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Alonso Sánchez Baute - Nocturno Bogotá Textos Periodísticos Escogidos 2003 - 2006
Alonso Sánchez Baute - Nocturno Bogotá Textos Periodísticos Escogidos 2003 - 2006
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Contenido
Cubierta
Portada
Créditos
NOCTURNO BOGOTÁ
Prólogo
Lo que aprendí de la rumba
Columnas de opinión
Cavú
El sitio de los famosos
En casa de Pacho de Castro
San Sebastián
Chelo
Volver, volver a Cinema
Fiesta para las neuronas
Protesto por Andrés
San Lorenzo
La rumba gay de moda
Al final de la juerga
¿Cuál Heavy?
La torre de la iglesia de nuestra época
Entre tanta moda y frivolidad
La ternura del tecno
¿Feliz Navidad?
Diatriba dominical
De nuevo el sur
Invasión boricua
La nueva moda
Noches 6L6
Los innombrables
Nostalgia por la nieve
Swinger estrato 1
Paratraquetización
Sungay
El lenguaje de la rumba
El efecto altura
Con las nostalgias repartidas
Armas en la rumba
Love parade
Festival de verano
Personajes de la noche
La que es puta es práctica
¡Cuidado con un infarto!
Hablemos de poesía
Entre el arte nocturno y el vandalismo
El Forrest Gump colombiano
Graduada en parrandas
Apostando por La Calera
Los amores de Daniela
La noche es de los poetas
El mago de Andrés
Prólogo
Hace tres años recibí una llamada de Sara Araújo, editora de la sección
Agenda de El Espectador. Sin muchos rodeos me explicó lo que quería: una
columna sobre crítica de bares y discotecas, a la usanza de las que se escriben
sobre restaurantes. Lo pensé, pero no me llamó la atención eso de ir de un
lado a otro para luego contar sólo lo malo de ese lugar, que es como definen
la crítica ciertos personajes que escriben –precisamente– sobre restaurantes.
Sara insistió, y como mi voluntad (ella también) es prostituta, le dije que
“claro, que cómo no, que me encanta la idea”. En todo caso, le pedí cierta
libertad a la hora de escribir y ella –tan respetuosa como siempre– me ayudó
a rediseñar el concepto básico: la columna sería un mapeo sobre la noche
bogotana.
Luego de veintipico de años recorriendo de un extremo al otro la noche
de Bogotá, y de casi tres de especializarme escribiendo sobre ella, son
muchos los temas que me siguen rondando en la cabeza. Por eso, tanto para
exorcizarlos como para cerrar definitivamente el tema de la rumba, ahora que
los sucesos en torno a la violencia de mi tierra vallenata comienzan a
protagonizar mis intereses, he querido escribir algunas de las “enseñanzas”
que me dejó la rumba.
La rumba es discriminatoria
La primera y única vez que intenté ingresar a una reconocida discoteca
de moda en la avenida 15 con calle 93 (no sé si continúe abierta, pero si Dios
existe debió haber fracasado hace rato), no pude hacerlo porque del parche de
casi diez amigos –entre hombres y mujeres– que quisimos gozárnosla, a una
de ellas le negaron el acceso. La razón: no cumplía con los requisitos
estéticos del lugar. Lo confieso: pocas veces he sentido una punzada tan
fuerte en lo más profundo del estómago. En estos tiempos de frivolidad,
llamar feo a alguien es un insulto mayor. Pero si se trata de una mujer, sin
duda va mucho más allá de la más dolorosa de las heridas.
Más por asumir una actitud “fresca” que porque nos interesara entrar al
lugar, luego de esto algunos amigos intentaron convencer al bouncer de que
nos dejara entrar al grupo completo, haciendo las veces de que aquí no pasó
nada y que todo se trató de un simple malentendido. Pero el hombre no sólo
no entendió su ofensa, sino que la continuó. “Qué pena –dijo– pero los jefes
tienen la orden de no dejar entrar gente fea”.
Todavía no entiendo por qué no lo agarramos a golpes, pero lo cierto es
que a nuestra amiga no la volvimos a ver por mucho tiempo, quizás
avergonzada por esas cosas por las que nadie se puede avergonzar, o quizás
porque fue un dolor tan profundo que le tomó mucho tiempo cicatrizar. Hasta
que un día entendió que el parche la quería como era, fea o bonita, y
volvimos a rumbear. Claro que en otros lugares de la ciudad.
De esa ocasión recuerdo que uno de mis amigos me exhortó a escribir
una columna contando los hechos. Le contesté que jamás lo haría: esa era
precisamente la publicidad que el dueño esperaba, pues son demasiados los
que sólo se divierten cuando se creen exclusivos al excluir a quienes no
consideran “bonitos”.
Tampoco quise escribir cuando la víctima fui yo mismo. Sucedió en un
bar en la avenida Caracas con treintaypico. Fui solo, como a muchos otros
bares que sólo me interesan para escribir sobre ellos pero no para divertirme.
Pero los bouncer –un par de negros más altos que “Magic” Jhonson–, me
impidieron la entrada. La razón: el color de mi piel no era tan negro como el
del resto de la clientela. Produce asco cuando las víctimas se convierten en
victimarios, por eso traté de explicarle a los porteros que hace rato los
genetistas establecieron en siete el número de generaciones para que un negro
mezclado con un blanco pierda completamente los genes africanos. “Mi
bisabuelo era tan negro como tú –le dije–, lo que significa que apenas voy en
la cuarta generación. Es decir, un poquito más allá de la mitad. Luego soy
miti-miti, como aquellos famosos ministros corruptos”. No me creyó, y hasta
me insultó para que moviera “mi culo para otra parte”, que fue el término
exacto que utilizó.
En Cartagena sucede lo contrario: la entrada de los negros está prohibida
en muchos bares de la llamada Zona Rosa y, en ocasiones, incluso al
mismísimo centro histórico, como si la ciudad no fuera de ellos y necesitaran
pedir permiso para gozársela.
