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Elegir a un otro

Sara Barquinero del Toro


Máster de Estudios Avanzados en Filosofía
Teorías éticas contemporáneas
Curso 2016–2017 (primer semestre)

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Índice

Introducción 4

Planteamiento: Análisis de El humanismo del otro hombre 6

Problema: El Otro como absoluto 12

Conclusión 19

Bibliografía 20

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Introducción

El siglo que nos precede nos regaló una terrible historia de exclusión, guerra y miseria que nuestro
tiempo parece continuar: sea por opresión a minorías étnicas, económicas, o sociales, sea por
guerras económicas o religiosas, parece que “desgracias” son lo único que tienen para nosotros los
noticiarios. El interrogante parece cada vez más acuciante, ¿es que no hemos aprendido nada?
¿Seguimos suspendiendo en nuestro mundo cotidiano la atención hacia Lo Otro? Negado o
torturado, este Otro sigue sufriendo en los márgenes de una cultura occidental, que parece muy
dispuesta a deconstruirse en ciertos aspectos, pero que rechaza radicalmente la apertura en otros
tantos –especialmente cuando lo que pedimos que se abran sean las fronteras–. La cuestión del Otro
y su respeto, el respeto tanto por su vida como por su especificidad, parece una asignatura pendiente
de la que hoy la filosofía debe ocuparse, pero, ¿qué significa hacer una filosofía desde el punto de
vista de lo Otro, de la Alteridad? ¿Es, de hecho, posible? ¿Qué implicaciones tiene? Nos
proponemos desarrollar la cuestión del Otro –y lo que significa elegir al Otro, elegir a un Otro–
desde el planteamiento filosófico de Emmanuel Levinas. Quizá el gesto que más separa a Levinas
de otros filósofos sea, en este sentido colocar a la ética como filosofía primera y no la metafísica o
la teoría del conocimiento: la ética no es un saber subalterno que debe seguirse de cierta concepción
del mundo, sino que es no sólo lo más importante: es lo que dota de sentido, aquello que funda todo
lo demás. Nos gustaría desarrollar filosóficamente esta postura y sus posibles problemas como base
teórica de cualquier praxis que aspire a ser integradora.

Desde este punto de partida que se pregunta y respeta a la otredad, Levinas pasará a releer
conceptos clave del pensamiento occidental –como la idea de infinito, o las nociones de

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“autonomía” o “libertad”– desde la primacía de la ética: el infinito se encuentra en el cara a cara
con el otro y la responsabilidad predecerá a la libertad. Criticando a la “filosofía de la reflexión”
occidental que siempre subsume a lo Otro en lo Mismo, afirmará que existe una situación indecible
y previa al concepto que, paradójicamente, debe ser dicha por la filosofía. En este sentido, el
planteamiento de Levinas puede leerse como una reacción contra los dos rasgos que Habermas y
Appel consideraban definitorios de la Modernidad: la separación de esferas y la racionalización de
cada aspecto de la vida, pues todo significado remitirá a dicha situación originaria que, además, es
irracional. A pesar de esto, no debe leerse su obra como desconectada del discurso moral moderno y
contemporáneo, sino que su acentuación de la importancia del diálogo con el otro se puede poner
en relación fácilmente con las filosofías del diálogo como la de Habermas, Appel y Rawls o las
perspectivas morales socialistas.

Sin embargo, nos gustaría señalar cómo la pregunta por lo Otro puede tener sus reversos y
contradicciones:desde la crítica que el propio Levinas realiza a Kierkegaard en Existencia y ética,
nos proponemos evidenciar los problemas que ese “Otro que exige respeto absoluto”, asentado,
además, en cierto plano pre-conceptual –y por ello fuera propiamente de la razón-- puede acarrear al
pensamieto filosófico. ¿Podemos elegir a todos los Otros? ¿No es ese deber absoluto hacia el otro
algo que puede cuestionar la moral establecida? ¿Es eso deseable? Trataremos de encarar estas
cuestiones desde la crítica y las filiaciones de Levinas con la obra de Kierkegaard.

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Planteamiento: Análisis de El humanismo del otro hombre

“Ni las cosas ni el mundo percibido, ni el mundo científico permiten volver a encontrar las
normas del absoluto. Como obras culturales, están bañadas por la historia. Pero las normas
de la moral no están enmarcadas en la historia ni en la cultura. Tampoco son islotes que
emergen de ellas ya que hacen posible toda la significación, también la cultural, y permiten
juzgar a las culturas.” (Levinas, 1974, 21)

El humanismo del otro hombre es un pequeño texto de Emmanuel Levinas que aparece por
primera vez en 1974. A pesar de su brevedad, en el mismo aparecen las ideas que constityen el
centro de su pensamiento: el primero, la tesis de que el significado reside en la ética, el segundo un
“holismo comprensivo” que afirma un sentido único de lo humano ante la pluralidad de culturas –
asentado en el plano indecible originario– y, por último, la presentación de conceptos claves en su
filosofía como “obra”, “providencia”, “totalidad”, “rostro”, “vulnerabilidad” y “huella”. Además, en
este texto Levinas se desmarca de los planteamientos filosóficos de Heidegger y Husserl, autores
con los que posee cierta afinidad intelectual –al fin y al cabo Levinas fue el introductor de la
fenomenología en Francia– pero con los que se diferencia, precisamente, en la primera tesis del
texto: la ética como filosofía primera, tesis que, como ya veremos, conllevará que todo significado o
sentido reside en la relación con el otro y no en presupuestos metafísicos u ontológicos ajenos a
ésta.

