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Boletín del Instituto de Historia Argentina y

Americana Dr. Emilio Ravignani


versión impresa ISSN 0524-9767
Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani no.33 Buenos
Aires ene./dic. 2011

ARTÍCULOS

Comentario a la presentación de Eduardo Míguez "Las crisis argentinas


en perspectiva histórica"

Juan Carlos Korol

Universidad de Buenos Aires

En primer lugar, quiero agradecer al Instituto Ravignani y en especial a su director José


Carlos Chiaramonte la invitación a participar de estas Jornadas. Por supuesto, también a
Eduardo Míguez por una presentación de los problemas argentinos cuya brevedad no la
hace menos abarcativa y nos incita a reflexionar sobre tales problemas.

Los argentinos nos hemos acostumbrado a sufrir las alternativas políticas y económicas
del país casi como se sufren las inclemencias del clima, al mismo tiempo que muchas
veces preferimos no mirar con suficiente atención las consecuencias sociales de esas
crisis y seguimos aspirando al cumplimiento de lo que alguna vez pareció ser un destino
de grandeza.

Es útil, en ese sentido, partir de la diferenciación que hace Míguez de la necesidad de


contar con un "recitativo de la coyuntura" que nos permita encontrar sentido a las
múltiples crisis que se pueden registrar en nuestra historia. El análisis de la manera en
que las variables económicas, políticas y sociales se combinan en un momento dado
resulta imprescindible para entender las crisis argentinas. En esos escenarios
cambiantes, los comportamientos de los actores resultan centrales y no suelen estar
sobredeterminados -como creímos alguna vez- por variables atemporales.

También es necesario tratar de entender esas crisis en "perspectiva histórica", expresión


un tanto ambigua y que supongo estaba en el espíritu de los organizadores de las
Jornadas presentarla como tal. Pero a pesar de las posibles ambigüedades de la
expresión, es aquí donde me gustaría detenerme. Y más allá de hacerlo por las obvias
restricciones de tiempo y espacio, quisiera hacerlo por dos razones. La primera tiene
que ver con la aspiración de los mortales que vivimos en este rincón del planeta, que
reside en encontrar "una explicación" que nos haga más soportable la incertidumbre. Es
decir, sabemos que estamos mal, pero saber por qué estamos mal parece ofrecer de
alguna manera una respuesta tranquilizadora. La segunda razón es, creo, más importante
y reside en preguntarse si los estudios puntuales de las distintas crisis y períodos de la
historia argentina, de los que tenemos algunas muestras ejemplares entre los producidos
por los participantes de estas Jornadas, nos permiten extraer alguna conclusión general.

El mismo Eduardo Míguez resumió hace algún tiempo las principales hipótesis que
intentan explicar "El fracaso argentino".1 Mas allá del debate que ese texto suscitó en su
momento, es claro que las explicaciones no terminan de cerrar. Hagamos una vez más el
inventario.

Eduardo Míguez distinguía entre las explicaciones que consideraba basadas en razones
"estructurales" y las que creía que tenían más relación con la coyuntura y las políticas
económicas, aunque no dejaba de tener en cuenta que todas ellas podían ser parte de la
explicación de un momento particular.

Entre las explicaciones que consideraba "estructurales", encontraba las que se


relacionaban con el legado colonial, el rol de las instituciones, la asimetría en las
relaciones internacionales, los problemas del ahorro y la inversión y la formación de
capital, y las características de la clase dominante. Entre las segundas, encontraba las
hipótesis que se centraban en el rol del Estado, en los problemas político-institucionales
y en particular en las políticas económicas.

Hacia el final nos proponía una perspectiva histórica sobre el problema que hoy
encuentra insuficiente. Nos dice:

[En parte], el relativo estancamiento posterior a 1930 fue el ajuste a su propia capacidad productiva de
una economía que había crecido, gracias a una bonanza de recursos naturales, más allá de lo que su
desarrollo humano e institucional hacían previsible [...], debilitado el peso relativo del subsidio de
ingresos generado por una renta agraria extraordinaria, la puja distributiva habría generado un conflicto
político que al distorsionar el marco institucional, terminaría afectando la productividad y la estabilidad
económico-institucional.

