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FERNANDO VIDAL

La revolución
del padre
El padre que nace y crece con los hijos

MENSAJERO
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Índice

Portada
Créditos
Introducción: Una revolución pendiente en el nombre del padre
Capítulo 1: John Lennon, huérfano de padres vivos
Alf Lennon, el padre de John (de 1912 a 1957)
John Lennon, el padre de Julian (de 1958 a 1963)
Heridos de orfandad (de 1963 a 1967)
John se reconcilia con su padre y abandona a su hijo (1967 y 1968)
Capítulo 2: La revolución paterna de Lennon
Retorno a la infancia primal (1970)
John regresa a la vida de su padre y de su hijo Julian (1970)
Buscando una nueva paternidad implicada
Navegando al futuro
Capítulo 3: El redescubrimiento de nuestros padres
Los monstruos de nuestros padres
El feminismo lo cambia todo porque recupera lo más importante
La paternidad de la experiencia
La perspectiva de la historia de los sentimientos
1. Paternidad medieval
2. El padre moderno
3. El padre ilustrado
Capítulo 4: La industrialización del padre
La máquina familiar
Restauración del patriarcalismo
La ley de las distancias
La impotencia del padre prepotente
Angustia del fantasma del padre
Padres resistentes
Capítulo 5: El padre postmoderno
Una nueva valoración de la infancia
El movimiento fathercraft y sus consejos de padres
La cultura del papá

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El padre postmoderno
El padre postindustrial
La paternidad científica
Revolución de la paternidad
Capítulo 6: La naturaleza social de la paternidad
En busca de la paternidad
El padre deconstruido
El nuevo papel de la familia en la paleoantropología
Paleopaternidad
Biopaternidad
Endocrinología de la paternidad
Oxitocina
Prolactina y testosterona
Existe una naturaleza paterna
Modos de masculinidad
Hombre y mujer, igual de distintos
Capítulo 7: El padre universal. Sociología de la paternidad
Teoría del padre interior
El sexo es el primer principio de diversidad
La entrega del padre
Carne y herencia
Custodia
El padre es societal
La trinidad familiar
Aventura y nosidad
El hacer del padre
Referencias citadas
Notas

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Diseño de cubierta:
María José Casanova

Edición Digital
ISBN: 978-84-271-4200-8

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Con todo el amor del mundo,
esta revolución del padre
está dedicada
a Fernando Elías Vidal
y Paco Marciel Garagarza,
nuestros padres.

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Introducción:
Una revolución pendiente
en el nombre del padre

Mi padre me ha enseñado gran parte de lo que aprenderé en el futuro. Voy poco a poco
descubriendo muchas de las lecciones de vida que me dio desde mi niñez y las que me
sigue dando. La inmensa mayor parte de lo que somos se lo debemos a nuestros padres.
Todavía no he descubierto los límites de mi gratitud hacia mi padre. Cuanto más
comprendo y profundizo lo que sembró en mí, más me doy cuenta de que en mi vida
tengo una revolución pendiente en su nombre, en el nombre del Padre.
Tu padre escribió un libro en tu interior. Cuando somos jóvenes a veces nos
creemos que lo hemos leído entero y que no podemos aprender nada más. Incluso lo
cerramos y hasta lo apartamos en algún anaquel de nuestra infancia. Pero conforme
avanza la vida nos damos cuenta de que dejó muchas más páginas escritas de las que
habíamos sabido leer y mucho más importantes quizás. Son páginas, incluso aunque sean
oscuras, escritas en nuestras mayores profundidades. En realidad, hasta el último día de
tu vida vas a estar descubriendo que el libro tiene páginas inéditas escritas para ti.
Cuando eres niño tu padre es un gigante; cuando te haces adulto es todavía más grande;
cuando eres mayor tu padre ya no tiene medida que puedas abarcar.
André Malraux, en su libro La cabeza de obsidiana (1974), relata una conversación
con Pablo Picasso en la que le preguntaba por los motivos de su obra artística. Picasso
manifestó que a él no le interesaban los motivos sino los temas. Y escribe Malraux de
aquel encuentro: «Llamaba temas (y lo cito) al nacimiento, el embarazo, el sufrimiento,
la pareja, la muerte, la rebelión, tal vez el beso. Proceden de antes de la civilización».
Bien, pues la paternidad es también uno de esos temas que preceden a la civilización y la
fundamentan.
La revolución del padre hizo posible el origen del ser humano. Nos unimos a la
madre y formamos con ella una sociedad que llamamos hogar. En el hogar familiar
logramos que el ser humano, que nace tan extremadamente vulnerable, sobreviviera y

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recibiera a través del amor de su padre y su madre el saber y querer fundamental de la
humanidad. Esa nueva sociabilidad se hizo tan profunda que hizo que nuestro cerebro
creciera en tamaño y complejidad hasta aparecer la conciencia, como un fruto del amor.
La gran revolución fue que el hombre se hiciese padre y eso nos permitió hacernos seres
humanos.
Toda institucionalización de la paternidad busca desplegar toda la potencialidad de
ese triángulo original, formado por madre, padre e hijo, que llevó a la humanización. A
lo largo de la historia existe una tradición paterna basada en esa estructura fundamental.
La paternidad incluso ha dado forma a nuestro cuerpo. Existe una biopaternidad; nuestro
cuerpo y cerebro se transforman físicamente para que cumplamos la misión paterna. No
es algo identitario sino natural, físico, material. La paternidad es una singularidad no
solamente social sino material, corporal, carnal.
Es cierto que a lo largo de la historia también nos hemos encontrado formas de
paternidad y maternidad que no permitían llevar a su plenitud el potencial de esas
relaciones con los hijos. Estudiaremos, no obstante, que no es justo echar un manto
condenatorio sobre los padres del pasado. En épocas anteriores hubo modelos de
paternidad que incluso fueron mucho más próximos, afectuosos e implicados en la
educación de los hijos que en la actualidad creemos serlo con nuestros hijos.
Pero es cierto que la industrialización no solo maquinizó la economía o la
burocracia, sino que también convirtió la paternidad en una máquina. A partir del
segundo tercio del siglo XIX, se extrae al varón del hogar para hacerle trabajar con
absoluta dedicación a la economía industrial. Le quita todas las funciones familiares que
no sean trabajar para enviar sustento al hogar. Para que las lógicas familiares –don,
entrega, solidaridad, afecto, cercanía, comunidad…– no contradijeran las lógicas del
capital, la familia fue convertida en un lugar de no-razón, al cargo de la madre. El padre
fue convertido en un contenedor de capital y en alguien peligroso para la mujer y los
hijos en el hogar. Todos estaban convencidos que el trabajo era el mejor lugar donde
podía estar.
Así se forjó la imagen patriarcal que tenemos en la actualidad del padre del pasado.
El padre industrial se extendió durante siglo y medio. Y aún en la actualidad, la
industrialización del padre por un lado y la deconstrucción relativista de la paternidad
por el otro, están provocando que los padres deserten de las familias masivamente y se
produzca una segunda despaternalización de la sociedad.

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Sin embargo, a la vez, desde mediados de 1980, se ha formado un movimiento
protagonizado por hombres y también mujeres que trabajan por devolver a los hombres a
la responsabilidad y celebración plena de su paternidad. Es la primera vez en la historia
que los hombres se unen para reivindicar una sociedad en la que sea posible ejercer la
paternidad: verdaderamente ha comenzado la revolución del padre.
Sí, actualmente nos encontramos en un cambio cualitativo generado principalmente
por la igualdad de género. Efectivamente, estamos ante una revolución de la paternidad
cuya potencialidad humanizadora se ve desplegada por una amistad más genuina y libre
con la madre. También porque padre y madre forman juntos una pareja más justa y
sabiamente unida en cuyo seno incluir a los hijos. La actual revolución de la paternidad
busca desplegar institucionalmente toda la potencialidad de la que es capaz aquella
revolución original. Posiblemente nunca como hasta ahora hemos estado en condiciones
de descubrir todo el alcance que tiene la paternidad.
Entre la confusión y la experimentación de nuevos modelos, existe también un
amplio conjunto de padres que tratan de vivir una nueva forma de paternidad que
consideran propia de la masculinidad –aunque no sepan explicitar cuál es su contenido–,
que liberan de machismos, que asume condiciones que antes estaban asociadas
exclusivamente a las mujeres y que explora nuevas formas de comportamiento.
Actualmente, la mayor revolución del padre es la liberación de la madre. Esta es
una convicción central de la propuesta: hasta que se alcance la plena igualdad entre
hombre y mujer, no seremos capaces de comprender la profunda singularidad de la
paternidad. Ahora está todavía demasiado lastrada por patriarcalismos, ausencia de
suficiente libertad, violencia y fórmulas industriales que asignan roles especializados
demasiado rígidos. Para lograr la reinstitucionalización de una paternidad más auténtica,
la mayor necesidad es luchar por la absoluta libertad de las mujeres y la igualdad de
género.
Ser padre es una larga búsqueda en la propia biografía y en la historia. Uno aprende
a serlo. Así como todos sabemos que los niños y jóvenes viven grandes cambios en su
crecimiento, asimismo el padre va cambiando sus ideas, modos y sentimientos para
adaptarse a sus hijos. No es cierta la imagen que tenemos de una paternidad homogénea.
De igual modo que la forma de ejercer la paternidad varía a lo largo de la biografía de
cualquier padre, también cambia con el tiempo histórico. Cualquier visión que vea la

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paternidad como una constante estándar a lo largo de los siglos no está mirando con
realismo y profundidad la historia.
La paternidad ha sido objeto de búsqueda a lo largo de la historia; es una condición
que le ha ido llegando a cada generación y a la que todas ellas han tenido que dar una
respuesta. El cuestionamiento de los padres no es algo moderno, sino que ha estado
presente en todas las culturas. Cada generación busca su lugar y es crítica con la que la
ha precedido; muchas veces injustamente, pues no comprende la situación en la que tuvo
que ejercer su paternidad. Quizás haya acertado el músico estadounidense Charles
Wadsworth cuando observó que «para cuando un hombre se da cuenta de que quizás su
padre tenía razón, ya tiene un hijo propio que piensa que su padre está equivocado».
La cuestión de la paternidad no es un tema secundario, sino que opera en el núcleo
del ser humano, allí donde se funda su mundo primario de vinculación y sentido. Por eso
el modo de la paternidad afecta angularmente al tipo de persona que constituye una
civilización. El alcance de la paternidad no es solamente el propio hijo sino lo que es el
hombre y el mundo que queremos construir. Como nos dice Ritxar Bacete en su libro de
2017 Nuevos hombres buenos, «una paternidad consciente, activa y presente puede
transformar la realidad de tus criaturas, pero también transformar el mundo».
En cuestiones de paternidad, está todo por hacer en nuestros países. Debemos seguir
investigando sobre la singularidad, misión y alcance del ser padre. Debemos trabajar por
hacer una sociedad y una economía en la que sea posible ejercer la paternidad con
libertad y plenitud. Para eso es necesario diseñar e implementar programas y políticas de
paternidad libre y responsable.
Especialmente en ámbitos de pobreza y vulnerabilidad social, es necesario
revitalizar la misión del padre. La despaternalización multiplica la pobreza, el fracaso
educativo, la criminalidad, la violencia en el hogar. Es lo que está detrás de tanto
abandono masculino del hogar y de la tendencia emergente que hemos denominado
infantifobia. Las políticas de paternidad son algo urgente.
Esto solamente será posible si luchamos decididamente y sin descanso por la
igualdad de género, para poder ser hombres y mujeres igual de únicos. Debemos también
rescatar la memoria y tradición de tantos hombres que dieron su vida a sus familias
como padres, para que nos inspiren y ayuden a pensar.
Junto con mi mujer Paloma, decidí dedicar este libro tanto a mi padre, Fernando
Elías, como al suyo, Paco Marciel Garagarza. Están tan dentro de cada uno de nosotros

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que es difícil decir palabras que digan lo mínimo para hacerles justicia como padres. Yo
diría de mi padre que siempre me comunicó confianza a raudales, como si detrás de mí
tuviese una riada que me impulsase a la aventura de amar y hacer un mundo entero. Paco
ha sido un padre muy singular, dedicado desde muy joven a hacer un hogar de felicidad
para sus hijos. Ha sido un hombre de su casa, cocinaba sus comidas diarias, cuidaba la
casa, siempre presente en casa y atento a su más ínfima necesidad. Cuando todavía
conducía les llevaba continuamente a donde tenían que ir. Confianza, aventura y
custodia, son palabras que les definen bien. Desde ellos he pensado todo este libro,
espero que les honre.
Para pensar con profundidad la paternidad no hemos partido solamente de esa
experiencia que llevamos en lo más hondo de nuestro interior, sino que nos hemos
inspirado en la revolución de la paternidad que impulsó John Lennon en la década de
1970. Estudiaremos ampliamente su historia de paternidad, lo cual nos dará mucha
inspiración y mucho por pensar. Conocer la historia de paternidad de John Lennon nos
da claves importantes acerca de la evolución de la cuestión en el siglo XX. Pero a la vez
también nos invita a reflexionar y conocer nuestra propia historia como hijos y padres.
Los capítulos 1 y 2 de este libro exponen y piensan esa historia como hijo y padre
de John Lennon. En los capítulos 3, 4 y 5, redescubriremos a nuestros padres a lo largo
de la historia. Finalmente, los capítulos 6 y 7, expondremos la naturaleza del padre y
formularemos una teoría de la paternidad como una figura esencial de la sociología
humana.
Este libro forma parte de una amplia investigación en el seno del Informe Familia,
una iniciativa de la Iglesia de Madrid, patrocinada por la Fundación Casa de la Familia y
realizada por el Instituto Universitario de la Familia, del cual tengo el honor de ser su
director en la Universidad Pontificia Comillas. Agradezco a Janina Hamburger su apoyo
en todo el proceso de investigación. A todos, agradezco la libertad para pensar la
paternidad y permitirme profundizar en mi propia realidad como padre.
Nuestra aspiración es que este libro ayude a crear reflexión y conversación cívica
sobre algo tan fundamental para la condición humana como ser padre.
La huella que tu padre ha dejado en tu vida es difícil de abarcar. Quizás al
comienzo de la juventud no somos capaces de apreciar su grandeza, pero conforme
avanza la vida vamos comprendiendo el alcance de su amor y su entrega. Este libro
ayuda a leer más páginas de ese libro interior que ha escrito nuestro padre en el interior

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de cada uno. Y nos permite escribir mejor el libro que queremos dar a nuestros hijos.
Nacimos como padres con ellos y a su vez con ellos nunca dejamos de crecer. Abran el
libro y comiencen La revolución del padre.

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CAPÍTULO 1:
John Lennon,
huérfano de padres vivos

John Lennon consideraba que su auténtica revolución cultural fue ser padre; algo más
revolucionario que su creación artística como beatle o su liderazgo en el movimiento
pacifista. Y, sin embargo, John fue un huérfano de padres vivos [1] . Como nieto, hijo y
padre, la vida de John Lennon refleja bien la transición entre los distintos modelos de
paternidad en el siglo XX. El padre de John fue ingresado en un orfanato a los nueve
años porque su madre no podía atenderlo. A su vez, años más tarde ese padre abandonó a
su hijo John con cinco años. John continuó esa cadena de desatenciones y, como padre,
trató mal a su primer hijo, le desatendió y le puso en peligro.
Doce años después, trató de redimirse con su segundo hijo e hizo un cambio
pionero que señaló a la sociedad otra forma de ser padre: un padre implicado en la
crianza. John sabía bien lo que era no ser padre y el sufrimiento que suponía no tener a
tu padre cerca. Se sentía culpable de haber hecho algo parecido con su propio primer hijo
y no quería repetirlo con el segundo. Pero John arrastró toda su vida una profunda herida
causada por el brutal abandono de su padre tan temprano.
En 1970, en su canción Mother, John lanzó –desde sus 30 años recién cumplidos–
un grito angustiado a su madre y su padre, que se pudo escuchar en todo el planeta.
Dramáticamente reconoce que aunque su padre, Alf, le abandonó él nunca pudo
abandonar a su padre. Pese a la indiferencia, despecho, desinterés y frialdad que John
mostraba, en realidad su alma seguía buscando, llamando y esperando
irremediablemente a su padre. Era la primera vez en que apelaba directamente a su padre
en una canción:

«Padre, me abandonaste, pero yo nunca te abandoné.


Te necesitaba, tú no me necesitaste a mí.
Así que solo tengo que decirte:
adiós, adiós…».

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Tras esos breves pero trágicos versos, John Lennon enfrentaba en la misma canción,
Mother, una segunda parte gritando desgarradoramente a su madre y su padre.
Veinticinco años después de haber sido abandonado seguía pidiendo a su padre que
regresara:

«Papá, vuelve al hogar».

Ese mismo verso se repite una y otra vez en la canción con la voz cada vez más
quebrada. Y con cada grito que escuchamos, la voz John se rompía más y más.

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Alf Lennon, el padre de John (de 1912 a 1957)
El origen de ese grito de sufrimiento nos remonta muy atrás, a inicios del siglo XX, antes
de que estallara la Primera Guerra Mundial. El padre de John Lennon se llamaba Alfred
Lennon, conocido como Alf. Nació en 1912, en Liverpool, el año en que se hundió el
Titanic –matriculado precisamente en esa ciudad–. Alf fue el benjamín de una humilde
familia numerosa católica. Los antepasados de la familia procedían originariamente de
Irlanda del Norte, de donde habían llegado sobre 1840. Eran artesanos dedicados a hacer
utensilios de cobre.
A su vez, el padre de Alf –por tanto, abuelo paterno de John– era Jack Lennon. Ese
Jack Lennon tuvo 7 hijos: dos con su primera mujer –quien murió en el segundo parto– y
cinco con su segunda esposa, Polly Lennon (de soltera, Polly Maguire). Polly era la
madre de Alf y, por tanto, la abuela paterna de John.
Jack Lennon falleció a sus 73 años, cuando su hijo más pequeño, Alf, tenía
solamente 9 años. Su viuda, Polly, no podía sostener a todos sus hijos; no sabía escribir
ni leer y solo consiguió empleos muy precarios. En esa situación de pobreza, decidió
internar a su hija mayor y a su hijo pequeño, Alf, en un orfanato de Liverpool, el Blue
Coat School. La historia de la paternidad en la familia de John Lennon, por tanto,
arrastra una cadena de orfandades que les marcaron profundamente a lo largo de todo el
siglo XX. Alf vivió en ese orfanato hasta los 18 años (Cynthia LENNON, 2002, 45). Esa
primera ruptura tan traumática del círculo familiar creó una bola de nieve con
consecuencias que iban a ir haciéndose más y más graves en las siguientes décadas.
El orfanato Blue Coat estaba ubicado en la esquina de la manzana donde vivía la
que iba a ser madre de John Lennon, Julia Stanley. Así que fue fácil que Alf y ella se
conocieran. Se ennoviaron en 1928, cuando él tenía 16 años y ella 14. Alf trabajaba
como chico de los recados, pero pronto se embarcó a la mar, como muchos otros jóvenes
de Liverpool. Alf y Julia eran dos jóvenes alegres, despreocupados y divertidos, que
compartían afición por la música ligera. Él comenzó a trabajar como camarero de
trasatlánticos y ella era acomodadora del mejor cine de Liverpool, donde se ensoñaba
con la cercanía de las estrellas del cine.
Mantuvieron su relación sentimental durante diez años, hasta que se casaron en
1938. Alf era un joven muy desapegado de aquella familia que le había ingresado en un

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orfanato. Por su parte, Julia vivía una vida mucho más liberal que el resto de su familia,
la cual no aprobaba su relación con alguien tan desarraigado como Alf. A su boda no
invitaron a nadie de sus dos familias.
Dos años después, Alf y Julia concebían sin buscarlo a su primogénito, lo cual les
causó una gran decepción. Aquel niño, al que llamarían John, fue consciente a lo largo
de toda su vida que no fue un hijo querido. «La verdad es que nunca fui un hijo
deseado», confesó muchos años más tarde (citado en NORMAN, 2008, 19). John siempre
pensó en su nacimiento en términos problemáticos y la familia de Julia también lo vio
como un infortunio.
John Lennon nació el 9 de octubre de 1940 y esa semana Liverpool sufrió severos
ataques aéreos alemanes –aunque curiosamente no esa noche–. En esos momentos su
padre, Alf, no pudo estar presente pues se encontraba en paradero desconocido, en alta
mar y en plena guerra (DAVIES, 2002, 8). Todas esas circunstancias formaron la idea
dramática que John Lennon tenía de su propio nacimiento: bajo la circunstancia de la
guerra y sin ser deseado, como otra bomba caída sobre Liverpool.
El trabajo de Alf en la marina mercante le hacía estar largas temporadas ausente del
hogar. Pero John nunca lo entendería como un sacrificio que su padre hacía para dar
sustento al hogar. John solamente veía en aquellas ausencias egoísmo, irresponsabilidad
y falta de amor por él y su madre. Julia, por su parte, llevaba una vida muy liberal y
dejaba a John con menos de tres años al cuidado de su hermana Mimi o de una vecina
para frecuentar los pubs del barrio, donde flirteaba con distintos hombres a los que luego
llevaba a casa.
Esa deriva provocó conflictos en la pareja, como cuando Alf se encontró a un grupo
de hombres al llegar a casa y los expulsó. Entonces Julia le arrojó una taza de té caliente
por la cabeza y Alf la abofeteó con tal fuerza que hizo que ella sangrara por la nariz.
John fue testigo de distintos episodios de violencia entre ambos.
En 1943, cuando John todavía no había cumplido los tres años, su padre se embarcó
por un largo periodo de 16 meses. En ese muy largo año, Alf fue encarcelado en dos
ocasiones por robo y vandalismo, perdió todas sus ganancias, la naviera dejó de pagar
devengos a Julia y perdieron noticias de su paradero. La familia y el propio John
temieron que su padre hubiera perecido en una batalla naval. La realidad era mucho
menos heroica. Cuando en el otoño de 1944 regresó, Julia se encontraba embarazada de
otra persona.

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Era un segundo hijo no deseado, pero en esta ocasión iban a hacer algo más radical
que con John. Decidieron enviar a John –tenía entonces cuatro años– a vivir durante esos
meses de embarazo con el hermano de Alf Lennon, llamado Charles Lennon, que en un
futuro lejano iba a jugar un papel crucial en la relación entre John y su padre. La niña
que nació de ese embarazo fue entregada en adopción a una familia noruega y ya nunca
más tuvo más relación con Julia, su madre biológica ni con John. Desde niño, John
establecería una relación peculiar con Noruega, donde estaba su hermana perdida, de la
que nunca fue capaz de hablar.
Poco después, Alf de nuevo se embarcó en otra larga travesía y a su vuelta Julia
había iniciado otra relación sentimental con el camarero de un hotel, John «Bobby»
Dykins. Julia abandonó el hogar familiar y se instaló con Dykins en una nueva vivienda
adonde se llevaron a John sin permiso de su padre. Alf reaccionó huyendo de la situación
y se embarcó de nuevo, esta vez en el Queen Mary. John sufría tanto estrés con aquella
situación que en una ocasión, con cinco años, escapó de casa y se fue andando tres
kilómetros hasta presentarse en casa de su tía Mimi, donde buscó refugio.
Julia entonces se despreocupó de su pequeño hijo y pidió a su hermana Mimi que se
quedara permanentemente con John. Mimi, por un lado, estaba dispuesta a sustituir a su
hermana en la crianza de John ya que consideraba que Julia no estaba preparada todavía
para ser madre ni responsabilizarse de un niño. Por otro lado, entendía que, pese a la
antipatía que sentía por Alf, no podía asumir la acogida permanente de John sin
consultar al padre. Además, la tía Mimi percibía el enorme peso que tenía la ausencia de
su padre en la vida del pequeño John. En consecuencia, trató de localizar por teléfono a
Alf en alta mar. Mimi no solamente le contó la situación, sino que puso a John al
auricular para que hablara con su padre. Con dolor, Alf, que era un hombre muy
emocional, escuchó como su hijo le pedía que regresara a casa y dos semanas después
volvió.
Al llegar a Liverpool, Alf se llevó a John de la casa de Mimi, con planes de emigrar
a nueva Zelanda. A Mimi le parecía que eso llevaba a John a una situación de alto riesgo
y avisó a Julia de las intenciones de Alf. Julia localizó a Alf y John en casa de unos
amigos de su marido. Allí se produjo un episodio que permanecería en la memoria de
John mucho tiempo. Sentado en las rodillas de su padre, su madre le pidió que se fuera
con ella, pero el niño se negó. Ella se resignó y se dio la vuelta para irse y entonces John
se soltó de su padre y «corrió tras ella, hundió su cabeza en sus faldas entre sollozos y

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ruegos de que no se fuera (…) Alf se quedó inmóvil, anclado en su silla. Julia y John
salieron de la casa y desaparecieron» (NORMAN, 2008, 28).
John tenía cinco años. La próxima vez que viera a su padre, muchos años después,
ya sería una estrella internacional con millones de libras en sus cuentas. Tiempo después,
declararía: «de mi padre me olvidé pronto. Era como si hubiese muerto» (NORMAN, 2008,
42). Respecto a Julia, John «a menudo soñaba con escaparse de Mimi e irse con su
madre» (Cynthia LENNON, 2002, 49).
Esa misma noche, Alf fue llevado por sus amigos a un pub, donde finalmente
accedió a cantar una canción. Eligió interpretar Little Pal [2] , nana en la que se narra
cómo un padre se despide de su hijo pequeño, lo mismo que le había ocurrido esa tarde.
En vez de pronunciar «little pal» –querido «colega» o «amiguito»–, Alf decía «little
John» entre lágrimas.

«Pequeño John, si tu papi se va,


promete que serás bueno siempre,
haz lo que diga mamá y nunca peques,
sé el hombre que tu papi podría haber sido.
Tu papi no tuvo un inicio fácil.
Este es mi deseo de corazón:
lo que no pude ser, querido John,
quiero que lo llegues a ser tú, querido John,
quiero que rías y cantes y juegues
y seas bueno con mamá mientras papi no esté.
Cada noche rezaré, querido John,
para que sigas recto en la vida, querido John.
Hasta que nos encontremos otra vez,
el Cielo sabe dónde o cuándo.
Reza por mí ahora y hasta entonces, querido John…».

La situación se convirtió en patética pues lejos de conmoverse, el público no cesaba


el jolgorio y se reía de la dramática interpretación de Alf. Sin embargo, la canción
elegida representaba perfectamente el estado interior de Alf. Reconocía que no había
logrado ser el hombre y padre que tenía que haber sido. Se excusa aludiendo a que él
mismo en su infancia tampoco lo tuvo nada fácil. Años después abundaría en este
argumento: explicaba su abandono de John diciendo que él mismo había sido
abandonado en un orfanato y que arrastraba esa herida sin cerrar, que había hecho que
fuera un mal padre.

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Alf no sabía dónde ni cuándo volvería a ver a su hijo, pero le pide que sea él el tipo
de buen hombre y padre que él no ha logrado ser. Esto no lograría hacerlo John, al
menos en su primer intento. Lo que sí haría sería cantar, reír y jugar hasta bien mayor.
Tampoco podría John cumplir otro deseo de su padre: cuidar de su madre. Julia
decidió llevarse de nuevo a John a vivir con ella. Dykins aceptaba a John y estaba
dispuesto a criarlo como si fuera hijo suyo. Pero las condiciones de aquel nuevo hogar
no eran adecuadas. John dormía en el mismo dormitorio que la pareja, las relaciones de
la pareja eran muy desequilibradas y en ocasiones Dykins llegaba a pegar a Julia.
La tía Mimi seguía pensando que su hermana Julia no estaba preparada para ser
madre y, preocupada por John, hizo intervenir a los Servicios Sociales, quienes
emitieron un informe negativo sobre el estado del hogar y la familia. Tras sucesivas
presiones de Mimi, finalmente Julia aceptó que John se fuera a vivir con ella y su
esposo, George, que no tenían hijos, en Woolton, barrio de las afueras de Liverpool. La
casa donde vivían se llamaba Mendips y no estaba lejos de la de Julia.
John sintió aquello como una segunda deserción. John había abandonado a su padre
Alf para irse en brazos de su madre y ahora ella le abandonaba a él. John desarrolló una
relación enfermiza con su madre. Pasó a relacionarse con Julia como si fuera una de sus
tías, a través de encuentros esporádicos. Julia le trataba con gran naturalidad como si
nada anómalo pasara y John sufría una gran desorientación interna.
Ya que Julia veía todo tan normal, ¿acaso el deseo de estar y vivir con su madre era
un deseo ilegítimo? ¿Era él, el niño, quien estaba equivocado?, se preguntaría el pequeño
John. Como confesó de adulto, a lo largo de su niñez fantaseaba con mantener relaciones
sexuales con su madre, que era el modo como veía que Julia aceptaba a hombres a su
lado. Con cinco años John se había quedado sin padre y sin madre.
Vivió el resto de su infancia y juventud en casa de su tía Mimi, quien pensaba que
su sobrino tenía derecho a criarse querido y en un hogar seguro. La vida con Mimi y su
marido, el tío George, iba a guardar un consuelo para John: George fue la primera y
única referencia masculina positiva que tuvo en su infancia. Era lechero, trató a su
sobrino John como hijo propio y le proporcionó los momentos familiares más felices de
su infancia. Le llevaba a ordeñar las vacas y lo llevaba en el carro de la leche para hacer
el reparto a los vecinos, a quienes se lo presentaba como si fuera su hijo, lleno de orgullo
(NORMAN, 2008, 38).

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Cynthia Lennon alaba que el tío George para John fue «su tabla de salvación»,
«adoraba a los niños y estuvo encantado con la llegada de John; el hijo que siempre
había anhelado... nunca estaba enfadado y le proporcionaba a John los besos y mimos»
que le faltaban (y que su tía Mimi, de carácter rigorista, no le daba). John «sintió a
George como un padre» (Cynthia LENNON, 2005, 48-50). Lamentablemente, cuando John
comenzaba su adolescencia, el tío George murió, lo cual acentuó su vacío de pérdida.
Con el tiempo, su madre, Julia, y Dykins maduraron y rectificaron de modo de vida.
Él prosperó hasta convertirse en jefe de comedor de un prestigioso hotel, la relación
entre ambos mejoró y tuvieron dos hijas cuando John tenía 7 y 9 años. A pesar de eso,
Julia nunca se llegó a divorciar de Alf. No obstante, Julia no volvió a verse capaz de
vivir de nuevo con John. Solamente era visitado ocasionalmente o le llevaban a casa de
Julia y Dykins para ver a sus hermanas.
La relación entre madre e hijo era buena y ella le hacía regalos –entre otros, su
primera guitarra, lo cual John recordaba como el comienzo de su vida artística–, pero
nunca quiso llevárselo de nuevo a vivir con ella. Eso acentuó muy dramáticamente la
sensación de rechazo en John. No es que su madre no pudiera tenerle con él, es que no
quería. No quiso que naciera y no quería tenerle.
Su padre, Alf, aceptó la separación de la vida de su hijo. Años después dijo que no
había sido capaz de enfrentarse a la firmeza de Julia y su familia. Lo cierto es que
desistió tanto moral como legalmente de ejercer su paternidad. Durante un tiempo buscó
consuelo en la afición por el mundo musical de los pubs y la divertida vida nocturna.
Luego, decepcionado, se hizo de nuevo a la mar.
En el curso de esa travesía fue otra vez detenido por romper, estando borracho, un
escaparate y ponerse a bailar con un maniquí. Fue sentenciado a seis meses de prisión,
que cumplió penosamente. La familia de Julia se enteró de su condena y de sus
pretensiones de volver a por John a su salida. La tía Mimi le escribió amenazándole con
contarle a John que era un presidiario si se atrevía a acercarse a su hijo.
Esa era la razón que Alf expuso el resto de su vida para no volver a conectar con su
hijo en los años siguientes. En su versión, prefirió renunciar a ejercer como padre antes
de que su hijo tuviera una mala imagen de él. Alf se resignó y se empleó durante años
como lavaplatos de un hotel en Londres. Como Julia, acabaría viviendo, sin saberlo,
cerca de John.

21
John creció, recibió una educación tradicional en Mendips, la casa de la tía Mimi.
Llevó una vida formalmente similar a la de cualquier chico de los barrios de Liverpool.
Desarrolló una fuerte inclinación a la música –como sus padres, Alf y Julia, y también su
abuelo Jack– y en la escuela secundaria formó su famosa primera banda llamada los
Quarrymen.
En julio de 1957, John conoció a Paul McCartney en un concierto dado por los
Quarrymen en la parroquia de su barrio, Saint Peter de Woolton. La progresivamente
íntima relación con Paul influyó decisivamente en la visión catastrófica que John tenía
de su propia infancia. Ambos compartían haber perdido a sus madres en la adolescencia,
pero respecto a sus padres no podían ser más antagónicos.
Frente a la fuga de Alf, el padre de Paul, Jim McCartney, asumió él solo el cuidado
del hogar y la crianza de sus hijos. Cynthia Lennon lo definió como «un padre devoto»
en términos de admiración (Cynthia LENNON, 2005, 43). John conocía muy bien al padre
de Paul, en cuya casa pasaba gran parte de su vida en aquellos años de juventud.
Además, la condición de músico de Jim le convirtió en un fuerte aliado que impulsó a la
pareja a su dedicación absoluta a la música.
Cynthia describe la dinámica de la banda en casa de Paul y la actitud cuidadora de
su padre: «A menudo íbamos a casa de Paul en Forthlin Road… para que los chicos
ensayaran. Jim usualmente estaba trabajando, pero si estaba por allí siempre era
acogedor. Nos saludaba con las mangas de la camisa recogidas, el paño del té en la mano
y un delantal atado a la cintura. Luego, mientras John, Paul y George hacían sonar sus
guitarras en el salón, él se mantenía ocupado en la cocina hasta que nos llamaba a tomar
el té» (Cynthia LENNON, 2005, 43).
Dos de los personajes clave del siglo XX, Lennon y McCartney, mostraban, por
tanto, dos paternidades bien diferentes. El padre de John le había abandonado y el mismo
John sería un padre desastroso de su primer hijo. Paul, en cambio, tenía un padre
cuidador, implicado en la crianza y que se encargaba de las labores domésticas. El
propio Paul fue un padre no solamente dedicado a sus hijas sino conmovido con el hijo
de John cuando éste le abandonó.
En casa del buen padre, Jim McCartney, John no pudo sino tomar conciencia de que
su orfandad sobrevenida no era una situación normal sino un drama cuya herida, lejos de
sanarse con esa nueva pasión por la música, se abría más y más. Esa herida marcaría
desde el inicio su propia condición de padre.

22
John Lennon, el padre de Julian (de 1958 a 1963)
John ya estaba comprometido con Cynthia Powell (1939-2015) antes de que alcanzara la
fama. Ella era hija de un comercial de General Electric en Liverpool y vivía en un barrio
considerado mejor que el de John. Era un año mayor que John y, como él, también había
experimentado la temprana pérdida de su padre, fallecido por una enfermedad que se lo
llevó en 1956. El mismo año Paul McCartney había visto morir a su madre y en 1958, la
madre de John, Julia, moría atropellada por un coche. Aquellos tres tempranos huérfanos
verían trenzadas sus vidas en unas de las historias más famosas del siglo XX.
John y Cynthia iniciaron su relación en el Liverpool Art College, cuando él tenía 18
y ella 19 años. Era finales de 1958, cuando todavía estaba liderando los Quarrymen. Fue
John quien tomó la iniciativa y quiso construir una relación estable con ella. El primer
día que se besaron ella casi pierde el tren de regreso a casa y John corría persiguiendo su
vagón mientras le preguntaba gritando: «¿Qué vas a hacer mañana, y pasado mañana y al
otro…?». «Verte a ti», contestó Cynthia desde su ventana (Cynthia LENNON, 2005, 31-
32).
Cynthia percibió pronto la fragilidad interna de su novio, la cual le hacía cerrarse en
sí mismo y era la raíz que provocaba sus comportamientos violentos. «John era un alma
perdida y yo quería darle comprensión, aprobación y la seguridad de sentirse amado para
aliviar su dolor y amargura… Había un halo de peligrosidad en torno a John, y eso me
aterrorizaba… Pronto caí en la cuenta de que John había desarrollado su coraza externa
(el cinismo, el ingenio cruel, la agresividad y su carácter posesivo) para hacer frente a su
dolorosa niñez y la profunda inseguridad que había resultado de ella» (Cynthia LENNON,
2005, 35-38).
John escondía en su interior mucha ira. En una ocasión, a finales de 1959, motivado
por celos sin ninguna razón, le dio una fuerte bofetada a Cynthia, «haciendo que mi
cabeza golpeara en las tuberías que estaban en la pared detrás de mí. Se marchó sin decir
una palabra, dejándome aturdida, temblorosa y con la cabeza dolorida. Yo estaba
conmocionada, realmente consternada por el arranque de violencia física de John»
(Cynthia LENNON, 2005, 44).
Cynthia decidió abandonar a John, el cual había dejado de dar señales de vida. Tres
meses después John telefoneó a Cynthia. «Se disculpó por golpearme y dijo que nunca

23
más volvería a pasar… John cumplió su palabra. Estaba profundamente avergonzado por
lo que había hecho; supongo que se había escandalizado al descubrir lo que guardaba
dentro de sí para llegar a golpearme» (Cynthia LENNON, 2005, 45).
John tenía un comportamiento extremadamente celoso, sentía una enorme
inseguridad que le llevaba a ser muy suspicaz con cualquier posible competidor que lo
pusiera en cuestión. A su vez, Cynthia le describe como un amante sexual muy exigente.
Su comportamiento sexual era predatorio. Engañaba compulsivamente a Cynthia en
múltiples relaciones sexuales con diferentes jóvenes que conocía en su entorno o con
prostitutas.
Pero a la vez, John expresaba con candor su amor por Cynthia, en términos muy
parecidos a las letras que formaron los primeros éxitos de los Beatles. En una carta por la
Navidad de 1958, John escribía: «¡Nuestra primera Navidad! Querida Cyn, te amo, te
amo, te amo, te amo, te amo, te amo, te aaaamooo, te amo LOCAMENTE, te amo SÍ SÍ
SÍ». Ese «I Love You, YES YES YES» –yeah, yeah, yeah– de la carta a Cynthia sería el
primer lema que les haría internacionalmente conocidos.
Cynthia acompañó a John en el tiempo en que formó los Beatles. Con paciencia e
ingenuidad desempeñó el papel de novia formal del líder, cada vez más absorbido por la
actividad musical, las actuaciones y el proceso compositivo con Paul McCartney.
Desde el comienzo de su noviazgo, John y Cynthia mantuvieron relaciones sexuales
completas sin ningún tipo de protección. No obstante, cuando ella se quedó embarazada
ambos se quedaron muy sorprendidos. No parecía buen momento para tener un niño:
habían tenido un gran éxito en Hamburgo y, sorprendentemente, también a su regreso a
Inglaterra, en The Cavern. La noticia llegaba inoportunamente, justo una semana antes
de que Ringo Starr se incorporara a la banda. Los Beatles ya estaban en manos de su
agente Brian Epstein y a punto de iniciar su meteórico ascenso a la fama mundial.
Cynthia asumió que el embarazo era un error y se echó a sí misma una culpa que
suponía que John le iba a reprochar. Tenía mucho miedo de comunicar a John el
embarazo, pero, en cambio, su respuesta fue muy tranquila y responsable. John le dijo:
«Solo hay una cosa que podamos hacer, Cyn: nos tenemos que casar». Cynthia le dijo
que no tenía por qué casarse con ella y que estaba dispuesta a ocuparse por sí misma sola
del bebé. John insistió: «Ninguno de los dos ha planeado tener un niño, Cyn, pero te
quiero y no voy a dejarte ahora» (Cynthia LENNON, 2005, 93).

24
John y Cynthia iban a casarse y, aunque prematuramente, era lo que deseaban. En
1961, durante la estancia que compartieron en Hamburgo, ya se habían prometido en
matrimonio. «John y yo decidimos casarnos, tener nuestro niño y formar una familia.
Nos amábamos y eso era lo que queríamos, si bien los hechos habían precipitado los
acontecimientos más pronto de lo deseado (..) John (que no era amigo de hacer las cosas
de forma convencional) fue el más decidido de nosotros dos a seguir adelante con ello»
(Cynthia LENNON, 2005, 93-96). Al final de agosto de 1962 John y Cynthia se casaron en
el registro civil sin presencia de nadie de sus familias, como habían hecho los padres de
John veinticuatro años antes.
Epstein, el estricto agente de los Beatles, impuso que aquella boda fuera un secreto.
Se pensaba que las fans estarían menos interesadas en un cantante casado. El propio
Epstein alojó al joven matrimonio en un piso en el que rentaba habitaciones a distintas
personas. Epstein y John mantenían a Cynthia escondida, encerrada y aislada en casa
para que nadie la pudiese relacionar con el beatle.
En cambio, en la corta distancia John no lo ocultaba. En la correspondencia con la
líder de un club de fans, John se muestra transparente: «En respuesta a tu pregunta, sí,
estoy casado y mi mujer se llama Cindy. También tenemos un hijo pequeño. Espero que
esto no impedirá que te siga gustando» (LENNON, 2002, 69).
El 8 de abril de 1963 Cynthia rompió aguas mientras estaba de compras por la calle
Penny Lane. Estuvo de parto a lo largo de dos días «y me sentía terriblemente sola».
John no estaba allí para ayudarla pues estaba de gira. La situación se agravó cuando se
descubrió que el bebé venía con el cordón umbilical enrollado alrededor del cuello.
Finalmente, aunque con gran dificultad, lograron que naciera vivo, aunque con tal grado
de ictericia que se lo tuvieron que llevar a la incubadora. A casi todos los efectos,
Cynthia se sentía una madre soltera y percibía que en la clínica le miraban con actitud de
reproche.
«John no vino al hospital hasta tres días después de que naciera nuestro hijo; en la
primera oportunidad que tuvo de ausentarse de la gira». No obstante, al llegar se mostró
emocionado y entusiasmado con su primer hijo. «Vino corriendo como un torbellino. Me
besó y luego miró al bebé, que estaba en mis brazos. Las lágrimas se asomaron a su
rostro: “Cyn, ¡es condenadamente maravilloso! Es fantástico”. Se sentó en la cama y
tomó al bebé en brazos. Le cogió las manitas, maravillándose de sus dedos de miniatura,
y una gran sonrisa iluminó su rostro. “¿Quién va a ser un famoso roquerillo como su

25
papá?”, dijo» (Cynthia LENNON, 2005, 110-111). Físicamente, el niño ya tenía desde tan
pronto un fuerte parecido con su padre. En recuerdo de Julia, la madre de John, pusieron
al niño el nombre de Julian.
Lo que sí hizo John fue pagar a Cynthia una habitación mejor, privada, para que
estuviera sola. Además, al saber que era el hijo del beatle, las enfermeras le dieron un
trato privilegiado. Los reproches desaparecieron. Tras ese breve encuentro para dar la
bienvenida a su hijo, John tomó de nuevo la carretera y se fue a seguir de gira.
Regresó de nuevo una semana después, cuando Cynthia y el bebé ya habían salido
del hospital y estaban instalados en la habitación que les había cedido Epstein. John
seguía excitado con su hijo, pero mostraba pocas disposiciones a los cuidados más
íntimos. «John estaba fascinado con su hijo, aunque rechazaba cambiarle los pañales o
quedarse en la misma habitación mientras lo hacía yo. Cerraba la puerta diciendo, “Dios
mío, Cyn, no sé cómo lo haces, me dan ganas de vomitar”. No me importaba; pocos
hombres eran capaces de cuidar a los bebés en aquella época, y no había supuesto que
John fuera diferente. Lo que sí le encantaba era mirar a Julian mientras se bañaba, así
como el olor de los polvos de talco. Le divertía hacerle mimos cuando estaba fresco y
perfumado, listo para ir a dormir… Era conmovedor verlos juntos y me entristecía
pensar que John no pudiera reforzar los lazos con su hijo durante los meses siguientes»
(Cynthia LENNON, 2005, 112).
Sin embargo, el entusiasmo por su hijo no era coherente con otras decisiones de
John. Una semana después de haber vuelto de la gira –y casi tres semanas después de
haber nacido su hijo–, Cynthia se quedó perpleja cuando John le anunció que se iba 12
días de vacaciones a España con su agente, Epstein. Años después, al recordar ese
momento, John reconoce que la prioridad tenía que haber sido su hijo recién nacido y su
esposa, pero «las vacaciones ya estaban planeadas y no iba a estropearlas por un niño.
Solamente pensé que menudo hijoputa estaba hecho y me fui» (NORMAN, 2008, 300).
A la vuelta de aquellas controvertidas vacaciones en España, John regresó a la
dinámica de las giras. Los siguientes meses John estuvo tan ausente que Cynthia sentía
que estaba criando a su hijo sola: «Me estaba acostumbrando a ser una mamá, pero la
mayor parte del tiempo me sentía como una madre soltera y era difícil no sentirse
frustrada con el hecho de estar siempre en casa» (Cynthia LENNON, 2005, 115).
A finales de 1963, los Lennon se instalaron en su famosa casa estilo noruego, el
primer hogar propio de los Lennon. Era una vivienda de dos pisos que habían encontrado

26
gracias al fotógrafo de los Beatles, Robert Freeman. Él vivía en el piso bajo con su
esposa, Sonny, de origen alemán –aunque ella prefería decir que era noruega para evitar
ser estigmatizada–. Noruega tenía una especial resonancia en John, por la alusión a su
hermana perdida, dada en adopción por su madre. John pensaba que también podía
haberle sucedido a él, ser dado en adopción.
De hecho, algo así había sucedido. Su tía Mimi estuvo siempre considerando que
Julia consintiera que John fuera su hijo a todos los efectos legales. John pensaba que si
hubiera sido dado a unos desconocidos, como su hermana desaparecida, quizás le
hubiera ido mejor en su infancia. John continuaba con su comportamiento promiscuo y
en su propio hogar flirteaba con la esposa de su amigo, con la que acabaría acostándose.
Cynthia sintió que por fin tenían un hogar para ellos dos. Salvo cuando estaba de
gira, John «venía todas las noches a casa y estábamos a menudo juntos… Por primera
vez me sentía una mujer casada» (Cynthia LENNON, 2005, 124). Pese a ello, confiesa
Cynthia, «sus interminables obligaciones provocaban que tuviera poco tiempo libre para
Julian y para mí. John se sentía tan triste y frustrado como yo por estar tanto tiempo
separados» (Cynthia LENNON, 2005, 131).
Cynthia y las demás parejas de los Beatles eran tolerantes con las infidelidades de
los músicos. «Todas las mujeres de los Beatles sabíamos que las chicas se echaban a sus
brazos, pero también sabíamos que ellos al final volvían a casa con nosotras, así que lo
ignorábamos» (Cynthia LENNON, 2005, 153).
En octubre de 1963 se desató la «beatlemanía» después de ser televisada a todo el
Reino Unido su actuación en el London Palladium. Eso exigió a John ausencias más
frecuentes y prolongadas, pero también le dio mayor poder para imponer algunas de sus
condiciones. Entre otras, decidió que su matrimonio dejara de ser secreto, un
ocultamiento que en su opinión había sido totalmente innecesario y humillante. El mayor
poder sobre su carrera le dio a John tiempo para pensar sobre sus creaciones artísticas y
su papel como hijo y padre. Eso le hizo más consciente del vacío interior, que le pesaba
cada vez más e imprimió un giro a su arte.

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Heridos de orfandad (de 1963 a 1967)
John era padre, pero parecía que estuviera aún demasiado pendiente en solucionar sus
problemas como hijo. Era un hijo herido que no podía o quería ejercer como padre. John
Lennon fue un huérfano de padres vivos y eso le creó una extrema vulnerabilidad ante
un mundo del que se sentía desarraigado. Algunas de las piezas creadas en 1963 ya
reflejan ese dolor.
La canción Misery (LENNON y MCCARTNEY, 1963a) fue compuesta principalmente
por Lennon y muestra cómo «los temas del aislamiento y del rechazo acabarían siendo
muy significativos en las canciones de John» (TURNER, 1994, 39). Lennon presenta un
mundo hostil y miserable ante el que se resiste a romper a llorar:

«Soy el tipo de chico


que no sabe llorar.
El mundo me trata mal, [maldita] miseria».

Frente a ese mundo, Lennon desarrolló un mundo interno en el que controlar sus
dolores. Desde muy temprano, había una parte oscura en el reverso de la aparente
felicidad beatle, tal como ha analizado Kevin Courrier en Artificial Paradise: The Dark
Side of the Beatles’ Utopian Dream (2009).
En la composición [3] There’s A Place (LENNON y MCCARTNEY, 1963b),
perteneciente al album Please, Please Me Do (The Beatles, 1963a), Lennon revela que
su fuero interno es un refugio del que desterrar la tristeza o enterrarla. Ante el dolor del
abandono paterno y materno, Lennon creó un mundo propio del que le sería largo y
difícil salir. A la vez, era su principal fuente de creatividad. En There’s A Place podemos
leer los siguientes versos:

«Hay un lugar
donde puedo ir
cuando me siento bajo,
cuando me siento triste,
y es mi mente.
Ahí no existe el tiempo cuando estoy solo…
En mi mente no hay tristeza,
ahí no sabes lo que es eso,
no hay un mañana triste,

28
no sabes lo que es».

Lennon creó una relación nostálgica y dolorosa con su niñez. En su canción Litlle
Child (LENNON y MCCARTNEY, 1963c), de la que fue compositor principal, se refiere
ambiguamente a su propia niñez como si fuese una criatura diferente a ese Lennon de 23
años. El joven Lennon invita al niño Lennon a salir a bailar con él porque está «triste y
solo» y le exhorta a darse una oportunidad. Pero el niño John y el joven John no
quedarían solos: pronto llegaría uno más a ese baile, al que hacía años que no veían.
Efectivamente, a finales de 1963 también entra otro personaje a escena. Tras 17
años sin saber nada de su hijo, el dueño del restaurante donde Alf trabajaba de lavaplatos
al sur del Gran Londres le pregunta si ese nuevo cantante que se está haciendo famoso,
John Lennon, es pariente suyo. El gesto de sorpresa de Alf al contemplar a su hijo
triunfando, reveló al jefe que aquel lavaplatos asombrosamente era su padre. Ese jefe
trató de vender la noticia a un periódico, pero, enojado porque vendieran su historia, Alf
dejó el empleo y huyó antes de que la prensa pudiera localizarle.
Alf cambió de lugar y se instaló en la pequeña y preciosa Bognor Regis, villa de la
costa sur de Inglaterra, donde comenzó a trabajar en la cocina en un hotel. Ahora,
sorprendido, su atención estaba pendiente de las noticias sobre su hijo. Comenzó a
indignarse por algunas de las reconstrucciones que hacían de su infancia, en las que su
imagen salía muy mal parada. Alf no solamente era un padre indignado, sino que le
sobraba picaresca y decidió conectar con el tabloide populista Daily Sketch para vender
su propia versión de la historia (DAVIES, 2002, 101).
En ese momento, los Beatles estaban grabando su primera película, tras su primera
fase de extensión mundial de la beatlemanía. Los periodistas del tabloide contactaron
con el beatle y lograron que John accediera a encontrarse con su padre, en el propio
rodaje de la película. En aquella breve reunión tras tantos años de ausencia, el músico
reaccionó con frialdad y despecho. «John no mostró ninguna emoción al verlo y se
limitó a preguntarle a quemarropa qué quería. Freddie le respondió que no andaba tras el
dinero». Eso relajó a John, quien aceptó escucharle.
Durante veinte minutos Alf narró a su hijo su versión de las causas de su
separación. A juicio de su padre, la familia materna hizo todo lo posible por
incomunicarlos por miedo a que Alf se llevara a su hijo. Sin embargo, Alf protegió a
Julia y no dañó la imagen que el hijo tenía de su madre. John se mostró amable y se

29
despidió amigablemente. Sin embargo, pese a que Alf se quedó con la sensación de que
el encuentro había ido bien, Lennon declaró: «Lo vi y hablé con él y decidí que seguía
sin querer conocerlo» (NORMAN, 2008, 370).
Pese a haber prometido a su hijo que carecía de todo interés crematístico, Alf
vendió su historia a un vulgar folletín sensacionalista llamado Tits-Bits. Para mayor
indignación, Alf luego firmó un contrato con un pequeño sello discográfico para grabar
una canción –That’s My Life–, en relación con la compuesta por su hijo It’s My Life.
Oportunamente, su publicación apenas tuvo repercusión. Alf acusó a John de haber
presionado a la prensa para que bloquearan su difusión. La canción comenzaba
excusándose por su mal papel como padre: tampoco Alf había tenido un padre que
ejerciera como tal, le ayudara y aconsejara… Parece que Alf y John formaban parte de
una transmisión de mala paternidad que ninguno se decidía a romper.
La psique de Lennon se encontraba progresivamente deteriorada. Comía sin
medida, se drogaba y bebía sin medida, mantenía relaciones sexuales con toda mujer que
podía y permanecía ausente de su hogar. «Estaba gordo y deprimido y suplicaba que me
ayudasen», confesó John al repensar esa etapa (NORMAN, 2008, 386).
En un encuentro de Lennon con el periodista Kenneth Allsop en la primavera de
1964, el reportero le confesó que las composiciones de los Beatles le parecían pueriles.
Sugirió al músico profundizar en creaciones que fueran más auténticas y expresaran su
subjetividad. Lennon ya mostraba en ese entonces un hondo malestar y esa exhortación
catalizó el cambio que estaba buscando. La consecuencia fue una amarga canción que se
encuentra en el álbum Beatles For Sale, de 1964. Esa canción es I’m A Loser (LENNON y
MCCARTNEY, 1964) y en ella desvela cuál es su sentir real en medio del huracán cultural
que estaban protagonizando. «Comencé a ser yo en las canciones» (WENNER, 1971b),
declaró tiempo más tarde. Creada por Lennon, la canción dice:

«Soy un perdedor,
soy un perdedor,
no soy lo que aparento ser…
Entre todo el amor que he conseguido y he perdido,
hay un amor que nunca debería haber alcanzado...
Soy un perdedor,
perdí a alguien cercano a mí.
Soy un perdedor,
no soy lo que aparento ser.

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Aunque río y actúo como un clown,
bajo esta máscara llevo el ceño fruncido,
mis lágrimas caen como lluvia del cielo.
¿Lloro por ella o por mí?».

I’m A Loser supuso un salto cualitativo en el mensaje de los Beatles y habría de


reforzarse con la canción Help (LENNON y MCCARTNEY, 1965a). De hecho, Lennon creía
erróneamente que la canción I’m A Loser había sido compuesta para la película Help
(LESTER, 1965), aunque fue compuesta muchos meses antes. Pero, efectivamente, es la
antesala a la angustia de Help.
Lennon dijo que I’m A Loser era una canción «muy personal» (TURNER, 1994, 94).
En ella se quita la máscara de beatle para mostrar su mueca de niño herido, cuya
angustia era cada vez menos capaz de disimular bajo el papel de beatle descarado y
desenfadado que desempeñaba. Reconoce que la fama le había metido en un bosque de
amoríos pero que había un amor fundamental que le pesaba.
Quizás es su matrimonio con Cynthia el que le pesaba y también es posible que esté
sintiendo el amor perdido a su madre, su padre o su tía Mimi. Más adelante otro verso
nos revela que es el amor perdido de alguien muy próximo, sin duda su madre, Julia. Lo
que afirma es que nunca tenía que haberla amado. Es ese error el que le hace sentir tanto
dolor por su abandono y su dramática pérdida definitiva atropellada cerca de su casa.
Eso le lastra tanto la vida que le lleva a reconocerse como fundamentalmente un
perdedor.
John ya no es aquel niño de Misery que no sabe llorar, sino que, bajo la máscara de
hierro de la fama, sus lágrimas se derraman como la dura lluvia de Liverpool y tiene sus
cejas fruncidas con un gran enfado. Una pregunta final hace esa angustia incluso más
penetrante: ¿llora por sus padres perdidos o llora de lástima por sí mismo? Del centro de
su vida surgía una profunda llamada de socorro.
Lennon hubiera querido que la canción Help sonara mucho más desgarrada, acorde
con el poema que le da letra. Sin embargo, la estética beatle obligaba a presentarla
mucho más edulcorada. Help transforma el fracaso de I’m A Loser en lo que Iñigo L.
Palacios denominó «un luminoso grito de auxilio» (LÓPEZ, 2013). Lennon la consideraba
una de sus «canciones verdaderas» y al recordarla reconoce que «me di cuenta de que
realmente estaba pidiendo ayuda a gritos».

31
En medio de lo que parecía una imparable ola de movilización mundial, su
protagonista expresaba un dolor primordial que estaba muy lejos de las pretensiones de
aquel cambio cultural. Su dolor remitía a algo mucho más fundamental en cualquier ser
humano a lo largo de la historia: la herida causada por haber sido abandonado por sus
padres.
Su herida se agrandaba al examinar cómo estaba comportándose él mismo como
padre de Julian. Sentía que lo estaba haciendo todo mal, tenía fuertes sentimientos de
culpabilidad y a la vez una pulsión por relacionarse más con su hijo y construir una
relación amorosa con él. Queda de manifiesto en una memorable carta. En agosto de
1965, la banda interrumpió su gira estadounidense para tomarse un descanso en
Hollywood, desde donde John escribió a Cynthia [4] . John le cuenta sus sentimientos
respecto a Julian: «Lo echo mucho de menos como persona ahora, ya sabes lo que quiero
decir, ya no es sólo “el bebé” o “mi bebé” sino que verdaderamente forma parte de mí
ahora. Julian lo es todo para mí y me muero de ganas por verlo. Lo echo de menos
mucho más de lo que lo había echado de menos nunca antes. Creo que sentirme como
¡un auténtico padre! ha sido un proceso lento… Me paso horas en los camerinos y sitios
así pensando en todo el tiempo que he desperdiciado no estando con él, jugando con él,
¿sabes? No dejo de pensar en todas las estúpidas veces que seguía leyendo los malditos
periódicos y otras mierdas mientras él estaba en la habitación conmigo y he llegado a la
conclusión de que ¡HE HECHO TODO MAL! Él no me conoce lo suficiente y quiero
que me conozca de verdad y me AME, y me eche tanto de menos como yo os echo de
menos a los dos. Voy a dejarlo aquí porque me estoy deprimiendo pensando en el
desconsiderado hijo de puta [bastardo] que he sido… Tengo muchas ganas de llorar, es
estúpido, y me estoy ahogando mientras escribo… Te quiero mucho», termina la carta
(LENNON, 2002, 89; Cynthia LENNON, 2002, 59).
Tenía un hijo, pero sentía que vivía como si no lo tuviera. John se sentía
desconectado de sus seres más queridos y triunfando en un mundo por el que circulaba
sin tener lugar. Lennon se encontraba no solamente perdido en el mundo sino como una
persona sin lugar y sin nadie. En la célebre canción Nowhere Man (LENNON y
MCCARTNEY, 1965b) –del álbum Rubber Soul (The Beatles, 1965)– Lennon pierde el
suelo bajo sus pies. Compuesta principalmente por él, expresa no solamente la sensación
de enajenamiento por la vorágine que sufría en ese momento, sino que tenía un
significado de mayor calado: haber sido abandonado por sus padres le robó el lugar

32
primordial de cualquier ser humano, su familia. Ese destierro primario permanecía más
de veinte años después:

«Es realmente un hombre de ningunaparte


sentado en su tierra de ningunaparte
haciendo todos sus planes de ningunaparte para nadie».

El éxito millonario permitió a los Lennon una vida de lujo y compraron la gran
mansión de Kenwood, rodeada de un extenso parque de su propiedad. Eso provocó que
estuvieran más confortables, pero a la vez llevó de nuevo a Cynthia a un aislamiento
dorado.
Que Lennon estuviese en casa no significaba que se relacionara con su mujer y su
hijo. «John llegaba de las giras exhausto y se pasaba los días siguientes durmiendo, lo
que significaba que tenía que mantener a Julian constantemente tranquilo y lejos de
nuestro dormitorio. Julian echaba de menos a su padre cuando estaba fuera y pintaba un
sinfín de dibujos de su padre. Así que, cuando llegaba a casa, Julian no podía aguantar
un minuto más sin verle».
A las dos de la tarde despertaban a John para llevarle una taza de té. Entonces
aprovechaban para que el niño, de dos años, viera su padre. «Julian, que había esperado
impacientemente toda la mañana para ver a su padre, entraba a todo correr y saltaba
sobre John en busca de abrazos y mimos». Cynthia muestra a un padre que cuando había
descansado buscaba intensamente el contacto con Julian.
«Normalmente pasaban varios días antes de que John volviera a la normalidad, pero
cuando lo hacía era como un tornado, queriendo saber todo lo que se había perdido y
jugando a peleas con Julian, que se convertía en su sombra». Revisaba la
correspondencia de los fans con Julian a su lado y cuando se cansaba se iba a dar un
paseo con su hijo al jardín: «cojamos algunas flores para mamá», le decía, y
desaparecían durante un par de horas los dos juntos (Cynthia LENNON, 2005, 161).
No obstante, John no se dedicaba suficientemente al niño. En esos momentos
carecía de la disposición ni ánimo para ejercer como padre. «A John le encantaba estar
con su hijo, pero en cortos periodos. Su humor podía ser impredecible y a veces era
intolerante e impaciente con Julian». Tanto Cynthia como Julian aprendieron a
mantenerse lejos de John cuando estaba irascible.

