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Presentamos un ensayo de Gonzalo Celorio (D.F.

, 1948) en torno al concepto de


lo neobarroco, especialmente a la luz de la narrativa. Celorio es narrador,
cronista y ensayista. Es profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la
UNAM. Mereció el Premio Des Deux Océans 1997. “Y retiemble en sus centros
la tierra” es una de sus novelas, editada por TusQuets.

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Aproximación a la literatura neobarroca

En 1972, Severo Sarduy publicó un ensayo inaugural, titulado “El barroco y el


neobarroco” en el ahora imprescindible libro América Latina en su literatura. En él
advierte, sin pretender explicarla en términos históricos o ideológicos, la señalada
presencia de la estética barroca en algunas manifestaciones artísticas de la
cultura hispanoamericana –particularmente literarias y de origen cubano -, y se
propone precisar formalmente el concepto ‘barroco’, que ha ampliado su espectro
semántico hasta la metáfora generalizada: “la tierra es clásica y el mar es
barroco”, recuerda José Lezama Lima; “el Popocatépetl es clásico y el Iztaccíhuatl
es barroco”, creo haberle oído decir a Fernando Benítez.

Como ejemplos de la utilización de los diversos recursos del barroco que ha


consignado en su estudio, Sarduy hace referencia a Alejo Carptentier, José
Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante. Estos mismos escritores cubanos han
aludido en sus trabajos ensayísticos y en sus propias novelas a su filiación
barroca:

Lezama Lima, en un brillante capítulo de La expresión americana, considera que


el barroco, entre nosotros, más que un arte de Contrarreforma, es un arte de
Contraconquista: el barroco adquiere en nuestro continente un carácter propio no

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sólo por las peculiaridades que imprimen los criollos en los modelos peninsulares
sino también por el influjo de las culturas prehispánicas en el arte colonial, y por
tanto es –piensa Lezama- signo de identidad y requisito de madurez para alcanzar
nuestra emancipación cultural. Por así decirlo, el barroco es nuestro clásico,
nuestro paradigma.

Sin reprimir su libertad metafórica (aquella que lo lleva a hablar, por ejemplos, de
barroquismos telúricos y de mulatas barrocas en genio y figura), Alejo Carpentier,
por su parte, ha reiterado en sus novelas y en abundantes ensayos que nuestras
manifestaciones culturales y literarias y aun nuestra naturaleza son y han sido
barrocas.

Y Cabrera Infante, en novelas como Tres tristes tigres y La Habana para un infante
difunto, ha exacerbado de manera explícita, a través de reflexiones metaliterarias,
recursos que forman parte sustantiva del código estético del barroco, tales la
parodia, la hipérbole, la paronomasia.

Contrariamente al intento de rigurosidad formal de Severo Sarduy, los términos


barroco y neobarroco se han empleado, a partir de la publicación de dicho artículo,
cada vez con mayor dispendio. Y es que los postulados de Sarduy, enriquecidos
dos años después en su libro Barroco, que originalmente fueron aplicados de 2
manera prioritaria a escritores cubanos, constituyen una tipificación, basada en la
parodia y en el artificio, a la que virtualmente pueden responder muy diversas
obras de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Pienso, por ejemplo, en
novelas que se sustentan en un lenguaje paródico como Los relámpagos de
agosto de Jorge Ibargüengoitia y Terra nostra y Cristóbal Nonato de Carlos
Fuentes; pienso en textos cuya referencialidad estriba preponderantemente en la
cultura libresca (arte del arte = artificio), como ciertas ficciones de Borges y de
Bioy Casares o numerosos capítulos de Rayuela; pienso en las grandes
construcciones verbales a la manera de Paradiso, como El otoño del Patriarca de
García Márquez o el discurso de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del
Paso; pienso en la superposición de discursos en El libro de Manuel de Cortázar
o en Cien años de soledad, donde Artemio Cruz o el bebé Rocamadour se suman
a la prolífica lista de Aurelianos y José Arcadios… En fin, el propio modelo teórico
de Sarduy propicia la extensión del término neobarroco a obras muy diversas, al
grado de que no sería una exageración tomar la barroquicidad –si así se puede
decir- como una de las señas de identidad de la narrativa hispanoamericana
contemporánea.

