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En La Soledad de Los Campos de Algodon Koltes
En La Soledad de Los Campos de Algodon Koltes
CAMPOS DE ALGODÓN.
Bernard – Marie Koltès.
EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN
Bernard – Marie Koltès
EL DEALER
Si usted anda paseando a esta hora y por este lugar, es porque desea algo que no
tiene, y yo se lo puedo ofrecer; porque, si estoy en este lugar desde hace más
tiempo que usted y por más tiempo que usted, y si incluso a esta hora – que es la
hora de las relaciones salvajes entre los hombres y los animales – no me voy de
aquí, es por que tengo lo necesario para satisfacer el deseo que pasa delante de
mí, y es como un peso que tengo que sacarme de encima para ponerlo en alguien
que pase delante de mi, hombre o animal. Por eso me acerco a usted, a pesar de
esta hora, que es cuando, generalmente, el hombre y el animal se arrojan
salvajemente uno sobre el otro; yo me le acerco con las manos abiertas y las
palmas vueltas hacia usted, con la humildad del que propone frente al que
compra, con la humildad del que posee frente al que desea; y veo su deseo como
se ve una luz que se enciende, en la ventana de un edificio, al anochecer; me
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acerco a usted, como el anochecer se acerca a esa primera luz, suavemente,
respetuosamente, casi afectuosamente, dejando muy abajo en la calle al animal y
al hombre tirar de sus correas y mostrarse salvajemente los dientes. No es que
haya adivinado lo que usted puede desear, ni que este apurado por conocerlo;
porque el deseo de un comprador es lo más melancólico que existe, algo que se
contempla como un secreto que sólo pide ser penetrado y con el cual nos
tomamos un tiempo antes de penetrarlo, como un regalo que recibimos embalado
y con el cual nos tomamos un tiempo en desatar. Pero es que yo mismo he
deseado, desde el momento en que estoy en este sitio, todo lo que todo hombre o
animal puede desear a esta hora de oscuridad que lo hace salir fuera de su casa,
a pesar de los gruñidos salvajes de los animales insatisfechos y de los hombres
insatisfechos; por eso sé – mejor que el comprador inquieto que guarda por un
instante su misterio, como una virgencita educada para ser puta - que lo que usted
me va a pedir, ya lo tengo, y que para usted es suficiente pedírmelo, sin sentirse
herido por la aparente injusticia que suele sentir el que pide frente al que propone.
Ya que en esta tierra no hay otra injusticia más verdadera que la injusticia de la
tierra misma, que es estéril por el frío o estéril por el calor, y raramente fértil por la
suave mezcla de lo caliente y lo frío, no hay injusticia para quien anda por el
mismo pedazo de tierra sometida al mismo frío a al mismo calor o a la misma
suave mezcla, y todo hombre o animal que puede mirar a otro hombre o animal a
los ojos es su par porque andan sobre la misma línea fina y plana de latitud,
esclavos de los mismos fríos y de los mismos calores, igualmente ricos e
igualmente pobres; y la única frontera que existe es la que hay entre el comprador
y el vendedor, pero es incierta, porque los dos poseen el deseo y el objeto del
deseo, a la vez hueco y abultado, con menos injusticia todavía de la que hay en
ser macho o hembra entre los hombres o los animales. Por eso es que
provisoriamente tomo prestada la humildad y le presto la arrogancia, para que se
nos distinga a uno del otro a esta hora que es ineluctablemente la misma para
usted y para mí. Dígame, entonces, virgen melancólica, en este momento en el
que gruñen sordamente hombres y animales, dígame que desea para que pueda
proveerlo, y lo voy a proveer suavemente, casi respetuosamente, y tal vez con
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afecto; luego, después de haber colmado los huecos y aplanado los montones que
hay entre nosotros, nos alejaremos el uno del otro, en equilibrio sobre la delgada y
plana línea de nuestra latitud, satisfechos en medio de los hombres y de los
animales insatisfechos de ser hombres, insatisfechos de ser animales; pero no me
pida que adivine su deseo; estaría obligado a enumerar todo lo que poseo para
satisfacer a los que pasan delante de mí desde que estoy acá, y el tiempo que
necesitaría esa enumeración desecaría mi corazón y quizá fatigaría su esperanza.
EL CLIENTE
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demostrarme que no es el azar de los ascensores lo que lo puso a usted aquí,
sino una imprescriptible ley de gravedad que le es propia, que usted carga, visible,
sobre los hombros, como un bolso que lo ata a esta hora, en este lugar desde
donde usted evalúa, suspirando, la altura de los edificios.
En cuanto a lo que deseo, si hubiera algún deseo que pudiera recordar ahora, en
la oscuridad del crepúsculo, en medio de gruñidos de animales a los que ni
siquiera se les ve el rabo – además deseo que se olvide de la humildad y que no
me ofrezca la arrogancia, porque si tengo alguna debilidad por la arrogancia, odio
la humildad, en mí y en los otros y este intercambio me disgusta -, lo que yo
pudiera desear seguramente usted no lo tendría. Mi deseo, si lo hubiera, quemaría
su rostro al expresárselo, le haría retirar las manos con un grito y usted huiría en la
oscuridad como un perro que corre tan rápido que no se le ve la cola. Pero no, lo
turbio de este lugar y de esta hora me hace olvidar que alguna vez pude haber
tenido algún deseo del cual acordarme; no, no tengo ningún deseo como tampoco
nada que ofrecerle, así que va a ser necesario que se corra para que no me
desvíe, que se salga del eje que yo seguía, que se anule porque esa luz, allá
arriba, en lo alto del edificio, al cual se acerca la oscuridad, continúa brillando
imperturbable; perfora esa oscuridad, como un fósforo encendido perfora el trapo
que pretende ahogarlo.
