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CURSO: "LA CONFORMACIÓN DE UN MAPA DE LECTURA: LEGITIMIDADES E junio; 7 y 8


INESTABILIDADES" de julio de
2017

Antieros, Tununa Mercado

Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una escoba mojada el
tapete (un balde con agua debe acompañ ar ese trá nsito desde la recá mara del fondo y
por las otras recá maras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una primera vez al
terminar la primera recá mara y así sucesivamente con las otras. Regresar a la primera
recá mara, la del fondo, y quitar el polvo de los muebles con una franela hú meda pero no
mojada. Sacudir sá banas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada,
bajo la cual se pone el pijama o el camisó n del durmiente. Poner en orden las sillas y
otros objetos que pudieran haber sido desplazados de su sitio la víspera (siempre hay
una víspera que "produce" una marca que hay que subsanar). Un primer recorrido habrá
permitido rescatar vasos, tazas, botellas, ropa sucia, depositados sucesivamente en la
cocina y el lavadero. Pasar al segundo cuarto que ya habrá sido barrido como los otros, el
pasillo, y los bañ os que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior:
sacudir el polvo, airear las sá banas y cobijas, tender la cama con las sá banas bien
estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de esponjarla, entrar bien
las sá banas y cobijas debajo del colchó n; en el á ngulo de cada uno de los pies, la ropa de
cama debe ser entrada en dos etapas, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda
y viceversa –depende del lado en cuestió n– para formar un pico que se corresponderá
geométricamente con el á ngulo. El estado ó ptimo: la tensió n del lienzo debe ser como la
de los bastidores del bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama
matrimonial; calcular por lo tanto los movimientos para economizar el má ximo de
tiempo posible. La operació n de entrar la sá bana de abajo y luego la segunda sá bana
debe hacerse, má s allá de toda ló gica, por separado; la astucia de plegarlas juntas
produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La economía debe consistir, má s
bien, en agotar el mayor nú mero de operaciones en un lado antes de pasar al otro. Una
vez finalizada la etapa de la limpieza y arreglo de las recá maras echar un visto a cada una
para ajustar cualquier detalle que hubiera podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar
apenas entreabiertas las persianas, la ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar un
instante, por turno, en el vano de la puerta de cada habitació n, el quieto resplandor que
segrega el interior en la semipenumbra. En los bañ os, tallar con pulidores especiales todo
lo que sea mayó lica y azulejos. Abrir la llave del agua caliente para lograr vapor, el mejor
limpiador de espejos. Frotar y frotar hasta sacar brillo, aromatizar con productos
especiales –nunca con el puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar jabones,
jaboneras, botellas de champú , de acondicionadores, potes de crema y cosméticos,
dejando fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos. Doblar correctamente
las toallas, combinando entre la de bañ o y la de la cara, el color má s afín. (Quien limpia
no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso, verificar si falta papel, no dejar un solo pelo
en ninguno de los artefactos del bañ o, ni siquiera en los peines y cepillos. Pasar luego a la
sala. Recoger todo lo que esté tirado, barrer con un escobilló n y pasar después una
franela con algú n lustrador, solamente para rectificar el encerado (tarea que debe
realizarse una vez por mes en forma total y que diariamente só lo admite un retoque);
quitar con un plumero el polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también

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requieren una limpieza profunda cada diez o má s días); reubicar, ordenar,