Incorpora también críticamente la hipótesis de Gerchunoff y Llach, que "argumentaron


que el hecho de que los productos de exportación formaran la canasta básica alimentaria
llevó a políticas que a través de alimentos baratos, beneficiaban a los consumidores y a
la industria, pero perjudicaban a los sectores exportadores de mayor productividad
limitando el crecimiento." Hoy suma a su presentación del estancamiento económico de
la Argentina en el siglo XX el análisis del sistema político (incluyendo el problema del
federalismo) de la crisis social y de la relación entre ideología y desarrollo, con una
conclusión que no es precisamente optimista sobre nuestro futuro.

Dada la complejidad de las cuestiones en discusión, quisiera volver a la pregunta inicial


sobre la posibilidad de extraer generalizaciones del relato mismo de los
acontecimientos. En este sentido, algunas de las explicaciones que han sido
mencionadas antes aparecen como constantes durante buena parte de nuestra historia.
Me refiero específicamente al desequilibrio en las relaciones internacionales, el rol del
Estado y el efecto de las políticas económicas, y a la dificultad para construir consensos
duraderos en la Argentina.
En primer lugar, el desequilibrio en las relaciones internacionales, ese fenómeno que
solíamos llamar "dependencia". Tulio Halperin se encargó de señalar que se trataba de
una situación y no precisamente de una teoría. Nos encontramos, entonces, con una
situación que afectó, y creo afecta, a la Argentina y también a toda América Latina.
Bastaría mencionar para apoyar esta afirmación las dificultades que encuentran los
países exportadores de bienes primarios de la región para establecer y negociar las
reglas equitativas en el comercio internacional de esos bienes. Pero esa situación no fue
igual durante toda nuestra historia, las relaciones variaron por muchas razones; la
primera y más obvia, por los cambios en los centros hegemónicos mundiales. Aunque
también por las respuestas que cada país encontraba para lidiar con ella. Alcanza con
recordar que si el gobierno de Getulio Vargas establecía una alianza con los Estados
Unidos, facilitada claro por la relación comercial entre los dos países, la Argentina del
primer peronismo establecía una relación conflictiva, que si bien también puede ser
perfectamente explicable, tendrá entre otras consecuencias el conocido boicot a nuestras
exportaciones.

Los resultados fueron muy claros: Brasil estableció la industria siderúrgica hacia 1941
en Volta Redonda, y muchos consideran que este fue el inicio de la industrialización
brasileña que le permitió encontrarse hoy entre los países emergentes más importantes.
No obstante, ambos países se encontraban inmersos en las conocidas políticas
mercadointernistas y de sustitución de importaciones. A largo plazo, las consecuencias
parecen diferentes.

Esto nos lleva a las políticas del Estado. Lo más evidente es que en el "corto siglo XX",
tuvieron como característica más destacada la falta de continuidad, en particular en lo
que se refiere a las políticas económicas, pero no sólo en cuanto a ellas. Es decir, los
cambios en las políticas han sido tan frecuentes y tan marcados -la Argentina parece
tener la especial cualidad de llevar las políticas a sus extremos y creo que la experiencia
de la convertibilidad es un buen ejemplo de ello- que es indudable que esos cambios y
la profundidad de las diferencias han implicado una fuerte incertidumbre para los
actores con las consecuencias negativas conocidas en las decisiones de mediano plazo
para el crecimiento de la economía y la estabilidad institucional.

¿Cuáles son las razones para esos cambios frecuentes y profundos en las políticas del
Estado? El Estado -nos dicen nuestros colegas desde la Ciencia Política- es una relación
de dominación. Pero también se ha señalado que es, en todo caso, esencialmente un
proyecto en ese sentido. 2 La historia de América Latina nos muestra que esos proyectos
han sido más o menos exitosos dentro de la región. También que los procesos de
consolidación pueden ser sólo experiencias más o menos duraderas. Los ejemplos de
México antes y después de la revolución de 1910, o la historia de Bolivia, lo muestran
con alguna claridad.

