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Nocturno Bogotá

Textos periodísticos escogidos


2003-2006
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Digitalización
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Agradecimientos especiales a todos los autores e intelectuales que aportaron ideas y obras a este
proyecto por su confianza y generosidad.

© 2013, Alonso Sánchez Baute


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, febrero de 2014


ISBN: 978-958-8321-93-6 (epub)

Licencia Creative Commons: Reconocimiento-No Comercial- Compartir Igual, 2.5 Colombia. Se


puede consultar en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co/###

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Contenido

Cubierta
Portada
Créditos

NOCTURNO BOGOTÁ
Prólogo
Lo que aprendí de la rumba

Columnas de opinión
Cavú
El sitio de los famosos
En casa de Pacho de Castro
San Sebastián
Chelo
Volver, volver a Cinema
Fiesta para las neuronas
Protesto por Andrés
San Lorenzo
La rumba gay de moda
Al final de la juerga
¿Cuál Heavy?
La torre de la iglesia de nuestra época
Entre tanta moda y frivolidad
La ternura del tecno
¿Feliz Navidad?
Diatriba dominical
De nuevo el sur
Invasión boricua
La nueva moda
Noches 6L6
Los innombrables
Nostalgia por la nieve
Swinger estrato 1
Paratraquetización
Sungay
El lenguaje de la rumba
El efecto altura
Con las nostalgias repartidas
Armas en la rumba
Love parade
Festival de verano

Personajes de la noche
La que es puta es práctica
¡Cuidado con un infarto!
Hablemos de poesía
Entre el arte nocturno y el vandalismo
El Forrest Gump colombiano
Graduada en parrandas
Apostando por La Calera
Los amores de Daniela
La noche es de los poetas
El mago de Andrés
Prólogo

En 2004, cuando los directivos de El Espectador me encargaron la


sección Agenda para el fin de semana, las reseñas críticas en temas de
gastronomía, restaurantes, bares y hoteles eran incipientes. Tal vez el
experimento de crítica de lugares con mejor resultado era la columna de
Kendon McDonald, publicada por el diario El Tiempo, el cual se había
convertido en un referente por su tono arriesgado y muy personal, saliéndose
de la norma de lo que hasta entonces se hacía, cuando las guías de
entretenimiento estaban marcadas por el estilo de Eskpe o Goce, es decir, una
descripción escueta de los lugares, la oferta y la música. Ni siquiera existían
muchos de los títulos que hay hoy especializados en entretenimiento.
Editar esta sección para un semanario publicado los domingos en la
mañana, presentaba su debilidad ante el hecho de que los dos días de la
rumba semanal habían pasado: en medio del brindis para los buenos días,
hacer un enorme artículo sobre la discoteca o el bar de moda tenía poco
sentido.
Al diablo la maldita primavera fue publicada en 2003 por Alfaguara,
pero ya desde 2002, cuando se alzó con el Premio de Novela Ciudad de
Bogotá, había roto todos los moldes. A través de un personaje para quien la
vida estaba determinada por la fiesta, Alonso Sánchez Baute llevaba a sus
lectores de viaje por la noche capitalina. Esa descripción totalmente
desvestida de la Bogotá que habitaban los gais de finales de los años 90,
sumada a una prosa novedosa y a un tema que en ese momento no había sido
amasado lo suficiente, le valieron a su autor el premio y la siguiente edición.
El tono de Al Diablo era propio de su personaje. Yo no quería a Edwin
Rodríguez Buelvas hablando de los bares de Bogotá, pero conocía el trabajo
de Sánchez Baute, así como su placer por amanecer noche tras noche, de
jueves a domingo, entre parrandas y rumbas, su capacidad de disfrute de las
distintas maneras de festejar; su experiencia recorriendo bares y discos de
medio mundo y su capacidad de tomar distancia cuando era necesario contar
una historia.
Si bien es cierto que cuando apareció por primera vez
“DerumbaconLoncho” –tal cual se tituló esta columna semanal–, Sánchez
Baute apenas comenzaba a darse a conocer en el medio literario y
periodístico, de tiempo atrás él había consolidado su carrera de noctámbulo
observador de ambientes, de espacios y de formas de expresarse: ya era un
observador, un cronista y un crítico antes de consolidarse en los medios.
De modo que nadie mejor que él para darse a la tarea de compartir con
los lectores de El Espectador de qué manera se había divertido el fin de
semana anterior, contando así a los bogotanos cómo era la noche de su ciudad
en ese momento. Es claro que la columna no era una vitrina publicitaria para
bares y discos. Lo que quería ser –y en efecto se convirtió–, era un testimonio
de experiencias de la noche capitalina de ese entonces, recreando la Bogotá
de esos años, mostrando a los protagonistas de la noche y los lugares que
ellos frecuentaban.
Es posible que ninguno de esos lugares sobreviva, porque así es la
rumba bogotana. Como sus habitantes, vanos y pasajeros se dejan llevar por
la moda. Pero el espíritu permanece y ese espíritu está en las columnas de
“DerumbaconLoncho” y en “De noche en la ciudad”, los dos espacios en los
que Sánchez Baute describió, escudriñó, criticó y plasmó la noche capitalina:
los rumberos, los vendedores de tinto, los dueños de bares, los transformistas
y sus shows, en fin, los eternos caminantes de la noche.
Este libro, Nocturno Bogotá, recoge muchas de estas historias,
mapeando una época y dejando constancia de que la capital colombiana hace
mucho rato dejó atrás su imagen gris de calles tristes y aburridas dando paso,
poco a poco, a una noche cosmopolita nutrida de alegría, colorido y una
extensa oferta cultural y fiestera.
Sara Araújo Castro
Lo que aprendí de la rumba

Hace tres años recibí una llamada de Sara Araújo, editora de la sección
Agenda de El Espectador. Sin muchos rodeos me explicó lo que quería: una
columna sobre crítica de bares y discotecas, a la usanza de las que se escriben
sobre restaurantes. Lo pensé, pero no me llamó la atención eso de ir de un
lado a otro para luego contar sólo lo malo de ese lugar, que es como definen
la crítica ciertos personajes que escriben –precisamente– sobre restaurantes.
Sara insistió, y como mi voluntad (ella también) es prostituta, le dije que
“claro, que cómo no, que me encanta la idea”. En todo caso, le pedí cierta
libertad a la hora de escribir y ella –tan respetuosa como siempre– me ayudó
a rediseñar el concepto básico: la columna sería un mapeo sobre la noche
bogotana.
Luego de veintipico de años recorriendo de un extremo al otro la noche
de Bogotá, y de casi tres de especializarme escribiendo sobre ella, son
muchos los temas que me siguen rondando en la cabeza. Por eso, tanto para
exorcizarlos como para cerrar definitivamente el tema de la rumba, ahora que
los sucesos en torno a la violencia de mi tierra vallenata comienzan a
protagonizar mis intereses, he querido escribir algunas de las “enseñanzas”
que me dejó la rumba.

La rumba es discriminatoria
La primera y única vez que intenté ingresar a una reconocida discoteca
de moda en la avenida 15 con calle 93 (no sé si continúe abierta, pero si Dios
existe debió haber fracasado hace rato), no pude hacerlo porque del parche de
casi diez amigos –entre hombres y mujeres– que quisimos gozárnosla, a una
de ellas le negaron el acceso. La razón: no cumplía con los requisitos
estéticos del lugar. Lo confieso: pocas veces he sentido una punzada tan
fuerte en lo más profundo del estómago. En estos tiempos de frivolidad,
llamar feo a alguien es un insulto mayor. Pero si se trata de una mujer, sin
duda va mucho más allá de la más dolorosa de las heridas.
Más por asumir una actitud “fresca” que porque nos interesara entrar al
lugar, luego de esto algunos amigos intentaron convencer al bouncer de que
nos dejara entrar al grupo completo, haciendo las veces de que aquí no pasó
nada y que todo se trató de un simple malentendido. Pero el hombre no sólo
no entendió su ofensa, sino que la continuó. “Qué pena –dijo– pero los jefes
tienen la orden de no dejar entrar gente fea”.
Todavía no entiendo por qué no lo agarramos a golpes, pero lo cierto es
que a nuestra amiga no la volvimos a ver por mucho tiempo, quizás
avergonzada por esas cosas por las que nadie se puede avergonzar, o quizás
porque fue un dolor tan profundo que le tomó mucho tiempo cicatrizar. Hasta
que un día entendió que el parche la quería como era, fea o bonita, y
volvimos a rumbear. Claro que en otros lugares de la ciudad.
De esa ocasión recuerdo que uno de mis amigos me exhortó a escribir
una columna contando los hechos. Le contesté que jamás lo haría: esa era
precisamente la publicidad que el dueño esperaba, pues son demasiados los
que sólo se divierten cuando se creen exclusivos al excluir a quienes no
consideran “bonitos”.
Tampoco quise escribir cuando la víctima fui yo mismo. Sucedió en un
bar en la avenida Caracas con treintaypico. Fui solo, como a muchos otros
bares que sólo me interesan para escribir sobre ellos pero no para divertirme.
Pero los bouncer –un par de negros más altos que “Magic” Jhonson–, me
impidieron la entrada. La razón: el color de mi piel no era tan negro como el
del resto de la clientela. Produce asco cuando las víctimas se convierten en
victimarios, por eso traté de explicarle a los porteros que hace rato los
genetistas establecieron en siete el número de generaciones para que un negro
mezclado con un blanco pierda completamente los genes africanos. “Mi
bisabuelo era tan negro como tú –le dije–, lo que significa que apenas voy en
la cuarta generación. Es decir, un poquito más allá de la mitad. Luego soy
miti-miti, como aquellos famosos ministros corruptos”. No me creyó, y hasta
me insultó para que moviera “mi culo para otra parte”, que fue el término
exacto que utilizó.
En Cartagena sucede lo contrario: la entrada de los negros está prohibida
en muchos bares de la llamada Zona Rosa y, en ocasiones, incluso al
mismísimo centro histórico, como si la ciudad no fuera de ellos y necesitaran
pedir permiso para gozársela.
Por supuesto, no son los únicos casos de discriminación: la mayoría de
veces a los rumberos se les niega el acceso a un lugar por la pinta,
especialmente cuando visten tenis o camiseta. Aunque nunca he logrado
entender cómo, en cambio, sí permiten la entrada de ciertos personajes con
pintas “narco-fashionables”: una vez me topé en Gótica, cuento por caso, a
una nena vestida de vaca de pies a cabeza. No dije disfrazada. Dije vestida:
llevaba sombrero de piel de vaca que hacía juego con el top, los minishores
(¿así se escribe?) que le dejaban medio culo a la intemperie, y las botas altas.
La diferencia era que mientras el sombrero era de piel de cebú, el resto todo
era de holstein.
Pero la discriminación va mucho más allá. En Lottus, el bar gay con la
terraza más bella de Bogotá, está totalmente prohibida la entrada de mujeres.
Y hablando del tema: al parecer, por más que la clamen cuando conviene, a
muchos gais tampoco les ha calado en profundidad el tema de la tolerancia, y
a la hora de la rumba imponen otra discriminación: la de la edad. Como si
sólo los jóvenes tuvieran derecho a la diversión.

La rumba es joven
Bueno, en realidad no se trata de simple discriminación gay. En general
la rumba es joven y, en ocasiones, realmente muy joven, porque mientras los
padres duermen, los pelaos se saben libres para hacer lo que quieran. Para
muchos, la oscuridad es la puerta abierta de la ilegalidad. Por eso la noche es
libertad; y la rumba, independencia, la cual se intensifica en la medida de los
tragos y de la droga.

La rumba es para ricos


Es cierto: quien no tiene plata no sale a rumbear, a menos que se trate de
aquellos conchudos que suelen pegarse a los amigos como una costra de
sangre seca. Y no hablo de la brecha socio-económica de ricos y pobres, sino
de que quienes rumbean son aquellos que tienen con qué, bien sea en el
bolsillo o en el cajero automático visitado cuando los tragos comienzan a
hacer efecto y la voluntad se pierde; o por lo que se adeuda o empeña cuando
la droga urge continuar la juerga. Con tragos –o un par de pepas de más–,
nadie piensa en la plata del arriendo, ni en los servicios que vencen al día
siguiente, ni en la pensión escolar de los hijos y ni siquiera en el mercado y la
nevera desocupada. Por lo general, en la rumba, plata en bolsillo es plata
gastada.

La rumba es nómada
Luego de que, con amenazas de bomba a finales de los 80, Pablo
Escobar frenó el rápido crecimiento de la calle 82 como Zona Rosa, la vía a
La Calera aglutinó una serie de discotecas caracterizadas por los amplios
espacios y los personajes de dudosa procedencia que los frecuentaban. Pero
el auge tampoco duró mucho. Los rumberos se cansaron pronto de las
historias de tiros al aire y “muñecazos” en la mesa vecina y se trasladaron a
los alrededores de la plaza de Usaquén.
Ahora la moda es, en el norte, el parque de la 93; y, en el sur, la avenida
Primero de Mayo. En ambos casos es posible que el reinado se prolongue
mucho más que en los casos anteriores. ¿Las razones? Al lado de estas han
crecido en la ciudad, en los últimos años, pequeñas zonas rosas temáticas,
cual jardines esquineros, como los bares universitarios de la avenida 7ª con
51; los prostíbulos del Santa Fe; los bares gais en la zona de Chapinero; e
incluso los restaurantes –la fiesta de los adultos– en la llamada Zona G.

A los rumberos les gusta la exclusividad


Es la principal causa del nomadismo de la rumba: sucede que a los
poderosos no les gusta acercarse a la plebe y, cuando sienten que sus espacios
son invadidos por “la chusma”, inmediatamente emigran, como las aves, a un
nuevo Nirvana. Es la razón por la que la inauguración de una nueva discoteca
corresponde a un ciclo. Cuando se presenta un vacío, los poderosos prefieren
rumbear en sus casas hasta el nuevo anuncio glorioso.
Un ejemplo: hace apenas un año era más fácil sortear los obstáculos para
ingresar a la Casa de Nariño que a los salones de Cha Chá. Los bouncer, esos
personajes más poderosos que el director del DAS, negaban el ingreso a todo
aquel que no fuera amigo de los dueños. Hoy día los filtros ya están porosos
porque fueron heredados por otra discoteca: Penélope, el glamur de moda.

La rumba crea exclusividad


En realidad, se trata de un concepto muy colombiano: cuando los dueños
de las grandes discotecas o los organizadores de after parties comenzaron a
perder a su “distinguida clientela” que no quería codearse con los nuevos
ricos, se inventaron los VIP: zonas vedadas a la “gente bien” donde los
narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros (o todos juntos) pueden
divertirse a las anchas con sus concubinas prepagos. La novedad criolla
consiste en la redefinición del término “distinguido” para todo aquel que se
pretende excluir: se les trata como “de mejor familia” siendo que en realidad
se repudian. La exclusividad como un bien de mercadeo.
Otra cosa es que, a pesar de que en principio la música no distingue
fronteras de sexo, edad o religión, y aclarando que todos los géneros
musicales se escuchan de un extremo al otro de Bogotá, así como en pocos
espacios del sur se escucha electrónica, no en tantos del norte prevalece el
reggaeton o ese vallenato llorón al que llaman bolerato.

La rumba es gregarista
La noche maneja códigos, lenguajes, símbolos. Por eso la rumba es
grupal, que es como decir que cuando se impone un sitio o una tendencia,
entre rumberos no se aceptan gustos disímiles: o todos en la cama o todos en
el suelo. Por eso a nadie se le ocurriría entrar con una camisa amarilla al bar
gótico de la 32 con 17, o vestir como una drag queen en el sitio de encuentro
de los neofascistas en la 47.

El límite de la rumba es la música


En la rumba, más que sonido, la música es el espacio que nos permite
movernos de un lado a otro. Sucede en las discotecas, pero se enfatiza en los
after parties: a los rumberos les gusta bailar justo al frente de las consolas y
en la medida en que se alejan de ellas la fiesta pierde interés.
Está de más aclarar que no significa que esté de acuerdo con lo que atrás
cuento, ni mucho menos que intente un texto apologético o inmoral al
mencionar la droga sin despreciarla, pero de la publicación de mis escritos
periodísticos también he aprendido, no tanto que es demasiado cierto aquello
de que al buen entendedor pocas palabras –y hay quienes necesitan que la
información se les entregue completamente masticada–, sino que cada quien
entiende según sus conveniencias o intereses.
Alonso Sánchez Baute
Agosto de 2005
Columnas de opinión
Cavú

Desde los años 70, cuando en la 26 con 5ª –la Zona Rosa de aquel
entonces–, se inauguró Equus, el primer bar gay para gente “bien” de Bogotá,
la ciudad ha visto abrir y cerrar infinidad de sitios destinados a la diversión
de los homosexuales capitalinos, aunque casi siempre bajo un criterio,
llamémoslo así, “discotequero” (salvo uno que otro establecimiento tipo
Época, que por desgracia tuvieron un ciclo corto). Esa tendencia llega hasta
nuestros días, cuando las discos gais –en algunos casos pequeñas; en otras,
como Theatrón, de considerable tamaño–, abundan por toda la ciudad, de sur
a norte y de este a oeste.
Desde hace un par de años, una pareja de pujantes empresarios
entendieron que el mundo está cambiando a pasos agigantados y la
clandestinidad gay es cada vez más demodé. Por eso se dieron a la tarea de
personalizar la rumba homosexual: primero inauguraron Chase, un café
situado en una aristocrática y esquinera casona chapineruna; y desde hace un
par de meses fundaron Cavú, un selecto bar que funciona bajo el concepto de
“Noche temática”.
La verdad es que Bogotá pedía con urgencia un sitio gay pequeño y
sofisticado, una mezcla entre Mizú y el clausurado Lounge de la calle 83.
Este funciona además con una fiesta diferente los tres días de la semana que
está abierto. Así, los miércoles, que es “Noche de plancha”, presenta variados
shows de drag queens; los jueves, la rumba es una especie de crossover en
vivo y; los viernes, lo que manda la parada es la música electrónica.
Comencemos por los miércoles, que es noche de espectáculo, y sea el
momento para comentar que el de los drag queens fue un fenómeno que
surgió en Nueva York y Londres a principios de la década de los sesenta.
Apareció como una respuesta política al rechazo de que por entonces eran
objeto los homosexuales, a quienes se les cuestionaba, entre otras cosas, el
pretender pertenecer a un género diferente al genético. Los gais de aquel
entonces, de manera caricaturesca, contestaron con la creación de estos
personajes que aparentan mayor feminidad que las propias mujeres: era una
respuesta clara a la idea equivocada de que la pretensión de los gais es ser
mujeres.
En Colombia, las dragas “florecieron” a principios de la década pasada,
aunque se dieron a conocer ampliamente con la promulgación de la Ley
Zanahoria y sus hijos bastardos, los after parties. Fue entonces cuando se
convirtieron en las verdaderas “Reinas de la noche” (que es la
colombianísima traducción del término drag queen), gracias al fausto, al
colorido y a la alegría que traducía su llegada a estos lugares escondidos y
grises. Pero, moda al fin y al cabo, desaparecieron apenas en el umbral del
nuevo milenio.
Pues bien, ya no es necesario esperar el gran espectáculo preparado por
las dragas de Theatrón cada mes, sino que desde hace algún tiempo todos los
miércoles, justo antes de la media noche, Cavú abre sus puertas para
divertirnos con viejas canciones de plancha cantadas por verdaderas artistas
del travestismo criollo quienes logran una magnifica compenetración con el
público, público que canta, baila y aplaude a rabiar cada interpretación.
Cavú dedica los miércoles a la plancha, y los jueves ofrece música en
vivo: en un escenario más bien pequeño, se presenta una orquesta compuesta
por cinco chicas que interpretan toda clase de instrumentos e igual transitan
por muy variados ritmos y estilos: desde rock viejito, pasando por vallenato,
pop contemporáneo y hasta cumbias. Una mezcla muy curiosa, por cierto,
que se sale bastante del tradicional concepto de crossover.
Los viernes es noche de tecno, y tecno del bueno. Es más, para los
buenos conocedores de la música electrónica, advierto que ha habido viernes
en que el DJ residente, Jimmy, ha hecho vibrar el lugar con la más exquisita y
selecta música electrónica, la misma de los inicios de La Sala o del propio
Cinema.
Cavú ocupa un amplio espacio de dos pisos, aunque es en el segundo
donde se desarrolla toda la acción. Está diseñado con una arquitectura
elegante y minimalista, basada en fotografías de gran formato del artista
Jorge Iván Vásquez; fotografías eróticas, bastante ambiguas, la mayoría en
blanco y negro, que dan toda la majestad del lugar; y en cómodos pufs y
sofás que los miércoles escasean por la gran afluencia de ese público que
asiste a aclamar a las dragas, pero los viernes se desplazan a los rincones para
dar paso a la locura tecno.
Lo anterior habla también sobre la versatilidad del sitio, pues cada día
un mismo espacio acoge todas las tendencias, todas las edades, todos los
motivos, todas las soledades y pretextos de la gente homosexual. Es así como
los señores maduros y treintañeros que gustan escuchar a Yuri, Pandora,
Rocio Durcal, Isabel Pantoja, Miguel Bosé y demás, dan paso cada viernes a
una nueva generación de gais de veinte años promedio, jovencitos anoréxicos
como exige la moda actual, imberbes aun, que disfrutan la música electrónica
en todas sus variantes.
Sin duda alguna, al igual que Lambda para Medellín o Vía Libre para
Cartagena, Cavú es una magnífica propuesta para Bogotá. Un lugar
cosmopolita, alegre, sofisticado, que le apuesta tanto al diseño arquitectónico
como al disfrute de la rumba.
El sitio de los famosos

Cada vez que escucho hablar de personas de la farándula que montan


negocios me pregunto lo mismo ¿Qué plus le da a un restaurante, a un
almacén de ropas o a un bar el que su dueño sea famoso? ¿Acaso garantiza
eso la calidad o el buen servicio? Y, cuando la gente va a estos lugares, ¿qué
busca? ¿La misma diversión que en otras partes o simplemente codearse con
los famosos?
Claro, ni es nada nuevo, ni es idea criolla que la gente conocida utilice
su imagen para abrir este tipo de lugares. Por ejemplo, sabemos que tres
archiafamadas modelos, bautizadas hace un par de años como La Santísima
Trinidad, son dueñas de un sitio llamado Fashion Café; y que Bruce Willis &
Company es propietario del Planet Hollywood; y, en el caso colombiano,
podríamos citar el restaurante del actor Ramiro Meneses, el almacén de ropa
que por varios años tuvo la actriz Adriana Ricardo en la Zona Rosa, o El
Sitio.
El Sitio, y creo que para nadie es un secreto, es un bar de propiedad de
varios personajes de la farándula nacional, entre ellos el talentosísimo
Fernando Gaitán, sin lugar a dudas uno de los más exitosos guionistas
colombianos gracias a las dos novelas más célebres producidas en nuestro
país: Café y Betty, la fea; y el cantante Santiago Cruz (marido de Claudia
Gurisati).
Confieso que no conocía El Sitio, y para ser del todo franco, si no es
porque a mi muy amiga Cynthia Filartiga se le dio por celebrar su
cumpleaños allí, quizás nunca lo habría visitado. Es claro: no tenía –ni tengo–
nada en su contra. Simplemente no me llamaba la atención visitarlo
precisamente porque imaginaba que era un lugar lleno de personajes de la
farándula criolla. Hicimos reservaciones (tel. 5305050) y prácticamente nos
obligaron a llegar a las ocho de la noche, so pena de no garantizar la mesa.
Efectivamente, a la hora señalada el lugar ya estaba bastante congestionado:
la gran mayoría, ejecutivos con un promedio de cuarenta años de edad, y
quizás mucho más. Gente común y corriente, de esa que no se ve en la
televisión o en las páginas sociales de las revistas, aunque hablé
desprevenidamente con un par de clientes, y ambas manifestaron su interés
por encontrarse con personajes famosos. La verdad, al menos esa noche, no
distinguí uno sólo.
Entre las 8 y las 11 de la noche, la situación estuvo patética: un par de
videos ambientaban el lugar, y la cosa tendía más bien a ser aburrida. Por
fortuna, antes de la medianoche comenzó a tocar la orquesta con la
presentación de un excelente músico japonés cuyo nombre jamás entendí:
todo un personaje que hacía más sonidos que un músico negro. A pesar de la
música en vivo, media hora después la fiesta nada que se prendía. La gente
seguía sentada en su lugar y, como me habían advertido que el lugar era
bastante divertido, pensé que se trataba de un bar de aquellos donde la gente
rumbea sentada –¡de todo hay en la viña del Señor!–. Valga el momento para
advertir que El Sitio, que ocupa un amplio local con capacidad para unas 500
personas, olvidó dejar espacio para una pista de baile, por pequeña que fuera,
de manera que quien quiera bailar debe hacerlo entre la incomodidad de las
mesas. Debo suponer que a algunos les gusta ese codeo mutuo, sobre todo
porque produce la sensación de que la rumba está muy buena.
Finalmente el bar comenzó a ambientarse más allá de las doce de la
noche, básicamente porque las canciones iniciales eran completamente
desconocidas para el público, y no fue sino hasta que interpretaron “Te
mentiría”, de Gian Marco, que comenzaron a mover las caderas los primeros
bailadores.
A decir verdad, la orquesta de Santiago Cruz es muy buena. Tiene ritmo
y suena bastante bien. Desafortunadamente, pasa con facilidad de un género
musical a otro, esto es, de salsita a bolero, lo que no ayuda mucho a
conservar el ánimo. Logra un mejor efecto, en cambio, la música ambiental
que se escucha entre tanda y tanda.
El Sitio, no lo pongo en duda, es un bar divertido. Se toma trago y se
baila, como en tantos bares capitalinos. No es un lugar para conocer gente,
pues todo el mundo está emparejado o llega en combo. La verdad, siendo del
todo sincero, no le encontré nada diferente a otros lugares con similar oferta
en la misma zona. Es más, creo que la competencia tiene un plus menos
abstracto que el de que sus dueños sean famosos.
En casa de Pacho de Castro

Pacho de Castro es un barranquillero cincuentón y rumbero que cada


año organiza unas fiestas de esas de las que todo el mundo comenta que son
de racamandaca. Yo he ido ya dos años seguidos a estas megarumbas de más
de quinientos invitados, pero confieso que no conozco al anfitrión. Nunca lo
he visto, nadie se ha tomado la molestia de presentármelo, ni mucho menos
he cumplido con la decente lección enseñada por Loncho y Astrid de saludar
al dueño de casa, y de no salir de ella sin despedirme y agradecerle el gesto
de su invitación. Lo que pasa es que a estas fiestas va tanta tanta tanta gente,
y por tantos motivos, que al día siguiente uno se encuentra con algún amigo
que rumbeó al lado y nunca lo vio.
La primera vez que fui, a principios del año pasado, fue por dos causas
diferentes: por una lado, mi amiga Ana María Saavedra, recién casada, me
invitó bajo el pretexto de que la fiesta se realizaba precisamente con motivo
de sus nupcias; aunque también mi amigo Carlos Palau, talentoso director de
A la salida nos vemos y Hábitos sucios, me aseguró que se trataba de la
celebración de su cumpleaños. Ya en la fiesta supe que también
homenajeaban a un tal señor Londoño tras su llegada de Simbawe y no sé a
cuantos otros por razones diversas.
Este año, quien me invitó fue mi amigo Rodrigo, universitario del
Politécnico que no se pierde ni la movida de un catre y sabe cada noche
dónde es que inicia la diversión en Bogotá. Me llevó, confieso, casi a
regañadientes, pues esa noche había decidido meterme temprano entre las
cobijas a hacerle frente, valientemente, a los 562 minutos que duran los tres
capítulos de El señor de los anillos.
Pacho de Castro vive bastante lejos de mi apartamento. Su casa, una
mansión colonial de tres pisos, queda en pleno barrio La Candelaria. Hasta
allá nos fuimos Rodrigo y yo el viernes pasado a lo largo de una Circunvalar
solitaria y hasta tenebrosa. Al llegar, casi no encontramos dónde dejar el
carro pues no existe un solo parqueadero abierto en tantas cuadras a la
redonda, pero por poco tampoco accedemos a la fiesta porque un anciano que
fungía de cancerbero nos cerró la puerta en las narices. Le expliqué que
estábamos invitados y el pobre señor buscó mi nombre en una lista de ocho
páginas exactas repletas de nombres escritos a lado y lado. “Carlos Palau”, le
mentí, y lo que el señor encontró fue “Carlos y amigos”, un dato tan abstracto
que podía referirse a dos o a cien personas.
Las fiestas donde Pacho son una chimba porque cada uno vive su propia
rumba. Desde que uno entra se tropieza con decenas de personas que van
desde adolescentes imberbes hasta setentones rumberos. Justo a la entrada, en
una enorme sala en el primer piso, hay una orquesta con merengues, porritos,
vallenatos y demás. Bueno, porritos también hay en la azotea, una terraza
amplia y romántica desde donde se divisa, a lo lejos, una Bogotá tan tranquila
como aquellos niños que no matan una mosca y uno va a ver y ya han violado
a más de una; una Bogotá hermosa, inmensa y helada. Quizás por eso, por lo
frío, es que cuando se accede a esta azotea lo primero que se advierte es que
quienes allí están hacen circular, de boca en boca un porro, que no un porrito,
que igual sirve para calentarlos como para alegrarles la noche.
Pero Pacho, como buen anfitrión costeño, no sólo piensa en chucuchucu
al momento de organizar sus rumbas, y es así como en el primer piso una
orquesta alegra los corazones criollos pero en el segundo un televisor con
videos de música tecno encarreta a los más modernos. Eso sí, confieso que no
encontré licor por ninguna parte. Supongo que porque cuando llegamos ya
pasaba de las dos de la mañana. Por eso también había grandes bandejas con
residuos de papitas fritas y chicharrón de puerco y puerca y maizitos y chitos
y maní salado con uvas pasadas y demás viandas de fiestas universitarias. Por
eso pensé que no me demoraría mucho tiempo, porque sin comida y sin trago
el amanecer es muy duro: a tales horas la sola música no es suficiente. Para
colmo, cuando un trago se me volvió una urgencia y fui en su búsqueda de
forma desesperada, justo en la cola para el baño (que alcanzaba proporciones
paquidérmicas), me encontré con Katya González, barranquillera como el
anfitrión –exreina del carnaval y todo– y rumbera como nadie, pero abstemia
hace tantos años que ya hasta olvidó por completo el sabor del guaro. Fue
cuando me convencí que había ido hasta La Candelaria apenas como chofer
de Rodrigo.
Por fortuna, Rodrigo conocía a más de la mitrad de la fiesta, así que
conseguirme un vasito con ron no le resultó problema. Nos tomamos más de
uno casi hasta el amanecer en la misma terraza donde otros disfrutaban los
porros. “Por desgracia –fue la conclusión– fiestas parecidas no se celebran a
menudo en Bogotá, aunque buena falta sí le hacen a la ciudad. Lugares sin
edad ni identidad donde cada quién va sin preocuparse de los demás, donde
lo único valioso es desahogar esa cotidianidad que nos arremete y enloquece
y nos mantiene esa agresividad ilógica, insana, insensata, desquiciada…
Salí del lugar, casi al tiempo con el sol, de la mano de Katya. Estaba
cansado pero no aburrido. Por el contrario, me dio pena dejar atrás tantos
jóvenes de tantas edades, tan divertidos y sonrientes, sin saber hasta qué
horas seguirían bailando. Ojalá el año entrante llegue pronto y Pacho
organice una nueva órfica parecida a las anteriores, esta vez en honor, no sé,
de la primera comunión de un sobrino, el embarazo de una ahijada, las bodas
de oro de una tía abuela, y cientos de razones más. Finalmente, el sólo vivir
en Bogotá ya es una razón para armar la rumba.
San Sebastián