Ignoro si mis apreciaciones contribuyan a precisar el término neobarroco o, por lo


contrario, incrementen su dilatación. Como quiera que sea, creo conveniente
mencionar algunos aspectos que rebasan las tipificaciones estrictamente formales

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y que aluden a ciertos rasgos de su contenido ideológico para enriquecer su
significación. Sin comprometerme por ahora a desarrollar tales aspectos, de suyo
complejos, me limitaré a enunciarlos y a aventurar un par de reflexiones al
respecto. Voy a referirme primeramente a la deliberada intención de los escritores
neobarrocos por articular un discurso que incluya elementos propios de la estética
barroca –particularmente la parodia-; y, en segundo término, a las posibles
implicaciones de tal intencionalidad.

Quizás una diferencia entre los barrocos del siglo XVII y los neobarrocos de
nuestros días consista en que aquéllos no sabían que eran barrocos y éstos vaya
que sí lo saben. Gracián escribió su Agudeza y arte de ingenio pensando, acaso,
que formulaba un tratado de preceptiva clásica (es decir ortodoxa). Los escritores
neobarrocos, en cambio, se saben afines a la estética del barroco y utilizan
propositivamente sus ingenios y sus agudezas. Tal intencionalidad puede
antojarse artificial, pero digamos, en descarga de sus autores, que el barroco tiene
como signo distintivo precisamente el artificio, y que por encima de la aventura,
del abandono placentero a la proliferación, de la libertad y del capricho personal,
el barroco es un arte prefabricado, como lo ha visto espléndidamente José Antonio
Maravall: es un arte dirigido –esto es preconcebido y generalizado a través del
Kitsch- y es un arte conservador en tanto que la movilidad y la ruptura que parecen
determinarlo son vanas apariencias; en tanto que su objeto primordial es la
preservación de un sistema de valores culturales. Así pues, la intención barroca, 3
previa a la escritura, es parte de su barroquicidad. Pero, cuál es la finalidad de tal
intención en el caso de los escritores considerados neobarrocos. Próximo a las
tesis de Michail Backtine acerca de la carnavalización, Severo Sarduy destaca la
parodia como recurso pertinente del barroco. Dos son los mecanismos que, según
el teórico cubano, utiliza el lenguaje paródico: la intertextualidad, que consiste en
“la incorporación de un texto extranjero al texto, su collage o superposición a la
superficie del mismo”, y la intratextualidad, que se refiere a los textos “que no son
introducidos en la aparente superficie plana de la obra como elementos alógenos
–citas y reminiscencias-, sino que, intrínsecos a la producción escriptural, a la
operación de cifraje –de tatuaje- en que consiste toda escritura, participan (…) del
acto mismo de la creación”.

La intertextualidad se manifiesta en la inclusión, ya literal, ya modificada aunque


reconocible, de otros textos. Pero más que en estas manifestaciones exteriores,
visibles en la superficie del discurso, es en la intratextualidad donde habita
entrañablemente el espíritu paródico del barroco. Así considerada, la parodia
implica un doble discurso, una doble textualidad: un discurso referencial, previo,
conocido y reconocible, que es deformado, alterado, escarnecido, llevado a sus
extremos por el discurso del barroco. Tal operación supone un retorno; es en sí
misma un retorno. La parodia, según entiendo, no es otra cosa que llegar, de

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regreso, al punto de partida y recuperarlo –esto es preservarlo, enriquecerlo- con
los beneficios adquiridos en semejante periplo: la crítica (el sentido del humor, el
homenaje) que la distancia y la perspectiva otorgan. La parodia, pues, no se limita
a la burla del discurso de referencia: la parodia implica una actitud crítica que
pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales. En
La rosa púrpura del Cairo, si se me permite poner un ejemplo cinematográfico,
Woody Allen no orienta su discurso paródico a escarnecer el discurso fílmico
holliwoodense de los años treintas; al parodiarlo, lo critica, le confiere un estatus,
lo recupera para su propio discurso y le rinde el más amoroso de los homenajes:
rescata su vigencia, es decir su dimensión y su valor históricos.