El Estado argentino pareció efectivamente consolidarse luego de las luchas civiles


posteriores a la independencia, y en especial, durante el llamado período de la
"Organización Nacional". Pero es muy evidente que entra en crisis en el siglo XX, y
creo que 1930 fue la fecha precisa en que ello ocurrió.

En una sociedad dividida por intereses y proyectos antagónicos, el control del Estado,
por más débil que este fuera, parecía asegurar la posibilidad de imponer políticas que
favorecieran a uno u otro sector en pugna. El control del Estado, o más bien la captura
del Estado, aparecía -y me temo que sigue apareciendo- como la garantía del triunfo.
Esos triunfos fueron siempre -por desgracia en algún caso; creo que felizmente respecto
de muchos de ellos- sólo transitorios.

Alguna vez Juan Carlos Portantiero hablaba de el "empate hegemónico" aplicando a la


sociedad argentina un análisis que se quería marxista. Es posible que el concepto pueda
aplicarse en algún momento de la historia argentina. Pero es evidente que ese empate, si
alguna vez existió, se rompía de un modo reiterado y distintos sectores se lanzaban a la
captura del Estado.

Esto nos lleva al último tema discutido por Míguez: la relación entre ideología y
desarrollo y las dificultades para establecer consensos colectivos. La dificultad de
establecer esos consensos, la imposibilidad de encontrar en el adversario un oponente
legítimo, parecen estar en la base de las crisis argentinas. Es aquí donde tal vez
podríamos encontrar otra continuidad, pero también aparecen las diferencias, pues los
antagonistas no suelen ser los mismos, ni mantenerse inalterados en el tiempo.

Pero también las dificultades para construir consensos son un problema que debería ser
explicado, y si rechazamos las explicaciones culturalistas que aparecen como demasiado
esencialistas, sólo nos queda volver al análisis de los procesos, al "recitativo de la
coyuntura" para encontrar una explicación histórica.

En resumen, a diferencia de lo que pensaba Rostow, el desarrollo económico y la


consolidación institucional no constituyen un proceso automático. La Argentina es un
extraño caso de desarrollo fallido. Parecía tener buena parte de las condiciones, pero
éstas no alcanzaron. Tal vez lo que requiere explicación son los procesos exitosos. Es
muy difícil explicar la historia que no fue. Es nuestra tarea tratar de entender el pasado
como fue y entender los múltiples significados que ese pasado tiene tanto para los
actores como para nosotros.

Notas

1
Eduardo Míguez, "El fracaso argentino", en Desarrollo Económico, Buenos Aires, v. 44, núm. 176, p.
483-514, 2005. [ Links ] Véase la extensa bibliografía allí citada.

2
Véase al respecto Philip Corrigan y Derek Sayer, The Great Arch: English State Formation as Cultural
Revolution, Oxford, Blackel, 1985. [ Links ]
Boletín del Instituto de Historia Argentina y
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Aires ene./dic. 2011

ARTÍCULOS

Comentario a Eduardo Míguez

Pablo Gerchunoff

Universidad Torcuato di Tella

Agradezco al Instituto Ravignani la invitación a participar en estas Jornadas. Y


agradezco también que me hayan permitido comentar el excelente trabajo de Eduardo
Míguez. De los temas cruciales que trata me voy a concentrar en uno de ellos, que es a
la vez un favorito del propio Míguez. Me refiero a la cuestión de la supuesta decadencia
económica argentina a partir de alguna fecha siempre discutible y a veces caprichosa:
¿1914? ¿1930? ¿1945? He escrito más de una vez sobre el tema y esta oportunidad me
sirve para repasar, corregir y hasta contradecir mis propios argumentos. Algo, sin
embargo, va a quedar en pie: sigo creyendo que buena parte de las dificultades
argentinas en materia económica -ciertamente no todas- se vincula con su carácter de
productor de alimentos de clima templado, su nacimiento, su auge, su declinación.

