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Nicolás Shumway

Historia de una idea


Nicolás Shuniwoy es Profesor
A so ciado de Español en la
Universidad do Yalo. Es además
autor de numerosos artículos
sobre literatura hispanoameri­
cana y española.

"La cuestión que plantea este


libro está en el centro mismo del
problema presente político, eco­
nómico y social de la América
Latina. Desde luego, la historia
es Irreversible y no hay manera
de regresar al pasado, pero es
Importante que en la concep­
ción de los planes de acción que,
para enfrentar la larga crisis,
Imaginan y buscan febrilmente
los latinoamericanos no so vaya
a recaer de alguna forma en la
vieja contradicción entre la rea­
lidad histórica y la ficción polltl-
ca. •*
_ _

Arturo Utiar Pietri, La Nación


NICOLÁS SHUMWAY

LA INVENCION
DE LA ARGENTINA
Historia de una idea

EMECÉ EDITORES
D ise ñ o d e tapa: Eduardo Ruiz
T ítu lo o rig in al: The Invention of Argentina
Copyright © 1991 by The Regents of the
University of .
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U n iv e rsity o f C alifo rn ia Press, 2120 Berkeley Way,
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© Emecé Editores, 5 .A , 1993
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2 a im presión: 2 .0 0 0 ejemplares.
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A lsina 2 0 4 1 /4 9 , B uenos Aires, septiem bre de 1993.
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p ro h ib id a , sin la autorización escrita de los titulares del
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Q u e d a h ech o el depósito que previene la ley 11.723.
I.S.R.N.: 950-04-1274-8
A la memoria de mi padre
James Carroll Shumway
Prólogo a la edición en español

Todo texto se escribe con alguna idea del público al que está
dirigido. Este concepto de público influye en las decisiones más
básicas del autor: qué tcm as y detalles se eligen, cuánto se dice sobre
el trasfondo y el contexto, qué términos se definen, qué ejemplos se
dan, y una serie de otras consideraciones, no todas conscientes.
Como noto en el prefacio, este libro fue destinado desde un
principio a un público norteamericano no especializado en temas
argentinos. Fue por eso que recibí con asombro (y cierto terror) la
propuesta de Emecé de traducir mi libro al castellano y publicarlo
en la Argentina. Al principio pensé aceptar sólo si se me permitía
darle otro enfoque al libro para un público argentino. Casi inm edia­
tamente me di cuenta de mi incapacidad para tal empresa. Me
fascina la Argentina, me siento muy a gusto en la Argentina, tengo
una gran admiración por la cultura argentina, y entre m is m ejores
amigos figuran muchos argentinos. Pero en ningún momento m e he
sentido capacitado como para enseñar a argentinos sobre su propio
país. Voy a la Argentina para que me enseñen y no para enseñar. Por
lo tanto, presento la traducción de mi libro al público argentino con
ciertas reservas porque, con muy pocas excepciones, la traducción
sigue siendo el mismo libro que se publicó en inglés en 1991 para
otros lectores. Mi perspectiva es la única que no me está vedada: la
de un extranjero que en un momento de su juventud visitó la
Argentina, fue conquistado, y por lo tanto ha dedicado la m ayor
parte de su vida profesional al estudio de lo argentino. Si mi libro
le resulta útil a algún argentino, me sentiré enormemente halagado,
pero tendré que confesar que esta feliz circunstancia se debe al azar
y no a mis intenciones. M ientras tanto, les agradezco su apoyo a los
editores de Emecé; a mi traductor C ésar Aira, que valientem ente ha
convertido mi inglés en español; y a muchos amigos argentinos que
me han asegurado que sus com patriotas podrían encontrar intere­
sante este m odesto estudio.

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Prefacio

Dice Borges que los libros se escriben solos, que por mucho que
pretendan los autores elegir sus temas, es el tema el que viene a
decidir su propia expresión. Sin querer em ular en modo alguno a
Borges, encuentro que el proceso de escritura de este libro confirma
su aserto. El proyecto original era escribir una historia de las ideas
del lapso de quince años que corre entre el golpe de 1930 (el primero
de este siglo en la Argentina) y el triunfo de Juan Domingo Perón
en 1945. Mi objetivo era reconstruirlas corrientes intelectuales que
anticiparon al peronism o, y explicaren alguna medida la extraordi­
naria polarización que desde entonces ha dominado a la Argentina.
Diligente, leí a autores nacionalistas como los hermanos Irazusta,
Hugo W ast, Carlos Ibarguren, Ramón Dolí y M onseñor Franceschi;
populistas com o Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz; liberales
y cosm opolitas como Eduardo MaUea, Ezequiel M artínez Estrada,
Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo. Observé con especial interés
que los feroces desacuerdos entre intelectuales argentinos nacían de
conceptos radicalm ente diversos de la m ism a Nación Argentina: de
su historia, su naturaleza, su papel entre las naciones del mundo.
Pero cuando em pecé a escribir descubrí que lo que parecía nuevo en
la década de 1930 con frecuencia no era más que repetición,
reelaboración, o al m enos diálogo con el pensamiento argentino de
épocas anteriores, y eso a tal punto que m is notas al pie parecían
crecer m ás rápido que el texto. Con el tiempo, m e incliné ante lo
inevitable y escribí este libro, sobre la Argentina del siglo xix. Aunque
en ocasiones hago referencia aquí al pensamiento argentino más
reciente, el otro libro, dedicado específicam ente a la Argentina
m oderna, tendrá que esperar. Me consuela pensar que el libro que
no llevé a térm ino podrá escribirse con m enos dificultad ahora,
usando éste com o punto de partida.
La opinión m ás extendida ve a la Argentina como un fracaso
nacional: uno de los pocos países que pasó del primero al tercer

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mundo en unas décadas apenas. En la década de 1920 nadie habría
considerado a la Argentina un país subdesarrollado. Con un gobierno
de apariencia estable, una población altamente alfabetizada, y una
prosperidad sin igual en otras naciones latinoamericanas, a la
Argentina se la veía como una de las exitosas democracias nuevas,
igual en muchos aspectos a Australia, Canadá y los Estados Unidos,
Y a pesar de estos aires de promesa, durante los últimos cincuenta
años la Argentina transitó de crisis en crisis, cayendo en honduras
siempre crecientes de inestabilidad económica, desgarramiento so­
cial, caos político, militarismo, endeudamiento y gobiernos irres­
ponsables. Por supuesto que hubo momentos en que pudo encen­
derse la esperanza, cuando argentinos valientes y abnegados se
esforzaron en restaurar la prosperidad y estabilidad de comienzos
de siglo. Pero sin perdonar excepciones, la inquietud social, el
resentimiento de clases y la incertidumbre económica llevaron al
fracaso los mejores planes ideados por los ciudadanos más lúcidos.
¿Qué pasó? ¿Cómo pudo ser que a una nación beneficiada con
envidiables recursos naturales y humanos le resulte tan difícil
revertir esta lenta y melancólica declinación hacia la mezquindad y
la insignificancia? Las explicaciones son muchas, contradictorias,
incompletas: estructuras económicas coloniales, una clase alta
irresponsable, demagogos mcsiánicos, una jerarquía católica re­
accionaria, militares sedientos de poder, tradiciones autoritaristas,
la conspiración comunista, multinacionales omnipotentes, la
intromisión de potencias imperiales como Gran Bretaña y los
Estados Unidos.
Este libro toma en cuenta otro factor de la ecuación argentina
que suele pasarse por alto en las historias económicas, sociales y
políticas: la peculiar mentalidad divisoria creada por los intelectua­
les del país en el siglo xix, en la que se enmarcó la primera idea de
la Argentina. Este legado ideológico es en algún sentido una
mitología de la exclusión antes que una idea nacional unificadora,
una receta para la división antes que un pluralismo de consenso. El
fracaso en la creación de un marco ideológico para la unión ayudó
a producir lo que Ernesto Sabato ha llamado “una sociedad de
opositores”, tan interesada en humillar al otro como en desarrollar
una nación viable unida por el consenso y el compromiso. Aunque
esta explicación del problema argentino es apenas un factor entre
olios de la compleja ecuación llamada Argentina, merece análisis
y documentación. Ese fin se propone este libro.
Estudio la “mitología de la exclusión” en la Argentina del siglo

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xrx en sus partes constitutivas, que llamo “ficciones orientadoras”.
Las ficciones orientadoras de las naciones no pueden ser probadas,
y en realidad suelen ser creaciones tan artificiales como ficciones
literarias. Pero son necesarias para darle a los individuos un senti­
miento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino
común nacional. Como afirma Edmund S. Morgan en su libro
magistral Inventing the People:

El éxito en la tarea de gobierno... exige la aceptación de


ficciones, exige la suspensión voluntaria de la incredulidad,
exige que creamos que el emperador está vestido aun cuando
veamos que no lo está. Para gobernar hay que hacer creer,
hacer creer que no puede equivocarse, o que la voz del pueblo
es la voz de Dios. Hacer creer que el pueblo tiene una voz o
hacer creer que los representantes del pueblo son el pueblo.
Hacer creer que todos los hombres son iguales o hacer creer
que no lo son. (Morgan, Inventing the People, 13.)

Una de tales ficciones, que Morgan analiza con amplitud, es el


concepto de representación. Señala que el sistema federal de los Es­
tados Unidos tal como quedó fijado en las tres ramas de gobierno no
es en ningún sentido pleno “el gobierno del pueblo, por el pueblo y
para el pueblo”. Antes bien, las pruebas visibles sugieren que el go­
bierno norteamericano es, en el mejor de los casos, el gobierno por
intereses especiales (incluidos el gobierno mismo y sus diversas
agencias) que no representan a nadie más que a sí mismos. Pero la
ficción orientadora del gobierno representativo es a la vez necesaria
y positiva: necesaria porque la creencia de que el gobierno repre­
senta nuestros intereses mueve a los ciudadanos norteamericanos a
obedecer las leyes con un mínimo de coerción; positiva porque nada
promueve tanto la reforma como el esfuerzo para que la realidad
coincida con la ficción orientadora de la representación (Morgan,
14). Entre otras ficciones orientadoras que apuntalan el sentimiento
norteamericano de nacionalidad y objcUvos comunes, podrían
mencionarse el destino manifiesto, el crisol de razas, el "American
Way o f Life”, todos los cuales, aunque no mencionados en los
documentos oficiales, han contribuido tanto como el “gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, en la consolidación de un
sentimiento colectivo de identidad, objetivos y comunidad en los
Estados Unidos.
Este libro estudia las primeras ficciones orientadoras de la

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Argentina tal com o aparecen en los escritores y ponsdiloiv'N iiiiIn
im portantes del país entro 1808 y INSO. H alvr puesto a esto tlliiitm
com o fecha lím ite causar»! cieno asombro entre los leeioies (nuil
liarizados con la historia argentina, ya que suele consKIeiaise a eso
afío como el inaugural de la Argentina moderna, divisoria de aguas
entre un periodo de guerras civiles, caudillismos militares y caos, y
un periodo de relativa estabilidad, crecimiento sin precedentes y
progreso m aterial. Aunque es innegable que los logros económicos,
sociales y políticos en la Argentina después do 18X0 empequeñecen
en com paración los del período anterior, creo de todos modos que
las ficciones orientadoras y los paradigmas retóricos del país se
fundaron m ucho antes de 1880, y que estas ficciones siguen dando
forma a la acción y la identidad del país.
Debo hacer mención de otras cuatro cuestiones de método.
Primero, pese a desvíos por el cam jv de la historia social, lio
mantenido en el centro de la discusión a las ideas pertinentes a la
creación de la identidad nacional, y a su interacción con la historia.
De ahí que algunos personajes puedan parecer más admirables que
otros simplemente ponjuc sus ideas fueron mejores. Por ejemplo,
dos pensadores centrales que estudiaremos son Domingo Faustino
Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. De los dos, |xu‘ cierto fue
Sarmiento el de más prominente y admirable actuación pilhliea, en
especial por su ardiente promoción de la educación. Pero como
pensador Sarmiento dejó un legado con peculiar fuerza de división,
quizás su contribución más desafortunada al país. Un contraste,
Alberdi, aunque prefirió la teoría a la acción y en términos generales
se negó a ensuciarse las manos con la vida pitbliea cotidiana, nos
sorprende siempre con la originalidad de sus ideas, su visión
anticipatoria y su permanente vigencia. Como resultado, en una
historia puramente social es probable que Sannicnto aparecería
como el mejor; aquí, el beneficiado es Alberdi.
Segundo, aunque el libro se ocupa de las ideas de la Argentina
del siglo xix, no es un panorama de la historia de las ideas argenti­
nas, ni examina con amplitud los antecedentes europeos del pensa­
miento argentino. Antes bienes un estudio del surgimiento, durante
el siglo pasado, del sentimiento de identidad de la Argentina.1
1 No fallan excelente« estudios «obro la* raíces de las ideas argentinas, til
largo, ilumine idiota un jhk-0 envejecido, estudio de José Ingeniero*, I ai evolución
de Ut.t i. Irosiir^enlunís, signe siendo tltil. Un míos recientes los dos lilaos do
Natalio R. Ilotnnn, l.ii tradición trpuNlvinui y I I <v./cvi conservador, son do
l'timera calidad.

14
Tenrejo: aun cuando creo que la mentalidad peculiar argentina
áel ríelo pasado colorea en cieno grado todo lo que puedan decir
sobre >í mismos y su país los argentinos modernos, este libro deja
fuere de sus límites un análisis en detalle del pensamiento argentino
coffiemdoráneo.
Y por último, como los argentinos por cierto no necesitan que
un extranjero vaya a hablarles de la historia de su país, he escrito
pensando en un público de habla inglesa, con escaso conocimiento
especializado de la Argentina, Esta elección de público me llevó a
incluir esbozos biográficos e históricos que dan el marco necesario,
aunque esquemático, a los temas centrales del libro.
El libro está organizado del siguiente modo. El capítulo 1
expone brevemente el legado colonial de la Argentina y los primeros
pasos vacilantes de la región hacia la independencia. Los lectores ya
familiarizados con la historia argentina pueden preferir iniciar la
lectura con el capítulo 2, dedicado a los escritos e influencia de
Mariano Moreno, el pensador más significativo del período de la
Independencia. El capítulo 3 examina las tempranas figuras po­
pulistas de José Artigas, héroe de la independencia uruguaya, y
Bartolomé Hidalgo, creador de la literatura gauchesca, género
peculiar de la literatura rioplatense protagonizado por los habitantes
nómades de las pampas. El capítulo 4 se ocupa de la República
teórica de Bemardino Rivadavia, que tuvo su apogeo y caída en la
década de 1820. Los capítulos 5 y 6 están dedicados a la Generación
de 1837, grupo de escritores que en su enfrentamiento con la
dictadura populista de Juan Manuel de Rosas se constituyó en la
generación de intelectuales más brillantes que haya dado el país. El
capítulo 7 estudia una polémica de largo alcance, durante la década
de 1850, entre Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento,
dos de los miembros más distinguidos de la Generación del 37, cuya
común oposición al régimen rosista se disolvió en acerba enemistad
iras 1a caída de Rosas, El capítulo 8 se ocupa de la obra historiográfica
de Bartolomé Mitre, militar, escritor, historiador y político que, al
sentarlas bases para una historia oficial, contribuyó en gran medida
en la creación de las ficciones orientadoras del país. Los capítulos
9 y 10 estudian el florecimiento de una especie de nacionalismo

establecidas, dando con ello una tradición intelectual alternativa a


la de la d ite gobernante.
Le debo mucho a mucha gente que contribuyó con este libro:
Aníbal Sánchez Reulet, director de mi tesis doctoral y una persona

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clave en m¡ formación intelectual (y también una persona que
probablemente discrepe con rnuclio de lo que digo aquí); los
editotes Scotl Mahler, Stanley Holwitz y Cathy Hertz, de la
University of California Press; colegas como Sylvía Molloy y
Carlos Roscnkrantz, que leyeron el manuscrito y me dieron valiosas
opiniones; los historiadores David Rock y Tulio Halpcrín Donghi,
que me hicieron muchos comentarios valiosos; amigos íntimos
como Roben Mayoll y Peter Hawkins, que me alentaron en todo el
camino; Roberto González Echevarría, que me aguijoneó para que
terminara el manuscrito, en parle como venganza por sus resultados
cada vez peores en squash; la Universidad de Yalc, por darme
tiempo libre; el personal de la Stcrling Memorial Library, la
Biblioteca Nacional Argentina, el Archivo de la Nación en Buenos
Aires y la Biblioteca Pública de La Plata; innumerables amigos ar­
gentinos — Daniel Larriqucla, Héctor Schmcrkin, Francisco López
Bustos, Josefina Ludmer, Enrique Pezzoni, María Luisa Bastos,
Rafael Freda, Ernesto Schóó, Rodolfo Zebrini— que aun hoy me
perdonan mi interés en su país; y por último a mi difunto padre,
James Carroll Shumway, a cuya memoria está dedicado el libro.


Capítulo 1

Preludio a la nacionalidad

El camino de la Argentina hacia la nacionalidad comienza con la


conquista y colonización españolas. Para trazarlo, empiezo echando
una mirada a los problemas de la formación de naciones en todo el
continente americano. Luego examino los elementos específicos de
la experiencia prenacional argentina en tanto preparan el escenario
para los desarrollos posteriores.
Durante los últimos años del siglo xvm y los primeros del xix,
la idea de nacionalidad fue la predominante en la mente europea.
Con el fin del Iluminismo y la llegada del Romanticismo, las ideas
de fraternidad universal dieron paso a una emergencia de sentimiento
nacionalista en el que cada país afirmaba su peculiaridad étnica,
lingüística y mítica. Tradiciones folklóricas, vida campesina, fes­
tivales religiosos, historias y héroes nacionales, idiosincrasias étnicas,
mitologías tribales y paisajes locales inundaron todas las artes,
desde las novelas históricas de Sir W alter Scott y Alejandro Dumas
a la música de Dvorak, W agner y Tchaicovsky a las pinturas de
Goya, T um er y David a la poesía de Schiller, Bum s y Becquer. Se
desenterraron mitologías nacionales cuando las había, y en caso
contrario se las inventó, para difundirlas con celo evangélico,
siempre con el objetivo de elaborar un sentimiento de pertenencia
nacional y destino común; estas mitologías se volvieron las ficcio­
nes orientadoras de las naciones, ficciones que alentaron a los
franceses a sentirse franceses, a los ingleses ingleses y a los ale­
manes alem anes. Cuando los políticos quisieron unificar al
pueblo bajo una bandera común, o legitim ar un gobierno, la ape­
lación a las- ficciones orientadoras de una nacionalidad preexis­
tente o un destino nacional resultaron inm ensam ente útiles; sin
ellas, la obra de hombres como Bismarck, G ladstone y C avour en

17
favor «le •«' consolidación nacional habría sido m as difícil y quizas
im|V'sihlo.
I os Estados Unidos, aunque nuevos com o país, también tuvie­
ren desde el comienzo sus ficciones orientadoras, especialmente
en el sueno puritano de establecer una Nueva Jentsalén en el
dosicuo americano. Com o lo han m ostrado Ralph Perry, Sacvan
He ivon ilch y ottos, el nombre del sucho era "A m érica’’, nombre
jvnsado para todo un continente j\'ro que los puritanos hicieron
suyo. Aun hoy. el uso común en todo el m undo em plea los nombres
"Am érica" y "am ericano" com o sinónim os de los Estados Unidos
y sus ciudadanos, práctica que. ignora el hecho de que todos los
habitantes del 1lemisferio Occidental son tam bién am ericanos que
viven en América, Desde el comienzo los puritanos se definieron
como una nación apane, destinada por elección divina a una
prosperidad y virtud ejemplares. Se vieron a sf m ism os como
modernos israelitas llamados por el Señor para ocupar una tierra
prometida; m ás que la busca de un objetivo social, sus trabajos eran
la sagrada peregrinación destinada a fundar la Sión del Nuevo
Mundo y ser una luz para las inicuas naciones del Viejo. El sueño
puritano resultó una ficción orientadora m uy adaptable, y las
generaciones subsiguientes de norteam ericanos la transform aron
en conceptos como los del destino m anifiesto y la protección del
mundo liim \ así como la idea de que los Estados U nidos deberían
aspirar a una nonna moral más alta que otras naciones, norm a que
sigue siendo invocada por gente tan distinta como predicadores
evangélicos y militantes por los derechos civiles.
Entre los países de la Am érica hispánica las ficciones
orientadoras no surgieron con tanta facilidad. M ientras que en
Europa, y hasta cierto punto en los Estados Unidos, los m itos de
nacionalidad sobre los que podían construirse las naciones existían
antes de que se formaran las naciones mismas, en la A m érica
hispánica las guerras civiles que siguieron a la Independencia
forzaron la aparición de naciones en áreas que carecían de ficciones
orientadoras para una nacionalidad autónom a. M ientras en los
Estados U nidos y en gran parte de Europa el concento precedió a la
realidad política, aquí fue al revés; las ficciones orientadoras de un
destino nacional tuvieron que ser im provisadas cuando ya la in­
dependencia política era un hecho. Las colonias españolas fueron
ordenadas con vistas a la expansión del Im perio español, de modo
que lucran cultural, económ ica y políticam ente dependientes de la
m adre patria. No se buscó en ningún m om ento que desarrollaran u•n

18
^sentimiento de nacionalidad propio e independiente, sino que
¡fueran extensiones de España, dóciles en lealtad política, fe religiosa
y pago de impuestos. Pocos de los colonizadores españoles en
América, o ninguno, soñaron con un destino distinto del que dictaba
España para estas tierras.
De modo de asegurar la hegemonía española sobre sus pose­
siones americanas, las colonias españolas fueron gobernadas durante
casi 300 años por una burocracia centralizada, bien que pesada, en
la que todos los puestos de importancia, políticos y eclesiásticos,
eran ocupados mediante nombramiento desde la madre patria.
Aunque los colonizadores y sus descendientes, los criollos, solían
ignorar las órdenes de la metrópoli, rara vez cuestionaron en
términos ideológicos la autoridad de la Corona y de sus represen­
tantes. Su actitud ante la monarquía queda bien descripta en el lerna
contradictorio Obedezco mas no cumplo, que significaba “ Reco­
nozco la autoridad de la Corona, pero en un caso particular haré lo
que me parezca”. Así es como los criollos podían actuar con
independencia de la legislación imperial, y con frecuencia lo
hacían, pero la suyacra la libertad de una desobediencia tolerada en
una sociedad administrada sin rigor, no era la libertad de naciones
en embrión, ansiosas de independencia de la monarquía española.
En razón de los estrechos lazos sociales, políticosc ideológicos
entre España y sus colonias del Nuevo Mundo, las ideas de nacio­
nalidad propia en la América hispánica no empezaron a asomar
hasta los años finales del siglo xviii, poco antes de los movimientos
independentistas de 1810-26. Aunque algunos toponímicos como
México, Perú y Chile datan de los primeros años de la conquista,
antes de la Independencia esos nombres nunca connotaron un
destino nacional propio o una eventual autonomía, como fue el caso
de “América" en los Estados Unidos. Más aun, pueí/o que el
movimiento independentista en la América hispánica surgió en
gran m edida del colapso político de la monarquía española y la
invasión napoleónica a la Península Ibérica en 1808, la separación
de España fue en buena medida impuesta por acontecimientos
externos. La formación de naciones en la América hispánica se
complicó tras la Independencia por las guerras civiles que des­
membraron cuatro virreinatos en dieciocho repúblicas separadas.
Como resultado, las que habían sido sólo áreas geográficas del
Imperio español, de pronto tuvieron que entenderse a sí mismas y
definir su destino como unidades autónomas; tuvieron que crear
ficciones conductoras de pueblo y nación para acercarse al consenso

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Ideológico que subyacc a las sociedades estables en otras panes del
mundo. Se crearon así países nuevos con fronteras nuevas y
nombres recién acufiados como Venezuela, Honduras, Colombia
Bolivia y Argentina; un siglo, o inclusive medio siglo antes de la
Independencia, nadie en estas tierras soñaba que algún día serían
naciones nuevas y separadas, con un destino propio. En ninguna de
estas úreas existía un mito previo de identidad nacional que ligara
a sus habitantes bajo una ideología compartida.
Aun así, a despecho de la centralización administrativa y la
ausencia de ideologías nacionales previas a la Independencia, las
distintas regiones de la América hispánica desarrollaron, al menos
a nivel popular, una singularidad cultural, que las clases dirigentes,
antes y después de la Independencia, no siempre supieron valorar.
Los españoles veían en buena medida erosionados sus objetivos
porese mundo misterioso, descaradamente diferente, infinitamente
variado, cuya propiedad se atrevían a reclamar. Desde el día en que
Colón intentó comprender y describir sus descubrimientos y ex­
periencias, las tierras nuevas se posesionaron de su conciencia^
discurso, dejándolo transformado, y en cierto modo conquistado. El
y los conquistadores, misioneros y colonos que lo siguieron, no
pudieron sino volverse en parte productos del Nuevo Mundo. La
naturaleza fue la primera intrusión en el sueño de España de
replicarse en América. Las fuerzas naturales de los paisajes exóticos,
junglas enmarañadas, montañas formidables, vastas pampas, una
riqueza natural sin cuento y una fauna intrigante, afectaron el curso
de la conquista y asentamiento, así como cualquier idea imperial
preconcebida.
Una intrusión más importante aun que la tierra, en el sueño
español de autorreplicación, provino de los americanos nativos, en
especial de las civilizaciones avanzadas de México y Perú. La
mezcla cultural y sexual de conquistadores y aborígenes no tardó en
crear identidades culturales regionales distintas de España y distintas
entre sí. Esta mezcla de culturas fue alentada por los misioneros
católicos, que, más que empeñarse en destruir la religión indígena,
trataron de transformarla asignando sentidos cristianos a símbolos
y celebraciones tradicionales; práctica motivada en parte por la
creencia, en algunos misioneros, de quelos indios eran descendientes
degenerados de las tribus perdidas de Israel. En razón de esta mezcla
cultural, los criollos no tardaron en tener una singularidad cultural
prenacional que se reflejaba en comidas, música, indumentaria,
dialecto, tradiciones y festividades religiosas, todo lo cual variaba

20
de rcg'ón en región. Más aún: los distintos grados de mestizaje entre
españoles, africanos y diferentes grupos de indios produjeron en
cada sector del Imperio español un tipo racial peculiar, a tal punto
que ya en el periodo colonial temprano los caribeños podían
distinguirse de los mesoamericanos, y los habitantes de los Andes
de los del Cono Sur. Inclusive las clases dirigentes, pese a sus
obstinados reclamos de pureza racial, solían ser producto de alguna
combinación. Blanco y europeo se volvieron tónni nos relativos,
más adecuados para mantener el poder y conservar los secretos de
la familia que para describir un legado gentílico real.
Con un rigido control estatal por un lado y una fecunda cultura
popular por otro, la conciencia nacional, o al menos regional, entre
los criollos, se desarrolló en dos direcciones opuestas. Las clases
dirigentes se fotjaban en una atmósfera en que los modelos de
éxito y refinamiento venían de España, y todos querían ser más
españoles que los españoles. Como resultado, la alta cultura en la
época colonial fue en gran medida imitativa y estéril; por supuesto
que con notables excepciones como la poeta mexicana Sor Juana
Inés de la Cruz en el siglo xvn. Aun después de la separación de
España, la elite hispanoamericana se mantuvo más al tanto de las
últimas modas europeas que de la cultura popular que la singula­
rizaba, con lo que quedó en buena medida ignorada la peculiaridad
regional que podría haber formado la base de la identidad nacional.
Con pocas excepciones, hubo que esperar al siglo xx para que los
intelectuales sudamericanos empezaran a considerar las ficciones
conductoras de la identidad nacional en ténninos de su propia
cultura.
Cuando falló el gobierno de la elite intelectual y urbana, el
pueblo llenó el vacío con sus propios sistemas de gobierno. Las
clases bajas de cada región desarrollaron tradiciones populares de
largo alcance, sentimientos de solidaridad de clase o étnica, vagos
pero vigorosos, una religión popular y mitologías prcnacionalcs
que crearon a lo largo y ancho de la América hispánica fuertes
sentimientos localistas. El reflejo político del localismo fue el
gobierno, más que de una institución, de un individuo carismàtico,
el caudillo, quien de algún modo encamaba los valores culturales de
la tradición. En un gobierno personalista, el caudillo se vuelve
símbolo visible de autoridad y protección, lo que, en escala menor,
repite el caso de los símbolos patriarcales del rey y el sacerdote, con
los que las masas populares ya estaban familiarizadas. En la
alternativa entre el caudillo y teorías abstractas de gobierno, las

21
masas se sentían más a gusto con sus caudillos, que, aunque
primitivos y crueles en sus métodos, eran más sensibles que la élite
centralista a los temores y anhelos de las masas rurales. Como
resultado, en la figura del caudillo se combinaron localismo y
personalismo. Estos dos elementos impedirían durante décadas las
iniciativas ilustradas de los gobiernos. De hecho, buena parte de las
guerras civiles que siguieron a la Independencia tienen su origen en
los conflictos entre el realismo de los caudillos localistas y los
sueños utópicos de la elite urbana.
En razón de esta discordancia entre una alta cultura derivativa
y una cultura popular exuberante, aunque caótica, las colonias
españolas llegaron al movimiento independentista de 1810 mal
preparadas ideológicamente para la tarea de edificar una nación.
Los pensadores más utopistas del continente soñaban con crear un
Estado panamericano que cubriera todo el continente. Más práctico,
Simón Bolívar proponía cuatro o cinco países de buen tamaño,
manteniendo aproximadamente las fronteras de los virreinatos,
como lo indica en su célebre “Carta de Jamaica” (Bolívar, Obras
Completas, 1 ,159-175). Tales sueños, empero, no se materializa­
ron: no bien fueron denotados los españoles, estallaron las guerras
civiles entre los criollos mismos. El conflicto entre facciones de la
elite, entre caudillos rivales y entre provincias enfrentadas cubrió el
continente, haciendo imposible el gobierno institucional. A falta de
un poder central, los caudillos solían ser la única fuente de orden en
los países nacientes, quizás porque su modalidad autoritaria y
personalista encamaba valores tradicionales a la vez que reflejaba
en miniatura el gobierno de la época colonial centrado en el rey.
Pero pocos caudillos pensaron en una construcción nacional en gran
escala. Como resultado, la América hispánica se fragmentó más y
más, geográfica y socialmente. Algunas de esas divisiones se
hicieron permanentes: el Uruguay y el Paraguay se separaron de la
Argentina, y América Central, que en términos lógicos debería
haber sido un solo país, se dividió en siete. Las rencillas intestinas
y las amenazas de anarquía produjeron una situación en la que sólo
parecían capaces de sobrevivir hombres fuertes al mando de ejér­
citos propios. Poco antes de morir, Bolívar se lamentaba, viendo el
caos a su alrededor “ Hemos arado en el m ar”.
Enfrentados al fracaso de los sueños panamericanistas, y a la
probabilidad nada remota de fragmentaciones aun mayores, los
pensadores hispanoamericanos de mediados del siglo xix hicieron
grandes esfuerzos para comprender la causa del fracaso de los

22
primeros gobiernos independientes, y para planificar el futuro con
más realismo. Es decir, después del caos sangriento que siguió a las
Guerras de Independencia, los intelectuales del continente abordaron
la tarea crucial de crear ficciones orientadoras, mitos de identidad
nacional, que pudieran reunificar países quebrados y quizás reducir
la tendencia a una fragmentación mayor.
En el caso de la Argentina, el nombre mismo del país refleja el
pasaje de colonia a país, de territorio imperial a nación, pues el
nombre Argentina tuvo una prolongada y sinuosa evolución, no
muy distinta a la del país. En 1514, un año después de que Balboa
descubriera el Pacífico, Juan Díaz de Solís recibió el encargo de la
corona española de explorarla costa de Sudamérica en busca de una
conexión fluvial entre los dos océanos. Un año más tarde Solís
entraba en el inmenso estuario que separa lo que ahora son Argentina
y Uruguay, sólo para recibir una muerte violenta a manos de
indígenas que, simulando amistad, lo atrajeron, a él y a parte de su
tripulación, a la costa. Exploradores posteriores, creyendo que el
estuario conducía a las ricas zonas argentíferas del Alto Perú, hoy
Bolivia, lo rebautizaron “Río de la Plata”. El nombre Argentina
conserva la asociación con la plata en tanto deriva de argentum,
plata en latín (Rosenblat, Argentina, historia de un nombre, 13-18).
Popularizado en un poema de 1602 de Martín del Barco Cente­
nera, el nombre Argentina se volvió un sustituto obligatorio de
rioplatense en lengua poética, y se consolidó en versos patrióticos
del poeta neoclásico Vicente López y Planes, famoso por “El
Triunfo Argentino” de 1807, celebración de la victoria de Buenos
Aires sobre los invasores ingleses. Más tarde,enel“ HimnoNacional
Argentino” del mismo autor, el nombre obtuvo una posición más
oficial, aunque fue sólo en la Constitución de 1826, dieciséis años
después de la rebelión del país contra España, que “República
Argentina” se volvió el nombre oficial de la nación (Rosenblat,
50-51).
La em ergencia tardía del nombre del país obedece a un hecho
simple: hasta la Independencia, la Argentina no fue más que un
sector del Imperio español, no un país ni siquiera una idea para un
país. Durante 250 años los españoles no vieron motivo para delimitar
ninguna región dentro del Cono Sur como entidad política separada,
en parte porque no reconocieron el potencial de autonomía de la
región. A diferencia de México y Perú, ricos en minerales, donde
los españoles instalaron poderosos virreinatos sobre las bases de
civilizaciones nativas muy desarrolladas, la Argentina no poseía

23
oro ni plata, y sus nativos, en su mayoría nómades, prefirieron el
exilio o la muerte a la virtual servidumbre de la encomienda
española, institución que obligaba a los indios a trabajar para los
españoles a cambio de civilización europea, cristianismo y “pro­
tección”. Tampoco supieron ver el mayor recurso de la Argentina,
las inmensas pampas que probablemente sean el área agrícola
más rica del mundo. De hecho, si no hubiera sido por el impe­
rativo religioso de cristianizar lodo el continente, gran parte de la
Argentina habría sido enteramente olvidada. De modo que la
palabra Argentina señala una paradoja: el país fue bautizado por la
plata, mineral que no tenía, mientras que lo que sí tenía en abundancia
(un fabuloso potencial agrícola) quedó ignorado durante casi tres
siglos.
Al carecería Argentina de una promesa de riquezas fáciles, la
primera colonización española en el Cono Sur fue prcvisiblcmcntc
débil y esporádica. Aparecieron algunos barrosos caseríos a lo largo
de las rutas establecidas para el transporte de la plata boliviana.
Como los aborígenes de la Argentina eran menos sedentarios que
los de México o Perú, el esquema colonial de construir sobre civi­
lizaciones preexistentes no tuvo lugar en gran parte de la Argentina.
La región producía algunos bienes comerciables —ganado, algo­
dón en rama y cereales—, que eran trocados por importaciones de
España, principalmente muebles, ropa y armas. La mano de obra era
provista por indios y unos pocos esclavos africanos comprados a los
portugueses. Buenos Aires tuvo un crecimiento más lento que otras
ciudades coloniales, en parte debido a una escasez crónica de mano
de obra, en parte por la distancia que separaba el puerto de los
centros económicos en el Alto Perú. Sin embargo, la distancia
ayudó a darle a Buenos Aires un carácter especial en tanto un alto
porcentaje de su población no era española sino portuguesa (Rock,
Argentina, 4-6,23-28). Hasta 1776 la Corona insistió en que Lima,
asiento del Virreinato del Perú, fuera el centro político y económico
de toda el área. Inclusive las rutas comerciales entre España y
Buenos Aires tenían que pasar por Lima, siguiendo un trayecto
complicado que iba de Buenos Aires a Lima por malos caminos y
a través de los Andes, luego de Lima a puertos de la costa norte de
Sudamérica, y al fin rumbo a España. La posibilidad obvia de crear
puertos en la costa argentina era inaceptable para los españoles y sus
intermediarios en Buenos Aires, interesados sólo en mantener su
monopolio mercantil. El contacto entre España y las colonias quedó
más restringido aun por la decisión de la Corona de limitarlos viajes

24
comerciales alNucvo Mundo ados poraño,restricción queobedecía
a la necesidad de no embarcar mercaderías coloniales si no era en
grandes flotas armadas, como defensa contra piratas como Sir
Francis Drakc (Gibson, Spain in America, 102). El pasaje obligado
porLimaera apoyado además por lajerarquía eclesiástica española,
en plena Contrarreforma, como un modo de limitar la difusión de
ideas heréticas a las colonias.
El potencial comercial de Buenos Aires, empero, no pasó
inadvertido para traficantes y contrabandistas, en su mayoría ingle­
ses y holandeses, que violaban cotidianamente la legislación mer-
cantilista española en su comercio con los porteños, como empezó
a llamarse a los habitantes de la ciudad portuaria de Buenos Aires.
Como han mostrado Germán y Alicia Tjarks, a fines del siglo xvm
los comerciantes porteños vendían plata boliviana, carne salada,
cueros y artesanías a exportadores no españoles, sacando una
gruesa ganancia a la vez que evadían los impuestos a la Corona.
Buenos Aires se volvió además un centro importante del tráfico de
esclavos a medida que los portugueses comenzaron a traer mayor
número de africanos para alimentar la demanda de mano de obra de
una economía en crecimiento (Rock, Argentina, 40-49). En razón
de estos contactos, Buenos Aires prosperó a fines del siglo xvm y no
tardó en adquirir un sabor europeo que a la vez entusiasmaba y
preocupaba a los funcionarios españoles conservadores y a los
criollos tradicionalistas.
A fines del período colonial la Argentina estaba en su mayor
parte vacía, con una población estimada de medio millón de almas
en un territorio tan grande como la mitad este de los Estados Unidos.
En teoría, la región estaba bajo gobierno español, pero en la práctica
las distancias hacían que el contacto genuino con la metrópolis fuera
muy escaso. El área no estaba unificada en modo alguno ni por la
geografía ni por la política o la economía, ni por una idea de destino
nacional. Las ciudades existentes eran en realidad pueblos y misiones
aislados, y entre ellos caminos malos, o falta de caminos, y viajes
por tierra descorazonadoramente lentos. En el oeste estaban los
pequeños y polvorientos asentamientos de Mendoza y San Juan,
ambos al pie de los Andes y más en contacto con Chile que con
Buenos Aires. Al norte, Tucumán, Salta y Jujuy, culturalmente más
próximas a las culturas hispano-indígenas del Perú que al resto de
lo que luego sería la Argentina. Hacia el centro estaba Córdoba,
foco de conservadurismo político, educación escolástica y fervor
religioso. Al nordeste, Uruguay y Paraguay, que no tardarían en

25
separarse de la Argentina. A lo largo del río Paraná, que baja desde
el norte hasta el estuario del Plata poruña rica zona agrícola llamada
“litoral", estaban los pequeños asentamientos de Santa Fe y Paraná.
Y en la boca del gran estuario, Buenos Aires, geográfica y
culturalmcnte distante del resto de la Argentina, pero destinada, por
su privilegiada ubicación entre las fecundas pampas y las rutas
marítimas, a ejercer una hegemonía peculiar sobre las provincias
del interior. A diferencia de los Estados Unidos, donde una fácil
navegación fluvial facilitó el contacto entre ciudades costeras y del
interior, las ciudades argentinas, salvo las del litoral, estaban unidas
sólo por los lentos viajes por tierra; el trayecto de mil doscientos
kilómetros entreTucumán y Buenos Ai res, por ejemplo, insumíaun
promedio de dos meses. En consecuencia, las ciudades y provincias
argentinas crecieron en relativo aislamiento, hecho que alentó
lealtades y sentimientos localistas.
El sentimiento localista creció también como resultado del
sistema político colonial. Inicialmente en toda la América española
hubo sólo dos virreinatos, uno con su centro en la ciudad de México
y el otro en Lima, Perú. Dependiendo de cada virrreinato había
centros políticos regionales, o “audiencias”, que mediaban
administrativamente entre las ciudades y el virrey. A la audiencia de
cada asentimiento de importancia respondía el “cabildo”, una de las
instituciones políticas más duraderas del período colonial. Los
cabildos eran concejos de las ciudades, compuestos en parte de
funcionarios nombrados por el poder central, pero mayoritaria-
mente de “regidores” elegidos entre los vecinos nativos o con lar­
ga residencia, muy afincados en la vida local. Aunque los juristas
españoles establecieron con paralizante detallismo las relaciones
entre la Corona, el virrey, la audiencia y el cabildo, los asentamien­
tos aislados en el Cono Sur mal podían sostener semejante com­
plejidad organizativa. En teoría, los cabildos estaban bajo la juris­
dicción de la audiencia, el virrey y en última instancia la Corona;
pero en la práctica, esta pesada burocracia casi nunca afectaba a los
cabildos en áreas marginales como la Argentina, y los cabildos
eran el único gobierno real, celoso protector de las tradiciones y
prerrogativas locales. No puede decirse que fueran democráticos
en sentido estricto, ya que los conformaban vecinos ricos elegidos
por otros miembros, no por el pueblo; aun así, es indudable que los
cabildos estaban capacitados para entender, mejor que un funcio­
nario venido de otra parte, los intereses del vecindario. Además,
pese a estar los cabildos bajo el control de las elites locales, es

26
probable que un antiguo sentimiento de baya hecho
a sus miembros más sensibles a las necesidades de los pobres que
el canibalismo económico que devastaría el interior argentino des­
pués de la Independencia. Los historiadores argentinos modernos
no están de acuerdo en su apreciación del papel de los cabildos. Los
historiadores "liberales” como José Ingenieros los llaman “el naci­
miento de un espíritu oligárquico municipal" y la “antítesis" de la
democracia (Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas, l , 32-
33). mientras que los historiadores “ revisionistas", nacionalistas
pro-españoles como Julio lra/.usta, afirman que los cabildos fueron
instituciones esencialmente democráticas que se adelantan a la
teoría política del Iluminismo (lra/.usta, Breve historia, 26-27,51-
54).
En razón de sus sentimientos localistas, los cabildos fueron
vistos desde temprana hora como obstáculos al centralismo. Por
este motivo, durante el siglo xvm los reformistas Borboncs crearon
una capa administrativa intermedia, las “ intendencias”, para vigilar
y limitar el poder de los cabildos. Mucho después, tras las Guerras
de la Independencia, el mandatario porteño Bcmardino Rivadavia
disolvió los cabildos de Buenos Aires y Luján tratando de lim itarla
autoridad local. Pero, existiesen oficialmente o no los cabildos, el
impulso hacia el gobierno local y autonomista no murió. Sin los
cabildos, la ley local cayó en manos de caudillos, jefes militares
locales y pequeños dictadores, quienes, con todas sus arbi trariedades,
recibieron tanta lealtad de sus coprovincianos que el historiador
argentino José Luis Romero se refiere a su acción como una
“democracia inorgánica” (Las ideas políticas en la Argentina, 98-
128).
La base de sustentación de los caudillos fue la cultura cam pe­
sina, de los gauchos, que se desarrolló en las grandes llanuras
abiertas entre las ciudades argentinas. La naturaleza exacta de la
población rural argentina en tiempos coloniales ha engendrado un
sondo e interminable debate entre “nacionalistas” , para quienes los
gauchos son el repositorio de los auténticos valores argentinos, y los
“liberales”, que los ven com o masas fáciles de m anipular por
demagogos. Am bas posiciones (que estudiamos en detalle en
capítulos posteriores) pasan por alto la complejidad de la población
rural de clase baja. Entre los cam pesinos había diversos grupos,
todos interrelacionados y todos en estado de fluida movilidad.
Algunos eran nóm ades, algunos eran peones em pleados de un
estanciero, algunos eran bandoleros y contrabandistas, y m uchos

27
eran todo lo anterior en un momento u otro. En su sentido original,
la palabra “gaucho” designa al habitante nómade y a menudo fuera
de la ley de las grandes llanuras de la Argentina, Uruguay y Brasil.
En el uso corriente, “gaucho” designa al proletariado rural en
general.
Los gauchos (como la población rural en general) provienende
una triple raíz étnica: española, india y africana. Se desplazaban
libremente por las pampas, vivían sin esfuerzo de una tierra próvida,
capturaban y montaban caballos salvajes, bebían en abundancia,
apostaban, contrabandeaban, robaban, reñían, cazaban ganado
salvaje, vendían cueros para com prar lo poco que necesitaban, se
alimentaban principalmente de carne, cantaban baladas improvisadas
celebrando sus hazañas y amores, y vivían en uniones libres rara vez
consagradas por el sacramento del matrimonio. En resumen, eran
supersticiosos, desaseados, analfabetos y felices. Aunque los gauchos
no dejaron información de su propia vida, muchos cronistas colo­
niales se refieren a ellos (véase Rodríguez Molas, Historia social
del gaucho, caps. 1-3). El más interesante de ellos es Concolorcorvo
cuya descripción de “la vida dura y salvaje” de los gauchos en El
lazarillo de ciegos caminantes parece teñida de una admirativa
envidia. Tan atractivo era el modo de vida despreocupado de los
gauchos que en 1807, durante la ocupación inglesa de Buenos
Aires, 170 soldados ingleses desertaron para vivir entre ellos. El
general Whitclockc se quejaba: “Cuanto más conocen los soldados
de las riquezas que provee el país, y la facilidad con que se las
obtiene, mayor el peligro” (citado en Fems, Britain and Argentina
in the Nineteenth Century, 57).
Tal era la Argentina durante la segunda mitad del siglo xvm:
una tierra de pueblos aislados, vecinos autonomistas, gauchos
nómadas, estancieros con peones relativamente dóciles, indios sin
dominar, mínimo desarrollo económico y político. Y ninguna idea
de un destino nacional. En este contexto, se echó al fin el cimiento
de la nacionalidad argentina, cuando el 4 de julio de 1776 c.1 rey de
España, Carlos III, cedió a las ya seculares presiones económicas y
creó el Virreinato del Río de la Plata con sede en Buenos Aires. Para
entonces Buenos Aires había dejado descreí pantanoso asentamiento
de sus comienzos, y era una ciudad de unos 25.000 habitantes y un
próspero centro comercial, en gran medida ilegal. El motivo pri­
mordial de la Corona al crear el nuevo virreinato era ejercer, me­
diante una política irónicamente llamada de “libre comercio”, un
control más estricto sobre las exportaciones, en especial de plata

28
bo'iviana en barras, que se realizaba en forma ilegal desde hacía
medio siglo. Los sagaces comerciantes porteños no tardaron en
establecer contratos exclusivos con monopolios mercantiles espa­
ñoles, formando así la base de algunas de las más sólidas fortunas
privadas argentinas. Además de la plata, sus exportaciones primarias
eran la carne salada y los cueros, producto este último de gran
importancia industrial antes del descubrimiento del caucho. El
"libre comercio” trajo una relativa prosperidad a los comerciantes
ricplatenses, con paréntesis provocados porlos conflictos de España
con Gran Bretaña (Rock, A
rgentia,66-72).
El nuevo virreinato incluía la mayor parte de lo que ahora es
Solivia, Paraguay, Uruguay y la Argentina, y constituía el primer
paso en el establecimiento de una nueva nación, aunque en ese
momento nadie lo pensó en tales términos. El rey le concedía a
Buenos Aires la autoridad de cobrar impuestos dentro de las fron­
teras del virreinato, privilegio que la ciudad portuaria conservaría
celosamente, creando entre porteños y provincianos los mismos
rencores que Buenos Aires había sentido antes hacia Lima. La
desconfianza hacia la ciudad-puerto creció en la medida en que
Buenos Aires, reflejando su propio localismo, aspiró a ejercer un
control cada vez mayor sobre el interior. Bajo el reciente virrey, los
cabildos provinciales sufrieron presiones en aumento para obede­
cer a Buenos Aires, a menudo a expensas de los privilegios locales.
Además, Buenos Aires, mediante el control de las leyes aduaneras,
tuvo una injerencia cada vez mayor sobre los asuntos financieros del
interior. Frente a la usurpación que hacía Buenos Aires de la
autonomía local, y su enajenación de ganancias mediante las leyes
aduaneras, los provincianos comenzaron a temerla nueva autonomía
de los porteños; sus miedos echarían las bases de casi cincuenta
años de guerras civiles, que comenzaron poco después de las
Guerras de Independencia.
La vida intelectual en el nuevo virreinato, como en las colo­
nias en general, se veía gravemente limitada por políticas restric­
tivas, tanto como porel aislamiento geográfico. En aquella sociedad
con porcentaje mayoritario de analfabetos, saber leer y escribir
era un bien comerciable, al punto que los “secretarios” de los cau­
dillos solían tener considerable poder. La Iglesia controlaba todas
las escuelas, en las que se impartía una educación autoritaria y
escolástica centrada en la memorización de verdades recibidas, a la
vez que atacaba o desdeñaba las epistemologías empíricas y ra­
cionalistas que ya habían producido profundos cambios enEuropa.

29
En un nivel no oficial, empero, había más libertad intelectual de la
que nos parece que podía admitir la Iglesia de la Contrarreforma.
Los altos funcionarios de la Inquisición emitían edicto tras edicto
exigiendo que el Santo Oficio revisara los libros que se introducían,
las librerías y hasta las bibliotecas privadas. Pero, como observa
Irving A. Leonard, los esfuerzos de los inquisidores caían en saco
roto gracias al intenso contrabando de obras heréticas, a menudo
con la colaboración de funcionarios menores de la Inquisición y
miembros de las comunidades religiosas. De modo similar, aunque
a los escritores criollos les estaba prohibido escribir o publicar salvo
sobre materias inocuas o de interés puramente local, durante todo el
periodo colonial aparecieron con regularidad ediciones no aprobadas
de obras locales y extranjeras (Leonard, Baroque Times in Oíd
México, 166-182 \BooksoftheBrave, 157- 171 ). Tras el éxito de las
revoluciones en los Estados Unidos y Francia, comenzaron a
circular por las colonias, pese a los vigorosos intentos de censura y
refutación por parte del clero conservador, una cantidad de textos
prorrevolucionarios, muchos de ellos escritos por sacerdotes es­
pañoles (Ruíz Guiñazú, Saavedra, 121-145).
En la Argentina la vida intelectual estaba menos desarrollada
aun que en los grandes centros coloniales como M éxico y Lima. En
1776, año de la fundación del nuevo virreinato, había sólo seis
escuelas primarias en Córdoba y cuatro en Buenos Aires, todas ellas
dependientes de la Iglesia. Prácticamente ninguna m ujer podía
acceder a la educación, porque la lectura y la escritura en una mujer
eran vistos como “elementos que llevaban sólo al pecado o a la
tentación de escapar a la vigilancia paterna” (López, Historia de la
República Argentina, I, 243). Las dos escuelas secundarias de
Buenos Aires, el Colegio de San Carlos y el Colegio del Rey, tenían
un plantel de educadores compuesto en su gran m ayoría por
sacerdotes, limitados tanto por su educación como por sus incli­
naciones. En palabras de Manuel Moreno, que asistió al Colegio de
San Carlos en Buenos Aires durante la década de 1780, los curas
mataban de hambre a los estudiantes mientras les im partían una
educación inútil. Segúnsus palabras, estos profesores eran “teólogos
intolerantes, que gastan su tiempo en agitar y defender cuestiones
abstractas sobre la divinidad, los ángeles, etcétera, y consumen su
vida en averiguar las opiniones de autores antiguos que han es­
tablecido sistemas extravagantes y arbitrarios sobre puntos que
nadie es capaz de conocer”. Según este testigo, aun aquellos pocos
sacerdotes que trataban de enseñar ciencias naturales se veían

30
gravemente limitados, puesto que "mal pueden comunicar a sus
discípulos unos conocimientos que ellos no poseen". M is adelante
observa que las órdenes monásticas dedicadas a la enseñanza
estaban más interesadas en mejorar su bienestar material que en
educar a los jóvenes criollos (Manuel Moreno, "Vida", en Memo-
rúa y Autobiografías, II, 16-22).
A pesar de estas limitaciones a la vida intelectual, las ideas del
lluminismo se infiltraron lentamcntcen la Argentina. Los Borbolles,
que reinaron en España desde 1700 hasta la invasión napoleónica en
1808, instituyeron en la sociedad hispanoamericana una serie de
reformas análogas a las del despotismo ilustrado en Francia (véase
Luis Sánchez, El pensamiento político). La filosofía europea del
siglo xviii también influyó sobre una nueva generación de
racionalistas españoles, entre ellos Benito Jerónimo Feijóo, monje
benedictino, y Gaspar Melchor Jovellanos, enciclopedista español,
cuya obra era leída con avidez en lodo el mundo de habla hispana.
En la Argentina, la pequeña élite lectora disponía asimismo de las
obras de Montesquicu, Descartes, Lockc, Voltaire y Rousseau,
pero, lo mismo que en España, las ideas iluministas ampliaren los
horizontes intelectuales sin provocar estallidos de anticlericalismo
y subversión (Carbia, La Revolución de Mayo y la Iglesia, 18-20).
En consecuencia, como lo ha señalado Charles Griffin, el papel
jugado p o r el pensam iento ilu m in ista en el m ovim iento
independentista fue más de confirmación que de causa, ya que
trescientos años de ley autoritaria y educación escolástica dejaron
una marca indeleble en el pensamiento argentino, que no se borraría
con tanta facilidad.
Pese a la relativa docilidad de la mayoría de los intelectuales
hispanoamericanos durante el período colonial, a comienzos del
siglo la cuestión de la independencia de España se volvió un tenia
frecuente de conversación ctt los salones de las colonias, y espe­
cialmente en Buenos Aires, donde muchos porteños tenían motivos
para no querer a España: los criollos eran excluidos de los puestos
importantes tanto en la Iglesia como en el gobierno, la irresponsabi­
lidad de Carlos IV era uneseándalo internacional, y las restricciones
económicas que lim itaban el comercio con naciones distintas de
España y las colonias irritaban profundamente a los comerciantes
porteños ciue no tenían contratos con los monopolios mercantiles
esp añ ó lesela burguesía jxirteña estaba tajantemente dividida entre
estos dos grupos, los "agentes intermediarios" que se beneficiaban
con los contratos cerrados con España, y los comerciantes inde-

31
pendientes, que querían hacer tralos con otras naciones. Los inter­
mediarios formaban un grupo que apoyaba a cualquier gobierno, sin
lomar en cuenta su ideología, en tanto defendiera sus intereses
financieros; fueron los antepasados de algunas de las familias más
acaudaladas de la Argentina, incluidos los Anchorcna, apellido que
asoma repelidas veces en la historia argentina, siempre del lado del
conservadurismo y la represión. Entre sus oponentes se contaban
los jóvenes Manuel Belgrano, Juan José Castelli y Pedro de Cervifio,
los primeros en chocar con los intereses comerciales conservadores
en el tema de los monopolios comerciales que los excluían. Más
tarde, y en buena medida bajo la inspiración de las doctrinas
económicas de Adam Smith, miembros del segundo grupo se
volverían figuras prominentes del movimiento indcpcndcniista
argentino y “el amor y la esperanza de la reforma” que dominó el
primer liberalismo argentino (López, 1,571). En la década de 1790
salió de este grupo uno de los primeros panfletos de teoría econó­
mica producidos en el Río de la Plata: Nuevo aspecto del comercio
del Rio de la Plata, escrito por el socio de Belgrano, Manuel José
de Lavardén. El texto, virulento ataque al mercantilismo español,
propone el comercio libre, la privatización de las tierras públi­
cas y la formación de una marina mercante local. También muestra
a qué punto había influido sobre los jóvenes porteños el pensa­
miento económico de Adam Smith y de François Quesnay, este
último padre de los fisiócratas franceses y autor de la expresión
laissez-faire.
Si cl liberalismo de Adam Smith fue una fuente principal de
inspiración para los liberales argentinos, esa inspiración recibiría
apoyo de un soiprcsivo hecho histórico: en 1806, tropas inglesas
invadieron Buenos Aires. Detrás de la invasión inglesa había algo
más que un deseo de sumar a Buenos Aires al Commonwcalth
británico; desde los tiempos isabelinos, los ingleses habían hecho
todo lo posible para quebrar el monopolio comercial español, y en
1804 “el lema de cómo derrumbar el Imperio español” fue discutido
ampliamente en el gabinete inglés (Ferns, 19). O bien, como le
escribió el Comodoro Sir Home Popham al Vizconde Melville en
una carta datada el 14 de octubre de 1804: “La idea de conquistar
Sudamérica está completamente descartada, pero la posibilidad de
lomar lodos sus puntos importantes, separarlos de sus actuales
contactos europeos, transformarlos en posiciones militares y gozar
de todas sus ventajas comerciales, puede considerarse una proba­
bilidad a lomar en cuenta, si no es una operación segura” (carta

32
diada en Ferrss, 19). Popfaam, que fue el oñciai naval que antes que
nadie consideró la idea de la invasión, y cuando ésia se realizó
transportó las tropas a Buenos Aires, quería liberar a la Argentina
leEspaña como prim er paso hacia la apenara de toda Sudam-érica
a los intereses comerciales ingleses.
E objetivo de Popham , sin embargo, quedó írrealizado por el
exceso de confianza de ias tropas inglesas, que subestimaron
gravemente ¡a resolución de los porteños en el momento de lanzar
la invasión bajo el m ando del General William Carr Beresford. H
virrev escaño!, Rafael de Sobremonie, huvó a Córdoba con el
tesoro, dejando la defensa de la d u d ad en m anos de Santiago de
L inkrs y Juan M artín de Puevrredón. Los intentos de Beresford
fueron rechazados por los porteños, quienes, en palabras de Manuel
Belgrano, querían “ o bien nuestro viejo amo, o ningún am o”
(Belgrano, Autobiografía,3 3). Tras la derrota de Beresford, los
ingleses m andaron refuerzos en 1S07 bajo las órdenes del teniente
general W hítelocke, que sufrió grandes pérdidas debidas en buena
medida a su propia incom petencia.Trasim encuentro con los líderes
pon eños para negociar su rendírión, W hítelocke quedó convencido
de que tod 2 la em presa había sido una m ala idea desde el comienzo
y acordó evacuar la ciudad, decisión que en Inglaterra le costó una
corte m arcial (Fem s, 38-46). De todos m odos, Belgrano y otros
porteños que no dependían del m onopolio comercial español,
quedaron m uy im presionados con la evidente hum anidad de
W hítelocke así com o con sus prom esas de que Inglaterra ayudaría
en una rebelión contra España; ésa había sido la idea original de
Popham (Belgrano, 33). De hecho, como resultado de los contactos
con W hítelocke y otros ingleses de parecida m entalidad, m uchos
liberales porteños llegaron a considerar a Inglaterra com o una
aliada en la lucha por la independencia, antes que como una
potencia m ercantil con am biciones com erciales propias. Gracias a
tales sentim ientos, B eresford pudo escapar de su prisión.
Las invasiones inglesas, entonces, produjeron resultados pa­
radójicos. P o r una parte, la lucha de los argentinos contra un
enem igo com ún les hizo percibí rp o r prim era vez su potencial com o
nación. D espués de las invasiones este potencial se hizo realidad
parcialm ente cuando el cabildo, en ausencia del virrey, asumió to ­
do el poder de gobierno bajo la dirección de Santiago de Liniers,
que había dirigido la resistencia al inglés. Por otra parte, los
porteños liberales salieron del conflicto con la convicción de que
G ran B retaña, el invasor, era de algún m odo un sostén de la

33
democracia republicana y “ un medio para obtener armas contra
España” (líclgrano, 35). La denota de la ocupación también hizo
que los ingleses cambiaran sus tácticas. En marzo de 1807, el
vizconde Castlereagh fue nombrado ministro de Guerra; Castlcrcagh,
un pragmático que “consideraba a Sudamérica como una cuestión
de interés exclusivamente económico para Inglaterra, y no una
esfera en la que debiera ejercitarse la influencia política inglesa”,
mantuvo que Gran Bretaña debía evitar conflictos amiados en la
Anrérica hispánica, sin dejar por ello de aparecer como “auxiliares
y protectores” en asuntos políticos y económicos, política que se
mantendría en las relaciones ansloargentinas durante los siguientes
W- S r-

126 años (Fcms, 48).


Pasadas las invasiones inglesas, la vida en la Argentina pro­
bablemente habría vuelto a la lenta rutina colonial, con las ideas
sobre la independencia confinadas a la conversación de los inte­
lectuales afrancesados, si la Corona española no se hubiera
desintegrado en 1808. Que la independencia resultó en gran medida
de los acontecimientos de España, y no sólo de movimientos
autónomos en las colonias, resulta con claridad de los escritos de al
menos dos de los principales actores del período. Manuel Moreno
afirma que, aunque la independencia de España probablemente
habría llegado como parte del proceso natural de la historia, “la
mayor parte de la Anrérica veía pendientes sus destinos de aquella
nación, que la había conquistado, prestándole su idioma y gober­
nado. Una gran revolución debía tener lugar... después de disucltos
aquellos vínculos que ligaban el gran todo” (5-6). Más adelante dice
que “sin la catástrofe de la Madre Patria, Buenos Aires habría
seguido igual, con pocas variaciones” (110). De modo semejante,
Manuel Bclgrano afirma que después de las invasiones inglesas
“pasó un año, y sin que nosotros hiciéramos nada por la indepen­
dencia, Dios nos dio la oportunidad en los acontecimientos de 1808
en España y Bayona, la ciudad donde Carlos IV se encontró con
Napoleón. En efecto, en ese momento se despertaron las ideas de
libertad e independencia en América, y los americanos empezaron
a hablar abiertamente por primera vez sobre sus derechos” (Belgra-
no, 34).
La melodramática historia que llevó a la caída de la Corona
española explica por qué aun los realistas más devotos en la
Argentina cuestionaron el liderazgo español. Aunque la monarquía
había mantenido una grave declinación desde la muerte de Carlos
111 en 1778, y estaba muy debilitada por una serie de guerras con

34
Gran Bretaña, nada pudo igualar los sucesos de 1808, cuando
Carlos IV, el monarca disoluto, Manuel Godoy, amante de su
esposa, y Femando VII, resentido príncipe heredero, se enredaron
en una lucha destructora. Después de años de intrigas, Carlos puso
en prisión asu hijo Fem ando al enterarse de que estabacomplotando
para destronarlo. Una muchedumbre, movida por la idea de que el
príncipe era la única esperanza del país, asaltó el palacio, obligando
al rey a abdicar y a Godoy a huir. Los dos, entonces, Carlos y
Femando, pidieron ayuda a Napoleón, cuyas fuerzas ya estaban en
España, ostensiblemente en cam ino a Portugal. Después de oír a
ambas partes aullarse irreproducibles insultos, Napoleón vio una
buena oportunidad política y nombró a José Bonaparte, su hermano
alcohólico, rey de España, sumando otro pretendiente incompetente
al trono. Las Cortes españolas rechazaron a José y formaron un
gobierno en el exilio en Cádiz, el puerto del sur a través del cual se
canalizaba el contacto con las colonias. El parlamento de Cádiz, a
sabiendas de que el sentim iento revolucionario se difundía por las
colonias americanas, trató inicialmente de incluir representantes de
las Américas, pero no tardó en abandonar la idea al com prender que
la representación proporcional les daría a los criollos amplia m ayo­
ría. Esta aprobación y luego cancelación de la representación de las
colonias no hizo m ás que acrecentar el rencor que ya cam paba en
toda Hispanoam érica.
Dados los acontecim ientos de España, la cuestión que se
planteó en prim er térm ino para la m ayoría de los argentinos no fue
la lealtad a la corona, sino a cuál corona serle leal. El popular
Santiago de Liniers, jurando lealtad al príncipe Fem ando VII, asu­
mió tem poralm ente los deberes de virrey en lugar de Sobremonte,
desacreditado p o rsu cobarde com portam iento durante la ocupación
inglesa. O stensiblem ente p o r su origen francés en un m omento en
que los recelos contra N apoleón estaban m uy altos, y por su poco
talento adm inistrativo, Liniers fue atacado casi de inm ediato por la
com unidad española y los criollos liberales, am bos atrincherados en
el Cabildo de B uenos A ires. La facilidad con que grupos tan
opuestos com o realistas y liberales unieron fuerzas contra una
figura p opular com o L iniers indica un aspecto esencial de muchos
intelectuales argentinos durante el m ovim iento independentista: la
profunda desconfianza ante las m asas, un tem or que sin duda nacía
del terror que siguió a la R evolución Francesa. Si en algo podían
estar de acuerdo lo s españoles realistas y los criollos liberales, era
en los peligros del populism o.

35
Bajo presión del cabildo de Buenos A ires, el gobierno de Cá­
diz nombró a Baltasar Cisneros para reem plazar a Liniers como
virrey del Río de la Plata; desm intiendo los temores de la elite,
Liniers cedió sin resistencia su puesto y se retiró a la vida privada.
Pero su presencia en la Argentina seguía m olestando a los liberales
porteños, que terminaron haciéndolo ejecutar sobre la base, in­
fundada, de que estaba organizando una revuelta popular contra el
movimiento independentista. Los m otivos reales para la muerte de
Liniers fueron tan discutidos por sus contem poráneos como siguen
siéndolo hoy por los historiadores. Por ejem plo el general Tomás
Guido, héroe de la independencia argentina, escribe en sus memo­
rias que los liberales independentistas sintieron que “El pueblo...
no está preparado para un cambio violento de adm inistración. Las
masas proletarias, que constituyen la m ayor parte de la provincia
de Buenos Aires, tienen una especie de culto por el G eneral Liniers,
en quien no ven el odioso instrumento del absolutism o español,
sino el liberador de Buenos Aires, el héroe contra la invasión
inglesa” (Guido, Autobiografía, I, 3-4). M anuel M oreno corro­
bora en lo esencial el punto de vista de Guido, en el sentido de que
Liniers era un populista peligroso aliado con todos los elementos
reaccionarios en la sociedad porteña (74-79,112-123). N o menos
autorizada, pero en completa contradicción con las de G uido y
Moreno, es la opinión de Cornelio Saavedra, tam bién un héroe de
la independencia, que en sus memorias de 1829 afirm a apasiona­
damente que Liniers fue uno de los primeros representantes autén­
ticos de las clases populares (Saavedra, Autobiografía, I, 22-44).
Aun hoy, la figura de Liniers y las razones de su m uerte siguen
dividiendo a los historiadores argentinos. (Compárese, por ejem plo,
Halpcrín Donghi, Revolución y guerra, 168-247, y Puigrós, Los
caudillos, 2, 81.)
Pese a sus buenas intenciones, Cisneros no pudo aliviar la
tensión creciente entre españoles y criollos, liberales y tradiciona-
listas, Buenos Aires y las provincias. Cuando llegaron noticias de
que las fuerzas napoleónicas habían tomado el control de Sevilla, y
que el gobierno de Cádiz estaba otra vez huyendo, Cisneros llamó
a un cabildo abierto, que era una asam blea extendida del concejo
municipal, a la que asistieron 225 de los principales hom bres de la
provincia, para establecer una junta de gobierno provisoria, táctica
que no dio el resultado que él esperaba cuando la Junta, con mayoría
criolla, se negó a elegirlo presidente. El líder de los criollos,
Cornelio Saavedra, en una de las proclam as revolucionarias más

36
corteses que se hayan redactado nunca, le informó al virrey que
“quien le dio a Su Excelencia su autoridad ya no existe. En con­
secuencia, ya que usted no tiene ninguna autoridad, no debería
contar con las fuerzas bajo mi mando para su sostén” (citado en Ruiz
Guiñazú, Saavedra, 181). M ás tarde, durante el debate con el virrey
y sus acólitos, Saavedra proclamó como único órgano de gobierno
del virreinato al Cabildo, “que recibe su autoridad y mandato del
pueblo” (184).
El proceso político por el que se formó la Primera Junta se
repetiría una y otra vez durante los primeros diez años de la
independencia. El cabildo de B uenos Aires estaba dominado por los
porteños ricos, com erciantes y terratenientes, “ gente decente” y no
“la gente de m edio pelo” , como escribió un contemporáneo en su
diario (citado por Sebreli, Apogeo, 91-92). Como representante
primordialmente de los intereses de la clase alta, el cabildo una y
otra vez derrocó gobiernos que no promovían los intereses co­
merciales o protegían los privilegios de Buenos Aires, o no sabían
mantener en su lugar a los caudillos provinciales. Como resultado,
el cabildo fue a la vez fuente de continuidad y de interrupción, que
siempre logró tener alguna especie de gobierno en funciones
mientras en los hechos bloqueaba cualquier em ergencia real de los
intereses provinciales o de las clases bajas (Halperín Donghi,
Politics, 337-345).
Del cabildo de Buenos Aires salió el prim er cuerpo de gobierno
argentino independiente de España, conocido en la historia como
Primera Junta. Los m iem bros de la Junta se asignaron dos tareas
principales: 1) organizar un ejército para hacer frente a las tropas
españolas napoleónicas en nom bre de Fem ando, y 2) convocar a un
congreso con representantes de las diferentes provincias para go­
bernar al virreinato hasta que se restaurara el orden. El 25 de mayo
de 1810, porteños de todo color político juraron lealtad a la Primera
Junta m ediante la siguiente fórmula:

¿Juráis a Dios nuestro Señor y estos Santos Evangelios,


reconocer la Junta Provisional G ubernativa del Río de la Plata,
a nom bre del S eñor D on Fem ando VII, y para guarda de sus
augustos derechos; obedecer sus órdenes y decretos; y no
a te n ta r d ire c ta ni in d ire ctam en te co n tra su autoridad,
propendiendo pública y privadam ente a su seguridad y respeto?
( i Gacetade Buenos Aires, 7 de junio de 1810; citado en M ariano
M oreno, Escritos, 233).

37
Aunque los argentinos consideran al 25 de m ayo de 1810 como
su Día de la Libertad, este juram ento puede ser considerado una
declaración de libertad de España sólo en el contexto de los
confusos hechos políticos del momento. Jurar lealtad a Femando,
que no ocupaba el trono, les permitía rechazar al incompetente
Carlos IV y al usurpador José Bonaparte, al tiem po que afirmaban
lealtad a la institución de la monarquía y no ofendían a los realistas
criollos y españoles. De hecho, Saavedra en sus mem orias insiste en
que “cubrir a la Junta con el manto de Fem ando VII fue una ficción
desde el comienzo, necesaria por razones políticas” (53). En una
palabra, el juramento fue más que nada un m odo de unir a criollos
y españoles de todo color político bajo una bandera única; nadie
puso objeciones en jurar lealtad a un rey inexistente.
Como estos hechos ocurrieron en el m es de m ayo, la palabra
Mayoen la Argentina se hizo sinónimo de independencia y de una
preferencia por la democracia sobre la monarquía; al movimiento
revolucionario, entonces, se lo llama Mayo, y sus líderes son lla­
mados los Hombres de Mayo. Pero hay que usar con cierta pre­
caución el término, puesto que agrupar a todas las figuras y
corrientes ideológicas de la Revolución bajo una sola palabra
sugiere un consenso ideológico que nunca existió. Además, aunque
muchos provincianos simpatizaban con la Revolución de Mayo
(una vez que se enteraron de su existencia), M ayo fue primordial­
mente un fenómeno de Buenos Aires, en el que los porteños
declararon la independencia de la España napoleónica no sólo para
sí mismos sino para todos los habitantes del virreinato. De M ayo en
adelante, entonces, los porteños iniciaron una larga tradición de
confundir a Buenos Aires con todo el país. Más aún, con la Prim era
Junta comenzó una larga serie de conflictos entre porteños y
caudillos provinciales, que con frecuencia terminó en sangre y en
guerra civil. Típico del localismo porteño es M anuel M oreno, que
en la biografía de su hermano Mariano rara vez distingue entre
“Buenos Aires” y “la patria” (cf. 3-4). Paradójicamente sugiere que
si había sido enteramente apropiado que todas las provincias
americanas se rebelaran contra España, el no haber seguido las pro­
vincias el liderazgo de Buenos Aires después de la Independencia
dio por resultado “la sedición, la rebelión y el cism a” (149). En otras
palabras, la rebelión contra España estaba bien, pero el desacuer­
do con Buenos Aires estaba mal. Más adelante, en un arrebato de
wishful thinkíng característico de la clite porteña, sostiene que
siempre que Buenos Aires mandó tropas contra los caudillos

38
provinciales, los porteños fueron recibidos por “el pueblo” corno
hermanos, ya que quienes apoyaban a los caudillos no eran otra
cosa que “mercenarios” (149-160).
Como si el conflicto con las provincias no fuera suficiente, la
Primera Junta no tardó en verse asediada por sus propios conflictos
internos. Al crear la Primera Junta, los patriotas de Buenos Aíres
intentaron conformarla con hombres que representaran las diversas
facciones que prevalecían en la ciudad. Entre sus miembros estaban
Juan José Paso y Mariano Moreno, que se habían identificado con
el Cabildo en su oposición a la figura de Linicrs, así como Comelio
Saavcdra, partidario de Linicrs; Saavedra, según lo dice él mismo,
fue nombrado presidente de la Junta “para apaciguar al pueblo”
(Saavedra, 52-53). Aunque la popularidad de Saavedra con sus
tropas y las clases bajas fue en realidad un factor de su elección
como presidente, esa cualidad fue también un impedimento en su
trato con los otros miembros de la Junta, que temieron que pudiera
dar un golpe contra el gobierno. A pesar de estos temores, la Prime­
ra Junta representó un momento laudable, si bien breve, de intento
de consenso entre las élites porteñas en pugna. De todos modos,
como se verá en el próximo capítulo, de estas divisiones surgió un
prototipo de la política argentina así como el primer creador de
ficciones orientadoras en la Argentina: Mariano Moreno.

39
Capítulo 2
Mariano Moreno

De Mayo emergió ct primer pensador im portante de la identidad


nacional en la Argentina, Mariano Moreno, un hom bre en quien se
reflejan las contradicciones de su época asf com o las del país que 61
ayudé a fundar. Tal como lo muestra la antología de la poesía
argentina compilada en 1824, La Lira Argentina, durante el período
no fallaron escritores, principalmente poetas, que compusieron
panegíricos a los líderes militares y a sus triunfos, llenos de alu­
siones e inutgenes clásicos. Pero de toda esa generación, Moreno
es de lejos el más original. Los historiadores liberales le han asig­
nado un alto rango en el panteón de héroes argentinos. Es típica la
siguiente cita de un panfleto de 1845 sobre José Rivera Indarte,
escrito por Bartolomé Mine, futuro general, político c historiador,
cuyo papel como creador de ficciones orientadoras será estudiado
en un capítulo posterior:

Moreno fue en este momento supremo el M iguel Ángel de la


Revolución de Mayo, que aprovechándose del hecho consu­
mado, como de un magnífico trozo de m árm ol, le dio forma y
vida, y presentó a los ojos atónitos del pueblo una estatua en la
que lodos v ieron concretadas sus aspiraciones de independencia
y libertad. Firme en su propósito y fuerte por los m edios, en
pocos meses de trabajo deslmyó el antiguo edificio colonial
por medio del pensamiento y de la acción, y echó los funda­
mentos de una sociedad nueva a la que dotó de instituciones
propias y de ideas esencialm ente dem ocráticas. ... Tales
ejemplos no son com unes en nuestra historia, pero se han
repetido más de una vez, y ellos por sí solos han impregnado
con su perfum e todo el cam ino que hem os atravesado, y mucho

40
del que nos resta aún por recorrer (Mitre, Obras Completas, 12,
380-3$ 1).

