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«CASI

ME ARRASA LA HUAHUA»

Cuando se viaja a un país extraño uno espera encontrar siempre un estilo de


vida inédito. Pero es inútil. Por más que los viajes agudicen la sensibilidad
ante la novedad, y uno la busca en la calle, en el tren o en el hotel, siempre
alienta nuestra defensa: ese temor de que la novedad destruya la herencia
adquirida en nuestra buena ciudad.

Así ocurre, por ejemplo, cuando una mañana a las diez uno ve por las calles
de La Paz a un hombre con un sarcófago blanco y pequeño sobre el hombro, a
quien acompaña una mujer. Ninguno llora, sólo parecen tener un gran apuro
por llegar al cementerio y, una vez ahí, contratan a algunos llorones, cantan
unos cantos y luego proceden sin más al entierro del niño, en todo caso
acompañando la ceremonia con libaciones abundantes de alguna bebida
alcohólica.

Otra vez un indio viejo está arrodillado ante el puesto de una chola y,
mientras ésta arregla su mercadería con indiferencia, aquél llora pidiendo
quién sabe qué favor.

Nunca haríamos nosotros, los porteños, una cosa así. Claro, se trata de
episodios insólitos que nos dejan mudos. Pero hay otros que se aproximan un
poco más a nuestras costumbre, y ante los cuales nos atrevemos a adoptar
una actitud firme.

Cierta vez pasa ante nosotros un camión pesado, y unas tablas rozan al niño
que una india mal vestida tenía colgado de sus espaldas, según la usanza de
las mujeres del altiplano. La mujer se tambalea. Alcanzamos a sostenerla y
comprobamos que se le había rasgado el manto. Gritamos al conductor para
que detenga su marcha, pero éste la continúa con indiferencia.

Como es natural, protestamos. Pero la india, con el rostro inmóvil y la voz en


un hilo, balbucea apenas: «Casi me arrasa la huahua» . Miramos hacia donde
iba el camión. Ya está lejos. Y cuando nos damos vuelta, comprobamos con
sorpresa que la india se perdía en el montón de gente.

Es curioso. Aplacamos entonces nuestra indignación por el conductor y la


emprendimos con al pobre india. Nos irritamos que fuera tan pasiva, tan lábil,
y de que no protestara ante los acontecimientos arbitrarios e injustos. Y
pensamos, como es natural: «allá en Buenos Aires, cualquier día nos iban a
hacer una cosa así». La resignación nos resulta intolerable.

Sin embargo, detrás de la resignación de la india hay algo más que nosotros
hemos perdido. Ella no tenía la protesta a flor de labio, porque su mundo se
alimenta en otras fuentes que el nuestro.

Cierta vez en Tiahuanaco empezó a granizar, y vi que un indio tomaba un


caño y comenzaba a golpearlo con furia, mientras gritaba en aymará una serie
de amenazas. Supe luego que lo hacía así porque quería ahuyentar a qowa ,
que es un gato causante del granizo. Se trata de una creencia muy extendida
en el altiplano, según la cual este felino, que duerme junto a las fuentes, en
ciertos días asciende hasta las nubes y desde ahí intenta perjudicar los
sembrados.

¿Qué hubiéramos hecho nosotros ante el granizo? Nada. En cambio el indio


pensaba que con el ruido lo haría cesar y ahuyentaría al felino. En cierto
modo le envidié esa creencia. Porque ¿qué es una creencia? Pues la
prolongación de uno mismo hacia afuera. El objeto de fe es puesto afuera, en
medio de la dura realidad. Por eso el indio —porque cree— ve afuera un
fenómeno vital, mientras que yo —que no creo— no veo otra cosa que un
fenómeno mecánico.

El indio tiene entonces una puerta abierta por donde su vida se le escapa y se
convierte afuera en dioses. Posee el asombro original de los primitivos. Se
asombra del granizo y se lo atribuye al felino. Pero el felino a su vez vuelve y
le castiga el sembrado. Y todo constituye un ciclo cerrado.

El indio entonces comienza su vida adentro de sí mismo, lleva a ésta hacia


afuera y la convierte en dioses, y los dioses vuelven sobre él. El indio es así
prisionero de su propia vida. Incluso le queda en todo esto el recurso de un
ritmo para ganarse la voluntad de los dioses.

¿Y nosotros? También comenzamos con nuestra vida adentro de nosotros,


pero no salimos. La inteligencia, la razón, la lógica nos lo impiden. Estamos
solos frente al mundo, mientras que el indio está acompañado, aunque sea
por qowa , el felino.

De ahí la supuesta indiferencia de la india cuando nos dijo «casi me arrasa la


huahua », y de ahí también nuestra protesta. Ella cree en los dioses, y nada
dice, y nosotros creemos en la libertad, y protestamos.