Quiero partir de la propia noción de decadencia con el objetivo primordial de


cuestionarla: no somos lo que alguna vez soñamos ser -o creímos ser- porque aquello
que alguna vez soñamos ser -o creímos ser- era un error de apreciación o un sueño
irrealizable. Permítanme sugerirles que el primer sueño nació con la independencia y no
se conecta con la cuestión de los alimentos. Para ponerlo de manera simple, las fronteras
no estaban definidas y era aún posible que la rica minería del Alto Perú formara parte de
lo que más tarde sería la Argentina. Con las derrotas militares, el Alto Perú quedó del
lado equivocado y la geografía económica del país terminó siendo algo mezquina,
notablemente desigual y, sobre todo, fuente de una perplejidad: allí donde vivía la
mayor parte de la población, en las provincias del Norte y del Noroeste que habían
comerciado de un modo activo con el Potosí y habían sido parte de su ruta al puerto,
reinaba la pobreza y el atraso, apenas matizado por la presencia de una rudimentaria
industria artesanal; en el Litoral, todavía un desierto demográfico, florecía la ganadería
que abría las compuertas para la dinámica exportación de cuero, tasajo, sebo y más tarde
lana. Cuando en 1860 la Provincia de Buenos Aires, liderada por Mitre y relativamente
enriquecida, firmó con retoques la Constitución que el resto de las provincias había
acordado en 1853, nacía la república federal unificada, pero nacía con ese sello de
heterogeneidad económica territorial que la acompañaría por el resto de los tiempos. El
sueño minero, exacerbado por los descubrimientos de mediados del siglo XIX en
Estados Unidos y en Australia, y que de haberse realizado hubiese sido la salvación de
muchas provincias y hubiese corregido al menos en parte las desigualdades regionales,
tuvo una terca persistencia. De él participaron al menos Rivadavia, Sarmiento, Alberdi,
el propio Mitre, Roca, Yrigoyen, Alvear, Justo, Perón, Frondizi y Menem. Sin embargo,
a pesar de algunos tímidos hallazgos, nunca fue la Argentina un país minero y quizá
nunca debió llamarse Argentina. Eso limitó su abundancia de recursos naturales. En un
estudio reciente, François Bourguignon ha mostrado que la riqueza natural por persona
es en la Argentina mucho menor que en Nueva Zelanda, Australia y Canadá, y menor
aun que en Estados Unidos, Chile y varios países petroleros.

A diferencia del primero, el segundo sueño se materializó, pero duró algo menos de
medio siglo. Cuando a partir de 1870 los ferrocarriles se extendieron por el territorio y
redujeron de manera dramática los costos de transporte interno, se expandieron los
frutos de la tierra de bajo valor específico, la agricultura del trigo, del maíz y del lino,
hasta entonces confinada a las colonias santafesinas y entrerrianas vecinas a los ríos; y
cuando el buque frigorífico arribó por primera vez al puerto de Buenos Aires en 1877
pudo exportarse carne congelada para alimento de las clases trabajadoras de Gran
Bretaña y Europa Continental en lugar de tasajo para los esclavos de Brasil y Cuba. Así
fue que la Argentina se convirtió, gracias a innovaciones tecnológicas ajenas, en una
potencia alimentaria y, entre 1880 y 1914, en la nación de más alto crecimiento del
mundo después de Canadá. Por lo demás, lo que no pudo la frustrada minería lo pudo el
sector agropecuario competitivo: la reasignación de la multiplicada renta de la tierra fue
la palanca que sirvió para moderar las desigualdades regionales y cimentar una siempre
tensa coalición de provincias ricas y provincias pobres, inimaginable pocos años antes.
El Estado nacional, convertido al proteccionismo desde la Ley de Aduanas de 1876 y
más nítidamente desde tiempos de Roca, cobraba los crecientes derechos de importación
-y a veces de exportación-, colocaba deuda que la nueva promesa productiva parecía
permitir, y gastaba los fondos así obtenidos no sólo en obras para el núcleo productivo
pampeano sino también en otras que beneficiaban a las provincias postergadas: el
tendido ferroviario fue más allá de la pampa fértil y llegó a la frontera con Chile y a la
frontera con Bolivia; la educación primaria y los colegios nacionales se difundieron por
el territorio y lo mismo ocurrió con el correo y los telégrafos. Pero para que todo ello no
tuviera un efecto contraproducente, esto es, para que no se convirtiera en el catalizador
de emigraciones masivas al Litoral, hacía falta cerrar el círculo estimulando
producciones locales que retuvieran población en el Interior. Eso ocurrió con el vino de
Mendoza, con el azúcar tucumano, con el quebracho santiagueño. La contrapartida de
ese esfuerzo retentivo fue la inmensa migración ultramarina que se requirió para
satisfacer la demanda de trabajo del litoral agrario y de la gran ciudad de los servicios.
A diferencia de Australia, la Argentina necesitaba -aunque sus dirigentes políticos y sus
intelectuales no siempre deseaban- ser una Torre de Babel.

