegando numerosos argumentos- que sea factible conocer racionalmente tanto la
esencia como la existencia de Dios, así en las partes segunda a la octava pone en tela de
juicio las “pruebas a posteriori”, en la parte novena las “pruebas a priori” y, además, en
las partes décima y onceava se enfrenta a las pretensiones de la “teodicea”.
Hume se ocupa con detalle, ante todo, a las pruebas a posteriori de la existencia
de Dios, nos ceñiremos, pues, a lo que expone sobre ellas. En las pruebas a posteriori se
intenta realizar una inferencia causal que parte del “orden del universo” (efecto)
remontándose hacia su causa: Dios. Este orden presenta dos aspectos: uno nomológico
(el orden legal, la regularidad previsible, etc.) y otro teleológico (adecuación de medios
y fines, etc.). Muchas de las pruebas a posteriori mezclan ambas consideraciones, y
aunque Hume entiende que ambas vías son igualmente intransitables se refiere
principalmente a la que se orienta por la vertiente “teleológica” de la cuestión. Lo
específico de esta prueba de la existencia de Dios es que acude a una “analogía” –
propiciada por el “mecanicismo” propio de la ciencia moderna de la naturaleza- con la
“actividad técnica” (es decir, con la labor de artesanos o arquitectos). Manuel Garrido –
en el estudio preliminar a los Diálogos sobre la religión natural- explica así cómo
discurre esta prueba: «Si hay una casa, suponemos que hay, o que hubo, un arquitecto; y
si un reloj, un relojero. El orden o finalidad que apreciamos en el mundo, en particular en
los seres vivos, parece invitarnos a inferir, análogamente, la existencia de un Arquitecto
supremo a cuyo inteligente Designio obedece ese orden. A esta inferencia, denominada

92
En la Edad Media se entendía que entre la teología natural y la revelada hay una perfecta armonía:
ninguna puede contradecir a la otra; en la era moderna, en cambio, su equilibrio se vuelve inestable, dando
lugar a una serie de posiciones divergentes, por ejemplo, el “deísmo” ilustrado rechaza la teología revelada
y pretende formular una teología natural que sea enteramente compatible con la ciencia moderna.
93
En este enfoque coincide Hume con Spinoza y con lo que han puesto de relieve lo que Ricoeur llama
“maestros de la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud.
94
En él discuten Filón (un escéptico), Cleantes (un teísta) y Demea (un fideísta).
por Kant prueba físico-teleológica, se la conoce más vulgarmente como el argumento del
designio. Su origen se remonta a Platón y Aristóteles, es la quinta de las “vías” propuestas
por Tomás de Aquino en la Summa Theologica y fue en el siglo XVIII la prueba más
popular de la existencia de Dios y caballo de batalla en la polémica de cristianos y deístas
con el ateísmo. Hume dedica expresamente más de la mitad de las páginas de sus
Diálogos sobre la religión natural al análisis y la discusión de este razonamiento»95.
Veamos lo que dice el texto de Hume:
«Para no perder tiempo alguno en circunloquios, dijo Cleantes dirigiéndose a
Demea, y menos aún en réplicas a las piadosas disertaciones de Filón, explicaré
brevemente cómo concibo yo este asunto. Pasead vuestra mirada por el mundo,
contempladlo en su totalidad y a cada una de sus partes: encontraréis que no es
sino una gran máquina, subdividida en un infinito número de máquinas más
pequeñas, que a su vez admiten subdivisiones hasta un grado que va más allá de
lo que pueden rastrear y explicar los sentidos y facultades del ser humano. Todas
esas diferentes máquinas, y hasta sus partes más diminutas, están ajustadas entre
sí con una precisión que cautiva la admiración de cuantos hombres las han
contemplado. La curiosa adaptación de medios y fines, a lo largo y ancho de toda
la naturaleza, se asemeja exactamente, aunque excediéndolos con mucho, a los
productos del humano ingenio: del designio, el pensamiento, la sabiduría y la
inteligencia humanas. Puesto que los efectos, por tanto, se asemejan unos a otros,
nos sentimos inclinados a inferir, por todas las reglas de la analogía, que también
las causas se asemejan, y que el Autor de la naturaleza es en algo similar a la
mente del hombre, aunque dotado de unas facultades mucho más amplias, que
están en proporción con la grandeza de la obra que ha ejecutado. Por este
argumento a posteriori, y sólo por él, podemos probar a un mismo tiempo la
existencia de una Deidad y su similaridad con la mente y la inteligencia
humanas»96.
Se acude aquí, pues, a una peculiar inferencia analógica en la que el universo se
entiende a imagen y semejanza de una máquina (una casa o reloj), y en la medida en que