La obra comienza con un repaso de lo que la historia de la filosofía ha tenido que decir al
respecto del significado y la receptividad. De acuerdo con su reconstrucción, primeramente se dan

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dos realidades aparentes: con Platón y otros tantos, la significación remite a la recepción y se reduce
a contenidos dados a la conciencia. La filosofía de Husserl romperá hasta cierto punto esta
separación, pues su filosofía destacará que el darse a la conciencia de los objetos exige de un
“horizonte iluminado” que les de sentido. Como consecuencia, las palabras no tendrían
significaciones aisladas o serían reductibles a contenidos y datos, como operan en un diccionario: el
ejercicio de lectura sólo se comprende como un brillar de los términos como parte de la totalidad.
Levinas afirma, además, que este es el sentido de la idea heideggeriana de que “el lenguaje es la
morada del ser.” La esencia del lenguaje, pues, consiste en, más allá del dato y de las separaciones
de cada término independiente, hacer brillar al ser en su conjunto, como totalidad y no como suma
de partes, pues “la reunión del ser no es un amontonamiento de objetos” (Id., 17) Según esta lectura
un objeto cultural –como una palabra o un significado– expresa algo a la par que transforma al
conjunto y que remite al plano ontológico original en el que todos los objetos culturales conforman
el sentido. Percibir, enunciar, hablar, leer: cualquier actividad humana significativa es una mezcla
de expresión y recepción de la que somos sujeto y parte, al igual que todo el conjunto de seres y
cosas.

El pensamiento contemporáneo ha leído esta “totalidad del ser” como algo que es captado
por el acto cultural del ser humano de distintas maneras para dotar de sentido al mundo y a las
ideas. Así, Levinas dirá que la filosofía contemporánea es “antiplatónica”, pues plantea una
estructura de correlación y correspondencia entre la significación y el ser totalmente contraria a la
del filósofo griego: para éste, las significaciones no eran previas a las ideas, sino que las ideas
estaban dadas y debían de ser captadas. No obstante “[hay] una gran enseñanza de la República de
Platón: el Estado que se funda sobre las necesidades de los hombres no puede subsistir ni surgir sin
los filósofos que han dominado sus necesidades y que contemplan las Ideas y el Bien.” (Id., 22)
Esta afirmación de la necesidad de dotar de sentido a las Ideas y al Bien –llevada a cabo en la polis
por los filósofos que captaban las ideas y no por los poetas, que jugaban con las significaciones–
sirve también de punto de partida al pensamiento contemporáneo, mas de una forma totalmente
distinta, pues es consciente de que el ejercicio de dotar de sentido a cosas y conceptos está
íntimamente emparentado y en una relación de correspondencia con el acto de percibir o juzgar: son
inseparables. Esto hace emerger a una suerte de “pluralismo cultural” que no posee sentido único.
Dicho pluralismo acepta una “permeabilidad” o “posible traducción” de las distintas significaciones
culturales acepta cierta materialidad común pero no ninguna clase de univocidad, sin que se siga de

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este planteamiento ningún compromiso necesario con la otredad. En su lugar, Levinas afirmará que
“es imposible asentar sobre el materialismo la significación unívoca del ser”. (Id., 37) El
materialismo –antihumanista, pues descompone al sujeto– nos impide hablar de una totalidad o de
un sentido único de lo humano, entregándonos en su lugar totalidades históricas, marcadas por un
devenir cultural de cada grupo que no presupone ninguna clase de comunicación. Levinas afirmará
que, en cambio, existe un sentido único, una permeabilidad necesaria entre estas totalidades
históricas, entre estos Otros que desde un punto de vista materialista parecen alteridades a las que
sólo se puede respetar desde la distancia o bien subsumir en Lo Mismo, un lugar común, un posible
sentido único, una posible unidad. Y esta unidad tiene que ver con un plano ético originario que
permite ir de lo mismo hacia lo Otro libremente, sin violencia.

Esta comunicación es denominada por Levinas “obrar”: la obra es aquello que hace que mi
mismidad no sea circular, que no vaya de mí a mí, acercándome sólo de pasada por lo otro; sino que
sea un movimiento generoso hacia la alteridad. Este ir–hacia–lo–otro no está marcado ni por la
necesidad –pues eso supondría, de nuevo, buscar en el otro a mí, al mí desde la carencia– ni por el
triunfo de mi subjetividad o de mi obrar, un triunfo que me reafirma como individuo aislado o como
cultura ajena a lo Otro como totalidad histórica. “El sentido como orientación litúrgica de la obra no
procede de la necesidad. La necesidad se abre sobre un mundo que es para mí, retorna a sí. Aún
sublime, como necesidad de salvación, es todavía nostalgia, mal de retorno. La necesidad es el
retorno mismo, la ansiedad del Yo para sí, consigo, en vista de la felicidad.” (Id., 37) Este ir
infinitamente hacia lo otro tiene una orientación litúrgica que no busca ni triunfar ni llenar una
carencia, sino que se regodea en su andadura. En este sentido, ese camino infinito propone una
forma de trascendencia distinta a la de la filosofía occidental tradicional: el porvenir de la obra es
indiferente a mi muerte, y en él reside una suerte de eternidad: “¿Es necesario llamar eternidad a lo
que hace posible tal pasaje? (...) la posibilidad del sacrificio, que va hasta las últimas consecuencias
de este pasae, descubre el carácter no inofensivo de esa extrapolación: ser–para–la–muerte como el
fin de ser para el que está después de mí.” (Id., 38) Nótese que en este punto Levinas se separa del
punto de vista heideggeriano: el ser del dasein no sería el ser para la muerte, marcado por la finitud,
sino un ser para los otros que permite, en esa trascendencia solidaria y extraña, pensar cierta
eternidad.