¿Por qué ese mecanismo de relojería económico y político se agotó? Las potencias
alimentarias tienen su talón de Aquiles: como lo formuló antes de que finalizara el siglo
XIX el estadístico alemán Ernst Engel, la demanda de alimentos se desacelera cuando
los compradores se vuelven prósperos y gastan sus ingresos incrementados en nuevos
productos. Eso ocurrió -en un proceso difícil de fechar- tanto en las Islas Británicas
como en Europa Continental: satisfechas de papa, carne, pan, leche y panceta, las
sociedades industriales soñaban ya con bienes de consumo durables, en particular con
los automóviles, y en ese sueño le ponían un límite al sueño agrario argentino como
fuente de crecimiento ilimitado. Durante los años veinte se tornó visible que el poder de
compra de las exportaciones -el volumen de las exportaciones multiplicado por los
términos del intercambio- perdía su dinámica de antaño, pero hizo falta un
acontecimiento tan dramático como la crisis de 1930 para que también se tornara visible
que ya no había vuelta atrás y que el patrón productivo inevitablemente tenía que
cambiar. Podemos adjudicar la conciencia de ese cambio a la mirada de águila de Raúl
Prebisch y Federico Pinedo, pero creo que fue más bien una identidad contable: si el
poder de compra de las exportaciones se estancaba, las importaciones por definición se
frenaban; para evitar una violenta contracción económica, había que producir en el
marco interno lo que antes se importaba. De ese modo cobró impulso y se diversificó la
hasta entonces modesta industria argentina.

¿Acaso con el paso del tiempo dejó atrás esa modestia? Si la Argentina había sido por
medio siglo una potencia alimentaria, estuvo lejos de convertirse durante el siguiente
medio siglo en un país industrial robusto. Hubo razones. A diferencia de Brasil, el país
carecía de escala, y obligado por la anemia exportadora se diversificó en exceso como
para tener una industria completamente volcada al mercado interno y a la vez eficiente;
ya sabemos que en las entrañas de la tierra no había minerales preciosos en abundancia,
pero tampoco hierro y carbón, los insumos críticos de la Revolución Industrial; por lo
demás, las fechas no fueron afortunadas: demasiado tarde para competir con Estados
Unidos, Inglaterra o Alemania y demasiado temprano para hacer el aprendizaje -como
lo hicieron Japón o Corea- al calor de un comercio mundial pujante. Conviene, sin
embargo, evitar el desdén e indagar de forma breve en los matices de la historia. Entre
1930 y 1945, la industria argentina dio empleo a los hijos de los chacareros
empobrecidos del Litoral en los nuevos talleres metalúrgicos y en las manufacturas
trabajo-intensivas que transformaban los cultivos industriales del Norte y el Oeste, ya
no sólo el vino y el azúcar sino también el algodón, la yerba mate, el tabaco, el té y la
madera; entre 1945 y fines de la década de 1950 no creció tanto el empleo pero sí los
salarios, de modo que por imperio de una sorpresiva Ley de Engel interna florecieron
además las fábricas de cocinas, heladeras y muebles. Tanto en épocas de la
Concordancia como en épocas de Perón se preservó mediante subsidios a las
producciones provinciales aquella vieja coalición regional nacida durante el último
cuarto del siglo XIX, pero en épocas de Perón se consolidó una nueva coalición, esta
vez una coalición de clase entre el empresariado nacional urbano mercado-internista y
las clases populares urbanas.