33
Cynthia Lennon señala al consumo compulsivo de LSD como la fuente que
desgració su matrimonio. En una cena a la que acudieron en casa de un conocido, el
anfitrión les suministró LSD a todos en sus bebidas sin que nadie lo hubiera sospechado.
Mientras que a Cynthia le horrorizó la experiencia, Lennon se enganchó a su consumo
habitual. Para Cynthia, que le conocía desde su primera juventud, las drogas eran «una
forma de erradicar el dolor de su infancia», aunque ella había creído que ya «el éxito
había cumplido esa función», le había compensado por todo aquello (Cynthia LENNON,
2005, 181).
John no se limitó a consumir en eventos externos, sino que convirtió su hogar en un
lugar peligroso para su mujer y su hijo. Junto con colegas y gente desconocida,
organizaba en su mansión viajes de LSD en el curso de los cuales la gente deambulaba
por toda la casa. «Pronto comenzó a traer a casa un surtido grupo de desgreñados a los
que conocía a través de las drogas. Después de una noche de juerga, se sentaba con
cualquiera que hubiera encontrado durante la noche, tanto si los conocía como si no.
Todos estaban colocados y ensuciaban nuestra casa durante horas, a veces durante días.
Vagaban por ahí, con la mirada vidriosa, tirados en los sofás, camas y el suelo, luego
comían cualquier cosa que pudieran encontrar en la cocina… Nuestra casa estaba siendo
invadida por gente que ni me gustaba ni quería conocer. Tuve miedo por Julian y por mí.
No quería escuchar música alta durante toda la noche o cruzarme con cuerpos medio
inconscientes cuando llevaba a mi hijo al piso de abajo para desayunar. Pero cualquier
esfuerzo que hice para poner fin a aquello se encontró con un muro de ladrillos»
(Cynthia LENNON, 2005, 171-172). «Aunque Julian y yo le importábamos, su adicción a
las drogas le mantenía apartado de nosotros» (Cynthia LENNON, 2005, 181-182).
Para John la solución a la distancia creada con Cynthia era que ella se uniese a sus
viajes con LSD. «Hizo todo lo que pudo para convencerme de tomar LSD otra vez... “No
dejaría que nada malo te sucediera… Podría unirnos más aún”, me rogó… Al final
accedí». Pero la experiencia fue desastrosa e incluso se encontró al borde del suicidio
asomada a una de las ventanas altas superiores de la mansión. Cynthia decidió poner un
límite de seguridad entre John y ella «por mi hijo», y contempló por primera vez la
posibilidad de la separación (Cynthia LENNON, 2005, 172-173).
Dejar las giras en 1966 supuso una gran liberación de la presión a que estaban todos
sometidos. Ya antes de la última y polémica gira en Estados Unidos en verano, John se
sinceró con Cynthia y le manifestó su propósito de dejar las drogas, «volver a casa y

34
convertirse en un padre adecuado para Julian, además de dedicar más tiempo para
nosotros como pareja» (Cynthia LENNON, 2005, 176).
Quizás la progresiva desorientación, desarraigo y desubicación de Lennon le
condujo a la nostalgia de los lugares pintorescos de su infancia. Se convirtió en el modo
de obtener una colección de sitios a los que poder llamar «su lugar». Esos
emplazamientos comienzan a aparecer en canciones como In My Life (LENNON y
MCCARTNEY, 1965), del mismo año y disco que Nowhere Man, Rubber Soul (The
Beatles, 1965). Entre esas referencias, en 1966 va a revelar cuál era el centro geográfico
y emocional de su infancia: el famoso caserón Strawberry Field.
Strawberry Fields (LENNON y MCCARTNEY, 1967a) fue compuesta en España, en
otoño de 1966, mientras Lennon rodaba en Almería la película Cómo gané la guerra
(LESTER, 1967). Como es conocido, el título de la canción era el nombre de un orfanato
de Liverpool. El Ejército de Salvación lo inauguró en julio de 1936, ocupando un viejo
edificio de estilo neogótico, construido en el siglo XIX. Habilitado para más de 40
huérfanos, la finca contaba además con un pequeño bosque al que Lennon solía ir de
niño, al estar cercano a su casa. Al comienzo acudió a Strawberry acompañado por su tía
Mimi para apoyar la labor del orfanato, pero de adolescente volvía con frecuencia allí de
forma furtiva, seguido por su pandilla.
De niño, cuando visitaba el orfanato con su tía Mimi, John sentía que él era tan
huérfano como las niñas de uniforme de rayas azules y blancas que vivían en aquella
mansión (GOLDMAN, 1988). En una carta de octubre/noviembre de 1975 a su prima Liela
(«Leila») Harvey, John confiesa que sabía que cuando era niño toda la familia «me veía
como un “niño problemático” o como una especie de “huérfano”. PERO PARA MÍ…
¡SIEMPRE SERÉ YO!» (LENNON, 2002, 287). John sabía que también su propio padre,
de los 9 a los 16 años vivió en un orfanato de Liverpool cuando su padre murió y su
madre no pudo mantenerlo. La de los Lennon es una cadena de orfandades involuntarias
o provocadas que tampoco John podría cortar.
El orfanato Strawberry Fields [5] se convirtió en el imaginario de Lennon en la
principal referencia de su Liverpool natal, igual que para Paul lo fue Penny Lane [6]
(LENNON y MCCARTNEY, 1967b), que, muy significativamente, era la canción de la otra
cara del single en que fue publicada la canción. Ambas fueron presentadas como doble
cara A: ambas canciones eran igual de importantes. Era un retrato del Liverpool de la
infancia en dos postales, las de un cruce de calles y un orfanato.

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Strawberry Fields era una mansión en la que Lennon accedía a su secreto mundo
real: el de huérfano abandonado por sus padres. Allí se quitaba la máscara y, como en la
canción I’m A Loser, podía mostrar sus lágrimas y ceño fruncido. «Vivir es fácil con los
ojos cerrados / no comprendes todo lo que ves», dice la canción. En el caserón se funde
el hogar que nunca tuvo Lennon con el mundo interior en que se refugió y que en su
memoria tomaba a la forma de la Wonderland –el País de las Maravillas– en que se
perdía la Alicia del diácono y escritor Lewis Carroll (1865). Lennon se refugiaba en la
literatura de su infancia –Alicia o Daniel el travieso (KETCHAM, 1951-1962)–, a la vez
que en objetos de apego como, macabramente, el famoso orfanato.
Dentro de sus respectivas wonderlands, tanto John como Alicia estaban sin padres.
Era su mundo particular en donde los padres no solamente estaban ausentes, sino que
parecían innecesarios. John podía ser libremente un niño sin padres, lo cual le mitigaba
el dolor del abandono y la muerte. Los personajes estrambóticos de Carroll y el lenguaje
del absurdo creaban un mundo críptico en el que Lennon podía expresarse sin temor y
hablar de aquello que retorcía su alma. Como las pastillas que tomó Alicia, el LSD y
todo el resto de drogas que tragó Lennon fueron su pasaporte a un pasado al que
obsesivamente tenía que retornar.
John prometió a su hijo Sean que algún día le llevaría a conocer Strawberry Fields.
Lamentablemente no pudo cumplir su promesa y cuando en 1984 Yoko Ono llevó a Sean
a la famosa residencia del Ejército de Salvación, el hijo de Lennon llegaba también
como un huérfano.

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John se reconcilia con su padre y abandona a su hijo (1967 y 1968)
El verano de 1967, el manager de los Beatles, Brian Epstein, se suicidó con 32 años. El
suicidio de Epstein por una ingestión masiva de drogas produjo una dramática impresión
en un John Lennon que estaba desbordado por el consumo de LSD. Epstein había jugado
para John un cierto papel paternal en su última etapa de juventud. Dicha pérdida quizás
le impulsó a dar otra oportunidad a su padre y olvidar sus últimas decepciones con él.
John había recibido poco antes una reveladora carta de su tío Charlie Lennon, con
quien había vivido ocho meses durante el segundo embarazo de su madre, aquel en el
que dio a luz una niña que Julia dio en adopción a una familia noruega. Hacía más de
veinte años que John no tenía comunicación con su tío, pero guardaba de él una imagen
de hombre serio y riguroso, muy distinta a su ligero hermano Alf. Charlie se había
indignado ante las noticias falsas oídas sobre la relación entre su hermano y su sobrino.
Se decidió a contarle a su sobrino la verdad. Le reveló la conducta errática e infiel de
Julia, el gran poder que asumió su familia materna y cómo Alf se resignó a ser echado de
escena. No disculpaba a su padre, pero John comprendió a fondo el drama del que había
sido involuntario protagonista.
Alf había tratado de verle en otra ocasión. Se presentó en su lujosa mansión, pero
solamente estaban Cynthia y Julian, que nunca le habían visto. Le invitaron a pasar y
congeniaron. Cynthia incluso le cortó el pelo para poder estar más presentable cuando
llegara John. Pero, advertido de su presencia, John no se presentó y Alf desistió. La
siguiente ocasión en que intentó hacer lo mismo, los porteros no le permitieron ni
siquiera entrar.
Pero las circunstancias habían cambiado porque John le otorgó mucha credibilidad
a su tío Charlie, quien además no tenía ningún interés más que ofrecer su testimonio y
nunca lo hizo público. Escribió una carta a su padre que no sabía bien cómo encabezar ni
cómo llamarle: «Querido Alf Fred Papá Pater, lo que sea…». Ni tampoco sabe cómo
llamarse a sí mismo ante él: «Adivina quién» escribió en el remite. John le invitaba a
reencontrarse en mejores condiciones de cómo lo habían hecho durante el rodaje de A
hard day’s night. En el mensaje advertía también de que no hubiera ninguna información
a la prensa. John le hizo llegar la carta a su padre, acompañada de otro sobre que

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contenía una notable cantidad de dinero para un hombre que seguía trabajando de
lavaplatos.
John convocó a Alf a su mansión familiar. Cuando llegó, su padre tuvo que
esperarle mucho tiempo. John fue muy desconsiderado y llegó muy tarde del estudio. Sin
embargo, al ver a su padre John lo envolvió en un abrazo, le llamó abiertamente «papá»
y le pidió que se quedase a vivir con la familia, que de ahora en adelante volvía a ser la
suya. «Padre e hijo consiguieron por fin charlar con el corazón en la mano y Freddie le
reiteró que él no había querido desaparecer de la vida de John en 1946. Por fin tuvo la
sensación de que su hijo le creía» (NORMAN, 2008, 495). Asombrosamente, Alf se mudó
a casa de su hijo.
Pero la vida en la mansión de los Lennon en Kenwood no iba resultar grata para
Alf. Primero, porque John apenas estaba en casa. Segundo, porque Julian estaba en el
colegio y pese a que en ese tiempo pudo ejercer de abuelo, no era suficiente vida social
para él. Sospechó que quizás le querían tener allí encerrado y aislado de la prensa para
que no ocasionara más problemas. Pero además había otra razón: Alf había iniciado una
relación sentimental con una chica de 19 años, edad bien distante de sus 55 años.
Cargado con esas razones, pidió a su hijo que tuviera el favor de proporcionarle otra
vivienda no lejos de Kenwood para poder visitar con frecuencia a la familia recuperada.
A John le decepcionó la ingratitud de su padre, pero accedió a hacerlo: le puso un piso y
le asignó una mensualidad para sus gastos. La generosidad de John Lennon era bien
conocida por toda su familia. John no solamente reaccionó con tolerancia a la nueva
relación de su padre, sino que le ofreció a la joven novia ser la cuidadora de su hijo
Julian. Todo quedaba en familia… pero por poco tiempo.
El año 1967 acabó con el estreno de la película Magical Mystery Tour, gala a la que
John Lennon acudió rodeado de su familia, incluido su padre, Alf. A continuación de la
proyección hubo una fiesta de disfraces organizada por los Beatles. John fue vestido
como solía ir de jovencito, de Teddy Boy. Su padre eligió un disfraz muy significativo y
asombrosamente sarcástico: el del basurero Alfred Doolittle, el mal padre que abandonó
a la joven florista Eliza Doolittle en el musical My Fair Lady (LERNER y LOEWE, 1956).
Como su hijo, Alf tenía un sentido sin complejos del espectáculo.
Tras la fiesta, mientras regresaba a casa toda la familia junta en el Rolls Royce
psicodélico de los Lennon, «John se quedó dormido y la cabeza se le cayó sobre el
regazo de Freddie, que se puso a acariciarle el pelo. Durante unos pocos minutos fue

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como si los años, con su carga de culpa y reproches, se hubieran borrado» (NORMAN,
2008, 510). John acabó comprándole tiempo después a su padre una casa en Brighton,
donde vivió casado con la joven Pauline.
El año siguiente, 1968, fue el fin del matrimonio formado por John y Cynthia.
Según su biógrafo Philip Norman, nadie de su entorno lo consideraba viable salvo la
propia Cynthia. En medio del abandono e inseguridad en que se encontraban ella y su
hijo, John protagonizaba algunos instantes que le daban esperanzas de poder reconducir
su relación. Ella cuenta cómo le prometía que aún la amaba y siempre la amaría (Cynthia
LENNON, 2005, 194).
Sin embargo, Lennon sostuvo años después que la relación con Cynthia ya estaba
sentenciada desde varios años atrás. Según las palabras propias de Lennon, el
matrimonio con Cynthia «había terminado mucho antes de que llegaran el LSD o Yoko
Ono» (LENNON, 2002, 305).
Cynthia atribuyó el fracaso de su matrimonio y de la paternidad de John a la honda
herida familiar que sufrió de niño. «Lo que yo no había advertido sobre John era que su
actitud frente al matrimonio y la familia era muy diferente a la mía. Él casi no había
visto a sus padres juntos, a los cinco años había sido abandonado por su padre y, en
cierta forma, también por su madre. Su propio padre había pasado lo mismo. Dada la
pasmosa frecuencia con que repetimos los patrones de nuestros padres, quizá habría
debido estar más preparada frente al hecho de que John me abandonaría a mí y a su hijo
de cinco años» (Cynthia LENNON, 2005, 195).
En 1968, tras el extraordinario éxito de Sgt. Pepper y el parcial fracaso del Magical
Mistery Tour, el trabajo artístico de Los Beatles se ralentizó. John tuvo más tiempo y
tranquilidad para volver la vista hacia su vida y descubrió a una mujer que le daría un
giro radical a su vida, la artista japonesa Yoko Ono.
En una entrevista años después, Ono y Lennon proporcionaron una descripción de
las actitudes de John en ese momento en que se conocieron. «Cuando conocí a John, las
mujeres eran para él básicamente gente que le rodeaba para servirlo», critica Yoko. John
lo reconoce en la misma entrevista: «Yo era un cerdo. Y es un alivio haber dejado de ser
un cerdo… Yo era cruel con mis mujeres. Y físicamente… con cualquier mujer.
Golpeaba. No podía expresarme y entonces golpeaba. Peleaba con los hombres y
golpeaba a las mujeres. Es por eso que siempre estoy hablando de paz. Soy un hombre
violento que aprendió a no serlo y que se arrepiente de su violencia. Tendré que crecer

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mucho más aún antes de poder admitir en público cómo trataba a las mujeres…» (SHEFF,
1981).
La separación entre Cynthia y John fue conflictiva. Cuando se fue definitivamente
de casa, se despidió de Julian con un mero «adiós» dicho desde la distancia. Su
comportamiento era errático porque, en cambio, John trató de quedarse con la custodia
de Julian. Tuvo que resignarse a un estricto régimen de visitas que estableció un tribunal.
En la relación con Julian desde su nacimiento había sido demasiado desatento y distante,
no había establecido una conexión paternal con su hijo.
Cynthia y Julian se quedaron solos. Casi todo el entorno de Lennon les volvió la
espalda. Sin embargo, hubo un apoyo que pasó a la historia. Al enterarse de la
separación, Paul McCartney fue a visitarla, con una rosa roja en la mano, que le entregó
con cariño. «Lo siento Cyn, no sé lo que ha pasado. Esto no está bien», fueron las
palabras de Paul. El viejo compañero de John le confesó a Cynthia las dificultades
progresivas que se estaba encontrando en su propia relación con él. Las rupturas de John
eran una gran bola de nieve.
Mientras Paul regresaba a Londres, pensó el esbozo de una canción para Julian que
se convertiría en la célebre Hey, Jude (LENNON y MCCARTNEY, 1968a). Julian Lennon
explicó posteriormente el tipo de conexión personal que tenía con el compañero de su
padre, y que justifica la canción: «Paul y yo solíamos pasar bastante tiempo juntos, más
de lo que hacía con papá. Tal vez Paul estaba más por los niños en esa época. Hicimos
una gran amistad y parece que hay muchas más fotografías de Paul y yo jugando a esa
edad que de papá conmigo» (TURNER, 1994, 225).
Sin embargo, no era el único que había creado una canción para Julian. También el
mismo año, pero pocos meses antes, la nana Good Night (LENNON y MCCARTNEY, 1968c)
fue compuesta por Lennon para su hijo Julian. Sin embargo, un signo de la desconexión
entre padre e hijo es que Julian no supo hasta los años 90 que esa canción estaba
dedicada a él. Eso expresa la profundidad de la ruptura que hubo con su padre. Y es que
a las pocas semanas de publicarse la canción John se separó de Cynthia. Cuando en el
disco sonaba «ahora es tiempo de decir buenas noches… Ahora el sol declina en su luz»,
en realidad era un adiós mucho más largo y radical.
La relación de John con Julian se vio muy dañada. Las declaraciones de John sobre
su hijo no ayudaron y siguieron siendo duras hasta el final de su vida. En una de las
últimas que concedió antes de su muerte, dio muestras de la desvinculación que sentía

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con Julian. En la entrevista con el periodista David Sheff reconoció que la suya con
Julian «no es la mejor de las relaciones entre padre e hijo, pero hay una relación». En ese
momento Julian Lennon ya tenía 17 años. John confesó:
«No voy a mentirle a Julian. El 90% de la gente de este planeta, en especial en
Occidente, es hijo de una botella de whisky y de un sábado por la noche y nunca hubo
una intención de tener ese hijo. Julian está dentro de esa mayoría. Como yo y como
todos. Julian no fue un hijo deseado y ahí reside la diferencia con Sean. No quiero menos
a Julian por eso. Sigue siendo mi hijo, aunque haya partido de una botella de whishy o
porque entonces no existiera la píldora. Está aquí, es mi hijo y siempre lo será» (SHEFF,
1981).
Ese mensaje no solamente mostraba a Julian que había sido un hijo no deseado –
como el propio John según él mismo recuerda en la misma entrevista– sino que añade
cierta denigración. El impacto en Julian fue profundo y duradero, según recuerda el
propio hijo. «Se dijeron cosas muy negativas de mí, como cuando [mi padre] dijo que yo
había salido de una botella de whisky un sábado por la noche. Cosas así. Es complicado
lidiar con eso. Piensa, ¿dónde está el amor ahí? Fue muy dañino psicológicamente y me
afectó bastante durante años. Yo solía pensar: ¿cómo puede decir eso de mí, su propio
hijo?» (citado en TURNER, 1994, 224).
Julian sufrió un envenenado trauma que arrastró durante años al sentirse denigrado
por su padre, abandonado, intimidado e insignificante. Aun así, a pesar de tanto dolor,
Julian buscaba su amor. «Crecer como hijo de John Lennon no ha sido un camino de
rosas. Papá fue un gran talento, un hombre extraordinario que luchó por la paz y el amor
en el mundo; pero, al mismo tiempo, le fue muy difícil mostrar cualquier signo de paz o
amor a su primera familia: mi madre y yo… Mientras papá se convirtió rápidamente en
unos de los músicos más ricos, mamá y yo teníamos muy poco… Después de que yo
cumpliera cinco años, tras la separación de mis padres, sólo lo vi unas cuantas veces, y
cuando lo hice, siempre se mostró distante e intimidante. Crecí anhelando un contacto
mayor con él, pero me sentí rechazado e insignificante en su vida» (Julian LENNON, 2005,
11-12).
No obstante, «para mí, él no era un músico o un icono de la paz, él era el padre que
amaba, aunque me defraudara en muchos sentidos (Julian LENNON, 2005, 11-12). Julian
piensa que su padre era un hipócrita: «Papá fue un hipócrita. Podía hablar sobre paz y
amor en el mundo, pero nunca pudo mostrarlo a su mujer y su hijo» (GRICE, 1998).

41
John se mostraba extremadamente contradictorio, quizás por el mal psíquico que
padecía, el consumo de drogas, los vaivenes que estaba sufriendo su vida y la pérdida de
sentido de la realidad debido al éxito, el poder y al dinero. Por un lado, amaba y quería
tener a Julian, pero por otro lado daba muestras de irresponsabilidad, desconexión e
incluso desprecio. Cynthia tenía la seguridad de que «John amaba a Julian, pero nunca la
mostró a su hijo mayor el afecto que tanto necesitaba» (Cynthia LENNON, 2005, 238).

42
CAPÍTULO 2:
La revolución paterna de Lennon

Es difícil determinar cuál fue la razón para el giro que dio la vida de John Lennon en
1970. Por un lado, su modelo de carrera musical se había colapsado. La competencia con
Paul McCartney por el liderazgo de los Beatles y los problemas financieros del negocio
de Apple, son parte de un desencanto más profundo. Le condujo a romper no solamente
con los Beatles, sino que fue una ruptura con su juventud.
Por otro lado, el consumo de drogas se fue agudizando. Las sustancias eran cada
vez más peligrosas y el propio entorno de drogadicción se hizo insostenible, frecuentado
por extraños que invadían su propio hogar. Pero el año 1970 no sería el fin de su
toxicomanía, sino que, por el contrario, entraría en una etapa todavía peor, bañada en
heroína.
La relación con Cynthia también llegó a ser insostenible. Entre ambos no existía
una relación amorosa y había una desconexión cultural muy profunda. Lennon estaba en
otro mundo al que pensaba que Cynthia no pertenecía; no creía que pudiera
comprenderle. Tanto el mundo exterior como el mundo interior de John estaban fuera del
alcance de su mujer. Respecto a su hijo Julian tenía comportamientos muy
contradictorios. Por un lado, lo ignoraba y lo ponía en peligro. Por otro lado, se sentía
culpable por no vivir un amor intenso por él ni prestarle atención.
Pero la razón más honda está en la deriva psicológica de John, causada por la herida
de orfandad que cada vez sangraba más en su interior. El ansia le había llevado al
consumo de drogas, al sexo compulsivo, al maltrato físico y sexual a las mujeres y al
maltrato psicológico de su propia familia. La herida estaba abierta en lo más profundo de
su primera infancia, pero cada vez se ensanchaba más. Las referencias a ella en su obra
fueron haciéndose más frecuentes y sentía insatisfacción porque los estándares de la
industria musical le impedían darles mayor centralidad. Canciones desgarradas, como
Help, acababan perdiendo su naturaleza en el proceso comercial de producción.

43
Yoko Ono fue el catalizador del cambio. Por un lado, Yoko es una artista
culturalmente tan avanzada como Lennon y en su disciplina plástica mucho más. Es
alguien que puede entenderle. Por otra parte, se encuentra una mujer que no cede ante
sus pretensiones, sino que las reglas de la relación las establece ella en todo momento.
Somete a John y lo hace no solamente con una autoridad de amante sino con autoridad
materna. Yoko es consciente de que John es tiránico y predatorio en su consumo sexual
y él le concedió el poder para ponerle límites.
Yoko es amante y es madre simbólica de John a la vez. En la canción Julia, que
John dedica a su madre, fusiona las figuras de su madre y Yoko; les da el mismo
nombre. Un par de años después, Yoko echará a John de casa durante casi año y medio:
no solamente le obliga a una separación, sino que le impondrá quién es la amante que
tendrá durante ese largo periodo. Yoko reemplaza a su vieja banda de amigos, se
convierte en su mundo.
¿Fue el amor el que cambió a John? Así lo expresaría él. Para John, fue el amor por
Yoko lo que le cambió toda su vida. Pero fue un amor que le hizo regresar a su infancia
con firme mano maternal y le hizo reconstruir su vida desde el comienzo. Yoko apoyó
que John recuperara la relación con su primer hijo, Julian, aunque con ambigüedades. El
propio Julian estaba tan herido que, como su padre John, incluso en su madurez no deja
de sangrar dolor.
Aunque Yoko es un personaje enigmático y no es fácil hacer una valoración, fue
quien guio a John en una transformación profunda que, por fin, llevó algo de paz a su
interior. Tanta paz que le llevó a ser un líder de la paz mundial. Y, sobre todo, le llevó a
lo que él consideraba su mayor revolución: por fin romper la cadena de paternidades
fracasadas a la que estaba atada su vida, y comenzar a ser un buen padre.

44
Retorno a la infancia primal (1970)
La vida de John dio un giro que le hizo desprenderse de su familia y de los Beatles. John
y Yoko se casaron y él encontró un nuevo entusiasmo para su vida. Tras unos meses sin
contacto alguno con su hijo, decidió hacer uso de su derecho de visita. Pero resultó un
desastre. Primero se llevó al niño a las Tierras Altas escocesas sin consentimiento de la
madre. Segundo, John decidió hacerlo conduciendo él mismo, cuando carecía de las
mínimas capacidades para ello. El resultado fue un aparatoso accidente por el cual John
recibió 17 puntos en la cara, Yoko 14 y la hija de Yoko –Kyoko– recibió 4 puntos.
Asombrosamente, Julian resultó ileso.
Cynthia se dirigió inmediatamente al lugar donde estaban convalecientes. John se
negó a hablar con su exmujer cuando ella fue a recuperar a su hijo. Otra fuente de
preocupación para la madre de Julian fue el progresivo consumo de heroína en el que se
metieron John y Yoko, que les causó un extremo estrago físico. Con bastante razón,
Cynthia tenía miedo de dejar a Julian –de 7 años– con John y su nueva mujer.
En la primavera de 1970, un amigo regaló a John el libro El grito primal, que
acababa de publicar el psicoterapeuta californiano Arthur Janov (1924-2017). El grito
primal (JANOV, 1970) afirmaba que los daños causados por las relaciones tempranas y
primarias con nuestros padres provocan trastornos duraderos que se agravan conforme
pasan los años. Gran parte del malestar de los adultos tienen su raíz en esa herida primal.
John enseguida reconoció que había una herida que vaciaba y le sangraba su vida,
localizada en su más tierna infancia, cuando sus padres le abandonaron con cinco años.
La terapia de Janov proponía que el paciente retornara al mismo momento de su
nacimiento, cuando salía del útero materno para renacer de la aceptación, perdón y el
amor a sus padres. Para ello ponía al paciente en la situación de dolor del parto, en los
gritos de parto. Tras esa ascesis, el sujeto resurgía. El artista se refirió a ese proceso
como «el último viaje» (LENNON, 2002, 178). Lennon concertó un encuentro con el
doctor Janov, al que invitó a acudir a su nueva residencia inglesa de Tittenhurst Park.
Al diagnosticar a John Lennon, Janov dice que se había encontrado el mayor dolor
que nunca hubiera conocido. John Lennon «resultaba casi completamente disfuncional.
No podía salir de casa, apenas podía salir de su habitación. No tenía defensas, estaba
descompensándose, desmoronándose, no era más que una gran pelota de dolor. En el

45
centro mismo de toda aquella fama, aquella riqueza y aquella adulación, no había nada
más que un niño que se sentía solo», declaró el psicoterapeuta (citado en NORMAN, 2008,
617). Janov declaró que el LSD había causado un daño extremo a la salud psicológica y
física de Lennon (THE JANOV PRIMAL CENTER, 2017).
Lennon describió en sus propias palabras el proceso psicoterapéutico que vivió. «Lo
que hace Janov es que sientas el dolor que se ha acumulado en tu interior desde la
infancia. Durante la terapia sientes realmente cada uno de los momentos dolorosos de tu
vida, es espantoso… No hay forma de describirlo… Lo que realmente haces es llorar…
Te conecta con el niño que eras» (citado por NORMAN, 2008, 617-618).
Janov señaló que la canción Mother de Lennon (1970) ponía de manifiesto el origen
del dolor que había herido y colapsado su vida (HOPKINS, 1971). Efectivamente, es la
canción en la que habla con mayor profundidad del trauma que fracturó su interior de
niño. Eso le produjo una visión del mundo dominada por el dolor. Creía que el mundo es
principalmente una realidad de sufrimiento. John sostenía: «el dolor es el dolor a través
del que vamos todo el tiempo. Nacemos en dolor. Dolor es lo que somos la mayor parte
del tiempo» (WENNER, 1971a).
Lennon realizó la terapia con Janov. Aunque no la culminó, le proporcionó una
honda comprensión de sí mismo y le abrió a una nueva concepción de la paternidad. En
el proceso se enfrentó a las figuras paterna y materna que le habían creado tanto daño.
John dijo: «Siento que he hecho el viaje de Simbad y he luchado contra todos los
monstruos» (HAMILL, 1975). Ahora volvía al menos parcialmente victorioso y con una
visión renovada de sí mismo y de lo que significaba para otros, especialmente como
padre. La terapia primal no solamente le puso de otra forma frente a sus padres perdidos,
sino que abrió en él un anhelo por intentar ser padre otra vez y de forma muy distinta a
lo que vivió la primera vez.

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John regresa a la vida de su padre y de su hijo Julian (1970)
John y Yoko perdieron un primer hijo en un aborto que atribuyeron a su consumo de
heroína. Cuando Yoko se quedó embarazada por segunda vez, llevaban meses sin
consumir y habían superado el síndrome de abstinencia. No obstante, ambos hacían un
uso constante de metadona. El primero de agosto de 1970 Yoko rompió aguas y en el
traslado al hospital John mostró una preocupación propia de un padre, bien lejos de
aquel primer parto al que tardó tres días en llegar tras nacer su hijo. La ambulancia
traqueteaba tanto por las calles de Nueva York que hizo detener el vehículo y llamó a su
chófer para que los llevara en su Rolls Royce. Yoko tenía un fuerte sangrado que
finalmente derivó en un segundo aborto.
En ese mismo periodo, Alf y su joven esposa, Pauline, tenían su primer hijo,
hermanastro de John, por el que no mostró interés. Sin embargo, hizo pensar a John,
pues Alf se volcó con su hijo como antes no había hecho con él. Pauline era quien
trabajaba y proporcionaba el salario al hogar. Alf se dedicó completamente al cuidado
del bebé y se encargó de todos los trabajos domésticos. John captó perfectamente el
cambio en su padre, pero eso no se tradujo en una reconciliación. Por el contrario, la
siguiente y última vez que se vieron, Alf llegaría a sentir que su hijo lo amenazaba de
muerte.
Efectivamente, la relación entre padre e hijo viviría un último episodio tormentoso
cuando Alf pidió el beneplácito de John para publicar su autobiografía. Alf y su esposa
fueron invitados a la mansión de su hijo en Tittenhurst Park, en la inglesa villa de Ascot,
el día del 30.º cumpleaños de John, 9 de octubre de 1970. La recepción fue muy distinta
a la que habían tenido tiempo atrás. En la entrada los porteros trataron a Alf como un
absoluto desconocido y los hicieron pasar a la cocina, donde tuvieron que esperar un
tiempo largo a que John bajase de su dormitorio a verlos.
Cuando por fin llegó, John dio muestras de un fuerte enajenamiento. Según su
padre, Alf, se le notaba «en la cara la tortura que se infligía a sí mismo y la voz se le fue
alzando hasta ser un grito… cuando admitió que estaba “jodidamente loco, demente” y
esperaba un pronto fallecimiento». John estaba furioso con sus padres, Alf y Julia,
«vilipendió a su madre muerta en términos irrepetibles y se refirió a la tía que le había
criado [Mimi] en términos igualmente injuriosos» (citado en NORMAN, 2008, 630).

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John –sigue contando su padre–, «entró en otra abominable explosión y me acusó
de usar a la prensa para obligarlo a ayudarme, y que si volvía a hacer aquello… me
llevarían mar adentro y me tirarían a “veinte… cincuenta… o quizás preferirías a un
centenar de millas de profundidad”». Alf sintió con miedo que su hijo le estaba
amenazando de muerte. Cuando a la semana siguiente John inició trámites para
desahuciarle de la vivienda que le había proporcionado, Alf puso por escrito todo lo que
había sucedido y ese mismo día le entregó la declaración a un abogado «para ser abierta
sólo si desaparezco o muero de muerte no natural» (en NORMAN, 2008, 631).
El conflicto terminó un tiempo después cuando los abogados de John pagaron a su
padre 500 libras a cambio de que abandonara la vivienda, no concediese nunca más
entrevistas a la prensa y retirase su declaración sobre la pelea de Tittenhurst –esto último
no lo hizo–. Tras dicho incidente en octubre de 1970, padre e hijo ya no se verían nunca
más. En 1974 John solicitaría a su padre a través de un abogado volver a contactar, pero
Alf tuvo miedo de su hijo y se negó a verle. En un último escrito dirigido a su hijo, Alf
confesó que ese último encuentro en Tittenhurst había sido traumático y que desde
entonces «me ha perseguido la imagen de ti gritando a tu padre» (NORMAN, 2008, 723).
A comienzos de 1971, la mansión de Tittenhurst fue testigo también de una relación
renovada entre John y su hijo Julian, a quien invitaba con mayor frecuencia para
compartir fines de semana. John jugaba con Julian y por primera vez John tuvo la
experiencia de conexión con su hijo. Sin embargo, Julian –ahora con 8 años– sentía que
las relaciones con su madrastra Yoko no eran buenas. John y Yoko tenían presente los
dos abortos que habían sufrido.
Además, la pareja echaba de menos a la hija de Yoko, que estaba en paradero
desconocido junto con su padre, quien tenía su custodia legal. A comienzos de 1971
tuvieron información que situaba al exmarido de Yoko con su hija Kyoko en la isla de
Mallorca. John y Yoko fletaron un avión privado y fueron a la escuela donde estudiaba
la niña, que en ese momento tenía 8 años. Sacaron a la niña y se la pretendían llevar
cuando la policía detuvo a la pareja y un juez les ingresó en el calabozo. El juez les
liberó con la promesa de que se personarían en el juzgado al siguiente mes para declarar,
acusados de intento de secuestro, pero la pareja nunca regresó. Las relaciones de los
Lennon con los hijos que habían tenido anteriormente fueron siempre muy conflictivas.
Lamentablemente, de los 9 a los 11 años de Julian, John no vio a su hijo y los
contactos se redujeron a dos llamadas telefónicas. Solamente le llegaban a Julian regalos

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de cumpleaños y por Navidad, sin ninguna tarjeta ni dedicatoria personal. «Para Julian
debió ser como si su padre hubiera desaparecido del planeta. Tenía ocho años cuando vio
a su padre por última vez. Después de eso, todo lo que supo de él, de su paradero y de lo
que hacía fue a través de recortes de periódico» (Cynthia LENNON, 2005, 225).
En otoño de 1972, Yoko Ono se separó de John y éste inició una relación con una
de las colaboradoras de su mujer, May Pang. La propia Yoko había elegido a esta
acompañante. Pang resultó una influencia muy beneficiosa para su amante. Esa relación
llevó a que John mejorara las relaciones con algunos de los seres queridos del pasado,
muy especialmente con Julian. Cynthia telefoneó a su exmarido y le propuso encontrarse
con su hijo tras esos años de desconexión. En 1973, John aceptó la visita de Julian a
Nueva York, quien –para disgusto de John– se presentó con su madre, Cynthia, ya que
necesitaba un acompañante para el viaje en avión. John pagó todos los gastos.
John fue a recibirlos a su llegada al aeropuerto, en un estado de gran excitación.
Julian «rompió el hielo, rodeándolo con sus brazos como si aquel lapso de tres años no
hubiera existido» (NORMAN, 2008, 695). «Julian estaba impaciente por ver a su padre,
pero también nervioso. Era un niño de once años, brillante, adorable y algo tímido.
Esperaba que John estuviera orgulloso de él. Sabía que después de tres años les iba a
costar ponerse al día y rezaba porque se llevaran bien» (Cynthia LENNON, 2005, 231).
La relación sentimental de John con May facilitaba mucho la relación entre los tres
y fue tan buena experiencia que John invitó a Julian a California, a donde había
trasladado su residencia habitual. John admitió que Cynthia los acompañara. Llevó a
Julian a Disneylandia, con tal éxito que repitieron otras dos veces más. John estaba tan
satisfecho de haber recuperado la relación que prometió a su hijo que se llamarían por
teléfono dos veces por semana. En noviembre de ese mismo año, 1973, John declaró a
Elliot Mintz que lo que cambiaría de su vida eran dos cosas: haber tenido una infancia
feliz y haber sido buen padre para Julian.
La visión de aquellas vacaciones desde la perspectiva de John expresaba un fuerte
malestar. En su opinión, Cynthia manipulaba a Julian contra él y Yoko, y conspiraba
para volver a conquistar a John. Cynthia estaba muy desorientada y pidió a Lennon que
se volvieran a casar aprovechando su temporal separación de Yoko. Incluso pidió a John
que tuvieran otro hijo para proporcionarle un hermano a Julian (LENNON, 2002, 305).
En una carta de mediados de 1975 a su prima Liela («Leila» Harvey), se refiere al
estado de su relación con su primer hijo:

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«Sobre Julian… Tengo suerte si lo veo/oigo. Ella [Cynthia] le permitió estar aquí un par de veces el año
pasado… pero insistió en venir ella también. Ya puedes imaginarte lo emocionante que fue… ella pensaba
que podría volver porque yo no estaba con Yoko. Ahora que volvemos a estar juntos, ella no deja que me
llame… cuando el año pasado lo hacía a menudo… una vez por semana… Nuestra relación es bastante
buena… él sabe dónde estoy y cómo es mi vida… piensa en mí demasiado en términos de “dinero”, etc., que
es lo que Cyn y su madre le han enseñado».

No obstante, en la misma carta, John se muestra muy confiado en la mejora futura


de la relación con Julian. «Vendrá corriendo derecho a mí cuando sea mayor… todos
corremos a algún lugar… así que puedo esperar» [7] .
John invitó de nuevo a su hijo a Nueva York por navidades. Esta vez ya viajó sin su
madre. La experiencia fue de nuevo muy positiva. Julian había comenzado a aprender
guitarra en el colegio así que John pasó tiempo con él enseñándole nuevos acordes y
tocando juntos.

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Buscando una nueva paternidad implicada
En primavera de 1974 Yoko volvió a admitir a John en el apartamento del edificio
Dakota y en febrero Yoko volvió a quedarse embarazada. Tras dos abortos posiblemente
provocados por la heroína y la metadona, Yoko tuvo aprensión y se planteó provocar ella
misma el tercer aborto. Puso la decisión en manos de John. Según Yoko, John insistió en
ser padres: «Vamos a tenerlo, vamos a tenerlo…», rogó a su mujer (NORMAN, 2008, 715).
Desde ese momento, John cambió totalmente su comportamiento. Se convirtió en
un esposo tierno que brindaba personalmente todos los posibles cuidados a su mujer.
John acompañó a Yoko a las consultas médicas y a las clases para preparación del parto
(DAVIES, 2002, 272). Temerosos por la frustración de los anteriores intentos y los 42 años
que ya tenía Yoko, llegaron al parto con una gran preocupación. El parto fue por cesárea
y John esperó en la habitación contigua, muy nervioso. Cuando al fin dio a luz, John no
se separó del bebé en toda la noche mientras Yoko dormía. John recuerda que «cuando
Yoko se despertó, le dije: “Está bien” y nos echamos a llorar».
Como no podían ponerle John –ya que el primogénito, Julian, se llamaba en
realidad John Julian–, le pusieron Sean, la versión irlandesa de John. Yoko tuvo una
convalecencia muy delicada que le llevó a estar aislada tres días. En ese tiempo, John
estuvo las 24 horas de cada día con Sean. Entre el personal del hospital había quien «no
había visto nunca un padre tan solícito» (NORMAN, 2008, 719).
Julian, en Inglaterra, «estaba impaciente por conocer a su hermano pequeño» pero
una visita prometida para ese verano no se cumplió, así que transcurrieron casi dos años
antes de que pudiera conocerlo en persona. Cuando por fin fue invitado, «Julian adoró a
Sean» (Cynthia LENNON, 2005, 237).
El nuevo estado paternal de John le llenó de deseos de reconectarse con su familia
de origen, pero lamentablemente en abril de 1976 se encontró con que la joven esposa de
Alf le lograba hacer llegar un mensaje desolador: su padre agonizaba en el Hospital
General de Brighton. John le telefoneó y Alf mantuvo apenas unos minutos de
conversación por su extremo estado de debilidad. John le dio la noticia del nacimiento de
Sean, charlaron de música y Alf le hizo prometer a su hijo que leería las memorias que
había escrito. John le invitó a visitarle al Dakota en cuanto se hubiera recuperado. Ese
mismo día, a Alf le llegó un gran ramo de flores con una dedicatoria que lo decía todo:

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«Para papá. Que te pongas bien pronto» (NORMAN, 2008, 724). Pocos días después Alf
falleció sin que hubiera podido volver a encontrarse con su hijo.
Para Alf había seguido siendo una obsesión limpiar su honor como padre ante John
y el mundo. En 1975 escribió aquellas memorias para las que solicitó su consentimiento
a John. Se dirigía directamente a su hijo con estas palabras finales: «Querido John….
Yo, igual que tú, no tuve padre…» (NORMAN, 2008, 723).
El año 1975 supuso un giro radical para John. Lo que había comenzado la terapia
primal lo culminó el nacimiento de Sean. La conexión con su nuevo hijo hizo que John
se volviera a conectar con la gente y el mundo de un modo como nunca había estado
antes. Las actitudes, los comportamientos y el estilo de la vida cotidiana de John
experimentaron un cambio sustancial.
John abandonó por completo las amistades tóxicas con las que se autodestruía, dejó
de consumir drogas y redujo drásticamente el alcohol. En los próximos años llegó a
consumir solo ocasionalmente algún vaso de vino e incluso tan poco alcohol ya tenía
efectos negativos para él. John se concentró principalmente en su hijo. Decidieron que
Yoko se encargaría de la gestión del patrimonio económico y artístico de John y que él
estaría dedicado a Sean.
John cesó temporalmente su carrera pública para dedicarse a la crianza. «Yoko ha
llegado a ser la que trae el pan a casa, se ocupa de los banqueros y los negocios. Y yo me
he convertido en hombre de casa. ¡Es justo como en una de esas comedias al revés!
Cuando llega a casa yo le tendría que decir: bueno, ¿cómo te ha ido en la oficina hoy,
querida?» (GRAUSTARK, 1980).
Esta inversión de papeles le parecía un mensaje a un mundo todavía dominado por
los papeles duales según sexo. Pero también le creaba insatisfacción. Yoko estaba
dedicada completamente a la gestión y además se encontraba en un periodo fértil de su
vida artística. Estaba totalmente absorbida por la gestión y el arte y mostraba muy pocos
deseos de atender a su hijo. Lennon asumió la dedicación plena a su hijo, pero, no
obstante, se quejaba de que Yoko no participara también en la crianza. A su juicio, era
mejor que ambos se dedicaran a su hijo Sean.
Lennon podía no haberse ocupado tampoco del niño. Podía haber delegado en el
amplio personal de asistentes con que contaban permanentemente a su alrededor. Pero
criar a Sean no era solamente la mejor opción para el niño, sino que John quería
redimirse de un pasado que quería superar. Se había perdido la infancia de su hijo mayor

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y no quería repetir el error. Sabía lo crucial que era para el niño y también para él. «Nos
tomó mucho tiempo tener un bebé vivo. Y yo quería darle a Sean cinco años de solidez.
No vi en absoluto crecer a mi primer hijo y ahora tengo a un hombre de 17 años
hablándome por teléfono sobre motocicletas» (GRAUSTARK, 1980).
Esa opción por cuidar a su hijo no le salió gratis a Lennon. Desde 1975 tuvo que
soportar duros reproches públicos desde los medios acerca de su inactividad profesional
y una permanente especulación muy desagradable sobre las razones de ese periodo de
silencio artístico. En realidad, John estaba dedicado a la mayor de las artes, el silencioso
arte de ser padre.
Lo primero que cambió en el estilo de vida de John es que se hizo mucho más
casero. Desde 1975 y en los siguientes cinco años, pasó la mayor parte del tiempo en su
apartamento del Dakota en Nueva York. Su vida se repartía entre la atención a Sean y
periodos amplios en su dormitorio leyendo, escribiendo, dibujando o creando. Su jornada
estaba ordenada por las comidas de su hijo: «Mi vida gira alrededor de las comidas de
Sean» (GRAUSTARK, 1980).
La gallega Rosaura López Lorenzo trabajó como empleada doméstica en casa de los
Lennon durante esos cruciales años de 1976 a 1980 y tuvo una convivencia muy íntima
de la que dejó testimonio en un libro de memorias. Rosaura se dedicaba al
mantenimiento de la casa y cuando la niñera descansaba el fin de semana cuidaba ella a
Sean. Rosaura «le cambiaba los pañales, le daba el biberón o lo acunaba en mis brazos
cantándole en español. A John le encantaba que hiciese esto último, y conforme Sean fue
creciendo, aprendió unas cuantas palabras en español para deleite de su padre» (LÓPEZ,
2005, 63).
Rosaura muestra un Lennon íntimo muy pacífico y amable, atento incluso a detalles
como enviarle a ella postales cuando hacían viajes, con unas palabras en español y sus
conocidos dibujos. Cuando estaban juntos, John estaba pendiente de Sean en todo
momento. «Ver a su hijo sonreír de felicidad parecía casi una obsesión para él» (LÓPEZ,
2005, 88).
Ese nuevo amor de Lennon por el hogar no era tan nuevo. Le gustaba recordar que
de joven fue muy hogareño y que su etapa de oro como compositor con McCartney
discurrió en su casa o la de él. Él se definía como un hombre casero, que disfrutaba con
la vida íntima del hogar. Eso explica su interés por preparar los desayunos y aprender
nuevas habilidades.

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Rosaura López recuerda cuando en una ocasión «John se asomó a la cocina y me
preguntó –Oye, Rosa, ¿tus padres no habían sido panaderos o algo así? –Panaderos,
exactamente –respondí. Uno de mis mejores recuerdos de la infancia es el de levantarme
cada mañana con el olor del pan recién salido del horno. –¿Y recuerdas todavía cómo se
hace? ¿Me enseñarías? –agregó con aquella pícara sonrisa tan suya. –¿De verdad quieres
aprender a hacer pan? –¡Oh, sí, Rosa, me encantaría!» (LÓPEZ, 2005).
Rosaura se había criado en la parroquia de Castros de Queresa –aldea de la
provincia de Pontevedra–, en cuya casa familiar sus padres tenían un horno y panadería.
Al hacer las hogazas, a John «más que su sabor en sí, lo que a él le dejó fascinado fue el
lento y minucioso proceso de elaboración del pan. Amasaba la harina como si de un
antiguo ritual se tratase. –Todo esto es tan… artesanal –repetía a menudo. Decía que
hacer pan según la vieja tradición le proporcionaba tranquilidad y paz interior» (LÓPEZ,
2005, 58-59). Cuando logró hacer su primera hogaza de pan gallego, John le sacó
orgulloso una foto con una Polaroid.
Cuando el periodista de Play Boy, David Sheff, llegó al Dakota en septiembre de
1980 para hacer una entrevista a Lennon y Ono, se encontró con que John venía de la
cocina, limpiándose las manos. «Vengo de amasar pan», dijo al entrevistador. «¿Pan?»,
preguntó extrañado el periodista de Playboy. «Y de cuidar al niño», añadió John. El
periodista sospechó que en realidad Lennon trataba de esconder un nuevo trabajo tras esa
apariencia de hombre de su casa, «house husband». Sheff no le creyó y trató de
sonsacarle cuál era su verdadera actividad tras esa fachada. «Venga, ¿qué proyectos
secretos hay en marcha en el sótano?».
Lennon se enojó ante esa actitud, «¿Me tomas el pelo? No hay proyectos secretos
en marcha ni ningún sótano. Porque las comidas y los niños, como sabe cualquier mujer
dedicada al hogar, son un trabajo a tiempo completo. No hay espacio para otros
proyectos. Después de haber horneado una hogaza de pan, me siento como si hubiera
conquistado algo. Y miro cómo se la comen y pienso: vale, Jesús, ¿no me van a dar un
disco de oro, un título de caballero o algo? Y es que es una responsabilidad tremenda
controlar que el niño tiene la cantidad justa de comida y no come demasiado y duerme lo
suficiente. Si yo, como padre de la casa [house father, dice John] no le he llevado a
dormir y me he asegurado de que toma su baño a las 7 de la tarde, nadie lo haría. Es una
tremenda responsabilidad. Ahora comprendo la frustración de las mujeres respecto a

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todo el trabajo que supone. ¡Y no te dan un reloj de oro cuando acaba el día!» (SHEFF,
1981, 5).
«¿Por qué se ha hecho un marido dedicado a su hogar?», le interrogó entonces
sorprendido el periodista David Sheff. Lennon lo tenía claro: «Fue para sanarme a mí
mismo». Su esposa Yoko interviene entonces, «Fue preguntarnos, ¿qué es lo más
importante en nuestra vida?».
John se sincera y confiesa que con su hijo mayor puso su carrera por delante de sus
responsabilidades paternas. Ahora ha cambiado y quiere dar prioridad a lo que de verdad
importa. «Tu hijo no quiere tu tiempo ni tu dinero, te quiere a ti», dice Lennon. «No
compro eso de “mi carrera es tan importante que ya trataré con los chicos más tarde”.
Eso es lo que ya hice en mi primer matrimonio y con mi primer hijo, y me arrepiento. Y
ahora tengo problemas con él. Ahora, si Dios quiere, no tendré o no tendremos
problemas más adelante –o tal vez sí, no sé–. Espero que sea lo que sea que le dé ahora,
principalmente tiempo, no lo tenga que pagar, porque realmente no se puede engañar a
los chicos. Si tú les engañas cuando son niños, ellos te lo harán pagar cuando tengan 16
o 17 años rebelándose contra ti, odiándote o con todas esas cosas que llaman “problemas
adolescentes”. Ya han crecido suficiente para decirte lo hipócrita que has sido todo ese
tiempo: “nunca me has dado lo que realmente quería, que eras tú”» (SHOLIN y KAYE,
1980).
Como músico sabe bien que la carrera profesional es muy exigente. Pero muchos
hombres en realidad están en su trabajo perdiendo el tiempo por no tener que afrontar su
responsabilidad paterna. «Conozco a muchos padres que no trabajan tan duro y están
hasta tarde en la oficina para evitar la vida real, ya sabes. Se sientan tras sus mesas sin
hacer nada, solamente revolviendo papeles, esperando la hora» (SHOLIN y KAYE, 1980).
John tenía toda su vida pendiente de Sean y cuando le cuidaba no tenía tiempo para
otras cosas. Paul McCartney le hizo una visita sorpresa al Dakota en 1978. Al verlo
entrar por la puerta, John le reprochó: «Oye, ¿no podías telefonear primero? Justo hoy he
tenido un día complicado con el niño. ¡Estoy agotado y tú te vienes aquí con una maldita
guitarra!» (GRAUSTARK, 1980).
John entregó a su hijo todo el centro de su vida. Es muy tierno seguir su plan diario
con Sean. Rosaura cuenta que John «solía madrugar para poder despertar a Sean él
mismo y compartir con el pequeño los primeros instantes del día» (LÓPEZ, 2005, 43). Se
levantaba a las 7 de la mañana y Sean a las 7,20. Generalmente Yoko ya se había ido

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antes a su oficina. Durante los cinco años dedicado a Sean, Lennon preparaba el
desayuno no solamente para Sean y él, sino para todo el personal de la casa, cuatro
personas. John acompaña a Sean al desayuno y «me aseguro de que sé lo que está
comiendo» (SHOLIN y KAYE, 1980).
Sobre las 9, juega o dibuja con él. En todo momento muestra devoción por su hijo.
«John guardaba con devoción todos los dibujos lo que hacía Sean, porque es Sean. Es
parte de él» (en NORMAN, 2008, 734). Si parte del plan es ver la televisión, se asegura de
que esté viendo Barrio Sésamo en la PBS, no otras cadenas en las que interrumpen los
programas con anuncios comerciales. Lo hace porque cree que los anuncios hipnotizan a
mayores y niños. «Si va a ver algo, que sea Barrio Sésamo», piensa John.
John no se queja de las películas de dibujos animados. Ni siquiera de aquellas en las
que hay luchas, porque no son violencia, son juego; y cree que Sean es capaz de
diferenciarlo perfectamente. Tampoco está en contra de los anuncios porque muchas
veces son obras de arte y conoce directores de cine que realizan muy buenos anuncios.
Quiere proteger a su hijo del consumismo y muy especialmente de las campañas
publicitarias. «Es duro educar a un hijo sin someterte a toda esa basura todo el tiempo,
¿sabes?», criticaba John (SHOLIN y KAYE, 1980).
A mitad de la mañana, John se vuelve a su habitación y se encierra para leer,
escuchar y crear. Ahora la cuidadora se hace cargo de Sean y sale a pasear mientras John
se dedica a inspirarse y crear. Rosaura se hace eco de aquellos comentarios que acusaron
a Lennon de pereza y dejadez, de no hacer nada más que dormir. Muchos, sin
comprender lo que significaba la paternidad, le criticaban o extendían rumores de
enfermedades o drogodependencias que le impedían trabajar.
Por el contrario, Rosaura demuestra que Lennon madrugaba mucho y que trabajaba
permanentemente metido en su dormitorio, en sus procesos de búsqueda, reflexión y
creación. Cada vez que limpiaba el dormitorio, Rosaura se encontraba multitud de
papeles desechados con escritura, dibujos, apuntes, artículos leídos de la mucha prensa
que leía, libros desordenados, etc.
A mediodía John corta su trabajo para comer con Sean. Cuida diligentemente que la
alimentación del niño sea sana, «aunque no le hago sufrir, ¿entiendes? Así que puede
tomarse su helado una vez a la semana. Trato de evitar que lo haga en invierno porque…
ya sabes, el invierno» (SHOLIN y KAYE, 1980). Después puede dar un paseo con Sean.
John salía de paseo con Sean en su carrito como cualquier otra familia. Le gustaba

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especialmente tomar un té con Sean en un hotel de Central Park donde años antes miles
de fans habían rodeado a los Beatles y ahora podía estar tranquilo y solo con su hijo en
paz.
Sobre las 5,30 de la tarde, John busca a Sean para cenar a las 6. Generalmente
cenan ellos dos solos, pues Yoko sigue en la oficina. A las 7 es el baño de Sean. «Mi
vida gira alrededor de Sean», comenta. Luego mira un rato la televisión con Sean y antes
de las 8 de la tarde, John le lleva a la cama. Con frecuencia le canta canciones antes de
dormir. Después, John espera a que Yoko suba de la oficina, antes de acostarse,
generalmente pronto (SHOLIN y KAYE, 1980).
John se gozaba de la relación tan íntima que tenía con Sean y de cómo eso le
convirtió en una persona distinta. Trata de explicar la razón: «No sé si es porque Sean
nació el mismo día que yo, lo cual en sí mismo es algo extraño. Somos como gemelos.
Es gracioso: si estoy realmente, realmente ocupado y sólo llego a verlo de pasada, o si
me siento deprimido –incluso aunque él no me vea así–, Sean se da cuenta. Y comienza
a venir a mí con sus cosas. Así que estoy obligado a venirme arriba. A veces no puedo
atenderle porque algo me deprime y no puedo luchar con ello. Pero entonces seguro que
se coge un catarro o se pilla los dedos de una puerta. Algo ocurre, ¿entiendes? Así que
ahora tengo un montón de razones para mantenerme sano y lúcido» (SHOLIN y KAYE,
1980).
John no solamente atendía a su hijo, sino que pensaba a fondo qué significa la
crianza. Sostenía que era crucial la constante expresión de cariño, los mimos, la ternura,
las caricias, el contacto físico, una vinculación del abrazo. Critica el modelo tan
distanciado y poco emocional que ha dominado tanto la paternidad. «Creo que la idea de
“no amamantar”, “no los toques, los echarás a perder”; creo que todo eso era la locura de
un lunático».
Lennon piensa que esa exclusión del afecto se debía a que todos los jóvenes estaban
siendo educados para ser soldados, programados para la guerra «y tenías que ser duro, se
supone que no debes llorar y no debes mostrar emoción… Creo que esto es lo que nos
sucedió a todos». «Es “no tocar, no reaccionar, no sentir” y creo que eso es lo que nos
fastidió a todos. Es hora de un cambio» (SHOLIN y KAYE, 1980).
John está en el detalle de la crianza, no solamente se mueve en principios generales,
teorías o en una relación puntual con Sean. Por ejemplo, hace mucho hincapié en que lo
que come Sean sea sano. «Puede ir a McDonald’s ocasionalmente. Pero no quiero que

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vaya cada día y viva de comida basura. El problema es ese constante azúcar, azúcar,
azúcar, azúcar, azúcar. Y el único descanso es para tomarse una hamburguesa, y más
azúcar azúcar, azúcar, azúcar, azúcar, azúcar, azúcar. Yo creo que eso destruye la salud
psíquica de un niño. Y tiene efectos posteriores en su salud mental» (SHOLIN y KAYE,
1980).
Lennon se situaba en un punto paradójico respecto a la disciplina, entre rigor y
libertad. Creía que realmente es difícil saberlo y que cada generación aplica principios a
los hijos como si fuesen «conejillos de indias». Excesiva libertad –como que durmiera
cuando quisiera– genera malestar en el niño. Por otro lado, la disciplina acaba
provocando reacciones inversas. Deja claro que «nunca le pegaría ni nada parecido…
Intento simplemente tener una disciplina no demasiado dura sobre su comportamiento.
Solamente “no seas descortés, no lastimes a otras personas. Cuando comes, comes y
juegas después. No ambas cosas al mismo tiempo”. Creo que la regularidad es buena
para ellos» (SHOLIN y KAYE, 1980).
John tampoco cultiva una visión idealista de sí mismo como padre. Es consciente de
sus limitaciones. «No intento ser el tipo de figura de Dios Todopoderoso… que está
siempre sonriendo y es un padre maravilloso. No estoy mostrando una imagen de esa
persona que sabe todo… Nadie sabe sobre niños, esa es la cosa. Se puede ver en los
libros que no hay expertos de verdad. Cada uno tiene una opinión diferente. En cierto
modo, aprendes por error y yo ya he cometido un montón de errores, pero ¿qué puedo
hacer? Pienso que es mejor para él que me vea como soy. Si estoy gruñón, estoy gruñón
y si no, no lo estoy. Jugaré. Y si no, pues no» (SHOLIN y KAYE, 1980).
No tiene miedo de mostrar sus contradicciones y tentaciones. Por ejemplo, confiesa
que en cierto momento buscó una escuela infantil para Sean, pero que el primer día que
lo llevó y lo dejó allí, enseguida se arrepintió y se lo llevó de nuevo a casa. Se dio cuenta
de que en realidad no lo hacía por el bien del niño sino para poder tener él más tiempo
libre para sí mismo. «Pienso que la mayoría de las escuelas son prisiones. Llevé a Sean a
la guardería. Cuando me di cuenta de que le estaba enviando allí para librarme de él, me
lo volví a traer a casa» (GRAUSTARK, 1980).
En la canción escrita por John en 1977, Free As A Bird [8] (LENNON, MCCARTNEY,
HARRISON y STARR, 1995), el músico expresa la libertad que había alcanzado para poder
realmente dedicarse a su hijo, lo mejor que creía podía hacer:

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«Libre como un pájaro…
Hogar, en el hogar y seco volar como un pájaro casero…
Es la mejor cosa que ahora puedo hacer
libre como un pájaro».

Lennon sentía que por fin había alcanzado de alguna manera aquel amor perdido
que no lograba abrazar en la canción I’m A Loser. Desde la atalaya de esa nueva
paternidad a la que se había entregado totalmente, comprende lo que le había estado
ocurriendo durante todos esos años de sufrimiento y lucha interior. Lo escribió en otra
canción que grabó en 1979: Real Love [Amor de Verdad]:

«Parece que todo lo que yo estaba haciendo


era esperar por el amor».

John es consciente de que en el pasado ha sido una persona llena de dolor e ira, que
explotó a las mujeres y descuidó a su hijo. Y por eso está muy interesado en que se
conozca el giro de vida que ha dado. Su mensaje más global de paz y amor incluía una
nueva concepción del hombre como padre y una revaloración del hogar. «El futuro va
por ahí. Por eso quiero que se sepa que sí, cuido a mi hijo y hago pan, soy hombre de
hogar y estoy orgulloso de serlo. Es la onda del futuro… Nuestra vida es nuestro arte»
(SHEFF, 1981).
Los frutos se dejaron sentir muy visiblemente. Su hijo creció sintiéndose querido,
construyó un vínculo muy fuerte con su padre y su amor dejó una huella imborrable en
Sean. Tanto que Sean tenía claro lo que quería ser de mayor: un papá. Cuenta Lennon:
«Un día nos sentamos juntos en la cama, tal vez viendo unos dibujos animados o lo que
fuera. Sean se incorporó, me miró fijamente a los ojos y me preguntó: “¿sabes lo que
quiero ser de mayor?”. “No –le respondí–, ¿qué quieres ser?”. Y dijo, “Solo un papá”»
(SHOLIN y KAYE, 1980).