meticulosamente dar cierta armonía a la disposició n de los objetos sobre los estantes, los
aparadores, los trinchantes, las vitrinas y todo el mobiliario; sacudir los cortinados,
darles aire para que queden renovados, con una buena caída. Dar forma a los cojines,
estirar perfectamente las alfombras y las carpetas; poner un gran cuidado en regar las
plantas sin desparramar agua. Quitar el polvo de los marcos de los cuadros; si hubiera
una mancha sobre los vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc y pasar
encima una gamuza seca; sacudir también los vanos de las puertas y ventanas, los
alféizares, las alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas. Con un estropajo seco
sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran tristes darles una pasadita con
Silvo; si las caobas tuvieran la palidez de la depresió n, levantarlas con un poco de
lustrador. En el silló n má s muelle, el de pana verde de preferencia, tenderse unos
instantes con un pequeñ o cojín en el cuello y, desde ese lugar, entregarse a la visió n de
un espacio deslumbrante, con las cortinas a medio cerrar y las ventanas abiertas que
dejan pasar, por entre las plantas y los linos, una brisa llena de aromas. Entretanto
habrá se puesto en el fuego a hervir un agua, no cualquier agua, sino la justa y necesaria
para echar los huesos del puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo,
hinojos, apio, culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y puerta
cerrada, lejos de esa atmó sfera pura de limpieza que exalta los sentidos en la sala, a
mediados del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se desespera en sus
automó viles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el voile pero apenas consigue
mover las cortinas, anudadas con un cordó n dorado a cada lado del ventanal, en
bandeaux. Sacarse los zapatos para sentir la frescura cá lida del terciopelo. Llevar la mano
derecha suavemente desde la pantorrilla hasta el muslo y acariciarla, confirmando que
esa piel puede perfectamente competir con la pana; no subir má s arriba la mano;
desprenderse la blusa y dejar unos momentos los pechos al aire, erguirse y, con la mano
en jarras, mirarse el perfil en el espejo del fondo de la vitrina, por entremedio de las
copas de cristal. Salir de la sala y, previamente, cerrar la camisa, abotonarla y
reacomodar los pliegues de la falda bajo el delantal. Entrar en la cocina, humeante por los
huesos que hierven a todo vapor en la olla y cuyo destino es só lo convertirse en base
para algú n otro manjar. Echar el polvo detergente en un recipiente de plá stico, el que se
usa de costumbre, y hacer una mezcla espumosa con agua caliente; lavar los trastos del
desayuno: tazas, jarritas, cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido retirado de
la mesa y acumulado en la pileta. Pensar una vez má s, como todos los días, que es una
lá stima no poder usar guantes de hule, aceptando, por consiguiente, el deterioro que los
detergentes producen en la piel (hongos incluidos); usar las fibras que el objeto requiera:
zacate, lana de aluminio o simplemente esponja. No dejar el trapito que se usa para secar
la mesada colgado del mezclador de agua; no queda bien en el orden de la cocina.
Limpiar las hornallas, raspar, pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los
azulejos, pasar un trapo con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote
pequeñ o, que después será volcada en el mayor, debidamente protegido con una bolsa
grande de plá stico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos efectos. Pasar
el trapo por el piso; una y dos veces, escurriendo y chaguá ndolo cada vez. Ordenar, sobre
todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté afuera; reacomodar las cosas en
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el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una berenjena, como en el viejo cuento, puede
estar arrinconada en el fondo, como bola de toro de exportació n; que las zanahorias
pueden tener un destino fá lico, arrojadas a la puerta de un lupanar y recubiertas de un
opaco preservativo; que los pepinos pueden servir a la muchacha de las historias
inmorales en sus ceremonias narcisistas; que el hongo má s lú brico no puede compararse
con la morilla que el profesor de lingü ística franco ruso le propuso a su colega franco
alemana en una sesió n amorosa vegetal; que las verduras y las frutas —salsifíes, nabos,
mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles anchos, pasillas y mulatos,
chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el contenido secreto de la valija
del viajante que anda de pueblo en pueblo ofreciéndose para ciertas prá cticas que
responden a vicios particulares.
Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascienden al tuérdano, aunque
ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana con luces y tragaires que
le chupan la conciencia a los alimentos. Después arremeter con la cebolla, la reina,
picarla pertinazmente desde arriba e ir logrando los pedazos má s diminutos con ese
sistema que, por milagro, puede hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del cuchillo;
rehogarla en el fuego lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa base construir
el gran edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y día, los jitomates, los
ajos quemados hasta la extenuació n para extraerles toda el alma, la sustancia hecha
papilla (¿por qué los ajos tienen que desaparecer? ¿por qué?), las hierbas, ajedrea
predominante, y la copita que se bebe a medida que con ella y otra y otra se alimenta el
cuerpo receptivo de la carne por impregnació n, maceració n, "mijotage". El tiempo
transcurre agigantando los granos del arroz, creando espumas suplementarias en la
superficie del caldo, dejá ndose invadir por los olores de las hierbas cada vez má s
despojadas de su esencia, meros tallos, escasas nervaduras que intentan sobrevivir al
má ximo de sí que se les exprime. Nadie, ningú n extrañ o puede irrumpir en esta sesió n en
la que todo se hace por há bito pero en la que cada detalle empieza de pronto a cobrar un
sentido muy peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia propia,
para no decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los aguacates pelados, resbala
por su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo expulsado de su piel con el canto del cuchillo
deja aparecer una materia larval; la sangre brota de la carne y, correlativamente,
produce una segregació n salival en la boca; el limó n despide sus jugos apretado por los
dedos; la piel de los garbanzos se desliza entre los dedos y el grano sale despedido sobre
la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa; el huevo sale de su cá scara y deja ver
su galladura; la pasta amasada en forma de cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo
la palma de la mano; al calamar le salta, por acció n de los dedos, una uñ a transparente de
su mero centro; a la sardina le brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su
cogollo. Volver a desabotonarse la blusa y dejar los pechos al aire y, sin muchos
preá mbulos, como si se frotara con alguna esencia una endivia o se sobara con algú n
aliñ o el belfo de un ternero, cubrir con un poquito de aceite los pezones erectos, rodear
con la punta del índice la aureola y masajear levemente cada uno de los pechos, sin
restablecer diferencias entre los reinos, mezclando incluso las especies y las especias por
puro afá n de verificació n, porque en una de esas a los pezones no les viene bien el
eneldo, pero sí la salvia. Dejar que los fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus
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aguas y sus jugos y que la campana del tuérdano absorba como un torbellino los vahos.
Apagar y, en el silencio, percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformació n de la
materia. Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que censurar, que en
cada sitio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las jergas y los estropajos,
todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la quietud del mediodía; confirmarse
también, y una vez má s que, salvo algú n proveedor a quien no hay que abrirle, nadie
vendrá a interrumpir la sesió n hasta casi las cuatro de la tarde. Poner, no obstante, el
pestillo de seguridad en la puerta; quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda.
Quedarse só lo con el delantal, mientras, con diferentes cucharas, probar una y otra vez,
de una olla y la otra, los sabores, rectificá ndolos, dá ndoles má s cuerpo, volviendo má s
denso su sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas de las
tantas comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la curva de las nalgas,
las piernas, las pantorrillas, los tobillos; agacharse y ponerse de pie con la presteza de
alguien acostumbrado a gimnasias domésticas. Reducir aú n má s los fuegos, casi hasta la
extinció n y, como vestal, pararse en medio de la cocina y considerar ese espacio como un
anfiteatro; añ orar la alcoba, el interior, el recinto cerrado, prohibidos por estar
prisioneros del orden que se ha instaurado unas horas antes. Untarse todo el cuerpo con
mayor meticulosidad, hendiduras de diferentes profundidades y cará cter, depresiones y
salientes; girar, doblarse, buscar la armonía de los movimientos, oler la oliva y el comino,
el caraway y el curry, las mezclas que la piel ha terminado por absorber trastornando los
sentidos y transformando en danza los pasos cada vez má s cadenciosos y dejarse invadir
por la culminació n en medio de sudores y fragancias.