95
Estudio Preliminar, Diálogos sobre la religión natural, ed. Tecnos, 1994, página 27.
96
David Hume, Diálogos sobre la religión natural, op. cit., parte II, página 76. Carlos Mellizo –en su
prólogo a este mismo libro- resume la exposición humena del tema: «Cleantes, por su parte, propone el
argumento a posteriori que, en síntesis, podría formularse así: es evidente que se da un cierto orden en el
mundo. Ese orden podría, teóricamente, provenir de dos causas distintas: o bien la materia contiene en sí
misma un principio secreto de autoordenación, o bien actúa según los principios que le dicta una realidad
superior, externa a ella. Ambas hipótesis son posibles, consideradas en abstracto. Pero la experiencia
cotidiana nos muestra que la materia es incapaz de organizarse por sí misma. Las piedras, la madera y el
hierro, dejados a merced de las inclinaciones que les son propias, jamás podrían organizarse de por sí hasta
el extremo de constituirse, por ejemplo, en una casa. Observamos, sin embargo, que existen las casas, los
barcos, los relojes y una serie numerosa de productos artificiales. La experiencia, por tanto, nos dice que,
de hecho, los productos artificiales obedecen a un plan mental, a un designio humano, capaz de poner ese
elemento organizador que sólo la mente puede segregar. Y así, del mismo modo que al ver una casa
deducimos la existencia de una mente arquitectónica que se encargó de construirla, podemos también
deducir, por analogía, la existencia de una Mente Superior, encargada de organizar la totalidad del
Universo», Diálogos sobre la religión natural, ed. Aguilar, 1981, página 19. Esta descripción de la
“actividad técnica”, por cierto, en tanto organizada exclusivamente desde coordenadas diacrónicas y
parámetros atomísticos, puede, pese a su aparente obviedad, ser puesta seriamente en duda (más adecuada
y satisfactoria sería una descripción “sincrónica” y “holística”).
una máquina supone a un artífice que la ha diseñado y fabricado se afirma que el universo
es el efecto de una causa: un Dios artesano o arquitecto 97.
Pues bien, lo que arguye Hume es que esta “inferencia analógica” es errónea, pues
no respeta las reglas elementales que permiten llevar a cabo una inferencia correcta
cuando el argumento o prueba pretende sostenerse sobre una “analogía”. Así expone
Carlos Mellizo las consideraciones críticas que –en boca de Filón- despliega Hume: «El
argumento de Cleantes es, en cierto modo, humeano, por lo menos en lo que tiene de
aplicación del método experimental. A la base de este tipo de prueba opera el
convencimiento de que sólo la experiencia puede proporcionarnos –aunque jamás de un
modo terminante e irrefutable- algún tipo de conocimiento acerca de las causas. Si a
Cleantes le toca en los Diálogos desempeñar el papel de “filósofo experimental” a
ultranza, a Filón le corresponde el de “escéptico especulativo en materia de religión”.
Pues, concediendo en principio, alguna validez al método de Cleantes, se niega a extender
su esfera de aplicabilidad más allá del ámbito de lo sensible. Con abundancia de ejemplos
y de hipótesis descabelladas, pero verosímiles, Filón presenta a su interlocutor las
dificultades que surgen frente a la pretensión de establecer una analogía entre los
productos debidos al artificio humano, y el mundo, interpretado como producto de una
planificación divina. Después, pregunta a su antagonista si en realidad el conocimiento
humano tiene datos suficientes para afirmar que sólo la mente es capaz de organizar la
materia, y si el hecho de que tal sea el caso en la pequeña esfera de objetos que caen bajo
nuestro conocimiento, nos proporciona una base adecuada para pronunciarnos de un
modo decisivo respecto al todo. Y la crítica adquiere su máxima fuerza cuando Filón
señala que todas las inferencias causales que tienen alguna validez se fundan en la
observación de la unión constante entre dos clases de objetos. Privados de esa experiencia
cuando nos referimos a la relación Dios-Mundo, nos vemos obligados a reconocer que
esa posible relación es “particular, única y sin paralelo alguno”. ¿Cómo, por tanto, puede
tener la palabra causa, aplicada a Dios, un significado humanamente inteligible? No
contento con lo que lleva ganado en el debate, Filón hace alarde de sus poderosas
facultades dialécticas, y hasta llega a avanzar un paso más dando por válida la suposición
de su contrincante según la cual el Universo obedece a un plan de una Mente Divina.

97
Resulta algo más que curioso –pues apunta hacia temas de gran calado- que el “creacionismo”
contemporáneo –opuesto a la teoría de la evolución de Darwin- tenga su principal recurso “probatorio” en
el llamado “diseño inteligente”. Por eso no es extraño que el filósofo de la biología John Dupré en el capítulo
cuarto de su excelente ensayo El legado de Darwin (qué significa hoy la evolución), ed. Katz, 2006, retome
expresamente la argumentación de Hume con el fin de refutar a autores como Behe o Dembski.
Reflexionando sobre el sorprendente destino de las ideas filosóficas –en este caso las de Hume- escribe
Manuel Garrido: «Si se mide la influencia de un autor por el impacto directo en el gran público, la de Hume
con este libro no ha sido muy grande. Baste considerar el siguiente par de datos. No muchos años después
de la muerte de Hume, vio la luz un libro de filosofía de la religión que gozó de una extraordinaria
popularidad en la Inglaterra de primera mitad del siglo XIX: la Natural Theology (1802) de William Paley,
quien cimentaba su defensa racional del cristianismo en el argumento del diseño, continuando impertérrito
la tradición de Butler y demás autores del siglo XVIII, como si, entretanto, la obra de Hume no hubiese
sido escrita (hasta ese punto debió de pesar sobre ella la conspiración de silencio con que responden las
autoridades a los libros “malditos” cuando no está en su mano anatematizarlos). La desgracia para Paley, y
éste es el segundo dato por considerar, fue la emergencia de Darwin. La publicación en 1859 de El origen
de las especies significó para el argumento del diseño, al menos en su versión “teleológica”, una aplastante
derrota de la que apenas ha logrado recuperarse hasta hoy … [así] desde el punto de vista de la influencia
indirecta la repercusión de la obra de Hume en la conciencia popular ha sido extraordinaria», op. cit.,
páginas 45-46.
Suponiendo, pues, que el todo respondiese a los designios de una razón superior, dice
Filón, también esta razón requeriría, a su vez, otra causa. Así pues, o bien nos
embarcamos en un proceso in infinitum, o, admitiendo nuestra ignorancia, nos
contentamos desde el punto de vista epistemológico con el hecho de la naturaleza
misma»98. Por su parte –y complementando lo anterior- José L. Tasset resume de este
modo las objeciones de Hume a este aspecto concreto de la teología natural: «La crítica
de Hume lo único que hace es establecer cuáles son las reglas del razonamiento analógico
y ver si el argumento teleológico las cumple o no. Esta crítica humeana de una parte muy
importante de la teología natural muestra muy bien a las claras el ingenio de Hume; su
talento reactivo, más que constructivo, se muestra en casos como este … Las reglas de
todo razonamiento analógico rigurosos dicen que los hechos con circunstancias similares
dan lugar a analogías (es decir, a razonamientos analógicamente construidos acerca de
sus causas) con un alto grado de fiabilidad; pero los hechos con circunstancias muy
diferentes nunca podrán relacionarse mediante analogías en las que se pueda confiar. De
modo general podemos decir que la norma fundamental de la analogía que se aplicará a
todo razonamiento de este tipo es: en la medida en que aumenta la diferencia entre los
efectos de que partimos, disminuirá proporcionalmente la evidencia de la prueba, hasta
llegar en algunos casos a una certeza mínima, que no sirve, en absoluto, para establecer
la conclusión deseada acerca de sus causas. Después, lo que hace Hume es aplicar su
análisis de la analogía al caso concreto del argumento teleológico: “… la desemejanza
entre una casa y el universo es tan abrumadora, que lo único que podrías pretender sería,
quizá, la conjetura o la vaga suposición de que las causas de esas dos realidades se parecen
en algo” (Diálogos, parte 2ª). En opinión de Hume, por tanto, el argumento teleológico
encierra dos fallos … En primer lugar, el argumento incumple una norma de prudencia
científica: no se puede transferir la experiencia de un fenómeno a otro si observamos el
más mínimo cambio en las circunstancias; así pues, el teísta experimental o físico-teólogo
no tiene en cuenta la diferencia de circunstancias entre el universo y los artefactos
humanos. El segundo error consiste en transferir una experiencia particular –es por medio
de una causa activa como algunas partes de la naturaleza producen alteraciones en otras
partes- a la generalidad de un fenómeno: la totalidad del universo. Pero, ¿cómo sabemos
que lo válido para una parte lo es también para el todo? La gran desproporción que existe
entre el todo y las partes, ¿no prohíbe toda comparación e inferencia? … En conclusión,
como la probabilidad de una analogía es proporcional a la semejanza de las experiencias
que son objeto de tal analogía, en este caso, la creación del mundo y la producción de una
casa, la probabilidad del argumento teleológico es nula, pues de una de ellas no podemos
tener ninguna experiencia»99. Las pruebas a posteriori de la existencia de Dios, a partir
de todo este conjunto de consideraciones, se consideran refutadas (recuérdese que
poniendo en juego otra serie de recursos Kant, en la “dialéctica transcendental” de la
Crítica de la razón pura, llegaba a esta misma conclusión).