Conocí San Sebastián hace casi ya un año gracias a que mis amigos Sara
y Martín celebraron allá su matrimonio. Recuerdo esa noche, además, porque
en el escenario hubo un fuerte mano a mano entre las “cantantes” María
Consuelo Araújo, nuestra Ministra de Cultura, y la presentadora de televisión
Andrea Serna.
Me gustó tanto el lugar en aquella ocasión, que desde entonces suelo
visitarlo con frecuencia. Y me gustó, precisamente, porque ofrece un,
llamémoslo así, “servicio adicional” muy bacano: una banda en vivo que le
toca la pista musical, a manera de karaoke, al músico frustrado que hay en
cada uno de nosotros.
Cuando lo visito, normalmente lo hago en compañía, entre otros, de mi
amigo Ángel Eduardo Moreno, quien se cree más músico que el propio Steve
Wonder y no desaprovecha nunca la oportunidad de subirse a la tarima a
interpretar lo mejor de su repertorio acompañado por la banda conformada
por seis formidables músicos, que llevan la pista de cada canción que los
pichones de cantantes pretenden interpretar. Sin duda, una idea mucho más
cálida y divertida que la de escuchar la pista en un karaoke de verdad.
Karaoke viene de la conjunción de las palabras “kara”, que significa
vacío; y “okesutura”, que significa orquesta. Es decir, “karaoke” es lo mismo
que “orquesta vacía”, y sin duda alguna es de esos inventos que uno entiende
fácilmente que sólo se le podía ocurrir a los japoneses. ¿Por qué? Hombre,
por la sencilla razón de que los negros ya vienen con todos los ritmos
incluidos (aquel Nyabingui de que hablaba Bob Marley) y, los blancos, de
tanto imitarlos, ya les han aprendido alguito. Pero los pobres orientales, ni
ritmo ni nada: músicos genéticamente frustrados. De ahí que desde hace 30
años, los ejecutivos japoneses se hayan habituado a su uso como una típica
forma de quitarse el estrés al regresar a casa cada tarde luego de –
suponemos– un arduo día de trabajo.
En Bogotá no existen muchos bares donde sea posible el uso del
karaoke, a pesar de que prácticamente a todo el mundo le gusta cantar, bien
sea en la ducha, en el carro o en cualquier lugar. Y, por supuesto, nunca
faltan los que de veras se creen cantantes y necesitan visitar este tipo de
negocios para subirse a una tarima, coger un micrófono y sentir la mirada de
todo el público mientras –muy probablemente– hace el oso.
Esto es precisamente lo divertido de San Sebastián. A veces se levanta
un espontáneo que de veras realiza un buen papel en el escenario; y otras,
aquellos que tienen pésima voz y no coordinan ni la mano derecha con la
izquierda pero, aun así, se atreven a cantar en público. Ambos corren el
riesgo y al final resultan muy aplaudidos o chiflados.
Ya para finalizar, como información general, les cuento que el promedio
del público, entre el cual es fácil encontrar caras conocidas de la farándula, se
acerca a los 35 años; el espacio puede congregar hasta unas 200 personas y,
dato muy curioso, no hay un sólo día en que haya visitado San Sebastián que
su propietario, Roberto, quien en los años 80 tuvo un grupo musical llamado
Génesis, a las doce en punto de la noche no levante la copa y brinde por
nuestro bello país bajo los acordes del himno nacional.
Chelo

¿A qué horas se acaba la rumba en Bogotá? Sí, ya sabemos que Antanas


Mockus amplió la Ley Zanahoria de la una a las tres de la mañana, así como
también tenemos claro que existen algunos locales que fungen como clubes
privados, en los cuales es posible rumbear los fines de semana hasta
tempranas horas de la mañana. Ante esto, entonces, replanteo la pregunta:
¿dónde se puede continuar la rumba en Bogotá cuando ya todos los clubes
han cerrado sus puertas?
Bueno, si se tienen muchos amigos rumberos, posiblemente sea fácil
ubicar una Tostadera un domingo cualquiera. De lo contrario, a pesar de tanto
cosmopolitismo capitalino, la oferta, básicamente, se limita a una de dos
discotecas: Chelo o La Cascada. De esta última podemos advertir, de entrada,
que en realidad son tres lugares diferentes ubicados en plena avenida Caracas,
uno al lado del otro. El más conocido de los tres debe su nombre –
precisamente– a una cascada artificial localizada justo a la entrada, aunque yo
me atrevería a afirmar que el nombre corresponde más a la realidad del lugar,
pues agua es lo que sobra: por alguna fuga en uno de sus baños, el piso de la
disco está perpetuamente encharcado.
En Chelo, en cambio –que es la otra opción matutina dominical para no
llegar a casa a dormir “temprano”– lo mojado no es el suelo sino el techo y
las paredes, aunque la humedad en este caso no corresponde al tan preciado
líquido de las guerras de Mad Max, sino que se trata tan sólo del sudor de los
clientes, sudor que sube y, por aquello de la ley de gravedad, por supuesto
vuelve a caer. Sobre los mismos clientes, es claro.
Chelo no es disco nueva: lleva varios años divirtiendo a los bogotanos.
Inicialmente se trató del lugar donde travestis, proxenetas y prostitutas
terminaban la juerga luego de cada noche de arduo trabajo pero, como sucede
siempre con las cosas buenas, con el tiempo, digamos que, se “prostituyó”, y
hoy día, después de las seis de la mañana de un domingo cualquiera, no sólo
es posible encontrar en plena fiesta a tan divertidos trabajadores de la noche,
sino a rumberos de todo pelambre, que bien podrían tratarse de políticos en
campaña, protagonistas de novela de horario triple A, y hasta modelitos
paisas, bien mamacitas como exige la raza, recién salidas del quirófano
luciendo las mejores tetas.
Chelo es atendido directamente por su propietaria, aunque muchos
clientes aprovechan para prestar su mejor servicio, y diría que en realidad
Chelo es el verdadero sitio de tolerancia de Bogotá: en un espacio que a duras
apenas alcanza unos tantos metros, se congregan para gozar blancos, negros,
costeños, bogotanos, cachacos dediparados, opitas y paisas, gais y straigths,
policías, travestis, putas recién pagadas, es decir, la gente divertida de la
ciudad. Por eso afirmo que Chelo es la verdadera Zona de Distensión de este
país, y casi hasta digo de Distinción. No tiene credos, ni principios ni finales,
no exige ropa de marca, ni prohíbe tenis a la entrada. Sólo son necesarias las
ganas de continuar la juerga hasta el cansancio.
En Chelo la música es variada: mucho crossover, pero lo que predomina
es el house; sus clientes no son personas preocupadas por la apariencia (¡a
tales horas!), por lo que es frecuente encontrar a más de un mancito
descamisado, a las nenas con el maquillaje corrido y a los travestis con la
peluca en la mano; es baratísimo, pero las opciones de trago no son mayores,
es decir, no es el sitio para llevar a la noviecita a tomar un coctel de esos
multicolores con sombrillitas y pajillas chinas. A lo sumo, cervecita, guaro y
ron; y mucho menos es lugar para sentarse a hablar en mesitas con mantelitos
y floreritos bien decoraditos. Es claro: es un espacio abierto exclusivamente
para ir a bailar y, para aquellos que gustan de otros placeres, para volar.
Volver, volver a Cinema

Me había propuesto muy seriamente no escribir nunca sobre Cinema por


una razón muy sencilla: jamás podré ser objetivo al hablar sobre este lugar.
No en vano, es el bar que más veces he visitado en los últimos once años de
mi vida. Pero resulta que, a pesar de ser uno de los pocos seres humanos que
no gustan del fútbol, fue imposible no dejarme arrastrar por la emoción
nacional de la Copa Libertadores y, sólo en mi cama, me dejé llevar por la
embriaguez de una final de infarto, apenas marcada por un penalti de
diferencia, y tras los acordes del himno nacional que marcaban el regreso a
casa de una copa tan esquiva durante los últimos catorce años –casi los
mismos que llevo visitando Cinema-, decidí no quedarme en casa y celebrar a
la par de toda la fanaticada de nuestra Colombia. Pero, sólo como estaba,
¿qué rumbo podía tomar? y por supuesto, no podía ser nada diferente a
Cinema.
Con Cinema me pasa que –a pesar de lo sensiblero y cursi que va a
sonar- yo me siento como en casa. Bueno, no en vano se trata de una empresa
familiar en la que conozco a todos sus miembros, esto es, a los hermanos
Jose, Gerardo y Nicolás y a su señora madre, y también a Lucy, la que nos
guarda las chaquetas en épocas de frío irresistible. Todos trabajan allí desde
cuando el lugar se inició como una discoteca gay, a principios de los noventa,
con la mejor música que por entonces se escuchaba en Bogotá. Puro Pet Shop
Boys, puro Madonna, puro tal, el pop de entonces y el tecno que,
tímidamente, iniciaba su cacería por estas tierras.
Un par de años después, la música tecno inundaba por completo aquel
lugar a tiempo que los gais desaparecían de igual manera dando paso a una
corriente heterosexual que se engolosinaba con las pinchadas de Gerard, sin
duda uno de los grandes DJ de la escena electrónica nacional.
El nombre de Cinema, haciendo un poco de historia, viene de un antiguo
teatrino que allí funcionaba. Recuerdo perfectamente al actor –aunque no su
nombre– que cada noche de fin de semana cambiaba su varonil atuendo y
despachaba una función travesti –que no drag queen– enfundado en un
personaje con nombre de tira cómica: Petunia. Recuerdo el nombre con
especial cariño porque fue el mote con que llamaba a mi amiga Assesinata de
Silencia –esta sí drag queen– antes de convertirse en el mítico personaje de la
ópera nacional.
Así comenzó Cinema, y en todos estos años, que yo recuerde, ha sufrido
al menos unas cinco o seis remodelaciones, desde un local con paisaje de
fonda antioqueña, sillas de director de cine y tarima para los exhibicionistas
bailares, hasta la disco moderna e insensorizada, con luces estroboscópicas,
videos urbanos y humo inmamable, que hoy conocemos.
Cinema no es sólo lugar preferido para adolescentes bellos y farándula
nacional (junto con Gótica, es el lugar más visitado por las estrellas de la
televisión) sino que es a la vez sitio de tendencia, pionera en su estilo, tal cual
como sucedió en sus inicios, cuando se les dio por pinchar una música
completamente desconocida por entonces y que Nano Pombo y amigos
comenzaron a explotar muchísimos años después, al traer a Dave Seaman al
país, en febrero de 2000, originando una fiebre tecno que ha ido creciendo en
los últimos años.
Lo chévere de Cinema es que no importa llegar solo si sabes que, sin
citas previas, te encontrarás con tus amigos, que es lo que ocurre cuando una
va tan seguido a un mismo lugar. Y, efectivamente, aquella noche de gloria
nacional no fue sino entrar para toparme con Rossina, con Rafa, con Gustavo
y demás parceros. No importaba que durante los años universitarios Fernando
Villerreal hubiera hecho hasta lo imposible por enseñarme a querer el fútbol
cuando, de hecho, no era el fútbol lo que importaba ya en aquel momento
sino apenas el alborozo y la alegría necesarias para que Colombia olvidara,
así fuera por un rato, su mar de tragedias y acompañara a la hinchada del
Once a celebrar, como debía hacerse, su entrada a la historia.
Fiesta para las neuronas

Como la rumba no siempre tiene que ser en una discoteca con luces
estroboscópicas bailando las mezclas que realiza un DJ desde una moderna
cabina, o una parranda vallenata profusa en whisky y ron, o una fiesta casera
con papayero, papitas, maní y uvas pasas, quiero referirme hoy a otra serie de
reuniones que no por ser intelectuales son menos divertidas. Me refiero a las
tertulias literarias, que últimamente están en boga en nuestro país. Suelo
asistir a la que organizan cada primer martes de mes Gloria Gutiérrez y su
marido Lucho Alfonso, con la complicidad de “Osito” Samper, Javier
Londoño, Juan Olmos, Danilo Santos y el poeta Federico Diazgranados.
Tuve conocimiento de ella de manera más bien casual, a través de
Adriana Ricardo, agregada cultural en Suiza, que recientemente organizó en
ese país uno de los homenajes más sentidos para conmemorar el aniversario
de la muerte de la poetisa María Mercedes Carranza con éxito rotundo tanto
en asistencia como por la crítica local, de lo cual puede dar fe el escritor R.
H. Moreno Durán, testigo admirable de los acontecimientos.
Pero volviendo a nuestro tema, vale decir que la idea de las tertulias
comenzó hace ya casi un lustro, cuando unas diez o quince personas amigas
entre sí (entre quienes se contaba María Mercedes Carranza), y con el lugar
común del amor por la poesía, se dieron a la tarea de reunirse una vez al mes
para leer poemas, declamarlos o simplemente compartir conocimientos sobre
poetas, desde Homero hasta los más contemporáneos. Tanto fue el
entusiasmo de los organizadores, que muy pronto la tertulia se les creció y
hoy día es posible que la reunión agrupe a sesenta, setenta y hasta ochenta
personas.
Hace un par de años, Gloria y Lucho, anfitriones del evento, invitaron a
una de estas tertulias al entonces candidato presidencial Álvaro Uribe y su
señora, quien entre otras, un par de meses después volvió para presentar una
muy inteligente disertación sobre su paisano Tomás Carrasquilla. Hablo de
Lina, por supuesto. Pues bien, fue en esta oportunidad cuando Adriana
Ricardo me invitó por vez primera a participar en este evento y, desde aquel
entonces, trato de reservar siempre la fecha indicada para embelesarme con la
poesía. En estos años, por el apartamento de Gloria y Lucho han desfilado
todos los más importantes poetas de nuestra Colombia, guiados siempre por
Federico Diazgranados, joven, inteligente, locuaz, maestro en el tema y líder
espiritual de la tertulia.
Así las cosas, el maestro Diazgranados y demás asistentes nos ha
regalado su conocimiento sobre los poetas malditos, la poesía italiana,
Neruda, los poetas suicidas, los piedracelistas, el nadaísmo, el hermetismo, es
decir, las diversas corrientes poéticas tanto nacionales como a nivel mundial.
Por igual, también hemos tenido oportunidad de escuchar a todo aquel que
tenga una buena poesía para compartir lo cual, en un país de poetas, no es
cosa difícil.
Las tertulias literarias fueron muy conocidas en nuestro país hasta
mediados de siglo pasado, cuando funcionaron –sin ningún tipo de
organización, apenas el deseo de engolosinarse con el tema–
mayoritariamente en cafés como El Automático, donde se reunían De Greiff
con su parche. Por fortuna, en épocas recientes el tema ha vuelto a salir –
institucionalmente– a la palestra. Es así como hace poco el Ministerio de
Cultura abrió una convocatoria que busca premiar toda agrupación de más de
cinco personas que se reúna con el ánimo de distraerse y conversar no
necesariamente alrededor del tema literario. También el Instituto Distrital de
Cultura y Turismo de Bogotá viene trabajando desde hace un par de meses
sobre una idea parecida: Libro al viento se llama el programa desarrollado
por la Gerencia de Literatura y consiste en la edición mensual de un texto (en
junio fue “Antología de cuentos infantiles” y ahora en julio publicaron
algunos cuentos de Cortazar) sobre el cual se trabaja posteriormente a partir
de conferencias con docentes, lecturas en cada una de las 20 localidades y en
los llamados “Paraderos Paralibros Paraparques”.
En un país agarrotado por la violencia, la corrupción, los reinados de
belleza y los realities, emociona saber que la tradición de la tertulia y la
oralidad no ha muerto. Antes, por el contrario, es cada vez más la gente que
se suma a este tipo de eventos, lo cual dice mucho sobre el interés de los
colombianos por la cultura y, más concretamente, por la literatura.
Protesto por Andrés

Me leí la semana pasada y, aunque me pareció muy “chévere” lo que


escribí, la verdad es que ya no estoy de acuerdo, y la conclusión a la que
llego es que uno tiene derecho a mamarse de las cosas pero –más importante–
también tiene derecho a replantearlas, y como hay un par de temas que me
quedaron rondando en la cabeza, decidí escribirlos antes de darme un nuevo
respiro.
Uno de estos temas es el siguiente:
Recientemente, la Secretaría de Tránsito de Bogotá advirtió que cada fin
de semana la policía remitía a los patios un promedio de 180 automotores
como consecuencia de la embriaguez de sus conductores, una cifra sin duda
escandalosa para una ciudad que ha tratado al máximo el tema de la
seguridad y cultura ciudadana a partir de diversas campañas pero, en especial,
a través de la llamada Ley Zanahoria, que muchos ingenuos todavía siguen
considerando como una panacea pero ante la cual, no hay duda, esta es de
esas evidencias que demuestran lo contrario.
Pues bien, recientemente un amigo, regresando embriagado a las tres de
la mañana desde Andrés Carne de Res, casi se mata en severo accidente de
tránsito en la Autopista del Norte. Gracias a Dios, mi amigo fue remitido a la
clínica más cercana y los médicos actuaron con rapidez pudiendo salvarle la
vida. Por supuesto, no es culpa de Andrés ni de Estela que mi amigo haya
desatendido consejos que dicen que no hay que tomar al conducir, pero igual
me permití incluir este motivo en mi larga lista de razones por las que no me
gusta ir a rumbear a ese restaurante. Aclaro que el restaurante, como tal, me
encanta: la comida es excelente. Salvo por los precios, claro está, porque
Andrés Jaramillo, en su derecho como propietario, cree que toda su clientela
son turistas extranjeros que llegan a su sitio con los bolsillos repletos de
dólares. Y si tan altos precios se cobran por la comida, ¡de la rumba ni
hablemos! De manera que acabo de mencionar una segunda razón por la que
yo no visito ese lugar.
Algo más: me exaspera el rococó de Andrés Carne de Res, que más
parece la exageración de un diseño de Versace (¿Será posible?). Entre tanto
rococó y pendejaditas que no permiten la libre movilización, valga mencionar
también ese invento que raya en lo kitsch como son los arlequines, las
colombinas y demás personajes de la comedia francesa: uno está en la mitad
de su comida y de repente se le mete a la mesa uno de estos saltimbanquis
con su risa fácil y sus chistes flojos y poco falta para mandarlos a la mierda.
Y es claro que es imposible no preguntarse si uno está comiendo en un
restaurante o en un circo similar al del matrimonio de Antanas y Adriana.
Otra cosa es la claustrofobia que me produce el lugar, un sitio atiborrado
de gente a más no poder (a propósito, ¿cuánta gente le cabe a Andrés?). De
gente, y de objetos varios que hacen parte de la decoración. Esta sensación se
exacerba en las horas nocturnas. Y es que con tantos recovecos que tiene el
lugar, nunca he podido dejar de pensar qué sucedería en el momento de que
ocurra, qué sé yo, un incendio, un terremoto o, algo más cercano, un simple
tiroteo entre narcos. Con los efectos del licor en la cabeza, ¿hacia dónde
correrían los clientes si las salidas no abundan propiamente en el restaurante?
De hecho, recientemente los colombianos tuvimos conocimiento de una
trifulca grande entre varios comensales y el cuerpo de seguridad de Andrés
Carne de Res. El problema, como se planteó en aquel momento, no radica en
la existencia de esta especie de fuerza paramilitar (la cual, por supuesto, el
propietario está en todo su derecho de tener para garantizar la tranquilidad del
lugar, al igual que la tiene cualquier bar o restaurante de la ciudad) sino en las
condiciones del sitio para el disfrute de la fiesta.
Pero sin lugar a dudas lo que más me mama de Andrés Carne de Res es
esa rumba multigeneracional que se da cada fin de semana, en la que
fácilmente puede bailarse con un adolescente de un lado y una pareja de
ancianos del otro –abuelitos, los llaman ahora. ¿Abuelitos de quién? –. Esto,
francamente, para mí es la tapa pues, cualquiera que sea el caso, de alguna
manera me cohíbe por completo.
Quizás está de más decirlo, pero lo anterior es mi muy personal opinión,
lo que significa que respeto –y hasta admiro– a todos aquellos que disfrutan
de tanta payasada, como celebro al tiempo la tenacidad de sus propietarios no
sólo por mantener el lugar durante más de veinte años sino por haber logrado
muy hábilmente posicionar este restaurante como destino turístico casi
obligatorio entre quienes visitan nuestro país.
San Lorenzo

Podría pensarse que, como el de la construcción y el de los restaurantes,


el de la rumba es uno de esos negocios en los que se refleja el estado de la
economía de un país, aunque no estoy seguro qué tanta validez podría tener
esta afirmación en Colombia, un país pobre pero excesivamente divertido.
Por supuesto, se trata de una frase escrita al garete, sin desconocer no sólo
ese espíritu festivo herencia de nuestra mezcla sino también esa necesidad de
anestesia que padece nuestra sociedad, cada vez más inmersa en la frivolidad
con tal de no recordar la diaria violencia de nuestra nación.
No de otra manera se explica que la rumba en la ciudad cada vez se
tome más horas del día. Si para los españoles la hora de la siesta interrumpe
todas las actividades laborales por más de dos horas, existen lugares en
Bogotá donde los jueves y viernes es la rumba la que marca los horarios de
oficina. Supongo que no en vano aquella es la madre patria, ¿no? pues desde
allá acarreamos muchas de nuestras costumbres que apenas alcanzamos a
entender.
Uno de estos lugares en los que la rumba los fines de semana comienza
en horas vespertinas se llama San Lorenzo, un restaurante que desde hace
diez años funciona en Las Falcas, famoso también por su buena comida y por
la agradable conversación de su propietario.
Como bien recordarán los bogotanos, Las Falcas y La Cava fueron las
dos únicas estructuras arquitectónicas que se salvaron de la ruina de la
antigua fábrica de cervecería Bavaria ubicada en el barrio San Diego. Hace
varios lustros, en un empeño por recuperar el sector, la empresa –que
actualmente funciona al suroccidente de la ciudad–, donó parte de estos
terrenos para la construcción de un parque público. Otra parte de estos
terrenos fue utilizada en la construcción de un edificio con locales para
comida y negocios y un par de edificaciones con lujosos apartamentos,
básicamente para ejecutivos.
El caso es que en el tercer piso de Las Falcas, en plena 27 con 10,
funciona San Lorenzo, un restaurante de espacio mediano, agrandado
visualmente gracias al colorido de sus paredes, que recuerda las tonalidades
de la obra de Luis Barragán, uno de los más importantes arquitectos
mexicanos del siglo pasado; su mobiliario es rústico, incluso con algunas
sillas Rimax de colores varios. Visten sus paredes reliquias coloniales,
publicidad de tequila y objetos populares del país azteca; la carta es variada,
esencialmente mexicana, y ofrece un exquisito margarita de mandarina que
recomiendo tomar con sumo respeto. Su clientela generalmente corresponde a
funcionarios del sector de la frontera del centro de la ciudad, aunque a
menudo se desplazan hasta el lugar empleados de empresas distantes (el
último día que lo visité, es un ejemplo, la mesa más larga y animada
correspondía a funcionarios de Gas Natural, cuyas oficinas están localizadas
al norte de la capital).
En estos dos lustros, por San Lorenzo ha pasado lo más granado de
nuestra nación, desde presidentes, ministros y congresistas, hasta personajes
de la farándula nacional. De hecho, todavía se recuerda con humor un
espectáculo tipo Full Monthy realizado hará ya varios años, con el pretexto
de recoger fondos para una fundación que ayuda a niños lisiados. En aquella
ocasión, al lado de Carlos Vives y otros más, hasta nuestro vicepresidente,
don Pachito Santos, permitió apreciar sus boxers predilectos.
Ahora bien, hasta acá el restaurante aparentemente no se diferencia de
ningún otro de su tipo, pero cada jueves y viernes, justo a las dos de la tarde,
ingresa al recinto un grupo de mariachis y con una corta presentación de
apenas un par de canciones, calienta el lugar y deja animados a los
comensales. A partir de ese momento, Jorge Londoño, su propietario, funge
como DJ de música tropical y da inicio a la rumba más extravagante de las
tardes citadinas, y digo extravagante porque al mismo tiempo que aparecen
los mariachis comienza el show de cuatro hermosas muchachitas que se
descuelgan desde el techo haciendo malabares para divertir al público. Sin
lugar a dudas, este espectáculo circense llama mucho la atención, quizás
porque es más frecuente apreciarlo en after parties de música tecno que en
restaurantes de comida mexicana.
Una vez iniciada la rumba, la gente se dispersa por todo el lugar, baila
entre y sobre las mesas y se entremezcla de forma amigable. En ocasiones,
hacia las ocho de la noche ya la fiesta se ha acabado, pero por lo general el
barullo va hasta la medianoche, cuando su propietario decide que ya es
suficiente.
Volviendo a nuestras palabras iniciales, no hay caso: en este país plata
no hay, pero sin duda se vive muy rico. Y conste que no lo digo como crítica
negativa sino apenas como un rasgo de nuestra personalidad, quizás el que
más nos ha ayudado a mantenernos sobre la tierra, con ganas de hacer cosas y
creyendo en el futuro a pesar de toda nuestra endémica problemática.
La rumba gay de moda