Felicidad clandestina, Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento.
Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si
no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de
la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niñ a devoradora de historietas le habría
gustado tener: un padre dueñ o de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleañ os,
en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del
padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus
puentes má s que vistos.

Detrá s escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y


"recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza. Có mo nos debía odiar esa niñ a a nosotras,

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que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su


sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de
las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella
no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al
pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, vá lgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para
comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo
que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no


vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a
otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento,


como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que
le había prestado el libro a otra niñ a y que volviera a buscarlo al día siguiente.
Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a
apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi
manera extrañ a de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la
promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida
entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueñ o de la
librería era sereno y diabó lico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa,
con una sonrisa y el corazó n palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el
libro no se hallaba aú n en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba
yo que má s tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse
para mi corazó n palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuá nto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A
veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has
venido hasta esta mañ ana se lo presté a otra niñ a. Y yo, que era propensa a las
ojeras, sentía có mo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañ arle la presencia
muda y cotidiana de esa niñ a en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las
dos. Hubo una confusió n silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la

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señ ora le resultaba cada vez má s extrañ o el hecho de no entender. Hasta que, madre
buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó : ¡Pero si
ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el


horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia
de perversidad de su hija desconocida, la niñ a rubia de pie ante la puerta, exhausta,
al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrá ndose al fin, firme y
serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era má s valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es
todo lo que una persona, grande o pequeñ a, puede tener la osadía de querer.