98
Prólogo a los Diálogos sobre la religión natural, ed. Aguilar, páginas 20-21. Cabe resaltar que lo que
Hume presentaba como una mera hipótesis –“la naturaleza incluye en sí misma un principio de
autoorganización”- es, en la cosmología actual, una tesis explícita.
99
“Introducción a la filosofía de la religión de David Hume”, estudio preliminar a la compilación David
Hume, Escritos impíos y antirreligiosos, ed. Akal, 2005, páginas 43-45.
Hume dedica una parte de su libro a las cuestiones que suscita la “teodicea”; ésta
se pregunta –partiendo de los males que tienen lugar en el mundo (catástrofes naturales,
enfermedades, guerras, crímenes, etc.) y de la benevolencia infinita que la teología
atribuye a Dios- si se muestra aquí, o no, algún tipo de contradicción o de
incompatibilidad. ¿Cómo casa lo uno y lo otro? Manuel Garrido nos presenta así la
cuestión: «Para el hombre común es un hecho que hay mal en el mundo tanto físico (dolor,
enfermedad, muerte, catástrofes), como moral (la injusticia, el crimen, la guerra). El
problema filosófico del mal surge cuando uno se pregunta por la razón de ser de este
hecho: Desde los supuestos del teísmo, la solución del problema exige conciliar dos
premisas antagónicas: 1) la experiencia del mal en el mundo, y 2) la creencia en un Dios
que es sabio, bueno y poderoso en grado sumo. Es la tarea filosófica que Leibniz bautizó
con el nombre de teodicea (etimológicamente, “justificación de Dios”). Hume dedica las
partes X y XI de los Diálogos al análisis de este problema. Ya en la primera de estas dos
partes, después de haber descrito –estando en ello de acuerdo con Demea y en descuerdo
con Cleantes- al mundo como un valle de lágrimas, adelanta en breves palabras su
respuesta a la cuestión, que es negativa: “Supongamos que el poder divino es infinito;
todo lo que Dios quiera se cumplirá; pero ni el hombre ni ningún otro animal es feliz; por
consiguiente, él no quiere la felicidad de esas criaturas. Su sabiduría es infinita; jamás
yerra al elegir los medios para un fin; pero el curso de la naturaleza no tiende a la felicidad
humana o animal; por consiguiente, dicho curso no ha sido establecido para tal propósito.
En todo ámbito del conocimiento humano no hay inferencias más ciertas o infalibles que
éstas. ¿En qué sentido, entonces, se asemejan la benevolencia y misericordia divinas a la
benevolencia y misericordia humanas?” (Diálogos, parte X). El teísmo es sólo una entre
las diferentes explicaciones alternativas al problema del mal. Frente al maniqueísmo, que
contempla la lucha entre el bien y el mal como una batalla entre dos príncipes que
capitaneasen ejércitos igualmente poderosos, la solución teísta prefiere atenuar la primera
de las dos premisas antagónicas que mencioné más arriba: o bien minimizando, como
sugiere Cleantes, el número o la proporción de los males que circulan por el mundo; o
bien definiendo en mal, al estilo de la tradición escolástica, como “privación del bien” y
negándole, por tanto, existencia positiva; o bien apelando, según propone Demea –en una
línea de pensamiento que se remonta a San Agustín- a una perspectiva más amplia que
aprecie, como en las obras de arte, la contribución de un defecto puntual a la belleza y
perfección de la totalidad del universo y que sepa tener en cuenta además que el mal
puede ser condición o consecuencia necesaria del bien, tal y como implica, por ejemplo,
la libertad el poder de pecar»100. Por su parte José L. Tasset resume en estos términos la
posición de Hume: «Los teístas suelen atribuir a Dios justicia, benevolencia, generosidad
y rectitud. Pero la existencia del mal físico y moral en el mundo va en contra de tal
atribución si aceptamos, como hace la teología natural, que vamos a realizar nuestras
inferencias a partir sólo de la experiencia. Por eso, si el mal en el mundo es un hecho,
entonces se puede cuestionar la naturaleza moral de la Deidad. En esta cuestión, como en
otras, Hume acude a los planteamientos de Epicuro: si bien el mal en el mundo no puede
demostrar fehacientemente la inexistencia de Dios, sí constituye una prueba de que Dios
es totalmente ajeno a los asuntos, intereses y finalidades humanos. Para la expresión de
la antinomia Dios/Mal en el mundo, Hume recurre a la fuerza expresiva del conocido
trilema de Epicuro sobre Dios: “¿Es que quiere evitar el mal y es incapaz de hacerlo?