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De este modo, el sentido no proviene de un acto de significación del individuo sobre el
mundo, o de las culturas sobre la realidad, sino del acto de ir hacia el otro, hacia su Rostro, cuya
“epifanía es una visitación”. (Levinas, 2012, 206) Para explicar esta noción de rostro del otro, y su
exigencia ética irrecusable vamos a acudir a otro texto de Emmanuel Levinas en Totalidad e
Infinito en el que Levinas plantea que la identidad surge de la alteridad y no viceversa. El lenguaje
surgirá precisamente de esta distancia con el otro, y del intento de salvarla más allá de mí –¿implica
esto salvarme?–; plateándose de forma tal vez más clara la inversión en el orden de la filosofía –la
ética como filosofía primera– y de responsabilidad y libertad.

La “situación comprometida” que se origina al contemplar el rostro de un Otro –un Otro


que, incluso en su silencio, parece emplazar una exigencia– replantea la idea cartesiana de infinito:
lo infinito no es ni un Dios ajeno ni un amontonamiento de “cosas extensas”, objetos, sino la
distancia con el otro que pide ser salvada con el lenguaje y con el obrar: ante la Alteridad Infinita,
mi respeto infinito. El reconocerme como algo totalmente distinto a lo otro, y al otro como algo
totalmente distinto a mí es lo que constituye a las identidades: yo no sería sin ese otro, ese otro no
sería sin mí, así que el respeto es el punto de partida para dar razón de lo humano, del lenguaje –
¿qué es el lenguaje sino un intento de recorrer esa distancia?–, y, por ende del significado. Se
produce, entonces, una inversión: “el lenguaje no se agrega al pensamiento impersonal que domina
el Mismo y el Otro, el pensamiento se produce en el movimiento que va del Mismo al Otro (...) Es
el fenómeno original, en su bipolaridad insuperable, de la razón. (...) La diferencia entre las dos
tesis ‘la razón crea las relaciones entre el Yo y el Otro’ y ‘la enseñanza del Yo por el otro crea la
razón’ no es puramente teórica.” (Id., 263). El punto de vista de Levinas es el segundo: el
significado reside en la relación con el otro.

El “holismo de la comprensión” que hemos anunciado como parte de las tesis de El


humanismo del otro hombre también queda implicado en esta relación del Yo y el Otro: si las
distintas identidades (ya sean de un Yo y un Otro individuales o de un Yo y un Otro entendidos
como alteridades culturales) se conforman en la relación, ¿qué son ese Yo y ese Otro? La respuesta
de Levinas será la siguiente: huellas de una totalidad, de una situación indecible originaria, previa al
concepto1. En la idea de “horizonte de sentido” que Levinas ha planteado antes, hablando del giro

1 Este ser–previo–al–concepto también tiene en Levinas un sentido añadido: no puede ser malvado o egoísta, pues la
neutralidad no existe en ese estado prelingüístico. La polaridad axiológica bien/mal y la consecuente neutralidad entre
ambas sólo existen después de la separación, existiendo antes únicamente un estado de unidad entre los seres que sólo
permite la responsabilidad.

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filosófico producido por Husserl, el pensador apuntará que es precisa una “situación originaria”
previa a las identidades que las dote de sentido. El papel de la filosofía, dirá Levinas, es el de decir
esta situación ética originaria de compromiso con el otro, una forma especial de decir la
trascendencia alumbrando dicho contexto originario, un decir lo otro para decir lo humano. Esto
puede resultar ciertamente paradójico, pues hemos aclarado que el sentido y el significado son
posteriores a esta situación originaria, por ende esta realidad será prelingüística, ¿no implica esto
desbordar aquello de lo que se habla, el mismo lenguaje? La idea de huella, como un signo
tremendamente especial, va más allá de la diatriba presencia–ausencia, de los “yoes” aislados en
relación sin posibilidad de comunidad, en absoluta inmanencia. 2 Los rostros son huellas de esa
totalidad, y la prueba que Levinas encuentra de ésto es que el rostro del otro, por su mera existencia,
ya cuestiona al yo. Precisamente por esto, por esta responsabilidad filosófica y personal de decir lo
otro la responsabilidad precede a la libertad: ella sólo puede pensable con un sujeto, y el sujeto es
posterior a su relación con los demás.

Por esto mismo en el segundo ensayo de El humanismo del otro hombre Levinas criticará lo
que él denomina “paradoja antihumanista”. Según él, en el antihumanismo lo humano es “mera
distancia entre sujeto y predicado en la propiedad especulativa” (Id., 42) en la que el yo queda
implicado en “una empresa sin salida y siempre ridícula”, la de ser–para–su–muerte, ser para su
finitud, sin posibilidad de porvenir, y ser fundamento de una realidad –pues la comprensión del
mundo desde esta filosofía de la reflexión se asienta en este sujeto finito–. Terminar con el
humanismo, con la figura del ser humano como horizonte comprensivo de sentido de la totalidad de
las cosas, tiene que ver con una “verdad metodológica” de las ciencias sociales que, extrapolada de
metodología a principio, lleva al “peor nihilismo”, a un sinsentido calificado por él como
“tragicómico” en el que “la muerte vuelve insensata toda la preocupación que el Yo quisiera tomar
por su existencia y su destino.”(Id., 44)

En lugar de este anti–humanismo, Levinas propondrá un humanismo del otro que, desde la
responsabilidad de decir la alteridad e invocar ese espacio prelingüístico que da sentido al ser de la
posibilidad de trascender a mi finitud con un obrar litúrgico, en un caminar providencial que va

2 Con todo, aquí debemos destacar que esta idea de las identidades como huella de una suerte de fondo común tiene
afinidad con la crítica a la presencia heideggeriana y su idea del mitsein como uno de los “a priori” de la existencia. Sin
embargo hay que destacar que hay un punto en el que Heidegger y Levinas difieren de forma radical: Heidegger planea
que cada uno de los seres es un ser–para–la–muerte, el dasein está autoclausurado. Aprovechamos para apuntar que el
Yo de Levinas también se diferencia del husserliano, que es origen del todo, incluso del Otro.