EL DEALER
Hace bien en pensar que no desciendo de ninguna parte y que no tengo ninguna
intención de subir, pero se equivocaría si creyera que lo lamento. Evito los
ascensores como un perro evita el agua. No es que se nieguen a abrirme la puerta
ni que me repugne encerrarme, sino que los ascensores en movimiento me hacen
cosquillas, y, entonces, allí pierdo mi dignidad; y, aunque me gusta que me hagan
cosquillas, también quiero que no me las hagan apenas lo exige mi dignidad. Los
ascensores son como ciertas drogas; demasiado uso hace que uno flote, nunca
subir, nunca bajar, confundir líneas curvas con líneas rectas y congelar el fuego en
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su centro. Sin embargo, desde que estoy en este lugar sé reconocer las llamas
que, de lejos, detrás de los vidrios, parecen heladas como crepúsculos de
invierno; pero basta que nos acerquemos suavemente, tal vez afectuosamente,
para recordar que no hay ninguna luz definitivamente fría; mi propósito no es
hacer que usted se apague, sino protegerlo del viento y secar la humedad del
instante al calor de esta llama. Porque, diga lo que diga, la línea, tal vez recta,
sobre la cual usted caminaba, se torció cuando usted me percibió y capte el
instante preciso en que su camino se volvió curvo; y no curvo para alejarlo de mí,
sino curvo para venir a mí; de otra manera, nunca nos hubiéramos encontrado y,
de antemano, se habría alejado de mí, porque usted caminaba a la velocidad de
quien se desplaza de un punto a otro, y nunca lo habría alcanzado porque yo sólo
me desplazo lentamente, tranquilamente, casi con inmovilidad, al paso de quien
no va de un punto a otro, sino que, en un lugar invariable, se acerca a quien pasa
delante de él y espera que modifique ligeramente su recorrido. Y si digo que
describió una curva – y quizá va a pretender que era un desvió para evitarme, a lo
cual voy a afirmar, en respuesta, que fue un movimiento para acelerarlo -, sin duda
es porque, a fin de cuentas, usted no se desvió, porque toda línea recta sólo existe
en relación con un plano, porque nos movemos según dos planos distintos y
porque, sintetizando, el único hecho que cuenta es que miró y que intercepté esa
mirada, o fue al revés, y que la línea sobre la cual se desplazaba, de absoluta que
era se hizo relativa y compleja en consecuencia: ni curva ni recta, sino fatal.
EL CLIENTE
Sin embargo, para agradarle, no tengo deseos ilícitos. Mi propio negocio lo hago
en las horas aceptadas del día, en los comercios aceptados e iluminados con luz
eléctrica. Tal vez sea puta, pero si lo soy, mi prostíbulo no es de este mundo; el
mío se extiende bajo la luz legal y cierra sus puertas a la noche, sellado por la luz
e iluminado con luz eléctrica, porque ni siquiera la luz del sol es confiable; además
es complaciente. ¿Qué es lo que usted espera de un hombre que no da un paso
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sin que éste sea aceptado y sellado y legal e inundado de luz eléctrica en sus
menores recovecos? Y si estoy aquí, en recorrido, a la espera, en suspensión, en
desplazamiento, fuera de juego, fuera de vida, provisorio, prácticamente ausente,
por así decir en otra parte – porque si se dice de un hombre que cruza el Atlántico,
que en un momento dado está Groenlandia, ¿está en Groenlandia o en el corazón
tumultuoso del océano? -, y si yo me desvié, a pesar de que no haya razón alguna
para que se tuerza de repente mi línea recta, del punto desde donde vengo al
punto hacia donde voy, es porque usted me impide el camino, lleno de intenciones
ilícitas y de sospechas referidas a mí de intenciones ilícitas. Ahora bien, sepa que
lo que más me repugna en el mundo, incluso más que la intención ilícita, más que
la actividad ilícita misma, es la mirada de quien sospecha que uno esta lleno de
intenciones ilícitas y que acostumbra tenerlas; no solamente a causa de esa
mirada misma - aunque es turbia al punto de enturbiar un torrente de montaña (y
la mirada suya haría subir el barro desde el fondo de un vaso de agua) -, sino
porque, por el solo peso de esa misma mirada sobre mí, la virginidad que hay en
mí se siente repentinamente violada, la inocencia culpable, y la línea recta,
destinada a llevarme de un punto luminoso a otro punto luminoso, por culpa suya,
se tuerce y se vuelve un laberinto oscuro en el oscuro territorio donde me perdí.
EL DEALER
Usted trata de poner una espina debajo de la silla de mi caballo para que se ponga
nervioso y se deboque, pero, aunque mi caballo es nervioso y poco dócil, lo tengo
con las riendas cortas y no se desboca con tanta facilidad; una espina no es un
cuchillo, el caballo conoce el espesor de su cuero y puede aguantar la picazón.