100
Estudio preliminar a los Diálogos sobre la religión natural, ed. Tecnos, páginas 34-35.
Entonces, es que es impotente. ¿Es que puede, pero no quiere? Entonces, es malévolo.
¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal” (Diálogos, parte X).
Sostener que los males presentes se rectifican en un periodo futuro de existencia, o que
un mal puede ser un medio de evitar uno mayor, no supera la objeción de Hume …Parece,
pues, que el único modo de refutar el razonamiento de Hume –si hay mal, no hay un Dios
que se interesa por nosotros- es negar la miseria y la injusticia humanas. La teología
natural podría objetar que el bien y en placer exceden siempre al mal y al dolor, pero –
explica Hume- decir que los “exceden” implica reconocer explícitamente que hay mal y
dolor, y no es esto “lo que esperamos de un poder infinito, de una infinita sabiduría y de
una infinita bondad” (Diálogos, parte X). Pregunta Hume: “¿Por qué existe siguiera un
mal en el mundo? Ciertamente que no es debido a la casualidad. Entonces proviene de
alguna causa. ¿Proviene de la intención de la Deidad? Pero Él es perfectamente
benevolente. ¿Es este mal contrario a su intención? Pero Él es todopoderoso” (Diálogos,
parte X). Incluso reconociendo que el mal fuese compatible con la bondad y la
omnipotencia de la Deidad esta atribución no es en sí misma legítima, pues los atributos
de la Deidad tienen que ser demostrados -según el razonamiento experimental que es la
base de la teología deísta y de gran parte de la llamada teología natural o racional- tan
sólo a partir de los fenómenos observados. Incluso si el mundo fuera bueno, el bien
contemplado sería finito, y ¿cómo se puede inferir una benevolencia infinita a partir de
un bien manifiestamente finito?»101.
En definitiva, y considerando el conjunto de sus escritos sobre cuestiones
religiosas, ¿qué tarea propone Hume como adecuada a la razón? Extirpar en las distintas
religiones los elementos dogmáticos que las convierten en fuente de cerrazón y fanatismo;
más que tirar por la borda el conjunto de la experiencia religiosa –o pretender erradicar
este ámbito del saber- Hume entiende que el esfuerzo debe concentrarse en combatir las
falsas religiones. Además, señala dos importantes requisitos de un genuino acercamiento
a la religión y lo religioso: en primer lugar, es inadecuada una concepción de lo divino
que lo defina como el fundamento del mundo (su causa creadora, etc.), en segundo lugar
–y en beneficio de ambas, pues sólo así se reconoce su mutua irreductibilidad- tienen que
separarse la religión y la moral. Desde luego, y sea dicho para terminar, si nos
preguntamos ¿Consigue Hume aclarar cuál es la índole propia de la “experiencia
religiosa”? La respuesta –nos parece- debe ser negativa: apelar a un “sentimiento
religioso” no basta. Pero con ello nos topamos con el límite histórico de su perspectiva,
es decir, ante una carencia que hoy es menester subsanar 102.

101
Estudio preliminar a la compilación David Hume Escritos impíos y antirreligiosos, ed. Akal, páginas
47-48. Carlos Mellizo explica así la posición de Hume: «Filón, guiándose únicamente según las normas del
sentido común y la experiencia compone el argumento que inclina a su favor el resultado de la controversia:
el mal existe en el mundo, no como mera privación, sino como algo positivo; por lo tanto, debemos concluir
que, o el Artífice de universo es benevolente, pero incapaz de impedir el mal, o que es todopoderoso, en
cuyo caso debemos hacerle responsable del mal que Él pudo haber evitado. Quizá el tono de Filón al
exponer su razonamiento empaña la idea que quiere comunicar. Pues su propósito no es el de la simple
irreverencia, sino el de poner de manifiesto hasta qué punto el conocimiento humano, rigiéndose por sus
propias leyes, es incapaz de justificar racionalmente los principios de la fe. Lo que se pone en duda no son
los atributos perfectos de la divinidad, sino la posibilidad de explicarlos a la mera luz de la razón», Diálogos
sobre la religión natural, ed. Aguilar, páginas 21-22.
102
Unos pasos importantes en esta dirección pueden encontrarse, por ejemplo, en el libro de Eugenio Trías
Pensar la religión, ed. Destino, 1996.
10. El cientificismo y su crítica filosófica

El cientificismo es una posición filosófica ampliamente difundida, ella impregna


profundamente, además, la mentalidad común del ciudadano medio 103. Buena parte de la
“filosofía analítica” lo profesa con más o menos intensidad y, según los casos, con una
peculiar variedad de matices (no es casual que a la propuesta avalada por el Círculo de
Viena –de donde parte la filosofía analítica angloamericana- se la denomine tanto
“empirismo lógico” como también “neopositivismo”) 104. Con el fin de penetrar en la
entraña de esta posición acudiremos a su raíz: el positivismo decimonónico.
Repararemos, así, en el autor del Discurso sobre el espíritu positivo (1844): Auguste
Comte (1798-1856)105. Él comparte con la burguesía urbana una extrema confianza en el
mundo moderno, un mundo que surgió de la confluencia de dos revoluciones106 y que en
el siglo XIX pretendía estabilizarse, asentarse, consolidarse. En Comte confluyen la
hostilidad al idealismo filosófico 107 y una reivindicación de la herencia de F. Bacon y R.
Descartes (así lo explica él mismo en el prólogo a su obra Catecismo positivista). ¿En qué
puntos puede cifrarse la relevancia general de los escritos de Comte? J. M. Navarro y T.
Calvo apuntan al respecto: «… el positivismo comteano, como toda verdadera filosofía y
más que muchas de ellas, ha influido y configurado el modo como el hombre entiende y
realiza su vida. Así cabría hablar de una “total positivización del hombre y de su vivir”,
cuya plasmación se puede reconocer claramente en nuestra edad ciencista y
tecnológica»108.
De la obra de Comte estudiaremos con brevedad su concepción de la Historia
Universal, su definición y clasificación de las ciencias y su concepción sobre la función
social de la ciencia.
Comte sostiene que la Historia Universal está evidentemente gobernada por una
ley única; según ésta la Historia está organizada por la necesaria sucesión de tres estadios
de tal manera que cada nuevo estadio supera al anterior representando respecto a él un
invencible Progreso. La Historia, pues, dibuja una clara y nítida línea ascendente. El tercer
estadio –“ese en el que comenzamos a entrar nosotros”, afirma Comte- es el estadio final,

