Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Resumen
El presente trabajo centra la atención, dentro de la clínica psicoanalítica
con niños, en aquellos casos atípicos o difíciles, cuyas manifestaciones
enfrentan al analista con los límites de su eficacia. Se propone considerar en
ellos el nivel de organización del sistema representacional y abordar las
manifestaciones de conducta como intentos de preservar la estructuración del
psiquismo. Se describen algunas de las formas típicas de estas
configuraciones y se ilustra con un ejemplo clínico.
Palabras clave
Sistema representacional. Cualificación. Procesos tóxicos.
Fenómenos complejos
A menudo los niños que enfrentan al analista con las dificultades antes
resumidas son esos que la clasificación psiquiátrica llama “oposicionistas y
desafiantes”, un caso particular de los niños con “trastornos por déficit de
atención y comportamiento perturbador” (American Psychiatric Association,
1996). En estos, como en toda la psicopatología, la generalización es siempre
riesgosa. En ocasiones, el terapeuta se ve llevado a admitir que la actitud
oposicionista y desafiante puede constituir la única reacción posible de un
sujeto que intenta sostener una posición activa frente a circunstancias vitales
desfavorables (Calzetta, 2012). A la vez, también es posible que la dificultad
para la consolidación del sujeto y el establecimiento de relaciones con objetos
externos adecuadamente discriminados provenga, además de los vínculos, del
funcionamiento de su sistema nervioso. En todo caso, habrá que ponderar
cada uno de los factores complementarios.
Es ese sentido, no debe esperarse que la explicación se agote siempre
como el efecto aislado de una de las series. Una dificultad constitucional para,
por ejemplo, controlar impulsos, que se manifiesta en el curso del proceso de
organización subjetiva, puede, en el seno de una familia estructuralmente
frágil, hacer estallar el equilibrio del grupo, tal vez precariamente conservado
hasta ese momento. Puede irrumpir, en esos casos, la violencia como modo
privilegiado de interacción, tanto en el vínculo de cada miembro (o de algunos
de ellos) con el hijo considerado problemático como entre los padres o entre
los otros hermanos, o aún involucrando varias generaciones y grados de
vínculo. Una consecuencia de esa dinámica alterada es que el niño acaba
incluyendo un contenido agresivo antes inexistente en sus interacciones con el
resto; es decir, adquiere un sentido explícitamente beligerante lo que antes era
pura manifestación de la dificultad de control o, en todo caso, expresiones de
un sadismo por así decir “ingenuo” al que podía apelar como intento de
cualificación de la cantidad de excitación que lo desbordaba. En parte como
modo de hacer activo lo pasivo, en parte como identificación con la modalidad
predominante, el niño se va posicionando como un problema que nadie logra
resolver.
A menudo la familia soporta u oculta el malestar, pero la consulta
sobreviene a partir de problemas detectados en la escuela, que suelen
involucrar tanto el aprendizaje como la convivencia dentro de los límites que la
institución acepta. Como lo señaló lúcidamente Marilú Pelento (2002, pág.
139): “Es la violencia de niños y adolescentes (así como la mostración de una
sexualidad precoz y sin velos) el primer disparador del pedido de ayuda de
algunas escuelas”. Una viñeta servirá de ilustración: Se consulta por un niño,
M., de diez años que, además de mostrarse distraído en forma habitual, lo que
le llevaba a fracasar en el aprendizaje, buscaba provocar permanentemente
situaciones de violencia con sus compañeros y maestros. También, según
relataban los padres, solía tener con cierta frecuencia crisis de angustia
intensa. Las reuniones familiares mostraron un grupo con funciones poco
discriminadas y actitudes a menudo contradictorias, en el que alternaban
"permisos" ilimitados -que se podían considerar como formas de indiferencia-
con abruptas "puestas de límites", que incluían penas sin relación ni proporción
con la falta cometida.