¿Dónde rumbean actualmente los gais en la ciudad? Sin mencionar


Theatrón y Cavú, ambos ampliamente conocidos, por estos días la rumba
homosexual se divide en dos grandes –literalmente– discotecas: Tropicana y
El Clóset, pero es válido mencionar que, entre las capitales latinoamericanas,
la oferta de rumba bogotana para esta comunidad es una de las mayores, con
muchos más escenarios que ciudades más grandes, como Ciudad de México;
o más cosmopolitas, como Caracas. De hecho, en Bogotá hay un sitio
diferente donde los gais pueden rumbear de domingo a domingo. Pero
hablemos de los que están de moda.
Tropicana, con capacidad para más de quinientas personas, está ubicada
en plena avenida Primero de Mayo. Como queda claro de su nombre, la
rumba que presenta es criolla: full chucuchucu, vallenatos de esos bogotanos,
o sea, boleratos, merengues, salsita vieja, a veces un tecno trasnochado. Es un
sitio extremadamente auténtico, donde hay que llegar dispuesto a sudar, pues
la gente va a lo que va, a bailar, aunque con bastante frecuencia existe otra
razón para visitarlo: los concursos de belleza. Ya se sabe: esta es una de las
grandes pasiones gay, y en esta disco, donde se ven a raudales, se presentan
los más amenizados de la ciudad, copia exacta del de Cartagena, con
candidatas representando a cada departamento, envidias contra la más bonita,
preguntas obligadas –y bufas– del jurado, y respuestas estereotipadas de las
reinas en pro de las minorías, de los presos, etc. La disco congrega a todos los
homosexuales del sur de la ciudad, pero con frecuencia se ven caras
conocidas provenientes del otro extremo de Bogotá.
Justo en este extremo, en la vía a La Calera, está El Clóset, lugar que
llenó el vacío de la rumba gay en este sector, pues desde hace varios años, en
esta vía siempre ha existido por lo menos una disco gay. El pionero, Enjalma
y Loma, es recordado como uno de los más divertidos bares que han existido
en la Bogotá gay, particularmente en las tardes dominicales. Tanta era la
afluencia de público, que su propietario se vio forzado a inaugurar otro,
llamado Jinetes del Alba. Luego vino San Antonio, de los mismos dueños de
Zona Franca y Theatrón; y ahora el que está en boga, como ya lo anuncié, se
llama El Clóset.
De El Clóset, lo primero que llama la atención es su impresionante vista
sobre Bogotá, cuyas lucecitas se ven a lo lejos con una calma que se podría
afirmar que allí nadie mata una mosca.
Otra cosa que, de entrada, atrae las miradas de cualquier desprevenido
son los teléfonos ubicados al lado de cada mesa. Pues bien, resulta que cada
mesa está marcada con un número y, como elemento de diversión, los dueños
han colocado estos aparatos para que los clientes se comuniquen a través de
ellos, especialmente los más tímidos, aunque también son utilizados cuando
el licor se ha agotado y es necesario localizar a los meseros.
El Clóset es una disco con capacidad, en sus dos pisos, para unas mil
personas, aunque a veces parece una sola pasarela, pues es frecuente ver a
más de uno más preocupado por la arruga en su camisa que por la música tan
animada que se escucha, la que, al igual que en Tropicana, es crossover, con
una marcada tendencia al pop, incluso del trasnochado tipo Bananarama y
Cher (¡My Dragness!: ¿hasta cuándo Cher?). Los viernes es noche de
plancha, con show de dragas en vivo (recomiendo el de La Lupe), y los
sábados es despelote total –pero no lo tomen literalmente– que, como club
que es, suele prolongarse hasta el amanecer.
Entre tanta oferta de rumba en la ciudad, la verdad es que apenas he ido
un par de veces al Clóset (siempre acompañado por mis parceros Andrés y
Rodrigo), y me lo he gozado a plenitud. Pero tengo una crítica: no entiendo la
confusión del DJ que cuando deja escuchar tecno se le va la mano con ese
mamonsísimo humo discotequero. ¿Quién ha dicho que lo primero va
impajaritablemente de la mano de lo segundo? De resto, al igual que sucede
con Tropicana y con el recién remodelado Theatrón, no hay duda que habrá
Clóset pa’ rato, pues a los gais este lugar realmente les encanta.
Al final de la juerga

Queda en una vieja casona estilo colonial, en la esquina nororiental de la


avenida Caracas con calle 42. Tan reconocido es, que hace parte de la
memoria urbana de los bogotanos, en especial de los alegres rumberos que
encuentran en su menú la mejor manera de levantar la borrachera antes de
acostarse, o de entretener ese guayabo tan oscuro como una canción de Robi
Draco.
El Desayunadero de la 42, que así se llama, es de esos lugares
ampliamente beneficiados por la facilidad de acceso que representa
Transmilenio. Antes, con aquellos buses tan malucos, semejante trancón
épico y el humo que a nadie dejaba respirar, resultaba medio jarto quedarse
en el restaurante más allá de las siete de la mañana. Gracias a Dios todo
cambió y, al amanecer de los domingos, el Desayunadero se ve colmado de
cuerpos cansados, estragados, algunos a punto de desfallecer.
Pero el sitio también se vio favorecido con Transmilenio por el cuento
de la transculturalidad. Ya se sabe: la mayor ganancia que ha tenido la ciudad
con estos buses articulados no es apenas el ahorro de tiempo, sino la
posibilidad de unir los extremos de la capital, lo que permite un conveniente
movimiento cultural entre el sur y el norte, que se evidencia mucho más en la
rumba. Antes, venir a fiestear de El Tunal a la 82 era un imposible
económico. Hoy día, basta con tomar el último bus, el que sale a las once de
la noche, divertirse parrandeando, y regresar a casa en el de las cinco de la
mañana.
De hecho, parte del gran éxito de lugares como Theatrón radica
precisamente en este transporte. El Desayunadero de la 42 tiene una estación
de Transmilenio apenas a media cuadra y, para colmo, varios amanecederos –
esos maravillosos e imprescindibles lugares que abren sus puertas justo al
romper el día– apenas cruzando la calle. Más gabelas, imposible.
Abierto las 24 horas del día, el restaurante es de esos sitios curiosos de
la ciudad que, a expensas de la fiesta y la diversión, permite al rayar el alba
un curioso acercamiento de toda clase de alcurnias, por lo que no resulta
extraño que vecinos de mesa resulten ser mafiosos, aristócratas, skinheads,
gais, mamertos de vieja data, reconocidos personajes de la farándula,
burócratas trasnochados, putas recién pagadas, políticos en campaña y hasta
gente del común.
Claro que no es este el único –ni tampoco el mejor– desayunadero de la
ciudad, sino apenas el más conocido. Por fortuna para los bogotanos, el
problema no es de oferta, y por todas partes pululan restaurantes que no
cierran. De hecho, de mis épocas de cadete de la Escuela Militar, recuerdo
también El Cañón del Chicamocha, de propiedad de la familia de un
compañero santandereano. Allá terminábamos cada sábado al final de la
juerga. En todo caso, lo diferente en el menú de estos lugares está en las
famosas sopas levantamuertos, de la que recomiendo la que preparan “Donde
Sao”, en los alrededores de la calle 80 con avenida Boyacá. Pero para
quienes, al mejor estilo de Mafalda (ahora que anda de cumpleaños),
aborrecen la sopa, los mejores lugares para serenar la rumba son, sin lugar a
dudas, el Tiger de la 60 y el Starmart de la 70. Qué maravilla llegar a estos
lugares en la madrugada y ver las pintas y, mejor aún, las caras desastradas
de tantos rumberos. Personalmente, es de las estéticas contemporáneas que
considero más alucinantes, más hermosas, porque son rostros que hablan de
la cercanía, así sea por una noche, con lo único que vale la pena en esta vida:
la felicidad. Iba a decir el placer, que es más real, pero esta sociedad nuestra,
por más que disfrute del propio, no acepta el hedonismo del otro.
Por desgracia, Minimal no está abierto los domingos para levantar el
ánimo con su taquicárdica sopa de toyo, aunque últimamente –luego de un
almuerzo hace un par de meses con Carlos Duque que, como se ve, no sólo
sabe de publicidad–, si queda algún residuo en mi billetera (que no es
frecuente) al final de la rumba sabatina, el almuerzo obligado no puede ser
otro que esa portentosa y palpitante sopa de pescado que preparan en El sol
de Nápoles, el tradicional restaurante italiano de Quinta Camacho. Y si
semejante sopa no lo reanima a uno, entonces lo mejor es coger camino para
la Country de una buena vez.
¿Cuál Heavy?

A sus 22 años, Neil David Romero es una de esas jóvenes promesas de


la literatura nacional. Hace dos años ganó el Premio Nacional de Cuento
Joven “Ciudad de Bogotá”, con una colección de cuentos titulada El
Resplandor, donde hace despliegue de un seductor manejo del lenguaje y de
un slam divertido que aprovecha para narrar historias urbanas que muestran
los problemas de su generación.
La semana pasada lo invité a un ensayo general de Al diablo la maldita
primavera, que finalmente estrenamos este martes 19; y tanto le gustó que, a
cambio, me llevó a rumbear a uno de sus bares preferidos: Killer, el templo
duro del metal en Bogotá.
De entrada me sorprendieron dos vainas: la primera, debía llegar antes
de las diez de la noche (y yo que imaginaba que esta rumba era de las que
comenzaba al amanecer); la segunda, que si no llegábamos a tal hora, ni
modo de mesa. Como diría Edwin: ¡My Dragness! ¿Sillas? Era lo que menos
esperaba, por lo que me sentí más corroncho de lo que ya me sabía.
La cita fue en la 19 con 3. Por fortuna llegué más temprano de lo
estipulado y me encontré con la última exposición de Fotomuseo, esa
quijotesca labor que Gilma Suárez se ha empeñado en sacar adelante. Mi
fortuna fue mayor cuando, entre los trabajos expuestos, me topé con la
fastuosa obra de la fotógrafa Margarita Mejía, un trabajo impecable de una
exquisita sensibilidad que no sólo nuestros ojos se merecen sino, más aun,
nuestro espíritu.
Pero a lo que vinimos: Killer queda en la 4 con 18. Se trata de un local
pequeño, con apenas unas siete mesas, decorado con afiches de calaveras y
similares. Al fondo, un televisor proyecta perpetuamente videos de
reconocidos grupos metaleros, de los que llamaron mi atención los de
Brujerías, unos mexicanos que rinden culto a Pablo Escobar; Hipocrecy, que
le canta a los extraterrestres y a mitos como el de Rockwell; y un tercero
cuyo nombre olvido que despotrica de la figura de Jesucristo.
Pero la rumba no tiene nada que ver con ritos satánicos ni gritos
enardecidos ni labios ensangrentados. Claro, también es que, sin haber pisado
jamás un lugar similar, es fácil imaginar que estos bares se parecen a aquel
que frecuentaba José Mari ¿lo recuerdan? el metalero de El día de la bestia,
aquella película de Alex de la Iglesia en la que un cura asiste a una de tales
fiestas y encuentra que la clientela se pega entre sí y se tiran sillas y objetos
similares.
Pero no: resultó todo lo contrario. De hecho, me sorprendí –y, por
supuesto, agradecí–, que para entrar pidieran cédula. Hace más de veinte años
que no tengo que demostrar ser mayor de edad, pero este es uno de los
requisitos de ingreso. El otro es que cualquier tipo de drogas está
absolutamente prohibido, y el raqueteo del bouncer a la entrada es prueba de
ello.
La vaina es más para ir a tomar cervecita con el parche; para ver los
videos pues, gracias a la censura, resulta complicado disfrutarlos en algún
canal tipo MTV; y, más curioso todavía, para charlar. Y lo digo así pues
resulta bastante difícil establecer una conversación cuando la música suena a
unos decibeles impresionantes. De hecho, lo único realmente heavy del bar es
el sonido.
Ahora bien, en la charla con mis amigos me enteré que el género
musical es bastante amplio y abarca subgéneros con el Black, el Death, el
Gothic, el Gore (que es el más pesado), el Industrial y el Brutal; que las
bandas más fuertes y reconocidas son europeas, en especial nórdicas; y que la
onda subliminal hace marras pasó de moda.
En Colombia, el gusto heavy ha venido en declive y apenas subsisten, al
lado de Killer, un par de bares en la Zona Rosa del sur. En el norte, esta
corriente es poco escuchada: solo hay un amanecedero sin nombre en los
alrededores de la Caracas con sesenta y algo. Pero es que sucede que la onda
tiene su aire marginal, de ahí la estética alrededor del negro y del cabello
largo, largo y lacio que es lo común.
Muy ilustrativa mi noche metalera, necesaria para derrumbar
preconceptos, miedos de esos que nos formamos en la mente y luego nos
vemos a gatas cuando entendemos que la vida no merece tanta complicación.
Desafortunadamente, no pude quedarme tanto como habría querido gracias a
la inauguración de Arena, una nueva disco gay en plena calle 82, al lado del
almacén de Harley Davidson. Al llegar, encontré un lugar muy bien montado,
moderno, económico, con la misma música que actualmente se escucha en las
tres discotecas homónimas que quedan en Barcelona, con buen equipo de
luces y un ambiente relajado y joven que hablan de su éxito asegurado.
La torre de la iglesia
de nuestra época

Sin Tower Records, el Andino sería apenas un centro comercial más


entre tantos otros de la ciudad, porque lo que le da caché a este sitio no son
los exclusivos almacenes de marca tipo Louis Vuitton (cada vez más
desprestigiado con tanta imitación chimba), ni Hugo Boss o Bally; ni
tampoco el cada día más costoso Pomeriggio, y ni siquiera su eterno rival, el
muy trenddy Lina´s. Realmente por lo que vale la pena ir al Andino es por su
Tower, que no es el mismo –ni parecido– a su hermanito menor, el situado en
Atlantis Plaza.
En Colombia, Tower existe en el mismo lugar –la esquina suroccidental
del segundo piso–, desde que inauguraron este centro comercial (las iglesias
de nuestra era, según Saramago). Y, contrario a lo que alguna minoría todavía
pueda pensar, no se trata apenas de una tienda de música. Ciertamente, en sus
19 islas, la tienda vende todo tipo de música, desde el rock más gótico hasta
el tecno más moderno (aunque sigo esperando el último de Van Dyk). E
incluso presenta una magnifica oferta de eso que llaman “música del mundo”,
sin duda las mejores colecciones de sonidos contemporáneos, que van desde
la archifamosísima prensadora Putumayo Records hasta ese ambicioso,
original, épico y bellísimo proyecto llamado 1 Giant Leap.
Capítulo aparte –literalmente– merece la sección de música clásica, un
vacío por el que por tantos años sufrió Bogotá, pues eran escasísimos los
lugares donde se podían conseguir buenas y variadas versiones de sinfónicas,
compositores, tenores y sopranos. Como sucedía con ciertos libros: antes de
que existiera este lugar, apenas en el segundo piso del Oma de la 82 era
posible adquirir libros tan bellamente editados. Hablo de los llamados Tables
Books que cada día son más comunes en nuestro país, al punto de que ya hay
varios excelentes lugares que ofrecen magníficos ejemplares (como el recién
inaugurado Forum), que llegan un poquito retrasados en relación con el resto
del mundo, es cierto, pero, bueno, al menos los tenemos a la mano para
comprarlos cuando queramos, o mejor aún, cuando se pueda, pues ya se
conoce el alto precio de estas ediciones.
La parte literaria, ciertamente, no es muy completa, y es este uno de los
dos pilares en que falla Tower Records, aunque la sección de revistas suple
por completo esta falencia, ya que es factible conseguir esa novela tan
buscada en alguna otra librería de la ciudad, pero de tantas buenas revistas –y
juntas– es imposible disponer en otro punto de la ciudad. En especial por tan
grata oportunidad que representa el café de Tower, justo al lado de los
revisteros, para sentarse a tomar un buen machiato mientras degustamos la
revista de nuestro antojo.
Y ya que hablo del café, confieso (al oído de Jorge López, su
propietario) que me gustaba más el de antes, el de las sillas coloridas. Le daba
un estilo más de los cincuenta, muy retro. Pero supongo que como la moda es
lo chill out, la decoración debe estar a tono. Y, bueno, no hay ni qué decir
que el café es de los mejores –y más plays– sitios de esta Bogotá de locos,
cueva habitual de duendes y princesas, de niños traviesos que desesperan y
nuevos ricos que hablan por celular a mil decibeles con tal de que el vecino
escuche la conversa (¡qué mamera esta gente que disfruta incomodando a los
demás!), de la gente linda de la ciudad –las lolitas que últimamente abundan
con sus descarados descaderados– y nerds tímidos que se apoltronan para ver
pasar al común, para engolosinarse con tanta gacela suelta, o con tanto gatico
escurridizo.
Porque esta es otra de las gracias de Tower Records: que es un
levantadero formidable. Si alguien quiere conocer, seducir, conquistar,
colonizar, etc., no es sino que se vaya una tarde cualquiera a esta tienda. Y si
el ánimo y el perrenque se lo permiten, ahí adentro hay toda una fauna libre y
dispuesta, esperando apenas el momento del asedio.
Lo malo de Tower –lo otro malo– es que abre muy tarde y cierra muy
temprano. Si por mí fuera, desayunaría cada día en este lugar, leyendo las
noticias del día y escribiendo uno que otro párrafo de mi próxima novela, de
la misma manera que he dedicado horas enteras, sentado en las cómodas
sillas del café, a escribir tantas otras cosas. Incluso esta columna.
Entre tanta moda y frivolidad

En los últimos años, Bogotá ha intentado parecer tan glamorosa como


las grandes capitales del mundo. Por eso, hace un tiempo organizaron una
vaina que llamaron Bogotá Fashion pero que resultó un total fracaso. Y ahora
se inventaron otra a la que han bautizado El Circulo de la Moda. La intención
es agrupar a los más importantes diseñadores nacionales y hacer un evento al
mejor estilo de la Semana de la Moda en Milán, París, Nueva York o
Londres. Buenas intenciones, sin duda, sabiendo que este negocio es más que
arribistas y plásticos que van a mirar modelos. En realidad, el oficio mueve
millones de pesos y da trabajo a miles de personas en nuestro país,
especialmente en Medellín. Y es que no se trata apenas de unos cuantos
nombres reconocidos por su talento para diseñar. Hay que recordar que la
moda también tiene que ver con maquilas y con cientos de modistas de
barrio, de esas que cosen vestidos imitando los de las revistas.
Pues bien, hace un par de semanas se realizó dicho evento. La verdad,
nunca entendí por qué me invitaron, pues curiosamente –así haya quien crea
lo contrario– salvo de buen gusto, es poco lo que sé al respecto. Pero fui, y
agradezco la invitación. Era un plan bastante bacano, ajeno a los temas de
sólito.
De resaltar, la organización. Todo muy fluido, muy estético, muy
divertido. La vaina se realizó en uno de los salones de Corferias y una marca
de vehículos que patrocinaba el evento recogía a los invitados en la entrada
de la plaza para arrimarlos hasta el lugar.
Un desfile de modas es algo bastante chistoso: salen unas mujeres que
desfilan como autómatas, sin mirar a ninguna parte específica, tratando de
extender cada pierna lo más posible, de moverse como nunca aprendieron y
de evitar incluso medio sonreír. Aunque hubo una modelo, negra para ser
exacto, de, digamos, una belleza diferente, que no necesitaba que ningún
“preparador” le enseñara algo: ella nació más sabia que ninguna otra y
caminaba mejor que cualquier gacela indómita. A pesar de eso, ni siquiera
fue incluida dentro de las candidatas a Modelo del Año, concurso que ganó
¡oh, sorpresa! la novia de Tomás Uribe, sobrina de uno de los diseñadores.
Hubo gritos, vítores, bravos, aplausos de todo tipo. Y la gente alrededor
mencionaba el nombre de la ganadora como si la conocieran desde niña.
Al ver tanta frivolidad, hay preguntas que es inevitable no formularse
sobre un negocio donde reina la envidia más que en cualquier otro. Y vainas
que vienen a la cabeza como la fortaleza que debe tener una negra como esa
(este no es un país racista, ¿no? ¡Ajá!) cuando, tras bambalinas, todas estas
rubias y pechugonas falsas presumirán y se burlarán porque ella es diferente.
¡Y la tierra que la morenaza les echó cuando apareció en la pasarela!
Me gustó la ropa de Carlos Valenzuela. Mucho, además. Una excelente
propuesta masculina en un país donde no cabe lo alternativo; y los diseños de
Zajar me parecieron muy divertidos (bastante influenciado por YSL cuando
presentó en los 60 la moda Mondrian), aunque siempre he creído que el
hombre tiene más talento para dar, por eso no me extrañaría ver su ropa al
lado de unos cuantos de los grandes del mundo. Eso sí: no me atrae esa moda
–que viene de afuera, por supuesto–, de poner a las modelos a hacer
performances, creerlas actrices o bailadoras de cuanta música se escucha. Si
hay que hacerlo, hay que hacerlo bien, y entender que hay quienes no tienen
ritmo ni para caminar.
En todo caso, luego de tanto desfile, y de dejar algo nuevo en mi
memoria ram, comenzó la tan esperada fiesta (la closing party. ¡Vaya!, qué
nombrecito) que fue una verdadera rumba: nada más y nada menos que con
Fruto, uno de los grandes DJ de la escena nacional. Sin lugar a dudas, no
podía haber mejor cierre.
La ternura del tecno

¿Recuerdan el Adagio de Albinoni? En Parade of the athletes, su última


producción discográfica (editada con ocasión de los recién celebrados juegos
olímpicos), el holandés más famoso de los tiempos recientes –al menos para
los rumberos–, conocido, a secas, como Tiesto, trae la versión tecno que ha
sido motivo de todos los elogios de la crítica seguidora de esta corriente
musical a lo largo del mundo. Su nombre –no podía ser otro–: Athena
Oliympic Flame, e inicia con los acordes de la famosa tonada barroca para
poco a poco, casi de manera imperceptible, dar paso magistral a este arreglo
contemporáneo que, sin lugar a dudas, Albinoni jamás habría imaginado.
“Hay que ser absolutamente modernos”, reza uno de los versos más famosos
de Rimbaud. Podría decirse que Albinoni nunca antes fue tan moderno.
Pero lo que hace tan conocido a Tijs Verwest, que es el mismo Tiesto,
no es precisamente esta canción. A lo largo de los últimos años, todas las
revistas especializadas lo han consagrado como el DJ más importante del
mundo, y uno de los más valiosos de su generación. ¿A qué se debe tanto
éxito? Aclarando que no soy ningún versado en la materia, que carezco de
cualquier estudio musical que me acredite como una voz autorizada, diría que
la calidad de su trabajo, al igual que en Oakenfold y, especialmente, en Van
Dyk, radica en su nostalgia fácilmente penetrable: esa es la fuerza del trance.
A diferencia de otros subgéneros del tecno, como el mínimal, el tribal, el
progressive o el drum & bass (y demás en los que el chispún chispún es lo
evidente: que suena alto y fuerte, pero no parte el alma, no convoca las fibras,
no arrozuda la piel), por lo que yo reconozco este subgénero, es por su
tremenda evocación melancólica, lo que habla de emotividad, de sensibilidad
pero, particularmente, de ternura. No es que, como dicen por ahí, me la haya
fumado verde: esto es lo que yo descubro cuando escucho trance. No
olvidemos que la base del tecno es la síntesis de sonidos, esto es, la música
no proviene de instrumentos tradicionales sino de la manipulación de
frecuencias, timbres y texturas obtenidas digitalmente. Tiesto es un duro en el
trabajo con el sintetizador; y, ciertos acordes de violín, mezclados con tan
variados sonidos, es lo que toca el fondo de mi herida.
Pues bien, Tiesto estuvo de nuevo en Bogotá. Dos veces un mismo año:
eso es pedirle mucho a la vida, aunque la primera vez fue, a mi juicio, un
rotundo fracaso. No sólo por las dos horas que nuestro héroe tocó. Dos horas
nada más, luego de esperarlo la noche entera. Sino, sobre todo, por esa
cantidad de anoréxicos que andan como Raymundo y como Vicente, es decir,
pa’onde va todo el mundo, pa’onde va la gente, pero que no tienen la más
mínima idea de lo que trata este asunto. Hordas de gregaristas (gente que
anda por la vida con la firme convicción de dejarse arrastrar por los demás),
que dejan la atmósfera más prostituida que la de La Piscina, y que allá
llegaron a apeñuscar el lugar. Y ni hablar, en aquella ocasión, de la
organización. Con decir que el trancón en la entrada logró desmadejarse más
allá de las dos de la mañana.
Esta vez pensé que las cosas serían diferentes que, como uno aprende de
la experiencia, los errores de antaño se habían solucionado. Pero, justo antes
de montarme al carro para salir al lugar de la cita, el concierto de Tiesto se
me vino abajo.
Sucedió que los tiempos cambian de forma más abrumadora de lo
imaginado. Y lo que antes me parecía bacano, ahora lo entiendo un desastre.
De ahí a que, mientras me alistaba –con boletas VIP en la mano– me llegó
toda la mamera del mundo pensando en el largo trayecto hasta el lugar del
evento, de ida pero, peor, de regreso (teniendo el espacio propicio para este
tipo de fiestas como resulta ser el parque Simón Bolívar, que no puede
utilizarse gracias a la bendita Ley Zanahoria: ¡si los jóvenes se van a estrellar
por manejar borrachos es preferible que lo hagan fuera de la ciudad!); y
recordando la entrada complicada, peleada, desorganizada, de los últimos
afters a los que he asistido; amén de la chichonera de gente que no deja ni
medio moverse (para ir al baño se necesita mucha paciencia y al menos
media hora en el trayecto de ida y regreso al sitio de baile con el parche).
No, Tiesto merece ser disfrutado, y las condiciones de este concierto no
hablaban precisamente de esto. De manera que, como dicen en mi tierra
vallenata, me ranché en la negativa, acostándome más bien temprano siendo
una noche de viernes. Eso sí, bajo los acordes de Nyona, el álbum más
celebrado del holandés, y con la nostalgia suficiente para soñarlo despierto.
¿Feliz Navidad?

No quiero parecerme al Grinch, pero siempre he creído que esto de la


Navidad no es más que una mierda. Bueno, no para todos: para los enanos
menores de cinco años (o quienes todavía conservan la inocencia del Niño
Dios), esta época del año representa la ilusión y la fantasía anhelada durante
once larguísimos meses. Yo, en cambio, soy de los que no soporto la falsa
ilusión de estas fiestas. Las entiendo apenas como un producto más de
Fenalco, del Sindicato Antioqueño, de Unicentro y demás comerciantes,
verdaderos beneficiados con todos los festivos.
No me gusta la Navidad porque me parece una fiesta aparente, de alegría
obligada. Además, personalmente me viene ligada a dos temas bastante
jartos: soledad y nostalgia. Bueno, y un tercero: el show de Jorge Barón.
Entiendo perfectamente que para otros la única ilusión posible sea la juerga,
aunque no les creo a todos: la rumba es la perfecta manera de evadir la
melancolía y otras cosas que no vienen al caso.
Tampoco creo valioso comprar la idea de que el año tiene una “época
linda”. Finalmente, ya sabemos lo necesaria –y adictiva– que resulta ser la
esperanza de un mejor mañana. Es como aquel refrán de “hoy no fío pero
mañana sí, a sabiendas de que cada mañana, al poner los pies sobre la
alfombra, comprobamos que ese tampoco es el día anhelado.
Que es parte de lo que sucede por estas calendas: esperar que el año que
va a comenzar va ser mejor que este, así el presente haya venido cargado con
toda la pompa –gloria aparente– necesaria. Pero resulta que, justo a la vuelta
de la esquina, es decir, con la caída de enero, nos cachetea la realidad: la
tarjeta de crédito colmada de falsa alegría, el dolor de cabeza incontrolable
del guayabo moral y físico, y la mano de deudas nuevas por adquirir (alza en
servicios y arriendo, matrícula de los hijos, textos escolares, etc.; aunque, por
fortuna, de estos últimos males jamás sufriré: alguna trampa tengo que
ganarle a la vida).
Por eso, desde hace un par de años yo, violento amante de la rumba,
descubrí la mejor manera de hacerle frente a los 24: viajando justo esa noche,
es decir, montado en un avión que parta de El Dorado luego de las seis de la
tarde y aterrice en tierra extraña pasado el amanecer. Es la evasión perfecta:
no hay que preocuparse por regalos (eso de dar y no recibir); ni por cenar
quien sabe en casa de quien, pues la compañía de los amigos insolidarios sólo
aparece pasada la medianoche (aclarando que quieren estar más con el parche
que con la familia, pero ya sabemos que nobleza obliga); y con esa sed
intolerante de tener una fiesta a cualquier costo, pues la soledad esa noche es
más que pecaminosa.
Uno puede estar solo cualquier cantidad de tiempo sin mayores
problemas. Puede, incluso, dejar de rumbear un fin de semana entero que
vaya de miércoles a domingo. Pero pasar en cama 24 y Año Nuevo resulta
absolutamente impensable. Y peor cuando descubrimos que el único aliciente
para aliviar tanta desgracia resulta ser El show de Jorge Barón. Creería,
incluso, que lo que nos hace tanto daño a los colombianos, lo que nos
enfrenta de manera tan fehaciente a la soledad en estas fiestas, es justamente
tener que quedarnos en casa viendo la risa hipócrita de Papá Noel criollo de
don Jorge Barón.
Sí, esto de la Navidad es una mierda y, si no, no es más que darse una
rodadita por los consultorios de sicoterapeutas pues, ¿quién ha dicho que la
Navidad de los demás es mejor que la propia? Tengo cualquier cantidad de
amigos adolescentes, de esos a quienes los papás abandonan al atardecer del
24 para asistir a su propia rumba de pesadilla nostálgica, que desde ya andan
preocupados por su noche “blanca”. Y eso que a ellos la infancia todavía les
es cercana y las musarañas de la peor enfermedad –la melancolía– todavía no
los invaden como a otros.
Por eso, mientras otros se enrumbaron anoche, yo volé sobre este pobre
continente apenas con la compañía de El Quijote. Eso sí, a la rumba que se
avecina prefiero no adelantarme, que es lo bueno de tener amigos por tantos
lares: es claro que luego del 24 regresamos a la rumba real de siempre a pesar
de lo dura que es la vida o, incluso, a pesar de que queramos convencernos
que el mañana, como no ha llegado, será mejor.
Diatriba dominical

