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Pinturas viajeras y obscenidad del paisaje

Juan Cárdenas

1.

—Los países son sus paisajes.



—Entonces, ¿los países son sus paisajes?

—Sí, sus paisajes.

—¿Los países?

—Sí.

—¿Los paisajes?

—Sí.

—Entonces, el problema no son los países, el problema son los paisajes.

Pedro G. Romero, Los paisajes.

Hace unos años le oí decir a don Abel Rodríguez, uno de los más extraordinarios pintores
amazónicos, indígena nonuya del medio río Caquetá, que él no pinta paisajes sino chagras.
Las chagras son las huertas de larga duración que los pueblos indígenas construyen en el
interior de la selva y de las cuales depende su sustento, incluyendo vivienda, alimentación y
medicina.
Para un ojo no entrenado, estas chagras son prácticamente invisibles, pues lo que podría
parecer mero ruido selvático, caos y marañas caprichosas creadas por el soberano antojo de
la naturaleza, es en realidad un complejísimo sistema de interacciones entre especies
vegetales y animales ligado a los ciclos estacionales, a las fases lunares o a los hábitos
alimenticios y reproductivos de las criaturas que viven y se alimentan en esas mismas
chagras. Las pinturas de don Abel Rodríguez nos muestran de manera asombrosamente
clara que no hay algo así como la jungla indómita y virgen: hay una comunidad de especies
propiciada en gran medida por la mano de los indios, hay un cosmos allí donde nosotros,
ciegos para leer los signos del bosque, solo vemos caos. Don Abel revela con precisión
botánica y zoológica qué roedores se alimentan de tal tubérculo, qué pájaros anidan en tal o
cuál rama particular, de qué color son las flores de aquel árbol, qué usos medicinales tienen
sus hojas, qué partes son aprovechables para la construcción de una canoa y cuál es el ciclo
de rotaciones del uso del suelo en la selva.
Podemos decir, sin exagerar, que la Amazonía ha sido cuidada y hasta modelada por la
intervención de estos magníficos jardineros a lo largo de milenios. Y es gracias a las
personas como don Abel Rodríguez que todavía quedan bosques allí.
Hemos tardado siglos en comprender que la selva no es lo opuesto de la civilización: es,
muy por el contrario, una especie de Gran Biblioteca, un laboratorio donde la vida inventa
cosas nuevas cada día y los pueblos amazónicos son los bibliotecarios, los científicos que
intervienen con una precisión formidable para que el laboratorio siga funcionando.
Cuento todo esto porque, después de ver las pinturas de don Abel Rodríguez, después de
haberlo escuchado disertar sobre su trabajo, mis ideas sobre la tradición europea del paisaje
cambiaron radicalmente y, en particular, mi visión de los cuadros de los pintores viajeros.
No pretendo con esto hacer un simple ajuste de cuentas, una impugnación demagógica de
aquella tradición por cuenta de sus innegables nexos con las empresas coloniales. Tampoco
se trata de una alabanza ingenua de los saberes ancestrales indígenas en contraposición a la
pintura de viajes europea entendida como un aparato de opresión epistémica. En ningún
caso querría que este pequeño bosquejo de ideas se convirtiera en uno de esos espectáculos
maniqueos que venden por doquier los mercaderes de la mala conciencia decolonial. Al fin