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Navegando al futuro
Esa experiencia tan plena de paternidad con Sean y la pérdida de su propio padre hizo
que John tratara de reparar su paternidad con Julian, y en 1977 le invitó a Nueva York.
El hijo mayor, ya con 14 años, atravesaba una adolescencia llena de inseguridades y
dolor. La relación con Yoko parecía seguir interponiendo dificultades, pero «John estaba
decidido a establecer una relación [con su hijo] que no volviera a romperse» (NORMAN,
2008, 739).
El testimonio doméstico de Rosaura da una perspectiva única sobre la relación de
Julian con su padre y Yoko. Muestra cómo «padre e hijo se mostraban felices de estar
juntos. John se preocupó además de que Julian y Sean se llevasen, pese a todo, como dos
verdaderos hermanos… El mayor orgullo de John era ver unidos a sus hijos» (LÓPEZ,
2005, 66). Rosaura testimonia que Yoko sí se mostraba afectuosa con Julian y que eso
contribuía muy positivamente a que él se encontrase más cómodo con ellos pese a las
turbulencias del momento.
Sin embargo, la visión que Julian tenía de su padre en el Dakota no era tan idílica.
Cynthia dice que en Nueva York Julian vio que John seguía teniendo comportamientos
iracundos e impredecibles, podía ser cruel con él y con Sean. Estaba encerrado en su
habitación salvo algunos momentos a comienzo y final del día en que salía para
supervisar cómo estaba Sean. John vivía en su pequeño mundo de la habitación. Eran
raros los momentos en que durante las estancias de Julian con su padre, podía acceder a
él. Eso sí, «cuando en raras ocasiones Julian conseguía acceder a su padre, John parecía
feliz de hablar con él y le contaba con ilusión lo que estaba haciendo» (Cynthia LENNON,
2005, 244) [9] .
Lo más probable es que ambas visiones sean ciertas. Por un lado, las relaciones con
un adolescente pueden ser difíciles y con mayores motivos en la relación entre John y
Julian. Por otra parte, es probable que John haya continuado con comportamientos
polarizados y más en los periodos de inspiración artística, donde estaba mucho más
concentrado en sí mismo. No obstante, lo que parece indudable es que el mensaje de una
nueva paternidad está avalado por una experiencia real de John con Sean y un esfuerzo
por mejorar su relación con Julian.

60
Algunas de las declaraciones más duras de John hay que ponerlas en el contexto de
su forma de expresarse. Por un lado, era provocador para suscitar el cambio en el oyente.
Por otro lado, cuando era hiriente con alguien, él no le daba la misma gravedad que la
víctima. Era un modo bronco de relación con los otros. Le ocurrió con Paul y con
George Martin, sobre quienes hizo duras declaraciones en distintas ocasiones. Cuando
estos le reprocharon sus palabras, John se ridiculizó a sí mismo y les quitó todo posible
valor más allá de la bravuconada. No me deis tanta importancia ni a mí ni a mis
palabras, «soy solo John», decía bajando sus gafas para disculparse.
A pesar de ello, es comprensible que un hijo adolescente inseguro de su vinculación
con su padre no esté en condiciones de relativizar afirmaciones tan duras de su padre
sobre él, publicadas para que las lea y comente todo el planeta. John podía ser muy
amable pero también siguió teniendo la desconsideración de un duro «Teddy Boy» de
los barrios del Liverpool de 1960.
Pese a todo, John continuó buscando la unidad con Julian. Yoko se mostraba
colaboradora a pesar del dolor que sentía por la ausencia de su propia hija Kyoko –y que
quizás proyectaba al ver a Julian–. En marzo de 1979, John y Yoko se llevaron a Sean y
Julian a pasar el invierno a una mansión de Palm Beach, en Florida y, en general, fue
apacible –gracias especialmente a los esfuerzos de Yoko por incluir a Julian en los
juegos de Sean–, pero Julian sufría una fuerte desorientación adolescente respecto a su
padre, quien había hecho más duras declaraciones sobre esa primera paternidad. Fue la
última vez que vio a su hijo Julian.
En el verano de 1980, John decidió vivir nuevas experiencias para acercarse a su
40.º cumpleaños y se embarcó en un velero de 13 metros de eslora, el Megan Jaye, para
hacer una aventura de setecientas millas por el Triángulo de las Bermudas. John
presumió de ser hijo de marinero, en memoria de los muchos años de navegación de su
difunto padre, Alf, y realmente demostró talento para el manejo de la embarcación. El
capitán le tuvo como su mano derecha para distintas operaciones e incluso su ayuda fue
vital para superar una peligrosa tormenta.
En plena tempestad, tras 48 horas haciendo de timonel, el capitán tuvo que dormir y
dejó la nave en manos de John. Tomó el timón con mucho miedo, pero en cuanto cobró
confianza, comenzó a cantar con toda su fuerza, plantando cara a las olas, el viento y la
lluvia. En medio de la galerna comenzó a gritar el nombre de su padre convocándole más
allá de la muerte. El capitán recordaría tiempo después: «Cuando volví a cubierta vi a un

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hombre que estaba totalmente en trance… John Lennon descubrió la fuerza tremenda del
hombre que siempre había llevado dentro» (en NORMAN, 2008, 760-761).
Tras la aventura se retiró con Sean para disfrutar unas plácidas vacaciones en las
islas Bermudas, dedicado a su hijo. Cada día acompañaba a Sean a nadar, construían
castillos de arena y jugaban en la playa. Ese esplendor de paz y entusiasmo despertó de
nuevo la creatividad de John y el deseo de hacer un nuevo disco. Allí mismo adquirió
material de grabación y compuso un álbum que recogía las experiencias de esos cinco
años de plenitud en familia.
John dejó temporalmente la atención diaria al hogar para grabar en los estudios el
disco Double Fantasy (LENNON y ONO, 1980) que había creado en las vacaciones con
Sean. Pero el estilo de las grabaciones había cambiado sustancialmente. En vez de
drogas y alcohol, abundaban el té, las pipas y el sushi (NORMAN, 2008, 764). Para paliar
la ausencia de Sean tras cinco años de estrecha convivencia, John se llevó una fotografía
suya que ponía ante sí durante el trabajo. «Durante la grabación de Double Fantasy
tuvimos la foto de Sean fijada en el estudio porque no quería perder el contacto con él»
(SHOLIN y KAYE, 1980).
La canción Beautiful Boy (LENNON, 1980) está dedicada como padre a Sean, pero
dice también mucho de John como hijo. En contraste con aquel padre que había
abandonado a John y del que pedía su regreso en la desgarradora canción Mother
(LENNON, 1970), John dice a Sean: «Cierra tus ojos, no tengas miedo, tú papá está aquí».
Le tranquiliza diciendo que «el monstruo se ha marchado» y le pide a su hijo que rece
una oración cada noche al acostarse:

«Antes de que ir a dormir


reza una pequeña oración
cada día y en cada camino.
Todo irá mejor y mejor».

El centro de la vida de John es su nuevo hijo: «vida es lo que te pasa / mientras tú


estás ocupado haciendo otros planes». Así pues, está fundamentalmente enfocado en su
hijo para no perderse en esos planes secundarios que no son la vida sino solamente
circunstancias. John desea contemplar ya cómo va a ser su hijo de mayor («apenas puedo
esperar / para verte mayor») pero entiende que «ambos deben tener paciencia / porque es
un largo camino por andar / un surco duro de abrir». John se pone ante el camino de la

62
vida junto a su hijo y le pide oración y confianza: «antes de cruzar la calle / toma mi
mano». John está plenamente comprometido para que Sean siempre tenga su mano en
cada cruce de la vida.
Ser padre llenó de paz a Lennon, pero eso no significa que no siguiera teniendo su
fuerte carácter. «Desde luego tenía mucho genio y no creo que eso sea un secreto»,
reconoce Sean al recordar una bronca de su padre en la mesa por sus modales durante la
comida (NORMAN, 2008, 777). Bien, no era una persona perfecta, pero ¿era John un buen
padre a los ojos de Sean?
Ante todo, la memoria de Sean Lennon está sembrada de momentos tiernos con su
padre. «Me acuerdo de mi padre enseñándome a hacer un avión de papel, que todavía sé
hacer del mismo modo que él me enseñó a volar… Cada noche, cuando iba a dormir,
venía a mi cuarto y me decía “Buenas noches, Sean”, y movía el interruptor de la luz al
ritmo de sus palabras para que guiñasen al tiempo» (NORMAN, 2008, 776-778).
Sean recuerda casi treinta años después aquellas últimas vacaciones solo con su
padre: «Me acuerdo de una casa bastante rara en la que él componía las canciones… Me
acuerdo de nadar un montón en las Bermudas. Me acuerdo de que él disfrutaba de
verdad viéndome nadar. Estaba muy orgulloso de que yo fuera un buen nadador. Me
acuerdo de que en Cold Spring Harbor había un barco de vela verde y… me acuerdo de
que Fred Seaman lo hizo volcar sin querer y que todos nos fuimos al agua, que papá
nadaba junto a mí… Me acuerdo de que papá me protegía en el agua. Es un bonito
recuerdo: flotar en el océano, simplemente, con mi padre y aquel barco volcado»
(NORMAN, 2008, 776).
A la vez, Lennon fue progresivamente abriéndose a su hijo mayor. «A finales de
1980, Julian comenzó a sentir que había un gran avance en la relación con su padre. John
estaba por fin preparando un nuevo disco, Double Fantasy, y empezó a llamar a Julian
más a menudo. Era como si la inspiración y la creatividad le hubieran despertado y se
hubiera dado cuenta de que su hijo le necesitaba. Incluso le ponía canciones del álbum
por teléfono y le pedía opinión, algo que nunca había hecho antes y que dio un empuje
enorme a su confianza» (Cynthia LENNON, 2005, 244). Lamentablemente, fue entonces
cuando fue asesinado y ese nuevo modo de relación no pudo seguir creciendo.
El 8 de diciembre de 1980 John pasó la tarde en los estudios de Record Plant de
Nueva York trabajando en la canción de Yoko Walking on Thin Ice [Caminando sobre el
delgado hielo] (ONO, 1981). Le llevó toda la tarde terminarla y cuando acabaron, le

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invitaron a cenar. Pero él rechazó la oferta y se fue a casa. La razón es que quería llegar a
tiempo para dar las buenas noches a Sean, antes de que se durmiera.
Al llegar al Dakota, John se bajó del coche en la acera para entrar en el edificio a
pie. Mark Chapman le sacudió cinco disparos a bocajarro con un revolver del 38. John se
desangró antes de alcanzar un hospital.
Julian se enteró de la amarga noticia mientras estaba de vacaciones con su madre en
Gales. Decidió tomar un avión para ir inmediatamente a Nueva York. «Insistió tanto que
le llevé al aeropuerto» –cuenta Cynthia–. «A los diecisiete años, Julian había a
empezado a tener un parecido increíble con su padre, con el mismo perfil aguileño y la
misma delgadez. Verle caminar hacia el avión era desolador… Julian dijo después que
aquel viaje fue como estar en “la zona nebulosa”. Nada era real: todo lo que veía a su
alrededor eran titulares sobre su padre y lo único que él quería era estar donde su padre
había estado en los últimos momentos» (Cynthia LENNON, 2005, 244).
Un empleado de los Lennon fue a buscarlo al aeropuerto y lo condujo a los
apartamentos del Dakota. A Sean todavía no le habían dado la terrible noticia. Yoko le
recibió en la cama y se comportó con una gran calidez. Según relata la propia Cynthia,
«ella se ofreció para llevarle al lugar donde John había caído y donde se había arrastrado
después de recibir los disparos; el lugar estaba todavía manchado con su sangre». Ambos
lo hicieron sobrecogidos. A continuación, Yoko ofreció a Julian ver el cuerpo de John
antes de ser incinerado, pero Julian se negó. Prefería «recordar a su padre tal y como le
había conocido».
Yoko le confió a Julian que no sabía cómo contárselo a Sean. «Julian la aconsejó
que se lo dijera sin rodeos, y ella le preguntó si estaría dispuesto a contárselo junto a ella.
Sabía que era necesario decírselo pronto; Sean había visto a su hermano y estaba
emocionado, pero no dejaba de preguntar: “¿Por qué está Julian aquí? ¿Dónde está
papá?” (…) Al día siguiente Yoko y Julian se sentaron juntos con Sean». Según cuenta
el propio Julian, «le dijimos que papá había muerto y cuando por fin lo entendió, empezó
a llorar y yo le abracé. Le dije que el hombre que había matado a nuestro padre iba a ser
juzgado. Sean no comprendía nada… Tan sólo sabía que su papá ya no estaba» (Cynthia
LENNON, 2005, 245).
Los días siguientes, Sean Lennon se sintió solo en medio de la catástrofe. Su madre
Yoko se encamó y, reveló años después, «papá se había ido y ya estaba. Todos los otros
no eran más que empleados, así que sólo me acuerdo de que no conseguía que nadie me

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consolase». Haber roto lazos con la familia extensa les había dejado aislados y nadie
salvo Julian fue allí a hacerse presente. En cierto modo, Sean vio cómo su vida volcaba
en medio del océano de nuevo. Sean se sujeta a ese recuerdo: flotar en el océano,
simplemente, con mi padre y aquel barco volcado.
En una de las últimas entrevistas que realizó en septiembre de 1980, antes de ser
asesinado (COLT, 1981), John Lennon reconoció que durante toda su vida había vivido
como si el mundo le debiera algo por la falta de sus padres. Pero con 40 años había
llegado a otra idea: que él mismo tenía responsabilidad en el dolor que sufría y eso le
llevaba a asumir su responsabilidad por cambiar él mismo y el mundo. «Llevamos la
antorcha de la paz, como la antorcha olímpica, pasando de mano en mano, a cada otro,
cada país, a la siguiente generación. Ese es nuestro trabajo» (COLT, 1981). Y quizás una
de las antorchas más cruciales sea la de la paternidad.
¿Y nosotros? ¿Cuál es nuestra historia como hijos y padres? ¿Y cuál es la historia
del padre a lo largo de los siglos? ¿Qué aspectos de esa tradición están en continuidad
con lo que nosotros vivimos como padres? Dedicaremos a ello los próximos capítulos.

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CAPÍTULO 3:
El redescubrimiento de nuestros padres

La antorcha de la paternidad recorre la historia dándose el relevo mano a mano, cada


generación a la siguiente. Pero todavía está por escribirse una historia exhaustiva e
integrada de la paternidad [10] . Los estudios historiográficos son escasos y limitados a un
pequeño número de países. Pero al menos ya nos muestran una mirada suficientemente
documentada como para restaurar la olvidada tradición de la paternidad. Es necesario el
redescubrimiento de nuestros padres y de los padres de nuestros padres.
Durante las últimas décadas se ha articulado el discurso de la nueva paternidad.
Dicho discurso establece una ruptura histórica acerca de la idea del padre. La opinión
pública comparte en términos generales que «los hombres están respondiendo a la
globalización como padres de unos modos creativos y sin precedentes» (INHORN, CHAVKIN
y NAVARRO, 2015, 7). Estos mismos autores proponen llamar «paternidad emergente» a
esa transformación global para poder captar la creatividad, hibridez y transformaciones
tanto en los discursos como en las prácticas en el siglo XXI.
Según el discurso dominante, hasta el último cuarto del siglo XX, la historia de la
humanidad habría sostenido un papel patriarcal del padre. Ese papel está cargado con
negatividades de tal calado que los padres están duramente condenados por el
sometimiento de la mujer y los hijos.
Esa paternidad negativa habría seguido vigente hasta aproximadamente la mitad de
la década de 1970. Entonces se habría definido una nueva paternidad basada
principalmente en la implicación en la crianza, la igualdad de género –tanto en la vida
doméstica como la vida laboral y pública– y un tipo de afectividad más intensa y
comunicativa con los hijos. El nuevo padre comienza a emerger a mitad de esa década.
El ejemplo mundial de John Lennon es un signo visible de dicha tendencia. Ha
irrumpido la revolución del padre.
Pero ese ejercicio de la nueva paternidad habría encontrado diversos problemas. Por
un lado, existe la dificultad para trasladar la concepción ideológica a la realidad personal,

66
laboral y pública. La nueva paternidad se basa en la implicación de los varones y eso
requiere un cambio de mentalidad y comportamientos. Es posible que ideológicamente
haya sido aceptada la nueva idea de padre por una mayoría de la población, pero eso no
se ha encarnado coherentemente en las conductas. Es decir, que el cambio de actitudes
reales y de conductas requiere un mayor esfuerzo y un tiempo de cambio más amplio. El
cambio de opiniones es más rápido que la transformación de comportamientos.
Por otro lado, la nueva paternidad requiere una igualdad de género, que ha
avanzado, pero todavía lastra graves problemas. Eso impide que se pueda ejercer la
paternidad de forma distinta en el conjunto de la población. Además, la desregulación
neoliberal del mercado de trabajo ha hecho la vida laboral más precaria y difícil de
conciliar con la vida familiar. Eso también obstaculiza la aplicación de la nueva
paternidad.
Esas dificultades han llevado a que esa intención de giro histórico de la paternidad
en 1975 haya tenido otros intentos posteriores de reactivación. A comienzos de la década
de 1990 vuelve a hablarse de nueva paternidad que supere lo que ha significado ser
padre hasta ese momento. Y ya metidos en el siglo XXI otra vez se vuelve a anunciar un
nuevo modelo de paternidad que acabe con lo que el padre ha sido hasta esta fecha en la
historia.
Pero si examinamos la historia de las ideas sobre paternidad, nos encontramos con
que también tras la Segunda Guerra Mundial y, más atrás, después de la Primera Guerra
Mundial, hubo un movimiento que reclamó una nueva paternidad. Incluso si entramos en
el siglo XIX, hay un amplio grupo de voces que pidieron una nueva paternidad. Si
retrocedemos todavía más, en el siglo XVIII la Ilustración reclamó un nuevo modelo de
paternidad. Incluso mucho antes, el cristianismo reformado demandó un nuevo modo de
ejercer como padres.
Si retrocedemos más siglos, nos encontramos que ya el primer cristianismo rompió
la tradición romana del paterfamilias e introdujo un nuevo modelo de paternidad no
patriarcal, basado en el paradigma del amor y la paternidad espiritual en vez de la
paternidad jurídica. Pero si nos vamos a las tradiciones sapienciales bíblica, budista o
griega del siglo V antes de Cristo nos encontramos también esa misma tensión entre
distintos modelos de paternidad. Ese siglo constituye una divisoria de la historia, donde
casi todas las civilizaciones del mundo vivieron simultáneamente una trascendente

67
elevación de sus sabidurías, espiritualidades y filosofías. Esto afectó a todas las
instituciones humanas y también a la paternidad.
El relato del sacrificio de Isaac supone un giro cualitativo en la concepción de la
paternidad: Abraham se desposee no solamente de su tierra y su nacionalidad, sino de su
derecho de dominio sobre la vida de su hijo, quien pasa a tener una autonomía y
dignidad como pleno hijo de Dios. Previamente, el perdón de Caín, al que Adán no
puede castigar por su fratricidio, implica también un cambio cualitativo que pone por
encima de los derechos paternales la misericordia y la dignidad del hijo, aunque haya
cometido un asesinato.

68
Los monstruos de nuestros padres
Toda esa larga historia de la idea de nuevas paternidades lleva a preguntarnos junto con
Coltrane, «¿es la “nueva paternidad” realmente nueva?» (COLTRANE, 1996, 5). Podría
verse esta secuencia desde el siglo V antes de Cristo como una línea de progreso que ha
ido sumando fuerzas a lo largo de la historia para impulsar una nueva paternidad que
culmina en la nueva paternidad de 1975. Pero a la vez, somos conscientes de que nuestro
tiempo genera nuevos problemas que empeoran la calidad de la paternidad. Por eso
llamamos a una mirada prudente y humilde.
¿Hablar ahora de «nueva paternidad» es un ejercicio de cliocentrismo? Consiste en
atribuirse generacionalmente una mejora radical que minusvalora a las generaciones
anteriores. Clío es la musa de la historia. Cliocentrismo es creer que tu momento
histórico o tu generación es mejor que las demás. Aplicado a la paternidad, el
cliocentrismo estaría minusvalorando el ejercicio de la paternidad que realizaron
generaciones anteriores y exagera el alcance de los cambios que protagoniza la propia
generación. Una visión en la que digamos que somos un punto que divide la historia en
dos y decir que la paternidad era algo negativo hasta ahora, quizás es pretencioso.
En el caso de la nueva paternidad, el cliocentrismo se acentuaría especialmente
porque realmente hace un juicio muy negativo de todo el pasado en bloque: antes de
nuestra generación todo era patriarcalismo negativo y dicha característica ahogaba todas
las demás virtudes paternas que pudiera haber. Todo el pasado es tierra quemada. Parece
que la nueva paternidad no tuviera nada que aprender de sus padres y los padres de sus
padres y las anteriores generaciones. Esa nueva paternidad no es una etapa diferente,
sino que se considera una nueva era radicalmente distinta, una nueva era del padre.
Parece que se ha generalizado en la opinión pública un duro reproche a las
generaciones anteriores –en realidad, a toda la humanidad hasta este momento– que
afecta a la totalidad de la paternidad que ha existido. Según ello, la desigualdad de
género pervertía todo el resto de la actividad paterna. Puede pensarse que hay una
excesiva infravaloración de los padres de las generaciones pasadas e incluso que esa
estigmatización cae en la caricatura.
La profesora Valery Sanders revisa el juicio generalizadamente negativo que hay
sobre el modelo paterno en el periodo victoriano y constata la permanencia pertinaz de la

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imagen del padre victoriano como un padre abusador. Las pruebas empíricas, en cambio,
no dan soporte a esa imagen. Entonces Sanders se pregunta si estamos buscando de
modo forzado que los padres del pasado sean tan negativos: «Es casi como si
quisiéramos que los padres hubieran sido monstruos, en orden a que hubiera un culpable
al que achacar todo lo que estuviera mal en la familia victoriana» (SANDERS, 2009, 5).
¿Por qué tenemos una mirada tan negativa contra el modelo paterno del pasado? ¿Y
por qué toma el conjunto de la historia –quizás los trescientos mil años de existencia del
ser humano o los últimos doce mil desde su sedentarización en Medio Oriente– como un
periodo compacto en el que la paternidad ha tenido un patrón homogéneo y que ha
seguido las pautas del padre autoritario, distante, frío, no implicado, patriarcal, injusto?
El grado de reproche hacia los padres pretéritos varía desde la descalificación total hasta
la condescendencia.
Como veremos con detalle, históricamente la paternidad no ha seguido un modelo
tan homogéneo ni tan negativo. Algunas de las nuevas virtudes como la comunicación o
el afecto expresivo ya se habían dado masivamente en tiempos anteriores. En todo caso,
ha existido mucha mayor heterogeneidad y tensión entre modelos. ¿Por qué entonces se
mantiene que se está dando una variación histórica del papel paterno y una mirada tan
estandarizadora de todo el pasado?
Quizás la estigmatización injusta del pasado busca enfatizar la importancia de los
cambios actuales. Puede que tenga una intención retórica o sea simplemente un recurso
mediático. Es posible también que en realidad lo que busca es negar el reconocimiento
de cualquier virtud a religiones o sabidurías que formen parte de la tradición. Otra
explicación es que forme parte de un proceso de expiación por las injusticias cometidas
por los hombres y se exagere la denigración de todo lo realizado como padres en el
pasado.
También existe la opción de que realmente ahora exista algo que es una novedad
radical en la historia. Y esto creemos que es verdad: esa novedad es la igualdad de
género en la vida pública. Lo realmente nuevo en la nueva paternidad es la igualdad
entre sexos y eso lo cambia todo.

70
El feminismo lo cambia todo porque recupera lo más importante
Existen culturas nativas que han mantenido la igualdad de género y modelos igualitarios
de paternidad. También conocemos periodos históricos en los cuales la mujer ha dado
saltos cualitativos en su estatus público y doméstico, como es el caso de la ruptura
cristiana con la civilización romana. Modificó radicalmente el estatuto antropológico,
cívico y familiar de las mujeres y los niños como sujetos de plena dignidad y autonomía.
Rompió radicalmente la ley romana de la paternidad: el padre ya no podía disponer
de la vida y la muerte de los miembros de su familia. No podía tampoco determinar ni
prohibir la religión de su esposa e hijos. Eso favorecía las conversiones religiosas al
cristianismo. Pero, además de la conveniencia práctica para la libertad religiosa que tenía
al emperador como dios, la doctrina de la «libertad de los hijos de Dios» que solamente
respondía con la propia conciencia ante un Dios por encima de todos los poderes del
mundo –incluida la paternidad–, fue un salto cualitativo.
No obstante, es evidente que, si se examina la cultura global dominante desde el
origen de la Modernidad, ha habido un cambio feminista cualitativo que varía la relación
entre hombres y mujeres. Nunca como hasta ahora en la historia, las mujeres habían
tenido un estatus público que les permitiera tanta libertad y desarrollo. Nadie puede tener
nostalgia de casi nada del pasado papel institucional de las mujeres. Y eso impacta
nuclearmente en el modelo de paternidad. Todo esto de la paternidad no va sobre
identidades sino sobre relaciones.
¿Con qué profundidad afecta a la paternidad? La paternidad es un fenómeno
relacional y por eso la igualdad la varía radicalmente. Su fundamento tiene un
componente mucho más relacional y cultural que el de la maternidad. Como veremos
más adelante, la paternidad es una estructura biológica tan transformada por la
humanización que casi podemos afirmar que la paternidad es exclusiva de los seres
humanos. La paternidad siempre se fundamenta sobre la relación con una madre (aunque
esta desaparezca tras el nacimiento) y se constituye en un vínculo social por excelencia
con el hijo. Variar las condiciones de relación con las mujeres –con la madre y con cada
hija–, incide en los principios del hecho de la paternidad.
Existe, por tanto, racionalidad en que la liberación de la mujer haya provocado la
percepción de un salto histórico en la paternidad. Al analizar la idea que nuestra

71
generación tiene sobre la paternidad, nos encontramos ese salto de discontinuidad. Es
cierto que el feminismo lo cambia todo en la paternidad. Lleva a desplegar una
triangulación padre-madre-hijo, liberada de la desigualdad. La mayor revolución del
padre es la liberación de la madre.
Esta es una convicción central de la propuesta: hasta que se alcance la plena
igualdad entre hombre y mujer, no seremos capaces de comprender la profunda
singularidad de la paternidad. Ahora está todavía demasiado lastrada por patriarcalismos,
ausencia de suficiente libertad, violencia y fórmulas industriales que asignan roles
especializados demasiado rígidos. Para lograr la reinstitucionalización de una paternidad
más auténtica, la mayor necesidad es luchar por la absoluta libertad de las mujeres y la
igualdad de género.
El pretendido salto civilizatorio de la nueva paternidad tendría, por tanto, un
sustento. En ese caso no sería un problema de cliocentrismo, sino que, efectivamente,
hay un cambio radical. Tampoco sería un problema de adanismo. El adanismo piensa y
actúa sin tener en cuenta que existe una tradición o un pasado. No se ignora el pasado,
pero el impacto de la igualdad de género es de tal alcance que ha modificado
sustancialmente el ejercicio de la paternidad.
Y sin embargo hay algo en esa opinión que no es coherente con una mirada justa
con los hechos históricos. Necesitamos un razonamiento más cercano para poder
desentrañar la verdad. Lo que nos jugamos no es solamente ser injustos o ingratos con
nuestros padres, sino que esa mirada más realista nos dará las claves de cómo avanzar
con mayor efectividad hacia la revolución del padre.
Parte del alejamiento entre ideas y conductas de paternidad que ha ralentizado el
avance de la «nueva paternidad» las últimas décadas, puede ser explicado porque no hay
un reconocimiento de la continuidad histórica de una tradición paterna. Existe una
tradición paterna en la que hay unas constantes que no se pueden tratar en términos de
negación, ruptura ni minusvaloración. La experiencia de muchos padres es que sus
padres les han transmitido una tradición de paternidad que tiene sus límites, pero tiene
también virtudes y experiencias de máximo valor.
La igualdad tiene una arquitectura compleja, no es un principio plano. Hay diversos
campos de igualdad y otros de diversidad. Es cierto que una desigualdad injusta acaba
afectando de algún modo a todos los campos. Por ejemplo, la desigualdad de clase social
acaba afectando a la relación de amistad igualitaria entre dos íntimos. Pero también

72
podría ser cierto que existiera una desigualdad en el ámbito laboral, político, religioso y
cultural, y que en la relación conyugal pudiera existir una experiencia igualitaria. Sin
duda se vería cruzada y condicionada por esa desigualdad pública. Pero hay una parte en
ella que podría atender a otra lógica –la conyugal– y es posible que dicha igualdad en la
pareja tuviera mayor profundidad que la determinada por los papeles sociales.
Hay unas condiciones de desigualdad jurídica que son exteriores y hay quien en la
interioridad de la amistad de su matrimonio ha sido justo con su mujer incluso en esas
condiciones. Del mismo modo, hay situaciones de igualdad formal que no logran que un
hombre sea justo con su mujer y hasta atente contra su vida.
La desigualdad de sexos en la vida pública no implica necesariamente que todos los
aspectos de una relación conyugal se vean absolutamente condicionados, sino que estos
tienen su propia autonomía y mantienen una relación dialéctica con esos papeles
sociales. Extendido esto a los hijos, ¿es posible que haya habido un ejercicio virtuoso de
la paternidad en el marco de relaciones injustas entre sexos?
Como consecuencia, se podía reconocer que haya habido virtudes paternales
genuinas en la relación con los hijos y también en la relación entre ambos cónyuges
respecto a los hijos. La química dentro de la pareja y el hogar tiene sus propias lógicas
en el marco de la física que marcan los papeles sociales. La química de la pareja no está
totalmente determinada por la física de la desigualdad social. Sin duda está
condicionada, pero tiene su propia lógica conyugal, doméstica y familiar, que puede
contrarrestar esa desigualdad e incluso contravenirla.
El cambio en la paternidad no procede solamente de la igualdad. Esta impacta en el
núcleo, pero no ocupa ni agota todo. Y por tanto no todo queda anulado bajo ella.
Cambia nuclearmente pero no la cambia del todo y por tanto tampoco invalida del todo
el pasado.
Hay una igualdad primordial que se da en la relación singular en la pareja, aquella
que es propia de la relación entre dos seres humanos. Mírese el Cantar de los Cantares:
ella es la que canta, la relación entre amantes es igualitaria e incluso es posible que el
autor haya sido una mujer, o un grupo de mujeres. Y el Cantar de los Cantares es central
en la Biblia, no es un libro secundario. Es el libro que determina la relación entre sexos
con mayor profundidad y alcance en todo el conjunto de la Biblia y sus tradiciones judía,
cristiana o musulmana [11] .

73
Porque hay una igualdad como seres humanos únicos y dignos, es posible que, en
cualquier momento de la historia, personas cuyas relaciones son injustamente desiguales
se reconozcan, intimen y se alíen para establecer relaciones más justas entre ellos. Si no
existiera una igualdad primordial entre hombres y mujeres, no hubiera sido posible
luchar por la igualdad pública. Sin esa igualdad interior en las relaciones, la libertad no
podría abrirse paso en la historia. El feminismo lo cambia todo porque recupera una
dimensión fundamental de la condición humana: libertad, dignidad y amistad de los
seres humanos. Todos somos igual de únicos.
Quizás es necesario introducir mayor gradualidad en la mirada sobre las
transformaciones de la paternidad [12] . Ser padre es una larga búsqueda. Es cierto que
los padres varones de las generaciones inmediatamente anteriores a la del siglo XXI han
sufrido bajo un modelo de paternidad que no les dejaba ejercer plenamente como tales.
Pero eso no es una constante en toda la historia, sino que sobre todo se ha producido
durante la etapa de la industrialización. Los diálogos y reproches que formula la nueva
paternidad se dirigen sobre todo al padre industrial. Una mirada histórica más completa,
larga y a la vez más profunda, propiciará un juicio más justo y preciso sobre el pasado de
nuestros padres.

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La paternidad de la experiencia
La paternidad es una estructura antropológicamente más profunda que la ciudadanía, la
comunidad política o las clases sociales. Ningún papel social puede determinarla del
todo a menos que el individuo haga una continua dejación de su libertad y ahogue esa
experiencia permanentemente creativa. Hay ocasiones en que un hombre puede no haber
elegido del todo ser padre, pero siempre puede elegir cómo ser padre.
No se elige ser padre una única vez en la vida, sino que se elige muchas veces cómo
ser padre. Uno no es padre de una vez por todas; no es un papel inmutable a lo largo de
la vida. El modo de comprender, ejercer y expresar la paternidad cambia dependiendo de
la relación con unos hijos concretos que tienen su personalidad y un itinerario vital
original. Hacer dejación de la paternidad y dejar que un papel social marque totalmente
el comportamiento significa hacer un ejercicio constante de ignorancia de las
interpelaciones de cada hijo. Hace falta reprimir mucho los sentidos para comportarse
según lo que un marco cultural tiene determinado.
La paternidad es una estructura antropológica generativa de la que surge sociedad y
esa dinámica es mucho más potente que la contraria, la capacidad de condicionamiento
que tenga la sociedad sobre la paternidad a través de sus papeles sociales. La sociología
de instituciones se ve continuamente desbordada por la sociología de las experiencias.
Ser padre y ser un buen padre es una elección, quizás la más importante de la vida
de un hombre y, por tanto, muy ligada a las elecciones vitales y morales de cada persona.
No solamente viene marcado por un papel o estructura, sino que es una de las
experiencias más libremente establecidas que puedan darse, por su intimidad, por estar
más allá de los papeles, por comprender la vida y la muerte en sus últimas expresiones,
por ser el hijo uno mismo, etc. Es el ángulo donde más friccionan estructura y agencia.
¿Ha habido en el pasado padres que han vivido de forma plena su paternidad? ¿Lo
podemos hacer mejor nosotros? ¿Lo podemos hacer plenamente en la actualidad?
¿Alguna vez se podrá hacer plenamente? Los mayores obstáculos no proceden de la
desigualdad de género, sino que radican en las dimensiones más profundas de la relación
humana, aquellas que se sitúan frente a la alteridad, al reconocimiento del otro con sus
diversidades e incluso desigualdades. La paternidad es una estructura fundamental que

75
va buscando aquella institucionalización que le abra todo su alcance de humanización y
desarrollo.
En un estudio sobre la transmisión de la idea de paternidad a través de tres
generaciones en distintas familias –entrevistaron a 71 miembros de 12 familias–, Julia
Brannen y Ann Nilsen nos proponen ir «from Fatherhood to Fathering» [de la
Paternidad al Ser Padre (al usar el gerundio lo pone en acción concreta, al Siendo-
Padre)]. Significa que pasemos de un análisis basado en categorías, a la observación de
las experiencias reales de los padres: cómo los padres encarnan cotidianamente y en
concreto esa condición [13] . Nos invitan a un enfoque que no ponga el énfasis en el papel
formal sino en cómo toma forma la estructura paterna en la vida.
Las entrevistas cubrían a personas que habían nacido hasta durante la Primera
Guerra Mundial. Es decir, cubrieron la comunicación del concepto de padre a lo largo
del siglo XX. Analizaron las formas de actuar como padres de cada generación en cada
familia. También estudiaron cómo se transmitió la idea de paternidad entre padres e
hijos, abuelos y nietos. Y también investigaron qué imágenes tiene cada generación de la
forma de ser padres de las otras generaciones tanto ascendentes como descendientes. La
conclusión de Brannen y Nilsen es que no encontraron cambios lineales que permitieran
establecer una graduación de peor a mejor padre o viceversa. Más que transmisiones
lineales encontraron discontinuidades en las transiciones de paternidad (BRANNEN y
NILSEN, 2006, 340).
En la historia de los Lennon tampoco se puede establecer esa línea continua. El
abuelo Jack, a comienzos del siglo XX, fue probablemente mucho mejor padre que su
hijo Alf y que el propio Lennon antes de que naciera su segundo hijo en 1975. Además,
si comprendemos a su tío George como figura paterna de la infancia de John, fue tierno,
considerado y humilde con él.
Por otra parte, Jim McCartney, el padre de su amigo Paul, era «hombre de su casa»:
además de trabajar, hacía las labores del hogar y crio a sus hijos cuando quedó viudo. A
Jim no le avergonzaba aparecer con el delantal puesto para servir a las cinco de la tarde
el té con pastas a aquel grupo de chicos que en breve iban a convertirse en los Beatles,
revolucionarios de la música, pero más machistas que el padre de Paul o el tío George,
de la generación anterior.
Esto significaría que junto con la línea de la igualdad existen otras variables
cruciales en la formación de la paternidad. Por ejemplo, Barry Strauss –profesor en la

76
Universidad de Princeton– estudió las relaciones entre padres e hijos en la Grecia del
siglo V antes de Cristo y descubrió que el modelo se vio muy influido por la derrota
helena en la campaña de Sicilia. Durante la Guerra del Peloponeso entre la Liga de
Delos, liderada por Atenas, y la Liga del Peloponeso, encabezada por Esparta, los
griegos realizaron una campaña centrada en Sicilia que tuvo lugar entre los años 415 a.C.
y 413 a.C.
Tucídides dejó escrito el final de la campaña: «su flota, su ejército, todo fue
aniquilado y muy pocos hombres regresaron a sus hogares». Efectivamente, fue una
derrota absoluta en la batalla de Siracusa, con un enorme sufrimiento y humillación. Fue
el principio del fin de Atenas, que en el año 404 a.C. fue invadida por Esparta.
Strauss (1993) estudia las ideas sobre paternidad en todo ese periodo y llega a un
interesante hallazgo. La Guerra del Peloponeso duró aproximadamente 27 años, desde el
431 a.C. al 404 a.C. La primera fase –la Guerra Arquidámica– duró 10 años, hasta la
llamada Paz de Nicias en el 421 a.C. Esta guerra causó una debacle en Atenas. Primero
porque en el año 430 a.C. prendió la peste en el estado y murió un tercio de su población
–entre ellos, Pericles.
El año 422 ambos bandos habían llegado con las fuerzas muy mermadas. Atenas
sufrió en el 422 a.C, dos severas derrotas (batalla de Delio y batalla de Anfípolis) que la
llevaron a intentar negociar la paz. Las dos ligas habían sacrificado a una generación de
adultos y estaban tan exhaustas y arruinadas que firmaron la paz del 421 a.C. Sócrates
formó parte de esa generación que luchó en esta primera etapa.
Una gran parte de la generación de adultos atenienses había desaparecido en las
fauces de la guerra. La mayoría de las familias quedaron descabezadas y una generación
joven asumió el liderazgo. Los jóvenes criticaban la derrota de sus padres y se rebelaban
contra los términos de aquella paz, que consideraban humillantes. La idea de paternidad
fue minusvalorada y se enfatizó la potencia y virtud de la juventud. El ensalzamiento de
la juventud como categoría primordial llevó a crear un ambiente propicio a romper la
paz. La generación anterior se encontraba tan fracasada y agotada que no pudo persuadir
a sus hijos de las durísimas enseñanzas que había aprendido en las derrotas.
Tras la derrota de Siracusa en la campaña de Sicilia, Atenas recibió una lección
todavía más drástica y sangrienta. Comenzó un tiempo de decadencia que llevó a su
conquista. Strauss encontró que en ese periodo final la paternidad experimentó una
nueva valoración. El pueblo se duele de no haber atendido a la experiencia de la

77
generación de sus padres que tuvo ya que pagar un alto precio. No haber valorado a sus
padres conllevó un sufrimiento todavía mayor que el que Atenas había soportado unos
años antes.
Strauss concluye que las relaciones intergeneracionales concretas entre padres e
hijos, su juicio de la historia y sus expectativas de futuro, modulan el propio concepto de
paternidad. Más adelante veremos cómo experiencias como la de la Primera Guerra
Mundial o la Gran Depresión del 29, contribuyeron a reconceptualizar la idea de
paternidad. Lawrence Samuel sintetiza esta idea al decir que «la paternidad no es un
concepto fijo sino fluido que tanto ha dado forma como reflejado el clima cultural de los
tiempos» (SAMUEL, 2016, 2).
Efectivamente, para abarcar históricamente la paternidad es necesario comprender
que se ve muy afectada por las condiciones económicas, políticas, religiosas en que
viven las personas. Las dimensiones de la familia son muy sensibles al entorno. No es
signo de debilidad sino de adaptabilidad. Lo familiar actúa a un nivel mucho más
profundo que esas dimensiones, sucede en las relaciones más fundantes de cada sujeto.
Lejos de significar que paternidad, maternidad o fraternidad son estructuras muy
maleables, en realidad nos hablan de que por su hondura son capaces de sobrevivir a las
circunstancias más diversas y adversas; incluso a aquellos regímenes políticos y modas
culturales que conspiran para aniquilar lo familiar.
La paternidad es una larga búsqueda en la propia biografía y en la historia. Uno
aprende a ser padre. Tardas décadas en comprender el significado e impacto de tu padre
sobre ti y, a su vez, estamos aprendiendo a ser padres el resto de nuestra vida. Así como
todos sabemos que los niños y jóvenes viven grandes cambios en su crecimiento,
asimismo el padre va cambiando sus ideas, modos y sentimientos para adaptarse a sus
hijos. El padre crece con sus hijos.
No es cierta la imagen que tenemos de una paternidad homogénea. De igual modo
que la forma de ejercer la paternidad varía a lo largo de la biografía de cualquier padre,
también cambia con el tiempo histórico. Cualquier visión que vea la paternidad como
una constante estándar a lo largo de los siglos, no está mirando con realismo y
profundidad la historia.
Afirma Robert Griswold –especialista en familia de la Universidad de Oklahoma–
que gran parte del conocimiento sobre familia y paternidad procede del contraste entre
las ilusiones estereotipadas y las realidades cotidianas (GRISWOLD, 1982). A las ideas se

78
les da una solidez, homogeneidad y continuidad que no se corresponde con su
encarnación en la vida real. En su opinión, «la paternidad y, se podría añadir, la
masculinidad en sí misma, han sido conceptos históricamente inestables (GRISWOLD,
1998, 26).
Para comprender bien cómo se ha dado la masculinidad, necesitamos incorporar
una mirada histórica de la paternidad mucho más cercana a la experiencia real de la
gente. Hay una paternidad de la opinión y una paternidad de la experiencia y
generalmente esta última queda aplastada bajo la primera. La propia «historia de la
masculinidad… permanece incompleta por causa de la frecuente omisión de los padres y
la paternidad» (KING, 2015, vii)
Necesitamos pensar a nuestros padres. Y hacerlo con justicia y también con gratitud
porque un profundo sentido de gratitud nos permite conocer con mayor profundidad las
cosas. Es necesaria una mirada histórica y compasiva sobre la paternidad. Examinando el
devenir de la paternidad a lo largo de la historia, encontramos continuidades y rupturas,
patrones comunes, pero también pluralidad y diversidad. Nos damos cuenta de que
algunas reivindicaciones actuales sobre la libertad de los hijos, la ternura, el afecto, la
comunicación o la participación en la crianza no son novedades del hoy, sino que han
estado presentes a lo largo de los siglos.
La paternidad es una estructura originaria de la hominización. Pero que esté en el
origen no significa que su expresión en el pasado haya sido mejor o más auténtica que la
que se pueda dar en la actualidad o en el futuro. Que una estructura humana sea
originaria no significa que legitime formas institucionales del pasado. Es incluso posible
que nunca durante la historia haya sido posible desplegar toda su potencialidad porque se
ha visto coaccionada por institucionalizaciones insuficientes o represivas. La sociología
natural no significa sociología tradicionalista. La sociología natural reconoce que la
hominización y la humanización han sido y son posibles por estructuras sociales
originarias y fundamentales que son universales. La paternidad es una de ellas.

79
La perspectiva de la historia de los sentimientos
Otro riesgo del cliocentrismo es juzgar a las generaciones pasadas desde códigos que no
son universalizables. Por ejemplo, hay descubrimientos, tecnologías o conocimientos
que crean condiciones tan nuevas que no se puede juzgar a quienes carecían de dichos
recursos. En el caso de la paternidad hay un aspecto que puede constituir un riesgo para
el análisis comparado de la paternidad entre las distintas generaciones: los afectos.
Las formas de sentir varían a lo largo de la historia. Hay una parte de dicha
variación que puede comprenderse evolutivamente, incluso guiado por una mejora de las
formas de sentir. Podríamos presumir que si las personas tienen en el siglo XXI mayor
libertad para expresar sus sentimientos en público o si se reconoce más el valor de los
sentimientos. Desde un sentido contrario, podríamos investigar si los sentimientos han
ido perdiendo conexión con la razón formal, si los sentimientos han perdido complejidad
en favor de un emocionalismo más superficial o si existe una retórica sentimental que
oculta la pobreza del discernimiento personal y público.
Hay otra parte de la variación en las formas de sentir que son atribuibles a
diferentes estéticas. En ese sentido, ser una persona expresiva y tener un carácter
expansivo no significa que los sentimientos sean más auténticos ni más profundos.
Existe una gran pluralidad de formas de comunicar los propios sentimientos. Es cierto
que nuestra cultura en el siglo XXI se ha hecho mucho más emotivista, pero también es
cierto que en el Romanticismo eso estaba incluso mucho más exacerbado.
Es crucial abordar la historia de los sentimientos porque influye de modo
determinante en la comprensión de la paternidad. Un sector de las críticas generalizadas
a los padres y abuelos del siglo XX es que su forma de ejercer la paternidad fue distante,
no comunicaban sus sentimientos y minusvaloraban la expresividad emocional. El dicho
«los chicos no lloran» forma parte de ese reproche.
La dimensión emocional y la inteligencia emocional se dan en cualquier época y
lugar, pero adopta formas muy distintas. Nadie podría afirmar que el fuerte
emocionalismo y entusiasmo de un padre estadounidense le hace mejor padre que la
contención de un padre japonés. No existe una correspondencia directa entre el amor y la
fluidez en la expresión de los sentimientos. El amor se puede expresar de muchas formas
a través de nuestras conductas. Un padre puede estar expresando su amor por sus hijos a

80
través de las horas que dedica al trabajo, a estudiar con ellos, a jugar o simplemente a
estar presente acompañándolos una tarde.
La ternura, las caricias, el cariño y toda la expresividad de sentimientos es
valorable, pero está en función de las costumbres y las estéticas de las distintas épocas,
las diferentes culturas y los diferentes caracteres. Debemos ser cautos a la hora de juzgar
las formas de expresión como más o menos afectivas. Como principio general podemos
afirmar que es anacrónico evaluar el amor de un padre según una cultura sentimental
ajena a su tiempo. La expresión sentimental y el amor no siempre coinciden en sus
formas. Puede ser más una cuestión de modos que de valores.
Quizás lo que falla en la historiografía sobre paternidad es la perspectiva
(LAUMONIER, 2015). Hay que comprender integralmente «la economía emocional de una
familia» (STRANGE, 2015, 28) y discernir la intensidad y valor de las relaciones no
solamente por el sentimiento expresado. Un padre muy expresivo puede estar en realidad
preso de una retórica demasiado emocional, mientras que un padre más contenido puede
estar mucho más implicado y albergar afectos de mayor profundidad. Los sentimientos
también hablan –y quizás con mayor robustez y autenticidad– por el lenguaje de los
hechos. Debemos comprender la entrega de los padres a los hijos dentro de los códigos
estéticos y sentimentales de cada época.
Pretender que un padre romántico quiere más a sus hijos que un padre románico es
probablemente injusto. Son distintas estéticas emocionales. No obstante, quien piensa
que los padres del siglo XXI son nuevos padres porque sean más afectivos, se
sorprenderá al conocer el grado de afectación sentimental de los padres en siglos
anteriores.
Estudiar en la historia real la paternidad de la experiencia nos sugiere que debemos
abandonar modelos homogéneos o bipolares para reconocer la pluralidad interna de
experiencias y modos de ser padre que hay en la sociedad. Al analizar los documentos
históricos se puede comprobar el esquema excesivamente dual con el que se ha visto la
figura del padre, dividido entre figuras represivo-autoritarias y figuras ausentes o
distantes de paternidad. La paternidad no puede ser comprendida cuando se encierra
dentro del análisis patriarcal. La paternidad es irreductible y subversivamente mucho
más plural, diversa y compleja (ARMENGOL-CARRERA, 2008).
Nos encontramos ante una reinstitucionalización de la paternidad, el modo como se
transmite hacia el futuro. La nueva paternidad no se enfrenta a todo lo que hubo antes en

81
la historia, sino que sobre todo busca superar el modelo que se han establecido durante
un periodo determinado, la modernidad industrial. Pero para llegar a ese punto debemos
comenzar explorando cómo era la paternidad antes de la Modernidad y eso nos lleva a
examinar la Edad Media.

1. Paternidad medieval
Lucie Laumonier –historiadora de la canadiense Universidad de Calgary– es quien ha
estudiado más exhaustivamente la paternidad en la Edad Media. Y lo ha hecho desde esa
perspectiva innovadora de la historia de las emociones. Afirma que «la paternidad
medieval implicaba un deber de afecto y cuidado de los hijos, así como la obligación y
responsabilidad de provisión y transmisión a los hijos» (LAUMONIER, 2015, 651).
La historia de las emociones tiende a detectar la realidad subyacente a las visiones
formales o legales, así que es capaz de percibir la gran magnitud que tenía la implicación
paterna en la infancia de sus hijos como expresión de los deberes de la buena paternidad.
En la Edad Media, «el amor y el cuidado fueron testimonio de la involucración del padre
en el bienestar de su familia. Fueron esenciales para dotar al hombre de identidad tanto
paternal como masculina» (LAUMONIER, 2015, 657).
La paternidad podía divergir en algunos puntos de las expectativas más amplias
atribuidas a la masculinidad. Por ejemplo, la pobreza podía poner en cuestión la
masculinidad sin afectar a la paternidad, por ejemplo. El padre medieval «no era
solamente un proveedor y un gobernante, sino también un guía moral, un protector y una
figura del cuidado» (LAUMONIER, 2015, 662).
Contra la idea de que la preocupación sobre la paternidad es una característica
moderna, la historiadora de la Universidad de Oxford, Rachel Moss (2015), demuestra
que las fuentes sobre paternidad –tanto su representación en relatos de ficción como en
los documentos sobre la vida de padres reales– revelan que una cuestión central de la
relación paterno-filial fue el mutuo respeto y el afecto.
No hay duda de que los padres medievales ejercían un control legal, social y moral
mayor sobre los niños en comparación con los padres del siglo XXI. No obstante,
aunque la ley les permitía ejercer dichos poderes, el padre medieval estaba preocupado
por ser un buen padre. Sin embargo, pese a las evidencias, persiste el falso constructo

82
que atribuye a los padres medievales un comportamiento formal, frío y distante con sus
hijos.
Rachel Moss ha estudiado casi todas las colecciones epistolares medievales. Para
ilustrar su hipótesis destaca la Colección Stonor de cartas, una correspondencia ligada a
una familia de la Edad Media inglesa [14] . En ese repertorio de cartas el padre cuenta una
conversación que tuvo con uno de sus hijos mientras paseaban. En ese momento, el hijo
le confiesa a su padre su dolor por las dificultades que atraviesa la negociación del
matrimonio que desea. Del contenido de la carta se deduce que era necesario que el
padre, Thomas Stonor, confortara a su hijo y fuera un «buen padre», esto es, que
mostrara cercanía y simpatía por su hijo. En la Inglaterra medieval, el papel de padre
implicaba que para ser «buen padre» había que ser afectivo con los hijos. «Esas
demostraciones directas de afecto no fueron solamente posibles sino deseables y
esperables» (MOSS, 2003, 84).
La vida en el Medievo sucedía en un entorno de mayor proximidad y con menor
movilidad geográfica. El hogar era la unidad no solamente social de la familia sino
también el lugar de producción económica. La vivienda estaba situada muy cerca de los
lugares de trabajo o, en la mayor parte de los casos, era el propio lugar de trabajo. Esa
concepción del lugar es básica para la modelación de una paternidad cercana y
cooperativa.
Además, generalmente, los hijos convivían son su padre durante el trabajo pues
tenían que aprender el oficio. «Los hombres eran una presencia visible en la vida de los
hijos, primeramente, porque sus trabajos agrícolas, artesanos o comerciales ocurrían en
el contexto del hogar» (COLTRANE, 1996, 29). En algunos casos eran negocios familiares
y, por tanto, hijos e hijas se incorporaban a las actividades económicas. Otras veces, el
padre era asalariado y llevaba consigo a su prole. Esa estrecha convivencia del padre y
sus hijos formaba parte de la socialización que iba a hacer posible su supervivencia. La
proximidad funcional del padre con los hijos contribuía a una relación de intensa
presencia y una cooperación muy estrecha y articulada entre padre e hijos.
La madre participaba intensamente en esa convivencia y trabajo común. Al formar
con mayor frecuencia el hogar una unidad doméstica y económica –y en todo caso tener
en la mayoría de los casos huertas, criaderos o establos–, las tareas domésticas estaban
menos estandarizadas. Tengamos en cuenta que la vida estaba bajo una mayor
imprevisibilidad y protección pública, lo cual hacía que la organización del trabajo

83
familiar tuviera que estar sometido a continuas reorganizaciones. En general, «las
divisiones del trabajo en la mayoría de las sociedades antiguas fueron probablemente
mucho menos rígidas de lo que suponen los mitos populares» (COLTRANE, 1996, 27).
La división de papeles permanecía muy ligada a los problemas de seguridad y
autodefensa. La función defensiva de los varones y la mayor vulnerabilidad femenina
producían amplias diferencias en la representación en espacios públicos. La seguridad
era un asunto familiar crítico en el mundo rural. Pero también en el emergente hábitat
urbanizado, la movilidad física y el caos de las multitudes era tal que la familia tenía
mucho menor capacidad de autodefensa.
Ese mismo papel masculino defensivo en las amenazas o conflictos violentos,
también lleva a que sean los varones los reclutados para la guerra. El padre y los
miembros varones de la familia pagaban con su vida su papel en la vida pública. En
sociedades tan vulnerables a la violencia, la disposición paterna a morir por y en nombre
de los hijos –y muy especialmente de las mujeres– era parte sustancial de su relación.
La peligrosidad del mundo medieval marca mucho el tipo de relación con los hijos.
Los niños no estaban tan inclusos en las viviendas y en las instituciones educativas, sino
que pasaban más tiempo en espacios exteriores sin control de adultos y, cuando aún no
estaban en edad de trabajar, la mayor parte de su día transcurría así. Esa situación de alta
exposición a riesgos influía determinantemente en el tipo de relación con los hijos. Los
hijos están menos bajo supervisión directa y por tanto las reglas son menos pero más
intensas. El peso de las prohibiciones era menos exhaustivo, pero más severo, como
medio principal de mejorar la seguridad de los hijos.
Además, existe otro factor que contribuye a un modelo normativo y educativo más
jerárquico y severo. Los hijos eran cruciales para la supervivencia futura de los padres –y
las personas dependientes de la familia– y por tanto las decisiones de los hijos afectaban
de forma crítica al conjunto. No solamente la solidaridad de los hijos con la familia
estaba más sujeta a obediencia, sino que todo el proceso de formación de los hijos para
la supervivencia era un tiempo fundamental en el que existían hitos que había que
cumplir.
Debemos ser cautos porque «la naturaleza fuertemente jerárquica y formalizada de
las relaciones escritas entre padres e hijos pueden dar la impresión de una relación más
caracterizada por el ritual que por el sentimiento. Sin embargo, eso olvidaría cómo era de

84
importante la jerarquía para todas las relaciones sociales en la Inglaterra bajomedieval»
(MOSS, 2003, 82). Un modelo más jerárquico no es incompatible con el afecto.
En general, al estudiar la Edad Media, «hay abundante evidencia del profundo
apego emocional entre los padres y sus hijos», aunque ha pasado desapercibida porque
las expresiones de ternura están estrechamente armonizadas con un fuerte sentido de
jerarquía y deber mutuo entre padres e hijos». Eso no significa que rebaje el calado de
los sentimientos, sino que «el lenguaje y gestualidad formal en la comunicación entre
padre e hijo son medios para expresar y construir su relación de respeto y cooperación»
(MOSS, 2003, 110).
Merece la pena destacar otra cuestión relacionada con la autoridad y la obediencia.
El padre formaba a hijos cuyo destino era no solamente ser capaz de sustituirle en sus
funciones, sino ser capaz de desempeñarlas con mayor éxito. Eso implica que el hijo
deberá superar al padre y tomar parte de su papel. Es paradójico: la autoridad empleada
para la formación del hijo solamente culminará con éxito su labor si el hijo es capaz de
sustituirle en ese liderazgo y autoridad para asumir la defensa y prosperidad de la
familia. Así pues, las relaciones de obediencia y jerarquía estaban lejos de ser
unilaterales y abusivas, sino que forman parte de la solidaridad y corresponsabilidad
entre padre e hijos, y a determinada edad casi serán reversibles
En resumen, el padre medieval tiene una alta presencia y convivencia con los hijos
y arriesga su vida en su seguridad. La división del trabajo no seguía una separación ni
asignación rígida, sino que los papeles eran más intercambiables. La cooperación entre el
padre y los hijos era mayor y por tanto se establecían vínculos fuertes de mutua
dependencia. Como la supervisión era menor se compensaba con una autoridad de reglas
más firmes. La autoridad paterna y la obediencia formaban parte de un ciclo de
solidaridad y corresponsabilidad que los hijos culminaban sustituyendo el papel del
padre. No obstante, las fuentes epistolares y los documentos muestran que el modelo
paterno exigía cercanía, afecto y entrega por los hijos.

2. El padre moderno


El final de la Edad media impactó de forma dramática en la configuración de la
paternidad. La crisis económica del primer tercio del siglo XIV hizo más vulnerable a la
sociedad europea y las plagas de peste arrasaron Europa. El drástico empobrecimiento

85
deterioró las condiciones de vida, aumentó la corrupción y generalizó los abusos.
Además, el contagio de la peste se producía mediante la cercanía y el aliento.
Eso introdujo una desconfianza radical no solamente con los vecinos sino en el
mismo seno del hogar y entre padres a hijos, especialmente cuando unos u otros eran
más vulnerables. Las relaciones más íntimas se convirtieron en fuente de sospecha.
Durante tres generaciones la peste se cobró una mortalidad altísima que en algunas de las
principales ciudades de la época alcanzaron a más de dos tercios de la población.
La generación joven que en la última década del siglo XIV toma las riendas de esa
sociedad masacrada por la enfermedad, el abuso público y la violencia, se encuentra un
mundo fracturado y desconfiado. Las divisiones se abrieron en todos los órdenes
económico, político, religioso, territorial… y el familiar. Es una generación
superviviente con multitudes de huérfanos a los que se les arrebataron sus padres y
abuelos.
La primera generación tras ese tiempo apocalíptico es consciente de que es
necesario un cambio radical. Extienden esa horrorosa experiencia de un siglo al conjunto
de la Edad Media –de la cual no han tenido transmisión intergeneracional porque ya
nadie recuerda cómo era la vida antes de la peste–. De esa manera, se establece un juicio
muy negativo contra la sociedad de sus padres que acaba de morir.
La Edad Media se guiaba por el principio del orden. Sin embargo, es tal la
profusión y profundidad de las divisiones que la Edad Moderna necesita un nuevo
principio que va a guiar toda su acción: la integración, universalización, la inclusión, la
mundialización, la compatibilidad, el intercambio, el holismo o integralidad. En
conclusión, la unidad. Todos esos términos forman un único movimiento de integración
que ha ido dando forma a los distintos proyectos históricos a lo largo de las etapas de la
Modernidad. La paternidad será crucial para continuar la vida y la base social de la
nueva sociedad, pero no será una de las instituciones que lidere la creación de esa nueva
Edad Universal o Moderna.
No obstante, los documentos históricos también muestran una transformación de la
paternidad. Tras tres generaciones de corrosión de los vínculos más íntimos y del
conjunto de la confianza social, se abre un modelo de paternidad que trata de reparar ese
alejamiento paterno-filial. Durante la Modernidad, la evolución del ejercicio de la
paternidad no solamente siguió manteniendo un patrón afectivo, sino que este se
acentuó.

86
Pese a que no ha habido suficiente atención a la cuestión, resaltan algunos
estudiosos que lo han puesto de relieve. Anthony Fletcher demuestra en su estudio
histórico de la función parental desde 1600 a 1914, que el amor del padre por sus hijos es
un hecho constante y consistente en el tiempo, aunque cambia sus formas de expresión
dependiendo de la época. Otros historiadores como Leonore Davidoff y Catherine Hall
(2002), han expuesto cómo los varones profesionales evangélicos estaban estrechamente
comprometidos en la vida doméstica y asumían un rol paterno complejo, que incluía el
cuidado. Destacan cómo el cristianismo reformado introdujo un papel educador de los
hijos mucho más intenso.
En general, la Reforma introdujo en las familias la necesidad de leer la Biblia,
razonar la fe, la catequesis de los hijos y las celebraciones religiosas domésticas. Eso
llevó a que el padre sensibilizado por la nueva religiosidad se comprometiera personal y
presencialmente en esa transmisión y celebración de la fe. Los niños deben leer y
comentar la Biblia y aplicarla reflexivamente a su propia vida. Hay una labor docente y
celebrativa que estrecha la convivencia y el compromiso activo del padre en la crianza.
El mundo inglés ha realizado excelentes investigaciones pioneras sobre los padres
en la historia. Desde el último tercio del siglo XVII al comienzo del siglo XIX, hay dos
fuentes que marcan la definición de paternidad en su contexto. Primero, «la
cristalización de un modelo de masculinidad cristiana que los sermones, panfletos y
tratados describían que debía ser magnánima, benevolente, virtuosa, moderada,
autocontrolada y tendente al perdón» (BAILEY, 2010, 271). Segundo, fueron
significativos los valores que encarnaba el «hombre del sentimiento», quien en el hogar
mostraba caballerosidad, sensibilidad y emoción. Estas características estuvieron
culturalmente extendidas hasta finales de la segunda década del siglo XIX. Era común
hablar de «padre afectuoso».
La idea de padre incluía «profundidad de amor, tomar un cuidado muy dedicado a
la crianza de los hijos, educación y bienestar, crianza de los más pequeños, atención
cercana a los hijos de todas las edades, compasión y ser solícito. La ternura paterna era
incluso más intensa cuando la madre estaba ausente» (BAILEY, 2010, 274). «La
sensibilidad era un potente fenómeno cultural a lo largo de toda Europa que celebraba
los sentimientos, la emoción y la sensibilidad… La ternura es común en todas las fuentes
que se pueden consultar» (BAILEY, 2010, 275-276).

