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OTRAS MIRADAS

En este trabajo abordaré cinco de los textos de Raúl Brasca incluidos en el


libro Todo tiempo futuro fue peor, a la luz de los conceptos teóricos de Irene
Andrés-Suárez, David Lagmanovich, Andrés Neuman y Ginés Cutillas, sobre el
microrrelato y sus rasgos.

Señala Inés Suárez que el microrrelato resulta de la evolución de dos géneros


literarios: el poema en prosa y el cuento clásico. Se llega a él a partir de una
depuración del poema en prosa (pierde en descripción, gana en narratividad); y
a la vez de una condensación del cuento clásico, despojándolo de todo lo que
no es imprescindible para la trama.

Este doble origen, le da un tinte poemático que se plasma en sus recursos más
identitarios: la elipsis, la hipérbole, las construcciones anafóricas, el lenguaje
metafórico y connotativo, la metonimia.

Otros elementos que identifican al género provienen de la ficcionalidad, entre


los que Lagmanovich destaca la velocidad lograda a partir de recursos como el
comienzo in media res, la reescritura (procedimiento emparentado a la elipsis),
y el humor1. Neuman agrega a estos la velocidad que se logra suprimiendo
adjetivos (pesan) y priorizando la acción (los verbos vuelan).

Veremos cómo estos recursos y otros que caracterizan a este cuarto género,
se plasman (o no) en el libro bajo análisis.

El primero de los textos escogidos es Adánico:

El día en que, con sagrado asombro, aquel mono se dio cuenta de que su alimento de
siempre, eso que estaba mordiendo, era una manzana, fue arrojado del Paraíso
Terrenal.

En él se verifican varios de las características típicas del microrrelato.

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No estamos seguros de que el humor sea un “recurso” en el que lo estamos utilizando. Más bien una
actitud recurrente, desacralizante, que se plasma en recursos como la ironía o la parodia.
Desde el primer vistazo se percibe la brevedad, que cumple con los parámetros
del género, ya sea que se considere como tope las “200 o 250 palabras”, las “2
o hasta 3 carillas”, o el -más atendible- criterio de “no debe exceder de una
página” para reforzar la unidad de impresión.

Cumple, además, las condiciones de narratividad, -distinguiéndose así del


poema en prosa o el aforismo-. Existe un sujeto actor que sostiene la unidad
temática, unidad de acción entre los acontecimientos, temporalidad, causalidad
y un evidente cambio de estado, entre el inicio y el desenlace.

Entre los recursos empleados, sobresale la intertextualidad, la reescritura de un


texto fácilmente reconocible para el lector, en este caso bíblico, activa de
manera inmediata una enciclopedia compartida con el lector que deberá
asumirse (esto es crucial en la caracterización de Cutillas) un rol activo,
completando los huecos, los contenidos deliberadamente elididos por el autor,
y dando sentido al texto.

El comienzo in media res, le permite prescindir de describir escenarios y la


caracterización de personajes es mínima (caminan de perfil, dirá Neuman).
Logra además que toda la acción parezca transcurrir en un instante
(Lagmanovich).

También se distingue otro rasgo característico: la utilización del título como


elemento orientador de la lectura.

El final es sorpresivo, y se cumple aquello de que importa únicamente el


momento climático, y no el desarrollo del conflicto (Andrés-Suárez).

En Telequinesia, aparecen otros recursos típicos:

—Habrá que creer o reventar —le dijo el hombre que salía de la habitación cuando él
entraba. Él terminó de entrar. La mujer esperó que se sentara, cerró los ojos y, con voz
cavernosa, llamó a la mesa provenzal que estaba en el primer piso. Moviendo
ágilmente las patas, como un perfecto cuadrúpedo amaestrado, la mesa bajó por la
escalera. —Esto es increíble —exclamó él. Y, antes de que pudiera explicarse mejor,
reventó.
Hay en este texto una variante específica de la intertextualidad, y muy cara al
género que nos ocupa: la reutilización de un refrán o frase instalada con
sentido figurado, retórico, para hacer una interpretación literal de la misma. Se
logra de esta manera un final sorpresivo y un efecto de absurdo, además de la
transformación súbita y violenta del estado inicial.