Por supuesto, no son los únicos casos de discriminación: la mayoría de
veces a los rumberos se les niega el acceso a un lugar por la pinta,
especialmente cuando visten tenis o camiseta. Aunque nunca he logrado
entender cómo, en cambio, sí permiten la entrada de ciertos personajes con
pintas “narco-fashionables”: una vez me topé en Gótica, cuento por caso, a
una nena vestida de vaca de pies a cabeza. No dije disfrazada. Dije vestida:
llevaba sombrero de piel de vaca que hacía juego con el top, los minishores
(¿así se escribe?) que le dejaban medio culo a la intemperie, y las botas altas.
La diferencia era que mientras el sombrero era de piel de cebú, el resto todo
era de holstein.
Pero la discriminación va mucho más allá. En Lottus, el bar gay con la
terraza más bella de Bogotá, está totalmente prohibida la entrada de mujeres.
Y hablando del tema: al parecer, por más que la clamen cuando conviene, a
muchos gais tampoco les ha calado en profundidad el tema de la tolerancia, y
a la hora de la rumba imponen otra discriminación: la de la edad. Como si
sólo los jóvenes tuvieran derecho a la diversión.
La rumba es joven
Bueno, en realidad no se trata de simple discriminación gay. En general
la rumba es joven y, en ocasiones, realmente muy joven, porque mientras los
padres duermen, los pelaos se saben libres para hacer lo que quieran. Para
muchos, la oscuridad es la puerta abierta de la ilegalidad. Por eso la noche es
libertad; y la rumba, independencia, la cual se intensifica en la medida de los
tragos y de la droga.
La rumba es nómada
Luego de que, con amenazas de bomba a finales de los 80, Pablo
Escobar frenó el rápido crecimiento de la calle 82 como Zona Rosa, la vía a
La Calera aglutinó una serie de discotecas caracterizadas por los amplios
espacios y los personajes de dudosa procedencia que los frecuentaban. Pero
el auge tampoco duró mucho. Los rumberos se cansaron pronto de las
historias de tiros al aire y “muñecazos” en la mesa vecina y se trasladaron a
los alrededores de la plaza de Usaquén.
Ahora la moda es, en el norte, el parque de la 93; y, en el sur, la avenida
Primero de Mayo. En ambos casos es posible que el reinado se prolongue
mucho más que en los casos anteriores. ¿Las razones? Al lado de estas han
crecido en la ciudad, en los últimos años, pequeñas zonas rosas temáticas,
cual jardines esquineros, como los bares universitarios de la avenida 7ª con
51; los prostíbulos del Santa Fe; los bares gais en la zona de Chapinero; e
incluso los restaurantes –la fiesta de los adultos– en la llamada Zona G.
La rumba es gregarista
La noche maneja códigos, lenguajes, símbolos. Por eso la rumba es
grupal, que es como decir que cuando se impone un sitio o una tendencia,
entre rumberos no se aceptan gustos disímiles: o todos en la cama o todos en
el suelo. Por eso a nadie se le ocurriría entrar con una camisa amarilla al bar
gótico de la 32 con 17, o vestir como una drag queen en el sitio de encuentro
de los neofascistas en la 47.
Desde los años 70, cuando en la 26 con 5ª –la Zona Rosa de aquel
entonces–, se inauguró Equus, el primer bar gay para gente “bien” de Bogotá,
la ciudad ha visto abrir y cerrar infinidad de sitios destinados a la diversión
de los homosexuales capitalinos, aunque casi siempre bajo un criterio,
llamémoslo así, “discotequero” (salvo uno que otro establecimiento tipo
Época, que por desgracia tuvieron un ciclo corto). Esa tendencia llega hasta
nuestros días, cuando las discos gais –en algunos casos pequeñas; en otras,
como Theatrón, de considerable tamaño–, abundan por toda la ciudad, de sur
a norte y de este a oeste.
Desde hace un par de años, una pareja de pujantes empresarios
entendieron que el mundo está cambiando a pasos agigantados y la
clandestinidad gay es cada vez más demodé. Por eso se dieron a la tarea de
personalizar la rumba homosexual: primero inauguraron Chase, un café
situado en una aristocrática y esquinera casona chapineruna; y desde hace un
par de meses fundaron Cavú, un selecto bar que funciona bajo el concepto de
“Noche temática”.
La verdad es que Bogotá pedía con urgencia un sitio gay pequeño y
sofisticado, una mezcla entre Mizú y el clausurado Lounge de la calle 83.
Este funciona además con una fiesta diferente los tres días de la semana que
está abierto. Así, los miércoles, que es “Noche de plancha”, presenta variados
shows de drag queens; los jueves, la rumba es una especie de crossover en
vivo y; los viernes, lo que manda la parada es la música electrónica.
Comencemos por los miércoles, que es noche de espectáculo, y sea el
momento para comentar que el de los drag queens fue un fenómeno que
surgió en Nueva York y Londres a principios de la década de los sesenta.
Apareció como una respuesta política al rechazo de que por entonces eran
objeto los homosexuales, a quienes se les cuestionaba, entre otras cosas, el
pretender pertenecer a un género diferente al genético. Los gais de aquel
entonces, de manera caricaturesca, contestaron con la creación de estos
personajes que aparentan mayor feminidad que las propias mujeres: era una
respuesta clara a la idea equivocada de que la pretensión de los gais es ser
mujeres.
En Colombia, las dragas “florecieron” a principios de la década pasada,
aunque se dieron a conocer ampliamente con la promulgación de la Ley
Zanahoria y sus hijos bastardos, los after parties. Fue entonces cuando se
convirtieron en las verdaderas “Reinas de la noche” (que es la
colombianísima traducción del término drag queen), gracias al fausto, al
colorido y a la alegría que traducía su llegada a estos lugares escondidos y
grises. Pero, moda al fin y al cabo, desaparecieron apenas en el umbral del
nuevo milenio.
Pues bien, ya no es necesario esperar el gran espectáculo preparado por
las dragas de Theatrón cada mes, sino que desde hace algún tiempo todos los
miércoles, justo antes de la media noche, Cavú abre sus puertas para
divertirnos con viejas canciones de plancha cantadas por verdaderas artistas
del travestismo criollo quienes logran una magnifica compenetración con el
público, público que canta, baila y aplaude a rabiar cada interpretación.