Sin embargo, ¿quién conoce de verdad los humores de los caballos? A veces
aguantan una aguja en su flanco, a veces algo que queda debajo del arnés puede
hacerlos encabritar y girar sobre ellos mismos y desensillar al jinete. Sepa
entonces que, si le hablo a esta hora, así, suavemente, tal vez todavía con
respeto, usted no me responde de la misma manera, sino forzosamente, según un
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lenguaje que hace que lo reconozcamos como miedo, con un miedo pequeñito y
agudo, sin sentido, demasiado visible, como el de un chico frente a un posible
paliza de su padre; yo tengo el lenguaje del que no se deja reconocer, el lenguaje
de este territorio y de este lapso en que los hombres tiran de la correa y en el que
los cerdos chocan con la cabeza contra el corral; yo contengo mi lengua como se
contiene a un semental por las riendas para que no se lance sobre la yegua,
porque si soltara las riendas, si distendiera levemente la presión de mis dedos y la
tracción de mis brazos, mis palabras me harían caer de la silla y se lanzarían
hacia el horizonte con la violencia de un caballo árabe que huele el desierto y que
no puede frenar. Por eso, sin conocerlo, lo he tratado correctamente desde la
primera palabra, desde el primer paso que di en su dirección, un paso correcto,
humilde y respetuoso, sin saber siquiera si algo en usted merecía respeto, sin
conocer nada de usted que pueda enseñarme si la comparación de nuestros dos
estados autorizaba que yo fuera humilde y usted arrogante, le he dejado la
arrogancia a causa de la hora del crepúsculo en la que nos acercamos uno al otro,
porque la hora del crepúsculo en la que se acercó a mí es aquella en la que la
corrección ya no es obligatoria y por eso se hace necesaria, en la que sólo es
obligatoria una relación salvaje en la oscuridad, y hubiera podido arrojarme como
un trapo sobre la llama de una vela , hubiera podido tomarlo por el cuello de la
camisa, por sorpresa. Y esa corrección, necesaria pero gratuita, que le he ofrecido
lo liga a mí, solamente porque hubiera podido, por orgullo, pisarlo como una bota
pisa un desecho de papel, porque sabía, por esa altura que nos diferencia
básicamente – y a esta hora y en este lugar, sólo la altura nos diferencia -, ambos
sabemos quién es la bota y quien el desecho de papel.
EL CLIENTE
Aunque lo haya hecho, sepa que hubiera deseado no haberlo mirado. La mirada
pasea, se posa y cree encontrarse en terreno neutro y libre, como una abeja en un
campo florecido, como el hocico de una vaca en el espacio cerrado de una
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pradera. Pero, ¿qué hacer con la mirada? Mirar hacia el cielo me pone nostálgico
y fijar la mirada en el suelo me entristece: extrañar algo y recordar que no lo
tenemos son dos cosas igualmente agobiantes. Entonces es necesario mirar bien
delante de uno, a la propia altura, sea cual sea el nivel donde se posó
provisoriamente el pié; por eso, cuando caminaba por donde caminé hace un
momento y donde ahora estoy detenido, mi mirada debía chocar tarde o temprano
con toda cosa posada o en movimiento a la misma altura que yo; ahora bien, por
la distancia y las leyes de perspectiva, todo hombre y todo animal está provisoria y
aproximadamente a la misma altura que yo. En efecto, quizá la única distancia que
nos queda para distinguirnos, o la única injusticia – si prefiere -, es la que hace
que uno tenga vagamente miedo de un posible chirlo del otro; y la única
semejanza, o única injusticia - si prefiere -, es la ignorancia que tenemos del grado
según el cual ese miedo es compartido, del grado de realidad futura de esos
chirlos y del grado respectivo de su violencia. Así, no hacemos otra cosa que
reproducir el vínculo ordinario de los hombres y de los animales entre ellos en las
horas y en los lugares ilícitos y tenebrosos que ni la ley ni la electricidad han
invadido; por eso, por odio a los animales y por odio a los hombres, prefiero la ley
y prefiero la luz eléctrica y tengo razón para creer que toda luz natural y todo aire
no filtrado y la temperatura no corregida de las estaciones hace azaroso al mundo;
porque no hay paz ni derecho en los elementos naturales, no hay comercio en el
comercio ilícito, hay sólo amenaza y la huída y el golpe sin objeto para vender, y
sin objeto para comprar, y sin dinero valido y sin escala de precios, tinieblas de los
hombres que se abordan en la noche; y si usted me abordó, es porque, a fin de
cuentas, me quiere golpear; y si le preguntara por qué me quiere golpear, me
contestaría – lo sé – que es por una razón secreta incluso para usted y que, tal
vez, no me incumba conocer. Entonces no le preguntaré nada. ¿Acaso se le habla
a una teja que cae del techo y que va a partirle el cráneo a uno? Somos una abeja
que se ha posado sobre la flor equivocada, el hocico de una vaca que quiso pastar
del otro lado del alambre de púas; uno se calla o huye, se lamenta, espera, hace
lo que puede, motivaciones insensatas, ilegalidad, tinieblas. Pues el pié en una
canaleta de establo donde corren misterios como desechos de animales; y de
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esos misterios y de esa oscuridad que son suyos surgió la regla que hace que,