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más allá de mí en el eterno camino hacia lo otro, respetándolo infinitamente, sin subsumirlo a mí.
“Descubrir en mí esa orientación es identificar el Yo y la Moralidad. El Yo ante el Otro es
infinitamente responsable.” Esta comprensión de la ética pasa por una definición del yo y el otro
como algo abierto, como huella, y, en tanto que tal, vulnerable: en esa apertura del Otro, en esa
posibilidad–de–morir –o incluso de ser aniquilado por mí– en ese sinsentido del ser solitario sin los
otros, se esconde una relación con el otro que nos hace sufrir por él o cuidarlo. Todo amor 3 u odio,
dirá al final del texto, presupone esta vulnerabilidad.

Levinas plantea, pues, la ética no sólo como algo primigenio, sino como algo que tiene que
ver con un salto al vacío y con cierta irracionalidad. ¿Qué riesgos conlleva esto? Vamos a analizarlo
desde, precisamente, la crítica que Emmanuel Levinas realiza a otro filósofo, el danés Sören
Kierkegaard.

3 Precisamente el amor (romántico o no) nace de esta vulnerabilidad del Otro de la que nos queremos hacer cargo por la
llamada ética de la responsabilidad, pero que también nos ofrece una forma especial de trascender en el Obrar –levado a
cabo o no– de la fecundidad. Mas el Obrar, por su naturaleza providencial y que no espera reciprocidad, está condenado
a no realizarse nunca: aunque compartiéramos un espacio ético previo a todo pensamiento, el hecho es que ahora somos
dos identidades distintas con dos rostros separados infinitamente, y esta separación no es anulable por la relación sin
subsumir la alteridad a la mismidad. Y reducir el Otro a mí misma no sería amor, pues “nada se aleja más del Eros que
la posesión.”(Levinas, 2002, 275). En su lugar, los amantes se contentan en aproximarse el uno al otro desde la ternura:
“la modalidad de lo tierno consiste en una fragilidad extrema, en una vulnerabilidad. Se manifiesta en el límite del ser y
del no ser, como un dulce calor en el que el ser se disipa en la radiación (...), se desindividualiza y se aligera de su
propio peso de ser, ya evanescencia y desmayo, fuga de sí en el seno mismo de su representación.” (Id., 266). Mediante
la ternura se instaura entre los amantes una compasión aún previa a la instauración de la responsabilidad, un sentir
primario y balbuceante –en el sentido levinasiano de "previo a concepto"– que les hace desear aún más la alteridad
inalcanzable del otro. La caricia es la traslación física de este sentir: “la caricia consiste en no apresar nada, en solicitar
lo que no seescapa sin cesar de su forma hacia un porvenir –jamás lo bastante porvenir– en solicitar eso que se oculta
como si no fuese aún. Busca, registra. No es una intencionalidad de desvelaciento, sino de búsqueda: marcha hacia lo
invisible. En cierto sentido, expresa amor, pero sufre la incapacidad de decirlo. Tiene hambre de esta expresión misma,
en un incesante crecimiento del hambre.” (Id., 268) El amor ofrece trascendencia al sujeto en la medida en la que este,
con la caricia y la obra providencial de amar trasciende el plano de lo ente y sigue la huella del rostro, “la caricia no se
dirige ni a una persona ni a una cosa. Se pierde en un ser que disipa ya por completo en la muerte” ( Id., 269). Pero esa
alteridad siempre alejada del yo está condenada a cierto fracaso: por mucho que la caricia viole la alteridad, por mucho
que la desnudez erótica exceda la significación y que en el amor y la ternura altere la relación del no–yo, la
voluptuosidad y el deseo encuentran su fin eternamente alejado en la radical otredad del amor. El amor es una obra
providencial que está llamada a trascendernos, bien sea porque nos hace escapar de la mismidad, bien porque la
fecundidad genere una hija que trascienda nuestra muerte. Pero, como obra providencial que es, no aspira ni encuentra
ningún fin inmanente y alcanzable: el amor no anula la separación, no puede ni debe hacerlo, pues se basa en la
separación misma; busca una unión irrealizable, pues no sería tal sin esa infinita distancia.

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Problema: El Otro absoluto

A finales del siglo XIX Sören Kierkegaard, un pensador danés, escribe Temor y temblor, una
obra que realiza una lectura distinta a la habitual de la historia de Abraham y la petición que le hace
Dios de que dé sacrificio a su hijo Isaac en lo alto del Monte Moria. Temor y temblor se abre con
una crítica a la comprensión ilustrada del fenómeno religioso y de la ética que comparte ciertas
nociones con las del propio Levinas. En los “Preludios y variaciones” al texto de Abraham,
Kierkegaard mostrará distintas formas de comprender el relato que, no obstante, no son
consecuentes con la religiosidad radical que hace de Abraham un “Padre de la Fe”. Dios pidió a
Abraham el sacrificio de su hijo, su único hijo ante los ojos de Dios, en lo alto del Monte Moria en
Holocausto, y Abraham obedeció sin dudar, no interpretando el gesto divino como una duda sino
como una petición que iba a llegar hasta las últimas consecuencias, sin pensar en la trascendencia o
en el perdón divino. el Abraham del relato bíblico se levanta pronto por la mañana, dispuesto, no
muestra sentimiento alguno –pues ya no está en el terreno de la sensación sino en el de la fe–, no
cuestiona la orden divina, pues hacerlo sería equipararse a Dios; no hace nada más que obedecer y
llevar a su hijo al Monte Moria, sin contarle a nadie la naturaleza de su viaje. Kierkegaard destaca
que si bien hubiese sido tentador preferir la ética que impele a amar a un hijo en lugar de aceptar la
orden directa de un Dios que pide sacrificios, Abraham no duda ni por un momento y elige el
absurdo de la orden divina. El relato no es una contraposición de dos órdenes éticos distintos –lo
que haría de Abraham un héroe trágico–, ni una mera prueba; tampoco obedece Abraham por puro
temor al castigo y resignación infinita al mandato, sino por fe, porque es un caballero de la fe.

