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CONVERGENCIAS MODUS VIVENDI

IN MEMORIAM / Y II
Autor Juan Soto / 2021-05

A poco más de un año de iniciado el “encierro voluntario” es justo hacer un


homenaje a los que han muerto durante este lapso, nos dice Juan Soto en su
más reciente colaboración, la segunda y última del ciclo In memoriam.
Cansados ya de estar escuchando y leyendo las mismas peroratas sobre la
situación mundial de los mismos sabelotodo (Žižek, Agamben, Haraway,
Latour, Butler, De Sousa, Sassen, etcétera), el reencuentro, que tarde o
temprano llegará, nos permitirá generar e intercambiar narraciones, relatos
e historias. “Si alguna certeza podremos reafirmar una vez más
―apunta― será que la psicología social, la sociología, la antropología social
y demás campos de conocimientos afines sirven para pensar, discutir y
analizar qué pasa con las personas, pero no para hacer mucho por ellas”.

F
rente a las cifras oficiales de los contagios y decesos hemos visto el
alto contraste de los relatos callejeros, de las historias cotidianas, de
las narraciones de los vecinos, familiares y amigos, de los conocidos
e, incluso, de los desconocidos con los que uno coincide en la fila.
Esas narraciones, relatos e historias contrastan con los discursos
políticos oficiales y nos han enseñado que la confianza en la ciencia se convirtió
ya en una cuestión de preferencias políticas, en una cuestión partidista. Mucha
gente que vive sola aprendió a inyectarse asistiéndose de un tutorial de YouTube.
Y, de paso, le perdió el miedo a las inyecciones. A mucha gente que fue a
realizarse una prueba la regresaron a su casa porque la valoración que le hicieron
indicaba que no era nada grave. Muchos murieron en sus hogares, no sólo en los
hospitales. ¿Y qué decir de las familias completas que han muerto, incluso, en el
mismo hospital? ¿O de aquellas familias que han muerto repartidas entre la casa y
el hospital? ¿Qué se puede comentar de los que sólo se pudieron decir “hasta
pronto” a través de un smartphone para no volverse a ver jamás? Cantidad de
gente ha visto cómo sus discursos, relatos y narraciones negacionistas se han
venido abajo. Otros tantos deben estar enojados con Dios. Algunos más ya
entendieron que frente a tanto desamparo es difícil seguir creyendo en Él (pero
seguro al terminar la pandemia las iglesias se llenarán de nuevo). Muchos ya
comienzan a dar gracias a Dios por haber recibido la vacuna.

La trágica realidad que la pandemia ha traído consigo ha echado abajo cualquier


cantidad de certezas sobre la existencia y la cotidianidad. ¿Quiénes pierden? Los
de siempre. Los de abajo. Los que menos acceso a bienes y servicios tienen. ¿Y
mientras? El capitalismo de plataformas nos ha seguido mostrando su rostro más
socarrón y grosero. Representado emblemáticamente por Google, Amazon,
Facebook, Apple, etc., nos ha demostrado cómo, a pesar de la crisis, es posible
seguir amasando fortunas. ¿Y la industria de la salud? Tampoco se queda atrás.
¿Y los negocios que ofrecen servicios funerarios? No son la excepción. Esta
pandemia ha puesto en evidencia, de manera procaz, cómo se puede lucrar con
medicamentos y accesorios para el cuidado de la salud aprovechándose de la
necesidad de la gente que buscaba, por ejemplo, tanques y concentradores de
oxígeno e, incluso, respiradores artificiales justo cuando el sistema de salud
estuvo al borde del colapso. De nuevos emprendedores y piratas jugando al
mercader se llenaron las plataformas publicitarias, principalmente Facebook,
donde se ofertaban desde cubrebocas revendidos por más de 10 veces su costo
habitual, hasta vacunas falsas. La mezquindad a flor de piel.

A poco más de un año del comienzo de este “encierro voluntario” (¡qué frase!),
también ha llegado la esperanza. En forma del Santo Niño de la Pandemia o en
forma de vacunas (ya se sabe usted la marca de los laboratorios que las producen
y hasta cuáles de ellas provocan trombosis). ¿No ha sido un tanto extraño mirar a
los religiosos con cubrebocas ofreciendo sus servicios al por mayor? Una vez más
la ciencia ha demostrado una eficacia contundente por encima de las creencias
religiosas, pero esto sólo será de manera momentánea. Una vez que las vacunas
salven millones de vidas, los creyentes agradecerán a Dios por haber acabado con
el virus. La historia, al menos en ese sentido, parecerá repetirse. ¿Y esas versiones
optimistas de filósofos y sociólogos ingenuos que apuntaban a que esto nos iba a
dejar enseñanzas? También se van a venir abajo. El capitalismo saldrá, una vez
más, golpeado, pero robusto. Esos pensadores de quinto piso de apartamento en
Estados Unidos descubrieron, a fuerza de recibir reveses, que el virus no traía
ADN comunista y que todo parece indicar que no vamos a ser una mejor sociedad
después de la pandemia.

