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BORDES EN LA CLÍNICA CON NIÑOS

Juan José Calzetta


Julio de 2014

Dedicado a Marilú Pelento

Resumen
El presente trabajo centra la atención, dentro de la clínica psicoanalítica
con niños, en aquellos casos atípicos o difíciles, cuyas manifestaciones
enfrentan al analista con los límites de su eficacia. Se propone considerar en
ellos el nivel de organización del sistema representacional y abordar las
manifestaciones de conducta como intentos de preservar la estructuración del
psiquismo. Se describen algunas de las formas típicas de estas
configuraciones y se ilustra con un ejemplo clínico.

Palabras clave
Sistema representacional. Cualificación. Procesos tóxicos.

Todo analista encuentra, en el curso de su práctica, una cierta cantidad


de casos ante los cuales se le hace difícil conservar la calma, o reencontrarla
en los procedimientos habituales. Se trata de sujetos que le enfrentan con los
límites de su eficacia y su conocimiento. Debe entonces innovar en la técnica,
lo cual no suele hacerse sin percibir el acoso de un ideal del yo teórico que le
reclama mantenerse dentro de los límites de las prácticas establecidas, bajo el
riesgo de perder su propia identidad.
Si se dedica, además, a ejercer su labor con niños, enfrenta un
problema doble. Es que el análisis de niños es en sí mismo transgresor, en el
sentido de que no es posible respetar en ese ámbito las normas del análisis tal
como están estipuladas para el de adultos. Aún en una época en la que las
ortodoxias se ponen en tela de juicio y se levantan cada vez más argumentos
en contra de la fijeza ritual de las formas, ¿qué análisis será concebible si en
ocasiones es necesario hasta prescindir de la palabra dicha y aceptar su
reemplazo por la acción?
Lo cierto es que, ni incompleto ni mediocre, el análisis de niños es una
práctica diferente que, sin embargo, conserva lo esencial del trabajo de
análisis. Es sin duda una tarea difícil, tanto más por su engañosa simplicidad:
no se trata sino de "jugar", como lo enseñó la escuela inglesa. Pero es
necesario poder escuchar en el juego lo que las palabras no dicen.

Fenómenos complejos

¿Qué serán, entonces, los “casos difíciles” en niños? En principio,


ocasión de una doble transgresión. Aún dentro de esa práctica diferente que es
la clínica psicoanalítica de niños, reclaman acciones que amenazan
constantemente con desbordar el campo de análisis establecido para
internarse en un terreno sin caminos, en el que se advierte la escasa distancia
que media entre la creatividad y el desatino. En este terreno de frontera de la
clínica psicoanalítica con niños y adolescentes, el aporte de maestros como
Marilú Pelento abrió nuevas perspectivas.
En la niñez el psiquismo está en proceso de construcción, y no puede
esperarse la fijeza de las configuraciones patológicas. Además, pensar en la
formación del síntoma según el modelo de las neurosis de transferencia implica
posicionarse en un momento determinado del proceso de constitución
subjetiva, recién a partir del cual esa dinámica es posible. En tal contexto, por
más dificultades que ofrezca el análisis de una neurosis sintomática, por
vigorosas que sean las resistencias, el analista navega allí por aguas
conocidas: no pueden descartarse tormentas o escollos, siempre se puede
terminar en un naufragio, pero se tratará de vicisitudes que deberían entrar
dentro del esquema conceptual tradicional del psicoanálisis.
Lo verdaderamente cuestionador viene de más allá de los límites, de los
casos en los que la brújula no orienta, y ya no se trata de la represión
fracasada y el retorno de lo reprimido, ni tampoco de la referencia a Edipo
como guía. Es cierto que la llamada “nueva clínica psicoanalítica” (nueva de
unas cuatro décadas, en realidad) ha puesto el énfasis precisamente en el
tratamiento de las afecciones no neuróticas, pero no deja de ocurrir con alguna
frecuencia que la práctica tienda en la clínica con niños a una suerte de
sincretismo teórico, en el que, ante un caso que trae problemas, se mezclan
supuestos nuevos con los antiguos, que corresponden a un nivel diferente de
estructuración psíquica, como si se perdiera la fe en la coherencia -una
consecuencia de esto es que, por lo menos en el caso de los niños, el mismo
análisis de las formaciones neuróticas tiende a perder especificidad, en una
especie de devaluación encubierta del papel de la sexualidad infantil, con lo
cual se termina por cargar todas las cuentas en el papel del objeto, relegando
al olvido el rol de la pulsión, como señala Green, (1996)-.
Por tales motivos, lo primero que se hace evidente es la necesidad de
considerar en estos casos -los "niños atípicos" o "difíciles"- algunas cuestiones
básicas del proceso de constitución subjetiva. Por ejemplo, en qué medida se
ha adquirido la posibilidad de tomar en cuenta al otro como tal, así como la
capacidad de control de los propios impulsos. Esto se refiere, en primer lugar,
a la cuestión de la cualificación de las cantidades de excitación, función
primordial del psiquismo desde su origen. En segundo lugar, remite a la
capacidad para adquirir y estabilizar la diferencia entre yo y objeto, la cual se
construye a lo largo del tiempo. De manera muy general puede sostenerse
que, en la medida en que esas operaciones psíquicas encuentren obstáculos
insuperables, el aparato psíquico no logrará mantener estables las investiduras
libidinales, y sobrevendrá pérdida de cualidad y la consiguiente aparición de
fenómenos tóxicos, en los cuales la cantidad de excitación no cualificada
irrumpe y daña el funcionamiento psíquico. Como indicadores de las
consecuencias de esos procesos emergen la magnitud de la intolerancia a la
frustración y a la demora, tanto como la rigidez yoica y la incapacidad de
negociación.
El abordaje de esta problemática se coloca de inmediato en el terreno
de la complejidad, por lo cual considerarlo en términos de determinaciones
simples alejará de su elucidación en vez de acercar a ella. Dado que tal
perspectiva concibe al fenómeno como efecto de la intersección de líneas
causales relativamente independientes entre sí, resulta imprescindible apelar a
un modelo etiológico que permita considerar esa complejidad, para lo cual el
esquema freudiano de las series complementarias es un buen punto de
partida.