y al cabo, no deja de ser interesante que las chagras pintadas por Abel Rodríguez formen
parte de la larga y compleja tradición del paisaje, un género que los pueblos amazónicos
conocen y practican solo gracias al contacto con la cultura de Occidente.
Se trata entonces de ir mostrando las tensiones, las contradicciones profundas que recorren
internamente las imágenes y de asumir, siguiendo el camino abierto por Pedro G. Romero
en una de sus novelas-instalación1, una actitud forense hacia los paisajes. Concebir el
paisaje como una máquina de mirar, impensable sin la experiencia de un mundo que iba
expandiendo sus orillas con el desarrollo del capitalismo y, en ese sentido, comprender
hasta qué punto todo paisaje funciona como la escena de un crimen que permanece oculto a
nuestra mirada por efecto de la propia escena, por sus procedimientos pictóricos y su mise-
en-scène. Tengamos en cuenta que, hasta la revolucionaria irrupción de la fotografía, estos
cuadros de viaje cumplían con una labor documental. Eran escenas destinadas a inventariar
los nuevos mundos, sirviendo a la vez como catálogos de especies, ambientes y pueblos
recién convertidos en súbditos. Así sucede en las magníficas pinturas de Frans Post, por
ejemplo, donde la voluntad paisajística convive de manera bastante armónica con una
composición por campos, con amplias zonas de la tela dedicadas a improbables conjuntos
de animales, masas de vegetación injertadas ad hoc o aglomeraciones humanas que
describen relaciones sociales que, así, vistas de lejos, parecen idílicas. Las pinturas de Post,
y lo mismo podría decirse de muchos de los cuadros de los pintores viajeros, son
proyecciones fantásticas de un paraíso sin conflictos, escenas de una conquista amorosa
donde colonizados y colonizadores parecen dar su consentimiento a lo que allí sucede.
Nadie -persona, planta, animal o cosa- está allí por obligación sino en arreglo a las leyes de
una naturaleza más que dispuesta a obedecer las razones de la civilización. Y esa
yuxtaposición arbitraria, artificial de los seres vivos, sin atender a otra lógica que la
armonía compositiva, sin ningún rigor científico en cuanto a las interacciones biológicas de
los elementos, resulta tanto más inquietante por el nivel de detalle y el “realismo” con que
Post pinta cada individuo, como adelantándose desde el arte al proyecto taxonómico de
Linneo.
Digamos entonces que es precisamente este carácter doble de la pintura de viajes como
documento y como fantasía lo que nos obliga a mirarla con ojos forenses, atentos a los
indicios y a las posibles marcas de aquello que ocurre fuera de campo, de todo eso que el
pintor ha conseguido editar, no incluir o tapar, muchas veces de manera inconsciente. Más
adelante, cuando las expediciones incorporen la fotografía como técnica principal de
registro, la tensión entre fantasía y documento no desaparecerá en ningún caso y la
voluntad cientificista apenas conseguirá disimular que las imágenes del viaje siguen siendo
escenas de ese crimen infravisible y, por eso mismo, innombrable. ¿Quién o qué es
exactamente lo que ha muerto allí? ¿Por qué de repente la imagen se llena de señales, de
signos que apuntan al escamoteo del acto nefando y obsceno –extirpado de la escena,