cuando dos hombres se conocen, siempre hay que elegir ser el que ataca; y sin
duda, a esta hora y en estos lugares habría que acercarse a todo hombre o animal
que la mirada percibió, golpearlo y decirle: no sé si su intención era golpearme,
por una razón insensata y misteriosa que, de todos modos, usted no hubiera
creído necesario explicarme pero, fuera lo que fuera, yo preferí golpear primero, y
si mi razón es insensata, al menos no es secreta; porque, por mi presencia, por la
suya y por la conjunción accidental de nuestras miradas estaba en el aire la
posibilidad de que me golpeara primero, y preferí ser la teja que cae en lugar del
cráneo, el alambre de púas en lugar del hocico de la vaca. Si no, si fuera cierto
que usted es el vendedor que posee mercancías tan misteriosas que se niega a
develar y que no cuento con los medios para adivinarlas, y que yo soy el
comprador con un deseo tan secreto que yo mismo lo ignoro, y, por lo tanto, para
asegurarme de que tengo un deseo me es necesario raspar mi recuerdo, como a
una costra, para que la sangre corra; si eso es cierto, ¿por qué sigue escondiendo
sus mercancías, cuando ya me he detenido, cuando estoy aquí y espero? ¿Por
qué las guarda como en una gran bolsa sellada que usted carga sobre los
hombros, como una impalpable ley de gravedad, como si no existieran y sólo
debieran existir desposando la forma de un deseo; como los que incitan a los
clientes en la puerta de los bares de strip-tease, que lo agarran a uno por el codo,
cuando a la noche usted vuelve para acostarse, y que le susurran a uno al oído:
ella está aquí esta noche? Ahora, si me mostrara las mercancías, si le diera un
nombre a su ofrecimiento, cosas lícitas o ilícitas, pero nombradas y, entonces, al
menos juzgables, si me las nombrara, podría decir no, y ya no me sentiría como
un árbol sacudido por un viento venido de ninguna parte que arranca sus raíces.
Porque sé decir no y me gusta decir no, soy capaz de deslumbrarlo con mis no, de
hacerle descubrir todas las maneras que existen de decir no, que empiezan por
todas las formas de decir sí, como esas coquetas que se prueban todas las
camisas y todos los zapatos para no comprar ninguno, y el placer que sienten
probándose todo está hecho solamente del placer de rechazar todo. Decídase,
muéstrese: ¿es usted la bestia que aplasta el pavimento, o es comerciante? En
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ese caso, extienda su mercancía primero, y ya nos tomaremos el tiempo de
mirarla.
EL DEALER
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voy a esperar a que corra por su mentón o a que usted escupa su deseo antes de
ofrecerle un pañuelo, porque si se lo ofreciera demasiado pronto, sé que me lo
rechazaría y es un sufrimiento que no quiero sentir para nada. Porque lo que todo
hombre o animal teme, a esta hora en que el hombre se pone a la misma altura
que el animal, y en la que todo animal se pone a la misma altura que todo hombre,
no es el sufrimiento, puesto que el sufrimiento se mide y la capacidad de infligir y
de tolerar el sufrimiento se mide; lo que temen, por encima de todo, es lo extraño
del sufrimiento y de ser llevados a soportar un sufrimiento que no le es familiar.
Así, la distancia que siempre va a existir entre las bestias y las señoritas que
pueblan el mundo no viene de la evaluación respectiva de fuerzas, porque,
entonces, el mundo se dividiría muy simplemente entre las bestias y las señoritas.
Cada bestia se lanzaría sobre cada señorita y el mundo sería simple; pero lo que
mantiene a la bestia – y la mantendrá aún por eternidades – a distancia de la
señorita es el misterio infinito y lo infinitamente extraño de las armas, como esas
bombitas que llevan en sus carteras y cuyo líquido proyectan a los ojos de las
bestias para hacerlas llorar; así vemos cómo, bruscamente, habiendo perdido toda
dignidad, las bestias – ni hombres ni animales – lloran frente a las señoritas, y
como éstas se convierten en nada, lágrimas de vergüenza de la tierra de un
campo. Por eso bestias y señoritas se temen tanto como desconfían, porque uno
sólo se inflige los sufrimientos que puede soportar y sólo teme los sufrimientos que
uno mismo no es capaz de infligir. Entonces no rehúse decirme el objeto, se lo
ruego, de su fiebre, de su mirada sobre mí; dígame la razón; y si se trata de no
herir su dignidad, pues bien, diga su razón como quien se la dice a un árbol, o
frente al muro de una prisión, o en la soledad de un campo de algodón por el cual
uno pasea desnudo de noche; dígamela sin siquiera mirarme, ya que la única
crueldad verdadera de esta hora del crepúsculo en la que ambos nos encontramos
no es que un hombre hiera a otro o lo mutile o lo torture o le arranque los
miembros o la cabeza o incluso lo haga llorar; la verdadera y terrible crueldad es la
del hombre o la del animal que hace que el hombre o el animal permanezcan
inacabados, que los interrumpe como puntos suspensivos en el medio de una
frase, que se desvía de ellos luego de haberlos mirado, que hace – del hombre o
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del animal – un error de la mirada, un error de juicio, un error como una carta que
uno comenzó y que estruja brutalmente apenas después de escribir la fecha.
