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CUENTOS TOMO II

Rafael García Herreros

Cuentos
Tomo l l

Colección Obras Completas No. 17


Corporación Centro Carismático Minuto de Dios
Bogotá, Colombia
2009

3
RAFAEL GARCÍA HERREROS

Con las debidas licencias


©Corporación Centro Carismático Minuto de Dios • 2009

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ISBN 978–958–735-026-5

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RAFAEL GARCÍA HERREROS

Las cuatro
amigas

E stas cuatro amigas se reúnen cada ocho


días, por circunstancias distintas, y
siempre parecidas: cumpleaños, despedidas de solteras,
recepciones en embajadas... Los temas que tratan son
siempre más o menos los mismos... El eterno tema de los
esposos, el perpetuo e insoluble tema de las sirvientas y
uno que otro chiste callejero.
En todas partes son ya “de confianza”. Conocen
todos los “grills” elegantes; y todas las haciendas vecinas
porque en todas ellas han pasado algún “week end”.
Siempre van espléndidamente vestidas... y siempre
ostentan nuevas joyas en sus dedos y en sus pendientes...
Una de esas elegantes señoras pasó una tarde ante
nuestra humilde oficina y vio la multitud de familias que nos
esperaban y vio los lindos niños flaquitos y desnutridos...
y a los hombres silenciosos, obreros desadaptados o
campesinos desplazados, pidiéndonos ayuda.
Por curiosidad se bajó del carro, y como hay trabajo
para varias, se le ofreció, y aceptó un puesto de visitadora

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de familias a domicilio. Ella no conocía a Bogotá... No


tenía idea de las callejas inverosímiles ni de los tugurios
inhóspitos y malsanos... Había vivido, como el príncipe
del cuento de Wilde, encerrada en su castillo, aislado y
egoísta...
Aquella experiencia le pareció tremenda y, al mismo
tiempo, entrañablemente dulce... Esas visitas le resultaron
de un interés profundo, humano y divino.
Cuando regresaba de ellas a su hogar, veía las cosas
mejores... le parecían los problemas pequeños... Y sobre
todo, comenzó a sentir la humildad cristiana de saber que
no somos dignos de que Dios nos trate con guante tan
blando, a nosotros, que le hemos ofendido mucho más
que otros que viven en desolación y en los dolores reales.
Cuando veía a sus hijos y a sus hijas llegar del
magnífico colegio de la Resurrección, pensó muchas cosas
en silencio... Cosas muy verdaderas, que ya distaban
mucho de su vanalidad habitual...
Y cuando llegaba su esposo, lo veía bajo un aspecto
nuevo, bajo una luz desconocida antes... Bajo un ámbito
de tolerancia y de ternura cristiana...
La señora siguió asistiendo a casi todas las reuniones
reglamentarias de la vida social... Pero se había vuelto
un tanto taciturna... A veces le parecían insulsas,
tremendamente vacías, las historias, los problemas y los
chistes... Y tenía una mirada perdida y distraída...

–– Pero, ¿qué te pasa Margucha?, le preguntaron al fin


sus amigas. Algo te está pasando... Apuesto que...

Y la contertulia, que se llamaba doña Albertina, quiso


insinuar algo indiscreto y oscuro, creyendo hacer un gracejo...

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–– Nada me pasa... ¿Quieren que lo diga? ¿Ninguna se


disgusta?

–– Cuéntanos todo. ¿Por qué estás distraída y como


soñadora? Cuéntanos, porque si sigues así, tenemos
que disolver nuestro grupo social... Tú sabes que
eres la cabecera... Y con una cabecera triste no se
puede continuar...

–– Pues me pasa... me pasa... ¿No se disgustan por lo


que vaya decir?
Estoy pensando... que nosotras somos terriblemente
ridículas... que nosotras somos banales e
insignificantes. Esta vidita que estamos llevando es
la mayor bobería que hay en Bogotá... Ir cada dos
días donde el peluquero... Cada tres días donde la
modista... Cada ocho días a la joyería... para venir
aquí a ver quién está mejor vestida... Hablar tres
pamplinadas... tomar dos cocteles y regresar a la
casa para volver a hacer lo mismo dentro de ocho
días. Todo esto me está pareciendo tremendamente
ridículo y sin sentido y sin belleza.
Nosotras debiéramos ser y hacer algo distinto...
Yo he visto con mis propios ojos cómo viven los
pobres. No lo sabía... Sin embargo son iguales a
nosotras... Desde que estoy visitando las familias
pobres me ha entrado una atroz vergüenza de mí
misma...

Margucha calló, y se quedó mirándolas a todas


tranquilamente. Doña Albertina le respondió con cierta
ironía:

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–– Te he de advertir que nosotras no somos la


beneficencia de Cundinamarca... Ni somos el
Instituto de Crédito...

–– Sin embargo, contestó Margucha con seriedad,


nosotras somos cristianas... y somos ricas...
¡Nosotras pudiéramos y debiéramos desprendernos
de algo, en favor de los pobres!
Les voy a proponer: ¿Quieren que entre las cuatro
demos dos casitas para familias pobres?... Las dos
casitas valen diez mil pesos... Aquí tienen, para
empezar, este anillo de diamantes. Vale cincuenta o
sesenta mil pesos...

Y doña Margucha se quitó el anillo y lo puso sobre


la mesita cercana. Brillaba maravillosamente el diamante
sobre el fondo azul de la carpeta.

–– En este caso, yo doy también el mío...

Y otra señora puso su anillo de esmeralda sobre la


mesa... La tercera señora dijo:

–– Yo no traje hoy joya que valiera la pena, porque no


pensé en esto... No pensé en lo que Margucha nos
ha dicho, y que es la pura verdad... Pero aquí tengo
mi chequera y ahora mismo voy a contribuir con
cien mil pesos.

Doña Albertina había seguido aquella escena en


silencio... Era una mujer frívola y dura. Tenía mucha
historia en su vida pasada que la imposibilitaba para sentir

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la libertad cristiana que hace al hombre desprenderse de


algo por generosidad y no por egoísmo... Margucha le
preguntó:

–– ¿Y tú, Albertina...? Cuidado nos sales con quinientos


pesos. Porque eso no sirve ni para comprar veinte
ladrillos...

Doña Albertina reviró con extraño fastidio y encono


en su voz:

–– Mis viejitas, yo no soy romántica... Yo he viajado


más que todas ustedes... Y tengo mi modo de pensar.
Por ahora me separo del grupo... Aquí no hemos
venido a hacer caridad, sino a estar contentas... No
nos hemos reunido para hacer “Juntas” de Acción
Social.

Y la señora doña Albertina, un tanto congestionada


de disgusto, se levantó del grupo y se perdió entre las
personas que llenaban el salón. Fue al “vestier” y pidió
su manto. Un bello manto que había comprado en Nueva
York por diez mil dólares, exactamente en la Quinta
Avenida, en uno de los almacenes que quedan arriba de
San Patricio...
Mientras tanto, las tres señoras que habían
comprendido algo de lo que es ser cristianas, se quedaron
en silencio mirándose fijamente... Era la primera vez que,
a través de su larga amistad, se miraban así con una bella
mirada, sin que ahora apareciera en sus ojos la sombra de
la banalidad y de la insignificancia.

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