¿Có mo contar lo que siguió ? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la
mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me
fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos,
apretá ndolo contra el pecho. Poco importa también cuá nto tardé en llegar a casa.
Tenía el pecho caliente, el corazó n pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, ú nicamente para sentir
después el sobresalto de tenerlo. Horas má s tarde lo abrí, leí unas líneas
maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué má s aú n
yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dó nde había guardado el libro, lo
encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstá culos má s falsos para esa
cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser
clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuá nto me demoré! Vivía en el aire...
había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo,


sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era má s una niñ a con un libro: era una mujer
con su amante.

Cielo de claraboyas, Silvina Ocampo

La reja del ascensor tenía flores con cá liz dorado y follajes rizados de fierro negro,

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donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse,
hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.

Era la casa de mi tía má s vieja adonde me llevaban los sá bados de visita. Encima del
hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía
vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves
sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueñ os de aquellos pies, sombras
achatadas como las manos vistas a través del agua de un bañ o. Había dos pies
chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos.
Viajaban baú les con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía
sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con mú sicas que brotaban
incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en
tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban
contra la alfombra.

Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que
crecía como un á rbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas
pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que
movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena
de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había
nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeñ o de una chica (a quien
acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la
sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies
embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre
que gritaba "¡Celestina, Celestina!", haciendo de aquel nombre un abismo muy
oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito... aparecieron dos piecitos
desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de
Celestina en camisó n, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisó n
tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies
embotinados crecía: "¡Celestina, Celestina!". Las risas le contestaban cada vez má s
claras, cada vez má s altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda
ovalada bailando mientras cantaba una caja de mú sica con una muñ eca encima.

Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al
desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a
revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en
rondas sin alcanzarse; la falda corría detrá s de los piecitos desnudos, alargando los
brazos con las garras abiertas, y un mechó n de pelo quedó suspendido, prendido de
las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.

El cordó n de un zapato negro se desató , y fue una zancadilla sobre otro pie de la
falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó ,

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haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: "¡Voy a matarte!". Y como un trueno que
rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo
su contenido, derramá ndose densamente, lentamente, en silencio, un silencio
profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.

Despacito fue dibujá ndose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde
florecían rulos de sangre atados con moñ os. La mancha se agrandaba. De una rotura
del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de
lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa
entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio
alrededor de las visitas del día anterior.

La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: "¡Celestina, Celestina!", y un


fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.

Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se
transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia
en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningú n pie y la falda negra se
había vuelto santa, má s arrodillada que ninguna sobre el vidrio.

Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrá s de los
á rboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido
marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles

La Enamorada, Alejandra Pizarnik.

Esta lú gubre manía de vivir,


esta recó ndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.

Hoy te miraste en el espejo


y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió .

Enviará s mensajes, sonreirá s,


tremolará s tus manos así volverá
tu amado tan amado.

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Oyes la demente sirena que lo robó


el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el ú ltimo abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañ uelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adó nde vas?
desesperada ¡nada má s!

El infierno Musical

Golpean con soles


Nada se acopla con nada aquí
Y de tanto animal muerto en el cementerio de
huesos filosos de mi memoria
Y de tantas monjas como cuervos que se precipitan a hurgar
entre mis piernas
La cantidad de fragmentos me desgarra
Impuro diá logo
Un proyectarse desesperado de la materia verbal
Liberada a sí misma
Naufragando en sí misma.

AUSENCIA, G, Mistral

Se va de ti mi cuerpo gota a gota.


Se va mi cara en un ó leo sordo;
se van mis manos en azogue suelto;
se van mis pies en dos tiempos de polvo.

¡Se te va todo, se nos va todo!


Se va mi voz, que te hacía campana
cerrada a cuanto no somos nosotros.

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Se van mis gestos, que se devanaban,


en lanzaderas, delante tus ojos.

Y se te va la mirada que entrega,


cuando te mira, el enebro y el olmo.

Me voy de ti con tus mismos alientos:


como humedad de tu cuerpo evaporo.

Me voy de ti con vigilia y con sueñ o,


y en tu recuerdo má s fiel ya me borro.

Y en tu memoria me vuelvo como esos


que no nacieron ni en llanos ni en sotos.

Sangre sería y me fuese en las palmas


de tu labor y en tu boca de mosto.