¿Quiún era este ser tan elogiado? Su vida y escritos revelan a


un hombre complejo: fascinante, contradictorio y considerable­
mente menos santo de lo que sugiere Mitre.
Nacido en 1778 de padre español y madre criolla, Mariano
Moreno se crió en un estricto hogar católico caracterizado por la
inflexibilidad moralista de la que Mariano daría muestras hasta su
muerte. En palabras de su hermano y biógrafo Manuel, “Yo no me
acuerdo haber visto una sola vez fiesta de convite o baile en nuestra
casa, ni tampoco la perniciosa ocupación del juego... Particular­
mente en este último punto era mi padre tan inexorable que jamás
concedió tiempo alguno a las cartas, ni aun por una simple diver­
sión” (Manuel Moreno, “Vida”, en Memorias y Autobiografías, II,
27). Mariano asistió a los colegios del Rey y San Carlos en Buenos
Aires, donde recibió la mejor educación que la época y el lugar
permitían. Impresionados por su inteligencia, sus maestros, en su
mayoría clérigos, lo alentaron a entrar al sacerdocio, proyecto que
lo llevó a continuar sus estudios en el seminario de Chuquisaca,
ahora Sucre, Bol ivi a. La decisión se apoyaba asimismo en su
situación social de hijo de un funcionario sin medios de fortuna.
Como observa escuetamente su hermano Manuel, en la Argentina
colonial “los de un origen decente”, a diferencia de “los herederos
de una fortuna respetable”, sólo tenían dos carreras para elegir: el
sacerdocio “en que se reunía el honor con la pobreza” o las armas
“en que se juntaban la indigencia y la corrupción” (25). Sólo la
generosidad del Arzobispo de Buenos Aires le permitió a Moreno
completar sus estudios en Chuquisaca.
Delicado, tenso, de rasgos desfigurados por laviruela. Moreno
puso en sus estudios universitarios la pasión de una inteligencia
privada durante mucho tiempo de ideas nuevas. Fue en el seminario
donde por primera vez se puso en contacto con autores del Iluminismo
como Montcsquieu, Raynal, Voltaire, y su favorito, Rousseau.
Conceptos como el de la pureza natural, el contrato social y la
soberanía del pueblo, encontraron un rico suelo en Mariano Moreno
(“Vida”, III, 40-44). Pero fue también en el seminario donde echaría
raíces la fe, que traía de su infancia, en una educación escolástica,
en gran medida tradicional, que glorificaba la autoridad y la verdad
absoluta. Estas dos corrientes, una iluminista y la otra autoritaria,
darían forma a todo lo que escribió Moreno en su vida. Es intere-

41
santc observar que un posible compañero de estudios de Moreno fue
Tomás Manuel de Anchorcna, vástago de una de las familias
argentinas más ricas y más antiliberalcs, en quien la educación de
Chuquisaca no tuvo ningún efecto liberalizador. En palabras de un
biógrafo simpatizante, Julio Irazusta, A nchorcna en el mismo
medio “se volvió tan tradicionalista como los españoles chapados
a la antigua, con verdadero odio hacia el maestro de anarquistas
[Rousseau]” (Irazusta, Tomás Manuel de Anchorcna, 11). Aunque
el Iluminismo no provocó una respuesta sim ilar en Moreno, su
asimilación de las ideas iluministas fue matizada. Aprendió la
retórica de los filósofos franceses, pero no dejó de ser un católico
devoto y particularmente autoritario hasta su muerte.
De acuerdo con su hermano Manuel, fue también en Bolivia
que en Mariano se despertó la intensa preocupación por la justicia,
en parte por ser testigo personal del maltrato dado a los indios en
Bolivia, así como por su conciencia de que eran los miembros más
encumbrados de la sociedad (sacerdotes, jueces y propietarios) los
que más explotaban a los indios. Fruto de este interés fue un extenso
informe judicial titulado Disertación jurídica sobre el servicio
personal de los indios en generaly sobreel particular
y Mitarios, en el que Moreno no sólo defiende a los indios sino que
también critica las leyes españolas respecto de las razas indígenas,
leyes que databan de 1542. Ya abogado, tuvo problem as en
Chuquisaca por sus críticas a la corrupción oficial, y se vio obligado
en 1805 a regresar a Buenos Aires, para entonces una ciudad con
40.000 habitantes, donde inició su actividad de escritor y político
(Manuel Moreno, “Vida”, 47-79). Participó en la lucha contra las
invasiones inglesas en 1806 y 1807. En enero de 1808, durante la
controversia a que dio lugar el remplazo de Cisne ros por Liniers, el
supuestamente demócrata Moreno se puso de lado de los españoles
contra las fuerzas populistas conducidas por Liniers y Saavedra;
con ello pasó a ser uno de los dos únicos criollos en el nuevo
gobierno de dominante española. Su decisión de apoyar al bando
español indica su ambivalencia permanente respecto de la demo­
cracia: ésta era para Moreno un excelente ideal, en tanto no
incluyera a todo el mundo. Nueve meses después abandonó a sus
amigos españoles y se inclinó por los comerciantes y terratenientes
pro-británicos, escribiendo en favor del libre comercio con Gran
Bretaña y la extinción de los lazos com erciales existentes con
España. Después, apoyó al grupo patriota en et Cabildo Abierto que
llevó a los acontecimientos del 25 de Mayo de 1810, cuando Buenos

42
Aires, en nom bre de F em an d o V II, declaró su independencia del
gobierno de C ádiz en E spaña. M oreno fue nom brado Secretario de
la Prim era Junta, pero su p rin cip al enem igo, C o m clio Saavcdra, fue
nombrado P residente.
M oreno asum ió con en tu siasm o su nueva función. Fundó y
redactó un periódico, la G azeta Buenos Aires, supervisó un
censo, hizo planes para u n a c sc u c la m ilita ry una biblioteca nacional,
ayudó a equipar tropas para h acer frente a los realistas, desbarató
una conspiración contra la Junta, tradujo y publ icó el Contrato Social
de Rousseau, m andó al exilio a los sostenedores del viejo gobierno
virreinal, negoció buenos acuerdos com erciales con los ingleses, y
promovió la form ación d e un congreso constituyente. T am bién se
hizo de m uchos enem igos, el m ás im portante el presidente de la
Junta, C om elio Saavedra, patriota del viejo estilo que contaba con
amplio apoyo p o p u lar y que, com o él m ism o lo cuenta en su breve
autobiografía, ya hab ía em pezado a sospechar de M oreno y de sus
amigos intelectuales p o r su im plicación en la ejecución de Santiago
de Linicrs (Saavedra, 35-42).
M oreno y S aavedra no habrían podido ser m ás distintos.
Mientras que M oreno desconfiaba de los caudillos provinciales,
Saavedra hizo todo lo posible p o r atraerlos a la ju n ta gobernante,
que pasó a ser una asam blea, llam ada Junta G rande. T am bién alentó
a los autonom istas del interior prom oviendo la form ación de juntas
provinciales. A fines de 1810, M oreno y sus seguidores trataron de
tomar el control d e las fuerzas m ilitares de B uenos Aires, privando
así a Saavedra de su principal apoyo. Pero los hom bres de arm as
siguieron leales a Saavedra, obligando a M oreno a renunciar a su
secretariado y em barcarse p ara Inglaterra, donde confiaba con
obtener apoyo para sus planes (R ock, Argentina, 79-83). M urió en
latravesía, de una fiebre m isteriosa, que según rum ores puede haber
sido resultado de un envenenam iento. Al enterarse de su entierro en
el mar, se dice que Saavedra com entó: “Se necesitaba tanta agua
para apagar tanto fuego” .

Entre los escritos de M oreno hay inform es legales, discursos,


artículos periodísticos, el prólogo de su traducción del Contrato
Social de R ousseau, decretos, cartas, una prolongada defensa del
libre com ercio con Inglaterra, y un polém ico tratado político,
escrito hacia el final de su carrera, donde esboza un program a para
ganar la revolución, gobernar el país y extenderse al resto de
Sudamérica. Su prosa revela al m enos dos M orenos; el primero es

43
un heredero del Ilum inism o que defiende la libertad de expresión,
el libre comercio, el sentido com ún, la vox , la libertad, la
igualdad y la felicidad, vale decir la tem ática com ún de todo escritor
iluminista, y material en el que los autores de libros escolares
argentinos han encontrado m ucho que citar en elogio de la libertad,
la razón, y por supuesto, M oreno. El segundo M oreno es una
temible figura autoritaria, que hace pensar en M aquiavelo, en el
Gran Inquisidor y en los jacobinos franceses. Sobre el segundo
Moreno los historiadores liberales tienen poco que decir, de hecho,
y como es el caso de Mitre, citado al com ienzo de este capítulo,
tratan por lo com úndeocultarlanaturalezacom plejay contradictoria
de Moreno tras una nube de incienso retórico tan cegador hoy como
en su época.
Ambos Morenos son visibles en prácticam ente todo lo que
escribió, aunque el segundo se vuelve predom inante en sus obras
tardías. Por ejemplo en un ensayo juvenil, “Sobre la libertad de
escribir” , Moreno elogia a la opinión pública com o m edio confiable
para llegar a la verdad, y afirma que el m ejor m odo de lidiar con los
males sociales es “el dar ensanche y libertad a los escritores
públicos para que las atacasen a viva fuerza y sin compasión
alguna” (Mariano Moreno, Escritos, 237). Pero a continuación, en
una maravillosa contradicción, afirma que “los pueblos yacerán en
el embrutecimiento más vergonzoso, si no se da una absoluta
franquicia y libertad para hablar de todo asunto que no se oponga en
modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión y a
las determinaciones del gobierno” (238). En una palabra, todo
puede ser discutido, siempre que no sean la religión ni el gobierno.
El problema aquí es que Moreno, con toda su retórica iluminista,
nunca abandonó el concepto escolástico de una verdad divina
preexistente esperando ser revelada. A sus ojos la libertad de
expresión no es un camino a nuevas verdades por m edio de la
observación compartida, la razón, la discusión y el análisis; antes
bien, es un conducto por el que la verdad preestablecida puede pasar
de los pocos ilustrados a los muchos beneficiados. Más adelante en
el mismo ensayo nos dice que “la verdad, com o la virtud, tienen en
sí mismas su más incontestable apología; a fuerza de discutirlas y
ventilarlas aparecen en todo su esplendor y brillo” (239). Esto
equivale a decir que, ya que la verdad y toda defensa de la verdad
existen previamente a cualquier discusión, las ideas verdaderas
deben ser aceptadas en su pureza prim itiva antes que cuestionadas,
revisadas y vueltas a cuestionar. M ás aún, en frases que recuerdan

44
claramente el concepto agustino de pecado original, Moreno afiriña
que la a siste n c ia a la ventad se deriva del egoísmo y el orgullo, los
grandes pecados que ocasionaion la Caída; en palabras de Moreno;
“seamos, una v e /, m enos partidarios de nuestras envejecidas opl-
niones; tettgamos m enos autor propio; dése acceso a la verdad y a
la ¡nt reducción de las luces y de la ilustración" (230), Todo lo cual
lleva a ptvgunturse quién, segtin Moreno, determinarrt curtí es la
verdad, para im partir ilum inación a las almas inferiores hundidas
en el egoísm o y el pa'juicio,
Una respuesta a esta pregunta se puede encontraren un texto
breve llamado "Em ulación de L t Rítenos ", que
escribió para el prim er núm ero del periódico oficial de la junta
revolucionaria. Para M ormio, el objeto fundamental del órgano de
prensa es ser una tribuna de expresión de los “hombres ilustrados
que sostengan y dirijan el patriotismo y la fidelidad", Mrts adelante
afirma que la necesidad de una dirección ilustrada “nunca es mayor
que cuando el choque de las opiniones pudiera envolver en i ¡nieblas
aquellos principios que los gratules talentos pueden únicamente
reducir a su prim itiva claridad" {Escritos, 22N), lín resumen, el
patriotismo debe sercnnall/.ado poruña élite de hombres ilust rudos,
los únicos que pueden conducir a las masas hacia la verdad y la
libertad. ¿Y cóm o elegir a estos hombres ¡lustrados? ¿Por nom ­
bramiento, autonom bram iento, nacimiento? Son preguntas que
Moreno deja sin respuesta. Tam bién es interesante que insista en
que la verdad es la reposición de valores primitivos, antes que el
descubrimiento de algo previamente ignorado, ¿Pero dónde se
obtendrá esa verdad? ¿Es el conocimiento privilegiado de una clase
saeeiriotal? ¿Es el supuesto retom o de la Contrarreforma al Cris­
tianismo prim itivo? ¿O bien M oreno está haciendo una referencia
oblicua a las sociedades míticas de Rousseau, donde el hombre
primitivo vivía en una pureza no mancillada? lin a vez más, Moreno
deja suspendidos los interrogantes,
P orúhim o, M oreno m uestra una manifiesta incomodidad ante
la idea, fundamental en el llum inism o, de que opiniones diferentes
pueden coexistir en una sociedad pluralista, Según su peispecnva,
el “choque de las opiniones" no es un paso necesario h a d a el
consenso y la acom odación, sino un verdadero peligro que “ pudiera
envolveren tinieblas" a la verdad primitiva. Una vez mrts, pese a su
uso liberal de térm inos popularizados por el lluiirintttmo», el
autoritarismo y absolutism o del seminario son mudiripthsVIslhkxv
aquí que cualquier aprecio auténtico por la sociedad ultttalista
anhelada por los m ejores pensadores de las Luces. Su lengua nativa
puede haber contribuido a su poco éxito en la comprensión del
pluralismo. En castellano, no hay una palabra que pueda equivaler
sin paráfrasis al término inglés to , en el que la capa­
cidad de partidos disidentes de llegar a un consenso mediante la
negociación es vista como un valor positivo. Los equivalentes más
próximos en castellano son ceder, comprometerse o transigir, todos
los cuales sugieren más un abandono de los principios que un
principio de negociación.
Ni siquiera Rousseau, confesado ídolo intelectual de More­
no, se salva del autoritarismo de éste. E n el prólogo a su traduc­
ción de amplias porciones del Contrato Social , M oreno predice que
Rousseau “será el asombro de todas las edades”, y que poner su li­
bro al alcance de los argentinos es parte necesaria de la educación
del pueblo (Escritos, 379). Antes, en el m ism o ensayo, declara que
la educación es vital en las sociedades libres ya que “si los pueblos
no se ilustran... será tal vez nuestra suerte m udar de tiranos sin
destruir la tiranía” (377). Así habla el ilum inista M oreno. Pero no
ha terminado de elogiar a Rousseau y a la educación, cuando se
vuelve contra ambos al anunciar que “como el autor tuvo la
desgracia de delirar en materias religiosas, suprimo el capítulo y
principales pasajes donde ha tratado de ellas” (381-382), cosa que
hizo en realidad. Una vez más, el escolasticismo resultó m ás fuerte
que las Luces. Para Moreno, aun su m entor Rousseau debe ser
censurado cuando se sale del camino de las verdades establecidas.
Pese a los intentos de Mariano Moreno de purificar a Rousseau, un
miembro del clero por lo menos, Juan José M aría del Patrocinio,
lo condenó vigorosamente por propagar “la infernal doctrina (y)
pestilencial veneno” del Contrato Social (citado en Ruiz Guiña-
zú, Saavedra, 162-163).
Pero Moreno no se agota en la teoría. Apenas nueve meses
después de haberse puesto del lado de los españoles en la sustitución
de Liniers, cambió de aliados políticos escribiendo una larga
defensa del libre comercio y una fuerte crítica al mercantilismo
español. El texto en cuestión es conocido como Representación de
los hacendados, abreviatura de su extenso título original: Repre­
sentación a nombre del apoderado de los hacendados de las
campañas del Río de la Plata dirigida al excelentísimo Señor Virrey
don Baltasar Hidalgo de Cisneros en el expediente promovido
sobre proporcionar ingresos al erario por medio de un franco
comercio con la nación inglesa. Dos puntos nos llaman la atención

46
en este título. Primero, Moreno sugiere inocentemente que el único
problema entre manos es aumentar los ingresos fiscales para el
necesitado gobierno de Cisneros. Segundo, en el sistema legal
español todos los documentos que constituyen un caso particular se
reúnen en un escrito llamado expediente, que puede incluir docu­
mentos de fuentes diversas. Las repeticiones y digresiones de la
Representación sugieren que tal fue el caso aquí. José Pablo
Fcinmann llega a suponer que Manuel Bclgrano, Alcxandcr
Mackinnon, un comerciante inglés, y quizás incluso Lord Strangford,
representante inglés ante la Corte de Brasil, contribuyeron con
partes del texto a la Representación (Feinmann, Filosofía, 22-23).
La ocasión de la Representación fue la llegada, el 16 de agosto de
1809, de barcos mercantes ingleses enviados para abrir Buenos
Aires al comercio, o mejor dicho, para restablecer los contactos
comerciales que los británicos habían tenido bajo Liniers pero
ahora estaban bajo ataque por el gobierno pro-Cádiz de Cisneros
(Fems, 67-70). La actitud del Foreign Office fue en primer lugar
política, ya que las mercaderías inglesas de todos modos no te­
nían problemas en ingresar a Buenos Aires gracias a la madura
red de contrabandistas. En una palabra, los barcos ingleses se
proponían principalmente desafiar el monopolio legal que el go­
bierno de Cádiz seguía arrogándose sobre las colonias. Los ingleses
endulzaron su propuesta ofreciendo pagar impuestos de impor­
tación al indigente gobierno de Cisneros, repitiendo un arreglo que
ya habían hecho con el gobierno portugués en el exilio en Río.
Como Cisneros necesitaba el dinero pero no quería ofender al
gobierno de Cádiz, tuvo la astucia de pedir la opinión del consulado
español.
La respuesta del consulado español, escrita por Manuel Grego­
rio Yañiz, esbozaba una postura proteccionista cuyos puntos prin­
cipales se volverían moneda corriente en el posterior pensamiento
nacionalista y populista. Yañiz presentaba dos principales objecio­
nes al libre comercio con Inglaterra. Primero, afirma que mediante
un aumento de su presencia comercial los ingleses tendrán “una
exagerada injerencia... en los asuntos de la colonia”, comprome­
tiendo de ese modo la autoridad del gobierno local (Feinmann, 21).
Segundo, mantiene que si bien las mercaderías inglesas pueden ser
más baratas que las producidas en el país, su efecto final sería
arniinar la industria local. “Sería temeridad”, escribe, “querer
equilibrarla industria americana con la inglesa... por consiguiente
arruinarán enteramente nuestras fábricas y reducirán a la indigencia

47
a una m ultitud innumerable de hom bros y m u jeres que se mantienen
con sus hilados y tejidos" (citado en Feinm ann, 21). Posteriormente
Miguel Fernández de Agüero redactó una o p in ió n concurrente,
destacando más aún la necesidad de p ro teg er la industria local.
Aunque Yañiz y Agüero tenían p o r interés prim ordial proteger los
privilegios com erciales de España, sus argum entos en favor de la
industria local tenían considerable peso de verdad. En razón de
que España nunca había llegado a se r una po ten cia industrial, el
virreinato era en gran m edida autosuficiente en m uchos de los
bienes que Inglaterra q u en a que la A rgentina im portara: indu­
mentaria, telas, zapatos, m uebles. A dem ás, el b ien estar económi­
co de buena parte de las provincias dependía de su capacidad de
fabricar bienes para los m ercados locales, d e los cuales Buenos
Aires era el m ás grande.
En respuesta al consulado, un grupo de terratenientes porteños
(los hacendados) y com erciantes criollos pro británicos, encom en­
daron a M ariano M oreno que presentase el punto d e vista del sector
en la Representación, de la que fue redactor y principal autor. Se­
gún su hermano M anuel, M ariano M oreno fue “ un am igo decidido
de Inglaterra m ientras vivió” (M anuel M oreno, II, 8). D e m odo que
no perdió tiempo en decirle a Cisneros, y m ás de una vez, que el libre
comercio con los ingleses no sólo traería prosperidad a la nación,
sino que los im puestos pagados por las im portaciones llenarían las
arcas fiscales, por el momento peligrosam ente vacías. D ice que las
m ercaderías inglesas ya entran al país a pesar de “ leyes y reiteradas
prohibiciones”, privando así al tesoro de im puestos que cob raría de
otro m odo, y a continuación sugiere que la legalización d e ese
com ercio no sólo enriquecerá al gobierno sino tam bién irá en
consonancia con la “ley de la necesidad” en la que se b asa toda
econom ía ( scrito, 105-109). Sostiene adem ás que u n contacto
E
m ayor con Gran B retaña aum entará las ganancias ag ríco las de la
A rgentina al tiem po que le dará acceso a las m an u factu ras inglesas,
baratas y de alta calidad (120-123). D e hecho, afirm a que la Ar­
gentina en cierto sentido se m erece el com ercio co n Inglaterra, que
la gente exitosa y de buen gusto no debería q u e d a r reducida a las
lim itaciones del artesanado local:

U n país que em pieza a p ro sp erar n o puede se r privado de los


m uebles exquisitos que lisonjean el b u e n gusto, que aumentan
el consum o. Si nuestros artistas supieran hacerlos tan buenos,
deberían se r p referid o s... ¿Será ju sto q u e se prive com prar un
buen m ueble sólo porque nuestros artistas no han querido
contraerse a trabajarlo bien? (217).

Con un cauto circunloquio, Moreno afirma que las clases


consumidoras en la Argentina se merecen lo mejor. Sugiere entre
líneas que los m uebles argentinos no son tan buenos como su
contrapartida inglesa sim plem ente porque los obreros argentinos
no han tenido la suficiente diligencia. Los publicitarios y anti­
sindicalistas actuales no lo habrían hecho mejor.
En respuesta a la afirm ación del consulado de que las impor­
taciones arruinarían la industri a local, M oreno muestra una comple­
ta indiferencia a las necesidades del interior, actitud arrogante que
era la de m uchos porteños y una de las causas principales de las
divisiones del país. Antes bien, afirma que el comercio es mucho
más que la industria; a ésta le suma la compra, el transporte, la venta,
la reparación y m uchas cosas más, todas las cuales crecerían
aumentando las importaciones (180-184). Si bien esto es cierto,
Moreno no m enciona que tales actividades en su gran parte sólo
beneficiarían a la clase comerciante porteña. Insiste en que la
industria local podría “ adquirir por imitación la perfección en el
arte” al tener que com petir con la industria inglesa, y con ingenio
sugiere que, aun si las mercaderías inglesas estuvieran disponibles
en cantidad, las provincias seguirían consumiendo productos de
fabricación local dados los gustos poco formados de los provincia­
nos (191-192). El punto más revelador de Moreno, sin embargo,
responde al argum ento del consulado de que la apertura del co­
mercio con Inglaterra llevaría a una pérdida del control local.
Asegura que los ingleses “mirarán siempre con respeto a los
vencedores” que resistieron a la invasión en 1807, y que el comer­
cio sería el único interés de Gran B retaña— un argumento que pasa
por alto el hecho de que por su mera presencia los ingleses ya
estaban influyendo en la política local (193).
La Representación puede leerse al menos de dos modos dis­
tintos. En un sentido, constituye una repetición poco notable de la
lección económ ica de Smith, Quesnay y, por supuesto, Gaspar
Melchor de Jovellanos, a quien Moreno cita con gusto, ya que en
ese momento era presidente de la junta gobernante en Cádiz y en
consecuencia el superior del consulado. En este sentido, la Repre­
sentación no es original ni especialmente argentina. En otro sen­
tido, empero, la Representación revela actitudes indicativas de un
trágico error: el giro de Buenos Aires hacia Europa y su virtual

49
desinterés por las necesidades económicas del interior. De la
Representación en adelante, los impuestos p o r importaciones y
exportaciones los cobraría Buenos Aires; los artesanos del interior
se extinguirían; y cuando el interior, con todo derecho, protestase
contra estas medidas, Buenos Aires respondería con cañones. En
este sentido la Representación marca el com ienzo de una política de
enriquecimiento de Buenos Aires a expensas del interior, a la vez
que le niega a éste los medios para su propio crecim iento y progreso.
En palabras de Juan Bautista Alberdi, uno de los m ás distinguidos
pensadores argentinos, cuya obra será considerada en un capítulo
posterior de este libro:

Moreno es el representante del espíritu de la revolución de


mayo; esto es exacto, estando al sentido con que Buenos Aires
ha entendido y desarrollado la revolución de mayo, a saber:
destrucción y desconocimiento... de toda autoridad soberana
de fuera o dentro; predominio provincial de Buenos Aires
sobre toda la nación, primero en nombre de Fem ando VII,
después en nombre de la nación A rgentina;... aislamiento del
puerto que hace el tráfico de todas las provincias para quedarse
solo con la renta de las provincias. ( y pequeños
hombres, 93)
•_i ’ >
Esta política provocó sesenta años de guerras en las que
murieron miles de hombres. También creó un profundo y duradero
rencor que persiste aun hoy.
Cerca del fin de su período como Secretario de la Junta,
Moreno, quizá comisionado por la Junta, escribió su documento
político y económico más controvertido, un proyecto secreto titu­
lado “Plan de las operaciones que el gobierno provisional de las
Provincias del Río de la Plata debe poner en práctica para consolidar
la grande obra de nuestra libertad e independencia”. El Plan no fue
publicado en vida de Mariano Moreno, probablemente porque, por
razones que veremos, no estaba pensado para que circulara sin
restricciones. Aun así, al parecer varios de sus contemporáneos
sabían de la existencia del Plan, y, como observa R uiz Guiñazú,
hacen referencia a él ( pifaníE,16). El Plan salió a luz cuando un
copia manuscrita, acompañada por una declaración según la cual
Mariano Moreno había escrito el original, fue descubierta en el
Archivo General de Indias en Sevilla, alrededor de 1890. Norberto
Piñero obtuvo una copia de esta copia, e incluyó el Plan en su

50
colecciónde escritos de M oreno de 1895 (edición que usamos aquí).
Esta primera publicación del Plan causó de inmediato una conmoción,
yaque de sus páginas M oreno emerge como un pensador radicalizado
que no sólo es inteligente, previsor y original, sino también
impiadosa, sanguinario y un tanto loco. Esta cara de Moreno era tan
diferente de la que había dibujado la Historia Oficial, que los
historiadores liberales cuestionaron la autenticidad del Plan desde
el primer momento. Aunque hoy día la autenticidad del documento
es aceptada en general, algunos historiadores, por motivos estudiados
más adelante, siguen insistiendo en que es apócrifo. En mi discusión
del Plan exam inaré primero sus puntos más importantes, y después
pasaré revista al debate sobre su autenticidad.
Como un poem a épico, el Plan comienza con una invocación,
no a las M usas sino a George Washington: “¿Dónde están, noble y
grande W ashington, las lecciones de tu política? ¿Dónde las reglas
laboriosas de la arquitectura de tu grande obra? Tus principios y tu
régimen serían capaces de conducimos, proporcionándonos tus
luces, aconseguirlos fines que nos hemospropuesto’TEsrm os,456).
Pero lo que M oreno tiene en mente se acerca más a Maquiavelo y
Robespierre que a W ashingtoa Desde el comienzo declara que la
Junta debe reprim ir sin piedad a los disidentes: “La moderación
fuera de tiempo no es cordura; jamás, en ningún tiempo de revolución,
se vio adoptada por los gobernantes la moderación ni la tolerancia;
el menor pensam iento de un hombre que sea contrario a un nuevo
sistema, es un delito por la influencia y por el estrago que puede
causar con su ejemplo, y su castigo es irremediable” (458). Para
evitar la posibilidad de duda concerniente al tipo de castigo, agrega
que “los cim ientos de una nueva república nunca se han cimentado
sino con el rigor y el castigo, mezclados con la sangre derramada de
aquellos m iembros que pudieran impedir sus progresos” (458-459).
Más adelante afirma la necesidad de la violencia y d crimen,
diciendo que “no debe escandalizar el sentido de mis veces, de
cortar cabezas y verter sangre , y sacrificar a toda costa, aun
cuando tengan sem ejanza con las costumbres de los antropófagos y
caribes... N ingún estado envejecido o provincias pueden regene­
rarse, ni cortar sus corrompidos abusos, sin verter arroyos de
sangre” (467).
En previsión de que alguien cuestionara su autoridad. Moreno
deja de lado la razón y recurre a la profecía: Me puse en manos de
la Providencia, a fin de que dirigiese mis conocimientos acerca de
la causa m ás justa y más santa” (464). La razón queda en segundo

51
plano; en este punto, Moreno es profótico. Sea com o fuere, a los
potenciales disidentes se les advierte que "las m áxim as que realizan
este l'lan son, no digo las cínicas practicables, sino las mejores y más
admisibles, en cuanto se encaminan al desem peño y gloria de la lid
en que estamos tan em peñados" (465). Concluye la introducción
atronando que cuando la Constitución, en esc momento todavía no
escrita, "afiance a todos el goce legítim o de los derechos de la
verdadera libertad, sin consentir abusos, entonces resolverá el
Estado americano el verdadero y grande problem a del contrato
social” (46$). En una palabra, M oreno resum e la posición contra­
dictoria de establecer la paz m ediante el terror, la democracia
mediante la represión, la libertad m ediante la coerción.
¿Dónde está el origen de la fascinación de M oreno por el
terror? Los historiadores liberales argentinos, siem pre a la busca de
raíces europeas, lo han atribuido a su “jacobinism o”. Se destaca en
este sentido José Ingenieros, brillante escritor cuyo estudio en dos
volúmenes, publicado en 1918, Evolución de las ideas ,
sigue siendo una obra útil, a pesar de los pronunciados prejuicios del
autor. Como lo señala José Pablo Feinm ann (Filosofía, 49), Inge­
nieros se deleita especialmente en hacer una analogía entre el elenco
de personajes del período revolucionario en la A rgentina y la
Revolución Francesa. En este esquema, los m orenistas son los
jacobinos, los saavedristas son losfcuillants, y la P rim era Junta es
el Directorio (Ingenieros, 1,99-110,127-135).
Si bien no puede negarse una sem ejanza d e M oreno con
Robespierre y los jacobinos franceses, su retórica es decididam ente
de otro origen: las Cruzadas, la Inquisición y la Contrarreform a. L a
proxim idad de M oreno con los elem entos m ás regresivos de la
historia católica se hace evidente sobre todo en los pasajes que
acabam os de citar. M ediante la violencia y la m uerte (ya sea en u n a
G uerra Santa o en un Estado sancionado por D ios, del que M oreno
dice ser el profeta), la tierra es lavada con sangre d e la iniquidad, los
enem igos m ueren, y la revolución se consum e. Luego, m ediante la
enunciación de las palabras correspondientes, en una Constitución
m ejo r que en un decreto de absolución, se reinstituye el estado de
inocencia del prim itivo Contrato Social. L a elim inación de los
"enem igos” fue en los hechos una de las principales actividades de
laP rim era Junta,hasta que C om elio Saavedracuestionó laprudencia
de p resuponerla culpa en base a denuncias anónim as (Saavedra, 58-
60). D isgustado p o r este llam ado a la razón, M oreno renovó sus
esfuerzos p o r desacreditar al presidente de la Junta.

52
Para id en tificar a lo s en em ig o s, M oreno recom ienda estable­
cer una policía secreta: “ E n la capital com o e n todos los pueblos,
a proporción d e su ex ten sió n [el gobierno debe] conservar unos
espías, no de lo s d e p rim er ni segundo orden, en talento y cir­
cunstancias, pero d e u n a ad h esió n co n o cid a a la causa” (473). U na
vez que estos espías estén en sus puestos, d eb en d enunciar a todos
los enem igos d el gobierno, reales o sólo sospechosos. M ás aún:
según M oreno, siem pre debe tom arse en serio la inform ación de un
espía: “L a m ás m era so sp ech a d en u n ciad a p o r u n patriota contra
cualquier individu o d e lo s que presentan un carácter enem igo debe
ser o íd a ... para que el d en u n cian te no enerve el celo en su com isión”
(475-476). A quí resuena su consejo anterior de que con los enem igos
“debe o b serv ar el G obierno u n a conducta m u y distinta, y es la m ás
cruel y sa n g u in a ria ... la m en o r sem iprueba d e hechos, palabras,
etcétera, co n tra la cau sa, d eb e castigarse con la pena cap ital” (472-
473).
E l tem o r a lo s en em ig o s tam b ién lo lle v a a reco m en d ar q u e
el Estado o p ere en absoluto secreto. A este fin aconseja q u e el
gobierno sea “ silencioso y reservado con el público, sin q u e
nuestros enem igo s, ni aun la parte sana d el pueblo, lleg u en a
com prender n ad a d e sus o p eracio n es” (470). M ás adelante aco n seja
que “el núm ero de G acetas que h ay an de im prim irse sea m u y e sc a ­
so, de lo que resulte que siendo su n ú m ero m uy corto p o d rán
extenderse m enos, tanto en lo interior de n u estras provincias, com o
fuera de ellas, no d eb ién d o se d ar cuidado alguno al G o b iern o q u e
nuestros en em ig o s rep itan y co n trad ig an e n sus p erió d ico s lo
contrario” (477). D esp u és, este h o m b re que en o tra ép o ca h ab ía
elogiado el lib re in tercam b io d e ideas, p ro clam a que no se p erm itirá
la circulación de n in g ú n p erió d ico crítico al gobierno (477). E l
secreto tam b ién m o tiv a u n a ex trem a so sp ech a respecto d e los
extranjeros, q u e e n su o p in ió n d eb erían se r exiliados a las Islas
M alvinas, a la fría y d esierta P atagonia, “ y d em ás d estinos q u e se
hallase p o r c o n v e n ien te” , si es q u e “ no h an d ad o alguna p ru eb a de
adhesión a la c a u sa ” (499).
El Plan tam b ién d iscu te la p o lítica eco n ó m ica, pero e n térm i­
nos claram ente d istin to s a los d e la Representación v isto s antes; d e
hecho, el gobierno o m n ip resen te q u e v em o s en el P lan no tien e n ad a
en com ún co n la m an o in v isib le q u e e ra e lo g iad a en la R epresen­
tación. El n u ev o o rd en eco n ó m ico d e M o ren o tal com o es ex p u esto
en cl Plan se resu m e en u n a frase que an ticip a el cálcu lo h ed ó n ico
de B cntham : “ E l m e jo r g o b iern o ” , afirm a, “ es aquel que h a c e feliz

53
mayor número de individuos”. A partir de esto afirma que "las
fortunas agigantadas en pocos individuos... no sólo son perniciosas
sino que sirven de ruina a la sociedad civil” (519). Por lo tanto,
recom ienda que el E stado in icie u n a p o lític a agresiva de
redistribución de la riqueza, de los ricos a los pobres. Los primeros
en perder su propiedad serán los “ enem igos” (498-499), seguidos
por todos aquellos que ajuicio del Estado tengan demasiado: “Que
hayan de descontarse cinco o seis m il individuos, resulta que como
recaenlasventajasenochentao cien m il habitantes, ni laopinióndel
gobierno claudicaría ni perdería nada en el concepto público” (521).
Pero, como le preocupa que la riqueza así adquirida pueda corrom­
per a sus beneficiados, agrega sin dem ora que el Estado, como un
buen pastor, deberá impedir que se propague “el ocio, y dirigién­
dolos a la virtud” (522). El desprecio deM oreno p o rlo s ricos puede
haber nacido de la actividad de com erciantes com o Tomás de
Anchorcna y Juan Pedro Aguirre, que obtuvieron altas sumas de
dinero del movimiento revolucionario m ediante la usura y los altos
intereses (Sebreli, Apogeo , 97-101).
Su plan económico incluye también la creación de una comisión
estatal para supervisar todas las ventas, im pedir la concentración de
riqueza, cerrar la exportación de bienes necesarios en el país y
controlar todas las importaciones, especialm ente de los productos
que “como un vicio corrompido, son de un lujo excesivo e inútil”
(523). Moreno quiere especialmente una nación autosuficiente “sin
necesidad de buscar exteriormente nada de lo que necesite para la
conservación de sus habitantes” (522-523). Reconoce de todos
modos que el comercio extemo es necesario aun si eso significa que
la Argentina deba “sufrir algunas extorsiones”, al parecer una
referencia a las ganancias extranjeras (508-509). De todos modos,
Moreno recomienda precaución, especialmente con Inglaterra, que
a sus ojos es “una délas más intrigantes de todas las naciones” (532).
Moreno equilibraba esta suspicacia hacia la Gran Bretaña con una
peculiar admiración; Inglaterra podía ser la más hipócrita de todas
las naciones, pero era también la nación que M oreno prefería como
aliado comercial y político. Cuando se vio obligado a renunciar, de
inmediato se embarcó con rumbo a Inglaterra para pedir apoyo para
sus planes.
Tan ambiciosas como sus propuestas económ icas son sus
previsoras recomendaciones en el cam po de la política exterior. Lo
que comienza como un plan practicable para sofocar una rebelión
local en el Uruguay termina como una m agna estrategia para liberar

54
a toda Sudamérica del dominio español y portugués, desmembrar el
Brasil y dividirse el territorio conquistado entre la Argentina y Gran
Bretaña (535-551). Los métodos de M oreno para realizar este
proyecto no tienen nada que envidiarle a Maquiavclo. Confiesa
abiertamente que promover la gesta de Mayo en nombre de Femando
fue una farsa perpetrada para unir a criollos de toda ideología contra
España, y poder iniciar la liberación de toda Sudamérica y su
subsiguiente división entre el Estado de M oreno y los ingleses. Con
este fin recomienda algunos trucos (cartas falsas, dcsinformación,
etcétera) para sem brar la discordia, dividir lealtades, difundir la
rebelión popular y fom entarlas guerras civiles en el Uruguay y el
Brasil. Después de que las tierras ambicionadas se hundan en la
guerra civil, deberán emplearse lácticas similares para sem brar la
enemistad entre Inglaterra y Portugal. Cuando sea posible la toma
de esos territorios, y los ingleses hayan sacado del cuadro a los
portugueses, M oreno urge a la Junta de Buenos Aires a entrar en
“tratados secretos con la Inglaterra” para repartirse los territorios
conquistados (535). Está convencido de que los habitantes de
Uruguay y Brasil saludarán a los invasores argentinos e ingleses con
los brazos abiertos, al menos una vez que comprendan “la felicidad,
libertad, igualdad y benevolencia del nuevo sistem a” (540), fantasía
tan lunática como su aparente creencia de que los ingleses dividi­
rían de buena gana un botín territorial con un “Estado” que por el
momento no tenía nom bre, fronteras, ni gobierno perm anente, ni
ejército institucional, ni armada, ni infraestructura, y ni siquiera una
base económica establecida.
¿Qué pensar del Plan de M oreno? A prim era vista, parece tan
completamente disociado de la realidad que m uchos lo han hecho
a un lado com pletam ente, sin tomarlo en serio. Otro m odo de
olvidarse del Plan, potcncialm cnte más inconducente, es hacérselas
preguntas erróneas: ¿la obsesión con los “enem igos” revela la
paranoia de M oreno? Sin duda. ¿Sufría delirios de grandeza?
Obviamente. ¿Propuso el derram am iento de sangre, el terrorismo y
la intriga? Con toda seguridad. Pero, para determ inar la im portancia
real del Plan, una pregunta m ás adecuada podría ser: ¿El Plan señala
o anticipa alguna corriente en las ficciones orientadoras argentinas,
por entonces em ergentes, que haya que to m aren serio, a pesar de su
naturaleza extrem ada? Visto bajo esta luz, el Plan es quizás el
documento m ás significativo de M ayo.
Como hacedor de m itologías nacionales, M oreno legó al
discurso argentino un concepto del mal observable aún hoy en

55
muchas de las ficciones orientadoras que o p eran en la Argentina.
Estas ficciones orientadoras descansan en alguna m edida sobre el
sentido del mal que tenía Moreno; heredero d e la teología cristiana,
Moreno define al mal como la ausencia del bien. El mal para
Moreno es algo que es menos bueno de lo que podría ser. Como tal,
al mal se lo derrota negándole espacio en el bien. El sentido del mal
de Moreno no admite términos m edios, ningún espacio donde
“bueno” y “malo” se mezclen con “posible” y “ am biguo”. Dada esta
definición, es lógico que M oreno viera un enem igo en cualquiera
que no estuviera totalmente com prom etido con la causa — tal y
como la define Moreno. Su mundo está poblado por patriotas que
le dan la razón, y traidores que no. Y com o el m al sólo puede ser
combatido negándole espacio en lo bueno, M oreno ve sólo un
modo de vérselas con los enemigos: elim inarlos m ediante la
muerte o el exilio, idea que abre la puerta a la peor clase de represión.
Es interesante observar que M oreno plantea su terrorism o en un
tono particularmente tímido, en tanto reconoce que las naciones
civilizadas no recurren al espionaje a sus ciudadanos, ni al fusila­
miento por la mera posibilidad de traición, ni a cortar cabezas ni a
regar el suelo con sangre. Pero en última instancia la suya es una
apología de la violencia que, aunque deplorable, considera inevi­
table para la salvación del país. En una palabra, el mal y su
encamación en los “enemigos” deben ser extirpados m ediante una
cirugía radical, como único medio para restaurarla salud del cuerpo
político.
La supervivencia de tales ficciones orientadoras en la Argen­
tina puede advertirse en distintos movimientos posteriores a Mo­
reno, algunos relativamente inocuos y otros funestos. Por ejemplo,
en otras sociedades occidentales y modernas, la palabra jn tra n s k
gencia_sugiere dogmatismo y rigidez. En cambio, en la Argentina
instransigcncia.se enfiende como, principismo, moralidad y una
defensa puris ta de la verdad. Es decir, connota posturas tan correctas,
tan puras, tan ortodoxas que cualquier transacción queda excluida
por principio. En eso, me parece que hay ecos de la rigidez e
intolerancia de Moreno, para quien la negociación se vuelve trai­
ción, y el consenso colaboración con el enemigo. M il veces peores
la construcción que hace Moreno de sus enem igos. El Plan sugiere
que en un momento de crisis cualquier persona que esté en desacuerdo
con la causa es un enemigo que merece los peores casügos. Tal
sugerencia es funesta: se proclam a una crisis y todo es permitido. La
crisis lo justifica todo.

56
Moreno también anticipó la función del Estado en la Argen­
tina, donde en tiempos modernos ha intervenido constantemente en
el trabajo y el comercio, haciendo de la Argentina la economía más
sobrcrtvguladu y sobregobemada del mundo capitalista. Sin llegar
a constituir un auténtico socialismo, la intromisión estatal en la
economía ha producido tal fárrago de regulaciones, subsidios
industriales, protección de empleos, derechos del trabajo, precios
controlados, tasas artificiales, industrias estatales, que la economía
terminó paralizada. Lajuslificación para tanta intervención resuena
en el deseo de Moreno de domesticar el capitalismo en nombre de
una igualdad forzosa.
Dadas las posiciones extremistas del Plan y la imagen tan
diferente de Moreno que puede inducir en el lector moderno,
algunos de los apologistas liberales del prócer han intentado,
comprensiblemente, demostrar que el documento es apócrifo. De
hecho, la controversia que rodea la autenticidad del Plan es casi tan
interesante como el Plan mismo. Cuando apareció en 1895 la
antología de Piñero, Paul Groussac, un profesor malhumorado, de
origen francés, que vivía en Buenos Aires e hizo toda una carrera
denigrando casi todo lo argentino, dedicó un número entero de La
Biblioteca, revista que dirigía, para desenmascarar al Plan como
obra de alguien que, si no era “un mistificador o un demente, tenía
un alma de malvado aparcada a una inteligencia de imbécil”
(Groussac, “El Plan de Moreno”, 145). Aunque Piñero respondió
bien a la invectiva de Groussac, fue la posición de este último la que
se popularizó entre los liberales argentinos, que se negaban a creer
que Moreno pudiera haber escrito algo así. Unos veinticinco años
después, la crítica de Groussac al Plan fue retomada por Ricardo
Levenc, autor de una obra en cuatro tomos sobre Moreno; Levene
se negó a aceptar la autenticidad del Plan sobre todo porque su
contenido contradice de pleno la imagen del prócer que está
tratando de construir: la de un patriota íntegro que, si bien con cierta
inclinación al exceso, se mantuvo firme en el sostén de los principios
de la Ilustración. Levene más tarde publicó un análisis caligráfico
de la copia manuscrita en el que determinó que había sido escrita por
un.exiliado uruguayo de-nom bre Andrés^Álvarez, dato que en
realidad no probaba nada puesto que la copia nürrcá había preten­
dido ser nada más que una copia; identificar al copista difícilmente
podía probar que Moreno no era el autor.
Más temibles que los liberales que rechazaron el Plan sobre la
base de una supuesta inautenticidad, son los argentinos que ven con

57
buenos ojos las ideas desarro llad as en él. N ad ie m ás representativo
de éstos es el h istoriad o r n acio n alista E nrique R uiz G u iñ azú , quien
en doscientas cincuenta páginas de bien d o c u m e n ta d a argum enta­
ción m uestra que las objeciones de G ro u ssa c y L evene no se
sostienen ante un exam en m inucioso, y q u e el P lan es coherente
punto p o r punto con otros escritos de M oreno c u y a autenticidad es
indiscutible. A pesar de una posible co rru p ció n en la co p ia hallada
en Sevilla, R uiz G uiñazú dem uestra que los con tem p o rán eo s de
M oreno, así com o historiadores p osteriores, sab ían d e la existencia
de un Plan sem ejante, aunque no idéntico, a la v ersió n sobreviviente
(Ruiz G uiñazú, Epifanía, 181-331). P o sterio rm en te, e n las décadas
de 1960 y 1970, la izquierda tcrccrm undista resu citó el Plan como
un m odo de d ar autoridad a su prédica de v io len cia revolucionaria,
redistribución forzadade la riqueza, y antiim perialism o aislacionista.
Cabeza de este grupo es R odolfo P uiggrós, q u izás el principal
historiador m arxisla de la A rgentina.
Es difícil asignar un lugar a M oreno en la h isto ria argentina.
Sus posiciones radicalizadas com enzaron d istan cián d o lo de los
elem entos m enos extrem istas en la Junta, y p o r su p u esto fueron
anatem atizadas por la oligarquía conservadora. P ero su nombre
siguió ante la m irada del público gracias a los lib ro s escolares de
historia, que invariablem ente lo retratan com o u n h éro e de la
Ilustración, idea cuya supervivencia dem uestra q u e son pocos los
que lo leen en extenso. Pero, sea cual fuere el m érito intrínseco de
su trabajo o las distorsiones de la H istoria O ficial, M oreno es útil
com o paradigm a de las posturas contradictorias que corren a lo
largo del pensam iento argentino. Por un lado, usó la retórica de la
libertad para proponer un minado del terror; predicó la libre expresión
m ientras aplicaba la censura; contribuyó a la asunción de un papel
hegcm ónico p o r paite de B uenos Aires, aunque ocasionalm ente
apoyó de palabra ideas de igualdad provincial; apoyó la formación
de un congreso constitucional representativo, pero trató de excluir
de él a los caudillos provinciales con cuyas ideas no coincidía;
hizo grandes frases en favor de la soberanía popular, pero prefi­
rió el gobierno de una pequeña m inoría ilustrada; dio por supuesta
una superioridad de la A rgentina en A m érica latina que aun hoy
vuelve a este país uno de los m enos queridos en las relaciones
inleram cricanas; apoyó la idea de un E stado paternalista, aislacio­
nista e intervencionista que sigue vam pirizando el potencial eco­
nóm ico del país. P ero, p o r otro lado (y n u n ca se destacará lo
suficiente este punto), M oreno fue el principal transm isor de Ion

58
grandes ideales del pensamiento político occidental. Introdujo en
el discurso argentino conceptos de igualdad universal, libertad de
expresión y disentimiento, libertad individual, gobierno represen­
tativo y administración institucional bajo la ley. Y aun cuando
Moreno haya traicionado estos objetivos, el vocabulario que intro­
dujo en el pensamiento argentino llegó a ser el marco dentro del
cual serían juzgados todos los gobiernos futuros, y el punto de
partida necesario para cualquier intento de reforma y de mejoras.
En resumen, durante su vida la influencia de Moreno quedó blo­
queada casi desde el comienzo por su extremismo, su intransigen­
cia y su muerte prematura. Pero como precursor de ficciones orien­
tadoras que siguen muy vivas en su país, es un hombre de desusada
trascendencia.

Tras la partida de Moreno, la Junta se desintegró en rivalidades


internas. De estas rivalidades emergieron dos corrientes principa­
les: el morenismo, bautizado así por su mentor, y el que
encolumnaba a los seguidores del archirrival de Moreno, Comelio
Saavcdra, presidente de la Primera Junta. El morenismo no tardó en
dar nacimiento al Partido Unitario, que como su nombre sugiere
promovía un gobierno centralista fuerte controlado por las élites
porteñas. De modo similar, el saavedrismo evolucionó hacia un
partido opositor llamado “Federal”, que promovía la autonomía
provincial y tendía a ser más populista. Aunque en principio los
federales sostenían la autonomía provincial, y los unitarios el
centralismo, en la práctica las rivalidades personales y econó­
micas distorsionaron las distinciones ideológicas entre federales y
unitarios, a tal grado que los federales de Buenos Aires con el
tiempo llegaron a ser tan celosamente centralistas como los unita­
rios más doctrinarios. Podría aprenderse mucho sobre el conflicto
unitarios-federales estudiando a los precursores de cada partido,
vale decir a los morenistas y los saavedristas.
A pesar de su nombre, el morenismo fue más una creación de
los seguidores de M ariano Moreno que de éste mismo. Estos
seguidores, un grupo pequeño de jóvenes intelectuales porteños,
mantuvo tenazm ente viva su memoria, en gran medida gracias a un
club llamado la Sociedad Patriótica, cuyas reuniones estaban de­
dicadas a la discusión política, la oratoria y las lecturas literarias,
todo con una fuerte inclinación liberal (Ibargurcn, Las sociedades,
60-75). Uno de los principales éntrelos sostenedores de Moreno fue
Ignacio Núñez, quien criticó a Saavedra como un hombre que

59
adopta “el tono de un vealadero presidente” , peto sólo muestra "C|
aire de un estadista singularmente experto para llevar la voz en la
direcciónde los negocios” (citado en Rute Guiñazú, Saavedra, 386).
Igual que Moreno, fue severo crítico de los diputados provinciales,
quienes a su juicio eran “vulgo en materia de conocimientos y
experiencia de los negocios públicos más comunes". Según Nüilez,
los provincianos habían llegado “repentinamente de los lugarejos y
pueblos” y eran “hombres azorados” sólo aptos para “los negocios
domésticos, económicos o municipales” (Saavedra , 386-387). Esto
es, asuntos de peso como la organización política, la independencia
ylas relaciones exteriores debían ser dejados a cargo de la élite culta
de Buenos Aires.
L a altivez de lo s m orenistas co n trasta n ítid am en te con la
actitud de Saavedra y los saavedristas. E n sus m em orias, Saavedra
afirma que sus seguidores eran m ás auténticam ente am ericanos que
los pretenciosos intelectuales m orenistas, y rid icu liza a M oreno por
su participación en el cabildo proespañol cuando la destitución de
Liniers {Saavedra, 38-39). H om bre de buenos instintos m ás que de
ideas articuladas, Saavedra intentó darle igual representación a las
provincias, pero no recibió más que desdén de parte de los arrogantes
jóvenes morenistas. N o obstante, entre los partidarios de Saavedra
había otro grupo que luego lo desacreditaría: el de los comerciantes
conservadores porteños que, ya resentidos p o r haber perdido sus
contactos com erciales con España, tem ían el radicalism o y la
dudosa ortodoxia religiosa de los morenistas. L a facción de Saavedra,
entonces, era m ucho m enos hom ogénea que la de los morenistas.
E ra m ás bien una m ezcla azarosa y contradictoria de sentimiento
popular, preocupación por las provincias y conservatismo proespañol
y procatólico: configuración que caracterizaría al federalism o a-lo
largo de su historia.
L a división representada por el saavedrisrno y el morenismo
presagiaba el problem a m ás difícil de la nacionalidad argentina: una
continua ruptura en el cuerpo político que ni siquiera los líderes más
imaginativos del país han podido curar. En cierto sentido, la
sociedad argentina desde los primeros días de la independencia
pareció haber sido construida sobre una fisura sísmica. Ninguna
institución argentina ha superado indemne los movim ientos violen­
tos e impredecibles de la M ía, y su existencia subyace en gran parte
de la perpetua inestabilidad del país.
A un lado de la falla estaba la elite m orenista, jóvenes soña­
dores que querían hacer de su país una vidriera de la civilización

60
occidental. En el cam po político sostenían un gobierno fuerte y
unificado con base en Buenos Aires, postura que más tarde los
identificó como unitarios. Aunque simpatizaban con algún tipo de
proteccionismo, en general preferían una política liberal de libre
comercio, especialm ente con los ingleses, sus enemigos de unos
pocos años atrás. Provenían de las clases altas que vivían de sus
rentas y educaban a sus hijos en Europa. Vivían mirando al norte,
leyendo a autores franceses e ingleses, y creyendo, como José
Arcadio Bucndía en Cien años de soledad de Gabriel García Már­
quez, que la cultura tenía que ser importada. Los avergonzaba la
existencia de las atrasadas provincias argentinas con sus caudi­
llos y sus gauchos mestizos y analfabetos. Por supuesto, en tanto
estudiantes del pensamiento europeo, se llenaban la boca con
proyectos de formación de una república democrática, y repetían
ideas ilustradas de igualdad y fraternidad universales. Pero la
suya era una democracia pcculiarmente antidemocrática, cuyos
dirigentes eran más príncipes filósofos que representantes salidos
del pueblo.
Al otro lado de la falla estaba la mezclada oposición al
morcnismo, primero llamada saavedrismo, después criollismo, que
desconfiaba de la elite intelectual porteña y solía sentirse más
cómoda con el gobierno personalista centrado en un rey, dictador o
caudillo, que con un gobierno institucional fácil de dominar por los
mejor educados en hábitos europeos. Los criollistas provincianos
temían la hegemonía porteña y en general sostenían la autonomía
provincial, posición que más tarde los identificó como federalistas.
Además, mantenían un interés paternalista en las clases bajas,
temían los compromisos políticos y económicos con el extranjero,
ysimpatizabanconlosintcrcscsprovincianos.JuanBautista Alberdi,
uno de los más capaces pensadores de la Argentina del siglo xix,
resumió la diferencia en las siguientes palabras: “El partido de
Saavedra era el partido verdaderamente , pues quería que
la nación toda interviniese en su gobierno; el de Moreno era el
localista, pues quería que la autoridad se ubicase en la , no
en la nació”(Alberdi, Grandes y pequeños , 99). En
apretada síntesis, las palabras de Alberdi señalan el aspecto más
condenable del liberalismo argentino: nunca fue realmente “libe­
ral” si incluimos en la noción de liberalismo la democracia repre­
sentativa y participativa.
Los conflictos resultantes entre saavedristas y morenistas,
conservadores y liberales, proteccionistas y partidarios del libre

61
comercio, provincianos y porteños, populistas y elitistas, naciona­
listas y cosmopolitas, personalistas e in stitu cio n alistas, federales
y unitarios, de un modo extraño siguen asolando al país. Por
supuesto los nombres y las configuraciones d e alianzas de ambos
lados de la falla han cambiado con los tiem pos. M ás aun, la falla
no siempre ha corrido a lo largo de líneas d e clases sociales, ya que
los ricos cambiaron sus lealtades políticas d e acuerdo con sus
intereses económicos. Como lo m uestra H alperin D onghi en su
notable libro Revolución y guerra, form ación de una élite dirigente
en la Argentina criolla, los terratenientes porteños fueron sucesi­
vamente liberales y proteccionistas, cosm opolitas y nacionalistas,
según cuál bando fuera m ejor para sus negocios en un momento
dado (383-391).
En el siglo xx, una elite cosm opolita centrada en B uenos Aires
tomaría el lugar de los morenistas. Serían partidarios de palabra de
la democracia, y realizarían todos los gestos de la democracia
pluralista, aunque por debajo su vieja suspicacia ante las clases
bajas los llevaría una y otra vez a apoyar el autoritarism o, en
ocasiones uno tan brutal como el que recom endó M oreno en el
Plan. Al otro lado de la falla, los obreros industriales y los inmi­
grantes remplazarían a los gauchos en los m ovim ientos populistas.
Líderes mesiánicos como Juan Domingo Perón y su esposa Eva
Duarte remplazarían a los caudillos personalistas. L as políticas
económicas proteccionistas y una perspectiva insular reflejarían el
localismo de un siglo atrás. Fascistas y com unistas tercermundistas
se volverían los nuevos paternalistas. Pero en todos estos cambios
hay una peculiar cualidad de déjà-vu tan pronunciado que parecería
como si la Argentina no fuera un país, sino dos, am bos llenos de
suspicacia hacia el otro, pero destinados a com partir el mismo
territorio.

62
Capítulo 3

Populismo, federalismo y gauchesca

Aunque las p rim e ras rebeliones criollas tuvieron lugar en 1810, las
fuerzas m ilitares esp añ o las siguieron en suelo sudam ericano hasta
1824. D urante este lapso de catorce años, los dirigentes criollos
utilizaron g ra n p arte d e su tiem po reclutando tropas, buscando
armas, fin an ciam ien to , fuerza física y energía m oral para com batir
a sus poderosos ex am os. L a A rgentina (si se m e perm ite u sar un
nombre que n o te n d ría sanción oficial hasta 1826) ju g ó un papel
importante en lo s acontecim ientos que culm inaron con al liberación
de Sudam érica. H éro es argentinos com o José de S an M artín, Juan
Lavalle y M a rtín G ü em es no se batieron sólo p o r la libertad
argentina sino q u e tam b ién colaboraron en la independencia de
Chile, Perú, B o liv ia y E cuador.
S im ultáneo al esfu erzo p o r lo g rar la independencia fue el que
realizaron los in telectu ales del Río de la P lata p o r ju stificar las
guerras de acu erd o con las recientes m itologías de un pueblo nuevo
y una nación re c ié n nacida. L os m orenistas reflejaron u n aspecto de
este esfu erzo , en su ap o y o a u n a d em o cracia peculiarm ente
doctrinaria, e n la q u e g o b ern aría u n pequeño grupo de hom bres
ilustrados; g o b iern o q u e sería p ara el pueblo, quizás, pero segura­
mente no p o r el p u eb lo . L as ficciones orientadoras que subyacen al
apetito de p o d e r d e lo s m o ren istas se fundam entan en su supuesta
superioridad in telectu al in n ata sobre sus detractores, así com o su
mayor fam iliarid ad co n las m odernas ideas (europeas). Com o
dijimos antes, d e la s id eas d e gobierno centralistas y elitistas que
pusieron en e sc e n a lo s m o ren istas saldría con el tiem po el Partido
Unitario. L a o p o sic ió n a lo s u n itario s se congregaría en el Partido
Federal, que, co m o su n o m b re in d ica, quería m ay o r autonom ía para
las provincias. A u n q u e el federalism o porteño y el provinciano

63
tenían el m ism o nom bre, diferían en v ario s puntos clave. Para
los federales porteños, la autonom ía significaba preservar los
ingresos de la ciudad puerto m ediante im puestos a las importado-
nes y exportaciones; más aun, los federales porteños tendían a
ser más conservadores, más católicos, m ás hispánicos. Para las
provincias del interior y del Litorial, federalism o significaba re­
sistir a los intentos de concentrar poder en la ciudad puerto y, en el
mejor de los casos, defender los derechos de los pobres y las clases
humildes. Si bien no idénticos, am bos federalism os generaron
ficciones orientadoras que justificaran su reclam o de poder, a
algunas de dichas ficciones, por falta de nom bre m ejor, las llamo
“populistas".
Confieso sentirme incómodo con el térm ino “ populism o” ya
que invoca imágenes de demagogia, antiintcleclualism o y gobierno
de las masas, especialm ente en la Argentina m oderna, donde suele
usarse para calificar al peronismo. Lo uso de todos m odos, pues un
populismo bien definido puede ayudar m ucho en nuestra exposición
de la Argentina del siglo xix. Tal como la uso, la palabra se refiere
a tres conceptos principales. Primero, la idea de dem ocracia radical,
en la que lodos los elementos de la sociedad, sea cual fuere su raza,
clase y origen, participan por igual. Lo radical de una democracia
no se termina en el acto de votar; también incluye conceptos de igual
acceso a la educación y a las fuentes de riqueza (en el caso de la
Argentina: la tierra). Una segunda característica del populismo
argentino del siglo pasado es el ideal federalista que veía a las
provincias como entidades prim ordialm ente autónom as, que en­
traban en relación sólo por mutuo consentim iento; ese federalism o
creció en oposición directa a las ambiciones centralistas de los
unitarios. Y por último, gran parte del populism o argentino, tanto
del pasado como del presente, está imbuido de un im pulso nativista
que tratará de definir a la Argentina en térm inos de su cultura
popular, particularm ente la cultura de los gauchos y las clases ba­
jas. El nativismo argentino creció com o un contrapeso a las pre­
ferencias curopcíslas de los m orenistas y unitarios.
Al estudiar las raíces del populism o argentino, examinaremos
la obra de dos hombres, uno un político y pensador, el otro un poeta.
El político fue José Artigas (1764-1850), caudillo uruguayo que fue
el primero que en el Río de la Plata articuló con claridad ideas de
federalismo y dem ocracia radical. D urante casi una década, Artigas
resistió a los planes que tenía Buenos A ires para su provincia, y
durante un tiem po llegó a ser la figura política dom inante en el

64
Uruguay y el L itoral. El segundo hom bro estudiado en este capítulo
es Bartolom é 1lidalgo ( 178S-1822), tam bién uruguayo, que com ba­
tió a las órdenes de A rtigas y conoció bien, sin dudas, las ideas del
caudillo. H idalgo es conocido sobro todo com o el inventor de. la
poesía gauchesca, tam bién llam ado ¡¡¿turo gauchesco o sim ple­
mente gauchesca. A unque H idalgo tom ó m ucho de una tradición
secular de retratar personajes populares en dialecto coloquial, íue el
primero en p resen tar im ágenes concretas del gancho del Río de la
Plata en literatura, así com o el prim ero en u saresa im agen con Unes
francamente políticos, m uchos de los cuales siguen de cerca las
ideas de A rtigas. T am b ién m erece ser recordado por haber sido el
primer literato en prom over al gaucho com o tipo nacional, ligara
popular con sustento m ítico que en algún a s u e to encam a a la
Argentina real.
Si alguien se asom bra de que dos uruguayos estén en el centro
de este capítulo, debo recordar que el Uruguay, o Banda Oriental
como era conocida, form aba parte del virreinato del Río de la Plata
en tiempos coloniales, y que hasta la década de 1820 siguió
viéndose a sí m ism o com o una provincia m ás del conjunto llamado
Provincias Unidas. La independencia del Uruguay resultó en gran
medida de fuerzas externas, particularm ente de Brasil y Gran
Bretaña, antes que de un separatism o interno. En la década que
siguió a la Independencia, Artigas e Hidalgo, lo m ism o que los
porteños, se veían com o ciudadanos de las Provincias Unidas del
Río de la Plata. M ás aun: ni ellos ni m uchos de sus contem poráneos
uruguayos aspiraban a una nacionalidad propia.

Tras la m uerte de M oreno, la Argentina entró en uno de los


períodos m ás difíciles y confusos de su historia, com parable en
algún sentido a lo que habría sucedido en los Estados Unidos si la
Guerra Revolucionaria, la Guerra de 1812, el colapso de la Con­
federación, la G uerra Civil y la G uerra Franco-India hubieran
sucedido todo al m ism o tiempo. El peligro asomaba por todas
partes. Los ejércitos españoles en cualquier momento podían pre­
sentarse a reclam ar sus colonias: las tensiones políticas am enaza­
ban con hacer erupción en forma de guerra civil; los caudillos
provinciales tenían roces con las pretensiones porteñas; el Alto Perú
(lo que ahora es Bolivia) y Paraguay comenzaban a hablar de una
separación definitiva de Buenos Aires; y Brasil, queriendo salva-
guanlar la navegación lluvial de. sus provincias del sudoeste,
reclamaba la Banda Oriental. No ayudaba en la situación la ines-

65
\

labilidad crónica de los gobiernos porteños, que se disolvieron y


reconstituyeron bajodistintos nombres m ásde una vez. No obstante,
pese a la inestabilidad política, porteños y provincianos estaban
juntos en la busca de tres objetivos principales: m antener los límites
del viiTcinato, expulsar a los españoles no sólo del virreinato sino
de todo el continente, y elegir una forma de gobierno con la que
todos pudieran vivir. En un primer momento no se logró ninguna de
esas tres metas.
La primera, la de mantener el territorio que había sido del
virreinato, resultó imposible. El 14 de mayo de 1811 el Paraguay
pasó a ser el primer territorio del virreinato que declaraba su
autonomía. De inmediato Buenos Aires mandó tropas al mando del
general Manuel Bclgrano para hacer volver a la provincia errante al
rebaño virreinal. Al no ver ningún motivo razonable para someterse
al gobierno de Buenos Aires, los paraguayos reunieron las fuerzas
para derrotar al ejército porteño, obligando a Bclgrano a firm ar un
tratado en el que reconocía la autonomía de la provincia. Todo lo
que obtuvo Bclgrano fue una tibia promesa de que “la provincia del,
Paraguay debe quedar sujeta al gobierno de Buenos Aires como lo
están las Provincias Unidas”, frase que no carece de ironía puesto
que determinar la naturaleza de esa unión sería el problema central
en la política del Río de la Plata durante los siguientes setenta años
(Busaniche, Historia , 325-326). Detrás de las intenciones del Pa­
raguay, sin embargo, yace un franco sentimiento separatista que no
tardaría en hacerse m anifiesto al com ienzo de la dictadura
aislacionista del Supremo, el legendario doctor José Gaspar
Rodríguez Francia.
En un primer momento, la lucha por la independencia pareció
tan poco exitosa como el intento de m antener al Paraguay en la
unión. Las fuerzas patriotas durante 1810-1811 fueron repetidamente
derrotadas en las provincias norteñas a manos de los realistas. El
líder porteño de esas campañas frustradas, Juan José Castelli,
miembro radicalizado de la Prim era Junta y amigo de Moreno,
exacerbó la crisis al crearse enemigos entre las elites de las provincias
norteñas por cuestiones como las del trabajo indígena y los impuestos
(Rock, Argentina, 82-83). La lucha por la independencia empezaba
a tomar un cariz más favorable para la A rgentina cuando en 1813el
gobierno nombró al general José de San M artín, veterano conveinte
años de experiencia en el ejército español, para com andarlas tropas
patriotas. Gracias a la disciplina y el profesionalism o que aportó
San Martín a las fuerzas insurgentes, de 1814 en adelante, la guerra

66
argentina por la independencia se vio frente a éxitos crecientes. Los
ejércitos argentinos, que incluían a patricios porteños así como
gauchos bajo las órdenes de generales caudillos, expulsó a los
españoles no sólo de la A rgentina sino tam bién de Chile, Bolivia y
Perú. Mal arm adas y aprovisionadas, las tropas criollas lucharon
heroicamente en algunos de los terrenos m ás difíciles del mundo.
Una hazaña especialm ente adm irable fue el ataque sorpresa de San
Martín a las tropas realistas en Chile, tras el cruce de la cordillera
de los Andes; en veintiún días y con tropa, caballos y artillería,
cubrió quinientos kilóm etros de terreno que incluye alturas de más
de cuatro mil m etros, hazaña no m enos notable que los famosos
emees de m ontañas de Aníbal y Napoleón. Tal fue la sorpresa de los
realistas en Chile que no pudieron recuperar el equilibrio. En 1822,
San Martín y Sim ón B olívar se reunieron en Guayaquil, Ecuador,
tras lo cual San M artín inexplicablem ente pasó a un exilio volun­
tario en Europa. Sus m otivos para abandonar la Argentina en ese
punto crucial de su desarrollo han quedado como uno de los grandes
misterios de la historia latinoam ericana. Quizás en su encuentro con
el brillante pero am bicioso Bolívar, tuvo una visión de cómo las
aspiraciones personales podían transform ar los éxitos militares de
la independencia en u n desastre político; quizá su poco gusto por la
política y las noticias de las rencillas internas en Buenos Aires lo
convencieron de que, com o soldado antes que com o político, no
tenía futuro en la Argentina. Fueran cuales fueren sus razones, con
su partida la A rgentina perdió a uno de los líderes m ás altruistas y
patriotas que habría de tener nunca.
Pese a todos los inconvenientes que debió enfrentar San
Martín, la expulsión de los españoles resultó un trabajo fácil
comparado con el de construir una nueva nación, a partir de todas
las provincias rem anentes, bajo un gobierno institucional. Los dos
partidos políticos em ergentes del país, Unitario y Federal, tenían
conceptos opuestos del gobierno. Los afrancesados porteños, en su
mayoría unitarios inspirados por M oreno, proponían una democracia
peculianmcnte exclusivista controlada por hom bres ilustrados como
ellos. Después de las fallidas cam pañas al norte, Saavedra, que
simpatizaba con los intereses federalistas, perdió credibilidad, y en
septiembre de 1811 fue rem plazado por un gobierno tripartito,
prounitario, conocido com o Triunvirato. El m iembro más visible
del Triunvirato fue B em ardino Rivadavia, un porteñista liberal,
ocasionalmente m onárquico, del que hablarem os en detalle en el
próximo capítulo.

67
El Triunvirato no tardó en d iso lv er los cuerpos ineficientes
aunque representativos con los que había gobernado Saavcdra, la
Junta Grande y las Juntas rovinca. C om o si com bati
P
españoles no fuera suficiente, tam bién lanzaron una campaña
contra el caudillo federalista José A rtigas en la Banda Oriental, y sus
aliados, Francisco Ram írez y Estanislao López en las provincias de
Entre Ríos y Santa Fe. El 11 de noviem bre de 1811, el Triunvirato,
por inspiración de Rivadavia, dictó un docum ento perentorio titu­
lado Estatuto del Supremo Gobierno de las Provincias Unidas del
Rio de la Plata en Nombre de Fernando VU, donde proclam aba la
necesidad de reducir “la arbitrariedad popular” e im poner el “ im­
perio de las leyes” hasta que los representantes provinciales pudieran
“establecer una constitución perm anente" (Busaniche, 323-324).
En una palabra, el Triunvirato porteño se proponía m antener exac­
tamente el mismo control sobre las provincias que la ciudad puerto
había disfrutado durante los tiempos coloniales como capital del
virreinato. Por supuesto, ninguna provincia había delegado en mo­
do alguno tal autoridad al gobierno porteño, y la autoridad de Fer­
nando VII, de quien Buenos Aires se decía representante, no era a
esta altura universalmente aceptada. La invocación porteña a Fer­
nando VII reflejaba el constante interés de Buenos Aires en esta­
blecer una monarquía constitucional en el Río de la Plata. En cierto
modo, ese sentimiento se lim itaba a reflejar los debates que tenían
lugar en ese momento en Europa, donde el sistem a inglés parecía
infinitamente preferible al desorden de Francia; pero acechando
tras el interés unitario en la m onarquía estaba su deseo de concentrar
poder en la ciudad y lim itar la autoridad de las provincias.
Para mantener alguna apariencia de gobierno representativo,
empero, el Triunvirato organizó de prisa una asam blea general que
supuestamente representaba al interior, aunque la mayoría de sus
miembros eran porteños. Pese a esta precaución, hubo algün miembro
que se atrevió a expresar intereses provinciales, y entonces el
Triunvirato orcienó la disolución de la asam blea m ediante la fuerza
policíaca, dando por term inada así la fachada de democracia y
exacerbando las sospechas del interior (Rock, oc 88',.
, 85-
* _ *MI*

tes va más allá de los objetivos de este libro, estos primeros choques
entre los unitarios centralistas y elitistas, y las federales autonomistas
y a menudo populistas, se volverían paradigm áticos para comprende!1
los desacuerdos de ideas bajo las ficciones conductoras argentinas.