Pero aquí cabe una pregunta clave: ¿Estamos realmente libres? ¿Carecemos
totalmente de un asombro original? ¿Nunca más querríamos creer en los
dioses?

Cuando caminamos por las calles de nuestra gran ciudad y oímos un


tremendo ruido a nuestras espaldas, en seguida nos damos vuelta y
comprobamos la causa. ¿Qué pasó en ese lapso de tiempo que trascurre entre
el ruido y la comprobación? Pues un asombro original. Un choque imponente
tiene algo de apocalíptico. ¿Qué no diremos de un incendio: la sirena de los
bomberos, el chorro de agua, el humo, el público que se arremolina y esa
tremenda fascinación que campea en todos?

¿Qué decir, en general, de ese afán de novedades que un pensador


contemporáneo, muy copiado actualmente, atribuye con desprecio al hombre
común? ¿No será, en el fondo, el afán de reencontrar la antiquísima verdad de
los dioses, aun cuando se trate de un incendio o de un accidente? Se diría que
en la gran ciudad ponemos tímidamente un pie afuera ante cada novedad,
pero nunca encontramos el suelo que nos sirva de apoyo, o, mejor dicho, los
dioses en quienes creer.

Pero nos creamos ámbitos ficticios para satisfacer nuestra búsqueda. ¿Qué es
una ruleta, sino un platillo en el cual meten sus manos los dioses? ¿Y qué es el
cine? Hemos gastado millones en construir cines con cinemascope y sonido
estereofónico. Gastamos otro tanto para hacer películas con miles de
intérpretes rodadas en todo el mundo. ¿Para qué? Para recobrar el asombro
original. Cuando vemos una buena película no queremos que finalice, porque
nos sentimos metidos en una realidad totalmente afín con nuestra vida, y
porque nosotros mismos somos ese cowboy que salva a los indefensos, o el
guerrero que vence a un ejército.

Y esto es lo mismo que qowa , el felino del granizo, que nos fascina. También
el indio tiene una inmensa pantalla en la que desfilan los picos nevados y las
punas ingratas, como nos pasa a nosotros en el cine. ¿Qué distancia cultural
media entre estar sometido a los picos nevados y la máquina proyectora de
cine? Apenas 3.000 años, una gota de agua en el medio millón de años que
dura la especie humana.

Quizá una prueba de esta proximidad un poco alarmante la brinda esa


psicología del «ya sé». Cuando alguien en Buenos Aires nos explica algo, nos
incomodamos y respondemos con un monocorde «ya sé, ya sé». Vivimos como
si ya lo supiéramos todo, o al menos como si nosotros o la humanidad, alguna
vez, lo sabrá todo. Pero en el fondo, cómo nos molesta esta exigencia
constante y un poco gratuita de saberlo todo. Quisiéramos, por ejemplo,
sustituir el saber por la amistad. No nos molestan tanto los argumentos
científicos en una discusión, como la falta de afecto del contrincante. ¿Por
qué? Porque quisiéramos un mundo menos hostil, algo así como un regazo
divino y ganar la paz eterna con una simple ofrenda. ¿Y, al fin y al cabo, en
qué consiste nuestra desconfianza tan porteña? En que quisiéramos ganar
todos nuestro asombro original y una verdadera fe en los dioses, pero con
todas las garantías del caso, de tal manera que nadie supiera que nos están
engañando.

Entonces, ¿por qué nos enojamos cuando aquella india nos dijo
imperceptiblemente: «Casi me arrasa la huahua »? ¿acaso habríamos salvado
al chico? No. Porque si algo le hubiese ocurrido, nada habríamos podido
hacer. Una muerte en ningún lado se repone. ¿Querríamos inculcarle la
exigencia de un mundo mejor como nos pasa a nosotros? ¿Para qué? ¿Para
sustituir su fe en los dioses y en los felinos del granizo por una fe en las
instituciones municipales o en los técnicos de accidentes? ¿Estamos
absolutamente seguros de que nuestra voluntad puede corregir al mundo en
todos sus aspectos, aun en el de la muerte? Ese fue un ideal de nuestros
abuelos y nosotros, herederos de ese ideal, nada hacemos por él, sólo nos
limitamos a mantenerlo en vigencia. Entre tantos millones de habitantes no
nos cabe otra suerte que la de cumplir con el pequeño papel que nos fue
asignado.

Y he aquí la contradicción: la india cree en los dioses y trata de mantenerse


indiferente ante un camión que casi le arrasa la huahua . Nosotros, en
cambio, no creemos en los dioses y protestamos contra el camión. No sé quién
sale ganando en esto. Lo cierto es que la vida en le altiplano y en Buenos
Aires es una sola cosa, y tanto los dioses como los camiones son importantes.
Quizá todo consiste en vender un poco de nuestra exagerada libertad a los
dioses, siquiera para no andar tan solos por las calles. Y este es un antiguo
problema de nuestra vida argentina.

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