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Conferencia Ratzinger Eclesiología Lumen Gentium
Conferencia Ratzinger Eclesiología Lumen Gentium
A eso llevaba también el clima cultural de la época: el fin de la segunda guerra mundial
había implicado una profunda revisión teológica. La teología liberal, con una
orientación totalmente individualista, se había eclipsado por sí misma, y se había
suscitado una nueva sensibilidad con respecto a la Iglesia. No sólo Romano Guardini
hablaba de un despertar de la Iglesia en las almas. También el obispo evangélico Otto
Dibelius acuñaba la fórmula del siglo de la Iglesia, y Karl Barth daba a su dogmática,
fundada en las tradiciones reformadas, el título programático de "Kirchliche Dogmatik"
(Dogmática eclesial): como decía, la dogmática presupone la Iglesia, sin la Iglesia no
existe.
Así, entre los miembros de la Conferencia episcopal alemana reinaba la opinión común
de que el tema debía ser la Iglesia. El anciano obispo Buchberger, de Ratisbona, que,
por haber ideado el Lexicon für Theologie und Kirche en diez volúmenes -hoy ya va por la
tercera edición-, se había granjeado estima y fama mucho más allá de su diócesis, pidió
la palabra -así me lo contó el arzobispo de Colonia- y dijo: "Queridos hermanos, en el
Concilio ante todo debéis hablar de Dios. Este es el tema más importante". Los obispos
quedaron impresionados por la profundidad de esas palabras. Como es natural, no
podían limitarse a proponer sencillamente el tema de Dios. Pero, al menos en el cardenal
Frings, quedó una inquietud interior, y se preguntaba continuamente cómo podíamos
cumplir ese imperativo.
Este episodio me volvió a la mente cuando leí el texto de la conferencia con la que
Johann Baptist Metz se despidió, en 1993, de su cátedra de Münster. Quisiera citar de
ese importante discurso al menos algunas frases significativas. Dice Metz: "La crisis
que ha afectado al cristianismo europeo no es principalmente, o al menos
exclusivamente, una crisis eclesial... La crisis es más profunda: en efecto, no sólo tiene
sus raíces en la situación de la Iglesia misma; ha llegado a ser una crisis de Dios". "De
forma esquemática se podría decir: religión sí, Dios no; pero este "no", a su vez, no se
ha de entender en el sentido categórico de los grandes ateísmos. No existen ya grandes
ateísmos. En realidad, el ateísmo actual ya puede volver a hablar de Dios, de forma
serena o tranquila, sin entenderlo verdaderamente...". "También la Iglesia tiene una
concepción de la inmunización contra las crisis de Dios. Ya no habla hoy -como
sucedió, por ejemplo, todavía en el concilio Vaticano I- de Dios, sino sólo -como, por
ejemplo, en el último Concilio- del Dios anunciado por medio de la Iglesia. La crisis de
Dios se cifra eclesiológicamente".
Estas palabras, en labios del creador de la teología política, deben llamar nuestra
atención. Nos recuerdan, en primer lugar, con razón, que el concilio Vaticano II no fue
sólo un concilio eclesiológico, sino ante todo y sobre todo, habló de Dios -y no
solamente dentro de la cristiandad, sino también dirigiéndose al mundo-, del Dios que
es Dios de todos, que salva a todos y es accesible a todos. ¿Es verdad que el Vaticano II,
como parece decir Metz, sólo recogió la mitad de la herencia del anterior concilio? Es
evidente que una relación dedicada a la eclesiología del Concilio debe plantearse esa
pregunta.
Algo análogo se puede decir a propósito del primer texto que elaboró el Vaticano II: la
constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia. Al inicio, el hecho de que
fuera la primera se debió a motivos prácticos. Pero, retrospectivamente, se debe decir
que, en la arquitectura del Concilio, tiene un sentido preciso: lo primero es la adoración.
Y, por tanto, Dios. Este inicio corresponde a las palabras de la Regla
benedictina: "Operi Dei nihil praeponatur".
La constitución sobre la Iglesia -Lumen gentium-, que fue el segundo texto conciliar,
debería considerarse vinculada interiormente a la anterior. La Iglesia se deja guiar por la
oración, por la misión de glorificar a Dios. La eclesiología, por su naturaleza, guarda
relación con la liturgia. Y, por tanto, también es lógico que la tercera constitución -Dei
Verbum- hable de la palabra de Dios, que convoca a la Iglesia y la renueva en todo
tiempo. La cuarta constitución -Gaudium et spes- muestra cómo se realiza la glorificación
de Dios en la vida activa, cómo se lleva al mundo la luz recibida de Dios, pues sólo así
se convierte plenamente en glorificación de Dios.