¿Qué pasa los domingos? ¿Por qué esta ciudad muere completamente
cada domingo? ¿Acaso no sabe que, si realmente pretende ser cosmopolita, lo
primero que debe tener es un muy buen lugar de rumba este día?
Estos últimos domingos, ante las lánguidas rumbas de los fines de
semana ahora que se han vuelto de moda las fiestas en apartamentos, me he
dedicado a recorrer las calles de Bogotá tratando de encontrar un lugar donde
guarecer la soledad. Como siempre (y como en todo) la búsqueda no se ha
limitado a las discos de la 82 o de los alrededores del parque de la 93, sino
que me ha llevado al Restrepo, a la Primero de mayo, a los bares de la 68, de
Usaquén, del centro, de La Candelaria. ¡Adónde no he ido este mes buscando
una rumba dominical! ¿Y qué he encontrado? Nada: miseria absoluta, un par
de barcitos que sirven más para terminar de deprimir la tarde que para
embolatarla.
Por supuesto, no se trata de algo nuevo: desde que el Señor dijo que el
séptimo día estaba hecho para descansar, la sociedad dejó bien claro que ese
día sería el domingo. Lo malo es que no para todos su domingo es el
domingo. Me lo planteó a principios de año mi amigo Orlando Valenzuela:
ahora que actúa de martes a sábado, los únicos días posibles para rumbear
que tiene son el domingo y el lunes. Conste: está cumpliendo a pie juntillas la
cristiana orden de trabajar, pero su descanso no coincide con el de los demás.
Otro amigo, pintor para más veras, me cuenta que precisamente el fin de
semana es cuando más produce; y, al caer la tarde del domingo, lo último que
quisiera aspirar es el olor del óleo y la trementina. Pues sí, aunque algunos se
nieguen a creer que, como cantaban Beto y… “uno de nosotros no es como
los otros”, y no por eso son pecadores.
Porque con los domingos sucede que nos seguimos comportando no
como en la época de Nuestro Señor Jesucristo sino, peor aún, del mismísimo
Jehová; y a pesar de que Carulla-Vivero “descubrió” que se puede mercar en
la madrugada, el resto de los mortales seguimos pensando como si
viviéramos en provincia.
Recuerdo que cuando me especializaba en Mercadeo en los Andes, cada
dos por tres los profesores mostraban un video que exigía, para tener éxito en
la vida, “romper paradigmas”. Pero, ¿cómo romperlos si la iglesia católica
nos quiere cuadriculados? Por eso, la tecnología avanza, la ciencia avanza, la
moda avanza, todo avanza salvo nuestra manera de pensar, de funcionar, de
ver la vida. Ciertamente, hay algunos valores fundamentales que deben
conservarse. Pero que todavía, a estas alturas del paseo, le estemos comiendo
cuento a la (doble) moral católica me parece, más que aberrante,
absolutamente sadomasoquista. ¿Tanto tenemos que flagelarnos para darle
gusto a unos cuantos? ¿Cuándo nos vamos a pellizcar y ser conscientes de
que no necesitamos ser obligados a vivir con la moral prestada de unos pocos
que la exigen sin practicarla? ¿Cuándo vamos a entender que no todos
vivimos y sentimos de igual manera? Que somos tan diversos como la
naturaleza, que a pesar de ser diversa ha logrado subsistir milenios enteros.
¿O alguien ha visto a un platanal acribillando a un rosal por ser diferente?
Pero, bueno, yo hablaba de rumba, de rumba los domingos, para ser más
exacto, que no se consigue en esta ciudad por ninguna parte. Hace un par de
años, existió en La Calera un lugar llamado Enjalma y Loma que abría sus
puertas en horas matinales y hacia las siete de la noche la fiesta estaba en
pleno apogeo. El éxito fue tal, que el dueño justificó abrir otro local. Pero,
como sabemos desde Cervantes, nunca las segundas partes han sido buenas,
por lo que el nuevo sitio fracasó, y los bogotanos nos quedamos las tardes
dominicales, como es expresión popular, viendo un chispero.
Sí, claro, ya sé que los gais me dirán que ahí están La oficina.com y
Tasca Santamaría, y que ambos ofrecen buena rumba los domingos, lo que es
completamente cierto. Pero como no todo el mundo es gay (lo que quizás
haría la vida más divertida), hay también que buscar la manera de complacer
a los straigths. Y es entonces cuando, por más que el carro ande por esta
populosa ciudad, no encontramos donde guarecer la soledad.
Por eso, quiero pedir una colaboración a todo aquel que conozca un
buen lugar de rumba dominical y quiera compartirlo. En mi correo abajo
anotado, recibiré nombre y dirección de estos sitios, que juiciosamente
visitaré hasta establecer si vale la pena recomendárselo a todo aquel para
quien el domingo es apenas un día más de la semana.
De nuevo el sur

Bogotá vibra con el tango. La que uno pensaba música de arrabales y


metederos de quinta, catapultada por el vallenato y el reggaetón, ha cogido un
auge insospechado en los últimos años. “Diría que en la ciudad nunca murió
el placer de bailar tango –me comenta el paisa Jairo García, un economista
cuarentón a quien le gusta visitar El Viejo Almacén, un bar tanguero en la
Jiménez con 4–. Pero ocurrió que luego de Tango feroz los jóvenes lo
descubrieron”.
Al parecer, los referentes cinematográficos han jugado un papel valioso
en este nuevo placer de los bogotanos. Tango feroz resulta un buen ejemplo,
como también las películas Sur y Los tangos del exilio. Otra razón,
aparentemente, radica en la consolidación del cantante Roberto “el Polaco
Goyeneche” (muerto en 1994) como el nuevo mito del tango, cuyo tema más
conocido, El loco, pasó a convertirse en una especie de himno de los tiempos
modernos.
Lo curioso del asunto, es que el gusto no se ha difundido desde los
medios masivos de comunicación, como la televisión o la radio, sino que ha
cumplido un largo proceso de voz a voz casi de manera underground,
clandestina, como si se tratara de un goce sórdido o de un deleite prohibido.
De hecho, en tiempos recientes, los habitantes de Bogotá hemos leído más
sobre La Piscina, el famoso prostíbulo del barrio Santa Fe, que sobre esta
nueva moda. Aunque, en honor a la verdad, no puede afirmarse que se trata
de una nueva moda, de esas que aparecen y desaparecen sin dejar rastro. Más
bien, es un asunto con bastante asidero en las noches capitalinas de los
últimos años.
Al principio, como suele suceder, apareció como un simple rumor,
rumor que se hizo más y más fuerte, hasta el punto de que hoy día son
muchas las empresas privadas o instituciones del Estado donde los
funcionarios, en sus ratos de descanso, están tomando cursos de baile. De
hecho, mi entusiasmo por el tango se debe a que en meses recientes, en
variadas reuniones, de alguna manera salió a relucir el tema. Uno, dos o más
amigos estaban aprendiendo a bailarlo o les gustaba frecuentar milongas para
escucharlo.
Carolina Escobar, por ejemplo, una morenaza tolimense que ejerce
como secretaria en un reconocido organismo internacional, me confió que
inicialmente le llamó la atención la sensualidad de las parejas al bailar, pero
cuando inició el curso descubrió emociones internas que la han llevado a
volverse una experta. “Al principio, me dijo, las clases son necesarias para
conocer los pasos y las coreografías. Pero cuando uno aprende, se suelta y
todo se da espontáneamente”.
Para María Claudia Villarreal, el placer va más allá de lo estético. “Hay
un algo sadomasoquista que se mueve entre el sometimiento del hombre y el
placer de la mujer al enfrentar la conquista”, asegura. Ella, junto con un
grupo de parejas amigas, frecuenta La Esquina del Tango, en la 60 con 7,
exactamente detrás de la bomba del Tiger. Me lo dice mientras disfruto el
baile de algunas parejas que no parecen moverse en esta esquina tan
chapineruna sino en pleno barrio de San Telmo en un domingo porteño. O,
incluso, en La boca, el famoso y colorido barrio bonaerense famoso por ser la
inspiración de Caminito. “El tango no es más que saber caminar, mover el
cuerpo con elegancia. Lo que le da el carácter es el drama que se le imprima”,
afirma esta sincelejana de sonrisa fácil y cadencia cumbiambera.
No hay duda, bailar tango es una actitud. Es como la moda, que no
importa lo que se vista sino el estilo con que se imponga. Eso sí, no es, como
la cumbia, un baile sensual; ni, como la samba, un baile erótico. Es, en
cambio, un baile absolutamente arrechante en el que la mujer le coquetea al
hombre con descaro hasta seducirlo, tumbarlo y volverlo a poner de pie. “Lo
comparo con un orgasmo –me confía Ana María, una jovencita caleña que
conocí el sábado pasado en La Casa del Tango, en pleno corazón de La
Candelaria–: el hombre queda muerto un instante, pero cuando se levanta la
cosa sigue”.
“Siempre ha existido una pasión por el tango en Colombia, y nosotros
siempre hemos sido un referente para los argentinos”. Las palabras son de mi
amigo Ángel Moreno, reconocido parrandero amante de la música de
Leandro Díaz y Emiliano Zuleta, pero quien desde hace un buen rato sabe
más de tangos que de vallenatos. “De hecho, asegura, creería que en
Argentina Colombia existe por tres razones: droga, fútbol y ser el país donde
murió Gardel”.
Pero Gardel no ha muerto o, al menos, está reviviendo en el gusto de la
juventud bogotana con una música que se pensaba obsoleta y bajera. En los
lugares atrás mencionados, al lado de los jóvenes se aprecian parejas mayores
que se deslizan con facilidad mientras realizan dificultosos pasos de
equilibrio. Parafraseando a Evita en su famoso discurso de la Plaza de Mayo,
al lado del tecno, del vallenato y del reggaetón, ahora los pelaos de Bogotá
vibran con “la música más maravillosa”.
Invasión boricua

Nadie sabe cómo, pero de un momento a otro Colombia, al igual que el


resto de países de lengua castellana, fue invadida por los puertorriqueños y,
más exactamente, por el reggaetón, un género musical que no a todos gusta
pero que a fuerza de codazos se abrió camino y sigue su marcha hacia
delante.
En realidad, no se trata de un género nuevo. Ya hace más de diez años a
artistas como Tego Calderón las disqueras le cerraban las puertas. Hoy la
realidad es otra, y las compañías multinacionales comienzan a ver esta
música como medio para llegar al público latino. Sucede en Nueva York,
donde diseñadores como Puff Daddy (de Sean John) o Versace la utilizan en
sus pasarelas; o empresas, como la de licores Henessy, que puso
precisamente a Tego en su campaña de publicidad.
Pero Tego Calderón no es el cantante de reggaetón más conocido en
Colombia. Sin lugar a dudas este honor se lo lleva, a todas luces, don Omar,
un boricua de apenas 27 años que vende como pan caliente todo lo que
produce. De él son canciones tan conocidas y pegajosas como Pobre Diabla
(una historia autobiográfica), Dile y dale don dale.
No sólo la música de don Omar se comercializa con gran facilidad. Hoy
por hoy, este es el género que más está vendiendo en EE.UU., ocupando los
primeros lugares en las listas de radios y canales musicales.
Por si alguien no lo sabe, el reggaetón no es más que otra expresión del
hip-hop, “pero por su sabor es más compatible con el Caribe”, como advierte
Vico, uno de sus exponentes. Según Russel Simmonds, uno de los
productores más importantes del género, “es un género urbano que seguirá
creciendo” Y añade: “Creo que la fusión del reggaetón con el hip-hop es
importante para su conocimiento pero nunca debe perder sus raíces”.
Sus raíces, como decíamos, están en Puerto Rico, aunque la música ya
ha cruzado todas las fronteras posibles, escuchándose no sólo en
Latinoamérica y el Caribe, sino hasta en Japón y buena parte del viejo
mundo.
De hecho, España hace poco sucumbió por completo ante este
fenómeno, donde el 70% de la que se pincha es precisamente esta música.
Recientemente el madrileño diario El País publicó extenso artículo sobre esta
nueva realidad, del que extraigo el siguiente párrafo:
“Sábado en la noche. Bajos de la calle Orense, Madrid. Frente a la
discoteca Casablanca, uno de los templos del reggaetón de la capital, una
chica abraza a un chico mientras él le coge las nalgas por encima de la
minifalda. Está claro que no tienen frío. La entrada de la disco parece la boca
de una caldera. Entran y salen cuerpos sudorosos de todos los colores: dos
madrileñas en bragas rojas, una dominicana en vaqueros que estira su tanga
hasta el coxis, un rapero de Vallecas que aún no se atreve a entrar o un chico
ecuatoriano con los ojos desorbitados. ‘Estamos acostumbrados a los guetos,
pero los chavales no tienen prejuicios. Inmigrantes y españoles van a los
mismos colegios, comparten música y se relacionan’, comenta el DJ de
Casablanca, Miguel Casaubon, mientras un grupo se prepara para entrar. ‘La
semana pasada me desnudé en la pista de baile’, comenta Araceli Hernández,
de 18 años, dominicana. ‘Tenía mucho calor’, remata entre risas. ‘¿Y te
acuerdas del tío al que desnudaron?’, pregunta Eric Alfonseca, de 18 años,
también dominicano. ‘Sí, una tía se la agarró’, anota Araceli.”
La escena es en Madrid, pero igual podría suceder en cualquier ciudad
colombiana donde los seguidores del reggaetón ya saben que perrear no se
refiere a un hombre que es perro con las mujeres, sino que es término
sinónimo de baile.
Claro que detrás de ese “perreo” boricua hay mucho del perreo
colombiano: "El reggaetón te pone. Bailas haciendo el amor. En la República
Dominicana aumentaron los embarazos cuando apareció", afirma un
dominicano en este mismo artículo de El País.
Lo curioso es que esta invasión puertorriqueña se ha originado de
manera pacífica, como si sus cantantes fueran una mezcla entre Gandhi y Evo
Morales. Y lo han hecho, adicionalmente, ascendiendo desde las bases
populares, igual a como ocurrió con el vallenato hace un par de años, género
que, si no se pone las pilas, se verá muy pronto noqueada por la música de los
boricuas. En especial si las casas disqueras se empeñan en seguir
produciendo esos esperpénticos boleratos que se escuchan en las busetas
bogotanas y más parecen una telenovela venezolana con tanto drama mal
contado.
La nueva moda

A la moda nacional de escribir novelas y de querer ser chef (ojo, que en


este caso lo importante no es ser sino pretender), ahora se suma la de los DJ
criollos, un oficio que ha venido en alza en tiempos recientes debido a la
proliferación de sitios de rumba en Bogotá, pero en especial a la
consolidación de nuestra capital como uno de los principales escenarios del
tecno suramericano, al lado de Buenos Aires y Río de Janeiro, aunque es
claro que son muy grandes las ventajas que nos llevan estas dos plazas
(particularmente Argentina, donde anualmente se realizan tres de las más
conocidas fiestas electrónicas del mundo: la South American Music
Conference, la Moonpark y la Creamfields –por si alguien quiere asistir, la
entrada tendrá un costo de $80.000 el próximo 12 de noviembre–, todas para
un público superior a las 70.000 personas).
Pero Buenos Aires no sólo ha aportado espacios sino también DJ, pues
de la capital porteña es Hernán Cattáneo, uno de los nombres que cada vez se
escucha con más fuerza en el listado Top de los DJ internacionales. Cattáneo,
quien visitó Colombia en años recientes acompañando la presentación de
Paul Oakenfold, se consolidó en todo el orbe a partir de la grabación el año
pasado de su disco Renaissence (la única de sus tres producciones disponible
en el país, exactamente en Tower Record) y hoy día es invitado frecuente a
tocar en todas las rumbas electrónicas importantes.
En Colombia, el gusto por la música electrónica lo inició, en serio,
Gerardo Pachón. No desconozco a algunos otros DJ que, al igual que él,
comenzaron a trabajar este género en la Bogotá de principios de 1990, pero el
hecho de que DJ Gerard tuviera espacio propio consolidó su fama.
Desafortunadamente, DJ Gerard se afianzó en su cabina de Cinema pero no
se interesó por grabar discos ni por participar en el circuito mundial. En todo
caso, lo que más se le reconoce a Gerardo –y en general a la familia Pachón
(incluyendo a Nico, José y hasta a Lucy)– es que su sitio haya conservado
identidad musical por más de una década.
Que es el gran problema del tecno nacional, y no me refiero sólo a los
bares (con varios casos conocidos como el de Miranda Latina, que en su paso
de La Candelaria al norte, desvirtuó su carácter inicial) sino, mucho peor, a
los DJ, que es cosa natural cuando no hay vocación sino apenas un afán
gregario. Es la razón por la que cada nombre que aparece, cada frase cliché
de “conozco un buen DJ”, dura lo mismo que el pan caliente.
Los grandes after partys han permitido consolidar nombres foráneos
antes que servir a los nacionales para dar a conocer su trabajo. Pero, ¿hay
buenos DJ en Bogotá? Claro que sí. Para la muestra, este puñado de nombres:
DJ Fruto (el otro gran pionero) es el duro del house vocal, que luego de su
paso por Tantra organiza las fiestas Soul to Soul y las Hed Kandy; DJ Mao
Molano, telonero del gran Moby hoy sábado en el autodromo de Tocancipá;
DJ Gabriel Odín y DJ Webs, de Teatrino, aunque (al oído de Edison) es una
verdadera lástima el mal sonido de este lugar últimamente; DJ Mono, DJ
Camila y DJ KA+Pizarro, con el progresive y el electrohouse de La Sala; DJ
Fuad, con house no vocal y deep house, en Gótica; DJ Mistyk, en Cha Chá,
de lejos el mejor sonido de la ciudad; el paisa de Le Club: puro trance; DJ
Andrés Macías en Amnesia de Cartagena; y DJ Mario Ochoa en Medalla, un
nombre que cada vez va más para arriba.
Capítulo aparte –y admirable– corresponde a las mujeres. En otro oficio
dominado por hombres, no deja de impresionar que sean ellas quienes más
han conocido el éxito fuera del país. Me refiero a las DJ Ilana, Alexa y Nana
López, cuya música bailé un par de veces en los inicios de La Sala –hace
tanto tiempo– y todavía recuerdo con gran cariño. El otro gran nombre criollo
que brilla allende las fronteras es el de Erick Morillo, un barranquillero que
desde niño vive en Estados Unidos y cuya reciente producción discográfica
ha sido muy buen recibida.
En resumen, en Colombia está de moda ser DJ, por lo que ya es posible
comprar buenos equipos (con precios aterradoramente caros). Es más, la
moda es tan fuerte que ya hasta han abierto varias academias y un par de
universidades de garaje (esa otra gran moda nacional) para su formación. Lo
malo es que ya sabemos lo que pasa con las modas: que duran lo mismo que
un suspiro. Así que Dios quiera que de esta extensa lista, algún día logre
colarse un nombre criollo en los listados Top de DJ internacionales. Para eso
hay que superar las modas y, por supuesto, no prostituir la identidad.
Esto último significa no sólo que hay que conservar una misma línea
musical sino también superar la gran desgracia nacional: el narcotráfico, pues
los traquetos y sus concubinas son la peor amenaza del tecno nacional. Pero
ese es tema de otra columna.
Recomendado de la semana: Ya que hablo de DJ, lo lógico es
recomendar alguno. De esta lista, mi gusto va por la onda de DJ Ax, residente
miércoles y viernes del bar Mink (en la calle T) y sacerdote supremo del
Chillout de Theatrón los sábados hasta más allá del amanecer. Fanático del
house vocal –incluso en español–, este caldense siempre resulta un buen
conversador sobre el tema tecno pero, lo más importante, sabe mezclarlo, por
lo que tanto gusta a sus seguidores.
Noches 6L6

Nuevamente cedo este espacio para que otro amigo, amante de la rumba
y de la noche bogotana, nos deleite con su carreta. Jorge Pinzón Salas es
bogotano, estudió literatura en la Javeriana y hace 6 años, a los 19, escribió
una novela tan pero tan mala que no llegó al segundo lector. En todo caso,
escribir es lo suyo, por lo que con frecuencia diversos medios nacionales
publican sus crónicas de rumba. Junto con otros tres amigos, está
obsesionado con regalarle a Bogotá su propia revista: una guía de todo el
movimiento underground y de las llamadas tribus urbanas. Dije bien:
regalarle, porque será de libre distribución. Se llamará Cartel urbano, y en
menos de un mes veremos a los voceadores repartiéndola en la calle.
Bienvenido.
“El muerto al hoyo y el vivo al baile” parece ser la consigna de 6L6
Groovy Sessions, un nuevo bar bogotano situado a espaldas del viejo
cementerio de Usaquén. A comienzos de este año, un productor musical, un
diseñador industrial y una publicista inauguraron 6L6, un proyecto que,
contra los pronósticos de amigos y asesores, ha logrado en siete meses lo que
les auguraban lograrían en más de un año.
Desde hace cuatro años, cuando comenzaron a organizar fiestas
itinerantes en bodegas, casas deshabitadas y otros lugares alternativos de
Chapinero y La Candelaria a los que llegaban hasta 200 personas, Iván
Ocampo, Hardey Martínez y Nancy Ocampo, tres melómanos emprendedores
de buenísima onda que se hicieron amigos diez años atrás, desde los tiempos
en que trabajaban como meseros en la vecina Tienda de Café, venían
craneándose un negocio que volviera públicas las jams sessions que hacían
con amigos en la sala de la casa de Iván.
Querían abrir un bar en el que la música en vivo corriera por cuenta de
músicos de primera línea. Decidieron entonces meterle creatividad y números
a la idea. Hace un año se pusieron con juicio a estructurar el proyecto y
empezaron a buscar un local apropiado que ofreciera un espacio para dar a
conocer entre el público nocturno de la ciudad las propuestas musicales del
colectivo de músicos que habían venido consolidando bajo la orientación de
Iván.
Encontraron una casa esquinera de la que se enamoraron rápidamente, la
alquilaron, la remodelaron y montaron, el 22 de enero del 2005, 6L6 Groovy
Sessions, una de las propuestas musicales de rumba relajada más interesantes
que Bogotá ha visto nacer en los últimos años. A punta de buenos sonidos
provenientes del soul, el lounge y el chillout, este bar, ubicado en una de las
calles anteriormente más aburridas y oscuras de Usaquén, es, según Hardey –
un bogotano de 30 años que se levanta y se acuesta oyendo música–, “una
propuesta versátil, un sitio para la intimidad, un lugar romántico y a la vez
moderno en el que se fusiona música electrónica con los colores del jazz y
del nuevo soul”.
El concepto del diseño y la decoración incluye funcionalidad e
iluminación cambiante, manejada a través de gelatinas de fotografía. De ahí
que una noche en 6L6 puede ser púrpura, otra naranja, otra amarilla o verde
limón.
Cada noche hay un toque en vivo. A partir de las 10:30 salen a escena
cuatro músicos, dos de los cuales tocan dentro de una cabina de sonido que
por su diseño acústico facilita la emisión de sonidos puros. El jueves, el
protagonista es el electrofunk; el viernes, el soulhouse y; el sábado, el drumm
and bass.
Al lugar le caben alrededor de 70 personas. El público habitual es gente
de 25 años para arriba, en su mayoría ejecutivos jóvenes. También van
actores, publicistas, músicos y personajes comunes que buscan una atmósfera
ciento por ciento chillout para relajarse y tomarse unos tragos mientras echan
carreta.
6L6 es una propuesta fresca, necesaria para bajarle la temperatura al
caos capitalino.
Los innombrables

En su columna de esta semana, la periodista María Jimena Duzán se


refiere a una nueva clase política que está emergiendo entre los narco-
paramilitares, quienes hábilmente han logrado colarse en las más importantes
y reconocidas listas para senado y cámara. Pues bien, creo que ese apelativo
le cae como anillo al dedo a una serie de personajes, no tanto del
paramilitarismo como del narcotráfico, que cada fin de semana logra colarse
en la rumba bogotana para causar problemas y riesgos innecesarios, con el
agravante de que, a pesar de los excesivos controles de los bouncers para
evitar la entrada de armas de tan “distinguida clientela”, cada vez se
encuentran menos razones que explican cómo en el momento de una refriega
estos señores fácilmente esgrimen sus pistolas al mejor estilo del viejo oeste.
Pero vamos por partes. En un país donde no hemos aprendido a respetar
al otro y la violencia aparece con frecuencia a la hora de “solucionar”
problemas, resulta apenas necesario que a la hora del acceso a bares y
discotecas cada cliente sea requisado para impedir que alguien pueda
introducir armas al lugar. De hecho, sé de algunos bares donde las manos de
los bouncers llegan hasta las “partes pudendas” buscando pistolas o armas
blancas (¿o será que la intención de los bouncers es otra?). Por eso, lo
primero que resulta extraño que a estos personajes se les permita introducir
sus “juguetes” a pesar de tantos controles.
Siendo un poco más radical, de hecho me causa curiosidad que el
llamado “Poder Bouncer”, que no es más que esa infinita capacidad que
ahora tienen los porteros de cada bar –la mayoría, con una actitud que
fácilmente va de la simple grosería al irrespeto– a la hora de ejercer el
“derecho de admisión”, permita la entrada de estos llamados traquetos,
sabiendo la inmensa cantidad de problemas que generan, pues resulta
complicado bailar al lado de quien en todo momento pretende demostrar su
poder. Un caso reciente sucedió “en una de las mejores discotecas de
Bogotá”, cuando una modelito prepago se molestó porque en la barra
atendieron a otro cliente antes que a ella. En menos de un segundo, al
muchacho en cuestión le cayeron tres personajes que lo atacaron a golpes y le
partieron la cara (y hasta los lentes). Lo peor es que los dueños del lugar, para
evitar otros enfrentamientos, se limitaron a aconsejarle a la víctima que
bailara en otro lugar del bar.
También me llama la atención que se permita la entrada de clientes una
vez se cierran las puertas de los llamados “clubes sociales” (aquellos con
permiso de rumba hasta el amanecer), dando cumplimiento a la “Ley
zanahoria”. Se supone que en este caso, que legalmente ocurre a las tres en
punto de la madrugada, no hay la más mínima posibilidad de que las puertas
del lugar se abran para permitir que ninguna persona ingrese al local, ni
siquiera aquel que, estando allí rumbeando esa noche, al salir por alguna
circunstancia intenta volver a ingresar. Pero últimamente me he topado con
varios casos que hablan, precisamente, de lo contrario, con el mismo
agravante de que se trata de estos llamados traquetos con sus mocitas medio
desnudas que no pueden ser miradas ni desde la distancia.
Armas y licor, fatal combinación. Entiendo que son estos personajes
quienes tienen el dinero suficiente para llenar las arcas de los propietarios de
los bares (es claro que esto es un negocio, y a la hora de vender, estas
“minucias” resultan inocuas), pero entonces, ¿para que juegan a los controles,
si a la hora de ejercer el “libre derecho de admisión” los traquetos no sólo
ingresan a cualquier bar y discoteca como Pedro por su casa sino, mil veces
peor, se les permite el acceso con armas?
Es claro que la vestimenta de las prepago evidencia el carácter traqueto
de sus acompañantes, de manera que controlar su ingreso no resulta
complicado. Lo otro, quizás más salomónico, es montarle toldo aparte a estos
personajes, es decir, que cada bar conserve un espacio VIP dedicado única y
exclusivamente a estos señores, a la mejor usanza de Rosario tijeras. Tal vez
sea la mejor manera de que todo el mundo gane y a nadie se le complique la
rumba.
Nostalgia por la nieve