68
El vocero principal de la causa federal fue José Artigas.*
Artigas rompe prácticamente con cualquier estereotipo que los
historiadores pro unitarios (vale decir, liberales) puedan haber
tratado de difundir sobre los caudillos. M ás que un jefe tribal
ignorante y primitivo, rodeado por hordas de gauchos semisal-
vajes, fue un hombre al tanto de las corrientes del pensamiento
político democrático, y un gran admirador de la revolución de los
Estados Unidos. Dejó miles de documentos que serían recopila­
dos en el Archivo Artigas, gigantesco esftierzo editorial que desde
1950 ha publicado veinte volúmenes y aún no ha sido completado.
Al parecer, Artigas dictaba todos sus escritos, lo que podría expli­
car su estructura sinuosa y su dicción peculiar (Luna, Los caudillos,
59). De cualquier modo, su obra suele reflejar un pensamiento
sagaz, y con frecuencia despliega conceptos más progresistas y
más originales que los encerrados en la prosa cincelada de sus
enemigos unitarios. También tuvo el valor de seguir los principios
de la democracia hasta sus últimas conclusiones, y llegó a ideas que
aun alos lectores contemporáneos les sorprenden por su radicalidad.
No sin buenos motivos, se ha vuelto objeto privilegiado de estudio
y encomio de historiadores izquierdistas como Lucía Sala de
Touron y Oscar H. Bruschera, siempre a la busca de raíces ameri­
canas.
Artigas tenía cuarenta y siete años cuando los porteños de­
clararon la independencia de la España napoleónica, en Mayo de
1810. Durante veinte años cumplió funciones en una fuerza poli­
cíaca nacional encargada de la protección del flanco occidental del
Uruguay de las incursiones de indios y soldados portugueses. Las
noticias de la rebelión del 25 de mayo encendieron sentimientos
patrióticos en la Banda Oriental. En marzo de 1811, Artigas visitó
Buenos Aires y ofreció sus servicios a la Junta. Fue nombrado
teniente coronel en el ejército patriota y volvió al Uruguay a
enfrentaralas fuerzas realistas atrincheradas enMontevideo. Artigas
no tardó en m ovilizar la campaña uruguaya contra las fuerzas
españolas; su éxito en la reunión de un ejército popular mostró a las
claras su capacidad como conductor de masas. Después de varias
victorias importantes en el interior, las fuerzas de Artigas iniciaron
la marcha sobre Montevideo. Se le unieron tropas provenientes de
Buenos Aires. Y entonces tuvo lugar uno de los hechos más
intrigantes en el m ovim iento independentista uruguayo: el
Triunvirato de Buenos Aires, bajo inspiración de su miembro
principal, Bemardino Riv adavia, firmó un acuerdo con los españoles

69
devolviéndoles el control sobre la B anda O riental y parte de Entre
Ríos.
El hom bre más afectado por este asom broso acuerdo fue José
Artigas, quien para entonces ya era sin dudas el líd er m ás popular
en el Uruguay. ¿Porqué el gobierno porteño consintió en un acuerdo
de esta naturaleza? Se ha sugerido que R ivadavia pensó que los
españoles estaban m ejor capacitados para resistir a los invasores
portugueses que ya ocupaban parte del o este uruguayo, y que al
aceptar el dominio español sobre la otra m arg en del estuario,
Buenos Aires podía concentrarse en las guerras del norte. Ninguna
de estas explicaciones tiene pleno sentido, ya que en am bos casos
el resultado era permitirles a los españoles conservar una base en
tierra americana, y no había m otivo alguno para p en sar que no
intentarían alguna acción contra Buenos A ires. U na explicación
más probable era el tem or de Buenos Aires a que A rtigas, ya con una
inmensa popularidad, pudiera salirse de control, y que su gran
ejército consistente de gauchos mestizos y campesinos se consti luyera
en otro ejemplo de la “arbitrariedad popular” que el T riunvirato y a
había deplorado. Tal como resultaron las cosas, los intentos de
Buenos Aires de hacer actuar a los españoles contra los portugueses
(si es que era eso lo que tenía en mente el Triunvirato) resultaron en
un fracaso completo. Los portugueses siguieron reforzando su
dominio sobre territorio uruguayo m ientras los españoles se forti­
ficaban en Montevideo. Pero la concesión de R ivadavia sí tuvo un
efecto devastador sobre Artigas y su ejército. A trapado entre
portugueses y españoles, sin esperanza de ayuda d e B uenos Aires,
Artigas condujo a unos dieciséis mil orientales a la costa oeste del
Río Uruguay, donde trataron de reorganizarse. En ese m om ento el
caudillo reconoció que tenía tres enem igos m ortales: los españoles
en M ontevideo, los portugueses en el B rasil, y los unitarios en
Buenos Aires (Busaniche, 325,326).
. El 8 de octubre de 1812 asum ía el p o d er en B uenos A ires un
nuevo Triunvirato. A unque el nuevo gobierno se m antuvo fiel al
principio unitario, proclam ándose “depositario de la autoridad
superior de las Provincias U nidas", tuvo el sentido com ún de
repudiar el acuerdo de R ivadavia con los españoles y enviar al
general M anuel de Sarratea al U ruguay a atacar la cindadela
española en M ontevideo. Sarratea llev ab a asim ism o instrucciones
de hacer sentir su autoridad sobre A rtigas. H om bre de carácter
autócrata y adem ás m iem bro del p rim er T riunvirato, Sarratea supo
ofender a A rtigas a cada paso, hasta que estalló entre ambos una

70
guerra abierta. Al fin el segundo al m ando de Sarratea, José
Rondeau, se puso del lado de A rtigas y despidió en m alos térm inos
a su superior. Una vez fuera de escena el m olesto unitario, A rtigas
y Rondeau m archaron ju n to s contra M ontevideo (B usaniche, 329-
331).
M ientras tanto, la A sam blea G eneral C onstituyente planeada
en 1810 al fin se reunió en B uenos Aires en enero de 1813. V arias
provincias del interior les dieron instrucciones a sus delegados
de aprobar sólo una constitución federalista, pero ninguna de las
delegaciones llevaba instrucciones tan extensas com o los orienta­
les. Estas instrucciones provenían de uno de los encuentros m ás
notables de la época. El 4 de abril de 1813, bajo la dirección
de Artigas, los delegados de varias ciudades uruguayas se reu­
nieron en un congreso provincial para decidir si la B anda O riental
participaría en la A sam blea G eneral C onstituyente. T ras u n co n ­
movedor discurso de A rtigas, en el que insistió en que “ mi autoridad
emana de vosotros” , el congreso provincial decidió enviar d ele­
gados a Buenos A ires (“ O ración inaugural” , 4 de abril de 1813,
Documentos, 94).
En una reunión posterior, los representantes provinciales bajo
la dirección de A rtigas redactaron un texto con su posición, p ara
entregar al congreso nacional en Buenos A ires (A rtigas, “ In stru c­
ciones que se dieron a los diputados de la P rovincia O riental” , 13 de
abril de 1813, Documentos, 99-101). El prim er artículo d e este
notable docum ento insiste en que las P rovincias U nidas p id an
“independencia absoluta” y la disolución de “ toda o b lig ació n de
fidelidad a la corona de E spaña, y fam ilia d e los B orbones y to d a
conexión entre (las colonias) y el E stado de E spaña” . A rtigas h ab ía
aprendido bien su lección: en tanto porteños com o R iv ad av ia
pudieran afirm ar ser los representantes exclusivos d e F em an d o V II,
los gobiernos provinciales estaban en peligro. E l artículo 2 afirm a
que “no adm itirá otro sistem a que el de confederación p ara el p ac­
to recíproco con las provincias que form en nuestro E stado” . A q u í
Artigas buscaba rem p lazar el reclam o de autoridad central de
Buenos A ires p o r u n a federación genuina de provincias iguales,
evitando de ese m odo el tipo de abusos que él y sus hom bres h ab ían
sufrido a m anos del p rim er T riunvirato. El artículo 14 insiste en q u e
las ciudades portuarias uruguayas d e M aldonado y C olonia d eb ían
tener perm itido el libre com ercio y la adm inistración de sus p ropias
aduanas, y que “nin g u n a tasa o derecho se im p o n g a sobre artículos
exportados de una p ro v in cia a otra; ni que n in g u n a p referen cia se d é

71
por cualquiera ivyulaclón Je com ercio o tenia a los puertos de una
provincia sobro los de otra; ni los barcos destinados de esta provin.
d a a otra serán obligados a entrar, a anclar, o pagar derechos en
otra". Así como el artículo 2 trataba de lim itar la autoridad política
de Unenos Altes, el artículo 14 intentaba quebrantar el poderío
económico de la ciudad puerto. Desde el com ienzo del movimiento
indei vndentista y a lo largo de gran parte del siglo pasado, Buenos
Altes trato de m antener el m ism o control sobre las importaciones,
expoliaciones, ingresos aduaneros y de tráfico interprovincial que
la ciudad había gozado como cabeza del virreinato. Esc control no
vXdlo mantenía a las provincias en un estado de dependencia;
también proveía al gobierno porteño del grueso de sus rentas. Es
comprensible que Artigas haya encontrado inaceptables esos pri­
vilegios. El artículo 16 afirma que cada provincia “ tiene el derecho
de sancionar la general de las Provincias Unidas que forme la
Asamblea Constituyente*’. Con razón, Artigas sospechaba que los
porteílos intentarían imponer una constitución a las provincias sin
la adecuada ratificación; cosa que hicieron, una vez en 1819 y otra
en 1820. Y por último, el artículo 19 sostiene “que precisa e
indispensable sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del
gobierno de las Provincias Unidas", Para entonces, ya ningún
uruguayo confiaba en Buenos Aires.
Tal como resultaron las cosas, el texto con la posición uru­
guaya no fue ni siquiera leído. No bien llegaron los delegados
uruguayos a Buenos Aires, se enteraron de que la Asam blea
Constitucional había decidido no admitirlos, debido a una trampa
legislativa que les había tendido el unitario porteño Carlos María
de Alvcar. Se llamó a una nueva asamblea, pero esta vez el go­
bierno de Buenos Aires instruyó a Rondcau para asegurarse de
que no asistiera ningún “artiguista". En este punto, las relaciones
entre Artigas y Rondcau se habían deteriorado a tal grado que este
insulto final ya no fue una sorpresa. Entonces A rtigas tomó una
de las decisiones m ás controvertidas de su vida: en enero de 1814
abandonó a Rondcau, que todavía no había logrado expulsar a
los españoles de M ontevideo, y rcagrupó sus tropas a lo largo del
Río Uruguay. Evidentem ente, no veía m otivos para combatir por
un gobierno que le negaba un lugar en úl. El gobierno de Buenos
Aires, ahora llam ado Directorio y bajo el m ando de Gervasio An­
tonio de Posadas, lo acusó de traición y ofreció seis mil pesos por
su captura, vivo o m uerto. Al enterarse de esta últim a rencilla de
A rtigas con B uenos Aires, los realistas españoles de Montevideo
le ofrecieron al caudillo desilusionado el rango de general y una
considerable suma de dinero. Los rechazó. Como señala el historia­
dor Félix Luna, Artigas estaba enemistado con Buenos Aires pero
no abandonaba su compromiso con las Provincias Unidas (Los
caudillos, 44-46).
Artigas renovó contacto con los caudillos aliados suyos en las
provincias del Litoral, y no tardó en volverse la figura política
dominante a ambos lados del Río Uruguay. Su fama de defensor
del federalismo lo puso en contacto también con caudillos de las
provincias del oeste y el norte, para disgusto y alarma de Buenos
Aires. Posadas envió varias expediciones armadas contra Artigas,
pero todas fueron derrotadas. Enfrentado a la posibilidad de un
frente federalista unido a lo largo del nordeste de la Argentina,
Posadas term inó negociando un tratado de paz con Artigas
(“Convenio suscrito por José Artigas con los delegadó'S del Director
Supremo”, 23 de abril de 1814, Documentos, 130-131) aunque
ninguno de ambos bandos puso mucha confianza en el tratado, sus
términos son notables por su moderación. El primer artículo espe­
cifica que Posadas se retractaría de su afirmación de que Artigas era
un traidor, y dictaría un decreto restaurando “el concepto y honor
del ciudadano José Artigas”. El interés de Artigas en limpiar su
nombre indica cuánto valoraba su condición de ciudadano honorable
de las Provincias Unidas, aun en Buenos Aires. El tratado especifica
más adelante que Entre Ríos y Uruguay serán independientes y “no
serán perturbados en manera alguna por tales motivos”. Pero
Artigas especifica cuidadosamente que “esta independencia no es
una independencia nacional; por consecuencia ella no debe consi­
derarse como bastante a separar de la gran masa a unos ni a otros
pueblos, ni a m ezclar diferencia alguna en los intereses generales de
la revolución”. En resumen, Artigas era un autonomista, no un
separatista; nunca perdió las esperanzas de una confederación de
provincias iguales. Los restantes artículos del tratado conminan a
Buenos Aires a seguir apoyando el asedio a los españoles en
Montevideo (vale decir, no más acuerdos como el de Rivadavia), y
después especifica que, una vez que el asedio hubiera terminado, las
tropas porteñas volverían directamente a Buenos Aires, lo que
significaba que no atacarían a Artigas.
Por supuesto, no resultó de ese modo. Montevideo al fin cayó
ante las fuerzas am ericanas, el 23 de junio de 1814, y tal como
Artigas lo había tem ido, las tropas porteñas no tardaron en volverse
contra él. El hom bre que reclam ó la victoria sobre Montevideo fue

73
Carlos M aría de Alvear, el político porteño que había impedido la
participación de la delegación uruguaya en el congreso constituyente
de un año antes. Alvear atacó a Artigas p o re le ste , y Posadas mandó
tropas desde el sur, pero Artigas y su soldadesca gaucha resultaron
demasiado para los porteños. Ante este fracaso militar, y la subsi­
guiente captura de Montevideo porlos artiguistas, Posadas renunció
y fue remplazado por Alvear, quien volvió a enviar tropas contra los
artiguistas, pero otra vez los porteños fueron derrotados. Tras las
últimas victorias de Artigas sobre los porteños, los españoles
volvieron a ponerse en contacto con el caudillo, esta vez por medio
del general Joaquín de la Pezuela, quien en nombre del virrey de
Lima le envió a Artigas una carta ofreciéndole el rango de general
y ayuda en sus batallas contra “los caprichos de un pueblo insensato
como el de Buenos Aires”, con sólo que se plegara a la causa
realista. La respuesta de Artigas muestra su lealtad a una Argentina
independiente y federada: “Yo no soy vendible, ni quiero más
premio por mi empeño, que ver libre mi nación del poderío español"
(“ Contestación de Artigas a Pezuela”, 28 de julio de 1814, Docifr
memos, 126-127).
A mediados de 1815, Artigas estaba en lo más alto de su
influencia. Tras proclamar al Uruguay, Entre Ríos, Corrientes y
Santa Fe como la Liga de los Pueblos Libres del Litoral, y él su
Protector, era el gobernante de facto de toda la región. Aunque no
hay dudas de que Artigas el Protector habría ganado una elección,
no llegó a esta posición por ningún mecanismo institucional, hecho
que ha llevado a los críticos a verlo como apenas un dictador
populista, en embrión si no de hecho. Y es cierto que Artigas mostró
la clásica afinidad del dictador por los decretos grandiosos y los
pronunciamientos altisonantes. El contexto de su legislación sugiere
asimismo una peculiar estructura de gobierno, en la que las ciudades
elegían cabildos, o consejos municipales, que a su vez recibían
instmcciones, al parecer estrictas, del Protector. Pero sus ideas no
hablan de un hombre que aspirase a convertirse en un dictador.
Alentó a los cabildos locales a elegir a sus funcionarios mediante
elecciones populares, y a discutir los problem as en asambleas
abiertas. M ás aún, en junio de 1815 reunió el Congreso de Oriente
como un prim er paso hacia la producción de una constitución
federalista de algún tipo. Lam entablem ente la fortuna política del
Protector se arruinó antes de que la constitución pudiera escribirse,
así que en realidad ignoram os qué papel habría jugado en un
gobierno institucional. De todos m odos, durante lo que quedaba de

74
1815 y los prim eros m eses de 1816, suscribió varios docum entos
sobre tem as fundam entales del pop u lism o argentino: el proteccio-
nismo en el com ercio ex terio r, la d em o cracia económ ica así com o
la cívica, la inclusión p o lítica y económ ica d e m estizo s, n egros e
indios, todo im buido d e u n sen tim ien to p ro am erican o y nativista
que en ocasiones se acerca a la xenofobia.
El debate entre p ro teccio n ism o y libre com ercio, com o d iji­
mos en el capítulo anterior, y a se h ab ía iniciado en el intercam bio
entre Yañiz y M oreno. A u n q u e Y añiz, com o vocero del consulado
español, planteó la n ecesid ad d e p ro teg er la in d u stria local, su
interés real era p reserv ar e l m onopolio com ercial español. A rti­
gas, com o h ijo y rep resen tan te de la cam paña, tam b ién defen d ió el
proteccionism o, pero d esd e una perspectiva m u y diferente. El 12
de agosto de 1815, A rtig as elevó una d eclaració n al cab ild o d e
M ontevideo pidiendo q u e se perm itiera la en trad a de co m ercian tes
ingleses a puertos u ru g u ay o s, siem pre que ésto s se co m p ro m etieran
a respetar la ley lo cal, y n o co m erciar co n B uenos A ires h asta q u e
hubieran sido resueltos lo s diferendos con el g o b iern o porteño.
Agrega que “lo s in g leses d eb en co n o cer q u e ellos son los b e n e fi­
ciarios [de nuestro co m ercio ] y p o r lo m ism o ja m á s deb erían tratar
de im ponem os (“ F rag m en to s”, D ocum entos, 147). E l 9 d e se p ­
tiembre de 1815, p u b licó u n a lista bastante d etallad a d e aran celes a
las im portaciones, in d ican d o co n ello su esp eran za d e p ro teg er a la
industria lo cal e in c re m e n ta r las ex p o rtacio n es (“ R eg lam en to
Provisional” , D ocum entos, 148-149). E n u n acuerdo co m ercial
posterior, d el 2 d e ag o sto d e 1817, a los in g leses se les p ro h ib ió
específicam ente to d a activ id ad com ercial que no tu v ie ra que v e r
directam ente co n e l tran sp o rte m arítim o (‘T ra ta d o d e C o m ercio ” ,
Documentos, 151-152). A d iferen cia d e su s co leg as e n B u en o s
Aires, Artigas no veía co n buenos ojos la introm isión d e com erciantes
e inversores ex tran jero s en la eco n o m ía in tem a.
En el p en sam ien to eco n ó m ico d e A rtig as, tan im p o rtan tes
como el proteccionism o fu ero n sus planes p ara lo g rar una dem ocracia
económica m ed ian te la d istrib u c ió n d e tierras. L a C o ro n a esp añ o la
había recom pensado a los p rim ero s co n q u istad o res y ó rd en es
religiosas con g ran d e s cesio n es d e tierras q u e an ticip aro n los
latifundios. A rtig as co m p ren d ió que la d em o cracia n o podría fu n ­
cionaren una socied ad d e m u c h o s p eo n es y p o c o s p atro n es. In ten tó
entonces una y o tra v e z d iv id ir las g ran d es p ro p ied ad e s d e m o d o de
dar tierras a su s h u m ild es seg u id o res. El 10 d e sep tiem b re d e 1815,
decretó que el g o b e rn a d o r d e la P ro v in cia O rien tal “q u ed a au to ri-

75
zado para distribuir terrenos” (“ R eglam ento Provisorio”, Docu.
mentos, 159-160). Con este propósito, el Protector mandaba ai
gobernador y su personal que revisara “cad a uno, en sus respectivas
jurisdicciones, los terrenos disponibles; y los sujetos dignos de esta
gracia con prevención que los m ás infelices serán los más privile­
giados. En consecuencia, los negros libres, los zam bos de esta clase,
los indios y los criollos pobres, todos, podrán ser agraciados con
suerte de estancia, si con su trabajo y hom bría de bien propenden a
su felicidad y a la de la provincia” (160). T em iendo que los ricos
pudieran después com prarla tierra que había sido distribuida a “los
más infelices”, Artigas estipulaba que “los agraciados, ni podrán
enajenar, ni vender estas suertes de estancia, ni contraer sobre
ellos débito alguno". Pero, reconociendo que sin alguna especie de
crédito los nuevos propietarios no podrían reunir sus rebaños,
mandaba que también se distribuyera el ganado disponible a “los
más infelices” (162).
¿Y de dónde saldrían esa tierra y ese ganado? En una oca­
sión Artigas se dirigió al cabildo de Montevideo para ordenar que,
todos los hacendados hicieran un inventario de sus tierras para
determinar cuáles estaban desaprovechadas. Donde se encontraba
tierra ociosa, proponía que “ese muy ilustre cabildo gobernador
debe conminarlos [a los hacendados] con la pena de que sus terrenos
serán depositados en brazos útiles que con su labor fom enten... la
prosperidad del país” (“Instrucciones sobre extrañamiento de los
españoles”, 4 de agosto de 1815, Documentos, 155). Otra fuente
sería la directa expropiación de tierras y ganados de propiedad de
“los europeos y malos americanos” que no apoyáronla revolución.
No obstante, Artigas permite que los hijos de “ los europeos y ma­
los americanos” reciba^ “lo bastante para que puedan mantenerse
en lo sucesivo, siendo el resto disponible, si tuvieren demasiado
terreno” (161).
Para que esto no se parezca demasiado a una d ictadura benévola,
debería recordarse también que Artigas buscaba una plena parti­
cipación política de las clases bajas. En ningún punto esto es más
evidente que en su interés por los indios. Infeliz tanto en el amor
como en el matrimonio, Artigas adoptó a u n indio guaraní como
hijo, y lo llamó Andrés Artigas. Después puso a Andrés al frente de
la provincia de M isiones. Al planificar el C ongreso de Oriente, que
tuvo lugar en Arroyo de la China a partir de junio de 1815, Artigas
le pedía a su hijo, en una carta fechada el 13 de marzo de 1815 que
hiciera “que m ande cada pueblo su diputado indio al Arroyo de la

76
China. Usted dejará a los pueblos en plena libertad para elegirlos a
su satisfacción, pero cuidando que sean hom bres de bien y de alguna
capacidad para resolver lo convcm cntc”(D 0t,Mwe«to.v, 137). En una
carta similar fechada el 3 de m ayo de 1815, a José de Silva,
gobernador de C orrientes, A rtigas le escribió:
i

Yo deseo que los indios, en sus pueblos, se gobiernen por sí,


para que cuiden sus intereses com o nosotros de los nuestros.
Así experim entarán la felicidad práctica y saldrán de aquel
estado de aniquilam iento a que los sujeta la desgracia. R e­
cordemos que ellos tienen el principal derecho y que sería una
degradación vergonzosa que hasta hoy han padecido por ser
indianos. (Documentos, 164.)

Artigas intentó tam bién atraer a los indios a la sociedad amplia


mediante la colonización. C om o lo observaría un autor posterior,
uno de los primeros problemas del Río de la Platacra la subpoblación.
Para remediar esta situación, A rtigas ofreció tierras, herramientas
y animales a com unidades indias, para atraerlas a las colinas fértiles
del Uruguay, Si Buenos Aires y Brasil le hubieran permitido
continuar con estos experim entos de colonización, la historia de los
indios del Río de la Plata, la m ayoría de los cuales fueron exter­
minados, habría sido muy diferente.
Es especialm ente notable que Artigas hablara de incluir a los
indios en la sociedad revolucionaria. Quizá la m ayor tragedia de la
Independencia fue lo que les hizo a los indios. Los colonizadores
españoles habían creado un sistem a legal para proteger a las
comunidades y propiedades indígenas. Aunque estas leyes se
violaban con frecuencia, le daban al m enos f los indios una posi­
ción legal y recursos legales, si bien im perfectos. En contraste, las
sociedades que surgieron tras la Independencia abandonaron las
estructuras legales y económ icas de la colonia en favor de nuevas
teorías de propiedad privada y libre com ercio. Al hacerlo, desen­
cadenaron fuerzas de codicia y rapacidad que llevaron a la ani­
quilación de virtualm cntc todos los indios del Río de la Plata. Como
veremos en capítulos posteriores, estas políticas de exterminio se
apoyaban en ficciones orientadoras que les negaban a los indios un
lugar en la com unidad em ergente. Es en este contexto que los
intentos de Artigas de incluir a los indios com o parte del “pueblo”
son más notables. T rató de crear una ficción orientadora en la que
el pueblo no lucra m eram ente una excusa para hombres inteli-

77
gentes como los morenistas que reclamaban el poder en nombre de
un pueblo abstracto que nadie había visto nunca. El pueblo de
Artigas era real y visible; incluía a los pobres, los negros, los
zambos, los gauchos y los indios, ¿Sería ésta la “arbitrariedad
popular” que inquietaba tanto a los unitarios de Buenos Aires?
Quizá lo que más asustaba a los unitarios en el Protector era su
creencia ingenua de que el gobierno por el pueblo debía incluir a
todos.
Bueno, a casi todos. Artigas hacía una excepción cuando se
trataba de los españoles de rango, o los “europeos”, como los
llamaba él. Y a éstos los tomaba de blanco para una clase particular
de persecución. Primero, como ya se dijo, mandó a confiscar la
tierra de los españoles ricos para redistribuirla entre los pobres.
Segundo, como le escribió al gobernador de Silva, trató de excluir
a todos los españoles de cargos públicos:

No conviene que ningún europeo [sin distinción de persona]


permanezca en un empleo ni menos en los varios ramosjíje
pública administración. Lo prevengo a usted para que si hay
algunos [europeos] en ejercicio, sean depuestos y colocados,
en su lugar, americanos. ( coD,165.)

Posteriormente, en una orden fechada el 9 de enero de 1816 al


cabildo de Montevideo sobre cómo organizar gobiernos locales y
elegir representantes al congreso provincial, especifica: ‘Todo el
que haya de tener voz y voto deberá ser americano: de lo contrario
queda excluido” (Documentos, 171). Pero, significativamente, en
otra directiva a Montevideo, fechada el 4 de agosto de 1815, Artigas
atempera su nativismo accediendo a incoiporar europeos de clase
baja. Por ejemplo, después de mandar que todos los europeos sean
encarcelados para que no usen “su influjo y poder” contra la
revolución, especifica: “absuelva más bien vuestra señoría de esta
pena a los infelices artesanos y labradores que pueden fomentar el
país” (Documentos, 155). Parecería entonces que la actitud de
Artigas hacia los europeos se basaba m ás en resentimiento de clase
que en xenofobia; vio en los artesanos y obreros europeos aliados
naturales a la causa revolucionaria contra los funcionarios y aris­
tócratas españoles.
Subyacente a mucho de lo anterior está la decisión de Artigas
de suspender toda idea de división de clases en el Nuevo Mundo)
ver a los “americanos” com o una categoría única. Indios, criollos-

78
negros, cam pesinos, artesanos: en su esquem a lodos son “ameri­
canos". Y en tanto am ericanos pueden votar, ser funcionarios,
propietarios, com erciar entre sí, y hacerlo con prioridad sobre todos
los extranjeros. En una historia (XTsonal de la rebelión uruguaya
contra España, A rtigas especifica que los orientales se inspiraron
en “los am ericanos de Buenos A ires“, com o si dijera que los por­
teños se rebelaron [x>r ser am ericanos, no porque hubieran leído a
Rousseau o por la invasión de N apoleón a España (“José Artigas
a la Junta G ubernativa del Paraguay”, 7 de diciem bre de 1811,
Documentos, 58). De m odo sim ilar, cuando le escribe al general
Ambrosio C arranza en octubre de 1811, Artigas habla de "el honor,
la humanidad, lag ran causa que forma la pasión de los americanos",
como si la categoría de "am ericano" de algún m odo fuera anterior
a la revolución y la identidad am ericana fuera algo que esperara ser
descubierto antes que creado (Artigas, a Artigas, 128). Es
precisamente esta ficción conductora de "A m érica" la que le
permitió ver a todos los nativos de suelo am ericano como un único
grupo m ítico, m iem bros de una futura nación, todos m crecedoresde
los mism os derechos; de m odo sem ejante, este concepto de Amé-
nca le perm itió clasificar a sus enem igos com o gente cuyas ideas de
jerarquía los llevaban a negar lo que A rtigas sentía com o la unidad
esencial de una A m én ca m ítica, una A m érica ya presente como un
sentimiento colectivo, que pronto se haría realidad como una
dinámica nación nueva.
Pero ct destin o no querría que A rtigas tuviera un papel en esa
nueva nación, Q uizá por exceso de confianza tras sus victorias de
1815 y 1816. rio llegó a reconocer el poder con que podía contar un
Buenos Aires reorganizado, Desde su C ongreso de O riente, Artigas
envió una delegación a B uenos A ires para tratar de vender una vez
más su idea de federación. B uenos A ires respondió con una alter­
nativa perentoria: o bien A rtigas hacía del Uruguay una nación
separada (cosa que los porteños sabían que no podía aceptar), o bien
enviaba una d eleg ació n a una nueva convención constitucional que
tendría tu g a re n T u cu m án , sin instrucciones vinculantes. Y cu este
punto Artigas com etió un grave error táctico, al insistir en que las
provincias bajo su control (la B anda O riental, Entre Ríos, C o m en ­
tes y Santa Fe) p articip arían sólo si se les anticipaban ciertas ga­
rantías, condición que B uenos A ires no estaba dispuesta a aceptar.
Como resultado, los artig u istas boicotearon la convención, y con
ello se p erd ieran de p articip ar en el acontecim iento histórico más
importante del período. O tras provincias del interior enviaron
delegados, muchos de los cuales eran federales todavía dispuesto!,
a ventilar diferencias con sus enem igos (Luna, caudillos, 49
50).
El Congreso de Tucum án fue muy productivo. En primer
lugar, los delegados com pletaron la tarca iniciada en Mayo, y el 9
de Julio de 1816 declararon la indcpcndcnci a de España abandonan-
do la máscara de Fem ando VII. El m ism o Fem ando facilitó lj
decisión del Congreso: había vuelto a ocupar el trono español, y
estaba mostrando que en m ateria de reaccionarism o c intoleran­
cia estaba a la altura de sus peores antepasados. Para subrayar su
decisión de preservar la integridad del ex virreinato, los delega­
dos adoptaron el nombre de Provincias Unidas del Río de la Plata
y adoptaron una bandera celeste y blanca cuya creación es atribui­
da, quizás erróneamente, a Bclgrano (Roscnkranlz, La bandera de
la patria, 194-201). El acto final del Congreso de Tucum án fue el
nombramiento del Director Supremo de las Provincias Unidas, en
la persona de Juan Martín de Pucyrrcdón, con instrucciones de
establecer un gobierno en Buenos Aires, cuyas responsabilidades
principales serían las relaciones exteriores, la guerra contra Es­
paña y la creación de una constitución. El problem a m ás can­
dente, la relación de Buenos Aires con el interior, quedó hecho a
un lado hasta la redacción de una constitución. En razón de su
intransigencia, Artigas quedó excluido de ésta y de futuras delibe­
raciones.
El nuevo Director Supremo, Pucyrrcdón, era un político astuto
que se había distinguido una década atrás en la conducción de tropas
porteñas contra los ocupantes ingleses. Buen adm inistrador además,
Pucyrrcdón aseguró apoyo político y financiero a los esfuerzos
militares de San Martín, lo que no es pequeño logro habida cuenta
de lo limitado de los recursos con que contaba el gobierno. También
fue un decidido enemigo del federalismo y de su principal exponente,
José Artigas. En su lucha contra los federalistas, Pucyrrcdón recibió
una enorme ayuda de una segunda invasión portuguesa al Uruguay
en junio de 1816. Artigas no era adversario para las tropas profe­
sionales portuguesas. Y en enero de 1817 M ontevideo cayó en
manos de los invasores, que de inm ediato m anifestaron su decisión
de expulsar a Artigas de territorio uruguayo. El caudillo pidió
auxilio a Buenos Aires, pero a Pucyrrcdón nada le convenía más que
los portugueses destruyeran a A rtigas y a su “ dem ocracia bárbara".
Pucyrrcdón tam bién tem ía que su intervención pudiera estimular#
los portugueses a aliarse con E spaña e n la guerra independentist#.

80
Artigas denunció con vehemencia la inacción de Pucyrredón,
diciendo que “un jefe portugués no habría procedido tan criminal­
mente” como para abandonar a sus compatriotas a un enemigo
común (carta a Pueyrredón, 13 de noviembre de 1817
177). Artigas recurrió también a sus ex aliados Francisco Ramírez
y Estanislao López en Entre Ríos y Santa Fe, pero no tardó en
enterarse de que la lealtad de éstos se había debilitado al par de su
propia fuerza ante los portugueses.
Mientras tanto, con la colaboración de un comité represen­
tante de varias provincias, Pueyrredón en 1819 presentó una cons­
titución para ser ratificada por todas las provincias. La nueva
constitución instituía un ejecutivo fuerte, el Director Supremo, que
debía ser elegido no por voto popular sino por un congreso. A su
vez el congreso consistiría de una cámara baja de representantes
provinciales elegidos por voto popular, cuya cantidad variaría de
acuerdo a la población de cada provincia, cláusula que favorecía
ampliamente a Buenos Aires. Aunque el Senado tenía por fun­
ción corregir este desequilibrio, al ser pareja la cantidad de sena­
dores porcada provincia, la versión final de la constitución especi­
ficaba que los nuevos senadores serían elegidos no por voto popular
sino por los senadores mismos que elegirían de listas presenta­
das por las legislaturas provinciales. La constitución tam bién de­
jaba abierta la posibilidad de una monarquía constitucional. La
evidente ventaja porteña que surgía de estas medidas encontró
inmediata oposición en el interior. Para im poner la constitución,
Pueyrredón envió tropas a Santa Fe, donde fueron rechazadas por
las tropas de López. López y Ramírez unieron fuerzas y em pren­
dieron la m archa sobre Buenos Aires. Frente a una oposición que
crecía tanto en las provincias como en la capital, Pueyrredón
renunció en 1819, supuestam ente por m otivos de salud (Rock,
Argentina, 92-93).
Su sucesor fue el antiguo com pañero de armas de Artigas, José
Rondeau, a quien A rtigas le envió otro pedido de ayuda contra los
portugueses, pidiéndole, en una carta fechada el 18de julio de 1819
que reconociera que “N uestra unión es el m ejor escudo contra
cualquier especie de coalición [entre España y P ortugal]... Em pe­
cemos por el que tenem os al frente, y la expedición española ha­
llará, en la ruina de los portugueses, el presagio de su desengaño”
( Documentos, 187). Pero Rondeau se m ostró tan poco dispuesto
como Pueyrredón a legitim ar a Artigas ayudándolo contra los
portugueses. Por lo dem ás, estaba dem asiado ocupado con la

81
invasión inm inente a B uenos A ires p o r L ópez y R am írez. A fines <k
1819, Artigas sentía que la derrota era inevitable, y le dio instruc­
ciones a s a hijo m ayor para la dirección d e sú s hcim anastros y délos
criados fam iliares. T ras una im portante derrota el 22 de enero
1820, el caudillo abandonó territorio uruguayo, quizá con la esperanza
de reagrupar sus fuerzas, com o había hecho antes.
M ientras tanto, Rondeau enfrentó a lo s ejércitos de López y
Ram írez en C epeda, no lejos de Buenos A ires. L os porteños fueron
derrotados, lo que llevó a Juan M anuel B cruti a escribir en sus
Memorias curiosas que la patria estaba “llena de partidos y expuesta
a ser víctim a de la ínfim a plebe, que se halla arm ada, insolente y
descosa de abatir la gente decente, arruinarlos c igualarlos a su
calidad y m iseria” (citado en H alperín D onghi, Revolución y
rra, 341). El 23 de febrero de 1820 los líderes provinciales obligaron
a Buenos Aires a firm ar un acuerdo conocido com o T ratado del
Pilar, que en algún aspecto fue un triunfo para el artiguism o ya sin
Artigas. Declaraba a las provincias autónom as y preveía la reunión
de un nuevo congreso federal para decidir el papel del gobierno
central. El artículo 10 del Tratado especifica que se le envíe una
copia a Artigas para que él “ entable desde luego las relaciones que
puedan convenir a los intereses de la provincia a su m ando, cuya
incorporación a las dem ás federadas se m iraría com o un dichoso
acontecim iento” (“ Pacto celebrado en la capilla del P ilar", Docu­
mentos, 192). Sinceras o no, estas palabras contenían una cruel
ironía, pues A rtigas en ese m om ento no tenía provincia alguna bajo
su m ando y enfrentaba una inm inente derrota a m anos de los
portugueses. A dem ás, el Tratado no incluía lo que Artigas más
q u en a de B uenos A ires y de las otras provincias: una declaración de
guerra contra Portugal para recuperar la B anda O riental. No sólo
faltaba esa declaración; en cierto sentido el T ratado hacía a Ramí­
rez y López aliados de facto de Buenos A ires. T anto indignó a
A rtigas la traición d e R am írez a los intereses uruguayos que no
tardaron en estalla r las hostilidades entre los dos caudillos. Ame­
nazado por los portugueses en el U ruguay y hostilizado por Ram frez
en E ntre R íos, A rtigas al fin huyó al P araguay en septiembre
1820, donde vivió los últim os treinta años d e su vida en el exilio
(R ock, Argentina, 92-93).
De todos los caudillos provinciales, A rtigas es el m is recor­
dado. Su supervivencia en la historia nace de la curiosa ironía de que
los uruguayos lo co n sid eran su padre fundador, proclamándolo
ese m odo h éro e d e la in dependencia de u n a nación a cuya indi'

82
pendencia de las Provincias Unidas di so opuso. 1laclcndo a un lado
la políticn, Artigas entra al panteón do los próceros del Río de la
Plata eotno el primero en haber artlotdado los conceptos básicos del
IHipulismo argentino. Artigas se consideraba un federalista, y de
hecho defendió los intereses de las provincias con vigor y coraje.
Pero su federalismo incluía mucho más que la mera idea de igualdad
de pmvincias en una confederación laxa, pues el pensamiento de
Artigas lambido estaba tenido de una conciencia popular que exigía
un lugar para obreros, indios, negros, zambos y humildes, acoplado
con un poderoso resent im icnto contra el privilegio y las pretensiones
do las clases altas. Artigas fue también el primer caudillo político
importante que reconoció los peligres que el libre comercio plan­
teaba a las nacientes industrias sudamericanas, en especial para las
provincias del interior que podían verse afectadas negativamente
por las aspiraciones de Buenos Aires de volverse un gran importador.
Y por último, fue uno de los primeros en proponer a “América”
como un patrimonio mítico que definía a este continente como una
tierra destinada a ser algo más que una derivación de Europa. La
colonización cultural perceptible en la devoción de los morenistas
por las ideas europeas no tenía sentido para Artigas. Pero, como
suele suceder con los populistas, Artigas no tenía una idea clara de
cómo institucionalizar sus sentimientos políticos. Era un político
del sentimiento y la acción, no de las instituciones y las leyes. Por
lo demás, su gobierno m ediante decretos y la supresión violenta de
detractores alim enta la sospecha de que, si su poder hubiera dura­
do más, podía haber resultado más un dictador personalista que un
demócrata institucionalista. En resumen, tanto para bien como para
mal, encamó las ficciones orientadoras antiliberales, proteccionis­
tas, populistas, nativistas y personalistas que siguen definiendo a
ciertos elem entos de la nación argentina.

Las ficciones orientadoras populistas que subyacen en el


federalismo de Artigas no se encuentran sólo en declaraciones de
los caudillos; de hecho, su modo primordial de conservación y
transmisión ñ ie un género literario curioso y peculiar del Río de la
Plata, llam ado género gauchesco, o literatura gauchesca, que apa­
rece en las letras argentinas junto con el apogeo y la caída de
Artigas, a fines de la década de 1810. E n general se acepta que el
creador de la gauchesca es Bartolom é Hidalgo, un oriental que
luchó a las órdenes de A rtigas y después se instaló en Buenos Aires,
y cuya poesía, com o las m anifestaciones de Artigas, reclama para

83
los campesinos pobres un lugar en la sociedad revolucionaria. Pero
Hidalgo va un paso importante más allá de A rtigas en la articulación
de una postura populista; mientras que A rtigas confinaba sus
declaraciones a lo abstracto, Hidalgo le dio al populism o una voz y
un rostro humanos. Lo que en Artigas era prim ordialm ente teoría,
en Hidalgo se vuelve el gaucho arquctípico, una imagen que es tanto
la del hombre de campo argentino de la década de 1810 como el
repositorio mítico del auténtico espíritu argentino. Como señala
Josefina Ludmer (a quien mi interpretación debe mucho), Hidalgo
anuncia “un nuevo signo social, el gaucho patriota ” (Ludmer, El
género gauchesco: Un tratado sobre la , 27). Mi interpreta­
ción de Hidalgo, sin embargo, difiere de la de otros críticos
admirables (Hcnríquez Urcña, Sánchez Reulet y Caillet Bois, por
ejemplo) en que a mi juicio fue el prim er escritor argentino de
alguna importancia que haya enunciado ficciones orientadoras
populistas que contrapesaran las doctrinas de exclusión que ca­
racterizaron el pensamiento anti federalista. Más aun, sugiero que su
importancia ideológica iguala y quizá supera su peso literario. Al
afirmarlo, no niego su importancia como creador de las formas
gauchescas; pero sí siento que un exceso de interés en los aspectos
formales de su poesía ha llevado a muchos adescuidarlaim portancia
de su posición política. Nada en nuestro estudio de las ficciones
orientadoras argentinas tiene más importancia que el populismo de
Hidalgo tal como se trasluce en la gauchesca, sus orígenes, su
permanente validez, y el debate a menudo rispido que sigue pro­
vocando.
Pero antes una palabra sobre la literatura gauchesca en general.
En su aspecto formal, la literatura gauchesca consiste usualmcnte
en relatos en primera persona escritos en una lengua llena de ru-
ralismos de diverso grado de autenticidad, color local, personajes
típicos, y una imaginería que se supone reflejo de la vida rural y el
habla de las clases bajas. Los aspectos lingüístico y formal de la
gauchesca estaban destinados a una larga vida; virtualmente cada
generación de escritores argentinos después de Hidalgo ha contri­
buido en algo a la literatura gauchesca. Las obras maestras del
género, El Gaucho Martín Fierro, y su secuela, La Vuelta de Martín
Fierro, de José Hernández (ambos estudiados en detalle en un
capítulo posterior) aparecieron en la década de 1870, y y a en nuestro
siglo Ricardo Güiraldes publicó una popular novela gauchesca,
Don Segundo Sombra, en 1922. A un hoy, ocasionalmente algún
escritor se ejercita en la gauchesca.

84
A unque (oda la literatu ra gauchesca m uestra sim ilitudes en su
uso de la lengua, el género se desarro lló a lo largo de dos líneas
ideológicas d iferen tes, si no opuestas. G ran parle de la literatura
gauchesca m is co n o cid a, d esp u és de H idalgo, aspira a poco m ás
allá del en tretenim ien to de públicos de d a s e alta, con parodias del
habla del gaucho y el atraso rural, algo no m uy distinto a las actu a­
ciones con la cara tiznada, que caricaturizaban a los negros en los
teatros de vodevil de los listados U nidos, lisa literatura ha sido ju z ­
gada com o un m ero en treten im ien to por unos, m ientras que otros
la veían com o profundam ente antipopular, O puesta a esta corriente
está la gauchesca populista de la que I lidalgo es el prim er ejem plo.
La literatura gauchesca populista buscó asegurar un lugar entre las
ficciones orientadoras del país al hom bre com ún, al pobre de
campo, al m estizo, fin este esfuerzo, H idalgo identifica al gaucho
no sólo com o un argentino m is , sino com o el argentino auténtico,
el símbolo genuino de una nación em ergente. A dem ás, Hidalgo
hace su defensa del gaucho usando una especie de deliberada
identificación con él, lo que, com binado con su punto de vista
político, sólo puede ser llam ado populism o.
La peculiaridad de la literatura gauchesca com ienza con la
palabra mincho. En su autorizado libro El aaucho, el estudioso
uruguayo Fernando O. Assiingílo resum e y docum enta no m enos de
treinta y ocho teorías concernientes a los posibles orígenes de la
palabra, que van desde el francés gauche, sugi riendo al hom bre fuera
de la ley, hasta el térm ino de argot sudam ericano f}uacho, quizás de
origen indio, que significa huérfano (Assungflo, 383-520). Los
intelectuales del Río de la Plata siguen discutiendo sobre el sentido
“verdadero" de la palabra en una polém ica que al parecer no acepta
la ¡dea de que las palabras tienen y adquieren sentidos nuevos,
inclusive contradictorios, de acuerdo a cóm o, cuándo, dónde y por
quién sean usadas.
Hoy, las posiciones en el debate se escalonan entre dos
extremos. De un lado están los puristas que afirm an que “gaucho"
originalmente significó vagabundo, delincuente, descastado, y que
ningún cam pesino que se respetara consentiría en ser llam ado
gaucho. Los puristas afirm an adem ás que los intentos de rom antizar
al gaucho com o tip o nacional son de hecho apologías del
bandolerismo y la barbarie. R epresentante típico de esta escuela es
el libro, erudito |)cro de espíritu m ezquino, de Emilio A. Coni, El
Gaucho: Ar sentina, Brasil,Uruguay. En el bando opuesto está
remaní izadores que usan la palabra para designar el auténtico

85
espíritu argentino, m arcado p o r el sentido com ún, la simpatía v \
generosidad. 1
Los que rom antizaron al gaucho rastrean el uso de la palabra
hasta los prim eros días de la Independencia, cuando los realistas
llamaban gauchos a los revolucionarios, en el sentido de bandidos
y criminales. T anto indignó este uso de la palabra al general Manía
Güemes, caudillo de Salta, ocasional aliado d e A rtigas e importante
líder revolucionario, que transform ó la p alab ra en un desafío,
diciendo que si sus soldados eran gauchos, gaucho debía de refe­
rirse al patriota luchando contra una ley in ju sta y autocràtica.
Algunos autores del período de la Independencia captaron plena­
mente esta transform ación. Y a en 1817, el 22 de m arzo, La Gazeta
de Buenos Aires declaraba que “ el título de gaucho m andaba antes
de ahora una idea poco ventajosa del sujeto a quien se aplicaba, y
los honorados labradores y hacendados de S alta h an conseguido
hacerlo ilustre y glorioso por tantas proezas que les hacen d ignos de
un reconocim iento eterno” (citado en L udm er, 27, n. 5). T am bién
del lado de los rom antizadores está la poesía gauchesa de autores
como Bartolom é Hidalgo, que usaron la im agen del gaucho para
sim bolizar al am ericano revolucionario y auténtico. T íp ico d e este
punto de vista en nuestro siglo es el estudio de R icardo E. R odríguez
M olas de 1968, Historia Social del Gaucho. E l térm ino sufrió un
cam bio adicional en la década de 1840 cu an d o D o m in g o F . Sar­
m iento, de quien hablarem os m ás adelante, in sistió e n llamar
gauchos a los soldados de F acundo Q uiroga; co m o ésto s eran
hom bres de las provincias del oeste, lejo s d e las p am p as donde
vivían los gauchos “de verdad” , la p alab ra e n m an o s d e Sarmiento
se volvió aproxim adam ente sinónim o d e lo s n ó m a d a s cam pesinos
a quienes él v eía com o apoyo n atu ral d el caudillism o y e n conse­
cuencia obstáculo al progreso. E l n o m b re gaucho adquirió una
significación p articu lar en n u estro siglo c u a n d o au to res nacionalis­
tas y populistas, siguiendo la h u e lla d e H id a lg o , h ic ie ro n d el gau­
cho el sím bolo d e la A rg en tin a au té n tic a , q u e su p u e sta m e n te había
sido violada, traicio n ad a y sa q u e a d a p o r u n a c la se alta rapaz, pro­
eu ro p ea y an tiarg en tin a, a y u d a d a p o r su s a lia d o s ex tran jero s.
Debido a estas opiniones radicalmente distintas, ahora es
virtualmente imposible discutir el sentido de la palabra gaucho sin
tomarposición en este debate duro y aveces desagradable. De modo
que uso la palabra con precaución, y en su sentido más denotativo:
me refiero con ella al proletario rural, en general mestizo, cuyavida
estaba ligada a la tierra. Al mismo tiempo documento en páginas

86
I
subsiguientes la transform ación de la pal abra en un lem anacionalista
que en nuestro siglo hizo d e gaucho sinónim o de argentino au-
:¿ndco. E n este aspecto la palabra es clave de una de las principales
ficciones orientadoras de la A rgentina.
T an problem ático com o el sentido “v erdadero” de la palabra
gaucho es un p ro b lem a paralelo que concierne al origen de la
literatura gauchesca. H ay d o s teorías contradictorias respecto del
nacimiento de la gauchesca. L a prim era sostiene que este género
literario no fue m ás que u n desarrollo d e la poesía popular de las
clases bajas rurales. P o r atractiva que parezca esta idea, no puede ser
probada. A unque m uchos observadores notaron la existencia de la
poesía p opular del gaucho, sobre todo en letras de canciones, antes
de 1S10, n ad a quedó registrado p o r escrito. D écadas después,
cuando los m ism o s versos populares fueron transcriptos, consis­
tieron en baladas y canciones d e am or totalm ente desprovistas
del lenguaje p o p u lar y las im ágenes que se asocian con la gauches­
ca. L a segunda teo ría concerniente al origen de la gauchesca
sostiene que fue desarrollada p o r hom bres cultos, para quienes se
timaba de un artificio literario com o cualquier otro. Com o lo señala
Jorge L uis B orges, “ Los payadores de la cam paña no versificaron
jam ás en un lenguaje deliberadam ente plebeyo y con im ágenes
derivadas de los trabajos rurales; el ejercicio del arte es, para el
pueblo, un asunto serio y hasta solem ne” (B orges, “ El ‘M artín
R e n o ’ ”, Obras completas en ,co
la 515). D esa
esta idea, e n una crítica al nacionalism o literario d e los años
peronistas, B orges escribió:

Entiendo que hay una diferencia fundam ental entre la poe­


sía de lo s gauchos y la poesía g au ch esca... Los poetas po­
pulares del cam po y del suburbio versifican temas generales:
las penas del am or y d e la ausencia, el dolor del amor, y lo
hacen en un léxico m uy general tam bién; en cam bio, los poe­
tas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadam ente popu­
lar, que los poetas populares no ensayan. N o quiero decir que
el idiom a de los poetas populares sea u n español correcto,
quiero decirque si hay incorrecciones son obra déla ignorancia.
En cam bio, en los poetas gauchescos hay una busca de las
palabras nativas, u n a profusión de color lo cal... Todo esto
puede resum irse así: la poesía gauchesca {Obras Completas,
268).

87
Aunque la intención de Borges era despolitizar la gauchesca,
a la que los nacionalistas argentinos estaban dolando de cualidades
que rozaban la extravagancia, no puede negarse que la diferencia
que establece entre la gauchesca y lo auténticam ente popular es en
lo fundamental cierta. Pero además Borges deja entrever que el
lenguaje popular de la poesía gauchesca de algún modo hace de ella
algo poco “ serio y hasta solem ne”. Nada podría estar más lejos de
la verdad, como el mismo Borges lo reconoce en otros contextos. De
hecho, algunos de los momentos m ás sublim es en la literatura
hispanoamericana se encuentran en la gauchesca.
Dado que el género gauchesco, entonces, no es mera poesía
popular transcripta, ¿qué es? o m ejor dicho, ¿qué es lo que aporta
específicamente Hidalgo a la literatura que justifique el llamarlo el
“padre de la gauchesca”? En palabras del crítico dom inicano Pedro
1 lenríqucz Urefia, la creación de Hidalgo fue a la vez modesta y
revolucionaria (Henríquez Urefia, Las corrientes literarias, 115).
Fue m odesta porque la poesía de tipo satírica, con personajes
populares y habla también popular, era bastante com ún en todo el
mundo hispánico durante los últimos años del siglo xviii, y espe­
cialm ente, en el Río de la Plata, en la forma de baladas breves, los
cielitos y diálogos satíricos o sainetes (Sánchez Reulet, “ La ‘Poesía
Gauchesca* ” , 286-287). Fue revolucionaria porque puso esas
formas al servicio de una intención política explícita. En una
palabra, lo que había sido burlesco y paródico se volvió en la
gauchesca de Hidalgo un modo de instruir a los gauchos de sus
deberes cívicos al tiempo que usaba a esos m ism os gauchos como
sím bolo legitim ador de una nación em ergente, sím bolo de conno­
taciones innegablem ente populistas.
A m bas intenciones (el didactism o y la legitim ación) son
visibles en las “m odestas” invenciones de H idalgo. Tomando la
form a del cielito, creó una nueva voz poética en la que un gaucho
payador trata tem as políticos. Por ejem plo en “ Un gaucho de la
guardia del m onte contesta al m anifiesto de F em ando V il”, uno de
sus cielitos, un gaucho sin nom bre responde a un m anifiesto del rey
F em ando VII, que reclam aba sus posesiones en el Río de la Plata,
hecho que aceleró la ruptura definitiva de la A rgentina con España
en el C ongreso de T ucum án en 1816. E n respuesta, el de
H idalgo le dice al Rey: “ guarde am igo el papelón, / y por nuestra
Independencia / p o n g a una ilu m in ació n ” (.Antología de la poesía
gauchesca, 75). P untuando su b alada con el refrán rítm ico “Cielito,
ciclo que sí", el p ay a d o r afirm a

88
Cielito, cielo que sí,
lo que te digo Femando,
confiesa que somos libres
y no andés remolineando.

Cielito, cielo que sí,


guardensé su chocolate,
aquí somos puros Indios
y sólo tomamos mate.

Y si no le agrada, venga
con lucida expedición,
pero si sale matando
no diga que fue traición.

( Antología de la poesía gauchesca, 77-79.)

Aunque la irreverencia adolescente de Hidalgo tiene un visi­


ble encanto, lo más notable en estos poemas es su populismo. No
sólo vemos en el obligado coloquialismo del lenguaje un intento
de identificar la independencia con el gaucho; la mera idea de que
los españoles deban guardarse su chocolate y dejar a los argenti­
nos su mate, infusión popular entre los indios pampas y sus pri­
mos gauchos, subraya la presunción de que el pueblo bajo se basta­
ba para ganar la independencia, que los humildes “indios puros”
se bastarían para hacer retroceder a los vistosos ejércitos del Rey,
y que las clases bajas encaman el espíritu genuino de la nueva
nación.
¿Y a quién estaban destinados estos discursos? Seguramente
no al Rey, a quien estaban dirigidos, ni mucho menos a los
contemporáneos de Hidalgo que, como Moreno, se consideraban
descendientes intelectuales de la Ilustración europea. A los argenti nos
educados no era necesario decirles que: “Eso que los reyes son /
imagen del ser divino / es (con perdón de la gente) / el más grande
desatino” ( A
ntolgía, 77). Ni tampoco necesitaban oír

Cielito, cielo que sí,


no se necesitan reyes
para gobernar los hombres
sino benéficas leyes.
Lo que el Rey siente es la falta
de minas de plata y o ro ...
Ya se acabaron los tiempos
en que seres racionales,
adentro de aquellas minas
morían como animales.
Cielo, los reyes de Espada
¡la p... que eran traviesos!
Nos cristianaban al grito
y nos robaban los pesos.

(Antología, 77-79)

El público para estos versos era, evidentemente, un público de


gauchos, que, aunque habían luchado por la independencia, ahora
debían ser incorporados a una nueva estructura cívica. Y es aquí
donde vemos el énfasis francamente populista del pensam iento de
Hidalgo. Antes que él, ningún escritor de importancia pensó en
buscar para los gauchos un lugar en la nación emergente. Por el
contrario, Beruti y los morenistas habían insistido tenazm ente en
que la independencia era producto exclusivo de los hombres ilus­
trados, quienes debían defenderla de la “ínfima plebe” si quería
conservar su pureza. De ahí que la importancia de Hidalgo en la
historia intelectual argentina sea mucho más que literaria. Aunque
sin duda alguna merece un alto puesto en las letras argentinas por
la creación del género gauchesco, igual de notables son sus intui­
ciones populistas que lo llevaron a tocar el tema del pluralismo
social en un momento en que la élite intelectual tomaba medidas
para fortificarse contra el resto de la sociedad. Aunque en el plano
intelectual no estaba a la altura de sus contem poráneos más cultos,
es preciso reconocer a Hidalgo m ejores intuiciones políticas, cer­
canas a las que articulaba su ex caudillo m ilitar, José Artigas. En
realidad, gran parte de la guerra civil que cubriría la Argentina
durante los próximos cincuenta años podría haber sido evitada
quizá si los aristócratas portefios hubieran sido tan sensibles a las
aspiraciones de las clases bajas com o lo fue el primer poeta
gauchesco en su m odesta revolución.
A sí com o Hidalgo les dio un fin político a sus cielitos, más
adelante transfonnó el sainete, fo n n a teatral popular, en vehículo
de instrucción, com entario y protesta políticas. En sus manos,
el sainete se volvió diálogo patriótico en el que un gaucho, algo
más instruido que la m ayoría, instruye a otro sobre temas que

90
van desde la historia de la Revolución de Mayo a conceptos
iluministas de ciudadanía, en la m ism a forma de los versos que
vimos antes. Pero en los diálogos hay una nota de protesta contra
otros argentinos, nota que estaba ausente en los cielitos. El orden
social em ergente en la década de 1820 daba poco espacio a los
ex soldados gauchos, y los altos ideales del Congreso de Tucumán
no se reflejaban en la creciente lucha entre Buenos Aires y las
provincias. Los gauchos eran en gran m edida las primeras vícti­
mas de este idealism o fallido, y los diálogos de Hidalgo reflejan su
desilusión. Dice Jacinto Chano, el gaucho “culto” del “Diálogo
patriótico interesante” de Hidalgo, a su amistoso interlocutor,
Ramón Contreras:

Desde el principio, Contreras


esto ya se equivocó;
de todas nuestras Provincias
se em pezó a hacer distinción.
Como si todas no juesen
alum bradas por un sol;
entraron a desconfiar
unas de otras con tesón,
y al instante la discordia
el palenque nos ganó.
*

( Antología , 83)

Estos versos indican que para Hidalgo la falla del movimiento


¡ndependentista no estuvo en la voluntad o en la ley o en la
economía. A ntes bien, estuvo en la incapacidad de los pocos de
incluir a los m uchos, “com o si todos no juesen / alum brados por un
sol”. Hidalgo localiza esta falla inicialm cnlc en la incapacidad de
las provincias de cu m p lirlas prom esas form uladas cnT ucum án, de
forjar una A rgentina unida de provincias iguales, de acuerdo con el
ideal federalista. Pero de inm ediato agrega que el fracaso político
fue también un fracaso m oral, una traición a los principios, y un
retroceso de la revolución m ism a. M ientras que el fracaso político
puede entenderse en térm inos exclusivam ente políticos, Hidalgo
destaca que el problem a subyacente es individual: hubo hom bres
que se consideraron m ejor que otros, y en consecuencia se creyeron
por encima de la ley que decían obedecer:

91
¿Por qué naidcs sobre naides
ha de ser más superior?...
La lay es una no más,
y ella da su proteición
a todo el que la respeta.
El que la lay agravió
que la desagravie al punto:
esto es lo que manda Dios,
lo que pide la justicia
y que clama la razón;
sin preguntar si es porteño
el que la lay ofendió,
ni si es salteño o puntano,
ni si tiene mal color,
ella es igual contra el crimen
y nunca hace distinción
de arroyos ni de lagunas,
de rico ni pobretón:
para ella es lo mesmo el poncho
que casaca y pantalón.

( Antología, 84)
9

Aquí el payador se lamenta de que la independencia ganada en


gran medida con el sacrificio del gaucho ahora beneficie sólo a los
ricos. Lo que había empezado, al menos en la m ente de los gauchos,
como una lucha por la igualdad bajo la ley, fuera cual fuese el origen
o la riqueza, había sido corrompido por los ricos porteños que sólo
querían enriquecerse más imponiendo su voluntad sobre el resto del
país. Pero más importante aun es que H idalgo enfoque delibera­
dam ente temas de ingreso desigual, raza y lugar de origen, pues es
ahí donde vemos la innegable inclinación populista de su pensa­
miento. En su esquema, bajo el imperio de la ley todas las razas y
clases son iguales. El ingreso (ricos y pobres, poncho y chaleco),
color, proveniencia, simplemente no figuran en su concepto de la
ley ideal. Ahora bien, aunque es cierto que los liberales cultos de
Buenos Aires, en especial los m orenistas, se llenaban la boca con el
imperio de la ley, no tardaban en retroceder cuando se trataba de
darles a provincianos, gauchos u hom bres de tez morena una
posición jurídica igual a la que gozaban ellos. L a importancia de
Hidalgo deriva precisamente de que, igual que Artigas, toma el

92
rumbo opuesto. Habla no sólo de igualdad bajo la ley sino también
de problemas específicos (raza, ingresos y lugar de origen) que sus
compatriotas m ás sofisticados sólo querían posponer. Igual que
Artigas, Hidalgo tomó las palabras de la Ilustración en su valor
literal, asumiendo posiciones que más adelante serían identificadas
como populistas. Y también como Artigas, Hidalgo temía ser
ignorado:

Pero es platicar de balde,


y mientras no vea yo
que se castiga el delito
sin m irar la condición:
digo, que hem os de ser libres
cuando hable mi mancarrón.

( Antología, 84) . <

Aquí H idalgo toma clara distancia del tem or de Beruti al


gobierno de la masa. Para Hidalgo la amenaza más tem ible al
movimiento independentista no es el imperio de la m asa sino
su opuesto: el privilegio de vivir por encim a de la ley, privile­
gio que el rango social atribuye a unos pocos a expensas de la
mayoría.
Pero, aunque Hidalgo ataca los intentos visibles de excluir al
gaucho, su retórica trasciende lo visible e im buye al gaucho de
cualidades míticas. Así como la palabra americano en boca de Artigas
sugiere una nación nueva y un destino mítico, el gaucho de Hidalgo
hace más que representar una clase social desposeída: tam bién
refleja el espíritu de una nación adolescente que desafía con
arrogancia las pretensiones europeas y afirma una nueva identidad.
Este uso de la palabra gaucho en ningún lugar es m ás claro que en
el siguiente pasaje del “Nuevo diálogo patriótico” en que Contreras
le describe a Chano uno de los intentos de Fem ando de recuperar
territorio en el Río de la Plata. Chano com ienza el diálogo haciendo
mención a un rum or según el cual el rey Fem ando “solicita con an­
sia / por medio de diputaos / ser aquí reconocido / su constitución
jurando”. Contreras responda:

Anda el runrún hace días,


por cierto no lo engañaron:
los diputaos vinieron,

93
y desde e l barco m andaron
toda la papelería
a nom bre del rey Fem ando;
¡y venían roncadores...
la p u ... los m aturrangos!
Pero, am igo, nuestra Junta
al grito les largó el guacho
y les m andó una respuesta
m ás linda que san Bernardo.
¡Ah gauchos escribinistas
en el papel de un cigarro!
Viendo ellos que no em bocaban,
y que los habían tom iao,
alzaron los contrapesos
y dando güeltas al barco,
se jueron sin despedirse...
Vayan con doscientos diablos.

( Antología, 92)

Lo más notable en este pasaje es la frase gauchos escribinistas,


al referirse a quienes rechazaron las proposiciones del Rey. Así
com o la palabra americano sugería en Artigas una unidad mística
y una identidad preexistente, gaucho en Hidalgo sugiere u n espíritu
unificado en el que inclusive los abogados pueden se r gauchos.
Asimismo, al apropiarse de un término que antes sugería clase baja
o delincuente, sugiere que la nueva identidad nacional debería
determ inarse no por su clase alta sino por los cam pesinos humildes
y mestizos. Es así como el nom bre de gaucho define u n espíritu
nacional que es a la vez nuevo y preexistente. E l gaucho para
Hidalgo es el auténtico am ericano cuyas intenciones políticas
coinciden con la pureza del nuevo país, y son por consiguiente
genuinas. Vio en el hum ilde y en el m arginal a gente de valor, al
verdadero argentino en algún sentido, y la inescapable identidad del
país. De ahí que buscara enseñarle al gaucho los principios de la
ciudadanía y la responsabilidad cívica, no com o una precondición
para ser incluido, com o podrían haber dicho los m orenistas, sino
como ciudadanos que ya eran parte de la corriente central de la
nueva nación, y cuyo derecho a la educación y a una aceptación
plena estaban m ás allá de todo debate. L a posición de Hidalgo es
decididam ente populista. La curiosa expresión “gauchos escribi-

94
nistas en el papel de un cigarro” subraya la condición com ún del
movimiento revolucionario; m ientras el rey enviaba una cantidad
de documentos oficiales, los abogados gauchos respondían en
pequeños papeles que eran propiedad de todos. D ada la naturaleza
exaltada de su rebelión, no necesitaban papeles finos; la suya era
una rebelión de sustancia y principio, no de form a. L a creación
literaria de H idalgo fue quizás una revolución m odesta; su posición
ideológica, en cam bio, fiie auténticam ente radical, y por cierto una
de las más avanzadas en la prim era década d e nacionalidad d e la
Argentina.

Si la “m odesta revolución” de H idalgo no hubiera encontrado


resonancia en el espíritu argentino, la poesía gauchesca probable­
mente se habría perdido com o tantos otros versos patrióticos es­
critos durante la guerra de independencia. Pero el género gauchesco
sobrevivió, en gran m edida porque los escritores argentinos siguie­
ron encontrando en la gauchesca u n m edio im portante, quizás in ­
clusive esencial, para la discusión política. Su razonam iento al p a ­
recer fue que no había m odo m ejor de b u scar apoyo p o p u lar p ara
una idea que articularla en lo que pasaba p o r ser el lenguaje popular.
Uno de los prim eros im itadores de H idalgo fue fray F rancisco de
Paula Castañeda, u n cura vociferante que durante la década de 1820
promovió su m ezcla particular de populism o, federalism o y o rto ­
doxia católica en versos gauchescos (R ivera, La prim itiva litera­
tura gauchesca, 51-53). S im ilar en intención fue L uis P érez, u n
poeta populista que apoyó la dictadura de Juan M anuel de R osas
(del que hablarem os en capítulos posteriores). C uriosam ente, el
éxito de Pérez en la prom oción de la versión rosista del federalism o
en el medio gauchesco inspiró a los unitarios a h a c e rlo m ism o, pero
con intenciones políticas opuestas (R ivera, 58-60; S ánchez R eulet,
291). El prim ero entre los autores gauchescos unitarios fue H ilario
Ascasubi, quien entre 1830 y 1850 dirigió u n a incansable cam paña
poética contra R osas, frecuentem ente en versos gauchescos. P ero
Ascasubi nunca les d a a sus gauchos el v a lo r sim bólico de los
personajes de H idalgo; antes que los genuinos argentinos y puros
patriotas que eran en la poesía de H idalgo, los gauchos de A scasubi
existen sólo com o tediosos v o cero s de la p o lítica unitaria, o bien
como peleles cuya to rp eza h ace so n reír a la elite ilustrada. O tro
escritor que siguió p o r este cam ino es E stanislao del C am po, cuya
obra principal, Fausto, escrita en 1866, ofrece un retrato m uy
divertido de un gaucho que, d espués de h ab er presenciado u n a

95
represemación del Fausto üe Gotmod, trata de contarle la historia a
otro gaucho amigo suyo,
tís asi como el género gauchdespués
vuelve una tradición dividida; como la Revolución de Mayo que se
dividió a temprana hora entre saavedristas populistas y morcnis-
tas elitistas, la gauchesca pareció destinada a sen-ir a dos trudi-
cioocs contrarias. Hidalgo cteó el género y se identificó con una
de esas tradiciones: la de promoción literaria de los humildes y
los excluidos. La obra culminante de la gauchesca, El gaucho Mar­
iis Fierro, de 1872, que estudiaremos en extenso en un capítulo
posterior, continúa esta tradición populista. La otra corriente en
la gauchesca toma la forma de Hidalgo pero invierte su política.
Su finalidad era divertir a un público ilustrado con las gracias de
la gente de campo, ignorante pero feliz... y ocasionalm ente lan­
zar alguna flecha contra el federalismo, de pasada. La misma
critica sobre la gauchesca refleja esta división peculiar. E n este
siglo, el origen, propósito, función y permanente im portancia de
la gauchesca sigue provocando un debate a m enudo inam istoso, y
nunca conclusivo, que en sí mismo es un paradigma im portante de
la identidad argentina.
Hacia 1S20 la falla que recorría la sociedad y la historia
argentinas ya era claramente visible. (Podría decirse que había
sido visible desde el primer día en que M oreno m ostró su desa­
cuerdo con Saavedra.) A un lado de la falla estaban los libe­
rales, principalmente los unitarios de Buenos A ires, que vivían
mirando a Europa y ansiosos de im portar las últim as ideas, las
más modernas, del exterior, para dar con ellas form a a su nación
fuera cual fuese el costo, y hacerla un reflejo de la civilización
europea. En su plan, Buenos Aires serviría com o ejem plo y tutor
de las provincias y quizá de toda A m érica latina. A l otro lado de
la falla estaban los federalistas, caudillos provinciales y popu­
listas de varias layas. Aunque su sueño para la A rgentina era me­
nos claro y m enos bien expuesto que el de sus enem igos libera­
les, su meta era una política m ás inclusiva donde hubiera un lugar
para el campesino, el indio, los m estizos y los gauchos. Algunos
de ellos, como Artigas, llegaron a reconocer que los derechos
políticos sin propiedad no significaban nada. A m bos lados de
esta sociedad dividida se unieron inicialm ente en el deseo de ex­
pulsar a los españoles. Pero una v ez que esa tarea estuvo cum­
plida, dirigieron su enem istad uno contra e l otro, hundiendo al
país en sesenta años de guerra civil y derram am iento de sangre.

96
Ambos lados desarrollaron ficciones orientadoras que definieran y
sustentaran su punto de vista. Como veremos en capítulos subsi-
guientcs, estas ficciones, y los confiictosque reflejan, evolucionarían
con independencia una de otra, llevando a la Argentina moderna a
una división ideológica que de extraño modo sigue impidiendo el
consenso y la estabilidad.

97
Capítulo 4

Los rivadavianos

Los rivadavianos fueron un grupo de unitarios p o rteñ o s reunidos


alrededor de la figura de B ernardino R ivadavia, un m orenista a
quien vimos ya como secretario del T riunvirato de 1811. D urante la
década de 1820 dirigió un fugaz gobierno que anticipó virtualm cnte
todas las posturas de las clases liberales y educadas en la A rgentina.
Los rivadavianos no estuvieron en el poder el tiem po suficiente
como para hacer cambios estructurales durables en el país. A un así,
Rivadavia dejó su m arca en las instituciones sociales, las aspiracio­
nes culturales y el estilo de gobierno, m arca que sigue actuando en
prim er plano entre las ficciones conductoras del lib eralism o argen­
tino. De hecho, ningún elem ento de la sociedad (ejército, educación,
literatura, m úsica, arte, jurisprudencia, m edicina, p o lítica, econo­
mía, religión) salió indemne de la visión adm inistrativade Rivadavia.
Lo más elogiable en el legado rivadaviano fu eron sus aspiraciones
culturales y educativas. M ucho m enos adm irable es el elitism o de
su política. Y m enos aún su política económ ica, que endeudó a la
nación, concentró el poder en m anos de la o lig arq u ía terrateniente,
y le permitió a Gran Bretaña ahogar un auténtico desarrollo eco­
nómico con m ano tan firm e com o h ab ía p o d id o h acerlo España en
tiempos coloniales, o m ás. L os hechos q u e llev aro n al acceso de
Rivadavia al poder, su trabajo p o r la o rg an izació n del país, sus
posiciones frente a otros argentinos y latin o am erican o s, su derrota
y exilio: he ahí los tem as de este capítulo.