Ahora bien, por lo que atañe a la eclesiología de la Lumen gentium, han quedado ante
todo en la conciencia de la gente algunas palabras clave: la idea de pueblo de Dios, la
colegialidad de los obispos como revalorización del ministerio episcopal frente al
primado del Papa, la revalorización de las Iglesias locales frente a la Iglesia universal, la
apertura ecuménica del concepto de Iglesia y la apertura a las demás religiones; y, por
último, la cuestión del estado específico de la Iglesia católica, que se expresa en la
fórmula según la cual la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que habla el Credo,
"subsistit in Ecclesia catholica". Ahora dejo esta famosa fórmula sin traducir porque,
como era de prever, se le han dado las interpretaciones más contradictorias: desde la
idea de que expresa la singularidad de la Iglesia católica unida al Papa, hasta la idea de
que expresa una equiparación con todas las demás Iglesias cristianas y de que la Iglesia
católica ha abandonado su pretensión de especificidad.
En una primera fase de la acogida del Concilio, junto con el tema de la colegialidad,
domina el concepto de pueblo de Dios, que, entendido muy pronto totalmente a partir
del uso lingüístico político general de la palabra pueblo, en el ámbito de la teología de la
liberación, se comprendió, con el uso de la palabra marxista de pueblo, como
contraposición a las clases dominantes y, en general, aún más ampliamente, en el sentido
de la soberanía del pueblo, que ahora, por fin, se debería aplicar también a la Iglesia.
Eso, a su vez, suscitó amplios debates sobre las estructuras, en los cuales se interpretó,
según las diversas situaciones, al estilo occidental, como "democratización", o en el
sentido de las "democracias populares" orientales.
Poco a poco estos "fuegos artificiales de palabras" (N. Lohfink) en torno al concepto
de pueblo de Dios se han ido apagando, por una parte, y principalmente, porque estos
juegos de poder se han vaciado de sí mismos y debían ceder el lugar al trabajo ordinario
en los consejos parroquiales; pero, por otra, también porque un sólido trabajo teológico
ha mostrado de modo incontrovertible que eran insostenibles esas politizaciones de un
concepto procedente de un ámbito totalmente diverso.
En efecto, una Iglesia que exista sólo para sí misma es superflua. Y la gente lo nota
enseguida. La crisis de la Iglesia, tal como se refleja en el concepto de pueblo de Dios,
es "crisis de Dios"; deriva del abandono de lo esencial. Lo único que queda es una lucha
por el poder. Y esa lucha ya se produce en muchas partes del mundo; para ella no hace
falta la Iglesia.
Ciertamente, se puede decir que más o menos a partir del Sínodo extraordinario de
1985, que debía tratar de hacer una especie de balance de veinte años de posconcilio, se
está difundiendo una nueva tentativa, que consiste en resumir el conjunto de la
eclesiología conciliar en el concepto básico: "eclesiología de comunión".
Así pues, a partir de este marco bíblico, la palabra comunión tiene un carácter teológico,
cristológico, histórico-salvífico y eclesiológico. Por consiguiente, encierra también la
dimensión sacramental, que en san Pablo aparece de forma plenamente explícita: "El
cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan
que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, aun siendo
muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan..." (1 Co 10,
16-17).
Por todos estos motivos, me alegré y expresé mi gratitud cuando el Sínodo de 1985
puso en el centro de la reflexión el concepto de comunión. Sin embargo, los años
sucesivos mostraron que ninguna palabra está exenta de malentendidos, ni siquiera la
mejor o la más profunda. A medida que la palabra comunión se fue convirtiendo en un
eslogan fácil, se fue opacando y desnaturalizando. Como sucedió con el concepto de
pueblo de Dios, también con respecto a comunión se realizó una progresiva
horizontalización, el abandono del concepto de Dios. La eclesiología de comunión
comenzó a reducirse a la temática de la relación entre la Iglesia particular y la Iglesia
universal, que a su vez se centró cada vez más en el problema de la división de
competencias entre la una y la otra.
¿No sucede hoy eso mismo? Mientras el Señor va hacia su pasión; mientras la Iglesia, y
en ella él mismo, sufre, nosotros nos dedicamos a discutir sobre nuestro tema preferido,
sobre nuestros derechos de precedencia. Y si Cristo viniera a nosotros y nos preguntara
de qué estábamos hablando, sin duda nos sonrojaríamos y callaríamos.