Como ya en la radio comienza a escucharse la música de Pastor López


anunciando que llegó diciembre con su alegría, debo confesar que ando muy
contento porque, gran amante de la Navidad, por estos tiempos me
reencuentro con las más grandes razones que me alegran la vida y reconfortan
mi espíritu.
La primera de ellas, por supuesto, es la nieve, esos copos blancos que
cada diciembre bañan nuestros pueblos y ciudades. Me encanta que durante
estos días ocupe lugar protagónico en las decoraciones de prácticamente
todos los lugares públicos –particularmente en los centros comerciales– y,
aún más, en nuestras viviendas. Nada más típico de nuestra amada Colombia,
donde nieva por todas partes, a pesar de su geografía tropical. Supongo que
por eso hasta en los pesebres hay nieve.
Personalmente me encanta esta decoración tan criolla porque me trae a
la memoria escenas de cuando la nieve traspasaba las frondosas ramas del
caucho cartagenero del antejardín de mi casa paterna y, cada 25 de diciembre,
corrían hasta allá Ana María Araújo, Elvira Villazón, Mafe y Silvia Mejía,
Beatriz Viña y otras amigas de la infancia (a pesar de ser mayores que yo),
con quienes solía hacer grandes y blancos muñecos, de esos mismos que hoy
día hacen en Barranquilla, dicen las malas lenguas que con hielo importado
de Miami, rumor que me niego a creer sabiendo lo fría que es en diciembre
La Arenosa.
También me alegra a mares (o debo decir, a océanos) volver a ver por
estos días esos animalitos que hacen parte de mi niñez vallenata, aunque es
sabido que habitan todos nuestros parajes, pero como fue allá donde viví los
primeros años de mi vida, me corresponde evocarlos por aquellos lados.
Hablo, por supuesto, de los renos, esos ciervos de piel rojiza con ramas en la
frente que pacen felices por cada rincón de nuestra querida Nación. Cada vez
que veo alguno, no puedo evitar recordar cuando en mis épocas pueriles
viajaba con mi familia de Valledupar a Santa Marta y manadas de renos se
atravesaban en la carretera siempre a la altura de Bosconia, de El Copey y a
veces hasta por los lados de Sevilla, aunque, ya mayor, también los he visto
correr alegres por la sabana cundiboyacense.
Que es lo mismo que con tanta frecuencia ocurre con Santa Claus (no
entiendo por qué algunos lo llaman Papá Noel o san Nicolás), esa bonachona
figura de barbas blancas que ahora en Valledupar tanto se disfruta en tamaños
gigantescos desde que inauguraron una fábrica de muñecos navideños para
exportación: no hay fachada que no tenga a alguno de estos barrigones que
escalan paredes, intentan entrar por las chimeneas –nunca tan bellas como las
de mi querida costa– o saltan desde los techos en trineos parecidos a aquel en
que una vez me partí una pierna cruzando el puente de Hurtado, sobre las
aguas del Guatapurí.
Gracias a Dios el nuestro no es como aquellos pueblos arribistas que se
avergüenzan de su pasado. Cuánto me alegra que en Navidad los
colombianos hagan acopio de tantas usanzas típicas, inundando calles y casas
con todas aquellas tradiciones que tanto nos recuerdan aquella época en que
se supone fuimos felices. Qué bellas nuestras costumbres, qué maravilloso
conservarlas en la memoria para afianzar nuestra cultura y hacer valer con
creces nuestra herencia, nuestro patrimonio, toda la riqueza legada por igual
por europeos, indígenas y negros.
Sin lugar a dudas, otra razón más para amar estas fiestas al punto de la
adoración.
Recomendado de la semana: Es cierto que ya comenzó la temporada
de fiestas, pero como no todo puede ser pecado, lo mejor es empatar con una
buena dosis de “alimento espiritual”, por lo que aconsejo una visita al
Mambo, donde actualmente se presenta una maravillosa muestra de arte
joven. De allí, resalto el trabajo de Erika Dietes, quien en su obra compendió
belleza y dolor de manera sublime; pero también me gusta mucho lo que
expone Adriana Bernal –bárbaro, soberbio ese mural-–, Hernández Mellizo,
Gustavo Morales, Sandra Rengifo, Carolina Rodríguez, Alejandro Tobón y,
particularmente, Adriana Rojas, con una obra sencilla pero muy significativa.
Swinger estrato 1

En México, un antro no es más que un lugar nocturno, llámese


discoteca, bar, taberna o como se quiera. En Colombia, en cambio, el término
resulta despectivo, desdeñoso y en algunos casos hasta humillante. Conozco
varios en Bogotá que podrían ubicarse en alguna de estas tres clasificaciones,
pero desde hace rato andaba tras la pista de uno que mereciera columna, pues
por más despreciativo que pueda resultar el lugar no hay duda de que, entre
los gustos de los rumberos, son muchos quienes prefieren frecuentarlos, bien
sea porque no los encuentran tan falsos o postizos como muchos de los
llamados plays o simplemente porque encuentran cierta belleza en la
sordidez.
Recientemente un amigo me convidó para que lo acompañara a uno de
estos lugares que fácilmente podríamos clasificar como antro: sórdido, oscuro
y subterráneo. Se llama Laberinto de Zeus y está ubicado en la calle 23 entre
carreras 5ta y 7ma.
De entrada, lo primero que llama la atención es el uso de una fachada:
luego de cruzar una puerta de metal pintada de blanco nos encontramos en un
pequeño local con un par de sillas y mesas Rimax y un extensa nevera que
ofrece desde gaseosas hasta empanadas, es decir, nada diferente a una tienda
de barrio. Lo curioso ocurre al fondo, tras cruzar una roída cortina que funge
como puerta. Se pagan cinco mil pesos de cóver, se pasa una registradora y
nos topamos con otra realidad, de la cual –por supuesto– no digo que sea
buena ni mala, simplemente es un contexto diferente donde casi cualquier
cosa puede suceder.
Para comenzar sorprende la extensa pared cubierta con cajas de películas
porno de cualquier género: heterosexuales, gais, travestis, bi, zoofílicas… Un
corto pasaje con cabinas a lado y lado donde el cliente desprevenido puede
apreciar estos videos –solo o acompañado– conduce a una sala que se bifurca
produciendo pasillos a lo extenso de la pared. Entre ambos, un salón hace las
veces de ¿discoteca, taberna, bar? donde hombres y mujeres –con promedio
de edad cercano a los 50 años, barrigones, calvos, feos: personas tan del
común que ya son invisibles para muchos– se divierten por igual tomando
guaro y cerveza mientras bailan música tropical y boleratos. Siguiendo por
los pasillos, que se reencuentran al final del salón, una vitrina con una falsa
momia del tamaño de un hombre corriente se convierte en la puerta de acceso
a unas seis salas generales donde quienquiera puede apreciar las películas
pornográficas que nunca se detienen. Curiosamente, sólo en una de ellas se
presenta cine gay, mientras en las demás las películas varían entre
heterosexuales o de travestis (estas últimas, las más concurridas). Y digo
“curiosamente” porque el sitio me lo vendieron como un lugar para
homosexuales, que los hay, pero ya también mencioné las parejas de hombres
y mujeres que bailan la música criolla.
Continuando con la descripción del lugar, en el segundo piso
encontramos una amplia sala de cine con pantalla gigante (diría que 3 x 3 m)
y cinco o seis gradas para los amantes del séptimo arte en versión
pornográfica. Más allá, un par de cuartos oscuros y una nueva sala, otra vez
con películas protagonizadas por travestis.
¿Dónde está lo “curioso” del lugar?, querrán saber, pues así contado no
difiere de ningún prostíbulo, pero ya desde la entrada un cartel indica que allí
está prohibida la prostitución. Entonces, ¿quiénes son estas mujeres que igual
pueden bailar chucuchucu como tener sexo en público ante la mirada de los
asistentes? Ah, olvidé contar ese detalle: en más de una de las salas de
proyección de películas en cualquier momento es factible ver, sin el menor
sonrojo, parejas teniendo sexo ante la mirada inquisitiva de hombres
masturbándose.
Intrigado, lo pregunté al dueño, un señor cercano a los 60 años, menudo
y enjuto, que me contestó con la mayor amabilidad y una sonrisa de oreja a
oreja: “Algunas vienen solas, pero la mayoría son pareja de alguno de los
presentes, a quienes les gusta compartirlas”.
Swinger llaman en el norte de la ciudad a esta práctica de la que, al
parecer, no sólo gustan disfrutar aquellos con una buena billetera para gastar.
Hace un par de meses, los colombianos se escandalizaron al punto del horror
luego de que la revista SoHo publicara un extenso artículo sobre varios de
estos lugares. Varios concejales se santiguaron y el día que se trató el tema en
la W, varios oyentes manifestaron que se trataba de perversiones de ricos. Y
ahora, luego de visitar este lugar, resulta que la cosa es más natural de lo que
parece. Que no es cosa nueva, por supuesto, pero siempre es bueno mostrar
con hechos aquella realidad que tantos, amancebados con una doble moral
escalofriante, prefieren no mirar.
Paratraquetización

Por estos días están de moda las rumbitas caseras, lo que normalmente
sucede durante los primeros fines de semana de cada año cuando, de noche,
las calles bogotanas se ven solas y tristes. Es cierto que bares y discotecas
siguen acogiendo a muchos rumberos, pero no son ni la mitad de los que
normalmente fiestean. Aunque los seguidores de la siempre muy trendy y
animada Danzatoria estuvieron de plácemes este fin de semana, y la cola de
entrada superó cualquier expectativa de quienes querían volver a rumbearse
este lugar. A pesar de que no pude visitarla a causa de una “fiebrecita”, me
alegra nuevamente constatar multitudes a la entrada de esta, una de mis
discotecas favoritas de la ciudad.
Volviendo al tema, alguien argüía como única razón para la depresión
actual en discotecas y clubes bogotanos la sobresaturación rumbera de
comienzo de año, es decir, la asistencia masiva de noctámbulos a las muy
variadas fiestas que sucedieron en enero en Cartagena, pues a diferencia de
épocas anteriores, al parecer este año la escasez económica no es factor que
ha negado la diversión a los eternos rumberos gracias a la inmensa danza de
los millones que hoy día inunda Bogotá. Al menos es lo que se colige luego
de los tres ejemplos a continuación.
El primero de ellos se produce luego de visitar los diferentes centros
comerciales de la ciudad donde –a pesar de la temporada de descuentos– los
precios de la ropa andan por las nubes en relación con otros países que
creíamos más costosos. El caso más escandaloso corresponde a los almacenes
de un nuevo centro comercial en la zona rosa (cuyo nombre omito para no
ganarme otra visita a los juzgados como la realizada en días pasados) donde
al parecer cada pisada se cobra, y se cobra caro además.
Peor aún, conduele asistir al entierro de quinta que están recibiendo
algunos barrios residenciales bogotanos donde otrora las casas eran
protagonistas; casas que en cuestión de meses (y en algunos casos, semanas)
se han venido abajo para dar paso a altísimas torres de apartamentos;
apartamentos que, según noticia reciente, este año alcanzarán cifras
astronómicas.
Por último, de puro ocioso el otro día alcancé a contar, en escasos 15
minutos, casi 80 narcotoyotas (parecidas a las del amigo de Marco Schwartz
en el último capítulo de la novela erótica publicada por la revista SoHo el
pasado diciembre) que pasaron, raudas, frente a la terraza de cierto conocido
café de la ciudad en el que departía con varios amigos.
Ya sabemos de la publicación en los diversos medios nacionales de la
noticia de que nuestra querida Bogotá ocupa el tercer lugar entre las ciudades
más caras de Latinoamérica, honor que no sólo me entristece sino que,
mucho peor, me mortifica, pues es de todos conocido que se trata de precios
que no corresponden a la realidad: no es que la miseria haya desaparecido de
la capital (como escuché recientemente, en boca de una amiga, que analizaba
la antedicha noticia sobre la idea de que ya no hay pobres en Bogotá), sino
que esta danza de millones corresponde a lo que llaman la
“paratraquetización” (que es el nuevo slam para narcoparamilitarismo) de
nuestra economía.
Paratraquetización y rumba, una peligrosa combinación, pues resulta
complicado bailar al lado de quien en todo momento pretende demostrar su
poder. Hace un par de semanas mencioné en esta columna lo ocurrido en
“una de las mejores discotecas de Bogotá”, cuando una modelito prepago se
molestó porque en la barra atendieron a otro cliente antes que a ella. En
menos de un segundo, al muchacho en cuestión le cayeron tres personajes
que lo atacaron a golpes y le partieron la cara (y hasta los lentes). Lo peor es
que los dueños del lugar, para evitar otros enfrentamientos, se limitaron a
aconsejarle a la víctima que bailara en otro lugar del bar.
Entre un mar (o mejor, un océano) de casos parecidos, este fin de
semana me enteré del escándalo promovido por una “distinguida” señora que,
bajo la amenazante mirada de sus escoltas, culpaba por la pérdida de un anillo
de US$15.000 a uno de los meseros del restaurante dominical más visitado
por los bogotanos. Por fortuna, según me cuentan, los acontecimientos habían
sido filmados por la cámara oculta del lugar y el propietario del restaurante
pudo demostrar la inocencia de su empleado. Pero, ¿qué pasa cuando esto
ocurre en sitios huérfanos de filmadoras?
Es esta mi muy personal razón para preferir fiestear en mi casa o en las
de mis amigos. Ni sobresaturación rumbera ni escasez económica. La
verdadera razón del desaliento actual en las noches bogotanas se acuna en el
miedo. ¡Qué miedo que a uno le toque bailar o almorzar al lado de uno de
estos personajes! Y lo grave es que el problema cada día empeora más y más
sin solución a la vista.
Recomendado de la semana: La conocida discoteca de Usaquén 6L6,
reseñada con anterioridad en estas páginas por su buena música y su rumba
alternativa, ofrece este viernes 3 de marzo una megafiesta en las bellísimas
instalaciones de la discoteca Lottus. Buena música en un lugar hermoso, sin
lugar a dudas una combinación que hace de esta una fiesta obligada.
Sungay

Con frecuencia menciono en este espacio algunos bares gais como un


claro ejemplo del universo de la noche, pero apenas dos o tres veces he
dedicado por entero esta columna a hablar sobre alguno. Hago esta aclaración
porque ya sé que algunos creen que por ser gay sólo escribo sobre temas gais,
olvidando el extenso mapeo nocturno que he realizado estos últimos dos
años. Es claro que esta no es una corriente columna de opinión, de esas donde
alguien trata de imponer su credo al común, sino un espacio para hablar sobre
los diversos sitios y eventos que suceden en la ciudad, que es la razón por la
que hoy quiero contar sobre la existencia de una serie de fiestas que se vienen
realizando en Bogotá.
Se trata de Perra y Sungay, ambas para público gay. La primera se lleva
a cabo desde finales del año antepasado un viernes cada tres meses, siempre
en un lugar diferente pero con la constante de la mejor música, la
preocupación por la ambientación e iluminación y, en especial, la buena vibra
de los asistentes; la primera fiesta Sungay, en cambio, fue el domingo pasado
y la idea es que se realice cada quince días en el mismo lugar: la muy de
moda discoteca Cha Chá, piso 41 del antiguo hotel Hilton, desde donde se
aprecia una de las más bellas panorámicas de la ciudad, especialmente al
clarear el día.
Hace algún tiempo me quejé en este espacio por el aburrimiento
perpetuo de cada domingo cuando, fuera de salir a almorzar al norte, la
ciudad no presentaba una alternativa diferente e interesante para comenzar la
semana con alegría. No sucedía como con la discoteca Palacio de Buenos
Aires, Blue Space en Sao Paulo, Cero Cero en Río de Janeiro o Metro en
Barcelona –sólo para mencionar algunas– que hacen de la noche dominical la
mejor rumba de la semana, siempre amparados bajo la sombrilla del Tea
Dance, que es ese invento gringo de comenzar la rumba al atardecer.
Tal es la propuesta de Sangay, cuyas fiestas se realizan desde las 5:00 de
la tarde hasta la medianoche, aunque fue luego de las 7:00 que Cha chá
estuvo a reventar, y antes de las 11:00 ya estaba medio desocupado,
quedando apenas los mismos perniciosos de siempre.
Fuera del atractivo de gozarse los domingos, la Sungay resultó un gran
despliegue de la mejor música actualmente en la ciudad, con un trabajo de
mezclas realizado con 15 días de anticipación por DJ Greko, en el que
sobresalió –quizás el mejor tema de la noche– una alucinante versión tecno
de El gozo poderoso, aquella canción tan celebrada de Los Aterciopelados.
Greko también sorteó con éxito la emoción de los rumberos, subiendo el
volumen en los momentos adecuados. Sea el momento para resaltar el sonido
de este templo nocturno: en varias oportunidades he escrito aquí mismo que
las bocinas de Cha cha tienen los mejores agudos de Bogotá, y el manejo que
DJ Greko hizo de ellos fue inmejorable.
Pero no hay duda que lo mejor de la fiesta fue la buena energía de los
asistentes. Todo el mundo estaba radiante, como con cara de piñata: en
realidad aquello parecía una fiesta de amigotes felices. No hay duda de que la
comunidad gay de Bogotá pasa por uno de sus mejores momentos gracias, en
buena parte, al liderazgo de Colombia Diversa, la fundación presidida por
Virgilio Barco, que ha sabido expresar con tacto e inteligencia las
preocupaciones, problemas e inequidades que viven los gais en el país, tal
cual él lo escribió hace ocho días en la columna publicada en El Tiempo
donde señaló las mentiras populistas que muchos políticos repiten en esta
campaña.
No lo dijo Barco, pero es preocupante la manera como, en los últimos
años, las iglesias cristianas, antes que por las almas, se preocupan más por los
votos de sus ovejitas gregarias que sólo hacen lo que les ordena el pastor. Tan
buen negocio es el congreso que parece tener más poder que el mismo Dios,
esa es al menos la razón que se desprende del interés de tantos por dejar de
lado las preocupaciones espirituales en pos de las “terrenales”.
Aunque más triste resulta el oportunismo político de Germán Vargas
Lleras, ilustre voltearepas ayer cercano a la causa gay luego de crecer en una
familia de férreas convicciones liberales, y hoy día contradictor furioso
buscando el favor de unos pocos votos. Por fortuna su lista no es tan radical y
parece más pegada con babas que con ideas, que es la causa por la que
algunos de sus miembros están pidiendo a gritos la realización de un foro
programático, algo que debió suceder al momento de las uniones para evitar
que, una vez electos, cada uno agarre por su lado.
En cambio, luego de tantos años dispersa, enclosetada y temerosa, la
comunidad gay colombiana cada vez se muestra más unida y preocupada por
su causa. Este es, a mi juicio, el mayor logro de Virgilio Barco y su
fundación: aglutinar tantas cabezas disímiles, muchas de las cuales ayer se
avergonzaban por sus gustos sexuales y hoy día se muestras alegres y
orgullosas. Fue esta alegría de la que hicieron gala los asistentes a la pasada
fiesta Sungay, donde la bacanería y la buena vibra fueron los grandes
protagonistas.
Y hablando de lo gay, nuevamente El Espectador da muestras del
carácter liberal de sus fundadores: a partir de hoy publicará mensualmente
una hoja bajo el nombre La letra G donde se tratarán en extenso temas de
interés de la comunidad, llenado así un enorme vacío editorial que había en el
país. Ya sé que suena lambón, pero es justo agradecer públicamente a
Gonzalo Mallarino y a Fidel Cano la buena disposición con que asumieron
esta idea desde un principio.
El lenguaje de la rumba

Si bien es cierto que la segunda generación de los grandes traquetos se


ha “pulido” un poco, el avispero de traqueticos que hoy por hoy abundan en
Bogotá son fácilmente reconocibles por sus pintas y gustos estrambóticos al
punto de que es posible hablar de una “estética traqueta”, especialmente
referida a las mujeres –aunque ellos no se quedan atrás– donde la constante
son las tetas silicónicas, los cuerpos yayitescos (por la Yayita de Condorito) y
la ropa, no digamos sensual sino, más bien, reveladora, que también es
eufemismo.
Dicha estética es apreciable casi en cualquier lugar de la ciudad sin
importar la hora: igual puede ser el mediodía como la medianoche, estas
mujeres se muestran orondas cual si habitaran un prostíbulo de tierra caliente,
lo que –por supuesto– produce gran placer visual, y aclaro con esto que no
critico la belleza de estas mujeres sino su condición de concubinas de los
traquetos, que en ocasiones hacen de la noche bogotana un escenario de
terror, como cuando –para confirmar el amor de sus maridos– inspiran
peloteras u otros dolores de cabeza.
Peleas que ocurren con frecuencia en los llamados after parties o, mejor
aún, en los conciertos de música electrónica. Y no es que confunda los
términos, sino que aprovecho para aclararlos: como su nombre lo indica, los
after son fiestas después de las fiestas, muy comunes en la época de la inicial
Ley Zanahoria de Mockus pero hoy casi circunscritas a fiestas caseras –
conocidas como Tostaderas– y a un par de discotecas en los alrededores de la
Caracas. Como su esencia era la música tecno, quedó en el subconsciente
colectivo la idea de que es un after todo sitio donde se toca esta música, lo
cual es falso: puede tratarse de un concierto al nacer la noche, como ocurre
con las presentaciones de conocidos DJ internacionales tipo Mauro Picoto,
Tiesto, Sasha o cualquier otro.
Lo cierto es que parece evidente una cercana relación entre traquetos y
conciertos de música electrónica. De hecho, los organizadores de estos
eventos lo tienen tan claro que inventaron los salones VIP exclusivamente
para ellos, mientras que para el resto del público ese espacio donde gobiernan
las chicas prepago y sobresalen las pintas exhibicionistas no es más que una
especie de apartheid nacional: es el gueto de quienes necesitan ostentar. Por
fortuna no es normal que al común le interesen estos espacios. Primero
porque acercarse a estas tribunas careciendo del favor de los escoltas en
ocasiones puede ser mortal y; luego, porque las boletas suelen llegar a precios
astronómicos.
Pero a estas fiestas, diría también, más que por mero gusto personal, los
traquetos –hombres de monte y carriel o mochila al hombro– asisten por
antojo femenino. En general, ellos siguen prefiriendo los sitios para hablar
alrededor de un aguardientico. Es la razón por la que la escena tecno
bogotana cada vez está en mayor declive. Conste que no me refiero a la visita
de los grandes DJ internacionales –que en el caso bogotano ha mermado
considerablemente en meses recientes– sino a espacios nocturnos cotidianos
donde esta música predomina. Al respecto, salvo por Cinema, La Sala y
algún otro que se me escapa, en la capital no hay mayores sitios para los
seguidores de este género. Había más hace un par de años, con Tantra,
Miranda y muchos otros que cerraron sus puertas por la escasez de público.
En su lugar, cada vez abundan más las llamadas discotecas “crossover”,
un término importado al país hace varios años por algunas emisoras de
audiencia juvenil, referido al hecho de cambiar fácilmente de género musical
y pasar sin ninguna vergüenza de Vetto Gálvez a Safriduo; de Paulina Rubio
a Sergio Vargas o de Duddy Yankee a las hermanitas Calle. Trasladado al
lenguaje colombiano, podríamos comparar la expresión “crossover” con
nuestro celebrado “todero”, esto es, una emisora o un bar donde se escucha
toda clase de música.
El caso es que, particularmente en los últimos meses, el término
crossover se ha puesto de moda, tal cual suele suceder en nuestro país, que de
un momento a otro surge una palabra que no sé con exactitud si es
simplemente por su sonoridad o porque la creen más elástica que las
gimnastas rusas de los pasados Juegos Olímpicos, y sucede que de repente el
común se apodera de ella hasta darle el uso y la pronunciación que cada
quien considera apropiado.
En realidad, el verbo crossover significa “atravesar” pero, en Colombia,
en estos momentos eso ya no importa: resulta que hoy día hasta los espacios
arquitectónicos son crossover. Lo escuché por primera vez cuando el cantante
puertorriqueño Robi Draco Rosa se presentó en Theatrón. Me llamó la
atención el hecho en sí de que la que es tradicionalmente conocida como una
disco gay fuera a la vez escenario de concierto de un artista internacional.
“Theatrón sólo es gay los fines de semana –alguien me aclaró–: de lunes a
viernes es un sitio crossover”. Es decir, parece que el lugar en sí practica el
travestismo.
Al vestir con facilidad una condición legal u otra, trasvesti son también
los mismos traquetos que pagan los caprichos de las chicas prepago, ¿o será
que eso es crossover? No sé, pero lo cierto es que, de existir el Diccionario de
la Lengua Colombiana, no dudo cuánto se le dificultaría desenredando la
noche bogotana. Era más fácil cuando sólo existía la música de plancha.
El efecto altura

Martín Pérez es de la Patagonia, ese lugar mítico al que de niño, junto


con la Cochinchina, mis padres amenazaban con enviarme tras alguna
fechoría. A pesar del colosal frío de su ciudad Río Gallegos –o quizás debido
a eso–, Martín es un rumbero impenitente que ama la noche más que a sí
mismo. Desde hace rato quería escribir las impresiones sobre su primera
noche en Bogotá. Le cedo el espacio.
Esta es mi segunda vez en Bogotá, y la verdad es que cada día me
fascina más este país. Al regresar a Argentina luego del primer viaje, amigos
y familiares no se cansaban de preguntarme cómo es vivir en un país tan
estigmatizado. Es cierto: la mayoría de inquietudes tenían que ver con la
violencia y la inseguridad, y por eso se sorprendieron cuando les conté sobre
la tranquilidad y la alegría con que acá se vive, y que en esta ciudad perdida a
2600 metros sobre los Andes hay frío durante todo el largo año, pues es
común la creencia de que, trópico al fin y al cabo, el calor es lo que abunda.
Soy consciente de que mi visita a esta tierra no fue como la de cualquier
turista, pues llegué a casa de amigos. Esto me permitió no sólo conocer de
entrada a una gran cantidad de personas (¡cómo son de amigueros en este
país!) sino también las costumbres, la cultura y, por supuesto, la manera de
gozarse la rumba.
Pero, mejor dejémonos de tanta presentación y pasemos a lo que nos
convoca: mi primera noche en Bogotá. Por dónde empezar es un problema
porque la historia data de hace 8 meses y –a pesar de mi juventud– mi
memoria comienza a ser selectiva. Aun así, trataré de ser fiel a los recuerdos
de aquella ocasión, pues es claro que, para bien o para mal, la primera vez
siempre nos marca.
Llegué a Bogotá desde Buenos Aires sintiéndome un zombi luego de
once horas de viaje. Por fortuna, mi amigo me esperaba en el aeropuerto. La
hora inicialmente prevista para el aterrizaje eran las 00:30 am, pero, latinos al
fin y al cabo, amantes de la impuntualidad, no fue sino hasta hora y media
después que pude estrechar su mano debido a una larga escala en la ciudad
boliviana de Santa Cruz de la Sierra.
Curiosamente, su primera pregunta no fue la típica ¿cómo estás? o ¿qué
tal vuelo? No: lo que le preocupaba era saber si yo estaba en condiciones de
rumbear. He dicho que viajé casi medio día, por lo que resulta apenas lógico
que mi cuerpo pedía a gritos un buen colchón o un duchazo de agua fría. Pero
como la voluntad es prostituta, mi respuesta fue un No pero sí: “Estoy muy
cansado, pero no me importaría para nada rumbear antes de dormir”. Saqué
entonces mi perfume de la mochila, me acomodé un poco la camisa, peiné los
cabellos con mi mano y ya, listo, a la disco.
Esto sucedió al amanecer de un viernes, que, según me enteré después,
es el mejor día de la semana para visitar el lugar al que me llevaron. Su
nombre: Cha Chá, ubicado en el piso 41 de un edificio abandonado en el que
alguna vez funcionó el hotel Hilton. La idea de un club nocturno a esa altura,
con semejante vista, no puede calificarse más que como IM-PRE-SIO-NAN-
TE.
En el trayecto desde El Dorado a la disco, recuerdo que mi amigo trató
de “explicarme” la ciudad, como también recuerdo que no recuerdo ninguna
de sus explicaciones. La verdad, nunca supe en qué momento efectivamente
ya estaba en la ciudad, lo que sí tengo claro es cuándo me obnubiló Bogotá:
justo cuando, buscando el aire (por decirlo de alguna manera, pues de esto
encontré muy poco), salimos a la terraza de Cha chá. Creo que en mi vida
nunca antes vi paisaje urbano tan hermoso, tan sólo comparable a la vista
nocturna cuando se aterriza en el aeropuerto nacional de Buenos Aires,
situado en medio de la ciudad. Y hablo de paisaje urbano porque ya he dicho
que vengo del sur, donde los glaciares siempre muestran una dimensión
diferente de este mundo. En todo caso, confieso que en este sitio ese primer
día me sentí como si estuviera rumberando en tierra porteña, pues sentí muy
cercanos tanto su música como su público. De hecho, no fue cosa fácil de
volver a encontrar en el resto de mi estadía en Bogotá.
Ahora bien, la predisposición para la rumba es común en mi carácter.
Debo confesar que esa primera noche en Cha Chá, luego de aquel viaje de
once horas, los 2600 metros de altura más el piso 41 de un viejo edificio, por
primera vez en la vida me vi obligado a decir algo que nunca imaginé en mi
boca a la hora de la fiesta: “Vamos a descansar”. Me habían hablado del
efecto de la altura y todas las precauciones que debía tomar para el caso, que
tanto me afectó que dormí tres días seguidos, días que desperdicié sin
caminar esta ciudad ni –mucho peor– gozarme su noche. Quizás esa sea la
causa de que, luego de ese fin de semana en cama, me haya recorrido con
tanta furia Bogotá y su rumba al punto de nunca querer volver a descansar.
Con las nostalgias repartidas