Cavú dedica los miércoles a la plancha, y los jueves ofrece música en
vivo: en un escenario más bien pequeño, se presenta una orquesta compuesta
por cinco chicas que interpretan toda clase de instrumentos e igual transitan
por muy variados ritmos y estilos: desde rock viejito, pasando por vallenato,
pop contemporáneo y hasta cumbias. Una mezcla muy curiosa, por cierto,
que se sale bastante del tradicional concepto de crossover.
Los viernes es noche de tecno, y tecno del bueno. Es más, para los
buenos conocedores de la música electrónica, advierto que ha habido viernes
en que el DJ residente, Jimmy, ha hecho vibrar el lugar con la más exquisita y
selecta música electrónica, la misma de los inicios de La Sala o del propio
Cinema.
Cavú ocupa un amplio espacio de dos pisos, aunque es en el segundo
donde se desarrolla toda la acción. Está diseñado con una arquitectura
elegante y minimalista, basada en fotografías de gran formato del artista
Jorge Iván Vásquez; fotografías eróticas, bastante ambiguas, la mayoría en
blanco y negro, que dan toda la majestad del lugar; y en cómodos pufs y
sofás que los miércoles escasean por la gran afluencia de ese público que
asiste a aclamar a las dragas, pero los viernes se desplazan a los rincones para
dar paso a la locura tecno.
Lo anterior habla también sobre la versatilidad del sitio, pues cada día
un mismo espacio acoge todas las tendencias, todas las edades, todos los
motivos, todas las soledades y pretextos de la gente homosexual. Es así como
los señores maduros y treintañeros que gustan escuchar a Yuri, Pandora,
Rocio Durcal, Isabel Pantoja, Miguel Bosé y demás, dan paso cada viernes a
una nueva generación de gais de veinte años promedio, jovencitos anoréxicos
como exige la moda actual, imberbes aun, que disfrutan la música electrónica
en todas sus variantes.
Sin duda alguna, al igual que Lambda para Medellín o Vía Libre para
Cartagena, Cavú es una magnífica propuesta para Bogotá. Un lugar
cosmopolita, alegre, sofisticado, que le apuesta tanto al diseño arquitectónico
como al disfrute de la rumba.
El sitio de los famosos
Conocí San Sebastián hace casi ya un año gracias a que mis amigos Sara
y Martín celebraron allá su matrimonio. Recuerdo esa noche, además, porque
en el escenario hubo un fuerte mano a mano entre las “cantantes” María
Consuelo Araújo, nuestra Ministra de Cultura, y la presentadora de televisión
Andrea Serna.
Me gustó tanto el lugar en aquella ocasión, que desde entonces suelo
visitarlo con frecuencia. Y me gustó, precisamente, porque ofrece un,
llamémoslo así, “servicio adicional” muy bacano: una banda en vivo que le
toca la pista musical, a manera de karaoke, al músico frustrado que hay en
cada uno de nosotros.
Cuando lo visito, normalmente lo hago en compañía, entre otros, de mi
amigo Ángel Eduardo Moreno, quien se cree más músico que el propio Steve
Wonder y no desaprovecha nunca la oportunidad de subirse a la tarima a
interpretar lo mejor de su repertorio acompañado por la banda conformada
por seis formidables músicos, que llevan la pista de cada canción que los
pichones de cantantes pretenden interpretar. Sin duda, una idea mucho más
cálida y divertida que la de escuchar la pista en un karaoke de verdad.
Karaoke viene de la conjunción de las palabras “kara”, que significa
vacío; y “okesutura”, que significa orquesta. Es decir, “karaoke” es lo mismo
que “orquesta vacía”, y sin duda alguna es de esos inventos que uno entiende
fácilmente que sólo se le podía ocurrir a los japoneses. ¿Por qué? Hombre,
por la sencilla razón de que los negros ya vienen con todos los ritmos
incluidos (aquel Nyabingui de que hablaba Bob Marley) y, los blancos, de
tanto imitarlos, ya les han aprendido alguito. Pero los pobres orientales, ni
ritmo ni nada: músicos genéticamente frustrados. De ahí que desde hace 30
años, los ejecutivos japoneses se hayan habituado a su uso como una típica
forma de quitarse el estrés al regresar a casa cada tarde luego de –
suponemos– un arduo día de trabajo.
En Bogotá no existen muchos bares donde sea posible el uso del
karaoke, a pesar de que prácticamente a todo el mundo le gusta cantar, bien
sea en la ducha, en el carro o en cualquier lugar. Y, por supuesto, nunca
faltan los que de veras se creen cantantes y necesitan visitar este tipo de
negocios para subirse a una tarima, coger un micrófono y sentir la mirada de
todo el público mientras –muy probablemente– hace el oso.
Esto es precisamente lo divertido de San Sebastián. A veces se levanta
un espontáneo que de veras realiza un buen papel en el escenario; y otras,
aquellos que tienen pésima voz y no coordinan ni la mano derecha con la
izquierda pero, aun así, se atreven a cantar en público. Ambos corren el
riesgo y al final resultan muy aplaudidos o chiflados.
Ya para finalizar, como información general, les cuento que el promedio
del público, entre el cual es fácil encontrar caras conocidas de la farándula, se
acerca a los 35 años; el espacio puede congregar hasta unas 200 personas y,
dato muy curioso, no hay un sólo día en que haya visitado San Sebastián que
su propietario, Roberto, quien en los años 80 tuvo un grupo musical llamado
Génesis, a las doce en punto de la noche no levante la copa y brinde por
nuestro bello país bajo los acordes del himno nacional.