1
ROMERO, Pedro G., Los paisajes, Cáceres, Editorial Periférica, 2013.
justamente-? ¿Qué se oculta entre los telones de aquel teatro de la exuberancia y el
exotismo?

2.

Quizá ningún otro paisaje del arte occidental sintetiza mejor estas complejas relaciones
culturales que la famosa obra de J.M.W. Turner, The Slave Ship (1840). Y déjenme que me
adelante al reproche de que Turner no era un pintor viajero con un sencillo argumento: al
bueno de Turner no le hacía falta viajar para ser un pintor viajero –quizá el más grande de
todos-, pues en definitiva todo el ancho mundo confluía en las costas del corazón imperial
de Inglaterra. Prueba de ello es este cuadro, El barco de los esclavos, cuyo título original
era Tratantes de esclavos arrojando por la borda a los muertos y a los moribundos. Tifón
en camino, y que, según la leyenda, no es un paisaje pintado del natural sino la recreación
imaginaria de un terrible episodio que tuvo lugar mucho antes de la ejecución de la pintura.
El Zong, un barco negrero que, como era costumbre, había asegurado el valor de su carga
mediante una póliza, llegó a las costas de Jamaica el 29 de noviembre de 1781. Una vez en
tierra, la tripulación exigió el pago de la compensación por concepto de unos esclavos que,
según los reclamantes, habían sido arrojados al mar como medida de racionamiento de agua
potable. Ante la negativa de la compañía aseguradora de pagar la indemnización y
acogiéndose a una ley que contemplaba el sacrificio de esclavos bajo circunstancias
especiales, los tratantes de esclavos del Zong dieron inicio a una matanza que duró varios
días y alcanzó la aterradora cifra de más de ciento treinta hombres y mujeres asesinados,
solo para obtener el derecho legal a cobrar la póliza.
Turner, que había leído sobre la masacre del Zong en un libro del abolicionista Thomas
Clarkson, decidió aplicar en esta fantasía histórica todas las técnicas de captación de los
efectos de la luz y el color desarrollados en sus cuadros de marinas pintadas del natural.
Lo sorprendente en este caso es el juego dialéctico de ocultamientos y revelaciones que la
pintura propone. Turner, célebre por su desafiante aproximación al tema del paisaje,
siempre al borde de la veladura, del emborronamiento, obsesionado con desenfocar las
figuras para trasladar a la percepción el movimiento de las masas de color en el espacio,
utiliza esta vez sus procedimientos para que los indicios del crimen queden casi obliterados
bajo el dramatismo del tifón. El título de la pintura, sin embargo, nos obliga a volver a
mirar lo que parecía un simple paisaje romántico. Y allí están, cómo no, pintados con un
virtuosismo de miniaturista, los cuerpos de los esclavos arrojados por la borda, los gritos de
desesperación, los objetos en llamas, el revoloteo de los peces y los pájaros que llegan a
alimentarse de los miembros amputados, casi como diminutas pesadillas goyescas
escondidas en medio de la gran estampida de luz y agua.
Turner viaja en el tiempo para volver a establecer en el interior del paisaje la perpetua
tensión entre documento y fantasía2.
En su formidable PR3 Aguirre3, mezcla paisajística de ensayo y novela de no-ficción, la
escritora puertorriqueña Marta Aponte Alsina hace un rastreo del periplo (¿irónico?
¿trágico?) de este cuadro, desde que pasa de manos de su dueño original, el crítico John

2
Cabe suponer que Turner también pintó el cuadro por remordimiento, pues años atrás había invertido en
un negocio de trata de esclavos en Jamaica.
3
Aponte Alsina, Marta, PR 3 Aguirre, San Juan, Sopa de Letras, 2018.
Ruskin, hasta llegar a la familia de Alice Sturgis Hooper y de esta última a su sobrino,
William Sturgis Hooper Lothrope. Los Sturgis, propietarios de un emporio comercial y
financiero con redes de explotación tendidas entre Europa, Norteamérica y el Caribe,
admiraban las cualidades artísticas de la pintura de Turner y la supersticiosa tía Alice
incluso le atribuía influjos espirituales, aunque era totalmente insensible a la hora de captar
el horror de los cuerpos desechables arrojados al mar. El propio Ruskin solo tiene ojos para
alabar las cualidades estéticas de la pintura, su apabullante virtuosismo:

“El color es absolutamente perfecto, no hay un tono falso o mórbido en ninguna parte o línea, y tan
modulado que cada pulgada cuadrada del lienzo es una composición perfecta; su dibujo tan preciso
como intrépido; el barco flotante, inclinado y lleno de movimiento; sus tonos tan verdaderos como
maravillosos; y todo el cuadro dedicado a los más sublimes temas e impresiones (completando así el
sistema perfecto de toda la verdad, que según hemos demostrado, contienen las obras de Turner): el
poder, la majestad y la fuerza mortal del abierto, profundo e ilimitado Mar.”4