Ahora la Casa Gardeliana está cerrada. Sólo se abre al público cuando se


alquila para fiestas privadas. Pero hace unos cuantos años puso a Medellín en
la mira de los más importantes cantores de tango. Por allí pasaron Aníbal
Troilo, Edmundo Rivera y muchísimos otros. A varios de ellos los conoció su
propietario, don Leonardo Nieto, en sus andanzas juveniles –por allá por la
década de los cuarenta– en su nativa tierra porteña.
Leonardo Nieto llegó a Colombia por casualidad, cuando fue invitado
por un cuñado a visitar durante 21 días la Ciudad de la Eterna Primavera, la
misma donde en un accidente de aviación en 1935 murió su paisano Carlos
Gardel. Eso sucedió hace 45 años, el mismo tiempo que lleva viviendo en
nuestro país, porque desde entonces sólo ha vuelto a Argentina cada años
para visitar a amigos, a familiares y hasta a extraños con quienes comparte la
noticia de su cariño por este pueblo donde crecieron sus dos hijas (la menor
de ellas casada con Juan Mayr, exministro de Medio Ambiente del gobierno
Pastrana), y nacieron sus nietos.
Claro que no la tuvo fácil cuando decidió quedarse a vivir en Colombia.
Luego de la invitación de su cuñado, su gran amigo, el cantante Oscar La
Roca, fue el encargado de entusiasmarlo para cruzar los 4.664 km que
distancian a Buenos Aires de Medellín. “No te digo que te vas a quedar a
vivir allá –le aseguró–. Pero sin duda te va a gustar mucho la ciudad”.
Irónicamente, la ciudad lo embrujó al punto de decidir, en escasas dos
semanas, regresar a Argentina pero apenas para buscar a su mujer y sus hijas.
Y se topó con el problema: su esposa se negó a venir a Colombia.
Durante un par de meses debió utilizar todos sus argumentos, hasta que
finalmente la convenció para encontrarse con otra ironía del destino: fue ella
quien primero comenzó a trabajar cuando fundó en la ciudad “Pinocho”, uno
de los jardines infantiles más tradicionales, que todavía hoy día, 20 años
luego de la muerte de su fundadora, continúa con su labor educativa.
En todo caso, ante el éxito de su señora don Leonardo Nieto no se quedó
con los brazos cruzados: se asoció con su cuñado en uno de los lugares
nocturnos más famosos en la Medellín de los sesenta: El Tambo de Aná.
Pero, a pesar de su gusto por la noche, las borracheras ajenas le causaron más
de un disgusto, lo que lo llevó a buscar nuevos rumbos. Entonces surgió el
Salón Versalles, un restaurante en plena calle Junín, entre las calles Caracas y
Maracaibo, que pronto se convirtió en punto obligado de encuentro y hoy día
es una verdadera institución de la ciudad.
Por el carácter amable y la fama de hombre de mundo de su propietario,
el lugar –decorado con afiches de viejas carátulas de la Vogue francesa y
dibujos del pintor checo Anfons Mucha– pronto cobró fama. La calidad de su
comida era por todos apetecida, pero mucho más los personajes que lo
frecuentaban, pues en sus buenas épocas por sus salas desfilaron Borges,
Sábato, Benedetti, Débora Arango y lo más granado de la fauna político-
social paisa. Hasta los nadaístas se dejaron seducir por su grandeza. De
hecho, cuenta don Leonardo, fue allí donde, a finales de los sesenta, nació el
movimiento de Arango, Jota Mario, Escobar y otros poetas a quienes por
largo rato alcahueteó. Aunque la literatura nacional le debe otro gran sitial: en
una de sus mesas del segundo piso, durante varios años, todos los días entre
las diez de la mañana y la una en punto de la tarde, el celebrado escritor
Manuel Mejía Vallejo escribió su más famosa novela: Aire de tango.
Y hasta músicos vallenatos frecuentaron el restaurante: cuenta don
Leonardo que con Alejandro Durán, el primer rey de Valledupar, solía
entablar largas charlas sobre Piazzola. El negro Alejo siempre le pareció un
vanguardista que aseguraba que el vallenato tenía que innovar de la manera
como lo hizo con el tango Piazzola.
En 1968 se organizó en Medellín el Festival Internacional de Tango. Por
unos cuantos días el popular barrio Manrique –el cual algunos comparan con
el porteño Avellaneda– se llenó de cantores, bailarines y noveleros que se
entusiasmaron con la tristeza de los bandoneones y las voces de cigarrillo,
roncas, como la de Malena, como la de Varela.
Entonces Manrique fue objeto de otro gran homenaje que desde
entonces se convirtió en lugar de peregrinación turística: se convirtió en sede
del Monumento a Gardel, una sencilla estatua de “El Zorzal Criollo”.
Cuatro años más tarde, consciente del gran amor paisa por los tangos,
Leonardo Nieto fundó La Casa Gardeliana, un exquisito bar que con los años
se convirtió también en museo fotográfico y paso obligado de argentinos –
incluyendo al gran Borges– y tangofilos.
Hoy día, el sueño dorado de Leonardo Nieto es ver exhibidas las piezas
de este mismo museo en la estación de metro Manrique. Sin duda, un
merecido homenaje no sólo para el barrio de Medellín donde reposan las
mejores tristezas, sino para este argentino que vino al país por tres semanas y
hoy día tiene sus nostalgias repartidas por igual entre Colombia y Argentina.
Eso sí, cuando muera quiere que lo entierren en estas tierras. Para ello,
hace un par de años compró un terrenito en La Estrella, un municipio vecino
de Medellín conocido por ser sede de gran cantidad de moteles. Por eso, con
el humor que lo caracteriza, don Leonardo no duda en señalar que ha
escogido ese lugar para que –una vez vuelto cenizas– su polvo sea enterrado
entre polvos.
Armas en la rumba

En relación con el asesinato reciente de la joven Alejandra Trigos, fue


innecesaria la justificación de su presencia en el bar. La crónica de El Tiempo
asegura que la joven “había optado por no visitar bares”, también afirma que
“prefería dedicarle la mayor parte del tiempo al estudio para alcanzar un
mayor promedio”; más adelante insiste en que “la decisión de ir al bar pudo
deberse…”, ¡como si se tratara de una indebida decisión o si fuera malo
visitar un bar! No dudo que la joven víctima fuera una niña bien, de casa,
preocupada por sus estudios y por salir adelante, pero una cosa es humanizar
la tragedia, poner un rostro detrás de los hechos, y otra muy diversa es
“moralizar” la información.
Tanto se empeña el cronista en justificar la buena conducta de la joven
que olvida que lo que importa de esta noticia es que una persona fue
asesinada. Por lo demás, no es inmoral visitar bares, y menos aquellos
frecuentados por estudiantes. Aparece en la crónica una pretensión de
malditizar la rumba. Por Dios, lo malo no es rumbear! Lo grave es que hubo
un asesinato en un lugar donde la constante debe ser la alegría.
Hace un par de meses me quejaba en este mismo espacio del peligro en
que se están convirtiendo los alrededores de la Séptima con calle 51, lugar
donde abundan los rumbeaderos universitarios. En aquella ocasión me referí
al riesgo de un accidente de tránsito cuando algún estudiante borracho no
sepa sortear la cantidad de carros que cruzan la avenida. Mi sugerencia final
no era acabar la rumba sino controlar el tránsito –en especial el peatonal–
quizás con la construcción de un túnel en ese lugar.
Ahora, en esta misma zona, una universitaria fue asesinada por otra
joven. Luego de lo sucedido en Gótica el pasado enero, este año es el
segundo caso conocido públicamente en que son burlados los controles de
seguridad de un bar, a pesar de la revisión exhaustiva por parte de los
bouncers –o gorilas– que en todo bar de la ciudad ejercen un inusitado poder
discriminatorio. Aunque parece ser que sólo lo hacen con los de ruana.
Sobre la existencia de armas en lugares con consumo de licor, la
alcaldesa Angélica Lozano se declaró atada de manos, pues ante estos casos
la ley sólo impone un sellamiento del bar hasta por siete días (los que ya se
cumplieron) pero, mucho peor, porque en Colombia, para conseguir el
salvoconducto de un arma, sólo se necesitan $22.000, el pasado judicial y un
certificado médico.
Confieso que nunca he logrado entender esa urgencia de algunos de
llevar armas a las fiestas, si para rumbear sólo se necesita predisposición
(“voluntad política”), buenos amigos y música. Si acaso, a veces licor; pero
nunca armas. Por el contrario, nada hay más peligroso que juntar armas y
alcohol.
Ahora bien, si definitivamente a la hora de la rumba quiere salir armado
de su casa, fácil: ármese con un condón. Eso sí vale la pena. En este país ya
hemos matado a suficiente gente y con ello no hemos conseguido más que
dolor, odio y más violencia. Un condón, en cambio, nos quita de encima
muchas desgracias. Ya sé que la iglesia se opone a su uso. También se opone
a la existencia de los gais, y cuántos curitas no son maricas; o a la
inmoralidad de los dineros mal habidos, y qué bueno que hace ocho días el
doctor López nos haya recordado que monseñor Castrillón recibió dineros del
narcotráfico (y de paso volvió a poner a pensar a muchos al asegurar que a
los curas –y más a los pastores cristianos, anoto yo– no les interesa salvar
almas cuando su única preocupación actualmente es la política y, de paso,
otras cositas).
Por eso, que la iglesia esté a favor o en contra del condón no es cosa que
deba preocupar a nadie cuando lo que está en juego es la vida propia. Esa sí
es causa de inquietud: ya que tanto aconseja el no uso de preservativos
¿responde la iglesia cuando una adolescente se embaraza sin desearlo o
cuando alguien se contagia con sida o cualquier enfermedad venérea?
Cuando apareció el sida hace más de 20 años, los productores de cine
porno gay, contrario a los heterosexuales, vistieron a sus actores con el
famoso adminículo, al punto de que hoy día se subastan a precios
astronómicos los llamados filmes “precondons”. Ahora que están de moda
los cocteles y se subyugó el temor por este virus luego de que famosos gay
pornostars –tipo Jeff Palmer y Aidan Shawn– admitieron ser VIH positivos,
en las películas porno gay los actores comienzan a aparecer, ahí sí,
completamente desnudos.
Pero por más cocteles y avances de la ciencia, no se puede bajar la
guardia cuando el sida sigue causando estragos. Adicionalmente, las cifras de
embarazos no deseados cada vez son más altas en este país, particularmente
entre la población adolescente. Es la razón por la que, a la hora de la rumba –
y a cualquier hora– es mejor olvidarse de pistolas, revólveres, cuchillas,
navajas y hasta grilletes. ¿Qué más muertos necesita Colombia? Un buen
condón, en cambio, sólo cuesta $1200 y con ello cualquiera va por la vida
mucho mejor armado y, todavía más, curado en salud.
Love parade

En su función original, los poppers no son más que un ácido que sirve,
entre otras cosas, para limpiar el cabezote de los equipos de sonido. Debe su
onomatopéyico nombre al sonido producido por la pastillita que trae en su
interior la cual, al reventar, supuestamente suena a algo similar a “pop”. Al
aspirarse, el ácido produce una sobreexcitación que no alcanza a durar los dos
minutos, y por eso, normalmente, es usado al momento del clímax sexual
buscando un mejor orgasmo.
Pues bien, desafortunadamente pareciera que los jóvenes colombianos
acabaran de redescubrir los poppers. Al menos eso fue lo que más me llamó
la atención del pasado Love Parade: el uso indiscriminado de este ácido que
estuvo muy de moda en las discotecas bogotanas la década pasada. El caso es
que en esta fiesta reaparecieron con gran fuerza: los famosos frasquitos de
etiqueta amarilla se veían pasar con frecuencia de nariz en nariz. Claro que su
uso en discos y raves no tiene nada que ver con el sexo sino más bien con el
éxtasis, y en este sentido el poppers es utilizado para alargar el efecto del
MDMA y lograr sucesivas “explosiones” de la droga.
Eso fue lo primero que llamó mi atención en esta fiesta celebrada el
pasado lunes 19 de julio. Lo otro que podría decirse de este seudo rave criollo
es que no se entiende por qué sus organizadores, luego de cuatro versiones,
sigan ofreciendo una rumba tan mala. De hecho, creería que el Love Parade
criollo no es más que un nombre que los organizadores del evento utilizan
para atrapar público.
Ahora bien, es la primera vez que voy a esta rumba, tan popular en otros
países. A pesar de conocer comentarios de años anteriores que no hablaban
muy bien de su calidad, este año decidí ir por dos razones: primero, para
confirmar este rumor y; segundo, porque esa noche había Ley Seca en la
ciudad y la única fiesta posible era precisamente esta, en el parque Jaime
Duque.
Una especie de Woodstock contemporáneo, el Love Parade es una gran
fiesta de varios días liderada por el Dr. Motte (incluido en la nómina
colombiana de este año) que se originó en el Tiergarten, el principal parque
de Berlín, justo después de la caída del famoso muro, iniciándose con 150
personas y una carroza. Diez años después los ravers llegaban a un millón y
medio y cincuenta carrozas, aunque ciertamente, en los últimos años el
evento ha sufrido un considerable descenso entre el público asistente. De
hecho, las cifras del 2003 “apenas” hablan de 500.000 espectadores.
En Colombia la fiesta se ha realizado en estos últimos tiempos en Cali,
Medellín y Bogotá. Este año, de hecho, la gran novedad consistió en tres días
de rumba consecutiva, pero un día por ciudad. Es decir, los organizadores
pretendían que el público se desplazara cada día a una ciudad diferente con
tal de seguir la fiesta.
No sé cómo fue la cosa en las otras ciudades, pero en Bogotá, a pesar de
la afluencia de público (insisto: consecuencia de la Ley Seca), como dije
anteriormente la rumba fue mala, y lo fue porque la nómina ofrecida cada año
resulta menos atractiva: sin lugar a dudas, el colombiano no es público
ingenuo. Por el contrario, el escenario tecno en nuestro país es cada vez más
reconocido a nivel internacional gracias, precisamente, a un público cada vez
más exigente y conocedor de este género musical. No hay que olvidar el
despliegue de mezcladores de renombre que nos han visitado: el gran Carl
Cox (el chisme dice que en enero estará en Cartagena), Sacha, Mauro Picoto,
Tiesto. En fin, la lista es larga. El único de los mega grandes mezcladores que
falta por presentarse es Paul Van Dyk, a pesar de que sus seguidores lo
pedimos a gritos.
Pero el llamado Love Parade criollo nunca se ha ocupado por ofrecer DJ
internacionales de calidad, a sabiendas de que el éxito de estos raves está
precisamente en la música. Nóminas de cinco y más nombres, pero ninguno
con capacidad para llenar una plaza. En este sentido, en cambio, los
mezcladores colombianos han sido los encargados de sacar la cara por la
fiesta, porque –hay que decirlo– guardadas las proporciones, (y espero no
sonar chovinista), en el país tenemos muy buenos pincha agujas, a pesar de
que no gocen del reconocimiento internacional de los arriba mencionados.
Destaco, entre estos, a Gerald –¡por supuesto!–, a Fruto, a Murillo en
Cartagena, a Alexa, a Nana López, y a Ilona Ospina, quizás la criolla más
destacada allende nuestras fronteras. Lástima que la publicidad del evento se
centre más en las figuras internacionales, cuando los que pegan la nota son
los colombianos.
En todo caso, al menos para mí y mi parche, esta no fue más que otra
rumba, nada especial y completamente prescindible a pesar de tanta bulla. De
hecho, antes de las cuatro de la mañana ya estábamos de regreso en la ciudad.
Festival de verano

Por estos días, de Bogotá puede afirmarse lo mismo que decía


Hemingway de París: que es una fiesta, pues desde la noche del pasado
jueves 5 de agosto, cuando se prendieron los primeros fuegos artificiales en el
parque de la 93 dando inicio a la conmemoración del 466 cumpleaños de la
capital, la ciudad ha vivido una de sus más intensas y auténticas
celebraciones.
No exagero: quienes tuvimos la oportunidad de pegarnos la rodadita por
los diversos escenarios, pudimos apreciar más o menos los siguientes
eventos: desfile por la carrera Séptima de comparsas alegóricas a los
problemas de la ciudad, disfraces individuales, orquestas agrupadas en sitios
estratégicos, cualquier cantidad de artistas revoloteando por todos lados (los
medios afirman que 1.500; yo diría que muchos más), sesenta mil personas
en el impresionante concierto del argentino Fito Páez en la Plaza de Eventos
del parque Simón Bolívar (aprovecho para felicitar a la alcaldía mayor por la
organización de este evento), presentación de danzas del pacífico en el teatro
Jorge Eliécer Gaitán…
Hubo también muchos otros eventos a los que no pude asistir gracias al
virus digestivo que por estos días ronda la ciudad, como la rumba laser bajo
las estrellas –muy a mi pesar–, el festival Distrital de porras, Manofacto, el
cierre con la Orquesta Aragón y, por supuesto, toda la programación infantil.
Desafortunadamente, a pesar de que Bogotá es la ciudad con más
canales de televisión en nuestro país, e incluso a pesar de la disposición de
Citytv para cubrir todos los eventos de la ciudad, no encuentro una razón
lógica para que estas fiestas no hayan sido profusamente difundidas. Al
afirmar lo anterior, no he podido dejar de comparar los medios capitalinos
con TVAntioquia, canal que transmitió en su totalidad el Desfile de Silleteros
en Medellín. Por supuesto, también me parecería bastante jarto que la
televisión local se dedicara todo un santo día a la presentación de un mismo
evento pero, dada la rumba y la cantidad de acontecimientos en estos últimos
días, sorprende la falta difusión.
En este mismo sentido, luego de apreciar tanta alegría desbordada en las
calles capitalinas, y a pesar de los altos índices de popularidad que
actualmente presenta nuestro alcalde Lucho Garzón, confieso que no alcanzo
a comprender la necesidad de organizar lo que las autoridades distritales han
dado en bautizar como “carnaval metropolitano”, carnaval que ya desde el
nombre está mal concebido pues, hasta donde entiendo, esta palabra (que
viene del italiano y significa quitar carne) señala los tres días que anteceden a
la cuaresma, y resulta que nuestra premiada Laura Restrepo, cuando era
directora del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, dispuso que se
celebraría el 7 y 8 de diciembre; y ahora nuestra admiradísima Martha Senn,
quizás consciente de que la ciudad carece de espíritu de apropiación de tales
fiestas, ha reestructurado el proyecto a cuatro eventos de menor envergadura
que, según se dijo, se celebrarían alrededor del 31 de octubre. Lo malo es
que, a pesar de que las fiestas propuestas por el IDCT resultan interesantes –
carnaval de niños y niñas para este año, carnaval de la diversidad en el 2005,
carnaval del trueque en el 2006 y carnaval de la reconciliación al año
siguiente–, a no ser que la iglesia católica haya desplazado la Semana Santa
(y, por ende, la fecha de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo), al segundo
semestre del año, pensaría que el distrito está prostituyendo el término
carnaval de la misma manera como las reinas de belleza prostituyeron la
palabra carisma o como ha sucedido con tantos otros vocablos en boca de
nuestras presentadoras de televisión.
Particularmente pensaría que, así haya sido una promesa de campaña del
burgomaestre, no hay necesidad de inventarse lo inventado en lugar de
organizar de mejor manera lo que ya se viene dando, porque efectivamente
las fiestas de Bogotá son estas, las de su cumpleaños que, por cierto, también
están pésimamente bautizadas como Festival de Verano pues nada más lejano
que comparar estos días con los de la canícula: el frío está de un cabrón que
hasta yo, que lo amo tanto, no lo soporto.
Nota: En mi columna de la semana antepasada, utilicé la expresión
“fuerza paramilitar” de Andrés Carne de Res como sinónimo del cuerpo de
seguridad del restaurante, y por tal razón lo justifiqué. Lo que resulta
injustificable es que el término pueda asociarse con grupos al margen de la
ley, más concretamente con las AUC, lo cual en ningún momento fue mi
intención.
Personajes de la noche
La que es puta es práctica

A La Lupe todo el mundo la conoce, a secas, como La Lupe, sin saber


que su nombre de pila es Guadalupe Fernández, nacida en Guadalajara,
México, hace 45 años. Bueno, al menos así fue como se presentó al único
concurso de belleza en el que ha participado: Miss Amistad. En esa
oportunidad terminó de virreina, pero con la clara conciencia de que se había
ganado por completo al público capitalino.
Como toda gran diva, La Lupe se debe a su público, al que se enfrenta
cada semana en tres de las más concurridas discotecas gais de Bogotá. “No
puedo pasar más de quince días sin ver a mi público”, confiesa. Y, al parecer,
ellos tampoco. Su llegada a El Clóset el pasado viernes, es un ejemplo,
estuvo precedida de vivas y hurras desde el momento en que se apeó del auto.
Sus admiradores casi no le permiten alcanzar la entrada de esta, la discoteca
gay de moda en la ciudad, ubicada en la vía a La Calera, lugar donde la gran
diva presenta shows una vez a la semana.
“La que es puta es práctica” es una de las frases de cabecera de la
transformista más famosa de Bogotá. Pero no es la única: como si fueran
muletillas, a lo largo de la conversación repite una y otra vez frases como “La
que nace pa’ matera, del suelo no pasa”; o, “La suerte de la fea a la bonita le
importa un culo”. Son frases que la han dado a conocer como una de las
protagonistas más importantes en la actual noche bogotana, icono indiscutible
de la movida gay.
La veo caminar desde el parqueadero hasta la puerta y no deja de
sorprenderme el gran carisma que despliega. Está muy bonita La Lupe, con
un vestido largo de volandas color malva con incrustaciones de cristales
Swarosky y una larga cabellera rojiza envuelta en una elegante moña con dos
inmensas flores al lado izquierdo. En el cuello luce una glamorosa gargantilla
que, a juego con los aretes, uno imagina más en la célebre alfombra roja de
los Oscar.
Lupe es administradora de empresas y durante siete largos años trabajó
en el área contable de la oficina de personal de una empresa multinacional. A
los 30, bromeando con algunos amigos, terminó vistiendo por primera vez
prendas femeninas, lo que antes jamás había imaginado.
(Esto del travestismo, es decir, el placer por vestir prendas del sexo
opuesto, no es cosa nueva. Su origen se remonta al siglo XVII, cuando al
caballero francés Charles D´Eon, quien no era homosexual, gustaba vestir
públicamente prendas femeninas. De ahí proviene el término “eonismo”,
sinónimo de travestismo. Claro que es más famoso el caso de amor de
Bernard Boursicot, empleado de la embajada francesa en Pekín, por Shi Pei
Pu, hombre que representaba papeles femeninos y que, según el propio
Boursicot, “era mujer porque se creía mujer”, dando origen a una pieza teatral
y, en 1993, a la película M. Butterfly,“M” es la inicial de monsieur, señor).
En todo caso, desde que La Lupe descubrió placer al vestir prendas de
mujer, su pasión son los elegantes vestidos de noche, en los que ha gastado
una enorme fortuna. “Todo lo que gano me lo gasto en vestuario, accesorios y
en la Fundación para niños con sida donde colaboro en mi tiempo libre”, dice
orgullosa.
El armario de La Lupe es casi del tamaño de una habitación. No podría
ser menos: tiene más de sesenta vestidos, algunos con largas colas; otros, con
faldas abullonadas al mejor estilo de María Antonieta; y está el famoso
disfraz que utilizó en el Carnaval de Barranquilla, decorado con sombreros
vueltiaos y diversas artesanías de la costa.
Cada vestido es único, elaborado con materiales que cada mes le manda
un amigo desde Nueva York. En Bogotá, Orlando Flowers Table, su
diseñador de cabecera, los cose especialmente para ella. Es el único modisto
colombiano que le gusta, al lado de Alfredo Barraza. Claro que algún día
quisiera aparecer ante su público con algún diseño exclusivo de Roberto
Cavalli, Eli Saad o Donatela Versace.
La Lupe domina el tema de la moda. Es dueña de una pequeña
peluquería en Chapinero, donde trabaja desde primeras horas del día hasta
mucho tiempo después de que el sol ha muerto. Allí abundan las revistas tipo
Vanidades, Fucsia y Cosmopolitan, que nuestra diva devora con veneración
entre cliente y cliente. Adicionalmente se confiesa fanática número uno del
Fashion TV. Pero de estas cosas no habla con frecuencia, salvo cuando le
pican la lengua.
La Lupe se esmera en sus presentaciones cada noche. Desde el
vestuario, el maquillaje y los accesorios que utiliza, hasta las canciones que
interpreta. Es transformista, no travesti. La diferencia radica en el marcado
interés sexual de estas últimas, contra la actitud casi angelical, de reina en
Cartagena, de las primeras. Tampoco es drag queen –gracias a la delicadeza
con que viste las prendas de mujer–, a pesar de que conserva la esencia de
estos personajes: la burla, la sátira, el humor, la capacidad para burlarse de sí
misma y de quienes la rodean.
Este humor burlesco fue el que caracterizó en vida a Leigh Bowery, la
drag queen más celebrada de la historia, pionera, junto con la hoy famosa
diseñadora Vivien Westwood, de la onda punketa londinense. Al igual que
Lupe, Bowery era obsesivo con los diseños femeninos, que lo ayudaron a
convertirse en un icono de la contracultura pop inglesa a mediados de los
años 1970. Tanto fue así que hoy, luego de varios años de su muerte, los
museos más importantes del mundo se disputan la exhibición del vestuario
que le dio tanto reconocimiento y gloria.
Lupe, en cambio, no guarda todos sus vestidos. Cada año regala a sus
amigos lo que ya no usa o que ha pasado de moda, lo que constituye una
verdadera lástima, sabiendo el valor que, cada día con mayor énfasis, ganan
estas prendas en el mundo del arte.
Guadalupe Fernández es de Ibagué, pero más de la mitad de sus años
han transcurrido en Bogotá, donde vive sola como las grandes divas, como
María Félix, como Marylin Monroe, como Assesinata. El contacto con su
familia es distante, aunque a veces, cuando visitan la capital, los invita a
quedarse en su apartamento. Con ellos nunca ha hablado abiertamente sobre
su homosexualidad y, por supuesto, sus padres jamás han apreciado uno de
sus fastuosos espectáculos, aunque espera que pronto su sobrino la visite una
de estas noches para que se engolosine con el arte y el talento de su famosa
tía.
Por supuesto, La Lupe no ha estado siempre sola. Hace un par de años
encontró a su Agustín Lara, de quien se enamoró perdidamente, al igual que
la Félix. Lo conoció en una fiesta a la que fue invitada para alegrarla con su
espectáculo. Él acompañaba a su esposa, embarazada en ese entonces, y
desde que cruzaron sus miradas Cupido hizo de las suyas. Tres años duró este
amor. La señora de su marido –su rival, aunque Lupe no utiliza esta palabra–,
era su cliente en la peluquería. Nunca supo si ella estuvo al tanto de esta
apasionada relación.
Desde entonces, La Lupe no ha conocido el amor. Sabe del estigma que
representa la edad para las mujeres y los homosexuales; sabe que el tiempo
está en su contra, pero se niega a hacer el ridículo de tantos hombres mayores
que gastan su fortuna complaciendo muchachitos de una noche. Además, ella
es La Lupe, una mujer talentosa, respetada, amada, que sabe exactamente lo
que vale su cariño.
En todo caso, como “la que es puta es práctica”, antes que pensar en la
soledad –a la que le canta en sus espectáculos–, se desvive por alegrar a su
público, un público que la reconoce con cariño –“incluso cuando visto de
civil”, como afirma–, que la admira y se enloquece con sus ocurrencias y
burlas, y que la ha convertido en uno de los grandes iconos del underground
colombiano.
¡Cuidado con un infarto!