Esto no quiere decir que en la Iglesia no se deba discutir también sobre el recto
ordenamiento y sobre la asignación de las responsabilidades. Desde luego, habrá
desequilibrios, que deben corregirse. Naturalmente, se puede dar un centralismo
romano excesivo, que como tal se debe señalar y purificar. Pero esas cuestiones no
pueden distraer del auténtico cometido de la Iglesia: la Iglesia no debe hablar
principalmente de sí misma, sino de Dios; y sólo para que esto suceda de modo puro,
hay también reproches intraeclesiales, que deben tener como guía la correlación del
discurso sobre Dios y sobre el servicio común. En conclusión, no por casualidad en la
tradición evangélica se repiten en varios contextos las palabras de Jesús, según las cuales
los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, como en un espejo, que
afecta siempre a todos.
Para esclarecer aún más la cuestión, se puede añadir que ellos, en su número de doce,
son al mismo tiempo el antiguo y el nuevo Israel, el único Israel de Dios, que ahora -
como desde el inicio se hallaba contenido fundamentalmente en el concepto de pueblo
de Dios- se extiende a todas las naciones y funda en todos los pueblos el único pueblo
de Dios. Esta referencia se ve reforzada por otros dos elementos: la Iglesia en este
momento de su nacimiento habla ya en todas las lenguas. Los Padres de la Iglesia, con
razón, interpretaron este relato del milagro de las lenguas como una anticipación de la
"Catholica" -la Iglesia desde el primer instante está orientada "kat'holon"-, abarca todo
el universo.
A eso corresponde el hecho de que san Lucas describe al grupo de los oyentes como
peregrinos procedentes de toda la tierra, sobre la base de una tabla de doce pueblos; así
quería mostrar que el auditorio simbolizaba la totalidad de los pueblos. San Lucas
enriqueció esa tabla helenística de los pueblos con un decimotercer nombre: los
romanos; de esta forma, sin duda, quería subrayar aún más la idea del Orbis. No expresa
exactamente el sentido del texto de la Congregación para la doctrina de la fe Walter
Kasper cuando, al respecto, dice que la comunidad originaria de Jerusalén fue de hecho
Iglesia universal e Iglesia particular al mismo tiempo; prosigue: "Ciertamente, esto
constituye una elaboración lucana, pues, desde el punto de vista histórico,
probablemente ya desde el inicio existían más comunidades: además de la comunidad
de Jerusalén, probablemente existía también la comunidad de Galilea".
En los peregrinos presentes, que provienen de todos los pueblos, esa Iglesia abraza
inmediatamente también a todos los pueblos del mundo. Tal vez no es necesario atribuir
demasiado valor a la cuestión de la precedencia temporal de la Iglesia universal, que san
Lucas en su relato propone claramente. Pero sigue siendo importante que la Iglesia, en
los Doce, es engendrada por el único Espíritu, desde el primer instante, para todos los
pueblos y, por consiguiente, también desde el primer momento está orientada a
expresarse en todas las culturas y precisamente así destinada a ser el único pueblo de
Dios: no una comunidad local que crece lentamente, sino la levadura, siempre orientada
al conjunto; por tanto, encierra en sí una universalidad desde el primer instante.
Este salto de interpretación sorprende, pero constituye sin duda una sospecha muy
difundida. Es una expresión concreta de una acusación que se escucha en muchas
partes, y que manifiesta también una creciente incapacidad de representarse algo
concreto bajo la Iglesia universal, bajo la Iglesia una, santa y católica. Como único
elemento configurante quedan el Papa y la Curia, y si se les da una clasificación
demasiado alta desde el punto de vista teológico, es comprensible que se vean como
una amenaza.
Conviene volver, con estos interrogantes, al texto mismo del Concilio. Inmediatamente
la primera frase de la constitución sobre la Iglesia aclara que el Concilio no considera a
la Iglesia como una realidad cerrada en sí misma, sino que la ve a partir de
Cristo: "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el
Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de
Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia" (Lumen gentium, 1). En el fondo se
aprecia ahí la imagen presente en la teología de los santos Padres, que ve en la Iglesia la
luna, la cual no tiene de por sí luz propia, sino que refleja la luz del sol, Cristo. Así la
eclesiología aparece como dependiente de la cristología, vinculada a ella. Pero, dado que
nadie puede hablar correctamente de Cristo, del Hijo, sin hablar al mismo tiempo del
Padre; y dado que no se puede hablar correctamente del Padre y del Hijo sin ponerse a
la escucha del Espíritu Santo, la visión cristológica de la Iglesia se ensancha
necesariamente hasta convertirse en una eclesiología trinitaria (cf. ib., 2-4).