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Las nociones de “héroe trágico” y “caballero de la fe” aparecen contrapuestas en Temor y
temblor: un héroe trágico es aquel que contrapone unas máximas éticas –refrendadas por una
comunidad– a otras, no poseyendo su historia el carácter eminentemente privado e incomunicable
de la historia de Abraham. Precisamente porque es comunicable, y en cierto modo ocupa un lugar
común que nuestra cultura sabe reconocer, podemos encontrar placer en las tragedias. Por otra
parte, el caballero de la fe es aquel creyente que lleva su amor a Dios hasta el final de forma
insólita, independiente e inefable. El caballero de la fe es aquel que da dos pasos, la resignación
infinita –paz y sosiego ante el “mundanal ruido” que aún no es fe como tal– y la fe, momento en el
que el caballero renuncia efectivamente al mundo por el absurdo de una creencia personal. Mientras
que la resignación puede ser un movimiento filosófico –como esa concepción melancólica del
“nacemos para sufrir” que el Juez Wilhem esbozaba en O lo uno o lo otro–, es el siguiente paso en
el que entra en el terreno de lo religioso.

Kierkegaard es consciente de que existen problemas en su concepción de la historia de


Abraham, y para tratarlos los separa en tres vértices: la suspensión teleológica de lo ético, por una
parte; si existe el deber absoluto para con Dios, por otra; y si es justificable el silencio de Abraham
ante el resto de los seres para terminar. En el primero de los problemas, Kierkegaard parte de una
concepción de la ética heredera de la idea de eticidad hegeliana, término que hace referencia a las
instituciones, costumbres y valores establecidos socialmente en contra de la moral del individuo,
haciendo de éstas un hábito. Aunque el ser humano aprende a interiorizar ese hábito, no deja de ser
algo externamente impuesto a él.4 La crítica de Kierkegaard no intenta explicar que lo ético es otra
cosa distinta a esta concepción hegeliana de lo que es, sino que la acepta como tal y suspende la
ética en el relato abrahamánico5, despojando al obrar fruto de la fe de cualquier instancia normativa
o externa. De acuerdo con él, en la fe el particular se aísla por completo de lo general –aunque

4 Además, Hegel cuestiona el papel de un sentimiento moral y su valor en Los principios de la filosofía del derecho: “la
certeza moral carece de ese contenido objetivo, así, ella es para sí la certeza formal infinita de sí misma, la cual,
precisamente por eso, es a la vez en cuanto certeza de este sujeto. (…) Pero si la certeza moral de un individuo
determinado es conforme esta idea de la certeza moral, si aquello que él tiene por bueno declara como tal, también es
realmente bueno, esto sólo se reconoce por el contenido de este deber ser bueno. Lo que es derecho y deber, en cuanto
es lo racional en sí y para sí de las determinaciones de la voluntad, no es esencialmente ni propiedad particular de un
individuo ni está en la forma de un sentimiento o de otro saber singular, es decir, sensible, sino que está esencialmente
en determinaciones universales pensadas, es decir, en la forma de leyes y principios. Por tanto, la certeza moral está
subordinada a este juicio: ¿Es ella verdadera o no?, y su invocación únicamente a sí misma es inmediatamente lo
contrario de lo que ella quiere ser,la regla de una manera de actuar racional y universal, válida en sí y para sí.” (Hegel,
2000, 203–204). Aunque este parágrafo de Hegel no hace ninguna referencia evidente a Abraham, incide en la
valoración de la historia del Padre de la Fe, y con ello sitúa a la ética como algo objetivo, heterónomo y fundado fuera
del individuo.
5 Para comprender adecuadamente esta suspensión nos veríamos obligados a entrar en la teoría kierkegaardiana de los
tres estadios, algo para lo que aquí no hay lugar. Cf. Kierkegaard, 2008

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habitó ahí alguna vez– en su condición de creyente, de caballero de la fe. Un héroe trágico no
suspende lo ético, lo cuestiona con sus máximas; Abraham lo abole en honor al absurdo de creer.

El segundo problema que trata Kierkegaard en Temor y temblor es si existe un deber


absoluto para con Dios padre, concluyendo que los intentos –kantianos6– de que la religión se
constituya como una suerte de emanación de la moral condenan a Dios a ser “un punto invisible que
se disipa con el pensamiento.” (Kierkegaard, 2001, 106) Si la ética es lo general, y en tanto que
general se acerca a lo divino, todo deber pasa a ser un deber directo con Dios, lo cual banaliza
considerablemente la experiencia de Abraham caminando al Monte Moria para sacrificar a su hijo:
lo convierte en un caso extremo de una norma general.