Lo que muestra la clínica

A menudo los niños que enfrentan al analista con las dificultades antes
resumidas son esos que la clasificación psiquiátrica llama “oposicionistas y
desafiantes”, un caso particular de los niños con “trastornos por déficit de
atención y comportamiento perturbador” (American Psychiatric Association,
1996). En estos, como en toda la psicopatología, la generalización es siempre
riesgosa. En ocasiones, el terapeuta se ve llevado a admitir que la actitud
oposicionista y desafiante puede constituir la única reacción posible de un
sujeto que intenta sostener una posición activa frente a circunstancias vitales
desfavorables (Calzetta, 2012). A la vez, también es posible que la dificultad
para la consolidación del sujeto y el establecimiento de relaciones con objetos
externos adecuadamente discriminados provenga, además de los vínculos, del
funcionamiento de su sistema nervioso. En todo caso, habrá que ponderar
cada uno de los factores complementarios.
Es ese sentido, no debe esperarse que la explicación se agote siempre
como el efecto aislado de una de las series. Una dificultad constitucional para,
por ejemplo, controlar impulsos, que se manifiesta en el curso del proceso de
organización subjetiva, puede, en el seno de una familia estructuralmente
frágil, hacer estallar el equilibrio del grupo, tal vez precariamente conservado
hasta ese momento. Puede irrumpir, en esos casos, la violencia como modo
privilegiado de interacción, tanto en el vínculo de cada miembro (o de algunos
de ellos) con el hijo considerado problemático como entre los padres o entre
los otros hermanos, o aún involucrando varias generaciones y grados de
vínculo. Una consecuencia de esa dinámica alterada es que el niño acaba
incluyendo un contenido agresivo antes inexistente en sus interacciones con el
resto; es decir, adquiere un sentido explícitamente beligerante lo que antes era
pura manifestación de la dificultad de control o, en todo caso, expresiones de
un sadismo por así decir “ingenuo” al que podía apelar como intento de
cualificación de la cantidad de excitación que lo desbordaba. En parte como
modo de hacer activo lo pasivo, en parte como identificación con la modalidad
predominante, el niño se va posicionando como un problema que nadie logra
resolver.
A menudo la familia soporta u oculta el malestar, pero la consulta
sobreviene a partir de problemas detectados en la escuela, que suelen
involucrar tanto el aprendizaje como la convivencia dentro de los límites que la
institución acepta. Como lo señaló lúcidamente Marilú Pelento (2002, pág.
139): “Es la violencia de niños y adolescentes (así como la mostración de una
sexualidad precoz y sin velos) el primer disparador del pedido de ayuda de
algunas escuelas”. Una viñeta servirá de ilustración: Se consulta por un niño,
M., de diez años que, además de mostrarse distraído en forma habitual, lo que
le llevaba a fracasar en el aprendizaje, buscaba provocar permanentemente
situaciones de violencia con sus compañeros y maestros. También, según
relataban los padres, solía tener con cierta frecuencia crisis de angustia
intensa. Las reuniones familiares mostraron un grupo con funciones poco
discriminadas y actitudes a menudo contradictorias, en el que alternaban
"permisos" ilimitados -que se podían considerar como formas de indiferencia-
con abruptas "puestas de límites", que incluían penas sin relación ni proporción
con la falta cometida.
En las entrevistas con el niño se observaron dificultades para el
mantenimiento de un vínculo terapéutico de colaboración, ya que fluctuaba
entre el acercamiento y el rechazo, a veces en el curso de la misma sesión. En
esos primeros encuentros produjo varios dibujos de apariencia
deliberadamente grotesca, cuya temática era casi siempre sexual, de un modo,
se podría decir, obsceno. No podía concluirse que formaran parte de algún
conjunto de fantasías ni parecían derivar de la excitación o las teorizaciones
del niño, no había allí búsqueda ni enigma; tan sólo un énfasis en los aspectos
del dibujo –los únicos que aparecían nítidos y resaltados, dentro de un
conjunto en general, confuso- que podían servir para provocar una reacción
sorprendida y escandalizada en el interlocutor. Los gráficos y las palabras que
los acompañaban sugerían una mimesis con aspectos de sexualidad genital