Shaio Muñoz es una mujer capaz de causarle un infarto a más de uno,


pero no tanto por llevar el nombre de la más importante clínica de cardiología
del país, sino porque es una mujer que va a mil, sin diástole ni sístole que le
siga el paso: ciclónica, es dueña de una alegría y una energía desbordante y,
por fortuna, contagiosa; una energía que habla del desenfado de su herencia
costeña (su mamá era barranquillera) y una alegría que respira por cada poro,
y que le da plena vida a los espacios que habita.
Hablar sobre ella, no resulta fácil, pues más que contar quién es esta
mujer famosa por ser famosa (a pesar de no ser actriz ni reina de belleza, es
más reconocida que una hostia), lo valioso es poder trasmitir el brío –esa es la
palabra– que irradia, pues, como las amazonas de la mitología griega, Shaio
es una mujer de arrestos, de carácter fuerte, templada; pero con “ojos claros
de miel y sonrisa carnívora” de que hablaba Gómez Jattin.
A pesar de haberse graduado en hotelería y turismo en España,
laboralmente se ha desempeñado en temas afines con el periodismo: desde La
voz del Tolima, fue pionera en Colombia en la narración de partidos de fútbol
en una época en que las mujeres no se ocupaban de estas lides; acompañó a
Jaime Ortiz Alvear en su programa Fútbol en pijama; leyó noticias junto a
Yamid Amat en Radio Noticias de Caracol y compartió cabina con Edgar
Artunduaga en Todelar.
Claro que, como mujer contemporánea y atrevida, no se limitó a la
radio: desde hace siete años es productora de revistas del corazón, adonde
llegó luego de dos años de noviazgo con el reconocido actor paisa Luis
Fernando Montoya. “La primera vez que lo vi, confiesa, fue en televisión. En
ese momento me pareció el hombre más hermoso del mundo. De manera que
me conseguí su teléfono, lo localicé y le dije sin preámbulos: Quiero ser tu
novia”.
De ese amor nació Rosana Montoya, hoy día una bella adolescente que
desde los tres meses trabaja como actriz y quien, hasta el momento, ha
participado en diez telenovelas, habiendo logrado, a sus tres años, ser
nominada como Mejor Actriz Revelación de la televisión nacional.
Gracias al trabajo de su hija fue que ambas pudieron subsistir durante un
largo año en que ella estuvo, como el actual 14% de los colombianos,
cesante. Su marido ya no estaba para entonces y era, al igual que otras miles,
una mujer madre de familia.
Por fortuna llegó Fama, aquella revista que pretendía seguirle los pasos
en nuestro país a la Hola española. Tres años estuvo allí, oficiando como
productora de fotografía, antes de consolidarse en su actual proyecto en Aló,
donde va para cuatro años como editora de sociales. Por supuesto, no le
asusta para nada –como debe ser, además– reconocer que trabaja en un tema
al que los colombianos le niegan públicamente su devoción: la frivolidad,
pues hasta Daniel Samper Ospina, con toda su mente liberal y su constante
crítica a la sociedad nacional, escribió recientemente que detesta las páginas
sociales de las revistas del corazón.
En realidad, a la par con la envidia, la frivolidad es el otro gran deporte
nacional. Para no ir tan lejos, recodemos que Pastranita, uno de nuestros
peores mandatarios –quizás el peor–, antes que la negociación de la paz en el
Caguán lo que lo trasnochaba era que Hola lo considerara el hombre mejor
vestido de Colombia; sin mencionar que su señora Norita (o Nohorita, ya ni
lo recuerdo), se ufanaba de sus vestidos Balmain de US$10.000 y de su
elegancia a lo Jackie O. (¿?) en un país donde la miseria es el pan de cada día
o, mejor dicho, ¿cuál pan de qué día?
Lo que sucede es que la frivolidad es el nuevo insulto nacional. No sólo
no es aceptado sino, además, ante cualquier medio insinuación a alguien de
parecer banal, el ofendido se protege como antiguo se defendía la honra.
Claro que, como El Espacio, que nadie admite leerlo pero que vende 120.000
ejemplares diarios, pocos creen en la verdad de quienes la niegan. Y, por lo
demás, no habría razón para ello: es la condición humana, y es la necesidad
de anestesiarse contra la realidad personal. Y hasta contra la nacional. Así
que dejemos de hacer tanta alharaca, y aceptemos de una buena vez que la
frivolidad es tan colombiana como la bandeja paisa o el sanjuanero.
De hecho, y volviendo a lo que nos ocupa, Shaio Muñoz lo tiene bien
claro: “En este país, las revistas se leen de atrás para adelante, buscando
primero qué fiestas salen fotografiadas y quienes estuvieron en ella”. Por
supuesto hay que creerle: a cada momento la llaman a su celular personas que
quieren que cubra x o y fiesta, o escucha los comentarios de desconocidos
sobre el vestido que lucía tal persona en aquel otro ágape que profusamente
fue fotografiado por ella.
Y es que Shaio Muñoz se la pasa de fiesta en fiesta. Claro que
trabajando, pues es de los seres afortunados a quienes se les paga por gozarse
la vida. Se trata de una mujer noctámbula, una rumbera de tiempo completo
o, como ella misma se adelanta a aclarar, “una rumbera disciplinada”,
sabiendo que incluso para gozarse la vida hay que ser organizado.
“Mi trabajo es lo primero –enfatiza–: a las nueve de la mañana ya estoy
sentada en mi escritorio. Además, tengo una hija adolescente a la que debo
darle buen ejemplo. Pero, eso sí, tan pronto oscurece, la noche me llama, y es
entonces cuando me reúno con mis amigos de toda la vida y me voy a bailar,
siempre hasta la medianoche, salsita, vallenatos y merengues, aunque mi
último gran descubrimiento es el joropo, que soy una experta bailando. Por
eso me gusta bajar a los Llanos cada vez que puedo, a disfrutar de ese
inmenso paisaje de mar verde y a bailar joropo”.
Joropos, vallenatos, cumbias. Esta es la música en la que es experta esta
mujer consentida de la alegría. Una mujer extremadamente colombiana, que
se ha gozado todas y cada una de las grandes fiestas nacionales. Aunque, ¡ah,
eso sí!, si se le pregunta cual es la mejor, no duda que la sangre llama al
declarar el carnaval de su tierra, de su amada Arenosa, como la más auténtica,
alegre y guapachosa.
Claro que Shaio no conoce fronteras, y con esas mismas ganas de
comerse el mundo que tenía cuando vivió en Madrid, habla de rock, de
reggae o de jazz. “Lo que sí no me soporto es el trance –dice–: cada vez que
lo escucho me da claustrofobia cerebral”.
Alma de todas las fiestas a las que es invitada, a Shaio le gusta bailar
sola en su casa y, cada jueves, a las once en punto de la noche, cantar en
público. Lo hace en Osobuco, un restaurante en la 81 con 9 en el que cada
semana organiza una fiesta con música en vivo. “He llevado vallenatos,
gaiteros, papayeras, cumbiambas y demás ritmos colombianos”.
La rumba se llama Los jueves de Shaio y se realiza cumplidamente
desde hace tres años. Normalmente la acompaña su combo de amigos, que no
es pequeño, entre los que se cuentan reconocidos personajes de la vida
pública, amigos con los que aparece en fotos que inundan cada rincón de su
apartamento: con Gabo, con Botero, con Enriquito Santos. A este último
incluso le tiene, alrededor de su chimenea, una especie de santuario: son
docenas de fotografías de toda la vida que hablan de la gran amistad entre
ambos pero, en especial, del gran amor que ella le profesa.
Una noche en Osobuco, hace un año largo, su llavero del alma Poncho
Rentería la invitó a cantar boleros y ella, vistiendo un traje de organza negro
diseñado especialmente para la ocasión por su gran amigo Hernán Zajar,
recordó en ese instante aquello de que “El ánimo del hombre es su destino”,
el consejo que su mamá repetía una y mil veces en la alegría de su niñez; se
levantó, salió a escena y cantó “con el alma, desde la fibra más profunda de
mis huesos”, los mismos boleros que antes sólo cantaba en el baño. El
aplauso, según cuenta, “fue unánime”.
A pesar de que su nombre se relaciona con los infartos, Shaio Muñoz
tiene claro que “el sol siempre sale”: ya pasó los 50 pero todavía le falta
mucha rumba, aunque la rumba que más le gusta es en su casa, bailando
cumbia con su hija, que ahora es una hermosa mujer.
Hablemos de poesía

Lo primero que llama la atención es que el primer martes de cada mes


un apartamento bogotano abra sus puertas a decenas de personas –en
ocasiones incluso desconocidas– para reunirse en torno a la poesía. Más aun,
que adicional al alimento espiritual que constituye la lectura de poemas, la
propietaria del apartamento colme a sus huéspedes con vino, whiskey y
comida. Si lo anterior ocurriera en un pueblo cualquiera de la provincia
colombiana podría pasar inadvertido, y resulta que sucede en Bogotá, una
ciudad caracterizada por el frío –no sólo climático– y la desconfianza. Pero
hay más: la tertulia causa más curiosidad cuando se sabe que el pasado mes
de marzo cumplió cinco años exactos de reuniones puntuales e infatigable
labor alrededor de la cultura nacional.
Detrás de ella hay una hormiguita incansable, menuda –casi frágil–; de
sonrisa fácil y lenguaje cargado de metáforas; de maneras amables y pinta de
adolescente a pesar de la sobriedad en el vestir. Su nombre es Gloria Luz
Gutiérrez Villegas y, junto con su marido Lucho y su hermano Carlos –el
gran cómplice de esta locura–, se ha convertido en una verdadera mecenas no
sólo de la poesía nacional sino de toda la literatura y hasta de las artes en
general. Ella es el alma y nervio de esta aventura inusitada que, en un país
donde la muerte es cultura, cada tanto reúne a cientos de personas alrededor
de un placer tan sensible como es la poesía. Y lo hace sin afanes
protagónicos, con un perfil tan bajo que resulta inusitado en esta Colombia
tan farandulera.
A pesar de haber estudiado odontología, la pasión por los libros obligó a
Gloria Luz a iniciar una nueva carrera: literatura, especializándose en
literatura infantil. Por eso, desde que salió de la universidad (digamos que
hace unos pocos años porque hablamos de una mujer), se vinculó como
docente en diversos colegios distritales en los que se empeñó por trasmitir a
sus estudiantes toda su pasión por las letras al punto de compartir con ellos la
lectura de los clásicos incluso atreviéndose, con los mismos alumnos, a
realizar pequeños montajes teatrales de todos aquellos libros que lo
permitieran. Para ello, desde muy joven aprendió a gestionar recursos que
permitieran materializar sus ideas.
Fue precisamente en la búsqueda de recursos para organizar una
biblioteca en el barrio Ricaurte que conoció a la directora de la Casa de
Poesía Silva, María Mercedes Carranza, quien no sólo la apoyó en su afán
por llenar de libros este rincón bogotano sino que se convirtió para siempre
en su amiga más cercana. De hecho, Gloria Luz afirma que lo peor que le ha
pasado en su vida fue la muerte de esta mujer de temple y sensibilidad.
Cuando Gloria Luz la conoció no sabía de su gloria, ni tampoco que era hija
de uno de los más grandes maestros de la poesía criolla. Pero, curiosamente,
no fue el amor por las letras lo que inicialmente las unió sino el tenis, que
María Mercedes todavía no practicaba en aquella ocasión cuando Gloria Luz
la invitó a un partido, y que luego ambas solían jugar juntas.
Para entonces, Gloria Luz había invitado a sus amigos Danilo Santos y
Adriana Ricardo a una lectura de poemas ante sus estudiantes del colegio
Agustín Fernández luego de que el actor le comentara sobre cierta tertulia
literaria en Manizales a la que con frecuencia asistía. La cara de placer de los
muchachos la convenció de la necesidad de organizar reuniones en su casa
alrededor de la poesía. El día que se lo comentó a María Mercedes, a la poeta
no sólo le encantó la idea sino que sugirió el nombre de Federico
Diazgranados para que la dirigiera. Fue entonces cuando unas quince
personas se dieron a la tarea de repasar mensualmente primero la poesía
colombiana –sus principales exponentes, escuelas y grupos– luego la
latinoamericana, la española en toda su vastedad, la europea país por país…
El rigor académico que Federico imprime a cada tertulia es una de las
razones que ha convertido esta tertulia en cita mensual obligada de muchos
colombianos. Y hasta extranjeros, pues cada vez que se tocaba la poesía de
algún país, Gloria Luz solía invitar a su respectivo embajador o a su agregado
cultural. Más allá de la poesía, la tertulia ha tocado temas más mundanos,
como el vallenato de Rafael Escalona, el teatro contemporáneo canadiense o
la moda del tango en Bogotá. Este último tema, precisamente propuesto por
el representante de Argentina en Colombia, logró record de asistencia: 280
personas se agolparon en el apartamento de Gloria Luz para escuchar
historias de Gardel al tiempo que veían el elegante baile en una talentosa
pareja invitada por el embajador.
La calidez del apartamento es otra de las razones que ha contribuido a la
consolidación de la tertulia. No en vano, resulta mucho más agradable
conversar alrededor de una chimenea con la ciudad a los pies que arrumarse
en algún recinto académico. Gloria Luz es consciente de que esta es la razón
por la que asisten algunas personas, varias de ellas movidas por la posibilidad
de departir de tú a tú con la intelectualidad nacional, así como con políticos,
ilustres empresarios y hasta los faranduleros de siempre. Sea cual sea la razón
que convoca a tanta gente, a ella le encanta saber que el vínculo real de la
reunión radica en la poesía.
Además de la poesía, Gloria Luz trabaja en la Fundación Social
Servimos, creada por su hermano Carlos en el barrio Ricaurte, sede de
aquella biblioteca que alguna vez gestionó con su amiga María Mercedes y
que hoy hace parte de Bibliored. Para este mismo sueño también tocó las
puertas de la Fundación Bill Gates, quien donó 30 computadores que hoy
hacen parte de la sala virtual. Adicionalmente, la fundación cuenta con un
restaurante popular adscrito al programa “Bogotá sin hambre” y una casa
para niñas de alto riesgo. La sede principal es vecina del parque Ricaurte, el
mismo que hace un par de años ayudó a recuperar cuando Alicia Arango era
la directora del IDRD y María Consuelo Araújo manejaba el Jardín Botánico.
Una verdadera mecenas de las artes, para conmemorar los cinco años de
su tertulia, en el marco de la pasada Feria del Libro de Bogotá Gloría Luz
nuevamente sorprendió a amigos y desconocidos cuando (otra vez con el
apoyo económico de su hermano Carlos) anunció la convocatoria del Premio
de Poesía María Mercedes Carranza dotado con quince millones de pesos
para un único ganador, cuyas bases publica hoy El Espectador.
Entre el arte nocturno
y el vandalismo

“Lo chévere del grafiti es su parte oscura, planear un recorrido nocturno


por la ciudad, conocer de antemano los muros donde vamos a escribir. ¿Que
eso es vandalismo? Sí, es cierto, pero pintar en las paredes es también un
deseo de ponerle color a esta ciudad, de quitarle su aspecto tan gris, tan de
cemento y concreto, y volverla una galería de arte al aire libre”. Las palabras
son de Ricardo Vásquez, un joven bogotano que, a sus 22 años, conoce casi
todas las estaciones de policía de la ciudad gracias a una pasión que alimenta
desde muy temprano en su vida: escribir en los muros públicos. “No siempre
de manera ilegal –aclara–: a veces nos contratan empresas grandes o agencias
de publicidad que quieren nuestro trabajo como telón de fondo de alguna
campaña”. Por estos trabajos, suelen pagarles hasta $300.000 por mano de
obra, esto es, descontando el valor promedio de $8.000 de cada tarro de
aerosol.
Cuando habla en plural, Ricardo se refiere al parche con quien suele
salir en las noches a colorear la ciudad. El grupo, conformado por cinco
amigos de los cuales tres estudian diseño gráfico, se reúne en casa de alguno
de ellos para planear la estrategia de la noche y mostrar los bocetos que cada
uno ha realizado en su Black book, que es el libro que a diario utilizan para
plasmar sus escritos, el mismo que guardan celosamente en las noches de
trabajo sabiendo que así como pueden volver a casa igual pueden ser
arrestados por los actos vandálicos y terminar durmiendo en una estación.
“Lo malo de las estaciones es que son muy frías, confiesa Ricardo, por eso
siempre salgo muy abrigado, pues nunca se sabe qué puede pasar. En todo
caso, de todas en las que he estado, la que menos me gusta es la Unidad de
Policía Judicial, conocida a secas como UPJ, que queda por los lados de San
Andresito. Eso es un hueco asqueroso en el que uno puede encontrarse desde
un travesti o una puta hasta con el peor maleante de la ciudad”.
La primera vez que visitó uno de estos lugares, el teléfono de su casa
timbró pasadas las tres de la mañana. Los padres, entre asustados y
ofuscados, corrieron a sacarlo de allí, pero por doloroso que fue el regaño, a
los ocho días salió de nuevo a escribir sobre las paredes. “Es que lo más
bacano de todo esto es la gran cantidad de adrenalina que uno suelta. Desde
la misma mañana, cuando uno ya sabe que va a escribir esa noche, uno
comienza a sentir un miedo helado que es muy sabroso, casi un placer
sexual”.
El “miedo helado” comenzó a sentirlo siendo todavía un niño: junto con
sus amigos del colegio, a los doce años ya se escapaba de su casa luego de la
medianoche armado tan sólo con un tarro de aerosol. De hecho, entre
grafiteros, a los 25 años una persona ya es considerada vieja. Son jóvenes
estudiantes de pelo largo y pintas oscuras que sirven para camuflarlos en la
penumbra de la noche. Ciertamente, sus trabajos no se limitan a frases
políticas o sociales: son pinturas efímeras, anónimas y urbanas con las que no
pretenden ningún tipo de figuración.
Grafitto viene de la palabra griega grafein, que significa escribir (por
eso, en su argot, los grafiteros se refieren entre ellos a escritores en vez de
pintores). La historia contemporánea señala la década de 1960 como la fecha
de partida de estos artistas. Fue la época en que en las paredes neoyorkinas
comenzó a aparecer el nombre Taki 183, que no era más que la firma que un
mensajero solía plasmar en todos los lugares donde dejaba paquetes o
documentos. Griego de nacimiento, su verdadero nombre era Demetrius, y
pronto adquirió gran fama entre jóvenes y artistas de la contracultura.
Tras su aparición, de repente cientos de muchachos neoyorkinos
empezaron a firmar por toda la ciudad, especialmente en las estaciones y en
los vagones del metro. El objetivo era dejar su firma en el máximo número de
sitios posibles. La fama adquirida era proporcional al número de sitios en los
que lograban firmar. “Cuánto más peligroso es un muro, más estatus recibe la
persona”, cuenta Ricardo, quien afirma que lo que buscan con las firmas, al
igual que los perros cuando orinan, “no es más que marcar territorio”.
Curiosamente, perros acartonados con aspecto alegre y animado o bebés
a gatas fue la firma con que se dio a conocer Keith Haring, uno de los más
importantes artistas norteamericanos de los últimos años, quien hacia
mediados de 1970 empezó a dejar imágenes en tiza en todas las estaciones
del metro de Nueva York. “Haring, a quien le gustaba dibujar utilizando
líneas gruesas para los contornos, como los dibujantes de cómics, fue un
artista que se propuso hablar de y para su generación, crear símbolos para
ella, y colocar esos símbolos en lugares donde la gente pudiera verlos”. La
importancia de Haring en la historia del arte contemporáneo radica en que fue
el encargado de extender en gran medida el legado del Pop Art al unir el arte
con la cultura de la calle.
Pero Keith Haring no fue el único artista que se inició como grafitero.
Quizás un nombre con mayor reconocimiento, sobre todo comercialmente,
resulta ser el de Jean Michel Basquiat, quien en un principio se dio a conocer
simplemente como SAMO (acrónimo de SAMe Old shit). A Basquiat, un
neoyorkino descendiente de haitianos, la fama le llegó pronto por la rabia que
traducían sus pinturas; murió en 1988, a los 28 años, luego de consolidar una
impresionante obra en apenas nueve años de trabajo. “Basquiat no renunciaba
a ofender a todos aquellos cuya atención quería despertar con sus grafitis, que
paradójicamente eran los mismos que pocos años después comprarían su
arte”.
A principios de 1980, la obra de Basquiat adquirió gran importancia,
especialmente entre una clase de artistas intelectuales que coincidieron en que
su nombre era lo más nuevo del neoexpresionismo. Pronto, Basquiat pasó de
ser un artista del grafiti a la estrella de moda cuyas obras se cotizaban entre
cinco y diez mil dólares.
En Colombia, hay coincidencia entre conocedores que esta nueva
modalidad de grafiti –que algunos llaman Street Art– apareció por primera
vez en Bogotá en el canal de la avenida 19 con calle 127. La obra, atribuida a
Rick y Pin, no era más que la palabra SHIT escrita en letras burbujas. A partir
de ellos comenzaron a parecer firmas de artistas como Beek –uno de los
nombres más admirados dentro de esta contracultura por una proeza
insospechada: siendo un arte tan efímero, que puede durar apenas una noche,
una firma suya ha permanecido incólume en un muro sobre la carrera
Séptima en las cercanías de la Javeriana durante más de diez años–; Hueso,
Cazdos, Cero, Ospen, Teck24. Son los seudónimos que utilizan estos artistas,
como Ser, que es la firma con la que se identifica Ricardo Vásquez.
“El día preferido para salir a escribir es el domingo antefestivos.
Generalmente lo hacemos luego de la medianoche, cuando la ciudad es
invadida por una calma que mortifica. Para dejar una firma, bastan 3
segundos, pero cuando se trata de trabajos grandes podemos durar hasta una
hora”. A menos, por supuesto, que algún vecino descubra a tiempo estas
“travesuras” y avise a la policía, o que una patrulla se acerque a la zona y los
haga correr. “Con los rateros, gamines o pandilleros no tenemos mayores
problemas, asegura este muchacho cuyos tenis All Star son una muestra de
grafitismo. Por el contrario, ellos nos miran con cierto respeto. En realidad,
hemos aprendido a compartir espacios”.
A partir de esta semana el trabajo de estos muchachos podrá apreciarse
en un espacio poco convencional para ellos: el Museo de Arte
Contemporáneo, en el barrio Minuto de Dios. La exposición se inaugura hoy
sábado 28 de mayo y va hasta el 23 de junio, y promete ser la muestra de este
tipo de trabajos más grande hasta ahora realizada en el país, incluso con
invitados de Brasil y Argentina. Quien sabe, a lo mejor entre estos jóvenes
que bordean los 20 años y que cada noche se arriesgan a terminar durmiendo
en una estación de policía, se encuentre algún artista de la talla de Haring,
Basquiat o Julian Schnabel, los grafiteros más importantes en la historia del
arte universal.
El Forrest Gump colombiano

Comenzó a caminar la ciudad a los 17, hace 32 años, y hoy presume de


haberlo hecho acompañado por más de 80.000 personas a lo largo de más de
la mitad de la maya vial de Bogotá. Todo un record para Guinnes, sin lugar a
dudas. Hernando Gómez es actualmente el alcalde encargado de Chapinero,
la localidad No. 2 de la capital colombiana –quizás la de mayor movimiento
nocturno gracias a la gran cantidad de bares y discotecas que proliferan de
esquina a esquina–, pero por lo que se ha hecho célebre es por sus largas
caminatas a lo largo y ancho de la ciudad.
“Las primeras veces, al final de mi adolescencia, lo hice por timidez,
porque no era muy rumbero ni muy diestro para conquistar chicas, de manera
que salía cada noche a gozarme la ciudad de una manera diferente:
caminándola –cuenta este hombre que no alcanza el 1.70 de estatura y que
admite que comienza a sentir el paso de los años–. Antes, podía caminar días
enteros sin cansarme, ahora el pavimento de la ciudad deja sentir su peso”.
Durante estos 32 años, Hernando Gómez ha diseñado 75 rutas diferentes
por las que guía a grupos de caminantes a través de la noche, grupos que
varían entre seis y 300 personas. “En una ocasión, cuenta entre risas, un par
de amigos me pidió que los acompañara a caminar. Cual sería mi sorpresa
cuando al llegar a la esquina del Centro Colombo Americano, lugar del
encuentro, me encontré con casi 200 personas dispuestas a disfrutar la noche
bogotana”.
Cuando hay caminatas, a Hernando Gómez no le gustan las
convocatorias públicas. Sabe que los movimientos sociales son buenos en la
medida de su espontaneidad. Por eso confía en la buena publicidad del boca a
boca, aunque su intención no es exactamente la de guiar cada vez a más y
más caminantes. Por el contrario, su único interés es sensibilizar a todo aquel
que no tema sentir la ciudad. No lo hace por dinero ni por política, aunque en
alguna ocasión en que fue candidato a la Alcaldía de Bogotá caminó durante
56 horas seguidas –“fue un pequeño abrazo a la ciudad”, admite aludiendo al
recorrido que inició en Usaquén, siguió por Suba, Fontibón, etc., hasta
terminar en la Plaza de Bolívar– acompañado inicialmente por cien personas,
a pesar de que al final sólo tres de ellas lo acompañaban.
Por lo general, cada caminata nocturna dura un promedio de ocho horas,
lo que implica que el recorrido termina hacia el amanecer. Por eso, los fines
de semana son los días preferidos por los amantes de estas marchas. Claro
que así como en una ocasión caminó durante 56 horas, hay otras en las que ha
organizado caminatas que demoran 72 horas. Para eso hay que tener buen
físico, pero también vestir la ropa adecuada, como botas pantaneras y doble
media para evitar que los pies se cuarteen.
Quienes lo acompañan en estas extensas marchas pueden ser por igual
diplomáticos –ha organizado varias caminatas exclusivamente para
Agregados culturales– como gente del común, gente que a menudo llama a su
celular para informarse de la fecha futura, gente que lo detiene en la calle
para felicitarlo por su empeño de mostrar una cara diferente de la ciudad, una
cara mucho más amable; gente, como algún ciudadano alemán que se topó
alguna vez en la carrera Séptima, que lo reconoce al pasar y le pregunta por
los próximos recorridos.
“La mayoría de la gente piensa que Bogotá es una ciudad muy peligrosa,
en especial de noche, cuando la verdad es que se trata de una ciudad
tranquila, fácil de disfrutar, llena de olores, de sabores, con una riqueza
sensorial que enamora”. Cuando habla sobre el tema, la pasión lo desborda, a
pesar de que su voz es suave y su lenguaje poético. No sólo ha caminado
Bogotá. Por su fama como caminante lo han invitado a recorrer ciudades tan
disímiles como Sao Paulo, Boston o Barranquilla. Eso sí, cuando le
preguntan cuál fue la última ciudad que caminó su respuesta es la misma:
“Fue la última ciudad que caminé enamorado”, que resulta ser siempre
Bogotá.
De Bogotá conoce por igual el sur como el norte, oriente como
occidente, lo que le permite contar sus historias desconocidas o sus mitos
urbanos, como el de la “Calle Picha”, en el barrio Kennedy, donde hace
muchos años una niña fue descuartizada y sus restos abandonados en cada
una de las esquinas; o la del Árbol del ahorcado, en Ciudad Bolívar, venerado
cada Semana Santa por más de veinte mil visitantes que, a pesar de tanto
fanatismo, aseguran que allí nunca han ahorcado a nadie.
Aun cuando habla de unas noches Bogotanas tranquilas y pacíficas, un
par de veces ha sido víctima de atracos, en ambas ocasiones en el mismo
lugar y por la misma banda de maleantes. Por eso, aunque una de sus rutas
preferidas es la que sigue el curso de la avenida circunvalar desde la quebrada
La vieja –al norte de la ciudad– hasta los tanques de El Silencio –en cercanías
a Monserrate–, en los últimos tiempos evita cruzar los límites orientales del
barrio La Perseverancia gracias a esta peligrosa pandilla.
Gracias a Dios, se sabe completadamente libre para caminar por el resto
de la ciudad, que igual puede ser por la Zona Rosa de la 82 o por la calle del
Cartucho, sitio sobre el que le produce nostalgia hablar por la cantidad de
personajes que allí conoció en los inicios de este hobby, la mayoría de ellos
muertos hoy día. De hecho, confiesa no estar a gusto por la forma como la
zona fue recuperada. En su lugar, habría preferido un proceso paulatino de
socialización de sus habitantes. Sabe de lo que habla: estudió psicología en la
Javeriana, universidad en la que fue profesor durante muchos años
precisamente en la facultad de Psicología social.
Cuando habla, Hernando Gómez parafrasea a Borges y a Sábato, pero
nunca inicia una caminata sin con una anécdota del arquitecto Martínez,
quien con el más puro acento cachaco decía que Bogotá es a la vez como dos
hermanos diferentes: uno pilo y decente y el otro muérgano maleante,
quienes, a pesar de sus divergencias, se quieren y respetan por igual. Es lo
que le sucede a él, que no puede dejar de amar esta selva en la habita desde
que nació en la Clínica Marly, por más desventuras que le conozca. Por eso la
camina, para quererla cada vez más, para dejarse arrastrar por su sensualidad,
por sus olores y texturas, antes de quitarse las botas pantaneras y acostarse,
cada día más contento, a dormir sabiendo que habita en la única ciudad del
mundo donde quisiera hacerlo.
Graduada en parrandas