Tu entrañ a fuese y sería quemada


en marchas tuyas que nunca má s oigo,
¡y en tu pasió n que retumba en la noche,
como demencia de mares solos!

¡Se nos va todo, se nos va todo!

LA CAPA GRIS, de Pilar Romano


Esa noche no esperó la hora de salida para retirarse de la oficina; se fue unos minutos
antes y mientras caminaba por el pasillo, al que imaginaba harto de hacer retumbar sus
pasos, pensó que ninguno de sus compañ eros habría notado su ausencia. El avance del
tiempo le iba quitando con lentitud los roles protagó nicos y cada vez importaba menos
que estuviera o no en cualquier parte.
Pasados apenas los cuarenta añ os, sentía como si le estuviera cayendo encima una
desagradable capa gris, con la trama urdida por las vivencias de días blancos y días
negros. Ú ltimamente también de noches negras; largos ratos insomnes durante los que
se sentía espectadora de un desordenado desfile: imá genes desdibujadas y deprimentes
que parecían cabalgar sobre los ronquidos de su marido. Pero había ocasiones en las que
la capa gris quedaba colgada en alguna parte; entonces caminaba liviana y con luz en los
ojos. Ocurría en circunstancias distintas: cuando el pelo le quedaba brillante y movedizo
después de un buen lavado, luego de una buena noche de amor, cuando se ponía el suéter
azul...
Ese día había sido del todo gris. Le resultó imposible resistir el encierro de la oficina
hasta el final. Al cruzar la calle, el frio de la noche le pareció un azote inmerecido, decidió

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entonces llamar a su casa por teléfono y pedir que alguien viniera a buscarla en el auto.
Se gratificaría al menos con ese mimo pequeñ o y fá cil.
En la esquina, fría y con poca luz, le fastidió ver que había dos muchachos junto a la
cabina del teléfono pú blico, esperando que una señ ora dejara libre el aparato. Tendría
que esperar. Decidió hacerlo recostada en una columna, con la mente casi en blanco.
Desde esa distancia inmedible, alcanzó a oír la conversació n de los jó venes; hablaban de
problemas universitarios, de turnos de exá menes perdidos, de las dificultades para
conseguir alojamiento decente, del hacinamiento en las aulas. Movida por un inexplicable
impulso integrador o quizá para evadirse del fio, terció en la conversació n, interesá ndose
por la situació n de sus compañ eros de espera. Así supo que el que la precedía en la fila
cursaba el cuarto añ o de abogacía y estaba muy preocupado por los problemas que antes
comentaran.
-Vos ¿qué carrera seguís? le preguntó de improviso el estudiante de Derecho.
La idea de que pudiera verse como una alumna universitaria, aú n con la poca luz, le
provocó una sorpresiva turbació n, que la hamacaba entre la confusió n y el halago.
-No...yo trabajo en la universidad- contestó con voz blanca, esforzá ndose para que
ningú n matiz la tiñ era.
La respuesta no pareció sorprender al joven y siguieron hablando, mientras el frio los
hacía tiritar. Ese frio no le parecía ya un azote, sino un estímulo vivificante y reparador.
Sintió que la oscuridad se disipaba y las cosas se le presentaron, de pronto, con diá fana
transparencia, como las imá genes en una plaza en un día templado de sol. Un raro
sortilegio parecía haberla desembarazado de su madurez para permitirle acercarse a la
embriagadora inconsciencia de la juventud.
Al fin llegó el turno del estudiante y éste se acercó a la cabina, con su carga de libros y
apuntes. Marcó el nú mero varias veces, pero la moneda le era devuelta. Lo observaba
admirando su espalda; la suave torsió n de sus mú sculos debajo de la tricota oscura, la
pulsació n de su energía joven produciendo un seductor efecto mecá nico que la hacía
sentir débil y sumisa.
-¿Me ayudá s a conseguir la comunicació n?- fue el repentino pedido, que la sacó de su
raro ejercicio de nostalgias. La odiosa capa gris se le escurrió pesadamente y avanzó ,
resulta, a prestar la ayuda requerida.
El estudiante sostenía sus cosas con cuidado y tuvo que acerá rsele bastante para marcar
los nú meros que él le dictaba. se sintió encerrada en una trampa que, por alguna sin
razó n, no le daba miedo. Le pareció que había un pacto cautivante entre el cazador y su
presa. El tono indicador de que la llamada sonaba en el otro lado de la línea de larga
distancia, pareció abrir la puerta de la trampa. Salió de ella sin zozobra, solo perturbada
por el roce de los cuerpos. Se alejó prudentemente y volvió a recostarse en la columna,
otra vez con la mente casi en blanco.
-Gracias por la ayuda, fue muy lindo charlar con vos, hasta se me pasó el frio. Espero que
volvamos a encontrarnos- dijo el muchacho con voz segura, que ella creyó percibir
agitada por una palpitante esperanza.
Mientras estrechaba la mano, que él le alcanzaba con cierta actitud de duda, le subió por
el pecho una ternura irrenunciable. No llamó a su casa; decidió caminar, liviana y joven,