La experiencia rivadaviana co m ien za en el caótico año


1820. Los planes de confederación articu lad o s en el Congreso jj
Tueum án apenas cuatro años atrás y acían h ech o s pedazos. ..
interior del país estaba virtualm ente co n tro lad o p o r los caudillo

98
<85s a c h o s gauchos. EJ cabildo de B uenos A ires estaba dividido
,vV venustades Que « M en tab an a unitarios contra federales,
’erirabstás contra autonom istas, vrooservadores contra liberales y
^ v- ^ o ^facoíino" contra Ja Iglesia. D espués de m eses de virtual
jru*ccuu d cabildo de B uenos A ires eligió al general M artín
KoSnpee corto gobernador, puesto que conservó durante cuatro
j&SvTOrc.asde Inan e, un contem poráneo que dejó varios volúm enes
i í e.vnaordinañas m em orias, consideraba a ó lartín R odríguez "u n
i e c b e vulgar, un gaucho astu to ... que tuvo buena elección de
^ ru sro s . y rué dócil para dejarse gobernar" (In a n e , Memorias* III.
v \ Sea verdadera o nc la caracterización de Iriane. M artín Rodríguez
éék>buen r u r c l A dem ás, com o federalista decidido a incluir a
tr¿nño> en su gobierno, dio una ñora conciliatoria m u y rara a i la
¡víáuca de ese momento. H eredó asim ism o la perenne responsa-
b S iad de formar un congreso constituyente p ara que redactara o tra
cccsriruádn que pudiera ser rarificada p o r todas las provincias. L a
amasa de la ¿noca suele referirse a este com ité com o el C ongreso
\ t o r r a ! , aunque no tenía autoridad legislativa. G obernante m ás de
¿m oque en los hechos. R odríguez se apoyaba casi com pletam ente
•as-*. Bernardina Rivadavia, su m inistro de G obierno y A suntos

eres, que inició una serie de reform as que en g ran m edida


¿ró e m e como m arco a las aspiraciones liberales in clu siv e en e l
sgío xx. De hecho, aunque no encabezó el gobierno de B uenos
Aires hasta IS26. R ivadavia oscureció tanto a M artín R o dríguez V —~

que d gobernador suele se r m encionado com o n o ta al p ie d e su

Rivadavia, un hom bre poco atractivo, ingresó a la p o lítica


poro después de la caída de la Prim era Junta, en 1810. A p a rtir d e
IS14 viajó extensam ente p o r E uropa, representando a sucesivos
gobiernes argentinas en cuestiones que iban desde en co n trar u n
príncipe coronado adecuado para g o b ern ar la A rgentina, hasta
empezar y no term inar nunca una traducción d e la Tiiéorie des
p e sa r a des recompenses d e Bentham (Picei m ili, Rivadavia y su
tempo,n , 11-27). E n Europa, adm iró el sistem a político inglés, se
stamoró del utilitarism o d e Jerem v B entham , m antuvo corres-
pendencia con el pensador inglés (P ic cim lli, 4 2 7 -4 4 4 ) y adquirió
tes gustos refinados v ía s pretensiones de u n dandi francés. E n 1821
llamado de vuelta para serv ir com o m inistro de R odríguez; e n
^S25, baio la adm inistración del sucesor de R odríguez, L as H oras,
a Inglaterra en otra m isión, ésta m ás brev e, y en 1826 e l
E g r e s o Nacional lo eligió Presidente d e las P ro v in cias U nidas,

99
puesto q u e o cu p ó h a sta q u e fue e x p u lsad o p o r la fucr/.a en 182")
A un q u e su p u e stam e n te d ed icad o a la c re ac ió n d e una rcpúblk
dem o crática, R iv ad av ia m o stró d esd e tem p ran o u n a fuerte inc|¡.
nación an tip o p u lar, así c o m o una d eb ilid ad p o r los decretos
m ulados en co n su lta sólo co n sus p rin cip io s p riv ad o s. Entre 182! y
1827, es la p resen cia d o m in an te en la v id a p o lítica, cultúrale
intelectual portcíla, período que alg u n o s h isto ria d o res argentino!,
sim patizantes han llam ado La Feliz Experiencia.
L a Feliz E xperiencia fue resultado de la co n ílu cn c ia afortunada
de cuatro ingredientes n ecesario s para la alta cu ltu ra: prosperidad,
una clase alta em ergente con tiem po p ara el o cio , paz, y una
fascinación co n los usos de la aristocracia europea. La prosperidad
hacia 1820 ya era un hecho de la vida porteña, g racias en gran
m edida al apetito insaciable de E uropa p o r los cu ero s y las carnes
saladas. A dem ás, dentro de la provincia, los com erciantes de la
ciudad adquirieron m ás y m ás tierras m ientras los terratenientes se
dedicaban cad a vez m ás a los negocios urbanos; de esta unión de
clase terrateniente y com erciante nació la olig arq u ía argentina
cuyos apellidos dom inarían gran parte de la historia argentina
(Sebreli, Apogeo, 111-142). La paz fue resultado de u n alto mo­
m entáneo en la guerra con el B rasil (los portugueses que retenían
M ontevideo) y el T ratado del Pilar, que p o r breve lapso les dio a los
porteños un respiro en la tarca de forzar a las p ro v in cias rebeldes a
som etérseles. Las m ism as hostilidades entre lo s caudillos Ramírez
y L ópez iban a favor de B uenos Aires. R am írez asp irab a a volverse
el nuevo A rtigas. López resistía y al fin en 1821 derro tó y ejecutó
al d esdichado R am írez. L a derrota de éste d eb ilitó la alianza
federalista a tal grado que B uenos A ires no sólo se olvidó del Tra­
tado del P ilar sino que bloqueó el P araná com o m edio de controlar
el com ercio del interior. P or m ucho que las p ro v in cias lamentaran
estas m edidas, sus propias divisiones les h acían im posible una
resistencia unida a B uenos A ires. M ientras tan to , Buenos Aires
aum entaba su contacto con viajeros europeos, comerciantes y
científicos. T anto H u m boldt com o D arw in p asaro n algún tiempoen
la A rgentina. M ed ian te viajes p o r el extranjero, los hijos de la oli'
garquía em erg en te se fam iliarizaro n co n las costum bres europeas,
a m enudo al punto d e sen tirse m ás ex tran jero s en la Argentina que
en E uropa.
Q u ien catalizó estos in g red ien tes d e paz, prosperidad y Alta
C ultura en L a F eliz E x p erien cia fue B em ard in o Rivadavia. Con
in m en sa en erg ía, R iv ad av ia se lan zó a la tarea d e organizar la

100
sociedad que soñaba, un reflejo de la civilización occidental, ejem ­
plo de cultura europea en las Amóricas, París de las pampas. Su
sueño sigue dando forma al liberalism o argentino, y ningún catá­
logo de las ficciones orientadoras del país está com pleto sin 61. Pero,
curiosamente, no dejó escritos im portantes, m ás allá de las cartas
obligadas, las declaraciones pro form a y los docum entos oficiales.
Como lo observa su principal biógrafo, Ricardo Piccirrilli: “Jam ás
los menesteres de la plum a constituyeron para 61 ni el atisbo de un
menudo goce” (Piccirrilli, II, 16). Su único texto es su trabajo y su
recuerdo.
Una de las primeras reform as de R ivadavia consistió en
desmil itari zar la provincia de Buenos Aires, m aniobra necesaria en
vista de los miles de oficiales sin em pleo y reclutas pobres que, ya
sin necesidad de com batir ni a los españoles ni a las provincias, eran
considerados una fuerza política potcncialm cnte peligrosa. Para
volver impotente a esta fuerza, se forzó al retiro a todo el personal
tanto militar com o gubernamental. M ás aun, com o lo explica el
ministro de Finanzas M anuel Jos6 García, las pensiones fueron
deliberadamente ridiculas para alentar ala independencia a “hom bres
habituados a un sueldo fijo” que “tem blaban de verse solos en el
camino de la vida, entregados a su propia industria. A sí crecía y se
propagaba esa funesta m anía de em pleados” (citado en H alperín,
Revolución y guerra, 357). Un ex m ilitar que se sintió estafado co n
las nuevas pensiones fue el ex presidente y próccr de la Independencia
Comelio Saavedra, quien en sus m em orias recuerda con am argura
cómo fue gracias a la herencia de su esposa que pudo m antener a
flote la familia (Saavedra, “ A utobiografía”, 1,82-85). En un decreto
del 7 de septiembre de 1821, los dcscm pleados, m uchos de ellos ex
soldados gauchos, son definidos com o “delincuentes dolosos de
mendicidad”, y eran enviados a la cárcel o forzados a trabajar en
obras públicas (citado en Halperín D onghi, 350). Al m ism o tiem po,
a pesar de una aparente escasez de mano de obra en la econom ía de
crecimiento, el gobierno puso techos a los salarios pagados a los
obreros comunes, m uchos de ellos soldados de vuelta a la vida civil,
para asegurar de ese m odo “la dependencia del trabajo del d ía”
(citado en Halperín Donghi, 358). E videntem ente, la supuesta
adhesión del gobierno de R odríguez a la ortodoxia liberal no llegaba
a tanto como para dejar que los salarios buscaran su propio nivel; al
contrario, los em pleadores a quienes se sorprendía pagando m ás de
lo que permitía el gobierno eran m ultados. Bajo el liberalism o
rivadaviano, “ son ellas m ism as (las clases populares) las que deben

101
m ejo rar su suerte, usando p ara ello los instrum entos que la eco
n o m ía les p ro p o rcio n a” (H alperín D onghi, 352). Esto significah
u n im p ortante alejam iento del interés p atern alista y protector haci!
el pobre ex h ib id o p o r los gobiernos coloniales, influidos por u
Iglesia, en sus m ejores m om entos, asf com o p o r caudillos del tipo
de A rtigas. D e hecho, dadas las posiciones rivadavianas hacia la
clase obrera, no puede sorprender que los pobres prefirieran a los
caudillos.
A dem ás de la reform a m ilitar, la F eliz Experiencia es la
historia de varias instituciones notables, todas m odeladas según lo
que había visto R ivadavia en Europa. La prim era fue la Universidad
de B uenos A ires, fundada en 1821 con el padre A ntonio Sáenz, un
cura liberal que había actuado en política desde 1806, como su
prim er rector. L a U niversidad estaba dividida en seis escuelas o
facultades, consistentes de estudios preparatorios, ciencias exactas,
m edicina, derecho, ciencias teológicas y educación elem ental. Pan
form ar el claustro de profesores R ivadavia los im portó de Europa,
en especial de Inglaterra, y puso énfasis en la enseñanza de las
m atem áticas y la ciencia, m aterias m uy descuidadas en la educación
escolástica de las generaciones anteriores. T am bién im portó un
laboratorio de quím ica, que incluía un inglés para m anejarlo. Como
. la U niversidad estaba pensada principalm ente para la provincia de
Buenos Aires, en 1823 Rivadavia fimdó el Colegio de Ciencias
M orales, expresam ente para jóvenes provincianos que eran selec­
cionados m ediante exam en para recibir becas de estudio. El Colegio
reunió por prim era vez a un grupo de adolescentes que catorce años
después form arían la G eneración de 1837, posiblem ente el grupo de
_ intelectuales m ás distinguido en la historia argentina y del que
hablarem os en el capítulo siguiente. E ntre los hom bres notables que
estudiaron en el Colegio debe m encionarse a M iguel Cañé, ensa­
yista y novelista; Juan M aría G utiérrez, crítico y novelista; Esteban
Echeverría, poeta y ensayista del que hablarem os ampliamente en
el capítulo siguiente; Juan B autista A lberdi, ensayista de especial
percepción y claridad que contribuyó inm ensam ente a la primera
C onstitución efectiva de la A rgentina, y a q u ien examinaremos en
capítulos posteriores, y V icente Fidel L ópez, autor de la clásica
H istoria de la República Argentina. L a h isto ria del Colegio fue
escrita m ás tarde por uno de sus estudiantes, Juan M aría Gutiérrez,
en O rigen y desarrollo de la enseñanza pública superior en Buenos
Aires.
R ivadavia no se detuvo en el C olegio. Pensando que no todos

102
los jóvenes argentinos (Huirían educarse en Buenos Aires, envió
jóvenes porteóos brillantes a enseñar en el interior, en un amplio
programa que en la atrasada provincia de San Juan ayudó a formar
a Domingo Faustino Sarm iento, futuro presidente y escritor cuya
importancia como creador de ficciones orientadoras se hará evi­
dente en capítulos posteriores.
Tros di forondas fundamentales separaban las escuelas fundadas
por los rivadavianos de sus precursoras coloniales. Primero, aunque
algunos de los m aestros eran curas, las escuelas no estaban bajo el
control de las órdenes m onásticas tradicionalm cntc encargadas de
la educación. Segundo, siguiendo la guía de los utilitarios ingleses
que tanto admiraba, Rivadavia insistió en que los jóvenes argentinos
aprendieran oficios útiles, con énfasis en las ciencias matemáticas
y físicas. Y por últim o, los anuncios de becas gratuitas del Colegio
aseguraban a los padres que quedaba “proscripto enteramente de los
colegios de estudios el sistem a de degradar a la juventud por medio
de las correcciones m ás crueles” y se aseguraba que los estudiantes
“no encontraran allí verdugos por preceptores, sino antes bien,
quienes a la vez ejerzan para con ellos los buenos oficios de
maestros, de consejeros y am igos” (citado en Piccirrilli, 41). Pese
a esta preocupación por los estudiantes, uno de los más distinguidos
graduados del Colegio, Juan Bautista Alberdi, escribió en su au­
tobiografía que al com ienzo la disciplina le resultó intolerable, a tal
punto que su herm ano m ayor, viendo sus “sufrim ientos”, lo sacó del
Colegio durante un año (Escritos póstumos, XV, 274). Pero tras esc
año volvió, y llegó a ser uno de los pensadores políticos más
distinguidos de su generación.
Gracias a la im portancia dada por el gobierno a la educación,
la Buenos Aires de R ivadavia se volvió una ciudad de lectores y
discusiones intelectuales. Las veladas literarias dedicadas a las
tendencias m ás recientes de Europa florecieron en la ciudad, y
Vicente Fidel López describe así una de ellas:

Unas veces los concurrentes, damas y caballeros, formaban


grupo en tom o de don T om ás de Lúea, eximio lector, para oír
lo que decía el últim o folleto de Mr. de Pradt en favor de
América contra E spaña y la Santa Alianza; otras, eran Benja­
mín Constant o Bentham , en pro de la libertad y del sistema
representativo. M r. Bom pland, con su frac azul, su blanco
corbatón y su chaleco am arillo, después de haber acomodado
su paraguas en un rin có n ... era rodeado al momento como el

103
festejado iniciador de las bellezas de nuestra historia natural.
Cada noche encantaba a sus oyentes, hablándoles de alguna
hierba nueva, de alguna planta utilizable o preciosa que había
descubierto en las exploraciones de la m añana. Y a la amenísima
lección seguía otras veces una conferencia de física recreativa,
con experimentos y prcstidigitación que otro sabio, Mr. Lozier,
acordaba por amable condescendencia a los ruegos que allí se
le hacían... Además de estos atractivos, o m ejor dicho, a causa
de ellos, seguíase en el salón de Lúea la m oda tan acreditada,
y tan deliciosa entonces en los salones europeos, de acoger con
exquisito gusto, y de com pensar con aplausos, la declamación
de los trozos dramáticos o literarios de m ayor boga en el día.
CHistoria, IX, 39.)

Lo que más llama la atención aquí es el retrato que hace López


de una sociedad obsesionada con actualizar a la A rgentina, con
mantener un nivel intelectual y artístico en este puesto de avanzada
de la cultura occidental, a la par de Europa. El presupuesto de estas
veladas era la creencia de que la cultura era un producto que debía
ser importado.
En 1822, la abundancia de salones literarios llevó a Rivadavia
a apoyar la creación de la Sociedad Literaria de Buenos Aires, una
organización cuasi oficial que habían anticipado la Sociedad Pa­
triótica morenista y la Sociedad del Buen G usto en el Teatro, de
algunos años atrás. Organizada bajo la dirección de Julián Segun­
do de Agüero, cura liberal porteño, la Sociedad estuvo compues­
ta ¡nicialmcntc por doce y después por veinticuatro miembros. Su
objetivo, tal como quedó indicado en el prim er com unicado, era
dar “a las naciones extranjeras un conocim iento del estado del
país y sus adelantamientos, y que fom entase la ilustración y orga­
nizase la opinión” (citado en Piccirrilli, 57), En una palabra, la
Sociedad se daba la m isión de civilizar las pam pas y a la vez
informar a otras naciones que la civilización había echado raíces en
la Argentina. Para lograr estos fines, el 22 de enero de 1822 la
Sociedad fundó ElArgos de Buenos Aires, que pasó de bim
a bisemanal. Bajo la dirección de la Sociedad, El Argos se publicó
hasta el 3 de diciembre de 1825, cuando, por motivos que los
editores no dieron a conocer, el gobierno d e Juan Gregorio de las
lleras, el sucesor de Rodríguez, ya no perm itió que el diario siguiera
imprimiéndose crt las prensas del gobierno (El Argos, 3 de di­
ciembre de 1825,421).

104
El Argos, cuyo nombre hace alusión al ojo vigilante, sirve
como temprano prototipo del periodismo liberal porteño en general:
urbano, con la mira puesta en la información internacional, austero
sin carecer de estilo, informado, siempre del lado del clitismo
intelectual, firme en su lealtad a las causas liberales, desdeñoso de
las clases y cultura populares, y severo en su crítica del gusto. De
hecho, no puedo leer El Argos sin pensar en la revista Sur de V ic­
toria Ocampo, que inició su publicación en 1931 y que, en pala­
bras que usa John King en su magnífica historia de la revista, “ vio
que su papel era civilizar a una minoría en el ‘caos de la pam pa’
literario e ideológico” (King, Sur, 56). La descripción que hace
King de Sur podría perfectamente aplicarse a El Argos de la So­
ciedad Literaria en 1822.
Cada número de El Argos traía un amplio panorama de las
noticias del mundo y América, política local, y la naciente A lta
Cultura de Buenos Aires. Dadas las distancias que debían viajar las
noticias, la sección internacional por lo común estaba tres o cuatro ,
meses atrasada, y pese a los intentos por atraer corresponsales
extranjeros, por lo general consistía en material tomado de perió­
dicos americanos, ingleses, franceses y españoles. Además, aunque
en este momento las Provincias Unidas del Río de la Plata sólo
estaban unidas en el nombre, El Argos se hacia un deber de im prim ir
noticias de todas las regiones del interior, prom oviendo de esc m odo
la ficción de que, pese a la desunión política, la Argentina estaba
unificada en el espíritu.
No obstante ese interés en las provincias, El Argos nunca
perdió su localismo porteño. Por ejemplo, en una colum na que
celebra el décimotcrcer aniversario de la Revolución de M ayo, un
autor anónimo pregunta: “ ¿Qué era la Am érica del Sud antes de
que Buenos Ayres levantase su frente atrevida en este día, e h i­
ciese resonar el trueno elocuente de su voz? U na m azm orra de
esclavos condenada a gem ir bajo el látigo de su S eñ o r... ¿Y qué
es el presente? Una nación heroica de hom bres lib re s... que ha h u ­
millado en su vez a los mism os que la hum illaron” (28 de m ayo de
1823,178). Así se agradecía a caudillos provinciales com o G üem es
y Artigas, que tanto hicieron por expulsar a los españoles. E n otro
rito de autocongratulación, El Argos inform aba que “ Buenos Ayres
goza de una grande reputación (en Inglaterra)... p o r las instituciones
que ha creado en los últim os cinco años y los principios de libera­
lidad e ilustración que ellas han d ifu n d id o ... Este conjunto de cir­
cunstancias ha hecho crecer la opinión del país a térm inos que

105
podemos gloriamos de haber merecido las prim eras considerado-
nes de la nación más libre y más poderosa de la Europa” (3 de agosto
de 1825,261). Pero no contentos con fclici tarse por su buena suerte,
los editores de El Argos en el número siguiente escriben que, tras ha-
bcr recibido la última reválida de la prensa londinense, “deberíamos
volver nuestra consideración al estado actual de las provincias, y la
necesidad que ellas sienten en todo sentido de ocurrir cada una a
promover su prosperidad particular por los m ism os m edios a que
entonces atribuimos la de la Provincia de Buenos A yrcs” (5 de
agosto de 1825,265). La ficción reflejada en estas palabras, de Bue­
nos Aires como ejemplo, civilizadora y prcceptora del continente,
sobrevive en la altivez del porteño, tanto com o sigue ofendiendo a
los provincianos argentinos y a los vecinos latinoam ericanos.
Un ejemplo: en septiembre de 1825, varios representantes
del Alto Perú, ahora Bolivia, se reunieron en La Plata, ahora Su­
cre, para formular oficialmente su deseo de form ar una Nación
independiente de Buenos Aires. La declaración boliviana era
más ritual que real dado que Buenos Aires, preocupada con los
portugueses en la Banda Oriental, los indios, y sus interminables
conflictos internos, había mostrado poca oposición a la independen­
cia de Bolivia. De todos modos, El Argos no pudo resistir a la
tentación de aconsejar a sus vecinos respecto de la genuina senda de
la libertad:

Es quizás cierto que cualquiera opinión que a este respecto


salga de Buenos Ayres, llevar en los dem ás pueblos contra sí
la prevención desfavorable, del deseo de dom inar, que se nos
imputa; pero cualesquiera que hayan sido las razones en q u e se
funda este tem or general, que siem pre ha sido injusto, ellas no
pueden tener lugar desde que se han proclam ado y adoptado
los principios liberales sobre que están m ontadas nuestras
instituciones sociales... R eunir en un solo Estado partes
heterogéneas, só lo csp o n cru n im p ed im cn to al establecimiento
de leyes benéficas: p riv ara unos de los bienes de la civilización
porque su goce es aun prem aturo para los otros, y en fin retener
la celeridad de la m archa que podían em p ren d er p o r sí algunas
provincias por ligarlas a la lentitud de otras. N o tenemos
em barazo en asegurar que tal es el caso de las Provincias
Unidas con respecto al A lto Perú; porq u e para conocerlo basta
la consideración de que las prim eras han vivido quince años en
el entusiasm o de la libertad y las luces, m ien tras las segundas

106
han estado dominadas por el despotismo más irracional. (14 de
septiembre de 1825,315.)

Tres puntos merecen atención aquí. Primero, para los editores


del periódico y por extensión para muchos liberales porteños, las
acusaciones de hegemonía porteña son infundadas; antes bien,
resultan del hecho de que los acusadores viven en un estado
primitivo desprovisto de las instituciones sociales que elevan a
Buenos Aires por encima de sus vecinos. Segundo, Buenos Aires
decidió no protestar por la independencia del Alto Perú ya que “ligar
a algunas provincias a la lentitud de otras” no haría más que im pedir
el progreso de la Argentina; en suma, porqué molestarse por Bolivia
cuando esa región atrasada no sería más que una carga para Buenos
Aires. Y por último, la corrección del camino elegido por las
Provincias Unidas es visible en que “han vivido quince años en el
entusiasmo de la libertad y las luces”. Esta arrogante afirmación
ignora quince años de caudillismo, guerra civil, fragm entación y
golpes y contragolpes de los porteños. Es innecesario decir que el
entusiasmo que muestra Buenos Aires por sí m ism a no im pidió a los
bolivianos llevar a cabo su secesión.
El Argos también se esforzó por corregir la “barbarie” don­
dequiera que la encontrara, sobre todo en la cultura popular. Por
ejemplo, las fiestas de Carnaval que preceden a la Pascua eran
deploradas como un momento en que “las personas m ás distinguidas
entregadas a este juego, que llamamos bárbaro, parecen haber
perdido entonces su razón, y las vemos confundidas con la plebe
más grosera... Esperamos, pues, que las personas cultas de Buenos
Ayres contribuyan con su ejem plo a que se olvide una diversión, que
debe mirarse como un resto de barbarie, sustituyéndole otros
placeres en que reinen el buen gusto, el orden y la delicadeza con
que debe distinguirse un pueblo que ha em prendido la grande obra
de su civilización” (9 de febrero de 1822,28). U na sem ana después,
terminado el Carnaval, los m ism os buenos editores lam entaban que
sus consejos no hubieran sido atendidos y que el Carnaval hubiera
sido “capaz de poner en duda nuestra civilización a la vista de los
extranjeros”. Especialmente ofensiva era la práctica de llenar con
agua un cascarón de huevo vacío, para arrojarlo a alguna víctim a
desprevenida “sin que les valgan el traje ni el carácter que revisten".
El artículo termina expresando el tem or de que si “ a pesar de cuanto
decimos, salieren burladas nuestras esperanzas, tendrem os el dolor
de concluir, que aún hay entre nosotros m ucha gente profana, que

107
no puede entrar al templo del buen gusto" (13 de febrero de 1822,
36). Como veremos en el capítulo siguiente, las palabras usadas
en el periódico para describir el conflicto (civilización versus
barbarie) se volverían uno de los gritos de batalla del liberalismo
argentino. Autores posteriores, en especial Domingo F. Sarmiento,
popularizarían los términos, pero sin necesidad de inventarlos. Ya
estaban en el discurso político argentino, al menos en la época de
Rivadavia.
La Sociedad Literaria también fundó una revista, La Abeja
Argentina, “dedicada a objetos políticos, científicos y de industria; i
y contendrá además: traducciones selectas; los descubrimientos
recientes de los pueblos civilizados; las observaciones metcoroló-,
gicas del País; las medidas sobre la constitución de los años, de las |
estaciones, y un resumen de las enfermedades de cada mes; un j
semanario de los adelantamientos de la provincia (de Buenos
Aires)” (Actas de la Sociedad, citado en Piccirrilli, 62). Un número
prototípico incluye un airado manifiesto sobre derechos políticos en
el Brasil, una meditación sobre la naturaleza de la autoridad con
numerosas citas de autores iluministas, un discurso poético sóbrela
relación entre ciencia y arte, otra vez con extensas referencias a
pensadores europeos, una lección de química “tal como fue dictada
en Londres por el celebrado Sir Humphrey Davy”, y un artículo
sobre plagas recientes en la provincia (La Abeja, 15 de septiembre
de 1822). La Abeja sobrevivió sólo unos pocos meses, en parle por
falta de fondos, mala circulación y desacuerdos entre los editores y
la Sociedad Literaria. De hecho, en una ocasión Núñez se quejó de
que “se habían publicado dos o tres números de La Abeja sin que la
Sociedad hubiese revisado y aprobado los materiales”, sugiriendo
que la Sociedad Literaria mantenía un poder de veto sobre lo que
hicieran los editores (citado en Piccirrilli, 64). El conflicto éntrela
Sociedad Literaria y La Abeja también puede haber sido político ya
que eleditordelarevistaeraM anuel Moreno, hermano de Mariano,
cuyas crecientes inclinaciones federalistas lo ponían en posición
equívoca ante los rivadavianos. Pero aun a despecho de estos
conflictos locales, La Abeja puso en claro los mismos paradigmas
culturales que reinaban entre los rivadavianos: Europa y más
Europa.
Dado que la Universidad y el Colegio no admitían más que
estudiantes varones, Rivadavia organizó La Sociedad de Benefi­
cencia, cuyo personal estaba formado exclusivamente por mujeres,
encargada de “la dirección e inspección de las escuelas de niñas, de

108
la Casa de Expósitos, de la Casa de partos públicos y ocultos, del
Hospital de Mujeres, del Colegio de Huérfanas y de todo estable­
cimiento público dirigido al bien de los individuos de su sexo”
(citado en Piccirrilli, 49). Con anticipada aprobación hacia la nue­
va institución, El Argos entonaba sus alabanzas: “ Cuando se hayan
sentido todos los efectos de esta institución, entonces será que
ocupando a las mujeres gustos m ás serios, y placeres m ás verda­
deros, al paso que dejen de ser frívolas (hablam os por lo com ún)
lleguen a ser más am ables” (15 de m arzo de 1823, 88). Pero la
educación para mujeres debía incluir una preparación adecuada
en artes “ femeninas”, como lo indica el título revelador de una de
las publicaciones de la Sociedad: M anual para las escuelas ele­
mentales de niñas, o un resumen de enseñanza mutua, aplicada a
la lectura, escritura, cálculo y costura (Piccirrilli, 51). Adem ás
de supervisar la educación de las m ujeres, la Sociedad estaba
encargada de preparar m ateriales de texto para todas las escuelas
argentinas, la mayoría de ellos traducciones de textos franceses e
ingleses, o “catecism os científicos”, com o eran llam ados, que
cubrían temas más tradicionales como quím ica y geom etría. Pese
a sus intenciones caritativas y pedagógicas, la Sociedad no tardó
en volverse una especie de club social, cuyo ingreso era ob lig a­
torio para cualquier m ujer con aspiraciones a pertenecer a la clase
alta.
Además de sus intereses literarios y educativos, R ivadavia
prestó considerable apoyo a la creación de un teatro nacional. Pero
las críticas de E l Argos indican que el teatro bajo R ivadavia co n ­
sistió principalmente en obras m elodram áticas o cóm icas traduci­
das del inglés o el francés; evidentem ente no se estim ulaba la
producción de obras locales. P or creer que el teatro tenía un público
potencialmente m ás am plio que otros m edios, R ivadavia escribió
una carta a la Sociedad Literaria, el 6 de diciem bre de 1822,
pidiendo que se propusiera la form ación de “ una escuela en que se
enseñen los principios de la declam ación, y d e la que puedan salir
algún día profesores hábiles y capaces de presentarse a la escena con
toda la perfección que m erece un pueblo culto e ilustrado” (citado
en Piccirrilli, 65). La Sociedad consideró el pedido del m inistro en
su siguiente reunión, en la que se redactó u n “P royecto para la
erección y presupuesto de gastos de una escuela de acción y
declamación” , un docum ento breve que se lim ita a m anifestar que
deberían contratarse m aestros calificados para preparar a “jóvenes
de ambos sexos de figura noble y voz arm oniosa con la precisa

109
condición de que han de saber lee r y escribir”. L a lista de gastos no
contiene cifras, pero especifica que sería preciso emplear a un
m aestro, construir un pequeño teatro, y proveer “estatuas de yeso,
o pinturas y grabados de los autores y actrices célebres representan-
do escenas interesantes” (citado en Piccirrilli, 66-67).
La escuela de teatro no fue m ás que uno entre tantos intentos
de Rivadavia de transplantar a las pam pas el teatro, la cultura y e]
buen gusto. Florecieron con su apoyo varios grupos dramáticos, y
a partir de 1823 aparece regularm ente una sección teatral en El
Argos. Ya en 1825 el público porteño asistía a producciones del
Otelo de Shakespeare y de las óperas de R ossini La cenerentola y
II barbiere di Siviglia. M ás aún, en una dem ostración de las aspira­
ciones cosm opolitas de los porteños, El Argos editorializaba que
“prom overía sin duda el interés del teatro el cantar a veces en el
idioma nacional; aunque, com o individuos nos satisface comple­
tamente el italiano; y reprobamos las tentativas que se han hecho de
verterlas arias y dúos, oídos ya en esta lengua m usical, al español"
(10 de julio de 1824, 256). Aunque la prioridad estaba en traerá
Buenos A ires obras europeas, Rivadavia tam bién dio m edios fi­
nancieros para publicar literatura tanto traducida com o nacional,
incluida una de las prim eras antologías de poesía argentina, la
Colección de Poesías Patrióticas. Dadas las prim itivas condiciones
de im presión en Buenos Aires, varias publicaciones apoyadas por
el gobierno eran preparadas en Buenos A ires pero impresas en
París, incluyendo la pionera colección de poesía La Lira Argentina
de 1824.
Típico de lo que R ivadavia consideraba buen gusto era la
poesía neoclásica de Juan Cruz Varela. Seguram ente el poeta más
im portante de su generación, V arela, com o sus contemporáneos,
escribió sobre todo versos patrióticos y poesía am orosa fuerte­
m ente m arcada p o r alusiones e im aginería clásicas. En alabanza
de la victoria de S an M artín y G onzález B alcarce sobre los es­
pañoles en la batalla de M aipú el 5 de agosto de 1818, Varela
escribía:

A m ados de C aliope, hijos de Febo,


Del P arnaso en las cim as educados,
P erdonad si los tonos elevados
De vuestro can to a interrum pir m e atrevo.
Sé que p u lsa r no debo
L a pobre lira m ía;

110
¿Mas quién podrá este día
El ardor refrenar que el pecho inflama?
Veo dos héroes; su renombre solo
Del entusiasmo la sagrada llam a
Enciende, y siento que m e inspira Apolo.

(Varela, Poesías, 57.)

Lo que sigue es una m iniépica de ocho páginas escrita en


el mismo estilo grandilocuente, detallando la victoria criolla.
Los temas son argentinos, pero las formas son las del siglo an­
terior. Como lo observa el crítico argentino Ricardo Rojas, “Li­
beral y subversivo era el ideal político que Varela servía; pero la
forma literaria en la cual lo servía como poeta, era conservadora y
colonial, puesto que era exótica, y dogmáticamente enseñada por
sus maestros de la colonia. Entre el principio autoritario del dere­
cho divino, y el principio autoritario de la retórica clásica, no había
otra diferencia que el campo en que se ejercían” (Rojas, “Noticia
preliminar”, 14).
Si consideramos la poesía de Varela sólo en el contexto del
neoclasicismo, la crítica de Rojas parece injusta, ya que la apelación
a modelos clásicos puede verse apenas como la moda literaria del
momento. De hecho, no necesitamos mirar más allá de las imitaciones
que hace Virgilio de Homero para comprender que la im itación
creativa puede producir gran arte. La afirmación de Rojas, sin
embargo, adquiere m ás sentido si vemos los fundamentos teóricos
de Varela como indicadores de una mentalidad para la que la cultura
era una importación y en tanto tal denigraba su propia peculiaridad
nacional. En una palabra, Varela imitaba la poesía neoclásica
europea así como sus correligionarios imitaban todo lo europeo en
todos los campos. Su imitación era del tipo de la practicada por los
rivadavianos en general, vale decir que con frecuencia excluía antes
que exaltaba al propio país.
Empleado del gobierno y m iembro activo de la Sociedad
Literaria, Varela fue un vigoroso propagandista de las reformas de
Rivadavia. Como prueba de su lealtad a Rivadavia y su capacidad
de versificar sobre cualquier tem a, no hay que ver m ás que su
"Profecía de la Grandeza de Buenos Aires” , defensa panegírica del
sistema hídrico propuesto por Rivadavia, en cuyos versos prácti­
camente se sugiere que Colón descubrió Am érica con el único fin
de que Buenos Aires pudiera tener agua corriente (Poesías , 156-

111
162). Pero con el acceso de Rivadavia al poder, la poesía de Várela
cambiado dirección. Las alusiones clásicas que habían dado apenas
un marco a sus versos patrióticos y am orosos, se vuelven tema, a
punto tal que Varela termina escribiendo dos largas y complicadas
tragedias, Dido y Argia, ambas basadas en tem as clásicos y clara­
mente rcminisccntcs de Comeille. A diferencia de su poesía ante­
rior, ninguna de las dos piezas tiene m ucho que ver con temas
argentinos.
Dido, dramatización del cuarto libro de la Eneida de Virgilio,
ofrece un ejemplo especialmente ilustrativo de lo que oficialmente
se consideraba arte durante La Feliz Experiencia, ya que fue
representada originalmente en la casa de Rivadavia, publicada con
apoyo oficial el 24 de agosto de 1823, y repetidam ente elogiada en
el periódico oficial El Argos (23 de agosto de 1823,282). Temáti­
camente, la obra no se aparta en absoluto de la historia virgiliana,
aunque cstructuralm cnte observa con rig id ez las unidades
aristotélicas, reduciendo los personajes a meros narradores de
hechos importantes, todos los cuales suceden fuera de la escena
antes de que se levante el telón. Al día siguiente del estreno (que de
hecho fue poco más que una lectura dramática) un crítico anónimo
en El Argos se embelesaba: “El autor, arrebatado de su numen
poético esparce profusamente los más sublimes y tiernos pensa­
mientos.. . pero también es en verdad muy im ponente el sujetar una
producción a la censura rígida de una sociedad ilustrada”. El actor
principal es elogiado por declam ar “con aquella cadencia y tono
verdaderamente trágico con que se distingue el teatro francés”. El
crítico llega a elogiar a Varela “por la carrera brillante que ha abierto
al teatro nacional” (30 de junio de 1823,253). ¿U n teatro nacional
basado en Virgilio y deudor formal de C om eille? N o extraña que
críticos nacionalistas modernos com o Rojas consideren a Varela un
síntoma de colonialismo cultural.
Tras una segunda representación de la Dido de Varela, El Ar­
gos publicó una segunda crítica en la que se elogia a la obra por
cuanto en ella "no parece sino que el arte tiene en ella el último
lugar”, y en consecuencia “es preciso m irarla com o un buen mo­
delo del arte y del talento”. El segundo artículo tam bién destaca
la influencia de Com eille, que precedió a V arela en más de un siglo
( 6 de septiembre de 1823, 297-298). La Dido vuelve a ser noticia
en un número posterior de El Argos, donde el anónim o crítico tea­
tral, en una exposición de contornos sofisticados que sin duda
habría honrado a la corte de Luis XIV, com enta la justificación que

112
da el propio Varcla de la estructura de la obra, las teorías aristoté­
licas del drama y la intención última de Virgilio (27 de septiembre
de 1823, 322).
Los presupuestos teóricos de la obra y las críticas (la rígida
censura del “buen gusto” en una sociedad ilustrada, la noción
cstcticistadcl arte como algo puro y no contaminado con la realidad,
la corrección de las fórmulas neoclásicas, el teatro clásico francés
comoobjetodc imitación) explican en parte porqué los rivadavianos
y sus descendientes intelectuales, con todas sus aspiraciones y
diligencia artística, sólo produjeron desteñidas imitaciones de la
literatura y la sociedad europeas: su sentido del “buen gusto”
estimulaba más la imitación que la creatividad. El buen arte, el buen
gobierno, el pensamiento y los modales correctos estaban prede­
terminados de acuerdo a fórmulas no menos rígidas que las verdades
trascendentes del escolasticismo. Igual que Mariano Moreno, que
escondía un inflexible autoritarismo bajo el vocabulario iluminista,
los rivadavianos cantaban loas a la independencia, el progreso y la
renovación cultural, mientras se aferraban a modelos artísticos e
intelectuales recibidos. Su temor a lo nuevo, a lo no aprobado, o
simplemente a lo no europeo, bloqueó con eficacia la creación de
cualquier cosa que fuera auténticamente argentina. De hecho, al
glorificarlas imitaciones con frecuencia estériles del neoclasicismo
en los albores del teatro nacional, muestran un extraño anhelo de la
elite cultural de envejecer prematuramente, postura muy fuera de
lugar en una nación que se suponía estaba sintiendo las primeras
comezones de la adolescencia. Además, el bien orquestado éxito
crítico de las obras de Varela muestra hasta qué punto el mandarinato
cultural de Buenos Aires estaba alejada de las tradiciones populares
de su propio país... y de los logros notables de la gauchesca de
Bartolomé Hidalgo apenas unos pocos años antes.
El desdén de los editores de El Argos por las tradiciones po­
pulares queda demostrado una vez más en una crítica del Barbero
de Sevilla, en la que se elogia a los actores cómicos por su tra­
bajo. Pero el artículo termina diciendo: “Ojalá que nuestra com ­
pañía cómica se aprovechara tam bién de estas escenas, para
aprender a representar una acción bufa sin entregarse a la ridi­
culez y grosería de los sainetes” (12 de octubre de 1825,354). El
sainete era una forma de teatro popular cuyas raíces se hundían
en el primitivo teatro nacional español, muy apreciado por las
clases bajas porteñas, y, como vimos en el capítulo anterior,
probable fuente de inspiración para los diálogos de Hidalgo. La

113
literatura argentina encuentra su m ejo r m om ento cuando aban,
dona tos m odelos europeos, o los m odifica y parodia como hiz0
Üorgost lam entablem ente, las pálidas im itaciones de literatura
europea escritas por los rivadavianos tuvieron una larga sucesión,
tan pálida y tan poco convincente com o los forzados dramas de
Varóla.
La Sociedad Literaria y sus ó rganos de prensa fueron am-
pitam ente im itados en la creación de otras organizaciones profe­
sionales y académ icas, por lo general a partir de una decisión de
Rivadavia. Entre ellas estuvo la A cadem ia d e M edicina, que fue
creada por decreto el 16 de abril de 1822 y cuyos deberes incluían
la proparación y validación de títulos de m édicos y farmacéuticos,
el cuidado de la salud pública y el nom bram iento de personal
m édico en diferentes árcas de la provincia de B uenos Aires (ElArgos,
20 de abril de 1822,112). T am bién en 1822, un expatriado italiano
de nom bro V irginio Rabaglio fundó la A cadem ia de M úsica, para
"d a r im pulso y propagar en el país un arte que en el día hace las
delicias de todas las naciones cultas” (El Argos, 12 de ju n io de 1822,
172). V arios meses después, el I a de octubre de 1822, los primeros
alum nos de Rabaglio actuaron en un concierto inaugural al que
asistieron el gobernador R odríguez y R ivadavia. El concierto in­
cluía una com posición original llam ada La Gloria Buenos Aires,
que en palabras del exlasiado articulista de E l Argos “conm ovió y
elevó los espíritus” de todos los presentes. El p eriodista nos informa
adem ás que “en esta noche se sintieron agitados los corazones de
aquel placer inocente y puro, que tan tas v eces n ecesitam o s en las
penosas escenas de la vida. P or todo lo que v im o s y sentim os en tan
agradable y nueva reunión em b ellecid a p o r las arg en tin as, cree­
m os que esta escuela de m ú sica d eb e a u m e n ta r la civilización y
cultura de la fam ilia am erican a” (2 d e o c tu b re d e 1 8 2 2 ,3 0 4 ). Una
vez m ás, B uenos A ires es co n sid erad a filtro d e cu ltu ra p ara todo el
continente.
Un aíío m ás tarde, R iv ad av ia su p e rv isa b a la creació n de la
A cadem ia de Ju risp ru d en cia T e ó ric a y P rá c tic a , lla m a d a también
A cad em ia d e L eyes, a la q u e ala b ab a en frases m etafó ricas como
un m edio d e lo g rar “ la p e rfe c c ió n d e las in s titu c io n e s ... en seguir
la sen d a de la Ilu stració n c o m o ú n ic a fu e n te d e la prosperidad
p ú b lic a ” (citad o en P iccirrilli, 75). P o c o d e sp u é s R iv ad av ia super­
v isó la fun d ació n del M u sco P ú b lic o d e B u e n o s A ires dedicado a
“ los h ijo s de la p atria” co m o " c e n tro d e p o s ita rio d e to d o s los obje­
to s h istó ric o s y artístic o s, q u e se re la c io n a n c o n lo s conocimicn-

114
tos, o con los hombres célebres nacidos en su suelo” (citado en
piccinilli, 80).

No menos amplias pero lamentablemente más durables que


sus innovaciones culturales, fueron las políticas económ icas
rivadavianas. Aunque pensadas como reformas, terminaron sien­
do una receta para el perenne endeudamiento y la consiguiente
abdicación de la soberanía nacional. Los problemas actuales de
deuda extema de la Argentina han llegado a la primera plana de los
diarios con frecuencia desde fines de la década de 1970. Lo que se
sabe menos es que el modelo de endeudamiento que subyace a la
actual situación ya había quedado establecido a mediados de la
década de 1820, bajo el gobierno de Rivadavia. Con Manuel José
García como ministro de Finanzas, el gobierno tomó gravosos
préstamos de Inglaterra para financiar nuevos proyectos en la
provincia y pagar deudas de guerra, algunas de las cuales se
arrastraban desde los primeros años de la Independencia. Estos
préstamos fueron garantizados, a menudo a tasas usurarias, con
tierras y productos ganaderos. En una transacción que se hizo no­
tar especialmente, negociada a través de la firma Baring Brothers
de Londres, el gobierno porteño recibía crédito apenas por qui­
nientas setenta mil libras esterlinas, a cambio de la firma de un
recibo por un millón de libras (Fems, 103). Para em peorar las
cosas, la mayor parte del dinero supuestamente prestado a la
Argentina, en los hechos quedaba en Inglaterra en forma de cré­
ditos contra la compra de manufacturas inglesas y para pagar
comisiones de corredores e intermediarios, con lo que el beneficio
que recibía el país en términos de inversiones era mínimo (Rock, "
Argentina, 99-100). De acuerdo con algunos cálculos, el pago final
contra este crédito no se hizo sino en 1906. Durante las m uchas
décadas de intervalo, los Bancos ingleses, m ediante constantes re-
financiamientos, recibieron el m onto original de préstam o no una
sino varias veces (Scalabrini Ortiz, Política británica , 79-97). E n
nuestro siglo, el viejo y continuo endeudam iento de la A rgentina
con Gran Bretaña como un m ecanism o m ediante el cual m antener
la explotación y el dominio inglés sobre la Argentina, ha sido un
tema principal en los escritos antiim perialistas tanto de la derecha
como de la izquierda.
En 1825, para oficializar la relación económ ica que G ran
Bretaña ya había establecido con la Argentina, W oodbine Parish,
cónsul general en Buenos Aires, en representación del Secretario

115
de E stado G eorge C anning, y M a n u el Jo s é G arcía, firmaron el
T ratado A nglo-A rgentino d e A m istad , C o m ercio y Navegación,
Sus provisiones principales eran q u e G ra n B retañ a reconocería la
soberanía e independencia arg en tin as (cu estió n delicada dado el
resentim iento inglés p o r h ab er p erd id o sus p ro p ias colonias ame­
ricanas), que tanto ingleses com o arg en tin o s v iv ien d o en el otro país
gozarían de los derechos acordados a todos lo s extranjeros, y que los
ciudadanos de am bos países tendrían libre acceso al com ercio del
otro (El Argos, 26 de febrero de 1 8 2 5 ,7 0 -7 1 ). E l T ratado fue “un
intento de crear una relación de m ercado lib re en tre una comunidad
industrial y una productora de m aterias prim as. E n esta relación el
papel del Estado se reducía a garantizar la o p eració n de un meca­
nism o de m ercado” (Fem s, 113). E l T ratad o m ostraba asimismo
una ingenua voluntad por parte de los negociadores argentinos de
aceptarla teoría económ ica inglesa com o objetiva y científica, antes
que com o interesada y m otivada p o r el deseo de ganancias. Vale la
pena notar que uno de los pocos intentos exitosos bajo R ivadavia de
erigir barreras aduaneras en la A rgentina fue una prohibición contra
la im portación de cereal votada por la legislatura provincial el 29 de
noviem bre de 1824. La ley fue severam ente condenada en
com o “opuesta a los m ás sanos principios de econom ía y lo que es
m ás agravante, com o contraria al espíritu de todas las leyes e
instituciones que nos h an ... acreditado ex terio rm en te... [y con
seguridad iniciará] la odiosa carrera de los privilegios y las prohi­
biciones que no solam ente arruinan, pero desacreditan” (10 de
agosto de 1825,269). A un en m aterias económ icas, los rivadavianos
adherían plenam ente a los m odales eu ro p eo s.1

1En contraste, los Estados Unidos siguieronunapolíticaclaramentediferen-


te. Aunque dependientes del capital y la tecnología inglesa, los Estados Unidos en
el siglo pasado levantaron altas barreras aduaneras para proteger sus nacientes
industrias, que en el momento no estaban en condiciones de competir con las
manufacturas inglesas. Yaen 1789 Estados Unidos tenía aranceles de importación,
y en 1816 los había aumentado, especialmente para proteger el algodón, la lana y
las manufacturas de hierro. Pese a las repetidas objeciones de políticos sureños, esa
política arancelaria favoreció la industrialización de los estados del norte. Y
sobrevivióconmodificacionesmcnoreshasta 1934, cuando CordellHull, Secretario
de Estado demócrata bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt, logró la
aprobación de la Ley de Acuerdos Comerciales Recíprocos. Aunque el principal
argumento de Hull era que las barreras aduaneras amenazaban la paz del mundo,
también sabía que en ese punto ya no era necesario seguir protegiendo la economía
altaririente desarrollada de los Estados Unidos.

116
El Tratado Anglo-Argcntino, ¿n apariencia un modelo de
lalsscz-faireeconómico, reilcjaba píosturas poco auspiciosas para
el futuro argentino, y que por supuesto estaban en el polo opuesto
de los sentimientos proteccionistas articulados por Artigas y otros
voceros del interior. El Tratado era, en efecto, un modo de dar ple­
na libertad al juego comercial en un estanque donde Gran Bretaña
era, de lejos, el pez más grande; en razón de la irrecusable potencia
económica inglesa, el libre comercio en última instancia significaba
libre reinado de los capitalistas ingleses y sus colaboradores porte­
ños, olvidando los intereses del país en su totalidad. Al abolir las
barreras de importación y abrir el país a inversiones extranjeras casi
ilimitadas, los rivadavianos devastaron la industria local, garanti­
zaron que la mayoría de los bienes manufacturados a partir de ese
momento fueran importados, y limitaron el futuro económico del
país al de proveedor de bienes agrícolas y materias primas a una
potencia industrial. Además, al acceder a em barcar m ercadería sólo
en barcos ingleses o barcos construidos en la Argentina (un país
entonces con mínima capacidad industrial), la Argentina renunció
a tener nunca su propia industria naviera. De modo que en el T rata­
do hay cierta ironía: aunque explícitamente reniega del m ercanti­
lismo, asegura que Inglaterra, debido a su superioridad económ ica
sobre todos los posibles competidores, mantendrá una relación
esencialmente m ercantilistacon Buenos Aires. Tal com oloobservó
John Murray Forbes, jefe de la misión norteam ericana en Buenos
Aires entre 1820 y 1831, “la ostensible reciprocidad del Tratado es
una burla cruel de la absoluta falta de recursos en estas provincias,
y un golpe de muerte a sus futuras esperanzas de cualquier tonelaje
marítimo” (Forbes, Once años en Buenos , 345).
Además de sus concom itancias económ icas, el T ratado
Angloargcntino tuvo importantes consecuencias sociales en tanto
concentró efectivamente poder en manos del aliado m ás im portante
de Gran Bretaña: la ya poderosa oligarquía porteña, cuya riqueza
venía de sus tierras y de su capacidad de servir a los intereses
comerciales británicos. Asumiendo sólo el papel de proveedor
abundante de bienes agrícolas, los rivadavianos (a lo m ejor sin
quererlo) se aseguraron de que el poder real no saldría de m anos de
la burguesía terrateniente y comercial, hecho que limitaría seriam ente
el acceso al poder de cualquiera que hubiera nacido hiera de los
círculos privilegiados, y fomentaría el resentim iento de clases, que
ya en el presente siglo ha vuelto al país casi ingobernable.
Otras m edidas de los rivadavianos vincularon m ás aún la

<
117
econom ía argentina a G ran B retaña. Se invitó a participar en i
políticas económ icas a “ asesores” ingleses, dándoles ingerencia?
la contratación de préstam os oficiales, la em isión de moneda yi!
regulación de inversiones y com ercio exteriores. Tales posiciones
de poder fueron usadas, por supuesto, en provecho de Inglaterra, 5
tal punto que desde sus prim eros años la A rgentina se volvió unpa(s
dependiente de préstam os y de capitales, posición que más de una
vez. ha com prom etido la capacidad de la nación de controlar sus
propios asuntos. El ingreso a la A rgentina del poder comercial
inglés y su influencia política consiguiente, durante los años
rivadavianos, fue tan abrum ador que Forbes se quejaba de que los
ingleses eran "una gigantesca influencia extranjera que controlad
gobierno y que puede, a su placer, m antenerlo o derrocarlo”
(Forbes, 352).
Paralela a la refonna económ ica, y quizás m ás devastadora
_ a ú n en sus consecuencias a largo plazo, fue la reform a en la tenen­
cia de tierras. En 1824, Rivadavia promulgó una fórm ula basadacn
el principio romano de enfiteusis, por el que una corporación o un
individuo podía requerir tierras públicas del gobierno por un período
de veinte años, pagando una renta anual mínima. A unque pensada
para difundir la riqueza y crear una clase m edia de inmigrantes
granjeros, las tierras fueren a pararen su gran m ayoría a los que ya
. eran ricos (Sebreli, poge,130-134). Hacia 1830, de acuerdo con
A
las políticas distributivas de Rivadavia, quinientos treinta y ocho
individuos o coiporacioncs habían recibido diez m illones de hec­
táreas, un prom edio de dieciocho mil cada uno. H ubo un individuo
que recibió cuatrocientas cincuenta mil hectáreas, y otro trescientas
sesenta mil. Aunque la propuesta original era constituir un alquiler
sujeto a revisiones periódicas, estas entregas de tierra hechas bajo
Rivadavia se volvieron propiedad personal m ás adelante, aumen­
tando la riqueza de la oligarquía em ergente, a la vez que aseguraba
íiue habría m enos buena tierra disponible para futuros inmigrantes
(llerrin g , A H
istoryof LatinAmerica, 624-625)
distribución de tierras de R ivadavia, em ulada m edio siglo después
por otros gobiernos liberales, concentró en gran m edida la riqueza
en Buenos A ires y sobre el Litoral, donde estaban las mejores
tierras. C om o señala Díaz A lejandro, la naturaleza m ism a parecía
m ilitar contra una distribución equitativa del p o d er y la riqueza en
la A rgentina. A diferencia de los Estados U nidos, donde el descu­
brim iento de ricas tierras de cultivo en las G randes Llanuras y en
C alifornia obligaron al N ordeste a industrializarse, las mejores

118
tierras en la Argentina fueron distribuidas primero, asegurando con
ello que las primeras lamillas oligárquicas del país seguirían siendo
las más ricas y poderosas. Décadas después, a m edida que se les
litera arrebatando territorio a los indios, las mismas familias seguirían
adquiriendo míis y más tierra (Díaz Alejandro, Essays on the
Economic History oftheArgentina 35-40,151-159).
En materia política, el gobierno de Rodríguez se dedicó, bajo
inspiración de Rivadavia, a concentrar poder. Desde la revolución
de 1810, el cabildo de Buenos Aires, que en su m ayor parte estaba ,
dominado por los intereses com erciales conservadores de los por­
téelos, había sido el principal mecanismo para la formación de
sucesivos gobiernos... y de su disolución cuando tocaban algún
interés vital. O, en palabras de un observador contem poráneo, el
cabildo "promovía, socapa, las revoluciones para revestirse del
poder de hecho” (Iriartc, 111,31). Para evitarese tipo de interferencia,
el gobierno de Rodríguez abolió el cabildo tanto en Buenos Aires
como en Luján. Aunque bien m otivada, la disolución de los cabil­
dos fue una luz roja para los oligarcas porteños, para los ya suspica­
ces caudillos provinciales, y las masas para quienes el cabildo, en
palabras de Iriarte, “era la autoridad más inm ediata... E ra la cabeza,
el padre, y sus hijos como a tal lo adoraban, lo respetaban, le
tributaban un culto voluntario, una devoción exaltada” (Iriarte, III,
31-32; véase también Scbreli, Apogeo , 135-136). A unque los ca­
bildos eran una reliquia de las épocas coloniales, eran de todos
modos cuerpos políticos en funcionamiento, siem pre representati­
vos de al menos algún segm ento de la sociedad, y en algunos casos,
comocn la Banda Oriental de Artigas, notablem ente dem ocráticos.
En una mirada retrospectiva, podría haber sido m ás inteligente
tratar de incorporar a los cabildos al nuevo sistem a adm inistrativo,
en lunar de clausurarlos. Pero R ivadavia había visto la verdad en
materia de organización política en Inglaterra y Francia, y esos
modelos europeos no incluían cabildos. En su rem plazo, organizó
una legislatura provincial que m ás tarde incluyó algunos funciona­
rios elegidos por voto popular. A unque sus funciones eran controlar
al ejecutivo, esta legislatura en su inicio fue poco m ás que una
sociedad de debates abstractos, con la rutina de sellar los decretos
de Rivadavia.

Mucho más incendiaria que la abolición de los cabildos fue la


reforma eclesiástica de Rivadavia; aunque tibia en com paración
con el anticlericalismo francés, estas m edidas contribuyeron al

119
aislamiento de los rivadavianos tanto respecto de los oligarcas
conservadores como de las clases populares. Aunque los sacerdotes
conservadores estaban com prensiblem ente perturbados por la$
corrientes anticlericales en el pensam iento ilustrado, que no podía
sino resonar entre los liberales argentinos, la Iglesia que Rivada-
via trató de reformar no podía considerarse de ningún modo un
bastión del tradicionalismo antirrevolucionario. A lo largo del si­
glo xviu las ideas iluministas entraron en la América hispánica
con frecuencia a través del clero, en ocasiones contrariando las
prohibiciones oficiales. Liberales como M oreno se enteraron de la
existencia de Voltaire y Rousseau gracias a los curas en la Univer­
sidad Católica de Chuquisaca, y algunos hom bres de iglesia tu­
vieron papeles de importancia en la gesta emancipatoria. Bajo
presión de España, el papa Pío VII excomulgó a algunos curas
liberales, pero quedaron los suficientes como para sostener la
presencia liberal en la Iglesia (Frizzi de Longoni, y la
reforma eclesiástica, 10-22,37-39). Rivadavia, que no tenía nada
del jacobino anticlerical, se llevaba bien con el clero liberal. Inclu­
yó sacerdotes en todos los niveles de su administración, instituyó
la plegaria en latín en las escuelas, y mandó a sus subordinados a
cesar de “promover prácticas contrarias a la religión” (Carbia,
Revolución, 91-92).
Haciendo a un lado la ideología, los eclesiásticos argentinos
tenían otras razones para apoyar la independencia. Como en casi
todos los sectores de la sociedad colonial, la Iglesia estaba domi­
nada por un jerarquía nombrada en España, que confinaba a los
criollos a posiciones menores. Como resultado, veintidós sacerdotes
participaron en el Cabildo Abierto del 25 de M ayo de 1810, cuando
se declaró la independencia argentina, y hubo curas en puestos de
avanzada en la revolución en marcha, apoyando no sólo la inde­
pendencia sino también el patronazgo nacional por el que los
nombramientos eclesiásticos deberían hacerse en la Argentina y no
en Roma o en Madrid (Carbia, Revolución, 22-33, 78-81). El
patronazgo nacional perduró en parte porque, bajo presión española,
el Vaticano mantuvo vacante la sede obispal de Buenos Aires entre
1812 y 1830 (Carbia, Revolución, 78-88). La Iglesia argentina de­
claró su propia independencia de España, y en cierto modo de Roma
también, al dirigir sus plegarias en favor de la causa nacional, y
ya no colonial (Carbia, Revolución, 54). En la década de 1820 parte
del clero siguió apoyando con vigor las causas liberales; de hecho,
algunos de los aliados más fuertes que tuvo Rivadavia fueron

120
sacerdotes, entre ellos A ntonio Sácnz, el prim er rector de la Uni­
versidad de Buenos Aires.
¿Porqué, entonces, R ivadavia term inó teniendo un problem a
tan grave con la Iglesia? La respuesta es relativam ente sim ple: hizo
unprohlcmade la introm isión de la Iglesiaen cuestiones m ateriales,
lo que constituía la debilidad m ás vulnerable y delicada de la Iglesia.
Desde épocas coloniales, el real vigor económ ico de la Iglesia
estaba prim ordialm cnte en m anos de las órdenes m onásticas que
con los años adquirieron enorm es propiedades, desde tierras a
pequeñas fábricas. A dem ás, los servicios sociales (escuelas, hos-
p italcs^ sílo sy o rfan aio s^ ran terreno exelusivode las com unidades
religiosas, que solían com petir entre si por riqueza, prestigio,
influencia y nuevos m iem bros. V inculadas a las órdenes m adres en
Europa, las órdenes argentinas siguieron su propia ley a tal grado
que inclusive el clero no m onástico se alarmó de su independencia.
El poder de las com unidades m onásticas había sido atacado desde
tiempo atrás por los liberales argentinos; en el segundo núm ero de
El Argos de Buenos Aires, por ejem plo, un autor anónim o fantasea
con que algún día viajeros curiosos m irarán las ruinas de los
monasterios com o ‘‘m onum entos de la m udable opinión del hom ­
bre” (19 de m ayo de 1821, 10). Como la m ayoría de los liberales,
Rivadavia vio tres fallas en la organización social y económ ica de
la Iglesia: incficicncia, anacronism o y petrificación. En su opinión,
la institución social de la Iglesia caía bajo la dirección del Estado
moderno. Sus reformas, entonces, estuvieron dirigidas a los aspectos
socioeconómicos de la Iglesia, y tenían poco o nada que ver con la
doctrina.
Sus prim eras m edidas consistieron en abolir los fueros ecle-^
siásticos, que les perm itían a las órdenes m onásticas tener sus
propias cortes de ju sticia y disponer de una buen ingreso del Estado,
confiscar las propiedades de órdenes que a su parecer estaban
acumulando riqueza sin servir a la sociedad, y centralizar toda la
actividad religiosa bajo un prelado diocesano, com o un m odo de
quebrar los feudos de las órdenes (Frizzi de Longoni, 61-75). Una
de las prim eras com unidades afectadas por la reform a de R ivadavia
fue el Convento de la M erced, de cuyos bienes se decía que “ sólo
eran llamados para suplir el oficio de los párrocos” , sin servir al
público en general {El A rgos, I o de m arzo de 1823, 72). En un
extenso decreto publicado en E l Argel
, obisp
secundó la intención de R ivadavia de ponerlas finanzas de la Iglesia
bajo una dirección única, devolviendo a m onjes y m onjas a sus

121
votos crism ales de m endicidad (8 ik' m areo de 18M, \\
asegurar que las com unidades religiosas viables sobrevivióme
volvetse dem asiado poderosas, Rivadavia decretó asimismo ¿
ninguna com unidad podría tener m enas de dieciséis miombio'J'
mas de treinta, y que los novicios debían tener por lo
veinticinco años. Para dar m ayor libertad a las biricúes monástica,
garantizó pensiones para saeeiriotes que quedaran sin ajvyo rios
órdenes, y organizó un senado clerical consistente de representa
de varias órdenes para asistir al obispo en la administración de U
diócesis (Carbia, Revolución, 105*107)« Por lo demás, fonvtó iiw
titueiones oficiales como la Sociedad de Beneficencia, el Colegia
de Ciencias M ondes v la Universidad de Buenos Aires para ocu­
parse de la educación, privando asi a la Iglesia de «su m ejor cornac»
con la juventud, Al poner el control de los asuntos de la lglcsit
primariamente en manos de sacerdotes seculares antes que
monásticos, Rivadavia abrió la puerta para que monjes y monjas
asumieran un papel en la Iglesia fuera de sus órdenes, elección qnc
se dio en Va realidad (Carbia, Revolución, 108* 113).
Aunque ampliamente apoyada por los curas progresistas con»
Antonio Sáeriz, el Deán Funes y Mariano Zavaleta, la refonnt
provoaá una airada reacción entre los conservadoras. Los principales
entre ellos fueron dos franciscanos, Cayetano Rodríguez y Francisco
de Paula Castañeda, que publicaren feroces diatribas contra te
"infieles” rivadavianos (Frizzi de Longoni, 81-87). Tan indignado
estaba Fray Castañeda que compuso varias parodias de las letanías
de la Iglesia para expresar su desaprobación hacia Rivadavia, Por
ejemplo:

De la trompa marina - libera nos Domine.


Del sapo del diluvio - libera nos Domine,
Del ombú empapado de aguardiente - libera nos Domine.
Del armado de la lengua - libera nos Domine.
Del anglo-gálico - libera nos Domine.
Del barrenador de la tierra - libera nos Domine.
Del que manda de frente contra el Papa- libéranos Domine
De Rivadavia - libera nos Domine.
De Bemardino Rivadavia - libera nos Domine,
Kyrie eleison - Padre Nuestro. Oración como arriba.

Bajo la pluma de Castañeda, el Credo Apostólico se transfor­


mó así:

122
Creo en Dios padre todopoderoso, creador y conservador de
Bemardino Rivadavia y en Jesucristo redentor de Rivadavia
que está actualmente padeciendo en Buenos Aires muerte y
pasión bajo el poder de Rivadavia. Creo en el Espíritu Santo
cuya luz persigue Rivadavia. Creo en la Comunión de los
Santos de cuya comunión se ha pasado Rivadavia. Creo en el
perdón de los pecados que no tendrá Rivadavia mientras
niegue la resurrección de la Carne y la vida perdurable. Amén.
(Citado en Piccirrillio, 293-294.)2

Aparte de las referencias de mal gusto al aspecto físico de


Rivadavia, las parodias de Castañeda contienen dos acusaciones
significativas: heterodoxia y elitismo. La acusación de heterodoxia
es fácil de refutar ya que nada en la reforma toca a la doctrina. La
de elitismo, en cambio, presagia una de las corrientes más durables
de sentimiento antilibcral en la Argentina, tan efectiva hoy com o
hace ciento cincuenta años: según esta visión, el progreso de
acuerdo a los modelos liberales era algo inglés o francés, y en
consecuencia antiargentino. Una critica más im portante provino del
nuncio papal en Chile (como expresión de la desaprobación oficial
por la revolución, el Papa en ese momento no tenía representante en
Buenos Aires) que argumentó que la Iglesia era una organización
divina no sujeta a la ley civil. Dos de los sacerdotes m ás distinguidos
de Buenos Aires, el Deán Funes y M ariano Zavaleta, salieron en
defensa de Rivadavia, pero no había defensa contra los argum entos
emocionales de la reacción.
Los enemigos de Rivadavia al punto se treparon a la cuestión
religiosa para tratar de desestabilizar al gobierno porteño y sem brar
discordia entre Rivadavia y los ya suspicaces caudillos provincia-

2 El odio de Castañeda por Rivadavia no conocía límites. En una ocasión le


envió una carta al gobernador Martín Rodríguez afirmando que un misterioso
extranjero le había informado de un complot que planeaba Rivadavia contra el
gobernador. Tanto el extranjero como el complot eran producto de la imaginación
de Castañeda, con el solo fin de sembrar discordia entre el gobernador y su mejor
ministro (Piccirrilli, 295-296). Castañeda fue también un gran enemigo de los
yankecs. En una carta a John Quincy Adams, el diplomático americano John
■Murray Forbcs escribe: “Ya he mencionado la malignidad con que algunos de los
habitantes de este lugar tratan de arrojar sombras sobre nuestro carácter nacional
e individual. El veneno de todas esas personas desafectas se ha concentrado y
difundido al público enlos escritos decierto fraile franciscano, llamadoCastañeda...
un hombre cuya audacia sólo es igualada por su maldad" (Forbcs, 69).

123
nos (Frizzi de Longoni, 93-112). M anifestaciones encabezadas por
curas cubrieron las calles de Buenos Aires y Luján (El Argos, 22 de
marzo de 1823, 97). En respuesta a los desórdenes, Rivadavia
dirigió una enérgica carta de protesta al obispo en funciones de
Buenos Aires, Mariano Zavaleta, diciendo que “ni la civilización,
ni la religión, ni la patria, ni la moral han tenido un abrigo decoroso
entre los que se denominan los pastores de la tierra; ellos han
tomado del evangelio el nombre, pero han rechazado sus precep­
tos”. El obispo Zavaleta apoyó a Rivadavia, como apoyaba “la
reforma de los abusos y habitudes que degradan nuestra religión
santa” (El Argos, 29 de marzo de 1823, 107-109). Por supuesto,
siendo Zavaleta funcionario eclesiástico nombrado por el gobier­
no civil y no por el Papa, su apoyo hizo poco para tranquilizar al
clero rebelde. Por lo demás, cuando las noticias de la reforma
eclesiástica llegaron a las provincias, pasaron pocos días antes de
que Juan Facundo Quiroga, caudillo de la distante provincia de La
Rioja, acuñara uno de los lemas más efectivos de la reacción
federalista antiunitaria: Religión o muerte. Las pasiones moviliza­
das por la reforma eclesiástica seguirían acumulándose durante
años antes de explotar al Fin en apoyo del gobierno reaccionario de
Juan Manuel de Rosas, el dictador que sucedería unos años después
a Rivadavia.

Los últimos años de Rivadavia en el poder fueron incómo­


dos tanto para él como para sus conciudadanos. M artín Rodríguez
dejó el poder en 1824 y fue remplazado por Juan Gregorio de las
Hcras. Al principio Rivadavia continuó como ministro bajo el
nuevo gobierno, pero pronto fue enviado en misión diplomática
a conseguir apoyo inglés para la Argentina en la guerra que se ha­
bía iniciado con el Brasil por la posesión del Uruguay. Como en
este momento Inglaterra estaba jugando sus cartas a la enemistad
entre las dos naciones sudamericanas, Rivadavia volvió con las
manos vacías, herido por la fría recepción que había tenido por
parte de los ingleses a quienes tanto admiraba. Una vez de regreso
en Buenos Aires, encontró que La Feliz Experiencia se estaba
desmoronando de prisa, en primer lugar por el creciente descon­
tento entre terratenientes federalistas com o Rosas y los Ancho-
rena. Aunque nunca habían sido partidarios de Rivadavia, estos
oligarcas conservadores habían tolerado su liberalismo en tanto
les diera mejores tierras y mejores condiciones de comercio con
Inglaterra. Pero cuando los rivadavianos em pezaron a intentar

124
traducir las palabras en políticas, los conservadores, como había
hecho el cabildo de Buenos Aires diez años atrás, empezaron a
complotar contra el gobierno. Con la esperanza de que Rivadavia
pudiera restaurarla confianza en el gobierno unitario, sus partidarios
en la convención lo nombraron presidente de todo el país, acto que
obviamente excedía su autoridad, y contribuyó a irritar al Interior.
Como “presidente”, pareció más urgido por ganar antipatías entre
sus detractores.
Impaciente y doctrinario como siempre, él y su Partido Uni­
tario le presentaron a la nación una Constitución nueva que pre­
tendía resolver el perpetuo conflicto entre Buenos Aires y la ca­
pital provincial, cuyo ingreso sería com partido en igualdad de !
condiciones por todos los argentinos. Aunque la idea era buena,
su plan encontró una salvaje oposición entre los federalistas por­
teños, incluidos Juan Manuel de Rosas y sus ricos prim os, los
Anchorcna, que no tenían intención alguna de com partir los in­
gresos aduaneros de Buenos Aires. Siguiendo el m odelo de los
Estados Unidos, la nueva Constitución tam bién proveía la for­
mación de una legislatura bicameral en la que un cuerpo daría
representación igualitaria a todas las provincias. Pero aquí tam ­
bién, la oligarquía conservadora no quiso saber nada. Sus prin­ !
cipios de gobierno eran la autoridad y la subordinación, y no
la tolerancia o el compromiso del sistem a representativo. Pese
a una oposición tan amplia, los unitarios proclam aron la C ons­
titución, maniobra arrogante que erosionó m ás aún el apoyo a
Rivadavia. M ientras tanto, éste había puesto en m archa u n con­
trovertido plan para atraer inm igrantes europeos a la A rgentina.
Una vez más, la oligarquía se m ostró horrorizada ante la idea
de tener que com partir la tierra con inm igrantes, y de v e r sus
tradiciones católicas am enazadas por la infidelidad de los ex­
tranjeros.
El golpe final a la presidencia de R ivadavia vino cuando su
enviado al Brasil, Manuel José G arcía, pasó p o r encim a de todas las
instrucciones y firmó un tratado que le daba al Brasil control
efectivo sobre la Banda Oriental. La noticia del tratado llegó a
Buenos Aires hacia el m om ento en que nueve legislaturas provin­
ciales le retiraban oficialm ente su apoyo a R ivadavia. C on la
esperanza de ganar adherentes m ediante una exhibición de patrio­
tismo, Rivadavia envió un m ensaje al congreso desaprobando el
tratado de García. Y después, con un toque de m elodram atism o, en
julio de 1827, presentó tam bién su renuncia, pensando que la

125
legislatura n u n ca lo d ejaría ir en un m om ento de crisi
Crisis o no, sus enem igos saltaro n sobre la oportunidad de n S °na1'
de til, y cu a ron ta y ocho de los cin cu en ta legisladores votam
aceptando la renuncia. D espués de varios intentos frustrados^
roeupem rcl poder, R ivadavia term inó em igrando a España, donde
m urió en la pobreza. C ontrovertido hasta en la m uerte, sus seguí,
dorcs lo recordaron com o el m o to r de la fugaz F eliz Experiencia,
m ientras sus detractores no han dejado de vituperarlo como un
hereje antiargentino y europeizante.

L o s h is to ria d o re s a rg e n tin o s e s tá n n e ta m e n te d iv id id o s en su
e v a lu a c ió n d e R iv a d a v ia y lo s riv a d a v ia n o s . L o s historiadores
lib e ra le s, q u e s u e le n to m a r p o s ic io n e s p o rte ría s y e u ro p e ís ta s , ven
a R iv a d a v ia c o m o e l p rim e r a rq u ite c to d e la m o d e r n a socied
a rg e n tin a , h o m b re q u e fracasó só lo p o rq u e s u s id e a s fu e ro n e-
m a sia d o a v a n z a d a s p a ra su tie m p o . E n c o n tra s te , lo s historiadores
n a c io n a lis ta s d e iz q u ie rd a y d e re c h a lo c o n s id e r a n e l primer
vciuicpatria e n g ra n e sca la , c re a d o r d e u n m e c a n is m o elegante
m e d ia n te e l c u a l G ra n B retañ a p o d ía e x p lo ta r a la A r g e n tin a en
n o m b re d el lib re co m ercio . L o s n a c io n a lista s d e d e r e c h a lle g a n a
a c u sa rlo d e tra ic ió n al p asad o esp añ o l y c a tó lic o d e la A rg e n tin a ,
tra ic ió n c o n la q u e co rro m p ió p a ra siem p re la id e n tid a d q u e e l país
p o d n a h a b e r ten id o .
H ay am p lio cam p o tanto para e l e lo g io c o m o p a r a la c o n d e ­
na. D el lado p o sitiv o , n ad ie m ás q u e R iv a d a v ia s e e n tr e g ó tan
c o m p le ta m e n te al serv icio d e su país. C o m o m ie m b r o d e l P ri­
m e r T riu n v ira to q u e g o b ern ó d espués d e la P rim e ra J u n ta , c o ­
m o d ip lo m ático d e v ario s g o b iern o s e n tre 1814 y 1 8 2 0 , c o m o
m in istro b ajo M a rtín R o d rig u ez, y p o r ú ltim o c o m o p r e s id e n ­
te, R iv a d a v ia cu m p lió su s funciones c o n e n e rg ía y d e d ic a c ió n .
S u su eñ o d e re c re a r a E u ro p a en el su r d el c o n tin e n te s e v o lv ió
u n a p o d ero sa ficción o rien tad o ra q u e sig u e d a n d o f o r m a a las
esp eran zas d e m u ch o s arg en tin o s. P ero el d e ta lle d e s u s p r o ­
g ram as m u estra a m en u d o m ás b u en as in te n c io n e s q u e s e n tid o
co m ú n .
¿ Q u é p e n s a r, p o r e je m p lo , d e lo s e s f u e r z o s c u l t u r a l e s
riv ad av ian o s? R ev elaría m u ch a m ezq u in d ad n o a d m ira r la s a s p i­
racio n es y e n e rg ía s d e los p o rteñ o s riv ad av ian o s q u e fu n d a ro n
d ia rio s, re v ista s, e sc u e la s, u n iv e rsid a d e s, te a tro s, e s c u e la s d e
d ram atu rg ia, m u seo s, so cied ad es literarias, c o n serv a to rio s d e m ú ­
sic a , a c a d e m ia s d e cie n cia y ju risp ru d e n c ia , u n a so c ied ad d e b e "

126
neficcncia, pensionados para jóvenes provincianos, y cuanta ins­
titución pudieran tom ar de la Alta Cultura europea. Todo esto lo
hicieron en menos de tres años, en una ciudad de cincuenta y cinco
mil habitantes, la mayoría analfabetos, perdida entre las pampas
desiertas por un lado y el Océano Atlántico por el otro. Pero no es
tan mezquino señalar que los rivadavianos en algún sentido eran
actores en una comedia que aspiraba a poco más que a establecer un
repositorio y reproducción de la cultura europea. A diferencia de
Artigas, nunca se pennitieron soñar que su país podía tener un
destino distinto, que podía inclusive superar a Europa. Los
rivadavianos vivieron seducidos por las apariencias, y al parecer
sintieron que recrear París en las pampas era m eram ente cuestión de
decretos c imitaciones. Donde no había sustancia, erigieron una
fachada. Sus sociedades literarias no produjeron buena literatura, y
sus academias de ciencia, salvo los expertos importados, no hicieron
más que copiar. De la época de La Feliz Experiencia no ha quedado
ningún ensayo, poema o pieza teatral de mérito literario que hable
de la Argentina. Los rivadavianos pretendían vivir en un país que no
existía, a la vez que aspiraban a gobernar la Argentina real, a la que
nunca entendieron. La Feliz Experiencia en algún sentido fue
apenas teatro, con el escenario vacío y actores que trataban de
parecer europeos.
Este fracaso de los rivadavianos nació en gran m edida de
su indiferencia condescendiente hacia la cultura popular, casi
toda ella provinciana, que legitimaba en cierta forma a los gau­
chos, las clases bajas de sangres mezcladas, los caudillos, los
cabildos y la Iglesia colonial. Nunca se buscaron, y m ucho m e­
nos se intentaron, políticas imaginativas para tratar de incorporar
estos grupos sociales e instituciones de facto a sistemas m oder­
nos de gobierno. Gauchos y clases bajas fueron plenam ente ig ­
norados... salvo cuando se necesitaban reclutas para la m ilicia.
Los caudillos fueron denunciados como bárbaros, a los que ha­
bría que eliminar, en lugar de reconocerlos como líderes natu­
rales a los que habría convenido incluir en alguna especie de
gobierno institucional. Y los cabildos de Luján y Buenos Aires,
organizaciones cuasi democráticas con dos siglos de probada
eficacia, fueron anulados por decreto, sim plem ente porque no ha­
bía lugar para ellos en las modernas teorías de gobierno que
consultaban los rivadavianos. Los problemas de Rivadavia con la
Iglesia reflejaron la misma dogmática ingenuidad política; por
deseables que fueran las reformas eclesiásticas en principio, era

127
imprudente no cortejar la buena voluntad de la Iglesia y de las
masas profundamente religiosas. Si Rivadavia hubiera conocido
mejor a su pueblo, habría sido más prudente en el tratamiento del
problema religioso. Es cierto que las reformas religiosas fueron
menos extremadas que los ataques a los caudillos y los cabildos;
de hecho, si los caudillos populistas no se hubieran sentido tan
presionados en otros frentes, las reformas religiosas probable­
mente habrían encontrado menos resistencia. Aun así, las ma­
niobras de Rivadavia contra instituciones políticas y religiosas
existentes revelaron una y otra vez una fe ingenua en el poder de
la ilustración y poca comprensión de lo que era realmente po­
sible en el país que trataba de gobernar. Al escucharse sólo a sí
mismos, los liberales porteños eran tan localistas como los lo­
calistas a los que denunciaban. Si los rivadavianos hubieran es­
tado más sintonizados con los sentimientos de populistas como
Artigas e Hidalgo, y menos inclinados a im poner sofisticadas
teorías extranjeras, la Feliz Experiencia podría haber sido una
experiencia duradera en lugar de la soñada Edad de Oro en la que
tanto se embelesan los historiadores simpatizantes.
Los problemas causados por las reformas culturales, polí­
ticas y eclesiásticas de Rivadavia palidecen, con todo, cuando se
los compara con su insidioso legado en materia económica. La
distribución de tierras bajo Rivadavia, aunque debía ser tempo­
raria, concentró inmensas extensiones del m ejor recurso natu­
ral de la Argentina en manos de unos pocos, negándole de ese
modo a las futuras generaciones acceso a cualquier poder eco­
nómico y político real. Además, al usar el enorm e potencial eco­
nómico del país como hipoteca, los rivadavianos contrajeron
la primera gran deuda externa del país, poniéndolo en el camino
de la dependencia crónica del capital extranjero a despecho de
las gigantescas fortunas personales amasadas por la oligarquía
, terrateniente. De hecho, la facilidad con la que García y Riva-
\davia obtuvieron préstamos externos para gastos de gobierno
creó un precedente para que los argentinos ricos evitaran el pago
de impuestos y gastaran sus fortunas en el extranjero y en lujos
estériles, contribuyendo muy poco a la form ación de capital
dentro del país — un esquema que sigue tan vivo hoy como hace
ciento cincuenta años— . La Argentina sigue siendo un país depen­
diente en materia de capitales, a la vez que, paradójicamente, es
un gran exportador de capitales. P o r últim o, permitiendo que
Gran Bretaña tuviera acceso sin trabas a todos los aspectos de la

128
economía argentina, del comercio y la inversión a las finanzas y la
política monetaria, los rivadavianos crearon una alianza non sancta
entre la burguesía terrateniente y comerciante porteña y sus socios
ingleses. Aunque hoy Gran Bretaña ha sido remplazada por los
Estados Unidos y Japón, la presencia no controlada de intereses
económ icos extranjeros en la A rgentina sigue m inando el
autogobierno del país.
Con la partida de R ivadavia, el idealism o dem ocrático
doctrinario en la Argentina term inó... al menos por un tiempo. Su
contribución más positiva a la nación fue el sueño de crear un Esta­
do europeo en el hemisferio sur, sueño que por unos pocos años
encendió la im aginación de toda una ciudad. El adm irable
memorialista Tomás de Iriarte, contemporáneo y en ocasiones
admirador de Rivadavia, resumió así la contribución de don
Bernardino:

Muchos de los decretos de Rivadavia adolecían de este defec­


to, bien que esencialmente fuesen liberales y de utilidad
pública: no tenía el hombre de estado paciencia bastante para
saturarlos; no respetaba ni el tiempo, ni las costumbres, mucho
menos las preocupaciones populares. El pueblo no estaba
preparado para ver tanta luz repentinamente, y Rivadavia, que
tenía la regeneración social en la cabeza, se precipitaba para
darla a luz; creía que le bastaba promulgar un decreto. Por esto
se vieron tan sabias disposiciones sin efecto; eran impracti­
cables; el pueblo no tenía una educación análoga al nuevo
sistema por que se le quería regir: era una m onom anía de
decretos (III, 31).

Juan Bautista Alberdi, el más notable intelectual de la gene­


ración siguiente, y acerbo crítico de las pretensiones porteñas,
resume como sigue La Feliz Experiencia:

Rivadavia ha dejado andamios. Sus creaciones localistas de


Buenos Aires, aisladadelanación, tuvieron por objeto preparar
el terreno para el edificio del gobierno nacional. La generación
actual se ha alojado bajo los andamios, los ha cubierto de
lienzos, y, a esa especie de tienda de campaña, ha dado el
nombre de edificio definitivo. (Grandes y pequeños hombres ,
25.)