EL CLIENTE
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que, por pedírselo, me hará culpable. Un deseo como sangre a sus pies corrió
fuera de mí, un deseo que no conozco y que no reconozco, que únicamente usted
conoce, y que juzga. Si es así, si se empeña, con la sospechosa premura del
traidor, en obligarme a actuar con o contra usted para que, en todo caso, sea
culpable, si es eso, entonces, reconozca al menos que todavía no actué ni a favor
suyo ni en contra suyo, que todavía no hay nada que reprocharme, que hasta
ahora he sido honesto. Testimonie a mi favor que no me sentí a gusto en la
oscuridad donde usted me detuvo, que sólo me detuve porque puso su mano
sobre mí; testimonie que llamé a la luz, que no me deslicé en la oscuridad como
un ladrón, de buen grado y con intenciones ilícitas, sino que he sido sorprendido y
que grité como un niño en su cuna, cuyo velador bruscamente se apaga.
EL DEALER
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para saber si, a una carne que tiene la apariencia de la de una gallina
desplumada, corresponde el calor de una gallina viva o el frío de la gallina muerta,
y ahora lo sé. Padece, dicho sea sin ofenderlo, el frío como una gallina muerta a
medio desplumar, como una gallina alcanzada – en el sentido estricto del término
– por la tiña desplumante; cuando yo era niño, corría detrás de ellas por el
gallinero para tantearlas y descubrir, por mera curiosidad, si su temperatura era la
de la muerte o la de la vida. Hoy, al tocarlo, sentí en usted el frío de la muerte,
pero también sentí el sufrimiento que causa el frío, como sólo alguien vivo puede
sentirlo. Por eso le tendí mi saco para cubrir sus hombros ya que yo no padezco el
frío. Nunca lo padecí, a tal punto que sufrí por no conocer ese sufrimiento, de tal
modo que mi único sueño, cuando era pequeño – uno de esos sueños que no son
objetivos, sino prisiones suplementarias, que son el momento en que el niño
percibe los barrotes de su primera prisión como aquellos que, nacidos esclavos,
sueñan ser hijos de amo -, mi propio sueño era conocer la nieve y el hielo, conocer
el frío que es su sufrimiento. Si le preste mi saco solamente, no es por desconocer
que padece el frío sólo en la parte de arriba de su cuerpo, sino, sin ofenderlo –
dicho sea de paso -, desde arriba hasta abajo y quizá incluso un poco más allá; y,
en lo que me concierne, siempre habría pensado que había que cederle al
friolento la parte del vestido correspondiente al lugar donde tiene frío, a riesgo de
quedarse desnudo, de arriba abajo y quizá incluso un poco más allá; pero mi
madre, que no era nada avara, sino que estaba provista del sentido de lo
conveniente, me decía que, si era loable dar la camisa o el saco o cualquier cosa
que cubriera de la cintura para arriba, siempre hay que dudar largamente en dar
los zapatos, y que en ningún caso es conveniente ceder el pantalón.
Ahora bien, así como sé – sin explicármelo, pero con una certeza absoluta – que
la tierra sobre la cual estamos usted y yo y los otros está en equilibrio sobre los
cuernos de un toro y mantenida en esta posición por la mano de la providencia,
igualmente intento, sin saber totalmente por qué – pero sin dudarlo -, permanecer
en los límites de lo conveniente, evitando lo inconveniente del mismo modo que un
niño debe evitar inclinarse en el borde del techo incluso antes de entender la ley
de la caída de los cuerpos. Y asimismo, como el niño cree que se le prohíbe
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inclinarse en el borde del techo para impedirle volar, por mucho tiempo creí que se
le prohibía al varón ceder su pantalón para impedirle que devele el entusiasmo o
la languidez de sus sentimientos. Pero hoy en día que entiendo muchas más
cosas, que reconozco mucho más las cosas que no entiendo, que me quedé en
este lugar y a esta hora tanto tiempo, que vi pasar tantos transeúntes, que los miré
y que a veces puse mi mano sobre sus brazos, tantas veces sin entender nada y
sin querer entender nada pero sin renunciar por eso a mirarlos y a tratar de poner
mi mano sobre sus brazos – porque es más fácil agarrar a un hombre que pasa
que a una gallina en un gallinero -, sé perfectamente que no hay nada
inconveniente ni en el entusiasmo ni en la languidez que haya que esconder y que
hay que seguir la regla sin saber por qué. Además, dicho sea sin ofenderlo,
esperaba, al cubrir sus hombros con mi saco, hacer su apariencia más familiar a
mis ojos. Demasiada extrañeza me puede volver tímido y, al verlo venir hacia mi
hace un momento, me pregunté por qué el hombre no enfermo se vestía como
una gallina afectada de tiña, que pierde sus plumas y sigue paseando por el
gallinero con las plumas fijadas sobre ella misma al azar de su enfermedad; y
quizá, por timidez, me habría contentado con rascarme el cráneo y desviarme para
evitarlo, si no hubiera visto en su mirada, fija sobre mí, el brillo de quien va, en el
sentido estricto del término, a pedir algo, y ese brillo me distrajo de su vestimenta.
EL CLIENTE
¿Qué espera sacar de mí? Todo gesto que tomo por un golpe acaba siendo una
caricia; es inquietante ser acariciado cuando deberíamos ser golpeados. Exijo que,
al menos, desconfíe, si quiere que me demore. Ya que por casualidad pretende
venderme algo, ¿por qué no se pregunta primero si tengo con qué pagarle? Quizá
mis bolsillos estén vacíos; habría sido correcto pedirme primero que pusiera mi
dinero sobre el mostrador, como se hace con los clientes sospechosos. Usted no
me pidió nada por el estilo: ¿qué placer obtiene arriesgándose a ser engañado?