En las entrevistas con el niño se observaron dificultades para el
mantenimiento de un vínculo terapéutico de colaboración, ya que fluctuaba
entre el acercamiento y el rechazo, a veces en el curso de la misma sesión. En
esos primeros encuentros produjo varios dibujos de apariencia
deliberadamente grotesca, cuya temática era casi siempre sexual, de un modo,
se podría decir, obsceno. No podía concluirse que formaran parte de algún
conjunto de fantasías ni parecían derivar de la excitación o las teorizaciones
del niño, no había allí búsqueda ni enigma; tan sólo un énfasis en los aspectos
del dibujo –los únicos que aparecían nítidos y resaltados, dentro de un
conjunto en general, confuso- que podían servir para provocar una reacción
sorprendida y escandalizada en el interlocutor. Los gráficos y las palabras que
los acompañaban sugerían una mimesis con aspectos de sexualidad genital
adulta, copiados de conductas adolescentes y con el contenido inspirado por
incursiones en páginas pornográficas. A partir de sus relatos y de las
descripciones aportadas por los padres, fue quedando a la vista que las formas
de angustia predominante eran primitivas, ligadas menos a la instancia
superyoica que a estados confusos de pérdida de identidad y sentimiento de
vacío. La hipótesis de trabajo fue que se trataba de la consecuencia de una
organización psíquica frágil, en la que la lucha principal del Yo no era contra la
emergencia de lo reprimido. Lo que se observaba en la conducta era
principalmente concebible como producto de un estado “tóxico”, en el que el
aparato psíquico se veía compelido a encontrar sentido a una amenaza
proveniente de los límites del psiquismo; es decir, una invasión de cantidad no
fácilmente cualificable. En esa línea, la repetición de las transgresiones,
fenómenos disruptivos y tendencia a la acción que caracterizaban su conducta
en la escuela se explicaba a partir de la necesidad de hallar ligadura para el
desborde cuantitativo, lo que intentaba a partir de una puesta en escena de
tendencias sádicas y de dominio del objeto. Por ese camino procuraba dar
sentido a la cantidad, incluyéndola dentro del Principio del Placer. El
aprendizaje aparecía débilmente investido, excepto en algunos intereses muy
puntuales, y aún en éstos parecía prevalecer una tendencia a la superficialidad
y lo meramente aparente, es decir, lo que podía servir para crear una cierta
imagen de sí.
Más que desarticular los mecanismos defensivos para permitir la
emergencia de lo reprimido, la tarea consistía, entonces, en ofrecer al Yo
puntos de apoyo para incrementar su propia organización; eso facilitaría la
función inhibitoria para el dominio de los impulsos. Como es de rigor en estos
casos, se incluyó el trabajo con los padres, lo cual contribuyó a moderar las
dificultades que se presentaban para la consolidación de una alianza
terapéutica estable. Además, se facilitó la posibilidad grupal de auto
observación de los vínculos, con la finalidad de llegar a ciertas modificaciones
de la dinámica familiar.
Las situaciones de violencia en el transcurso de las sesiones –alguna
agresión física, descalificaciones, ataques al encuadre y a los objetos del
consultorio-, no admiten ser clasificadas simplemente como fenómenos
transferenciales sin extender el concepto de transferencia más allá de sus
límites originales. No parecía haber allí una verdadera actualización de
vínculos pretéritos desplazados sobre la representación preconsciente del
analista, sino más bien, como se dijo, un intento de cualificación que apelaba a
modos primitivos de funcionamiento psíquico, más ligados a pulsión de muerte.
Simultáneamente, constituían una serie de reacciones poco discriminadas -que
se apoyaban, eso sí, en la forma habitual de interacción familiar- en defensa de
un aparato psíquico inestable frente a la tarea terapéutica, ya que ésta llegaba
a ser percibida como una amenaza a su integridad. Las agresiones seguían el
modelo de hacer activo lo pasivo, pues M. se sentía frecuentemente
descalificado por sus familiares y compañeros. No obstante, fue logrando
incrementar los tiempos de vínculo positivo con el analista, lo cual le permitía,
en esas ocasiones, mantener diálogos verbales o gráficos en un clima
cooperativo y afectivamente comprometido.
En el curso del tratamiento logró incorporar posibilidades de elaboración
psíquica más realistas y pudo aumentar su capacidad de aprendizaje. No fue
ajena al resultado la identificación con el modo del funcionamiento mental del
analista quien, en sus intervenciones verbales, apuntaba a la discriminación de
diferentes estados afectivos de M. entre sí, así como de fantasías y realidad, o
de deseos propios y ajenos. Paulatinamente logró instalar y mantener la
confianza acerca de la capacidad de su analista para sostenerlo de manera
estable, a pesar de sus ataques. Cuando, en su vida cotidiana, provocaba el
enojo del adulto con el que se encontraba, se solía generar una espiral de
violencia que terminaba en el maltrato mutuo y en un malestar prolongado. El
pequeño intentaba así ser, en ocasiones, el agente de una situación que, de
otro modo, lo ubicaba como víctima pasiva. Dado que la pérdida del objeto se
ubicaba como una de las angustias más torturantes, mediante su tendencia a
maltratar al otro lograba quedar como causa de su alejamiento, una maniobra
que recuerda al juego del fort-da. En el vínculo terapéutico se articuló una
cierta firmeza con respecto al límite de lo permitido –en la casa, como se
señaló, la frontera de lo prohibido era incierta- con una disposición a retomar
de inmediato el vínculo positivo en términos de afecto y trabajo. Su agresión no
producía efectos irreparables y era posible restablecer el vínculo de alianza.
