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Por qué leer

Una frase demasiado extendida responde esta pregunta. Es una frase que seduce
y se impregna muy rápidamente: “leer salva vidas”.

En múltiples foros literarios y académicos, en casi todas las glosas escolares por
el día del libro o del escritor, y hasta en algunas páginas bien escritas, se me
apareció esa frase o alguna de sus variantes.

En Argentina, una famosa fundación dedicada al libro y la lectura -que encabeza


un escritor de prestigio internacional- la tiene entre sus slogans, bajo la forma
de “leer abre los ojos”.

Y en todas las variantes que le conozco, la frase tiene cierta pretensión de


universalidad: “leer siempre salva vidas”, independientemente de quién sea la
persona que lee, y cuáles sus circunstancias.

Mis elecciones personales -éticas y estéticas- me llevaron por caminos en los que
la casuística parece respaldar la veracidad de la frase.

Durante dos décadas participé de -ya incontables- talleres y lecturas en barrios


de bajos recursos, cárceles, bibliotecas populares, merenderos escolares, de mi
ciudad vivo y otras ciudades del país. Y conozco, efectivamente, vidas salvadas
por la literatura. Personas que conocieron la cárcel, que robaban para comer,
que se tiroteaban con la policía, y que hoy trabajan en un centro cultural, son
docentes, o maestros. Algunos de ellos, son también mis amigos.

Son casos extremos en los que la literatura sacó a personas de contextos de


enorme violencia, y muy probablemente salvó sus vidas, dicho con la mayor
literalidad.

Pero la mera acumulación de casos (tan singulares, tan extremos) no alcanzan a


validar frase; ésta adquiere toda su fuerza en tanto metáfora, como figura
retórica, pero también -como la entendieran Ortega y Ricoeur- como
producción de sentido y forma de acceso a la verdad.

Yo descubrí la literatura dos veces. La primera, como todos, en la escuela. A la


par de Historia, Geografía y Matemática. Era un alumno “aplicado”. Leía,
retenía datos, aprobaba exámenes y saltaba a la siguiente asignatura. Son
contenidos que no me marcaron, jamás utilicé, y nunca no se volvieron parte de
mi vida.

La segunda vez fue a los 16 o 17 años. Mi vida ya tenía un camino a medio


dibujar: me gustaban las ciencias económicas -aún me gustan- y me iba a
dedicar a ellas. Pero accidentalmente me topé con la generosa biblioteca de mi
hermano. De allí tomé “prestados” muchos libros. Leí lo que quise -no lo que me
indicaron-, y leí por placer -no para un examen, ni ningún otro fin utilitario-.
Conocí y amé a Pizarnik, Y enseguida a Gelman, a Lorca, a Galeano, a Vallejo.
Nunca más me fui de la literatura.

Poco me llevó entender que esas desgracias, que inútilmente se esmeraba en


enseñarme mi profesora de historia, eran las mismas que me emocionaban
cuando las escribían estos autores. Ahí estaban las guerras civiles, las dictaduras
latinoamericanas, las matanzas indígenas, las desapariciones. Todas las luchas
sociales, estaban escritas -ahora sí-: para mí.

Yo, que no soy indígena, que no fui judío en Berlín, homosexual en el


franquismo, o torturado de Videla, sentía ese dolor, esa tristeza como propias.
La memoria de esas luchas que no viví, comenzaba a ser también la mía.

Es ahí donde encuentro mi respuesta, personal e intransferible, de por qué leer.

Leo por placer, leo para saber cosas. Pero sobre todo: leo para entrar en el
mundo.

Vich y Zabala escribieron, sobre las literaturas de tradición oral: que “La
tradición es el retorno de la memoria y la escenificación de una fantasía que
persiste en su pertinencia. No importa, por tanto, la localización de la fuente
primaria sino que interesa más bien el acto de apropiación del sujeto que narra
el relato, su identidad, sus características particulares y la necesidad de volverlo
a contar, en ese lugar y en un momento específico de la historia.” 1

Es a trasluz de todo esto que vale la pena retomar la frase “leer salva vidas”. No
para preguntarnos si es literalmente verdadera o falsa; para preguntarnos si,
como metáfora, no tiene un profundo carácter de verdad.
1
Vich, Víctor y Zabala Virgina. Oralidad y poder, herramientas metodológicas.
Probablemente, la literatura no salvó materialmente mi vida. Hubiera seguido
latiendo sin ella, respirando sin ella; hubiera egresado de Ciencias Económicas
-y quizás en menos tiempo- sin ella.

Pero ciertamente me salvó de transitar una vida que ahora me parece ridícula,
insignificante. Me salvó de vivir al margen la historia. Me salvó de no ver el
dolor del otro, de no sentir como propias algunas desgracias ajenas.

Esa sería mi respuesta a por qué leer. Aquí estaría cerrado mi ensayo.

No obstante, siento necesario retomar un eje -que mencioné ligeramente- y que


para mí es clave al hablar de lectura literaria: la lectura como forma del placer,
la lectura hedonista, y la lectura como esfuerzo.

En este sentido, es conocida -y harto consensuada- la posición de Borges para


quien la sola idea de “lectura obligatoria es un contrasentido. La lectura no debe
ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no
es obligatorio, el placer es algo buscado. ¿Felicidad obligatoria? La felicidad
también la buscamos. (…) La lectura debe ser una forma de la felicidad.” 2

Creo en estas palabras. Y creo profundamente.

Lo he dicho cuando hablaba de mis primeras experiencias lectoras: fue cuando


leí lo que quise -no lo que me indicaron-, y por placer -no con fines utilitarios-,
cuando la literatura me marcó y modificó para siempre mi manera de ver el
mundo y de habitarlo.

Pero discrepo con la sobreinterpretación que se hizo de estas palabras


borgianas. Se las utilizó para desvincular la lectura de las ideas de compromiso y
esfuerzo por parte del lector.

Entiendo que efectivamente, la lectura es una forma de la felicidad y que, es así


entendida como se vuelve significativa en nuestras vidas; pero la mayor
felicidad la obtuve de libros y autores que no me resultaron fáciles, o
inmediatamente placenteros.

Creo, con Guillermo Martínez, que “son justamente los libros difíciles los que
extienden nuestra idea de lo que es valioso.”3

2
Borges, Jorge Luis. Borges para millones- clip2: Borges y la lectura. https://www.youtube.com/watch?
time_continue=4&v=e0EdcdiVnHI&feature=emb_logo
3
Martínez, Guillermo. La fórmula de la inmortalidad.
Calvino en Por qué leer a los clásicos, argumenta que “son libros que ejercen
una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea
cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el
inconsciente colectivo o individual”.

Creo que, para que un libro -admita o no el calificativo de clásico- se vuelva


significativo, se impregne en nuestro insconsciente, nos ensanche la mirada y
con ella, todo nuestro mundo, para que un libro, en suma, “nos salve”
-retomando la metáfora que sostiene este ensayo-, es imprescindible un
compromiso de nuestra parte.

Una lectura elegida y placentera, pero a la vez, comprometida y delicada. Blake


diría que “crear una pequeña flor es trabajo de siglos”.

Mario Caparra

2020

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