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Natalie vivía cerca de casa y tenía una amiga inseparable, de la que nunca supe el nombre.

Ellas
siempre estaban juntas y cuando yo bajaba para hacer las cinco cuadras que me separaban de la
escuela a veces las veía. Iban al colegio que estaba a media cuadra de casa. Una vez me animé a
hablarle, así supe como se llamaba. Me extrañó esa “e” al final pero decidí creerle. Esa mañana
llegué un poco tardé a clases. Cuando tenía trece años estaba lleno de dudas pero tenía una sola
certeza: Natalie era la chica más hermosa del mundo. Con mi mamá escuchábamos los 40
principales y yo pensaba en ella, especialmente cuando pasaban una canción en particular: “The
One” de Elton John, que ese año 1992 sonaba todo el tiempo. Daisy May Queen pisaba ese final
hermoso en el piano, hablando encima de la canción, y yo tenía ganas de matarla. Porque esa
era “su canción”. La imaginaba a Natalie en esas notas que se iban en fade out y pensaba que
ella era la única. Hoy en día sé más, mejor, pero al mismo tiempo extraño esa fascinación de
saber menos. Una de las cosas que aprendí es que queremos a una sola persona durante toda
nuestra vida, luego actualizamos ese sentimiento con otros pero siempre es la misma, o el
mismo. Siempre es la primera. En mi caso fue Natalie. Un día soñé que me llamaba. Yo
quedaba absolutamente en estado de shock, increíblemente ella me llamaba y, no sé porqué, me
preguntaba si estaba enamorado de su amiga. Yo no respondía nada. Era una conversación corta
pero imposible de olvidar. Luego, en el sueño, miraba desde el balcón que daba a San Martín e
imaginaba que ella volvía caminando de educación física. Obviamente, junto a su amiga.
Porque eran inseparables y siempre las recuerdo juntas. El sueño terminaba abruptamente.
Luego pasaron veinticinco años o un poco más, como si nada. Esto también va para ella, para la
amiga de la que jamás supe el nombre pero sigo recordando su rostro, como si tuviera trece,
catorce o quince años eternamente.

(foto del video de “The One”, Elton John, 1992)

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