129
Pese a tales críticas, La Feliz Experiencia sobrevive en i
m em oria de los liberales argentinos com o una isladc paz, una<<p0 5
en la que las utopías parecían al alcance de la mano. Como taj*
seguiría siendo el prototipo de las aspiraciones liberales en los afl0¡!
venideros. El lado oscuro de La Feliz E xperiencia fue su legadodc
endeudam iento, concentración de riqueza, exclusivismo, scnt¡.
miento antipopular y dependencia cultural. Estos elementos tam.
bién lim itarían los esfuerzos de los futuros argentinos para construir
una sociedad viable e inclusiva.

130
Capítulo 5

La Generación de 1837, Parte I

(La Generación del 37 fue un grupo de jóvenes entusiastas, casi todos


ellos entre los veinte y los treinta años, que en 1837 organizaron una
Sociedad Literaria, com o parte de una reflexión crítica sobre el país'y
de ahí saldrían con el tiem po algunas de las m ás perdurables
ficciones orientadoras de la A rgentina. Pese al siglo y m edio que nos
separa de sus prim eros escritos, la G eneración del 37 sigue siendo
probablemente el grupo de intelectuales m ás notable del país. Los
hombres del 37 se asignaron dos a lta /ta re a s intelectuales: identi­
ficar sin idealización los problem as que enfrentaba el país, y trazar
un programa que hiciera de la A rgentina una nación m oderna) A l
describir los problem as del país, crearon lo que con el tiem po se
transformó en un género lam entable de las letras argentinas: la
explicación del fracaso. Es fácil entender p o r qué el fracaso los
obsesionó. Durante sus años form ativos, todos los m iem bros de la
Generación del 37 presenciaron la incapacidad de las diversas
provincias de form ar una unidad, el fracaso de los liberales porteños
de proporcionar un liderazgo inclusivo, el fracaso de las m asas de
elegir funcionarios responsables, y el fracaso de las teorías euro­
peas, que tan sólidas parecían, de ofrecer una alternativa constitu­
cional a la ley de los caudillos. N o puede sorprender entonces que
la explicación de los fracasos, con una crudeza que se acerca al
negativismo autodestructor, sea la ocupación m ás característica de
esta generación. En cuanto a su segunda tarea, la de crear un
programa para resolver los problem as de la A rgentina, tom aron el
grueso de las ideas de sus contem poráneos europeos, al punto de
repetir el error rivadaviano de creer dem asiado en el poder redentor
de las nuevas teorías europeas y norteam ericanas, en las palabras
altisonantes y en los decretos bien redactados.
/
131
L a h isto ria d e los ho m b res d el 3 7 n o p u ed e em p ezar con ellos
jem pero, p u esto que su d esarro llo in telectu al e identidad de grupo
(e stá n p arad ó jicam en te v in cu lad o s co n el rein ad o de su enemigo
p o lítico y “ bestia n eg ra” id eo ló g ica, Ju a n M anuel de RosaJ, el
d ic ta d o r que dom inó la p o lítica a rg e n tin a d e 1.829a 1852. Mientras
R o sas estuvo en el poder, los h o m b res del 37 se vierorfobligadosa
co n sid erar cóm o su país po d ía p ro d u c ir sem ejan te dictadura, y por
q u é las altas am biciones d e los riv ad av ian o s habían dado un
resultado tan lam entable. S ólo co n tra el fo n d o d e la dictadura de
R o sas puede apreci arse plen am en te la G e n erac ió n del 37; de ahí que
este capítulo exponga la elev ació n , n atu ralez a e im portancia del
rosismo, y después estudie las teorías con las q u e los hom bres del
37 em pezaron a ex p licar los m ales del país.

T ras la renuncia de R ivadavia, la p ro v in cia d e B uenos Aires


pareció encam inarse hacia u n período p o r lo m en o s tan m alo como
el terrible año 1820. H ubo que d esp ed irse d e las amenidades
culturales y de la fácil prosperidad de L a F eliz E x p erien cia, cuando
la civilización podía crearse p o r decreto y lo s créd ito s se obtenían
con sólo pedirlos. Y despedirse tam bién de la relativ a p a z política
que le perm itió al g o b em ad o rM artín R o d ríg u ez tra b a ja re n términos
am istosos tanto con federales com o co n u n itario s. L as promesas
unitarias habían quedado en la nada, y el fed e ralism o estab a en alza.
C uando los unitarios vieron d eb ilitarse su so sté n p o lítico , hizo su
ingreso en el discurso civil una m ezquindad n u ev a. E n sus Memorias,
T om ás de Iriarte describe la p o larizació n d e lo s d o s p artidos en los
térm inos siguientes:

E l partido [unitario] caído e ra c o n sid e ra d o el aristocrático y el


del gobierno era el p o p u lar. E n aq u él se c o n ta b an m ás capa­
cidades, m ás h o m b res d e n u ev a s id ea s, h a b ía m ay o r poder de
teorías an álo g as al esp íritu d e l sig lo , m u c h o m ás brillo y
palabrería: tam b ién [los u n ita rio s] v iv ía n m á s a la moda...
pero estab an d o m in ad o s d e u n e s p íritu antipático, el del
exclusivism o; y co n sus d o c trin a s lib e ra le s fo rm ab a contraste
el de la m ás p ro n u n c ia d a y c h o c a n te in to lera n cia: respiraban
p o r to d o s su s p o ro s u n n e c io o rg u llo , u n a u ltra fatuidad
in co m p atib le co n e l sa b er, y la a p a rie n c ia d e u n a prepotencia
insultante, lo s h a b ía h e c h o d e l to d o im p o p u la re s, y mal que­
ridos en tre las clases d el p u e b lo , y u n a g ra n m ay o ría de la que
co m ú n m en te se e n tie n d e p o r c la s e m e d ia . E ran hombres

132
amanerados que con sus costumbres de imitación, con su
parodia a la europea, ofendían los hábitos y costumbres
locales... (Los federales) eran criollos netos, con muy pocas
excepciones, apegados a la rutina de la vieja escuela... todo lo
demás olía para ellos a extranjerism o, y esto importaba para
muchos una apostasía de los deberes de la rancia nacionali­
dad. (IV, 74-75.)

El 12 de agosto de 1828, la legislatura provincial, ahora


dominada por los federales, eligió a Manuel Dorrcgo gobem adorde
la provincia de Buenos Aires, para el horror de los unitarios, quienes
lo consideraban un salvaje, contrario a todo lo europeo. Según
Iriaite, la prensa unitaria hizo todo lo posible por provocar a
Dorrcgo, “le llamaron mulato muchas veces y agotaron el diccio­
nario de los improperios para exasperarlo” (IV, 70-71). No obstante
ello, Dorrcgo, que en su juventud se había ganado una reputación de
impulsivo, sorprendió a todo el mundo manteniéndose con prudencia
dentro de sus prerrogativas legales. No sólo eso, sino que mostró
buen sentido político al nombrar a M anuel Moreno, el herm ano de
Mariano, para ocupar el puesto que había tenido Rivadavia, de
ministro de Gobierno. Aunque Moreno era un federal que se había
opuesto a la constitución rivadaviana, sus antecedentes intelectuales
eran irreprochables, aun entre los unitarios. Dorrcgo también cul­
tivó a los estancieros conservadores ofreciéndole un puesto en el
gabinete a Tomás Manuel de Anchorcna (que lo rechazó) y nom ­
brando a Juan Manuel de Rosas comandante de la milicia del sur
(Iriarte, IV, 72-74). El embajador norteamericano de ese momento,
John Murray Forbes, describe secamente la conversión de Dorrcgo
al pragmatismo (vale decir, su toma de posición al lado de los ricos
y los ingleses, al amparo de la constitución rivadaviana) en estos
términos:

El Gobernador, coronel Dorrcgo, que siempre se distinguió


por la virulencia de su hostilidad hacíalos ingleses, de repente
parece haber sido iluminado por destellos irresistibles, que han
operado el cambio más completo en sus sentimientos políti­
cos. El arlequín de esta nueva pantomima ha sido Manuel José
García, quien a pesar de continuar siendo objeto del unánime
desprecio popular, ha tenido la habilidad de lograr la más
completa ascendencia sobre el nuevo Gobierno. El prim er
indicio de este cambio extraordinario fue el nombramiento de

133
Manuel Moreno como ministro de Gobierno... [a quien] sele
conoce también públicamente por su devoción ala causadelos
ingleses y su gran intimidad con Lord Ponsomby y Mr. Parish
(Forbes, 473-474.)

Dorrego no se limitó a congraciarse con los estancieros ylos


ingleses; se lanzó a la tarea, no sin éxito, de restaurar las relaciones
con los caudillos provinciales y construir una base política popular
en la provincia de Buenos Aires, estrategia que mostró sus frutosen
la resonante victoria que obtuvo en las elecciones provinciales de
mayo de 1828. Esta victoria alarmó gravemente a los unitarios
porteños, quienes atribuyeron el triunfo de Dorrego al fraude.
Frente a la posibilidad cierta de no recuperar nunca el poder ante
este federal popular, los unitarios eligieron una “solución” queen
este siglo se volvió trágicamente familiar: en nombre de la demo­
cracia y el constitucionalismo, organizaron un golpe de Estado
contra un gobierno electo.
La oportunidad vino cuando Dorrego, por intermedio de su
ministro García, firmó, el 5 de septiembre de 1828, un acuerdo con
el Brasil que hacía al Uruguay una nación independiente. Aunque
los términos de este tratado eran considerablemente mejores que
los que había aceptado inicialmente García bajo la presidencia de
Rivadavia, los unitarios no se mostraron satisfechos. El más mo­
lesto fue el general Juan Galo Lavalle, soldado apasionado y héroe
de la Independencia, que en ese momento era comandante de las
tropas porteñas en el Uruguay. Al oír la noticia del tratado, rea­
grupó a sus soldados y marchó hacia Buenos Aires. Aunque adver­
tido de la inminencia del golpe, Dorrego subestimó gravemente el
ansia de poder de los unitarios. Según el cónsul inglés Woodbine
Parish en una carta al Conde de Aberdeen, fechada el 2 de diciem­
bre de 1828, Dorrego se negó a creer que “amigos del orden" como
los unitarios se rebelarían contra su gobierno enteramente legí­
timo, libremente elegido por la provincia de Buenos Aires y apo­
yado por la mayoría de las legislaturas provinciales (citado en
Fems, 196-197).
El l 2 de diciembre de 1828, Lavalle se pronunció por el
derrocamiento del gobierno de Dorrego. Con la rebelión de Lavalle.
los unitarios porteños olvidaron de inmediato sus discursos sobre
democracia institucional, y corrieron a unirse a Lavalle y su golpe'
Es significativo que, al verse frente a la popularidad de Dorrego, l°s
unitarios no buscaran una solución institucional a las acusaciones

134
de fraude, por ejem plo un pronunciam iento jurídico o una segunda
elección; en lugar de ello, echaron manos a las armas. Los dos
ejércitos se encontraron en Navarro el 9 de noviembre de 1828,
donde las tropas veteranas de Lavallc no tuvieron problemas en
desbandar a las escasas m ilicias federales, obligando a Dotrego a
huir para salvar su vida. Poco después sería tomado prisionero por
uno de sus propios oficiales, y entregado a Lavallc.
Mientras tanto, Lavallc, en una elección arreglada, pasó a ser
gobernador de la provincia de Buenos Aires, puesto para el que
resultó singularmente inepto. Una de sus primeras maniobras fue
disolver la legislatura provincial, dominada por federales. A con­
tinuación, y por tem or a la popularidad de Dorrcgo, cometió uno de
los errores más trágicos de la historia argentina: el 18 de diciembre
de 1828, siguiendo el consejo de sus asesores unitarios, Lavallc -
mandó m atar a Dorrcgo sin juicio previo (Iriartc, IV, 129-131).
Como si no les bastara con derrocar a un gobierno lcgalmentc
constituido e instalar uno fraudulento en su lugar, los unitarios
quedaron manchados por el asesinato político. Además, con la
ejecución de Dorrego perdieron toda credibilidad en su reclamo
de alta moralidad que supuestamente los diferenciaba de los cau­
dillos, detalle que no dejó escapar el apologista federal Pedro de
Angelis, que se burla de los unitarios por condenar “el cruel
asesinato del ilustre G obem ardor Dorrego” a la vez que “elogian a
sus asesinos con tanto celo” (citado en Lynch, Argentinc Dictator,
196-197). Tras el asesinato de Dorrego, la ilegalidad y la violen­
cia se hicieron características de los unitarios tanto como de los
caudillos “bárbaros”.
Los motivos de los unitarios para prom over la muerte de
Dorrego pueden entenderse sólo en términos de su mala percepción s
del federalismo. Para los unitarios, el federalismo no era un m o­
vimiento de oposición con el que había que negociar dentro de un
marco pluralista y dem ocrático. Antes bien, era pura demagogia,
“arbitrariedad popular”, producto de unos pocos individuos
carismáticos que engañaban a las masas ignorantes y obstruían la
Ilustración. Dada esta opinión, los unitarios aparentemente sentían ,
que el federalismo desaparecería sólo si eran eliminados unos po­
cos hombres claves como Dorrego. Por supuesto no funcionó,
pero la idea de que el progreso y el gobierno ilustrado saldrían de
la eliminación física de determinadas personas ha sobrevolado la
historia argentina desde M ariano M oreno al presente. La muerte de
Dorrego también acalló las voces más sensatas en el federalismo, y

135
preparó la entrada de los elementos más reaccionarios del partido
vale decir Juan Manuel de Rosas y los Anchorena.
Con la sacudida que produjo la muerte de Dorrcgo, la opo$¡.
ción federalista se congregó alrededor de Rosas, quien, con ^
milicias gauchas y el concurso de las tropas de Estanislao Upo,
de Santa Fe, se preparó para la guerra contra Lavallc. Viendo crecer
la deserción en sus propias tropas y la posibilidad cierta de una
victoria federal, Lavalle decidió pactar una tregua con Rosas y
llamar a nuevas elecciones, de las que salió un gobierno provisio-
nal de tres meses bajo el general Juan José Viamonte. Poco después,
los gritos de venganza proferidos por los partidarios de Dorrcgo
hicieron que el propio Lavalle le perdiera el gusto a la política y
emprendiera una veloz retirada al Uruguay, que estrenaba su
independencia.
Tras la caída de Lavalle, la anarquía volvió a amenazara
Buenos Aires, pero esta vez había un nuevo salvador. En Juan
Manuel de Rosas la provincia de Buenos Aires tenía ahora su propio
caudillo, hombre probado en la batalla, idolatrado por los pobresde
la ciudad y los gauchos del campo, perteneciente a la oligarquía
terrateniente conservadora, y al parecer capaz de restaurar el orden
merced a su vigorosa personalidad. Rosas, un hombre apuesto con
penetrantes ojos celestes, no sólo hipnotizó a Buenos Aires, y con
el tiempo a todo el país; su esencia y significación en la historia
argentina sigue alimentando un debate con frecuencia rispido entre
estudiosos (véase Kroeber, “Rosas and the Revisión of Argentine
History” y Navarro Gerasi, Los n a c io n a lis ta s , 131-145). La legis­
latura provincial, con mayoría federal, que había sido disuelta por
Lavalle, fue reconstituida el l 9de diciembre de 1829, y al cabo de
cinco días de debate nombró a Rosas, que entonces tenía apenas
treinta y cinco años de edad, nuevo gobernador. Pero más impor­
tante que la elección de Rosas fueron los términos bajo los que se
realizó el nombramiento. Tal como lo propuso su primo, Tomás
Manuel de Anchorena, el oligarca reaccionario por excelencia,
Rosas fue atribuido con fa c u lta d e s e x tra o rd in a ria s , lo que lo hizo
un virtual dictador, con sanción legislativa, para los siguientes tres
años (Lynch, 42-47).
En su primer período como gobernador, Rosas, que no quería
asustar demasiado a sus enemigos, usó con prudencia sus poderes.
Protegió la propiedad, “liberó” más tierras de los indios, fortificó
las defensas contra éstos, mantuvo calma la disputa entre porte­
ños y provincianos, y se las arregló para dar al endeudado gobierno

136
la apariencia de cierta responsabilidad fiscal. Salvo los unitarios
inls doctrinarios, todos quedaron conform es, incluidos los ingle­
ses. Por supuesto, el orden tenía su precio. Salvo por la distribu-
cidnde tierrasentrc ricos estancieros, que prosiguió, y el increm en­
to en el contacto com ercial con los ingleses, Rosas anuló las
rcfonnas rivadavianas; restringió la libertad de prensa, se olvidó
de la educación, apoyó al clero conservador, reforzó el ejército
v acalló a los críticos. Tam bién concretó la tenencia de tierras
comenzada por Rivadavia, convirtiendo tierras arrendadas en
propiedades individuales. Pero, para que nadie pudiera acusarlo de
autoritarismo, el 19 de noviem bre de 1832, la fecha prevista para
hacerlo, devolvió las facultades extraordinarias a la legislatura y
volvió a su estancia. Con un suspiro de alivio, la legislatura aceptó
la renuncia y le agradeció haber devuelto la provincia al “ feliz
estado de vida y tranquilidad bajo la autoridad de las leyes” (citado
en Lynch. 49).
Tras la renuncia de Rosas, el desorden volvió a apoderarse de
Buenos Aires, convenciendo a muchos porteños de que sin Rosas no
había ley ni orden. Al cabo de dos administraciones que fracasaron
en veloz sucesión, la legislatura votó el 27 de junio de 1834 el
segundo nombramiento de Rosas como gobernador. Pero Rosas
rechazó el nombramiento, por no agradarle los térm inos en que
había sido hecho. Por último, tras una considerable presión por
parte de sus principales sostenedores, la burguesía terrateniente,
manifestó que aceptaría el puesto... pero sólo si la legislatura le
concedía “la sum a del poder público". El 7 de marzo de 1835 la
legislatura le otorgó lo que pedía, y Rosas fue gobernador por
segunda vez. Así comenzó la dictadura de Rosas, no p e rla fuerza
o el golpe de Estado, sino por el consentimiento de la legislatura y
la aquiescencia de una sociedad exhausta p e rla guerra y la anarquía
(Lynch, 49). Aunque oficialm ente nunca fue más que gobernador
de la provincia de Buenos Aires. Rosas dominó la política del país
durante los siguientes diecisiete años.
Hasta el momento de su caída en 1852, Rosas conservó el
poder sin necesidad de elecciones. Por supuesto, y por motivos de
relaciones públicas, enviaba rutinariamente, su renuncia al Congreso,
que él había elegido m iembro por miembro; y siguiendo la misma
ratina, la legislatura rechazaba su renuncia y le rogaba que siguiera
siendo gobernador (Lynch, 165-166). Pese a esta falta de eleccio­
nes, aun su crítico más acerbo. Domingo Faustino Sanniento,
confiesa: “ En obsequio de la verdad histórica: nunca hubo gobierno

137
m á s p o p u la r, m á s d e se a d o ni m ás so ste n id o p o r la opinión pública”
(S a rm ie n to , F acundo, 130). L a b ase m ás im portante de Ros^
fu e ro n lo s e sta n c ie ro s c o n se rv a d o re s c o m o él m ism o, a quienes
p o c o les im p o rta b a la teo ría p o lítica e n tan to los indios siguiera,-)
c e d ie n d o tie rra s y e l m e rc a d o p a ra lo s cu ero s y las salazones
sig u ie ra fuerte. A este g ru p o R o sa s le sig u ió sien d o leal, aun si debí)
h a c e r sa crific io s p o lítico s. C o m o le e sc rib ió a Felipe Arana, “Creí
im p o rtan te a c o stu m b ra r al p u e b lo a m ira r siem p re con respeto ah
clase alta d el p aís, au n a aq u e llo s c u y a s o p in io n e s difiriesen délas
p rev alecien tes. É ste es el m o tiv o p o r el q u e reservara todos mis
castig o s a lo s in so len tes y re b e ld e s, lo s fu n cio n ario s y caudillos
am biciosos, d e q u ien e s sie m p re h e e sta d o convencido que debían
se r castig ad o s co n se v e rid a d y sin in d u lg e n c ia ” (citado en Lynch,
99-100). A u n así, R o sas ta m b ié n g o zó d el apoyo de los pobres,
sed u cid o s p o r su b ien e la b o ra d o p e rso n a je p o lítico que era a la vez
im perial, p o p u lista y p a te rn a lista . R o sa s p o d ía cabalgar y hablar
com o u n g au ch o , p ero ta m b ié n sa b ía c ó m o afe ctar aires de realeza
(L ynch, 1 0 8 -1 1 1 9 ).E n m á s d e u n se n tid o p resag iab a el estilodeotra
presid en cia p o p u lista: la d e Ju a n D o m in g o y E v a Perón, quien yaen
nuestro sig lo se v estía n c o m o aristó c ra ta s al tiem po que afirmaban
su so lid arid ad c o n lo s p o b res.
D e n in g u n a fo rm a fu e R o sas u n in telectu al; de hecho, su único
punto de o rg u llo ac ad é m ico fu e al p a re c e r su ortografía casi
perfecta. N o o b stan te, fu e c o n sid e ra b le m e n te influido por su edu­
cado y reaccio n ario p rim o , T o m á s M a n u e l d e A nchorena (“hombre
de ideas ran cias y a n tiso c ia le s” , s e g ú n Iria rte , IV , 72), versadoenel
p en sam ien to d e E d w ard B u rk e , Jo s e p h d e M aistre, Gaspar Real de
C urbán y o tro s c n tic o s d e la R e v o lu c ió n F ran cesa y la soberanía
p o p u !ar(S eb reli, A pogeo, 7 2 -7 3 ). A u to p ro clam ad o “El Restaurador
de las L e y e s” , R o sas re p re se n tó e n g ra n m e d id a una vuelta a las
p rácticas co lo n iales. E l m is m o R o sa s lo d ijo , en un discurso
rep ro d u cid o c o n fre c u e n c ia , el q u e p ro n u n c ió el 25 de mayo de
1836, en c e le b ra c ió n d e la R e v o lu c ió n d e M ay o : “L a revoluciónse
hizo no p a ra su b le v a m o s c o n tra las au to rid ad es legítimamente
co n stitu id as, sin o p a ra s u p l i r l a fa lta d e la s q u e, acéfala la nación,
habían c a d u c a d o d e h e c h o y d e d e re c h o ” . L le g a a afirm ar que May0
fue en p rim e rlu g a r u n “ a c to h e ro ic o d e le a lta d y fidelidad alanaciój1
espaflolay a su d e sg ra c ia d o m o n a rc a ” y n o “ u n areb elió n disfrazada
co n tra el p rin c ip io d e a u to rid a d m is m o (c ita d o en Gandía, “Estudio
p relim in ar” , 12-13). E n o tra o c a s ió n R o s a s afirm ó que el perfo^
p o strev o lu c io n a rio “ n o fu e u n tie m p o d e c a lm a y tranquilidad com

138
los que precedieron a la R evolución de M ayo” , precisam ente
porque las corrientes antiautoritarias entre los liberales habían
pervertido la naturaleza genuina de M ayo (G andía, 15). E n una
entrevista afum ó sucintam ente: “P ara m í la idea de un feliz gobierno
sería una autocracia paternal” (citado en L ynch, 304). Su am able
visión de la “ autocracia p atern al” contribuyó sin duda alguna a la
restauración de sus plenos privilegios a la Iglesia (R am os M cjía,
Rosas y su tiempo, 200-203). A cam bio de los favores recibidos por
el gobierno de Rosas, el obispo M edrano de B uenos Aires, en una
carta pastoral fechada el 7 de septiem bre de 1837, instruyó a los
sacerdotes de su diócesis a ex h o rtar a los fieles a apoyar al sistem a
federalista “ sin el que seríam os víctim as de las m ás negras pasiones
y veríamos correr la sangre de nuestros m ism os herm anos” (citado
en Mayer, A lberdiy su tiempo, 154-155).
En resumen, aunque R osas gozó de gran popularidad, no fue
en ningún sentido u n verd ad ero populista. L as teorías de inclusión,
proteccionismo y n ativism o enunciadas por A rtigas e H idalgo le
repugnaban tanto com o el liberalism o afrancesado de los unitarios.
Así Rosas reveló la o tra cara, la cara antipopular, del federalism o x
argentino: una noción aristocrática de la autoridad y el privilegio
que podía ocuparse del b ien estar de los pobres sólo p o r un im pulso
paternalista, pero que de n in g u n a m anera incluía a los nacidos en los
estratos bajos com o ciudadanos de iguales derechos en un gobierno
pluralista. La suya fue una restauración de la sociedad jerárq u ica de
los monarcas españoles. O b ien , com o lo d ijo S arm iento, “ R osas no
ha inventado nada; su talen to h a consistido sólo en p lag iar a sus /
antecesores” ( acundo3, 7 ). L o que no vio S arm iento, ni la m ayoría
F
de su generación, fue que R o sas n o era u n caudillo co m o los dem ás.
Mientras que R osas era aristo crático , p atern alista y reaccionario,
otros caudillos, co m o G ü em es y A rtigas, h ab ían sido populistas y
progresistas. A unque au to p ro clam ad o federal, R osas apoyó sólo de
palabra la idea de p ro v in cias federadas en ig u ald ad de condiciones
y auténtica dem ocracia. E n los h ech o s, su rég im en consolidó la
hegemonía de B uenos A ires so b re e l in te rio r m ás q u e cualquiera de
sus antecesores u nitarios. A sí y to d o , su g o b iern o sig u e figurando
en la historia arg en tin a co m o la F ed eració n , au n q u e en la práctica
su modalidad de fed e ralism o d ife ría m arcad am en te del de los
mejores caudillos p ro v in ciales, !
El R osas que v o lv ió al p o d e r en 1835 n o tardó en inm iscuirse
en todos los asp ecto s d e la so cied ad argentina. M eticuloso en la
cuestión de los sím bolos ex terio res del poder, obligó a los ciudadanos

139
a usar la insignia roja de la Federación, y su retrato aparecíaentodr
los lugares públicos, aun en los altares de las iglesias. Se pusieron
a la orden del día complejas ceremonias públicas, despliego^
armados, manifestaciones obligadas, bailes en los que cstatj
proscripto el color azul de los unitarios, y desfiles militares,porq^
“militares, comerciantes, funcionarios y otros deben mostrar %
lealtad a Rosas” (Lynch, 165). Más siniestro fue el uso crecicntcqut
hizo Rosas del terror y la violencia para imponer su voluntad. Uno
de sus primeros actos fue la ejecución sin juicio de tres supuestos
conspiradores, en la plaza del Retiro, el 29 de mayo de 1835. Apartó
de entonces, los enemigos de Rosas, reales e imaginados, fueron
aprisionados, torturados, obligados al exilio, en número cadavez
mayor; el ejecutor de esta persecución era la mazorca, unabandado
espías y matones supervisados personalmente porRosas, yenalgún
sentido un anticipo de lo que en este siglo serían los escuadronesde
la muerte paramilitares (Lynch, 201-246). Se censuraron publica­
ciones, y los periódicos porteños se volvieron tediosas apologíasdel
régimen.
A pesar de su atraso y crueldad, el gobierno de Rosas no
careció de logros. La economía creció significativamente enel
período (Scobic, A rgentina, 102-104). Siguiendo la fórmula de
enfiteusis de Rivadavia, se liberó nueva tierra, que por lo general
terminó en manos de los ya ricos estancieros (Lynch, 51-59). Rosas
negoció hábilmente con los acreedores británicos, asegurándosede
que los pagos de la deuda no lo incapacitaran para pagar asus
propios soldados y funcionarios civiles, cuya lealtad necesitaba
(Fems, 218-224). De hecho, Rosas se llevó muy bien con los
ingleses. Como le escribía el agente norteamericano WilliamA
Harris a Daniel Webster en una carta fechada el 20 de septiembre
de 1850:

Una de las peculiaridades más inexplicables del gobernador,!


como necesaria consecuencia también de todos los principales
hombres de nota en este país, es la extraordinaria parcialidad,
admiración y preferencia por el gobierno inglés, y los hombres
ingleses, en todas las ocasiones y bajo todas las circunstancias-
Califico esta parcialidad y preferencia como inexplicable en
razón de la política arrogante y egoísta, y las influencias
siniestras e impertinentes que el gobierno y los ciudadanos
ingleses siempre han mostrado respecto de estos países. (Ci­
tado en Lynch, 293.) ,-
140
ni único conflicto grave de Rosas con los ingleses vino de su
rechazo a respetar el tratado que firmó Dorrego con Brasil garan­
tizándole al Uruguay su independencia. I£n alianza con el rebelde
uruguayo conservador Manuel Oribe, Rosas trató una y otra vez de
recuperar el control de Buenos Aires sobre el Uruguay, para
irritación de los socios comerciales de este último país: Brasil,
Franciae Inglaterra. En un punto los francesesc ingleses, alarmados
porla interferencia de Rosas con su comercio uruguayo, bloquearon
completamente el puerto de Buenos Aires. Rosas rcsislióel bloqueo,
y en 1850 finnó tratados con las dos potencias. Hoy, los historia­
dores resistas hacen mucho hincapié en sus intentos de re c a p tu ra r
la provincia perdida del Uruguay y en su exitosa resistencia al
bloqueo anglofrancés (por ejemplo Carlos Ibargurcn, Rosas, 414-
417; Julio Irazusta, Breve Historia 126-136). Aun San M artín,
desde su lecho de muerte en París en 1850, dio orden de que su sable
fuera entregado a Juan Manuel de Rosas por “ la firmeza con que
sostuvo el honor de la república contra... los extranjeros que
quisieron humillarla’’ (citado en Hcrring, 638). Pero otro de ios
logros de Rosas fue uno que con toda seguridad nunca se propuso:
su gobierno reaccionario estimuló el desarrollo de la prim era
generación importante de intelectuales en la Argentina, la Generación
del 37.
Examinaré la Generación del 37 en dos partes. Em pezaré
refiriéndome a un importante ensayo de Juan Bautista Alberdi,
titulado Fragmento preliminar al estudio del derecho, para luego
examinar algunas ideas claves tales como se desarrollaron en los
escritos de todos los miembros de la Generación. Esta organización
queda justificada por el hecho de que el Fragmento fue escrito antes
de que la Generación se formara realmente como tal. Más aún, el
Fragmento contiene ideas muy diferentes a las de la G eneración
como un todo; de hecho, el mismo Alberdi abandonó tem poralmente
algunas ideas del Fragmento, com o veremos m ás adelante, para no
retomarlas sino casi veinte aflos después.

Pese a la m odestia de su título (que suma lo fragmentario a lo


preliminar) el Fragmento fue el ensayo más significativo de la
identidad argentina que apareciera desde los escritos de M oreno
casi dos décadas antes. Publicado a comienzos de 1837, el Fragmen­
to muestra una notable independencia en la com prensión del fe­
nómeno rosista y de los caudillos en general. Alberdi sim patiza
naturalmente con los caudillos: nativo de la provincia norteña de

141
Tucumán, fue protegido por Alejandro Heredia, caudillo deTucu.
mán y aliado de Rosas. En 1834 Heredia le escribió una cana»
Facundo Quiroga, caudillo de La Rioja, que en ese entonces estaba
viviendo en Buenos Aires, pidiéndole que proveyera a Alberdide
fondos para un año de estudios en los Estados Unidos. De acuerdo
a Alberdi, Quiroga accedió y puso los fondos a su disposicióaNo
está claro por qué el viaje no se realizó tal como se lo había planea-
do (Mayer, A lb e rd i, 112-114). Meses después, en febrero de 1835,
Quiroga fue asesinado cuando volvía a Buenos Aires. En marzo de
ese mismo año Rosas fue elegido gobernador y dotado con las
facultades extraordinarias.
No obstante los rumores que implicaban a Rosas en el asesi­
nato de Quiroga, el retrato que hace Alberdi del dictador en el
F ra g m e n to es sorpresivamente conciliatorio. Pero llega a esta
posición a través de argumentos que Rosas nunca habna aceptado;
quizás por esta razón el dictador no reclutó a este joven pensador
que podría haber aportado inteligencia y respetabilidad asugobierno
, reaccionario. Admitiendo su deuda con Savigny, Alberdi abre el
F ragm ento diciendo que el derecho es más que “una colecciónde
leyes escritas”. Antes bien, es “la constitución misma de la socie­
dad, el orden obligatorio en que se desenvuelven las individualidades
que la constituyen” (Alberdi, O b ra s C om pletas, I, 103-104). En
consecuencia, el único gobierno posible en una sociedad dada debe
surgir de esa sociedad, no de teorías impuestas desde arriba, yaque
“elelementojundicodeunpueblo se desenvuelve en un paralelismo
fatal con el elemento económico, religioso, artístico, filosófico de
ese pueblo” (104). “Conocer pues leyes” , continúa Alberdi, “noes
saberderecho”, porque las leyes no son más que la imagen imperfecta,
/- y frecuentemente desleal, del derecho que vive en la armonía viva
del organismo social (105). A partir de estas premisas, Alberdi
afirma que una nación viable puede formarse sólo en concordancia
con ese derecho orgánico que surge del pueblo mismo. “ Unanacidn
no es una nación”, dice, “sino por la conciencia profunda y reflexiva
de los elementos que la constituyen. Recién entonces es civilizada;;
antes había sido instintiva, espontánea: marchaba sin conocerse, sin |
saber adónde, cómo ni por qué” (111). De ahí se vuelve
específicamente al caso de la Argentina, para proponer: “Depure­
mos nuestro espíritu de todo colorpostizo, de todo traje prestado,$
toda parodia, de todo servilismo. Gobernémonos, pensemos, $ j
cribamos y procedamos en todo, no a imitación de pueblo ningún0j
de la tierra, sea cual fuere su rango, sino exclusivamente como^}

142
exige la com binación de las leyes generales del espíritu hum ano,
con las individuales de nuestra condición nacional”. M ás adelante
dice que el éxito de los E stados U nidos provino de su capacidad de
adoptar “desde el principio instituciones propias a las circunstan­
cias nonnales de un ser nacional” (112). C om o lo adm ite Alberdi,
sus ideas en este aspecto fueron form adas a partir de la lectura de
Lenninier y Savigny; tam bién podría haber m encionado a Hcgel.
Sin embargo, m e resulta m ás notable la afinidad de su pensam iento
con el de Artigas e H idalgo, quienes, aunque lejos de la altura
intelectual de A lberdi, tam bién postularon ideas de un espíritu
americano o gaucho, un alm a nacional preexistente, que era lo ú ni­
co que podía form ar la base d e una nacionalidad viable. C om o
Alberdi, estos prim eros populistas desconfiaban de un apoyo ex­
cesivo en m odelos extranjeros.
Usando estas ideas com o punto de partida, Alberdi desarrolla
una sorprendente apología d e R osas. R efiriéndose a la A rgentina de
1837, escribe:

Tal es pues nuestra m isió n presente, el estudio y el desarrollo


pacífico del espíritu am ericano, bajo la form a m ás adecuada y
propia. N osotros hem os debido suponer en la persona grande
y poderosa que preside nuestros destinos públicos, una fuerte
intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto
antipático, contra las teorías exóticas. D esnudo de las p re­
ocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido
desde luego p o r su razó n espontánea, de no sé qué de im po­
tente, de ineficaz, de inconducente que existía en los m edios de
gobierno practicados precedentem ente en nuestro país: que
estos m edios im portados y desnudos de toda originalidad
nacional, no podían ten er aplicación en una sociedad, cuyas
condiciones norm ales de existencia, diferían totalm ente de
aquellas a que debían su origen exótico: que p o r tanto, un
sistem a propio nos era indispensable (116-117.).

Con ello A lberdi atrib u y e el fracaso d e los u n itario s y


rivadavianos a su am o r p o r las teorías exóticas de gobierno, a la
“ciencia estrecha” que n a d a ten ía q u e v er con la A rgentina. Pero
más im portante, e n este p u n to d e su v id a considera a R osas u n
hombre de “ razón esp o n tán ea” q u e intuye las necesidades de la
nación argentina, y cuya ex isten cia en el p o d er tenía que ser v ista
como una expresión d el esp íritu nacional, al que hab ía que aco-

143
mudarse y no deplorar simplemente, porque un caudillo nsf
llamaba en los sistemas teóricos extranjeros. Más aun, allrimuJ
su generación debe apoyar al caudillo, (Icsurrollur lo que hubieraí
Rosas de pecullarmenlo argentino, y en consecuencia esencial ¡¡
desarrollo nacional:

Lo (pie el gran magistrado ha ensayado de practicar en ia


política, es llamada la juventud a ensayar en el arte, en ia
tiloso tía, en la industria, en la sociabilidad: es decir, es llamad
lajuventud a investigarla ley y la forma nacional del desarrollo
de estos elementos de nuestra vida americana, sin plagio, sin
Imitación, y vínicamente en el íntimo y profundo estudio de
nuestros hombres, y de nuestras cosas (117).

Aunque reconociendo que Rosas era un líder poco represen­


tativo en un sentido institucional, Albordi lo ve como un vocero bien
intencionado de “el pueblo”. Y define específicamente la palabra
“pueblo" en su sentido más amplio: “Y por pueblo no entendemos
aquí, la clase [X'nsadora, la clase propietaria únicamente, sino
lambida la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe. Lo
comprendemos como Aristóteles, como Montcsquicu, como
Rousseau, como Volney, como Moisós y Jcsu Cristo“ (125). De
hecho, Aristóteles con sus ideas de esclavitud natural y Rousseau
con su actitud condescendiente hacia las mujeres no eran tan
“universales”. Pero Albeali, a diferencia de otros liberales de su
generación, sí lo era.
lVvro nuts que un líder natural de todo el pueblo, Rosas enla
visión de Albordi era una transición necesaria de la guerra civil ala
democracia estable. “Los pueblos, como los hombros”, escribe, "no
tienen alas: hacen sus jomadas a pie, y paso a paso. ...Es menester
dejar pasar a nuestra democracia, por la ley del desarrollo sucesivo
a que todo está subordinado en la creación; y desde luego, convenir
en que la democracia actual, tiene que ser imperfecta” (126). En
tvsumen, Albordi aconseja a su generación apoyar a Rosas comoa
un líder estable cuya misma estabilidad le permitir,! a la Argentino
desarrollarse orgánicamente hacia una democracia cada vez mayor.
Ve a Rosas como un líder nat ural cuya existencia debe ser aceptado
como un paso necesario hacia “la virilidad de los pueblos” (126).
Sugiero también que cualquier intento por eliminar a Rosas darío
por único resultado el caos que asedió al país desde sus comienzos
en 1810.
Aunque Alltcrdí mostraba notable perspicacia ante el fenómeno
del caudillo, subestimaba la m alevolencia de Rosas. De hecho,
menos de dos ¡idos después huyó de la Rueños Aíres rosista rumbo
a Montevideo, y se unió a otros expatriados argentinos en la larga
lucha por derrocar ¡d dictador. De todos modos, su Fragmento es el
único texto de ese período tjuc entiende el caudillo como una etapa
en el desarrollo de la nación, Durante los años de combate, Alberdi
llegó a identificarse plenam ente con la Generación del 37, a tal
grado(|ue su obra más com etón, liases y puntos de partida,de laque
hablaremos en este m ism o capítulo, es quizás el texto más impor­
tante del período, Pero las ideas expuestas en el Fragmento, como
veremos, vuelven a aparecer en la obra posterior de Alberdi, Por el
momento, empero, durante los años que corren entre 1837 y 1852,
la larca principal entre m anos era derrocar a Rosas, En esta lucha
Alberdi se unió a otros m iem bros de la Generación del 37, y
contribuyó a la formación de las ideas que veremos,

" El nombre "G eneración del 37" proviene de un salón literario


organizado en mayo de 1837 en una librería de Buenos Aires, por
"una juventud apasionada por lo bello y por la libertad.., [que se
reunía| a leer, a discurrir y conversar" (Gutiérrez, “ Noticias bio­
gráficas", 46). Fundada varios m eses después de que Alberdi
publicara su Fragmento, la Asociación fue m odelada c inspirada
portas sociedades revolucionarias juveniles que habían surgido por
toda Europa (Echeverría, Dogma socialista, 169-174), y fue co­
nocida como Di asociación de la Joven generación argentina o Di
asociación de mayo', esta últim a denom inación se refiere al m ovi­
miento independcnllsta de mayo de 1810. La elección de la palabra
"Mayo" era algo más que un intento de validación apelando a la
autoridad nacional original. Era tam bién un objetivo ideológico
basado en la idea de que los errores de las generaciones previas
podían ser borrados, y una nueva Argentina podía surgir de las
ruinas de la tiranía de Rosas, así com o Mayo había sacudido el yugo
colonial,
Pero a diferencia de los insurgentes de 1810, los hombres del
37 mostraron m ayor confianza en las ideas com o necesario punto de
partida para reform ara la A rgentina. La suya fue una generación de
escritores que al parecer sintieron que el progreso estaba en las
palabras correctas, las creencias correctas y la Constitución correcta.
Su lema, pintado en grandes letras en su sala de reuniones, estaba
tomado de San Pablo: Abnegemusergo opera ct

145
i
induam ur arm a lucis : “ A b an d o n em o s las obras de la oscuridad 9i ;

v istam os las arm as de la lu z“ (R om anos, 13,12). Lamcntablcmci¿ 5


com o lo o b se rv a A lberdi en M i vida privada, “ Las armas delal^
no estab an de m o d a bajo el g o b iern o de ese tiempo” .(Escrito,
Postum os, X V , 297).
La im p o rtan cia de las p alab ras para la Generación fue desi3.
cad a en la p rim era reu n ió n de la A so ciació n por Esteban Echeverría,
fundador del gru p o . En su “ D iscu rso de introducción" dice quelj
historia arg en tin a d esd e la In d ep en d en cia estuvo dividida en das
períodos: “ La p rim era, la m ás g ran d e y gloriosa página de nuestra
historia p erten ece a la espada. P asó p o r consiguiente la edad
verdaderam en te h ero ica de n u estra v id a s o c ia l... abrióse la palestra
de las inteligencias donde la razó n sev era y meditabunda proclama
otra era; la nueva aurora de un m ism o sol; la adulta y reflexiva edad
de nuestra patria” ( O C , 1,99). E l térm in o ciencia aplicado al campo
social revela la influencia so b re E ch ev erría de los pensadora
franceses Saint Sim ón y V ícto r C ousin, p ara quienes el gobierno
podía ser algo tan científico co m o las leyes de movimiento de
N cw ton. M ás adelante E ch ev erría hace explícitas sus relaciones
con los teóricos sociales franceses (106).
Lo que se necesitaba, seg ú n E ch ev erría, eran nuevas ideas para
una nueva A rgentina; “ no ideas v ag as, erróneas, incompletas, que
producen la anarquía m oral, m il v eces m ás funesta que la física,si­
no ideas sistem atizadas, co n o cim ien to p len o de la ciencia social"
(103). La N ueva G eneración, en to n ces, d e b e encontrar el genio yla
capacidad de ilu m in ar al pueblo. ¿Y qué clase de persona podría
tipificar ese genio? “ B e b e re n las fuentes d e la civilización europea,
estudiar nuestra historia, ex a m in a r co n ojo penetrante las entrañas
de nuestra sociedad, y en riq u ecid o p o r to d o s los tesoros del estudio
y la reflexión, p ro cu rar au m en tarlo s co n el caudal de su labor
intelectual para d e ja re n h eren cia a su p atria obras que la ilustren)'
la envanezcan” (107). S u b y acen te a la receta de Echeverría paralo
A rgentina hay una ex trao rd in aria fe en las ideas. Por medio de las
palabras adecuadas, la A rg en tin a p o d ría salvarse.
Para ilu m in ar al pueblo, el S aló n fu n d ó una revista semana!,
La M oda, que logró p u b licar v e in titré s n ú m ero s entre noviembre
de 1837 y abril de 1838, antes d e que R o sas la cerrara. Bajo el
encabezado “ V iva la F ed eració n ” , el p rim e r núm ero de La
anunciaba su objetivo: in fo rm ar so b re m o d a, poesía, ane, literatura,
m úsica y danza tanto de E u ro p a co m o de B u en o s Aires. Fiel a sus
propósitos, el prim er núm ero c o n tien e co m en tario s sobre mobiliario

146
francés, sombreros (se usaba el gris, el negro quedaba prohibido),
pantalones de hombres (nada de bolones, por favor) y una breve
composición musical de Alberdi ( , 18 de noviembre de
1837, 1-5). Números subsiguientes incluían poemas originales e
información sobre óperas de Rossini y novelas francesas. Como el
diario unitario El Argos de Buenos Aires unos quince años atrás. La
Moda parece interesada sobre lodo en traer la cultura europea a la
Argentina. Pero, a diferencia del Argos, no contiene comentarios
políticos explícitos salvo por los lemas obligatorios de encomio a
Rosas y la Federación. De hecho, para evitar problemas con el
dictador, La Moda tuvo la precaución de apoyar las políticas del
régimen, por absurdas que fueran. Por ejemplo, en el número del 18
de noviembre de 1837, el decreto de Rosas según el cual todos los
ciudadanos deben usar la insignia roja es justificado, quizás iróni­
camente, en los términos siguientes: “Cuando una idea política
adopta un color por emblema suyo, y esta idea se levanta sobre
todas, el color que la simboliza, en manos del espíritu público no
tarda en volverse de m oda... Tal es entre nosotros el color pun­
zó, emblema de la idea federativa: es a la vez un color político y un
color de moda” (2 de diciembre de 1837,4). De esta manera los
jóvenes de La Moda afirman que todo lo que se haga en nombre del
"espíritu público" y la idea “ federativa" es también moda. Por
supuesto que no creían semejante cosa, pero mantener una imagen
publica de lealtad, por absurda que fuera, era una exigencia del
momento.
De modo similar, prácticamente cada elemento en La Moda
parece contrapesado en algún nivel por el miedo subyacente de los
autores de ofender al régimen. Típico es un brcve artículo de
Alberdi titulado “Reglas de urbanidad en una visita":

Enseño lo que lie visto, lo que se usa, lo que pasa porltello entre
gentes que pasan por cultas. Para hacer una visita, no es
necesario saber la hora; que la sepan los serenos y los maestros
de escuela. Es más romántico, más el dejarse
andar en brazos de una dulce distracción, y hacer como Byron,
o como M. Fox, si posible es, de la noche día, y del día noche.
Métase V. aunque sea a las dos de la tarde; así se estila en París
y en Londres. (2 de diciembre de 1837, i.)

La cultivada trivialidad de esta clase de escritos intentaba


desviar el peligro que los miembros de la Asociación enfrentaban

147
en R osas, quien ya había encarcelado, matado o enviado al cxili
varios de sus am igos. Tam bién podría pensarse que Alberdi csí
imitando sim plem ente los esbozos costumbristas de su
confesado, el español M ariano José de Larra. Pero los artículosd
Larra eran con frecuencia satíricos o de trasfondo político, pescad
toque liviano. Dada la represión de la época, Alberdi podía imitar
la ligereza de Larra, pero poca cosa más. El truco de la frivolidad,
sin em bago, no con ven ció a todo el mundo; uno de los pocos
editoriales de la revista afirma: “Quisiéramos ver convencidas a
muchas personas de que L a M o d a es nada menos que un papel
frívolo y de pasatiem po”. El autor anónimo asegura a los lectores
que “La M o d a no es un plan de hostilidad contra las costumbres
actuales de Buenos Aires, com o han parecido creerlo algunos"(17
de marzo de 1838).
Si la postura pública fue frívola, en privado los miembros de
la A sociación eran tremendamente serios. Entre sus primeros actos
estuvo la redacción de quince “Palabras simbólicas (Asociación,
Progreso, Fraternidad, Igualdad, Libertad, etcétera) seguidas por
explicaciones escritas en un tono altisonante con ecos de las iras
bíblicas: “Los egoístas y malvados tendrán su merecido; el juiciode
la posteridad los espera” (Echeverría, D o g m a , 171). Aunque los
miembros del Salón tomaron precauciones de no ofender a Rosas,
éste no tardó en cerrarlo y en empezar a perseguir a sus miembros,
quienes, después de varios m eses de reuniones clandestinas, huyeron
del país por miedo de sus vidas (Palacios, E s te b a n E cheverría AIS-
477). Hacia 1841, la mayor parte de la Generación del 37 estaba
viviendo en el exilio, ya en Chile, ya en el Uruguay. Aunque
relacionada de nombre con el año 1837, sus obras principales fueron
escritas en el exilio mucho después de ese año.
Antes de seguir analizando sus ideas, debo presentar de modo
más sistemático a los miembros de la Generación, y a sus obras. El
principal entre los organizadores del salón era Esteban Echeverría,
un joven poeta que acababa de volver de Francia, donde se había
empapado de sentimiento romántico y teoría social saint-simoniana
(Ingenieros, L o s in ic ia d o r e s , 113-119; K om , In flu e n c ia s filosófi­
ca s, 152-162). Amado com o poeta, Echeverría es conocido también
por dos largos ensayos, D o g m a s o c ia lis t a d e 1 8 3 7 y Ojeada re­
tro s p e c tiv a s o b r e e l m o v im ie n to in t e le c t u a l e n e l P la ta desde elaño
3 7 , de 1845, una memoria personal sobre la Generación. También
de fundamental importancia fue Juan Bautista Alberdi, cuyo
F r a g m e n to p r e lim in a r fue estudiado ya. Entre sus muchos escritos,
h

148
el más leído y recordado es B a se s y p u n to s p a r tid a p a r a
organizaciónp o lític a d e la R e p ú b lic a , de 1852, lexlo
íntimamente relacionado con la Generación del 37, pero no nece­
sariamente representativo del pensamiento anterior o posterior de
Albenli. Las B a se s sirvieron de fuente de inspiración a la Consti­
tución de 1853. Esta constitución, con cambios menores, seguiría
en vigencia hasta ser remplazada por Perón en 1949; tras la caída de
Perón, se reinstituyó una versión enmendada de la Constitución de
1853, que sigue siendo la Ley Suprema de la nación. Otros miembros
significativos del salón literario fueron M iguel Cañé, periodista y
novelista, Vicente Fidel López, novelista ocasional antes de volverse
famoso historiador; y Juan María Gutiérrez, novelista, crítico y
cronista de la generación.
Dos miembros importantes de la Generación de 1837, aun­
que no formaron parte del Salón Literario de Buenos Aires, se
acercaron después al grupo originario, cuando todos estaban en el
exilio. El primero fue José M ánnol, novelista y poeta más conoci­
do por su novela antirrosista A m a lia , publicada en folletín en 1851,
y en su forma com pleta en 1855 (Ghiano, “Prólogo", xliii-xliv;
Lichtblau, A r g e n tin c N o v e l, 43). Políticamente solitario, fue deste­
rrado por Rosas en 1841, pese a los tumores según los cuales era
simpatizante del régimen. Irónicamente, no se llevó mejor con los
gobiernos que sucedieron a Rosas (Ghiano, xiii, xvii). El segundo
miembro de la Generación no asociado con el grupo inicial porteño
fue Dom ingo Faustino Sarmiento, quizás la figura más importante
de su época. Joven pobre en la provincia de San Juan, en su época
un desierto cultural, Sarmiento siguió las actividades del Salón
Literario de tan cerca com o pudo, y hasta intentó organizar un grupo
similar en San Juan. Varios años después, cuando ya todos estuvie­
ran en el exilio, Sarmiento estableció contacto personal, aunque a
menudo polém ico, con miembros del para entonces difunto Salón
Literario.
D e toda la generación, fue Sarmiento quien tuvo una carrera
pública más exitosa. Fue en dos m isiones diplomáticas a los Estados
Unidos representando a Chile, su patria de adopción en el exilio.
Tras regresar a la Argentina, fundó docenas de escuelas públicas
cuyo maestros, en su m ayoría mujeres, eran jóvenes recién recibidas
de las escuelas norm ales también fundadas por Sarmiento. En
política, sirvió com o ministro de Educación, embajador en los
Estados U nidos y Presidente de la Nación. Aun así, encontró tiempo
para escribir obras que cuando se reunieron llenaron cincuenta y dos
149
volúm enes. lAtO v\u \ ras com o escritor que tuvo tuda in flu en cia i
dos o Uvs textos que sum en siendo básicos para la wm pnW iS!
U \ ision que turnen los antónim os vio su país. El primero c u t r e í

movionado habuualmente como ^ j


Como eseritoivs, los homhtvs vlol vV* muestran un pretil í
común a les csontoivs hisimnoamericanos aun en el presente ^
su obra suelo tener una oualiviad do inacabado, una cualidad oiA
cúfico m exicano Alfonso Royos ha com parado con el pan sacaj,
demasiado pronto dol hom o. H om bres do acción viviendo ene*
sociedad caótica, vio m u sus escritos com o parte de un pave^
político m as amplio y no com o tinos en si mismos a ser trabaja
y pedidos. Consciente del pm blcm a. Sarm iento declaró más de e*
ve* que " l as cosas hay que hacerlas. Bion o mal, hay que hacerUp
W n w lo semejante, Á ltvrdi se lam enta de que sus obras mn "libres
de acción, escritos v ekvm cnte". W ro los defiendo como "dvg
hechas para al canear al tiem po", que, com o el trigo, debe ss
sembrado en el momento justo, para que haya madurado en tkryr
de cosecha venado en M aver, "Urologo” , l o ó !
FVse a sus simpatías en general unitarias, la Gcneiadónddx
se distinguió de la \ teja guardia unitaria en varios aspectos. Prtasa
*
aunque eran a\ idos lectores de pensavtores europeos (UxU V

Benüum. Mili. Spencer. Saint-Simon, Eourier. Cornte, Lamineras,


Leroux. Lerminior, Hegel, Savignyl, los hom bres del Ó7 trataren^
ser m is cautos que sus antecesores rivadav taños al aplicar leen«
europeas a problemas argentinos. En su OjCsuU rcíro^vavo i
l$4o, Echeverría afirma que un vicio peculiar de la Argentina d
"buscar lo nuevo... olvidando lo conocido". Dice luego que "se
libros, sus teori.is especulativas, contribuyen muchas veces a qs
no reme arraigo la buena semilla v a la confusión vle las ideis.
mantienen en estéril y perpetua agitación a los espíritus tuquiéis
(Echeverría, OJexJarrtnxtpfctiw i,l l ó l An
o;u'¿¡:..\ escribió que "cada pueblo tiene su vida y su tntciigsvit
propia. ...U n pueblo que esclavina su inteligencia a la túrdiga
cía de ono pueblo, es estúpido y sacrilego" puesto que »0
actitudes violan la ley natural (IbóX A U val i también afumé &
necesidad de invlependencia intelectual en su discurso inaugura* **
d primer encuentro del Salóit: “C ontinuar la v ida p rin c ip a -
Mayo, ro es hacerlo que hacen la Francia y los Estados Unidos, s*'
loque nos m andahaeer la doble ley de nuestra edad v nuestro s»A'
seguir el desarrollo es adquirir una civiliración propia.
impericela, y no copiar las civilizaciones extranjeras, aunque
adelantadas. Cada pueblo debe ser de su edad y de su suelo. Cada
pueblo debe sortii mismo” (Alberdi, OC, 1,264). De modo similar,
Sanniento, pese a su admiración por Rivadavia, critica a los
unitarios porteños por imitar ciegamente las costumbres europeas.
“Voltaire había desacreditado al cristianismo, se desacreditó tam ­
bién en Buenos Aires; M ontesquieu distinguió tres poderes y al
punto tres poderes tuvimos nosotros; Benjamin Constant y Bentham
anulaban el ejecutivo, nulo de nacimiento se le constituyó allí;
Smith y Say predicaban el com ercio libre, libre el comercio, se
repitió. Buenos Aires confesaba y creía lo que el mundo sabio de
Europa creía y confesaba” (Sarm iento, Facundo, 66-67). No obs­
tante, pese a tales afirmaciones, los hombres del 37, como veremos
más adelante, manifestaron una pasión sim ilar por las ideas euro­
peas y los modelos norteam ericanos, tal como había pasado con los
unitarios. Sus altisonantes palabras sobre la independencia del pen­
samiento extranjero no bastaron para quebrar el condicionam iento
de trescientos años de colonialism o: como había pasado con los
morcnistas y los rivadavianos, las nuevas ideas y los m odelos
sociales para la Generación del 37 vinieron de afuera, pese a todo
lo que pudieran decir en sentido contrario.
Un segundo terreno donde la G eneración del 37 trató de
romper con sus padres intelectuales, y otra vez con éxito discuti­
ble, fue su intento de term inar con las sangrientas divisiones en ­
tre unitarios centralistas y federales autonom istas, división que
más de una vez había am enazado la integridad del país. Según
Echeverría, los unitarios eran “ una m inoría vencida, con buenas
tendencias, pero sin bases locales de criterio socialista, y algo
antipática por sus arranques soberbios de exclusivism o y suprem a­
cía" ( Ojeada ,8 3). La palabra socialista, tal com o la usa aquí
Echeverría (siguiendo a su adm irado Saint-Sim on), parece signifi­
car algo afín a “conciencia social", en la que el bien de la sociedad
es el determ ínam e principal. No hay referencia a un orden econó­
mico en particular. En contraste con el objetivo unitario, el de la
nueva generación era, según E cheverría, "unitari/.ar a los federales
y federal izar a los u n itario s... por m edio de un dogm a que concí­
base todas las opiniones, todos los intereses, y los abrazase en su
vasta y fraternal unidad” ( jead,86-87). L am entablem
O
otros pasajes sabotea estas dulces perspectivas de inclusión so ste­
niendo que el federalism o era un sistem a que “ se apoyaba en las
masas popularos y era la expresión genuina de sus instintos

151
semibárbaros” (Echeverría, Dogma, 83). Como Moreno, Echeverría
podía ser inclusivo en las palabras, pero la suya era una inclusividaj
que no daba lugar a los no educados.
De m odo similar, Alberdi afirma que las disputas estériles
entre unitarios y federales “conduce la opinión pública de aquella
república al abandono de todo sistem a exclusivo”. La nueva Ar­
gentina que aspiraban a crear debía tener un “sistema mixto que
abrace y concilie las libertades de cada provincia y las prerrogativas
de toda la nación com o un todo”, libre de “vanas ambiciones porel
poder exclusivo” (Bases, 290). Aunque Alberdi acepta como ge­
nuino el choque entre federales y unitarios, sugiere con frecuencia,
como ya hemos visto, que la división m ás básica en la sociedad
argentina pasa entre Buenos Aires y las provincias. Éste es un tema
recurrente en el pensamiento de Alberdi, y, como queda documentado
en capítulos posteriores, constituiría un área importante de des­
acuerdo entre él y Sarmiento.
Al explicarlos problemas de la Argentina, el pensamiento de
la Generación del 37 corre entre dos polos. En un extremo está
Sarmiento, apasionado, romántico, impulsivo, y a menudo más
poético que práctico, como lo pone en evidencia el comienzo del
Facundo:

Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacu­


diendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te
levantes a explicamos la vida secreta y las convulsiones
internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo. Tú
posees el secreto: ¡revélanoslo! ( Facundo, 1).

En el otro extremo está Alberdi, lúcido, analítico, y con


frecuencia irritado por las exageraciones, tan fáciles de citar, de
Sarmiento. Aunque Alberdi y Sarmiento están de acuerdo en
muchos puntos teóricos, su antipatía personal es hoy materia de
leyenda. M ás aún, como se verá en capítulos posteriores, tras la
caída de Rosas, cuando ya no com partían un enemigo común,
Alberdi y Sarmiento se revelaron irreconciliables enemigos.
En un sentido curioso, la dem ocracia era a la vez el problema
y la solución para los pensadores de 1837. P or un lado, suscribían
en principio a las ideas de gobierno representativo institucional; por
el otro, desconfiaban profundam ente de la voluntad del pueblo ya
que las masas se encoium naban detrás de Rosas y el autoritarismo
tradicional que él representaba. Sin el apoyo activo de las masas,

152
Rosas nunca habría podido retener el poder tanto tiempo como lo
hizo. La misión de los hombres del 37 era paradójica. Debían
desacreditar a las masas y la “democracia inorgánica” representada
por el caudillismo, al mismo tiempo que reorganizar la sociedad
argentina en nombre de las masas, y echar los cimientos para la
democracia institucional una vez que las masas estuvieran prepa­
radas para ella. En pos de este objetivo paradójico, lanzaron un
persistente ataque contra lo que veían como las bases del poder de
Rosas: la tierra, la tradición española, y la clase humilde y mestiza
consistente de gauchos, criados domésticos y peones.
Respecto de la tierra, los hom bres del 37 veían a las pampas
argentinas como una bestia que era preciso domesticar. En una línea
de ideas influida por De l’Esprit des Lois de Montesquieu, S a r ^
miento vio en la tierra argentina la fuente primordial de los problemas
del país. Escribe que “el mal que aqueja a la República A rgentina/
es la extensión” (Facundo , 11). Es una tierra sobre la que reinan la
muerte y la incertidumbre, donde misteriosas fuerzas eléctricas
excitan la imaginación del hombre y la tierra misma milita contra la
civilización europea. Como los románticos que leía, Sarmiento se
muestra fascinado por los poderes horrendos de las torm entas
eléctricas, cuando “un poder terrible, incontrastable, le ha hecho en
un momento reconcentrarse en sí m ism o, y sentir su nada en medio
de aquella naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez,
en la aterrante m agnificencia de sus obras” ( Facundo , 22). Pero la
de Sarmiento es una fascinación que no produce gozo; en su m irada
la fuerza m isteriosa de las pampas, no tem plada por bosques o
ciudades, es la fuerza de la barbarie. M ás que una madre perdida a
la que volver, la naturaleza debe ser superada si la Argentina y su
gente quiere llegar al estadio de la civilización. Sarm iento se
lamenta una y otra vez de que Buenos Aires, pese a su fachada
europea cuidadosam ente esculpida por los rivadavianos, haya
aceptado la ley bárbara de Rosas porque “el espíritu de la pam pa ha
soplado en ella” (13). Los caudillos, en la m ente de Sarm iento, eran
la encam ación del “espíritu de la pam pa” , y R osas un bárbaro
engendrado en “el fondo de las entrañas” de la tierra (10). La causa
de su generación no fue, entonces, apenas una riña contra un político
en particular, sino un com bate m onum ental que enfrentó a las
fuerzas de la civilización contra los poderes de la barbarie; C ivili­
zación o Barbarie son las alternativas que nos ofrece Sarm iento, y
a un grado tal que esos térm inos se vuelven el grito de batalla de toda
la generación.

153
Pero la elección obvia que dicta Sarmiento, de Ja civilización
sobre la barbarie, enmascara una compleja ambivalencia muy
estudiada por investigadores como Noè Jilrik, Beatriz Sartoy
Carlos Alonso. Mientras Sarmiento, el progresista liberal, quiere
erradicar todos los vestigios de “barbarie”, Sarmiento el poeta
romántico encuentra atractivo al gaucho, com o lo muestran sus
hermosos retratos de tipos gauchescos, sus costumbres, sus can-
» dones, su poesía ( F a cu n d o , 21-34). De modo similar se muestra
atraído porla personalidad titánica del caudillo, el héroe primitivo
que desafía y trasciende la ley humana. Aunque innegable enun
nivel literario, esa ambigüedad ha casi desaparecido en la vida
pública de Sarmiento, campo en el que hizo todo lo que estabaasu
alcance por erradicar al gaucho y al indio (por medio del exterminio
si era necesario), por excluir a los que disentían, y forzar enlos
sobrevivientes su visión de la civilización: una Argentina moderna,
europeizada.
La descripción que hace Sarmiento de las tierras como fuen­
te de barbarie también marcó y quizás inició una tradición enlas
letras argentinas: una tendencia a atribuir los problemas argen­
tinos a causas naturales antes que a errores humanos, concepto con
el que se asegura una defensa contra toda acusación de culpa. La
idea de que el fracaso del país derivaba de una debilidad orgánica
inherente seguiría reconfortando a intelectuales desilusionados
durante generaciones. El determinismo negativo de Sarmiento
encontraría, por ejemplo, un fuerte eco en uno de los libros más
influyentes de este siglo, la R a d io g ra fía de la pam pa de Ezcquicl
Martínez Estrada, publicada en 1933, cuya tesis es que la Argentina,
como una persona enferma con una enfermedad congènita, no
puede evitarci fracaso.
Alberdi se mostró poco paciente con las polaridades
sarmicnlinas, y menos todavía con su obsesión romántica conia
tierra como determinante maligno del espíritu argentino. En una
clara refutación de la famosa dualidad de Sarmiento, Civiliza­
ción y Barbarie, Alberdi afirma que la única división real en la
sociedad argentina corre entre “el hombre del litoral”, vale dccirdc
la costa, y el “hombre de la tierra”, o sea el del interior del país,
argumento que destaca su interés principal en las relaciones entre
Buenos Aires y las provincias (Bases, 243). Alberdi también le
discute a Sarmiento la idea de la tierra como fuente de barbarie. "La
patria”, escribe, “no es el suelo. Tenemos suelo hace tres siglos,y
sólo tenemos patria desde 1810”. Al fijar el comienzo dele

154
Argentina con una fecha precisa Alberdi muestra que creía, en ese
momento por lo menos, que la construcción de una nación era
resultado de la voluntad humana antes que de las circunstancias
históricas y materiales, aunque, como veremos más adelante, en
otros contextos suscribía a un punto de vista cuasi historicista,
evolucionista, de la historia, en que las culturas superiores, que no
estaban necesariamente vinculadas a una tierra en particular, ine­
vitablemente remplazaban a las inferiores. En la concepción de
Alberdi es mediante ideas Oas palabras correctas), trabajo, esfuerzo
e instituciones que se construyen las naciones modernas, y no
mediante los elusivos procesos de la naturaleza (j , 248). Hasta
Echeverría, el poeta romántico por excelencia, critica a Sarmiento
por su rigidez y manifiesta su deseo de que hubiera pasado más
tiempo formulando “una política para el futuro” en lugar de una
cuestionable explicación del pasado ( , 122). De todos mo­
dos están de acuerdo con la receta de Sarmiento para la domestica­
ción de la tierra: ferrocarriles, mejores transportes fluviales, nuevos
puertos de mar, propiedad privada de la tierra, e inversión extran­
jera.
Este programa para dom esticar la tierra repetía lugares comu­
nes del liberalismo económ ico europeo, tal como había hecho
Mariano Moreno en su famosa Representación de los Hacenda­
dos tres décadas atrás. Pero Sarmiento va más allá del común
anhelo de prosperidad, y propone ideas capitalistas de laissez-faire.
A su juicio, la propiedad privada era también un paso necesario
hacia la erradicación de la vida nómada de gauchos e indios. De
acuerdo con su idea determ inista de que el ambiente decide el estilo
de vida. Sarmiento m antiene que los gauchos e indios argentinos
se parecen a los beduinos del M edio Oriente, porque en ambas
regiones la distribución de la tierra permitió que la gente viviera de
modos semejantes. Aunque en 1845, cuando escribió Facundo ,
Sarmiento nunca había visto ni las pampas ni el Medio Oriente,
insistió en que la vida en las llanuras argentinas mostraba “cierta
tintura asiática que no deja de ser bien pronunciada” (Facundo,
14). Posteriormente desarrolló esta idea en forma extensa, tras
haber visitado el norte de Á frica y haber observado la cultura de
los beduinos; decidió entonces que Francia, al “civilizar” a los
beduinos, había enfrentado problem as semejantes a los de la Ar­
gentina al “civilizar” a los gauchos e indios (Viajes por Europa, Áfri­
ca y Estados Unidos, II, 78-103). En resumen, para Sarmiento y
su generación, el desarrollo capitalista no sólo traería prosperi-

155
dad a las pam pas; tam bién term inaría con la “ barbarie" de i0
habitantes naturales de la pam pa.
A dem ás de conccdcrquc la dom inación de la tierraera esencial
p arael progreso, los hom bres del 37 estuvieron en casi total acuerdo
sobre las supuestas deficiencias de E spaña, la m adre cultural. £¡
dram a edípico en el que los hijos argentinos de España tratan de
purgar la influencia española asum e m uchas caras. El sentimiento
antiespañol caracteriza com prensiblem ente m ucho del movimiento
indcpcndcnlista argentino. Pero aun después de hab er obtenido la
libertad política de España, los liberales argentinos siguieron
despreciando a España. Tom ás de Iriartc, p o r ejem plo, el prolífico
m em orialista que observó casi m edio siglo de historia argentina,
escribió no m ucho después de 1820 que el colapso de la confede­
ración de 1816 estaba causado por el “estado scmisalvajc" de
“pueblos educados por la España” ( , III, 19). El senti­
miento antiespañol se hizo m ás virulento aun entre los hombres del
37, sim bolizado por una notable tendencia, todavía com ún en el
siglo xx, a excluir a España siem pre que se habla de Europa. Euro­
pa en la A rgentina llegó a significar el norte de E uropa, la fuente de
la cultura m oderna (no hispánica).
El im pulso detrás de este uso peculiar puede verse con cla­
ridad en los hom bres del 37. Echeverría, por ejem plo, afirma que
España dejó en la A rgentina una tradición de “ la abnegación del
derecho de exam en y de elección, es decir, el suicidio de la razón’1
(Dogma, 191). M ás adelante deplora “la rancia ilustración española,
suslibros.susprcocupacioncs.cuantam alascm illadcjóplanladacn
el suelo am ericano” ( jead,121). De m odo sim ilar, Sarmi
O
lam enta que la A rgentina no haya sido co lo n izad a por un país más
“civilizado”, que habría dejado a la A rg en tin a una herencia mejor
que “la Inquisición y el absolutism o h isp a n o ”. Para Sarmiento,
España es “ la hija rezagada de E u ro p a” , un país m aldito y paradóji­
co donde los im pulsos d em o crático s son aplastados por déspotas
populares y la religión ilustrada d eb e so m eterse al fanatismo
contrarrcform ista. Para S arm iento, de E sp añ a vien e “ la falta supina
de capacidad política c industrial [de los países hispanoamericanos!
que los tiene inquietos y rev o lv ién d o se sin n orte fijo, sin olaje10
preciso, sin q u e sepan p o rq u é no p u ed en c o n se g u ir un día de repos0;
ni qué m ano en em ig a los ech a y em p u ja e n el torbellino fab*
(Facundo, 2).
Las acusacio n es d e S a n n ic n to c o n tra E spaña quedaron &
forzadas en 1847, cu an d o v isitó p o r p rim e ra vez la Pcn(n-Sl1

156
Ibérica, dos años después de haber terminado Facundo. Con una
arroganciaque sigue asombrando a los lectores modernos, Sarmiento
anuncia que visitó España con el “santo propósito de levantar el
proceso verbal” a España, para “fundar una acusación” que él,
Sarmiento, “como fiscal reconocido”, ya ha hecho “ante el tribunal
de la opinión de América” ( Viajes, II, 8). Como la cultura española
en 1847 estaba en uno de los puntos más bajos de su historia,
Sarmiento no tardó en encontrar mucho material con que confirmar
las acusaciones ya registradas en el Facundo. A su juicio, todo lo
que hubiera habido de grande y noble en España ya estaba muerto.
En el campo intelectual, sólo las traducciones le ofrecían al lector
inteligente algo sustancial, puesto que los escritores españoles se
limitaban a vestir su vacuidad con “tanta frase anticuada, tanto
vocablo vetusto y apolillado”. De modo semejante, sus historiadores
se entregaban rutinariamente al “mal gusto nacional” de violar el
hecho histórico para “darse aires de ser algo” (II, 45-46). Y al nivel
popular, Sarmiento encuentra a los españoles increíblemente ig­
norantes del mundo más allá de sus fronteras: “Para el español, no
hay más habitante del mundo que el francés y el inglés. Cree en la
existencia del ruso; el alemán es ya algo problemático; pero eso de
suecos o dinamarqueses son mitos, fábulas, invenciones de los
escritores” (II, 44).
En términos igualmente vividos, Sarmiento se burla del go­
bierno español. El general Narváez, gobernante delegado de la
degenerada Isabel II, cuyos adulterios eran la comidilla de toda
Europa, es visto como representante del caudillismo, igual que el
odiado Rosas. Lo que había sido la gloria de España, Sarmiento lo
encuentra simbolizado en El Escorial, el palacio, museo y m onas­
terio construido por Felipe II y admirada proeza arquitectónica del
país. Para Sarmiento, el Escorial es “un cadáver fresco, que hiede
e inspira disgusto”, símbolo de un país que, con la muerte de Felipe
lien 1598, también empezó a morir, hundiéndose poco a poco en
la esterilidad del militarismo y el monasticismo (II, 49). Pero, como
en Facundo, aunque el gobierno, la cultura y la vida intelectual
españolas repugnan a Sarmiento, encuentra un placer ambivalente
en sus tradiciones populares y en el espectáculo violento de la
corrida de toros, a la que considera a la vez perversamente atractiva
y simbólica de “un gobierno que corrompe”, que divierte a las masas
abyectas a la vez que da salida a sus peores instintos (II, 25-37). En
una palabra, el viaje de Sarmiento a España no hizo más que
confirmar lo que ya creía: que España era la cuna de la barbarie, una

157
m a d re q u e h a b ía q u e e x p u ls a r y rem p laza r. L a id ea sarmientinart
q u e la h c re n c i a e s p a ñ o la e n la A rg e n tin a es fu e n te d e barbarie ren-
su c r ític a a la tierra; am b o s a rg u m e n to s a p e la n a condición
p re e x is te n te s p a ra e x p lic a r el fracaso . E ste d eterm in ism o im p i^
e s ta m b ié n u n a e x c u sa p a ra ju s tific a r el e rro r h u m an o , ya que(¡
fra c a s o s ie m p re p u e d e c u lp a rse a la b a rb a rie d e la tierra y a |a
in a d e c u a c ió n d e l p a sa d o e s p a ñ o l d e l p aís.
Aunque Alberdi, como Sarmiento y Echeverría, tambiénconde,
na el “cristianismo de gacetas, de exhibición y de parada” de Espa.
ña, y su falta de capacidad industrial {Bases, 236), le agrega al deba,
te una perspectiva diferente sobre los errores de España. Como ha
sido notado, la fe de Alberdi en los resultados positivos de la acción
humana informada lo alejaba de la ingenua creencia historicistade
que el progreso humano surge inevitablemente de todo movimiento
histórico; de todos modos, lo central a su pensamiento es la idea de
que la América española es el resultado de una expansión orgánica
en la que las civilizaciones superiores inevitablemente remplazana
las más débiles. España participó en este proceso histórico natural
conquistando las “primitivas” civilizaciones indígenas e implantando
la cultura europea en la América hispánica. Alberdi sigue diciendo,
sin embargo, que Españadejódeserunaherramientadelanaturalcza
(y en un sentido dejó de ser parte de Europa) cuando trató de cenar
Hispanoamérica a la cultura superior de Francia e Inglaterra, vio­
lando de ese modo la ley de la expansión cultural (Bases, 155-158),1
Este prejuicio antiespañol entre intelectuales argentinos nunca fue
seriamente negado hasta el siglo xx, cuando, como lo ha mostrado
Maiysa Navarro Gerassi, autores argentinos como Ricardo Rojas,
Enrique Larreta, Manuel Gálvez y Carlos Ibarguren, trataronde

1 El concepto de Alberdi de la distensión cultural refleja ideas de amplii


difusión en Europa en su época. En “Lectura en el Salón” (OC, 1 ,103), Alberdi
menciona el hecho de que el Salón Literario había leído la “Introduction ala
Scicncie de rhistoire” de Lerminier, publicada en la muy conocidaRevuedesdeu*
mondes, 3 (1833), 308. Hacia 1852, cuando se publicaron las Bases, Alberdi podía
haberse familiarizado con los argumentos de la “dinámica social” de Auguste
Comtc, cuyo Sisteme de Philosophie Positive fue publicado en París entre I830y
1842. Dada su orientación scmihistoricista, también es posible que estuviera al
tanto de las premisas básicas de Hcrbert Spencer, S o c i a l (Londres, 1851)*
uno de los primeros intentos de aplicar conceptos lamarekianos de evolución bi°‘
lógica al desarrollo de las sociedades, una especie de darwinismo social antes®
Darwin. Para una discusión extensa e iluminadora sobre los vínculos intelectual65
de Alberdi y Sarmiento, véase La tradición republicana de Natalio R. Botana-

158
%
vindicar, en lo qbe se volvería el movimiento de la hispanidad, la
herencia e s p a ñ o la d la Argentina (107-128).
Paradójicamente, una gran parte de la corriente antihispánica
entre los intelectuales argentinos del siglo pasado fue inspirada por
el autor español M ariano José de Larra (1809-1837), que escribió
devastadores críticas a la cultura española bajo el seudónimo de “Fí­
garo”. Albcrdi adm iraba tanto a Larra que firmó algunos de sus pro­
pios artículos en LaM oda con el diminutivo “ Figarillo", explicando
que “Me llamo Figarillo.. . porque soy hijo de Fígaro... soy un
resultado suyo, una imitación suya, de modo que si no hubiese
habido Fígaro tampoco habría Figarillo: yo so y ... la obra póstuma
de Larra” {LaModa, 16 de diciembre de 1837,1). En consonancia
con el entusiasmo de Albcrdi, Sarmiento llamó a Larra “el Cervantes
de la regenerada España” {El Mercurio , 19 de febrero de 1842).
Además del desdén a la herencia española, los hombres del 37
mostraban un acuerdo casi universal respecto de la inadecuación de
los grupos étnicos de la Argentina, sus “ razas” como eran llamadas.
La palabra “raza” durante la m ayor parte del siglo pasado, como lo
señala Nancy Stcpanen su libro TheldeaofRace in Science, se refería
a cualquier grupo étnico, de europeos a españoles, de indios a
gauchos mestizos (170-189). Siguiendo las teorías racistas de su
tiempo, Sarmiento escribe:

Por lo demás, de la fusión de estas tres familias [española,


africana e india] ha resultado un todo homogéneo, que se
distingue por su am or a la ociosidad e incapacidad industrial,
cuando la educación y las exigencias de una posición social no
vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual. Mucho
debe haber contribuido a producir este resultado desgraciado,
la incorporación de indígenas que hizo la colonización. Las
razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran incapaces,
aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo
duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en
América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se
ha mostrado m ejor dotada de acción la raza española, cuando
se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus
propios instintos {Facundo, 15).