En otras palabras, la hiperestesia de Lo Sublime y la imagen de la catástrofe cósmica como


obliteración de la historia humana, de la escena que tiene lugar a escala humana, en una
temporalidad humana; el drama del tifón, el océano y la luz, sus efectos en la bien educada
sensibilidad de los sucesivos propietarios del cuadro, a pesar de que Turner nos grita desde
el título mismo adónde debería dirigirse nuestra mirada.
Al fin y al cabo, la tensión entre documento y fantasía no siempre se presenta como un
equilibrio y es la historia misma, sus sobreentendidos, lo no-dicho de cada época lo que
determina hacia qué lado de la balanza nos inclinamos a la hora de ofrecer nuestra lectura
de los paisajes.
Siguiendo los deseos de su difunta tía, William Sturgis acabaría vendiendo la famosa
pintura al Museo de Bellas Artes de Boston por $65.000 dólares, una suma que, deduce
Marta Aponte Alsina, acabará invertida en Aguirre, el ingenio de caña de azúcar que la
familia y sus socios transformarán en un emblema de la perpetuación de la explotación de
mano de obra semiesclava en la isla de Puerto Rico.
La parábola de la pintura viajera de Turner –de panfleto abolicionista a encarnación de los
valores estéticos de una clase de propietarios del nuevo imperio y, finalmente, a su canje
como capital puro y duro que se reinvierte en la empresa neocolonial- parece hablarnos
sobre el destino último de la pintura de viajes: nos revela sus ataduras a la trama de una
economía política y a una intriga de circulación del valor cultural que no acabamos de
descifrar y que, sobra decirlo, sigue determinando nuestra sensibilidad.

3.

La pintura de viajes pinta siempre lo negado, lo que no vemos, lo que no queremos ver, lo
que pasamos por alto y lo que deseamos de manera más profunda pero apenas
vislumbramos. Se pinta a sí misma como dispositivo de visión y pinta nuestra ceguera, en
el sentido más literal y en el más simbólico, para revelar hasta qué punto estos viajes de la
pintura tienen un destino tanto en ultramar como en el ilimitado Mar del inconsciente
social. Toda pintura de viajes es la imagen de un trauma, un sueño cargado de síntomas y
presagios.

4
Ruskin, John, Modern Painters (1843-1860).
¿De qué podrían hablar aquellos glaciares andinos pintados por Johann Moritz Rugendas
sino de un sujeto irreversiblemente quebrado, de una sensibilidad que ha trascendido el
viaje lineal al paraíso perdido de la poesía romántica para adentrarse en los pliegues de la
incertidumbre espaciotemporal de América del Sur? ¿De qué hablan sus paisajes sino de
una mirada que ha ido más allá de cualquier postal turística de lo Sublime y ha descubierto
el misterio de las luces de un porvenir ilegible, el exotismo del Yo, la extranjería definitiva
del chileno adoptivo al servicio del cientifismo de las jóvenes repúblicas, el vértigo de la
nueva geografía humana?5
La pintura de viajes se aparta del paisaje tradicional en virtud de su voluntad de
enfrentamiento con lo no familiar, con lo otro, y es en ese sentido un género de imágenes
emparentado con las fotografías que nos llegan hoy provenientes de satélites, estaciones
espaciales, sondas y super-telescopios; pero también con aquellas que se producen en los
microscopios, en las endoscopias. En lo macro y en lo micro. Son documentos de los
lugares más remotos que podemos imaginar y, por eso mismo, interpelan nuestra psicología
profunda. Son vestigios del futuro, luz catastrófica que nos llega siempre demasiado tarde o
demasiado temprano.
Igor Barreto, poeta venezolano, estudioso y crítico de la tradición del paisaje, describe este
temblor teológico en los siguientes términos:

Una fuerza pagana en las planicies del llano: su belleza absoluta compite con la imagen de un Dios.
Escribir, escribir sobre ese lugar dándole la espalda6.

Dar la espalda para escuchar el espacio, para recuperar el lugar. Dar la espalda como se
exige en algunas terapias entre paciente y analista, para que la imagen obturada produzca
sus señales, para que el paisaje vaya dejando su lugar a la chagra.

5
Para una ampliación de estas ideas sobre Rugendas ver Un episodio en la vida del pintor viajero, de César
Aira.
6
Barreto, Igor, El llano ciego, Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, San Fernando de Apure, 2006.

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