87
La cultura de la sensibilidad estaba profundamente imbricada con las emociones
experimentadas desde una idea de corazón sensible, acompañado de besos, lágrimas y un
estado nervioso muy afectado. Existía «una conexión íntima entre el cuidado emocional
y material dentro de la provisión» (BAILEY, 2010, 280).
En otras latitudes también nos encontramos un movimiento convergente con ese
acento de la unidad entre padres e hijos como reacción a las agudas divisiones
tardomedievales. La profesora Sandra Cavallo (2002) está especializada en la historia
cultural y social de la Italia renacentista y ha investigado la paternidad en dicha época.
Su conclusión es que la modernidad temprana es una edad de oro de la paternidad como
consecuencia del mayor estatus que el Renacimiento concedió al derecho romano y a las
prerrogativas del padre sobre sus hijos. Floreció en Italia una literatura sobre el buen
hogar, en el que al padre se le asignaba el papel clave para garantizar la salud y
crecimiento de los hijos, especialmente los varones. El hijo era visto como el espejo e
imagen del padre.
El padre era el principal educador y también quien administraba la disciplina, pero
la relación con el hijo era también comprendida como un asunto emocional. «El papel
paterno raramente aparecía definido solamente en términos de autoridad, sino que se
alentaba a los padres a ser amables, cariñosos y afables. Los sermones religiosos
católicos proponían una imagen paterna en la que la relación afectuosa y tierna con el
hijo era prominente. Realmente la creencia común entre los contemporáneos era que la
relación paterno-filial estaba intensamente cargada de emociones» (CAVALLO, 2012, 311).
El canon social establecía que la autoridad se debía ejercer equilibrada con el amor
y respeto que el padre debía a su hijo. Asimismo, la autoridad paterna tenía fragilidades,
era desafiada y resultaba erosionada por los hijos jóvenes de 13 a 16 años, especialmente
entre las clases pobres. Una figura tan representativa de la época como el arquitecto,
escritor y humanista renacentista italiano Leon Battista Alberti (1404-1472) dejó escrito
que «no hay amor más potente, constante, completo y grande que iguale al amor de un
padre por sus hijos» (citado por CAVALLO, 2012).

3. El padre ilustrado


La Ilustración es una de las etapas de la Modernidad y supuso un cambio importante en
la concepción de la paternidad. Las grandes corrientes ilustradas hicieron contribuciones

88
relevantes. La ilustración alemana y el pietismo germano tendría una influencia profunda
y prolongada en la profundización de la Modernidad. El pietismo hace evolucionar la
espiritualidad de la Devotio Moderna que fue crucial para el inicio de la Modernidad
desde el norte de Europa. El pietismo cree que los individuos ya desde niños tienen una
interioridad subjetiva única y singular en la que se produce el diálogo primordial con el
Espíritu de Dios y suceden los procesos de pensamiento y discernimiento racional.
Por tanto, el pietismo insta a los padres –y especialmente llama al compromiso del
padre– para que exista ese reconocimiento de la subjetividad y unicidad de cada hijo y se
contribuya no solamente a su instrucción religiosa sino a sus capacidades de
introspección. Los hijos no son recipientes que contengan las ideas transmitidas por los
padres, sino que deben realizar un trabajo autónomo interior. La relación con el padre no
es principalmente de instrucción sino de acompañamiento de ese desarrollo interior. Ese
desarrollo de la subjetividad conducirá muchas décadas después al Romanticismo.
Desde la Modernidad ilustrada francesa, en 1762 Jacques Rousseau critica en su
Emilio o Tratado sobre la Educación, dejar el cuidado y formación de los hijos en
manos de sirvientes o maestros. Elevó la función paterna a uno de los papeles más
importantes que un hombre puede cumplir en su vida. En su opinión, el padre varón
ejercía especialmente como preceptor de los hijos.
La tercera corriente ilustrada es la Modernidad anglosajona. Con la disipación del
imperativo disciplinario puritano y por el impacto permeable de las enseñanzas de Locke
después de 1700, la paternidad se volvió indudablemente más informal. «Después de
1750, mediante el impacto de la sensibilidad y el Romanticismo, su tono y contenido
emocional se suavizaron todavía más» (FLETCHER, 2008, 132).
Por otro lado, la Ilustración francesa iniciará una reflexión desde la perspectiva de
los derechos de los hijos y las mujeres. El salto cualitativo en el desarrollo de los
derechos fundamentales e individuales –tanto en el mundo anglosajón como en la
Europa continental– impactará sobre los derechos de los hijos. Afloró una crítica al
padre que no forma personas libres, sino que los mantiene en una dinámica de
dominación.
La Ilustración es consciente de que está inmersa en un cambio cualitativo como
sociedad y es crucial cortar la transmisión intergeneracional de la cultura absolutista.
Para eso era fundamental el papel del padre y de la madre para constituir no solo buenos
hijos sino completos ciudadanos. El padre no solamente está dedicado a la formación de

89
sus hijos, sino que esa formación se va a convertir en la mayor contribución que se podía
hacer a la Ilustración. El buen padre tenía que estar orientado vital y principalmente a sus
hijos.
La amistad cívica ilustrada se trasladó a los hogares con la forma de una renovada
amistad paterno-filial. En la Modernidad ilustrada y más tarde, «el afecto devoto y
paternal llegó a ser muy fácil de documentar entre 1750 y 1914… Entre 1750 y 1913 son
abundantes las evidencias explícitas de que los padres eran considerados afectuosos con
sus hijos como un acto central de su ejercicio paternal» (FLETCHER, 2008, 132-133).
El impacto es extensivo a toda la Europa ilustrada y su ámbito mundial de
influencia. El padre va a prestar mayor atención a la educación y cuidado de los hijos e
hijas, y no lo hará de modo intelectual o funcional sino de forma afectiva. El influjo del
pietismo reforzará la conexión entre los sentimientos paternos y los de los hijos.
El historiador social Jørgen Lorentzen revela que en la Noruega preindustrial era
imposible separar el rol y función masculinos en la esfera pública del que cumplían en la
esfera privada. Muestra que una parte imprescindible de la masculinidad eran las
expresiones de amor paternal y compromiso con los hijos. Lorentzen examina
exhaustivamente documentos de ficción y testimoniales y encuentra cómo los padres
noruegos escribían en sus cartas y diarios acerca de los embarazos y nacimientos, del
cuidado de los hijos y su bienestar, así como de la tristeza ante las desgracias y la
nostalgia por sus hijos cuando se encontraban lejos del hogar.
El hogar se convierte en un centro neurálgico de la actividad que se le pide a un
hombre en la sociedad ilustrada. Por ejemplo, resulta paradigmática la composición que
el pintor John Singleton Copley realizó en 1779 de la familia de William Pepperrell en
Londres. El cuadro, Sir William Pepperrell and His Family de Copley, es parte del
patrimonio del Museo de Arte de Carolina del Norte. El padre es representado vuelto
hacia sus hijos, atendiéndoles mientras deja que su benjamín le vaya a tocar la cara con
afecto.
William Pepperrell le sostiene delicada y tiernamente el brazo a su pequeño hijo
para que pueda alcanzarle. Copley pinta el rostro del padre ruborizado por el afecto,
pacífico y satisfecho. Otra de sus hijas abraza al pequeño, que está en pie en las rodillas
de su madre, quien le abraza y le sostiene cariñosa el pie. Otras dos hijas juegan en una
mesa contigua.

90
La familia muestra unidad, intimidad, una emoción natural y vivaz. En el cuadro, la
familia se encuentra en la terraza de una casa noble. La mitad del cuadro sucede en el
hogar familiar y la otra mitad permite contemplar un bosque abierto en el que una senda
de prado permite que la vista siga hasta el horizonte. Esta paternidad centrada en la
familia es doméstica, pero a la vez el pintor Copley quiere expresar que es natural, hay
una razón natural de la paternidad. La piel es el gran protagonista del cuadro: una piel
blanca, resplandeciente, arrebolada por la emoción, que muestra la familia en cierta
desnudez, la intimidad de su naturaleza afectuosa y cercana.
El cuadro convergía con las ideas del poeta, político inglés y pastor anglicano
Thomas Gisborne –líder de la abolición de la esclavitud–, quien entendió que un buen
padre debía acompañar con cercanía a sus hijos, guiándoles no solo como padre sino con
amistad, lo cual no era incompatible con la autoridad paterna. Sobre cada padre dice que
«si bien su conducta debe ser firme, temperada y juiciosa con cada hijo, el afecto por él
nunca debe ser menoscabado ni siquiera por el estricto ejercicio de la necesaria
autoridad», citado en el libro Crecer en Inglaterra (FLETCHER, 2008, 133).
Joanne Bailey (2010, 2012), profesora de la Universidad de Oxford, es la
historiadora pionera en la investigación sobre parentalidad en la Inglaterra georgiana de
los siglos XVIII y XIX. En sus detallados estudios, muestra que «el ideal de padre en el
periodo de aproximadamente 1750 a 1830 fue tiernamente afectuoso, sensible y
conmovido por los niños; proporcionaba abrazos, soporte material y una mano que
guiaba y protegía… Ofrecía a sus hijos ejemplo moral e instrucción y poseía una
comprensión profunda de las personalidades de sus hijos» (BAILEY, 2010, 267).
Si atendemos al otro lado del Atlántico, el profesor de la Universidad de Georgia,
Ralph LaRossa, sostiene que en Estados Unidos al «contrario de lo que frecuentemente
se asume, los padres coloniales jugaron un papel muy importante en las vidas diarias de
sus hijos. Aunque las madres podían haber sido responsables de los niños menores de
tres años, los padres eran aquellos de los que se esperaba que guiaran a los niños de
mayor edad y a los jóvenes adultos… El padre se aseguraba de que estuvieran
aprendiendo las lecciones e impartía instrucción religiosa… Porque la mayoría de
familias no solamente vivían sino trabajaban en las granjas, padre e hijos gastaban una
gran cantidad de tiempo juntos… Mientras que hoy es raro para los niños ver a su padre
en los días de trabajo, en la América colonial, los miembros de la familia no solamente
se veían unos a los otros regularmente durante toda la semana, sino que trabajaban uno al

91
lado del otro, antes y después de la escuela… Y durante la cosecha, padre e hijos podrían
estar uno con el otro incluso más tiempo, desde el amanecer al anochecer» (LAROSSA,
1997, 24-25).
En el siglo XVIII otra nota de la paternidad ganó una progresiva relevancia: la
preocupación por formar a los hijos para que ocupen un buen lugar en la sociedad. La
historiografía ha destacado la importancia de los diarios de Matthew Flinders, un
farmacéutico y cirujano que residió con su familia en la localidad de Donington (cercana
a la ciudad inglesa de Boston, en Lincolnshire). De forma metódica, Flinders mantuvo
un diario familiar y un libro de contabilidad de la economía doméstica desde 1775 a
1802. En el diario «es palpable la preocupación por el lugar que iban a ocupar los hijos y
la devoción por su bienestar» (FLETCHER, 2008, 138).
Flinders hace un seguimiento detallado del progreso de sus hijos y muestra una
devota estima por ellos. Su hijo mayor, que heredó el nombre paterno de Matthew, fue
primero aprendiz de un médico y luego decidió embarcar, llegando a ser oficial de
marina. Su hermano pequeño, Samuel, decidió seguir sus pasos y a los 12 años también
se enroló en un navío. Su hija Susanna se inició como aprendiz de una sombrerera.
Su progreso es tan satisfactorio que Flinders escribe en el diario de familia: «Estoy
feliz al ver que es muy buena chica, con un gran entendimiento y un alto sentido de la
religión y sus deberes… Tengo esperanzas en que se haga una mujer de gran valor y que
sea nuestro consuelo» (FLETCHER, 2008, 138). Solamente su segundo hijo, John, le
deprimió.
El modo como Flinders escribe sobre su hijo John «saca a relucir el estrés de tanto
amor y cuidado sin recompensa» (FLETCHER, 2008, 138). En las páginas escritas en 1800,
Flinders concluye que John ha sido «la mayor desgracia que nunca he conocido y estoy
totalmente perdido sobre qué rumbo tomar con él». Flinders registra los
comportamientos desvariados del hijo. Flinders anota que «puede que Dios cambie su
disposición y haga que él atienda a su deber y su propio interés o en todo caso le tenga
en su gracia».
Solamente tres meses después de escribir estas palabras, pudieron reconocer que
John sufría una enfermedad mental y un año más tarde tuvo que ser ingresado en una
residencia de salud mental. Flinders se desesperó con este descubrimiento. Pero se
consolaba en una emotiva carta a su hijo mayor en alta mar: como padre alcanzaba la
mitad de la vida habiendo hecho todo lo que había podido por John y toda la familia.

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En el escrito Sentido y Singularidad, de la historiadora Helen Berry (2004), se
estudia una amplia colección de cartas de Thomas Stutterd a su esposa, escritas alrededor
de 1780. En ellas expresa su experiencia y preocupaciones sobre sus hijos, de quienes
habla en términos expresivamente afectuosos. Stutterd aparece como un padre serio, con
un compromiso muy fuerte en la educación de sus hijos en altos ideales. Escribe: «A
veces mientras doy largas caminatas pienso qué muchachos tan excelentes tengo en
Jabez y John, y espero que algún día sean buenos y grandes hombres».
En su correspondencia, Stutterd recuerda los regalos que le hace a sus hijos y cómo
además de pasteles les regala libros de aritmética fácil o una historia de Inglaterra, igual
que había hecho su padre con él, ocupándose de que aprendiera el pasado de Inglaterra
del modo más imparcial posible. La paternidad de Stutterd estaba impregnada por la
preocupación y el compromiso por transmitir el más valioso conocimiento a sus hijos.
«Los padres de clase media cargaban preocupados con la responsabilidad de llegar a ver
a sus hijos en una vida adulta segura, se sentían obligados a practicar cierta formalidad
con ellos a la vez que trataban de transmitirles algo de las durezas que suponían el
mundo adulto» (FLETCHER, 2008, 140).
En resumen, los documentos históricos nos permiten afirmar que el modelo de
paternidad hasta el siglo XIX no estuvo desprovisto de afecto, cercanía, compromiso ni
entrega del padre. Sin embargo, existe una visión que ignora esos rasgos positivos y
proyecta sobre toda la historia un juicio que minusvalora todo el modelo. Joanne Bailey
sostiene que eso es así porque el canon de paternidad moderna fue establecido en base al
estudio predominante de la paternidad durante el periodo victoriano.
Bailey reconoce que la paternidad previa a la gran división victoriana de género ha
sido escasamente estudiada y que eso continúa extendiendo la imagen victoriana a un
periodo mucho más amplio del pasado, que no le corresponde. Bailey piensa que la
paternidad tampoco es aprehendida con suficiente hondura y realismo porque la óptica
focaliza principalmente en la perspectiva del poder y la identidad (BAILEY, 2010, 269).
John Tosh señala que el lugar de los hombres en la domesticidad del siglo XIX «es
menos familiar a los historiadores de lo que debería ser» (TOSH, 1999, 2) y eso lleva a
que se extienda a periodos anteriores características que son exclusivas de la
industrialización de la paternidad. Parece que el siglo XIX no fue una continuidad del
modelo moderno de paternidad sino una ruptura y esa rotura sería industrial.

93
CAPÍTULO 4:
La industrialización del padre

La industrialización obligó a un giro drástico y negativo del modelo de paternidad. Las


críticas de la «nueva paternidad» del siglo XXI al padre histórico más bien se tendrían
que dirigir principalmente al modelo de paternidad que se estableció a partir del segundo
tercio del siglo XIX. No obstante, veremos que tampoco puede extenderse un juicio
homogeneizador sobre todo el desempeño paternal en ese periodo. En el modelo de
paternidad del siglo XIX, convive el padre industrial con el padre romántico que acentúa
el afecto y comienza a sentir de forma distinta al hijo. Además, el modelo industrial
creará malestar y hasta angustia en los hombres, quienes se resistieron a aceptar las
nuevas condiciones de la paternidad.
Debemos recordar que, tal como sostiene Hobson, las políticas del estado y el
mercado influyen determinantemente en las formas que adopta la paternidad. Desde ese
principio, el seguimiento del modelo de paternidad a lo largo de la historia del pasado
milenio nos descubre que la industrialización supuso un cambio radical. Así lo
testimonian numerosas fuentes documentales. El impacto sobre las familias,
especialmente sobre las mayorías trabajadoras, fue demoledor.
Por ejemplo, la industrialización noruega expulsó a los padres fuera del hogar y la
familia. Aunque son recordados positivamente por sus hijos en cuanto a figuras morales
y su compromiso con ellos, su papel y relación se empobreció cualitativamente. La
paternidad dejó de ser un rasgo de la masculinidad (LORENTZEN, 2013). Hasta después de
la Primera Guerra Mundial no habría un giro. Efectivamente, en Noruega hubo un nuevo
modelo de paternidad que fue surgiendo a comienzos del siglo XX y culminó en la Ley
de Matrimonio de 1927. Veremos que esa situación se dio en diversos países,
dependiendo del momento de impacto de la industrialización.
El largo proceso de industrialización acaba formando un nuevo tipo de sociedad al
final del primer tercio del siglo XIX. Las migraciones se aceleran desde el campo a la
ciudad y desde Europa hacia América del Norte, lo cual supone un desarraigo de las

94
familias extensas. Con mucha frecuencia rompió las familias nucleares enviando a uno
de los cónyuges al otro lado del Atlántico. Los migrantes expanden las ciudades,
sometidas a un galopante desarrollismo para hacer lugar a tantos trabajadores. Las
condiciones de vida en los nuevos ensanches urbanos estresan a las nuevas familias que
se instalan.
Esa secuencia de migración, industrialización y urbanización crea un patrón
sociológico emergente que dio nueva forma a las relaciones en el conjunto de la sociedad
y en el mundo de vida de las personas. El industrialismo reformateó las relaciones del
padre con sus hijos.
Por un lado, desarraigó a las familias de la vida agraria en la que el hogar era una
unidad doméstica y económica, con una presencia permanente del padre y relaciones con
los hijos que precisaban de cooperación Por otro lado, el industrialismo consistía en otra
forma de aprovechamiento de los medios de producción. La explotación intensiva
mediante máquinas concentraba a grandes colectivos en los lugares de producción. Esos
nuevos emplazamientos eran las fábricas, pero también grandes estabulaciones
ganaderas o grandes campos de cultivos logrados por la concentración parcelaria. Eso
aumentó la escala del espacio laboral y rompió la estructura de granjas, huertas y talleres
domésticos.
La gente se asalarió a grandes patronos y obtuvo un nuevo papel como trabajador,
dentro de una maquinaria mucho más amplia. Esa inserción en grandes centros –de los
que el modelo era la fábrica– hizo que en la jornada estuvieran mucho más separados el
tiempo productivo del tiempo doméstico. Sostiene Ralph LaRossa, profesor de la
Universidad de Georgia, que «quizás el efecto más importante de la revolución industrial
fue que cambió dónde trabajaban los padres» (LAROSSA, 1997, 27). De hecho, no solo
bilocalizó a los padres, que dividían su tiempo entre fábrica y hogar, sino que cambió la
idea de hogar como un lugar improductivo –donde solamente se realizaba una pequeña
economía de subsistencia–. El industrialismo domesticó el hogar.
Decenas de miles de mujeres fueron movilizadas para trabajar en factorías textiles u
otros sectores como la pesca, pero sobre todo se movilizó la fuerza laboral masculina.
Una vida bilocalizada impedía que se pudieran intercambiar flexiblemente los papeles
sociales según género o edad. A la vez, establecía una disyuntiva: un adulto debía cuidar
el hogar, la crianza y la economía de subsistencia y el otro irse a las factorías, donde las

95
jornadas eran largas e intensas. Eso condujo a una nueva división radical del trabajo
familiar.
Apareció así lo que Scott Coltrane denomina «la ideología de las esferas separadas»
(COLTRANE, 1996, 32). En su reflexión, «el desarrollo moderno de las esferas separadas es
parte de la larga tendencia hacia la especialización el trabajo, promovida por el rápido
crecimiento del capitalismo industrial» (COLTRANE, 1996, 36). Julie-Marie Strange,
profesora de Historia de la Universidad de Manchester, estudió la paternidad en el
periodo tardo-victoriano y el subsiguiente intervalo eduardiano, de 1880 a 1910,
especialmente entre las familias de clase trabajadora. Su conclusión es coincidente: la
nota dominante de dicha etapa es que la mayoría de varones de clase trabajadora pasaban
la mayor parte de sus vidas laborales desplazados de su hogar y el hogar se había
convertido en «el lugar de la madre», «la casa de mamá» (STRANGE, 2015).
No se reducía a una división más rígida de las tareas especializadas por sexo, sino
que eran dos espacios diferentes, cada uno bajo el control de uno de los cónyuges. Cada
espacio tenía asociadas toda una serie de competencias y tendió a constituir un
imaginario propio con códigos culturales y sociales diferentes. Masculinidad y
femineidad fueron redefinidos para cada uno de esos dos mundos. De esa forma, «como
el trabajo masculino se desplazó del hogar con el desarrollo de la manufactura
industrializada, la identidad primaria masculina pasó a estar asociada con la tienda, la
oficina o la factoría, y con el papel de proveedor» (BROUGHTON y ROGERS, 2007, 6-7).
La separación de esferas no era una mera especialización siguiendo la lógica de la
división progresiva del trabajo que caracterizó a esa etapa de la Modernidad y que era
vista como un signo de progreso. No se trataba solamente de una división de tareas, sino
que las distintas esferas tenían lógicas muy diferentes. La esfera familiar poseía una
lógica comunitaria, definida por la solidaridad y entrega intergeneracional, regulada por
el don, el afecto y la cercanía, la comunicación, la formación, el auxilio a la
vulnerabilidad, la comunidad de bienes o la intimidad.
La lógica de la esfera productiva había estado durante milenios muy asociada a esa
lógica familiar pues no solamente el titular de la entidad económica solía ser una familia,
sino que además sucedía en el mismo espacio material, el hogar. El industrialismo no
solamente disoció espacialmente esa unidad doméstico-productiva, sino que puso cada
campo bajo una lógica diferente. Hasta llegar a afirmar que el hogar era el paradigma de
la no-racionalidad. La familia apareció en las obras de los primeros sociólogos como

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ejemplo de irracionalidad y emocionalismo y opuesta a la lógica racional de las
empresas o las asociaciones públicas.
Lo familiar y lo productivo no eran solamente dos esferas espaciales distanciadas
sino autónomas; reguladas por dos lógicas distintas y hasta contradictorias. La lógica
productiva era la del trabajo abstracto individual y objetivable realizado a cambio de un
salario. El proceso estaba bajo la lógica capitalista de extracción de plusvalía y todo el
ecosistema social estaba radicalmente individualizado: cada persona era una unidad que
formal y contablemente no se podía unir a otras. Los salarios, los contratos y toda la
relación eran individuales. El campo productivo no solamente era un espacio y una
razón, sino todo un subsistema social con sus funciones, reglas y gobierno propios.
Pero la industrialización no se limitaba a una creación y reordenación de espacios.
El propio cuerpo fue también recreado y reordenado. El sujeto no solamente tiende a ser
aislado en todas sus acciones –pese a ello, existen comunidades de compañeros de
trabajo, orgullo por las obras realizadas y una mirada sindical– sino que su cuerpo es
transformado y condicionado para servir al proceso de producción y reproducción. El
trabajador no solamente era un «animal social» sino un animal laboral, con sus funciones
adaptadas a la máquina. Tener hijos y mantener el nido fue convertido en un trabajo en sí
mismo: era la primera vez que se consideraba un trabajo.

97
La máquina familiar
El siglo XIX fue el inicio de un sistema basado en las máquinas. El maquinismo es la
absorción de los sujetos dentro de una institución en la que se pierde la escala humana; la
programación es externa; los participantes carecen de autocontrol y todo está
funcionalizado al servicio de unos fines extrínsecos. El maquinismo buscaba restablecer
un nuevo orden social de carácter absolutista que encuadrara a las multitudes a su
servicio. El maquinismo vuelve a pensar en las personas no como fines en sí mismas,
sino como funciones al servicio de los sujetos sociales trascendentes –patria, dios, rey,
ciudad, capital, clase, partido, mercado, etc.–. Todas las entidades sueñan hacerse
organizaciones de masas.
El giro de la Modernidad a comienzos del siglo XIX hizo que el maquinismo
transformara todas las instituciones. Grandes máquinas sociales fueron apareciendo e
imponiendo un nuevo modelo de sociedad formado por mercados, partidos, industrias,
ejércitos, clases sociales, estados, burocracias, naciones o ideologías.
También la familia fue maquinizada. La familia era comprendida mecánicamente
(DURKHEIM, 1893) y además tenía un papel crucial pues era una célula o engranaje básico
para la creación, socialización y disponibilidad de trabajadores y miembros al servicio de
las máquinas. En la familia maquinizada los fines se hicieron extrínsecos: la familia era
definida principalmente en términos reproductivos. El fin de la familia se hacía así
externo a los sujetos: la responsabilidad de la mayoría de los individuos era encuadrarse
en una familia, reproducirse como servicio a la sociedad y entregar esos hijos formados a
los distintos subsistemas.
La familia dejó de ser la comunidad generativa desde la que se pensaba y construía
el resto de la sociedad, sujeto social primario desde el que se generaba la sociedad. La
familia pasaba a estar al servicio de las grandes máquinas en las que se perdían los fines
intrínsecos de la paternidad –igual que la maternidad, la fraternidad o el parentesco.
La familia no solamente era confinada a un subsistema propio, sino que carecía del
mismo: estaba inscrita como unidad reproductiva y productiva –producía formación,
disciplina y sujeción del sujeto– en cada uno de los subsistemas. El ideal buscado era
que la producción formativa o educadora de los niños y jóvenes fuera realizada por
máquinas educativas especializadas: colegios, universidades, fábricas o ejércitos. La

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familia bajo la lógica maquinal e industrial ya no era la lógica desde donde se ordenaba
lo demás, sino que la familia fue desposeída de su propia lógica para que sirviera a las
lógicas de las diferentes máquinas.
La más honda intimidad de los individuos fue maquinizada. Por ejemplo, las
relaciones sexuales fueron despojadas de su lógica donacional, comunicacional,
celebrativa, gratuita, festiva, contemplativa, estética o solidaria. Se redefinió casi
exclusivamente desde el fin reproductivo y se sancionaron aquellas notas que no fueran
dirigidas a intensificar la dedicación a la reproducción. El sexo reproduccionista no
solamente hacía que la familia mirara a los fines externos para los que había sido
recreada, sino que tenía la gran función de controlar el deseo de las personas. Contenía y
reprimía las lógicas improductivas y antiproductivas.
La libido, el deseo de entrega, el deseo de solidaridad y el mundo emocional era la
más peligrosa estructura disipativa que amenazaba al sistema del maquinismo. El deseo
–desde el erótico al deseo fraternal o el deseo de amor paterno-filial– podía llevar a que
los sujetos no solamente miraran hacia el interior de las relaciones, sino que cometieran
locuras y desafíos contra toda lógica. Todo lo inútil era peligroso, una amenaza al orden
social funcional al capital.
Cada uno de los papeles sociales se maquinizó y eso penetró hasta el interior de la
familia. En lo que interesa a nuestra reflexión, el modelo de padre fue redefinido. El
padre pasó a ser industrializado: tenía unas competencias y funciones explícitas
especializadas, objetivadas y sancionadas, que tenía que cumplir. El papel paterno pasó a
ser un cuerpo vacío que la persona concreta de carne y hueso simplemente tenía que
ocupar y desempeñar. Se produjo una férrea estandarización que homogeneizó el papel
paterno en el conjunto de la sociedad.
Toda esa maquinización de la paternidad se sostuvo sobre un elemento profundo: el
sustento de los hijos y toda la familia. «El papel proveedor del hombre inició la
estandarización del papel de padre» (LAROSSA, 1997, 27). La función familiar de
sustentador económico hasta 1830 había sido corresponsabilidad no solamente de ambos
cónyuges sino también de los hijos, tanto de niños como de jóvenes o ya jóvenes-
adultos. En la industrialización de la familia, el papel sustentador se hace exclusivo y se
masculiniza.
La ideología del sustentador principal prende primero en las clases inferiores,
donde el trabajo era la actividad central de la vida familiar. Dichas clases trabajadoras –

99
antes campesinas o artesanas– son las que viven la industrialización más intensa y
profunda de sus vidas. Primero se industrializaron los cuerpos y luego las identidades. Y
los obreros eran comprendidos como una subcultura más intuitiva, primaria, sanguínea,
atada a necesidades básicas y supervivencia, muscular, estomacal, cárnica, sexualmente
compulsiva. Y era así porque el sistema les quiere considerar solamente fuerza fabril. En
cambio, las profesiones liberales se definen por la identidad, el espíritu, las artes, las
preocupaciones morales, la sofisticación, el corazón y el alma… Obreros y liberales se
ven uno frente al otro como un espejo invertido y deformado.
Las clases liberales también experimentan la maquinización de sus vidas, pero no
condiciones de industrialización tan acusada. En apenas 40 años, el nuevo modelo de
paternidad sustentadora se convierte en el estándar de toda la sociedad. «Mientras que el
ideal del varón cabeza de familia como ganador principal de la renta se vio atractivo para
mucha gente de clase trabajadora, no fue hasta la década de 1870 que se convirtió en un
lugar común» (BROUGHTON y ROGERS, 2007, 8).
El trabajo para ganar el sustento de la familia era quizás, junto con los riesgos por la
seguridad, un compromiso en el que padres y madres expresaban su amor por los hijos.
Implicaba dedicación, esfuerzo, abnegación, sacrificio, lucha, adversidades, etc. Quizás
el trabajo por los hijos expresa mejor que ninguna caricia el afecto real por ellos. La
infravaloración de la función sustentadora no ayuda a comprender integral y
profundamente la experiencia paternal –y la maternal–, y crea desconcierto y
desorientación en padres y madres.
Pero lo que hace el industrialismo es masculinizar la función sustentadora y reducir
la paternidad a dicha competencia. Al padre se le reduce la expectativa afectiva para que
se centre en el trabajo y lo desempeñe maquinalmente. Para obedecer y ser soldado y ser
pieza de la máquina, como decía Lennon. No se trata de que el padre no tenga presencia
o tiempo para el afecto, ni tampoco se trata de que el padre no necesite el afecto para
desempeñar sus competencias específicas, sino que se busca que los varones no
experimenten emociones. La razón es que no trasladen a los subsistemas las lógicas
afectivas y solidarias propias de la familia que puedan contradecir la lógica capitalista y
absolutista.

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Restauración del patriarcalismo
Para comprender globalmente la nueva etapa en que entró la Modernidad a comienzos
del siglo XIX, hay que entender que es una reacción tanto contra los procesos de
liberación popular como contra los excesos del terror revolucionario. Recordemos que el
eje histórico de la Edad Media –aquello que guía una edad– era el orden. Las divisiones
terribles que provocó el apocalíptico final de la Edad Media llevaron a que las siguientes
generaciones redefinieran el eje histórico la civilización. La Modernidad buscaba la
unidad, integración y universalización que superara aquellas divisiones. La inclusión y la
igualdad forman parte de ese proceso de universalización.
En dirección contraria, los altos poderes logran que el siglo XIX busque restaurar
las lógicas del orden como eje histórico. No lo hacen del todo pues la fuerza moderna es
una dinámica histórica en gran parte fuera del alcance que las nuevas elites poseían. Sin
embargo, el siglo XIX dará forma a unas instituciones y una época que ha sido
denominada «restauracionismo», que trata de aminorar los avances de la inclusión,
igualdad y cosmopolitismo.
La Modernidad restauracionista del siglo XIX pone a la familia como uno de sus
objetivos prioritarios. La incipiente sociología francesa otorga a la familia no solamente
un papel crucial, sino que la convierte en el paradigma de la nueva sociedad. Para ello,
previamente la desposee de parte de su lógica, la estandariza y la reformatea según el
ideal romano del paterfamilias. El restauracionismo patriarcaliza la familia e
hiperpatriarcaliza el papel paterno.
Louis de Bonald (1801) o Joseph de Meistre (1794) realizaron una formulación de
la familia como un sistema ordenado bajo el poder absoluto del padre en todos sus
aspectos. Proyectan una familia que ignora las igualdades internas, la fusión de papeles y
las lógicas conyugales. El catolicismo conservador francés propugna una familia que
retorna al modelo jurídico romano, lejos del modelo sapiencial judeocristiano.
Esa romanización del modelo paterno no será un fenómeno aislado. Todo el
neoclasicismo trata de apropiarse de los principios imperiales romanos para legitimar el
absolutismo como un orden natural, y el paradigma de lo sempiterno es el clasicismo
grecorromano. El arte público retornará a un canon clásico idealizado que consagra a los

101
poderosos en héroes –como Napoléon– y la propia arquitectura vuelve a querer construir
el imperialismo romano, como es el caso de Washington.
Al entender del pensamiento restauracionista, la paternidad patriarcal es el
metamodelo natural de todas las instituciones. La profundidad, universalidad y carácter
primario de la familia la hace propicia para idealizar el pasado y caer en historicismos.
Se idealizan los modelos familiares del pasado como superiores y se busca construir un
orden natural basado en la glorificación de ese pasado que se quería restaurar.
Contradecirlo es ir contra la naturaleza y el hombre. Es en este contexto donde se
canoniza la imagen del padre como patriarca universal en todos los periodos de la
historia. Ese es el paradigma para todo tipo de autoridad, incluso la de un Dios al que se
define como Padre. En la Restauración, paternalizar significa divinizar. La
patriarcalización de todos los poderes significa no solo su naturalización sino su
divinización.
Así, el estado tiene un padre-rey que tiene el poder absoluto y exige obediencia y
amor filial. En las empresas los propietarios son patr-ones que exigen la misma
disposición filial por parte de sus trabajadores. La nación es redefinida como patr-ia y el
conjunto de la sociedad civil pasa a definir a las personas que se encuadran en las
organizaciones como afili-ados. La Iglesia es Madre bajo un Dios Padre del que todos
los hombres son hijos. Dios en el restauracionismo es hipermasculinizado.
Para Bonald o De Meistre, una de las fuentes principales de corrosión
revolucionaria del orden social fueron los procesos liberadores, informales, igualadores y
ambiguos en el interior de la familia. El hacer más afectiva la relación paterno-filial
habría sido causa de debilitamiento de la autoridad del patriarca y de todas las
instituciones. Quien comienza desobedeciendo a su padre acaba atentando contra el rey,
afirman. Consecuentemente, si se quiere restaurar el principio de orden y autoridad en la
Modernidad, es necesario reintegrar todas las instituciones desde el principio patriarcal y
exigir en todos los súbditos, trabajadores, ciudadanos, fieles, etc. un comportamiento
filial.
Esta operación lamina las lógicas y dinámicas familiares. Por ejemplo, la
conyugalidad queda anulada y la mujer es infantilizada y debe atenerse a una obediencia
filial al padre. El esposo es paternalizado completamente. Ya no hay esposo ni
esponsabilidad, sino que el hombre es solamente padre.

102
Esta paternalización del papel familiar del varón es fundamental para el
restauracionismo porque elimina los potenciales peligros de la conyugalidad. Por otra
parte, a la familia se le inocula temor al hombre salvo en su función paterna. Se redefine
al hombre como un ser peligroso por su voracidad sexual. Se hipersexualiza la
masculinidad y eso forma parte de la sanción contra lo que en los varones no sea función
paterna. Pero además también contribuye a la animalización del hombre, funcional a su
papel de trabajador. El hombre se convierte en un ser peligroso cuya presencia y acción
en el ámbito doméstico hay que controlar y evitar. Lo mejor para todos –menos para el
propio padre– es que esté trabajando.
Según Claudia Nelson, la razón práctica que se usó para reforzar la separación del
padre es que el hombre no puede controlar su sexualidad (NELSON, 1995, 48). Igual que
las mujeres estaban separadas durante el periodo menstrual, al hombre hay que
mantenerle separado permanentemente porque siempre está en un celo extremo. En la
documentación publicada en la época incluso se sostiene que el hombre carece de
instinto criador (NELSON, 1995, 52).
En su investigación nos encontramos que «un examen de los periódicos británicos
entre 1850 y 1910 revela que muchos victorianos veían la paternidad con ambivalencia,
ansiedad e incluso hostilidad… Los escritores sobre lo doméstico típicamente ven a los
padres como inefectivos y no implicados; los escritores sobre la ciencia buscaron la
distancia de los hombres respecto a la vida nodriza; los escritores sobre leyes
representaron a los padres como enemigos de la familia» (NELSON, 2003, 293).
Frente a ese defecto moral estructural de los hombres –su celo sexual permanente e
industrializado–, las madres encuentran una atracción para dedicarse exclusivamente al
hogar: la mano que mece la cuna está formando a los hombres del futuro. Como señala
Coltrane, «en el más reciente modelo industrial, las familias (y especialmente las
madres) se suponía que tenían que compensar los defectos morales de la sociedad más
amplia» (COLTRANE, 1996, 32). Pero es contradictorio porque forma hombres de los que
otras madres del mañana tendrán que defender a sus hijos. La dedicación exclusiva a la
reproducción no solamente multiplicaba los hijos para la producción social, sino que
reproducía el conjunto del sistema en el seno del hogar.
La patriarcalización de todos los poderes sociales es crucial en el restauracionismo
y también en el industrialismo. La industrialización hay que reconocer que también es un
fenómeno ambiguo. De hecho, existieron industrializaciones realizadas desde lógicas no

103
absolutistas, como las experiencias cooperativas o comunales. En esos casos, el papel del
padre fue formulado de modo muy diferente, como muestra el pensamiento de Robert
Owen.
Pero el mayor impacto del industrialismo sobre la vida cotidiana de las familias
procedió del modo de producción capitalista que impuso una nueva lógica social a la
humanidad. Los efectos de la paternidad industrializada durarán muchas décadas y
acabarán provocando a finales del siglo XX una profunda crisis en la experiencia y el
modelo de paternidad.

104
La ley de las distancias
Una última pieza es necesaria para completar la comprensión de este periodo de la
paternidad. Un principio fundamental, tanto en el funcionalismo industrial como en el
restauracionismo del orden, es la división entre clases y papeles sociales. La
especialización de los papeles suponía que cada uno tenía competencias exclusivas que
no debían ser mezcladas. La patriarcalización separa al padre-rey y al patrono-rey de sus
hijos. O más bien los vincula de un modo que no se violen las diferencias. A su vez, la
lógica capitalista solo se mantenía tanto cuanto se lograba separarla de las otras lógicas
solidarias, confinadas a sus subsistemas o al ámbito personal.
Hace aparición una diferenciación crucial: lo privado y lo público. En la economía
doméstica lo privado era público y lo público dependía de la fuerza generativa de la
sociedad familiar y comunitaria. En la sociedad restauracionista las lógicas solidarias,
afectivas y subversivas, fruto de la fraternidad, la amistad o la conyugalidad, quedan
confinadas a lo doméstico y la vida personal. Esa vida se hace privada y eso significa
principalmente que queda privada de toda relevancia y participación en la razón pública.
Las lógicas domésticas son fuente de problemas para el nuevo régimen. No
olvidemos que unos años antes se alzó una revolución casi global en nombre del
principio de fraternidad. Esa es la razón principal para que la vida doméstica quede
separada de la vida pública. La vida pública corresponde, por tanto, a las competencias
no solamente masculinas sino, sobre todo, paternalizadas. El trabajador sustentador será
también sustentador del conjunto de la sociedad pública. Lo público es un espacio
masculino, salvaguardado de las lógicas familiares del hogar.
La necesidad general de separaciones fraguó en la ley de las distancias. Es algo que
reivindican los restauracionistas franceses: la pérdida de distancia entre padres e hijos
debilitó el principio de autoridad en el conjunto de la sociedad. Ya hemos visto cómo ese
modelo patriarcal es una idealización del modelo paterno desde intereses muy ajenos a la
realidad histórica.
La ley de las distancias alcanza su máxima sofisticación en la cultura victoriana. Se
extiende un protocolo de relaciones muy estricto y unos «buenos modales» organizados
alrededor del principio de las distancias. En la propia comida, el uso de la cubertería es
redefinido desde el principio de las separaciones y distancias. El trato interpersonal se

105
hace más formal y protocolario. Los respetos se convierten en intocabilidades. Incluso se
especuló acerca de la posibilidad de que con el tiempo los obreros acabaran por devenir
en una raza diferente. La ley de las distancias reformateó toda la sociabilidad y muy
especialmente afectó a los padres e hijos.
En cuanto a la paternidad, se extrema la separación entre las dos esferas
competenciales y el padre debe mantener las distancias. Dichas distancias se consagran
convirtiendo al padre en un ser sin competencias domésticas y un ser potencialmente
peligroso por su pulsión sexual. A su vez, hay una desexualización de las mujeres, que
son hipermaternalizadas. La mujer ideal es madre y el padre ideal no es hombre.
El padre se desmasculiniza, se convierte simplemente en el ser humano de la vida
pública. A cambio, se le provee de una masculinidad reducida e idealizada. El hombre
no «conyuga» con su mujer, sino que se les separa para reintegrarlos funcionalmente. La
lógica conyugal bíblica del Cantar de los Cantares desaparece en favor del imperio de la
ley del reproduccionismo. Esposo y esposa limitan su creatividad interna para poner sus
fuerzas y funciones al servicio de la ideología de las esferas separadas.
Por eso sostenemos que hay una desmasculinización: los rasgos masculinos y el
valor de la diversidad sexual pasan a ser irrelevantes en la vida pública. El hombre no
está al frente de la vida pública por ser varón, sino por no portar las lógicas del hogar y
la familia. Al hombre se le ha hecho perder el carácter de miembro de una familia y, por
tanto, el valor de la conyugalidad, la diversidad sexual, la complementariedad y lo
masculino son expulsados de la esfera laboral y pública.
Para compensar ese vaciamiento, se establece una hombría idealizada basada en
satisfacciones primarias, instantáneas y compulsivas. Las relaciones sexuales también se
industrializan y la masculinidad se define en términos de cuantitivismo –cuántas veces
con cuántas o cuántos–. Ya el Marqués de Sade (1740-1814) había iniciado esa
industrialización y ese enfoque explotador de las relaciones sexuales. Fue el primer
industrial de la violación sexual.
Hay una reformulación retórica de la masculinidad basada en ser padre social sin
masculinidad ni familia. Los varones son los seres humanos de la vida pública y la
producción. La vida pública era un epítome del papel productivo: quienes tenían papel
en la vida pública era porque eran trabajadores contribuyentes. De hecho, cuanto más se
contribuía, mayor poder y derecho político se tenía. La asociación del hombre con el

106
trabajo pasó de ser una contribución de la solidaridad familiar a un marcador identitario
de masculinidad (SABATOS, 2007, 74).
La ideología restauracionista de las distancias se aplica al padre –de forma muy
acusada en su versión victoriana–. Primero, la separación entre hombres laboralizados y
madres domestizadas. Segundo, separación entre padre y madre. Los esposos quedan
degradados a meros progenitores. Esa separación busca la reintegración de otro modo,
con un tipo de vinculación que no pone en riesgo el cumplimiento de los papeles
asignados a la máquina familiar. Tercero, la separación padre e hijos. Cuarto, el padre
separa lo público y lo privado.
Las esferas no son simétricas. Se separa la esfera doméstica para marginar y
dominar su lógica. En realidad, la esfera doméstica es un negativo de la positividad de la
esfera productiva. Al igual que la esfera pública es una traslación de la estructura
productiva. Eso es lo que la irrupción del principio cívico-familiar de fraternidad quiere
alterar en las sucesivas rebeliones liberales, obreras, sufragistas y abolicionistas que
luchan contracorriente en el siglo XIX.

107
La impotencia del padre prepotente
El padre no era una figura cualquiera, sino el principio patriarcal bajo el que se quería
ordenar todo. Pero se produce una paradoja: el padre es la suprema autoridad, pero la
madre tiene competencias exclusivas en el hogar. El padre no debe mezclarse en la
crianza, el mundo de las emociones ni en una conyugalidad no dirigida a la
reproducción. Lewis y O’Brien expresan de otra manera lo que llaman la paradoja del
patriarcado: «mientras el padre puede ser el “cabeza” de familia, simultáneamente está
constreñido por ser el personaje central dentro de ella» (LEWIS y O’BRIEN, 1987, 6). Lo
puede todo, pero precisamente por eso no puede intervenir; debe mantenerse puro para
no contaminarse de lógicas antiproductivas. El padre industrial es un padre impotente.
El padre aparece como un ser exterior, pero representa la fuente de la nueva
socialidad: la actividad productiva industrializada. Por eso se le verá como el Gran
Separador, la Norma y la Ley separadora. Por eso el distanciamiento –en tiempos, trato y
afectos– se convierte en un rasgo central de la nueva paternidad industrial.
El paterfamilias tenía poder formal para representar a la familia, pero su poder
interno era dudoso y ambiguo. Esa es la razón por la que «la esfera pública pudo
funcionar como una prisión, no solamente como un privilegio. Excluido del hogar y la
familia, desconectado de las preocupaciones personales que son el núcleo de la vida, el
estereotipo de padre victoriano permaneció como un “hombre invisible”» (NELSON, 1995,
210).
Sigmund Freud capta esa nueva estructura industrial de la paternidad, su
exterioridad y su carácter de norma principal. Por un lado, Freud identifica la estructura
trinitaria que vincula a madre, padre e hijo. Pero otorga al padre la función separadora,
debe distanciar a la madre y al hijo para que el hijo se oriente a la utilidad productiva en
la vida pública, en el estudio y en el trabajo –para ser un hombre de provecho–. A su
vez, separa a la hija de la madre para comenzar a orientarla al fin externo que toda
familia debe cumplir y que la hija deberá cumplir como madre productiva.
La teoría psicoanalítica también introduce una relación directa entre separación y
poder. El hijo busca la castración el padre y la madre tiene envidia del poder paternal
representado fálicamente. Esa envidia del poder paterno expresa en realidad que la esfera
doméstica es un reflejo inverso de la esfera productiva. A su vez, Freud comprende bien

108
que los afectos materno-filiales son un peligro para la sociedad. Los sujetos regresan al
seno materno para no ser productivos ni reproductivos. Buscan fusionarse con lo familiar
en vez de seguir el camino que lleva a que la familia salga de sí misma. Madre e hijos
defienden la lógica familiar frente a la lógica productiva del padre separador.
Freud trabaja a partir del canon restauracionista e industrial de padre. Eso no
inutiliza su explicación triangular, pero sí hace que no le dé todo su alcance. En una
perspectiva que se libere del patrón industrial el padre no será la Norma ni la Ley,
aunque siga ocupando una posición triangular.
La supuesta autoridad máxima del padre en realidad esconde esa paradoja: ha
perdido la competencia sobre la vida y economía doméstica e incluso la autoridad
cotidiana respecto a sus hijos en lo que no tiene que ver con su carrera productiva o
reproductiva. Según Robert Griswold, «el control de los hombres sobre sus hijos se
desvaneció los primeros años de la revolución industrial. Como el trabajo en la factoría y
la oficina desplazó a los hombres del hogar durante largos periodos del día, la
prominencia cultural de la mujer permaneció elevada. Y como distintas instituciones –
una creciente cultura juvenil y el capitalismo de consumo– dieron cada vez más forma a
la vida de los hijos, el poder personal de los hombres sobre su descendencia declinó…
En respuesta a ese declive de la autoridad paternal, las autoridades sociales hicieron lo
que tenían que hacer: redefinieron el significado de ser padre» (GRISWOLD, 1998, 24-25).
Coltrane confirma que «conforme la nación fue cambiando hacia una economía
comercial y eventualmente hacia la producción industrial urbana, vemos un cambio claro
y persistente hacia un mayor papel de las mujeres en la responsabilidad moral sobre el
hogar y los hijos». Para la legitimación y reforzamiento de la separación y
especialización se inició una revaloración pública de esa vida doméstica, aunque no se le
otorga ningún tipo de participación pública. Irónicamente podríamos decir que las
madres realizaban una función tan importante que no tenían ningún papel en la razón
pública. La familia era útil para el industrialismo mientras fuera simplemente
reproductiva.
En su libro Family Man, Scott Coltrane señala que los documentos históricos
revelan que en el siglo XIX se inició el «culto a la domesticidad», el cual «glorificó la
maternidad» (COLTRANE, 1996, 31). Por su parte, Julie-Marie Strange descubrió que «la
literatura prescriptora y la política oficial de bienestar en el siglo XIX disminuyeron

109
progresivamente la significatividad de los padres mientras que la maternidad ganaba una
responsabilidad e importancia ideológica progresiva» (STRANGE, 2015, 3).
La posición de la mujer es compleja. Por un lado, se le resta poder –el varón asume
el carácter de norma, rey y Dios– pero, por otra parte, ejerce el poder exclusivo en el
hogar. Kathryn Backett adopta una perspectiva empoderadora: «mi análisis enfatiza el
poder oculto de la mujer en la familia». El mayor ejercicio de poder doméstico de la
mujer reduce la legitimidad masculina en el hogar. Por eso, «una mayor conciencia de
los procesos implicados en la negociación de la paternidad debe conducir a las mujeres a
permitir a los varones el desarrollo de competencias paternales que se corresponden con
un peso y validez iguales» (BACKETT, 1987, 86-97). Ralph LaRossa concluye: «mientras
las mujeres estaban siendo puestas en el centro de la constelación familiar, los hombres
parece que fueron desplazados a la periferia» (LAROSSA, 1997, 29).
A juicio de Claudia Nelson (1995), profesora de la Universidad Estatal de Texas y
autora del libro Invisible Men, el resultado de la industrialización de las dos esferas «fue
una especie de esquizofrenia institucionalizada» (NELSON, 1995, 41). Su investigación
examina las publicaciones del periodo. Se encuentra tres tipos de posiciones entre los
autores y periodistas. Un primer tipo de autores retrata al hombre como un fantasma en
el hogar y su vida real sucedía fuera de casa. Para el segundo tipo de autores, hombres y
mujeres son tan profundamente distintos que pueden hacer las mismas cosas sin
superponerse. Finalmente, la tercera posición sostiene que hombres y mujeres tienen
campos de acción separados que nunca se superponen.
Para muchos escritores victorianos, lo mejor que podía hacer el padre es no meterse
en nada doméstico, para que la madre actuara libremente (NELSON, 1995, 204). Durante
el periodo victoriano, «una y otra vez los críticos discuten la paternidad en términos de
ausencia y carencia: para muchos escritores de la prensa victoriana, el padre
simplemente no está ahí» (NELSON, 1995, 44).
Lo típico de la patriarcalización de la paternidad durante el periodo industrial fue
la distancia. En el periodo victoriano la historiografía de la vida cotidiana muestra que
entre los defectos de la paternidad «la distancia fue mucho más frecuente que la
opresión, la tiranía o la completa ausencia» (FLETCHER, 2008, 146). El problema era la
distancia, no el abuso.
Todos los documentos históricos demuestran que la tiranía masculina en la familia
estaba condenada en la sociedad (BAILEY, 2010, 278). Se aborrecía la crueldad y exceso

110
en la disciplina por parte del padre y se insistía en la corrección amistosa del hijo. El
buen padre era un hombre sensible que conocía íntimamente la personalidad de cada
hijo y eso no minaba un ápice su autoridad con los hijos. En realidad, no había una
ausencia de padre sino, sobre todo, ausencia de paternidad (STRANGE, 2015, 3). Aunque
el padre estuviera en el hogar, era impotente. El hombre era invisible y estaba perdido en
su propio hogar.
En la vida pública el padre era un fantasma del hombre y en el hogar el hombre era
un fantasma del padre. En la vida pública el hombre se desmasculiniza y debe ejercer
como padre de la sociedad. En la vida doméstica, aunque el hombre esté en casa no
ejerce de padre sino de sustentador. El padre en el hogar ejerce como modelo de
masculinidad y como director de la carrera productiva de sus hijos y reproductiva de sus
hijas. En el resto, su autoridad es fantasmal: tiene voz de hombre, pero no cuerpo de
padre.
En cambio, la imagen restauracionista señala que los varones se empoderaron y
reforzaron su hombría y su poder como padres. En realidad, el varón es enfatizado como
cabeza y patriarca de familia para compensar la pérdida real de presencia e importancia
en el hogar, así como su insatisfacción como padre. Su poder es un estatus
compensatorio por su pérdida de calidad de vida. En la vida pública no mandan varones
sino capitales. El hombre se ha hecho mera figura vacía de masculinidad y paternidad
para poder ser rellenada de capital.
La ideología de las esferas separadas eliminó las características más hogareñas y
comunitarias de la identidad masculina reconstruida. Así, todo el ámbito de las
relaciones primarias y comunitarias pasó a ser competencia femenina y constituyó una
tradición que portarán las mujeres. Acercarse a las lógicas familiares significaba
afeminamiento. En la segunda mitad del siglo XIX muchos dudaron del contenido del
papel del padre en el hogar. Algunas voces sostenían que los hombres tenían que cultivar
algunas virtudes femeninas como la ternura y la paciencia no solamente para ser padres
más implicados y afectuosos, sino para limar las asperezas del carácter masculino. Otros
sostenían que la redomesticación de los hombres iba a afeminarles y restarles fortaleza y
eficacia (Terri SABATOS, 2007, 74).
De hecho, «pobreza, humildad y no mundaneidad –todas características del ideal de
mujer victoriana, pero menos deseable para el éxito en los negocios– se convierten en las

111
condiciones apropiadas para los padres en las historias y seriales, especialmente cuando
la madre está ausente o carece de importancia» (NELSON, 2003, 300).
Un último factor completa la visión sobre el padre industrial. El maquinismo llevó a
la expansión del estado y las burocracias y el restauracionismo trabajó para el
fortalecimiento de su poder absolutista. La consecuencia para las familias fue que el
estado absorbió buena parte de las funciones parentales y domésticas. Según Coltrane,
«el advenimiento del capitalismo de mercado también dio al estado más control sobre los
hijos (..) y debilitó el poder de los padres varones» (COLTRANE, 1996, 32). En los ideales
de la escuela victoriana, la escuela sustituye a la familia como educadora principal y el
estado asume funciones paternales (NELSON, 1995, 174).
Por esa razón, sumada a la ideología de las distancias, la figura paterna se biologiza
cada vez más. El hecho biológico de la paternidad será crucial y las relaciones sexuales
se mirarán más desde una perspectiva jurídica –cuál es el acto sexual legal, qué está
permitido y qué no–. Lo que parece cierto es que «gradualmente los derechos y
responsabilidades paternales fueron asociados más y más con la paternidad biológica
dentro de un matrimonio legalmente formalizado» (BROUGHTON y ROGERS, 2007, 9).
Principalmente porque los beneficios y derechos sociales de las familias y sus hijos iban
asociados a rentas fiscalmente contributivas y por tanto era necesario saber quién era
beneficiario legítimo. Como sostiene Sanders, «en el siglo XIX, el papel del padre fue
primariamente legal y la atribución de los hijos legítimos fue el punto principal en el
dominio público» (SANDERS, 2009, 10).

112
Angustia del fantasma del padre
Todo este cuadro del padre industrial esconde otra paradoja: el padre parece ser el
principal beneficiario, pero cuanto más se repatriarcaliza su figura, peor le va como
padre y hombre. Como padre se hace fantasmal y como hombre se desmasculiniza. Esa
desmasculinización no significa afeminamiento, sino que se vacía porque la diversidad
sexual no importa en un mundo público monosexual.
El hombre sentía una intensa incertidumbre porque «mientras que la
responsabilidad de provisión del hogar y la familia era una prerrogativa
incuestionablemente del varón, su papel dentro del hogar no estaba siempre claro»
(SABATOS, 2007, 74). El padre ganaba dinero para mantener una familia a la que
progresivamente había perdido. Esa lógica industrial los llevaba a una meta imposible
porque cuanto más obedecía, más estaba excluido de aquello fundamental para lo que
trabajaba. «Los cambios dramáticos en la vida de la familia, asociados al
advenimiento de la Revolución Industrial, fueron dejando a los hombres fuera de algo
importante» (NELSON, 2003, 305).
El padre había renunciado al placer de la convivencia permanente con su esposa y
sus hijos a cambio de capacidad de supervivencia. Y para compensar esa fuerte carencia
se construyó una reduccionista masculinidad de divertimento y se promocionó su
fantasía de poder. Pero bajo todo ello se escondió una intensa angustia y malestar.
El hombre y la familia contempla que la industrialización no solamente rompió una
parte principal de las lógicas comunitarias –en favor del absolutismo y productivismo–,
sino que rompió la tradición de la paternidad. Tanto la rompió que ahora estamos
haciendo una labor de arqueología para recuperar la memoria del padre perdido. Esa
ruptura de la tradición paternal no solamente dejará al varón aislado de la familia, sino
que romperá la transmisión intergeneracional y aislará a los padres del futuro respecto a
los padres de su historia.
El impacto sobre la experiencia de paternidad fue dramático. El análisis integral de
la ficción británica sobre la paternidad durante el imperio está lejos de confirmar la
imagen homogénea del padre victoriano distante, fuerte y seguro. Al considerar el
conjunto de ficciones, se encuentra un retrato bien distinto: en las condiciones de
desplazamiento del hogar por las largas jornadas industriales, los padres sufrieron estrés,

113
ansiedad, angustia y dificultades por la impotencia en las relaciones con sus hijos
(MCKNIGHT, 2011).
Bajo el estándar de hierro de la paternidad industrial, los padres no se acomodaron
ni lo aceptaron sin un alto coste para su propia conciencia. Como afirma Valerie Sanders
en su estudio de los diarios, cartas, documentos y ficciones sobre paternidad en esa
época, el padre victoriano cargaba con una enorme ansiedad y ambigüedad, un gran
sentimiento de culpa, miedo, frustración, malestar y trauma, pero también una
permanente búsqueda esperanzada del amor de sus hijos (SANDERS, 2009).
Dickens contribuyó de forma muy relevante a la imagen pública del padre
decimonónico que ha llegado hasta nosotros. Pero más que sus escritos, su paternidad –
no de sus libros sino de sus hijos– nos revela lo que de verdad pasaba en la experiencia
paterna de un hombre de su talla intelectual. Claudia Nelson ha trabajado a fondo el
retrato como padre del autor de Grandes Esperanzas.
El agudo conflicto con su mujer le llevó a romper la separación de esferas.
«Dickens creía que su mujer Catherine había fallado como madre y él mismo tuvo que
hacerse cargo del papel de madre» (NELSON, 2003, 296). Dickens reconoce que como
esposo no ha sido modélico, pero sin embargo reivindica su papel como padre. Entiende
también que no es algo propio de la masculinidad ni de las funciones propias de un
padre. Eso fue una fuente de ansiedad para él.
Dickens llega a la conclusión de que su paternidad comprometida con sus hijos
correspondía al papel de una mujer y que se había feminizado. Plantea su paternidad en
términos femeninos, pero también como un modo de redimir sus fallos como esposo, que
considera que han dañado también a sus hijos. «Dickens busca redimirse a sí mismo a
través de una paternidad ejemplar y el modelo que toma es el de la buena madre»
(NELSON, 2003, 296). Dickens consideraba que el hogar era un lugar «sagrado».
No obstante, su desempeño como padre no es fácil de clasificar dentro del contexto
del siglo XIX. Algunos de sus biógrafos creen que como padre fracasó y «le describen
como posesivo, dominante y mal aconsejado» (NELSON, 2003, 295). Sin embargo, una
mirada más íntima nos muestra otra perspectiva. Cuando su hija mayor, Mary Dickens,
escribió para Cornhill la nota sobre «Charles Dickens en el hogar», su retrato de la
maternidad dickensiana fue más intrincado. Describe a su padre como «el genio bueno
del hogar», «ordenado, tierno y hogareño». Aprobaba los menús, no había nada en el
dormitorio de las niñas que no hubiese sido supervisado por él, cuando había alguien

114
enfermo se comportaba con sigilo, «dando ánimo, siempre capaz y útil, siempre
haciendo lo correcto, su presencia traía ayuda y confortabilidad». «No había esquina de
la cocina o de cualquier lugar de la casa que no examinara constantemente. Con los hijos
invariablemente demostraba justicia y amor a pesar de su tendencia a la serenidad.
Dickens demostraba afecto y la más perfecta comprensión por sus hijos» (NELSON, 2003,
296).