La velocidad del texto se remarca con la fuerte predominancia de la acción por


sobre la descripción, con una mínima utilización de adjetivos.

El texto deposita su confianza en el lector, que debe interpretarlo, completar los


vacíos, y tiene -como una característica habitual del género, pero también: de
este autor en particular- la intención de inquietar a través del absurdo o lo
grotesco, como en el texto Triángulo criminal que veremos a continuación:

Vayamos por partes, comisario: de los tres que estábamos en el boliche, usted, yo y el
“occiso”, como gusta llamarlo —todos muy borrachos, para qué lo vamos a negar—, yo
no soy el que escapó con el cuchillo chorreando sangre. Mi puñal está limpito como
puede apreciar; y además estoy aquí sin que nadie haya tenido que traerme, ya que
nunca me fui. El que huyó fue el “occiso” que, por la forma en que corría, de muerto
tiene bien poco. Y como él está vivo, queda claro que yo no lo maté. Al revés, si me
atengo al ardor que siento aquí abajo, fue él quien me mató. Ahora bien, puesto que
usted me está interrogando y yo, muerto como estoy, puedo responderle, tendrá que
reconocer que el “occiso” no sólo me mató a mí, también lo mató a usted.

De este microrrelato -uno de nuestros preferidos-, queremos destacar, además


de los rasgos ya listados -brevedad, velocidad, escasa adjetivación, inicio in
media res, desenlace sorpresivo-, la utilización de un recurso emparentado a la
reescritura. En efecto: si bien no se está refiriendo a ningún texto en específico,
el discurso de Triángulo criminal evoca a la jerga policial y la narrativa criminal
y detectivesca.

Hasta en su estructura el microrrelato presenta un elemento clave de estas


narrativas: el planteamiento de un enigma (¿quién mató? ¿a quién mató?) que
se resuelve en el desenlace.
Como cierre provisorio me gustaría traer a colación los textos Amor 1 y Amor
2, que no citaré completos, en beneficio precisamente de la brevedad. Se
destacan por un recurso que no había aparecido antes: uno de ellos se
complementa con el otro. Dentro del género es común ver series (Shúa:
Puntualidad de los filósofos; Galeano: Los amantes; etc).

Además, en esta dupla, se percibe con mayor claridad el tinte poemático, el


carácter fronterizo de lo microrrelatos, calificación con la que no queremos
poner en duda su categoría de género autónomo, pero sí evidenciar elementos
que trae en su genealogía.

Así, son usuales las figuras de repetición, como la anáfora (repitiendo palabras
al iniciar cada oración), la aliteración (jugando con la repetición de sonidos
similares) o el paralelismo. En estos dos, pueden encontrarse repeticiones,
construcciones anafóricas (Cuando su cuerpo, (…) Cuando mi cuerpo),
aliteraciones y políptoton (enamorada del amor), que evidencian un cuidadoso
trabajo musical en sus elecciones semánticas.

***

Hasta aquí, los comentarios sobre recursos del género, presentes en este libro
de Brasca. Sin embargo, no sentiría completo este trabajo si no mencionara, al
menos, que en muchos otros textos sentí que los postulados no se cumplían.
Me hubiera gustado mucho incluir textos como Fausto o Walt, por su espíritu
lúdico y de reescritura (en uno de ellos: de una historia real). En ambos casos
desistí porque el final ya se anunciaba desde lejos. “La última línea” -y quizás
varias de las últimas líneas- me parecieron innecesarias.

Cosas parecidas me ocurrieron con otros tantos textos. No conocía a Brasca.


Me agradó conocerlo. Pero hubiera preferido no dedicar toda la semana a una
única voz; conocer a otros autores del género (que seguro hay y muy buenos).
Otras miradas sobre esta Otra mirada

Mario Caparra.

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