adulta, copiados de conductas adolescentes y con el contenido inspirado por
incursiones en páginas pornográficas. A partir de sus relatos y de las
descripciones aportadas por los padres, fue quedando a la vista que las formas
de angustia predominante eran primitivas, ligadas menos a la instancia
superyoica que a estados confusos de pérdida de identidad y sentimiento de
vacío. La hipótesis de trabajo fue que se trataba de la consecuencia de una
organización psíquica frágil, en la que la lucha principal del Yo no era contra la
emergencia de lo reprimido. Lo que se observaba en la conducta era
principalmente concebible como producto de un estado “tóxico”, en el que el
aparato psíquico se veía compelido a encontrar sentido a una amenaza
proveniente de los límites del psiquismo; es decir, una invasión de cantidad no
fácilmente cualificable. En esa línea, la repetición de las transgresiones,
fenómenos disruptivos y tendencia a la acción que caracterizaban su conducta
en la escuela se explicaba a partir de la necesidad de hallar ligadura para el
desborde cuantitativo, lo que intentaba a partir de una puesta en escena de
tendencias sádicas y de dominio del objeto. Por ese camino procuraba dar
sentido a la cantidad, incluyéndola dentro del Principio del Placer. El
aprendizaje aparecía débilmente investido, excepto en algunos intereses muy
puntuales, y aún en éstos parecía prevalecer una tendencia a la superficialidad
y lo meramente aparente, es decir, lo que podía servir para crear una cierta
imagen de sí.
Más que desarticular los mecanismos defensivos para permitir la
emergencia de lo reprimido, la tarea consistía, entonces, en ofrecer al Yo
puntos de apoyo para incrementar su propia organización; eso facilitaría la
función inhibitoria para el dominio de los impulsos. Como es de rigor en estos
casos, se incluyó el trabajo con los padres, lo cual contribuyó a moderar las
dificultades que se presentaban para la consolidación de una alianza
terapéutica estable. Además, se facilitó la posibilidad grupal de auto
observación de los vínculos, con la finalidad de llegar a ciertas modificaciones
de la dinámica familiar.
Las situaciones de violencia en el transcurso de las sesiones –alguna
agresión física, descalificaciones, ataques al encuadre y a los objetos del
consultorio-, no admiten ser clasificadas simplemente como fenómenos
transferenciales sin extender el concepto de transferencia más allá de sus
límites originales. No parecía haber allí una verdadera actualización de
vínculos pretéritos desplazados sobre la representación preconsciente del
analista, sino más bien, como se dijo, un intento de cualificación que apelaba a
modos primitivos de funcionamiento psíquico, más ligados a pulsión de muerte.
Simultáneamente, constituían una serie de reacciones poco discriminadas -que
se apoyaban, eso sí, en la forma habitual de interacción familiar- en defensa de
un aparato psíquico inestable frente a la tarea terapéutica, ya que ésta llegaba
a ser percibida como una amenaza a su integridad. Las agresiones seguían el
modelo de hacer activo lo pasivo, pues M. se sentía frecuentemente
descalificado por sus familiares y compañeros. No obstante, fue logrando
incrementar los tiempos de vínculo positivo con el analista, lo cual le permitía,
en esas ocasiones, mantener diálogos verbales o gráficos en un clima
cooperativo y afectivamente comprometido.
En el curso del tratamiento logró incorporar posibilidades de elaboración
psíquica más realistas y pudo aumentar su capacidad de aprendizaje. No fue
ajena al resultado la identificación con el modo del funcionamiento mental del
analista quien, en sus intervenciones verbales, apuntaba a la discriminación de
diferentes estados afectivos de M. entre sí, así como de fantasías y realidad, o
de deseos propios y ajenos. Paulatinamente logró instalar y mantener la
confianza acerca de la capacidad de su analista para sostenerlo de manera
estable, a pesar de sus ataques. Cuando, en su vida cotidiana, provocaba el
enojo del adulto con el que se encontraba, se solía generar una espiral de
violencia que terminaba en el maltrato mutuo y en un malestar prolongado. El
pequeño intentaba así ser, en ocasiones, el agente de una situación que, de
otro modo, lo ubicaba como víctima pasiva. Dado que la pérdida del objeto se