No vine a este lugar para conseguir ternura; la ternura es minorista; ataca
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parcelando; despedaza las fuerzas como a un cadáver en una sala de medicina.
Necesito mi integridad; la malevolencia al menos me va a conservar entero.
Enójese: si no, ¿de dónde voy a sacar mi fuerza? Enójese: vamos a estar más
cerca de nuestros negocios, y así vamos a estar seguros de ambos tratamos el
mismo asunto. Porque, así como entiendo de donde obtengo mi placer, no
comprendo de dónde usted obtiene el suyo.
EL DEALER
Si hubiera sospechado un solo instante que usted no tenía con qué pagar lo que
vino a buscar, me habría desviado cuando se acercó a mí. Los comercios vulgares
exigen de sus clientes pruebas de solvencia, pero las tiendas de lujo adivinan y no
piden nada y nunca se rebajan verificando el importe del cheque y la conformidad
de la firma. Hay objetos para vender y objetos para comprar de tal modo que no se
plantea el problema de saber si el comprador podría pagar el precio ni cuanto
tiempo va a demorar en decidirse. Así, soy paciente porque no se insulta a u
hombre que se aleja cuando se sabe que va a desandar lo andado. No podemos
desdecirnos de un insulto, en tanto que sí podemos desdecirnos de la gentileza, y
más vale abusar de ésta que utilizar una vez sola el otro. Por eso no me voy a
enojar todavía, porque tengo tiempo para no hacerlo y tengo tiempo para hacerlo
quizá, cuando todo ese tiempo haya transcurrido, me voy a enojar.
EL CLIENTE
¿Y sí – como hipótesis – confesara que sólo me serví de la arrogancia – sin gusto
– porque me rogó que la usara cuando se acercó a mí por algún designio que
todavía no adivino – porque no estoy dotado para adivinar – y que me retiene aquí
sin embargo? ¿Si como hipótesis le dijera que lo que aquí me retiene es la
incertidumbre frente a sus propósitos y el provecho que saca de ellos? En lo
extraño de la hora y en lo extraño del lugar y en lo extraño de su acercamiento a
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mí, habría avanzado hacia usted, movido por ese movimiento conservado en toda
cosa de manera indeleble mientras un movimiento contrario no le es impreso. ¿Y
si fuera por inercia que me hubiera adelantado hacia usted? Llevado para abajo no
por voluntad propia, sino por esa atracción que experimentan los príncipes que
van a encanallarse a las posadas, o el chico que baja a escondidas al sótano, la
atracción del objeto minúsculo y solitario por la masa oscura e impasible que está
en la sombra; habría venido hacia usted, midiendo tranquilamente la blandura del
ritmo de mi sangre en mis venas, con el problema de saber si esa blandura iba a
ser excitada o agotada completamente; lentamente quizá pero lleno de esperanza,
despojado de deseo formulable, listo para satisfacerme con lo que se me
propusiera, porque, fuera lo que fuera propuesto, habría sido como el surco de un
campo demasiado tiempo estéril por el abandono, para él no hay diferencia entre
las semillas cuando caen sobre él; listo para satisfacerme en todo, en lo extraño
de nuestro acercamiento, de lejos hubiera creído que se acercaba a mí, de lejos
hubiera tenido la impresión de que me miraba; entonces me habría acercado a
usted, lo habría mirado, habría estado cerca de usted, esperando de su parte –
demasiadas cosas – demasiadas cosas, no para que las adivinara, porque ni yo
mismo sé, no sé adivinar, pero esperaba de su parte el gusto de desear y la idea
de un deseo, el objeto, el precio y la satisfacción.
EL DEALER
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un hombre mantiene el mismo calor cuando lo viste otro, y un deseo se toma
prestado más fácilmente que la ropa. Ya que a toda costa debo vender y que toda
costa usted tendrá que comprar, bueno, compre para otros – cualquier deseo que
pase y que usted recoja bastará -, para alegrar por ejemplo y satisfacer lo que a la
mañana se despierta a su lado entre sus sábanas, una noviecita que, al
despertarse, deseará algo que usted todavía no tiene, que a usted le gustaría
regalarle, que haría que usted fuera feliz de poseerlo porque usted me lo habría
comprado. Es una suerte para el comerciante que existan tantas personas
diferentes tantas veces comprometidas con tantos objetos diferentes, de tantas
formas diferentes, porque la memoria de unos es revelada por la memoria de los
otros. Y la mercancía que usted me va a comprar podrá igualmente servir a
cualquier otro si – como hipótesis – no pudiera usarla.