Obtuvo algunos logros escolares que incrementaron el sentimiento de
estima de sí, lo que lo dispuso a establecer nuevos vínculos y actividades, lo
cual, a su vez, aumentó sus posibilidades de elaboración psíquica. Por cierto,
hizo falta que se modificaran ciertas pautas de relación familiar, lo que se
promovió en las reuniones familiares. Algunas entrevistas que se realizaron
luego de que el tratamiento hubiera concluido, parecen mostrar que lo
alcanzado se mantenía aún después de interrumpido el vínculo con el analista.
El caso permite reflexionar sobre algunas consecuencias del proceso.
El tratamiento implicó una cierta medida de reorganización del aparato
psíquico, mediante la inscripción de representaciones que habilitaron caminos
alternativos para la elaboración psíquica, los que resultaron más eficaces en
términos económicos. En otras palabras, a partir de un vínculo particular
consolidado al efecto, se facilitaron procesos de simbolización que
incrementaron el nivel de complejidad del procesamiento psíquico. El cambio
implicó, también, una cierta reorganización, en la medida de lo posible, en el
sistema de interacciones familiares. En el trayecto, un grupo de identificaciones
secundarias –con rasgos del modo de funcionamiento de su analista-
desempeñó una función relevante, lo cual no se hubiera logrado si no se
establecía el vínculo terapéutico tan afectivo y confiable como fuera posible, en
el sentido de su solidez y permanencia.
Green llama la atención sobre un tipo particular de triangulación que
tiene lugar en casos limítrofes, en el que los vértices no se determinan por
diferencia sexual y de función, sino que se establece la relación con un objeto
bueno, pero inaccesible, y uno malo, invasor, pero siempre presente. No
importa qué persona real quede ubicada en cada vértice: “La presencia
invasora conduce al sentimiento delirante de influencia, y la inaccesibilidad a la
depresión” (Green, 1990, p. 63). Entre sus consecuencias señala una
dificultad en el nivel del pensamiento, lo que limita las posibilidades de
aprendizaje. En estos casos el análisis funciona más bien como una
experiencia diferente, que ofrece otros caminos. Parece evidente que esta
forma de operación no privilegia la "via di levare" sino que exige, además, una
participación especialmente activa del analista, en el sentido de la generación
de representaciones que permitan la figurabilidad (Botella, 2003) de lo que
había quedado en estado de vacío representacional. Subsiste la pregunta, en
cada caso, acerca de la medida en que el mencionado sistema de
identificaciones logra continuar operando luego de la extinción del vínculo
terapéutico, pero lo obtenido en numerosos casos permite cierto optimismo en
tal sentido.
Según muestra reiteradamente la clínica, uno de los factores claves para
pensar en tal desenlace relativamente favorable, en este abordaje de la
problemática, es la existencia de alguna forma de sostén familiar capaz de
tolerar el trabajo terapéutico y de modificarse en cierta medida. El
apuntalamiento en objetos externos, imprescindible para cualquier psiquismo
en proceso de constitución, es, en los casos a los que se refiere el presente
trabajo, una exigencia permanente y sin matices. El otro debe estar siempre
allí, sin ambigüedades ni demoras, para compensar la fragilidad de la armazón
identificatoria que no ha logrado construirse de manera estable. Esa estructura
representacional debería haber asumido el relevo del objeto en cuanto a su
función de sostén y capacidad de elaborar juicios de atribución y de existencia.
En ese sentido, el funcionamiento psíquico del niño permanece fijado en un
momento temprano del proceso de organización subjetivo. Si el sostén no se
halla en la familia se buscará en otro lado, lo cual suele poner al sujeto en
situación de riesgo.
Algunas consideraciones
Referencias bibliográficas