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IN MEMORIAM / Y II
Autor Juan Soto / 2021-05
F
rente a las cifras oficiales de los contagios y decesos hemos visto el
alto contraste de los relatos callejeros, de las historias cotidianas, de
las narraciones de los vecinos, familiares y amigos, de los conocidos
e, incluso, de los desconocidos con los que uno coincide en la fila.
Esas narraciones, relatos e historias contrastan con los discursos
políticos oficiales y nos han enseñado que la confianza en la ciencia se convirtió
ya en una cuestión de preferencias políticas, en una cuestión partidista. Mucha
gente que vive sola aprendió a inyectarse asistiéndose de un tutorial de YouTube.
Y, de paso, le perdió el miedo a las inyecciones. A mucha gente que fue a
realizarse una prueba la regresaron a su casa porque la valoración que le hicieron
indicaba que no era nada grave. Muchos murieron en sus hogares, no sólo en los
hospitales. ¿Y qué decir de las familias completas que han muerto, incluso, en el
mismo hospital? ¿O de aquellas familias que han muerto repartidas entre la casa y
el hospital? ¿Qué se puede comentar de los que sólo se pudieron decir “hasta
pronto” a través de un smartphone para no volverse a ver jamás? Cantidad de
gente ha visto cómo sus discursos, relatos y narraciones negacionistas se han
venido abajo. Otros tantos deben estar enojados con Dios. Algunos más ya
entendieron que frente a tanto desamparo es difícil seguir creyendo en Él (pero
seguro al terminar la pandemia las iglesias se llenarán de nuevo). Muchos ya
comienzan a dar gracias a Dios por haber recibido la vacuna.
A poco más de un año del comienzo de este “encierro voluntario” (¡qué frase!),
también ha llegado la esperanza. En forma del Santo Niño de la Pandemia o en
forma de vacunas (ya se sabe usted la marca de los laboratorios que las producen
y hasta cuáles de ellas provocan trombosis). ¿No ha sido un tanto extraño mirar a
los religiosos con cubrebocas ofreciendo sus servicios al por mayor? Una vez más
la ciencia ha demostrado una eficacia contundente por encima de las creencias
religiosas, pero esto sólo será de manera momentánea. Una vez que las vacunas
salven millones de vidas, los creyentes agradecerán a Dios por haber acabado con
el virus. La historia, al menos en ese sentido, parecerá repetirse. ¿Y esas versiones
optimistas de filósofos y sociólogos ingenuos que apuntaban a que esto nos iba a
dejar enseñanzas? También se van a venir abajo. El capitalismo saldrá, una vez
más, golpeado, pero robusto. Esos pensadores de quinto piso de apartamento en
Estados Unidos descubrieron, a fuerza de recibir reveses, que el virus no traía
ADN comunista y que todo parece indicar que no vamos a ser una mejor sociedad
después de la pandemia.
Aunque muchos aprendieron que hay otros tantos que no cuentan con la
posibilidad de tener acceso a todo lo anterior, y que la desigualdad social y
económica también se traduce en desigualdad en el acceso a las tecnologías e
internet, otros tantos apenas se han dado cuenta de que el acceso a internet tiene
que ser un derecho humano real y no un negocio. Pero las pandemias no enseñan
nada. Ni las catástrofes. Ni los desastres. Nuestras sociedades parecen olvidar
demasiado pronto. Solo las personas con concepciones animistas y
antropomórficas de la existencia parecen insistir en que la pandemia nos ha
enseñado algo. La pandemia no logrará hacer que salgamos más cambiados ni
fortalecidos de este encierro. A muchos ya los mató. A otros ya los debilitó. Y a
otros los está desquiciando.
Pero no, a pesar de todo esto, la pandemia no nos hará mejores personas. La gente
celebrará que sigue viva, aunque no sepa por qué o para qué. Estamos a punto del
reencuentro, aunque no inmediato. El reencuentro nos permitirá generar e
intercambiar narraciones, relatos e historias que irán desde la lírica hasta la
dramática, pasando, obviamente, por la épica. Las cadenas de significados que se
tejerán en torno al confinamiento no serán iguales para todos, pues sobrellevar
estas condiciones al interior de un lujoso apartamento es cosa de unos cuantos. Y
en condiciones como ésas es muy fácil confundir sensiblería con solidaridad, pero
hay que aprender a distinguirlas. La sensiblería estará a flor de piel, no la
solidaridad. Si alguna certeza podremos reafirmar —una vez más también— será
que la psicología social, la sociología, la antropología social y demás campos de
conocimientos afines sirven para pensar, discutir y analizar qué pasa con las
personas, pero no para hacer mucho por ellas.
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