Chelo
Como la rumba no siempre tiene que ser en una discoteca con luces
estroboscópicas bailando las mezclas que realiza un DJ desde una moderna
cabina, o una parranda vallenata profusa en whisky y ron, o una fiesta casera
con papayero, papitas, maní y uvas pasas, quiero referirme hoy a otra serie de
reuniones que no por ser intelectuales son menos divertidas. Me refiero a las
tertulias literarias, que últimamente están en boga en nuestro país. Suelo
asistir a la que organizan cada primer martes de mes Gloria Gutiérrez y su
marido Lucho Alfonso, con la complicidad de “Osito” Samper, Javier
Londoño, Juan Olmos, Danilo Santos y el poeta Federico Diazgranados.
Tuve conocimiento de ella de manera más bien casual, a través de
Adriana Ricardo, agregada cultural en Suiza, que recientemente organizó en
ese país uno de los homenajes más sentidos para conmemorar el aniversario
de la muerte de la poetisa María Mercedes Carranza con éxito rotundo tanto
en asistencia como por la crítica local, de lo cual puede dar fe el escritor R.
H. Moreno Durán, testigo admirable de los acontecimientos.
Pero volviendo a nuestro tema, vale decir que la idea de las tertulias
comenzó hace ya casi un lustro, cuando unas diez o quince personas amigas
entre sí (entre quienes se contaba María Mercedes Carranza), y con el lugar
común del amor por la poesía, se dieron a la tarea de reunirse una vez al mes
para leer poemas, declamarlos o simplemente compartir conocimientos sobre
poetas, desde Homero hasta los más contemporáneos. Tanto fue el
entusiasmo de los organizadores, que muy pronto la tertulia se les creció y
hoy día es posible que la reunión agrupe a sesenta, setenta y hasta ochenta
personas.
Hace un par de años, Gloria y Lucho, anfitriones del evento, invitaron a
una de estas tertulias al entonces candidato presidencial Álvaro Uribe y su
señora, quien entre otras, un par de meses después volvió para presentar una
muy inteligente disertación sobre su paisano Tomás Carrasquilla. Hablo de
Lina, por supuesto. Pues bien, fue en esta oportunidad cuando Adriana
Ricardo me invitó por vez primera a participar en este evento y, desde aquel
entonces, trato de reservar siempre la fecha indicada para embelesarme con la
poesía. En estos años, por el apartamento de Gloria y Lucho han desfilado
todos los más importantes poetas de nuestra Colombia, guiados siempre por
Federico Diazgranados, joven, inteligente, locuaz, maestro en el tema y líder
espiritual de la tertulia.
Así las cosas, el maestro Diazgranados y demás asistentes nos ha
regalado su conocimiento sobre los poetas malditos, la poesía italiana,
Neruda, los poetas suicidas, los piedracelistas, el nadaísmo, el hermetismo, es
decir, las diversas corrientes poéticas tanto nacionales como a nivel mundial.
Por igual, también hemos tenido oportunidad de escuchar a todo aquel que
tenga una buena poesía para compartir lo cual, en un país de poetas, no es
cosa difícil.
Las tertulias literarias fueron muy conocidas en nuestro país hasta
mediados de siglo pasado, cuando funcionaron –sin ningún tipo de
organización, apenas el deseo de engolosinarse con el tema–
mayoritariamente en cafés como El Automático, donde se reunían De Greiff
con su parche. Por fortuna, en épocas recientes el tema ha vuelto a salir –
institucionalmente– a la palestra. Es así como hace poco el Ministerio de
Cultura abrió una convocatoria que busca premiar toda agrupación de más de
cinco personas que se reúna con el ánimo de distraerse y conversar no
necesariamente alrededor del tema literario. También el Instituto Distrital de
Cultura y Turismo de Bogotá viene trabajando desde hace un par de meses
sobre una idea parecida: Libro al viento se llama el programa desarrollado
por la Gerencia de Literatura y consiste en la edición mensual de un texto (en
junio fue “Antología de cuentos infantiles” y ahora en julio publicaron
algunos cuentos de Cortazar) sobre el cual se trabaja posteriormente a partir
de conferencias con docentes, lecturas en cada una de las 20 localidades y en
los llamados “Paraderos Paralibros Paraparques”.
En un país agarrotado por la violencia, la corrupción, los reinados de
belleza y los realities, emociona saber que la tradición de la tertulia y la
oralidad no ha muerto. Antes, por el contrario, es cada vez más la gente que
se suma a este tipo de eventos, lo cual dice mucho sobre el interés de los
colombianos por la cultura y, más concretamente, por la literatura.
Protesto por Andrés
¿Qué pasa los domingos? ¿Por qué esta ciudad muere completamente
cada domingo? ¿Acaso no sabe que, si realmente pretende ser cosmopolita, lo
primero que debe tener es un muy buen lugar de rumba este día?
Estos últimos domingos, ante las lánguidas rumbas de los fines de
semana ahora que se han vuelto de moda las fiestas en apartamentos, me he
dedicado a recorrer las calles de Bogotá tratando de encontrar un lugar donde
guarecer la soledad. Como siempre (y como en todo) la búsqueda no se ha
limitado a las discos de la 82 o de los alrededores del parque de la 93, sino
que me ha llevado al Restrepo, a la Primero de mayo, a los bares de la 68, de
Usaquén, del centro, de La Candelaria. ¡Adónde no he ido este mes buscando
una rumba dominical! ¿Y qué he encontrado? Nada: miseria absoluta, un par
de barcitos que sirven más para terminar de deprimir la tarde que para
embolatarla.
Por supuesto, no se trata de algo nuevo: desde que el Señor dijo que el
séptimo día estaba hecho para descansar, la sociedad dejó bien claro que ese
día sería el domingo. Lo malo es que no para todos su domingo es el
domingo. Me lo planteó a principios de año mi amigo Orlando Valenzuela:
ahora que actúa de martes a sábado, los únicos días posibles para rumbear
que tiene son el domingo y el lunes. Conste: está cumpliendo a pie juntillas la
cristiana orden de trabajar, pero su descanso no coincide con el de los demás.
Otro amigo, pintor para más veras, me cuenta que precisamente el fin de
semana es cuando más produce; y, al caer la tarde del domingo, lo último que
quisiera aspirar es el olor del óleo y la trementina. Pues sí, aunque algunos se
nieguen a creer que, como cantaban Beto y… “uno de nosotros no es como
los otros”, y no por eso son pecadores.