115
Padres resistentes
Atendamos al principio que hemos defendido sobre la heterogeneidad y pluralidad de las
paternidades. Por un lado, tomamos en cuenta la fuerte estandarización difundida desde
los poderes del estado: las propias clases y el estándar de vida tomaron forma de
máquinas sociales. Pero, por otro lado, el proceso fue gradual, la industrialización fue
desigual según regiones y existió una persistencia sumergida que protegió la tradición
paterna preindustrial.
Efectivamente, «los hombres del siglo XIX fueron más diversos de lo que parece».
En el siglo XIX también se encuentran padres que «tanto en la granja como en la ciudad
mantuvieron vínculos emocionales fuertes con sus hijos, interactuaron con ellos de
forma regular y fueron fuentes importantes de guía y consuelo» (LAROSSA, 1997, 30).
La industrialización avanzó lentamente e incluso en sus tiempos más duros había
hábitos paternales comunitarios que se conservaban. Andrew Walker, de la Universidad
de Lincoln, estudió la paternidad en las comunidades industriales que se formaron en el
siglo XIX. La unidad del hogar preindustrial se reconstituía en los lugares de trabajo,
donde hijos y padres trabajaban juntos. En los sectores industriales más innovadores,
como el textil, los hijos era más frecuente que trabajasen en funciones o emplazamientos
diferentes que los padres y el periodo de coincidencia era más reducido. Tras un tiempo
en la misma factoría que su padre, estaban preparados para promoverse a puestos
mejores en otras factorías.
Sin embargo, en el conjunto de la economía industrial, la cooperación laboral entre
padres e hijos era mayor y se prolongaba incluso más allá de la emancipación de los
hijos. En el caso de trabajos cualificados, la relación entre padres e hijos era más
frecuente y permanente, muy significativa tanto económica como social y cultural. Por
ejemplo, en una celebración de mineros del sur de Yorkshire organizada por un
sindicato, la prensa relata cómo al lado de los mineros estaban sentados sus hijos
(WALKER, 2007, 122).
«Cuando los mineros de Durham se manifestaban por las calles para defender sus
derechos, sus hijos caminaban junto a ellos. Tales prácticas representaban públicamente
la dinámica entre trabajo, familia y lugar. Es indudable que esas asunciones eran un
lugar común. Formaban la base de las demandas de ciudadanía de los hombres, así como

116
de los incontables programas de automejora y estaban arraigadas en la retórica de los
hombres trabajadores acerca del autorespeto y la independencia» (STRANGE, 2015, 25).
Shawn Johansen (2001) estudió la paternidad en un centenar de cartas escritas entre
1800 y la guerra civil americana y concluye que los hombres no estaban tan ausentes en
la vida familiar como popularmente se cree. La investigación sobre la paternidad en el
curso de la guerra civil estadounidense muestra que «hubo padres que viajaron grandes
distancias para ayudar y confortar a sus hijos heridos o moribundos» (LAROSSA,
1997, 30). Stephen M. Frank en su libro Life With Father, también estudia
correspondencia y demuestra que «a lo largo del siglo XIX, la paternidad permaneció
como un componente vital de la definición social de hombría» (FRANK, 1998, 2).
Un caso especial pero expresivo lo constituye la viudez. El historiador del arte
estadounidense Terri Sabatos estudió los viudos en el arte victoriano, a través de cuadros
de pintores como Sir Luke Fildes, Thomas Faed o Arthur Stocks. En sus obras siempre
se contempla a padres trabajadores que muestran un intenso amor, afecto y cuidado de
sus hijos pequeños, lo cual contradice el modelo homogeneizador del padre ausente y
distante.
La profesora Valery Sanders, en su investigación con fuentes documentales
primarias, desmantela la homogeneidad de la imagen típica de padre victoriano al
examinar la paternidad desde la propia perspectiva de los padres: «Aunque algunos
padres victorianos fueron indiscutiblemente severos y distantes, sabemos que la mayoría
asumieron sus responsabilidades seriamente y querían lo mejor para sus familias; se
vincularon beneficiosamente con sus hijos y estaban muy perturbados cuando los hijos
enfermaban o morían» (SANDERS, 2009, 4).
Incluso los típicos perfiles victorianos mostraban a veces la paternidad afectuosa y
cercana como una virtud. En 1852, una revista publicó un poema obituario sobre el
Duque de Wellington (1769-1852), el llamado Duque de Hierro –arquetipo victoriano– y
entre sus cualidades heroicas se destacó que

«debajo de la armadura de su pecho


había manantiales de ternura, prestos a manar
en simpatía con la alegría o lamentos infantiles.
Los niños saltaban a sus rodillas
y hacían de sus brazos su nido» [15] .

117
Cuando se estudian las fuentes documentales directas dejadas por los padres, los
tres temas que más les preocupan a los padres son, primero, la ansiedad por la provisión
material a los hijos; segundo, la vergüenza por su propia debilidad física o psicológica; y
tercero, angustia por su impotencia ante las enfermedades que amenazaban a sus hijos
(SANDERS, 2009, 193). Estas preocupaciones muestran una mezcla de compromiso y
sensibilidad con desubicación e impotencia. Sanders concluye que hay una intensa
experiencia de ambigüedad en el padre victoriano. Efectivamente, los hombres
decimonónicos tenían una idea problemática y difícil de su paternidad y nunca se
establecieron unos parámetros estables aceptados por todos (SANDERS, 2009, 191).
Junto al padre industrial, coexistía un modelo de padre sensible que resistió a las
tendencias industrializadoras. El siglo XIX es un siglo de extremas contradicciones
reflejadas en la convivencia entre neoclasicismo y romanticismo, restauracionismo y
revoluciones, industrialización y movimiento obrero. Pero, efectivamente, también nos
podemos encontrar padres muy sensibles que siguen con una paternidad muy sofisticada.
El naturalista, periodista y político inglés William Cobbett (1763-1835), dejó
escrito en 1830 que «el hombre –y especialmente el padre– que no era afectuoso con los
bebés; al que no se le ablandaba el corazón cuando tocaba su bracitos casi sin huesos;
cuando veía sus pequeños ojos comenzando a discernir; cuando escucha sus tiernos
acentos; el hombre cuyo corazón no palpitaba de verdad ante estas pruebas, lo mejor que
se puede decir de él es que es objeto de compasión» (COBBETT, 1830).
A su vez, en la entrega al trabajo y los ímprobos esfuerzos por el sustento, los
padres concentraban gran parte de su compromiso y afecto que no podían mostrar de
forma cercana en el hogar. Strange lo dice con palabras de justicia y respeto hacia
aquellos padres que con frecuencia dieron y dejaron su vida en las fábricas: «el deseo
que el buen hombre tiene de trabajar por quienes tiene a su cargo era inseparable de su
afecto por ellos… El esfuerzo por ellos era un acto trascendental de devoción» (STRANGE,
2015, 21).

118
CAPÍTULO 5:
El padre postmoderno

Resumamos el capítulo anterior. En el segundo tercio del siglo XIX, la


industrialización provocó un flujo masivo de emigración a ciudades cuyas estructuras no
favorecían la unidad ni la conciliación entre trabajo y familia. Eso provocó una
separación de la vida doméstica de la vida productiva y pública. La mujer fue
reconceptualizada como ser doméstico y las lógicas familiares de solidaridad, amor y
cuidado fueron confinadas al hogar. El papel del hombre fue reformateado como un
cuerpo propio del ámbito productivo, sin competencias en el hogar ni la crianza. Su
figura representaba la productividad económica, política, cultural. Asumía así de una
forma más acusada que en los siglos anteriores el monopolio patriarcal de la vida
pública.
El restauracionismo político hizo de la ideología patriarcal el metamodelo para la
reinstauración del viejo absolutismo monárquico y la expansión del nuevo absolutismo
capitalista. El estado asumió funciones de la familia y dejó el espacio doméstico-
femenino y la conyugalidad reducidos a la funcionalidad reproductiva. A cambio, al
hombre se le construyó una hombría basada en la productividad sexual. La ideología de
las distancias y separaciones reestructuró la cultura y la sociabilidad. Pero nada de eso
ocurrió sin un gran sufrimiento para los padres que, ausentes, veían como su figura se
volvía fantasmagórica en el hogar.
Eso causó un malestar incalculable en aquellos para los que sus hijos, su mujer y su
familia eran la fuente de su felicidad. Largas y duras jornadas les impedían relacionarse
suficiente tiempo con su familia y la ideología de las esferas separadas sancionaba que se
afeminaran con comportamientos afectuosos y domésticos. La familia se maquinizó al
igual que casi todo el tejido institucional: perdió la escala humana y convirtió los papeles
sociales en lugares vacíos muy sancionados que los sujetos tenían que desempeñar.
Si bien ese modelo fue una tendencia expansiva, existía una gran heterogeneidad.
La paternidad siguió siendo apreciada por algunos sectores culturales. La cultura se

119
segmentó en subculturas de clase que modelaron la experiencia de paternidad. Según
Elizabeth Roberts (1995), en los grupos sociales más deprimidos la paternidad se ejercía
de forma más dual y con menos responsabilidades, mientras que las subclases obreras
más integradas se acercaban a los estándares paternos de la clase media (ROBERTS, 1995,
237).
Por otro lado, había muchas mujeres de clase obrera que trabajaban y asumían el
cuidado doméstico simultáneamente. Otros hombres, llevaban a sus hijos al trabajo y
había cierta continuidad con la unidad doméstico-económica premoderna. El siglo XIX
fue testigo de movimientos en profundo conflicto y lo normal es que encontremos esas
contradicciones también en el curso de las experiencias y modelos de paternidad.
Tras décadas dándole forma al modelo de paternidad con los medios del estado, el
capital y la reputación de la ideología del progreso, los padres olvidaron cómo era ser
padre antes de la cultura industrial. Las teorías evolucionistas incluso veían la paternidad
y la familia como instituciones pretéritas, características de tiempos premodernos, pero
no de la Modernidad. Si los padres quieren reactivarse carecen de tradición.
Prácticamente tienen que reinventarse.
Para Ralph LaRossa, hay un cierto paralelismo entre las carencias de tradición en
mujeres y hombres. Aunque la mujer sufre una tradición más incapacitante, también los
hombres en su papel de padres fueron incapacitados. Se hizo para que pudieran
entregarse en cuerpo y alma a la producción capitalista y para que no contaminaran el
orden con las lógicas familiares.
En el largo periodo de sociedad industrial, los hombres fueron «dañados porque su
“crecimiento intelectual” –por usar la frase de Lerner [16] – es obstaculizado por la
creencia de que en el ayer los padres no solo no querían estar implicados con sus hijos,
sino que incluso ni pensaban sobre ello… A los hombres que aman y cuidan se les ha
negado el valor de conocer que había otros antes que ellos, otros que compartían su
concepto de lo que significaba ser un buen padre» (LAROSSA, 1997, 4).

120
Una nueva valoración de la infancia
La guerra franco-prusiana de 1870 –posiblemente podría ser considerada una primera
guerra mundial– fue un hito en el proceso de industrialización. Comenzó una nueva
etapa marcada por la revolución industrial eléctrica. A su vez, el ascenso internacional
del comunismo –la primera Internacional se celebró en 1866– impulsó una reacción que
sería el origen del estado de bienestar, las políticas sociales y la mejora de las
condiciones de vida. Tras la guerra del 1870-1871, comienza un periodo de prosperidad
y optimismo, la Belle Epoque, a la vez que tras la guerra civil estadounidense comienza
la Gilded Age –la edad chapada en oro, o dorada–. Ese desahogo relajó la separación del
hogar, pero sobre todo comenzó a poner el foco en la protección y promoción de los
niños.
Según Scott Coltrane, en la transición del siglo XIX al siglo XX, «el valor
sentimental de los hijos se incrementó dramáticamente» (COLTRANE, 1996, 32). Comenzó
una demanda social creciente que reivindicaba el cuidado de la infancia. En general, se
generó una nueva consideración del valor de las personas y, en consecuencia, un nuevo
duelo ante la muerte. Philippe Ariès señaló que el siglo XIX constituyó una revolución
en el sentimiento por la muerte del otro.
Respecto a la infancia ese duelo fue mucho más intenso. Es cierto que la tradición
cristiana siempre mostró –tanto en el siglo XVII como posteriormente– un dramático
luto y emociones profundas desgarradas por la muerte de sus hijos. Pero la mejora de las
condiciones de vida llevó a que la muerte infantil fuera una experiencia más infrecuente
y traumática.
Tengamos en cuenta que todavía en 1890, estábamos en una sociedad en la que los
niños menores de cinco años suponían el 40% del conjunto de muertes anuales. En la
transición del siglo XIX al siglo XX, asistimos a un cambio drástico en esa experiencia
de la pérdida. En 1870, si se mataba a un niño en un accidente, los padres eran
indemnizados teniendo en cuenta los beneficios que hubieran obtenido del trabajo del
niño. En 1930, en cambio, la indemnización añadía el valor de la pérdida emocional que
suponía para la familia (ZELIZER, 1985).
Viviana Zelizer, profesora de Sociología de la Universidad de Princeton, autora del
libro The Pricelesss Child (1985), estudió la valoración de la infancia. Sostiene que

121
«hasta el siglo XVIII en Inglaterra y Europa, la muerte de un niño o un hijo joven era un
evento menor, visto con una mezcla de indiferencia y resignación. (…) Pero en el siglo
XIX, tuvo lugar una revolución dramática en el duelo infantil. Entre clases altas y
medio-altas en Inglaterra, Europa y los Estados Unidos, la muerte de un hijo joven
comenzó a ser la más dolorosa y la menos tolerable de todas las muertes» (ZELIZER,
1985, 24-25).
No obstante, las lógicas capitalistas continuaron intensificando el expansionismo, la
desigualdad económica y la maquinización de las instituciones. La guerra de imperios
económicos culminó en la Primera Guerra Mundial, que supuso una zanja en la
conciencia de todo el planeta, al que implicó en el conflicto bélico a través de las redes
coloniales. La Primera Guerra Mundial separó a 70 millones de hombres de sus hogares
para luchar en los frentes. Uno de cada siete no volvería al hogar y a ello hay que sumar
el impacto de la gripe de 1918, que causó la muerte de hasta casi 100 millones de
personas más en apenas tres años –del 3% al 6% de la población mundial.
La patología de esta pandemia se cebó especialmente sobre jóvenes y adultos con
salud, más que sobre niños y ancianos, que era lo que ocurría en las gripes ordinarias. La
Primera Guerra Mundial no solamente impactó por su mortalidad sino por su brutalidad.
La guerra de las máquinas cambió la visión sobre la industrialización; quebró la
confianza en el progreso industrial y dio plausibilidad a la alternativa socialista en todo
el planeta. La contigua gripe de 1918 no hizo sino profundizar todavía más el trauma.
Todo esto cambió la conciencia y transformó también la experiencia de paternidad.

122
El movimiento fathercraft y sus consejos de padres
La Primera Guerra Mundial dejó medio millón de huérfanos en Inglaterra y los padres
que regresaron nunca fueron los mismos. Muchos de ellos eran prácticamente extraños
para sus hijos y una mayoría volvieron con profundos traumas. Una inglesa llamada
Mabel McCoy recuerda cómo preguntaba a su madre por qué para dormir su padre se
envolvía toda la cabeza con las sábanas dejando tan solo las fosas nasales visibles. Tras
una consulta clínica, descubrieron que el terror nocturno por los ataques de las ratas de
las trincheras le había dejado una secuela duradera y siguió durante un largo periodo
protegiendo su rostro de ellas para que no se lo comieran. Los padres no solían hablar de
su experiencia de los horrores de una guerra tan brutal como la de las trincheras.
En la batalla del río Marne entre el 5 y 12 de septiembre de 1914 comenzaron a
circular historias extrañas entre los soldados. Se decía que un grupo de hombres había
sido encontrado en su puesto, alerta, preparados para la acción, pero totalmente
paralizados como estatuas. Sin heridas aparentes, se especuló que hubieran sido matados
por fragmentos ilocalizables de mortero. Posteriormente los envenenamientos por gases
tóxicos escondieron las verdaderas causas de muchos de esos incidentes.
En realidad, estaban bajo los efectos de lo que ya en 1919 el sociólogo y psiquiatra
Frederick Mott llamó shell shock [shock por bombardeo; shell significa concha o
caparazón, pero también proyectil y como verbo significa bombardear] (MOTT, 1919;
LEESE, 2002), muy próximo a la parálisis histérica que impide que el sujeto pueda mover
su cuerpo. Este shell shock fue el primero de un largo historial de traumas que fueron
multiplicándose a lo largo de la terrible guerra de las trincheras. Muchos padres, cuando
regresaron –y en realidad a todos los supervivientes les ocurrió de un modo u otro–,
siguieron encerrados dentro de su caparazón, dentro de lo que allí vivieron y mataron.
Como padres también se quedaron paralizados.
En el Reino Unido la ausencia masiva de padres durante la Primera Guerra Mundial
fue la causa a la que algunos medios como The Times, The Guardian o Daily Mirror
atribuyeron el aumento de la delincuencia juvenil (KING, 2015, 63). Durante la Primera
Guerra Mundial los padres no están en el hogar sino en el frente y las madres fueron
movilizadas como mano de obra para cubrir sus puestos de trabajo ordinario y responder
a la hiperproducción de maquinaria bélica. Eso provoca que masivamente los hijos estén

123
en hogares sin padres, muy volcados a la actividad callejera. Esto sucedió muy
especialmente en los hogares obreros.
El final de la guerra dejó desolados los hogares británicos y se impuso la clara
convicción de que había que reconstruir el país comenzando desde el interior de cada
hogar. Ninguna guerra tuvo un impacto tan devastador en la mentalidad moderna como
la Primera Guerra Mundial, a la que las tropas marcharon entusiastas en pleno verano y
con la convicción de que en Navidad estarían celebrando las festividades con su familia
de nuevo.
La psicóloga Gertrud Mander constata que «la experiencia traumática de las guerras
mundiales en dos generaciones de padres condujo a minar la imagen patriarcal y
amenazó la estabilidad y supervivencia de la familia patriarcal. (…) Cuando los padres
regresaron se habían convertido en extraños. Hubo un debilitamiento de los lazos
familiares y se crearon nuevos vínculos» (2001, 144). El historiador Anthony Fletcher
(2008) sostiene que el comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914 dio súbitamente
término a la cultura victoriana de la paternidad. La guerra demolió las costumbres
familiares y nunca más fueron restauradas; el mundo ya nunca fue lo mismo.
El mundo victoriano aún permanecía inscrito en las instituciones burguesas y su
desaparición fue menos radical que en las clases trabajadoras, más afectadas por el
impacto del millón de soldados y civiles británicos –en su inmensa mayoría varones–
muertos a causa de la guerra.
La movilización multitudinaria de la población por la guerra llevó a que una gran
mayoría ya no volviera nunca a las posiciones que ocupaba antes, sino que lo hiciera de
otro modo o emigrara. Por ejemplo, en los Estados Unidos se produce la Gran
Migración, en la que 6 millones de afroamericanos abandonaron las poblaciones del Sur
y se reubicaron en los suburbios de las grandes ciudades industriales del Norte
(TROTTER, 1991). Eso modificaría radicalmente la sociología estadounidense y también el
modelo de padre afroamericano.
La industrialización había creado unas condiciones económicas y urbanas que
impactaron duramente en el bienestar infantil y creó una masa de niños visible para la
opinión pública. Esos cambios motivaron la intensificación de las acciones del Infant
Welfare Movement [Movimiento por el bienestar infantil]. Sus antecedentes se remontan
a las plataformas de salud pública del siglo XVIII (CAULFIELD, 2013) y se fue
progresivamente fortaleciendo conforme avanzó la problemática de la explotación y

124
morbilidad infantil. En 1874 se aprueba en Francia la Ley de Protección de la Infancia y
a partir de 1880 comienza una serie de congresos internacionales que se extenderá hasta
el regreso de la Primera Guerra Mundial (ROLLET, 2001).
En 1893 el doctor Nathan Strauss estableció el primer suministro de leche para
niños en Estados Unidos (DWORK, 1987) y en 1894, el médico Leon Dufour funda en la
localidad normanda de Fécamp, Francia, la organización Goutte de Lait [Gota de leche]
que se difundiría por distintos lugares del mundo (SAUTEREAU, 1991). Daba así sus
primeros pasos la pediatría moderna. En 1906 y 1908 hubo dos grandes conferencias
nacionales sobre mortalidad infantil en Inglaterra (MCCLEARY, 1933), que elevaron la
conciencia sobre la necesidad de una reforma de las propias costumbres perinatales de
las madres. Finalmente, en el Reino Unido se aprobó la Maternity and Child Welfare Act
[Ley de maternidad y bienestar infantil] en 1918, que precedía a la expansión de la
asistencia médica y de bienestar a las madres y niños.
En ese contexto de desestructuración de los hogares británicos y de riesgo para los
niños y jóvenes en la Europa de posguerra, se crearon los Father’s Councils [consejos de
padres] al menos en una fecha tan temprana como 1920. Efectivamente, anejo a la
londinense Clínica de Bienestar Infantil de Kensington –en Lancaster Road–, se fundó el
primer Father’s Council, impulsado por el doctor James Fenton y W.H. Wheeler –este
último fue conocido como el padre de los padres– (FISHER, 2005). Gracias a un valioso
artículo del historiador Tim Fisher, titulado «Fatherhood and the British Fathercraft
Movement, 1919-39», podemos profundizar en esta iniciativa pionera en el mundo para
la reforma de la paternidad.
Los Consejos de Padres eran una organización que promovía cursos y actividades
exclusivamente para padres varones de un barrio o localidad. Eran el cuerpo de una
corriente pediátrica y social que buscaba la mejora de la paternidad. La compacta
expresión fathercraft –el arte de ser padre– constituyó un objetivo estratégico para el
movimiento de bienestar de la infancia. Se establecían como una iniciativa ligada a los
centros de salud y servicios sociales, y normalmente los consejos estaban liderados por
médicos.
Los consejos estaban formados por hombres de clase media interesados en fomentar
la paternidad positiva en barrios obreros y su contenido era pediátrico y pedagógico,
desde una perspectiva científica, aunque también basado en valores familiares. Los

125
padres de los vecindarios participaban como beneficiarios de esas acciones, aunque para
atraerles y fidelizarles, cada consejo adoptó la forma de club social.
En una década se crearon consejos de padres en varios distritos londinenses y el
movimiento del arte de ser padre se expandió al oeste a Bristol; al centro de la isla, en
Birmingham o Rugby; más al norte, a Liverpool y Durham y alcanzó hasta Glasgow. De
modo que en 1932 se estaba ya en condiciones de formar una organización nacional, la
Central Union of Father’s Councils (CUFC), al que se dotó en 1939 de un organismo de
expertos que generara conocimiento e incidencia pública en el país, el National
Fathercraft Advisoy Council (FISHER, 2005). La cuestión del arte de ser padre, el
fathercraft, obtuvo un reconocimiento tan progresivo que la semana de la infancia de
1939 estuvo dedicada a tal tema (FISHER, 2005, 443).
No obstante, el impacto general de los consejos de padres fue limitado. En el
conjunto del Reino Unido existían 53 consejos en 1930. Había un consejo de padres cada
56 clínicas de bienestar materno-infantil, las cuales superaban las 3.000 en el país. En
cuanto al número de padres participantes la media de cada consejo era de unos 30-40
padres. Algún caso extraordinario como el consejo de padres de Croydon, en Londres,
reunió en 1933 a 84 padres. Fisher advierte que esos números incluían generalmente a
los padres voluntarios –generalmente profesionales de clase media– que ayudaban a
realizar los cursos y actividades.
El movimiento por el bienestar infantil tenía como horizonte la mejora perinatal en
una sociedad con todavía altas mortalidades infantiles antes de los 5 años. Su objetivo
estratégico era la transformación de las conductas maternas. El movimiento del
fathercraft partía de que los varones eran los cabezas de familia. Por tanto, su permiso o
aceptación era crucial para que las madres pudieran participar en las actividades
sociopediátricas.
El impacto de los consejos de padres en la afluencia de madres a las clínicas fue
extraordinario: a tal influencia atribuían el hecho de que en los distritos más
empobrecidos la atención prenatal triplicara el número de mujeres beneficiarias. Fisher
concluye que «claramente entonces, los consejos de padres no se formaron en orden a
instruir a los padres acerca de su actividad parental, sino más bien fueron vistos como un
modo para ganar el apoyo colaborador cuando se presionaba a las madres para que
siguieran el consejo de los expertos y asistieran a las clínicas de bienestar» (FISHER,
2005, 444).

126
La participación de los padres en los consejos era objeto de suspicacia por parte de
la comunidad masculina de las localidades. La razón era que el cuidado de los hijos se
consideraba una actividad femenina. Fisher recoge las declaraciones de un hojalatero del
norte de Gales a la BBC en la década de 1930, quien decía que los hombres no hacen
esas cosas –ayudar con los niños y el cuidado de los hijos; si lo haces pierdes hombría a
los ojos de los otros hombres. Asistir a centros sociosanitarios de infancia era algo que
dañaba la reputación de los varones. Se podían ver grupos de hombres «esperando a sus
mujeres fuera de los centros sin que ninguno tuviera suficiente coraje para entrar»,
observaba un facultativo del consejo de hombres de Queens Crescent, en Londres.
El riesgo del movimiento por el bienestar infantil era renunciar a implicar a los
varones y centrarse en la atención a las madres. En 1917, la reformadora Mary Read
criticó en su Mothercraft Manual que se excluyera a los varones de la crianza. Esa
exclusión se observaba que se originaba incluso en las actitudes de las propias madres
obreras, quienes defendían su monopolio del papel doméstico y criador.
En 1935, Fisher cita la opinión de uno de los médicos que lideraban el movimiento
fathercraft en el sentido de que las mujeres usaban la excusa del desacuerdo de su
marido para evitar ponerse bajo la prescripción médica y social. Por su experiencia en
los consejos de padres, el doctor H. Cross sostenía que en nueve de cada diez mujeres
que acusaban a su marido de no dejarles asistir, era una excusa falsa (FISHER, 2005, 445).
Las familias obreras eran suspicaces con las instituciones sociosanitarias ya que
exigían estándares de atención a los niños cuyo incumplimiento podía tener graves
consecuencias, como quitar la custodia de los hijos. Numerosos casos justificaban que
corriera ese miedo entre la gente y eso contaminaba la relación entre el movimiento de
reforma social y la población. Padres y sobre todo madres obstruían el acceso de los
facultativos y servicios médicos o sociales al hogar para protegerse.
De todos modos, los padres podían constituir un impedimento real y, en los mejores
casos, podían persuadir a sus esposas para mejorar médica, social y escolarmente la
situación de los hijos. Además, también se era consciente de que un padre podía ejercer
un papel tóxico para sus hijos y se convertía en una fuente de peligro para el conjunto de
la familia. Se advertía a los padres de lo insatisfactorio que era que sus hijos crecieran
viéndolos con miedo, bajo el papel de padre castigador. A su vez en los consejos de
padres se consideraba que la ausencia o carencia de padre tenía un impacto negativo –
incluso permanente– en el desarrollo de los hijos.

127
Pero también es cierto que desde los albores del programa fathercraft, los pioneros
supieron ver que era fundamental educar a los padres varones en su propia función.
¿Cómo hacerlo a pesar de las reticencias a acudir a sesiones centradas en la crianza de
los niños? Esa fue la pregunta que condujo a que los consejos de padres incluyeran una
oferta de actividades como coro, deporte, cenas, viajes o conciertos. Incorporaron
aquellos rasgos que eran propios de las reuniones masculinas convencionales:
conversación, fumar, comida y bebida, etc.
En esa atractiva oferta social se insertaban actividades instructivas sobre
habilidades paternales mediante conferencias, escritos y discusiones. En las lecciones
que se impartían en los consejos de padres se enseñaba a los padres cómo cuidar a los
hijos en su edad más temprana. Había ejercicios prácticos de cómo lavar a los niños,
darles de comer, cambiarles sus pañales o lograr que se durmieran.
En general, el enfoque fathercraft asumía la división dual de papeles familiares que
dejaba la principal responsabilidad doméstica a la mujer desde el principio de
especialización. No obstante, los pioneros propusieron que el varón podía ser tan capaz
de gestionar y cuidar el hogar y a sus hijos como la mujer. Entre los casos ejemplares
que destacaban se encontraba el de aquellos viudos que tenían que asumir totalmente el
cuidado de sus hijos.
Lo que sí proponía el arte de ser padre era que las relaciones con los hijos fueran
manifiestamente afectuosas, amigables y amorosas. Buscaba que los varones fijaran su
atención en comprender el punto de vista del niño y el joven como un ser individual y
único, así como la detección de sus necesidades. El padre «necesitaba una relación activa
con sus hijos y era alentado a formar vínculos estrechos de amistad a través del juego y
la educación» (FISHER, 2005, 454). A su vez, se exhortaba a que el padre atendiera tanto a
los hijos como a sus hijas en la misma proporción.
En conclusión, los consejos de padres constituyeron un gran intento público
organizado de reforma de la paternidad en la historia, desde una perspectiva científica.
En la iniciativa influyeron los hallazgos en psicología evolutiva, los avances en pediatría
y la extensión del estado de bienestar. Similares corrientes ocurrieron también en los
Estados Unidos, aunque no con el desarrollo institucional que se planteó en el Reino
Unido. Dirigido a las clases trabajadoras, buscaban la positividad y el fortalecimiento de
los vínculos paterno-filiales, aun en contra de la cultura masculina dominante. Para ello
tuvieron que recrear espacios comunitarios en los que el valor de la crianza y los

128
cuidados familiares pudieran ser legitimados entre los varones. El movimiento
fathercraft cumplió un papel importante no solamente en el colectivo de padres a los que
pudo ayudar personalmente, sino también porque puso en la agenda pública una cuestión
cuya importancia no ha dejado de crecer desde entonces. El movimiento continuó
manteniendo activos una red de consejos hasta finales de la década de 1940
Lo que se confirma es que a partir del 1920 «el rol de padre se expande» (KING,
2015, 52). El contrato social del estado de bienestar libera tiempo libre a los trabajadores
para rebajar la presión socialista y de la vanguardia cultural contra el capitalismo
industrial. Conforme aumenta el tiempo libre de trabajo del padre, este juega más con los
hijos en el hogar, adopta el papel de animador y compañero de juegos, aficiones y
deportes. La especialización se proyecta hacia dentro del hogar. Se dividen de manera
estandarizada las actividades dentro del espacio doméstico. Laura King encontró un
artículo publicado en el verano de 1921 en el Daily Mirror, donde se señalaba que el
padre era el especialista en jugar con los hijos.

129
La cultura del papá
Desde 1920, emergió lo que Ralph LaRossa denomina «culture of daddyhood», la
«cultura del papá». Judith Stacey lo llama «dadaism», «papaísmo». Se percibió un
incremento de la implicación de los padres en la familia y con sus hijos. El padre asume
nuevas competencias en el hogar, pero de carácter secundario. Es «pal-dad», un padre
compañero de juegos, que no afecta al centro neurálgico de la crianza ni toma decisiones
domésticas.
Según LaRossa –profesor de Sociología en la Universidad de Georgia y autor de La
modernización de la paternidad–, la cultura del papá «fue un elemento crucial en la
marginalización que los padres experimentaron durante este tiempo; creó un lugar para
los padres que no se solapara con el lugar de las mujeres. Esencialmente, dio forma a los
padres como compañeros de sus hijos y, al hacer eso, dio forma a los padres como algo
trivial y de importancia menor» (LAROSSA, 1997, 17-18).
El padre era un compañero, pero seguía siendo periférico a la familia (LAROSSA,
1997, 197). En la década de 1930 la prensa y revistas exhortaban a los padres a
compartir los hobbies de sus hijos y gastar tiempo con ellos. En 1931, una revista como
Parents, identificaba la pesca como la actividad ideal para fortalecer los lazos familiares
con los hijos (SAMUEL, 2016, 13).
Ese nuevo modelo del padre como compañero de juegos y referente de
masculinidad, además del papel de proveedor económico, se extendió por la nueva
cultura internacional impulsada desde Estados Unidos. Robert Griswold, profesor de
Historia de la Universidad de Oklahoma, llega a afirmar que la paternidad fue
reinventada en América durante los años 1920. La revista Outlook llegó a definir en
1919 la paternidad como «el mayor invento americano» (SAMUEL, 2016, 12).
No se ha señalado suficientemente otro factor que quizás es el que más influyó en
este cambio en la concepción de la paternidad: la movilización de las mujeres. Esa
movilización fue triple. En primer lugar, las mujeres fueron urgentemente incorporadas
al mercado de trabajo para sustituir el trabajo masculino reclutado para la guerra.
Además, tuvieron que hacer frente a las nuevas necesidades de producción extraordinaria
de munición, maquinaria militar, indumentaria y todos los suministros que una guerra
requiere. Al comienzo de la Primera Guerra Mundial las mujeres trabajadoras apenas

130
superaban los tres millones y al final de la guerra se habían incorporado al mercado
laboral dos millones más (BOURKE, 2011; IGLIKOWSKI y DAY, 2015).
En segundo lugar, las mujeres fueron movilizadas para desempeñar muchos más
trabajos y responsabilidades públicas con fines de seguridad pública y responder a los
desastres de la guerra. En 1911, en el Reino Unido el cuerpo del Servicio Civil estaba
formado por 33.000 mujeres y en 1921 se había triplicado sobradamente hasta superar
las 100.000 mujeres (BRAYBON, 1981).
En tercer lugar, las mujeres tuvieron que hacerse cargo solas de todos los asuntos y
decisiones de la familia. Todo ese conjunto de medidas sacó a las mujeres de sus
hogares. Como expresivamente titulan su libro común Gail BRAYBON y Penny
SUMMERFIELD (1987), en la Primera y Segunda Guerras Mundiales las mujeres salieron
«Out of the Cage», fuera de la jaula.
El empoderamiento femenino generado por su movilización masiva se mostró en su
conciencia como trabajadoras. Los archivos documentales históricos del gobierno
británico permiten observar que durante la Primera Guerra Mundial hubo un aumento
cualitativo de protestas de obreras (IGLIKOWSKI y DAY, 2015). El 30 de septiembre de
1916, entre dos mil y tres mil trabajadoras de una factoría de proyectiles balísticos de
Lancaster se lanzaron a la huelga en protesta por el despido de una compañera por
comportamiento inadecuado con un compañero –él, en cambio, conservaba su empleo–.
El 12 de octubre de 1917, dos jóvenes trabajadoras fueron despedidas de una fábrica
metalúrgica de Newcastle por vestir pantalones fuera de las instalaciones de la factoría,
lo cual provocó otra protesta de 17 trabajadoras en solidaridad. Al día siguiente todas
habían sido despedidas en represalia.
Esos dos casos de grandes y pequeñas luchas obreras son ejemplos de sucesos
similares a lo largo de toda la industria. Los sindicatos de obreras realizaron una
campaña masiva para la afiliación masiva de las trabajadoras. En 1914 había 357.000
mujeres sindicadas y esa cifra aumentó hasta superar el millón en 1918, un incremento
del 160% (BOURKE, 2011).
Es cierto que con el fin de las hostilidades muchas mujeres perdieron sus trabajos y
volvieron al hogar. De todos modos, el retorno fue más acusado en la primera que en la
segunda de las guerras mundiales. Pero esa movilización empoderó a las mujeres, y los
hombres volvían a un hogar que ya no era ni podía ser el mismo. Las guerras los

131
cambiaron a ellos y ellas (las mujeres) los cambiarían todavía más (SUMMERFIELD, 1984;
BRAYBON y SUMMERFIELD, 1987).
No es extraña la conclusión que extrajo en 1920 la feminista, intelectual y
sindicalista británica Millicent Fawcet en su libro La victoria de las mujeres: «La guerra
revolucionó la posición industrial de las mujeres. Las encontró siendo siervas y las dejó
libres. La guerra no solamente les abrió oportunidades de empleo en muchas profesiones
cualificadas, sino que, mucho más importante incluso que eso, revolucionó las mentes de
los hombres y su concepción del tipo de trabajo de que era capaz cualquier mujer en su
vida diaria. (…) También abrió sus ojos al valor personal y público que significa el
trabajo doméstico de las mujeres, el cual ha estado en sus manos durante incontables
generaciones» (FAWCET, 1920, 196).
Efectivamente, como Fawcet observa, cambió la valoración de la mujer tanto en la
vida pública como en la vida doméstica. Por ejemplo, durante la Primera Guerra
Mundial por primera vez hubo mujeres ejerciendo el papel de policía y formaban
patrullas policiales femeninas. El mundo del ocio de las mujeres también se vio
impactado. En 1917 se fundó un equipo de fútbol femenino en Preston (Lancashire),
algo que fue frecuente en muchas fábricas del país. Las mujeres no solamente salieron de
casa para trabajar, sino que miles de ellas comenzaron a tener una movilidad
independiente mayor. Consideremos simplemente el número de mujeres que se
incorporaron a trabajos en los ferrocarriles británicos: eran 9.000 en 1914 y al final de la
guerra sumaban más de 50.000.
La forma de ejercer la paternidad no podía seguir siendo lo mismo tras esa
movilización y empoderamiento masivo de las mujeres en un conflicto bélico que
involucró a prácticamente el mundo entero. El padre era reclamado a ejercer como tal en
el hogar, aunque con un papel todavía limitado.
Los avances científicos sobre la crianza y desarrollo de los hijos también tuvieron
un papel destacado en la misma comprensión de la paternidad. La preocupación por la
educación de los hijos en un contexto más liberal con las costumbres y la emergencia de
una cultura específicamente juvenil, hizo que los padres fueran llamados a los hogares
para encauzar a su prole. El arte de ser madre y padre, comenzó a ser no tanto una
reivindicación de la gente como una necesidad social en que los poderes públicos
decidieron intervenir.

132
El término mothercraft fue acuñado por Mary L. Read en 1911. Ella publicó en
1917 The Mothercraft Manual y creó la primera escuela del arte de ser madre. Pero la
obra de referencia que tuvo mayor difusión e influencia fue Infant Care [Cuidado de los
niños], que había sido publicada previamente, en 1913, por la Oficina de Infancia del
Gobierno Federal de Estados Unidos presidido por el demócrata Woodrow Wilson.
Ambas guías sostenían que el cuidado de los hijos era principalmente tarea de las
madres. El padre, cuando era mencionado, tenía que ser simplemente un buen apoyo
para ella.
No obstante, LaRossa recuerda que en Estados Unidos la Child Study Association of
America fue fundada en 1888 y a comienzo de los años 1920 ya incluyó un programa
dirigido a hombres (LAROSSA, 1997, 102). En 1932 ya había una reflexión sistemática
sobre la paternidad y tuvo lugar un simposio monográfico sobre el tema, con la
convicción de que el padre tenía que ser incluido en la crianza.
Si se sigue la evolución de las distintas ediciones de ese popular manual titulado
Infant Care, se comprueba que hasta 1929 no se percibe un giro que establece que
formar los buenos hábitos de los hijos es tanto labor materna como también paterna. No
es hasta la séptima edición, de 1942, que ese manual del gobierno sobre los cuidados a la
infancia habla por primera vez directamente al padre también: establece que la crianza es
la tarea más importante en la vida de las madres y también de los padres (LAROSSA,
1997, 54-55). Pero los cambios se habían ido dando gradualmente: en 1933 ya había
comenzado a incluir a los hombres en cursos prenatales.
Según LaRossa, la «cultura del papá» parecía diseñada para incluir a los hombres
parcialmente con el fin de mantenerlos separados. Posiblemente haya sido la necesidad
de reforzar la formación de los jóvenes la que haya promovido esa nueva demanda
pública a los padres. Por otro lado, los hombres disponían de mayor tiempo libre y parte
de ese tiempo se reencauzó al hogar, de donde lo habían extraído un siglo antes. Lo
cierto es que el padre iba teniendo paulatinamente mayor papel, impulsado por la
necesidad de orden.
Otro signo de la reactivación e institucionalización del nuevo modelo de paternidad
fue el día del padre. Las tradiciones cristianas católica y ortodoxa, contaban con una muy
antigua tradición que celebraba el día del padre con motivo de la festividad religiosa de
San José, pero a finales de la década de 1930 fue modernizada. Los episcopalianos la
habían introducido a pequeña escala en 1908 en Virginia, el YMCA en 1910 en

133
Washington o los metodistas en Vancouver en 1912. Fue el presidente demócrata Wilson
quien le dio reconocimiento oficial en 1916 como fiesta federal. No obstante, no se
aplicó ni popularizó pues los congresistas tenían miedo de que se comercializara una
celebración que hasta el momento había tenido un sentido casi exclusivamente religioso.
El salto se dio en 1938, cuando finalmente la Asociación de Comerciantes de Nueva
York instituyó el Día del Padre para replicar el éxito del Día de la Madre. En 1972,
Nixon la declaró fiesta nacional.
La crisis económica de 1929 y el periodo de la Depresión afectaron a la paternidad.
Multitudes de padres fueron retirados del mercado y el orgullo del sustentador se
desplomó. En su estudio La paternidad americana, Lawrence Samuel cree que,
efectivamente, durante la Depresión la paternidad entró en crisis. El desempleo
cuestionó el sentido de hombría e identidad personal. «Una vía clave por la que los
padres demostraban su masculinidad en los años treinta fue estableciendo un vínculo
más íntimo con sus hijos» (SAMUEL, 2016, 13). LaRossa añade que una nueva paternidad
ganó fuerza durante la Depresión porque padres y madres estuvieron expuestos a ver a
los hombres en términos no monetarios (LAROSSA, 1997, 14).
LaRossa estudia para demostrarlo una fuente de gran magnitud: la Oficina de
Infancia del Gobierno Federal de EEUU cuenta con 400.000 cartas recibidas desde el
comienzo de la Segunda Guerra Mundial, lo que permite conocer la evolución de las
preocupaciones. En conclusión, la correspondencia demuestra que durante la Depresión
hubo hombres cuyo desempleo redundó en mayor relación con sus hijos. Las
preocupaciones de los padres no van principalmente dirigidas a la formación o la función
pública de los hijos, sino que es mucho más interna. La evolución de la paternidad
digirió sus preocupaciones a cuestiones más internas de la crianza. Específicamente,
antes de la Segunda Guerra Mundial, la preocupación principal de los hombres era la
alimentación de los hijos.
La Segunda Guerra Mundial movilizó a más de cien millones de soldados,
milicianos, guerrilleros y policías. A ello hay que añadir el impacto de los deportados: en
los aproximadamente 42.500 campos de concentración que hubo en Europa y Rusia,
fueron internadas entre 15 y 20 millones de personas. A ello habría que añadir los
deportados en campos de concentración de Asia por la extensión de la guerra al Pacífico.
De nuevo millones de hogares se quedaron sin padres y hombres, pendientes del sustento

134
de las mujeres y éstas fueron de nuevo movilizadas multitudinariamente para
incorporarse al mercado de trabajo.
Entre 1940 y 1945, la participación femenina en el mercado laboral aumentó del
27% al 37%; un cuarto de los matrimonios incluía una mujer trabajadora. En Alemania,
la movilización había comenzado mucho antes dado el desarrollismo que en el periodo
de entreguerras llevó a que el país se superindustrializara: el 51% de las mujeres
trabajaban cuando Alemania comenzó la Segunda Guerra Mundial.
La imagen de Rosie The Riveter –la «Remachadora»– mostrando la musculatura de
su brazo no solamente representaría a las mujeres que trabajaban en la retaguardia
durante la Segunda Guerra Mundial, sino que se ha convertido en icono del
empoderamiento de las mujeres en pleno siglo XXI (KNAFF, 2012). No solamente
millones de mujeres más en todo el mundo desempeñaron su labor en la industria militar,
sino que comenzaron a realizar ellas mismas labores militares de combate (SUMMERFIELD,
1984). En el Reino Unido la tasa de ocupación femenina llegó al 41%. A diferencia de la
Primera Guerra Mundial, la mayoría de las mujeres permanecieron en el mercado de
trabajo tras la guerra.
Según Lawrence Samuel, la Segunda Guerra Mundial puso a los padres en el centro
de la vida pública, imbuidos de valores de heroísmo y sacrificio. Otros padres de las
naciones derrotadas regresaron al hogar avergonzados y minusvalorados. Pero todos los
padres, victoriosos o vencidos, retornaron de la guerra con una más alta estima del papel
desempeñado por las madres y las mujeres en general, tanto en la retaguardia como en el
frente.
La imaginaria familia de Rosie la Remachadora asistiría a la ruptura de la ideología
de las esferas separadas. La mujer no solamente tenía otro estatus de derechos públicos
en ciudadanía y educación, sino otra imagen pública que valoraba muchas más
capacidades. Además, tenía más poder en el hogar para negociar con su pareja las
condiciones de vida común y la crianza de los hijos. Esas tres fuerzas intensificaron la
igualdad de género y ser padre y madre no podían permanecer igual. Sin duda, «la
Segunda Guerra Mundial y sus secuelas requirieron nuevas perspectivas sobre la
paternidad como idea cultural» (GRISWOLD, 1998, 25).

135
El padre postmoderno
La guerra no solamente supuso una glorificación del heroísmo de los padres que
lucharon y dieron su vida en las batallas. La Modernidad había llegado a una crisis sin
precedentes en la historia de la humanidad. La crisis de 1929 había sido provocada por
un capitalismo financiero que se desentendió del interés público. El Gulag y los campos
de concentración industrializaron el asesinato y el genocidio. Las bombas atómicas sobre
Hiroshima y Nagasaki mostraron por primera vez la capacidad de aniquilar a toda la
humanidad. La Guerra Fría seguía extendiendo las lógicas de la guerra a las siguientes
generaciones. Parte de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial concluyó
que el problema estaba en la lógica de la propia Modernidad. Había que liquidar la
Modernidad y comenzar otra edad nueva. Ese era el intento de la Postmodernidad.
Una enorme culpa pesaba sobre la generación que participó en la Segunda Guerra
Mundial y la nueva generación realizó una crítica radical contra ella. El problema no
residía solamente en la economía, el nacionalismo o la política, sino que estaba arraigado
más profundo: en las propias estructuras más íntimas y especialmente en la familia. En la
familia se cruzaba un nudo fundamental. Tengamos en cuenta que la teoría freudiana
impacta en la cultura general a comienzos de la década de 1940. El psicoanálisis
extiende la convicción de que la raíz de los problemas de la persona y la sociedad se
originan en la primera etapa de crecimiento de cada niño, en el seno de la familia.
Ya en 1936, el psicoanalista austríaco Wilhelm Reich señaló en su libro La
Revolución Sexual, que la relación paterno-filial era la clave de la dinámica que estaba
provocando la gran catástrofe de la civilización. Tal como se entendió en la Escuela
Crítica de Frankfurt, el padre representaba la ley social que reprime el libre desarrollo de
los hijos y les impone el servicio a una sociedad maquinizada que deben reproducir. Así
como la madre es quien porta la reproducción vital de la persona, el padre es el gran
reproductor social. El autoritarismo y el absolutismo en la sociedad, estaría de esa forma
sostenido sobre una estructura autoritaria paterno-filial. Es una respuesta a la
patriarcalización restauracionista de la paternidad, con un siglo de distancia.
Esa crítica a la estructura de poder paternal era convergente con la crítica al
dominio masculino sobre la mujer. De esa forma, el centro íntimo del problema de toda
la Modernidad residía en la estructura patriarcal, que explotaba, dominaba y alienaba a

136
hijos y mujeres. El padre era la diana más profunda de las críticas y la gran reforma
pendiente.
El postmodernismo hacía una revisión radical de la estructura y fundamentos de
cada institución mediante la deconstrucción. Pretendía refundar la civilización sobre
otros principios que evitaran los graves males de la Modernidad que había llevado a la
gran sima moral de la Segunda Guerra Mundial. En una primera etapa, que podemos
denominar hippie, se partía de una concepción positiva de la naturaleza humana. El
postmodernismo hippie creía que existía una naturaleza humana que era reprimida por
los principios patriarcales que explotaban económicamente, dominaban políticamente y
alienaban culturalmente a las personas, los grupos y sociedades. Todo se sostenía sobre
una piedra clave: el padre patriarcal que ya desde el inicio y lo más íntimo de la persona
condiciona a la persona en la estructura moderna.
El mundo hippie pretende el regreso al Edén, la vida humana natural y genuina, que
se puede todavía observar principalmente en los pueblos nativos. El retorno a la vida
originaria requiere una purificación de todas las instituciones. Por ello la paternidad debe
ser purificada y liberada de todas aquellas funciones y modos que la han convertido en
una herramienta de represión y reproducción.
El edenismo postmoderno cree que existe una paternidad natural pero
principalmente realiza una labor depurativa. El padre debe permitir que sus hijos se
desarrollen autónoma, creativa y libérrimamente. De ese modo se corta la transmisión
reproductora de las instituciones sociales que habían provocado la caída moral de la
Modernidad. Se piensa que la paternidad natural se corresponde con una pedagogía que
evita el uso de la autoridad sobre los hijos. Es más informal y no es directiva, se borra la
diferencia con la maternidad. El problema central es tanto la autoridad como la
desigualdad. Se busca la igualdad ya no solamente con las mujeres, sino también con los
hijos. Se busca la democratización libertaria en el seno de la familia y el hogar.
La paternidad se repiensa en relación a la igualdad de género. El igualitarismo
conduce a que la masculinidad evite toda diferencia con el papel de la mujer en la
familia. Eso conduce a una concepción andrógina del ser humano: el sexo no conduce a
ninguna diferencia relevante más allá de las formas biológicas. La epistemología
naturalista de la primera etapa de la Postmodernidad conduce a que la paternidad no
tiene ningún soporte biológico. El padre es una no-madre. El padre es una mala madre

137
sustituta. El padre no es necesario. Parece que el padre tuviera que pagar con la sentencia
de desaparición por los pecados del patriarcalismo.
En el marco de un proceso mayor, el postmodernismo entra en una segunda fase
que ya no es naturalista sino construccionista. Fragua el imaginario punk. A ello
contribuyeron de forma relevante las formas de pensar el sexo, el género, la paternidad y
la familia. El segundo postmodernismo afirma que no existe un estado o condición de
naturaleza al que apelar. Todo es construido y por tanto todo depende de la voluntad del
ser humano. No existe ontología ni metafísica sino ejercicio de la voluntad.
En consecuencia, padre es lo que cada uno quiera que sea ser padre. Previamente,
ya había habido un vaciamiento de la estructura biosocial de paternidad y su
desmasculinización. El siguiente movimiento niega la posibilidad de ninguna estructura
biosocial o social, y niega la posibilidad de una fundamentación esencialista ni natural.
La referencia normativa se desplaza: la paternidad no tiene que ser lo que
naturalmente fuera porque no existe esa estructura o esencia; no hay paternidad natural.
La referencia normativa es el bien de los hijos. La paternidad se define por el bien que
un hombre puede hacer a sus hijos. Ese bien no está mediado ni influido por la
masculinidad, ni por la singularidad de ser padre respecto a ser madre. Depende de la
voluntad de cada individuo o cada grupo.
El padre pasa a ser un progenitor andrógino. Las peculiaridades que pueda
condicionar la masculinidad o la experiencia paterna no serían naturales ni esenciales
sino meras construcciones históricas que podrían variar según la voluntad de cada padre.
Ser padre se vacía como institución social en favor del papel genérico e indiferenciado
de progenitor. El padre no solamente se deconstruye y decodifica, sino que se niega
cualquier condición de posibilidad de una singularidad paterna.
Por el contrario, la maternidad se biologiza, ligada a la gestación y parto. La
afirmación femenina contrasta con la paternidad imposible. Esa operación muestra una
incoherencia epistemológica. Posiblemente no solamente es una incoherencia lógica sino
también un acto de injusticia. La estructura más original y profunda de diversidad
humana, el sexo, queda negada para los hombres y progresivamente afirmada para las
mujeres.
La negación de la masculinidad se presenta en varias formas. Una teoría sostiene
que todos los seres humanos son masculinos y femeninos, no son seres decantados en un
sentido u otro sino potencialmente bisexuales. La masculinidad y la femineidad serían

138
mediaciones solamente parciales; hay una gran parte de cada ser humano que puede
hacer uso del otro sexo. No solamente de una identidad de género sino de una mediación
biopsicológica sexual.
Las hipótesis de la parte femenina y la parte masculina de cada ser humano
establecen una doble mediación. Cada padre puede hacer de padre o madre
indistintamente y, de igual forma, la madre puede ser padre. En el fondo esta teoría
bisexual sí afirma la singularidad sexual, aunque afirma que cada individuo puede usar
libremente una u otra mediación. El progenitor masculino, de ese modo, puede ejercer de
padre y de madre –limitadamente, ya que no puede gestar–. Sin embargo, la madre
puede ejercer plenamente como madre y padre.
Otro razonamiento muy extendido sostendría que en realidad masculinidad y
femineidad son dos instituciones sociales cuyo contenido es totalmente cultural y
plenamente dependiente de la voluntad individual y colectiva. Para el construccionismo,
ser padre o ser madre son dos tradiciones, las cuales son objeto de muy diferente
valoración histórica. Ser padre es una tradición a extinguir pues todas sus condiciones
estarían deslegitimadas por su raíz patriarcal.
Ese patriarcalismo invalidaría la paternidad desde el mismo origen de la sociedad
humana. La paleoantropología afín a esta visión sostiene que el padre estaba ausente en
la crianza y fue innecesario para los procesos críticos que originaron al ser humano. El
padre carecería de singularidad, solamente puede tener el contenido propio de cualquier
progenitor.
John Lennon y otros exploran otra vía: ¿cómo obran la masculinidad y la paternidad
cuando el hombre asume tareas que anteriormente han estado asociadas a madres?
Lennon asume inicialmente un programa libertario de no condicionamiento de su
segundo hijo, pero cambia por dos razones. Primero, cree que su hijo Sean, de menos de
cinco años, necesita manejar su entorno, su cuerpo y sus impulsos. John le ayuda a
hacerlo, especialmente en los modales en la mesa, que era a lo que el británico daba
especial importancia. Segundo, John cree que para transmitirle valores tiene que
presentar las cosas de forma diferente y mostrar resistencia para aceptar otros antojos del
niño. John piensa sobre esto cuando habla sobre el uso que hace su hijo de la televisión o
el régimen de alimentación para evitar azúcares y grasas.
John Lennon siempre había tenido un comportamiento problemático con la
autoridad y durante años él mismo se comportó de forma tiránica en muchas ocasiones.

139
La experiencia de paternidad con su segundo hijo transforma sus ideas al respecto. La
autoridad paternal no aparece en Lennon como represión ni reproducción sino como un
modo de ayudar a manejarse, asumir los límites del mundo y transmitir prioridades y
resistencias.
El impacto de la postmodernización de la paternidad ha sido devastador. Según
Robert Griswold, «la ansiedad y no la coherencia ideológica, caracterizó el discurso de
posguerra sobre la paternidad» (GRISWOLD, 1998, 26). La crítica demoledora de toda la
experiencia intergeneracional de paternidad empujaba a que hombres y mujeres
renegaran del modelo de sus padres. Eso causó una ruptura de la solidaridad
intergeneracional y una rotura interna de la generación postmoderna por los sentimientos
contradictorios respecto a sus propios padres.
Durante la industrialización, el padre fue expulsado del hogar. Durante el
postmodernismo, fue la masculinidad quien fue expulsada de la paternidad. Este
vaciamiento dejó en suspenso la propia institución paterna. Mientras que las mujeres se
maternalizan en todas las esferas de la vida pública y la propia vida pública se feminiza,
hay una sustracción de la singularidad masculina –y, por tanto, de la paternidad– en toda
la vida pública y personal. Eso hace entrar en un laberinto de incertidumbre a un número
indeterminado de hombres.
La crítica deconstrucción postmoderna permitió purificar el modelo industrializado
de paternidad, al que, por otra parte, tomó como el modelo generalizado para toda la
historia. El postmodernismo impulsaba a la paternidad al futuro y a renegar de una
tradición de la que le era difícil salvar algo porque la ignoraba. Nada bueno había para la
paternidad en el pasado. El edenismo postmoderno hace tabla rasa con todo lo relativo a
la paternidad. Al ignorar la propia dimensión histórica, practica una epistemología
voluntarista. Al carecer de memoria histórica prescinde del aprendizaje de los errores. El
edenismo cae en adanismo, la ignorancia de los aprendizajes del recorrido de decenas de
miles de años de humanidad. Como sostiene Ralph LaRossa, «sin un sentido válido de la
historia, los hombres activistas –igual que las mujeres activistas– se han visto forzados a
“reinventar la rueda”, a repetir continuamente más que a construir sobre lo que venía de
antes» (LAROSSA, 1997, 4).
Uno de los errores del postmodernismo como movimiento, proyecto histórico y
cultura, fue la minusvaloración y desconexión con las generaciones pasadas. Se sentían
más cerca de los pueblos nativos o los pueblos legendarios que de sus padres y los

140
padres de sus padres. El peso del trauma de las guerras mundiales había deslegitimado a
las generaciones pasadas, a quienes hacían responsable de esas catástrofes. La Guerra
Fría ponía, además, a todos bajo la amenaza de una Tercera Guerra Mundial (una cuarta,
si contamos la guerra de 1870 como la precuela).
Esa crítica intergeneracional estaba cargada de fuertes razones que era difícil negar.
Pero quizás existe una grave falta de discernimiento e incluso de piedad, cuando se hace
una descalificación tan global. Las paternidades fueron heterogéneas, hubo avances
importantes –como hemos visto en el movimiento fathercraft– y en todo caso los únicos
avances sostenibles son los que mantienen una solidaridad intergeneracional. La
liquidación no solo de la tradición paterna sino de la propia dimensión de tradición,
eliminó las posibilidades de sostenibilidad de la Postmodernidad.

141
El padre postindustrial
Mientras que una minoría cognitiva ensayaba la recreación revolucionaria de la
paternidad, el conjunto de la sociedad vivió una experiencia de elevación de los
estándares de vida. En los países del Sur los procesos de descolonización dejaron paso a
una época de industrialización incipiente, que crearon una reducida clase media. En el
bloque comunista también se dio una mejora de las condiciones de vida y una acelerada
modernización de los estándares generales. Simultáneamente, los países occidentales
firmaron un nuevo contrato de bienestar social con el mundo obrero y se creó una amplia
clase media. La economía se sofisticó: el sector servicios se extendía progresivamente y
en las fábricas un nuevo proceso de automatización creó mucho más trabajo no manual
que llevó a un periodo postindustrial. El canon de hombre ya no era obrero manual sino
oficinista.
Por todo el mundo se extendió un nuevo estilo muy homogéneo de clase media que
presentaba una idea muy perfilada de paternidad. Tras la rígida separación industrial, en
la sociedad postindustrial el padre había regresado al hogar. El modo de vida americano,
confortable, fue propicio para la actividad paternal en la familia, más allá del papel de
proveedor financiero (SAMUEL, 2016, 15). La domesticidad de los padres era parte del
nuevo sueño americano. No se trataba solamente de ser colega del hijo sino de asumir
responsabilidades de mayor alcance en el hogar y con los hijos.
La industria mediática reforzó la imagen de padres que cuando tenían que realizar
labores domésticas o de cuidado de los niños, eran torpes, cómicos e ineficaces. No
existía afeminamiento, pero seguía sin ser su competencia. «Desafortunadamente, la
cultura popular fue trabajando contra los padres, tanto en shows de televisión como en
películas, retratando típicamente a los hombres como progenitores muy lejos de la
eficiencia» (SAMUEL, 2016, 8).
La experiencia de John Lennon refleja que el modelo de padre distante no era ya
aceptable. Tras la Segunda Guerra Mundial, su padre, Alf Lennon, fue un padre
indolente que prefirió renunciar a la crianza de su hijo y estuvo ausente durante años. A
su alrededor, Lennon tuvo otros ejemplos que le hicieron darse cuenta de la
excepcionalidad de esa orfandad en vida. Cuando en su primera infancia se va a vivir
con sus tíos, su tío se muestra tierno, le dedica tiempo y orgulloso le lleva incluso a que

142
le acompañe en su trabajo. Cuando conozca el hogar de Paul McCartney, se encontrará
con que Jim McCartney es un padre que al morir su esposa se hizo cargo integralmente
de todo el hogar, la crianza y el empleo para mantener a la familia.
En realidad, esta revisión de la historia de la paternidad nos muestra que existe una
tradición paterna de entrega, compromiso y afecto con los hijos. Los modos de expresión
afectiva van cambiando según varían las culturas sentimentales de cada época –y cambia
no solamente el paternal también el afecto maternal, que cobra distintas formas–. Esa
tradición de paternidad ha atravesado resistente todas las épocas, sobreviviendo incluso a
circunstancias muy adversas como la primera industrialización y urbanización. Entre
Dickens y Lennon existe una continuidad, un intento idéntico de tener una experiencia
plena de entrega como padre para el bien de sus hijos.
Las desigualdades por sexo creaban un modelo social en cuyo interior la
conyugalidad también podía encontrar sus propias igualdades. La amistad entre hombres
y mujeres ha estado durante toda la historia –a menos desde el Cantar de los Cantares–
buscando los espacios y procesos donde realizarse progresivamente. De igual modo, la
paternidad ha buscado desde el interior de la experiencia de cada padre el camino para
poder desplegarse.
Pero ya hemos advertido de que los vínculos familiares son tan íntimos que tienen
una extrema versatilidad para adaptarse y resistir a cualquier época. Sus oposiciones
suelen ser interiores y silenciosas. Su autoridad comunitaria ha quedado a veces
aplastada por los absolutismos del estado o la industria, que han impuesto su lógica y
han intentado convertir las lógicas familiares, conyugales, maternales, paternales o de
fraternidad en marginales.
En las condiciones postindustriales que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, el
número de trabajadores dejó de tener tanta importancia como fuente de productividad de
una factoría. La calidad de la tecnología subió hasta un nivel tan sofisticado que la
cualificación era un factor mucho más importante que el número de empleados y horas
de sus jornadas. El sector servicios dentro de cada empresa aumentó su peso.
El capital educativo de una corporación era un factor mucho más importante que la
masa laboral. No solo era clave el nivel educativo de los trabajadores sino también el
proceso formativo que dentro de cada organización daba a los empleados especialización
y transmitía la cultura corporativa, los secretos y las patentes –tecnológicas u
organizativas– de la empresa.