Y es que el Dios que Kierkegaard encuentra es el que exige un amor incondicional y


privado, un amor sacrificial y paradójico –pues sin amar al resto de las cosas el sacrificio no puede
tener lugar– y una obediencia que no se acepte en el terror, la consciencia de estar una prueba, una
obediencia que suspende lo ético, pues “o tenemos un deber absoluto para con Dios y éste deber es
paradoja o jamás ha habido fe.” (Id.,209)

La historia de Abraham relativiza lo general y hace absoluto lo particular, privado e interior


de la orden divina. Este carácter privado –de base protestante– es el que lleva a Abraham a callar
ante los demás, no sólo por no desear traicionarse a uno mismo, sino porque la voz de Dios es
intransmitible. Este gesto, que se sigue directamente de la exigencias de la fe, también pone en
jaque a esa ética que pretende desocultarlo todo, ponerlo sobre la mesa para juzgar, premiar o
castigar. Si bien lo estético puede premiar a lo oculto –si hace a las cosas interesantes– la ética

6 La filosofías ilustradas de la religión, que consideran que “la Moral, en cuanto que está fundada sobre el concepto del
hombre como un ser libre que por el hecho mismo de ser libre se liga él mismo por su Razón a leyes incondicionadas,
no necesita ni de la idea de otro ser por encima del hombre para conocer el deber propio, ni de otro motivo impulsor que
la ley misma para observarlo” (Kant, 1981, 19) y “la Moral conduce ineludiblemente a la Religión, por la cual se
amplía, fuera del hombre, a la idea de un legislador moral poderoso en cuya voluntad es fin último (de la creación del
mundo) aquello que al mismo tiempo puede y debe ser el fin último del hombre.” (Id., 22) Esta fuerte discrepancia entre
Kierkegaard y el pensamiento ilustrado –representado aquí por Kant– se concreta en la lectura que ambos hacen de la
figura bíblica de Abraham: Kierkegaard lo hace paradigma de su “caballero de la fe” mientras que Kant rechazaría su
figura por superstición y barbarie: si Dios existiera y nos enviara un mandato inmoral, deberíamos rechazarlo, o la
religión se convertiría en un paso seguro para la irracionalidad y el fanatismo en un mundo que intenta eliminarlos a
toda costa. Si bien el planteamiento kantiano puede parecer de entrada más razonable –precisamente razonable–
debemos mirar con atención el por qué Kierkegaard abandona el camino la racionalidad de la fe y hace del sinsentido su
bandera. Y la respuesta es que abrazar el irracionalismo se le presenta como la única salida posible a la desesperación –
emoción fruto de un desacuerdo con uno mismo– y a la angustia –conciencia tanto de la libertad como del absurdo de la
existencia–, problemas que articulan el pensamiento kierkegaardiano y que no podemos permitirnos desarrollar aquí.
Cf.

14
exige la manifestación, la claridad y el “aburrimiento del deber” (sic.). El silencio de Abraham,
pues, también suspende la ética y es sólo roto en una ocasión, cuando Isaac le pregunta a su padre
por el objeto a sacrificar que no encuentra en el equipaje: “Dios se proveerá de cordero para el
Holocausto, hijo mío.” Sin mentir, esta sentencia sigue ocultando la verdad y en cambio muestra el
doble movimiento de la resignación y la fe. Cuando Abraham levanta el cuchillo para clavarlo en el
cuello de Isaac, realmente cree que va a matarlo allí, y a pesar de ello no duda, porque
absurdamente sigue creyendo en esa voz divina que sólo él escucha y que le pide a su hijo en
Holocausto.

La actitud de Abraham es tomada por Kierkegaard como única forma de existencia auténtica, y
no la ética; en la medida en la que afirma el carácter único del individuo y no lo doblega ni a la
volatilidad ni a la costumbre; y que además mantiene una relación distinta con la angustia y la
desesperación: el objeto de la angustia, la nada, es abrazado absolutamente, pues la fe es paradoja y
absurdo; y el objeto de la desesperación, la relación con el propio yo, es priorizado absolutamente en esa
relación única e irrecusable. La fe no es presentada como cura a la enfermedad mortal, sino como única
forma de salvación posible, y es esta necesidad de abandonar la desesperación y la angustia lo que
justifica la suspensión de lo ético.

La escisión que se plantea entre razón y fe es problemática, principalmente por las


consecuencias a las que lleva, ¿o acaso no abre la puerta a un posible fanatismo religioso? ¿No pone
en segundo lugar a la existencia común, siendo más importante la convicción personal? Esta
sospecha de los efectos negativos que puede tener la concepción kierkegaardiana de la ética y de la
fe será criticada por Emmanuel Levinas en su artículo Existencia y Ética, pero el reproche de
Levinas no se centra tanto en los efectos que puede ocasionar el pensamiento de Kierkegaard como
en que éste ha comprendido mal lo que es la ética, al igual que lo hizo Hegel: “el idealismo llegaba
o bien hasta reducir al hombre a un punto desencarnado e imposible y su inerioridad a la eternidad
de un acto lógico, o bien, con Hegel, hasta hacer absorber al sujeto humano por el ser que ese sujeto
desvelaba” (Levinas, 2008, 67). Esta búsqueda de la relación primera en el cara a cara con Dios
resulta violenta por su renuncia a toda valoración externa a la interioridad en “una subjetividad
completamente desnuda que, por no querer perderse en lo universal, rechaza toda forma” (Id. 69) y
por su irresponsabilidad hacia el otro. En contraposición, Levinas propone que la relación primera
en la que el individuo se encuentra sea el cara a cara con el otro, y que la unicidad del sujeto habite

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en el hecho de que nadie más que yo puede responder a la llamada ética del otro en mi lugar: “la
ética como conciencia de una responsabilidad por otro... nos sitúa como individuo único, como Yo”
(Id., 73). De esta forma, el acento que Levinas pone a la historia de Abraham es el de la vuelta al
mundo ético cuando el sacrificio no se efectúa. No obstante el estatus que él le otorga a la ética es
similar en muchos sentidos al espacio religioso del que desconfía: es pre-conceptual, remite a una
unidad fundamental, exige el mismo tipo de atención –llamada absoluta e irrecusable.– Vamos a ver
con Derrida una nueva dimensión del problema del “Otro absoluto” y cómo esto podría afectar a
Levinas.

