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El quebrar de las largas lanzas era un sonido que se repetía periódicamente, despertando los vítores y

exhalaciones del público a cada ronda de la justa. Nobles y plebeyos compartían la misma emoción cada
vez que la pareja de caballeros picaban espuelas y bajaban sus lanzas para después, arrojarse frente al
contrario en un incierto resultado. Los nobles de los palcos se mostraban más recatados, el populacho,
por su parte, no reprimía su exaltación y formaban un griterío en torno a todo el recinto. Pabellones y
banderas rodeaban el campo del torneo, formando toda una ciudad de la nada a los pies de los muros de
Desembarco del Rey. Un alto palco había sido levantado para la familia real y sus allegados, así como
otros menores para la gran cantidad de nobles que habían acudido. Podía diferenciarse en el palco real a
Rohanne de Tyrosh y sus hijos, mas su esposo Daemon no se encontraba allí presente.

En el otro extremo de la liza, apoyado en la cerca que rodeaba el campo, se encontraban Daemon y su
séquito. Desde allí, observaban con atención a cómo el príncipe Baelor quebraba lanzas contra uno de
los caballeros del propio Fuegoscuro que se resistía a capitular, por muy de alta cuna que fuera su
adversario.

— No existe un hombre mejor para esta tarea — Insistía una voz discreta a la diestra del caballero. Allí
donde se encontraban no había nadie a quien Daemon no conociera desde hacía años. Era su séquito
más cercano estaba junto a él, personas a las que su carisma y hechos de armas había ido atrayendo con
los años en torno a su figura. No habían traidores entre ellos. — Traer el orden a los Siete Reinos...¿Para
servírselo a los pies al Bueno de Daeron? — Masculló el veterano caballero. Daemon podía comprender
a la perfección aquello de lo que le hablaba el leal Quentyn Fireball. No hacía falta cuchichear por las
esquinas para cercionarse de que el reino cruzaba un momento de agudizada crisis. Piratas de Essos
acosaban las aguas del Angosto, mientras que bandidos de Dorne sembraban el caos y la semilla de la
insurrección a lo largo y ancho de las Montañas Rojas. Ello sin hablar de la incomodidad que había
despertado la deferencia del rey Daeron frente a los dornienses, sin duda alguna su esposa había
conquistado algo más que su corazón.

El reino necesitaba un fuerte liderazgo, alguien capaz de afrontar los problemas que se antojaban
aislados pero que con el tiempo derivarían en un fuerte lastre para la corona, la cual se había mostrado
distante e incapaz. Ello era una realidad de la que Daemon Fuegoscuro era plenamente consciente.

— Cuando el rey Aegon pensó en ti para entregarte la espada de su familia, no me sorprendí. A fin de
cuentas eras el verdadero caballero de sus hijos, el mejor del reino. — Nada podía negar que pese a su
honestidad y lo directo de sus palabras, Ball era un excelente orador. Quizá por la convicción con la que
expresaba algo que otros tantos como él consideraban una verdad. Daemon, por su parte, aún guardaba
sus dudas. Cierto era que su padre lo había legitimado el primero de todos, no en un testamento sino a
pies del Trono de Hierro, a la par que lo ungía caballero y le entregó a Fuegoscuro. Sin embargo, ello no
le daba derecho, no así como legitimidad, como para alzarse en armas contra el heredero directo de
Aegon IV. Siempre había rehuído de conjuras, se había mostrado íntegro y leal, de acorde a lo que
representaban los ideales de la caballería ándala. Ese carácter le había ganado su posición, cambiar de
rumbo únicamente sería atentar contra sus principios como caballero y contra la memoria de su padre,
quien desearía que velara por el orden del reino. Sin embargo, el Fuegoscuro no podía evitar pensar en
qué era necesario para traer el anhelado orden al reino.

— Este torneo debería ser en tu honor — Continuó lacónico, contemplando cómo quebraban una nueva
lanza sin resultado claro, retornando a cada extremo para prepararse para la siguiente ronda. — Todos te
respetan, y muchos piensan como yo, Daemon. — El tono de su interlocutor se hizo ligeramente más
bajo, como si temiera que lo escuchase alguien. — Mi lealtad es incuestionable — Añadiría el caballero
finalmente, sin apartar la mirada de la liza. Su acompañante dejó escapar una pequeña risa. — Por eso
mismo — Tal afirmación no fue del agrado de Daemon, pues ya evidenciaba el sacrificio que debería
hacer, algo que quizá pocos esperaran pero que sin duda lo señalaría como un rebelde y un traidor si no
se lograba el éxito esperado.

El rey contaba con la lealtad de prácticamente todos sus vasallos, hasta el momento Daeron no había
dado señas de ser un déspota o un total incompetente, pero sí era considerado débil y demasiado
generoso con los extranjeros. En aquello sí que estaban de acuerdo muchos de sus vasallos, incluso de
los más leales. El propio Daemon no lo dudaba. Sin embargo, ¿Qué tenía él? Amigos, compañeros y
algunos de los mejores caballeros de su tiempo a su lado. Insuficiente para siquiera soñar con tal
propósito.

Un clamor se despertó entre el público tras el crujir de la madera al estrellarse contra la coraza de uno
de los caballeros. Daemon alzó la vista y contempló al joven Baelor Rompelanzas morder el polvo. Su
caballero había salido victorioso. ¿Sería aquello un buen augurio? Sería él quien tuviera que justar a
continuación, pues su nombre fue recitado por el maestro de justas. Tendría tiempo de averiguarlo
entonces. Se dispuso a retirarse, con la mente ocupada por aquel denso pensamiento, mas sabría
desplazarlo antes de sentarse a la silla.

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