Ambas coaliciones, la regional y la de clase, perdurarían poco tiempo más y quizá valga
la pena detenerse en el nudo crítico que las desarticuló. Las clases medias fortalecidas y
ampliadas durante el gobierno de Perón ya demandaban de forma masiva bienes de
consumo durables que, con las exportaciones creciendo lentamente, no podían
abastecerse mediante importaciones sino mediante producción doméstica. Con la Ley de
Engel interna operando, esos bienes y sus insumos -el emblema era el automóvil, el
hierro y el plástico que se necesitaban para fabricarlo y los combustibles para echarlo a
andar- se convertirían por un tiempo en lo más dinámico de la economía argentina.
Había, sin embargo, dos problemas eslabonados. El primero era que el empresariado
nacional, atrasado en términos tecnológicos y sin respaldo financiero, no podía hacer las
inversiones, de modo que Frondizi convocó a firmas extranjeras para llevarlas a cabo.
Para garantizarse los bienes de capital y los bienes intermedios importados que requería
el proceso productivo, y para garantizarse asimismo la remisión de utilidades y
dividendos a futuro, esas firmas pidieron -y obtuvieron- la liberación del mercado
cambiario y un ajuste del tipo de cambio real que equilibrara la balanza de divisas. Los
salarios cayeron y la coalición urbana-popular sufrió su primer y duro golpe. La
esperable resistencia de los trabajadores inauguró una larga carrera entre tipo de cambio
y salarios, y consecuentemente la emergencia de la alta inflación. Si había un proyecto
modernizador en los albores de los años sesenta, tuvo allí su costo. El segundo
problema combinaba la cuestión externa y la cuestión fiscal. Los nuevos sectores
dinámicos, a diferencia de lo que había ocurrido durante los años treinta a sesenta,
tenían un sesgo capital-intensivo y recibían subsidios a la inversión. Con el tiempo,
recibieron también subsidios a las exportaciones, porque a pesar de que el agro se estaba
reanimando con timidez de la mano de la revolución verde, la restricción externa seguía
siendo severa y los gobiernos de la era desarrollista depositaron sus esperanzas en la
autogeneración de divisas por parte de la nueva industria. ¿Quién financiaría las
erogaciones? En buena medida los cultivos industriales, sobre todo el azúcar y el
algodón, que ya aportaban poco al crecimiento económico y perdieron sus subsidios. El
impacto demográfico fue letal. Tucumán y Chaco perdieron población entre 1960 y
1970, y el aluvión que cayó sobre las periferias urbanas de Buenos Aires, Rosario y
Córdoba fue la semilla de los campamentos de refugiados sociales de principios del
siglo XXI. Si había un proyecto modernizador en la segunda mitad de los años sesenta,
tuvo allí su costo.

Durante los años setenta y hasta principios de los años noventa, con la quiebra de las
coaliciones, se perdió la hoja de ruta. Es imposible narrar la historia de esos años en la
parsimoniosa clave de la evolución de patrones productivos, como lo hemos hecho hasta
ahora. Los temas de la época, en dictadura pero por desgracia también en democracia,
fueron inflación, deuda, dinámica macroeconómica caótica, caída del ingreso nacional,
aumento de la pobreza. Pero desde 1990, aun atravesando la crisis más importante de la
historia económica argentina, pareció que un rumbo se reencontraba. La aparición de
países pobres que despegaban en términos industriales y demandaban alimentos le puso
un paréntesis a la Ley de Engel y facilitó la reapertura comercial argentina, por unos
años con un sesgo inédito al libre comercio (Menem), luego con un sesgo más
proteccionista (Kirchner). No obstante, el segundo centenario es sólo en apariencia un
regreso al pasado. Los despojos sociales de la Argentina mercado-internista hacen oír su
sorda voz de reclamo; al mismo tiempo, un interrogante nos devuelve a aquella
inquietud que a comienzos del siglo XX no supimos resolver: ¿qué producirá el país en
forma competitiva cuando se enfrente a un nuevo e inevitable crepúsculo de la demanda
de alimentos?

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