103
Como veremos más adelante en el plano gnoseológico se inclina hacia el “realismo” y en el ontológico
hacia el “monismo fisicalista” o el “monismo materialista”.
104
El libro de J. López Positivismo y neopositivismo, editorial Vicens-Vives, 1988, estudia los nexos
entre ambos planteamientos.
105
El positivismo inglés está representado por autores como J. Stuart Mill, H. Spencer o T. H. Huxley; el
alemán por E. Laas, W. Schuppe, G. T. Fechner, H. L. F. von Helmholtz, O. Liebmann, R. Avenarius, E.
Mach. Aunque con sus innegables peculiaridades el “pragmatismo americano” (W. James, Ch. S. Pierce,
etc.) comparte algunas características con el positivismo europeo.
106
La revolución industrial (sostenida sobre la alianza entre la ciencia y la técnica) y la revolución francesa
(con sus “antecedentes” inglés y norteamericano).
107
«El positivismo, considerado como corriente histórico-cultural, representa en buena medida una reacción
frente al idealismo. No sorprenderá por eso ni que el idealismo organizara en círculos filosóficos su
“reacción contra la ciencia positiva” ni que, allí donde el idealismo ha tenido mayor arraigo, éste fuera
criticado con más dureza si las ideas positivistas, o algo parecido, quisieran instalarse», Julián Pacho,
Positivismo y darwinismo, ed. Akal, 2005, página 28. De todos modos, como veremos más adelante, a pesar
de esta mutua hostilidad hay un importante punto de coincidencia entre idealismo y positivismo.
108
J. Navarro Cordón, T. Calvo Martínez, Historia de la filosofía, ed. Anaya, 1990, página 355.
el definitivo: el que supone la cima, la cumbre, ese en el que la máxima perfección a la
que cabe aspirar se satisface de una vez por todas y para siempre (“happy end”, pues, y
amén). ¿Qué caracteriza a este estadio último y superior? La prioridad –que debe
imponerse poco a poco en todas las esferas de la vida- de la ciencia. ¿En qué consiste,
entonces, el estadio final? En un mundo gobernado en todos sus rincones por la ciencia y
su único aliado fiable: la técnica 109. En esto se resuelve la Historia Universal de la
Humanidad: al estadio religioso sucede el metafísico y a éste, por fin, el “estadio
positivo”, ese que, poco a poco, se va concretando y afianzando en la modernidad 110.
¿Qué es, por cierto, lo que legitima y prueba la absoluta prioridad de la ciencia y la
técnica? ¿Qué demuestra sin lugar a duda que ella debe ocupar el lugar central o que sea
el foco principal del que irradia la luz que todo lo ilumina? El Progreso de la Historia,
nada más y nada menos.
Sentado esto Comte emprende dos tareas: definir la ciencia y ofrecer una
clasificación las ciencias. Veamos qué dice al respecto.
El “estadio positivo” –y a esto debe su nombre- es el presidido por la “ciencia
positiva”. La ciencia reconoce y se rige por un puro y definitivo “positum”: algo “puesto”
de una vez por todas antes que ella y con independencia de ella. ¿Y qué es eso ya siempre
y enteramente “puesto”? Los “hechos”: lo único realmente existente, la única fija y
permanente realidad de verdad. Ellos -en tanto son “lo ya ahí dado de antemano”-
constituyen la última piedra de toque de la ciencia: la dura roca sobre el que se eleva su
férreo edificio. “Observar los hechos y nada más que los hechos”: éste es el primer y
último imperativo de la ciencia. ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo lograrlo? Desprendiéndose de
todo prejuicio y liberándose de todo supuesto (los prejuicios y los supuestos –según el
relato positivista- eral los que obnubilaban el recto juicio en los estadios religioso y
metafísico). Estamos aquí, pues, en el plano gnoseológico, ante una estricta concepción
“realista”111.