143
Cada trabajador era cada vez más en sí mismo una máquina tecnológica sofisticada
que había costado mucho formar. Las corporaciones tenían cada vez más en el centro de
sus estrategias de productividad la retención y fidelización de sus trabajadores. Costaba
tanto formarles y tenían tanto saber propio de la corporación, que la fuga de empleados
era una importante pérdida de dinero y un factor de riesgo en las filas de la competencia.
El fortalecimiento y tamaño de las corporaciones, así como el pacto tripartito entre
empresas, sindicatos y gobiernos, dotaron de gran estabilidad a las sociedades
desarrolladas. La clave de las políticas de personal era garantizar la estabilidad de los
trabajadores. William H. White definió al hombre de este periodo como «Hombre
organización» (1956).
La familia y la paternidad aparecían como factores de sujeción de los trabajadores.
Ser padre proporcionaba seguridad afectiva, daba orientación vital a la gente, dotaba de
un proyecto de familia que se sincronizaba con el corporativo, ocupaba el tiempo libre
de la ciudadanía, comprometía a largo plazo a los trabajadores y creaba dependencia del
empleo. La domestización de los hombres contribuía de forma crucial a la estabilidad de
las corporaciones. Se buscaba contratar a «hombres de familia». El «hombre
organización» era prioritariamente un «hombre de familia».
Pero a la vez, el trabajador debía estar centrado en su trabajo sin que hubiera estrés
o focos de distracción. La fórmula de dedicación femenina al mantenimiento logístico
del hogar y la crianza cotidiana, tenía detrás más de un siglo de consolidación, así que
era la opción más estable, arraigada en modelos de género muy internalizados. Por otro
lado, el baby-boom llevó a un repunte de natalidad después de la Segunda Guerra
Mundial –y hasta aproximadamente 1964– que saturó las agendas de actividad de
madres y padres, y reforzó la necesidad social de estabilidad. Tuvo un papel crucial
como estabilizador del papel paterno.
El padre en el hogar «ayudaba» a la mantenedora doméstica principal. Realizar esas
tareas ya no era estigmatizador ni ponía en cuestión la hombría de los esposos. El
hombre asumía labores de socialización de los hijos a través del juego y las aficiones, así
como una presencia progresiva en las actividades familiares. En la sociedad se estableció
un género de entretenimiento que tenía carácter de familiar. A su vez, en la educación se
abrieron espacios donde se demandó la presencia de padres y madres.
Un signo de ese nuevo régimen doméstico fue el automóvil. El padre se especializó
en su conducción y mantenimiento. El automóvil era un elemento exterior, propio de la

144
esfera pública, y era fácil de asumir por la subcultura masculina. A su vez, el padre
también asumía el mantenimiento del hogar en lo que tuviera que ver con la construcción
e infraestructura, los «arreglos». El padre introducía la fábrica dentro el hogar.
Otro símbolo de la nueva estructura doméstica lo constituyó la aparición del
televisor. La televisión reestructuró el uso del hogar y transformó las actividades
centrales del entretenimiento en el tiempo libre (LEIBMAN, 1995). La familia encontraba
un nuevo tiempo y actividad de convivencia en el que el padre tenía una presencia
renovada.
¿Hasta qué punto esa reactivación de la paternidad llevó a que las lógicas familiares
–de corte comunitario, solidario y donacional– penetraran en las corporaciones
capitalistas? A la familia se le daba más papel precisamente como estabilizador, no como
disruptor. Eso es lo que explica las conclusiones de LaRossa al valorar el periodo. Su
análisis de la documentación muestra que «la cultura de la paternidad a final de los
cincuenta parece haber sido más tradicional/patriarcal que la cultura de la paternidad a
comienzo de los cincuenta... Los nuevos padres de la posguerra tardía fueron más
conservadores que los nuevos padres de la postguerra temprana» (LAROSSA, 2004, 48 y
64)
Esta imagen de la paternidad, perfectamente encajada en el sistema social, es la que
se distribuirá por todo el planeta a través del American Way of Life. Creará la primera
imagen global de paternidad: un padre trabajador y familiar, dedicado asimétricamente al
hogar. Contar con trabajadores domésticos permitía dar soporte a los numerosos hogares
en los que ambos cónyuges tenían empleos.
Dedicarse principalmente al hogar para que fuera la mujer quien trabajara constituía
una opción minoritaria de vanguardia. Lennon tiene que defender esa posición contra
quienes le reprochaban que dedicarse exclusivamente a la crianza era algo que solamente
podían permitirse personas adineradas.

145
La paternidad científica
La sofisticación científica y tecnológica penetró todas las áreas de la vida social, y
también la de la paternidad. A mitad de los años 50, aparecieron una serie de destacados
trabajos que señalaban la necesidad de un mayor compromiso del padre con sus hijos.
Como hemos visto, desde antes de la Primera Guerra Mundial nos encontramos
reflexiones técnicas sobre el ejercicio de la paternidad que se intensifican en el tiempo de
entreguerras con el movimiento fathercraft. En pleno baby-boom, la cuestión va a dar un
salto cualitativo.
En la década de 1950 un conjunto de psicoterapeutas depositó su atención en la
cuestión paterna: psiquiatras como Maurice POROT (1955) o J.M. SUTTER y H. LUCCIONI
(1957) –sobre los efectos del padre ausente sobre la experiencia de autoridad– o
psicoanalistas como los franceses Jacques Lacan, Daniel Widlöcher o Serge Lebovici –
pionero de la psiquiatría infantil–, «reconfiguraron el modelo clínico del papel y la
función paternos» (LE CAMUS y FRASCAROLO, 2003).
Un trabajo seminal para la nueva paternidad fue el de Leonard Benson, profesor de
Sociología en la Universidad Estatal del Norte de Texas. En 1968 publicó Paternidad:
una perspectiva sociológica. Benson diagnostica que en la experiencia familiar de
finales de los años sesenta, se estaba produciendo un choque entre la ética de la igualdad
de género y la ética del presupuesto familiar. La ética de la igualdad en la familia desea
que tanto hombre como mujer trabajen en el mercado. Pero luego se enfrenta a un
problema mayor que señala la perspectiva del presupuesto familiar: si el padre falla
como sustentador, la familia entra en riesgo. El asunto comienza a ser quién gana más,
no quién trabaja.
En 1970, un equipo científico de la Universidad de Georgetown liderado por
Kenneth Gross, estudió por qué los hombres elegían ser padres y realizaron una tipología
de motivaciones Concluye que los padres ejercían su papel de cuidados directos de los
niños en la sombra, no en el foco de la visibilidad pública. Advierte sobre un mayor
compromiso paterno de lo que los medios de comunicación transmitían. Lawrence
Samuel destaca esa infravaloración de lo que realmente estaba ocurriendo en la praxis de
los padres: «Hasta 1970, el papel del hombre en la familia fue insistentemente
infraestimado, limitado primariamente a proveedor financiero, disciplinador... y

146
compañero ocasional de juegos» (SAMUEL, 2016, 2). LaRossa coincide en que el
imaginario público transmitía un modelo que no se correspondía con la realidad: «la
cultura de los cincuenta fue más compleja de lo que previamente se había creído… más
compleja que los estándares narrativos disponibles» (LAROSSA, 2004, 64).
Fue la Psicología Evolutiva la que lideró la reflexión de mayor incidencia sobre la
paternidad en la segunda mitad del siglo XX. En 1969, Frank Pedersen y Kenneth
Robson ya advertían de «la necesidad de estudios observacionales y desarrollo
conceptual del papel del padre en la infancia». A partir de investigaciones sobre salud y
crianza temprana, hacían una afirmación que contrariaba la infravaloración dominante
del papel del padre en el desarrollo neonatal: «nuestros hallazgos indican, al contrario de
las asunciones teoréticas usuales, que el padre es una influencia significativa en el
desarrollo de los niños varones, incluso en un periodo tan temprano como el primer año
de vida. Su interacción con el niño estimula la responsividad social y varios aspectos de
su desarrollo cognitivo y motivacional temprano» (PEDERSEN, RUBENSTEIN y YARROW,
1979, 59).
En la década de 1970 hubo una explosión de libros y artículos sobre la paternidad.
El libro de la feminista Sarah Gilbert en 1975, What’s Father For? [¿Para qué sirve el
padre?], buscaba no solamente la eliminación de las diferencias de género en la
parentalidad, sino mostrar que la figura paterna no es necesaria. Otro libro en el ámbito
feminista, escrito por Maureen Green y titulado Fathering [Ejerciendo de padre], en
1976, fue un duro ataque a los padres ausentes o no implicados.
Hay coincidencia al señalar que lo que realmente abrió un nuevo ciclo de reflexión
sobre el compromiso cuidador y formativo de los padres, fue la obra que Michael Lamb
publicó en 1976 sobre El papel del padre en el desarrollo infantil. Lamb señalaba que el
padre había sido olvidado como agente criador y toda su investigación se dirigió a
demostrar científicamente que su acción es crucial para la constitución de los niños en
personas. Se establece un polo de consenso que afirma que «el padre tiene un impacto
directo en el bienestar emocional de sus hijos y contribuye en otros modos
sustancialmente diferentes que la madre» (SAMUEL, 2016, 2).

147
Revolución de la paternidad
La ola postmoderna que se había levantado contra la generación anterior tras la Segunda
Guerra Mundial creció en la década de 1960 y abrió un abanico de nuevos movimientos
sociales. El feminismo transformó profundamente las relaciones entre padre y madre,
varón y mujer y la propia dinámica familiar. El movimiento juvenil se encaró con la
relación paternal y marcó un mayor espacio de autonomía. El resultado fue la década de
mayor innovación cultural de la segunda mitad del siglo XX.
La figura paternal sufrió un fuerte desgaste y fue desdibujada. La revolución
cultural juvenil a finales de los años 60 decantó el imaginario de comportamientos hacia
la postmodernización de la paternidad. Ya no se trataba de ser padre sino de hacer de
padre, del fatherhood al fathering. Se renunciaba a la posibilidad de una paternidad
universal y a la necesidad de que fuera algo específico. La principal intención es
intensificar la igualación entre hombre y mujer, pero la consecuencia de esa
deconstrucción de la paternidad fue el colapso de la misma en una parte de la sociedad.
A la vez que la ciencia iba descubriendo la necesidad del padre en la crianza de los hijos,
se iba minando su especificidad.
Los estudios sociales científicos registraron una profunda despaternalización de las
familias, con extensas consecuencias para el bienestar de las madres y sus hijos. A su
vez, la despaternalización alimenta fenómenos como la violencia contra hijos y mujeres;
hace que los varones pierdan algo que, como veremos, está en su misma naturaleza. Los
resultados llevan a la desvinculación, la desorientación y la anomía.
El desconcierto y la sensación de suspensión de la paternidad, viene acompañado de
una expansión de la deserción paterna, la idea de una sociedad sin padres tal como tituló
su libro David Blankenhorn, Fatherless America. A la vez que se alumbraba una nueva
paternidad, se producía una fuga de padres y absentismo de la vida familiar. Ser padre se
convirtió en lo que Green llegó a denominar una especie en peligro de extinción.
Pero, por otra parte, la intención no es esa erosión de la condición del padre sino
todo lo contrario: establecer relaciones igualitarias de amistad y cooperación entre los
cónyuges y entre padres e hijos. Continuó la evolución hacia una paternidad más
comprometida en la cotidianeidad de la crianza y con una división de género más
democrática –establecida libremente por ambos cónyuges en igualdad de condiciones.

148
La década de 1970 forzó un giro de la civilización en todo el planeta. La sociedad
de esos años entra en desintegración por la crisis económica, cultural, política,
internacional, social y religiosa. El postmodernismo se colapsó como alternativa a la
edad moderna y comenzó un proceso de remodernización. Importantes elementos
postmodernos quedaron incorporados ya a la civilización global. A la vez, otros campos
siguen bajo lógicas postmodernas y entre ellos está todavía el de la paternidad.
A finales de esa década surge una reacción. Dos movimientos muy activos
convergen desde puntos de partida diferentes. Establecieron un campo común y disienten
en aspectos limitados, pero muy relevantes en sus consecuencias. El primer movimiento
llama al compromiso paterno desde los movimientos igualitaristas y con signo
progresista. El segundo movimiento impulsa el compromiso de cada padre desde los
movimientos en favor de la familia, asociados a un polo conservador.
Aunque no siempre estén cómodos al coincidir en sus propuestas, han creado una
amplia agenda compartida que muestra que la paternidad es una profunda cuestión que
supera el enfoque partidario. «La expansión de la paternidad a finales de la década de
1970 podría ser vista como una dimensión de un cambio cultural mucho mayor»
(SAMUEL, 2016, 40).
Un tercer movimiento se incorpora a ese conjunto, desde una situación con
diferente lógica. Se hace desde la propia experiencia de los padres divorciados que
solicitan la custodia compartida, así como un cambio en las políticas de familia para
poder ejercer su responsabilidad paterna.
Estos tres movimientos –igualitarista, pro-familia y defensivo de los padres
separados– imprimieron un notable cambio. Por primera vez se detectó una movilización
de los padres. No eran ya las administraciones, los científicos o las organizaciones
ciudadanas quienes trataban de reactivar a los padres, sino que ellos mismos
protagonizaban un movimiento de cambio y era global.
Por un lado, aparece un amplio sector de padres que asumen la igualdad con la
madre y asumen cooperativa y democráticamente la crianza y su vida familiar. Tienen
una firme voluntad de hacer las cosas de modo bien distinto a la generación anterior. Sus
estilos tienen la intención de contradecir las formas de la paternidad industrial: asumen
el cuidado del hogar, rompen las distancias, militan en el afecto y la ternura, priorizan la
familia por delante del trabajo, asumen estéticas que liquidan la imagen victoriana de

149
paternidad. Y todo esto no lo hacen en secreto, sino que se visibiliza para cambiar la
conciencia de todos los padres que aún están en el viejo paradigma decimonónico.
Por otro lado, los padres separados iniciaron una lucha jurídica –judicial y
legislativa– para defender sus derechos de crianza. Caso a caso fueron avanzando en la
ampliación de los regímenes de visita y en la custodia compartida. Pero no era solamente
una cuestión jurídica. Los padres no eran tenidos en cuenta o eran minusvalorados en los
espacios educativos, sanitarios o sociales. No solamente había que ganarse el derecho a
poder estar con los hijos, sino a que dejaran que los padres realizaran plenamente su
papel. El movimiento pro-derechos paternos buscaba no solamente garantías jurídicas
sino un cambio en la cultura pública.
Por otro lado, desde mitad de la década de los 70 y a lo largo de la década de 1980,
emergió un gran movimiento pro-familia en todo el planeta, impulsado principalmente
desde las diferentes denominaciones cristianas. Es un movimiento complejo con ramas
confesionales y otras laicas. Algunos promueven una nueva identidad paterna más
afirmativa. Otros llaman a frenar la deserción paterna y la despaternalización de la
masculinidad. Buscan la responsabilización de los padres en las familias.
En la década de 1990, se sumó a esos tres movimientos convergentes, un cuarto
movimiento transversal de padres que parten de principios científicos y humanistas para
fomentar una nueva paternidad. A través de grupos de investigación y revistas
científicas, organizaciones ciudadanas, plataformas digitales en Internet o distintos
métodos, libros y programas, han ido tejiendo una red de iniciativas y un cuerpo
doctrinal [17] .
Su objetivo no es defensivo frente al feminismo sino cooperativo. Pero no impulsa
solamente la concienciación de los hombres y la transformación cultural, sino que busca
el diseño e implementación de políticas de paternidad responsable desde las instituciones
públicas. Parece paradójico: ahora los hombres regresan al espacio público para poder
hacerse padres.
La novedad no es que sean muchos o pocos padres militantes o simpatizantes de
estas cuatro tendencias, sino que nunca antes en la historia había habido un movimiento
paternal. Es auténticamente el comienzo de una revolución del padre. En los años 1980
hay una «elevación general de los hombres en la vida familiar» (SAMUEL, 2016, 56) y
durante los años 1990 «a lo largo de un ancho espectro ideológico y cultural, los
hombres han sido movilizados en el nombre del padre» (STACEY, 1998, 52).

150
Nuevas políticas se han impulsado desde diferentes lugares del mundo, pero muy
especialmente en el ámbito anglosajón. La avanzada Unión Europea no ha liderado este
progreso. Algunos programas han sido pioneros. Destaca, por ejemplo, como al
comienzo de la década de 1980 la Fundación Ford estableció la Teen Fathers
Collaboration a lo largo de ocho localidades de Estados Unidos, donde se iniciaron
proyectos comunitarios para ayudar a los padres adolescentes.
Pero el movimiento paterno ha alcanzado las instancias políticas más altas. En
Australia, por ejemplo, el debate sobre paternidad alcanzó al mismo parlamento, donde
el gobierno reflejaba las aspiraciones de grupos de padres a reclamar sus derechos como
padres. La oposición proponía, en cambio, una tendencia a proporcionar a la paternidad
nuevas formas acordes a los nuevos contextos. También en sede parlamentaria, en 2003,
la Fatherhood Foundation promovió una estrategia nacional sobre paternidad que
buscaba la restauración de la paternidad en Australia mediante la inversión equitativa en
programas de promoción tanto de la maternidad como de la paternidad.
En Estados Unidos, 1995 es el año en que se marca un hito: ese año la Marcha del
Millón de Hombres llamó a los afroamericanos a ser una fuerza positiva en la vida de sus
hijos, incluyó la paternidad como clave central (DERMONT, 2008, 21). «La marcha del
Millón de Hombres en los Estados Unidos en 1995 fue quizás la declaración más
dramática sobre la conexión entre masculinidad y paternidad, realizada por una
movilización de base de Afroamericanos» (HOBSON, 2002, 1).
El mayor impacto en la cultura de la paternidad la ha liderado el sector demócrata.
Al Gore fue un movilizador central del movimiento de la nueva paternidad. Desde su
vicepresidencia de los Estados Unidos, de 1993 a 2001, y luego en su carrera
presidencial, difundió un nuevo marco de comprensión pública bajo el título A Capital
Dad. También impulsó el programa Father To Father desde la administración Clinton,
aunque encontró obstáculos para ponerse en marcha. El gobierno estadounidense ha
impulsado programas como el Young Unwed Fathers Pilot Project de 1993 a 1996 o el
Fathers at Work de 2001 a 2004.
La reforma demócrata del sistema de bienestar de 1996, incluyó programas para
incrementar el apoyo a padres no residentes para fortalecer el compromiso con sus hijos.
Estaba especialmente dirigido al gran contingente de padres no residentes sin custodia
que son padres jóvenes, en vulnerabilidad, bajos salarios, trabajos precarios y con
historial penal.

151
Los demócratas convergen con los republicanos en parte de la agenda de fomento
de la paternidad responsable, pero en gran parte la lideran. En 1999, el senador
demócrata Evan Bayh –gobernador de Indiana de 1989 a 1997– presentó para su
aprobación en el Congreso de los Estados Unidos de América la «Ley de Paternidad
Responsable». La propuesta ejecutiva constaba de dos títulos.
El primer título se dirigía a la «Conciencia pública e implicación de la comunidad
en las cuestiones paternas» (BAYH, 1999). Fundamentalmente busca fomentar la
paternidad responsable mediante información personalizada, campañas mediáticas y
programas sociales de promoción. Insta a que la actividad se realice en colaboración de
las administraciones públicas con las organizaciones que promueven la paternidad.
El segundo título de la propuesta se refiere al programa de Asistencia Temporal
para Familias en Necesidad y busca que pueda tener como beneficiarios a padres de
bajos ingresos que carecen de la custodia de sus hijos, como un modo de proporcionarles
medios para que sean elegibles como cuidadores de sus hijos. El Partido Demócrata
buscó evitar la crítica que acusara a la propuesta de estar promoviendo la paternidad en
detrimento de la mujer, de las parejas, el matrimonio o de la familia. Por esa razón los
demócratas incluyeron también como fines de la Ley la promoción de la biparentalidad
matrimonial y el fortalecimiento de las familias en situación de fragilidad.
La propuesta de ley demócrata fue rechazada. Por un lado, fue acusada por los
sectores progresistas de discriminar la monoparentalidad frente a la biparentalidad y de
beneficiar la conyugalidad matrimonial en detrimento de la conyugalidad cohabitacional
o las parejas de hecho. Desde el feminismo se la acusó de estar empoderando al padre no
residente en un contexto en el que es la mujer la que está en situaciones de desventaja y
desigualdad social.
Desde posiciones conservadoras, se pensaba que el fortalecimiento de la paternidad
podía contribuir a debilitar el enfoque biparental. En 2001, el senador Evan Bayh
presentó una nueva «Ley de Paternidad Responsable», en la que quitó elementos
polémicos respecto al acceso paternal a las ayudas de asistencia a familias en necesidad.
Esta ley se reduce a la financiación de campañas mediáticas y las ayudas a programas
sociales de la comunidad para fortalecer la paternidad. Tampoco prosperó.
En 2002, el presidente George W. Bush dotó con 320 millones de dólares el primer
«Plan de Paternidad Responsable», formado por un conjunto de programas destinados a
fomentar la implicación paterna con sus hijos.

152
Los demócratas han impulsado con gran fuerza la importancia de la paternidad.
Quizás la acción de mayor alcance mediático fue el libro autobiográfico de Barak
Obama, Los sueños de mi padre. Obama creó en 2009 la iniciativa Fatherhood and
Healthy Families Taskforce y el programa Fatherhood and Mentoring Initiative en 2010.
Impulsó también el National Responsible Fatherhood Clearinghouse (NRFC), un
recurso de la Oficina de Atención a Famiilas [Office of Family Assistance (OFA)].
Sin embargo, la fuerte lucha cultural en torno a la familia, ha ralentizado los
avances y ha parado parte del movimiento. Ante los fracasos demócratas por lograr
voluntad y consenso alrededor de la responsabilidad paterna, es el Partido Republicano
el que toma la iniciativa de presentar en 2015 una nueva moción ejecutiva en el
Congreso. Así surge la propuesta de «Ley de Protección de la Adopción y Promoción de
la Paternidad Responsable» (INHOFE, 2015). Es el senador republicano por Oklahoma
quien promueve la propuesta, que hace un planteamiento muy específico: establecer un
registro nacional de padres responsables.
Aunque existen registros civiles de paternidad en la mayor parte de los estados, esta
propuesta de ley critica que cuando el padre no está registrado puede ejercer menos sus
derechos y en caso de adopción de su hijo con frecuencia no recibe una notificación para
que pueda estar informado y presentar sus alegaciones. La ley pretende que cada padre
tenga el derecho de constar como progenitor de su hijo en un registro nacional, velando
por la protección de datos y los derechos de todos los progenitores. La propuesta fue
rechazada por el Congreso, debido a la suspicacia contra la burocracia federal, la
preocupación por la libertad individual y la potencial presión sobre las madres para que
establezcan quién es el padre de sus hijos.
El movimiento paterno es una revolución del padre que crea grandes políticas,
impulsa la conciencia global y también alcanza el corazón de cada padre, llamado a
cumplir su misión. Sin embargo, las políticas tienen pies de barro: el debate entre
construccionismo y humanismo continúa sin resolver. Avanzar en la revolución del
padre requiere avanzar en el discernimiento de esa cuestión radical: qué es ser padre.

153
CAPÍTULO 6:
La naturaleza social de la paternidad

Ser padre es una experiencia que no solamente marca, sino que crea una estructura
íntima desde la que te relacionas no solamente con tus hijos, tu pareja y tu familia, sino
también con el mundo. El músico Alejandro Sanz publicó en 2015 su disco Sirope,
donde incluía la canción Capitán Tapón (SANZ, 2015), dedicada a su hijo Dylan, que en
ese momento tenía 4 años. El año anterior, 2014, había sido padre por cuarta vez de una
niña a la que Alejandro y su esposa Raquel dieron por nombre Alma. Era un momento
de la vida de Alejandro en que tenía la experiencia de paternidad muy a flor de piel. En
la canción Capitán Tapón, Alejandro cantaba:

«Vivo con la divina adivinanza


Disfruto de cada segundo suyo…
Yo te quiero a muerte, Capitán Tapón…
Te cortas y soy yo quien sangra…».

Precisamente el año 2015, Alejandro Sanz inauguró un parque infantil en el


Hospital 12 de Octubre de Madrid, creado por la Fundación Juegaterapia y destinado a
niños que tienen que convalecer en largas hospitalizaciones. En la rueda de prensa,
Alejandro pronunció una frase que expresa bien la idea que queremos transmitir:
«Cuando uno es padre de un hijo, es padre de todos los hijos del mundo» (AGENCIA EFE,
2015).
Esa experiencia de paternidad que Alejandro tenía tan viva crea una forma de
relacionarse con el mundo, con los niños del mundo, que lo lleva a comprometerse
paternalmente con ellos. La paternidad es una forma de vida, es una praxis desde la que
ves el mundo de una forma singular. Al ver a los niños que sufren en el mundo,
Alejandro también siente que «se cortan y soy yo quien sangra…».

154
En busca de la paternidad
La paternidad es una forma –una praxis, una estructura, un ejercicio, una experiencia,
una relación– que contiene otras formas y se relaciona con otras. En el ciclo de la
paternidad está el anhelo de ser padre, la fecundación, concepción, gestación,
nacimiento, infancia, adolescencia, juventud y todo el desarrollo hasta que normalmente
uno deja el mundo en manos de sus hijos y desaparece. Lamentablemente puede incluir
otras formas como la pérdida de un hijo. Afortunadamente puede incluir otras
experiencias como ser abuelo de los hijos de tus hijos, etc. Y la paternidad se relaciona
íntimamente y forma parte de otras praxis como la maternidad, la familia u, obviamente,
la filiación.
Esta conceptualización de la paternidad como una praxis se comprende dentro de
una teoría más general de la cultura que resumimos a continuación –la hemos expuesto
sistemáticamente en el libro Pan y Rosas (2008)–. La cultura es el imaginario de una
sociedad. El imaginario es el conjunto de iconos, signos, palabras y formas que relatan el
saber –y saber hacer– de esa sociedad concreta. Ese imaginario relata las dimensiones
del saber, que son principalmente cinco. La primera son las creencias, aquellas
cuestiones relativas a la verdad, averiguadas por distintas epistemologías como la
ciencia, las artes, la tradición o el sentido común, entre otras. La segunda dimensión de
ese saber de la cultura es moral y está formada por valores, aquello relativo a lo bueno.
La tercera dimensión está compuesta por sentimientos y es la estética, aquellos
sentimientos bellos.
El sociólogo francés Émile Durkheim identifica otra dimensión cultural que con
frecuencia es olvidada y que llama las obras pero que preferimos denominar praxis. Son
experiencias prácticas que por su forma constituyen un acontecimiento en referencia al
cual se discierne. En la investigación social de Durkheim, se considera, por ejemplo, que
la experiencia ártica y los modos de habitar, relacionarse con la fauna o el ciclo de las
estaciones, son formas que se transmiten desde la acción. Hay acontecimientos que
desde su huella experiencial y su estructura formal nos informan. Son formas materiales
que nos hacen pensar. Es la razón del acontecimiento.
Las creencias, valores y sentimientos sin duda versan sobre dichos acontecimientos
y praxis, pero no las agotan. Esa experiencia habla también y sobre todo por sí misma.

155
La experiencia de amistad puede ser descrita y estudiada, puede ser valorada y puede ser
sentida y cantada, pero la propia forma real es inagotable y por sí misma nos transmite
saber. Ser padre puede ser medido científicamente, valorado moralmente o pintado por
un artista, pero esa experiencia real siempre es una fuente de sentido inagotable;
desborda todos los relatos. Su forma práctica nos comunica continuamente, es una fuente
de saber. La paternidad es una de esas formas: es una praxis.
¿Cuál es la estructura de esa praxis paterna? ¿Cuál es su especificidad desde la
sociología y su sentido en el conjunto de la cultura y condición humana? Soy consciente
de que es un desafío afirmar que la paternidad es una estructura singular, es decir, que
tiene rasgos únicos que van asociados a la masculinidad. Paternidad y masculinidad se
encuentran en el centro del debate entre construccionismo y naturalismo o esencialismo.
Mi aspiración es investigar honestamente cuál puede ser la singularidad de la
paternidad [18] .
Lo hago principalmente movido por mi propia experiencia de paternidad con mis
hijos Javier y Clara, la cual está en el centro más íntimo de mi vida. Sé que tardaré el
resto de mi vida en desplegar toda la felicidad y comprender el misterio que entrañan. Y
también trato de razonar desde mi propia experiencia como hijo de mi padre Fernando
Elías, lo cual remite no solo al origen y fundamento de mi propia vida, sino que
progresivamente descubro tesoros de esa experiencia que todavía estoy por descubrir y
que me llenan de luz. ¿Qué ha habido en esas experiencias intergeneracionales que sea
único? ¿Aporta la paternidad algo único en nuestra condición humana?
También me es imposible pensar mi experiencia de hijo y padre sin mi madre Mari
Carmen, mis hermanos Montse y Fran, y sin mi esposa Paloma. Lleno estos párrafos de
nombre porque quiero compartir con ustedes ese desde dónde pensamos. Con Paloma,
mi esposa y madre de mis dos hijos, sin duda comparto responsabilidades, funciones,
tareas, vivencias, y nada nos podría hacer más felices. Hay cosas iguales que hacemos
cada uno según su estilo y hay muchas que hacemos juntos como padres. Pero sigo
sintiendo como hombre y padre que hay algo no solamente vivido de modo diferente
sino ejercido de forma singular. ¿Existe un dimorfismo social o cultural entre maternidad
y paternidad?
No es meramente una pregunta teórica ni especulación intelectual, o un debate
ideológico. Nos jugamos mucho en ello. Si existen singularidades deberemos cuidarlas.
No exagerarlas, pero sí atenderlas. Precisamente para que no sean manipuladas por los

156
fundamentalismos ni frivolizadas por el neoliberalismo. Si existen características propias
de la paternidad, podemos enfrentar de modo distinto la necesidad de la participación
paterna. Necesitamos responder a las desorientaciones identitarias de los padres, la
suspensión en el vacío de la legitimidad de su masculinidad. Y podemos encontrar un
nuevo alcance a la complementariedad de género para luchar más intensamente por la
justa igualdad.

157
El padre deconstruido
Parte de la dificultad está en el profundo proceso de decodificación y depuración de la
institución paterna a lo largo del postmodernismo. No albergamos duda alguna en que
dicha deconstrucción ha sido necesaria y que los padres todavía tenemos mucho de lo
que liberarnos para poder desplegar la genuina experiencia paterna. También es cierto
que la crítica deconstruccionista ha tenido un efecto de vaciamiento y puesta en
suspensión de la paternidad como experiencia singular, su conexión con la masculinidad
y, consecuentemente, su función y papel social específico.
En un artículo de 2002 titulado La paternidad en entredicho, la antropóloga
Jiménez Godoy escribe que hoy nos encontramos una imagen difuminada y oscura de
esa figura, «la imagen borrosa del padre en un cierto estado sombrío». Para ella la
paternidad ha dejado de ser algo prescrito y ha tomado «el difícil pero seguro camino de
pensarse y vivirse por encima de modelos ideales; por encima de esquemas o ideas. Hoy
la paternidad se construye, es un artefacto». La paternidad resulta ser un constructo
poliforme y cambiante.
La paternidad quedaría reducida a progenitor –generalmente el segundo progenitor,
pues se sigue reconociendo una primacía a la madre–. En la hipótesis construccionista de
la paternidad indiferenciada, la nota masculina de la paternidad no supondría ninguna
característica formal propia. En inglés permite un juego más expresivo: «fatherhood»
quedaría subsumido dentro de «parenthood», carecería de una especificidad. La
«paternidad» es simplemente la «parentalidad» ejercida por un hombre. Paternidad
también aparecería como el otro participante de la coparentalidad, que suele
corresponder –sin que implique singularidad alguna– a un varón en la mayoría de casos.
La anomía y vaciamiento que afecta a un gran sector de padres cuando tienen que
pensar en qué significa específicamente ser padre, no se corresponde con la experiencia
de las madres. Culturalmente sí existe un reconocimiento de la singularidad de la
maternidad, principalmente sostenida sobre la estructura vital o potencial (simbólica) de
la gestación y una serie de características que se asignan positivamente a la femineidad.
Mientras que hay una concepción negativa de paternidad en el sentido de que carece de
especificidad, continúa operando en nuestra cultura una visión positiva de la maternidad.

158
¿Es posible no solamente una parentalidad positiva sino una paternidad positiva? La
paternidad positiva no solamente ejercería como progenitor o figura parental sino desde
un contenido singular que da positividad y afirmatividad a esa estructura masculina. Sin
paternidad positiva, se puede concluir que es cierta la tendencia a pensar que el padre no
es necesario. No es que no sea necesario, es que no tiene posibilidad de existencia como
categoría cultural humana. Entre la deconstrucción y la destrucción de la paternidad
puede haber una delgada línea que ideológicamente es fácil de cruzar.
El psiquiatra británico Sebastian Kraemer –autor de Los orígenes de la paternidad
(1991) y El hombre frágil (2000)–, sostiene, por ejemplo, que «la paternidad es una
invención humana» creada «durante la revolución agrícola hace seis mil años»
(KRAEMER, 1991, 1). Sería un efecto del asentamiento humano que comenzó hace 13.000
años en Medio Oriente y que no fue hasta una etapa bien avanzada, hace 6.000 años,
cuando habría aparecido.
La razón de la aparición de la paternidad en Kraemer es la dominación de la madre
y los hijos. La función que justifica la categoría paterna es la dominación familiar y
social. Patriarcalismo y paternidad estarían no solamente totalmente identificadas, sino
que la primera hizo aparecer la segunda. Es decir, la paternidad es el patriarcalismo.
Kraemer no le resta importancia a esa categoría del patriarcalismo/paternidad. Para él, la
Regla del Padre es una «condición histórica fundamental» que ha dado forma a la actual
civilización. En su visión, si es innecesario el patriarcalismo, también lo sería la
paternidad.
Según este psiquiatra, no habría existido previa ni simultáneamente ninguna otra
forma de paternidad sino la patriarcal. La paternidad no es sino una función de poder
dominante que carece de justificación biológica ni está siquiera arraigada en la condición
humana. Ni siquiera en la historia, pues existe una historia de la humanidad de más de
200.000 años en la que no habría existido la paternidad. El padre habría estado
solamente presente desde el cuarto milenio antes de Cristo, cuando ya existía Ur en
Mesopotamia, lugar de donde parte Abraham en la Biblia. Para Kraemer, ser padre sería
un invento posterior incluso a la rueda –creada en el sexto milenio antes de Cristo.
Para él, «antes del hombre, no había padres» (KRAEMER, 1991, 1). No habría una
paternidad diferenciada como tal en el reino de los animales. En su razonamiento, esa
inexistencia animal del padre y el hecho de que sea una invención muy tardía de la
cultura humana, busca justificar la igualdad de género.

159
En la hipótesis de la paternidad como invento reciente, la paternidad no habría
existido en ningún modo como singularidad ni siquiera en la naturaleza. Para Kraemer,
en el reino animal el padre tiene el mismo rol de la madre o no ejerce ningún papel como
padre. No hay padres en la naturaleza. El macho ejerce de progenitor, pero no como
padre de un modo distintivo en la infancia.
No obstante, «aunque no haya un papel biológico obvio tras la concepción, el
progenitor macho puede ser parte del desarrollo social durante la adolescencia de
algunos primates… Es especialmente más importante en las especies superiores de
primates como gorilas, chimpancés y humanos. Aquí lo biológico y lo social se solapan
y sugieren un posible papel natural para los padres. Pero excepto estas especies, el papel
de padre como progenitor dominante es virtualmente desconocido» (KRAEMER, 1991, 2).
¿Es la paternidad un invento humano reciente? ¿Solo aparece como función patriarcal
del poder y la dominación?
La conceptualización de la paternidad no es una labor fácil e intentarla puede ser
tan frustrante como muestra Philippe Julien en su obra El manto de Noé: «¿Qué es ser
padre? En la medida en que se ha pretendido una respuesta a esta pregunta planteada en
términos de ser, no se puede sino comprobar una decadencia, una insuficiencia, un
obstáculo» (JULIEN, 1991, 31).
El prestigioso neuroantropólogo de la Universidad de Notre Dame, Lee Gettler,
cree que «la paternidad está todavía relativamente infraestudiada en las ciencias sociales,
incluida la antropología» pese a la larga historia de pensamiento (GETTLER, 2016, 41).
Afortunadamente, James Rilling señala que tras la etapa en la que se ha negado cualquier
especificidad a la paternidad o incluso la pertinencia de su necesidad, la neuropsicología
de la paternidad está aportando una nueva perspectiva.
En esta materia estamos actualmente en una etapa de descubrimientos sobre la
paternidad en la estructura hormonal, cerebral, cognitiva y comportamental de los
hombres. Los investigadores británicos de bioética IVES, DRAPER, PATTISON y WILLIAMS
(2008, 75), sostienen que «existe un reducido pero creciente cuerpo de literatura que
pregunta algunas cuestiones más filosóficas, tales como ¿qué significa paternidad? y ¿en
qué están basados los derechos y responsabilidades paternos?».

160
El nuevo papel de la familia en la paleoantropología
James Rilling y Jennifer Mascaro exponen en La neurobiología de la paternidad (2017)
que solamente en el 5% de las especies mamíferas en estado salvaje, el padre se
compromete activamente en el cuidado de sus crías. No obstante, cuando los animales
están en cautividad, los comportamientos varían notablemente y el padre tiene un
comportamiento mucho más activo en el cuidado de su prole (RILLING, 2017). Es decir,
que la función paterna está muy influida por la estructura social en la que se ejerce. La
paternidad es tan exclusivamente humana como la maternidad.
La implicación de los mamíferos machos en la crianza depende de dos estructuras
sociales principales. La primera se da típicamente entre babuinos. Tienen que competir
tanto por su posición en la jerarquía masculina como por el acceso a una hembra, lo cual
les lleva a establecer una alianza con ella. Dicha asociación lleva a que ella le apoye en
sus luchas y también le dé prioridad como pareja reproductora. A cambio, el macho
proporciona a la hembra una implicación en la crianza de los hijos mucho más alta.
La segunda estructura social primate la ilustran los titíes, primates que son
monógamos y dan a luz gemelos. «La implicación paternal de los titíes en la crianza de
los hijos se incrementa cuando su participación es esencial para la supervivencia de la
prole» (BROUT ET AL., 2010, 41). Mientras la hembra madre de los gemelos busca comida
para poder producir suficiente leche, su pareja asume en solitario el conjunto del cuidado
de las crías. Sin ese cuidado paternal, la camada perecería.
Los zoólogos Devra Kleiman y James Malcolm mostraron la gran plasticidad del
rol masculino como progenitor entre las especies de mamíferos. La misma especie puede
mostrar comportamientos muy diferentes dependiendo del entorno. Así, los coyotes
machos de Wyoming tienen un patrón de comportamiento respecto a sus crías diferente
de los coyotes de Minnesota, caracterizados por un mayor compromiso a lo largo de su
maduración (KLEIMAN y MALCOLM, 1981, 378).
La variable que permite explicar las diferencias entre los modelos de
comportamiento progenitor de los machos de las diferentes especies es principalmente
ecológica. Está basada en las tradiciones que diferentes grupos animales han
desarrollado para maximizar su supervivencia en distintos ecosistemas. Kleiman y
Malcolm concluyen que los humanos son la única especie mamífera que

161
persistentemente demuestra un papel masculino universalmente comprometido como
progenitor.
Lo que sí es cierto en la formulación de Kraemer es que la paternidad varió
radicalmente durante la aparición del ser humano. En realidad, todas las categorías de
vinculación –maternidad, filiación, fraternidad, familia, sociedad, amistad, humanidad,
etc.– fueron cualitativamente transformadas. Aunque hay autores que sostienen que el
padre no cumplió ningún papel en esa transformación que hizo posible lo humano, la
tendencia se dirige a reconocer que sí formó parte. ¿Cuál es su parte en ese proceso?
Pensar la familia es una de las mejores vías para conocer la condición humana. De
hecho, la investigación sobre su papel en los orígenes ha permitido un giro
paradigmático en la paleoantropología. El estudio científico de la evolución de los
primates y el hombre ha puesto de manifiesto el papel crucial que la familia jugó en la
hominización.
Las investigaciones han ido mostrando en el último quinto del siglo XX que la
aparición del ser humano está vinculada a la monogamización. Seminalmente, los
antropólogos Charles Hockett y Robert Ascher idearon en 1964 una inspiradora y poco
conocida teoría sobre el origen de la conciencia basada en la alteridad que aporta la
conyugalización (HOCKETT y ASCHER, 1964; MORIN, 1973). Ésta deriva de los cambios en
las conductas sexuales provocadas por los cambios anatómicos pelvianos asociado al
erguimiento.
Los cambios físicos en las relaciones sexuales conllevarían –en idea de estos
antropólogos– un reconocimiento frontal y facial que cambiaría no sólo el aspecto físico
de las personas sino las relaciones entre ellos. La nueva sociología que generó la
facialización propició el reconocimiento de la singularidad, el enamoramiento y la
constitución de vínculos permanentes.
Posteriormente los estudios han ido no sólo estableciendo una correlación entre
monogamia y hominización, sino que la constitución de familias y hogares ha aparecido
como el factor crucial para el origen de los humanos. Efectivamente, distintas
investigaciones han ido mostrando el papel que tuvo el establecimiento de relaciones
familiares en la aparición del hombre.
Algunos autores sostienen que la evolución que condujo al hombre fue posible por
un revolucionario modo de relación entre madres e hijos. Otros implican a las abuelas
(O’CONNELL, HAWKES y BLURTON, 1999) y otros a los parientes lejanos de manera que la

162
llamada aloparentalidad –el cuidado de los hijos por parte de parientes cercanos y
lejanos u otros asociados como tales– sería clave no sólo para las opciones de
supervivencia de las crías, sino que sería origen de una nueva sociología humana –un
nuevo patrón de relación social y modelo de sociedad a partir de la experiencia
revolucionada de hogar–. Hay fuentes que hacen énfasis en la creación de esa condición
social de hogar como la condición crucial para el salto evolutivo.
En todos ellos la constitución de unidades familiares estructuradas por cónyuges
monógamos es presentada como la condición que permitió la aparición de cultura, de la
particular sociología cooperativa humana y de la conciencia y del amor como
singularidad (ARSUAGA y MARTÍNEZ, 1998; ARSUAGA, 2012). Lejos, por tanto, de aquel
esquema trifásico del salvajismo a la civilización, la familia y la conyugalidad son
estructuras no sólo originarias sino constitutivas de la condición humana y el amor no es
una extravagancia romance sino la principal nota que creó lo humano. Como sostienen
BOGIN y WOLANSKI (1996), la familia fue el medio para la formación del hombre.
En 1992 Leslie Aiello demuestra que el sexo humano posee una singularidad que
desde el albor de las especies Homo expresó y celebró un nuevo tipo de relación
humana, no sujeta de forma determinista a la procreación ni a funciones de organización
y estabilidad social (ALIELLO, 1992; AIELLO y DUNBAR, 1993; ALIELLO y ANTÓN, 2012).
Los estudios anatómicos y antropológicos sobre el parto y el ciclo de vida demostraron
que, como escribió Diamond también en 1992, los nuevos patrones de sexo,
reproducción y crianza son «rasgos tan esenciales para la supervivencia… como el hecho
de poseer una gran caja ósea» (DIAMOND, 1992, 90).
De esta forma, los estudios paleoantropológicos sobre familia entraban en una
nueva fase que llevaron a que Leslie Aiello y Robin Dunbar sostuvieran en 1993 que la
expansión cerebral estuvo asociada no a cambios anatómicos ni ambientales sino a un
aumento de la complejidad social e intersubjetividad profunda en el seno de la familia.
Como respuesta a esas nuevas pistas de investigación, se formuló la teoría del
grandmothering –lo que desde el Instituto Universitario de la Familia hemos llamado
hace años «abuelidad»–. Efectivamente, desde 1997, J.F. O’Connell y Kristen Hawkes
lideraron desde la Universidad de Utah una interesante hipótesis: el salto en la demanda
de crecimiento cerebral procedió de la constitución de una comunidad de crianza
cualitativamente diferente. En ella, el papel de los mayores –especialmente las abuelas–
conformó una matriz de cuidado y pedagogía.

163
Nacida como vidrio fundido, cada nueva generación comenzó a recibir todo su
saber no de impregnaciones físicas o determinaciones genéticas, sino íntegramente
recodificado en expresión emocional y cultural. Toda la sociología homínida se
reconfiguró desde el principio de familiaridad y, como sostienen Eric Wolf o David
Christian (2005), el parentesco constituido en hogar familiar se convirtió en el principio
organizador básico de la sociabilidad y sociedad humana.
Ese énfasis en el papel de los abuelos es de un gran alcance pues pone el foco sobre
lo relacional, la cooperación y la familiaridad y evita el reduccionismo a los
funcionalismos de las parejas reproductoras. Además, establecía la familia como
principio organizador multigeneracional: la familia, generación tras generación, era –y
posiblemente aún es– la estructura ósea de la historia.
La característica hipersociabilidad humana de la que ya hablaban Richerson y Boyd
en 1998 no procedía de la cantidad de vínculos sino de una nueva cualidad asociada a las
familias no como sumatorio de relaciones sino como comunión social (SCHAIK y
BURKART, 2011; SCHAIK, ISLER y BURKART, 2012).
En ese mismo año 1998, Robin Dunbar articulaba su famosa «Hipótesis del Cerebro
Social»: el cerebro humano fue resultado de un revolucionario modo de vinculación
social (DUNBAR, 1993, 2002, 2007 y 2009). Los estudios del Instituto Max Planck,
liderado por Michael Tomasello, han girado las investigaciones desde 2003 hacia la
importancia crucial de la cooperación y la compasión en el proceso de la hominización
(TOMASELLO y RAKOCZY, 2003; TOMASELLO, 2009; TOMASELLO ET AL, 2012).
En torno a estos nuevos planteamientos, se han recorrido distintas líneas. Destaca el
papel otorgado a la maternidad y a la crianza cooperativa en los estudios de Sarah Hrdy a
partir de 2000. Pero creemos que tiene que haber un planteamiento por un lado más
sistémico y por otro que sea capaz de profundizar en la cualidad única de cada tipo de
vinculación familiar. Esos diferentes vínculos no pueden ser homologados y cada uno de
ellos plantea una fenomenología que desplegó y sigue creando nuevas profundidades
intersubjetivas en las experiencias de alteridad, singularidad y comunión. En especial
estimamos que se necesita recobrar la investigación sobre conyugalidad y el papel de la
fraternidad –ambas son relaciones familiares intrageneracionales–, la familia como
cuerpo social y repensar el tabú del incesto como familiarización de las relaciones
intergrupales.

164
Retomando la idea de Robin Dunbar sobre el cerebro social, podríamos sostener
que la palanca que expandió y fraguó la constitución de la singularidad humana fue la
familia como cuerpo único y como urdimbre de vinculaciones incomparables e
irreductibles (fraternidad, maternidad, paternidad, abuelidad, relaciones avunculares de
los tíos, filiación, conyugalidad, etc…). Es lo que llamaríamos la «Hipótesis del Cerebro
Familiar». Una idea como ésta es la que hace unos pocos meses, en 2016, llevó al
profesor Stephen T. Asma a titular un artículo «Las familias nos hicieron humanos»,
donde podemos leer: «La evolución de la cultura humana puede ser explicada no por el
tamaño de nuestros cerebros sino por la calidad de nuestras relaciones familiares».
En conclusión, las nuevas investigaciones paleoantropológicas sobre la evolución
humana sostienen que tanto la monogamia como la comunidad familiar son instituciones
originarias y que fueron cruciales para la constitución del ser humano. Pero además,
lejos del hombre competitivo y violento de aquel presunto estadio salvaje, nos hallamos
con que hasta el inicio de los asentamientos agrarios en el Medio Oriente (IRENÄUS y
SALTER, 1997; HARARI, 2011) las sociedades prehistóricas se caracterizaron por la
relevancia de la cooperación, la compasión, la paz, la fraternidad y otros rasgos
asociados a la peculiar sociología humana generada por la familiaridad. Ya sabemos que
la historia de lo que fuimos no cierra lo que haremos, pero sí nos abre a lo que somos
(SPIKINS, 2015).

165
Paleopaternidad
La paternidad en el conjunto de esas relaciones indudablemente cumplió un papel clave.
El padre está hecho totalmente de humanidad. Recorre la distancia física con su hijo
gracias a una vinculación social que llamamos amor. Y eso es algo que está arraigado en
el propio proceso evolutivo que hizo posible lo humano.
El erguimiento de los homínidos llevó no solamente al estrechamiento de la pelvis
sino a una configuración mucho más compleja de las paredes del útero para que el saco
amniótico no se desprendiera. Esas condiciones anatómicas condujeron a un parto
mucho más complejo y muy prematuro. Llevó a que el parto siempre fuera social porque
la mujer necesita ayuda para dar a luz. El parto social es una forma universal.
Ese estrechamiento de la cadera lleva, por tanto, a un nacimiento prematuro del
niño humano, aproximadamente un año antes de que alcance un grado de madurez
similar a la del resto de mamíferos. Ese nacimiento prematuro requería un compromiso
mucho mayor de sus criadores, cuidadores y protectores, dada la extrema dependencia
del bebé –la altricialidad.
El papel no se limita a requerir mayor defensa frente a peligros a lo que no se
podría enfrentar de ningún modo. No se limita a nutrir y abrigar a un ser que es
absolutamente dependiente y carece de capacidad alguna que le permita el más mínimo
grado de autonomía. El gran salto de discontinuidad reside en que el bebé carece de
ningún conocimiento operativo que pueda usar para sobrevivir.
Cuando las tortugas salen de los huevos que sus madres han escondido bajo huecos
en la arena, saben que deben dirigirse hacia el océano. El charrán se guía desde que
puede volar y recorre cada año 71.000 kilómetros del Polo Norte al Polo Sur. En 2004, el
equipo Neorusensorik liderado por el profesor Henrik Mouritsen –de la Universidad
alemana de Oldenburg–, descubrió que las aves poseen una brújula magnética instalada
en una región cerebral junto a los centros visuales. Combinan esa capacidad de
orientación magnética con una fijación con el Sol que tienen todos los pollos (COCHRAN,
MOURITSEN y WIKELSKI, 2004). Cualquier charrán abandonado por sus padres puede ir del
Ártico a la Antártida solo y sin seguir a ningún otro miembro de su especie.
El bebé humano carece de esas transmisiones para la supervivencia práctica. Toda
la transmisión se hace culturalmente, mediante comunicación de otras personas. Esa

166
comunicación no es meramente informativa, sino que se realiza a través de la propia
vinculación. Ese ser absolutamente vulnerable es destinatario de un compromiso y afecto
que forma el lazo social más profundo y robusto de toda la naturaleza. La mayor
vulnerabilidad de la naturaleza –la humana–, constituye el vínculo más irrompible, el
amor. El bebé responde a esas relaciones primarias con un modo de vinculación que
constituye una forma relacional que estará en la base de todo su desarrollo y vida.
La condición altricial crea una nueva forma de relacionarse, mucho más compleja,
que les dará profundidad a las relaciones sociales. Esa mayor complejidad relacional es
la base de la hipersociabilidad. Las vinculaciones primarias se hacen mucho más
sofisticadas, las interacciones son mucho más prolongadas y cruciales. Como ya hemos
señalado, ese procesamiento del alcance de esa hipersociabilidad familiar requirió un
mayor desarrollo cerebral.
En esa situación inédita en la naturaleza, no se trata solamente de dar información,
impregnar el sentido de orientación o activar brújulas interiores y sensaciones primarias
de sabor, oído u olfato. El ser humano tiene algo nuevo en el cosmos que lo cambia todo:
conciencia. ¿Cómo se forma la conciencia de un niño que va a ser capaz de pensar el
conjunto del cosmos, el sentido de la existencia, lo absoluto, lo eterno, lo infinito o la
nada?
El afecto de sus cuidadores no es solamente un canal para que la información que se
le transmite quede inscrita con la máxima penetración e intensidad en su interior. El
propio afecto, el amor que recibe, es el mensaje principal. De esa forma, vinculación y
cultura quedan íntimamente unidas: la vinculación no es solamente un medio, es el
contenido principal de la transmisión humana.
La altricialidad y la conciencia cambian la figura de los criadores. Tienen que
transmitir el núcleo central de la cultura, se convierten en socializadores e
inculturadores. Esas vinculaciones formarán en el niño una brújula interior de amor –
permítasenos la metáfora– con la que va a guiar durante toda su vida; no solamente sus
relaciones sino su conciencia, el conjunto de su vida. Sin duda, abuelos, ancianos,
hermanos, primos e iguales con los que juegue, etc., formarán un entorno
excepcionalmente importante para esa socialización e inculturación del niño.
El salto de discontinuidad estará impulsado por la nueva configuración de esa
comunidad social primaria alrededor del bebé. Y en esa comunidad ocupa un lugar
prioritario y crucial la nueva figura de conyugalidad que se ha formado. El ecosistema

167
social al que el niño es incorporado tiene en su centro no solamente a su madre sino a su
madre y padre formando una sociedad conyugal. El niño sigue en su madre de otro modo
–ya no uterinamente–, pero además se inserta en esa sociedad conyugal.
La conyugalidad fue una estructura crucial de la hominización. El establecimiento
de parejas estables de carácter monogámico formó sociedades binarias, la mínima
sociedad de adultos, la más pequeña imaginable, la sociedad de dos. Es una sociedad
conyugal en la que no solamente existe un compromiso recíproco en función del acceso
a la hembra o el apoyo a la posición jerárquica del individuo. En la humanización fue
clave la superación de la función egoísta de la vida centrada en la propia supervivencia
individual.
Esa pareja no es solamente una suma de dos elementos, sino que conforma una
asociación o sociedad mínima, pero en la que la complejidad es de una profundidad
inescrutable. Descansa no solamente en la procreación o una alianza de reciprocidad sino
en una progresiva experiencia conyugal que la humanidad acabará llamando amor.
La paleoantropología ha señalado como paso clave de la evolución el
comportamiento masculino en las sociedades que desembocaron en el origen del ser
humano. La desaparición del estro o época de celo condujo a que la figura masculina
permaneciera junto a la femenina, en una relación sexual continua. Esa conyugalización
llevó a una alianza más continua y profunda entre ambos y a formar una unidad
biparental en la que el hijo tenía un reconocimiento personal de su padre y una presencia
prolongada en el tiempo.
El papel del padre se revolucionó para hacer posible el ser humano. El padre
humano se compromete con una intensidad, imbricación y permanencia como nunca
había sido conocido en el conjunto de los seres vivos. El padre no se suma como un
segundo criador ni un protector externo, sino que aparece junto con la madre acogiendo
como pareja al niño. Es una sociedad que acoge. El padre no estaba unido uterinamente
al niño, pero tras su aportación en la fecundación, acompaña, cuida y custodia a esa
unidad formada por madre e hijo.
Ese triángulo vincular es la base sociológica y existencial del ser humano. Incluso
cuando no se conoce la persona concreta que ha sido padre y/o madre, funciona
simbólicamente como triángulo ausente pero operante. En ese triángulo no hay solo tres
sujetos individuales, sino que madre e hijo han formado una unidad corporal que sigue
fusionada simbólicamente tras el parto. Y madre y padre forman –o han formado– una

168
sociedad conyugal entre ellos y se relacionan como tal –como sociedad– con el niño. Y
por otra parte padre e hijo forman un tipo de vinculación singular. Es decir, que el
triángulo no solamente relaciona «yoes» y «tús», sino también tres «nosotros» con el
otro.
Eso ha hecho de la paternidad y la maternidad y la filiación, figuras universales que
han atravesado todos los tiempos. Son las únicas no transformadas radicalmente desde el
origen del hombre. Figuras como las jefaturas tribales, la propia idea de tribu, banda e
incluso pueblo, los hermanos, primos, tíos, abuelos, etc. han vivido grandes
transformaciones. Han sido pertinentes o no, relevantes o no. Pero maternidad y
paternidad son dos figuras sostenidas y sostenibles.
La novedad humana es que el papel del padre es plenamente social, no está
pendiente del vínculo biológico. Este cumple un papel vital pero no es necesario: la
clave es la confianza en que ese hijo que se está gestando va a ser su hijo. Es la
conyugalidad y la confianza las que constituyen su posición respecto al hijo. El hijo no
está unido umbilicalmente sino simbólicamente al padre. Su configuración es
principalmente sociocultural; un hecho de conciencia. En consecuencia, el padre es una
figura fraguada en esa novedad radical humana en el universo. El padre está hecho
solamente de humanidad.
Eso va a darle una gran plasticidad a su figura, una gran variabilidad en sus
funciones y diferentes institucionalizaciones. La evolución humana fue un proceso en
dirección contraria a la especialización. El hombre aparece por un proceso de
desespecialización: se hacía cada vez más capaz de habitar todo ecosistema, comer
cualquier alimento, intercambiar roles… El ser humano alcanzó tal condición porque se
hizo un ser desdeterminado.
El padre es una figura que representa específicamente esa desdeterminación. No
está determinado para cumplir tal o cual función, ni una posición dominante concreta.
Aunque históricamente haya estado más dedicado a la protección y defensa [19] , su
figura no está biológicamente funcionalizada. Lo paterno es un modo y una vinculación,
no una función y una tarea especializada.
El padre hace funciones parentales generales que son indistintamente paternas o
maternas. El hombre está plenamente preparado para ser parental desde el primer
instante del nacimiento. Pero lo hará como varón y padre, al modo masculino y paternal.

169
La paternidad fue tan crucial que del padre acabó naciendo otra forma de masculinidad;
del padre nació el hombre.
Quizás es el carácter tan funcionalista heredado del industrialismo lo que ha hecho
pasar la conceptualización de la paternidad desde el modo a la función. Y al redescubrir
que la función paterna es sobre todo síntesis de la original y única forma de relación
humana, hemos caído en desconcierto. El padre es la primera figura puramente societal,
es el principio de societalización.
Esa singularidad de la figura paterna no significa que se haya desprendido de su
cuerpo y de la biología. Por el contrario, el padre es la figura humana en la que se pone
mejor de manifiesto el tipo de relación interactiva que existe entre materia y conciencia.
La hipersociabilidad en general –y la paternidad como figura principal de ese nuevo
ecosistema social– no solo demandó un crecimiento del cerebro homínido, sino que le
dio forma. La evolución no solamente nos llevó a hacernos padres, sino que transformó
su cerebro y su cuerpo para que pudiera ejercer su vínculo de amor y entrega al hijo y a
la mujer.

170
Biopaternidad
Existe una biopaternidad que transforma nuestro cuerpo para que ejerzamos del mejor
modo posible nuestra condición como padres. Estamos todavía al comienzo del
descubrimiento del cerebro del padre. En el siglo XXI se han emprendido
investigaciones neuroendocrinológicas que están variando sustancialmente la
comprensión que hemos tenido hasta ahora de la paternidad.
Lo que ya se puede afirmar con las investigaciones disponibles es que la revolución
cultural humana del padre condujo a que el cerebro masculino se transformara y esa
transformación sucede cada vez que un hombre es padre. La investigación
neuroantropológica de James Rilling (2013) sostiene que la estructura del cerebro
humano se altera con la paternidad para hacer frente a los desafíos de la crianza.
Daniel Lende y Greg Downey plantean la idea de que el cerebro no es una variable
independiente que impone su estructura a la sociedad y la cultura. El cerebro no ha sido
modelado desde la biología, sino que la socialidad humana condujo a que tuviera una
estructura revolucionaria, tan singular en el cosmos que hizo aparecer el fenómeno
cosmológico de la conciencia. El título del libro que Lende y Downey publicaron en
2012 es muy expresivo: El cerebro inculturado. Señalan así la plasticidad de la
estructura física cerebral al interactuar con condiciones culturales del entorno.
La paternidad causa cambios estructurales físicos en el cerebro del padre. A partir
de 2012 se ha comenzado a aplicar estudios de neuroimagen a padres humanos. El
equipo liderado por Pilyoung Kim –profesor de neuropsicología en la Universidad de
Denver– ha sido de los primeros en registrar las variaciones en las áreas cerebrales. Lo
ha realizado en una investigación con 16 padres biológicos a los que ha analizado en dos
periodos: 2-4 semanas y 12-16 semanas después del nacimiento de su hijo. Su
conclusión es que la paternidad genera «cambios estructurales en los cerebros de los
padres varones durante el periodo temprano postparto» (KIM, RIGO, MAYES, FELDMAN,
LECKMAN y SWAIN, 2014, 8).
El neurólogo indio Aaron SATHYANESAN (2017) sostiene que tanto los cerebros de la
madre como el del padre muestran una mayor activación de la amígdala, región crítica
para el procesamiento de las experiencias emocionales. Hay una gran similitud en el
modo como se activan los cerebros de madres y padres en respuesta al oír a sus hijos

171
llorar o cuando ven sus fotografías o videos. La conclusión de Sathyanesan es que la
experiencia de paternidad genera cambios cerebrales y dispone reconexiones neuronales
diferenciales para ejercerla.
Ser padre hace que el cuerpo remodele la disposición hormonal y el cerebro se
modifica para realizar su función paterna en determinadas condiciones. El hombre no
solamente tiene un cuerpo masculino, sino que ese cuerpo se transforma para ejercer su
paternidad. Ser padre no es solamente un dato jurídico, un sentimiento, una identidad o
un vínculo, sino que ser padre es un cuerpo transformado para ejercer esa paternidad.
Esa corporalidad paternal está lejos de constituir un férreo biodeterminismo. Los
estudios demuestran que entre el cerebro, el cuerpo, los vínculos sociales y la cultura
existen unas relaciones que no son lineales ni deterministas, sino interactivas y
sinérgicas. Lo humano no es un sustrato biológico sobre el que se monta una
superestructura sociológica y cultural. La biología humana se transforma según el
itinerario de los vínculos humanos, su ciclo vital y el sentido que la humanidad dé a la
vida.
En cada sujeto se produce un diálogo y mutua transformación entre el cuerpo y la
estructura sociocultural en que vive. La estructura sociocultural es el conjunto de
vínculos y el marco de sentido en que el sujeto vive y decide. Cuando el hombre tiene un
hijo, cambia su posición en la estructura social y eso impacta en su cuerpo. El cuerpo se
transforma y esos cambios son de nuevo interpretados por el sujeto, que los aplica de una
u otra forma. A su vez, con esas decisiones que toma, el cuerpo vuelve a reaccionar para
que el sujeto cumpla su función. De esa forma, la vida humana se constituye como una
espiral de interacciones sinérgicas entre lo sociocultural y lo corporal y establece un
proceso de diálogo y cambio continuo.
Las teorías del reloj biológico o el estudio de la regulación hormonal del ciclo vital
y de las disposiciones paternas y maternas, nos demuestran que existe una relación entre
biología, sociedad y cultura –o sentido de la vida– que no es determinista, unidireccional
ni rígida. Forman una espiral en la que unas influyen en las otras y se transforman, y
pasan a un siguiente nivel en el que se produce otra transformación recíproca y así en
grados sucesivos conforme se cumple todo el camino de la vida de cada persona, familia
y generación. Ritxar Bacete dice que «la naturaleza humana es cultura esculpida en
cuerpos» y «estamos diseñados para el bien».