El discurso sobre la Iglesia es un discurso sobre Dios, y sólo así es correcto. En esta
apertura trinitaria, que ofrece la clave para una correcta lectura de todo el texto,
aprendemos, a partir de las realizaciones históricas concretas, y en todas ellas, lo que es
la Iglesia una, santa, lo que significa "Iglesia universal". Esto se esclarece aún más
cuando sucesivamente se muestra el dinamismo interior de la Iglesia hacia el reino de
Dios. La Iglesia, precisamente porque se ha de comprender teo-lógicamente, se
trasciende a sí misma: es la reunión para el reino de Dios, la irrupción en él.
Luego se presentan brevemente las diversas imágenes de la Iglesia, todas las cuales
representan a la única Iglesia: esposa, casa de Dios, familia de Dios, templo de Dios, la
ciudad santa, nuestra madre, la Jerusalén celestial, la grey de Dios, etc. Al final, eso se
concreta ulteriormente. Recibimos una respuesta muy práctica a la pregunta: ¿qué es
esta única Iglesia universal, la cual precede ontológica y temporalmente a las Iglesias
locales? ¿Dónde está? ¿Dónde podemos verla actuar?
El texto conciliar pasa del bautismo a la Eucaristía, en la que Cristo da su cuerpo y nos
convierte así en su cuerpo. Este cuerpo es único; así, nuevamente la Eucaristía, para
toda Iglesia local, es el lugar de la inserción en el único Cristo, el llegar a ser uno con
todos los que participan en la comunión universal, que une el cielo y la tierra, a los vivos
y a los muertos, el pasado, el presente y el futuro, y abre a la eternidad.
Quince años más tarde, aparece con mucha mayor claridad que entonces que no se
trataba meramente de un autor teológico concreto, sino de una visión de Iglesia que
circula, con diversas variantes, y que sigue vigente en la actualidad.
Por tanto, ninguna Iglesia institucional podría afirmar que es la única Iglesia de
Jesucristo, querida por Dios mismo; todas las formas institucionales habrían surgido de
necesidades sociológicas, y en consecuencia, como tales, todas serían construcciones
que se pueden o, incluso, se deben cambiar radicalmente según las nuevas
circunstancias. En su calificación teológica se diferenciarían de modo muy secundario.
Así pues, se podría decir que en todas, o por lo menos en muchas, subsistiría la "única
Iglesia de Cristo".
A propósito de esa hipótesis, surge naturalmente la pregunta: ¿con qué derecho, en esa
visión, se puede hablar simplemente de una única Iglesia de Cristo?
La tradición católica, por el contrario, ha elegido otro punto de partida: confía en los
evangelistas, cree en ellos. Entonces resulta evidente que Jesús, el cual anunció el reino
de Dios, para su realización reunió en torno a sí algunos discípulos; no sólo les dio su
palabra como nueva interpretación del Antiguo Testamento, sino también, en el
sacramento de la última Cena, les hizo el don de un nuevo centro unificante, por medio
del cual todos los que se profesan cristianos, de un modo totalmente nuevo, llegan a ser
uno con él, hasta el punto de que san Pablo pudo designar esa comunión como formar
un solo cuerpo con Cristo, como la unidad de un solo cuerpo en el Espíritu. Entonces
resulta evidente que la promesa del Espíritu Santo no era un anuncio vago, sino que
indicaba la realidad de Pentecostés; es decir, la Iglesia no fue pensada y hecha por
hombres, sino que fue creada por medio del Espíritu; es y sigue siendo criatura del
Espíritu Santo.
Por consiguiente, el Vaticano II, con la fórmula del "subsistit", de acuerdo con la
tradición católica, quería decir exactamente lo contrario de lo que dice el "relativismo
eclesiológico": la Iglesia de Jesucristo existe realmente. Él mismo la quiso, y el Espíritu
Santo la crea continuamente desde Pentecostés, a pesar de todos los límites humanos,
y la sostiene en su identidad esencial. La institución no es una exterioridad inevitable,
pero teológicamente irrelevante o incluso perjudicial, sino que, en su núcleo esencial,
pertenece a la realidad concreta de la Encarnación. El Señor mantiene su palabra: "Las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella".