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como si avanzara hacia un horizonte de duendes. Ni siquiera quiso volver la cabeza, por
temor a que la endiablada capa montara sobre una rá faga para perseguirla.
El día gris había sido iluminado por un inesperado destello.
El joven tampoco giró la cabeza. Retiró de entre sus papeles un plegado bastó n blanco
que ella en ´momento alguno sospechó que pudiera necesitar y tanteó con él el camino
inverso. Con la afinada percepció n del ciego, creyó tocar algo así como un trapo
abandonado, que pretendía enredarse en el bastó n.
NEGRA SOMBRA, Rosalía de Castro
(traducció n al castellano - Mó nica B. Suá rez Groba)
Cuando pienso que te fuiste,
negra sombra que me asombras, 
a los pies de mis cabezales, 
tornas haciéndome mofa.
Cuando imagino que te has ido, 
en el mismo sol te me muestras,
y eres la estrella que brilla,
y eres el viento que zumba.
Si cantan, eres tú que cantas, 
si lloran, eres tú que lloras,
y eres el murmullo del río 
y eres la noche y eres la aurora.
En todo está s y tú eres todo, 
para mí y en m misma moras, 
ni me abandonará s nunca,
sombra que siempre me asombras

MAR, Ana María Matute


 
Pobre niñ o. Tenía las orejas muy grandes, y, cuando se ponía de espaldas a la ventana, se
volvían encarnadas. Pobre niñ o, estaba doblado, amarillo. Vino el hombre que curaba,
detrá s de sus gafas. “El mar -dijo-; el mar, el mar”. Todo el mundo empezó a hacer
maletas y a hablar del mar. Tenían una prisa muy grande. El niñ o se figuró que el mar era
como estar dentro de una caracola grandísima, llena de rumores, cá nticos, voces que
gritaban muy lejos, con un largo eco. Creía que el mar era alto y verde.
Pero cuando llegó al mar se quedó parado. Su piel, ¡qué extrañ a era allí! “Madre -dijo,
porque sentía vergü enza-, quiero ver hasta dó nde me llega el mar”.
É l, que creyó el mar alto y verde, lo veía blanco, como el borde de la cerveza,
cosquilleá ndole, frío, la punta de los pies.
“¡Voy a ver hasta dó nde me llega el mar!”. Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡qué cosa
rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a la cintura, al pecho, a
los labios, a los ojos. Entonces, le entró en las orejas el eco largo, las voces que llaman
lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah, sí, por fin, el mar era de verdad! Era una grande,
inmensa caracola. El mar, verdaderamente, era alto y verde.

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Pero los de la orilla no entendían nada de nada. Encima, se ponían a llorar a gritos, y
decían: “¡Qué desgracia! ¡Señ or, qué gran desgracia!”.
Música, Ana María Matute

Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete añ os- estaban acostumbradas al
silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá trabajaba. Andaban de
puntillas, en zapatillas, y solo a rá fagas el silencio se rompía con las notas del piano de
papá .

Y otra vez silencio.

Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la má s pequeñ a de las niñ as se
acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver có mo papá , a ratos, se inclinaba sobre un
papel y anotaba lago.

La niñ a má s pequeñ a corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó , gritó por
primera vez en tanto silencio:

-¡La mú sica de papá , no te la creas...! ¡Se la inventa!

Tenderero, M.Teresa Andruetto

Mi madre cuelga la ropa en la soga

echa al sol nuestras cosas: blusitas,

pañ ales, toallones…

(ya no azula las prendas con azul

de lavar)

A veces se queda mirando la espuma

y en el fondo de su corazó n

grita una niñ a.

Ella la friega, la estruja,

(… y la niñ a tiembla

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En la tarde limpia).

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