La interpretación que hace Derrida es, en cambio, distinta y se centra en el silencio de


Abraham ante la comunidad: ¿por qué Abraham calla? Como ya hemos destacado en el tercer
problema planteado en Temor y temblor, su silencio es también una suspensión de esa ética que no
admite secreto o privacidad; y la tentación ética es también la tentación de comunicar. Sin embargo
las razones del Padre de la Fe son intraducibles al lenguaje común, y deben seguir siendo
intraducibles a juicios generales si no quiere perder la responsabilidad absoluta hacia Dios. 7 Así,
Derrida plantea que la ética no es sólo tentación porque pueda llevar al incumplimiento de la orden
divina, sino porque al traducir las responsabilidades particulares al terreno de la generalidad, del
lenguaje, irresponsabiliza: “La ética puede, por lo tanto, estar destinada a irresponsabilizar: haría
falta a veces rechazar su tentación, es decir, la propensión o facilidad, en nombre de una
responsabilidad que no tiene cuentas que calcular –o que rendir, al hombre, a lo humano, a la
familia, a la sociedad, a los semejantes, a los nuestros–. Una responsabilidad tal guarda su secreto;
no puede ni debe presentarse. De modo indómito, celoso, rechaza la auto–presentación ante la
violencia que consiste en pedir cuentas y justificaciones, en exigir la comparecencia ante la ley de
los hombres.” (Derrida, 2000, 64).

De nuevo aquí aparece la ética en un sentido hegeliano que remite al statu quo, pero en
Derrida este statu quo no es simplemente pernicioso porque sea una tentación que suspenda la fe
divina, sino por lo que oculta: es una sociedad que permanentemente está haciendo vivir y dejando
morir a alguien, una sociedad en la que el sacrificio o el asesinato –ya se prefiera el término

7 Esta crítica de Derrida resulta curiosa porque por una parte “Dios” significa en Levinas algo “previo a la palabra” –
y por ello también hay cierta incomunicabilidad – pero es el espacio mismo que es el lenguaje, el
significado y el sentido. En esta dirección podrían ser interesantes los textos ulteriores de otros
autores como Blanchot o Nancy que hacen hincapié en justamente esta necesidad de comunicar
lo imposible y la escucha como la actitud ética fundamental, como La conversación infinita, de
Maurice Blanchot.

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religioso o el ético-legal– es ley: “Desde el momento en el que estoy en relación con el otro, con la
mirada, la petición, el amor, el orden, la llamada del otro, sé que no puedo responderle más que
sacrificando la ética, es decir, lo que me obliga a responder también y del mismo modo, en el
mismo instante, a todos los otros. Doy (la) muerte, perjuro, para ello no tengo necesidad de alzar el
cuchillo sobre mi hijo en la cumbre del monte Moria. Día y noche, a cada instante, sobre todos los
montes Moriah del mundo, estoy haciendo eso, levantar el cuchillo sobre aquel que amo y debo
amar, sobre el otro, este o aquel otro a quien debo fidelidad absoluta, inconmensurable.” (Id., 70)

Atendiendo a Derrida, la historia de Abraham sólo evidencia el fallo ineludible de la


sociedad que exige que a cada instante “cumpla con mi deber. Pero sacrifico, traicionándolas a cada
instante, todas mis otras obligaciones: en lo que se refiere a los otros otros que no conozco o que
conozco, miles de mis semejantes (…) que mueren de hambre o de enfermedad.” (Id., 71) y pone
sobre la mesa esa “exigencia total para con el Otro desde el Otro absoluto que es Dios.” (Id.) Y esa
elección de Kierkegaard por la Alteridad Divina y no por cualquier otra(s) alteridades es lo único
que salva a sus esfuerzos y potencias limitadas de sentirse siempre culpable. Porque si hay un Otro
Absoluto que pone en suspenso tanto el imperativo social como la exigencia de todos los demás
otros, quizá pueda tranquilizarme en mi obrar, quizá me encuentre auténticamente en ese
responder–a–su–llamada. Esto, evidentemente, sólo se puede comprender en la medida en la que
existe una interioridad previa a la comunidad que se relaciona con ese Otro Absoluto: por ello
precisamente es intraducible, y por ello el silencio ante Sara, Isaac y los demás es lo único que
Abraham puede mantener.

Levinas acusaba a Kierkegaard de no comprender el sentido de lo que la ética realmente es y


por ello recurrir a la religión. Pero la ética como filosofía primera, como cara a cara con el otro, o
bien está condenada a la culpa –¿es posible responder a todos los Otros entendidos como alteridad
absoluta llena de matices en una sociedad sacrificial?– o bien lleva a la elección de la respuesta
ética a ciertas otredades que elegimos tomar como absolutas sacrificando para ello todas las
posibles opciones. Derrida ya anuncia esta crítica a Levinas en el siguiente capítulo de Dar la
muerte: “El pensamiento de Lévinas se mantiene en el juego entre el rostro de Dios y el rostro de mi
prójimo, entre lo infinitamente otro como Dios y lo infinitamente otro como el otro hombre. Si cada
hombre es cualquier/radicalmente otro, si cada otro, o cualquier otros es cualquier otro, entonces ya
no se puede distinguir entre una pretendida generalidad de la ética, que sería necesario sacrificar en
el sacrificio y la fe que se vuelve hacia Dios único, como radicalmente otro, volviéndole la espalda
al resto de deberes humanos. (…) Levinas ya no puede distinguir entre la alteridad infinita de Dios

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y la de cada hombre: su ética ya es religión.” (Id., 83) Para Levinas, el papel de la filosofía es,
partiendo del rostro humano como huella llegar a un estado pre–conceptual en el cual existían
relaciones éticas antes de la escisión, la separación y la conceptualización. Es precisamente por esto
que la ética es la filosofía primera, porque la ética es un estadio previo al concepto, y, por tanto,
previo a la razón y a sus clasificaciones. La filosofía se comprende como aquello que responde al
siguiente imperativo: “hay una siuación previa al concepto y anónima que debe ser dicha”.
(Levinas, 2012, 261) y debe tener carácter de “obrar providencial”, o séase, “proyecto inacabado
indiferente a mi muerte”.