172
Cuando concebimos hijos, nuestros cuerpos masculinos se convierten en cuerpos
paternales y esa transformación se irá acentuando en el primer ciclo de crianza. Todavía
se está descubriendo cómo se prolonga a lo largo de la vida del padre, pero esa
vinculación paterno-filial posiblemente nos lleva a que nuestro cuerpo responda
proporcionando las bases biológicas para que podamos vivirla cumpliendo al máximo la
condición humana del amor. El cuerpo y el cerebro del hombre se transforman
físicamente cuando es padre para amar a sus hijos y entregar su vida por ellos y eso
comienza ya desde el comienzo de la gestación de la madre.
Las hormonas son sustancias que establecen y cambian las funciones de las células.
Es un flujo que regula la funcionalidad celular y por tanto transforma el cuerpo con gran
plasticidad. La endocrinología ha establecido que el sistema hormonal del ser humano ha
sido clave para lograr su gran adaptabilidad a tan diferentes hábitats y condiciones
sociales. Por ejemplo, el papel de la grasa en el ser humano ha sido extremadamente
dinámico y ha permitido adaptaciones a situaciones muy distintas. La adaptación del
cuerpo humano a los cambiantes ritmos del hábitat y modo de vida, también ha tenido en
el centro esos mensajeros que son las hormonas entre las condiciones socioculturales y el
cuerpo.
Esa plasticidad del sistema endocrino para ser sensible a las condiciones y
decisiones humanas, y adaptar el cuerpo en ciclos relativamente cortos, ha llevado al ser
humano a una aguda versatilidad. La cultura no es un añadido ni un subproducto, sino
que la gran revolución biológica de la humanidad ha sido poner los vínculos y el sentido
en el centro de la biología para interactuar con ella en una recíproca transformación.
La paternidad moviliza todo el sistema endocrino para que el cuerpo masculino esté
en las mejores condiciones para cumplir su función. La biopaternidad marca una
dirección natural al padre. En los últimos años se ha investigado principalmente las
transformaciones de hormonas como la vasopresina, testosterona, la oxitocina, la
prolactina, el estradiol o el cortisol.

173
Endocrinología de la paternidad
En el siglo XXI ha habido una nueva generación de estudios neuroendocrinológicos que
han mostrado las grandes variaciones que se producen en el hombre desde el momento
en que sabe que va a ser padre. Esa redistribución hormonal permite comprender la
plasticidad de la orquestación entre cerebro y cuerpo para la paternidad. La dinámica que
hasta ahora se ha estudiado demuestra que al iniciar todo el ciclo de la paternidad
decrecen los niveles de testosterona y estradiol y aumentan los de vasopresina, oxitocina,
prolactina y cortisol.
Un estilo pionero llegó en 2001 de mano de las biólogas Sandra Berg y Katherine
Wynne-Edwards, profesoras de la Universidad canadiense de Queen, quienes lograron la
colaboración de un amplio grupo de padres varones canadienses durante los tres meses
posteriores al nacimiento de sus hijos para una serie de encuestas y pruebas clínicas, así
como un grupo control. En su estudio de 2001 demostraron que los padres varones que
conviven con sus parejas que están embarazadas, tienen variaciones notables de
testosterona, cortisol y aumenta el estradiol. En 2015, Robin Edelstein y otros autores
demostraron que en general el nivel de testosterona desciende en los hombres ya desde el
comienzo del embarazo en que se está gestando su hijo.
La evolución ha dado forma a la biología masculina para hacer del hombre un padre
comprometido con sus hijos. Según Lee Gettler, la conformación biológica de la
paternidad es un fenómeno primigenio vinculado al origen del ser humano. Sarina Saturn
–neuropsicóloga de la Universidad de Oregon– piensa que «hay sustratos neuronales y
endocrinos innatos que probablemente han evolucionado para adaptarse a las distintas
circunstancias familiares de modo que los niños reciban de los padres el cuidado más
favorable. Consecuentemente, el cerebro tiene componentes emocionales y mentales
para la parentalidad» (SATURN, 2014, 9672)
Las variaciones endocrinas van destinadas en una misma dirección: aproximar al
hombre a los hijos, aumentar su capacidad de reconocimiento del mismo, mejorar su
sensibilidad y empatía, variar su modo de comunicación, aumentar su sentido del riesgo
para protegerlos, elevar los niveles de tolerancia al estrés y hacer al sujeto más sensible
al estado del niño. Es claro que «la fisiología humana del padre responde [es responsiva]
a su implicación en el cuidado infantil» (GETTLER, 2014).

174
Estamos descubriendo nuevas competencias paternas para las que los varones están
biológicamente preparados pero que habían sido reprimidas e ignoradas. Por ejemplo,
los varones identifican muy rápidamente a sus propios hijos: tras 60 minutos de
interacción con sus hijos recién nacidos son capaces de reconocer a su hijo meramente
por el contacto con su mano, incluso si tienen el sentido de la vista, el oído y el olfato
bloqueados (LEWIS y LAMB, 2003, 212)
El acercamiento a los hijos intensifica la vinculación de seguridad y la satisfacción
personal respecto a la paternidad, lo cual a su vez redunda en una todavía mayor relación
con los hijos. Investigadoras de la enfermería como Angela HENDERSON y A. Jenise
BROUSE (1991) o Janice GOODMAN (2005) han demostrado empíricamente que los padres
que proporcionan cuidados directos a sus hijos se vinculan más rápidamente con sus
hijos y disfrutan en mayor medida de su paternidad.

Oxitocina
Un papel clave en toda esta dinámica endrocrina lo juega la oxitocina, la cual influye en
la prosocialidad de las personas y es clave en la conformación de la paternidad. Las
investigaciones pioneras publicadas desde 2007 por el equipo neurológico formado por
investigadores de la Universidad Bar-Ilan y la Universidad Hebrea de Jerusalén, han
demostrado que las variaciones naturales de la oxitocina generan un cambio fisiológico
radical para el ejercicio de la paternidad.
El equipo formado por Ruth Feldman, Eyal Abraham, Shir Atzil y Orna Zagoory-
Sharon, entre otros, ha proporcionado evidencias empíricas de que la expresión del
comportamiento parental en los mamíferos es crítica para el crecimiento, supervivencia y
adaptación de las crías, así como para la formación de lazos de filiación. Y se ha
demostrado que la oxitocina juega un papel clave. Entre los humanos, padres y madres
comparten incrementos perinatales similares de oxitocina. Por ejemplo, el equipo
demuestra que cuando padres y madres son expuestos a 15 minutos de contacto y juego
con niños de 4 a 6 años, muestran niveles similares de dicha hormona (FELDMAN ET AL.,
2010).
La oxitocina se produce en el hipotálamo, viaja del cerebro directamente al corazón
y desde ahí se distribuye a todo el cuerpo. No es extraño que el corazón sea símbolo de
afecto. Una de sus principales funciones es la contracción de las paredes uterinas y de

175
células mamarias para la eyección de leche. Otras funciones como la erección y la
eyaculación son favorecidas por la oxitocina. Además, genera todo un conjunto de
emociones que fomentan las interacciones sociales amorosas, el apego y los vínculos
positivos. Hace reaccionar con menor estrés a la presión por un fortalecimiento del
corazón. Su efecto durante el periodo perinatal es masivo y reorganiza el sistema
nervioso central (LÓPEZ-RAMÍREZ, ARÁMBULA-ALMANZA y CAMARENA-PULIDO, 2014).
En una investigación con 160 parejas de madres y padres que cohabitan y han sido
padres por primera vez, los niveles de oxitocina de los padres están vinculados a
comportamientos de estimulación de reacciones, estimulación táctil y presentación de
objetos a los hijos (GORDON, ZAGOORY-SHARON, LECKMAN y FELDMAN, 2010). Mayor
oxitocina provoca en las madres más contacto afectivo mientras que en los padres excita
más juego estimulatorio con el niño, pero no contacto táctil afectivo. El padre reduce su
impaciencia y se hace más tolerante al agudo llanto infantil (FELDMAN ET AL., 2010). En
su conjunto, la oxitocina provoca en el padre un intenso juego para activar al niño,
exploración conjunta de padre e hijo y estimulación mediante el contacto táctil
(ABRAHAM y FELDMAN, 2016).
La administración nasal de oxitocina a adultos provoca reacciones que han sido
estudiadas por el Centro de Estudios sobre Infancia y Familia de la Universidad de
Leiden. En una investigación con padres de hijos autistas –y un grupo de control de
padres de hijos no autistas–, todos los participantes recibieron una dosis intranasal de
oxitocina y una de placebo para investigar los efectos en la interacción con sus hijos.
Ninguno de los participantes ni los técnicos de la intervención clínica conocían que se
había administrado tal hormona. Se solicitó a los padres que jugaran con sus hijos
durante 15 minutos y la operación se repitió una vez más.
El resultado demostró que la inhalación de oxitocina aumentó la confianza
interpersonal y mejoró las capacidades de empatía tanto entre padres de hijos con
autismo como en los demás, en unos niveles similares. Los padres de hijos autistas que
recibieron oxitocina estimularon más y mejor a sus hijos y mostraron menos irritabilidad
(NABER ET AL., 2012).
En otros experimentos con oxitocina administrada, se muestra que los padres con
altos niveles provocan en sus hijos un aumento de la oxitocina, a diferencia de los padres
a los que le fue dado un placebo. Eso incrementa la orientación social y el
comportamiento pro-social de los hijos con los que se interactúa. De esa manera, «padre

176
e hijo pueden incluirse uno al otro en sus niveles de oxitocina» (ABRAHAM y FELDMAN,
2016); «nuestros cerebros se comunican uno con el otro», concluye Eyal Abraham.

Prolactina y testosterona
Lee Gettler es profesor de la Universidad católica de Notre Dame, en Indiana, y fue el
primero en demostrar que la prolactina aumenta con la paternidad, especialmente cuando
los padres tienen hijos de edades tempranas. La prolactina en el padre no solamente
reduce la libido y produce somnolencia, sino que fomenta el cuidado. Es un fenómeno
que se encuentra también en diversas especies animales y que conduce al cuidado directo
de las crías e incluso a que el macho se dedique a la incubación de los huevos. La
correlación entre baja testosterona y elevado cuidado paternal es consistente en diversos
contextos culturales alrededor del mundo y a lo largo de la vida de los padres (GETTLER,
2016).
También está ya ampliamente asumido que la testosterona juega un papel primario
en la conformación de la paternidad. Gettler cita la tesis doctoral de Marc Shur en 2008,
sobre variaciones hormonales en el ciclo vital del papión de Anubis o papión oliva. Las
mediciones señalan que los papiones oliva macho que forman alianzas estables con una
hembra y ejercen un papel positivo como progenitor, tienen niveles menores de
testosterona que otros machos.
En 2005 Gettler publicó una sobresaliente investigación que tuvo como muestra
casi un millar de varones filipinos durante un periodo de cinco años, entre los cuales una
parte se convirtieron por primera vez en padres. El estudio muestra una gran disminución
de los niveles de testosterona. Los padres tienen menor nivel de testosterona que los no
padres y las reducciones son mayores donde los padres tienen tradiciones de mayor
compromiso en la crianza de sus hijos.
Durante el primer año de paternidad el nivel de testosterona se reduce
aproximadamente un tercio en los varones y es todavía menor entre los padres que están
activamente implicados en el cuidado directo de sus hijos (GETTLER ET AL., 2012) o que
duermen cerca. Los padres que duermen cerca de sus hijos, tienen menos niveles de
testosterona en general y éste declina desde la jornada diurna a la noche (GETTLER ET AL.,
2012, 6). Además, la transición a emparejarse y ser padre, hace reducir la testosterona.

177
(GETTLER ET AL., 2012, 2). Tras el primer año de paternidad, los niveles de testosterona y
prolactina suelen retornar a la normalidad.
La testosterona está presente tanto en mujeres como en varones, aunque en
cantidades diferentes que se multiplican hasta por veinte entre los segundos. La
testosterona es una hormona de funciones múltiples y cambiantes a lo largo de la vida,
que disminuye o aumenta dependiendo de la relación amorosa y las etapas del ciclo vital.
Así, la testosterona se reduce en la primera fase de paternidad o en la ancianidad. El
estilo de vida varía la tasa de testosterona. Por ejemplo, la obesidad o un estilo de vida
sedentario la reduce.
A su vez, los índices biológicos de testosterona proporcionan una corporalidad y
condiciones físicas que son cultural y personalmente interpretadas y moduladas. La
presencia de testosterona ha sido configurada en el curso de una evolución humana y
continúa su recorrido.
Físicamente, está muy asentado por estudios científicos que la testosterona
masculiniza el cerebro y suscita disposiciones personales de mayor lucha, afrontamiento,
energía, activación y tolerancia al riesgo. Son disposiciones culturalmente interpretadas
y modeladas. Constituyen una base comportamental que puede ser orientada de muy
diversas maneras. Por un lado, puede ser usada para la agresividad, el emprendimiento,
la violencia y la competitividad. Por otro lado, puede impulsar el trabajo, la
transformación, la proactividad, la aventura, la exploración, la proyección externa o la
motivación ante retos externos. Esa base comportamental también existe en la
testosterona femenina, también varía a lo largo de la vida, con la relación amorosa con el
varón y en las distintas etapas del ciclo vital.
El modo como se usan, orientan y modulan esas disposiciones biológicas puede
hacer que los comportamientos sean totalmente opuestos. Puede inducir a una violencia
competitiva egoísta y solitaria o puede volcar a entregarse a establecer alianzas con
adversarios o desafiantes proyectos cooperativos. Lo singularmente humano ha sido que
la testosterona –presente en la mujer y el varón– ha dado bases hormonales o ha
reforzado comportamientos de exploración, aventura, vinculación, entrega, inclusión,
emprendimiento, cooperación, creación y apertura a proyectos progresivamente mayores.
Esos comportamientos no solamente son la originalidad humana sino los que hicieron
posible que nos constituyéramos como seres humanos. La singularidad humana es la
creación de hogar y la conversión de la humanidad y todo el universo en hogar.

178
La relación entre hormonas y condición paterna aumenta su alcance cuando
contemplamos que las variaciones no son constantes, sino que suceden dependiendo de
los comportamientos de los sujetos y de las tradiciones en que actúan. El equipo liderado
por Martin Muller demostró en 2009 que los niveles de testosterona se activaban
dependiendo de las tradiciones específicas de paternidad. Su investigación estudia los
pueblos Datoga y Hazda. Los Datoga son pastores mientras que los Hazda son
recolectores. Los primeros ejercen una paternidad menos presente en el cuidado
cotidiano y directo de los hijos dado que el pastoreo los mantiene lejos del hogar. En
cambio, los Hazda tienden a una mayor implicación y proximidad con sus hijos.
Muller y su equipo fueron capaces de medir los niveles de testosterona entre
hombres que eran padres y no en ambos pueblos del África oriental. El resultado es muy
revelador. Entre los Datoga, padres y no padres no difieren en sus niveles de
testosterona. En cambio, los padres Hazda tienen niveles inferiores que aquellos Hazda
que no son padres. En conclusión, «estos resultados indican que las normas parentales, y
específicamente la implicación de los padres en la rutina del cuidado directo,
contribuyen a la variación en la testosterona masculina basado en el estatus vital
histórico» (MULLER ET AL., 2009).
Con una visión global, la «Hipótesis DADS», de Gettler, sostiene que los padres
con dedicación, actitud, duración y que son sobresalientes en su atención a sus hijos,
muestran menores niveles de testosterona. Ese modelo incorpora en primer lugar las
motivaciones individuales, percepciones cognitivas e interpretaciones psico-emocionales
que los padres tienen de sus interacciones con sus hijos. Eso queda incluido en las dos
primeras palabras del acrónimo DADS, «dedicación» y «actitud». En segundo lugar, la
frecuencia y oportunidades de compromiso, que son la tercera «d»: duración. En tercer
lugar, mide la relevancia o prominencia basada en dos indicadores: el impacto que sus
comportamientos tienen en el bienestar de sus hijos y la coherencia con el valor que la
paternidad tiene en el contexto. Gettler usa el término «salience», que le da esa «s» final
al término «DADS», para poder formar la palabra «papás». Si lo traducimos como
«sobresaliente», se sigue manteniendo el acrónimo en español (GETTLER, 2014).

179
Existe una naturaleza paterna
Todos esos cambios demuestran que existe una naturaleza dispuesta a la paternidad. No
es una mera construcción cultural ni un invento tardío, sino un fenómeno originario del
ser humano. También nos muestra que no existe un determinismo biológico, sino que
hay un proceso interactivo formado por cuerpo, sujeto, socialidad y cultura. El cuerpo
dispone el cerebro y el conjunto del sistema. El sujeto toma decisiones, realiza acciones
y adopta actitudes. La socialidad se refiere a los vínculos que adoptamos y recibimos,
como es el caso de la pareja y el hijo.
La cultura se concreta en tradiciones y marcos de sentido que interpretan y dan
formas al conjunto de las situaciones. Aunque existen variaciones hormonales que
responden a las decisiones y situaciones personales, también hay patrones endocrinos
que están adaptados a comunidades con una tradición cultural determinada.
Las hormonas no actúan aisladamente sino sistémicamente, dirigidas a generar un
comportamiento en el padre. Gettler lo confirma cuando sostiene que «los efectos
comportamentales de la testosterona ocurren a través de interacciones sinérgicas y
antagónicas con otras señales neuroendocrinas del cuerpo, más que aisladas» (GETTLER,
2016, 39).
Además de actuar convergentemente, las diferentes sustancias del sistema
endocrino se adecúan dependiendo de las disposiciones volitivas del sujeto. Shir Atzil,
profesor de neuropsicología de la Universidad Hebrea de Jerusalén, lidera un equipo que
ha demostrado que con tan solamente 15 minutos sosteniendo un bebé, los varones
experimentan una elevación de los niveles de oxitocina, cortisol y prolactina, todas ellas
hormonas relacionadas con la tolerancia, la sensibilidad y la lactancia.
Se ha demostrado experimentalmente que cuanto mayor es el historial del padre
como cuidador de sus hijos, los cambios hormonales son más rápidos y pronunciados
(ATZIL ET AL., 2012). Es decir, que hormonas y voluntad dialogan creativamente en cada
individuo y en relación con sus vínculos y la tradición en que vive. El cerebro y el
cuerpo del hombre se transforman para que sea un buen padre y lo hacen creando varias
disposiciones biológicas.
Primero, el aumento de vasopresina y la reducción de testosterona reducen la libido
del varón, lo cual significa que en la primera etapa neonatal la pareja se va a focalizar

180
más en la recepción del niño y va a estar centrado principalmente en la entrega común a
él, no tanto en la relación conyugal. La relación conyugal crece extraordinariamente y lo
hace sobre todo por la entrega común al recién nacido y el bebé.
Cambios en la materia gris de diversas áreas cerebrales parecen asociados a la
función de regulación endocrina que ejerce la vasopresina. El equipo liderado por
Benjamin Tabak –neurocientífico de la Universidad Metodista del Sur en Estados
Unidos– descubrió que cuando se suministraba vasopresina a hombres y mujeres,
aquellos que eran padres varones con alto nivel de afecto por sus hijos aumentaban su
atención y empatía. (TABAK ET AL., 2015).
Segundo, una testosterona alta se correlaciona con la agresividad. En unas personas
se manifiesta en términos de violencia y dominación. En otras, esa agresividad se
encauza en ambición, prosecución de logros, emprendimiento, empeño o proactividad.
También está relacionada la alta testosterona con la extraversión, la aventura, el traspaso
de límites y una mayor tolerancia al riesgo. El aumento de la vasopresina influye en la
reducción de la testosterona y ambas producen un efecto muy interesante: el aumento del
miedo, el rechazo de riesgos y el aumento de la protección.
Este segundo efecto, por tanto, consiste en una mayor precaución por los males que
puedan afectar al bebé, se corren menos riesgos y se tiene mayor miedo de las amenazas.
El efecto es una mayor protección, seguridad y custodia del bebé. Al reducir la
extraversión y aventura, hace que el padre esté más próximo y encauce sus disposiciones
proactivas a la crianza.
Tercero, la oxitocina aumenta nuestra prosocialidad, el contacto, la interacción, la
empatía, la ternura, el interés por el otro y el reconocimiento del niño. Además, da
mayor resistencia al cansancio de la hipersociabilidad que trae la paternidad. La
investigación sobre la oxitocina humana ha demostrado la implicación de esta hormona
en todos los aspectos de la socialidad humana, incluida la empatía, la colaboración
social, la capacidad de atribuir estados mentales –creencias, intenciones, deseos, etc.– a
otros y el amor romántico» (ABRAHAM y FELDMAN, 2016). Esta tendencia amorosa no
solamente se dirige al hijo sino también a la madre, a la cual también se dirigen los
demás cambios: proximidad, protección, etc.
Cuarto, la paternidad reduce el cortisol y también la presión sanguínea, lo cual hace
que el varón soporte mayores niveles de estrés bajo la presión a que una nueva criatura
somete a los padres. Menores niveles de cortisol provocan menor irritabilidad e

181
irascibilidad, aumenta la tolerancia a las molestias, aumenta el sentido del humor y la
alegría, y proporciona mayor resistencia al cansancio. Es una hormona muy sensible que
varía con nuestras formas de pensar, sentir y obrar.
Quinto, el fenómeno de la paternidad no se limita al momento del nacimiento, sino
que es perinatal –incluye todo el proceso desde la concepción hasta que la madre se
recupera del parto y vuelve a sus condiciones normales–. Precisamente las variaciones
decrecientes de los niveles de estradiol parece que influyen especialmente en que los
padres sean sensibles y protectores en todo el periodo de gestación, ya que sus niveles
regresan a estándares normales en la cercanía del parto (BERG y WYNNE-EDWARDS, 2001).
Sexto, la paternalización del sistema endocrino no se activa por un impacto físico
sobre el hombre sino por su participación en un hecho social que comienza por la
concepción, continúa en la gestación, culmina en el nacimiento y la primera crianza, y se
despliega en la relación con el hijo a lo largo de toda la vida. La activación no es
biológica sino social y cultural. Y eso viene reforzado por un hecho como que no hay
diferencias entre padres biológicos y adoptivos en los niveles de oxitocina y en los
comportamientos paternos (SATURN, 2014, 9671).
En resumen, el cuerpo del padre se transforma desde la concepción del hijo para
que junto con su pareja se centren su relación en la acogida y cuidado del niño; aumenta
la proximidad y todas las capacidades de comprender, amar y cuidar al niño y a la
pareja; la protección y la función de custodia; mejora la resistencia al cansancio y el
estrés e incrementa la alegría.
Todas ellas son disposiciones favorecidas por los cambios en el sistema endocrino y
los cambios en el cerebro que comienzan a explorarse, pero es el sujeto el que con esas
disposiciones actúa en un sentido u otro. Son disposiciones muy plásticas que permiten
que el padre se adapte según las circunstancias y se pueden manifestar de formas muy
distintas.
Si un padre está obligado a vivir desde una gran distancia el nacimiento de su hijo,
el aumento de esas disposiciones podrá ser moderado y podrá ser vivido por otro cauce.
Quizás un marinero que está embarcado en una larga campaña de alta mar y necesita ese
empleo para poder sostener el hogar, encuentre que esas variaciones le hacen entregarse
en el trabajo pensando que es un modo de relacionarse con su mujer e hijo.

182
Modos de masculinidad
Las disposiciones biopaternales no se corresponden linealmente con funciones prácticas
especializadas ni con tareas específicas. Es cierto que el dimorfismo sexual puede haber
dotado al varón para ejercer mejor la defensa física. Y eso era relevante en un hábitat en
el que la inseguridad era muy alta y la capacidad defensiva dependía de la fuerza, la
agresividad, la superación del miedo y la capacidad para corres riesgo. Los altos niveles
de testosterona y los bajos de vasopresina en el sistema corporal masculino crean esa
propensión. Eso dispuso para un tipo de institucionalización de la división funcional en
la familia, aunque también es cierto que la secreción de esas sustancias puede haber sido
encauzada culturalmente hacia otras actitudes, tendencias y formas institucionales. Para
RILLING (2017), «la diferencia clave entre madres y padres humanos es el grado de
variabilidad en la paternidad».
Nuestra posición es que esas disposiciones biológicas entre hombre y mujer crean
propensiones a unas y otras funciones dependiendo del ecosistema en que se encuentren.
Pero también existe una estructura natural que marca una experiencia bien diferente. El
hombre durante el embarazo no pone su cuerpo en gestación. Sin embargo, sí vive la
gestación físicamente pues tiene cambios neuroendocrinos que van dirigidos a centrar la
dinámica conyugal en el bebé que está formándose, proporcionar amor y cuidados,
custodiar a madre e hijo, etc.
Esa estructura establece diferencias insoslayables que física, social y
simbólicamente crean una forma de vivir la paternidad. Los primeros momentos de
vinculación al niño –y la experiencia previa durante la gestación– no solamente son
cruciales para la formación del hijo sino también para la forma de la paternidad y de la
masculinidad del hombre. Esa estructura perinatal –que incluye desde la concepción al
primer año de vida– crea una experiencia propia y un modo singular de sentir, expresarse
y relacionarse con el hijo, la madre y el mundo.
Esa singularidad paternal se manifiesta de forma versátil, no en formas fijas y
estandarizadas. Pero esa singularidad es universal. No se proyecta en funciones fijas ni
en tareas especializadas, homogéneas e invariantes. Pero sí que crea un modo, una
manera. Algunas investigaciones se han fijado, por ejemplo, en el modo de
comunicación que tienen los padres con sus hijos.

183
La paternidad no establece si el padre se comunica o no con el hijo, ni si lo hace
con afecto o no. Hombres y mujeres pueden comunicarse con la misma intensidad y el
mismo amor. No existe justificación para respaldar la teoría de la paternidad distante,
funcional y desafectada característica del industrialismo. Pero las investigaciones sí han
logrado detectar modos distintos de comunicación.
Los profesores británicos de psicología Charlie Lewis –Universidad de Lancaster–
y Michael Lamb –Universidad de Cambridge–, afirman que «los investigadores
muestran consenso en que no hay grandes diferencias entre padres y madres… pero el
estilo paterno es sutilmente diferente respecto al materno en cuanto a la comunicación»
(LEWIS y LAMB, 2003, 213). destacan que «los padres producen despuntes explosivos de
estimulación, particularmente dando palmaditas con sus hijos, mientras que las madres
tienden a ser más rítmicas, contenidas, moduladas y suaves en sus estilos… El padre
incrementa su tono y rango de frecuencia incluso más que las madres cuando hablan a
niños de dos años» (LEWIS y LAMB, 2003, 213). Similarmente, al cantar directamente al
niño exagera más y simula la voz infantil.
Otras investigaciones apuntan a que el juego paterno es más disruptivo y
desestabilizador (ABKARIAN, DWORKIN y ABKARIAN, 2003). Según BARTON y TOMASELLO
(1994), el estilo comunicativo del padre es más desafiante y exigente con el niño, se
interrumpe más y tiene variaciones más acusadas. Para explicarlo, Dworkin y los
Abkarian proponen la «Hipótesis del Puente»: este tipo de comunicación hace que el
niño esté más preparado para comunicarse fuera del núcleo familiar, donde los
interlocutores son más variados, impredecibles y desafiantes.

184
Hombre y mujer, igual de distintos
Los estudios parten de una situación heredada que establecía unas diferencias muy
extremas y rígidas entre varones y mujeres. El industrialismo dio forma de máquina a
gran parte del mundo social y también a la familia. Otorgó funciones a cada parte de la
máquina y lo hizo desde un principio de progresiva especialización. El varón fue
especializado en una serie de funciones y la mujer en otras. Así, se rompió la unidad
doméstica entre trabajo y hogar que llevaba a una estrecha convivencia entre hombre y
mujer y con los hijos y nietos.
El padre fue separado de la familia y fabrilizado –reprogramados su mente, su
cuerpo, sus relaciones y su tiempo para el trabajo en fábrica–. El propio cuerpo y la
familia fueron reconcebidos como máquinas sociales hechas para la producción y
reproducción. El sistema se puso completamente bajo la lógica productiva y se expulsó
la lógica familiar –caracterizada por la donación, la solidaridad, la entrega y la primacía
del vínculo y el amor– del sistema para que no contradijera las dinámicas de extracción y
explotación.
El padre fue sacado del hogar para encuadrarse en las factorías y eso sucedió en
nuevas ciudades que aumentaban las distancias y los obstáculos para la conciliación
entre vida familiar y laboral. La familia fue rediseñada de un modo muy bipolar: el
industrialismo partió la familia en dos. Como uno fue dedicado totalmente a la
producción, había otro que tenía que cuidar el hogar. Eso fue legitimado con una nueva
cultura de familia.
Esa cultura de familia alabó el modo de vida dedicado totalmente al hogar como la
culminación de la femineidad. Se olvidaba no solamente de que la mujer realizaba parte
de la economía de subsistencia de la familia –en las huertas y pequeñas granjas anexas a
la vivienda– sino que con frecuencia en las clases más populares también trabajaba en
negocios y fábricas. Esa sacralización de la mujer «domestizada» y «domesticada» buscó
una legitimación biológica que la convirtió en la mayor y única cuidadora de los hijos y
el hogar, la gran especialista.
Por el contrario, se difundió una imagen del varón como alguien torpe e incapaz de
dedicarse al cuidado de los hijos o el hogar. No solamente se creó ese prejuicio de la
inutilidad masculina, sino que se vio como algo impropio, que lo feminizaba. Es más, se

185
propagó una imagen del hombre como un ser hipersexualizado e instintual, peligroso
para la mujer, los niños y jóvenes. Todo valía con tal de que el hombre se dedicara
solamente a la producción.
El curso histórico ha llevado a que desde que tras la Primera Guerra Mundial se
comenzara una nueva reflexión sobre el arte de ser padre, se tardaran sesenta años en
plantear la necesidad de reconocer que el hombre está capacitado para ejercer las
atenciones y los cuidados más íntimos de los hijos con la misma competencia. Las
investigaciones de autores de referencia como Michael Lamb (1987) no han hallado
diferencias entre sexos relativas a la sensibilidad hacia los niños ni en las capacidades
para proporcionar cuidados directos a los hijos en sus diversas necesidades prácticas. En
sus propias palabras, «durante el primer año, los estudios no registran diferencias en los
niveles de sensibilidad con sus hijos entre padres y madres» (LEWIS y LAMB, 2003, 212).
En una conferencia pronunciada en 2014 en la Asociación Americana para el
Avance de la Ciencia –la mayor sociedad científica del planeta–, Lee Gettler denunció
que «los hombres han sido condicionados por el entorno para sentir que son torpes y no
están preparados para cuidar de sus hijos, y esa caracterización es una injuria a los
muchos, muchos padres que se sienten no representados o minados por esa imagen»
(GILROY, 2014).
Al pensar en la crianza de los hijos, la biopaternidad afirma que hombre y mujer se
encuentran en igualdad de capacidades para una atención directa, íntima, integral y
amorosa a sus hijos desde el momento del nacimiento.
Esa igualdad no significa que cada persona no aporte su singularidad. Cada persona
transmite a sus hijos desde una personalidad, una historia, un proyecto vital distinto, una
forma de sentir, conocer, comportarse. Cada persona es singular en virtud de ser un
individuo humano, por el hecho de ser un sujeto único.
Además, cada persona tiene una serie de condiciones que no son subjetivas y que
enriquecen y expanden esa singularidad. La enorme diversidad de la humanidad hace
que cada persona porte una serie de singularidades. La edad tiene, por ejemplo,
características propias de cada etapa. La infancia tiene una singularidad propia y la
ancianidad otra. No son categorías restrictivas, sino que son formas corporales y
temporales que encauzan distintos modos de encarnarse en el mundo según cada edad.
Un joven, un adulto y un anciano hacen muchas cosas similares pero cada uno con un
modo que sin ser totalmente diferente tiene su singularidad.

186
En la historia, esas singularidades han ido cobrando distintas formas institucionales.
La cultura de la infancia no era la misma en Roma que en la Ilustración o en la
actualidad. Es una categoría que no establece desigualdades injustas por edades en la
relación entre generaciones, pero tampoco anula la diversidad fruto de la edad.
El sexo es la otra gran diversidad. El sexo fue la primera gran diversidad
establecida por el paso de un mundo mineral a la aparición de la vida. Es más, la vida
introdujo el principio de diferenciación sexual como modo de crear diversidad. El sexo
apareció como una diversidad para las diversidades.
El resto de principios de diversidad, salvo edad y sexo, tienen un carácter cultural.
Durante tiempo se entendió que las razas eran singularidades biológicas. Aunque los
hábitats han llevado a distintas adaptaciones corporales de los pueblos, no son una
diversidad fundamental arraigada en la propia condición humana. Las tres diversidades
humanas necesarias y suficientes son la alteridad individual, el sexo y la edad.
¿Es posible pensar en una humanidad en la que las tecnologías sean desarrolladas
para que no sea necesaria la diversidad sexual? La ciencia ficción puede especular con la
idea de un mundo andrógino sin hombres ni mujeres. Es posible imaginar que la
tecnología produzca espermatozoides y óvulos en laboratorio y que sean máquinas las
que gesten nuevos sujetos en los que se manipule su decantación sexual [20] .
Pero la revolución humana no fue la relación y reproducción sexual, sino que todo
se reestructuraba desde el principio de transmisión cultural y amor. Lo revolucionario no
son los espermatozoides sino el padre mismo –y la madre y la relación entre ambos– y
eso es imposible de sustituir artificialmente. Para ser humanos tenemos que hacernos
entre humanos.
Sin duda la historia nos muestra que las relaciones entre hombre y mujer han estado
sometidas a estructuras injustas de desigualdad. Toda lucha por la igualdad no podrá ser
nunca minusvalorada. Pero parte de la justicia está en el reconocimiento de que la
diversidad no es desigualdad, sino que los derechos de reconocimiento y diversidad han
emergido paralelos a la democratización y la igualdad. Hombres y mujeres no somos
idénticamente lo mismo, pero nuestra diversidad sexual no justifica ninguna injusticia ni
usurpación de derechos, libertades ni la autonomía. Hombres y mujeres somos igual de
humanos y a la vez igual de distintos. Nuestra diferencia sexual es igual de digna, igual
de importante, igual de necesaria, igual de enriquecedora culturalmente. Hombres y
mujeres somos igual de distintos.

187
Aunque todavía queda muchísimo por igualar entre hombres y mujeres, las
derivaciones que buscan anular la diversidad sexual o la indiferenciación entre padres y
madres, no se dirigen hacia la igualdad sino hacia el empobrecimiento de la condición
humana.
No buscamos que los niños dejen de ser niños para participar en la vida pública.
Tampoco que los ancianos hagan dejación de su edad para poder participar plenamente.
Sin embargo, las búsquedas compulsivas a veces hacen perder el sentido de
discernimiento. Con la intención de tomar un atajo, se ha buscado que, dados los riesgos
de conflictos entre pueblos, se anule la diversidad étnica, indígena o de distintas
creencias para crear un mundo neutral sin diversidades. De igual forma, existe la
marginación de la infancia y la ancianidad en la vida pública; se impide que puedan vivir
la vida pública desde sus singularidades. La infantifobia es un ejemplo: los niños y la
cultura infantil son expulsados de la vida pública en favor de un estándar adulto al que
todos deben moldearse.
Debemos ser capaces de alcanzar la igualdad de género sin aniquilar la singularidad
sexual. La diversidad no pone en riesgo la igualdad, sino que la hace culminar. La
igualdad verdadera es la que une a los distintos, no la que homogeneiza y estandariza. La
estandarización o la indiferenciación andrógina no conducen a la igualdad sino a la
homogeneidad. La dirección de la historia va hacia los reconocimientos de la diversidad
y esta diversidad es la primera, ya no solamente de los humanos sino de la vida.
Hasta el momento hemos comprendido la evolución histórica de la paternidad y
hemos reflexionado sobre el impacto de la industrialización del padre en nuestra mirada
sobre esta figura universal. Hemos pensado cómo la figura paterna fue una revolución
ligada al origen del propio ser humano. Y también hemos estudiado cómo existe una
biología de la paternidad que transforma el cuerpo y cerebro del hombre. ¿Cuál sería
entonces la singularidad paterna? Ensayamos una propuesta en el siguiente capítulo.

188
CAPÍTULO 7:
El padre universal. Sociología de la paternidad

Concepción, gestación, nacimiento, periodo neonatal y la etapa inicial de crianza –el


proceso perinatal– forman un proceso a través del cual se va a internalizar una estructura
constitucional en el niño. Adoptará una forma única, tal como haya sido encarnada según
las circunstancias sanitarias, sociales, culturales, las condiciones materiales de vida, las
relaciones entre los progenitores, la influencia de la familia extensa, el carácter de los
participantes y las ideas que tengan, etc. Esa relación vivida forjará un patrón en el que
quedará cristalizada la estructura social básica de la persona y que encarna la estructura
social general de la sociedad.
Esa estructura es una matriz cognitiva solidificada profunda, ubicada en los ámbitos
más tempranos, trascendentes y profundos de la interioridad de la persona. Es una
estructura que es social, posee institucionalidad y transmite intergeneracionalmente el
sujeto social primigenio.
Desde esa matriz –que podemos describir metafóricamente como molde, lente,
sello, filtro, etc.– siente el mundo, comprende la realidad y guía su vida. Es una matriz
que constituye la estructura más básica para el desarrollo del sujeto. Esa estructura es
relacional, su primera socialización e inculturación. Esa praxis asienta las categorías,
vínculos y vivencias principales vividas en la primera infancia. Desde esa praxis
matricial conocerá, valorará y sentirá la realidad.
La matriz troquelada se solidifica o cristaliza y queda forjada con esa forma única
para el resto de la vida. A veces sufre graves carencias, los vínculos están heridos o han
sido perniciosos, ha habido abandono o desatención, etc. Es una matriz que se puede
sanar, recomponer, compensar y desarrollar, pero siempre a partir de ella. Exige un
trabajo de gran profundidad para cada persona.
Esa matriz constitucional de cada persona se forma aplicando el sistema relacional
y cultural en que nace y se cría el niño, pero su conformación depende prioritariamente
del triángulo primordial. Donde no hay padres o madres biológicos o adoptantes, esas

189
figuras son ejercidas por otras personas que cumplan la misión materna y paterna y la
sociedad mínima –puede que no jurídicamente conyugal– en la que se integra esa
primera pertenencia del hijo.
En esa estructura social padre y madre tienen posiciones y experiencias
radicalmente distintas, que les dan un modo, disposición y alcance distinto en relación al
hijo y la crianza. Esa experiencia fundante perinatal constituye una manera distinta de
relación. Esa forma influye en cada persona, aunque cada uno lo modela y modula de
formas muy diferentes dependiendo de factores como la cultura, la tradición, el carácter
o las diferentes circunstancias sociales en que se desarrolle su paternidad. No se proyecta
en funciones, actividades o identidades rígidas que se conviertan en una sobreactuación
de lo masculino y femenino.
Todas estas cuestiones han sido tan vividas por nosotros y han sido tan repetidas
una y otra vez desde el inicio de los tiempos en cada ser humano, que a todos nos suenan
íntimamente conocidas. Pero quizás en la actual cultura de la superficialidad y donde
todo parece depender simplemente del poder de la subjetividad o de grupos de presión,
es necesario recuperarlas reflexivamente para darles su lugar. A veces los lenguajes se
vuelven repetitivos y es necesario redescubrir lo de siempre con palabras nuevas que le
devuelvan su más profundo significado.
La sociología de la paternidad no solamente consiste en estudiar las variaciones
sino las invariantes. Investigar la paternidad requiere entrar fenomenológicamente en la
experiencia profunda de relación. Pocos estudios son más sociológicos y más fructíferos
que estudiarnos como padres e hijos, como hijos y padres.

190
Teoría del padre interior
Comencemos nuestra reflexión inspirándonos en la teoría del padre interior [21] , la cual
articularon en 2003 el psicoterapeuta Paul Fairweather –profesor del Fuller Seminary en
Pasadena, California– y Edythe Krampe, profesora de sociología en la Universidad
Estatal de California. Aunque existen aspectos con los que no estamos de acuerdo, hay
una intuición que nos parece muy sugerente.
La teoría del padre interior parte de la «Hipótesis de la Paternidad Universal» de
Kathleen Gough. Esta antropóloga británica –feminista y marxista–, estableció en 1971
que la paternidad es un universal de la condición humana, que ocurre incluso cuando los
hijos y el padre carecen de un lazo biológico. Fairweather y Krampe exploran la
experiencia interna del padre y el hijo y concluyen que existe un sentido de paternidad
que está inscrito en el modo como el ser humano llega al mundo.
Para estos autores existe una disposición innata de vinculación a una figura paterna
y «el sentido innato de padre proporciona una matriz simbólica» (KRAMPE, 2003, 140).
Es lo que denominan «el sentido de padre» (KRAMPE, 2003, 131).
Ese vínculo innato no es unilateral entre padre e hijo, sino que está inscrito en la
relación entre madre y padre. Por eso, «el padre interior activa la necesidad de pertenecer
a un curso de relación empática con otros que es íntimo, inclusivo y dirige lo individual
hacia la implicación significativa con otros, comenzando por la familia. Y esto debido a
que el lazo padre-hijo está encarnado en la matriz de la relación padre-madre» (KRAMPE,
2003, 144)
El centro de su propuesta consiste en que ese sentido de padre es una forma
inconsciente, un arquetipo simbólico, una forma que es parte de la estructura social
primaria que hizo posible la humanización. Por tanto, existe una predisposición a
vincularse con dicha figura paterna. «Hay una búsqueda activa del padre personal desde
el comienzo de la vida del niño. Localiza el sentido de padre en el centro del individuo»
(KRAMPE, 2003, 137).
Ese padre simbólico no solamente está en la predisposición neonatal, sino que es
una forma cultural propia de la sociedad en su conjunto. El padre interior refleja el padre
exterior. «El nivel societal del principio del padre interior promueve tanto el
reconocimiento intrapersonal como interpersonal de la importancia del padre para el

191
bienestar de los hijos» (KRAMPE, 2003, 144). Ese arquetipo o forma de padre simbólico
innato, siempre está presente en el niño, aunque no entre en contacto con su padre real ni
una figura paterna: «el niño siempre tendrá una imagen del padre, incluso si el padre
nunca fue conocido por su prole… Incluso cuando el padre está físicamente ausente,
siempre está presente en la psique de la madre» (KRAMPE, 2003, 138).
Conforme el niño entra en contacto con su padre y con la representación social de la
paternidad, el padre interior se hace más complejo. La «imagen del padre» o padre
imaginario es el padre exterior, se forma a partir de la tradición paterna del entorno. Y,
además, generalmente existe un padre real, el padre concreto del niño y su experiencia
de relación (o los mensajes que hay sobre él, por ejemplo, transmitidos por la madre)
conforma un tercer elemento que llaman «el padre personal».
De esa forma, hacen uso de la semántica lacaniana (padre real, simbólico e
imaginario) y consideran que «el padre interior está compuesto del padre simbólico,
elementos introyectados del padre personal, y la imagen del padre…. La imagen de
padre puede también contener y reflejar actitudes culturales y expectativas sobre el
padre» (KRAMPE, 2003, 137). En el interior de cada persona está inscrito y operante ese
padre interior, que está formado por el padre simbólico (innato), el padre imaginario
(cultural e «introyectado» dentro del sujeto) y el padre personal (real).
El padre personal puede ser resultado de la experiencia directa entre padre e hijo, o
estar formado por referencias indirectas a él o incluso por lo dicho sobre él, un padre
personal como vaciado negativo de lo callado sobre él. Krampe hace suya la hipótesis de
la socióloga Miriam JOHNSON (1981), quien sostiene que, aunque un padre esté
físicamente ausente de la vida de un niño, cada niño tiene una imagen de padre.
En la idea de Fairweather y Krampe, el padre simbólico tiene una proyección. Por
un lado, se hacen eco del arquetipo junguiano, aunque sin hacerlo un principio propio:
«En el pensamiento de Jung, el principio masculino que subyace al arquetipo paterno,
incorpora la propensión a crear sistemas de ley y orden, organización social que implica
disposiciones jerárquicas, racionalidad, linearidad y el valor de la objetividad
impersonal. Su principio central es el Logos, la palabra» (KRAMPE, 2003, 138).
Los autores se distancian de esas asignaciones. Más bien creen que el padre interior
responde a una necesidad postnatal que el bebé tiene de incorporación social: «en el
centro de esta necesidad está el deseo de ser incluido, de pertenecer, de tener orígenes»

192
(KRAMPE, 2003, 137). A eso añaden, que «el padre simboliza la vinculación y la
experiencia de relación empática» (KRAMPE, 2003, 138).
Su teoría tiene funciones principalmente terapéuticas para Fairweather. Ambos
creen que, como conclusión, «el concepto de padre interior ofrece un nuevo paradigma
para comprender el significado del padre para uno mismo» (KRAMPE, 2003, 143).
Nosotros valoraremos positivamente algunos de estos elementos, incorporándolos o
refiriéndonos a ellos en nuestra formulación.

193
El sexo es el primer principio de diversidad
La paternidad es una figura universal que se formó durante el proceso de hominización y
fue crucial para el origen del ser humano. La paternidad es parte de la estructura social
fundamental. Una estructura social es una relación humana permanente que forma parte
de una civilización o de la propia condición humana. La paternidad es una de las
estructuras sociales originarias, fraguadas en la constitución de la humanidad como
nueva especie. La paternidad es estructural y primordial. En nuestra evolución, la
conyugalidad que unió a hombres y mujeres fue fundamental para hacer posible lo
humano y la paternidad solo se entiende dentro de ella.
Comencemos el razonamiento. La sexualidad es el primer principio vital de
diversidad. La edad es el segundo principio de diversidad. La aparición del ser humano
traerá un principio de diversidad mucho más radical: la alteridad, cada individuo es un
ser único y singular. Los tres principios aparecen combinados en la aparición evolutiva
de la conyugalidad y la paternidad.
Veamos. La evolución llevó a la copulación frontal, una originalidad humana.
Condujo a la sexualización del rostro y toda la superficie frontal del hombre y la mujer.
Esa sexualización de la cara llevó a rostros cada vez más diversos. Hasta hacer que la
individualidad quedara representada por el rostro, casi tan único de cada individuo como
irrepetible es su huella dactilar y cada persona. La cara es la huella de la singularidad; el
espejo único de cada alma.
Esa facialización del hombre y la mujer fue el principio del reconocimiento de la
persona. Las relaciones sexuales implicaban el reconocimiento facial e individual del
otro. La relación no solamente se hizo más personal, sino que se profundizó
emocionalmente. La hominización de la relación sexual dio paso a orgasmos más
hondos, satisfactorios y prolongados, como nunca se habían registrado en ninguna
especie animal.
Sumamos a ello la ausencia de periodo de celo, una relación de copulación
desestacionalizada. La relación sexual y la relación en su conjunto, por tanto, era
permanente. La conyugalidad hace su aparición ligada a esa permanencia en una relación
de mutuo reconocimiento y reciprocidad, impregnada de afecto y que constituía un hogar

194
estable –aunque dicho hogar se mueva como en la vida nómada–. La monogamia parece
haber sido muy temprano la forma que favoreció la humanización.
La conyugalidad no era mero emparejamiento, sino que, además del reconocimiento
del otro y la estabilidad, fusionaba todos los aspectos de la vida hasta constituir una
sociedad de vida. En una sociedad de vida los miembros comparten el centro esencial de
su vida y decisiones.
La conyugalidad eleva la sexualidad, que es la primera diversidad, a un grado de
diversificación máximo al implicar a individuos que en sí mismos son seres únicos e
irrepetibles. La primera nota de la innovadora conyugalidad humana es que toma el
primer principio de diversidad biológica –el sexo– y lo eleva a su máximo rango, al
hacer que las personas que participan no sean macho y hembra sino, además, seres
humanos únicos. No es posible mayor diversificación. Y además lo hace constituyendo
una sociedad binaria que en sí misma también forma un sujeto social singular. Cada
pareja es irrepetible.
Esa diversidad biológica primigenia entre macho y hembra no tiene como objetivo
dar a cada uno una identidad distinta, sino que está hecha para la innovación. La
diversidad incluye el hecho de la unidad, la llamada a la complementariedad. No es mera
desigualdad ni igualdad; está fuera del eje de la igualdad o desigualdad. La sexual es la
diversidad llamada permanente a unirse, sin fusionarse en un único ser ni igualarse. El
sexo es tanto unión como diversidad, diversidad como complementariedad a partir de
una diferencia.
De ahí que la primera peculiaridad paterna humana sea la
diversidad/complementariedad sexual, en virtud de la masculinidad y femineidad. No se
entiende al padre sin la relación con la madre. El padre no es una figura aislada sino
siempre en sociedad con la madre. El padre no puede salirse del triángulo formado por
padre, madre e hijo. La paternidad siempre es triádica; nunca es exclusivamente diádica.
Cuando la madre es desconocida, aparece como un término ausente definido
negativamente, el vaciado de una figura. Pero sigue operante en su secreto, ignorancia,
separación, abandono o muerte. Hay padre porque hay madre y hay madre porque hay
padre. La paternidad siempre es doblemente binaria: padre con hijo y padre con madre.
Pero a la vez la paternidad también es una relación trinitaria: no solamente es
padre/hijo y padre/madre, sino que el padre/madre se relaciona con el hijo y el padre/hijo
se relaciona con la madre. La paternidad es necesariamente trinitaria, es una estructura

195
social triádica. Jacques Lacan la denomina la estructura triangular paradigmática
(LACAN, 1938). Es interesante pues la diversidad sexual biológica aparece para que los
progenitores originen seres diversos.
Todavía se está buscando cuál es la razón última del sexo. Una opción es que la
combinación genética de dos ejemplares permite la variación y por tanto la selección de
rasgos que mejoren la carga genética de ambos participantes. Los individuos eligen el
apareamiento con ejemplares que exhiben mejores cargas genéticas.
La otra opción –que no es incompatible con la anterior– es que la reproducción
sexual permite la variación genética de los individuos y eso permite nuevos despliegues.
No se limita a la reproducción de lo que existía –y en ese sentido no es solamente
reproducción– sino que se busca la innovación con vistas a que los individuos expandan
la especie, logren mayores alcances, mejoren lo que sus reproductores aportaban. Sin
duda esa reproducción también puede originar individuos con defectos que empeoran las
capacidades de la especie. Pero esa variabilidad hace posibles también los saltos
cualitativos en las configuraciones genéticas.
En el caso de los humanos, hay notables variaciones. Por un lado, culmina la
innovación pues la reproducción humana no busca en absoluto reproducir a los
progenitores en el sentido de hacer una copia combinada de los mismos. El niño que
nace será tan único y diverso como cada uno de sus padres. En cierto modo, se rebasa la
función reproductiva de la innovación llevándola al extremo.
Por otra parte, en atención a la primera opción explicativa del sexo –seleccionar
rasgos genéticos–, en el ser humano se atenúa porque existe otro factor más importante:
la transferencia amorosa y formativa por parte de los padres. No solamente importa la
carga genética de cada uno de los progenitores sino la calidad de su complementariedad,
el tipo de sociedad binaria que establecen, el grado de compromiso e implicación de
cada uno con el otro, la capacidad de cooperación juntos, el afecto que no solamente dan
cada uno al hijo sino el que dan juntos al hijo. Al final, todo acabará midiéndose por el
amor.
Padre y madre transmiten juntos y hacen vivir al hijo el acontecimiento de la mayor
diversidad de la vida: la de hombre y mujer que son plenamente libres y a la vez se
complementan. Es posible transmitir al hijo otras diversidades que enriquecerán su
formación, pero ninguna sustituye esa diversidad primaria. Es posible que el niño
perciba esa diversidad en otras personas o figuras de proximidad, pero la diversidad

196
vivida en el triángulo primordial de la relación padre-madre-hijo tiene un alcance que
ninguna otra relación logra profundizar.
El padre no es el segundo progenitor y menos todavía el primero. Como veremos
más adelante, tampoco es el tercero del triángulo madre/hijo/padre. El padre es único y
plural a la vez.

197
La entrega del padre
Quizás la segunda peculiaridad paterna que llama la atención en la escala evolutiva es
que en la sociedad humana los varones no tienen una perspectiva utilitaria de la
procreación para su propio beneficio de supervivencia. La paternidad está hecha para que
el varón se entregue a sus hijos y esa entrega se haga en términos de amor. Eso es lo que
maximiza la supervivencia y maduración de las crías humanas.
El hombre se transforma y se convierte en un ser compasivo y cooperativo que
forma una sociedad conyugal con la madre para entregarse a los hijos. La función
paterna no se reduce a un afecto que pueda ser limitado ni tampoco a una transmisión
informativa de aspectos importantes para la supervivencia. La maduración del hijo
requiere que el padre se entregue integralmente, ame sin límite y se dé sin límite. El
padre está biológicamente programado para una entrega total a cada hijo.
El padre entrega al hijo sustento, le entrega seguridad, le entrega cuidados, le
entrega afectos; pero la entrega del padre culmina con la entrega de sí mismo. El mayor
don del padre es él mismo entregado en cuerpo y alma al hijo.
La entrega total del padre y la madre significa también una entrega conjunta como
sociedad conyugal, lo cual requiere una entrega también sin límite del hombre a la
mujer. Cuando una conyugalidad alcanza esa intención de entrega total, podríamos decir
que alcanza la esponsalidad: hombre y mujer son esposo y esposa, uno para el otro y
juntos para los hijos.
La categoría «entrega» significa «darse»; darse uno mismo a otro. Es interesante,
pues, aunque tenga resonancias lejanas a la semántica usual en ciencias sociales, es un
término clave en la cuestión que estamos pensando. Realmente es clave en cualquier
cuestión que sea auténticamente humana.
La evolución modificó la estructura social y constituyó una tríada formada por una
sociedad conyugal que criaba a un hijo. Pero también revoluciona el tipo de relación
social que hay en el interior de esa estructura. El tipo de relación que necesita el hijo
para culminar su maduración no es funcional. El padre no se limita a dar tiempo, bienes
o saberes que sean secundarios; ni siquiera da tiempo, bienes y saberes centrales
solamente. No se trata principalmente de que el padre sea afectuoso ni transmita
información emocionalizada.

198
El hijo humano no es un ejemplar, sino un ser único y para alcanzar esa extrema
diversidad como individuo singular necesita ser reconocido y amado como único. Y
necesita que el padre se relacione con él como ser único. Lo más importante que el padre
da no es solamente su código genético, su patrimonio ni sus conocimientos, sino que se
da a sí mismo como un ser único que ama a otro ser único.
El drama de la entrega es clave en las relaciones padre/hijo. La naturaleza humana
necesita la entrega vital del padre a sus hijos. El padre debe darse a sus hijos desde su
centro vital para poder cumplir la misión paterna. Sin entrega, no hay transmisión
paterna plena.
Esto nos aleja de los discursos de las funciones especializadas y nos da un criterio
para valorar el tipo de relaciones con los hijos. En cada momento de la historia varía
dicha entrega y se manifiesta de modos distintos. En parte, depende de la cultura
sentimental de la época. Hay tiempos en los que las formas afectivas han sido más
expresivas y otras en las que han sido más contenidas. Sobre todo, depende de las
condiciones de supervivencia en el ecosistema.
Hay contextos de alta inseguridad en los que el padre asumió un liderazgo
defensivo. Otros en los que el padre ha asumido largas y lejanas campañas de caza. Hay
contextos que han requerido la migración de uno de los cónyuges. Las sociedades de
pastores o marineras marcan un tipo de relación con menor convivencia diaria. En las
sociedades recolectoras o agrarias, en cambio, ha existido mucha proximidad.
La clave no es la convivencia cotidiana en el hogar –que es un factor importante–
sino la entrega. ¿El padre está entregado a su familia cuando realiza esa labor? ¿Ese
trabajo o tarea es un medio de entregarse a sus hijos? ¿Y los hijos perciben que mediante
esos actos, ese comportamiento y esa dedicación el padre se entrega a ellos?
La entrega a los hijos es evidentemente incompatible con el uso, manipulación o
alienación de los mismos. Requiere algo que va más allá del afecto –que es
imprescindible, aunque puede expresarse de distintos modos–, que es darse a sí mismo
gratuita, integral y vitalmente a los hijos. A su vez, por los hijos nos entregamos a la
humanidad. El hecho humano requiere no solamente que una generación se reproduzca,
sino que se entregue a la siguiente generación. La entrega es un principio ético que nos
permite discernir con mayor sofisticación y quizás justicia la calidad paterna que el
hecho de la cercanía, las tareas concretas o la expresividad afectiva o incluso el cuidado
directo.

199
La entrega no puede tener medida. Para cumplir su misión, el padre no solamente se
da entero y da todo lo que tiene, sino que da su futuro, lo que todavía no tiene. Y da lo
que por sí solo no puede movilizar, sino que necesita al hijo para que lo genere en él:
establece con el hijo una relación sinérgica. La sinergia es una relación en la que uno
activa en el otro valores, talentos o bienes que por sí mismo no podía generar. La
sinergia crea bienes mediante la alteridad. La relación del padre con el hijo es sinérgica:
hace surgir en el padre valores, capacidades y bienes que el padre desconocía de sí
mismo. El hijo lleva al padre mucho más allá: le hace nacer de nuevo.
Esto remite a la primera paradoja que aparece antropológicamente en el ser
humano: la paradoja entre don e infinito. La paradoja surge en el momento en que el ser
humano abandona la búsqueda individualista y utilitaria de la supervivencia. Se da
cuenta de que cuanto más da, más tiene; cuanto más se da, más es; cuanto más se
entrega, más hace. Esto es especialmente cierto en la solidaridad intergeneracional y en
la paternidad.
La vida de uno culmina cuando es entregada a la siguiente generación y esta la lleva
en el centro de su corazón. Cuando un padre se entrega totalmente, todos los bienes se
multiplican para él y en él mismo se multiplican creativamente el amor, los talentos, las
virtudes, los valores, los bienes, la felicidad. La culminación de la felicidad pasa por
entregarse y entregarlo todo a los otros. Esta es la primera ley de la humanidad y se
cumple especialmente en el padre y la madre. Pero en el padre de un modo especial que
veremos a continuación.
Antes, terminemos este abordaje de la entrega como principio de paternidad. La
entrega del padre siempre es exceso. Es exceso porque se da a sí mismo y da hasta lo que
no tiene. Es exceso porque recibe de sus hijos mucho más, aun cuando, a veces, somos
hijos ingratos o no somos conscientes de todo lo que han hecho nuestros padres por
nosotros. Al padre no solamente les debemos nuestra vida, sino les debemos su propia
vida. No solamente nos ha dado vida, sino que sobre todo nos ha dado su vida.
La paradoja de dar y multiplicar –o don e infinito: darlo todo nos hace infinitos– se
resuelve mediante la confianza. Efectivamente, aquí reside la confianza: el que da todo y
sin buscar la retribución confía en que se multiplique en un bien mayor. En las
sociedades complejas, uno no ve quién es el receptor de su trabajo y no sabe quién le da
bienes. En esas condiciones la solidaridad es abstracta, dice Émile Durkheim. Y lo que

200
hace que funcione, que la gente se entregue a su trabajo y haga el bien, es la confianza en
que el conjunto de los individuos va a hacer también bien su parte.
La confianza en los hijos no pide que se le retribuya directamente al padre afecto ni
bienes ni favores ni atenciones. El padre entrega desmedidamente desde el principio,
cuando el bebé no tiene nada que darle salvo, también, a sí mismo. El padre no espera
nada y lo espera todo. El padre es pura confianza. Confía en que la entrega de sí mismo
va a capacitar a los hijos para vivir plenamente y ser felices.
Otra vuelta de la paternidad como una misión del exceso. La entrega del padre le
lleva más allá: no solamente da y se queda sin nada, sino que se expone, se hace
vulnerable a los hijos. Las tristezas y males de los hijos le afectarán sin límite. El padre
está «vendido» a sus hijos. Escribe el filósofo Miguel García-Baró en su magistral libro
Del dolor, la verdad y el bien: «El amor paterno y materno sólo puede ser
incondicional… y es también y por eso mismo profundamente desamparado… El padre
sólo tiene delante una sed prácticamente infinita de amor…Si el hijo muere, la
inmensidad del dolor del padre rompe literalmente el corazón… duele más que nada»
(GARCÍA-BARÓ, 2006, 317-318).
La ternura, la cercanía, la atención y comunicación, la disponibilidad, el cuidado y
todo el conjunto de virtudes de proximidad forman parte de esa misión fundamental de
entrega, aunque pueden modularse de distintas formas dependiendo de tradiciones,
circunstancias y carácter. Pero la entrega es el criterio radical del que parten y desde el
que se valoran.
Entregar es lo contrario de capturar, apoderarse o apropiarse de los hijos. El padre
no puede ser obstáculo para la libertad de los hijos, sino lo contrario: el padre se entrega
a la libertad de sus hijos. El padre no es el patrón ni censor de sus hijos, sino que les da y
se da todo para su libre constitución como personas. El padre solo puede ser padre
entregándose y los hijos solo pueden ser hijos siendo libres. Es la paradoja paternal que
Khalil Gibran expresa en su famoso poema de El profeta (1923):

«Tus hijos no son tus hijos,


Son hijos e hijas de la vida…
No vienen de ti sino a través de ti,
Y aunque estén contigo no te pertenecen…
Tú eres el arco del cual tus hijos
Como flechas vivas son lanzados».

201
Vemos que el enfoque no es funcional sino misional. No hablamos tanto de las
funciones paternas como de la misión paterna. Hablar en términos de misión afecta al
centro vital de un sujeto e implica integralmente todo el resto de su actividad. El padre
puede adoptar funciones variables, pero tiene una misión universal.

