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Cuento de la mujer al final del camino

Los recuerdos de Romina sobre su pueblo natal eran un verdadero tesoro.


Aquellas tardes que pasó en la plaza del pueblo comiendo raspados y algodón de
azúcar, no podían sustituirse con ninguna otra vivencia.

Habían pasado veinte años desde que estuvo ahí por última vez y se sentía
ansiosa por ver el sol salir entre las montañas para bañar las humildes y rusticas
casas en oro y adornarles con reflejos tornasol al pasar los rayos entre los árboles.
El viaje hasta ahí le pareció eterno, tal vez por la emoción de enseñarle a sus hijos
algo que consideraba muy suyo, algo que le llenaba de alegría.

Llegaron de noche, y la vista distaba mucho de lo que les había contado a todos.
La oscuridad era solamente interrumpida por los potentes faros de su auto nuevo,
el viento era tan intenso que hacia silbar las hojas de los árboles y obligaba a que
sus troncos crujieran, al doblar aun los más gruesos como simples ramas débiles.
Sin importar su altura, se inclinaban ante el auto para atraparlo con invisibles
tentáculos.
Los chicos estaban aterrados, pero su madre juraba que al amanecer todo luciría
mucho mejor y la pasarían muy bien. Continuaron entonces adentrándose en
aquella penumbra, entre la cual apenas alcanzaban a distinguirse unas cuantas
casas derruidas.

A los niños les parecía extraño que no hubiera gente caminando por las calles,
pero Romina sabía que todos tenían que levantarse temprano a realizar sus
labores, no lo vio fuera de lo normal, hasta que tocó un par de puertas, buscando
un lugar donde quedarse y nadie atendió.

Como última y más segura opción, fueron a la iglesia, pero ni siquiera pudieron
entrar al patio, pues estaban cerradas las rejas. Romina se acercó a ellas, gritando
por un rato, esperando que alguien le abriera, pero no tuvo suerte, aquellos
minutos solo le sirvieron para helar su cuerpo con el frio viento que no dejaba de
soplar.

Volvió al coche, donde los chicos se culpaban uno a otro por un nauseabundo
olor que de pronto se percibió, salieron todos a prisa, pero ese feo aroma, estaba
también afuera, le pertenecía al ambiente, anunciaba la cercanía de un espectro
en forma de mujer, que flotaba al final del camino.

Le miraban con cierto recelo, a pesar de que estaba ahí, les costaba trabajo
creerlo. Ella se aproximó lentamente, exagerando cada uno de sus movimientos,
dejándose admirar por aquellas mentes incrédulas, mostró su carencia de pies,
las víboras de su cabellera, y las enormes heridas sangrantes de sus
extremidades apenas unidas… fue entonces, que ante cada uno de sus avances,
el grupo de recién llegados dio un paso hacia atrás, pero eso no servía de mucho,
a la primera señal de miedo, ella voló hasta ellos absorbiendo todo lo que tenían
dentro hasta dejar sus ojos completamente vacíos. Luego se marchó, del mismo
modo que vino, desapareciendo al final del camino.

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