Es por esto que la filosofía de Levinas parte, igual que la de Kierkegaard, de la


irracionalidad y la inefabilidad, aunque se diferencia de la de éste en dos puntos fundamentales:
para empezar la relación no es con un “otro absoluto” sino con una pluralidad de otros que también
se comprenden como totalidades e infinitas. Por otra parte, en Levinas la responsabilidad es previa a
la libertad, pues lo que nos constituye no es esa síntesis puesta por Dios, sino ese estadio previo a la
separación en el que éramos uno con los otros.

Así, la ética que Levinas pone sobre la mesa seria algo no tan distinto al estadio religioso
kierkegaardiano, y en consonancia también podría padecer los mismos defectos que la noción
privada e inconfesable de la ética religiosa: ¿qué significa responder absolutamente a la llamada de
la otredad? ¿No puede acaso significar la ruptura de un precepto ético, como el “no mentirás”
cuando se te pide guardar un secreto o incluso el “no matarás” cuando dejas morir a un tercero por
respetar y responder al rostro del otro? Temor y temblor ponía sobre la mesa una crítica a la ética
como convención social que Levinas trata de refrendar poniendo a la relación con el otro como lo
que funda lo ético para salvaguardarse del fanatismo religioso inherente a la defensa de la figura de
Abraham. Pero lo cierto es que la respuesta al otro no está exenta del peligro del fanatismo: quizá lo
que Derrida quiere evidenciar es que tanto desde el ethos que mira al otro como desde la fe
kierkegaardiana como desde la atención al rostro de un otro, nuestras decisiones éticas están sujetas
a una inquietante arbitrariedad, una arbitrariedad violenta y sacrificial que a cada instante se
renueva en un millón de Montes Moria. Cabría aquí la pregunta de si no es posible el fundamento
de una moral no violenta y general que nos previniera de ese desacuerdo sobre una multitud de
otros que ni siquiera podemos ver.

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Conclusión: elegir a un otro
Si aceptamos que la postura de Levinas tiene filiaciones inquietantes con la postura de Kierkegaard
que él mismo denuncia, podría ser acusado, como él, de caer en la irracionalidad y en una suerte de
fe que puede suspender los imperativos sociales en pos de “elegir a un otro absolutamente”. Sin
embargo hay mecanismos dentro de la obra de Levinas que parecen funcionar como paliativo: los
rostros, como huella, remiten a un horizonte común –que él denomina, en ocasiones, Dios– distinto
al particular Dios kierkegaardiano, privado e incomunicable. Es desde ahí desde donde surge la
responsabilidad: los otros son huellas de ese camino, signos de una significación total de lo
humano. Que no sea una relación pura entre un Uno y un Otro particulares parece paliar el peligro:
con la existencia de terceros permanentemente implicados, quizá el peligro no sea tan grande: no
hay incomunicabilidad porque ese “Dios” es el que hace posible tanto a los sujetos como a sus
relaciones, tanto al sentido como al lenguaje. En ese particular “pacto pre-conceptual” siempre está
presente la totalidad, siempre hay un tercero que evita el fanatismo de un Uno particular que se debe
a un Otro particular que considera como absoluto: lo absoluto es la totalidad.

El problema ahora, a mi juicio, es doble: ¿puede ser la ética algo que se haga cargo de la
existencia de toda la humanidad en su conjunto a cada acto, a cada instante, sin reducirla a algo
formal y sin contenido, haciéndose cargo de la subjetividad infinita de todos y cada uno de nosotros
y nosotras? Y, ¿no es posible que sus subjetividades infinitas entren en contradicciones que nos
obligen a elegir? ¿No es posible, como dirá Derrida en Dar la muerte que siempre estemos
eligiendo un otro por muy plural que estemos tratando de hacerlo? No conozco la respuesta a estas
preguntas ni tampoco creo que exista una sencilla y unívoca. En cualquier caso, parece que el
pensamiento de Levinas nos ha abierto otro espacio desde el que pensar al otro, un espacio, tal vez,
menos violento y más comprensivo, y puede que en esa apertura sea donde nos tengamos que
quedar.

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Bibliografía

Derrida, J. Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000.

Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón; Madrid, Alianza, 1981

Kierkegaard, S. La enfermedad mortal, Madrid, Trotta, 2008

Kieregaard, S. La época presente, Madrid, Trotta, 2012

Kierkegaard, S. Temor o temblor, Madrid, Alianza, 2001.

Levinas, E. El humanismo del otro hombre, México, siglo XXI, 1974.

Levinas, E., “Existencia y ética” en Kierkegaard vivo. Una reconsideración, Colección Encuentro,
Madrid, 1968.

Levinas, E., Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 2012.

Maceiras, M. Schopenhauer y Kierkegaard: sentimiento y pasión, Madrid, Cincel, 1985.

González Árnaiz, G. E. Levinas: humanismo y ética, Madrid, Cincel, 1988.

Uriel Rodríguez, P. "Kierkegaard entre Buber, Levinas y Derrida: tres lecturas de Temor y temblor",
en Teología y cultura, año 10 vol. 15 (Noviembre 2013), pp. 69–90.

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