EL CLIENTE
La regla determina que un hombre que se encuentra con otro siempre termine por
darle palmaditas en la espalda hablándole de mujeres; la regla determina que el
recuerdo de las mujeres sirva de último recurso a los combatientes cansados; la
regla determina eso, su regla; no voy a someterme a ella. No quiero que estemos
en paz por la ausencia de la mujer, ni en el recuerdo de una ausencia, ni e el
recuerdo de lo que fuera. Los recuerdos me dan asco y también los ausentes;
prefiero los platos que todavía no fueron tocados a la comida digerida. No quiero
una paz cualquiera; no quiero que estemos en paz. Pero la mirada del perro no
contiene nada más que la suposición de que todo, alrededor de él, es perro con
toda evidencia. Así, usted pretende que el mundo en que estamos, usted y yo, se
mantiene en la punta del cuerno de un toro por la mano de la providencia; ahora
bien, yo sé que flota, apoyado sobre el lomo de tres ballenas; que no hay
providencia ni equilibrio, sino el capricho de tres monstruos idiotas. Nuestros
mundos no son iguales, nuestra singularidad está mezclada con nuestras
naturalezas como la uva en el vino. No, no voy a levantar la pata frente a usted, en
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el mismo lugar que usted; no sufro la misma ley de gravedad que usted; no salí de
la misma hembra. Porque no me despierto de mañana ni me acuesto entre
sábanas.
EL DEALER
No se enoje, viejo, no se enoje. Soy sólo un pobre vendedor que apenas conoce
este pedazo de territorio donde espero para vender, que no conoce más que lo
que su madre le enseñó; y como ella no sabía nada, o casi nada, yo tampoco sé
nada, o casi nada. Pero un buen vendedor se esfuerza por decir lo que el
comprador quiere escuchar, y, para tratar de adivinarlo, necesita lamerlo un poco
como para reconocerle el olor. El suyo no me fue familiar, porque no salimos de la
misma madre. Sin embargo, para acercármele, supuse que usted también, al igual
que yo, salió de una madre, supuse que su madre le dio hermanos, como lamía
me los dio a mí, en número incalculable, como si hubiera tenido hipo después de
una comilona, y que lo que nos une en todos los casos es la ausencia de
singularidad que nos caracteriza a ambos. Y me aferré a lo que al menos tenemos
en común, porque uno puede viajar mucho tiempo por el desierto con tal que
tenga un punto de arraigo en algún lugar. Pero si me equivoqué, si no salió de una
madre, si nadie le dio hermanos, si no tiene ninguna noviecita que se despierte
con usted a la mañana entre sus sábanas, viejo, le pido perdón. Dos hombres que
se cruzan no tienen otra posibilidad que golpearse, con la violencia del enemigo o
con la ternura de la fraternidad. Y si, a fin de cuentas, eligen en el desierto de esa
hora evocar lo que no está presente, lo pasado o lo soñado o lo que falta, es
porque no nos enfrentamos directamente a lo demasiado extraño. Frente al
misterio hay que abrirse y develarse entero para obligar al misterio a develarse a
su vez. Los recuerdos son las armas secretas que el hombre guarda para sí
cuando es despojado, la última franqueza que provoca el retorno de la franqueza;
la última desnudez. De lo que soy no saco ni gloria ni confusión, pero, porque no
lo conozco – y a cada instante me es más desconocido -, entonces, así como el
saco que me quité y que le ofrecía, así como mis manos que le mostré
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desarmadas, si soy perro y usted humano, o si soy humano y usted otra cosa
diferente, cualquiera sea mi raza y cualquiera sea la suya, la mía, al menos, la
ofrezco a su mirada, se la dejo tocar, palparme y acostumbrarse a mí, como un
hombre se deja revisar para no esconder sus armas. Por eso le propongo,
prudente, grave, tranquilamente que me mire con amistad, porque se hacen
mejores negocios al calor de la familiaridad. No trato de engañarlo y no pido nada
que no quiera dar. La única camaradería en la que vale la pena comprometerse no
implica actuar de tal o cual manera, sino no actuar; le propongo la inmovilidad, la
infinita paciencia y la injusticia ciega del amigo. Porque no hay justicia entre los
que no se conocen y porque no hay amistad entre los que se conocen, así como
no hay puente sin quebrada. Mi madre solía decirme que era tonto rehusar un
paraguas cuando se sabe que va a llover.
EL CLIENTE
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esconder su asombro, el mío fue también muy grande al verlo acercarse a mí.
Pero, en tierra extranjera, el extranjero suele enmascarar su asombro, porque para
él toda extrañeza se convierte en costumbre local, y no tiene más remedio que
acomodarse a esto como al clima o al plato regional. Pero si lo llevara entre los
míos y usted fuera el extranjero forzado a esconder su asombro y nosotros los
autóctonos libres de exhibirlo, lo rodearíamos señalándolo con el dedo, lo
tomaríamos seguramente por un fenómeno de feria y los demás preguntarían
dónde se sacan las entradas. No está aquí para comerciar. Más bien merodea por
mendicidad y por el robo que la sucede, como la guerra a las negociaciones. No
está aquí para satisfacer deseos. Porque yo ya tenía deseos; cayeron a nuestro
alrededor; fueron pisados; grandes, pequeños, complicados, fáciles, le habría
bastado inclinarse para recogerlos a puñados; pero los ha dejado rodar hasta la
alcantarilla, porque ni siquiera tiene con qué satisfacer los pequeños ni los fáciles.
Usted es pobre, y no está aquí por gusto sino por pobreza, necesidad e
ignorancia. No pretendo comprar imágenes pías ni pagar los lastimosos acordes
de una guitarra en una esquina. Soy caritativo si quiero serlo, o pago el precio de
las cosas. Pero que mendiguen los mendigos, que se animen a tender su mano y
que los ladrones roben. No quiero ni insultarlo ni gustarle; no quiero ni bueno ni
malo, ni golpear ni ser golpeado, ni seducir ni que usted trate de seducirme.