Porque con los domingos sucede que nos seguimos comportando no
como en la época de Nuestro Señor Jesucristo sino, peor aún, del mismísimo
Jehová; y a pesar de que Carulla-Vivero “descubrió” que se puede mercar en
la madrugada, el resto de los mortales seguimos pensando como si
viviéramos en provincia.
Recuerdo que cuando me especializaba en Mercadeo en los Andes, cada
dos por tres los profesores mostraban un video que exigía, para tener éxito en
la vida, “romper paradigmas”. Pero, ¿cómo romperlos si la iglesia católica
nos quiere cuadriculados? Por eso, la tecnología avanza, la ciencia avanza, la
moda avanza, todo avanza salvo nuestra manera de pensar, de funcionar, de
ver la vida. Ciertamente, hay algunos valores fundamentales que deben
conservarse. Pero que todavía, a estas alturas del paseo, le estemos comiendo
cuento a la (doble) moral católica me parece, más que aberrante,
absolutamente sadomasoquista. ¿Tanto tenemos que flagelarnos para darle
gusto a unos cuantos? ¿Cuándo nos vamos a pellizcar y ser conscientes de
que no necesitamos ser obligados a vivir con la moral prestada de unos pocos
que la exigen sin practicarla? ¿Cuándo vamos a entender que no todos
vivimos y sentimos de igual manera? Que somos tan diversos como la
naturaleza, que a pesar de ser diversa ha logrado subsistir milenios enteros.
¿O alguien ha visto a un platanal acribillando a un rosal por ser diferente?
Pero, bueno, yo hablaba de rumba, de rumba los domingos, para ser más
exacto, que no se consigue en esta ciudad por ninguna parte. Hace un par de
años, existió en La Calera un lugar llamado Enjalma y Loma que abría sus
puertas en horas matinales y hacia las siete de la noche la fiesta estaba en
pleno apogeo. El éxito fue tal, que el dueño justificó abrir otro local. Pero,
como sabemos desde Cervantes, nunca las segundas partes han sido buenas,
por lo que el nuevo sitio fracasó, y los bogotanos nos quedamos las tardes
dominicales, como es expresión popular, viendo un chispero.
Sí, claro, ya sé que los gais me dirán que ahí están La oficina.com y
Tasca Santamaría, y que ambos ofrecen buena rumba los domingos, lo que es
completamente cierto. Pero como no todo el mundo es gay (lo que quizás
haría la vida más divertida), hay también que buscar la manera de complacer
a los straigths. Y es entonces cuando, por más que el carro ande por esta
populosa ciudad, no encontramos donde guarecer la soledad.
Por eso, quiero pedir una colaboración a todo aquel que conozca un
buen lugar de rumba dominical y quiera compartirlo. En mi correo abajo
anotado, recibiré nombre y dirección de estos sitios, que juiciosamente
visitaré hasta establecer si vale la pena recomendárselo a todo aquel para
quien el domingo es apenas un día más de la semana.
De nuevo el sur
Nuevamente cedo este espacio para que otro amigo, amante de la rumba
y de la noche bogotana, nos deleite con su carreta. Jorge Pinzón Salas es
bogotano, estudió literatura en la Javeriana y hace 6 años, a los 19, escribió
una novela tan pero tan mala que no llegó al segundo lector. En todo caso,
escribir es lo suyo, por lo que con frecuencia diversos medios nacionales
publican sus crónicas de rumba. Junto con otros tres amigos, está
obsesionado con regalarle a Bogotá su propia revista: una guía de todo el
movimiento underground y de las llamadas tribus urbanas. Dije bien:
regalarle, porque será de libre distribución. Se llamará Cartel urbano, y en
menos de un mes veremos a los voceadores repartiéndola en la calle.
Bienvenido.
“El muerto al hoyo y el vivo al baile” parece ser la consigna de 6L6
Groovy Sessions, un nuevo bar bogotano situado a espaldas del viejo
cementerio de Usaquén. A comienzos de este año, un productor musical, un
diseñador industrial y una publicista inauguraron 6L6, un proyecto que,
contra los pronósticos de amigos y asesores, ha logrado en siete meses lo que
les auguraban lograrían en más de un año.
Desde hace cuatro años, cuando comenzaron a organizar fiestas
itinerantes en bodegas, casas deshabitadas y otros lugares alternativos de
Chapinero y La Candelaria a los que llegaban hasta 200 personas, Iván
Ocampo, Hardey Martínez y Nancy Ocampo, tres melómanos emprendedores
de buenísima onda que se hicieron amigos diez años atrás, desde los tiempos
en que trabajaban como meseros en la vecina Tienda de Café, venían
craneándose un negocio que volviera públicas las jams sessions que hacían
con amigos en la sala de la casa de Iván.
Querían abrir un bar en el que la música en vivo corriera por cuenta de
músicos de primera línea. Decidieron entonces meterle creatividad y números
a la idea. Hace un año se pusieron con juicio a estructurar el proyecto y
empezaron a buscar un local apropiado que ofreciera un espacio para dar a
conocer entre el público nocturno de la ciudad las propuestas musicales del
colectivo de músicos que habían venido consolidando bajo la orientación de
Iván.
Encontraron una casa esquinera de la que se enamoraron rápidamente, la
alquilaron, la remodelaron y montaron, el 22 de enero del 2005, 6L6 Groovy
Sessions, una de las propuestas musicales de rumba relajada más interesantes
que Bogotá ha visto nacer en los últimos años. A punta de buenos sonidos
provenientes del soul, el lounge y el chillout, este bar, ubicado en una de las
calles anteriormente más aburridas y oscuras de Usaquén, es, según Hardey –
un bogotano de 30 años que se levanta y se acuesta oyendo música–, “una
propuesta versátil, un sitio para la intimidad, un lugar romántico y a la vez
moderno en el que se fusiona música electrónica con los colores del jazz y
del nuevo soul”.