¿No es cansado ya estar escuchando y leyendo las mismas peroratas sobre la


situación mundial de los mismos sabelotodo: Žižek, Agamben, Haraway, Latour,
Butler, De Sousa, Sassen, etc.? Cada vez es más claro que pensar la realidad
desde sus lujosas viviendas es muy distinto a pensarla a ras del suelo. Por mucho
que la pandemia se quiera pensar antropomórficamente y de manera animista,
podemos tener la certeza de que no da lecciones de vida… ni de muerte. Las
pandemias no enseñan cosas. El secreto está en reconocer el poder de las
metáforas que utilizamos para referirnos a lo que nos pasa, tal y como lo pensaron
Lakoff y Johnson en Metáforas de la vida cotidiana. Si cambiamos las metáforas,
cambiarán nuestras formas de pensar y sentir la realidad que describimos. Esta
idea no es nueva. Mucho se ha reflexionado, desde la segunda mitad del siglo XX
hasta nuestros días, sobre el poder formativo de las maneras de hablar. Y siendo
consecuentes con esto podremos decir que si algo ha aprendido la gente en este
encierro es una que otra cuestión más práctica, elemental y banal: ha aprendido a
hacer transacciones a través de dispositivos y plataformas digitales; ha aprendido
a utilizar Zoom, Meet, Whatsapp, Bluejeans, etc., para conectarse con sus
compañeros de trabajo, amigos y familiares.

Aunque muchos aprendieron que hay otros tantos que no cuentan con la
posibilidad de tener acceso a todo lo anterior, y que la desigualdad social y
económica también se traduce en desigualdad en el acceso a las tecnologías e
internet, otros tantos apenas se han dado cuenta de que el acceso a internet tiene
que ser un derecho humano real y no un negocio. Pero las pandemias no enseñan
nada. Ni las catástrofes. Ni los desastres. Nuestras sociedades parecen olvidar
demasiado pronto. Solo las personas con concepciones animistas y
antropomórficas de la existencia parecen insistir en que la pandemia nos ha
enseñado algo. La pandemia no logrará hacer que salgamos más cambiados ni
fortalecidos de este encierro. A muchos ya los mató. A otros ya los debilitó. Y a
otros los está desquiciando.

Los augurios optimistas suelen, casi siempre, equivocarse. Cuando la pandemia y


sus estragos comiencen a disminuir, la gente no será más solidaria. Quizás estará
más sensible y nostálgica por algún tiempo, pero regresará a las mismas
dinámicas de siempre. Los que logren sobrevivir seguro se verán con gusto. Y se
abrazarán mucho (gracias a aquellos que le pusieron la debida atención a la
interacción social y simbólica sabemos que los abrazos prolongados y repetidos
llevan la intención de fortalecer los lazos sociales que se han debilitado gracias al
distanciamiento y la lejanía en situaciones como éstas). No obstante, los que ya se
odiaban se seguirán odiando (y quizá con más fuerza). Después de algún tiempo
la gente bailará y se acercará todo lo que pueda. Y se besará también. Y gritará. Y
se emborrachará. Y hará deporte al aire libre. El espacio público, a pesar de la
inseguridad, será tomado por asalto. Aunque sea para andar caminando por ahí
para encontrarse con viejos conocidos de los cuales ya se había olvidado.

Pero no, a pesar de todo esto, la pandemia no nos hará mejores personas. La gente
celebrará que sigue viva, aunque no sepa por qué o para qué. Estamos a punto del
reencuentro, aunque no inmediato. El reencuentro nos permitirá generar e
intercambiar narraciones, relatos e historias que irán desde la lírica hasta la
dramática, pasando, obviamente, por la épica. Las cadenas de significados que se
tejerán en torno al confinamiento no serán iguales para todos, pues sobrellevar
estas condiciones al interior de un lujoso apartamento es cosa de unos cuantos. Y
en condiciones como ésas es muy fácil confundir sensiblería con solidaridad, pero
hay que aprender a distinguirlas. La sensiblería estará a flor de piel, no la
solidaridad. Si alguna certeza podremos reafirmar —una vez más también— será
que la psicología social, la sociología, la antropología social y demás campos de
conocimientos afines sirven para pensar, discutir y analizar qué pasa con las
personas, pero no para hacer mucho por ellas.

A poco más de un año de iniciado el “encierro voluntario” es justo hacer un


homenaje a los que han muerto durante este lapso. A todos aquellos de quienes
pudimos y no pudimos despedirnos. A quienes dieron su vida en el frente sanitario
de batalla. Y, sobre todo, a quienes lucharon hasta el último minuto, pero no lo
lograron. “No vivimos solos. Nadie vive solo. Todos vivimos con los
muertos”, sentenció Ugo Betti. Podríamos decir con nuestros muertos. Sólo resta
decir: in memoriam…

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