Sarmiento explícita asimismo la supuesta conexión entre raza


y fracaso político burlándose de los partidarios mestizos de Rosas
con el apelativo de “lomos negros” {Facundo, 130) y aun sugiere

159
que el éxito p o lítico de R o sas se d e b e en g ran m edida a un “celo
esp io n aje” fo rm ad a p o r sirv ie n te s n eg ro s de una “ raza salva)!',
in filtrada “ en el seno de c a d a fam ilia d e B uenos Aires” ( 141)
U n m iem b ro jo v e n d e la G e n e ra c ió n , José Mármol, en
n o v ela an tirro sista Am alia, d e 1851, tam b ié n habla del miedo dc
los unitarios p o r sus propios sirv ie n te s, la m ay o ría dc ellos negro?
y m ulatos, quienes en g en eral era n p artid ario s de Rosas. En ^
episodio particularm ente rev elad o r, E d u ard o le aconseja a Amalia
que despida a todos sus sirv ien tes d e B u e n o s A ires pues “ [bajo el
gobierno de Rosas] se les h a ab ierto la p u e rta a las delaciones, y bajo
la sola autoridad de un m iserab le, la fo rtu n a y la vida de una familia
reciben el anatem a de la M a zo rc a” (18). E n u n episodio similar, una
criada delata ante la M azo rca a su e m p le a d o r que está tratando dc
escapar al U ruguay (48).
Sarm iento volvió a una ex p lica ció n racial del fracaso hispano­
americano en su últim a obra im p o rtan te, C onflictos y armonías de
las razas en América, un tratado m al o rg a n iz a d o que según algunos
no es más que una recopilación d e n o tas d e u n futuro libro que Sar­
miento no llegó a escribir. T erm in a d o e n 1883, cuando Sarmiento
tenía setenta y dos años, C onflictos es u n lib ro melancólico que
Sarmiento m ism o llam ó “ un F acundo en v e jecid o ” (citado en
Bunkley, VidadeSarm iento, 503). E n C onflictos, Sarmiento afuma
que pese a una constitución ilu strad a, u n a dem ocracia aparente,
prosperidad, transporte m oderno, escu elas, academ ias, universida­
des, y todos los artefactos del p ro g reso , la sociedad argentina en
1883, aunque m ejor vestida y m ás e d u c a d a q u e bajo Rosas, sigue
plagada por la corrupción, el p erso n alism o y u n desprecio general
por las instituciones. E xplica este fracaso c o m o resultado de la ina­
decuación racial. El libro, in ten to am b icio so d e reescribir gran parte
de la historia del m undo bajo u n a p e rsp e c tiv a racial, provee deta­
llados análisis del éxito inglés y el fra c a so e sp a ñ o l en la coloniza­
ción. En cada caso, S arm iento su g ie re q u e el fracaso de la demo­
cracia en H ispanoam érica p u ed e e x p lic a rse só lo tom ando en cuenta
la inadecuación de los pueblos la tin o s, e sp e c ia lm e n te cuando se los
combina con los indios “b árb a ro s” , p a ra g o b e rn a rse a sí mismos. De
acuerdo con Sarm iento, todos lo s ca u d illo s latinoam ericanos a los
que considera “bárbaros” (R o sas, el d o c to r F ra n c ia de Paraguay y
Artigas, por ejem plo) p ro v ien en d e la m e z c la fatal d e sangres latina
e india (OC, X X X V II, 28 4 -3 1 3 ). E n u n o d e sus últim os artículos,
“El constitucionalism o en la A m é ric a del S u r” , p u b licad o en forma
póstuma y quizás pensado co m o c o m ie n z o d e u n segundo volumen

160
de Conflictos, Sarmiento vuelve sobre la incapacidad política de la
raza: “Obsérvese que todo el m undo cristiano está en posesión del
voto efectivo del pueblo para dirigir su gobierno, y que todos
nosotros estamos persuadidos que no tenem os este resorte en
nuestra maquinaria política, p o ru ñ a excepción de la regla; téngase
presente que este mal es general a todos los pueblos de la raza latina
en la América del Sud, lo que hace que después de setenta años no
se haya podido organizar definitivam ente el G obierno” ( ,
XXXVIII, 273). La A rgentina, concluye, está m ejor que otros
países hispanoamericanos porque tiene m ás habitantes blancos. E n
contraste, un país com o E cuador “cuenta un m illón de habitantes
de los cuales sólo cien mil son blancos. Resultado: T res tiranuelos
militares abrazan casi toda su historia” (X X X V III, 282-283).
Todos los hom bres del 37 estaban de acuerdo con Sarm iento
en lo esencial respecto de la raza. M árm ol, con brevedad no
característica en él, define a los partidarios d e Rosas com o “ese
pueblo ignorante por educación, vengativo p o r raza y entusiasta p o r
clima” ( A
m
ali, 44). H asta A lberdi, que por lo general evita las
caricaturas raciales que se encuentran en Sarm iento, lam enta los
orígenes mestizos de la A rgentina. Para Alberdi no hay A m érica
digna del mundo aparte de la europeizada:

Las repúblicas de la A m érica del Sud son producto y testim o­


nio vivo de la A cción de Europa en A m érica... T odo en la
civilización de nuestro suelo es europeo; la A m érica m ism a es
un descubrimiento europeo. L a sacó a luz un navegante
genovés, y fom entó el descubrim iento... Los que nos llam a­
mos americanos, no som os otra cosa que europeos nacidos en
América. Cráneo, sangre, color, todo es de fu e ra ... ¿Q uién
conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio
neto? ¿Quién casaría a sus herm anos o a su hija con un
infanzón de la A raucania, y no m il veces con un zapatero
inglés? En A m érica todo lo que no es europeo es bárbaro: no
hay más división que ésta: 1, el indígena, es decir, el salvaje;
2 , el europeo, es decir, nosotros, los que hem os nacido en
América y hablam os español, los que creem os en Jesucristo y
no en Pillán (Bases, 239-241).

Alberdi tampoco acepta la idea de que puedan foijarse cam­


bios sustanciales entre los mestizos pobres mediante la educación.
“Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de

161
n u estras m asas populares, por todas las transform aciones del mejor
sistem a de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés”
(252). T am b ién en las Bases A lberdi afirm a que “ utopía es pensar
que p o d am o s rea liza rla república rep resen tativ a... si no alteram os
y m o d ificam o s profundam ente la m asa o p asta de que se com pone
nuestro pueblo hispanoam ericano” (405). C om o se verá en capítulos
posteriores, A lberdi alteró considerablem ente su opinión de las
razas m estizas de la A rgentina; pero com o indicadores de un punto
de v ista generacional, sus palabras se explican por sí mismas. Fue
E cheverría, sin em bargo, quien escribió la declaración más eficaz
de la G eneración sobre la raza, no en un ensayo sino en uno de los
prim eros y m ejores cuentos de la literatura hispanoam ericana, “El
m atadero” , escrito probablem ente en 1838.
E l argum ento de “El m atadero” es sim ple. P o r cau sa de u n a es-
—cascz descame, los partidarios de R osas están em pezando a d u d a r de
la capacidad de su caudillo para proveer a la nación. El anuncio de que
varios toros serán carneados en determ inada fecha atrae en masa al
matadero a las clases inferiores de Buenos Aires. Echeverría describe
con asqueante detalle cómo hom bres sucios y m anchados de sangre
matan y desmembran el ganado; cóm o la gente lucha por diferentes
partes de los animales, incluyendo sesos, testículos y entrañas; y cómo
la muerte accidental de un niño no provoca ninguna com pasión entre
la muchedumbre hambrienta y carnívora. Pero el clím ax de la historia
muestra a un joven culto que casualm ente pasa p o r el matadero sin
llevar puesta la obligatoria insignia rosista. O bviam ente es un unitario,
un símbolo de la Argentina civilizada que R osas había suprimido; la
m uchedumbre lo ataca y lo hace desm ontar. El tum ulto se descontrola;
la turba amenaza con desnudar, azotar y tal vez violar al joven, quien,
antes que sufrir esc escarnio, m uere d e noble furia: “un torrente de
sangro brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven”
(Echeverría, “ El M atadero”, en Obras , 324).
Las ecuaciones obvias del m atadero con la A rg en tin a de Rosas
y de los m atarifes con los esbirros d el rég im en p o d rían ser(tediosas
si el problem a ideológico im plicado n o fu e ra tan peculiar. Al reco­
n o cer que R osas seguía en el p o d er en v irtu d d e un am plio apoyo de
las clases bajas, E cheverría no se lim ita a e s c rib ir u n a diatriba más
contra R osas, sino que se p ro p o n e d e sa c re d ita r a las m asas mismas,
quienes, desde su punto d e vista, son la v e rd a d e ra razón del poder
de R osas. E cheverría logra su o b jetiv o d e d ifa m a r a las m asas regis­
trando en horrendo detalle su co n d u cta y lla m a n d o repetidam ente la
atención so b re su raza. P o r ejem p lo las “ n e g ra s y j rml atas, achura-

162
cloras, cuya fealdad irasunuibu las arpías (le las líí! silas" O I tAfa
ádcíanlc leemos que "dos africanas llevaban ai l astrando las tu l
flas.de.un animal; allá'’una muíala se alejaba con un ovillo de Hipas
y, resbalando de repente sobre un charco de mingic, r aía a plomo,
cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían ara i
rrucadas en hilera cuatrocientas negras..." (3 17), Iislas referencias
raciales siguen a todo lo largo del texlo. La IiiUmicIóii de Heheveifía
de desacreditar a los resistas se real/,a en vividos retratos de su
conducta bárbara: luchan por los testículos de un loro, usan el
lenguaje más vulgar y blasfem o, atacan cobardemente a un inglés
inocente, y al fin asesinan con brutalidad al joven unitario, Para que
no queden dudas sobre su intención, concluye la historia con estas
palabras: “En aquel tiempo los carniceros degol ladores del Matade­
ro eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la Federación
rosina, y no es difícil im aginarse qué Federación saldría de sus
cabezas y cuchillas... por el suceso anterior puede verse a las claras
que el foco de la Federación estaba en el M atadero” (324). Tales son
las palabras de un escritor que en otros contextos habla piadosam en­
te de reconciliar federales y unitarios. Por m ás admiración que
pueda inspirar el talento literario de Echeverría, no puede negarse
la intención antipopular que hay detrás de esta historia. Ya que
Rosas retenía el poder con el apoyo de las m asas, criticarlo a él no
era suficiente; las masas m ism as debían ser denigradas y rebajadas.
Pocos documentos en la historia argentina reflejan m ejor la extraña
mezcla de miedo y hostilidad que los argentinos de la clase alta han
sentido hacia sus conciudadanos hum ildes.2

2El cuento de Echeverría inspiró una interesantísima imitación en nuestro


siglo. Durante la primera presidencia de Perón (1946-1955), Jorge Luis Borges y
Adolfo Bíoy Casares, bajo el seudónimo deBustos Domecq, escribieron un cuento
titulado “La fiesta del monstruo”. El personaje principal es un obrero querelatasu
participación en una demostración peronista en la Plaza de Mayo. Usando los
términos más chabacanos imaginables, Borges y Bioy describen a los peronistas
como seres deformes, vulgares, estúpidos, feos, de pies planos, narices aplastadas,
sobrepeso... en suma, basura genética indigna del menor respeto y mucho menos
del voto. Cuando la muchedumbre converge hacia la Plaza de Mayo, tropiezan con
unjudío al que asesinan brutalmente. Echeverría, Borges y Bioy Casares, pese al
siglo que los separa, enfrentaron un dilema similar cómo apoyar en teoría la
democracia desacreditando al mismo tiempo el apoyo mayoritario a Rosas o Perón.
Su solución es retratar a las clases bajas argentinas de la manera más brutal,
denigrante y en última instancia despreciativa posible. De ese modo Echeverría,
Bioy Casares y Borges ilustran la paradoja del liberalismo argentino tanto en el
siglo anterior como en el presente: mientras teóricamente es prodemoerático, CS
profundamente antipopular y de ningún modo igualitarista.
¿Pero porqué esa conciencia de raza? De todas las explicac¡
nes posibles del fracaso, ¿por qué la raza ocupa un lugar h
importante en el pensam iento de la G eneración del 37? La expW
ción más fácil diría que los argentinos se limitaban a repct¡
prejuicios comunes en Europa, donde la idea de la inferioridad
inherente a los pueblos oscuros llevaba dos siglos de vigencia
Aunque la influencia del racism o europeo en la Argentina
innegable, la emergencia del prejuicio racial en Europa señala una
explicación adicional. La denigración de los africanos en el pcn.
samiento europeo, de acuerdo con Nancy Stepan, era relativamente
rara antes del tráfico de esclavos. Con la institucionalización déla
esclavitud, la supuesta inferioridad de los africanos obtuvo amplia
credibilidad precisamente porque el racism o proporcionaba una
ideología a la subyugación de los negros (Race in , xxi-xxiii),
En una palabra, el racismo se hizo popular para justificar la
.. explotación de un grupo particular. En el caso de la Argentina, estos
argumentos sugieren que en algún nivel la G eneración del 37 estaba
levantando un marco ideológico a priori para un sistem a político
que excluiría, perseguiría, desposeería y a m enudo mataría a los
“racialmcntc inferiores” : gauchos, indios y m estizos. Y de hecho,
fue exactamente lo que pasó. El proceso de quitarles lentamente
tierras a los indios, que había com enzado en tiem pos coloniales.se
incrementó abruptamente a m ediados del siglo xix en la Argentina,
especialmente después de que liberales com o Sarm iento llegaran al
poder en la década de 1860. En el equivalente argentino del “ganai
el Oeste” de los norteam ericanos, los gobiernos liberales se em­
barcaron en una cam paña de ganar tierras, operación que en la l
Argentina se llamó ‘‘Conquista del desierto ” , que desplazó o mató
a miles de indios y gauchos, dejando disponibles sus tierras natales
para los colonos blancos o los especuladores. M ás adelante, mediante
un sistema electoral sagazm ente excluyem e, esos mism os grupos
fueron mantenidos al m argen del proceso político. Usando la
estereotipia racial de la G eneración del 37, la justificación ideo­
lógica de tales acciones estaba a m ano.
Los hom bres del 37, entonces, atribuyeron los males de sa
país a tres grandes causas: la tierra, la trad ició n española y la raza.
Loro además de explicar el fracaso, los h o m b res del 37 tuvieron
que recetar rem edios para su p ro b lem ática patria. El capítulo
siguiente estudia cóm o planeaban h acer realidad sus sueños paralo
Argentina.
i

Capítulo 6

La Generación de 1837, Parte II

Como vimos en el capítulo anterior, los hom bres del 37 diagnos­


ticaron, con im aginación y vigor, los problem as de su país. Pero
identificar los m ales era apenas la m itad de su m isión; tam bién era
necesaria la prescripción para m ejorar y sanar, una nueva fór­
mula de principios de gobierno y ficciones conductoras que p u ­
sieran a la A rgentina en el cam ino del progreso. A firm aron que
el progreso no era m ero resultado del m ovim iento histórico hegelia-
no: al progreso había que ganarlo m ediante una lucha corriente,
contra las fuerzas de la superstición, los m oldes culturales reac­
cionarios heredados de E spaña, la raza y los privilegios asentados.
Ninguno de ellos creyó que el com bate sería ganado en su g en era­
ción; antes' bien, se ocuparon de crear un m arco ideológico, de
“fundar m itos” , en palabras de Halperín D onghi, que a los futuros
gobiernos les perm itieran avanzar hacia la prosperidad y la d e ­
mocracia bajo un régim en constitucional (El pensam iento de
Echeverría, 26).

¿Cuál era la solución, entonces, para una población “ m aldita”


por la tradición española y la inadecuación racial? La solución cabía
en una palabra; inm igración. R ivadavia ya había abogado p o r ella
como solución para los problem as argentinos, y A lberdi la m en­
cionaba en su Fragmento prelim inar al estudio del derecho de 1835
(iOC, 1 ,123). Pero nadie propuso la inm igración con m ás v ig o r que
Sarmiento, en las páginas finales de Facundo, donde declara que “c lv
elemento principal del orden y m oralización que la R epública
Argentina cuenta hoy, es la inm igración eu ro p ea” (159). U nos
dieciocho m eses después de haber term inado el Facundo, S ar­
miento visitó A lem ania, donde sus experiencias confirm aron la

165
\
conveniencia de llevar europeos del norte a Ja Argentina. Citar/
a los románticos alemanes, afirm a que “ la raza alemana” estoy/
ricamente migrante, que se inició en la india, p asó al norte ¿
Europa en tiempos romanos, y en el siglo x ix seguía trasladándote
a los Estados Unidos de América; los autores alemanes, t¡cg¿
Sarmiento, habían reconocido “corno hecho inevitablemente
la emigración de sus com patriotas” (Viajes, II, 2 3 2 j. Proponeti;¡
política oficial para atraer alem anes a las playas sudamericana^
para lo cual los gobiernos sudam ericanos deberían subsidiar loí
viajes, la instalación, la com pra de herram ientas, semilla y adquj.
sición de tierra para los recién llegados. Recomienda que se esta-
blczcan centros de información y em igración en A lem an ia, parada-
a conocer esas medidas a gente que de otro modo se iría ¡
Norteamérica (II, 231-236). Un año después, durante su primera
visita a los Estados Unidos, Sarm iento quedó asombrado de que
algunos norteamericanos vieran al inm igrante como “un clemcnio
de barbarie, [porque] sale de las clases menesterosas de Europa,
ignorante de ordinario y siempre no avezado a las prácticas repu­
blicanas de la tierra” (Viajes, III, 83). De lodos modos se maravilla
del proceso por el cual los inm igrantes a los Estados Unidos se
asimilan, primero mediante la religión y la educación pública, aúna
cultura que a despecho del influjo de inm igrantes se mantenía,
según él, básicamente puritana.
Alberdi también apoyó la inm igración europea como una
solución segura para los males argentinos. En las Bases escribe:
• * 1'

Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más


/.ación en sus hábitos que luego com unica a nuestros habitantes,
que muchos libros de filosofía. Se com prende mal la perfec­
ción que no se ve, loca ni palpa. U n hom bre laborioso es el
catecismo más edificante.
¿Queremos plantar y aclim ataren A m érica la libertad inglesa,
la cultura francesa, la laboriosidad del hom bre de Europa yde
Estados Unidos? Traigam os pedazos vivos de ellas en las
costumbres y radiquém oslas aquí (250).

De estas ideas deriva el aforism o m ás celebrado de Alberdi:


“gobernar es poblar", Nos dice que no es m ediante la cducacióno
“muchos libros de filosofía” que se cam biará a la Argentina, sino
trayendo “pedazos vivos" de la cultura d e E uropa del norte, para
plantarlos en suelo argentino y cam biar así la estructura étnica dd

166
país. Pero para que estos pedazos vivos echen raíces, Alherdí Insiste
cuque sean plantados en un am biente nutricio, lo que significa que
la Argentina debo cam biar sus leyes sobre adquisición de tierra,
derechos civiles y religión. '
De estos elem entos, la religión era potenclalm entc el inris
explosivo. Recordando los problem as que había tenido k iv ad av ía
con la jerarquía católica, los hom bres del 37 extrem aron sus
precauciones en la cuestión religiosa: afirm aban su fe en Dios a la
vez que prom ovían la libertad de culto y la educación secular com o
religión “ilustrada” . En las “P alabras S im b ó licas" de la Asociación
de Mayo, Echeverría, con referencias frecuentes a las E sc ritu ra s'
cristianas, defiende “ la religión n atu ral” (el im pulso prim ordial de
la humanidad de creer en un p o d er m ás alto) y la “ religión po sitiv a”
(la religión basada en los hechos históricos). A finnn adem ás que “ la
mejor de las religiones positivas es el cristianism o, porque no es
otra cosaque la revelación de los instintos m orales de laliu m an id ad .
El Evangelio es la ley de D ios porque es la ley m oral de la co n cicn cia
y de la razón” (Dogma, 175). C ritica a los curas rosistas p o r hab erse
vuelto “dóciles y útilísim os instrum entos de tiranía y retro ceso ” , y
espera que en el futuro el clero "co m p ren d iese su m isión |y ] se
dejase de política” (Ojeada, 99-100).
La educación religiosa era un p roblem a p articu larm en te e s ­
pinoso. Albcrdi, de todos m odos, no ahorra críticas al papel del clero
en la educación: “ Que el clero se ed u q u e a sí m ism o, p ero no se
encargue de form ar nuestros abogados y estad istas, n u estro s n e ­
gociantes, m arinos y guerreros. ¿P o d rá el clero d ar a n u estra
juventud los instintos m ercantiles c in d u striales que deben d istin ­
guir al hombre de Sud A m érica? ¿S ac ar d e sus m anos esa fiebre de
actividad y de em presaque lo haga ser el yankcc hispanoam ericano?”
Más aún, Albcrdi siente no sólo que el clero d eb ería ab an d o n ar las
aulas, sino ta m b ié n q u c la c d u c a c ió n h u m a n ís tic a .q u c a s u ju ic io c ra
un rezago del escolasticism o cató lico , d e b e ría ser rem p lazad a con
estudios prácticos en física c in g en iería, y q u e “el inglés, com o
idioma de la libertad, de la in d u stria y el o rd e n ” , d eb ería rem p lazar
al latín. “ ¿Cómo recibir” , p reg u n ta, “el ejem plo y la acción civ ili­
zadora de la raza anglosajona sin la p o sesió n general de su len g u a ?”
(Bases, 234-235). Sin estas refo rm as que p red ica, las escu elas y
universidades argentinas seg u irán siendo n a d a m ás que “ fábricas
de charlatanismo, d e o cio sid ad , de d em ag o g ia y de p resu n ció n
titulada” (233).
Pero ninguno de los h o m b res del 37 quería term in ar con la

167
religión e n la A rgentina. E c h e v e rría critica a los intelectual
arg en tin o s, lo s riv ad av ian o s en p articu lar, p o r su indiferencia
m ás bien h o stilid a d , h a c ia la religión. “ E n n u estra orgullosa sur°
ciencia, h em o s d esech ad o el m ó v il m ás p o d ero so para moralizar'
civ ilizar n u estras m a s a s ... si le q u itáis [al pueblo] la religión, ¿ J |
le d e já is? ... ¿Q ué autoridad ten d rá la m o ral ante sus ojos sin el sei|0
divino de la san ció n re lig io s o ...? ” ( O jeada , 97). M ás puntilloso
A lberdi escribe:

R espetad su altar a cada c re e n c ia ... L a A m érica española,


reducida al catolicism o con exclusión d e otro culto, representa
un solitario y silencioso convento de m o n je s... Excluirlos
cultos disidentes de la A m érica del Sud, es excluir a los
ingleses, a los alem anes, a los suizos, a lo s norteamericanos,
que no son católicos; es decir, a los p o b lad o res de que más
necesita este continente. Traerlos sin su culto, es traerlos sinel
agente que les hace ser lo que son (Bases, 258-259).

Más adelante, en un guiño, nada convincente, a R om a, declara


que oponerse a la libertad de culto es un “ insulto a la magnificencia
de esta noble Iglesia, tan capaz de asociarse a todos los progresos
hum anos” (259).
En este complejo intento de g aran tizarla libertad religiosa para
los inm igrantes protestantes, sin o fen d er a R om a, Alberdi y
Echeverría revelan su verdadero propósito: u sar la religión como
una herramienta para construir su visión de la Argentina. En
ninguna parte dan indicios de ser creyentes fervorosos. Como dice
Halpcrín Donghi de la relación de E cheverría con el cristianismo:
“Todo el camino del pensam iento de E cheverría está puntuado por
residuos ideológicos, signos que han sido vaciados de todo senti­
d o ... El sentim iento religioso no tiene n ingún lugar entre sus
intereses m ás profundos” (Elpensam iento de Echeverría, 85-86).
Lo que querían los hom bres del 37 era una Iglesia dócil que
renunciara a una autoridad y verdad exclusivas para asum ir un rol
útil en la form ación de la A rgentina positivista. Que la Generación
del 37 creyera que la Iglesia aceptaría pacíficam ente ese papel
- muestra una considerable ingenuidad, basada en la misma arrogancia
hacia la religión que ellos denunciaban en lo s unitarios. Antes que
incluir a la Iglesia en un diálogo productivo, prefieren dictar normas
religiosas en nombre del “evangelio ilustrado” de Echeverría y el
llamado de Alberdi alos sentimientos nobles. Lajerarquíaeclesiástica

168
argentina resistió a tales ataques a sus prerrogativas, un twj in íu l
respecto a l a educación religiosa. L a Iglesia perdió m u d áis ew a
ramuzas con los reform istas del 37 y sus vastagos inlcleeliiíilits, (><■//;
siguió siendo una fuerza activ a en la sociedad argeiillmi, in y afia­
blemente del lado de la tradición. A u n hoy, los jerarcas d u la InUwu
argentina son los m ás conservadores, p o r no d ecir reaccionarios,
toda América latina.
Los h o m b res d e l 3 7 c o m p r e n d ie r o n q u e su s p la n e s
inmigratorios, esquem as económ icos y prescripciones de libertad
religiosa estaban teñidas de utopism o y no daban la clave de q u é
hacer mientras tanto. D ada la posición tom ada por la G eneración
respecto de sus conciudadanos, la cuestión era saber qué clase d e
gobierno podía llenar el vacío h asta que, en palabras de E cheverría,
“el pueblo fuese por fin pueblo” ( O,106).
El sufragio universal y el gobierno num éricam ente represen­
tativo estaba fuera de cuestión. R ecordando la popularidad de R osas
y los interminables litigios electorales entre B uenos A ires y las
provincias, Echeverría escribe: “E l sufragio universal dio d e s í
cuanto pudo dan el suicidio d el pueblo p o r sí m ism o, la legitim ación
del Despotismo” (Ojeada , 104). A ntes que p erm itir a todo el p u eb lo
acceso inmediato al gobierno, recom ienda co m en zar por “u n punto
de arranque que nos llevase p o r u n a serie de progresos graduales a
la perfección de la institución dem ocrática” (106). P ara lo g rar este
objetivo, el poder real debe ser dejado ante todo en m anos d e u n a
elite natural, una jerarquía natural, “ la única que debe e x istir...
aquella que trae su origen d e la naturaleza” y que consiste en “ la
inteligencia,la virtud,lacapacidad.elm érito probado"
Echeverría argum enta lo siguiente:

La soberanía del pueblo sólo puede residí r en Ia razón <


y que sólo es llam ada a ejercer la parte sensata y racional de U
comunidad social.
La parte ignorante queda bajo tutela y salvaguardia do la ley
dictada por el consentim iento uniform e del pueblo racional.
La democracia, pues, no es el despotism o absoluto d e bvv
masas, ni de las m ayorías; es el régim en de la to/On \i
201).

En un alejamiento notable del sentim iento eithl pnpuliMa e \


presado en su Fragmento prelim inar, AII r o l I no w muoMra nveoov
enfático cuando liama i gnoranei a universal al Mil mitin u u tw u v d
" 1*1 «ufinglo universal donde la universalidad de los (|uc sufra»
es Ignorante en la nialeria sobre la que el sufragio versa, el suff¡¡7'
p reten d id o universal no es inris tjue el sufragio de uno o de
pneos; y en ninguna parle Im pera el régim en de las minorías,con'
donde la m ayoría nacional es pro clam ad a soberana” ("América1?
/ í / \ V il, 3d4),
¡Se hace ovíllenle así que la dem o cracia para la Gcncraci^
del 37 , com o para los m orcnlslas antes que ellos, se ilcliníacomo
un gobierno para el pueblo pero no p o r el pueblo. Que el nueva
gobierno no debía incluir al "p u e b lo " en ningún sentido universal
ya quedaba explícito en S arm iento: "C u an d o decimos pueblo,
em endem os los notables, activos, inteligentes: clase gobcmanic,
Som os genios decentes. Patricios a cuya clase jx: rio uceemos nosotros,
pues, no lia de verse en nuestra C ám ara ni gauchos, ni negros,ai
i'omms. Som os la gente decente, es d ecir, patriota” (citado en Paoli,
Sarmiento, 175). C om o los m o ren istas, los rivadavianos y Bcrutiy
su líente decente, los hom bres del 37 quisieron una democracia
exclusivista. Lejos de la d em o cracia radical de Hidalgo y Artigas,
su Interés en el pueblo m o strab a una ex trañ a semejanza a la ley
m itoer.ltica y paternalista de R osas.
La cuestión del su frag io p o p u la r obligó a los hombres del
37 a ex p licar el gobierno que ya te n ía la A rgentina: el del caudillo,
que, inris que un sím bolo, era tam b ién un hom bre de carne y hue­
so, apoyado quizás p o r una m ay o ría au n q u e no se
elecciones form ales. N adie d e sc rib e el fenóm eno del
m ejo r q u e S arm iento. El cau d illo , escrib e, es "el espejo en quese
reflejan, en d im en sio n es co lo sa le s, las creencias, las necesida­
des, preo cu p acio n es y h á b ile s d e una n ació n en una época dada
de su h isto ria” (Facundo, ó). E s u n en em ig o predeterminado del
progreso, el h o m b re n atu ral su rg id o d e las profundidades del
salvaje suelo am erican o , h e re d e ro d e la tradición medieval espa­
ñola (18). S u e n a lte c im ie n to al p o d e r es “ fatal, forzoso, natural y
ló g ic o " (d).
La ex p lica ció n m ás p e rd u ra b le q u e dio Sanniento del poder
del cau d illo p o slu la un v ín c u lo irra c io n a l en tre las masas y sulídft
p o r el cual el ca u d illo re fle ja d e m a n e ra m isteriosa la volunta»
in articu lad a de las m a sa s (1 3 0 ), a rg u m e n to también usado p
ad elan te para ju s tific a r a líd e re s p o p u lista s tan diversos coto0
M u sso lin i, I líd e r. P eró n y C a stro . Se h a su g erid o que la fascina»*
de S a n n ie n to co n el c a u d illo n o h a c e m ás que reflejar el interés^
su sig lo p o r la figura del h é ro e , el in d iv id u o titánico que deja>

170
a s e a personal en la historia, tem a popularizado por Hegcl y
después retom ado por hom bres tan diversos com o Bcethovcn,
Seealhal, W asn er v A roold. Pero el héroe de H esel es nuiv dife-
^ r- «a» W %r

I22S del caudillo de Sarmiento. En La la .


Hegel insiste en que los grandes hombres de la historia se tiesta*
esa poique'“sus objetivos particulares engloban grandes problemas
ept sea la voluntad del Espíritu del Mundo”. Peto su grandeza
personales m ás aparente que real, ya que "parecen tomar el impul­
so de sus vidas de sí m ism os” cuando en realidad son meros re lie ios
¿ d Espíritu del M undo (30). Aunque el interes de Sarmiento en la
figura del caudillo com parte la fascinación romántica por el héroe
ea Hegel, invierte los térm inos hegelianos. En Samtiento. el cau­
dillo refleja no el Espíritu del Mundo, que es la fuerza que mueve
la historia y el progreso, sino el espíritu popular, que es la fuerza de
labaibarie. L ejosde perm itirle seguirsu curso, al caudillo es preciso
eliminarlo, si es preciso por la fuerza, para poner en su lugar la ley
de la razón. P or m ucho que se acerque Sarmiento al irracionalismo
romántico, en últim a instancia la visión que junto a toda su gene­
ración quiere im poner a la Argentina es racional y positivista: el
pueblo no debe ser necesariamente una pieza manipulada por
fuerzas históricas invisibles, sino un grupo de seres racionales
capaces de transform ar el mundo de acuerdo a su visión esencial­
mente positivista.
En contraste con una visión racional del mundo, el caudillo es
lavGzdelasinrazón.Puedereflejarunavoluntadpopularinarticulada,
pero toda la autoridad está centrada en su persona. En opinión de
Sarmiento, gobierna por decreto, no por la persuasión. Dado que la
obedienciaesclava desús secuaces le basta para validarsu autoridad,
la fuerza para asegurarse esa obediencia se vuelve la única forma
necesaria de gobierno. L a justicia del caudillo es administrada “sin
formalidades de discusión” ya que la discusión, a diferencia del
decreto, coloca la autoridad fuera de lapersonadel caudillo ( Facun­
do, 130). Su gobierno es creación de su voluntad arrogante. “ Es
el estado una tabla rasa en que él va a escribir una cosa nueva,
original... va a realizar su república ideal, según él la ha concebi­
do... sin que vengan a estorbar su realización tradiciones enveje­
cidas, preocupaciones de la ép o ca... garantías individuales, insti­
tuciones vigentes... Todo va a ser nuevo, obra de su ingenio” (131-
132). Alzando la vista de la evidente ironía de estas palabras, es fácil
vcrcómo el héroe romántico (el hombre más grande que la naturaleza,
la figura titánica que, com o Dios, crea de la nada) influyó la

171
d e s c rip c ió n q u e h a c e S arm ien to d el cau d illo . E n realidad, en ^
g ú n a sp e c to S arm ien to q u iso e m u la r al cau d illo que tanto odiaK
P o r e je m p lo , co n d e n a al cau d illism o c o m o un gobierno “sin f0j
m a s y sin d e b a te ” : n inguna d escrip ció n m ejo r del estilo de $Jt'
m ie n to escrito r. En lu g ar de u sar arg u m en tacio n es cuidadosamente
c o n stru id a s, basadas en pruebas v e rific a b le s, Sarm iento recurre»
la d ec lam ació n apasionada b asad a en la so la prueba d e su auto,
rid ad personal y de sus co n o cim ien to s. E n u n a palabra, escribe por
d ecreto , m otivo p o r el cual A lb erd i lo lla m ó -“ caudillo de la pin.
m a” (citado en B unkley, 356). E n lo s m ejo res libros de Sarmien.
to (i Recuerdos de p r o v i n c i a ,V ida de e
declam atorio está felizm ente au sen te. P e ro , pese a la fascina­
ción rom ántica d e S arm iento co n el ca u d illo titán, pasó su vida
condenando al caudillism o. E l cau d illo p a ra Sarm iento es la en­
cam ació n del m al que debe se r e x o rc iz a d o si la Argentina quiere
civilizarse.
C om o S arm iento, A lb erd i reco n o cía q u e el caudillo era un
elem ento nativo de la A rgentina. C o m o v im o s en su Fragmento
Preliminar, en el com ienzo A lb erd i se m o stró interesado en usar a
R osas com o u n escaló n h acia u n a re p ú b lic a m oderna. N o tardó en
.. perder las esperanzas en R o sas, p e ro no abandonó su creencia de
que la figura recu rren te d el ca u d illo e ra p ru e b a visible de un hecho
de la vida p ecu liarm en te arg en tin o : la n ecesid ad de un ejecutivo
„ fuerte. E sta n ecesid ad , seg ú n A lb erd i, ex p lica b a los intentos de
varios argentinos d istin g u id o s d e las g en e rac io n e s anteriores, in­
cluyendo al general Jo sé de S an M artín , p o r estab lecer una monarquía
com o el m o d o m ás eficaz d e d a rle al p aís la estabilidad necesaria
para su su p erv iv en cia. “ D ad al e je c u tiv o to d o el poder posible”,
escribió A lberdi. “P ero d ád selo p o r m e d io d e u n a constitución. Este
desarrollo del p o d e r e je c u tiv o c o n s titu y e la necesidad dominante
del derecho co n stitu c io n a l d e n u e s tro s d ía s e n Sudamérica. Los
ensayos de m o n arq u ía, lo s a rra n q u e s d irig id o s a confiarlos destinos
públicos a la d ictad u ra, so n la m e jo r p ru e b a d e la necesidad que
señalam os” (Bases, 3 5 2 ) . C ita co n a p ro b a c ió n a Sim ón Bolívar:
“L os nuevos estad o s d e la A m é ric a a n te s esp añ o la, necesitan re­
yes co n el n o m b re d e p re s id e n te s ” ( 2 2 9 ) . P o r cau sa de esta prefe­
rencia de A lb erd i p o r u n e je c u tiv o fu e rte , la C onstitución de 1853,
que en lo fu n d a m e n ta l sig u e a la d e lo s E sta d o s U nidos, se diferen­
cia de ésta e n u n p u n to d e im p o rta n c ia : e l ejecu tiv o puede “ inter­
v en ir” en casi c u a lq u ie r asp e c to d e la v id a a rg e n tin a que a su juicio
am enace la in teg rid ad d e la N a c ió n . E s te p o d e r de “intervenir” ha

172
sido usado, a menudo con interesada arbitrariedad, p ara todo, d e sd e
anular los resultados de elecciones provinciales h asta c la u su ra r
universidades.1
Domesticar al caudillismo m ediante un ejecutivo fu erte n o fu e
la única receta de la Generación del 37 para los m ales d e la n a cidra
También dedicaron considerable atención a d efin ir u n a p o lític a
económica para la Argentina con la que soñaban. E l p rin cip al e n
este sentido fue Alberdi, que había leído bien a los eco n o m istas d e
su tiempo partidarios del laissez-faire . P reparándose p a ra la o la
inmigratoria que esperaba atraer, escribe que “L os g ran d es m e d io s
de introducir Europa en... nuestro continente en escala y p ro p o r­
ciones bastante poderosas para obrar u n cam bio p o rten to so e n
pocos años, son el ferrocarril, la libre navegación in te rio r y la
libertad comercial. Europa viene a estas lejanas regiones e n alas d e l
comercio y de la industria, y busca la riqueza en nuestro co n tin en te.
La riqueza, como la población, como la cultura, es im posible d ó rale
los medios de comunicación son difíciles, pequeños y co sto so s”
{Bases, 261). Pero, entre tanto, la Argentina era u n p aís su b d e sa -

1Los artículos 5 y 6 de la Constitución argentina, aunque semejantes: al


artículo IV, sección 4, de la Constitución de los Estados Unidos, atribuyen al
ejecutivo argentino poderes más amplios en la resolución de las crisis internas». La
Constitución norteamericana dice: “Los Estados Unidos garantizarán a cada
Estadode esta Unión una forma republicana de gobierno, y los protegerán a todos
contra la invasión y, por mandato de la Legislatura, o del Ejecutivo (cuando la
Legislaturano pueda ser reunida) contra la violencia interna'*. El artículo corres­
pondiente en la Constitución Argentina de 1S53, redactado en buena medida bajo
inspiraciónde Alberdi, dice que: “Cada provincia dictará para sí una Consumada
bajo el sistema representativo republicano de acuerdo con los principios, decla­
raciones y garantías de la Constitución Nacional; y que asegure su administración
dejusticia, su régimen municipal y la educación primaria. Rajo estas tundiciones
elGobiernofederal, garante acadaprovincia el goce y ejercido de sus mstituc iones*.
El artículo 6, que establece el poder de la intervención del Ejecutivo, dice; “El
Gobierno federal interviene en el territorio de las provincias pata garantir la forma,
republicana de gobierno, o repeler invasiones exteriores, y a requisición de sus
autoridadesconstituidas parasostenerlas o restablecerlas, si hubiesen sido depuestas
porlasedición opor invasión de otra provincia". Los esfuerzos por dot civuiotu que
constituye “sedición” han logrado poco, y por cierto no han logrado vostvtogvt la
acción de ejecutivos de mano dura. Etv algunos casos, por ejemplo, se h m
intervenido provincias sólo porque un rival político ganaba las elecciones, CWvo
el ejecutivo no está obligado a pedir aprobación del Congreso pat a iutowenu, la
mayoríade las intervenciones se han hecho por decreto. Rara una e\pos ic ton legal
délas diferencias entre las dos constituciones, véase Ales andot \ \ \ Weddelh
Compaiison of thc Execuiivc muí Judicial Powets undet ihe ConxUluUow* ol
Argentina and the United States”.
rro lla d o , ric o e n recu rso s n a tu ra le s y p o b re e n cap ital y tecnología
N o b a s ta b a c o n p ro y e c ta rlo que h a b ía q u e h a c e r, lo fundaméntale^
la in v e rsió n d e cap ital y tecn o lo g ía p a ra h a c e rlo .
" L a so lu c ió n su g erid a con m ás fre c u e n c ia para rem ediar |a
e sc a se z a rg e n tin a de capital y te c n o lo g ía e ra , c o s a q u e a n a d ie puede
so rp re n d e r, E uropa. A sí co m o lo s in m ig ra n te s eu ro p eo s resolvería
los problem as dem ográficos arg en tin o s, las in v ersio n es y experiencia
e u ro p e as era n co n sid erad as el m o d o m e jo r d e co n stru ir la infracs,
tructura del país. C on arg u m en to s q u e re c u e rd a n p o d ero sam en te |j
Representación de los hacendados d e M o re n o , A lberdi recomienda
abol ir todos los aran celes p ro te c c io n ista s y a b rir de p aren parclpaís
a las inversiones e x tra n je ra s, a lo s p ré s ta m o s y a la s o c ie d a d en los
negocios (Bases, 181, 4 2 5 ) . A l e n fre n ta rs e co n la objeción que
había hecho W ash in g to n en su D isc u rso d e D esp ed id a, de que las
naciones am erican as d e b ía n e v ita r lo s co m p ro m iso s exteriores,
A lberdi responde: “T o d o h a c a m b ia d o e n e s ta cpoca, la repetición
del sistem a que c o n v in o e n tie m p o y p a ís e s sin analogía con los
nuestros, só lo se rv iría p a ra lle v a m o s al em brutecim iento y ala
p o b reza” (181). In siste a d e m á s en q u e “ L o s tratad o s de amistad y
com ercio so n el m e d io h o n o ra b le d e c o lo c a r la civilización sud­
am erican a bajo el p ro te c to ra d o d e la c iv iliz a c ió n del mundo". Ya
cu alq u iera q u e te m a q u e u n a p o te n c ia e x tra n je ra puede invenirsólo
p o r su p ro v e c h o y n o p o r el d e la A rg e n tin a , A lberdi responde:
“T ratad c o n to d as las n a c io n e s , n o c o n a lg u n a s , conceded a todasI»
m ism as g a ra n tía s, p a ra q u e n in g u n a p u e d a su b y u g a ro s, y para que
las unas s irv a n d e o b s tá c u lo c o n tra las a sp ira c io n e s de las otras1'
( 2 5 6 ) . M ás a d e la n te re c o m ie n d a , tal c o m o lo h a b ía hecho Rivadavia
an tes q u e é l, q u e lo s fe rro c a rrile s y o tr o s p ro y e c to s necesarios para
el p ro g re s o s e a n p a g a d o s c o n c r é d ito s e x te rn o s . “Sería pueril
e s p e ra r a q u e la s re n ta s o r d in a r ia s a lc a n c e n p a ra g asto s semejantes;
in v e rtid e s c o rd e n , e m p e z a d p o r lo s g a s to s , y tendréis rentas..
P ro teg ed al m is m o tie m p o e m p r e s a s p a rtic u la re s para laconsirucción
de fe rro c a rrile s . C o lm a d la s d e v e n ta ja s , d e p riv ileg io s, de todo el
fa v o r im a g in a b le ... ¿ S o n in s u f ic ie n te s n u e s tro s capitales [p^
e sto s p ro y e c to s ]? E n tr e g a d la s e n to n c e s a c a p ita le s extranjeros'
( 2 6 4 - 2 Ó 5 ) .2 C o n s e jo s e m e ja n te s e d a r e s p e c to al desarrollo de b

1 El entusiasmo de Alberdi por el capital y la inversión extranjeros,con0'


de Rivadavia, daría fnitos amargos. Por motivos que nunca quedaron claros.
Argentina, a pesar de una envidiable prosperidad c inmensas fortunas person ^
casi siempre ha sido un país dependiente de capitales, y por ello cndcuda<bc

174
navegación fluvial y a los puertos. Con capital extemo, con
inmigrantes extranjeros, todo es posible. “Abrid las puertas de par
en par”, escribió Albcrdi, “a la entrada majestuosa del mundo”
(Bases, 272).

Hemos visto en algún detalle cómo los hombres del 37 con­


sideraban los problemas del país sobre todo en términos de tierra,
raza y tradición. Después examinamos cómo sus soluciones por lo
general implicaban alguna suerte de apelación a Europa y los
Estados Unidos, mediante la imitación, la inmigración, las inver­
siones o la importación de tecnologías. ¿Pero cómo veían su propio
destino como nación? ¿Cuál era el puesto futuro de la Argentina
entre las naciones del mundo?
Lamentablemente, parecería que su misión era menos de
creación que de recreación. Su objetivo era recrear la civilización
europea en América y, en un grado menor, repetir el éxito de los
Estados Unidos. Esto debía realizarse trayendo literalmente a la Ar­
gentina “pedazos vivos” de esas sociedades en la forma de inmi­
grantes, c imitando sus instituciones. Aunque Sarmiento, Echeverría x
y Albcrdi criticaron a los unitarios por su servil imitación de Europa,
en gran medida ellos cayeron en la misma trampa. Su admiración
por lo europeo era demasiado grande para que hubieran podido

naciones acreedoras a extrem os que com prom eten su soberanía. Los ferrocarriles
en realidad fueron construidos con capital inglés y siguieron en manos inglesas
hasta que Perón los nacionalizó en 1948, a un precio innecesariamente alto. Los
ferrocarriles ingleses, aunque m odernos y eficientes para su época, fueron sin
embargo un beneficio a m edias. A dem ás de disponer de impunidad para fijar
tarifas y precios, abusos com o los que dieron mala fama a los Robber Barons en
los Estados Unidos, los ingleses trazaron las líneas férreas primordialmente para
llevar mercaderías del interior a los exportadores (que también eran mayoritariamente
ingleses) en Buenos Aires, antes que para desarrollar mercados intem os en la
Argentina. D e este m odo, el sistem a, en m anos inglesas y libre de toda regulación,
hizo más por afirmar la dom inación porteña de la econom ía que cualquier
localismo de los porteños m ism os. M ediante astutas prácticas de contratación y un /
soborno bien colocado de v ez en cuando, los propietarios ingleses y sus socios
argentinos lograron frenar todo intento de reformar el sistema. La cuestión de la
dependencia económ ica provocada por los préstamos y las inversiones externas
siguió vigente durante décadas, y se caldeó en la década de 1930 con la publicación
de Rodolfo Irazusta y Julio Ivazvisla La Argentina y el imperialismo británico: Los
eslabones de una cadena , 1806-1833 , y la de Raúl Scalabrini Ortiz Historia de los
ferrocarriles argentinos. Aunque inicialm cntc relacionados con estrategias polí­
ticas nacionalistas, am bos libros son ahora clásicos tanto para la derecha com o para
la izquierda antiimperialista.

175
e v ita rla . A lb e rd i, p o r e je m p lo , e n c ie rto p u n to afirma con
se rie d a d q u e “ e l in g lé s e s e l m á s p e rfe c to d e lo s hom bres”, y qUej *
E s ta d o s U n id o s s o n “ e l m o d e lo d e l u n iv e rs o ” (Bases, 271-27^
E c h e v e rría p ro c la m a q u e “ E u ro p a e s el c e n tro d e la civilización/
lo s sig lo s y d e l p ro g re s o h u m a n ita rio ” (D ogm a, 169). Y enFacur^
S a rm ie n to ju s tif ic a su s o p in io n e s y o b se rv a c io n e s con una ape¿
c ió n c o n tin u a a e s a a u to rid a d lla m a d a E u ro p a , sitio que en &
m o m e n to s ó lo c o n o c ía p o r lib ro s . C o m o J o s é A rcadio Buendíaen
C ien A ñ o s d e S o le d a d d e G a rc ía M á rq u e z , lo s hom bres del 37 jj
p a re c e r c re ía n q u e la c iv iliz a c ió n y la c u ltu ra d eb ían ser importadas
d e l n o rte y a q u e lo s p u e b lo s y tra d ic io n e s autóctonas (española,
in d ia y a fric a n a ) e ra n e n e m ig o s d e l “ p ro g re s o ” . E n cierto sentido,
e n to n c e s, la G e n e ra c ió n d e l 3 7 se lim itó a refo rm u lar lo que había
sid o e l o b je tiv o g e n e ra l d e su s a n c e s tro s e sp a ñ o le s que conquistaron
y c o lo n iz a ro n la A rg e n tin a e n e l p r im e r m o m e n to : extender Europa
E sa E u ro p a d e lo s h o m b re s d e l 3 7 e s ta b a c o m p u e sta de las potencias
industriales: F ran cia, A le m a n ia e ln g la te n ra , an tes que délacontrane-
fo rm ista E sp a ñ a , y eso e s ta b le c e u n a d ife re n c ia significativa: pero
el im p u lso b á sic o p o r im p o n e r u n a v is ió n p a rtic u la r de Europasobre
lo s p á ra m o s a m e ric a n o s es a lg o e n q u e c o in c id e n tanto la conquista
esp a ñ o la c o m o la G e n e ra c ió n d e l 3 7 .
L o s p e n s a d o re s n a c io n a lis ta s d e n u e s tro siglo, hombres como
A rtu ro Ja u re tc h e , h a n su g e rid o q u e e l o b je tiv o d e recrear Europafue
in d e b id a m e n te m o d e s to , q u e m u tiló la e n e rg ía creativa que la
A rg e n tin a n e c e s ita b a p a ra e s ta b le c e r u n a n a c ió n vigorosa y sobe­
ra n a (Ja u re tc h e , E l m ed io p e lo , 8 1 -1 0 1 ). P a ra se r justos conlos
h o m b res d el 37, d e b e se ñ a la rse q u e , al m e n o s e n teoría, desaprobaron
la im ita c ió n s e rv il d e E u ro p a y lo s E s ta d o s U n id o s, de la que los
a c u sa n lo s n a c io n a lis ta s a c tu a le s , ta n to e n s í m ism o s como en sos
a n te p a sa d o s u n ita rio s . P o r e je m p lo E c h e v e rría , en su poem a “0
re g re so ”, c o m p u e sto e n 1 8 3 0 , p o c o d e s p u é s d e su regreso ah
A rg e n tin a d e E u ro p a , e s c rib e :

C o n fu so , p o r tu v a s ta s u p e rfic ie
E u ro p a d e g ra d a d a , y o n o h e v is to
M á s q u e fa u s to y m o lic ie
Y p o c o q u e e l e s p íritu s u b lim e ;
A l lu jo y lo s p la c e re s
E n c u b rie n d o c o n ro sa s,
L as m a rc a s o p ro b io s a s ,
D el h ie rro v il q u e a tu p r o g e n ie o p rim e .

176
Más adelante elogia a los insurgentes argentinos de 1810,
quienes “Con rara osadía / el fanatism o y la opresión h o llaro n ” ,
liberando así a un hem isferio entero de un “ largo y degradante
cautiverio” (OC, 736-737).
Sarm iento m ostró parecida am bivalencia hacia E uropa y los
Estados U nidos durante su prim er viaje m ás allá de las fronteras de
la Argentina y Chile. Francia fue su m ayor desilusión. Al lleg ar a Le
Hav re en 1846, un año después de term in ar Facundo, lo escandalizó
la codicia de los franceses pobres: “ ¡Ah, la Europa! T riste m ezcla
de grandeza y de abyección, de saber y de em b ru tecim ien to , a la vez
sublime y sucio receptáculo de todo lo que al hom bre eleva o lo tiene
degradado, reyes y lacayos, m onum entos y lazaretos, o p u len cia y
vida salvaje” ( Viajes , I, 146). H orrorizado p o r la incficicncia y la
mezquina corrupción de los burócratas franceses, se rcíicrc a ellos
en una ocasión com o “ anim ales en dos p ies” (1 ,176). E sp ecialm en te
irritante era la ignorancia y el desinterés que los políticos fran ceses
mostraban hacia A m érica latina (I, 173-175). Una tarde en la
Cámara de D iputados francesa bastó para convencerlo de que el
gobierno era poco m ás que una “ turba de có m p lices” y lo estim u ló
a escribir una tonncnlosa, y hoy divertida, lista de reco m en d acio n es
mediante la cual Francia podría redim irse (I, 180-188). A u n q u e
nunca dejó de adm irar a F rancia com o cap ital cultural d el m u n d o ,
dejó el país convencido de que la A rgen tin a d eb ía b u scar sus
modelos en otra parte. Italia, com o F rancia, lo cau tiv ó con su b elleza
y su sentim iento del pasado, pero tam poco en co n tró m u ch o en los
italianos o en la Italia co n tem p o rán ea que p u d iera c o n trib u ir a la
construcción de la nueva A rgentina.
Suiza y A lem ania fueron otra cosa. E scribe: “ T raíam e triste y
desencantado hasta e n tra re n S uiza el rep u g n an te esp ectácu lo d e la
miseria y atraso de la gran m ay o ría de las nacio n es. En E sp añ a h ab ía
visto en am bas C astillas y la M ancha, u n p u eb lo feroz, an d rajo so y
endurecido en la ignorancia y la o cio sid ad : lo s árabes en Á frica, m e
habrían tom ado fanático h asta el ex term in io ; y lo s italian o s en
Nápolcs m ostrád o m c el ú ltim o grado a q u e p u ed e d e sc e n d e r la
dignidad hum ana bajo d e cero. ¡Q ué im p o rta n lo s m o n u m e n to s d el
genio en Italia, si al ap artar d e ello s los o jo s que lo s co n tem p lan ,
caen sobre el p ueblo m en d ig o que tien d e la m a n o ... L a S u iza,
empero, m e ha reh ab ilitad o p ara el a m o r y el resp eto d el p u eb lo ,
bendiciendo en ella, aunque h u m ild e y p o b re, la rep ú b lica q u e tan to
sabe en n o b lecer al h o m b re” (II, 2 2 0 -2 2 1 ). E n A lem an ia en c o n tró
m ás todavía que alabar, em p e zan d o co n el siste m a d e e d u c a c ió n

177
publica prusiano que, en su opinión, había alcanzado “el bello
,(«ü
que pretenden realizar otros pueblos” (II, 227). M ás adelante,.

educación, está m is preparada que la F rancia m ism a para la vjq


política, v el voto universal no sería una ex ag eració n donde lodasi
clases de la sociedad tienen el uso de la razón, porque la tien^
cultivada” (II. 229).
El último tram o del viaje llevó a S arm iento a los Estados
Unidos, donde visito N ueva Y ork, B osto n y W ashington, y viajó
por el Medio Oeste hacia el norte, y h acia e l su r p o r los ríos Ohioy
Mtssissippi. Escribe que dejó los E stados U nidos “ triste, pensativo,
complacido y abismado; la m itad d e m is ilusiones rotas o ajadas,
mientras que otras luchan con el racio cin io p ara decorar de nuevo
aquel panorama im aginario en que en cerram o s siem pre las ideas
que no hemos visto, com o dam os una fiso n o m ía y un metal de voz
aun amigo que sólo p o r cartas co n o cem o s” ( Viajes , III, 7). Pero,a
despecho de estas restricciones iniciales, el diario de viaje de
Sarmiento indica que sus im presiones d e lo s recursos norteameii-
canos.sus transpones fluviales y ferroviarios, su gobierno, educación,
tecnología, industria, p ueblo y p o lític a d e inm igración son
abrumadoramente favorables, que el p aís lo im presionó como “la
altura de civilización a que h a llegado la p a n e m ás noble de la
especie humana” (III, 9). Inclusive apoyó la g u e rra expansionistade
los Estados Unidos centra M éxico, afirm an d o que una vez que
Canadá y México estuvieran bajo las B arras y E strellas, “la unión
de hombres libres principiará en el P o lo N o rte p a ra venir a terminar
por falta de tierra, en el Istm o d e P a n a m á ” (III, 14); es ésta una
postura que lo distancia netam ente d e la m a y o ría de los latinoa­
mericanos, quienes, igual que E m e rso n , L in c o ln y Thoreau, reco­
nocían la guerra de los E stados U n id o s c o n tra M éx ico como lo que
era: una vergonzosa rapiña de tierras p o r c a u sa d e la cual México
perdió la m itad de su territorio.
H más sostenido uso de lo s E sta d o s U n id o s com o modelo de
referencia para la A rgentina, en la o b ra d e Sarm iento, está en
Argirópolis, un libro breve escrito e n 1850; en él, a la vez que ataca
a Rosas, esboza u n program a p a ra u n a A rg en tin a postrosista.
Dedicado a Juan José de U rquiza, el ca u d illo progresista de Entre
Ríos que con el tiem po d estro n aría a R o sa s (y q u e probablemente
no leyó el libro de Sarm iento), A rgirópolis refo rm u la temas que ya
estaban en el Facundo :la necesidad d e d e s re g u la rla navegación de

178
los ríos, el Ubre com ercio, m ejores escuelas, inm igración, gobierno
institucional, y todo lo dem ás. Pero Argirópolis tam bién afirm a que
la Argentina está destinada a ser los E stados U nidos de Sudam érica,
y debería incluir a U ruguay y P a ra g u a y ... siendo ésta una idea que
ha llevado a no pocas guerras (OC, X III, 31-37). Sostiene que la
ciudad capital, com o W ashington D C , debería alejarse de Buenos
Aires, hacia un sitio m ás central del territorio. Sarm iento eligió la
Martín García, una dim inuta isla infestada de m osquitos ubicada en
el punto donde confluyen los ríos P araná y U ruguay. Sarm iento
nunca había estado allí, pero com o M artín G arcía estaba cerca del
centro geográfico de su país im aginario, le pareció bien al verla en
el mapa. Una vez m ás, esta propuesta queda ju stificad a m ediante
constantes referencias a los Estados U nidos 42-53). Argirópolis,
en palabras de B unklcy, es “ típica del pensam iento de Sarm iento.
Se trata de un plan concebido del principio al fin en abstracto. Un
proyecto intelectual, m uy alejado de la realid ad ” (322). Argirópolis
también m uestra hasta qué punto S arm iento creía que el destino m ás
exaltado de la A rgentina era volverse una im agen de los E stados
Unidos al otro extrem o del hem isferio.
Fue así que, aunque E cheverría, A lbcrdi y Sarm iento encon­
traron mucho que criticar en E u ro p a y los E stados U nidos, cuando
llegó el m om ento de d ar sustancia a sus d eclaraciones de inde­
pendencia de la cultura europea y n o rteam ericana, ninguno de los
hombres del 37 reconoció gran cosa en la A rg en tin a que pudiera
definirse com o positivo y único. D e hecho, lo que era p ecu liar de
América, glorificado en el am ericanism o d e A rtig as e H idalgo, era
para ellos un obstáculo al progreso. T am p o co avizoraron ninguna
misión especial o potencial p ecu liar para su país; b astab a con
transplantar E uropa e im itar a los E stados U n id o s. E n co n secu en ­
cia, no puede sorprender que al p en sar u n a estru ctu ra p ara su
nueva Argentina, n o pu d ieran salir de los m odelos ex t' anjeros y
crear instituciones propias para el país. E n tre lo s hom bres del 37
y sus descendientes culturales, com o sucedió co n sus antece­
sores morenistas y rivadavianos, la im itació n d e la cultura euro­
pea y norteam ericana siguió siendo sello d e refinam iento. A ntes
que forjar una nueva identidad lib re de g uías europeas, la G en e­
ración del 37 y su progenie intelectual en gran m ed id a sustituyó
una tutela cultural p o r otra; lo que había hecho E sp añ a ahora lo
hacían Francia, Inglaterra y los E stados U nidos. P o r lo dem ás, las
letras argentinas en su corriente p rin cip al seg u irían adorando a
Europa hasta el presente. E n n ingún tram o d el pensam iento argen-

179
nnocam Abroada The Prince and thc ' P a u n e r v A c T ^
Ycaúce jn King A rthuP s Court. P ara M ark TVam,
pa sonaba a pretencioso. P añi los argentinos educados, so n j'

La reverencia de la G c n c ra c ió n del 37 hacia la Europa dcln^


y los Estados U nidos co n trasta agudam ente con su dcscnvoli^
para hacer a un lado a E spaña. P ara los hom bres del 37, Españalut
la cuna de la barbarie, la h ija atrasada de Europa, el pariente pobte
que conviene evitar a cu alq u ier costo. U na actitud tan parricida
\ difícilmente podía construir una autoconfianza nacional. De hecho,
una de las corrientes intelectuales m ás importantes de este siglo,ti
movimiento de la hispanidad que em pieza a comienzos c sigo y
¡ figura de modo prom inente en la suba al poder del nacionalismo,
estuvo apuntada específicam ente contra el prejuicio anti nsp ico
de los liberales del siglo pasado. . P
Pero, aunque los h o m b res del 37 m iraron )
Norteamérica en busca de m odelos culturales, al pare .
como Mariano Moreno y los rivadavianos antes que ’.
resto de América latina debía ap ren d er de la Argentm . ■
en Argirópolis, afirma que la A rgentina está destinada a c o n t a
Américalatina, aunque más no sea p o r virtud de sumay P
de origen europeo. Hasta A lbcrdi, p o r lo general m s s
estas materias, proclamó a la A rgentina líd er natural de Sudamcna
En un panfleto escrito en 1847 para co n m em o rar la Revolución de
Mayo, titulado La República Argentina 37 años despucs de su
Revoluciónde Mayo, escribió:

La República Argentina no tiene u n hom bre, un suceso, una


caída, una victoria, un acierto, un ex trav ío en su vida de na­
ción, de que deba sentirse a v e rg o n z a d a ... E n todas épocas la
República Argentina aparece al frente d el movimiento de esta
América. En lo bueno y en lo m alo, su p o d er de iniciativa es
el mismo: cuando no se arrem eda a sus libertadores se imi-
“ a « «tanoL En la revolución, el P la n de t o o T b
vuelta a nuestro continente. E n la g uerra, S an M artín ensota»
Bolívar el camino de A yacucho. R iv ad av a da a h América
el plan de sus mejoras e innov armnrko ^ Amcni
222-223.) innovaciones progresivas. (OC. 1«.

180
ARvati llega a elogiar a Rosas por unificar el país, “un mal y
un remedio a la vez", y sugiero que un dictador así podría ayudar a
otros Estados sudamericanos en su evolución retrasada. Pero se
apresura a agregar que la grandeva de Rosas, por matizada que sea,
ooes suya propia, sino de la Argentina, “que desde los primeros días
de este sigilo nunca dejo de hacerse espectable, por sus hombres y
por sus hechos" (Ut, ^7o). Allvixli matiza también su elogio de la
Argentina atribuyendo su grandeza a su ¡w le r de imitación: "C o­
mo la mas próxima a la Europa (la Argentina) recibió nuis pronto el
influjo de sus ideas progtesivas... (es el) futuro para los Estados
menos vecinos del m anantial transatlántico de los progresos am e­
ricanos. lo que constituía el pasado de los Estados del Plata" (III,
2 .v \ En este sentido, la Argentina buscó ser una guía para América
latina, pero no como fuerza destinada a cam biar el mundo, descartar
los viejos métodos euaipeos y crear una nueva Jcrusalén en la que
todos los pueblos buscarían luz y saber. No. Alberdi en 1847, como
los rivadavianos, cree que A m érica latina debe seguirá la Argentina
porque la Argentina es una buena imitación.
En la confesada intención de la Generación del 37 de im itar y
recrear modelos extranjeros, hay una profunda ironía, pues sus
escritos constituyen un notable testimonio de la creatividad am en-
tina (y latinoamericana), y una creatividad que desafía los modelos
literarios e intelectuales europeos a cada frase. No hay m ejor
ejemplo que el Facundo de Sarmiento. Se han vertido m ares de
tinta tratando de decidir si el Facundo debe catalogarse bajo el ru­
bro historia, sociología, biografía, ensayo o alguna otra categoría
inventada para las letras europeas. Dem asiado desconfiable e
indocumentado para se r historia, dem asiado intuitivo para ser
sociología, dem asiado ficticio para ser biografía, y dem asiado
histórico, biográfico v sociológico para ser un cnsavo, Facundo
crea su precio género. No es m ás fácil etiquetar la orientación
ideológica del libro: los críticos, ineluvendo algunos de la genera-
ción de Sarm iento, siguen pensando que Facundo es fundam en­
talmente una obra rom ántica. A unque algunosclem ctitos del libro
reflejan el im pulso rom ántico, especialm ente en la preferencia del
autor por la prosa apasionada y la intuición personal por encim a
de los hechos com probables, Facundo es en otros aspectos espe­
cíficamente antirrom ántieo: encuentra en la tierra una fuente de
mal, desconfía mitos que glorifica la tradición popular, convierte a
los hombres fuertes en tiranos antes que en héroes, y sus aspiracio­
nes son claram ente internacionales, m ás que nacionales. En resu-

181
m e n , c o m o m u c h a lite r a tu r a la tin o a m e ric a n a , que de?/* i*,
r n c r n l n n n i p c p n nnr*l
c a s c o lo n ia le s e n a d e la n te se u*. h a aten id.o 1 ^1®
a sus propios ?í-
Facundo e x ig e u n a c o m p r e n s ió n n u ev a de lo que cor— ’
lite ra tu ra . C o m o o b r a lite r a r ia . F acundo, del mismo mofe ^
p u e b lo s m e stiz o s q u e e l a u to r d e p lo ra b a , recoge como m t Z *
lo s m atices v a ria d o s d e in f lu e n c ia e u ro p e a y novedad
e n u n a ob ra d e in m e n s a o rig in a lid a d . En resumen, Facundo^f
in co n ceb ib le sin el g e n io p e c u lia r d e Sarm iento y la u m ^ t
intrusión del N u e v o M u n d o e ro s io n a n d o los modelos reprt »7r
tacionales d e s a rro lla d o s e n E u ro p a . Q u é ironía que un texto di hf
-*4«t f *

ta novedad en el c a m p o d e l d is c u rs o literario deba denigri? ^


A rgentina a u tó c to n a y p r e d ic a r u n a su m isió n imitativa a mo&fcs
culturales e x tra n je ro s.
Pero m ás q u e o rig in a l, F a c u n d o es profètico, pues antiopa ta
aspectos m ás d istin tiv o s d e la fic c ió n latinoam cncana conterrà
ránca: com o lo h a c e C ie n años de soldedad de García Mlrcpo,
Facundo ab ru m a al le c to r c o n u n a vertiginosa abundancia ¿?
detalles a trav és de lo s c u a le s el a u to r p in ta en anchas pincelada d
retrato de todo un p u e b lo ; c o m o e n Los pasos perdidos y El siglofc
las luces d e C a rp c n tic r, F a c u n d o d e sc rib e m arcos temporales siri-
cróm eos que c o e x iste n e n la v id a p rim itiv a de las pampas, c
escolasticism o colonial d e C ó rd o b a y la s pretensioncscuropcízar/rs
de Buenos A ires, q u e s ie m p re se h a co n sid erad o la París s u d a f ­
ricana; com o en L a V o rá g in e d e Jo s é E u stasio Rivera y Pedro
Páram o de Ju an R u lfo , F a c u n d o e v o c a la presencia corruptora í
ineludible de la n a tu ra le z a in d ó m ita ; c o m o en E l otoño ddp*■
tria rc a de G arcía M á rq u e z , L a m u e rte de Cruz de Carlos
Fuentes, E l señor p re sid e n te d e M ig u e l Á ngel Asturias y Yo el
supremo de A u g u sto R o a B a sto s, F a cu n d o explora la psicología
de los cau d illo s y su s se g u id o re s , s e g ú n lo analiza agudamente
R oberto G o n zález E c h e v a rría e n su a rtíc u lo “T h e Dictatorship oí
R hetoric / T h e R h e to ric o f D ic ta to rs h ip : C arpentier, García Már­
quez and R oa B asto s” . L o s n a c io n a lis ta s de hoy que denunciara
Sarm iento co m o u n im ita d o r a la b u sc a d e m odelos extranjera,
lo Icen d em asiad o lite ra lm e n te y n o c a p ta n las notables corara-
dicciones en tre las c o n fe sa d a s in te n c io n e s sociopolfü'cas de Sar­
m iento y el libro q u e e s c rib ió en re a lid a d : m ientras Sarmien­
to predica la im itació n en la e c o n o m ía y el gobierno, escribe un
libro que burla to d o s lo s m o d e lo s ex tran jero s; m ientras quiere
explícitam ente q u e la A rg e n tin a sea c o m o los p aíses m ás oro^s-
s is u s d e su tiem po, su lib ro s e ap u n o ela ra m e m e del ¡mp5®

182
romántico de sus contem poráneos; m ientras Facundo es d enun­
ciado aun hoy por los nacionalistas com o obra de un cipayo, el
libro anticipa los aspectos m ás originales de la ficción latinoa­
mericana contem poránea. Si bien no podem os ignorar ni la inten­
ción de Sarmiento ni el efecto que pudo tener su libro en lectores
literales, Facundo sigue siendo una obra de asom brosa y profètica
creatividad. Sin em bargo, aun con toda su originalidad, no puede
olvidarse este hecho lam entable: los hom bres del 37 en últim a
instancia se preocuparon m ás por recrear E uropa en el C ono S u rq u e
por desarrollar un país nuevo que m ezclara lo m ejor del V iejo y el
Nuevo Mundo.