El concepto del diseño y la decoración incluye funcionalidad e
iluminación cambiante, manejada a través de gelatinas de fotografía. De ahí
que una noche en 6L6 puede ser púrpura, otra naranja, otra amarilla o verde
limón.
Cada noche hay un toque en vivo. A partir de las 10:30 salen a escena
cuatro músicos, dos de los cuales tocan dentro de una cabina de sonido que
por su diseño acústico facilita la emisión de sonidos puros. El jueves, el
protagonista es el electrofunk; el viernes, el soulhouse y; el sábado, el drumm
and bass.
Al lugar le caben alrededor de 70 personas. El público habitual es gente
de 25 años para arriba, en su mayoría ejecutivos jóvenes. También van
actores, publicistas, músicos y personajes comunes que buscan una atmósfera
ciento por ciento chillout para relajarse y tomarse unos tragos mientras echan
carreta.
6L6 es una propuesta fresca, necesaria para bajarle la temperatura al
caos capitalino.
Los innombrables
Por estos días están de moda las rumbitas caseras, lo que normalmente
sucede durante los primeros fines de semana de cada año cuando, de noche,
las calles bogotanas se ven solas y tristes. Es cierto que bares y discotecas
siguen acogiendo a muchos rumberos, pero no son ni la mitad de los que
normalmente fiestean. Aunque los seguidores de la siempre muy trendy y
animada Danzatoria estuvieron de plácemes este fin de semana, y la cola de
entrada superó cualquier expectativa de quienes querían volver a rumbearse
este lugar. A pesar de que no pude visitarla a causa de una “fiebrecita”, me
alegra nuevamente constatar multitudes a la entrada de esta, una de mis
discotecas favoritas de la ciudad.
Volviendo al tema, alguien argüía como única razón para la depresión
actual en discotecas y clubes bogotanos la sobresaturación rumbera de
comienzo de año, es decir, la asistencia masiva de noctámbulos a las muy
variadas fiestas que sucedieron en enero en Cartagena, pues a diferencia de
épocas anteriores, al parecer este año la escasez económica no es factor que
ha negado la diversión a los eternos rumberos gracias a la inmensa danza de
los millones que hoy día inunda Bogotá. Al menos es lo que se colige luego
de los tres ejemplos a continuación.
El primero de ellos se produce luego de visitar los diferentes centros
comerciales de la ciudad donde –a pesar de la temporada de descuentos– los
precios de la ropa andan por las nubes en relación con otros países que
creíamos más costosos. El caso más escandaloso corresponde a los almacenes
de un nuevo centro comercial en la zona rosa (cuyo nombre omito para no
ganarme otra visita a los juzgados como la realizada en días pasados) donde
al parecer cada pisada se cobra, y se cobra caro además.
Peor aún, conduele asistir al entierro de quinta que están recibiendo
algunos barrios residenciales bogotanos donde otrora las casas eran
protagonistas; casas que en cuestión de meses (y en algunos casos, semanas)
se han venido abajo para dar paso a altísimas torres de apartamentos;
apartamentos que, según noticia reciente, este año alcanzarán cifras
astronómicas.
Por último, de puro ocioso el otro día alcancé a contar, en escasos 15
minutos, casi 80 narcotoyotas (parecidas a las del amigo de Marco Schwartz
en el último capítulo de la novela erótica publicada por la revista SoHo el
pasado diciembre) que pasaron, raudas, frente a la terraza de cierto conocido
café de la ciudad en el que departía con varios amigos.
Ya sabemos de la publicación en los diversos medios nacionales de la
noticia de que nuestra querida Bogotá ocupa el tercer lugar entre las ciudades
más caras de Latinoamérica, honor que no sólo me entristece sino que,
mucho peor, me mortifica, pues es de todos conocido que se trata de precios
que no corresponden a la realidad: no es que la miseria haya desaparecido de
la capital (como escuché recientemente, en boca de una amiga, que analizaba
la antedicha noticia sobre la idea de que ya no hay pobres en Bogotá), sino
que esta danza de millones corresponde a lo que llaman la
“paratraquetización” (que es el nuevo slam para narcoparamilitarismo) de
nuestra economía.
Paratraquetización y rumba, una peligrosa combinación, pues resulta
complicado bailar al lado de quien en todo momento pretende demostrar su
poder. Hace un par de semanas mencioné en esta columna lo ocurrido en
“una de las mejores discotecas de Bogotá”, cuando una modelito prepago se
molestó porque en la barra atendieron a otro cliente antes que a ella. En
menos de un segundo, al muchacho en cuestión le cayeron tres personajes
que lo atacaron a golpes y le partieron la cara (y hasta los lentes). Lo peor es
que los dueños del lugar, para evitar otros enfrentamientos, se limitaron a
aconsejarle a la víctima que bailara en otro lugar del bar.
Entre un mar (o mejor, un océano) de casos parecidos, este fin de
semana me enteré del escándalo promovido por una “distinguida” señora que,
bajo la amenazante mirada de sus escoltas, culpaba por la pérdida de un anillo
de US$15.000 a uno de los meseros del restaurante dominical más visitado
por los bogotanos. Por fortuna, según me cuentan, los acontecimientos habían
sido filmados por la cámara oculta del lugar y el propietario del restaurante
pudo demostrar la inocencia de su empleado. Pero, ¿qué pasa cuando esto
ocurre en sitios huérfanos de filmadoras?
Es esta mi muy personal razón para preferir fiestear en mi casa o en las
de mis amigos. Ni sobresaturación rumbera ni escasez económica. La
verdadera razón del desaliento actual en las noches bogotanas se acuna en el
miedo. ¡Qué miedo que a uno le toque bailar o almorzar al lado de uno de
estos personajes! Y lo grave es que el problema cada día empeora más y más
sin solución a la vista.
Recomendado de la semana: La conocida discoteca de Usaquén 6L6,
reseñada con anterioridad en estas páginas por su buena música y su rumba
alternativa, ofrece este viernes 3 de marzo una megafiesta en las bellísimas
instalaciones de la discoteca Lottus. Buena música en un lugar hermoso, sin
lugar a dudas una combinación que hace de esta una fiesta obligada.