Esta parece ser, en la narrativa hispanoamericana contemporánea, la intención


del discurso paródico: sentirse en posesión de una cultura y manifestar tal
seguridad mediante la crítica: el juego, la reflexión, el reconocimiento. En efecto,
nuestra narrativa se entretiene y se afana en articular un discurso barroco, que lo
será más en la medida en que más se aparte del discurso parodiado, en que más
abisme la distancia entre la ida y el regreso. Algunos ejemplos de este viraje
extremo: En Paradiso, Lezama Lima llama al miembro viril “el aguijón del
leptosomático macrogenitoma” distanciado así, gongorinamente, la relación entre
el significado y el significante. Carpentier, en Concierto barroco, no se conforma
con relatar la de suyo paródica mise en scène de una ópera con tema de
Moctezuma, dirigida por Vivaldi en un teatro de Venecia, sino que llega a introducir 4
carnavalescamente, al lado de Vivaldi, Haendel y Scarlatti, la batuta de Stravinsky
y la trompeta viva de Louis Armstrong. En El mundo alucinante, Reinaldo Arenas
hace que Fray Servando Teresa de Mier, si no lo estoy inventando motivado por
la proliferante concatenación de hipérboles en la novela, se escape de la cárcel
disfrazado de rata –así de grandes eran los roedores de las Caldas de Cádiz.
Severo Sarduy llega a identificar a Fidel Castro con el mismísimo Cristo Redentor
en el capítulo titulado “La entrada de Cristo en La Habana” de la novela De donde
son los cantantes.

Es en esta medida extrema, arriba ejemplificada con casos de la literatura cubana,


donde el neobarroco se aproxima a un tipo de producción artística cuya esencia
estriba precisamente en la diferenciación entre la ida y el regreso. Hablo de lo que
Susan Sontag denominó Camp y que Carlos Monsiváis aplicó con acierto a
diversas manifestaciones de la cultura mexicana:

Camp es –reconociendo la falsedad, el anacronismo y la vigencia de esta división-


el predominio de la forma sobre el contenido. Camp es aquel estilo llevado a sus
últimas consecuencias, conducido apasionadamente al exceso. Camp es la
extensión final, en materia de sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro
(…) Camp es el amor de lo no natural, del artificio y la exageración (…) Camp es

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el fervor del manierismo y de lo sexual exagerado. Camp es el aprecio de la
vulgaridad. Camp es la introducción de un nuevo criterio: el artificio como ideal.
Camp es el culto por las formas límite de lo barroco, por lo concebido en el delirio,
por lo que inevitablemente engendra su propia parodia. Camp en un número
abrumador de ocasiones es […] aquello tan malo que resulta bueno.

Algunas características que Monsiváis, siguiendo a Susan Sontag, atribuye al


Camp son evidentemente afines a la estética del neobarroco y aplicables a
diversas obras narrativas hispanoamericanas. Además de pensar en novelas
como De donde son los cantantes del propio Sarduy o El mundo alucinante de
Reinaldo Arenas, pienso en otras que, hasta donde entiendo, no han sido
estudiadas a la luz del neobarroco pero que podrían responder a los postulados
de Sarduy, como Tres novelitas burguesas y La misteriosa desaparición de la
marquesita de Loria de José Donoso u otras de Manuel Puig, tales La traición de
Rita Hayworth o Pubis angelical. Es evidente en ellas, para seguir con la dicotomía
meramente didáctica de Monsiváis, el predominio de la forma sobre el contenido,
amén de otros signos comunes al Camp y al neobarroco. Un lenguaje abundante,
generoso y exquisito parece desperdiciarse en la frivolidad o decadencia de sus
temas. Pero ¿no es el barroco, acaso, el arte del desperdicio, de la excrecencia?:
“La exclamación inefable –dice Sarduy- que suscita toda capilla de Churriguera o
del Aleijadinho, toda estrofa de Góngora o Lezama, todo acto barroco, ya
pertenezca a la pintura o a la repostería: ¡Cuánto trabajo! implica un apenas 5
disimulado adjetivo: ¡Cuánto trabajo perdido!, ¡cuánto juego y desperdicio, cuánto
esfuerzo sin funcionalidad!”

Precisamente tales signos de desperdicio garantizan que el objeto de la parodia


ha sido asumido y superado. Estas novelas que pudieran considerarse
neobarrocas son testimonio de que nuestro discurso novelístico goza ya de los
saludables tributos de la crítica: el humor, el juego, la ponderación. Acaso por
primera vez en nuestra historia literaria, toda una narrativa se significa por
expresar abundantemente, generosamente –hasta el desperdicio- que va de
regreso de las cosas; de regreso de su propia historia.

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