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Es bien sabido que el arte clásico de la Grecia y Roma Antiguas estableció los
cimientos que engendran y sostienen el continuo inconmensurable de obras
producidas en la posteridad de Occidente. En su momento, griegos y romanos se
preocupaban por imitar en el arte a los entes divinos de la existencia; el hombre, la
naturaleza, la perfección, todas estas entidades buscaban ensalzarse o señalarse
en la obra, siempre bajo los auspicios del orden, la proporción y la armonía, desde
luego. Podría decirse, pues, que la antigüedad clásica perseguía en el arte un fin de
divina mimetización.
Dicho esto, no sería atrevido proponer que la transición entre la época Barroca y el
Neoclasicismo sugiere la vuelta a la primera naturaleza de las artes. Ya situados en
el siglo XVIII, será útil recordar que, entonces, la cultura francesa era la
predominante, y esta se divulgaba y se expandía por toda la Europa Occidental.
Ahora el mundo de la ciencia, la filosofía y las artes intenta descifrarse a través del
lente de la razón dejando atrás la desmesura y la extravagancia que reinó en el
vasto e iridiscente ingenio Barroco. Las normas vuelven a ser el limitante primero en
la creación artística. Acerca de tal caso, Francisco Montes de Oca dice en su
Literatura Universal (1959):
De esta manera, dicho siglo se convierte en el Siglo de las luces y nace el fenómeno
de la Ilustración, el cual arrasa, como se dijo antes, sometiendo cualquier hecho
ante la lupa rigurosa de la razón.
Al elevar el estandarte del intelectualismo, se llegaron a cuestionar principios tan
fundamentales como la moral, la ética y la religión, de esta manera -y en palabras
de Montes de Oca- el Siglo de las Luces se convirtió también en el siglo de la
desmoralización, el libertinaje y la irreligiosidad. No es ocioso señalar el hecho de
que los humanos de aquella época hayan preferido una literatura que se apegaba
más a lo moral mientras llevaban a cabo dichas prácticas.
No obstante, llega un momento en que el Siglo de las Luces decae, la razón y la
moral como condiciones primeras en los criterios de composición literaria, se ven
truncados al ser publicada en 1740 Pamela o La Virtud Recompensada de Samuel
Richardson. Según Montes de Oca, en cierta medida esta novela provocó la
renovación de lo que hasta ese momento se había escrito pues, en sus palabras:
“Es la historia de una sirvienta que, tras resistir el asedio de su lascivo dueño,
termina casándose con él. (...) causando fuerte impresión en toda la Europa
sentimental al presentar melodramaticamente las desventuras de la protagonista”.
Entre otras tantas obras y demás acontecimientos, esta novela fue incentivando
progresivamente nuevas ideas entre otros autores. Y mientras tales preferencias
estéticas -la novela psicológica y moral de Richardson, la realista y humorista de
Fielding- se contagiaban con demás autores ingleses, fue expandiéndose por la
Europa Occidental una nueva manera de abordar el fenómeno literario tanto en la
escritura como la recepción. El Romanticismo se aproximaba. Acerca de esto,
Montes de Oca dice que fue en Alemania donde Novalis nota en los albores de esta
corriente un sentido exacto que corresponde a una expresión sentimental opuesta a
la racional de los clásicos. Ahora irrumpía la exaltación del instinto y de lo
sentimental frente a la inteligencia, la didáctica y la ética.
Sirva el contraste anterior para aproximarnos a la obra que me ocupa esta ocasión,
Las Noches Lúgubres (1790) de José Cadalso. Esta obra está estructurada en
diálogos que encierran un pesar angustioso que envuelve al protagonista en una
suerte de delirio que termina por atormentarlo a tal grado de llevarlo a cometer un
acto escandaloso: la exhumación del cuerpo de una mujer que estuvo íntimamente
implicada con él, cabe destacar que a lo largo del texto no se especifica de qué
manera. Tediato es el nombre de el autor de tal idea y del personaje que es poseído
Ramírez 3
por esta fiebre incontenible que nos revela a un hombre instintivo, primitivo,
desembarazado de la moral, evidente crítico de las normas, las instituciones como
el gobierno, la religión y la familia; un perfecto iconoclasta.
Tediato se presenta ante nosotros como un espíritu perturbado y beligerante que no
teme señalar y subrayar las inconsistencias e injusticias que el ser humano puede
sufrir a causa de la entidad inopinada e ingobernable que el decide llamar fortuna. A
lo largo del texto se hace repetida mención de esta entidad ante la cual Tediato
reacciona con cierto aire de inconformidad e injusticia. En la segunda Noche él dice
así:
el título de este trabajo menciona, ¿por qué las Noches Lúgubres son el rito de la
fortuna?
Antes de contestar esta pregunta, es importante definir con claridad lo que es un
rito. Aunque existen muchos matices en la definición de tal fenómeno, en El Mito, El
Rito y La Literatura, he encontrado el que más se acerca a lo que me interesa en
esta ocasión:
Ahora bien, ¿de qué manera está representado el mito en las Noches de Cadalso?
Regresando un poco al texto, es útil señalar el importante detalle de que el plan de
Tediato concluye frustrándose del todo. Y no sólo eso, este se ve impedido a
completar su perversa intención cada una de las veces que lo intenta adjudicando
siempre a la fortuna su adversidad:
súbito de la misma. La adversidad de Tediato nos hace presenciar una y otra vez el
carácter infranqueable de un hecho original e inalterable como la fortuna.