Casi ninguno de los hom bres del 37 viviría para v er sus


ideas puestas en práctica. De todos m odos, su com prensión de los
problemas del país y sus propuestas para resolver esos proble­
mas serían, y seguirían siendo, ficciones orientadoras del libera­
lismo argentino. A partir de la década de 1860, y especialm ente
durante los años de bonanza argentina entre 1880 y 1915, los go­
biernos liberales persiguieron con uniform idad esencial el pro­
blema enunciado por los hom bres del 37: dom inio de una elite
ilustrada europeizante basada en Buenos Aires; intentos de co n s­
truir una sociedad a la europea en la A rgentina; gobierno aparen­
temente dem ocrático que en la realidad lim itaba el debate a la
élite, mediante el fraude si era necesario; econom ía de laissez-faire
confinada prim ordialm ente a quienes tenían riqueza y posición para
acceder al orden económ ico; un espectacular progreso m aterial
promovido por las inversiones externas, endeudam iento y la consi­
guiente pérdida de la soberanía nacional; y siem pre el desdén por los
pobres rurales y urbanos, reflejado en com plejos intentos de “m e­
jorar” la m ezcla étnica por infusión de inm igrantes del norte de
Europa.
El ju icio histórico de la G eneración del 3 7 es m atizado. H asta
la aparición de los historiadores revisionistas que pasaron a prim er
plano en la década de 1930. parecía co m o si lo s hom bres del 3 7
fueran a ocupar un puesto indiscutido de honor en el panteón de
héroes nacionales, en parte porque las prim eras historias argentinas
fueron escritas de hecho por hom bres asociad os co n la generación»
siendo B artolom é M itre y V icen te Fidel L óp ez lo s m ás co n o cid o s.
Estas historias formaron posteriorm ente la base de textos esco la res
que predicaron con éxito a los jó v en es argentinos las c lo n a s de lo s
próceros liberales. Pero >3 en nuestro sig lo el sen tim ien to nació-
nulisla, a n lilib c ra l y an tico lo n ial, d e izq u ierd a y de derecha k
desacreditado sistemáticamente a los hombres del 3 7 ,conSarmicnt
com o b lan co p rin cip al de los ataques. El fervor antisarmicntino?
algunos Círculos lleg ó a se r tan rid ícu lo que en 1978 el gobiemod
la p ro v in cia d e N c u q u é n p ro h ib ió la lectu ra de Sarmiento en
escu e la s p ú b licas.
, S ó lo el p reju icio m ás cieg o p o d ría n e g a r que en la Genera-
ció n d el 37 hay m u ch o q u e elo g iar. T an to sus miembros como
; sus su c eso res id eo ló g ico s d iag n o stica ro n co n inagotable energía
la “ b a rb a rie ” del país, p en saro n so lu cio n es, e hicieron todo lo
p o sib le p o r m eter a la A rg en tin a en los m o ld es “civilizados” con
los q u e soñaban. En el co m b ate con la barbarie de los espacios
vacíos, usaron a los g au ch o s p ara m a la r indios, liberando así
vastas extensio n es de tierra q u e fu ero n parceladas, cercadas con
alam bre de púa y d istrib u id as en p arle a co lo n o s, pero en mayor
m edida a los grandes esp ecu lad o res d e B u en o s Aires. Para comba-
tir la barbarie de la d istan cia, atrajero n a inversores e ingenieros
extranjeros, en su m ay o ría in g leses, p ara que cruzaran el país
con líneas de telégrafo y co n stru y e ran el m e jo r sistem a ferrovia­
rio de A m érica latina. P ara c o m b a tir la b arb a rie de los caudillos
populistas institu y ero n una p o lítica e le cto ra l que permitía el de­
bate y la elecció n lib re en tre la elite, co n serv an d o el derecho de
“ intervenir” allí d o n d e “ la arb itraried ad p o p u la r” amenazara sus
planes. P ara co m b atir la b arb arie d e la ig n o ran cia construyeron
literalm ente cien to s de escu elas p ú b lic a s en las que ocuparon
puestos los recién g rad u ad o s de e sc u e la s n o rm ales, que le darían
a la A rgentin a el p o rcen taje d e a lfa b e tism o m ás alto del conti­
nente. D e hecho, lo s q u e hoy c ritic a n a S arm ien to probable­
m ente ap ren d iero n a h acerlo e n la s e sc u e la s q u e él fundó. Para
com batir la b arb arie d e la raza, in stitu y e ro n p o líticas que con el
tiem po atrajero n a m illo n es d e in m ig ra n te s a las costas argen­
tinas, aunque la m ay o ría d e los re c ié n lle g a d o s resultaron ser
italianos y esp añ o les en lu g a r d e su iz o s y alem an es. Para com­
batir la b arb arie d e la p o b re z a e x p a n d ie ro n la econom ía sem­
brando g ran d es e x te n sio n e s d e tie rra v irg e n c o n trigo y sorgo,
a la vez q u e ab rían las p u e rta s al c o m e rc io y la inversión, prin­
cipalm ente d e G ra n B retañ a. A u n q u e lo s p rin c ip a le s beneficiarios
de sus p o líticas e c o n ó m ic a s fu e ro n te rra te n ie n te s, comerciantes y
abogados (y p o r su p u e sto in g le se s), lo s o b re ro s tam bién alcan­
zaron un nivel de v id a m ás alto q u e su s c o n tra p a rtid a s del resto
de A m érica latina. P a ra c o m b a tir la b a rb a rie d e lo s ejércitos popu*

184
listas, fundaron academias militares para profesionalizar las fuer­
zas armadas.
El éxito práctico de estos programas es tema de amplia
discusión, cuyo tratamiento excede los límites de este estudio. M is
pertinente a nuestro propósito es el legado ideológico que dejaron
los primeros liberales argentinos, gran parte del cual hoy parece
lamentable. En primer plano está la relativa modestia del objetivo
final, de la principal ficción orientadora: traer Europa al Cono Sur.
En lugar de crear algo bueno, de construir una nueva Jcrusalén que
fuera un faro para las naciones del mundo, se limitaron a tratar de
recrear Europa y Norteamérica en la Argentina, de ser un faro sólo
para el resto de Latinoamérica, no como una idea nueva sino como
una imitación afortunada. Quizás tres siglos de colonialism o, con
ojos vueltos a Europa, hicieron inevitable ese modo de pensar. Pero
el resultado fue asfixiar la inventiva y recom pensar la imitación, y
probablemente ahí esté la clave de la cualidad peculiar de reflejo
que tiene mucho de la alta cultura argentina, especialm ente en
Buenos Aires. Aun algunos de los aspectos más originales de la
cultura argentina (el folklore, el tango, las discretas subversiones
borgeanas de las prem isas literarias y cognitivas de O ccidente)
fueron reconocidos en la Argentina sólo después de que hubieran
sido apreciados en Europa. -i
No menos dañina que la explícita recom endación de la G e­
neración del 37 de establecer Europa en Am érica, a m enudo a
expensas de un sentim iento de destino nacional, es una corriente en
sus escritos que podría describirse com o una m etáfora subterránea
de malestar nacional, la idea de que el país está tan enfenno que sólo
pueden funcionar con él las curas drásticas, ya sea la cirugía violenta
de erradicar porciones de la sociedad (indios, gauchos o “ subver­
sivos”) o la inserción de tejido sano en forma de inm igrantes
extranjeros. Estas ideas probablem ente subyacen ala predisposición
en la historia m oderna argentina a aceptar cam bios radicales, desde
la rcprcsiórimilitaral populism o mcsiánico, com o hechos necesarios,
incluso naturales, para resolver problem as. T am bién ha hecho de la
economía argentina la m ás sujeta a experim entos y m anipul
en el mundo, con resultados desastrosos. C ualquiera que sea el
viento que sople en doctrina económ ica, desde Londres, C hicago o
París, encuentra en la A rgentina un inm ediato y bien dispuesto
laboratorio.
Un corolario a la m etáfora de la enferm edad es la m etá­
fora de la incurabilidad. C uando la G eneración del 37 explica el
fracaso en términos de la tradición española, la raza y la m?/Á,
racial, sugieren que la enfermedad es un resultado inesca
del pasado, la tierra y la etnia. Si la enfermedad es incurable^
hay soluciones y nadie es culpable de lo que salga mal. Abu
representantes de este pensamiento entre los pensadores ]¡¿J
rales argentinos. En 1885, por ejemplo, Eugenio Cambase^
publicó En l a sangre, una novela basada en ideas de dan
mo social c inadecuación racial como explicación de los
blcmas argentinos. En 1899, el doctor José Mana Ramos Mejj^
llamado “el padre de la psiquiatría argentina”, publicó un p^r
fleto supuestamente científico contra el carácter argentino, %
lado Las M asas A rgentinas: U n E s tu d io de P sicología C o le c ti­
va, donde postula que las clases bajas argentinas, nativas e inmi.
grantcs se combinan para formar los guarangos, término qu»
abarca lodo lo vulgar, chabacano e ignorante y, según Ramos
Mejía, inmejorable (véase Salcssi, “La intuición del rumbo”,
69-71). En nuestro siglo, el adepto más importante de la me­
táfora de la enfermedad incurable sigue siendo el todavía in­
fluyente Ezcquicl Martínez Estrada, que en 1933 publicó Ra­
d io g ra fía de la pam pa, libro en el que desarrolla de nuevo ideas
sarmicntinas de fallas congénitas en la tierra, la herencia cultural)’
la raza que predestinan a la Argentina ai fracaso. La gente enlas
calles expresa el mismo sentimiento con la ubicua frase “Este país
no tiene arreglo”.
Por último, la rígida polaridad de la retórica de la Gene­
ración del 37, especialmente en las irreductibles dualidades de
Sarmiento, dejaron un marco poco servicial para el debate por­
que impide toda media tinta o acuerdo. Los hombres del 37
describieron a su país en términos de oposiciones binarias: Es­
paña contra Europa, campo contra ciudad, absolutismo español
contra razón europea, razas oscuras contra razas blancas, catoli­
cismo de la Contrarreforma contra cristianismo ilustrado, hom­
bre del interior contra hombre del litoral, educación escolástica
contra educación técnica, y, como eslogan abarcador, Civiliza­
ción contra Barbarie. Aunque no faltaron en la Generación del 37
las voces piadosas reclamando la reconciliación, su sentimiento
del acuerdo productivo fue saboteado por el odio a Rosas y sus
seguidores de la clase baja, hecho que inevitablemente militó
contra la retórica inclusiva. Cuando un lado es tan correcto y el
otro tan erróneo, el acuerdo y la inclusión se vuelven sinóni­
mos de renuncia y pecado. Hasta Alberdi, el más conciliador del

186
grupo, ca e c o n fre c u e n c ia en una re tó ric a q u e d iv id e en lu g a r d e
sintetizar, lo q u e im p lic a q u e la s s o lu c io n e s s ó lo pueden v e n ir d e
la e lim in a c ió n d e una d e la s partes para que sobreviva la otra.
L os h o m b re s d e l 3 7 describieron la división. E n un sentido real,
la d iv isió n s ig u e siendo su legado más in flu y e n te y menos afor­
tunado.

187
Capítulo 7

Albcrdi y Sarmiento: El abismo que crece

Mientras Rosas estuvo en el poder, los hombres del 37 scmaniu.


vieron unidos en la causa común contra el dictador. Con su caída,
esta unión en la oposición se disolvió. La manifestación más
importante de la quiebra ideológica es el debate entre Sarmientoy
Albcrdi, debate que toca puntos de importancia fundamentalcnlas
ficciones conductoras de la Argentina. Como el debate surge delos
hechos políticos del momento, en este capítulo examinaremos la
caída del dictador, los primeros gobiernos que le sucedieron, y
después los detalles de la polémica Albcrdi-Sarmicnlo.

En 1849, Rosas parecía mantener un control firme del poder,


La legislatura provincial de Buenos Aires acababa de rcconfinnar
su título de gobernador, tras otra de las rutinarias y teatrales
renuncias que él presentaba; franceses c ingleses no tenían más
remedio que mostrar respeto por quien había soportado el bloqueo
y mantenido el orden en un país desordenado; las conspiraciones de
los exiliados unitarios no parecían poder resultar en nada, y los
caudillos provinciales también parecían aplacados. Pero tres pro­
blemas internos militaban contra un feliz desenlace de la historiado
Rosas. Primero, Rosas, que ya tenía cincuenta y cinco años, parecía
aburrido de mantener la disciplina y la intriga en que se sustentaba
su poder. Segundo, la corrupción, el favoritismo y el nepotismo
estaban saliéndose de cauce, aun dentro de las normas impuestas
por Rosas. Y tercero, enfrentaba el perenne problema de los
gobiernos personalistas: la sucesión. Sin Rosas no habría
Sus hijos no mostraban interés en la política, y como Rosas había
eliminado sistemáticamente a sus allegados talentosos, para suprimir
rivales potenciales, no había heredero a la vista dentro del gobierno.

188
Siempre magistral en el despliegue de gestos, Rosas se ocupó de
mantener su fachada vigorosa renovando sus reclamos sobre el
Uruguay y el Paraguay. Pero estas medidas lograron poco, ya que
hasta sus partidarios estaban cansados del gasto y las conscripciones
for/.adas de la guerra.
Además de la decadencia interna del rosismo, los años 1849-
1850 vieron nuevos movimientos por la autonomía en el interior,
cuando algunas provincias federalistas admitieron en voz alta que
el supuesto federalismo de Rosas no era más que una máscara de la
hegemonía porleña. Las primeras grietas del edificio resista se
hicieron visibles cuando Angel Vicente Peñaloza, caudillo de La
Rioja, y Justo José de Urquiza, caudillo de la próspera Entre Ríos,
sumaron a su ritual apoyo a la reelección de Rosas un pedido de
reorganización nacional bajo gobierno constitucional, palabras que
Rosas consideraba antitéticas a su estilo personalista. Volvía a la
superficie, además, el resentimiento por el monopolio aduanero de
Buenos Aires, sobre todo en el litoral, un área potencialmentc tan
rica como Buenos Aires. Al mismo tiempo, las nuevas industrias -
derivadas de la lana habían atraído a inmigrantes vascos, gallegos
c irlandeses, quienes, a diferencia de los estancieros y los peones
criollos, no sintieron una lealtad automática hacia Rosas (Scobic,
La lucha, 19).
No obstante, el resentimiento provinciano no bastó para sa­
cudir al dictador. El golpe adicional que se necesitaba para ello
vino en octubre de 1850, cuando Brasil, cansado de la intromisión
de Rosas en el Uruguay y su rechazo a permitir la libre navegación
del Río Paraná, rompió con Buenos Aires y formó una alianza con
el Paraguay. En Entre Ríos, Urquiza, alentado por la acción del
Brasil, sorprendió a todo el mundo rechazando renovar su pacto
con Rosas y entrando en acuerdos con el Brasil y el Uruguay.^
Poco después se rebelaba contra Rosas colaborando con el Brasil
en la remoción del gobierno uruguayo, favorable a Rosas. La
defección de Urquiza fue un golpe importante para Rosas. Pues
no sólo el caudillo de Entre Ríos era el más poderoso y respetado
de los líderes provinciales; también disponía de un gran ejército
que había sido equipado por el mismo Rosas como contención
de los exiliados unitarios en el Uruguay. Sabiendo que el conflicto
con Rosas era inevitable, Urquiza siguió sumando tropas hasta
llegara los veinticuatro mil hombres, incluyendo diez mil de sus
propios soldados y otros catorce mil voluntarios de otras pro­
vincias, Buenos Aires, Brasil y la comunidad de exiliados en el

189
Uruguay. Fue el ejército más grande munido nunca en
mencano. suelo
Los intelectuales unitarios, incluido Sarmiento, corrí
unirse a la campaña de Urquiza. Pero la alianza que iban?115
incómoda, desde el punto de vista unitario, pues Urquiza h Cfs
colaborado demasiado tiempo con Rosas y estaba demas' 13
identificado con los demás caudillos como para que pU(j¡!ail(1
confiar en él. Sarmiento en especial se llevó mal con el caud?
cntrerriano. Ya irritado porque Urquiza no hubiera hecho de°
A r g ir ó p o lis el catecismo de la nueva Argentina, Sarmiento
más desanimado cuando Urquiza lo nombró cronista oficial dej!
campaña, sin darle mando de tropas. Aunque Sarmiento notenú
experiencia militar, creía que sus campañas periodísticas contra
Rosas le daban títulos para aspirar a una mayor gloria en lalucha
militar contra el dictador.
Los ejércitos de Rosas y Urquiza chocaron en Caseros, cerca
de Buenos Aíres, el 3 de febrero de 1852. Aunque militarmente
habría sido más correcto que Rosas fuera a esperar a las tropas de
Urquiza lejos de la ciudad, la baja moral de sus hombres le impidió
mandarlos lejos, donde no pudiera vigilarlos. Los hombres de
Urquiza, con ayuda de soldados brasileños, derrotaron alas fuerzas
de Rosas en menos de medio día. Temiendo por su vida, Rosas
redactó una precipitada renuncia a la Legislatura, se disfrazó de
gaucho y huyó a la casa del encargado de negocios inglés, capitán
Robert Gore. De ahí, él y su familia fueron transferidos al HM
C o n flic t para su viaje al exilio. Rosas se instaló en Inglaterra enuna
pequeña granja cerca de Southampton, donde pasó su vejez enla
soledad y la autocompasión. Hubo resistas, sobre todo entre las
clases populares, que siguieron siéndole fieles, pero la mayoría de
sus seguidores ricos, incluyendo a su primo Nicolás de Anchore-
na, se apresuraron a hacer las paces con los nuevos gobernantes,
demostrando una vez más que el dinero, y no los principios, erasu
preocupación mayor (Sebreli, A p o g e o , 203-206). Irónicamente.
Urquiza se volvió el principal defensor de Rosas en la Argentina.^0
sólo trató (inútilmente) de proteger la propiedad de Rosas contra
confiscación; también le envió al exiliado dinero para su man# 11
ción (Lynch, 341-343). e
Urquiza también sorprendió a sus detractores mostrándo
como un político sensato y pragmático, dedicado a mantel
orden mientras unificaba el país bajo una Constitución. AuM
algunos resistas fueron ejecutados y otros fueron desterrad 0 1

190
Urqui/a se las arregló para impedir la marea de lerroi tanto que
podría haber cubierto al país, y envió a sus mejores soldados en
ayuda de la policía porleda para impedir saqueos (Seoblc,/.^ lucha,
23). Además, sabiendo que nlngdngoblen 10 nacional podía triunfar
sin la cooperación de los gobiernos provinciales y sus caudillos, se
identificó con la causa de los derechos Iguales pat a las ptovlncias,
y dio a entender que bajo su gobierno no Italaía purgas. Fu una
palabra, lo que ofrecía era un federalismo real para remplazar el
simulacro porteño que había sirio el rosismo.
Estas concesiones no les cayeron bien a muchos unitarios,
incluido Sarmiento, que quería hacer tabla rasa con todos los
colaboradores de Rosas. Ya descontento porque Urqui/a no hu­
biera querido darle un papel más importante en el nuevo go­
bierno, Sarmiento se indignó porque Urqui/a y sus seguidores
siguieran usando la insignia roja del federalismo. Con el tiem­
po, Sarmiento le presentó una condolida renuncia a su cargo ti
Urquiza, no sin reprocharle haber disipado "toda la gloria que
por un momento se había reunido en torno de su nombre" (O C ,
XIV, 59). Con su vanidad herida, se embarcó para el Brasil a
fines de febrero de 1852, donde inmediatamente lanzó su campa­
ña contra "el nuevo Rosas". Fue también durante este exilio que
tomaron forma las ambiciones presidenciales de Sarmiento. Sin
el menor rastro de modestia, instruyó a su confidente y partidario
Juan Posse: "Preséntame siempre como el campeón de las provin­
cias en Buenos Aires; y como el provinciano aceptado por Bue­
nos Aires y las provincias, vínico nombre argentino aceptado y
estimado de todos; del gobierno de Chile, del de Brasil, con quien
estoy unido en estrecha relación, del Ejército, de los federales, de los
unitarios, fundador de la política de fusión de los partidos, como
resulta de todos mis escritos" (citado en Bunkley, 3CX)). De esta
estrategia surgió el lema con que el mismo Sarmiento se definió:
"Provinciano en Buenos Aires, porteño en las provincias", título del
libro de uutopublicidad que escribió varios años después (O C, vol.
XVI). Tras una coila estada en Río de Janeiro, Sarmiento partió a
Santiago de Chile, desde donde seguiría luchando contra "el nue­
vo Rosas",
Para Urqui/a, lograr algo parecido a un gobierno de orden era
infinitamente más urgente que atendera Insensibilidad de Sarmiento.
Paraaplacar los temores porteños de que era un bárbaro provinciano
dispuesto a imponer la ley gaucha sobre la culta capital, asumió el
lema "Ni vencedores ni vencidos", y proclamó una amnistía ge-

191
neral con “confraternidad y fusión de todos los partidos” (citadoctj
Bosch, U r q u iz a y su ,tiem
po 227). Nombró un gobiern
interino que, fiel a su objetivo de reconciliación, incluyó a Valentín
Alsina, al que el historiador James R. Scobie considera “pcrtcnc-
cíente a la antigua escuela rivadaviana partidaria a cualquier costo
de la supremacía de Buenos Aires” ( L a lu c h a , 28). Para resolverlos
problemas más graves de la redacción de una constitución nacional,
Urquiza nombró un comité de dirigentes porteños, provincianos,
federales y unitarios para que decidieran las condiciones de reunión
de una convención constituyente, y previeran el gobierno nacional
interino. De este comité surgió el Pacto de San Nicolás, del 31 de
mayo de 1852, que estipuló que una convención consistente de dos
representantes decadaprovincia redactaría una constitución nacional
que sena ratificada posteriormente por las legislaturas provinciales,
que la ciudad de Buenos Aires sena la Capital Federal de toda la
Argentina, y no sólo de la provincia de Buenos Aires, que los
ingresos aduaneros del puerto serían en consecuencia parte del
tesoro federal y no provincial, y que Urquiza tendría plenos poderes
para mantener el orden hasta que pudiera establecerse un gobierno
> constitucional: medidas muy similares alas intentadas por Rivadavia
en 1826 y recomendadas posteriormente por Sarmiento en
Argirópolis (Bosch, 248-250; Mayer,Alberdiy su tiempo, 412-413),
En palabras de Scobie, “El acuerdo no constituía una amenazado
dictadura, sino que era un paso necesario para asegurar el orden
mientras estaba en marcha el proceso de la organización nacional”
(L a lu ch a , 47).
Pese a lo razonable del Pacto, los porteños intransigentes se
negaron a aceptarlo. Los lideraba Bartolomé Mitre, un nombre
nuevo en la política argentina, historiador y creador fundamental de
ficciones orientadoras en la Argentina (lo que será tema del capítulo
siguiente). Desde su asiento en la Legislatura provincial, y a través
de su diario recién adquirido, L o s D e b a te s , Mitre lanzó una estentórea
campaña contra el Pacto de San Nicolás, afirmando que éste le daba
a Urquiza “poderes dictatoriales, irresponsables, despóticos y ar­
bitrarios”, con los que “hemos sido despojados de nuestros tesoros"
(citado en Mayer,A lb e r d iy s u tie m p o , 411,427). De hecho, Urquiza
alentó el debate legislativo y la libertad de prensa. Aunque llegado
a un punto, exhausto por las chicanas porteñas, disolvió el congreso
provincial y llamó a nuevas elecciones; en ningún momento (laqueó
en su apoyo al gobierno constitucional y democrático. Aunque no
podía decirse que éste fuera el comportamiento de un déspota, los

192
maques de Milrc se hicieron cada v e / más veliem cnles, apelando al
cspíriluexclusivistaportofloquc siem pre había resistido aco m p artir
el fxulcr y los ingresos aduaneros.
Algunos dirigentes porteños míís sensatos, com o Juan M aría
Gutiérrez y Vicente Fidel López, se m anifestaron caballerosam en­
te a favor del Pacto. López, en particular, se opuso a la m ayoría de
los legisladores de su provincia al decir:

Yo concibo muy bien cuánto eco deben encontrar entre noso­


tros los que se proponen lisonjear las pasiones provinciales, y
los celos locales: pero señores, por lo m ism o me levanto m ás
alto contra ellos, y no quiero tener otro interés que la N a c ió n ...
¡Amo como el que más al pueblo de Buenos Aires, en donde
lie nacido! Pero alzo mi voz tam bién para decir que mi patria
es la República Argentina y no Buenos Aires. (Citado en
Chiaramonlc, Nacionalismo y liberalismo, 122-123.)

Pese a tales esfuerzos, menos de tres sem anas después de la


finita det Pacto, la provincia de Buenos Aires, bajo liderazgo de
Milrc, lo rechazaba. La mayoría de los porteños, cualquiera fuese
su persuasión política, cerró filas tras él, incluyendo a los u ni­
tarios liberales que volvían del exilio, y secuaces de R osas com o
Nicolás de Anchorcna. El 11 de septiem bre de 1852, los rebel­
des porteños, bajo la dirección de M itre y V alentín A lsina, m ar­
charon contra Urquiza. La rebelión triunfó, al m enos por el m o ­
mento, no porcl poderm ilitar de los porteños, sino porque U rquiza,
todavía con la esperanza de atraer a la provincia rebelde a un
gobierno de unidad nacional, se negó a aplastarlos (Bosch, 267-
270). La retirada voluntaria de Urquiza, sin em bargo, no le im pi­
dió a Milrc editorializar con inconducente elocuencia en el diario
El Nacional:

Reinstalada en el goce de su soberanía provincial y reivindica­


dos sus derechos conculcados, la provincia de Buenos A ires se
ha puesto de pie, con espada en mano, dispuesta a repeler toda
agresión, a sostener todo m ovim iento en favor de la libertad,
acombatirtodatiranía, a aceptar toda cooperación y aconcurrir
con todas las fuerzas del triunfo a la grande obra de la
Organización Nacional. (El Nacional , 21 de septiem bre de
1852,62.)

193
Estas frases grandilocuentes tenían poco que ver con l
hechos. El “triunfo” de Buenos Aires se debía principalmente ¡i
deseo de Urquiza de evitar el derramamiento de sangre. Urqui#
seguía creyendo que, dando un buen ejemplo, podía poner ak
obstinados porteños de su lado. En esto se equivocaba. Con el retire
de Urquiza, Buenos Aires volvía a ser una nación aparte, g
autonomista Alsina fue nombrado gobernador de la provinciay
Mitre fue su ministro de Gobierno y de Asuntos Externos, coiifir-
mando así la afirmación de Mitre de que los porteños “concurriríai)
con todas sus fuerzas” sólo después de que hubieran organizadola
\ Nación en sus propios términos.
Pese a la secesión de Buenos Aires, Urquiza reunió un Con­
greso Constituyente en Santa Fe a fines de 1852. En su discurso
inaugural, Urquiza declaraba: “Porque amo al pueblo de Buenos
Aires me duelo de la ausencia de sus representantes en este re­
cinto. Pero su ausencia no quiere representar un apartamiento para
siempre, es un accidente transitorio. La geografía, la historia, los
pactos, vinculan a Buenos Aires al resto de la nación. Ni ellapue­
de subsistir sin sus hermanas ni sus hermanas sin ella. En la ban­
dera argentina hay espacio para más de catorce estrellas, perono
puede eclipsarse una sola” (citado en U rq u iz a y su tiempo , 49). La
Constitución quedó completada en 1853, bajo la considerable
inspiración de Bases y puntos de , de Albcrdi, aunque éste,
todavía en Chile, no escribió una palabra del texto constitucional
propiamente dicho. Ratificado por todas las provincias salvo Bue­
nos Aires, la Constitución de inmediato se volvió la ley del país,
Urquiza fue elegido el primer presidente constitucional, y laca­
pital federal fue ubicada provisoriamente en Paraná, capital de
Entre Ríos.
Desde Paraná, U rquiza trató h o n estam en te de organizar una
sociedad progresista. Pasó p o r en c im a d el gobierno porteño al
obtener el reconocim iento o ficial d e In g laterra, Francia y los
Estados Unidos, y estableció u n p u erto altern ativ o a Buenos Aires
en Rosario. Inició un program a am b icio so p ara m ejorar los trans­
portes en el interior, fundó un sistem a d e escu ela pública, y trató tic
imitar algunas de las instituciones cu ltu rales de Buenos Aires,
Además de ello, envió a A lberdi a lo s E stad o s Unidos y Europa
como su em bajador plenipotenciario, p ara aseg u rar apoyo exterior
y conseguir los muy necesarios créditos externos. Pero la economía
militó contra su program a, y el gobierno d e P araná se hundió en un
endeudamiento cada vez m ayor. Sin las rentas de la provincianas

194
rica, no tardó en hacerse evidente que ningún gobierno podría salir
adelante. Adem ás, en la m edida en que el gobierno central perdía
credibilidad p o r falta de fondos, los caudillos provinciales se veían
tentados por la cam paña incesante del gobierno porteño por arre­
batárselos a U rquiza (Scobie, La lucha, 63-75).
En contraste. B uenos A ires se em barcó en un período de
construcción que recuerda el período rivadaviano, con escuelas,
teatros, bibliotecas v sociedades literarias. El gobierno de Buenos
Aires también nom bró a M ariano B alcarce, yerno de San M artín,
com oem bajadorenE uropa.dondeen su cam pañaporla legitimación
se cruzó m ás de una vez con A lberdi. Pero, lo m ás im portante, con
s u agricultura va desarrollada y con el control del principal puerto
del país, y las rentas aduaneras, la provincia de Buenos Aires no
carecía de d in e ra En consecuencia, pese a los traspiés en el cam po
internacional, no tardó en hacerse evidente que Buenos Aires podía
vivir más fácilm ente sin las provincias que viceversa. Por lo dem ás,
Buenos Aires nunca cesó en sus reclam os y conspiraciones contra
el gobierno de Paraná. C om o editorializaba M itre en El ,
pese al hecho de que trece de las catorce provincias apoyaban a
Urquiza, Buenos A ires todavía tenía el “ derecho de actuar com o
rectora nacional” (citado en Scobie, La lucha, 126). En su consti­
tución provincial, ratificada en 1854, B uenos A ires se arrogaba
autoridad sobre el congreso nacional, sosteniendo que “ B uenos
Aires es un estado con el libre ejercicio de su soberanía interior y
exterior, m ientras no la delegue expresam ente en u n gobierno
federal” (citado en Scobie, La lucha, 127). C on políticas com o ésta,
no es sorprendente que la reconciliación entre B uenos A ires y las
provincias fuera posible sólo en los térm inos dictados p o r B uenos
Aires.
El período 1852-1854 fue, entonces, de una im portancia
decisiva en la historia argentina. Vio la derrota de R osas, la
ascensión de U rquiza a la preem inencia, el Pacto de San N icolás, la
secesión de Buenos A ires de la R epública, la convención consti­
tucional de U rquizaconlas otras trece provincias, y el establecim iento
de dos gobiernos federales, uno en P araná y otro en B uenos A ires,
ambos con reclam os sobre el resto del país. T am bién fue u n año
im portanteenlaevoluciónintelectual argentina. E nC hile, Sarm iento
y Alberdi se trenzaron en u n debate público sobre tem as d e im ­
portancia trascendental en el concepto d e la nación, m ientras en
Buenos A ires M itre se afirm aba com o el principal polem ista y
pensador político. E n el resto d e este capítulo exam inarem os e l

195
debate Albcrdi-Sarmicnto; en el siguiente, hablaremos de Mitre
la invención de la historia argentina. *
1 ' s
t 1

El conflicto Albcrdi-Sarmicnto se inició a mediados de 1852


poco después de que Sarmiento volviera a Chile, donde Albcrdí
había permanecido durante la campaña de Urquiza contra Rosas.
Conociendo la influencia de Alberdi, Sarmiento sintió el deberde
mantener al taciturno pensador tucumano lejos del gobierno
de Urquiza. Aunque Alberdi combatió junto a otros miembros de
la Generación del 37 contra Rosas, los unitarios puristas siem­
pre habían sospechado de él por verlo blando con los caudillos.
Muchos recordaban el famoso F ra g m e n to escrito en 1837, estu­
diado aquí en el capítulo 5, en el que afirmaba que Rosas estaba
destinado ajugar un papel histórico en el desarrollo de una Argentina
orgánica, ya que el dictador con todos sus defectos representabauna
transición necesaria entre una nación informe y primitiva y una
moderna república democrática. De vuelta en 1847, en un famoso
panfleto titulado La R e p ú b lica A rg e n tin a 3 7 años después desu
R evolución de M a y o , Alberdi decía que Rosas y los caudillos eran
factores que no debían ser excluidos de la ecuación argentina (0C,
III, 229-242). Al parecer a Rosas le había agradado tanto este
panfleto que había invitado a Alberdi a volver a la Argentina y
trabajar con el régimen, invitación que Alberdi declinó (Lynch,
307). Aun así, aunque lo sospechaba de simpatía por el caudillismo,
Sarmiento consideró crucial ganar el apoyo de Alberdi para los
porteños. Alberdi y Sarmiento nunca se habían llevado bien, pero
antes del conflicto Urquiza-Mitrc sus desacuerdos habían sidomás
académicos que prácticos. Esta vez, en cambio, hubo cuestiones
políticas reales de por medio. La más seria era la existencia deun
gobierno secesionista en Buenos Aires que necesitaba legitimación
ideológica.
Para convencer a Alberdi, Sarmiento trató al principio de
atraerlo, elogiando a su introvertido contemporáneo por el libro
recién publicado, Bases, al que llamó “el Decálogo argentino";
Alberdi respondió enviando ejemplares de su libro al congreso
constituyente de Urquiza. Con Sarmiento en una finca en Yungay
y Alberdi en Valparaíso, se inició un intercambio de correspondencia.
Sarmiento trató de volver a Alberdi contra Urquiza, mientras
Alberdi recomendaba espíritu práctico y paciencia, con la esperanza
de mantener atemperado el famoso carácter de Sarmiento. La
ruptura abierta comenzó el 16 de agosto de 1852, cuando Alberdi y
196
varios amigos favorables a Urquiza formaron El Club Constitucional
de Valparaíso, un grupo de discusión de argentinos exiliados que
usó la organización para oficializar su apoyo a Urquiza. Sabiendo
de la hostilidad de Sarmiento hacia Urquiza, para no m encionar sus
modales polémicos, el club resolvió no invitarlo a participar (Maycr,
Alberdiysu tiempo, 433-437). La noticia de la formación del club
de Alberdiyla revuelta de Mitre contraU rquiza el 11 de septiembre
le llegaron a Sarmiento casi al mismo tiempo. Furioso con Alberdi,
Sarmiento no tardó en organizar su propio club, el Club de Santiago,
para apoyar a Buenos Aires y los mitristas. Sus miembros eran en
su mayoría viejos exiliados porteños demasiado débiles para volver
a Buenos Aires. En una carta fechada el 14 de noviembre de 1852
a Félix Frías, Alberdi se refirió al club de Sarmiento com o una
organización de “momias respetables” (citado en M ayer, Alberdi y
su tiempo, 439). Ciego de furia, Sarmiento redactó de prisa tres
panfletos: una carta abierta a Urquiza llam ada “Carta de Y ungay”,
el l 9de octubre de 1852; un largo artículo periodístico evaluando
el Pacto de San Nicolás, fechado el 26 de octubre; y un folleto
exaltando la contribución de los nativos de San Juan (provincia
natal de Sarmiento) a la construcción de la Argentina. A unque se
publicaron en periódicos chilenos, los panfletos estaban dirigidos a
un lector en particular: Juan Bautista Alberdi.
La “Carta de Yungay” despliega lo peor del Sarm iento m ás
irritable e insultante. Para sugerir que U rquiza no es m ás que un
caudillo localista, y no un líder nacional, Sarmiento dirige la m isiva
al “General de Entre Ríos”, a continuación de lo cual transcribe una
cita te Facundo con la que Sarmiento solía defenderse cuando se lo
acusaba de intolerancia: “Entre los m azorqueros m ism os hay, bajo
las exterioridades del crimen, virtudes que un día deberían p re­
miarse”. Habiéndole asegurado de este m odo a U rquiza que podía
tener algunas cualidades redim ibles, Sarm iento niega cualquier
intento de conciliación preguntando: “ ¿Cómo disim ularse que su
vida pública anterior requerirá la indulgencia de la historia?” ( OC,
XV, 23). Sarmiento al parecer considera conciliatorio ese estilo. Lo
que sigue es una falsa acusación tras otra. A cusa a U rquiza de h ab er
formado el gobierno con “la servidum bre dom éstica” (24), pese a
los intentos de Urquiza de incluir unitarios, federales y representantes
de todas las provincias, hasta de B uenos Aires, en la convención
constitucional. Lo critica por no escucharlos consejos de “publicistas
patriotas” que podrían haberlo ayudado a evitar el error (25). E n
especial,ledicequedeberíahaberescuchado al am orteArgirópolis,

197
que. no era otm que Sarmiento mismo (47-49). Concluye llamand
a Uixjmza “un hombre perdido, sin rehabilitación posible”, y?
asegura que su tínico motivo para escribir la “Carta de Yunga/’c!
“decir la verdad por entero, sin cortapisas, la verdad como se dice
cuando tenemos a Dios por testigo en el cielo". Un motivo más
probable aparece una frase después, cuando lamenta que ios
acontecimientos recientes en la Argentina “me han hecho el
gravísimo mal de forzarme a renunciara mi porvenir”, a loque sigue
la amenaza de adoptar definitivamente la ciudadanía chilcna.cn
caso de que Urquiza no le hiciera caso (51-52). Seguramente
Urquiza habría visto con alivio el cumplimiento de esta amenaza,
Los otros dos panfletos, C onvención de San N ico lá s de los Arroyos
y San Juan, sus hombres y sus acciones en la regeneración
argentina, no agregan nada nuevo a la “Carta de Yungay", El
primero se limita a repetir la posición portefía de que la provincia
más populosa debería tener una cantidad proporcional de repre­
sentantes, lo que le habría dado a Buenos Aires el control absoluto
de la convención. El segundo ataca a la convención constituycntcdc
Santa Fe por varios motivos, el principal, que los mejores hombres
de la Argentina, de los que Sarmiento se consideraba uno, no eran
parte de ella.
El intento más directo de Sarmiento de comprometer aAlberdi
en un debate, y su ataque más virolento contra Urquiza, es un libro
titulado Campaña en e l ejército grande de Sud Am érica, publicado
en varias versiones a fines de 1852.1Escrito de apuro, la Campaña
es ostensiblemente una historia de la campaña de Urquiza contra
Rosas. Pero de hecho es una confusa narración tomadade tres fuente
principales. La primera son los boletines oficiales de guerra que
Sarmiento publicaba para su distribución entre los soldados cuando
viajaba con el ejército. La segunda fuente son sus cartas y diarios
personales en los que registraba sus desacuerdos privados con
Urquiza, a menudo en clara contradicción con los elogiosos bole-

1La fecha exacta de publicación es difícil de decidir ya que diferentes parles


del libro fueron impresas con semanas de diferencia en Río de Janeiro, Santiago
de Chile y Buenos Aires. La primera pinte apareció en Río en 1852, poco después
del fin de la campaña. Secciones adicionales aparecieron casi simultáneamente en
periódicos de Santiago de Chile y Buenos Aires durante diciembre del mismo año.
El volumen en las Obras Completas incluye cartas y artículos pertinentes al pe­
ríodo que no aparecieron en la versión de 1S52. Como resultado, no sólo la fecha
de publicación es imposible de afirmar; tampoco hay un texto “originar.

198
tiñes que estaba publicando oficialmente. Y por último el libro
incluye material nuevo agregado en Chile, consistente en su mayoría
en inflexibles ataques contra Urquiza. Con característica tenacidad,
Sarmiento le dedica el libro a Albcrdi, con la sugerencia de que los
soldados de sillón (como Albcrdi) deberían respetar la opinión de
gente más informada (como Sarmiento) quien realmente participó
en la campaña ( OC , XIV, 78-81). Aunque en la superficie el libro
es una historia del triunfo de Urquiza sobre Rosas, en realidad es un
furibundo ataque al caudillo entrerriano, motivado sobre todo por
el resentimiento de Sarmiento al verse excluido del poder. Estos
motivos se hacen claros en el último capítulo, cuando escribe que
“he querido con (esta) narración mostrar el origen de las ideas que
en diversos escritos he emitido, contra la utilidad, justicia y nece­
sidad de levantar de nuevo al general Urquiza. He querido, sobre
todo, disipar las perversas preocupaciones que hombres mal in­
formados, por favorecer a Urquiza, amontonan contra Buenos
Aires...” (353).
Para realizar estos fines, Sarmiento presenta a Urquiza como
“un hombre dotado de cualidades ningunas, ni buenas ni malas, sin
elevación moral como sin bajeza... [sin] ningún signo de astucia, de
energía, de sutileza” (125). M ás adelante es retratado como “un
pobre paisano sin educación”, cuyo gran ejército es poco más que
un “levantamiento en masa de paisanos” (221). Una y otra vez se
refiere a los gauchos que componen el ejército de Urquiza como
“gente de chiripá y mugrienta, que no tema ni listas de sus cuerpos,
ni podía hablar dos palabras en orden” (221 ). Cuando no está
atacando a Urquiza y ridiculizando a sus seguidores, Sarmiento no
pierde oportunidad de elogiarse a sí mismo y magnificar su con­
tribución a la caída de Rosas. De hecho, la autoexaltación de
Sarmiento termina haciendo autobiográfico al libro. El siguiente
pasaje es representativo:

Por lo que a m í respecta, pues ya sabía quien yo era, traje a la


memoria, al volver de mi trascuerdo, que, dejando atrás
familia y cuidados de fortuna, en busca de una patria libre y
culta, por quince años de destierro suspirada, había costeado el
Atlántico y el Pacífico, rem ontado el majestuoso Uruguay y el
fecundizante Paraná; atravesado las provincias argentinas
Entre Ríos y Santa Fe; visitado las capitales Montevideo y
Buenos Aires; batídom e en m ar y en tierra; y, viajando y
combatiendo, soportado rudas fatigas, y gozado de emociones

199
profundas; pensando, escribiendo y viviendo de la vida í>k•
del entusiasm o y de la lucha. (O C , XIV, 63-64.) , , Dtil

Según el propio Sarm iento, su gloria com o escritor rivalizan


con la de U rquiza. “ Es natural que yo, com o escritor muy conocido
m uy odiado y perseguido p o r R osas” , observa, y no de pasada
“ debía ser un objeto de curiosidad, p o r lo m enos en Buenos Aires.,
y no era raro que se reuniese en tom o m ío un grupo igual de gentes
que las que rodeaban al general” (247). E n cierto momento Urquiza
se irritó tanto con las bravuconadas de Sarm iento que le escribió un
breve recordatorio diciéndole que “ las prensas han estado gritando
en Chile y otros lugares durante m uchos años, y hasta ahora Juan
M anuel de Rosas no se ha asustado” (citado en Bunkley, 339),
Especialm ente revelador del entusiasm o de Sarmiento por s(
m ism o es su relato de la única entrevista de cierta extensión que tuvo
con Urquiza durante la cam paña. A dm ite él m ism o que se encontró
con Urquiza sólo en tres ocasiones, h ech o que no concuerda
demasiado con su pretensión de conocer b ien al caudillo entrerriano.
De este encuentro en especial escribe Sarm iento: “Entré a detallar
lo que era el objeto práctico de m i v enida, a saber: instruirle del
estado de las provincias, la opinión d e los pueblos; la capacidad y
elementos de los gobernadores; los trabajos emprendidos desde
Chile, y cuanto podía interesar a la cuestión d el m om ento” (126). ¿Y
de dónde venía este conocim iento de las provincias, el pueblo (tan
ridiculizado por Sarm iento com o ignorante y sucio), los goberna­
dores y todo lo relativo a las cuestiones del m om ento? Ciertamente
no del contacto personal con la A rgentina, ya que Sarmiento
acababa de volver de un exilio de diez años, parte del cual había
pasado en Europa, Á frica y los E stados U nidos. Comprensiblemente
a la defensiva, U rquiza trató de m o strar q u e no era un pelele de
cabeza hueca esperando ser “instruido” p o r un sujeto de aire extraño
al que apenas si conocía. D espués de todo, U rquiza gobernaba con
buenos resultados la provincia m ás p ró sp era de la Argentina des­
pués de Buenos Aires, m andaba el ejército m ás grande de la historia
sudam ericana, encabezaba una co alició n d e caudillos provinciales,
confiaba en derrocar a R osas (en el m o m en to de esta entrevista), y
era notablem ente culto respecto de u n h o m b re que, como Sarmiento,
había tenido poca educación form al. “L o q u e m ás m e sorprendió en
el general” , continúa Sarm iento, “es que pasad a aquella simple
narración de hechos con que m e introduje, nunca manifestó deseo
de oír mi opinión sobre nada, y cuando co n una modestia que no

200
tengo. con una indiferencia tdcctndu, con c itc u n to q u lo s quo Iannis
Nm>eklohaN,uxlvKvnOobvU'n,Thiers, t íu t/o t, M ouilool I m ponulor
de Brasil, quería c m itin m a idea. me atajaba a m edia p alab ra" t 1 2
I n osle punto os probable que S arm iento ha> a oxir.uYtdo a R osas,
al menos ol dictador lo habla lom ado on sen o ,
Dado ol escaso contacto do S an u io n io con los lideres do la
campaba, su pum o principal vio ontioa son las ap arien cias o Mor*
tus, Y, predeciblem ente, su ob jeció n p rim o td ial a U i\|u i/a os i|uo
no hace las cosas com o las hacen los europeos. No o rg an iza su
okhvtto vio a c ú c a lo a los textos m ilitares iiancosos (27N). No
v

monta v saluda com o un inglés d u ran te su en trad a triunfal on


Buenos A im s (2t>7), Y lo jv o r do lodo, no s a lv co m o vestir. No
solo l ’tquira no usaba ol uni to n n e a la eu ro p ea (,M 7-24X), sino
que iv n m tla o,uo sus soldados usaran p o n ch o y c h irip i, co m o
gauelvs, m ientras m archaban bajo la ioja bam lcra do la l ’odora-
X r «* •

cien, no la celeste de los unitarios (2bS-273). l.a in sisten cia de


D añ ara en u sar la insignia nq.i de la F ed eració n se d eb ió pro-
haNemento a un deseo de co n serv ar el ap o v o d e los g o lv m a -
dores provinciales, quienes, aunque can sad o s de R o sas, tem ían
com prensiblem ente a los unitarios porteños, en esp ec ia l a los que
volvían del exilio. De tocios m odos, la aten ció n d e sp ro p o rc io n a d a
que le dan tam o S am iiem o co m o l ’rq u i/a a la cu e stió n p arece un
poco pueril.
Sarm iento, p o r supuesto, se d escrib e co m o el e je m p lo de
cultura, llam ado a im poner n o rm as eu ro p eas de g u sto e x q u isito . Do
modo que se enfundo en un uniform e eu ro p e o recién h ec h o , q u e
debe de haber lucido ex trañ o en las p o lv o rien tas p a m p a s en p len o
verano, y en su rienda m ilitar hacía g ala d e " u n e p ic u re ism o re ­
finado” (214). Y para d iv ertirse le g u sta b a d e c irle s a lo s g a u c h o s,
hombres que viv ían d e a c a b a llo d esd e su p rim e ra in fa n c ia , que los
ingleses y franceses eran m ejo res jin e te s ( 222 ).
Poco co n fiab le co m o h isto ria, d ifa m a to rio e n su tra ta m ie n to
de Urquiza c inconex o co m o n arració n , la C am paña m u e stra los
peores aspectos de la c o m p le ja p e rso n a lid a d d e S a rm ie n to . Su
ambición, su d e sv erg o n z ad a a u to p ro m o c ió n , su d o n p a ra el e p íte to
y el insulto, su d e sd é n p o r las c la se s p o p u la re s, su fa sc in a c ió n co n
Europa y los E stados U n id o s, su tra ta m ie n to c re a tiv o d e lo s h ec h o s,
su incapacidad d e re c o n o c e r u n ta le n to a je n o ... T o d o in v ita a u n
juicio dure sobre su au to r, q u e en o tro s c o n te x to s fue u n h o m b re d e
lo m is adm irable. Y au n así, la C am paña sig u e sie n d o u n lib ro pan»
disfrutar. A un cu a n d o d ifa m a a to d o el resto d el m u n d o e n el trab ajo

201
de elogiarse asimismo. Sarmiento sigue siendo unestilistasolWv
cuyo sentido narrativo y reflexiones ocasionales lo hacen digno,!0
leer. El libro además provocó otra respuesta: llevó a Albcrdi
debate que devolvería a la vida ciertas ficciones orientado/
argentinas que habían estado dormidas desde los tiempos deArtigl5
c Hidalgo, Además, el debate obligó a Albcrdi a rccvaluaralguL
de los supuestos de sus Bases y abrazar posiciones que definirían$»
pensamiento por el resto de su vida.
La respuesta más conocida a la Campaña salió en formade
cuatro extensas cartas abiertas escritas en enero y febrero de 1853,
dirigidas a Sarmiento. Tituladas “Cartas sobre la prensa ylapolítica
militante de la República Argentina”, son más conocidas como
C artas q u illo tanas, por haber sido escritas en una casa donde
momentáneamente vivía Albcrdi en Quillota, Chile. Las Canos
quillotanas marcan un hito significativo en el pensamiento de
Albcrdi, que aquí se aleja del clitismo de la Generación del 37yse
- acerca a posiciones de cuño nacionalista, provincianista y, hastasc
podría decir, populista. De modo que es posible verlas como
un regreso a intereses que Alberdi enunció ya en el de
1837, donde había mostrado una visión mucho más pragmáticade
Rosas. Las C artas también pueden verse como una continuación
del sentimiento provinciano e inclusivo que encontramos enlos
decretos de Artigas o en la poesía gauchesca de Hidalgo. Ensuma,
aunque Albcrdi erademasiado cosmopolita para abrazarel populismo
fácil de Saavedra, Artigas e Hidalgo, en las Cartas vuelve aco­
nectarse con una tradición nacionalista, populista, que habíaestado
presente en el Río de la Plata al menos desde que Saavedra organizó
la Junta Grande en 1810. Además, el Alberdi de las Cartas es mucho
más típico de posiciones que apoyó durante toda su vida. Loque
significa que el libro más conocido de Alberdi, las Bases, es talvez
el menos representativo suyo.
En las C artas, Albcrdi identifica un enemigo nuevo: el li­
beralismo argentino tal como se refleja en los viejos unitarios y
en el grupo porteño de Mitre. “Yo soy conservador aquí [en Chile]
y conservador allá [en la Argentina]... allá en acción, aquí por
simpatía” (O C , IV, 79-80). Lo que quiere decir con este término
“conservador” queda claro en pasajes subsiguientes donde re­
procha la proclividad de los liberales para el cambio rápido y
su intolerancia con las cosas tradicionalmcnte argentinas. En par­
ticular critica la retórica inflamada de Sarmiento y Mitre, no por­
que esté en desacuerdo con sus principios confesos, sino porque

202
usan esos principios para enm ascarar la ambición personal. En
una prosa fría y lúcida, tan distinta de los incendiarios párrafos
de Sarmiento, Alberdi encuentra en el liberalismo argentino dos
fuerzas desestabilizadoras: ‘‘la prensa de combate y el silencio de
guerra, son armas que el partido liberal usó en 1827; y su resul­
tado fue la elevación de Rosas y su despotismo de veinte años"
(IV, 12). La referencia, por supuesto, apunta a los rivadavianos
que mediante el periodism o desestabilizaron el gobierno de Do-
rrego y mediante la guerra silenciaron a los detractores, derroca­
ron un gobierno constitucional y asesinaron a Dorrego, abriéndole
camino a Rosas para im poner el orden de la dictadura. Más ade­
lante Alberdi señala que las guerras liberales fueron en realidad
"guerras de exterm inio contra el modo de ser de nuestras pobla­
ciones pastoras y sus representantes naturales (los caudillos)"
(IV, 12). Aquí, en una prosa donde resuena el populismo de Ar­
tigas c Hidalgo casi cuatro décadas atrás, Alberdi no sólo sugiere
que los gauchos y su m odo de ser son una parte necesaria de la
identidad argentina, sino tam bién que ‘‘sus representantes natura­
les” deberían detener algún papel en el emergente sistema consti­
tucional.
Estas ideas alcanzarían su plena madurez en los ensayos
escritos durante la década de 1860, algunos de los cuales aparecen
en Gratules y pequeños hombres del Plata, una útil colecci
póstunta de trabajos de Alberdi, publicada en 1912. En estos
ensayos tardíos, Alberdi afinna que el caudillo representa “la
voluntad de la m ultitud popular, la elección del pueblo". En sus
palabras el caudillism o es ‘‘una dem ocracia mal organizada", y por
ello mejor que la antipopular “dem ocracia inteligente" que hace
lugar sólo para la m inoría porlcfla europeizada (Grandes y peque­
ños, 197-198). En su tardía apreciación de los gauchos y sus
caudillos, Alberdi señala un alejamiento notable de la condena
racista a los nativos m estizos y el subsiguiente reclamo de inmi­
gración, tal com o se veía en las Bases. Su aceptación del caudillo
ayuda a explicar su apoyo a Urquiza, que era a la vez un gaucho
astuto y un caudillo.
La vindicación del gaucho y su caudillo por Albenli también
se extiende a cuestiones prácticas de política. Condena la altivez
exclusivista de los unitarios, afirolando que su interés por la pureza
ideológica y perfección étnica sólo posponíala organización política
del país;

203
Se hizo un crimen en otro tiempo a Rosas de que postergase^
organización para después de acabar con los unitarios; ahora
sus enemigos imitan su ejemplo, postergando el arreg]0
constitucional del país hasta la conclusión de los caudillos,,
Se debe establecer como teorema: toda postergación de |a
Constitución es un crimen de lesa patria; una traiciónala
República. Con caudillos, con unitarios, con federales ycon
cuanto contiene y forma la desgraciada República, se debe
proceder a su organización, sin excluir ni aun a los malos,
porque también forman parte de la familia. Si establecéis la
exclusión de ellos, la establecéis para todos, incluso para
vosotros. Toda exclusión es división y anarquía. ¿Diréis que
con los malos es imposible tener libertad perfecta? Pues sabed
que no hay otro remedio que tenerla imperfecta y en lamedida
que es posible el país tal cual es y no tal cual no es. Si porque
es incapaz de orden constitucional una parte de nuestro país,
queremos anonadarla, mañana diréis que es mejor anonadarla
toda y traer en su lugar poblaciones de fuera acostumbradasa
vivir en orden y libertad. Tal principio os llevará porla lógica
a suprimir toda la nación argentina hispano colonial, incapaz
de república, y a suplantarla de un golpe por una nación
argentina anglo-rcpublicana, la única que estará exenta de
caudillaje... Pero si queréis constituir esa patria que tenéis, y
no otra, tenéis que dar principio por la lib e rta d imperfecta.,.
El día que creáis lícito destruir, suprimir al gaucho porque no
piensa como vos, escribís vuestra propia sentencia deextermi­
nio y renováis el sistema de Rosas Cartas, 16-17).

Este notable pasaje es mucho más que un llamado al pluralismo.


Al reconocer que la Argentina es diferente por esencia de los
modelos extranjeros que europeizantes como Sarmiento trataban de
imponerle, Alberdi afirma que la población peculiar de la Argentina
(los gauchos), su gobierno (los caudillos) y su herencia (la España
colonial) eran los únicos puntos de partida posibles para construir
un país. Estos argumentos rechazan explícitamente el europcísnio
fácil y exclusivista de los morcnislas, los rivadavianos y Sarmiento'
quienes, en palabras de Alberdi, “predican el europcísmo y lwcc11
de él una arma de guerra contra los caudillos” y las masas que éstos
representan (O C , IV, 21). En este punto Alberdi se acerca mása
Anigas e Hidalgo que a los maestros rivadavianos con los T
estudió de joven. Su posición en las C a rta s también difiere cl^'

204
m atate i» <k t e pensadores <ki ftaíóo 'mdyy& do ai
m ism o A lb e rd i ¡¡o v eo , q u i e n m e d ía n s e l a nmúywjtm tra e r
"p e d a z o s v iv o s " d e c u l t u r a s e x l mij<:m p a r a r e m
local y d w m x r a s í la b a e e j > o p y la r d e l & n ¡M X m m . tía ié tm ttm
prácticos, t e a r g u m e n t e 'l o A l b e r d r e p r e s e n ta r ? m a p o y o a l
cau d illo í b n ir a d o U r q u iz a ,u n a
p ro v in c ia le s, m u c h o s d e e l t e c a n d i l t e , y e l r e s p e t o a J a s f ra /í i c t e o «
h isp á n ic a s d e Ja s c l a s e s p o p u l a r e s , M e n t e , a l d e f e n d e r á ) g a u c h o ,
al c a u d illo y a la tr a d ic ió n e s p a r c í a , A l b e r d i a o i i e í p a e l s e n t i m ie n to
p o p u lista q u e u n a y o p a v e z v u e l v e a J a e u p e r í í d e m Ja h i s t o r i a
arg en tin a,
I,a r e e v a lu a c ió n q u e h a c e A lb e r d i d e J o s g a u c h o s y t e c a u d illo « ,
sin e m b a rg o , n o d e s p la z a s u p r o p o s i t o c o r d e r/> m la s cual
es e x p lo ra r e l lu g a r d e l p e r io d i s m o e n la p o l í t i c a a r g e n tin a . R e p e ­
tid a m e n te A lb e r d i a c u s a a S a r m i e n t o y M i t r e d e s e r p e a t t d í J t e d e Ja
p ren sa", q u ie n e s , c o m o J o s g a n d í o s q u e c r itic a n , g o z a n c o n J a
" in d is c ip lin a , Ja v id a d e g u e r r a , d e c o n t r a d ic c i ó n y d e a v e n t u r a s "
(IV , 2 1 ), E l s u y o e s u n p e r io d i s m o q u e " s u b l e v a l a s p o b l a c i o n e s
arg en tin a s c o n tr a s u a u t o r i d a d d e a y e r , h a c ié n d o le c r e e r q u e e s
po sib le a c a b a r e n u n d ía c o n e s a e n t i d a d in d e f i n i b l e (la a u t o r i d a d d e l
cau d illo ! y p r e te n d e q u e c o n s ó l o d e s t r u i r a e s te o a q u e l j e f e e s
posible r e a liz a r Ja r e p ú b lic a r e p r e s e n t a t i v a d e s d e e l d í a d e s u c a íd a ,
es u n a p r e n s a d e m e n tir a , d e i g n o r a n c ia y d e m a la f e : p r e n s a d e
v an d alaje y d e d e s q u ic io , a p e s a r d e s u s c o l o r e s y s u s n o m b r e s d e
c iv iliz a c ió n " ( I V , 1 7 -1 8 ),
í,a in s is te n c ia d e A lb e r d i e n u n a p r e n s a r e s p o n s a b l e p o d ía
Icense corno unlla m a d o a la c e n s u r a . L a c e n s u r a , s in e m b a r g o ,
es lo q u e te n ía e n m e n te . A n t e s b i e n , e s t a b a a t a c a n d o a l p e r io d is m o
de S a rm ie n to y M itr e c o m o u n a a c t i v i d a d n o m e n o s p o lí ti c a m e n t e
m o tiv ad a q u e u n a g u e r r a c i v i l , u n g o l p e d e E s t a d o , o u n a r e b e lió n
de c a u d illo s, E s u n l u g a r c o m ú n d e n u e s t r a é p o c a d e c ir q u e t o d o s lo s
(asenlores lle v a n a s u « t e x t o s p r e c o n c e p t o « c u l t u r a l e s y p o lític o s
h ered ad o s, m u c h a s v e c e s i n c o n s c i e n t e s , t e s c r ít i c o s í r e u d i a n o s s e
dedican a p s íc o a n a liz a r e s c r i t o r e s , l e c t o r e s y p ú b l i c o s , a s í c o r n o lo s
c o m é n ta o sla » m a r x i s t e s i n v a r i a b l e m e n t e e n c u e n t r a n s u p u e s t o s
políticos y c la s is ta s e n t e x t o s a l p a r e c e r a p o lític o s . E n e l c a s o d e
S arm ien to y M itr e , s in e m b a r g o , A i b e r d i n o n e c e s i tó te o r í a s
in sid iad as o m a r x is ia s p a r a Íd e m í f i c a i l o s c o m o p o líi ic o s q u e ta m b ió n
C K iibían, A m b o s te n ía n a m b i c i o n e s c o n f e s a d a s , y e s t a b a n b a s ta c !
cuello e n la in tr ig a p o lític a , R a ra a m b o s , e s c r i tu r e n » u n a e s t r a te g ia
c íe n te d e a u t o p r o m o c l ó n tjttc I n c lu ía n o s ó lo Ja p u b l i c a c i ó n d e
xUüv'uKvjs y libtvs sitio también la fundación y dirección de periódicos
I V h \ ob\a autobiográfica R e c u e rd o s d e , de Sarmiento
\W ejemplo* observa Albcixli que "su biografía de Vd. no es un’
sim ple trabajo de vanidad* sino el medio muy usado y muy conocido
CU política de formar la candidatura de su nombre para ocuparuna
aluna* cuyo anhelo* legítimo por otra parte, le hace agitador
incansable" (IV* 71). En algún sentido, entonces, los mayo^
logros de Sarmiento y Mitre están en la distinción efectiva desus
m otivos en textos que pretendían ser históricos, periodísticos,
objetivos y desinteresados. Alberdi de ningún modo se propone
censurar a sus rivales; sólo quiere hacer ver las ambiciones políticos
detrás de su periodismo.
t\m \ alionar esta acusación de escritura personalista, Alberdi
sédala que la cvnpañes "una historia sin documentos”, quese
C
espera que el lector erea sólo en base al testimonio de Samiiento(IV,
41). Esta crítica puede extenderse a la mayoría de las obras “his­
tóricas" de Sanniento. Para escribir F a c u n d o , por ejemplo, Sar­
miento* cansado de esperar los documentos que había pedidoa
amigos que vivían en la Argentina, escribió todo sobre la solabase
de la observación personal, el rumor y el prejuicio. Facundo
también incluye frecuentes referencias a pensadores extranjeros,
pero esas referencias no son más que exhibición de algún nombre;
lo impórtame no es lo que los autores extranjeros contribuyanalos
argumentos de Sarmiento, sino que el lector sepa que Sarmientoes
un hombre culto cuyos argumentos no deben discutirse.
Los envenenados dardos de Alberdi en las C artas quillotm
dieron en el blanco. Sarmiento respondió en una serie de cartas
abiertas después reunidas en un libro titulado L a s ciento y una. La
invectiva de estas cartas sólo queda a la par de su vacuidad
intelectual. Furioso más allá de la capacidad de pensar, Sarmiento
sólo puede insultar... es cierto que lo hace extraordinariamente
bien. Las C a rta s q u illo ta n a s , en su repertorio de epítetos, se vuelve
"una olla podrida... condimentados sus trozos con la vistosa salsa
de su dialéctica saturada de arsénico” (Sarmiento, OC, XV, 134)
Alberdi es calificado variadamente de "compositor de minuete)'
melodías para piano... tonto imbécil que ni siquiera sabe medirse
en las mentiras, que no sospecha que causa náuseas” (XV, 147)
Más adelante se lamenta: "Y no ha habido en Valparaíso unhombre
de los que pertenecen a la multitud de frac que le saque los calzones
a ese raquítico, jorobado de la civilización y le ponga polleras; pttf-'
el chiripá, que es lo que lucha con el frac, le sentaría mal aese

206
entecado no sabe m ontar u caballo; abato por s\is módulos;
saltimbanqui pot sus pasos m agnéticos; m ujer por tu voz, conejo
por el miedo; eunuco |xn sus aspiraciones políticas" (XV, 18Í).
Hay pocas pinchas de que /<i,v c/tvi l e v o Idem ampliamente
leída, hecho que ptobablem onlc contribuyó a la depiostón e im-
¡H'icueinquo sintió Naimicuto antes de que la discusión concluyera,
Cunto le escribió a Mitre cu una carta techada el iv de octubre de
1855; "Vivo solo. com o un presidiarlo al que guardan Alberdi y su
club; gimo Inqo su látigo. Son los poderosos de la tierra" (Hunkley,
510).
Después de dos intentos fallidos de volver a la Argentina c
intetveuir en la política de su nativa Sai» Juan, Sarmiento al fin
tvspondió a la invitación de M ine y tomó residencia en Hítenos
Altes a fines de 1855. A llí renovó am istad cotí los caudillos
|xntellos Valentín A lsina y M ine. A las dos sem anas de su regreso
fue nombrado asesor del gobernador provincial Pastor Obligado, y
al caito de un a tío era nom brado director de balneación de la
pmvincia. Dos sem anas después, M ine, que acababa de ser nom ­
brado ministro de G uerra, le pedía a Sarm iento que dirigiese el
diario 7 . 7 NacUmal, sucesordc Los Deba
insistiendo en que era "un provinciano en Buenos Ai tes y un
porteño en las provine ¡as", para entonces sus sim patías se inclinaban
claramente hacia B uenos A ires. M enos claras son sus razones para
no haber vuelto antes a Buenos Aíres; se ha sugerido que, pese a su
odio por Urquiz.a, Sarm iento en algún nivel tam bién cuestionaba la
legitimidad del gobierno porteflo. M ientras tanto, Albcrdi se volvía
embajador plenipotenciario del gobierno de Urquiza, prim ero ante
los listados U nidos y después en Europa. P or causa de los hechos
expuestos en capítulos posteriores, Alberdi no volvería a la Argentina
hasta 1878. Pese a este m isterioso exilio auloim puesto. la A rgentina
siguió siendo su pasión, y siguió desem peñando un papel im portan­
te en las letras argentinas hasta su m uerte.

207
C ap ítu lo 8

Bartolomé Mitre y
la galería de celebridades argentinas

El debate entre Sarmiento y Alberdi habría tenido poca importan­


cia si no hubiera tocado cuestiones vitales en las ficciones
orientadoras de la Argentina: ¿Cuál visión del pasado se volvería
la oficial? ¿Quiénes serían iconizados como héroes nacionales?
¿Qué relatos de valor y sacrificio serían conservados y embelle­
cidos para definir el alma argentina? ¿En qué términos se mencio­
naría a los gauchos y a las masas argentinas? ¿Qué papel en la
historia del país se asignaría a las provincias y a Buenos Aires? ¿Qué
se diría de los caudillos? En una palabra, ¿quién construiría el
panteón nacional?
La respuesta, como podía esperarse en este país dividido, es
que los historiadores argentinos dejaron panteones enfrentados,
uno liberal y porteño, el otro nacionalista y provincial. Para la
mayoría de los argentinos las historias porteñas liberales constituyen
la Historia Oficial, la versión del pasado que entró a los textos
escolares. El creador oficial de la historia oficial fue el archirrival
de Alberdi y Urquiza: Bartolomé Mitre. General, intelectual y
político, Mitre fue un incansable defensor del privilegio porteño,
que encaró la escritura de la historia como un campo de batallamás
donde Buenos Aires podía triunfar.

Nacido en 1821, Mitre era unos diez años menor que la


Generación del 37, con la que se lo asocia generalmente. Aunque
llegó a ser símbolo del espíritu porteño, pasó gran parte de su
infancia en la lejana Patagonia. Era un chico lector, y como se
pasaba el día entre libros desilusionó a su padre, quien esperaba

208
verlo transformado en un rico estanciero. Exiliado al Uruguay con
su familia en 1838, Mitre mostró aptitudes para el liderazgo militar,
y se batió sin éxito contra Rosas a las órdenes del caudillo uruguayo
Fructuoso Rivera en 1839. Un año después, Rivera hacía capitán al
joven Mitre, de diecinueve años; dos años después, ascendía a
comandante. Fue en esta época que Mitre publicó el primero de sus
muchos libros; un muy elogiado manual de artillería.
Para entonces Mitre ya se había relacionado con la comunidad
de exiliados argentinos en Montevideo, y había comenzado a
escribir para los periódicos unitarios. Mostrando la misma rigidez
de principios que metió en problemas a tantos unitarios, Mitre
terminó riñendo con el gobierno de Rivera, y, en abril de 1846, se
vio obligado a abandonar Uruguay. Primero en Bolivia y después en
Perú, siguió provocando i ras oficiales por sus criticas a los gobiernos
que lo albergaban (Jcffrey, Mitre Argentina, 50-54). A me­
diados de 1849, viajó a Chile, donde consiguió un empleo en el
diario antirrosista que editaba Alberdi, El Comercial de Valparaíso.
Albcrdi dejó registrada por escrito su esperanza de que este contacto
profesional “estrecharía más nuestra amistad nacida de en la sim­
patía y la identidad de causas y de ideas” (citado en Mayer, Alberdi
y su tiempo, 353). Más adelante, empero, cuando Alberdi decidió
vender el diario, Mitre encontró un benefactor chileno y se volvió
su nuevo director, maniobra que al parecer a Alberdi no le agradó
(Jeffrcy, 57). Con el diario como altavoz, Mitre criticó a Chile por
sus malos caminos, escuelas insuficientes y elecciones corruptas,
nada de lo cual le creó muchas simpatías entre sus anfitriones
chilenos. Como en el Uruguay, el Perú y Bolivia, las críticas de
Mitre, aunque a menudo justificadas, mostraban poca sensibilidad
a las susceptibilidades locales, y aun menos consciencia de su
propia vulnerabilidad como exiliado. Más de una vez le hicieron
notar que si la vida era tan mala en Chile, siempre le quedaba el
recurso de volverá la Argentina, que con Rosas a lacabezano podía
considerarse un modelo. Al producirse la rebelión de Urquiza,
Mitre regresó efectivamente a la Argentina, donde condujo un
pequeño contingente de hombres en la campaña contra Rosas. Pero,
igual que Sarmiento, se resintió porque Urquiza no le diera un papel
más central en la campaña.
Tras el triunfo de Urquiza y el establecimiento del gobierno de
la Confederación en Paraná, el papel de Mitre en el gobierno
secesionista porteño entre 1852y 1861 resultó crucial. La provincia
de Buenos Aires quedó dividida entre dos ideas opuestas. Los ]

209
autonom istas duros como Adolfo Alsina y sus seguidores pro.
ponían una separación definitiva del resto del país. En contraste,
ex m ilitar resista y devoto federal Hilario Lagos, encabezó una
rebelión pro Urquiza a fines de 1852, que m antuvo un sitio a Bue.
nos Aires durante siete meses. Lagos pidió refuerzos a Urquiz^
pero éste, que todavía esperaba llegar a un acuerdo negociado
con Buenos Aires, se negó a ayudarlo (Scobie, La lucha, 79-86).
De todos modos, Mitre no quiso reconocer las buenas intencio­
nes de Urquiza. Como le dijo a la legislatura provincial: “Aunque
[Urquiza] no abuse, siempre será un déspota” (citado en Scobie,
44).
Pero Mitre no agotó su tiem po en atacar a Urquiza. Pese a
su constante actividad m ilitar y política, encontró tiempo para
ampliar su colección de docum entos históricos, hacer investiga­
ción, y com enzar las biografías de héroes argentinos que consti­
tuyen su m ás duradera contribución a la patria. L a pasión de Mitre
por la historia se m anifestó p o r prim era v ez en u n artículo periodís­
tico publicado en M ontevideo el 14 d e ju n io de 1843, conmemo­
rando a Joaquín Felipe de V edia y P érez, abuelo del suegro de
M itre y héroe m ilitar de su época (M itre, O bras completas, XII,
365-373). Los papeles privados d e M itre tam b ién contienen cier­
tas notas que preparó en m arzo de 1841 so b re hechos y documen­
tos concernientes a D orrego, quizás u n trab ajo prelim inar para
una biografía que nunca escribió (OC, X II, 340-352). L a devoción
de M itre p o r el género biográfico se co n firm ó d o s años más tarde
en un artículo sobre el m ás esten tó reo d e lo s críticos de Rosas,
José R ivera Indarte. E sta pieza, com o m u ch a s d e las historias de
M itre, pasó p o r varias revisiones, y en c a d a v e rsió n se fue haciendo
m ás ex ten sa .1
Mitre lanzó sus proyectos más ambiciosos en el campo déla
historiografía entre los años 1853-1859; algunos de ellos no se
publicaron en su forma definitiva hasta la década de 1880. El
más significativo de éstos fue un extenso artículo sobre Manuel
Belgrano en una colección de biografías en un volumen, titulada

1 La primera apareció en el periódico montevideano E l N acional, diario


p o lítico , litera rio y c o m e rc ia l (12 de septiembre de 1845,1-4). Un folleto con el
mismo artículo, ahora ampliado, fue publicado por E l M e rc u rio en el mismo año
en Valparaíso, Chile. La tercera edición apareció, ampliada otra vez, como folleto
en Rueños Aires en 1853, y de allí está tomada la versión que figura en las Obras
C o m p leta s (O C , XI, 375-445).

210
Galería de celebridades argentinas, publicado en 1857. La ¡listo-
riadeBelgrano crecería a partir de ahí hasta convertí rsc en una obra
voluminosa,quesiguesiendo u n o d elo s puntales de la historiografía
argentina.
El libro que contiene la prim era versión de la Historia de
Bclgrano fue en sí mismo un hecho singular en la historia argentina.
Compilada por Mitre, con ayuda de Sarm iento, la Galería de ce-
/c6r/(fíJífcítfr£í7t/masesunacoleccióndcbiografías,sunluosamcnic
encuadernada y obviamente pensada para un vasto público. No
puede sorprender que la selección de hom bres a quienes se les
acuerda rango oficial en la Galería hayan servido todos a la causa
porteña y ninguno haya sido un caudillo. A lgunos tam bién cola­
boraron con Rosas, pero los detalles de esa colaboración son
cuidadosamente omitidos. La selección tam bién refleja una pre­
ocupación por encontrar hom bres ejem plares en diferentes v o ca­
ciones; tres generales, SanM artín, M anuel Bclgrano y JuanL avallc;
unmarino, Guillermo Brown; un sacerdote liberal, G regorio Funes;
dos políticos, Bemardino Rivadavia y su m inistro José M anuel
García; un escritor, Florencio Varela; y un filósofo político, M ariano
Moreno.2En la introducción M itre dirige un fugaz reconocim iento
a hombres de otra persuasión política, lam entando que tres próceros
no liberales, Dorrego, Saavedra y G üem es, caudillo que p o r coin­
cidencia era un héroe de la independencia dem asiado grande com o
para ignorarlo, no hubieran podido se r incluidos. Sobre lo s otros
caudillos, M itre es más explícito:

Pero tenemos otro género de celebridades, que aunque no


merezcan como los anteriores las bendiciones de la posteridad
agradecida, se presentarán a sus ojos con el resplandor siniestro
de aquella soberbia figura de M ilton, q u e pretendía a rra stra re n
su caída las estrellas del firm am ento. E stos hom bres verda­
deramente célebres bajo otros aspectos, ejercieron m ía grande

JLa biografía de Mariano Moreno en realidad es una reimpresión de la que


había escrito su hermano Manuel en 1812, de la que se habló en el capítulo 2. En
la cpoca en que se publicó la Galería, Manuel estaba cerca de la muerte; acababa
de regresarde Londres, donde había representado durante muchos años al gobierno
de Rosas. Hay entonces una cierta ironía en la inclusión del trabajo de Manuel en
la Galería', aunque era un devoto federal y leal a Rosas, su principal obra escrita
fue publicada en una colección de biografías específicamente planeada piara
justificar a los enemigos pxilíticos de Manuel Moreno.

211
influencia sobre los destinos de los pueblos del Río de la Piat
su vida está rodeada de incidentes m ás dramáticos, son \
representantes de las tendencias dom inadoras de la barbarie
sus acciones llevan el sello de la energía de los tiempo!
primitivos. Pueden servir de lección para los venideros... He
ahí otra serie de retratos históricos, retratos terribles y ceñudos
que inspiran horror, pero que sirven para realzar las hermosas
figuras de los que se han hecho célebres por sus servicios, sus
virtudes o sus trabajos intelectuales ( Galería , iii).