109
«Es un lugar común, justificado, que el positivismo, aunque no en todas sus versiones, alberga una
confianza ingenua y casi ilimitada en la misión histórica de la ciencia. Pero esta confianza es también la
que alimenta el entusiasmo de la sociedad decimonónica sobre el progreso. El positivismo es en este sentido
la actitud intelectual del siglo XIX, la conciencia de una cultura que, sin poder sospechar siquiera lo que en
este campo depararía el futuro próximo, asiste entusiasmada a lo que considera el advenimiento de la época
científica», J. Pacho, op. cit., página 11.
110
«El Modelo decisivo para operativizar cualquier cambio será el proporcionado por las ciencias … La
ciencia, exaltada “románticamente”, asume ser punto obligado de referencia: cualquier aspecto de la
realidad será valorado desde lo científico o incluso reducido a lo científico, ya que el destino del hombre y
de la historia depende directamente de la dinámica y de los logros de las ciencias», J. I. Morera, “Revisión
del concepto de filosofía en Comte”, M. González (comp.), Filosofía y cultura, ed. Siglo XXI, 1999, página
321.
111
Convencionalmente el asunto se explica y expone en los siguientes términos: «En todo conocimiento
hay un sujeto cognoscente y un objeto conocido. Se trata de una relación entre los dos. ¿De qué tipo? Se
pueden dar dos interpretaciones extremas que graficamos así: S → O y S ← O. En la primera, idealismo,
es el sujeto el que crea o construye el objeto. La idea o concepto predomina sobre la realidad exterior …
En la segunda es el objeto el que domina en la relación. La realidad se impone sobre nuestra mente. Su
postura extrema es un realismo ingenuo exagerado, conocemos las cosas tal cual son, y nuestro acto de
conocer no las toca ni cambia para nada», M. Trevijano, En torno a la ciencia, ed. Tecnos, 1994, página
87. Ya en la segunda década del siglo XX, por cierto, José Ortega y Gasset proclamaba la necesidad de
plantear y desarrollar una filosofía “ni idealista ni realista” –que algo así se haya logrado plenamente puede
ponerse en duda, aunque interesantes pasos se han dado para conseguirlo, pero el reto está ahí para quiénes
se atrevan a recoger el guante del filósofo madrileño-.
Pero la ciencia, aunque reposa sobre la pura y desnuda observación de los hechos
no se limita a esto. La ciencia debe conseguir reflejar sin distorsiones las leyes de los
hechos. Éstas leyes registran conexiones causales entre los hechos recogidas –al menos
en las ciencias más firmes y solventes- en fórmulas matemáticas. El horizonte de la
ciencia –afirma Comte- es, pues, el “determinismo”: las leyes –ellas mismas fijas e
inmutables- deben expresar lo constante y permanente de los hechos. Es por esto que la
ciencia alcanza –refleja en su pulido espejo- la realidad de verdad. Además, lo que
caracteriza a la ciencia es que emplea un método: un procedimiento infinitamente
reiterable que permite asegurar la verdad de las hipótesis a través de la programación de
experimentos. El método es, así, una garantía infalible de la validez de los resultados de
la ciencia. Cuando algo está “metódicamente comprobado” sólo cabe el unánime
asentimiento: cualquier duda o pregunta sobra, está de más. En definitiva, Comte define
a la ciencia como el conocimiento de los hechos bajo leyes explicativas obtenidas a
posteriori comprobando metódicamente hipótesis.
Una vez definida Comte lleva a cabo una clasificación de las ciencias. Consigue,
así, introducir entre ellas una determinada jerarquía y un reparto de funciones. Ocupará
la cúspide –erigiéndose en la ciencia modélica y ejemplar- aquella cuyos objetos sean los
más simples y sus leyes las más universales; la ciencia inferior, en cambio, será esa cuyos
objetos sean los más complejos y sus leyes las más particulares. Felipe Martínez Marzoa
expone qué resulta de aplicar la pauta que acabamos de señalar: «La primera tarea, en
orden a conseguir esta organización total, es la de hacer una “clasificación” de las ciencias
que revele el efectivo orden de dependencia entre ellas, el cual es a la vez el orden de
sucesión en el que las ciencias entran en el estado positivo. Ocuparán el primer lugar
aquellas que versan sobre objetos más generales y más simples, los cuales están supuestos
en los más particulares y más complejos. La ciencia de los cuerpos inorgánicos (“física
inorgánica”) tiene un objeto más general y más simple que la de los cuerpos orgánicos
(“física orgánica”); dentro de aquélla, siguiendo también el orden de simplicidad y
generalidad decreciente, habrá primero una “física celeste” (física de los cuerpos celestes)
y, luego, una “física terrestre”, la cual, a su vez, será (también por este orden) “física”
propiamente dicha y “química”; por su parte la física orgánica será, en primer lugar,
“física fisiológica” y, en segundo lugar, “física social”. La “enciclopedia” de las ciencias
quedará, pues, de menor a mayor complejidad, organizada así: Astronomía, Física,
Química, Biología, Sociología. No están incluidas las matemáticas, porque no son
ninguna ciencia particular, sino el fundamento de toda ciencia»112. Se ve así que lo óptimo
en la óptica de Comte es la cuantificación de las leyes explicativas, es decir: una ley lo es
cuando se expresa en una fórmula matemática.
Es el momento de considerar cuál es, dentro del positivismo, la “función social”
que se asigna a las ciencias. En este punto el positivismo efectúa un peculiar “giro
antropológico”113. El primer paso de este giro consiste en “tecnificar la ciencia”: según

112
Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, ed. Istmo, 1994, volumen II, páginas 227-228.
113
Este es el punto de coincidencia entre idealismo y positivismo al que aludimos en una nota anterior. A
ambas posiciones le es común una radical opción antropomórfica y antropocéntrica; si Jean Paul Sartre
escribió un ensayo titulado “El existencialismo es un humanismo” Comte podría haber redactado otro
sosteniendo que “El positivismo es un humanismo”.
Comte la ciencia, para serlo, deber ser “aplicada técnicamente” (propugna así una alianza
entre la tecnociencia y el sistema productivo); explica sobre esto J. I. Morera: «Ciencia y
técnica, teoría y práctica deben conjugarse con el fin de evitar en todo momento y en
cualquier ámbito la dispersión que representa tener, por ejemplo, un nivel de positividad
en el campo técnico pero estar en una instancia teológico-metafísica en al campo teórico.
La técnica permite que la teoría llegue a la acción y resulte útil, de otro modo, como
ocurre con frecuencia, las teorías carecen de interés práctico y son estériles»114. Gracias
a la aplicación técnica de la ciencia se logra el control de los objetos 115. Felipe Martínez
Marzoa lo subraya diciendo: «Para Comte toda ciencia es teoría … pero el sentido
profundo de esto es –según el propio Comte- que no es este o aquel contenido de la
ciencia, sino el sentido general de la ciencia misma, lo que es dominio de las cosas»116.
¿Por qué, a partir de aquí, cabe hablar de un “giro antropológico” del y en el positivismo?
Porque la alianza entre la ciencia y la técnica propugnada por Comte afirma que todo debe
subordinarse en último término “al hombre y sus necesidades” 117. Partiendo de esto
resulta importante, sin duda, averiguar cuáles son las genuinas “necesidades del hombre”
y esto sólo puede hacerlo –entiende Comte con coherencia- la propia ciencia. ¿Cuál de
ellas? Nada menos que la “sociología”. Dos autores nos concretan los detalles de esta
respuesta:

- «Referido a la sociología esto quiere decir que que ella ha de convertirse en la


base de un orden social sociocrático, es decir: en el que sociología ha de
constituir el elemento dirigente. Incluso la investigación científica ha de estar al
servicio de “las verdaderas necesidades intelectuales del hombre”, y la sociología
es el tribunal que determina qué “necesidades” son “las verdaderas”, y lo
determina conforme al criterio de un necesario “progreso” como
“perfeccionamiento” constante de la humanidad y “creciente predominio de las
tendencias más nobles de nuestra naturaleza”»118.