Sungay
En su función original, los poppers no son más que un ácido que sirve,
entre otras cosas, para limpiar el cabezote de los equipos de sonido. Debe su
onomatopéyico nombre al sonido producido por la pastillita que trae en su
interior la cual, al reventar, supuestamente suena a algo similar a “pop”. Al
aspirarse, el ácido produce una sobreexcitación que no alcanza a durar los dos
minutos, y por eso, normalmente, es usado al momento del clímax sexual
buscando un mejor orgasmo.
Pues bien, desafortunadamente pareciera que los jóvenes colombianos
acabaran de redescubrir los poppers. Al menos eso fue lo que más me llamó
la atención del pasado Love Parade: el uso indiscriminado de este ácido que
estuvo muy de moda en las discotecas bogotanas la década pasada. El caso es
que en esta fiesta reaparecieron con gran fuerza: los famosos frasquitos de
etiqueta amarilla se veían pasar con frecuencia de nariz en nariz. Claro que su
uso en discos y raves no tiene nada que ver con el sexo sino más bien con el
éxtasis, y en este sentido el poppers es utilizado para alargar el efecto del
MDMA y lograr sucesivas “explosiones” de la droga.
Eso fue lo primero que llamó mi atención en esta fiesta celebrada el
pasado lunes 19 de julio. Lo otro que podría decirse de este seudo rave criollo
es que no se entiende por qué sus organizadores, luego de cuatro versiones,
sigan ofreciendo una rumba tan mala. De hecho, creería que el Love Parade
criollo no es más que un nombre que los organizadores del evento utilizan
para atrapar público.
Ahora bien, es la primera vez que voy a esta rumba, tan popular en otros
países. A pesar de conocer comentarios de años anteriores que no hablaban
muy bien de su calidad, este año decidí ir por dos razones: primero, para
confirmar este rumor y; segundo, porque esa noche había Ley Seca en la
ciudad y la única fiesta posible era precisamente esta, en el parque Jaime
Duque.
Una especie de Woodstock contemporáneo, el Love Parade es una gran
fiesta de varios días liderada por el Dr. Motte (incluido en la nómina
colombiana de este año) que se originó en el Tiergarten, el principal parque
de Berlín, justo después de la caída del famoso muro, iniciándose con 150
personas y una carroza. Diez años después los ravers llegaban a un millón y
medio y cincuenta carrozas, aunque ciertamente, en los últimos años el
evento ha sufrido un considerable descenso entre el público asistente. De
hecho, las cifras del 2003 “apenas” hablan de 500.000 espectadores.
En Colombia la fiesta se ha realizado en estos últimos tiempos en Cali,
Medellín y Bogotá. Este año, de hecho, la gran novedad consistió en tres días
de rumba consecutiva, pero un día por ciudad. Es decir, los organizadores
pretendían que el público se desplazara cada día a una ciudad diferente con
tal de seguir la fiesta.
No sé cómo fue la cosa en las otras ciudades, pero en Bogotá, a pesar de
la afluencia de público (insisto: consecuencia de la Ley Seca), como dije
anteriormente la rumba fue mala, y lo fue porque la nómina ofrecida cada año
resulta menos atractiva: sin lugar a dudas, el colombiano no es público
ingenuo. Por el contrario, el escenario tecno en nuestro país es cada vez más
reconocido a nivel internacional gracias, precisamente, a un público cada vez
más exigente y conocedor de este género musical. No hay que olvidar el
despliegue de mezcladores de renombre que nos han visitado: el gran Carl
Cox (el chisme dice que en enero estará en Cartagena), Sacha, Mauro Picoto,
Tiesto. En fin, la lista es larga. El único de los mega grandes mezcladores que
falta por presentarse es Paul Van Dyk, a pesar de que sus seguidores lo
pedimos a gritos.
Pero el llamado Love Parade criollo nunca se ha ocupado por ofrecer DJ
internacionales de calidad, a sabiendas de que el éxito de estos raves está
precisamente en la música. Nóminas de cinco y más nombres, pero ninguno
con capacidad para llenar una plaza. En este sentido, en cambio, los
mezcladores colombianos han sido los encargados de sacar la cara por la
fiesta, porque –hay que decirlo– guardadas las proporciones, (y espero no
sonar chovinista), en el país tenemos muy buenos pincha agujas, a pesar de
que no gocen del reconocimiento internacional de los arriba mencionados.
Destaco, entre estos, a Gerald –¡por supuesto!–, a Fruto, a Murillo en
Cartagena, a Alexa, a Nana López, y a Ilona Ospina, quizás la criolla más
destacada allende nuestras fronteras. Lástima que la publicidad del evento se
centre más en las figuras internacionales, cuando los que pegan la nota son
los colombianos.
En todo caso, al menos para mí y mi parche, esta no fue más que otra
rumba, nada especial y completamente prescindible a pesar de tanta bulla. De
hecho, antes de las cuatro de la mañana ya estábamos de regreso en la ciudad.
Festival de verano
Contrario al imaginario popular, las travestis no tienen sexo con los gais,
pues a la hora de la cama a los homosexuales en general, entre más varonil es
el aspecto, más les atraen los hombres. Quizás por eso, a Daniela –una de las
casi doscientas travestis que pueblan la noche bogotana–, la conocí
precisamente a través de unos amigos heterosexuales que con frecuencia
disfrutan su compañía. Aunque en realidad, amistarse con Daniela Fortich no
resulta difícil por su temperamento espontáneo y su carcajada constante
herencia de su raza momposina. “Me encanta hablar con las personas, que se
sientan con la confianza para compartirme sus tristezas”, afirma con
entusiasmo.
Daniela es una chica alta (a las travestis hay que referirse en género
femenino), morena, de facciones fuertes y cuerpo macizo. Mide 1,78, pero es
rara la ocasión en que sale a la calle sin estar trepada en tacones de quince o
veinte centímetros, que maneja a la perfección, igual a como hace con su
personalidad: es de trato fácil, a pesar de que son muchas las ocasiones en
que ha sentido en carne propia la intolerancia nacional.