ubicaba como una de las angustias más torturantes, mediante su tendencia a
maltratar al otro lograba quedar como causa de su alejamiento, una maniobra
que recuerda al juego del fort-da. En el vínculo terapéutico se articuló una
cierta firmeza con respecto al límite de lo permitido –en la casa, como se
señaló, la frontera de lo prohibido era incierta- con una disposición a retomar
de inmediato el vínculo positivo en términos de afecto y trabajo. Su agresión no
producía efectos irreparables y era posible restablecer el vínculo de alianza.
Obtuvo algunos logros escolares que incrementaron el sentimiento de
estima de sí, lo que lo dispuso a establecer nuevos vínculos y actividades, lo
cual, a su vez, aumentó sus posibilidades de elaboración psíquica. Por cierto,
hizo falta que se modificaran ciertas pautas de relación familiar, lo que se
promovió en las reuniones familiares. Algunas entrevistas que se realizaron
luego de que el tratamiento hubiera concluido, parecen mostrar que lo
alcanzado se mantenía aún después de interrumpido el vínculo con el analista.
El caso permite reflexionar sobre algunas consecuencias del proceso.
El tratamiento implicó una cierta medida de reorganización del aparato
psíquico, mediante la inscripción de representaciones que habilitaron caminos
alternativos para la elaboración psíquica, los que resultaron más eficaces en
términos económicos. En otras palabras, a partir de un vínculo particular
consolidado al efecto, se facilitaron procesos de simbolización que
incrementaron el nivel de complejidad del procesamiento psíquico. El cambio
implicó, también, una cierta reorganización, en la medida de lo posible, en el
sistema de interacciones familiares. En el trayecto, un grupo de identificaciones
secundarias –con rasgos del modo de funcionamiento de su analista-
desempeñó una función relevante, lo cual no se hubiera logrado si no se
establecía el vínculo terapéutico tan afectivo y confiable como fuera posible, en
el sentido de su solidez y permanencia.
Green llama la atención sobre un tipo particular de triangulación que
tiene lugar en casos limítrofes, en el que los vértices no se determinan por
diferencia sexual y de función, sino que se establece la relación con un objeto
bueno, pero inaccesible, y uno malo, invasor, pero siempre presente. No
importa qué persona real quede ubicada en cada vértice: “La presencia
invasora conduce al sentimiento delirante de influencia, y la inaccesibilidad a la
depresión” (Green, 1990, p. 63). Entre sus consecuencias señala una
dificultad en el nivel del pensamiento, lo que limita las posibilidades de
aprendizaje. En estos casos el análisis funciona más bien como una
experiencia diferente, que ofrece otros caminos. Parece evidente que esta
forma de operación no privilegia la "via di levare" sino que exige, además, una
participación especialmente activa del analista, en el sentido de la generación
de representaciones que permitan la figurabilidad (Botella, 2003) de lo que
había quedado en estado de vacío representacional. Subsiste la pregunta, en
cada caso, acerca de la medida en que el mencionado sistema de
identificaciones logra continuar operando luego de la extinción del vínculo
terapéutico, pero lo obtenido en numerosos casos permite cierto optimismo en
tal sentido.
Según muestra reiteradamente la clínica, uno de los factores claves para
pensar en tal desenlace relativamente favorable, en este abordaje de la
problemática, es la existencia de alguna forma de sostén familiar capaz de
tolerar el trabajo terapéutico y de modificarse en cierta medida. El
apuntalamiento en objetos externos, imprescindible para cualquier psiquismo
en proceso de constitución, es, en los casos a los que se refiere el presente
trabajo, una exigencia permanente y sin matices. El otro debe estar siempre
allí, sin ambigüedades ni demoras, para compensar la fragilidad de la armazón
identificatoria que no ha logrado construirse de manera estable. Esa estructura
representacional debería haber asumido el relevo del objeto en cuanto a su
función de sostén y capacidad de elaborar juicios de atribución y de existencia.
En ese sentido, el funcionamiento psíquico del niño permanece fijado en un
momento temprano del proceso de organización subjetivo. Si el sostén no se
halla en la familia se buscará en otro lado, lo cual suele poner al sujeto en
situación de riesgo.