Al llegar a este punto, resulta necesario analizar un poco más a fondo el sentido de la
palabra "subsistit". Con esta expresión el Concilio se aparta de la fórmula de Pío XII
que, en su encíclica Mystici corporis Christi, había dicho: la Iglesia católica "es" ("est") el
único cuerpo de Cristo. En la diferencia entre "subsistit" y "est" subyace todo el
problema ecuménico. La palabra "subsistit" deriva de la filosofía antigua, desarrollada
ulteriormente en la escolástica. A ella corresponde la palabra griega "hypóstasis", que
en la cristología desempeña un papel fundamental para describir la unión de las
naturalezas divina y humana en la persona de Cristo. "Subsistere" es un caso especial
de "esse". Es el ser en la forma de un sujeto "a se stante". Aquí se trata precisamente de
esto. El Concilio quiere decir que la Iglesia de Jesucristo, como sujeto concreto en este
mundo, puede encontrarse en la Iglesia católica. Eso sólo puede suceder una vez, y la
concepción según la cual el "subsistit" se debería multiplicar no corresponde a lo que
pretendía decir. Con la palabra "subsistit" el Concilio quería expresar la singularidad y
la no multiplicabilidad de la Iglesia católica: existe la Iglesia como sujeto en la realidad
histórica.
En el curso del desarrollo sucesivo se revela muy lentamente que la Iglesia es anticipada
en María, es personificada en María y que, viceversa, María no es un individuo aislado,
cerrado en sí mismo, sino que entraña todo el misterio de la Iglesia. La persona no está
cerrada de forma individualista y la comunidad no se comprende de forma colectivista,
de modo impersonal; ambas se superponen recíprocamente de forma inseparable. Esto
vale ya para la mujer del Apocalipsis, tal como aparece en el capítulo 12: no es correcto
limitar esta figura exclusivamente, de modo individualista, a María, porque en ella se
contempla al mismo tiempo a todo el pueblo de Dios, el antiguo y el nuevo Israel, que
sufre y en el sufrimiento es fecundo; pero tampoco es correcto excluir de esta imagen a
María, la madre del Redentor. Así, en la superposición entre persona y comunidad,
como la encontramos en este texto, ya está anticipada la relación íntima entre María y
la Iglesia, que luego se desarrolló lentamente en la teología de los Padres y, al final, la
recogió el Concilio. El hecho de que más tarde ambas se hayan separado, de que María
haya sido considerada como un individuo lleno de privilegios y por eso infinitamente
lejano a nosotros, y de que la Iglesia, a su vez, haya sido vista de modo impersonal y
puramente institucional, ha dañado en igual medida tanto a la mariología como a la
eclesiología.
Aquí han influido las divisiones, que ha realizado de modo particular el pensamiento
occidental y que, por lo demás, tienen sus buenos motivos. Pero si queremos
comprender correctamente a la Iglesia y a María, debemos saber volver a la situación
anterior a esas divisiones, para entender la naturaleza superindividual de la persona y
superinstitucional de la comunidad, precisamente donde la persona y la comunidad se
remiten a su origen a partir de la fuerza del Señor, del nuevo Adán.
La visión mariana de la Iglesia y la visión eclesial, histórico-salvífica, de María nos llevan
en definitiva a Cristo y al Dios trino, porque aquí se manifiesta lo que significa la
santidad, lo que es la morada de Dios en el hombre y en el mundo, lo que debemos
entender por tensión "escatológica" de la Iglesia. Sólo así el capítulo de María se
presenta como culmen de la eclesiología conciliar y nos remite a su punto de partida
cristológico y trinitario.
Para ofrecer una muestra de la teología de los santos Padres, quisiera proponer, como
conclusión, un texto de san Ambrosio, elegido por Hugo Rahner: "Así pues, estad
firmes en el terreno de vuestro corazón. El Apóstol nos explica lo que significa estar;
Moisés lo escribió: "el lugar en el que estás es tierra santa". Nadie está, si no es quien
está firme en la fe... y también está escrito: "Pero tú está firme conmigo". Tú estarás
firme conmigo si estás en la Iglesia. La Iglesia es la tierra santa sobre la que debemos
estar.... Por tanto, está firme, está en la Iglesia. Está firme donde quiero aparecerme a
ti, allí estaré junto a ti. Donde está la Iglesia, allí es el lugar firme de tu corazón. Sobre
la Iglesia se apoyan los cimientos de tu alma. En efecto, en la Iglesia yo me he aparecido
a ti, como lo hice en otro tiempo en la zarza ardiente. La zarza eres tú, yo soy el fuego.
Fuego en la zarza yo soy en tu carne. Fuego yo soy, para iluminarte; para quemar las
espinas de tus pecados, para darte el favor de mi gracia".