202
Carne y herencia
La entrega al hijo es la misión del padre, de la madre y de ambos juntos como sociedad
conyugal. Pero en la estructura antropológica existe un modo diferente de entrega
maternal y paternal. La madre no solamente da su vida, sino que da literalmente su
carne. La experiencia de gestación desarrolla a su hijo dentro del saco amniótico y lo
forma con la carne de su propio cuerpo.
La entrega de la madre no es solamente vital, sino que es también carnal y eso
marca una praxis indeleble durante toda la vida. Las maternidades adoptantes remiten a
esa carnalidad simbólicamente porque está arraigada en la posibilidad, potencialidad o
corporalidad de la maternidad. Las maternidades malogradas o aquellas que dan a su hijo
continúan operando como praxis también. Recordemos que una praxis es un suceso que
aporta sentido por sí mismo. La maternidad es quizás la mayor praxis, incluso más honda
y generativa que nuestro propio cuerpo como forma material o praxis, porque es lo que
lo crea.
El conjunto de praxis y estructuras formales que forman el sistema familiar
primario –la tríada padre/madre/hijo– es el de mayor profundidad y trascendencia de
cada vida humana. Debe ser así para poder transmitir al hijo lo más valioso y relevante
de la vida para su maduración.
Las praxis de fecundación, concepción, gestación y nacimiento forman una
compleja secuencia en la que la entrega del padre se modula de un modo singular,
diferente al de la madre. El padre no forma al hijo con su propia carne, pero aporta a
través de sus espermatozoides parte sustancial de la estructura corporal del hijo.
El padre está en el hijo. Le entrega una parte de su carne –espermatozoide– que va a
determinar su estructura corporal. Desde el primer momento de la fecundación, el verbo
es dar o entregar. Confía a la madre una parte de su carne que contiene su propia
estructura corporal personal. La madre no da su carne a su hijo, sino que, durante la
concepción y gestación, es carne junto con su hijo. Son dos seres humanos distintos en
fusión.
La primera entrega de la madre es prominentemente fusional, mientras que la
experiencia del padre, tras su donación inicial –que reconoce trascendental–, tiene una
distancia. Puede estar cerca, puede ser tierno y comunicar con el bebé dentro del vientre

203
de la madre. La entrega del padre no debe cesar desde la misma concepción, pero no es
una entrega carnal. Eso no significa que no sea una entrega menor ni menos
trascendente. El padre no está fusionado, pero de ningún modo es «el extraño» de
Dor [22] .
El hijo es el reverso e interior de la madre, sale de su cuerpo (interior) tras haber
sido formado con toda su sangre y toda su carne. El hijo no es una parte aislada, sino que
está integrada en el conjunto del sistema corporal y mental de la madre. No forman una
sociedad, sino que son una unión carnal de dos cuerpos. Son una sola carne de dos
cuerpos. El hijo siempre es y será interior a su madre.
El padre, en cambio, tiene un vínculo societal con madre e hijo; es sociedad con
ellos. La distancia no es distanciamiento afectivo ni vital, sino que es otro modo desde
donde se relaciona con el hijo. El hijo es fruto del padre, pero no carne del padre.
Tu hijo o tu hija pueden tener tu rostro, tu apariencia, heredar tu carácter, tu natural,
pueden ser como dos gotas de agua al ver a su padre. Pero nunca han estado fusionados
en una misma carne; su cuerpo no ha estado dentro de él ni formando una misma carne.
Se formó originado por el padre, pero nunca ha estado unido corporalmente a su padre ni
ha tomado su carne para formar su cuerpo. El hijo es heredero del padre y es carne de su
madre.
El padre forma un cuerpo social con la madre y el hijo que está gestando. La misión
paterna lleva a una entrega con toda su vida a ellos; cuida a la madre e hijo. Cuida a su
hijo mediante el cuidado de la madre, la atención al bienestar del feto. En los momentos
de mayor vulnerabilidad de la madre por la gravidez, cumplirá un papel clave como
cuidador. El padre ejerce su misión a través de la custodia.
El padre forma un segundo cuerpo social alrededor de la madre y el hijo, un círculo
de seguridad que custodia. El padre prepara hogar, nidifica, proporciona bienes,
defiende, actúa en el medio. Lo hace también la madre hasta que puede y lo puede hacer
otro familiar o persona que no sea el padre. Pero el padre actúa desde la posición
primaria complementaria en la creación de esa vida. Solamente el padre lo hace como
cocreador, no solamente como cuidador.
Lo que el padre hace constituye ese cuerpo social primario. Lo que hacen otros
forma un círculo más amplio y desde otra posición. Otros familiares contribuyen con una
implicación muy intensa, de máxima unión con la madre y con mucha dedicación al
cuidado de ella y del bebé. Pero lo que estamos buscando aquí no es la legitimidad del

204
cuidado ni juzgamos la cantidad de afecto. Buscamos la singularidad de la figura
paterna.
El triángulo originario es una praxis primordial, una forma material en relación a la
cual pensamos casi todo. Es la estructura social más íntima e imprescindible. Sin ella, no
se concibe el origen de nuevos individuos humanos. El resto de estructuras sociales no
derivan de ella, pero en casi todas proyectará su influencia. No hace falta haber
experimentado esa estructura en todo el proceso histórico de la concepción al parto. Si el
hijo es adoptado o es hijastro, esa estructura está operante y lo está con todo su sistema
interno.
La confianza es una pieza fundamental en la experiencia de paternidad: ha confiado
su herencia genética a la madre. La confianza en que el hijo es suyo, ha alimentado una
abundante parte de la imaginación humana. La madre no puede ausentarse del cuerpo de
su hijo ni tampoco puede separarse temporalmente del feto que está gestando. No es que
esté unida a él, sino que él está fusionado dentro de ella. El padre, en cambio, está con el
hijo durante el embarazo por una elección de fidelidad. Confianza y fidelidad son dos
ejercicios centrales en la experiencia de gestación que tiene el padre.
El padre no queda excluido de la familia. Siempre es la conyugalidad la que atiende
al hijo, aunque desde posiciones muy distintas. Durante el embarazo, la sociedad
conyugal no está interrumpida. Normalmente está más conmovida, movilizada y unida
que nunca. Pero es cierto que existe una relación de fusión en la que la intervención está
limitada.
El niño está dentro de esa conyugalidad. No es una interioridad física porque la
conyugalidad es un vínculo social. Pero tampoco es una interioridad solamente social al
estar carnalmente dentro del cuerpo de uno de los cónyuges. Ese estadio interior
intermedio, carnal y social, es único en toda la sociología animal y humana. El hijo
nunca dejará de ser interior a la unión de sus padres, pero también apunta a una salida
social.
Ese estado intermedio la hace posible. El juego entre una pertenencia carnal y una
social está en la base de la dinámica exogámica que hará que el hijo un día abandone el
hogar de los padres para fundar su propia familia. Cuando nazca volverá a ser
reintegrado en la conyugalidad con otro tipo de interioridad, solamente social, desde la
palabra y el nombre. El hijo siempre será interior a la conyugalidad, aunque de una
forma ambigua que le permite la emancipación.

205
La experiencia del padre es un irse y retornar permanentemente durante la etapa
prenatal. Continuamente se vuelve hacia la madre y el hijo. Hay una dinámica de
llamada al padre y respuesta de este, confirmando su entrega y presencia. La mujer
escribe la maternidad con su sangre y el hombre escribe su paternidad con la palabra. Al
decir palabra nos referimos a los signos, los gestos, las elecciones y acciones, la
fidelidad, aquello que es una decisión humana de confianza y cuidado.

206
Custodia
El término custodia ha ganado en mucha profundidad y amplitud la última década, con
una mirada ecológica que implica a la vez el cuidado de uno mismo y del otro; de la
naturaleza, los bienes comunes (RODRIGO, 2013) y la sociedad de los cuidados. La
custodia implica garantizar la sostenibilidad, cuidados, reconocimiento, un trato de
ternura, reflexión que ayude a dar significado, celebrar y ayudar a desarrollar ese bien y
experiencia. Sin las dimensiones de sentir, sentido, discernimiento y celebración –que
cuidan el significado y el amor–, la custodia no sería sostenible. Quizás la diferencia
entre la idea de custodia y la de cuidado sea que la custodia implica establecer una
estructura de seguridad y sostenibilidad que permite la viabilidad y desarrollo de aquello
que se quiere garantizar. La custodia forma parte de los cuidados; es un tipo de cuidado.
La misión paterna durante el proceso perinatal –desde la concepción hasta el
puerperio, que supone el mes o cuarenta días tras el parto– es la custodia. Sin duda la
madre está en forma como para hacer muchas labores de cuidado y custodia de sí misma
y su hijo. La experiencia del padre sirve principalmente a esa misión de custodia
entendida como cuidado del entorno y de la madre durante la gestación.
El padre expresa su amor a su hijo en formación a través de palabras y canciones
que pueda escuchar el niño desde su bolsa de placenta. El padre pone la oreja en el
vientre de la madre para captar sus patadas, movimientos de brazos o cómo sobresale la
cabeza. Con frecuencia sientes la presión de esos movimientos con tu propio tacto, con
tu mano o en tu cuerpo cuando abrazas el vientre embarazado. Es posible que ese amor y
cercanía al niño en formación encuentre modos de expresión mucho más creativos. Hay
hombres que ayudan a su mujer a pintar el vientre agrandado con un paisaje, un árbol o
una abstracción de colores.
Todo eso sucede mediado siempre por la piel de la madre. Siempre que tratas de
acariciar el cuerpo que sobresale del niño, acaricias a la madre. Siempre que cantas con
una guitarra para que el niño te escuche, cantas a la madre. Cuando escuchas latidos,
escuchas a la madre. Te relacionas con tu hijo como persona dentro de la madre. La
praxis que se decanta en esa experiencia es que el hijo está dentro de su madre. La
relación materna siempre es desde dentro de la relación con el hijo. La fusión no se

207
disuelve. Formalmente, porque sigue siendo su carne. Simbólicamente, la fusión es
todavía más profunda.
El padre no cuida a su hijo en gestación por un lado y a la madre por el otro. Cuida
a ambos juntos. Y el padre cuida a esa mujer que se está dando a otro. Ama a su mujer
en donación a otro. El padre custodia la donación de la madre a su hijo. En ese sentido,
su actitud no es celosa ni posesiva, sino que, por el contrario, fomenta la entrega absoluta
de la madre al hijo del que va a ser padre –aunque no haya sido fecundado con sus
propios espermatozoides.
La madre le está dando al hijo algo que nunca podrá dar a su marido, esposo o al
padre: su propia carne. Es una relación exclusiva. Hay una exclusividad fusional entre
madre e hijo. El padre promueve esa entrega formando una sociedad alrededor de esa
fusión para custodiarla. Una nota fundamental de la experiencia fundante de paternidad
es, por tanto, la custodia.
Hay padres que buscan un tipo de experiencia fusional similar a la de la madre.
Quizás esa praxis de la paternidad durante la gestación carece de influencia en tu modo
de vivir a tu hijo y es posible que te sientas tan próximo a él como una madre. Pero aquí
no estamos discutiendo la expresión de ternura, las caricias ni la intensidad el amor. La
entrega del padre conduce a ese tipo de relación táctil y emocionalmente intensa con el
hijo.
Como padres varones nos gusta abrazar a nuestros hijos, mostrar ternura,
acariciarlos cuando estamos sentados juntos viendo la televisión y seguimos haciéndolo
cuando ya son mayores de edad. A su vez, ellos tienen muchas muestras de afecto con
nosotros. La experiencia fundante paterna no es la fusión sino la custodia.
Es posible que durante la gestación el padre tenga el sueño de que sus hijos estén
dentro de su cuerpo y él dándoles su carne para que formen su cuerpo. El «síndrome de
la covada» apunta a ese deseo. En realidad, ya sabemos que existen suficientes
alteraciones hormonales para explicar los síntomas que acompañan a ese síndrome:
fatiga, cansancio, problemas de sueño. Afecciones digestivas, náuseas, etc. (RETZBACH,
2015). Pero el síndrome de la covada va más allá: el padre puede querer gestar. Durante
la gestación es propio del padre ser un soñador, vivir imaginariamente la interioridad del
hijo que tiene la madre.
Pero la paternidad tiene su propia experiencia, que puede tener tanto alcance como
la materna. Todo, hijo y madre, son acogidos por el puro vínculo de confianza, libertad y

208
fidelidad. El origen de la humanidad se decantó cuando la conciencia del hombre hizo de
todo el cosmos un acontecimiento de amor: una entrega de vínculo y conciencia al
conjunto del universo. La conciencia humana descubrió el cosmos como creación por la
palabra.
En la paternidad, el hijo en gestación despliega parte de la estructura genética que
entregó el padre. Pero el lazo específico de la paternidad va a integrar esa donación
genética dentro de otra relación hecha con esa especificidad que nos hizo humanos: estar
hecho solamente de amor. Consumada la entrega, la paternidad atiende solamente a la
llamada. La paternidad es solamente vocacional: es vínculo y conciencia –conciencia del
vínculo y vínculo de conciencia–. Crear y custodiar el hogar no es un papel secundario,
sino que expresa un mensaje único no solamente de la singularidad paterna o masculina
sino de la humana.

209
El padre es societal
La figura paterna no es el separador ni el divisor ni la dialéctica. Por el contrario, es el
inclusor, el societalizador. Con él se crea la sociedad en el triángulo primordial. Madre e
hijo están fusionados, no es una sociedad; es un cuerpo dentro de otro cuerpo. La
relación materno-filial es mucho más profunda que una sociedad, más allá de la
sociología.
La posición del padre crea la sociedad en el triángulo perinatal. Sin embargo, no es
una sociedad que impida la fusión, no aniquila las fusiones interpersonales, las
donaciones ni las comuniones. No es una sociedad totalizadora que atomiza a cada
miembro. El padre es la sociedad en la que no solamente es posible la fusión, sino que se
promueve, así como las donaciones y la comunión. Y ese tipo de unión con el otro se
aproxima tanto al embarazo que casi alcanza esa maternidad de dar carne al otro.
El padre no anula la relación madre-hijo, sino que la eleva a una dinámica mayor de
inclusión del conjunto de la humanidad. No lo hace buscando la fusión de todos en esa
relación. Eso apuntaría a sociedades narcisistas y endogámicas que fomentan la
homogeneidad. La dinámica de paternalización no elimina tampoco las lógicas de
comunión, sino que hace que asuman dos paradojas: la de la comunión/libertad y la
exogámica –que es una variación de la primera.
Primero, solamente siendo una sociedad abierta e inclusiva se puede sostener la
fusión sin caer en el bucle de la autorreferencialidad. Segundo, solamente saliendo a
formar el propio triángulo familiar con otros sujetos, se puede culminar la misión y
lógica de la sociedad triangular de origen. El triángulo primordial está llamado a abrirse
y constituir sociedad con otros.
Tanto padre como madre llevan la conyugalidad al hijo en todo momento perinatal,
pero es el padre el que la trae desde la posición de no estar fusionado con el hijo: es
puramente sociedad. El padre es pura afirmación de la elección de vinculación, decisión
de ser sociedad. Su forma de vincularse solamente puede ser societalmente. El padre no
es el «tercero» sino el «nosotros» y «ellos» a la vez. No trae una sociedad fusional que
sustituya la unión carnal materno-filial, sino que su figura representa otra lógica de
sociedad abierta, exogámica, inclusiva, la singular societalidad humana, trascendente
desde el principio de la alteridad y desde el principio del cosmos doméstico.

210
La sociedad humana hace de todo el cosmos un lugar y un hogar. El cosmos se
recrea como hogar de sentido. Sociedad humana y cosmos tienen una relación paradójica
también: el cosmos contiene a la humanidad, pero un solo hombre puede abarcar el
cosmos desde su conciencia y amor. El cosmos da materia a un hombre que le da
nombre. La figura paterna introduce, no exclusiva pero sí específicamente, el cosmos en
la estructura social parental.
En el triángulo padre-madre-hijo, se expresa aquello de la estructura social que es
propio de la condición humana. Existen estructuras sociales como la desigualdad de
clase social, la jerarquía o la representación política que tienen una presencia muy
extensa y su influencia en la humanidad es tan grande que han provocado algunas de las
guerras más terribles de la historia. Pero no forman parte de la condición humana.
En el triángulo primordial –donde la posición de hijo incluye a los hermanos– se
incluyen seminalmente las estructuras sociales de fusión y sociedad, de comunión y
libertad, el nosotros, la alteridad, la inclusión del nuevo individuo y prácticamente todos
los tipos de vínculos que son propios de la condición humana, que son necesarios para la
constitución de lo humano y, por lo tanto, sin los cuales no se puede concebir lo humano.
Conyugalidad, filiación, maternidad, paternidad y fraternidad forman un sistema
trinitario que luego se desplegará en sociedades más complejas en las que se proyectan
esas categorías primordiales.
La posición exterior del padre no expresa distanciamiento afectivo ni vital sino un
diferente tipo de inclusión, principalmente societal. Su cercanía nunca apela a la fusión.
La presencia del padre crea junto con la madre una segunda esfera alrededor del hijo,
una esfera que no es carnal ni corporal sino social e íntima. Es un hogar real, doméstico,
de hospitalidad que acoge al niño que se está formando. El niño no solamente se gesta en
un saco amniótico y un cuerpo materno, sino en un hogar –que es un vientre simbólico.
Esa praxis de fusión entre madre e hijo fue señalada por Sigmund Freud. El
psicoanálisis establece que la misión paterna es separar al hijo de la madre para que se
incorpore a la sociedad; la función paterna es la societalización (civilización) del hijo. En
ese sentido, el padre sería la sociedad, la ley de la sociedad, la ley de la universalidad, la
palabra que separa la carne. Hay en Sigmund Freud una intuición muy acertada. La
posición del padre está muy influida por la relación entre paternidad y el paradigma
industrial y restauracionista que en el siglo XIX hizo del patriarcalismo un principio
rector para dar un orden absolutista a la sociedad. Pero la clave en el triángulo primordial

211
no es que el padre sea tal tipo de sociedad, sino que específicamente trae la sociedad a la
relación padre-madre-hijo.
La clave en la relación materno-filial no es que madre e hijo estén tan unidos que no
se separen, sino que el niño es interior a la madre y esa posición funda y constituye su
relación. Aunque el niño sea adoptado, lo materno se relaciona simbólicamente desde
esa posición. El padre no separa a madre e hijo; no puede. El padre incluye esa
comunión carnal en la primera sociedad, que es la conyugalidad y la familia que forman.
Al nacer, el niño experimenta a la madre, pero en poco tiempo podrá reconocer
también al padre. Como poco, a los 30 días, los niños ya distinguen al padre y la madre
(KRAMPE, 2003, 139). El niño vive a su madre con la que todavía existe una fusión y
percibe al padre, quien trae la sociedad a esa relación. El padre entrega el mundo al niño
y a la vez entrega al niño al mundo.
Los padres se presentan no solamente como individualidades, sino como cónyuges
o como «copaternidad» al hijo. Son esa sociedad mínima en donde el niño es acogido
con hospitalidad e incluido. Es un segundo nacimiento social que no solamente da
cuerpo al niño sino nombre.
La experiencia es paradójica. Por un lado, el padre, que hasta ahora ha sido externo
y su relación siempre ha estado mediada por la madre, busca la comunión. Ese
movimiento se cruza con el de la madre que hasta ahora ha estado unida corporalmente
al hijo y ahora se reencuentra con la libertad de ser dos seres únicos ya distintos. La
búsqueda de una comunión de libertad y una libertad en comunión, sucede en doble
dirección.
La paradoja de la comunión y libertad consiste en la aparente incompatibilidad de
que, por un lado, la unión total a otro haga más libres a los sujetos y, por otro lado, que
la plena libertad de ambos sujetos genere mayor comunión. El amor es capaz de hacer
ambos términos no solamente compatibles sino necesarios: sin libertad no hay plena
comunión y sin comunión se corrompe la libertad.
El padre siente intensamente esa paradoja. Aunque la custodia y cuidado de su hijo
y la madre le ocupe tiempo, le cause preocupaciones y le desafíe con tareas estresantes,
nunca habrá tenido una mayor experiencia de libertad y comunión. Se convierte en padre
como un puro ejercicio de libertad –podría ser padre formalmente, pero rechazar su
misión paterna e incluso convivir con sus hijos en el mismo hogar, pero no hacer justicia
a su condición de padre–. Y nunca como hasta ahora habrá sentido tal comunión.

212
Cuando el hijo llama al padre balbuceando, esa persona se da cuenta de que nunca
como hasta ese momento ha sabido quién es. Aunque el padre tiene un nombre desde su
infancia, ahora va a redescubrir cómo se llama, llamado por su hijo con el nombre
universal pero también único de «papá». El padre nace de nuevo con cada uno de sus
hijos.
Ambos padres se encuentran consigo mismos transformados: la vida que crearon, a
la que donaron su estructura vital y que la madre gestó y el padre custodió, ahora nace
como un ser único. Los padres han sido convertidos en un ser distinto y único. Los
padres nacen también con el niño.
La societalidad del padre no procede de que tenga una posición de poder en la
sociedad. El padre no es la autoridad en lo social. La madre ejercerá sus papeles en la
sociedad y ya se ha roto la rígida especialización que en el siglo XIX industrializó la
maternidad y la paternidad. Ya hemos establecido, al reflexionar sobre la paternidad
industrial, que la industrialización no potenció a los padres, sino que les robó la
experiencia real de paternidad para sustituirla por un patriarcalismo vacío de paternidad
pero lleno de poder. En realidad, no mandaban los hombres sino el capital. El
patriarcalismo vacía al hombre de paternidad.
La societalidad procede de que el padre completa esa sociedad mínima conyugal –o
la asociación paterno-maternal en el caso de que no exista esa conyugalidad por una
separación o una relación de progenitores que no llegó a fraguarse en conyugalidad–. La
conyugalidad puede ser real o simbólica, define la relación entre ambos progenitores. A
veces esa forma conyugal puede culminar en esponsalidad y otras veces tener otros
grados de compromiso hasta llegar incluso a ser simbólica por un padre o madre ausente,
secreto (a veces casi indiscernible, como en el caso de los cócteles de esperma para la
inseminación artificial) o inexistente.
El padre no trae la sociedad externa porque tanto madre como padre están en ella.
El embarazo y la crianza suceden en ella y tienen participación en la vida pública. Ya no
está confinada al espacio doméstico y la especialización maternal. El padre no es la
figura societal porque trabaje ni porque pueda ser el sustentador principal.
La societalidad del padre procede de que su vinculación es puramente social –es
una elección de relación– y que forma parte de esa sociedad primera en la que se incluye
el hijo o hija. El padre no aporta solamente la socialidad –el hecho de la relación social

213
humana– ni la sociabilidad –propia de vinculaciones interpersonales–, sino la
societalidad: el hecho de la sociedad en su conjunto.
Trae la societalidad y la comparte con el hijo en una relación cercana, próxima,
cuidadora, tierna, afectiva y acariciante. Trae la societalidad como novedad a una
relación materno-filial definida por la fusión. Aporta otro modo de relacionarse que no
es fusional y eso lo muestra en la relación con el hijo y también lo muestran padre y
madre juntos al vivir el hijo su conyugalidad.

214
La trinidad familiar
Eso que Jacques Lacan denominaba la estructura triangular paradigmática (LACAN,
1938) identifica bien la estructura social por cuya dinámica se va a modelar y solidificar
principalmente la matriz constitucional [23] . Pero la triangulación primaria de la familia
no es de suma cero y siempre es paradójica. De ahí que sea versátil y adaptable.
En la estructura trinitaria se da la más intensa paradoja de comunión y libertad que
solamente resuelve el amor. Esa estructura práctica quedará forjada en la más honda
intimidad del interior del sujeto. Mediante ella conocerá, sentirá, se vinculará y obrará.
No puede revertirse, pero puede ser modificada –sanada, desarrollada, compensada, etc.–
mediante muy penetrantes procesos de resocialización.
Esa trinidad paterno-materno-filial no son una y tres personas a la vez. Madre e hijo
están fusionados. Padre y madre tienen una relación conyugal –o son una sociedad de
copaternidad–. Padre e hijo tienen también una relación cuya singularidad es que es una
fundación societal, no carnal.
La relación no se da solamente entre los tres individuos. En la posición de hijo
tenemos que incluir a un hijo y juntos a todos los hijos que son hermanos. A efectos
prácticos continuaremos hablando del hijo en singular, para seguir con ese razonamiento
que hemos hecho de la primera experiencia de paternidad. Pero ese proceso estructural
se repite en cada nacimiento. No sucede desde cero, sino que viene influido por las
anteriores experiencias vividas.
Esa trinidad no son relaciones binarias, sino verdaderamente trinitarias: se dan todas
las combinaciones relacionales posibles hasta saturar la triangulación. Cada individuo se
relaciona con el otro. Y cada pareja se relaciona con el otro restante. Y se relacionan los
tres como sociedad familiar. La familia no solo es la primera sociedad, sino que es la
estructura fundamental de cualquier sociedad.
El hijo se relaciona filialmente con su padre y su madre. La madre está fusionada al
hijo. Después de nacer, la madre seguirá fusionada simbólicamente, siempre habla con
su hijo en su interior: el diálogo no acaba. El padre tiene una relación social con el hijo –
en virtud del lazo filial que los une a él y al hijo– pero a la vez su figura hace que el
triángulo sea societal y por tanto lleva lo societal al hijo: lleva el mundo y lleva al hijo al
mundo.

215
El padre no separa a la madre. El vínculo umbilical no puede desaparecer. Lo que
hace es integrar esa comunión carnal, absoluta, dentro de la sociedad. Establece una
estructura societal en la que dentro existe la comunión, existen las fusiones. No es una
sociedad estatalizada con un poder supremo al que los sujetos se incorporan como
individuos atomizados. El paradigma triangular establece desde esa estructura
fundamental –y fundante de la sociedad– que la sociedad reconoce e incluye esa
dinámica de comunidades primarias en diálogo inclusivo con el conjunto de la sociedad.
Claro que la societalidad que trae el padre depende mucho de la idea de sociedad
que domine la cultura de su tiempo. Cuando hay una idea hobbesiana de una sociedad
centralizada, absolutista y patriarcal, el tipo de societalidad que trae el padre no
necesariamente tendería a ser autoritaria, pero el padre va a aparecer como una figura
que toma forma de autoridad. Por otra parte, la sociedad conyugal trata de formar al hijo,
compartir las instituciones, mostrar los límites de su cuerpo y las consecuencias de su
acción.
El padre no queda relegado por la fusión materno-filial, sino que es llamado a
consumar y completar una sociedad que integra y custodia esa comunidad carnal
materno-filial (una carne, dos cuerpos) y lo hace siendo una sociedad genuinamente
humana: amante, abierta y trascendente.
El padre no separa al hijo, sino que crea una sociedad en la que las fusiones se
abren a la dinámica de la libertad y el cosmos. La paradoja hogar/cosmos establece que
al crear hogar humano la conciencia se hace cargo del cosmos y que el cosmos se conoce
y ama como hogar.
La madre no pierde la relación fusional: el hijo es y siempre será interior a la
madre, aunque para constituirse como un individuo no debe quedarse encerrado ahí (en
la película Psicosis, por ejemplo, el hijo queda encerrado dentro de la casa/madre, lo
cual conduce a la muerte). La sociedad que decanta/completa el padre con la madre
incluye esas fusiones paradójicamente relacionadas con la libre comunión y el
cosmos/hogar. Y eso ocurre porque previamente la sociedad mínima de la conyugalidad
ha estado abierta a la fecundidad.

216
Aventura y nosidad
Asumamos que cada época presenta una cultura societal, relativa a la concepción y
significado de la sociedad en su conjunto o incluso la sociedad humanidad en todo el
planeta. De todos modos, ¿qué sería lo principal que transmite de la societalidad un
padre? ¿Qué es invariante en la sociedad humana? El principio de comunión/unión ya lo
experimenta el niño en la unión con la madre. Lo singular que aporta el padre es la
aventura.
La primera diversidad –la complementariedad sexual de padre y madre– busca crear
un ser único que expanda el alcance y supervivencia de la Humanidad –la especie–.
Hemos establecido previamente que ese es el fin biológico de la reproducción sexual
entre dos individuos. Los padres participan en el conjunto de la sociedad no solamente
aportando una nueva generación sino creando individuos únicos saturados de toda la
diversidad que pueden aportar.
Cada individuo ha sido hecho para llevar la sociedad humana más allá de sí misma
y a cada generación más allá de sí misma. Cada generación se carga con las entregas de
sus padres, de los padres de sus padres y de todas las generaciones anteriores para que
vayan más allá de sí mismas, para que, como diría Xavier Zubiri, toda la humanidad
entregada en esa nueva generación dé más de sí.
No se trata de reproducirse imitativamente en el hijo –el hijo no es un ejemplar de
sus padres–. Por el contrario, los padres no solamente no se reproducen imitativamente a
sí mismos, sino que el hijo al nacer les ha transformado en algo nuevo y les hace renacer
llamándolos de una forma totalmente nueva por su nombre. La reproducción humana es
en realidad una alteración de doble sentido: nace una absoluta alteridad de ser único y
sinérgicamente transforma a los padres. La propia conyugalidad queda radicalmente
transformada cuando pasa de la sociedad mínima binaria a una sociedad triangulada por
la fecundidad. Evidentemente, lo que sucede no es reproducción, sino que es creación o
co-creación que cuando se produce va en todos los sentidos posibles dentro del triángulo
social primordial.
Por tanto, la societalidad que trae el padre no es una ley autoritaria que someta al
hijo y tampoco a la madre. La societalidad que está estructuralmente entrañada en la
misión parental busca que el hijo sea un ser único innovador que lleve la sociedad más

217
allá de donde está. La societalidad no es cierre, sino apertura. La comunión será la
primera experiencia fundante con la madre y la libertad la primera experiencia fundante
con el padre.
El padre no es la ley sino más bien la no-ley, es la llamada a la salida, a la aventura,
al desbordamiento de los límites de la sociedad y de la propia sociedad familiar en la que
los cónyuges le han integrado. Llama a que el hijo asuma riesgo. Traer la societalidad a
la relación materno-filial trae el riesgo de la confianza y la relación libre paterna. Ya
hemos dicho que la mujer escribe la maternidad con la sangre y el hombre escribe la
paternidad con la palabra (o el nombre [24] ).
Esto queda evidenciado en la «paradoja de la abdicación». Los padres forman a sus
hijos para que les sustituyan. No forman a los hijos para dominar siempre sobre ellos
sino para que, en determinado momento de su madurez, ellos tomen la responsabilidad
de custodiarles. El padre comienza a serlo cuidando tiernamente a su hijo, le toma en sus
manos, le lava, con delicadeza le ayuda a orinar y defecar –quizás el momento más
sensible de los cuidados, que implica desnudez, residuo, toxicidad–. Llegará el día en
que el padre sea anciano y sea el hijo quien le tome en sus manos, le lave, le ayude en
sus necesidades más delicadas. El padre le ayudó a nacer y el hijo le ayudará a morir. Es
un ciclo de asombrosos parecidos. Incluso cuando en el proceso de morir nuestras
manos, piernas y el rostro tienen esos movimientos espasmódicos involuntarios típicos
de los niños.
El rey cría y forma a su hijo para que pueda abdicar en él y eso casi siempre sucede
mediante un pequeño o gran derrocamiento. Si el rey y la reina forman a los príncipes y
princesas para que estén sometidos, sean «lo mismo» que ellos y no les desafíen, habrán
fracasado: su reino y su propia vida vivirán una dura decadencia. El padre no lleva al
hijo una sociedad de ley, sino de aventura para rebasar los límites. La propia
conformación biológica y endocrina del padre parece que dispone la tendencia a
transmitir una sociedad sin miedo, con tolerancia al riesgo, exogámica, proyectada hacia
afuera, exploradora, en salida. Eso lleva a un tipo de comunicación y relación que hace
énfasis en esa dirección.
Si la principal misión paterna durante el proceso perinatal es la custodia, esa misión
también implica llevarlo a la aventura. Desafía su estado de fusión materno-filial, lo
llama al mundo, le enseña los límites para que los traspase.

218
La madre también impulsará al hijo a la exploración y emprenderá junto con él
muchas exploraciones cruciales para el niño. De hecho, juntos viven el primer gran viaje
del niño: el nacimiento. El querido paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga titula así su
magnífico libro de 2012 en el que cuenta la evolución del proceso perinatal: El primer
viaje de nuestra vida. Ya hemos insistido en que la misión paterna o materna no es tarea
paterna o materna sino un modo, una manera, una posición, un desde dónde que aporta
una singularidad.
Padres y madres juegan con sus hijos. En condiciones de igualdad, juegan los dos.
No se trata de que la tarea de jugar sea masculina o femenina. Pero el modo de jugar del
padre siempre trae la societalidad, mientras que el de la madre trae societalidad y
también fusión o comunión.
La singularidad paterna no es el monopolio de la societalidad, sino que es pura
societalidad. Sin duda tiene experiencias de comunión e incluso, en ausencia de la
madre, tenga que transmitir a su hijo esa perspectiva maternal. El padre puede portar la
experiencia de la madre, pero no puede ser madre. La madre puede portar la experiencia
paterna, pero no puede ser padre. Sencillamente eliminaría la diversidad y la paradoja.
La triangulación, efectivamente, incluye una dinámica casi dialéctica entre
comunión y libertad, fusión y aventura, dentro y fuera. No es una dialéctica en la que
uno aniquile al otro, pero es profunda: es una paradoja que el amor resuelve, pero no
llega a eliminar. La dualidad de padre y madre hace que con frecuencia ese diálogo sea
de dos estilos, dos énfasis, dos maneras. Una no compite con la otra, sino que establecen
una dinámica que está en el centro de la condición humana y desde la que el hombre
alcanza una continua elevación.
La diversidad primaria, interacción y complementariedad entre la singularidad
paterna y la singularidad materna crean unas condiciones idóneas para la individuación
del hijo y la constitución de su sujeto en el mundo.
La relación entre las tres figuras del triángulo no es solamente de un yo a un tú, sino
que hay cuatro nosotros. Hay un nosotros que implica a los tres y hay otros tres nosotros:
la conyugalidad del padre y madre, el nosotros formado por madre e hijo y el nosotros
del padre e hijo. La estructura social primordial –trinitaria– nos muestra que, además del
reconocimiento de la alteridad que representa cada uno para cada uno de los otros, hay
una nosidad. El nosotros es la humanidad –especie, comunidad y también cosmos

219
porque se hace cargo del todo con su amor y conciencia, o «amor a conciencia»– que se
abre a cada uno de sus individuos.
Cada nosotros tiene una interioridad compartida, formada por una experiencia
compartida que va destilando un modo de sentir, pensar, valorar y obrar. La alteridad del
hijo no es solamente recibida por el padre o la madre, sino por ambos juntos, en su
sociedad mínima. La conyugalidad se abre al otro y le incluye. La nosidad indica que
cada vínculo es único y que cada comunidad también lo es.
En el triángulo familiar, la nosidad nunca se convierte en fusión porque el padre
solamente ejerce el modo societal. La figura paterna impide que la relación familiar
pueda ser solamente fusional o basada en la comunión; siempre abre a la sociedad,
permanentemente desafía a los límites. La singularidad paterna no es solamente que
traiga la societalidad y lleve a ella, sino que impide que el hijo pueda ser solamente
interior a la familia.
Lacan sostiene que la función paterna es una experiencia metafórica. En realidad,
hemos razonado que la paternidad forja una estructura primigenia en cada persona, en
inseparable relación societal con la madre. Esa estructura es interior a cada sujeto y
también es una de las formas fundantes y generativas de toda la sociología humana –
todos los patrones relacionales, grupales y societales de la humanidad, desde las tribus a
las redes.
En cierto sentido, tienen razón Fairweather y Krampe: en que existe un padre
interior. Pare ellos, existe una forma interior que no solo es el vínculo paterno sino la
«familia interior» (KRAMPE, 2003, 137).
Es una metáfora en el sentido de que es también una praxis desde la que una
persona puede razonar y crear. Es una estructura generativa que aplica su forma a otras
relaciones. Pero también puede ser usada como metáfora para pensar. De todas formas,
aunque puede ser usada así, principalmente es un cambio material en nuestro cuerpo, es
carnal, es una forma práctica y real.
Para quienes se hacen padres de modo adoptivo o ejercen una figura paterna
habiendo otro padre biológico no es una experiencia solamente metafórica. Es una
estructura sociológica interiorizada e institucionalizada a la que se acoge para realizar su
misión. Puede que no hayan vivido la gestación, el parto o el proceso perinatal en su
conjunto, pero como padres operan en una estructura que se fragua en esa praxis
universal. La estructura opera, aunque no exista la experiencia encarnada por el sujeto.

220
Imaginaria y simbólicamente –en sentido lacaniano–, el padre puede asumir esa
praxis. En realidad, la paternidad no es solo una praxis, sino que también está
configurada desde las otras categorías culturales (bien, verdad, belleza). Existe un relato
sobre ella (el padre imaginario), que la presenta de formas muy distintas. El padre
imaginario no es solamente mítico o literario, sino que también es el padre reflexivo que
discierne sobre su paternidad y hace un discurso sobre lo que es y lo que es bueno.
Hay un padre real que encarna y experimenta esa praxis: es el padre real de Lacan o
el padre personal de Fairweather y Krampe. Ese padre real es sentido y también
contemplado en su belleza.
Y hay un padre simbólico, que es la posición del padre en el triángulo. El padre
interior es la formación, experiencia e internalización de la paternidad, junto con esas
realizaciones de padre imaginario, real y simbólico. A todo ello podríamos denominarlo,
tomando la categoría de Fairweather y Krampe, el sentido de padre.
La entrega paterna se hace desde la custodia y la aventura. Parecen los tres modos
singulares de la paternidad, que solamente pueden operar con el padre relacionado
trinitariamente con la madre y el hijo. La función paterna no individualiza y no
solamente societaliza, sino que pone la complementariedad necesaria para que exista una
sociedad primera –conyugal– que acoge al hijo y le integra en su primera pertenencia. Y
lo hace aportando complementariamente con la madre la diversidad más radical tras el
hecho radical de ser cada uno un ser único.
La matriz constitucional del sujeto se halla en la más íntima interioridad y está
operante toda la vida. Aunque cristalice en los primeros años, eso no significa que la
relación con los padres se termine. A lo largo de toda la vida, ese triángulo continúa su
historia y sigue forjando formas que operan en el interior de la persona. Puede que
refuercen aquella matriz original o puede que traten de repararla y pacificarla.
Y el modo como un padre se relaciona con su hijo opera sobre el propio triángulo
que él forjó en la relación con sus padres. Cuando tus hijos nacen, hacen renacer tu
propia relación con tus padres –sus abuelos–. El hombre no solamente nace de la
paternidad, sino que como padre no cesas de crecer con tus hijos.
Una relación triádica siempre está abierta a una posición más. El triángulo es el
principio de la pluralidad. Establece una nosidad que siempre ve a otro. Lo humano no
es solamente el yo-tú, ni la alteridad individual. Lo humano no se completa sin un
nosotros que constituye un sujeto social y mira a otro individual o colectivo, en quien ve

221
la alteridad. La nosidad es parte constitutiva de la condición humana porque la
altricialidad no hace dependiente de otro, sino de un nosotros, de una comunión plural.
Al introducir la nosidad, la tríada convierte al triángulo en un nosotros que busca
una cuarta posición. El padre no es un tercero en la relación familiar, sino que es un
cuarto, llama a la comunidad fusional –como padre y como parte de la pareja– a mirar
afuera del triángulo, porque completa la societalidad.

222
El hacer del padre
El ser humano no solamente es una criatura abierta, sino un ser paradójico. Es mortal,
pero concibe lo eterno. Es materia, pero imagina la nada. Es parte del cosmos, pero lo
abarca con su conciencia. Y el origen de su sociedad también se forma sobre tres
paradojas sociológicas.
La primera es que para ser infinito tiene que darlo todo; y la soluciona por la
confianza en la economía del don. Pero esa solución lleva a otra nueva paradoja porque
darse crea vulnerabilidad ante el otro. Al darse, descubre la segunda paradoja: que la
fuente de sus mayores alegrías es la misma que la de su mayor dolor. La soluciona
mediante la esperanza en la entrega (una de sus principales manifestaciones es la
exogamia regulada por el tabú del incesto). Esa entrega lleva a la libertad, pero a la vez
pregunta por la unión con el otro y así aparece la tercera paradoja: la mayor comunión
culmina con la mayor libertad y viceversa. Solamente el amor soluciona esta paradoja.
El padre lleva la sociedad abierta a la sociedad fusional que forman madre e hijo.
La presencia del padre no solamente societaliza el vínculo materno-filial, sino que
desafía con las paradojas a la sociedad triangular que ha sido constituido.
El padre no se guarda para sí, sino que forma una conyugalidad. A la vez, esa
conyugalidad no se cierra en sí misma, sino que se abre fecundamente a la vida dando
(vida) y dándose (la propia estructura genética y la propia carne). Cuando se conciba al
niño y comience la gestación, el padre continuará dando a través de los cuidados de la
pareja y custodiando él mismo a la sociedad fusional que han formado madre e hijo.
El padre tras la concepción no incluye a su hijo, su dependencia del hijo está hecha
de vinculación. Al padre se le comunica la concepción de su hijo, es llamado para
comunicarle la noticia. El padre vuelve su rostro al seno del cónyuge para recibir al hijo
en su madre. Es un acto de vocación y confianza.
El nuevo hijo se convertirá desde su concepción en su mayor fuente de alegrías. Sus
latidos, sus movimientos, la ecografía, su simple presencia es el bien mayor que tiene el
padre. Pero simultáneamente el mismo amor por su hijo es la fuente de dolores: siente
miedo por él, le entristecen las preocupaciones, preocupan las adversidades, teme su
muerte, su vida se reorienta y ocupa en él. Todo lo vive con la esperanza de que su
entrega al hijo culminará su felicidad y realización como ser humano.

223
Esa esperanza en el padre está llena de experiencia de espera al otro. La madre no
espera al otro, sino que ese otro es su propia carne. La madre es, el padre espera. La
madre vive la mayor paradoja de la alteridad: ser dos seres con una sola carne; ser uno y
dos a la vez. El padre espera una llegada igual que ha sido llamado a ejercer la
paternidad. La primera y segunda paradojas forman un ciclo vocacional en el que el
padre es llamado y llama, el padre es esperado y espera.
Esa secuencia de llamadas forma parte también del núcleo de la figura paterna. En
la tercera paradoja, ya hemos visto como su presencia establece junto con la madre la
sociedad. Esa misión societalizadora introducirá íntegramente la paradoja
comunión/libertad. Llama a la comunidad fusional a convertirse en sociedad abierta de
libertad. La misión paterna no es civilizadora en sentido de que no trae principalmente la
reproducción de la ley de la ciudad. La misión paterna llama a la libertad y la aventura, a
la sociedad trascendente de la humanidad.
El doble ciclo vocacional está formado por cinco secuencias: llamada al padre,
confianza, custodia, espera y de nuevo la llamada, pero del padre al hijo.
Primero, llamada. En la llamada el padre es convocado como parte de la sociedad
conyugal a unirse a la comunidad fusional, pero constituyendo un nuevo tipo de sociedad
de apertura y fecundidad. Segundo, confianza. El padre confía en que el hijo es fruto
común y es fiel a la sociedad conyugal y la nueva sociedad de fecundidad. Tercero,
custodia. El padre constituye la sociedad abierta con la madre y el hijo, a la vez que la
custodia para dar hospitalidad y cuidado a la comunidad fusional. Cuarto, espera. El
padre espera con alegría y temor la gestación y el fruto de una relación materno-filial en
la que el hijo es y siempre será interior. El padre no anula nunca la existencia de esa
comunidad fusional –el vínculo umbilical simbólico–, pero la integra paradójicamente en
la sociedad/cosmos de la humanidad.
La tercera paradoja del amor, es de nuevo una llamada que completa el padre. Es la
quinta secuencia del ciclo vocacional del padre, el viaje de vuelta. Ahora, el padre llama
a la sociedad. El padre viaja continuamente del cosmos al interior del hijo. Llama al hijo
a la societalidad y a la vez no deja de ser interior a él. El hijo no está dentro del padre,
sino el padre dentro del hijo, siempre llamándole desde su interior al cosmos, a la
humanidad, a la sociedad de la trascendencia.
El padre no solamente forma un triángulo-castillo que custodia al hijo y la madre.
También introduce la triangularidad en el interior del hijo. Esa forma material estará

224
como matriz primordial en los procesos cognitivos más profundos del sujeto. El padre es
interior al hijo y desde dentro siempre estará no llamándole a la fusión, sino abriéndole a
la trascendencia de lo social, lo humano y lo cósmico –el cosmos/hogar–. A donde
solamente se llega por la aventura.
Ese carácter secuencial de la misión paterna contrasta con la experiencia carnal
materna. El hijo está dentro de la madre y dentro del hijo están la madre y el padre. La
misión materna es un estar. Es un estar que hace –un estar haciendo–, es decir, que
simplemente con estar va creando al hijo, hace que su hijo en gestación funcione,
sobreviva, siga vivo. Es un estar que da, que hace que el hijo tenga nutrición durante la
gestación y el amamantamiento. Su simple estar –sin hacer más– da al hijo lo que
necesita para vivir y desarrollarse. Y es un estar que da el ser al hijo, antes incluso de
llamarle por un nombre. Dándole su carne le da también su ser.
El padre también aporta desde su presencia o estar, su comparecencia y
acompañamiento. Pero su misión se cumple desde el hacer. Estar y hacer marcarían dos
modos de encarnar. La encarnación de la maternidad comienza y culmina en el estar.
Además, las madres hacen multitud de cosas y casi cualquier cosa que hace el padre. La
madre no puede ser otro que la protege a ella y su hijo. Esa sociedad que protege no
puede serlo ella.
El padre cumple toda la secuencia de su misión desde el hacer o la acción. Además,
aporta con su presencia al lado del vientre de la madre, su presencia comunica. Pero el
hijo no es interior a él. No es cuestión de estar dentro del vientre del otro, sino que todo
el cuerpo le entregue su carne al hijo, su ser desde dentro.
La madre es estar y el padre es hacer, marcan dos modos o estilos. Pero lo hacen de
forma paradójica y atravesando varias paradojas más. Así que no pueden ser funciones
lineales, fijas y rígidas.
Igual que las necesidades –estar, hacer, tener y ser– no son jerárquicas ni
secuenciales, sino que son reticulares y simultáneas (sentimos todas las necesidades
fundamentales a la vez), ese estar y hacer, respectivamente maternal y paternal, se dan a
la vez y se entrecruzan. Hay una forma paternal de estar y hay una forma maternal de
hacer. El padre no es el ámbito del hacer y la madre el campo exclusivo del estar. La
madre hace, pero «estando» (porque su hijo siempre es interior a ella) y el padre está,
pero «haciendo» (la aventura, porque siempre está en el viaje de la vocación a la
sociedad del cosmos/hogar).

225
¿Juega la madre desafiando al hijo? ¿Le convoca a la aventura? ¿Juega con él
principalmente desde la actividad? ¿Le hace correr riesgos, emprender exploraciones,
mirar de frente a la muerte? Por supuesto que sí. No solamente es posible, sino que es
imprescindible para que la comunidad fusional aporte lo mejor de sí a la societalidad
humana –plural, abierta y trascendental–. Pero nunca dejará de hacerlo siendo interior al
hijo y desde el estar.
Por seguir usando la geometría, en el triángulo no solamente hay posiciones o
ángulos, sino también líneas que unen un punto y otro. Hay ángulos y «entres». Un padre
se acerca muchísimo a lo que hace una madre, recorre toda la línea que le une a ella,
pero nunca llega a ocupar a la vez ambas posiciones. Del mismo modo, una madre.
No es solamente una cosa de funciones, tareas o modos, sino de cuerpo. La
encarnación del padre sucede en una masculinidad que encarna la primera y mayor
diversidad. Afirmar la paternidad parte del materialismo de la carne. No es un sujeto el
llamado solamente, lo es con todo su cuerpo y toda su carne.
La secuencia vocacional del padre no para nunca, siempre llama al hijo incluso
después de muerto. Y a la vez, el hijo siempre le está llamando. Forman una espiral
sinérgica que lleva a que el padre siempre esté creciendo con los hijos. El padre
solamente culmina su paternidad cuando muere, que es otro modo de entregar la vida,
toda. Se produce entonces lo que el psicólogo Henry Nouwen (1994) llama «nuestro
mayor don», título que pone al libro que dedica en memoria de su padre: «El gran don
oculto en nuestra muerte es el don de la unidad con todas las personas… Por muy
diferentes que seamos, todos nacimos sin poder alguno, y todos morimos sin poder
alguno, y las pequeñas diferencias que vivimos entre un acontecimiento y otro
disminuyen a la luz de esa enorme verdad» (NOUWEN, 1994, 37).
El padre con su muerte abre al hijo a la mayor aventura, al viaje de la muerte, que
abre a una sociedad mayor en la que el vínculo ya no es ni materia ni carne, ni confianza
ni social, sino puro amor. Cuando morimos ya solamente somos puro amor. Y siendo eso
–dejando de tener, hacer e incluso estar– ya solo somos ser de amor.
El padre es llamada al viaje y compañero de viajes. Es un compañero al que
llamamos y nos llama a la aventura. Su misión no es ser lo que somos nosotros ni que
viajemos por su interior. El padre siempre apunta a hacer afuera. El padre no impone la
ley de la reproducción, sino que desafía e impulsa con su propia presencia a hacer el
viaje de la libertad. Hasta liberarse incluso del hogar y formar el propio.

226
El hacer sociedad de la misión paterna libera; llama incluso a su destronamiento
para ser tratado como un niño cuando el hijo se hace mayor y el padre envejece. La
misión paterna solo logra liberar del todo al hijo cuando le libera de su poder paternal
sobre él. El padre solamente puede cumplir su misión si deja de ejercer poder sobre su
hijo. Es más, el padre solamente puede cumplir su misión si, una vez que el hijo
emprende su aventura y viaja y funda su propio pueblo y vida, obedece –escucha con
fidelidad– la llamada del hijo y acude a él para volver a crecer esa espiral paterno-filial.
El padre siempre es una revolución que abre las estancias (hechas desde la lógica
del «estar»), hace emprender viaje, desafía a la aventura. Convierte el cosmos en
hacienda (desde la lógica del «hacer») cuyos trabajos para trascender nunca terminan.
Desde lo más adentro de cada uno siempre está haciendo su revolución del padre. El
padre nace con su hijo y nunca deja de crecer con él.

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250
Notas

[1] «Huérfano de padres vivos» es una expresión de la jurista Blanca Gómez Bengoechea, especializada en
menores en riesgo, para referirse a aquellos niños totalmente abandonados o desatendidos por sus padres (GÓMEZ,
BERÁSTEGUI Y ADROGER-BIOSCA, 2014, 87).
[2] Canción compuesta en 1929 por Lew Brown, Buddy De Sylva, Ray Henderson y Al Jonson, para la
película Say It With Songs (Lloyd BACON, 1929).
[3] John Lennon hablaba de la canción There’s A Place como si fuese una creación exclusivamente suya y
así lo señala la temática del contenido. No obstante, McCartney argumenta que la idea original de la canción fue
suya y aporta evidencias al señalar que fue inspirada por la canción There’s A Place For Us (BERNSTEIN y
SONDHEIM, 1957) del musical teatral West Side Story (LAURENTS, BERNSTEIN y SONDHEIM, 1957).
[4] Años más tarde, Cynthia vendió por necesidad esta carta. Cuando el propietario la puso de nuevo a la
venta tiempo después, fue Paul McCartney quien la compró y cariñosamente se la regaló a Julian.
[5] John Lennon añadió una «s» al final del nombre oficial del orfanato. No obstante, en el siglo XIX el
nombre original de la mansión sí incluía una «s» que luego desapareció. No es probable que al recuperar el viejo
nombre con esa ligera variación Lennon estuviese intentando remarcar la antigüedad de sus recuerdos. Más bien
se refería en plural a la zona boscosa del orfanato.
[6] Compuesta principalmente por McCartney, se refería a la zona alrededor del cruce de la calle Penny
Lane con Smithdown Road.
[7] En otra carta de octubre/noviembre a Liela, sostiene que Cyn disuadió a Julian «de llamarme (lo que
hacía regularmente) desde que volví con Yoko… es una losa para todos… especialmente para Julian por ser
utilizado de esa manera» (LENNON, 2002, 287). No obstante, confiaba en la mejora de la relación con su hijo:
«Julian y yo tendremos una relación mejor en el futuro», esperaba (SHEFF, 1981).
[8] La maqueta original e incompleta que Lennon grabó en 1977 fue modificada, completada y arreglada
por los otros tres beatles en 1995 para ser publicada póstumamente.
[9] Julian aseguró con 42 años que las opiniones que la biografía de su madre pone en su boca son ciertas.
[10] Ese vacío de estudios se deja sentir especialmente en el mundo latino; también hay una casi absoluta
falta de estudios historiográficos en los continentes africano y asiático. La mayor parte del trabajo de investigación
sobre la historia de la paternidad está por hacer. Las fuentes primarias disponibles obligan a que para la
reconstrucción de la historia de la paternidad nos debamos guiar en mayor medida por los procesos del mundo
anglosajón y escandinavo.
[11] Consultar al respecto PELLETIER (2002), PERADEJORDI (2015) o INOGÉS (2017).
[12] También el progreso de la igualdad de género ha sido gradual. Todos reconocemos acontecimientos
que han decantado la historia hacia una mayor igualdad entre sexos. El sufragio universal, la Declaración
Universal de Derechos Humanos, la cultura feminista, el acceso de mujeres a centros de decisión o la lucha por la
libertad y seguridad pública de las mujeres. Pero, igual que han existido hitos recientes, también ha habido
movimientos de fondo que han permitido alcanzar esa sucesión hacia la igualdad. La dignidad e igualdad
intrínseca de la mujer como ser humano es un principio anterior y sobre el que fue posible alzar un estatus político
y laboral coherente. Por ejemplo, la tradición cuáquera ha sido fundamental para crear el feminismo ilustrado
anglosajón. La «madre del cuaquerismo», Margaret Fell (1614-1702), fue una de sus fundadoras y estableció
dentro de la Iglesia de los Amigos una igualdad absoluta entre sexos (ROSS, 1949). Estableció el principio del
sacerdocio femenino y devolvió a las mujeres el reconocimiento de todos sus derechos fundamentales. Tanto ella
como su hija, Sarah Fell, ejercieron un liderazgo de primer rango en la Iglesia. Su relación con su marido, George

251
Fox, fue igualitaria, y compartió con él el estatus de padres de la Iglesia. Su utopía de igualdad de sexo tuvo un
impacto directo sobre la ilustración feminista francesa. De igual modo, los cuáqueros lideraron la abolición de la
esclavitud y la extendieron por la Ilustración europea y estadounidense.
[13] Pensar al padre requiere una perspectiva encarnatoria: cómo esa estructura de la condición humana
toma carne en la vida de las personas y cómo comparten esa experiencia. Una institución es primariamente
solidaridad por compartir un saber entre sociedades y generaciones. La institución es el principal canal de la
economía intergeneracional.
[14] Tengamos en cuenta que el afecto no emerge con toda la fuerza que pueda tener entre padre e hijo,
porque «las cartas medievales fueron destinadas más a informar que a entretener, a informar sobre noticias que al
amor» (MOSS, 2003, 82). De todos modos, «incluso en cartas de negocios se han descubierto evidencias sobre
lazos afectivos» entre padres e hijos (MOSS, 2003, 82).
[15] Citado en NELSON, 2003, p. 295.
[16] Claire Lerner es una trabajadora social clínica estadounidense, autora de diversos libros sobre
parentalidad.
[17] Una serie de instituciones surgieron en esta época: National Center for Fathering –fundado por Ken
Canfield–, National Fatherhood Initiative –de David Blankenhorn, autor de Fatherless America–, Father Power,
la National Fatherhood Initiative (NFI), el Fatherhood Project, el Institute for Responsable Fatherhood, Family
Revitalization, o el M.A.D.-D.A.D.S., Men Against Destruction – Defending Against Drugs and Social Disorder,
una red de padres educadores.
[18] Agradezco especialmente la discusión con mis queridos colegas como el antropólogo Ritxar Bacete o
los psicólogos Ana Berástegui y Carlos Pitillas acerca de la posibilidad de que la paternidad tenga una estructura
específica.
[19] La «Hipótesis de la Seguridad» es una de las que subyacen a la explicación de la mayor probabilidad de
representación masculina de la familia en entornos de relación con otros grupos y pueblos rodeados de una alta
incertidumbre y vulnerabilidad. La seguridad conduciría a que fuera el varón el que asumiera negociaciones
públicas con otros pueblos cuando existía riesgo. El asentamiento agrícola alrededor del 12.º milenio antes de
Cristo cambió las condiciones de seguridad al vivir en localidades de mayor escala, dotadas de mejores
infraestructuras defensivas colectivas. No obstante, la inseguridad intraurbana siguió siendo muy alta y en gran
parte seguía dependiendo de la capacidad defensiva de cada familia.
[20] De hecho, existe intervención en la decantación sexual. La contaminación del medio ambiente fluvial
por disruptores endocrinos –también llamados alteradores hormonales– presentes en medicamentos, pesticidas o
cosméticos está impactando en las dinámicas hormonales de la población animal y humana. Esto ha sido objeto de
distintas campañas ecologistas como la que promovió en 2014 la organización Ecologistas en Acción, «Sustancias
que alteran el sistema hormonal». Tanto el documento realizado por la ecologista Dolores ROMANO (2014) como
GARCÍA y ROMANO (2016) documentan la influencia perniciosa de estas sustancias (EDC, en sus siglas inglesas) en
alteraciones hormonales, enfermedades neurológicas, infertilidad, etc. El gran impacto de los EDC condujo a que
la Unión Europea aprobara en 1999 una estrategia comunitaria específica.
[21] FAIRWEATHER publicó en 1981 Psicología de la regresión simbólica, pero dejó sin publicar su teoría del
padre interior, que formuló en un texto de 1997 que permanece inédito y que tituló La presencia del padre: la
oscura voz de la empatía. Edythe KRAMPE estaba escribiendo con él una exposición sistemática sobre dicha teoría,
pero se vio interrumpida por el fallecimiento de Fairweather. Finalmente, Krampe decidió publicarla en 2003.
[22] «El hijo se encuentra en una relación de total fusión con su madre, y en esta relación no existe lugar
para el padre, quien en este momento es un completo extraño» (DOR, 1998, p. 44).
[23] La triangulación freudo-lacaniana no es en realidad trinitaria, porque no se dinamiza desde las lógicas
de las tríadas. En realidad, subyace un estructuralismo binario y dialéctico. En el paradigma psicoanalítico freudo-
lacaniano el principio paterno disuelve la fusión materno-filial. El hijo busca la aniquilación del padre y el padre
compite por sustituir al hijo en su posición perinatal. Esa comprensión estructuralista dialéctica opone las
posiciones. Una lógica trinitaria comprende las contradicciones, pero también asume otras lógicas de las triadas: la
formación de tres nosotros que se relacionan con tres respectivos «terceros» (o un «otro» segundo respecto al
nosotros). La lógica trinitaria es siempre paradójica, y ello impide que se disuelva en relaciones diádicas. También

252
impide que se cierre: las paradojas hacen que la arquitectura de la sociedad o de la razón siempre esté abierta.
Desde una lógica trinitaria, la epistemología psicoanalítica contemplaría otros alcances mayores.
[24] «El padre es instaurado como Nombre por la madre», y «el padre como imagen proviene del hijo»
(JULIEN, 1991, pp. 36 y 40).

253
Índice
Portada 2
Índice 3
Créditos 6
Introducción: Una revolución pendiente en el nombre del padre 8
Capítulo 1: John Lennon, huérfano de padres vivos 14
Alf Lennon, el padre de John (de 1912 a 1957) 16
John Lennon, el padre de Julian (de 1958 a 1963) 23
Heridos de orfandad (de 1963 a 1967) 28
John se reconcilia con su padre y abandona a su hijo (1967 y 1968) 37
Capítulo 2: La revolución paterna de Lennon 43
Retorno a la infancia primal (1970) 45
John regresa a la vida de su padre y de su hijo Julian (1970) 47
Buscando una nueva paternidad implicada 51
Navegando al futuro 60
Capítulo 3: El redescubrimiento de nuestros padres 66
Los monstruos de nuestros padres 69
El feminismo lo cambia todo porque recupera lo más importante 71
La paternidad de la experiencia 75
La perspectiva de la historia de los sentimientos 80
1. Paternidad medieval 82
2. El padre moderno 85
3. El padre ilustrado 88
Capítulo 4: La industrialización del padre 94
La máquina familiar 98
Restauración del patriarcalismo 101
La ley de las distancias 105
La impotencia del padre prepotente 108
Angustia del fantasma del padre 113
Padres resistentes 116
Capítulo 5: El padre postmoderno 119
Una nueva valoración de la infancia 121
El movimiento fathercraft y sus consejos de padres 123

254
La cultura del papá 130
El padre postmoderno 136
El padre postindustrial 142
La paternidad científica 146
Revolución de la paternidad 148
Capítulo 6: La naturaleza social de la paternidad 154
En busca de la paternidad 155
El padre deconstruido 158
El nuevo papel de la familia en la paleoantropología 161
Paleopaternidad 166
Biopaternidad 171
Endocrinología de la paternidad 174
Oxitocina 175
Prolactina y testosterona 177
Existe una naturaleza paterna 180
Modos de masculinidad 183
Hombre y mujer, igual de distintos 185
Capítulo 7: El padre universal. Sociología de la paternidad 189
Teoría del padre interior 191
El sexo es el primer principio de diversidad 194
La entrega del padre 198
Carne y herencia 203
Custodia 207
El padre es societal 210
La trinidad familiar 215
Aventura y nosidad 217
El hacer del padre 223
Referencias citadas 228
Notas 251

255

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