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ME ARRASA LA HUAHUA»
Así ocurre, por ejemplo, cuando una mañana a las diez uno ve por las calles
de La Paz a un hombre con un sarcófago blanco y pequeño sobre el hombro, a
quien acompaña una mujer. Ninguno llora, sólo parecen tener un gran apuro
por llegar al cementerio y, una vez ahí, contratan a algunos llorones, cantan
unos cantos y luego proceden sin más al entierro del niño, en todo caso
acompañando la ceremonia con libaciones abundantes de alguna bebida
alcohólica.
Otra vez un indio viejo está arrodillado ante el puesto de una chola y,
mientras ésta arregla su mercadería con indiferencia, aquél llora pidiendo
quién sabe qué favor.
Nunca haríamos nosotros, los porteños, una cosa así. Claro, se trata de
episodios insólitos que nos dejan mudos. Pero hay otros que se aproximan un
poco más a nuestras costumbre, y ante los cuales nos atrevemos a adoptar
una actitud firme.
Cierta vez pasa ante nosotros un camión pesado, y unas tablas rozan al niño
que una india mal vestida tenía colgado de sus espaldas, según la usanza de
las mujeres del altiplano. La mujer se tambalea. Alcanzamos a sostenerla y
comprobamos que se le había rasgado el manto. Gritamos al conductor para
que detenga su marcha, pero éste la continúa con indiferencia.
Sin embargo, detrás de la resignación de la india hay algo más que nosotros
hemos perdido. Ella no tenía la protesta a flor de labio, porque su mundo se
alimenta en otras fuentes que el nuestro.
El indio tiene entonces una puerta abierta por donde su vida se le escapa y se
convierte afuera en dioses. Posee el asombro original de los primitivos. Se
asombra del granizo y se lo atribuye al felino. Pero el felino a su vez vuelve y
le castiga el sembrado. Y todo constituye un ciclo cerrado.
Pero aquí cabe una pregunta clave: ¿Estamos realmente libres? ¿Carecemos
totalmente de un asombro original? ¿Nunca más querríamos creer en los
dioses?
Pero nos creamos ámbitos ficticios para satisfacer nuestra búsqueda. ¿Qué es
una ruleta, sino un platillo en el cual meten sus manos los dioses? ¿Y qué es el
cine? Hemos gastado millones en construir cines con cinemascope y sonido
estereofónico. Gastamos otro tanto para hacer películas con miles de
intérpretes rodadas en todo el mundo. ¿Para qué? Para recobrar el asombro
original. Cuando vemos una buena película no queremos que finalice, porque
nos sentimos metidos en una realidad totalmente afín con nuestra vida, y
porque nosotros mismos somos ese cowboy que salva a los indefensos, o el
guerrero que vence a un ejército.
Y esto es lo mismo que qowa , el felino del granizo, que nos fascina. También
el indio tiene una inmensa pantalla en la que desfilan los picos nevados y las
punas ingratas, como nos pasa a nosotros en el cine. ¿Qué distancia cultural
media entre estar sometido a los picos nevados y la máquina proyectora de
cine? Apenas 3.000 años, una gota de agua en el medio millón de años que
dura la especie humana.
Entonces, ¿por qué nos enojamos cuando aquella india nos dijo
imperceptiblemente: «Casi me arrasa la huahua »? ¿acaso habríamos salvado
al chico? No. Porque si algo le hubiese ocurrido, nada habríamos podido
hacer. Una muerte en ningún lado se repone. ¿Querríamos inculcarle la
exigencia de un mundo mejor como nos pasa a nosotros? ¿Para qué? ¿Para
sustituir su fe en los dioses y en los felinos del granizo por una fe en las
instituciones municipales o en los técnicos de accidentes? ¿Estamos
absolutamente seguros de que nuestra voluntad puede corregir al mundo en
todos sus aspectos, aun en el de la muerte? Ese fue un ideal de nuestros
abuelos y nosotros, herederos de ese ideal, nada hacemos por él, sólo nos
limitamos a mantenerlo en vigencia. Entre tantos millones de habitantes no
nos cabe otra suerte que la de cumplir con el pequeño papel que nos fue
asignado.