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CONVERGENCIAS MODUS VIVENDI

DISPOSITIVOS INTELIGENTES
PARA USUARIOS TONTOS
“A las montañas de basura televisiva, ahora hay que sumarle
avalanchas de bazofia de contenidos digitales…”
Autor Juan Soto / 2020-07

E
s muy probable que la emisión y éxito de Big Brother pudiese
haber significado, para muchos de nosotros, uno de los momentos
más trágicos para la cultura. Aunque no inauguró la época del
reality show, sí parece haber marcado un antes y un después para la
industria del espectáculo. Y definitivamente significó dos cosas: el
triunfo de la cultura del espectáculo sobre la racionalidad y la entrega dócil de la
cultura de masas al infame gozo de su ociosa autocontemplación. Sin guiones
(pero con un conjunto de normas a seguir bajo la amenaza constante de ser
castigados o expulsados si éstas se infringen), un puñado de célebres nulidades
que son monitoreadas las veinticuatro horas por cámaras colocadas hasta en los
baños y sin tener contacto con el mundo exterior (a sabiendas de que son vistas),
pasan una temporada viviendo juntos. ¿El objetivo? Ganar una jugosa cantidad de
dinero. Y fama, por supuesto.

Este máximo estandarte de la inmundicia mediática, que ha deshonrado desde


1999 de manera cínica y descarada la célebre y respetable obra de G. Orwell (y
que nada tiene que ver con ella), ha logrado transmitir más de 23 mil episodios y
ha sido producido más de 470 veces. Para tener una idea del frenesí y el éxito con
el que se consume esta basura televisiva sólo debemos recordar que la última
emisión del programa en Brasil obtuvo un certificado de los Guinness World
Records por haber recibido el mayor registro de participación jamás visto en un
programa de televisión (equivalente a 1,532,944,337 votos). Número jamás
imaginado por ningún político. Big Brother Brasil 2020 (BBB 20), superó durante
tres meses los 165 millones de personas alcanzadas en audiencia acumulada.

¿Por qué Big Brother representa la derrota de la racionalidad en términos


culturales? Imagine a 18 célebres nulidades tumbadas en sus camas siendo vistas
por millones de espectadores tumbados en sus camas haciendo exactamente lo
mismo: nada. El ocio de unos cuantos convertido en espectáculo siendo
consumido por una numerosa y ociosa audiencia convencida de que eso es,
precisamente, una forma de diversión y entretenimiento. ¿Podemos considerar
que éste es el mejor ejemplo de la hecatombe cultural? Desafortunada y
tristemente, no.

Por un lado, la industria de la televisión ha tenido que renovar sus fórmulas para
seguir atragantando a las audiencias con porquería audiovisual, poniendo en el
centro de sus reflectores a la gente (en vez de a sus acostumbradas figuras del star
system que ha construido a fuerza de la insistente y frenética repetición para
posicionarlas en el gusto de las audiencias). Por otro, gracias a Internet, a las
plataformas y a las tecnologías digitales, la gente ha ido teniendo cada vez más
presencia y se ha hecho notar en los medios digitales. Y aunque la gente ha
demostrado su capacidad para crear contenidos que hoy compiten con los
ofrecidos por la industria de la televisión, su calidad no difiere mucho. Si bien es
una industria emergente, es poco alternativa en cuanto a calidad de contenidos se
refiere. Es cierto: gracias a este capitalismo de plataformas se pueden consumir
otro tipo de contenidos hoy día, pero en términos de calidad en casi nada se
diferencian de los que la tradicional industria de medios ha venido ofreciendo. Es
decir, a las montañas de basura televisiva ahora hay que sumarle avalanchas de
bazofia de contenidos digitales pretendiendo sepultarnos debajo de su inmundicia.
Con mucho tino, Nicholas Carr escribió que “si Instagram nos mostró cómo es un
mundo sin arte, TikTok nos muestra cómo es un mundo sin vergüenza. Las viejas
virtudes de la moderación (prudencia, discreción, tacto) han desaparecido. Sólo
hay una virtud: ser visto”. La rígida distinción de antaño entre ser famoso y estar
en boca de todos está desapareciendo (como atinadamente lo señaló Umberto
Eco). De acuerdo con los datos de la agencia We Are Social, la aplicación que
más se descargó a nivel mundial durante marzo de 2020 (en plena época de
confinamiento) fue la de TikTok. Esta aplicación de ByteDance, de origen chino,
que fue lanzada en 2016, en realidad consolidó su popularidad a nivel mundial
gracias al confinamiento provocado por la pandemia del coronavirus SARS-CoV-
2. A las célebres nulidades de youtubers, instagrammers, twitstars, etc., ahora se
le suman los tiktokers, quienes, creando videos de corta duración (con escasas
variaciones en los planos y las tomas en video vertical), emulan de manera
accidental y sin ningún virtuosismo de por medio las películas de los Lumière.
Configurando así una especie de tiktocracia que pasa por los deportes, el baile, el
autocuidado, el mundo gamer, el canto, etc. Cualquier cantidad de talentos
inútiles (valga el oxímoron) parece estar clasificado en esa famosa aplicación que
aglutina alrededor de 500 millones de usuarios. TikTok no sólo ha contribuido a la
popularización de la clipreality, sino que ha ensanchado el dominio de la
banalización de contenidos. Sin mucha dificultad se ha convertido en la meca de
la idiotez.

Y sí, las plataformas parecen acoplarse bien con las vidas superficiales y
despolitizadas de millones de personas alrededor del mundo. “Alimenta el cerebro
también, el cuerpo no lo es todo”, escribió en su cuenta de Twitter la brillante y
valiente Lydia Cacho a la pésima actriz Bárbara de Regil, quien, sumida en la
ineptitud sociológica, sugería a las mujeres víctimas de violencia detener las
agresiones con una especie de conjuros espirituales cerrando los ojos
(recomendación que no dista mucho de las que hacen los psicólogos sociales para
disminuir el estrés, quienes sugieren cantarse canciones a uno mismo con los ojos
cerrados).

Este confinamiento y esta pandemia nos han permitido intimar fuertemente con la
banalidad, la liviandad, el adormecimiento, la superficialidad y el egoísmo de la
sociedad. Hemos visto a una malísima cantante y actriz como Anahí ofrecer
recetas para cocinar enfrijoladas (si hubiese hecho un video sobre cómo amarrarse
las agujetas de los tenis habría sido lo mismo). Y hemos visto a los pésimos
futbolistas Rodolfo Pizarro y Alan Pulido mostrándose con sus cubrebocas Louis
Vuitton (y conste que del cubrebocas del segundo se decía que era pirata). La
sociedad y sus actores ponen el idiotismo tecnológico. Internet y las plataformas
lo convierten en industria de entretenimiento y lo devuelven aumentado. La
fórmula que hay detrás es elemental: dispositivos inteligentes manipulados por
usuarios tontos.

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