Colgada en alguna pared del apartamento de Fanny Mikey se encuentra


uno de los reconocimientos más significativos –dentro de los muchos– que ha
recibido la mujer más importante del teatro colombiano: un diploma firmado
por Alberto y Consuelo, los dueños de Café Libro, con la inscripción que
sigue: “Por su abnegada resistencia hepática, por su amor al arte, por su
aporte a la amistad, por su capacidad de conquista, por su buen gusto musical
y por su espíritu de libertad, este jardín le otorga el título de NON PLUS
ULTRA en bohemia y salsa a Fanny Mikey”.
No es para menos, porque Fanny no duerme. Pero lo que la trasnocha no
es la organización del próximo Festival Iberoamericano de Teatro, ni el
estreno de las próximas obras de sus tres teatros. En realidad, Fanny no
duerme porque es una rumbera de tiempo completo, una mujer a la que
fácilmente nos podemos topar cualquier día de la semana bailando en la
madrugada en cualquier rumbeadero de la ciudad, especialmente en Salsa
Camará, su lugar predilecto.
“Me gusta Salsa Camará primero, porque me recuerda mucho a mi viejo
Cali, con las mesitas y el lugar del centro para bailar; segundo, tiene la mejor
salsa de Bogotá pero, sobre todo, porque su sonido es perfecto para bailar si
se quiere, o para hablar con los amigos sin necesidad de gritar, como en
tantos otros lugares”.
Como los buenos rumberos –que saben que la fiesta buena no es la que
acontece los sábados–, a Salsa Camará le gusta visitarla entre semana. Por
ello, por lo general suele trabajar hasta antes de la medianoche y luego pasa a
cenar en algún restaurante de moda antes de aventurarse a recorrer la noche
bogotana.
Claro que más que rumbera, Fanny es noctámbula. “Es un hábito
adquirido en la adolescencia –asegura–: siempre he trabajado más de
dieciséis horas diarias, lo que significa que dormir cuatro horas diarias ya es
descanso”.
Pero en realidad no es dormir lo que la relaja, sino la rumba: escuchar la
música, hablar con los amigos, ver a la gente divertirse. Es la consecuencia de
trabajar de noche: luego de cada función queda lo suficientemente excitada
como para no querer llegar a casa. Es entonces cuando apela a cuanto
rumbeadero encuentra abierto.
A todas las fiestas a las que llega, la acompaña siempre su gran escudera
Ana Marta de Pizarro, su Sancho Panza del alma, aclarando que este Sancho
Panza criollo es una bella bailadora de risa alborotadora. Por supuesto, el
símil con los amigos de “algún lugar de la mancha” no es gratuito: toda
Colombia conoce las quijotescas empresas que acostumbra inventarse esta
mujer que se hizo famosa no a partir de La Gata Caliente, el reconocido café
concierto que durante muchos años funcionó justo donde la carrera 15 se
encuentra con la calle 100, sino porque en alguna ocasión, en un programa en
la televisión nacional que por entonces ella conducía los domingos, bromeó
cuando uno de sus invitados se apareció en escena con un serrucho. “Eso no
debería estar acá sino en el Congreso”, fue la corta frase que la sacó del aire y
que originó una veintena de caricaturas que hoy cuelgan en las paredes de su
apartamento.
Es este el mismo apartamento que luego de cada estreno teatral es
invadido por cientos de amigos de las artes, no sólo actores: pintores,
escritores, políticos, empresarios, gente del común que se mueve como Pedro
por su casa por la extensa terraza con vista sobre la ciudad, gente que al día
siguiente amanece dormida en un sofá o encerrada en un baño.
Y es que Fanny no hace distinciones a la hora de los amigos: con que la
quieran es suficiente. Por eso, en alguna oportunidad que llegó a un famoso
burdel de la ciudad con el director de teatro Manolo Orejuela –una de las
grandes promesas de la generación en ascenso– los “chulos” corrieron a
conseguir una cámara fotográfica para conservar el recuerdo de esta amiga.
Nada la asusta. A sus 74 años conserva una salud de hierro. De hecho,
mientras conversamos (comiendo la arepa de huevo más deliciosa que se
cocina en Bogotá) suena el timbre de su casa anunciando al mensajero de la
farmacia. “Debe ser para el apartamento vecino –corre a decir–, porque yo no
sufro de nada”. Su receta es sencilla: trabajar mucho, no comer carne, “salvo
humana, cuando se puede”, y disfrutar la vida a plenitud.
Esto último es lo que más sabe hacer esta mujer conocida también por
sus cabellos rojos. Desde que vivía en Buenos Aires se acostumbró a
conversar con sus amigos de la bohemia hasta tempranas horas de la mañana,
placer que continuó al vivir en Cali. “Cali es una ciudad que debería cambiar
sus horarios –advierte–: su clima ideal inicia a las cinco de la tarde, que era la
hora en que empezábamos a ensayar los montajes teatrales, para terminar
rumbeando en la madrugada en Aquí es Miguel o en cualquier otro bailadero
de Juanchito”.
Se refiere a cuando llegó, detrás de un amor, a vivir a Cali. Allí montó
varias de las obras más emblemáticas del teatro nacional, aunque, sin dudas,
lo que más recuerda de la ciudad es su paso por todos los amanecederos,
clandestinos o legales, de la época en que esta era la ciudad más rumbera del
país. “Rumba pesada –advierte Fanny–, de baile hasta el mediodía”.
Abuela de Nicolás, Fanny sigue siendo una mujer voluptuosa, una mujer
dada a los placeres o deleites sensuales, a quien, en su momento, la Ley
Zanahoria afectó tanto como al resto de jóvenes bogotanos. “Una noche llegó
la policía a hacer una redada a Disco Fuego, la discoteca gay que quedaba en
la calle 100. Por supuesto, mis amigos corrieron a esconderme bajo la barra –
cuenta en medio de su sonora carcajada convertida en icono criollo–. En otra
ocasión, rumbeando con Amparo Grisales en algún after party de la Caracas
con 60, la policía no creyó las palabras de la Grisales de que ella era quien
era, en cambio a mí, supongo que por respeto a la edad, no me pusieron
problema”.
Fanny ama la noche porque es cuando la gente se desmaquilla, se quita
las caretas, las pelucas, el disfraz con el que se defiende en esta vida. “De
noche la gente te habla a los ojos, con el corazón: es muy difícil que la gente
de la noche te mienta. En un lugar nocturno, yo miro a la gente y sé
inmediatamente con quién puedo hablar y con quién no”. A cada lugar que
llega la gente la quiere, le brinda su confianza, la deja sentir como en familia.
“En alguna ocasión, me invitaron a un espectáculo de drag queens que me
imitaban –cuenta divertida–. Y recientemente, fui jurado en un concurso de
belleza para hombres en Theatrón”.
Alicia Adorada es el vallenato preferido de Fanny Mikey. Tanto lo
disfruta que en alguna oportunidad, estando en Cartagena, un admirador
contrató durante seis horas continuas a un conjunto de acordeones para que le
cantara exclusivamente esta canción. Desde entonces la recuerda en todas sus
parrandas. Aunque, en realidad, Fanny adora los vallenatos “pero en la
costa”. En Bogotá, en cambio, lo que disfruta es la salsa, y cuando está en su
casa –en especial en la madrugada–, la sangre la llama y es entonces cuando
escucha con nostalgia los tangos de su niñez en la soledad de la voz del
“Loco” Goyeneche o en la de Adriana Varela, el nuevo icono argentino.
Graduada en parrandas, Fanny espera con ansias el próximo mes de
marzo, cuando nuevamente se abra el telón de una nueva versión del Festival
Iberoamericano de Teatro. Sin lugar a dudas, mucha adrenalina correrá
mientras tanto, pero no por eso dejará de gozarse la noche esta mujer de
acento argentino y alma de caribeña.
Apostando por La Calera

Hace apenas una década, la vía a La Calera fue el lugar de moda en la


noche bogotana. Gracias a su estratégica posición desde la cual es posible
apreciar los encantos de la ciudad, a comienzos de 1990 florecieron grandes
discotecas en las que bogotanos y turistas disfrutaron a plenitud la rumba
cada fin de semana. Además de la maravillosa vista sobre Bogotá, lo que más
llamó la atención a los empresarios nocturnos de aquella época fue la
posibilidad de construir grandes espacios, casi todos con aforos cercanos a las
mil personas.
Muy posiblemente, la memoria de quienes ya pasaron los 30 años
conserve muchos de los nombres de estos lugares: Bahía, Colors, Tartezos,
Massai… Este último, el único de una larga lista que conserva abiertas sus
puertas, aunque quienes la visitan ya no son prestantes ejecutivos sino
jóvenes universitarios que cada noche de viernes y sábados se divierten hasta
el cansancio en este lugar.
Para algunos, la toma de la guerrilla al vecino pueblo de La Calera,
ocurrida hace algunos años, fue la razón del éxodo de la rumba desde este
lugar hasta el corazón de la ciudad; otros encuentran la causa en la nueva
moda de construir bares pequeños con diseño contemporáneo; y hay quienes
opinan que la puesta en funcionamiento del servicio de Transmilenio fue la
estocada mortal para que la rumba se congregara por completo en la ciudad,
pues es claro que quien quisiera acceder a estas grandes discotecas debía
contar con carro, propio o de amigos, o al menos con un alto presupuesto
para el transporte.
Por lo anterior, sorprende que hace dos años un par de empresarios
cincuentones le haya apostado a esta zona para inaugurar una discoteca, la
cual fue pensada inicialmente como un bar tipo lounge pero que, luego de la
noche inaugural, asumió personalidad propia hasta convertirse actualmente
en una de los espacios nocturnos más concurridos en la movida gay bogotana.
El Clóset Lounge es el nombre de este lugar, y sus dueños se llaman
Mauricio Varela y Fernando Arias. El primero, es totalmente nuevo en esto;
el segundo, lleva 18 años como empresario de la noche, pues es al tiempo el
propietario de la discoteca Massai, y fue precisamente quien influyó para que
Mauricio Varela terminara apostándole a un negocio que desconocía de cabo
a rabo. Sucedió que una tarde, de regreso a Bogotá luego de un partido de
golf, Arias propuso a su amigo de muchos años incursionar en este oficio.
Tanto le gustó la idea a Varela, que esa misma semana se dieron a la tarea de
buscar un espacio para montar un bar para románticos que gustaran conversar
sobre sus amores mientras disfrutaban la mejor vista de la ciudad.
Desde el principio, la zona de La Calera estuvo entre sus planes, con tan
buena fortuna que el propietario de una discoteca llamada Riscos accedió a
arrendarles su espacio. Con un arquitecto amigo, rediseñaron el lugar, en el
que desde un principio han ocupado un lugar importante los teléfonos
colocados encima de cada mesa, los que son ampliamente utilizados en las
madrugadas de los fines de semana cuando, con la desinhibición propia del
alcohol, los clientes se divierten llamando a aquel a quien pretenden.
A partir de la primera noche, lo que se pensó como un bar lounge con
música suave, se convirtió en un ameno rumbeadero para “azotar baldosa” ya
que, según afirma Mauricio Varela, el éxito de su sitio es la buena música –
tipo crossover–, que su variada clientela baila desde el mismo instante en que
traspasa las puertas del lugar. La otra razón por la que esta discoteca se ha
convertido en una de las preferidas de la comunidad homosexual que habita
la ciudad, es que se trata de un sitio de encuentro, es decir, uno de esos
locales donde, de antemano, alguien sabe que allí se encontrará con los
amigos. En este caso, en un buen número, se trata de profesionales
cuarentones que luego del cierre de Disco Fuego y otras discotecas famosas
en la década de 1990, de repente se sintieron huérfanos de rumba. En tal
sentido, El Clóset suplió un gran vacío para este mercado.
En todo caso, la decisión de abrir una discoteca con capacidad para más
de mil personas en la vía a La Calera fue pensada y sopesada por sus socios,
pues no se trataba de un riesgo menor: desde hace diez años, la zona fue
abandonada por los rumberos bogotanos de cualquier pelambre. Por eso, les
alegra saber que nuevamente comienzan a abrirse espacios alternos en este
lugar. De hecho, hace apenas una semana a menos de 500 metros se inauguró
una discoteca con capacidad para 2.000 personas, quizás algo imposible dos
años atrás. De la misma manera, al igual que hace un buen tiempo, de nuevo
la vía a La Calera se ve inundada cada fin de semana por decenas de personas
que disfrutan la noche bogotana escuchando música dentro de su carro tan
sólo acompañados por su pareja mientras, a lo lejos, miles de lucecitas les
muestran una Bogotá tan tranquila, tan apacible, de la que nadie imaginaría
en ella cualquier tipo de caos.
Es la misma vista que se aprecia desde el amplio ventanal de El Clóset
Lounge, a la que alguien definió como la discoteca gay más conservadora de
la ciudad, refiriéndose a su esmerada organización y a la preocupación de sus
propietarios porque quienes los visiten guarden siempre el mismo respeto que
ellos ofrecen. Esta es la razón por la que la alcaldía de Usaquén los ha
tomado como ejemplos de buenos empresarios de la noche bogotana. Quizás
por eso, no resulta difícil pensar que algún día en la vía a La Calera
nuevamente la rumba florezca como antaño.
Los amores de Daniela

Contrario al imaginario popular, las travestis no tienen sexo con los gais,
pues a la hora de la cama a los homosexuales en general, entre más varonil es
el aspecto, más les atraen los hombres. Quizás por eso, a Daniela –una de las
casi doscientas travestis que pueblan la noche bogotana–, la conocí
precisamente a través de unos amigos heterosexuales que con frecuencia
disfrutan su compañía. Aunque en realidad, amistarse con Daniela Fortich no
resulta difícil por su temperamento espontáneo y su carcajada constante
herencia de su raza momposina. “Me encanta hablar con las personas, que se
sientan con la confianza para compartirme sus tristezas”, afirma con
entusiasmo.
Daniela es una chica alta (a las travestis hay que referirse en género
femenino), morena, de facciones fuertes y cuerpo macizo. Mide 1,78, pero es
rara la ocasión en que sale a la calle sin estar trepada en tacones de quince o
veinte centímetros, que maneja a la perfección, igual a como hace con su
personalidad: es de trato fácil, a pesar de que son muchas las ocasiones en
que ha sentido en carne propia la intolerancia nacional.
En realidad, las travestis colombianas tienen razones para quejarse.
Dicen que la mayoría de ellas ejercen la prostitución porque la sociedad no
les permite un rol diverso, y a pesar de que algunas admiten que se trata de
dinero fácil, la deuda social es inmensa y la soledad, descomunal. Para evitar
las burlas o los improperios, las travestis se camuflan en la oscuridad de la
noche, no sólo para invisibilizarse ante los demás, sino para no “boletear” a
sus clientes, la gran mayoría hombres casados y con hijos que no son capaces
de afrontar sus gustos por lo que, más clandestinos que ellas, las buscan en
espacios escondidos, ocultos, que ambos conocen de antemano.
Por eso, todos los días de la semana, excepto los lunes, Daniela inicia su
emperifolle luego de las ocho de la noche y, maquillada y ataviada con
prendas que dejan al descubierto buena parte de su sinuoso cuerpo, pasadas
las 10:00 p.m. abandona su modesta vivienda adonde regresa, cansada pero
satisfecha, con los primeros rayos del sol.
Debido a una pelea con su padre, a los doce años abandonó por primera
vez el hogar familiar. Desde su niñez, la relación con él se basó en el
conflicto, por lo que a esta edad agotó su paciencia y, luego de un choque
muy fuerte por una causa cualquiera, una noche desapareció de su Mompóx
natal. Una semana entera estuvo en Bogotá, al final de la cual decidió
perdonar los agravios de su padre y volver a casa porque se sintió “sola y
desprotegida”.
Luego de terminar el bachillerato, decidió radicarse en la capital de la
República con el sueño de estudiar informática, pues los computadores
siempre han sido su gran pasión, pero por razones económicas nunca pudo
continuar una carrera. Se contentó, en cambio, con estudios técnicos en el
SENA, como diseño de modas y auxiliar de secretaria, labor que luego
ejerció en Barranquilla cuando trabajó durante tres años como secretaria del
Batallón distrito No. 10. En ese entonces estuvo ennoviada con un teniente
retirado del ejército, “pero lo dejé porque no era nada seguro –cuenta entre
risas, y agrega–: además, estaba casado con una gorda que me celaba de día y
de noche”.
Tan bien le ha ido con ellos, que hace un par de años, junto con su novio
samario de esa época, se presentó a una notaría para formalizar la relación.
“Ya sabes –dice–: firmamos un documento en el que nos juramos amor
eterno y nos comprometimos a que de ahí en adelante los bienes serían
mutuos”. Pero el “matrimonio” duró muy poco, pues al par de meses se
convenció de que aquello no era amor: “Él era celoso y con frecuencia me
pegaba”: fue la principal razón por la que decidió abandonarlo. Desde
entonces no ha querido volver a verlo.
Desde sus siete años, Daniela es consciente de que le gustan los
hombres. “Algunas nacemos así, y otras se forman en el camino –asegura–
pero desde bien chiquita yo tengo claritico cuáles son mis gustos sexuales”.
Nacida en una modesta familia de seis hermanos (“tres mujeres conmigo, y
tres varones”), es la cuarta antes de otros dos que han salido adelante gracias
a sus esfuerzos, pues durante mucho tiempo destinó parte de lo que recibía de
su trabajo como prostituta para la educación de ellos, por lo que hoy día le
enorgullece saber que ambos son profesionales. De hecho, el menor de sus
hermanos trabaja desde hace un par de años en Shell Colombia, lo que la
complace hasta el jolgorio.
Por su cuerpo han pasado cientos de hombres. A algunos los recuerda
con cariño, pero la mayoría dejó cicatrices invisibles que no borran
fácilmente. Dice que lo único que tienen todos en común es que pertenecen al
género masculino, pero no es capaz de describir un cliente promedio, pues
todo tipo de hombres ha requerido de sus servicios, desde jóvenes
universitarios, “hasta jóvenes de 80 años que todavía se creen con la cuerda
suficiente” para arroparse con estos placeres; desde estudiantes que tienen
apenas lo justo para pagar ciertos goces, hasta millonarios tacaños que la
recogen en autos lujosos pero regatean el pago; desde desempleados hasta
políticos que ella reconoce luego en la televisión o en alguna revista de la
peluquería que frecuenta cuando quiere estar más linda, más sensual o, dicho
en palabras suyas en el tono de humor que la caracteriza, cuando quiere verse
“sesi y atrativa” para sus hombres, pues es consciente que parte de lo que
atrae a los heterosexuales de las travestis es su feminidad, el hecho de que se
vistan y se arreglen para ellos, que se dejen consentir y mimar y hasta que se
dobleguen ante sus caprichos, rezagos todos de un machismo recalcitrante
que se empeña en conservar la docilidad femenina.
Daniela ejerce la prostitución desde el final de su adolescencia, siempre
en la misma calle del norte de la ciudad. A menudo, su clientela la busca para
lo básico, es decir, sexo oral y relación anal, pero en la medida de sus
inhibiciones, a veces los hombres se permiten con ella algunos rasgos de
cariño, como frases empalagosas y besos profundos. Por fortuna, en sus
tantos años como “mujer de la calle”, Daniela nunca ha sido objeto de
violencia física. Por el contrario, salvo el caso de su exmarido, es clara
cuando defiende el respeto con que los hombres la han tratado desde siempre.
En cambio, su voz enmudece cuando se le pregunta por las heridas verbales,
por la discriminación o la indiferencia social. “Lo que pasa es que una se
hace la tonta –dice con cierta tristeza en la mirada pero con la sonrisa eterna
de sus labios, y agrega–: Esa es la mejor manera de olvidar el dolor”.
Ahora está ennoviada con otro hombre mayor que ella, y es buena amiga
de la única hija que él tiene, quien llama a su casa siempre que su padre
desaparece. “Ella sabe que acá está seguro porque yo lo quiero y protejo”,
cuenta entre risas, con la esperanza de que este sí sea el amor de su vida.
La noche es de los poetas

En el marco de la actual Feria del Libro, el pasado lunes se dio cita en el


salón Tomás Carrasquilla la pléyade en pleno de la poesía nacional. El
objeto: la presentación de la convocatoria del Primer Premio Nacional de
Poesía María Mercedes Carranza. Dotado con 15’000.000 para un único
ganador, el concurso es convocado conjuntamente por el Instituto Caro y
Cuervo y la Tertulia de Gloria Luz Gutiérrez. De hecho, fueron precisamente
los organizadores de este evento literario mensual quienes, en
conmemoración de sus cinco años de actividad, decidieron la entrega del
premio.
Desde el mismo momento de su creación, el director de esta tertulia es el
poeta Federico Diazgranados. De hecho, fue la misma María Mercedes quien
lo llevó de su mano a ocupar tan digno cargo. Desde entonces, el maestro
Diazgranados nos ha regalado su conocimiento sobre los poetas malditos, la
poesía italiana, Neruda, los poetas suicidas, los piedracelistas, el nadaísmo, el
hermetismo; en síntesis, las diversas corrientes poéticas tanto nacionales
como a nivel mundial.
Hijo del gran poeta José Luis Diazgranados –recién regresado al país
luego de extenso exilio en Cuba–, desde antes de nacer estaba signado para la
poesía. “El único de los tíos que tuvo una resonancia pública fue el mayor de
todos y el único conservador, José María Valdebánquez, que había sido
senador de la República durante la guerra de los Mil Días, y en esa condición
asistió a la firma de la rendición liberal en la cercana finca de Neerlandia.
Frente a él, en el lado de los vencidos, estaba su padre”. El párrafo hace parte
de Vivir para contarla, y el personaje mencionado es el bisabuelo de
Federico, lo que lo emparenta en grado cercano con nuestro Nobel García
Márquez. Aunque él prefiere echarle la culpa de su amor por la literatura a su
abuela materna, Margot Valdeblanquez (de quien Gabo dice que es “la
memoria de la estirpe”) amante incondicional de la poesía, una mujer que en
su juventud estudió bellas artes en una época en que la sociedad no veía con
buenos ojos a las mujeres ilustradas.
Federico es Diazgranados al cuadrado, pues sus padres son primos
hermanos. Descendientes de samarios, su papá poeta nació en la capital
colombiana en tanto su mamá es nativa de la llamada “Perla del Otún”.
Curiosamente se conocieron siendo adultos, cuando Alba Marina
Diazgranados, luego de ser coronada soberana de las Fiestas del Mar, viajó a
Bogotá a presentar pruebas universitarias. En esa oportunidad, para que
tuviera quien la cuidara, su padre decidió que se hospedara en casa de su tía
Margot Valdeblanquez quien designó a su hijo José Luis la tarea de mostrarle
la ciudad y protegerla de posibles pretendientes. Nunca pensó doña Margot
que de quien debía distanciarla era precisamente de su hijo, quien aprovechó
los paseos por la ciudad para endulzarle el oído y enamorarla al punto de
inspirarle uno de sus poemas más conocido, aquel –musicalizado por Iván y
Lucía que luego conoció la fama con el dueto Ana y Jaime– que dice:

Alba Luz, alba sol, Alba marina, Alba día


Alba siempre, Alba del alma, Alba hoy,
Alba sur, Alba de junio, Alba mora,
Alba esposa, Alba dormida, Alba verso, Alba única,
Alba mía.

Por supuesto, una vez enterado, el padre de Alba le ordenó su inmediato


regreso a Santa Marta, hasta donde luego viajó el poeta a raptarla en playas
de El Rodadero como si fuera el mismo Zeus convertido en lluvia de oro. Es
la razón por la que su Dánae llegó a Bogotá vistiendo apenas un vestido de
baño. Federico nació nueve meses después y luego de veinte años errantes
por diversos colegios de la ciudad se convenció que lo suyo era, de tiempo
completo, la poesía. Fue entonces cuando comenzó a habitar la noche, en esa
bohemia de los poetas que en ocasiones resulta la mejor universidad de la
vida. Mesero en Saint Amour, en Famas y Cronopios (donde publicó su
primer libro, Las voces del fuego, con prólogo del mismísimo Jota Mario) y
La Arcadia, que terminó administrando durante tres largos años al tiempo que
estudiaba Comunicación Social en la Javeriana.
Mamerto de El Bulín, con la noche inició su educación sentimental y de
la mano de la bohemia llegó a la Casa de Poesía Silva, donde conoció al
poeta Mario Rivero, quien pronto se convirtió en uno de sus mejores amigos
a la vez que gran maestro en su postgrado en la Universidad de la Vida. Fue
precisamente Rivero quien lo entronizó, con escasos veintipocos, como
subdirector de su revista Golpe de Dados.
La noche, la bohemia, la palabra, María Mercedes Carranza… Desde
muy joven la literatura es la compañera grata de cada momento de este
muchacho que ahora sobrepasa los 30 y habla con soltura de poesía universal
o repite de memoria extensos poemas que aprendió de niño, cuando su propia
casa era el nido de los más grandes poetas nacionales. En un país de poetas,
Federico ha confirmado que la poesía es la mejor excusa para acercarse a los
amigos, los mismos amigos que cada martes por la noche se reúnen en casa
de su gran amiga Gloria Luz Gutiérrez para escuchar de su boca, a su
alrededor, los mejores versos del alma.
El mago de Andrés

Siempre que hay un artista en la familia es común remontarse por las


ramas genealógicas buscando un culpable: los empresarios siempre se hacen
a punta de perrenque, olfato y ambición; el origen de los artistas, en cambio,
está en los genes, especialmente cuando los acompaña el éxito. Es el caso de
Gitano, así, a secas, sin apellidos ni apodos, aunque su nombre parece que lo
fuera (y aunque es cierto que no es el mismo que recibió en la pila bautismal,
es aquel con que se hace llamar desde los 11 años, cuando a una niña vecina
le llamó la atención que su madre siempre lo vistiera con chalequitos,
pantalones bombachos y botines altos).
En todo caso, si Gitano es hoy día un artista exitoso, la culpa la tiene su
abuelo, reconocido porque toda su vida encarnó el papel de bufón en el
celebrado Carnaval del Diablo que cada dos años se realiza en Riosucio
(Caldas). De esa vena artística le viene el gusto por pararse en un escenario a
escuchar los aplausos. Claro que en este caso “escenario” debe entenderse
como el espacio necesario para dar a conocer su arte: la magia, pero no la
magia de salón que disfrutan los niños junto a una piñata. Por supuesto que
no: lo suyo es un trabajo serio conocido entre entendidos como Magia de
Cerca que es aquella, interactiva hasta cierto punto, donde el público es muy
reducido ya que se practica con “los adminículos que pueden llevarse en
cualquier bolsillo, y realizarse cerca, muy cerca de los espectadores”, como
escribió Lewis Ganson, el más claro escritor en el mundo de la magia.
Esta clase de magia Gitano la practica todos los fines de semana en el
conocido restaurante de Chía Andrés Carne de Res, que es al tiempo el lugar
que lo catapultó a la fama pues, camuflado como un comensal más entre sus
cientos de mesas, a partir de cortas sesiones ha logrado sorprender a niños de
todas las edades y de variadas inteligencias al punto de que con frecuencia las
más grandes empresas de Colombia se ven a gatas a la hora de contratarlo
para la diversión de sus empleados: tal es la cantidad de ofertas contractuales
que a diario recibe. De hecho, a fin de masificar un espectáculo tan reducido,
recientemente se vio forzado a inventarse la manera de que esta Magia de
Cerca sea apreciada al tiempo por las multitudes. Para ello utiliza un video
beam que muestra en la tarima las ilusiones que padecen unas cuantas
personas sentadas alrededor de una pequeña mesa.
Lo curioso es que, de niño, Gitano nunca pensó dedicarse a la magia,
oficio que oficia recién desde los 21 años –ahora tiene 26– cuando un día, a
bordo de uno cualquiera de los buses bogotanos en los que a diario se subía
para cantar a la concurrencia y ganarse su diaria subsistencia, lo decidió con
una simpleza que atortola: mientras hablaba con un amigo llegó a su cabeza
la idea de ser mago, así, como si fuera el mismísimo arcángel san Gabriel
quien se postró a su lado para anunciarle que algún día sería un grande.
Aunque, a decir verdad, se le ocurrió bastante tarde esa misma idea con la
que sueñan tantos niños de tener el poder suficiente para desaparecer de un
lugar o ilusionar (iba a decir engañar, pero suena feo) a otros con los deseos
propios. Eso sí, desde que lo pensó, asumió a plenitud su nuevo rol. Por eso,
durante mucho tiempo se convirtió en un ratón de bibliotecas, las que visitaba
con afán ávido buscando adquirir todo el conocimiento de los libros que
hablan de magia. “Leer magia es muy difícil porque lo que enseñan son
técnicas –explica con la magia de enfatizar las palabras que corresponde–.
Además, se trata de libros muy costosos, porque informan secretos. La magia
es una cuestión de secretos”.
Se trata de secretos que cada mago protege con saña aterradora, al punto
de que pocas veces comparten entre ellos la más mínima información. Cosa
rara: en sus inicios Gitano conoció a John Howard, un reconocido mago con
el que hizo el mejor negocio de su vida: John le enseñaba magia a cambio de
que Gitano le enseñara música. Esto porque cuando niño los padres de Gitano
le regalaron una organeta que aprendió a tocar –también– con los libros y que
lo llevó a hacer parte de Batuta y de la Orquesta Sinfónica Juvenil. Luego de
su pacto con Howard, Gitano se convirtió en uno de los mejores ilusionistas
nacionales. Lo malo es que Howard nunca aprendió a sacarle música a
instrumento alguno.
Durante mucho tiempo, esta organeta le permitió el trabajo necesario
para la diaria subsistencia pues, a diferencia de Harry Potter que ingresó a la
mejor escuela de brujos, nuestro mago proviene de familia humilde. Para su
desgracia, los amigos de lo ajeno un día hicieron de las suyas despojándolo
de su herramienta de trabajo. Entonces entró en crisis económica, y fue
cuando decidió ingresar a la Nómina Nacional del Rebusque subiéndose a
cantar en cuanto bus se lo permitiera. Tan bien le fue, que con esta plata dio
inicio a esa pequeña colección de libros de magia con los que poco a poco fue
adquiriendo el conocimiento necesario para descrestar multitudes,
especialmente aquellas que cada fin de semana deleitan su paladar con la
cocina de Andrés Carne de Res. De hecho, hace tres años, nació allí su
personaje Magolito Riveros.
La primera vez que tocó las puertas del restaurante, a su propietario no
le llamó la atención la idea de un mago que recorre mesa a mesa falseando la
realidad. Entonces Gitano le pidió que lo dejara hacerle una muy breve
demostración. A partir de entonces, lo suyo es historia, pues son muchos los
clientes que preguntan por él desde el mismo instante en que ponen el primer
pie en el restaurante. Lo buscan por su arte pero mucho más por su carisma y
esa sonrisa eterna que no perdió ni siquiera durante los nueve meses que
estuvo hospitalizado debido a un cáncer fulminante que superó mediante
dolorosas quimioterapias y, en especial, por cierto recio carácter que adquirió
cuando de niño se le dio por ser monje franciscano.
Tímido declarado, superar el cáncer le dio seguridad y ansias por vivir a
plenitud y hacer cosas que agraden a todo el mundo. Por esto, desde hace
poco tiempo abrió una escuela de magia que lleva su nombre. Se trata de
clases particulares a profesionales y a altos ejecutivos que gustan
desestresarse del diario trajín recurriendo a aquel viejo sueño de la niñez: cual
si fuera un X-Men, tener el poder para desaparecer de la faz de la tierra, o al
menos aquel suficiente para engañar a los demás.

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