- «La sociología, cuya situación en el concierto de las ciencias básicas es la más


compleja y la más precaria, posee, sin embargo, de entrada, el valor decisivo de
posibilitar la convergencia de todo el saber al contemplar las diversas ciencias
en su relación con los hombres. Los variados campos científicos, con sus objetos
y métodos propios, no permiten la conjunción de los mismos en una síntesis
objetiva, pero sí es viable llevarlo a cabo desde la “subjetividad” de lo humano,
presentándose entonces todo el proceso de conocimiento como un discurrir
histórico desde lo exterior al hombre hacia los aspectos que más directamente lo
constituyen y configuran. Esto es así, como ya hemos visto, en tanto en cuanto
el estudio sobre el hombre ha superado fases anteriores y se ha instalado en la
positividad. La sociología, por tanto, posee un carácter de subordinación a la vez

114
Juan Ignacio Morera, op. cit., página 328.
115
La tecnificación de la ciencia y la defensa del determinismo causal son la cara y la cruz de la misma
moneda.
116
Felipe Martínez Marzoa, op. cit., páginas 228-229.
117
Comte, para exponer esto, acuñó un lema o una máxima: “conocer para prever, prever para proveer”.
118
Felipe Martínez Marzoa, op. cit., página 229.
que directivo y ordenador respecto a las ciencias. Por una parte, depende de las
ciencias, especialmente de la biología, que permite un conocimiento fundamental
de la naturaleza humana, y de las ciencias inorgánicas en general que hacen
posible el estudio de las condiciones en las que se desarrolla la vida en el mundo.
Por otra parte, es la clave que da explicación y sentido a las demás ciencias
dirigiéndolas según el valor que poseen en orden a solventar las necesidades
humanas. La función teórica de unificación e integración de las ciencias se
conjuga ahora ya con la función práctica, reformadora de lo social. El
conocimiento previo de las leyes que configuran lo social permitirá su necesaria
reorganización, pues sólo controlando el entorno se puede dinamizar con éxito
la renovación progresiva»119.

Surge así una curiosa paradoja: la ciencia inferior es, al final, y en razón del “giro
antropológico” del que estamos hablando, la ciencia directiva, la ciencia llamada a
gobernar en el estadio positivo. Si en la utopía platónica los gobernantes tenían que ser
“los filósofos” en la propuesta de Comte se los sustituye por “los científicos”, más
concretamente por “los sociólogos”, entendidos como “ingenieros sociales”. En
definitiva: Comte sostiene que el fin de la Historia Universal, la culminación del Progreso,
la constituye la era científico-industrial120 a la que corresponde un régimen político
“tecnocrático”. ¿Qué tiene entonces la primacía y la prioridad en el “estado positivo”? Lo
útil, lo eficaz, lo eficiente, lo rentable, lo funcional, es decir: todo lo que depende de la
“razón instrumental”. Expresado en vocabulario hegeliano: “todo lo real es racional” –
según el positivismo- cuando todo está bajo el gobierno de la ciencia y la técnica, es decir:
allí donde la tecnociencia moldea todos los rincones del mundo.
A partir de estos elementos –y ya en su última etapa- Comte declaró a los cuatro
vientos el surgimiento de una “nueva fe” ¿Fe en qué? En la incontrovertible e infalible
autoridad de la ciencia. La ciencia resulta así proclamada la “nueva (y única) religión de
la humanidad”. Escribe José María Atencia en su documentado libro sobre Comte: «Por
su parte, la ciencia se manifiesta ya como un factor verdaderamente moderno, progresivo,
eficaz e indiscutible. Ha heredado la autoridad moral que antaño tuviera la religión. La
ciencia es por naturaleza dogmática y en ella no hay libertad de conciencia. Por ello es
coherente, firme, fidedigna en toda la fuerza del término» 121.
En el contexto dibujado por el positivismo: ¿cuál es el destino de la filosofía?
¿cuál su lugar y papel? La respuesta oscila entre cuatro opciones sin decantarse por

119
Juan Ignacio Morera, op. cit., página 330.
120
Dice sobre esto J. I. Morera: «Por último, se alcanza el estado definitivo de positividad en el que se
consolida la ciencia, el ámbito de los hechos y de sus relaciones, y se combina la razón con la observación
haciendo posible el establecimiento de las leyes efectivas … El orden social que le corresponde es el
científico-industrial, que afecta a la humanidad entera y que, con el surgimiento de la sociología, posibilitará
la superación de la crisis y el establecimiento de la convivencia pacífica. Colaboran en esta empresa los
sabios, los directores de producción y los ingenieros, siendo estos últimos los auténticos organizadores de
la relación entre teoría y práctica, entre la ciencia y la industria, por cuanto son ellos los que poseen el
dominio sobre la técnica. La época industrial inaugura la época de la tecnología, que canaliza y activa
cualquier teoría científica permitiendo la eficaz transformación de la naturaleza y la sociedad», op. cit.,
página 325.
121
Esta es una de las ideas centrales del citado libro de José María Atencia.
ninguna en exclusiva –cada una de ellas ha sido asumida por distintas versiones de la
“filosofía analítica” (genuina heredera del positivismo)-:

1.- Eliminación de la filosofía; la filosofía se disuelve a sí misma en la ciencia al


quedarse sin cometido ni territorio propio.
2.- La filosofía se encarga de lograr una “fundamentación” de la ciencia.
3.- La filosofía debe refundir los resultados de las ciencias en una “concepción
(científica) del mundo”.
4.- La filosofía tiene que volcarse en llevar a cabo análisis lógicos y/o
metodológicos de los conocimientos científicos.