Quiero ser cero. Temo la cordialidad, no tengo vocación de comadreo, y más que
la de los golpes temo la violencia de la camaradería.
Seamos dos ceros bien redondos, impenetrables el uno para el otro,
provisoriamente yuxtapuestos y que rueden cada uno en su dirección. Ahora que
estamos solos, en la infinita soledad de esta hora y de este lugar, que no son ni
una hora ni un lugar definibles – porque no hay razón para que me lo encuentre
aquí, ni razón para que se me cruce, ni razón para la cordialidad, ni cifra razonable
que nos preceda y nos dé un sentido -, seamos simples, solitarios y orgullosos
ceros.
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EL DEALER
EL CLIENTE
Entonces, ¿qué es lo que se le perdió que yo gané? Porque, por más que busco
en mi memoria, no veo que haya ganado nada. Acepto pagar el precio de las
cosas; pero no pago el viento, la oscuridad, la nada que hay entre nosotros. Si se
le perdió algo, si su fortuna después de haberme encontrado es menos pesada de
lo que era antes, entonces, ¿adonde se fue lo que a ambos nos falta? Muéstreme.
No, no disfruté nada; no, no pagaré nada.
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EL DEALER
Si quiere saber lo que desde el principio fue inscripto en su factura – y que deberá
pagar antes de darme la espalda –, le diré que es la espera, la paciencia y la venta
que el vendedor hace al cliente, y la esperanza de vender, esa esperanza que
hace de todo hombre que se acerca a otro con una demanda en la mirada un
deudor desde el principio. De toda promesa de venta se deduce la promesa de
compra, y el que no mantiene su promesa tiene que pagar una indemnización.
EL CLIENTE
Usted y yo no estamos perdidos en el medio del campo. Si yo llamara de ese lado,
hacia esa pared, allá arriba, hacia el cielo, usted vería luces encendiéndose, pasos
acercándose, auxilio. Si cuesta odiar estando solo, siendo varios se vuelve un
placer. Usted ataca más a los hombres que a las mujeres, porque teme el grito de
las mujeres y supone que a cualquier hombre le parecería indigno gritar; cuenta
con la dignidad, la vanidad, el mutismo de los hombres. Esa dignidad se la regalo.
Si usted me desea mal, voy a gritar, voy a pedir auxilio, voy a hacerle escuchar
todas las formas que existen de pedir socorro, porque las conozco todas.
EL DEALER
Si no es por indignidad de la huía que se lo impide, ¿por qué no huye? La huida es
un medio sutil de combate; usted es sutil, debería huir. Usted es como esas
señoras gordas que, en los salones de té, se deslizan entre las mesas, volcando
las cafeteras; pasea su culo detrás de usted como un pecado del que siente
remordimientos, y se da vuelta en todas direcciones pretendiendo que su culo no
existe. Pero por más que haga eso, se lo va a morder.
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EL CLIENTE
No soy de la raza de los que atacan primero. Me tomo mi tiempo. Tal vez, sería
mejor, finalmente, buscarnos las pulgas en lugar de mordernos. Me tomo mi
tiempo. No quiero accidentarme como un pero distraído. Venga conmigo;
busquemos a otros, porque la soledad nos cansa.
EL DEALER
Ahí esta el saco ese que no tomó cuando se lo ofrecí; ahora va a ser necesario
que se incline para recogerlo.
EL CLIENTE
Si sobre algo escupí, fue sobre generalidades y sobre ropa, que es sólo ropa; y si
fue en su dirección, no fue contra usted, y usted no tuvo que hacer ningún
movimiento para esquivar la escupida; y si se mueve para recibirla en pleno rostro
– por gusto, perversidad o cálculo -, le digo que a pesar de eso, sólo mostré algún
desprecio por ese pedazo de trapo, y un pedazo de trapo no pide que se le rindan
cuentas. No, no voy a doblegarme delante de usted, eso es imposible, no tengo la
flexibilidad de un fenómeno de feria. Hay movimientos que el hombre no puede
hacer como por ejemplo lamerse el propio culo. No voy a pagar por una tentación
que no tuve.
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EL DEALER
EL CLIENTE
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¿Por qué, lo que pide, abstractamente, intangiblemente, a esta hora de la noche,
por qué, lo que habría pedido a otro, por qué no habérmelo pedido a mí?
EL CLIENTE
Desconfíe del cliente; parece buscar una cosa mientras quiere otra que el
vendedor no sospecha y que finalmente obtendrá.
EL DEALER
EL CLIENTE
EL DEALER
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animales salvajes. No hay amor, no hay amor. No, no podrá alcanzar nada que no
hay sido alcanzado, porque un hombre se muere primero, después busca su
muerte y la encuentra finalmente, por azar, en el trayecto azaroso de una luz a
otra, y dice: entonces, era sólo esto.
EL DEALER
Por favor, en el estrépito de la noche, ¿no dijo nada que deseara de mí y que yo
no haya escuchado?
EL CLIENTE
No dije nada: no dije nada. Y usted, en la noche, en la oscuridad tan profunda que
necesita demasiado tiempo para que uno se acostumbre a ella, ¿no me propuso
nada que no haya adivinado?
EL DEALER
Nada.
EL CLIENTE
FIN.
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Bernard – Marie Koltès.
1987.
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