En realidad, las travestis colombianas tienen razones para quejarse.
Dicen que la mayoría de ellas ejercen la prostitución porque la sociedad no
les permite un rol diverso, y a pesar de que algunas admiten que se trata de
dinero fácil, la deuda social es inmensa y la soledad, descomunal. Para evitar
las burlas o los improperios, las travestis se camuflan en la oscuridad de la
noche, no sólo para invisibilizarse ante los demás, sino para no “boletear” a
sus clientes, la gran mayoría hombres casados y con hijos que no son capaces
de afrontar sus gustos por lo que, más clandestinos que ellas, las buscan en
espacios escondidos, ocultos, que ambos conocen de antemano.
Por eso, todos los días de la semana, excepto los lunes, Daniela inicia su
emperifolle luego de las ocho de la noche y, maquillada y ataviada con
prendas que dejan al descubierto buena parte de su sinuoso cuerpo, pasadas
las 10:00 p.m. abandona su modesta vivienda adonde regresa, cansada pero
satisfecha, con los primeros rayos del sol.
Debido a una pelea con su padre, a los doce años abandonó por primera
vez el hogar familiar. Desde su niñez, la relación con él se basó en el
conflicto, por lo que a esta edad agotó su paciencia y, luego de un choque
muy fuerte por una causa cualquiera, una noche desapareció de su Mompóx
natal. Una semana entera estuvo en Bogotá, al final de la cual decidió
perdonar los agravios de su padre y volver a casa porque se sintió “sola y
desprotegida”.
Luego de terminar el bachillerato, decidió radicarse en la capital de la
República con el sueño de estudiar informática, pues los computadores
siempre han sido su gran pasión, pero por razones económicas nunca pudo
continuar una carrera. Se contentó, en cambio, con estudios técnicos en el
SENA, como diseño de modas y auxiliar de secretaria, labor que luego
ejerció en Barranquilla cuando trabajó durante tres años como secretaria del
Batallón distrito No. 10. En ese entonces estuvo ennoviada con un teniente
retirado del ejército, “pero lo dejé porque no era nada seguro –cuenta entre
risas, y agrega–: además, estaba casado con una gorda que me celaba de día y
de noche”.
Tan bien le ha ido con ellos, que hace un par de años, junto con su novio
samario de esa época, se presentó a una notaría para formalizar la relación.
“Ya sabes –dice–: firmamos un documento en el que nos juramos amor
eterno y nos comprometimos a que de ahí en adelante los bienes serían
mutuos”. Pero el “matrimonio” duró muy poco, pues al par de meses se
convenció de que aquello no era amor: “Él era celoso y con frecuencia me
pegaba”: fue la principal razón por la que decidió abandonarlo. Desde
entonces no ha querido volver a verlo.
Desde sus siete años, Daniela es consciente de que le gustan los
hombres. “Algunas nacemos así, y otras se forman en el camino –asegura–
pero desde bien chiquita yo tengo claritico cuáles son mis gustos sexuales”.
Nacida en una modesta familia de seis hermanos (“tres mujeres conmigo, y
tres varones”), es la cuarta antes de otros dos que han salido adelante gracias
a sus esfuerzos, pues durante mucho tiempo destinó parte de lo que recibía de
su trabajo como prostituta para la educación de ellos, por lo que hoy día le
enorgullece saber que ambos son profesionales. De hecho, el menor de sus
hermanos trabaja desde hace un par de años en Shell Colombia, lo que la
complace hasta el jolgorio.
Por su cuerpo han pasado cientos de hombres. A algunos los recuerda
con cariño, pero la mayoría dejó cicatrices invisibles que no borran
fácilmente. Dice que lo único que tienen todos en común es que pertenecen al
género masculino, pero no es capaz de describir un cliente promedio, pues
todo tipo de hombres ha requerido de sus servicios, desde jóvenes
universitarios, “hasta jóvenes de 80 años que todavía se creen con la cuerda
suficiente” para arroparse con estos placeres; desde estudiantes que tienen
apenas lo justo para pagar ciertos goces, hasta millonarios tacaños que la
recogen en autos lujosos pero regatean el pago; desde desempleados hasta
políticos que ella reconoce luego en la televisión o en alguna revista de la
peluquería que frecuenta cuando quiere estar más linda, más sensual o, dicho
en palabras suyas en el tono de humor que la caracteriza, cuando quiere verse
“sesi y atrativa” para sus hombres, pues es consciente que parte de lo que
atrae a los heterosexuales de las travestis es su feminidad, el hecho de que se
vistan y se arreglen para ellos, que se dejen consentir y mimar y hasta que se
dobleguen ante sus caprichos, rezagos todos de un machismo recalcitrante
que se empeña en conservar la docilidad femenina.
Daniela ejerce la prostitución desde el final de su adolescencia, siempre
en la misma calle del norte de la ciudad. A menudo, su clientela la busca para
lo básico, es decir, sexo oral y relación anal, pero en la medida de sus
inhibiciones, a veces los hombres se permiten con ella algunos rasgos de
cariño, como frases empalagosas y besos profundos. Por fortuna, en sus
tantos años como “mujer de la calle”, Daniela nunca ha sido objeto de
violencia física. Por el contrario, salvo el caso de su exmarido, es clara
cuando defiende el respeto con que los hombres la han tratado desde siempre.
En cambio, su voz enmudece cuando se le pregunta por las heridas verbales,
por la discriminación o la indiferencia social. “Lo que pasa es que una se
hace la tonta –dice con cierta tristeza en la mirada pero con la sonrisa eterna
de sus labios, y agrega–: Esa es la mejor manera de olvidar el dolor”.
Ahora está ennoviada con otro hombre mayor que ella, y es buena amiga
de la única hija que él tiene, quien llama a su casa siempre que su padre
desaparece. “Ella sabe que acá está seguro porque yo lo quiero y protejo”,
cuenta entre risas, con la esperanza de que este sí sea el amor de su vida.
La noche es de los poetas