Sea cual sea la opción adoptada en todas ellas la filosofía aparece siendo “ancilla
scientiae”, tal como en la Edad Medio fue “sierva” de la teología cristiana.
De todos modos, el cientificismo –algunos de cuyos rasgos hemos delineado
gracias al positivismo- ha sido tema de “crítica filosófica”. Enfocaremos el asunto –por
seguir con el ejemplo adoptado- con algunos argumentos críticos dirigidos contra el
positivismo (tanto en su versión decimonónica como en las versiones que –con nuevos
matices- han proliferado en el siglo XX).
Importa resaltar, de entrada, lo siguiente: la crítica al cientificismo no implica
tanto un cuestionamiento de la propia ciencia como la puesta en tela de juicio de una
errónea concepción de la misma –muy extendida sin duda, muy influyente también-. ¿Qué
decir aquí? Para empezar que una fe ciega en la ciencia no es otra cosa que un puro
dogmatismo incompatible con la “actitud crítica” consubstancial a la filosofía. Por
paradójico o contradictorio que pueda parecer cuando el positivismo se presenta como el
remedio contra el dogmatismo de la metafísica lo hace impulsando una “metafísica” de
nuevo cuño. ¿En qué elementos suyos cabe localizar el rígido dogmatismo de la posición
positivista? Por ejemplo, en los dos siguientes:

1.- Por un lado, el positivismo considera que la ciencia –y sólo ella- es un fiel y
exacto reflejo del “mundo verdadero”, de la “realidad en sí” (postula pues –como
la vieja metafísica- que la “realidad” es ya siempre y definitivamente todo lo que
es y nada más que lo que ya es –constituyendo entonces una pura “actualidad” sin
potencialidad o virtualidad alguna-). De este modo se convierte a la ciencia (se de
facto o de iure) en un “saber absoluto” (completo, exhaustivo, definitivo,
infalible).
2.- Por otro lado, el positivismo implica un drástico y rotundo “reduccionismo”
en la medida en que es inseparable –en el plano ontológico- de un “monismo
fisicalista” según el cual “lo real” es o físico o reductible a términos físicos (este
“materialismo cientificista” está implícito en buena parte de la filosofía analítica
del siglo XX).
Por cierto –y lo señalamos sin entrar en los detalles de la cuestión- la crítica del
positivismo (firme matriz del cientificismo) es inseparable de una crítica del mundo
moderno pues ha sido en él donde ha brotado y donde ha arraigado. Esta crítica, desde
luego, puede ser conducida por distintos derroteros en los que no vamos adentrarnos
ahora.
De la mano de unos pocos textos señalaremos algunos puntos críticos del
positivismo. Por ejemplo Felipe Martínez Marzoa pone en duda uno de los principales
pilares del positivismo: su creencia en que es posible un acceso puro y desnudo a “los
hechos”; dice así: «No se encuentra en la obra de Comte ninguna averiguación acerca de
qué es lo que la propia actitud científica pone, como exigencia absoluta a priori, en su
mismo modo de acoger la presencia de los fenómenos; por ello no es de extrañar que el
término “positivismo” haya quedado para designar aquella actitud de “atenerse a los
hechos” que se cree libre de supuestos por el hecho de que, habiendo decretado la
ausencia de supuestos, lo que en realidad ha prohibido es toda averiguación acerca de lo
que hay supuesto en la misma actitud neutral y objetiva presencia de los fenómenos, y lo
que de este modo ha conseguido es que sus propios supuestos permanezcan desconocidos,
por lo tanto no criticados y, por lo tanto, pedestremente constituidos» 122. Por su parte J.
M. Navarro y T. Calvo sostienen: «En fin, el positivismo comteano ha llevado a cabo una
interpretación “reductivamente positivista” de la razón: la positivización de la razón. Con
esta expresión se quiere designar la amputación de la naturaleza y tarea crítica de la razón
con respecto a la realidad social e histórica dada, y su sometimiento ciego a las ciencias
y a la técnica como únicos y omnipotentes modos del ejercicio práctico-racional del
pensamiento. En una palabra, con esa expresión se quiere designar la reducción de la
razón a “organización” y su sometimiento a los hechos y a la experiencia dada: la razón
positiva e instrumental»123. Por último, José María Atencia afirma con ecuanimidad: «La
ilegitimidad del programa comteano salta a la vista tan pronto como se considera de cerca.
Pero entonces se abre ante nosotros una serie de interrogantes que transcienden el plano
de una investigación histórica sobre el pensador francés para adquirir la gravedad de una
pregunta sistemática y filosófica en sentido estricto: ¿es posible, o lo será algún día, la
construcción de un sistema de ideas apoyado en la ciencia? ¿tiene la sociedad derecho a
esperar de la ciencia algún tipo de respuesta a los problemas de la convivencia humana?
Sobre todo, ¿cabe la posibilidad de que se convierta la ciencia en el dogma moderno? Y
si así fuera, ¿cuáles serían las consecuencias? ¿cuál el papel de los científicos en la
sociedad? Es evidente que las respuestas de Auguste Comte no son ni pueden ser
plenamente actuales. Pero para nosotros no es menos cierto que el rigor de su
planteamiento y la profundidad de su percepción sobre estos problemas le dan derecho a
una nueva lectura y a un reexamen, al tiempo que nos brindan a todos nosotros la ocasión
de recuperar a unos de los más grandes clásicos del pensamiento moderno»124.
Para terminar, y con suma brevedad, mencionaremos algunos hitos –dentro de la
filosofía continental del siglo XX- de la crítica filosófica del cientificismo: La crisis de
las ciencias europeas y la fenomenología transcendental (1938) de E. Husserl (en esta

122
Felipe Martínez Marzoa, op. cit., página 228.
123
J. M. Navarro y T. Calvo, op. cit., página 355.
124
J. Mª Atencia, op. cit., página 17.
obra se denuncia el ingenuo “objetivismo” del realismo cientificista); Verdad y método
(1960) de Hans Georg Gadamer (en él se discute la exagerada confianza en el “método”
–entendido como el único modo de establecer alguna “verdad”-); Ciencia y técnica como
“ideología” (1968) de Jürgen Habermas (aquí se cuestiona la visión tecnocientífica de la
sociedad y de la política). En el estudio atento de éstos y otros textos se encontrarán un
buen conjunto de argumentos desde los que llevar a cabo con rigor y acierto una crítica
filosófica del cientificismo (una posición, como hemos señalado repetidamente, muy
arraigada y, por eso, muy difícil de contrarrestar).

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