Algunas consideraciones

Como se mostró en el ejemplo clínico citado más arriba, puede ocurrir


que estos niños adopten, poco antes de la pubertad, una imagen de madurez,
cuya finalidad es compensatoria del intenso sentimiento de inferioridad que
padecen. En ese caso, se disfrazan de adolescentes, impostan actitudes
cuestionadoras o utilizan un lenguaje procaz y fuertemente sexualizado como
modo de provocar efectos en sus interlocutores, A la vez, conservan una
ingenuidad y una búsqueda de relaciones de apego elemental que los hacen
extremadamente vulnerables. En ocasiones encuentran en el contacto con
grupos marginales una forma de sostén, una "neofamilia", por así decir, que les
facilita cierta auto organización psíquica. Suelen hallar allí una identidad a la
que no lograban acceder en el vínculo con su propia familia. Ese camino
implica, a menudo, la idealización de los líderes del grupo y la necesidad de
refrendar el pacto de pertenencia mediante el consumo de sustancias y, a
veces, la participación en delitos.
Otras veces, la realidad virtual se convierte en la única realidad posible;
pasan a vivir "en" las redes sociales y los juegos en red. Allí obtienen un
sentimiento de sí más sólido que el que pueden encontrar en los vínculos del
mundo “real”, que se les llegan a hacer extraños e inciertos y a los que
responden con violencia. Su aferramiento a la computadora es visto por la
familia como un vicio y fuertemente combatido, lo cual no hace más que
consolidar esa forma de búsqueda de vínculo y acentuar el extrañamiento del
niño con respecto a su grupo familiar. En esos casos, a menudo la posibilidad
de establecer un vínculo terapéutico pasa por la aceptación de esa realidad y
por la disposición a construir un encuentro a partir de ello.
Estos comentarios, que surgen del trabajo clínico cotidiano, distan de
agotar el campo de fenómenos que podrían ser incluidos entre los casos
problemáticos en clínica con niños, pero ilustran un aspecto a tener en cuenta
en cada uno de ellos. Se trata del nivel de organización, en cuanto a
complejidad y estabilidad, que ha alcanzado el sistema representacional, pues
de él depende la capacidad de mantener vigente el proceso psíquico. En un
terreno muy alejado dentro de las configuraciones psicopatológicas, como es el
de los trastornos severos del desarrollo, la investigación mostró el papel de la
fragilidad representacional en las manifestaciones del autismo más severo
(Calzetta, 2007) Por su parte, los trabajos de Andre Green (1990), Botella
(2003) y otros exploran las problemáticas de la desinvestidura, en relación con
el narcisismo de muerte, y de las deficiencias de los sistemas
representacionales en casos fronterizos. Esta dimensión de la labor analítica
merece continuar siendo investigada en el terreno de la clínica con niños.

Referencias bibliográficas

American Psychiatric Association: (1996) DSM-IV, Masson, México.


Botella, C. y S.: (2003) La figurabilidad psíquica. Amorrortu, Buenos
Aires.
Calzetta, J.J.: (2007) Representación y trauma en el autismo. XIV
Anuario de investigaciones, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos
Aires.
Calzetta, J.J.: (2012) Niños ¿rebeldes? Actualidad Psicológica, Año
XXXVII, Nº 405, Buenos Aires.
Green, A.: (1990) De locuras privadas. Amorrortu, Buenos Aires
Green, A.: (1996) La metapsicología revisitada. Eudeba, Buenos Aires.
Pelento, M.L.: (2002) La educación como efecto visible de las
vicisitudes, contradicciones y malestares de la cultura. Cuestiones de Infancia,
Revista de Psicoanálisis con Niños, V. 6, Buenos Aires.

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