Pero aun excluyendo a los caudillos, el autor de la Galería


tendna problem as. ¿Cómo, por ejem plo, tratar con discreción temas
como la asociación con Rosas de hom bres com o García y Brown?
¿Cómo explicar la falta de popularidad de los héroes unitarios? ¿Y
cóm o explicar el asesinato de D orrego a m anos del héroe unitario
Lavallc, acto que constituye el pecado original unitario?
M itre enfrentó estas cuestiones sentando las premisas de loque
se volvería la historiografía oficial. La prim era de estas premisas es
un virtual rechazo a ver a la A rgentina com o otra cosa que el sueño
de varios grandes hom bres, todos porteños p o r nacimiento o in­
clinación. La Argentina aojos de M itre no existía antes de que Mayo
la hiciera existir p o ru n acto de voluntad, puesto que los hombres de
la A rgentina colonial “no se cuentan en el núm ero de los hijos de
nuestro suelo” ( aleríi).
G, En su estudio sobre José Rivera Indarte,
M itre afirm a que el prim er gran hom bre que hizo existir a la
A rgentina fue M ariano M oreno, a quien llam a

el M iguel Ángel de la R evolución de M ayo, que apoderándose


del hecho consum ado, com o de un m agnífico trozo demármol,
!e dio form a y vida, y presentó a los ojos atónitos del pueblo
una estatua en la que todos vieron concretadas sus aspiraciones
de independencia y libertad. F irm e en su propósito y fuerte por
los m edios, en pocos m eses de trabajo destruyó el antiguo
edificio colonial p o r m edio del pensam iento y la acción, y echó
los fundam entos de una sociedad n u ev a a la que dotó de
instituciones propias y de ideas esencialm ente democráticas...
Tales ejem plos no son com unes en n u estra historia, pero se han
repetido m ás de u n a vez, y ellos p o r sí solos han impregnado
con su perfum e todo el cam ino que hem os atravesado, y mucho
del que nos resta aun p o r recorrer. L as ideas que Moreno
sem bró ayudado p o ru ñ a ilustrada m inoría, han sido cultivadas

212
luego jior la com unidad, luchando siem pre contra el torrente
de la lincharle. Cuando lodos las creían extirpadas bajo las
mías de los caballos de los Atilas de la pam pa, han aparecido
tomines como Rlvndavla que las han vivificado con el soplo
recaudante de la civilización ( OXII,
, 380-3

lista notable reducción de M ayo a la obra c inspiración de un


lioml'iecsconlradicha despulís p o rel m ism o M itre. En la “ B iografía
de Manuel Belgrado", que apareció por prim era vez en la Galería
y después creció hasta ocupar varios volúm enes, las pruebas p re­
sentadas porel mismo Mitre m uestran que M ayo em ergió de una
compleja configuración de alianzas y rivalidades personales, cir­
cunstancias económ icas y m ovim ientos sociopolílicos que no son
lilelies de comprender. A unque era dem asiado buen h istoriador
pura descartar por entero esos factores, M itre de todos m odos
prefiere explicar el pasado usando teorías de “ grandes h o m b res” y
"minorías ilustradas". Escribiendo sobre M anuel B clgrano, d eclara
(|uc "el día que unos cuantos hom bres com prendieron [sus derechos
como hombres libres], estalló la revolución. P o ro so , la revolución,
que luedirigida por una m inoría ilustrada, fue recibida por la sm a sa s
como una ley que se cum plía, sin sacudim ientos y sin violencia. L os
sucesos de la invasión francesa, en España, aunque cooperaron ai
éxito, no hicieron en realidad sino acelerar esa revelación, d an d o a
los directores del pueblo, el secreto de la debilidad del o p reso r y la
plena conciencia de su propio poder" ( , XI, 7 4 ).3Para co n firm ar
este punto de vista, M itre suele alu d ir a la d istorsión red u ccio n ista
popularizada por Sarm iento, según la cual la p o lítica arg en tin a no
era m is que un com bate típico entre C ivilización y B arbarie, co n
Moreno, Rivadavia y la “m inoría ilustrada" porteña de un lado, y los
"Atilas de las pam pas" del otro. R ivadavia y la m in o ría ilu strad a,
incluyendo al propio M itre, no eran ni de cerca tan virtuosos co m o
lo pretende esta argum entación, ni los caudillos siem pre fueron tan
bárbaros, hechos que M itre seg u ram en te conocía. ¿C óm o p u ed e
entonces Mitre, cuya brillantez es innegable, re d u c iría n fácilm en te
Mayo y los guatxliancs de la civ ilizació n en S ud A m érica n o só lo a

1Las Obras a»ti/>h:tas dan el texto íntegro de varias versiones de lo que se


volvería la llisUria de befar ano. Cito de los Obras completas en razón de su mayor
accesibilidad, De acuerdo n los editores, la versión 1es idéntica a la "Biografía de
Iteljmimi" que apareció en la (¡atería (véase prefacio de los editores, OC, XI, 13-
M).
un m ovim iento único sino a u n o s pocos hombres iluminad
inspirados p o r un individuo?
Hay varias respuestas a e sta pregunta. L a m ás repetida y mj.
ingenua sostiene que M itre se lim ita b a a seguir las convenciones
históricas de su tiem po so b re lo s “ g ran d es hom bres”. Sea como
fuere, M itre m ism o p ro p o rcio n a u n a explicación mejor. En ia
introducción a la G alería de celebridades escribe: “La historia ar­
gentina ha sido fecunda en h o m b res n o ta b le s ... La gloria de esos
hom bres es la m ás ric a h eren cia del p ueblo argentino, y salvar del
olvido su vida y sus facciones, es rec o g er y u tilizar esa herencia,en
nuestro honor y en n u estro p ro v ech o . E n esas vidas encontrará la
generación actual m odelos d ig n o s d e im itarse. En los sucesos
m em orables que ellas recu erd an , en co n trará el historiador futuro,
tem as dignos de sus m ed itacio n es au ste ra s” ( , i-ii). De lo
que puede deducirse que M itre v e la h isto ria como un cuento
ejem plar, un m edio p ara d a r fo rm a al futuro. U sa deliberadamente
el pasado para crear u n a m ito lo g ía n a c io n a l, u n a ficción orientadora,
cuya función prim ordial es ju s tific a r la A rg en tin a que avizora.
Pero M itre no está p en san d o sólo en el futuro. Intereses del
presente, com o sus p ro p ias am b icio n es, su enem istad con Urquiza
y el gobierno de P aran á, y su apoyo a la h eg em o n ía porteña, forman
el contexto n ecesario p a ra e x p lic a r su elecció n de material y la
form a de p resentarlo en to d o s sus escrito s ju v en iles. E n resumen, su
trabajo com o h isto riad o r re flé ja lo s m ism o s intereses que lo llevaron
a la actividad p o lítica y m ilitar: e ra n m e d io s p o r los que trataba de
leg itim ar sus asp iracio n es co m o líd e r n a c io n a l y el dominio de
B uenos A ires sob re el in terio r. A l d e sc rib ir a M oreno, Belgranoy
S an M artín co m o las fu erzas b á sic a s e n la h isto ria argentina, Mitre
se ju stific a a sí m ism o y a su s a m b ic io n e s co m o pensador-escritor-
p o lítico -m ilitar q u e a sp ira b a e n su g e n e ra c ió n al papel que proyec­
taba so b re e sto s p re d e c e so re s c u id a d o sa m e n te elegidos. Ésta es
ex actam en te la c o n c lu sió n q u e sa c a Ju a n B a u tista Alberdi tras la
lectu ra de la HistoriadeBelgrano. E sc rib ie n d o d esd e París, Alberdi
sostiene q u e M itre tra ta d e re fo rm u la r la h isto ria argentina en el
m o ld e de u n ú n ico líd e r m ilita r , “ h a c e r u n íd o lo d e la gloria militar,
que es la p la g a d e n u e s tra s re p ú b lic a s ” . A lb e rd i afirm a además que
“este e rro r in te n c io n a l d e la h is to ria , c o m e tid o p o r cálculo frío y
egoísta de a m b ic ió n ” es a p e n a s o tro e je m p lo d e lo s intentos de Mitre
p o r ap o rtar g lo ria p a ra s í m is m o c o m o e l a c tu a l “ gran hombre” de
la m in o ría ilu stra d a p o rte ñ a (G randes y p eq u eñ o s hombres dd
Plata, 66-67).

214
Más pruebas del papel al que aspi raba Mitre pueden encontrarse
en su curiosa interpretación de los fracasos a breve plazo de la
Revolución de Mayo. Tal como cuenta la historia en la “Biografía
de Bclgrano" en G a le ría , las riflas entre diversas facciones de Mayo
fueron "lo que sucede siempre que no hay unidad de pensamiento,
o cuando un carácter enérgico no subordina todas las voluntades a
la suya" (O C , XI, 89-90). Como el fracaso político en la visión de
Mitre es un fracaso de personalidad, Mitre describe a Liniers, un
popular héroe de la Independencia, aliado de Saavedra, que fue
ejecutado por cargos forjados por elementos extremos de la Re­
volución de Mayo, como un hombre "cuyo carácter indeciso y
ligero aunque fogoso, aceptaba la popularidad sin imprimir a los
sucesos la dirección de una voluntad poderosa” (OC, XI, 77). ¿Y
qué dice esto sobre Mitre y el papel heroico que él buscaba para sí
mismo en la historia argentina? ¿También él trataba de “imponer a
los hechos el dominio de una voluntad poderosa" o ser “una per­
sonalidad poderosa” que pudiera “subordinar todas las voluntades
a la suya"? Estas animaciones solas darían qué pensar respecto del
papel que buscaba cumplir Mitre en la política argentina.
Así como el elogio que hace Mitre de grandes hombres
justifica a Mitre mismo, la exaltación que hace de una “minoría
ilustrada” como la fuerza detrás de Mayo justifica a otra minoría
ilustrada, cual es la de Mitre y sus partidarios porteños. De modo
similar, su ataque a los caudillos del pasado es un ataque velado a
Urquiza, cuyos honestos intentos de lograr un orden constitucional
(con el apoyo de todas las provincias salvo Buenos Aires) Mitre
tenía que dcsacrcdi lar para mantener en los porteños un sentimiento
de legitimidad. Como los hechos no estaban de su lado, Mitre
recurrió a la condena por medio de estereotipos: todos los caudillos
eran bárbaros; Urquiza era un caudillo como cualquier otro; en
consecuencia, el gobierno de Urquiza en Paraná representaba las
fuerzas de la barbarie y los porteños milristas eran los herederos
legítimos de Moreno y M ayo, la "minoría ilustrada” cuyo destino
era salvar el país.
Pero el elilism o patente de tal posición era peligroso en
términos políticos, sobre todo desde que los unitarios porteños eran
percibidos com o exclusivistas y desdeñosos de las masas. El de­
seo de Mitre de poner a una “minoría ilustrada” en el centro de Ma­
yo lo deja en posición incómoda ame otra ficción orientadora que
deseaba promover, cual es la de que Mayo (y por implicación los
poneflos milristas) reílejaban la voluntad popular. Para rcconci-
215
llar oslas dos perspectivas, M ine busca adjudicar a los dirigen^
porteños que adm ira una capacidad mística de percibir la volunJ
profunda del pueblo. En lu"B iograffadcl General Manuel Helgrano"
escribe:

Como todas las grandes revoluciones, que, a pesar de ser hijas


de un propósito deliberado, no reconocen autores, la revolu­
ción argentina, lejos de ser el resultado de una inspiración
personal, de la influencia de un círculo o de un momento de
sorpresa, fue el producto espontáneo de gérmenes fecundos
por largo tiem po elaborados, y la consecuencia inevitable de
la fucr/.a de las cosas. Una m inoría activa, inteligente y
previsora dirigía con mano invisible esta m archa decidida de
todo un pueblo hacia destinos desconocidos. Ella fucla primera
que tuvo la inteligencia clara del cam bio que se preparaba, la
que contribuyó a im prim irle una dirección fija y a darle formas
regulares el día en que la revolución se manifestó en todo su
esplendor, sin dejar por esto de representar un solo Ínstamelas
necesidades y las aspiraciones colectivas de la mayoría, que a
su vez le com unicaba su im pulso y le inoculaba su espíritu
varonil (0 C , XI, 102-103).

En este párrafo abundan las contradicciones. ¿Cómo es que las


revoluciones son hijas de un propósito deliberado aunque no
reconozcan autores? ¿C óm o es que una “ m inoría inteligente y
p rcv ¡so ra” dirigc un m ovim iento que es "la consecuencia inevitable
de la fuerza de las co sas" en general? ¿M itre está sugiriendo, en
clara contradicción con las teorías del G ran H om bre que utiliza ha-
bitualm entc, un h isto ricism o hegeliano o darw iniano en el que los
h o m b res se lim ita n a s c rv ira un m o v im ien to invisible de la historia?
¿O bien su intención, co m o sus ataques a los caudillos, tiene más
que v e r con su s am b icio n es p olíticas que con la historia?
La ex p lica ció n p o lítica es la m ás convincente: argumentando
que las m in o rías ilu strad as p u ed en reflejar una voluntad no explícita
del pueblo, M itre d e fie n d e a su p ro p ia m in o ría ilustrada contra las
acu sacio n es d e c litism o q u e sie m p re h ab ían llovido sobre los
liberales p o rteñ o s. P ara e x p lic a r có m o una m in o ría ilustrada tam­
bién es d em o c rá tic a, M itre recu rre a d o s ep istem o lo g ías muy usadas
aunque poco e stu d ia d a s: la v erd ad p o r afirm ació n y la verdad por
defin ició n . Lo q u e no p u e d e p ro b ar, lo afirm a; lo que no puede
dem ostrar, lo d e fin e .

216
Según Mitre, durante los tiempos conflictivos que llevaron al
pronunciamiento revolucionario del 25 de Mayo de 1810, “un
nuevo actor del drama revolucionario va a presentarse en la escena
política: el pueblo, el pueblo de la plaza pública, que no discute,
peroque marcha siempre en columna cerrada apoyando los grandes
movimientos, que decide de sus destinos" ( , XI, 115). Esto es,
aunque los registros históricos muestran que los héroes de Mitre, los
morenístas, se opusieron abiertamente a los intentos de Saavedra
por democratizar la Primera Junta, Mitre por afirmación nos ase­
gura que “el pueblo” fue un actor principal en el proceso revolu­
cionario. ¿Y cómo define al “pueblo”? N o se trata, según resulta, de
cualquiera. El pueblo “esperaba tranquilo el resultado de las deli­
beraciones de sus representantes legítim os, y confundido en las
masas compactas de los batallones nativos, esperaba la señal de sus
jefes para intcrvcnírcon las armas, si fuese necesario” (OC, XI, 115).
Esta frase reveladora distingue “el pueblo” de los “batallones
nativos” y sugiere de ahí que el pueblo que le importa a Mitre es “la
gente decente” antes que las masas en general. Esta distinción se
hace más clara en un pasaje posterior donde afirma que “de entre
aquella multitud vibrante de indignación... se vio surgir una nueva
entidad, activa, inteligente y audaz, que a la manera de las guerrillas
que aclaran la marcha de los ejércitos, era precursora del pueblo
próximo a moverse en masa” (OC, XI, 120). De este modo, no bien
ha afirmado Mitre que el pueblo participó en pleno en el proceso
revolucionario, vuelve a definir al “pueblo” com o una “minoría
ioteligcntc”quc refleja el prejuicio antipopulary porteño del mismo
Mitre. Para defender tales posiciones en términos democráticos,
postula un vínculo misterioso entre algunos de los líderes revolu­
cionarios y el pueblo, explicando de ese modo que aunque el pue­
blo nunca era consultado en forma visible, su voluntad se manifes­
taba de algún modo en las acciones de la minoría inteligente. Es
exactamente el m ism o argumento que usó Sarmiento para explicar
la autoridad de los caudillos. Por lo demás, tal argumento coloca a
Mitre roiundamcntccn la posición que estaba tratando de evitar: por
mucho que trata de hacer del “pueblo” el participante central de las
revoluciones, siempre vuelve a las teorías de los grandes hombres
y las minorías inteligentes.,, y por extensión a defensas veladas de
él mismo y sus partidarios porteños en su lucha contra el gobierno
nacional perfectamente legal de Urquiza, En resumen, Mitre incluye
a las masas sólo mediante la afirmación de que “el pueblo” (la gente
decente) reflejaba la voluntad de la masa. Que las masas también
217
quisieran a Rusas, xrcqxH'harnu do los libéralos do Huellos Altes v
«poyaran a vai ¡as generaciones do emídidos son demonios que vieja
totalmente tío latió.
¡ as demás Morradas ou la i son una colección tíoea<
lidad variable, seleccionada por razones qno ahora no son claras, IV
lodos nuxlus, os ev¡viento en general una política editorial tic
pmtección a Kvs Itéreos unitarios y oscurecí m loniit tío sus conexiones
federales y resistas, IVr ejemplo, la "Biografía tío Mariano More
no”, escrita y publicada jv r su hermano Manuel en 1812, os
reproducida,,, peto sin mencionar el hecho vio quo Manuel fue un
fotloral convcncitlo que había representado a Rosas en Inglaterra
durante dos décadas. De m odo similar, un breve artículo sobted
almirante Guillenno Brown no hace m ención alarma al hecho tío
que Bnnvn también fue partidario de Rosas, l,a jurídica editorial ik
proteger las tvputaciones unitarias es especialm ente evidente en el
tratamiento que reciben Rivadavia y Lavalle.
En la breve biografía de Manuel José García puede verse un
ejemplo del esfuerzo por preservar la reputación vio Rivadavia,
Escrita anónimamente por "Un Amigo de la Patria”, el artículo
parece ser obra del hijo de García, que se identi rica al comienzo sólo
como proveedor de los documentos, latea descripta así: "En esta
pequeña tarca [el hijo] ha pagado un escaso tributo al respeto y el
amor filial” (Go/crúi, Ido), Por supuesto, García era una figura
problemática, Como desafortunado emisario tamo de Rivadavia
como vie Donego en los años finales de la década de 1820 en las
tvgociaciotvs con Brasil y Gran Bretaña que llevaron a la inde*
pendencia del Uruguay, era acusado tanto por unitarios como por
resistas de lurK'rsc excedido en sus funciones y haber contribuido
a la pérdida vid Uruguay. En tren reivindicatorío, la biografía
prcvisiMemente justifica d papel de García por haber logrado Ama
pac honorable y enteramente satisfactoria [que] se celebró en 1828”
(157). En realidad, los dos tratados (el prim ero fue rechazado) re
dejaron satisfecho a casi nadie, y fueron una causal de peso cala
caída de Rivadavia v el asesinato de D orrcgo. Para hacer creíble su
dcícrtsa.el biógrafo anónimo tenía que m ostrar que el desafortunado
diplomático se limitaba a seguir ó rd en es... lo que presentaba el
problema de cómo culpar a Rivadav ia sin m encionarlo. El autor lo
consigue a lo largo de cinco páginas de circunloquios, que aluden
oscuramente a “el presidente” , “ el nuevo presidente” y "el ejecu­
tivo”, sin mencionar una sola vez a R ivadavia p o r su nombre (152-
Es casi como si el nombre “Rivadavia” fuera más sacrosanto
rcc el hombre mismo, y la crítica fuera admisible sólo mediante
eufemismos.
La '"Biografía de Bemardino Rivadavia” muestra un interés
semejante en evitar detalles desagradables. La inclusión del ar­
rufe mismo representó algo así com o un gesto diplomático de
parte de Mitre ya que su autor, Juan María Gutiérrez, era en ese
momento uno de los ministros de Urquiza. Pero, dejando de lado
las diferencias políticas entre Mitre y Gutiérrez, éste aceptó plena­
mente la necesidad de crear iconos inatacables. En consecuencia,
elogia la visión administrativa de Rivadavia y sus instituciones
culturales, pero se limita a los términos más crípticos para hablar de
las controversias que obligaron a Rivadavia a renunciar. Las fallas
administrativas de Rivadavia son descriptas en los siguientes tér­
minos: "A pesar de la dócil voluntad que se sentía en la población
para obedecer a un buen gobierno, existía una fuerza secreta que
denunciaba y deteníasu acción; fuerza formada principalmente por
las aspiraciones envidiosas apoyadas en hábitos rancios y en pre­
ocupaciones que una prensa sin doctrina social había incitado sin
corregir” (Galería, 29). Es difícil decidir qué quiere decir esto
exactamente. Parecería com o si Gutiérrez estuviera culpando de la
legendaria impopularidad de Rivadavia atina fuerza sin nombre que
pervertía a la prensa y desviaba a las masas. ¿De dónde viene la
timidez de Gutiérrez para atacar a los enem igos de Rivadavia y
discutir sus errores y puntos vulnerables? ¿Miedo de ofender a ex
resistas ahora bajo la enseña de Urquiza? ¿M iedo de desacreditar a
Rivadavia presentando argumentos contra él? ¿Miedo de que
cualquierdisousión realista de las fuerzas y debilidades deRivadavia
debilitaría su utilidad com o ficción orientadora para argentinos
futuros? Sea cual fuere la razón, el Rivadavia de Gutiérrez es una
media figura, un icono para la historia oficial que poco se parece al
voluntarioso unitario que dom inó la política argentina entre 1S21 y
IS27.
rSjxitü musixauo por luvviuuvja t.sj es uauaujiuparaut
con la maniobra que los editores de la Galería pusieron en escena
para proteger a Lavalle. Lavalle es una figura compleja. Patriota
sincero aunque impredecible, luchó con valor en las Guerras de 13
Independencia, ganándose el respeto de San Martín y Simón
Bolívar, quien una vez observó que “El comandante Lavalle es un
león a quien es preciso tener enjaulado, para soltarlo el día de la
batalla” (citado en alerí,209). Vástago de una aristocrática fa-
G
219
m ilia porteña, nacido en 1797, era un adolescente cuando empe^
acom batir a los españoles bajo las órdenes de San Martín, y no había
cum plido treinta años cuando cesaron las hostilidades entre Espa^
y la Argentina. La verdadera tragedia de la vida de Lavallc fue qUc
las Guerras de la Independencia term inaran tan pronto, dejándolo
con la vocación de militar y sin guerras en que emplearla. Combatió
para el gobierno unitario contra Brasil, pero no pudo aceptar el
tratado de paz que le dio su independencia al Uruguay. Sintiéndose
traicionado, lanzó un exitoso golpe de Estado contra el gobierno
legítim o de Manuel Dorrego, im poniendo un modelo de interven­
ción m ilitaren gobiernos civiles que sigue vivo. Para empeorarlas
cosas, ejecutó a Dorrego a fines de 1828, seguram ente apoyado por
unitarios que temían que alguien tan popular como el gobernador
destituido pudiera encabezar un contragolpe. Como si esto no fuera
suficiente para comprometer su reputación, su breve paso por la
política tras la muerte de Dorrego resultó tan desastroso que la
mayoría de los porteños vieron con alivio el ascenso al poder de
Rosas. Bajo presión de Rosas, Lavallc huyó al Uruguay en 1829, y
vivió en un desdichado exilio hasta 1839, cuando otros exiliados
unitarios lo convencieron de encabezar una fuerza de invasión
contra Rosas. La campaña pasó por dos años de desastres, que
culminaron con la muerte de Lavallc en septiem bre de 1841. Uno
de los más espeluznantes episodios en la historia argentina es el
transporte que hicieron los leales a Lavalle de sus restos desde Jujuy
hasta Bolivia, unos cuatrocientos kilóm etros de calor desértico,
para impedir que los enemigos profanaran su cadáver, que en el
viaje se descomponía aceleradam ente. Una vida marcada por tanto
heroísmo, aventura, coraje, violencia y error m erece una repre­
sentación equilibrada, y hasta un poco de sim patía.
No es lo que le dan los anónim os autores de la “ Biografía de
D. Juan Lavallc” en la Galería .Antes bien, su propósito es defender
a Lavallc a cualquier costo, aplastando el disenso con un exceso
retórico que no se veía desde Las ciento y una de Sarmiento. La
“Biografía de D. Juan Lavallc” puede ser la biografía más repre­
sentativa de la colección, ya que aparece com o resultado de un
genuino trabajo de equipo de varios autores, uno de los cuales suena
muy parecido a Sarmiento, no sólo en el estilo sino por su propensión
acitaraSarm icnto. Como Lavallc despertaba controversias inclusive
entre los unitarios, su biografía tam bién proporciona una buena
señal del esfuerzo que estaban dispuestos a h a c e rlo s constructores
del panteón por fundam entar la “ historia o ficial”.

220
La introducción da el tono de panegírico de todo el artículo. “El
general D. Juan Lavallc”, nos dicen los biógrafos anónimos, “en fin,
pasa a colocarse a la izquierda del general San iMartín”. Esta curiosa
abertura nos hace preguntamos quién ocuparáellugardcladcrccha:
¿el difunto Belgrano, quizás, o algún argentino más reciente, quizás
Mitro o Sarmiento? "Lavalle”, siguen los biógrafos, “perteneció a
aquellas legiones inmortales destinadas por la Providencia para
obrarla regeneración del mundo... Dotado de un valor sobrehumano
y de una inteligencia superior... hallaremos siempre a este obrero
del progreso, combatiendo por la libertad de la patria... El que desde
1828 hasta 1841, en que exhaló el último aliento, no cesó un día de
protestar con las armas contra la existencia sangrienta del verdugo
del Río de la Plata (Rosas)’’ ( alerí203-204).
G,
Para que el lector no piense que un ser tan elogiado necesita
más defensa, los biógrafos van de inmediato a los problemas
centrales de la vida de Lavallc: su golpe contra el gobierno electo
de Dorrego, su ejecución del depuesto gobernador y su execrable
actuación como presidente. En el manejo de estos problemas la
biografía de Lavalle nos da un buen ejemplo de la historia oficial
popularizada. Para defender las acciones ilegítimas de Lavalle, los
biógrafos deben antes afirmar que Dorrego y el federalismo eran tan
horrendos que Dorrego obtuvo exactamente lo que se merecía, que
las acciones de Lavallc quedaran enteramente justificadas. Este
imperativo los lleva a emprender la descripción de la política de
Buenos Aires haciacl findel período rivadaviano: “La situación era
particularmente difícil ya que algunas de las provincias del interior
tiranizadas por Ibarra, Bustos, López y Quiroga se negaban a
reconocer la autoridad del Gobierno General” (226). Dos proble­
mas debi litan esta afi miación: primero, las poblaciones provinciales
en su mayoría apoyaban a los caudillos y desconfiaban profunda­
mente de Buenos Aires; nada sugiere que las provincias, aun sin los
caudillos, hubieran reconocido al gobierno de Rivadavia. Segundo,
las provincias nunca habían aceptado a Buenos Aires como “ el
Gobierno General” y estaban menos dispuestas a hacerlo después
de que Rivadavia tratara de imponerles su constitución. En resumen,
la cuestión entre manos no era la obediencia sino la legitimidad de
los intentos de Rivadavia de controlarlas provincias. Los biógrafos
prosiguen lamentando que “en el seno mismo del Congreso una
oposición sistemática y violenta, encabezada por el coronel Dorrego,
no se paraba en medios, a trueque de que descendiera de la silla
presidencial D. Bemanlino Rivadavia" (226). Una vez más, los

221
hechos muestnmotra cosa, C\m razón o sin ella, la oposición l'cdcr
en el Congreso se Indignó por las maniobras cíe Rivadavia m?
federaliíarla ciudad puerto sin aprobación legislativa, y expresan!
su disenso en stts funciones legi timas de funcionarios electos. M,u
aun, no hay motivo pava suponer que los federales eran ntk
violentos que sus oixmentes unitarios. Un una palabra, la renuncia
de Rivadavia resulto de la insensibilidad política y la mala admi',
nistraeión, antes que de las presiones de “ una violenta oposición".
Los ataques u Dorrego empeoran. El regreso de Lavalle a
buenos Aires tras el tratado de paz de 1828 es descripto en los
siguientes términos:

A su llegada (después de la campaña contra Brasil en Uru-


guayl encontró a la capital en la m ayor agitación. F.l Prc$i.
dente de la República inhabilitado para continuar con éxito la
guerra, por la hostilidad que sufría de los opositores, encabes
/ados por el coronel Dorrego, et\ alianza estrecha con los
caudillos del interior, había enviado una misión a Río Janeiro
para negociar la paz, bajo la base de la indepcdencia de h
provincia oriental, y el enviado, traspasando las precisas
instntecionesque llevaba, había firmado un tratado ignominioso
para el país (231),

Este párrafo, otra vez, es más interpretativo que factual.


Primero, el autor considera las buenas relaciones de Dorrego con
los caudillos como una especie de traición antes que como un
paso hacia la consolidación, la clase de iniciativa que promovía
Albeidi en las Cornil qmllotanas. Segundo, los biógrafos limpian
a Rivadavia de toda culpa por el primer tratado. En realidad, se sabe
poco sobre la medida en que García se apartó de sus instrucciones,
en parte poique Rivadavia les decía cosas diferentes a personas
diferentes, como queda ampliamente dem ostrado en el relato que
hace H. $, R n t de las negociaciones (Eem, 17 ó -187). Está claro,sin
embargo, que no bien Rivadavia com prendió que el tratado frenado
por García enfurecía a la opinión pública, lo denunció y trató de
hacer recaer todas las culpas sobre su m inistro; que es lo que el
mismo hijo de García evita decir sobre R ivadavia en la biografiado
éste que vimos antes. Los biógrafos de L avalle tampoco mencionan
que el exitoso tratado de 1828, que hizo del Uruguay un Estado
independiente antes que una provincia brasileña o argentina, tam­
bién fue negociado por el mismo G arela, esa vez. bajo Dorrego, Pese
a este escamoteo de datos, Jos biógrafos logran su objetivo de
defender a Rivadavia al tiempo que sugieren que la respuesta
violenta de Lavalle contra Dorrcgo quedaba de algún modo justi­
ficada.
Tampoco se le concede a Dorrego un punto a favor por su
considerable popularidad. “El coronel Dorrcgo” , nos dicen, “esca­
laba el poder empujado por el brazo robusto del populacho, y se
contrajo sólo a financiar su poder estrechando sus relaciones con
los caudillos del interior, y excitando cada vez más el espíritu
salvaje de la plebe” (229-230). La referencia de esta frase es la
elección provincial que ganó Dorrego, por la que llegó a la G o­
bernación de la Provincia de Buenos Aires, y sus intentos de
construir puentes con los caudillos provinciales. Las elecciones
mismas habían implicado cierto riesgo. Nombrado originalmente
por el Congreso, Dorrcgo fácilmente podría haber seguido en el
poder sin buscar una ratificación electoral. Pero se sentía lo bastante
seguro de su popularidad como para llam ar a elecciones, que en
efecto ganó con facilidad. Para los biógrafos de Lavalle, en cambio,
ganar con el voto popular sólo significaba una alianza con la plebe,
epíteto que recuerda los prejuicios étnicos y clasistas ya vistos en
escritos de la Generación del 37 .4
Una vez dadas las premisas para la racionalización del gol­
pe contra Dorrcgo, los biógrafos de Lavalle ponen manos a la
obra. Su primera tarca es m ostrar que la maniobra de Lavalle no
violentó principios dem ocráticos en tanto gozó del apoyo del
“pueblo”. No puede sorprendem os que “el pueblo” resulte ser no
cualquiera sino “lo más selecto del pueblo de Buenos Aires [que]
en asamblea popular, se reunía en la iglesia de San Roque, y por
un acto en que firmaron más de 2.000 ciudadanos, se nombraba
al general Lavalle Gobernador Provisorio de la Provincia, encar­
gándole de la misión de anulare! poder de Rosas y Dorrcgo... [que]
no podían ser derrocados sino por los esfuerzos de la civilización
armada". Se nos inform a, además, que la asociación de Dorrcgo

4 Los enemigos de Dorrcgo, en especial los perdedores unitarios, inmedia­


tamente reclamaron diciendo que la elección se había ganado con fraude (Mayer,
Albereti y su tiempo, 62). Tomás de Iriarte, un observador contemporáneo por lo
general confiable, que critica a Dorrego en otros terrenos, no hace mención alguna
de fraude en su elección a la gobernación (Iriarte, IV, 80-90). Pero, más signifi­
cativo aun, Mitre en sus notas de 1841 sobre Dorrcgo también acepta los resultados
de las elecciones sin comentarios (Mitre, OC%XII, 331-352).

223
con los caudillos era condenatoria de por sí ya que estos lid ^
provinciales “no eran otra cosa que los representantes vivos de |}
barbarie... elevados al poder por la fuerza material de las masas
salvajes” ( alerí,233). Pero especialmente escalofriante es ij
G
conclusión: el derrocamiento armado de gobiernos electos es pcr.
misible, inclusive deseable, si se lo hace en nombre de la “civilización
armada”, argumento usado para justificar virtualmentc todos los
golpes en la historia argentina.
Habiendo declarado así que Dorrego se merecía todo loque
tuvo, y que los perpetradores del golpe sólo buscaban proteger h
civilización de “la masa bruta”, los anónimos autores encaran el
asunto más espinoso: el asesinato de Dorrego. En un comienzo
cauto, afirman que:

La ejecución del infortunado coronel Dorrego ha sido califi­


cada ya por los buenos de toda la nación como error que
nadie más que el general Lavalle lamentó después con todala
efusión de su alma elevada... Sin embargo, como en nuestra
calidad de biógrafos creemos que estamos en el deber de legar
a la posteridad todos los antecedentes de este suceso fatal para
que pueda formar juicio y fallar con conocimiento de causa
(234).

Esta declarada imparcialidad y devoción a las pruebas, no


obstante, se desvanece velozmente en una nube de retórica
apologética más al tono con el resto de la biografía:

Dejando a un lado que [Dorrego] era el desorganizador ex­


clusivo de toda la república, que por su causa el país, com­
prometido en una guerra nacional, había tenido que abdicar
sus glorias firmando una paz menos ventajosa de la que de­
bía esperarse después de cuatro victorias; que por escalar y
conservarse en el poder, había humillado al pueblo de su
nacimiento poniéndolo bajo la tutela de los caciques del
interior, ...las consideraciones que sin duda obraron mis
en el ánimo del general al tomar su errada resolución fue
que el coronel Dorrego había sido el primero que en nues­
tras luchas civiles daba el escándalo de echar mano de las
tribus salvajes del desierto para combatir con los cristianos
(234).

224
Los mismos autores desmienten mucho de lo anterior. Por
ejemplo, sus críticas a los caudillos, las “masas brutas”, y a los
federales en general, contradice la afirmación de que Dorrcgo
“era el exclusivo perturbador de toda la república”. Además,
la “paz menos que desventajosa” que le dio su independencia
al Uruguay era considerada en general como el único modo de
terminar las hostilidades con el Brasil, y por cierto era mejor
para la Argentina que los términos aceptados por García ori­
ginalmente bajo Rivadavia. Además, los contactos amistosos
de Dorrcgo con los caudillos mal podían considerarse una “tu­
tela”, y la idea de que Dorrego estaba agitando a los indios para
luchar contra los “cristianos” es puramente difamatoria. La biografía
sigue así:

Y siendo el coronel Dorrcgo el jefe natural del partido federal


de esa época, es decir, el caudillo de las masas desenfrenadas,
que de un extremo a otro de la República hacían estremecer a
los pueblos con su algazara salvaje [Lavalle] creyó que ha­
ciéndolo desaparecer, la sometería por medio de un tremendo
ejemplo. Ofuscado por el humo de un combate fratricida, con
el corazón lacerado por las desgracias del país... No recordó
que las ideas malas o buenas no se degüellan, y que la única
sangre que fecunda el árbol de la libertad es la que se derrama
en su tronco combatiendo por su causa en los campos de bata­
lla (234-235).

A continuación los biógrafos insertan una extensa cita de


Sarmiento (“El Señor Sarmiento dice así”) que incluye el siguiente
pasaje:

[Lavalle] no hacía más que realizar su voto, confesado y


proclamado de ciudadano... Lavalle, fusilando a Dorrcgo,
como se proponía fusilar a Bustos, López, Facundo y los
demás caudillos, respondía a las exigencias de su época y de
su partido... Lo que Lavalle hizo, fue dar con la espada un corte
al nudo gordiano en que había venido a enredarse toda la
sociabilidad argentina; dando una sangría, quiso evitar el
cáncer lento, la estagnación (235).

Aunque ya temible en su propio contexto, esta defensa de las


acciones de Lavalle lo es doblemente en tanto anticipa punto por
punto argumentos usados en todo golpe militar contra los gobiernos
argentinos establecidos: un líder corrupto cuya popularidad hace de
algún modo inoperables los controles y equilibrios del gobierno
institucional, masas ignorantes cuya voluntad debe ser ignorada por
su propio bien, un patriota militar que busca devolver el país a la
normalidad, y por último un llamado a la violencia, o “civilización
armada”, como única solución para una situación tan fuera de
control que sólo medidas extraordinarias pueden funcionar. Ade­
más, en la sugerencia de que los problemas pueden resolverse
mediante la eliminación de ciertas personas, los biógrafos de
Lavalle se alinean no sólo con el “Plan Revolucionario” de Maria­
no Moreno de medio siglo atrás, sino también con el más sangriento
gobierno militar en la historia argentina, la junta que gobernó de
1976 a 1983. De hecho, los biógrafos de Lavalle, quizá por pri­
mera vez en la historia argentina, describen dos veces el acto
criminal de Lavalle con el eufemismo “hacer desaparecer”, ahora
famoso en todo el mundo gracias a la guerra sucia que llevó a cabo
el reciente gobierno militar contra su propio pueblo. La defensa
de Lavalle también destaca un hecho desagradable de la historia
argentina: con frecuencia la gente más estentórea en el apoyo de
un gobierno institucional es la primera en apoyar un golpe cuando
su grupo no está en el poder. También es significativa la imagen
de un cáncer que necesita ser extirpado. Detrás de cada golpe, de­
trás de cada experimento económico, detrás de cada cambio
traumático de gobierno, está la imagen del doctor sabio que debe
realizar una cirugía radical que, si bien dolorosa, es necesaria para
la supervivencia del país. El uso repetido de estas imágenes en el
discurso político argentino indicaría una peculiar predisposición a
aceptar soluciones extremadas como algo necesario, e incluso
natural.
La ejecución de Dorrego por Lavalle es cubierta del mismo
modo discreto en la “Biografía de M anuel José García”: “El ejército
se retiró [del Uruguay] a fines de este año y sublevándose contraía
autoridad y ejecutándose al gobernador Dorrego, se engendró la
guerra civil en Buenos Aires y en las provincias” ( , 157).No
se hace mención alguna al hecho de que fue Lavalle, furioso por la
firma del tratado, quien lo inició todo; ni se sugiere que los unitarios,
ansiosos por librarse del popular D orrego, simpatizaban con todo lo
que hiciera Lavalle, si no es que lo im pulsaban a hacerlo. De hecho,
el uso conveniente del “se” im personal en la cláusula final desvíala
responsabilidad de cualquiera en particular, casi sugiriendo que

226
todo el asunto fue algo que pasó espontáneamente y sin autoriza­
ción.
La “historia oficial” de la tragedia de Lavalle y Dorrego que
podemos leer en la Galería es especialmente interesante cuando se
la compara con notas que escribió M itre sobre Dorrego en 1841,
quince años atrás. Tomadas antes de que las exigencias de justi­
ficar a una “minoría ilustrada” porteña colorearan su pensamien­
to, las notas de M itre presentan un cuadro muy distinto del caso
Dorrego. Antes que una “sistem ática y violenta oposición en el
seno mismo del Congreso”, Dorrego, en la primera versión de
Mitre, es “un espíritu vivo, penetrante, activo, elevado y subli­
me” que contrastó el mundo soñado de Rivadavia con “las llagas,
los deseos, las necesidades de la N ación” (Mitre, OC, XII, 342).
En la versión anterior, Dorrego es un pragmático, que cuestiona
constantemente la factibilidad de los grandiosos proyectos de
Rivadavia, haciendo preguntas incómodas sobre costos reales y
beneficios. Además, M itre reconoce en sus notas de 1841 que el
ascenso de Dorrego al poder después de la desafortunada asocia­
ción de Rivadavia con el prim er tratado de García con el Brasil fue
enteramente comprensible: “ Un tratado afrentoso, estipulado por
nuestro enviado en el Río Janeiro, un menoscabo de nuestra
dignidad y derechos, divorció el Gobierno con el pueblo; con él
cayó la facción [el gobierno de Rivadavia] que hasta entonces había
manejado las bridas del Estado” (OC, XII, 348). Una historia muy
diferente a la versión de la alerí,donde “El coronel
G
recurría a cualquier m edio imaginable para obligar a Bemardino
Rivadavia a abandonar el sillón presidencial”. El primer Mitre tiene
inclusive palabras amables para el gobierno de Dorrego: “La
marcha de Dorrego no está señalada por grandes mejoras, pero fue
prudente y generosa. La libertad de im prenta fue respetada, nadie
fue perseguido ni proscripto por sus anteriores opiniones, extendió
las fronteras al sur; la República se organizó de hecho bajo una forma
federal convencional y las provincias lo encargaron de todos los
negocios de paz y guerra y relaciones exteriores” . Mitre también
habla en buenos térm inos del tratado de Dorrego con Brasil, que
considera “sin duda el m om ento m ás m em orable de su gobierno”
(OC, XII, 349). Más notable todavía es la condena que hace Mitre
del golpe de Lavalle contra Dorrego: “El general Lavalle, no
tomando consejo sino de su im petuosidad, y considerando en
Dorrego al prom otor de la anarquía, en vez del prim er magistrado
de la República, determ inó llevarlo por su orden al patíbulo, arro-

227
jando así una mancha indeleble sobre las páginas de su vida"
XII, 3 5 1).5 l°C'
¿Qué había cambiado entre 1841, la fecha de estas notase
Mitre sobre la vida de Dorrego, y 1857, fecha en que el grupo de
Mitre publica la Galería, para explicar enfoques tan radicalmente
diferentes de la vida de Lavalle? La única diferencia real era ia
situación política de Mitre. Las notas fueron escritas en el Uruguay
antes de que las ambiciones políticas de Mitre se definieran; en
1841, desde el exilio, era posible ver a Dorrego con relativa
imparcialidad. Mitre y los autores de la Galería, en cambio, nece­
sitaban justificarse como “minoría ilustrada” haciendo resistencia
a la barbarie que para entonces había sido identificada con el
federalismo en general y el gobierno federal de Urquiza en particu­
lar. Y así como la “civilización armada” encamada en Lavalle había
luchado contra la “barbarie” de Dorrego, la civilización armada
encamada en los mitristas porteños debía prepararse una vez más
para subyugar a la “barbarie” de los urquicistas. Cada versión dela
historia de Dorrego toma sentido así sobre el trasfondo político de
los años 1841 y 1857.

Aunque la Galería puede ser el ejemplo más claro de los


presupuestos de la historiografía de Mitre, como historia es una
obra menor, sobre todo cuando se la compara con las dos monu­
mentales biografías que Mitre terminó en la década de 1880. La
primera de éstas fue un estudio en dos volúmenes titulado Historia
de Belgrano y de la Independencia Argentina, publicada en 1859,
versión muy expandida del artículo de la Galería, y conocida como
“segunda edición”. La Historia de Belgrano es importante por
muchas razones. Aunque tuvo que pasar por cuatro ediciones (la
última publicada en 1887) cada una con extensa reescritura y
aumento antes de alcanzar su forma definitiva, la Historia es un
clásico de la historiografía argentina. Como ha observado Rómulo
D. Carbia, el mejor historiador de historiadores en la Argentina,
“Mitre reunió y estudió los libros que se habían ocupado de historia5

5 También incluidos entre los papeles de Mitre había notas que tituló
“Consejos y apuntes para escribir la biografía del general Lavalle” fechadas el30
de agosto de 1857, poco antes de la publicación de la Galería. Dedicadas ensu
mayor parte a las experiencias militares de Lavalle durante las Guerras de 1*
Independencia, esas notas no dicen casi nada sobre el golpe y la ejecución de
Dorrego. (Véase Mitre, OCt XII, 353-364.)

228
americana, los sometió a la prueba crítica, los clasificó según lo que
ella dejó como precipitado y trató de poner, frente a lo impreso, los
resultados de su pesquisa personal en las fuentes inéditas" (Catbia,
Historia c r ític a J e la h is to r io g r a f ía a r g e n tin a , 100-107), fui re­
sumen, y pese a susambiciones políticas, Mitre trajo a la historiografía
argentina un laudable interés por las pruebas y la documentación,
fn realidad, la cuarta y definitiva edición de la obra, publicada en
tres volúmenes en 1887. es un tesoro de extensas citas de documentos
que Mitre coleccionó durante cincuenta artos de trabajo en archivos.
Igualmente admirada es su H is to r ia J e S a n M a r tín y J e la E m a n ­
cipación S itJ a m c r ic a n a , en tres volúmenes, publicada entre 1887 y
1890.
Pese al impresionante aparato bibliográfico en que se apoya su
obra, sin embargo, la H is to r ia J e Bde Mitre p
largapolémicasobrcsupremisabásica:queunahistoriadcBelgrano,
un gran hombre, y la minoría ilustrada de Buenos Aires, pudiera ser
presentada como una historia de la independencia argentina. Con­
temporáneos de Mitre como Dalmacio Véle/. Sarsficld y Vicente
Fidel López mantuvieron este debate con Mitre durante casi tres
décadas. En realidad, sus críticas a Mitre posiblemente llevaron a
éste a una fundamcntación mucho más sistemática en los documentos.
En razón de esta mayor profundidad bibliográfica, cada edición
sucesiva de la H is to r ia la mejora.
La primera escaramuza en el debate comenzó en una serie de
artículos publicados por Dalmacio Vélcz Sarsficld en el periódico
El N a c io n a l en 1864. Al llamar a la H is to r ia J e B e lg r a n o de Mitre
"un juicio injurioso y calumniante a los pueblos del interior", Vélcz
Sarsficld busca mostrar que las masas y sus caudillos jugaron un
papel importante en el movimiento de la independencia, desligados
del liderazgo porterto representado por Belgrano y San Martín
(Vélcz Sarsficld, "El General Belgrano", en Mitre, E s tu d io s h is ­
tóricos, 218). El punto central de la argumentación de Vélcz
Sarsficld es Martín Gílcmcs, un contemporáneo de José Artigas,
que luchó junto a San Martín y Belgrano al frente de un ejército de
gauchos que más de una vez resultó decisivo en el rechazo a las
trepas realistas.
Pero Gücmes no siempre cooperó tan amistosamente con los
porteños. T ras lasGuerrasde Independencia, Gücmes, como Artigas,
resistió los intentos porteños de poner a Salla bajo control de
Buenos Aires. También como Artigas, apoyó políticas sorpren­
dentemente progresistas para su época. Como gobernador de la

229
provincia inició un sistema de impuestos progresivo y medidas de
reforma agraria que lo pusieron en malos términos con las ricas
familias salteñas, una de las cuales era la suya propia. Además
como Hidalgo, Güemes contribuyó a cam biar el sentido de la
palabra “gaucho”, de delincuente a patriotanativo. Los historiadores
modernos en general están de acuerdo en que Güemes logró un buen
equilibrio entre la lealtad a la nación y la defensa de la provincia;
también es muy elogiado actualmente por trascender sus propias
raíces de clase para conducir un movim iento popular y progresista.6
A ojos de Mitre, en cambio, la popularidad entre las clases
bajas y la oposición a Buenos Aires eran pecados imperdonables.
Incapaz de desmentir la contribución de Güemes a la lucha por la
independencia, Mitre concede que “como caudillo fue grande en la
lucha por la causa común”, pero afirma que “ como caudillo fue
funesto contribuyendo con su ejemplo a la desorganización política
y social” (Mitre, Estudios históricos, 69). M itre insiste además, con
vituperio ya estereotipado, en que Güemes fue un “caudillo desti­
nado a adquirir una gloriosa a la vez que siniestra celebridad...
Aunque educado y perteneciente a una notable familia de Salta,
manifestó siempre una tendencia a halagar las pasiones de las
multitudes para conquistarse su afecto y dividirlas de las clases
cultas de la sociedad” ( Historia de (1859), II, 202-203).
Como en otros ejemplos de estilo oficialista, lo que significa esto es
que Güemes buscaba la inclusión de las clases populares, y rechazaba
las aspiraciones de la minoría ilustrada de Buenos Aires al poder
exclusivo sobre las provincias.
Los ataques de Mitre a Güemes no quedaron sin respuesta. “El
hecho es”, escribe Vélez Sarsfield, “que el caudillo Güemes, ese
hombre a quien se culpa de haber procurado siempre atraerse las
masas, se sirvió de esas masas para salvar su país y salvar la
Revolución de M ayo” (“El General B elgrano” , 227-228). Vélez
Sarsfield critica en particular la actitud desdeñosa de Mitre hacíalas
masas:

La historia de los pueblos no puede separarse de la historia de


los grandes hom bres que los han dirigido; pero tampoco la

*La torpe defensa que hace Vélez Sarsfield de Güemes fue en realidadd
primero de varios intentos de redimirlo de la degradación que cubría a todos los
caudillos por igual en la historia oficial. L& H istoria de G üem es de Afilio Cornejo
en gran medida resume la opinión moderna.

230
historia de éstos puede prescindir del teatro de sus acciones.
Nuestros historiadores toman individualidades, exageran sus
condiciones, no sabemos el medio en que han vivido, el
tamaño y el valor de los pueblos en que han obrado, los brazos
secundarios que los han auxiliado; no conocemos ni las cos­
tumbres, ni las opiniones de las masas, ni sabemos los nombres
de los primeros personajes que influían en ellas (233).

Vélez Sarsfield sostiene luego que la insistencia de Mitre en la


prueba documental, antes que una virtud, es lo que condena sus
historias a la parcialidad, ya que los documentos reflejan en su
mayor parte los intereses de las clases altas. Afirma que, como las
masas y sus líderes populares dejan pocos rastros escritos, su
historia exige métodos que incluyan la leyenda, la tradición oral y
los testimonios. “El defecto de la Historia ”, concluye
Vélez Sarsfield, “es estar sacada de los documentos oficiales... en
los que nunca aparece la verdad histórica” (233). En resumen, Vélez
Sarsfield buscaba inclusión para las masas y sus caudillos en la
historia, así como Artigas, Hidalgo y Alberdi habían querido
incluirlos en la sociedad.
En su respuesta, Mitre descarta las críticas de Vélez Sarsfield
como “reminiscencias vagas e incompletas... desnudas de todo
comprobante” ( Estudioshistóricos, 6). Siempre en su posición d
árbitro exigente, Mitre insiste en que Güemes debe ser juzgado de
acuerdo a las pruebas documentales “con la imparcialidad severa
ante el tribunal de la historia para lección de todos” (64). Si bien la
amplia documentación de M itre da esa impresión de “severa im­
parcialidad”, una mirada más atenta revela una cuidadosa selección
de pruebas que desmiente todo reclamo de objetividad. Por ejem­
plo, para documentar que Güemes fue un caudillo tan malo como
cualquier otro, M itre cita sin ningún recaudo crítico las Memorias
del General José M aría Paz, prominente general unitario y defensor
del privilegio porteño, cuyos sentimientos hacia los caudillos eran
una negativa tan ciega como la de Mitre. Citando los escritos dé Paz
como pruebas testim oniales, M itre puede desdeñar a Güemes como
“un orador gangoso, cóm ico en sus lujosos vestidos que imitaban
los trajes del pueblo; dem agogo excitando a los pobres a la rebelión
contra la clase m ás culta de la sociedad... y caudillo idolatrado por
los gauchos” (67). Las M emorias de Paz son de hecho una fuente
principal que usa M itre contra Güemes. Mitre nunca cuestiona las
intenciones y confiabilidad de Paz ya que necesita “documentación”

231
para fundamentar el mito de los caudillos bárbaros y sus hordas
salvajes. Esta visión de los caudillos lambiéndio apoyo alanegaüva
de Mitre a negociar de buena fe con el “caudillo” Urquiza, y quedó
subyacente en su visión de su propio papel en la historia argentina:
líder de una minoría ilustrada llamada a resistir la “barbarie”. Fue
precisamente el uso selectivo que hizo Mitre de las pruebas lo que
llevó a Albcrdi a acusarlo de que la Historia de Belgrano es “la
leyenda documentada, la fábula revestida de certificados, que son
para ver, pero no para leer de otro modo que los lee la vanidad del
país, esto es, con los ojos cerrados” (Albcrdi, Grandes y pequeños
hombres, 16).7

Una ironía: el lugar de Mitre en la historia argentina nunca


ha sido investigado tan meticulosamente como él estudió a Belgra­
no, San Martín y el período de la Independencia. De todas las fi­
guras prominentes del siglo x ix argentino (Moreno, Rivadavia,
Rosas, Albcrdi, Sarmiento, Urquiza) sólo Mitre ha escapado al
escrutinio de una rigurosa biografía crítica. Quizá los historiadores
lo tratan caballerosamente por reconocer en él a un colega que
contribuyó enormemente a la historiografía argentina. Sean cuales
fueren los prejuicios de Mitre, los estudiosos actuales siguen en­
contrando útiles sus monumentales biografías de Belgrano y San
Martín. Además, ninguna biblioteca de documentos originales de
la Argentina colonial y del siglo x ix supera la que formó el propio
Mitre.
Otro motivo, quizá, para la escasez de estudios críticos sobre
Mitre es la complejidad del tema. Mitre, como Sarmiento, desafía
toda clasificación. Al ser una paradójica combinación de brillo

1El debale entre Mitrc y sus críticos entró en una segunda rondaenla década
de 1880, período que escapa al alcance de este libro. Vicente Fidel López, unautor
tan prolífico como Mitre y mucho más influido por historiadores como Thienyy
Macaulay, reiteró lacrítica de Vélez Sarsficld a Mitre, en el sentido de que el interés
de éste por la documentación lo enceguecía a los problemas más amplios. Mitre
contraatacó calificando de “impresionista" la Historia de López. El debate entre
López y Mitre ha sido analizado en extenso en Carbia, Historia, 148-172; Ricardo
R. Caillet Bois también analiza el debate en su artículo “La historiografía", como
hace Joseph R. Barager en “The Historiography of the Rio de la Plata Area Sin«
1830" (596-598). Además, como lo indican obras relativamente recientescomolas
muy entretenidas y no muy confiables de Arturo Jauretchc, Los profetas del
y El medio pelo en la sociedad argentina, el papel de Mitre en la historia argentini
sigue inspirando discusión.

232
intelectual, heroísmo, elocuencia, ambición, oportunismo e intriga,
Mitre admite que se lo vea desde muchos ángulos y combinación de
ángulos. Ninguno de sus contemporáneos tuvo sus dotes combina­
dos de escritor, historiador, político, administrador, orador y líder
militar. Es cierto que Sarmiento fue mejor escritor, Albcrdi un
pensador más lúcido, Urquiza un patriota más entregado, López un
historiador más legible, y casi cualquiera pudo superarlo como
novelista y traductor. Pero nadie tuvo todos esos talentos juntos; ni
tampoco nadie acomodó sus talentos en un vehículo más perfecto
de autopromoción que el que mantuvo a Mitre en la mi ra del público
desde 1852 hasta su muerte en 1906.
Pero Mitre es mucho m ás que un producto de la ambición
personal y las relaciones públicas. Una vez que Urquiza dejó de ser
un obstáculo y Mitre llegó a presidente, se ocupó de organizar el
país, fundar escuelas y universidades, redactar códigos y leyes,
crear un moderno sistema bancario y monetario, marcar políticas de
inmigración y construir puertos, líneas telegráficas y ferrocarriles.
En todas estas actividades se mostró un funcionario imaginativo e
incansable, tanto que sin M itre la Argentina moderna podría no
existir. Pero hubo otro M itre: un hombre cuyas ambiciones una
otra vez intemimpieronel desarrollo nacional y siguen distorsionando
la comprensión del pasado argentino. Cuando las ambiciones
personales de Mitre coincidieron con el bien de su país, fue un
servidor público imaginativo y celoso; cuando no, fue una peligrosa
fuente de perturbación y distorsión histórica.
Separar las ambiciones de Mitre de su patriotismo es espe­
cialmente difícil por su ubicua retórica liberal. Sean cuales fueren
sus acciones y motivos, siem pre lo dijo bien. Sus escritos nos ha­
blan en presente y están cargados con el denso perfume de la
elocuencia liberal, mientras que sus acciones siguen en el pasado,
esperando ser iluminadas por historiadores laboriosos. Con elo­
cuencia liberal atacó los planes de Urquiza de unificar el país bajo
un gobierno igualmente representativo de Buenos Aires y las pro­
vincias; con elocuencia liberal llamó a su periódico ,
aunque siempre reflejó un solo punto de vista; con elocuencia libe­
ral llamó a su siguiente periódico La Nación, nombre que disfraza
su inflexible prejuicio porteñista; con elocuencia liberal condujo a
la Argentina al borde de una desastrosa guerra civil que fue evitada
sólo porque Urquiza se negó a combatir, con elocuencia liberal
colaboró en una vergonzosa guerra contra el Paraguay; y con
elocuencia liberal en 1874 intentó un golpe contra un presidente

233
constitucional cuya mayor ofensa había sido derrotarlo en su
segunda postulación a la presidencia, Si M ine hoy es míls recor­
dado como un estadista, entdito, líder político e historiador liberal,
es en parte poique sus palabras siguen defendiéndolo y promo­
viéndolo.
Y si sus palabras flaquean, sus descendientes se apresuran a
salir en su ayuda. La familia Mitre es dueña y editora de luí Nación,
el diario más poderoso del país, que a su vez ejerce una influencia
tácita sobre la vida intelectual argentina m ediante el simple expe­
diente de controlar quién y qué se publica o reseña en sus páginas.
En realidad, con la colaboración de sus descendientes, Mitre se
mantiene casi tan intocable en la muerte com o lo fue en vida. Dada
la complejidad del hombre y los giros laberínticos de la vida
intelectual argentina contemporánea, los escritos de Mitre siguen
siendo la m ejor ventana para ver que, pese a sus grandes palabras
sobre democracia y su notable cont ribución a la historia, nunca deja
de ser el defensor de los grandes hombres y las minorías ilustradas:
vale decir, él mismo y los que están de acuerdo con él.
Capítulo 9

Raíces del nacionalismo argentino,


Parte I

Desde los orígenes de la República Argentina, dos corrientes


amplias dominaron las ficciones orientadoras del país. La primera,
que hemos estudiado en detalle, es la postura liberal, elitista,
centrada en Buenos Aires y en las clases altas cultas que promueven
el éxito mediante la imitación de Europa y los Estados Unidos al
tiempo que denigran la herencia española, las tradiciones populares
y las masas mestizas. Liberales lúcidos y prolíficos, de Moreno a los
nvadavianos, Sarmiento y M itre, promovieron sus ideologías de
exclusión a la vez que estereotipaban a sus enemigos como bárba­
ros, enemigos del progreso, y racialmcnte inferiores. (A esta altura
debería ser obvio que el uso de las palabras “liberal” y “liberalismo”
en la Argentina es muy distinto al que se le da en Estados Unidos y
I Europa occidental.) La otra corriente de pensamiento, que expone­
mos ahora, es una tendencia (o más de una) ideológicamente
confusa, mal definida, a m enudo contradictoria, que en ocasiones
fue populista (en caudillos como Artigas y Güemes), reaccionaria
(en el clero conservador y en Rosas), nativista (en la gauchesca de
Bartolomé Hidalgo), o genuinam ente federalista y progresista (en
Urquiza y el último Albcrdi). Esta oposición al elitismo liberal no
está unircada en una sola idea. De hecho, algunos de sus elementos,
tales como la dem ocracia radicalizada de Artigas e Hidalgo, frente
al patcmalismo aristocrático de Rosas, son profundamente contra­
dictorios. De todos m odos, esta indefinida, variable c inconsistente
oposición al liberalismo argentino ha tomado a través de los años
una forma visible aunque no siem pre fácil de definir, a la que por
falta de m ejor nom bre llam aré nacionalismo

235
Dos consideraciones promueven la elección de ese nombre,
Primero, muchos de los autores estudiados en este capítulo so
llamaron a sf mismos “nacionalistas”, y al federalismo “causa
nacionalista”. Por ejemplo Olegario Andrade, en Las dos polín,
cas, importante panfleto publicado probablemente en 1866, es­
tudiado en detalle más adelante en este capítulo, divide a los par­
tidos políticos argentinos en dos grupos: “ Federales y unitarios,.,
nacionalistas y liberales” (54). Segundo, el nombre toma sentido
a la luz de lo que se volvió el antiliberalismo en este siglo. Como
el Kafka de Borges, que crea sus propios precursores, el naciona­
lismo argentino contem poráneo en cierto sentido creó su propia
genealogía.
Lo que m ás les falló a los oponentes del liberalismo porteño
durante los primeros cincuenta años de existencia del país, fueron
buenos defensores públicos de su punto de vista. A diferencia de
Echeverría, Sarmiento y M itre, los escritores antilibcralcs trabajaron
en relativo aislamiento, sirvieron causas políticas efímeras y no
dejaron una progenie intelectual que m antuviera su obra a la vista
del público. Salvo las denuncias poóticas al privilegio de la clase
alta y la injusticia com etida con el gaucho, por Bartolomé Hidalgo,
los autores populistas antes de U rquiza se hundieron en el olvido,
Hasta las proclam as de Artigas tuvieron que esperar su resurrección
a m anos de historiadores uruguayos ansiosos por establecer una
identidad nacional propia. Igualm ente olvidado estuvo el padre
Francisco de Paula Castañeda, que lanzó una cam paña vigorosa, a
m enudo difam atoria, contra R ivadavia, y después se alineó con
Estanislao López, caudillo de Entre Ríos, contra los liberales
porteños. Otro “nacionalista” olvidado es Pedro de Angelis, un
literato italiano im portado por R ivadavia, que se transformó en el
intelectual “con cam a adentro” de R osas; aunque fue un adulón
servil de quienquiera estuviese en el poder, de Angelis dejó una
notable (aunque probablem ente insincera) defensa de la dictadura
de R osas, convincentes refutaciones de los argum entos unitarios
contra R osas, y un adm irable cuerpo de escritos serios sobre la
cultura, el lenguaje y la geografía argentinos. A un así, dado que
escritores com o C astañeda y de A ngelis eran fáciles de desacreditar
p o r su alianza con causas políticas ingratas o sin éxito, fueron en
gran m edida olvidados y cau saro n poco efecto sobre las ficciones
orientadoras oficiales del país.
Con la lleg ad a al p o d er d e U rquiza, y el establecimiento de un
gobierno nacional en P araná, los intelectuales antiporteños por

236
primera vez encontraron un líder político con el que pudieran
simpatizar, y un gobierno a cuyo alrededor pudo formarse una
escuela genuina de sentimiento nacionalista. Gracias a la Confe­
deración, escritores como Juan Bautista Alberdi (ya alejado de
Sarmiento y Mitre), Carlos Guido y Spano, Olegario V. Andrade y
José Hernández se unieron en la causa común contra el dominio
porteño. Pero, como suele suceder en las letras argentinas, también
los pensadores de la Confederación fueron más hábiles en explicar
el fracaso que en programar el éxito. Como resultado, los ejemplos
más significativos de pensam iento nacionalista, populista y
provincialista no aparecen durante el gobierno de Urquiza sino
después de su derrota en 1861, cuando los mitristas y Buenos Aires
habían vuelto a dominar el país.
Este capítulo y el que sigue examinan'el pensamiento nacio_^
nalista argentino tal como se manifiesta entre 1857~}TT 8 8 fi en
téjjnnos^de^ííiicoHmpulsos-principalcs, El primero es una rccsX
tructuración de la historia que define a la Argentina como una
nación dividida no por ideologías políticas sino por realidades
económicas, y como contendientes principales el interior contra
Buenos Aires, los pobres contra la “oligarquía” (térm ino
dcsaprobatorio referido a los ricos porteños, que se empieza a usar
durante este período). El segundo es una vindicación de los caudillos'
como auténticos dirigentes populares cuyo supuesto barbarismo era
el único recurso disponible a las provincias en su lucha contra
Buenos Aires; esta vindicación de los caudillos está íntimamente
ligada a la reestructuración de la historia, y formaría la base del
revisionismo histórico que divide la historiografía argentina aun
hoy (véase Baragcr, “Historiography”; Frocber, "Rosas and the
revisión of Argentino History”; Navarro Gcrassi, Los nacionalis­
tas, 131 - 145). El tercero es una expresión de solidaridad ideológica^
con otros países latinoamericanos, actitud notoriamente ausente
entre la mayoría de los liberales argentinos. El cuarto es una
rcivindicacióndelahercnciacspañola, latina, en la que la fascinación
del liberalismo con Francia, Inglaterra y Norteamérica como mo­
delos es vista como algo “antiargentino”. Y el quinto es una
glorificación del hombre de campo pobre, de la que el gaucho, antes
que como un descastado bárbaro, emerge como un prototipo de
auténticos valores argentinos y una víctima de la egoísta ambición
de la oligarquía. En menor grado, la crítica a las guerras con el indio,
en especial en la obra de Lucio V. Mansilta, también vindica a otro
gmpo marginal: los indios argentinos, aunque el indio nunca
S
237
adquirió el m ism o valor simbólico que el gaucho en el peasamiento
populista. Algunas de estas corriente, por supuesto, fueron aniicj.
padas por los primeros populistas, Artigas e Hidalgo, como vimos
en el Capítulo 3. Sin embargo, es durante las décadas de 1860 y 187o
que el pensamiento nacionalista florece por entero. Aquí, como en
capítulos anteriores, los desarrollos intelectuales son examinados
junto a los hechos sociopolíticos que los inspiraron.

A mediados de la década de 1850, los éxitos de Urquiza


hicieron parecer que el prim er verdadero gobierno nacional de la
Argentina podría imponerse. A ureolado por su triunfo sobre Rosas,
Urquiza unificó todas las provincias salvo Buenos Aires bajo un
gobierno constitucional, con capital en Paraná, que fue conocido
como la Confederación. La constitución de Urquiza siguió el
modelo expuesto por Alberdi en las Bases, que promovía un eje­
cutivo libremente elegido pero fuerte, y un congreso representativo.
Elegido en 1854 como prim er presidente de la Confederación,
Urquiza implementó un sistem a auténticam ente federal de igualdad
de derechos políticos, económ icos y com erciales entre todas las
provincias argentinas, para el horrorizado escándalo de Buenos
Aires. Tam bién hizo la paz con los vecinos Brasil, Uruguay y
Paraguay, resolviendo diferencias que habían estado latentes desde
la Independencia. Adem ás, lanzó am biciosos programas para me­
jo rar los transportes y la educación. En el frente diplomático, firmó
el Tratado de Libre N avegación con Gran Bretaña, que permitía a
los com erciantes ingleses buscar otros puertos que no fueran el de
Buenos Aires, y acordó renovar los pagos por el préstamo de 1824,
que Rosas había interrum pido (Fem s, 291-292; Scobie, La lucha,
166-170). Sus buenas relaciones con gobiernos extranjeros fueron
facilitadas por el brillo diplom ático de Juan Bautista Alberdi, quien
obtuvo para Paraná el reconocim iento de los Estados Unidos,
Inglaterra y Francia.
Las relaciones con el gobierno de Buenos Aires, en cambio,
siguieron tensas. Se firm aron varios acuerdos cautos, pero ninguno
de ellos significó m ucho, so b reto d o porque Buenos Aires se negaba
a acordar sobre nada sustancial. La Constitución de Buenos Aires
de 1854 deja bien en claro la postura portería frente a las provincias:
“B uenos A ires es un estado con el libre ejercicio de su soberanía
interior y exterior, m ientras no la delegue expresamente en un
gobierno f e d e r a r (citado en Scobic, La lucha, 127).
No puede so rp ren d er entonces que los porlefios no acordaran

238
los mismos derechos de autodeterminación alas provincias. Una de
sus primeras medidas fue enviar al ya viejo general José María Paz,
famoso héroe de la Independencia, portando un baúl con doscientas
mil libras esterlinas, a sobornar caudillos provinciales para que se
alejaran de la Confederación. Cuando esto falló, los porteños en­
viaron dos ejércitos a las órdenes de los generales Manuel Hornos
y Juan Madariaga a interrumpir la convención constitucional de
Santa Fe. Urquiza los derrotó a ambos (Fems, 296). Los porteños no
tardaron en comprender que la popularidad de Urquiza acoplada
con su fuerza militar hacía intocable a la Confederación... al menos
por el momento.
La presidencia de Urquiza también vio la publicación de uno
de los documentos más importantes del nacionalismo argentino: el
panfleto Las dos políticas , de Olegario V. Andrade. Dado que el /
ejemplar más antiguo superviviente de Las dos políticas no men­
ciona ni autor ni fecha, hay considerable desacuerdo sobre los
orígenes del artículo. Algunos lo atribuyen a José Hernández,
aunque su estilo inflado, altamente metafórico, es mucho más
propio de Andrade que de Hernández. Tampoco hay acuerdo sobre
la fecha. Varios historiadores afirman que no apareció hasta 1866,
que es de hecho la fecha en que comenzó a circular ampliamente
como parte de una campaña abortada de recuperar la presidencia
para Urquiza. José Raed, por su parte, en el convincente ensayo
"Olegario y Las dos políticas ", que antecede a la edición que uso
aquí, afirma que gran parte del panfleto fue escrito durante la
presidencia de Urquiza, quizá ya en 1857, cuando Andrade tenía
apenas dieciocho años, y fue rcescrito después para apoyar un
posible regreso de Urquiza a la presidencia. Sean cuales fueran la
fecha y el autor, empero, el panfleto es un importante pronuncia­
miento sobre la política de la Confederación, una clave para
cntcndercl desarrollo del pensamiento provincialista y nacionalista,
y una asombrosa anticipación de ficciones orientadoras que siguen
dando forma al nacionalismo argentino.
Escrito en un estilo pomposo, el texto aHmiaque "las cuestiones
de organización, de forma de gobierno, de instituciones liberales,
eran los diferentes disfraces de la cuestión económica", en la que
Buenos Aires “ha monopolizado el comercio, el transporte de
bienes y el gobierno en general... Derrocado en 1810 el régimen
metropolitano y devuelta la soberanía política del país al pueblo de
sus provincias, Buenos Aires se erigió de hecho en Metrópoli
territorial, monopolizando, como ha dicho el señor Alberdi en
nombre de la República independiente, el comercio, la navega
ción y el gobierno general del país, empleando el mismo métO(j0
que había empleado España. En vez de Madrid, se llamaba 1%
nos Aires... En vez del coloniaje extranjero y monárquico, tuv¡.
mos desde 1810 el coloniaje doméstico y republicano" (Andrade
53-54). Afirma luego que desde los primeros días de la independen,
cia, sólo una cuestión política fue importante: si las Provincias
Unidas o Buenos Aires controlarían la abundancia material del
país. Desde el punto de vista de Andrade, Buenos Aires teníalo,
das las de ganar en esta lucha económica, hecho que explica no
sólo la pobreza de las provincias sino también sus gobiernos cau-
dillistas:

Los caudillos fueron hijos del egoísmo de Buenos Aires.,.


Surgieron en cada provincia como un resultado fatal de la
confiscación de la fortuna de las provincias, hecha por Bue­
nos Aires. Por eso es que cuando vemos al partido localista
de esa provincia proclamar la extirpación del caudillaje, tene­
mos lástima de su ignorancia de la historia y de su miopía
política. ¿Qué fueron los caudillos sino los gobernadores de
las provincias abandonadas a su propia suerte, aguijoneadas
por el hambre y por la inquietud del porvenir? Gobernantes
locales sin rentas, sin el freno de la ley, sin la responsabi­
lidad inmediata que crean el orden y las instituciones donde­
quiera que se establecen, ¿qué habían de hacer sino lanzarse
por la vía de la arbitrariedad en prosecución de los medios
convenientes, para ensanchar su poder y robustecer su in­
fluencia? (56-58).

Además de ver a los caudillos como un producto de la


ción portefia, Andrade afirma que los porteños, sin tomar encuenta
diferencias políticas superficiales, se comportaron con una notable
unión, “La historia”, escribe, “dirá algún día que ha existido en
Buenos Aires un partido localista y retrógado, que se ha llamado
Unitario... y que se ha llamado Federal... Partido de mercaderes
políticos, que ha negociado con la sangre y los sufrimientos de la
República. Partido sin fe, sin dogma, sin corazón...” (60).También
afirma que dentro de este partido invisible, hombres tan diferentes
como Rivadavia y Rosas se vuelven colaboradores involuntarios:
"Rivadavia fabricó tus herramientas con que Rosas forjó las duras
cadenas de su dictadura" (62). Sostiene además que lodos los

240
porteños que aprovechan la posición privilegiada de Buenos Aires
son cómplices, cualesquiera sean sus supuestas diferencias políti­
cas. “Si es injusto atribuirá Buenos Aires” , nos dice, “los crímenes,
las expoliaciones, los antojos salvajes de Rosas, no es injusto negar
su complicidad con los principios trascendentales de su política
soberbia, exclusivista y vanidosa, con sus aspiraciones capitales de
predominio y de absorción” (72). No puede sorprender que Andrade
vea a Mitre y su oposición a Urquiza sólo como el episodio más
redente de esta permanente conspiración contra las provincias:
“sólo fue [Mitre] la restauración del ascendiente perdido de Buenos
Aires, la ruina y el desquicio para las provincias, la riqueza y el
poder para Buenos Aires. ¡La misma política de todos los tiempos
aciagos de la República! Rivadavia, Dorrego, Rosas y Mitre han
sido sus instrumentos” (76).
Andrade continúa su ensayo con una resonante defensa de
Urquiza, retratando al caudillo entrerriano como el más reciente y
más capaz de una larga serie de héroes provincianos como Güemes,
Ramírez, López y Quiroga, todos los cuales combatieron por la
autonomía de sus provincias. Urquiza, en las palabras del panfleto,
es el hombre que “levantó la bandera redentora de las libertades
argentinas” (90-91) y creó un congreso, una constitución y un
gobierno nacional. La devoción de Andrade a Urquiza tenía una
base personal. Nacido en 1839 en una fam ilia pobre de artesanos
rurales, y huérfano desde tierna edad, Andrade pudo estudiar,
primero en su pueblo natal de Gualeguaychú, después en Uruguay,
sólo gracias a la generosidad personal de Urquiza, muy im presio­
nado por la inteligencia del joven Andrade (Tiscomia, “Vida de
Andrade”, x-xi, xviii-xxix). Andrade term ina Las dos políticas con
una invocación a los historiadores del futuro para que juzguen el
conflicto entre Buenos Aires y las provincias: “ Invoquen a la
historia para que sancione sus juicios. Ella les dirá de qué parte ha
estado el interés local, la vanagloria ridicula, la ambición desm edi­
da. Ella les dirá quiénes han trabajado por la paz, por la fraternidad,
por la regeneración” (92). Andrade no tenía modo de saberlo, pero
su invocación a una historia alternativa, al revisionismo histórico,
se volvería el grito de batalla del nacionalism o argentino en este
siglo.
Las ideas de Andrade tam bién resuenan en Albcrdi. Después

i,s,
del triunfo de Urquiza, Albcrdi abandona el clitism o de las Bases y
aza una
preliminar estudiado e n e i Capítulo 5. Escribiendo desde París tras

241
la caída de Urquiza, afirma que “Los caudillos son los rcprcscruantcs
m ás naturales de la dem ocracia de Sud A m érica... Mitre, Sarmiento
y los de la escuela liberal e inteligente... quieren reemplazarlos
caudillos de poncho, p o rlo s caudillos de f r a c ,.. .la democracia que
es democracia, por la dem ocracia que es oligarquía” (Grandesy
pequeños hombres, 207-209). Continúa:

Si la república es buena, si se está por ella, es preciso ser


lógicos: se debe adm itir su resultado, que son los caudillos, es
decir, los jefes republicanos elegidos por la mayoría popular
entre los de su tipo, de su gusto y de su confianza. Pedirqucla
parte inculta del pueblo, que es tan soberana como la culta,se
dé por jefes hombres de un m érito que ella no comprende ni
conoce, es una insensatez absoluta (210 ).

Albcrdi afirma luego que dada tal tolerancia la república


madurará con el tiempo hasta un punto en que los “caudillos
semibárbaros” de las provincias y los “caudillos semicultos”delas
ciudades se fundirán en una nación inclusiva con espacio para
todos, libre de la guerra civil y el derram am iento de sangre que trajo
la intolerancia del liberalismo hacia las clases populares y sus
conductores preferidos (210 ). \
Igual que Andrade, Albcrdi se interesa en una versión ade­
cuada de la historia, y como Andrade, sostiene que la división
entre verdaderos nacionalistas y localistas porteños se había re­
gistrado desde la Primera Junta. “El partido de Saavedra”, dice,
“era el partido verdaderamente nacional, pues quería que la na­
ción toda interviniese en su gobierno; el de Moreno era el localis­
ta, pues quería que la autoridad se ubicase en la capital, no en la
nación” (Grandes y pequeños hombres, 99). En una larga crítica a
la Historia de Belgrano de M itre, prosigue su argumentación di­
ciendo:

Para Buenos Aires, m ayo significa independencia de España


y predom inio sobre las provincias: la asunción por su cuenta
del vasallaje que ejercía sobre el virreinato, en nombre de
España. Para las provincias, m ayo significa separación de
España, som etim iento a Buenos Aires; reforma del coloniaje,
no su abolición. Esc extravío de la revolución, debido a la
ambición ininteligente de Buenos Aires, ha creado dos países
distintos c independientes, bajo la apariencia de uno solo: el

242
metrópoli. Buenos Aires, y el país vasallo, la república.
t 3ksx> gobierna, el otro obedece; el uno goza del tesoro, el otro
te peduro; el uno es feliz, el otro miserable (107).
\

Aquí Albecdi introduce una de las úngenos m;is seductoras y


vfecabícsde la historiografía nacionalista: la idea de dos países, dos
sectecadcs. dos desarrollos paralelos, dos historias. Una está ccn-
íradien Buenos Aires, simulacro de Europa, brillante pero vacía. La
celesta chicada en laspavv indas y las clases populares, toscas pea»
autenticas. Er. oirá ocasión Albervli escribió que “ Buenos Ai res y las
Frov ocias Argentinas forman como dos países, extranjeros uno de
otro. Cerne esa división tiene por objeto la explotación de un país
roed oírv\ una profunda enemistad los divide y hace ser enemigos
racerales en el seno mismo de la unión o federación, que no los liga
sino para hacer efectiva esa explotación” (OC, VI, 329).
Otres nacionalistas describieron la relación de Buenos A ires
con las provincias como una relación de metrópoli a colonia, de
psaór.arcón. José Hernández, enun artículo periodístico publicado
el 3 de cvTcbre de 1S69 en El Río tic lo Plena afirm a que “la capital
de la provincia se resiente todavía de los privilegios m onstruosos
éd coloniaje. Aquí se ha creado una especie de aristocracia, a la que -
paga su tributo la campaña desamparada, com o los vasallos del
seño rio feudal, de los tiempos antiguos, anteriores a la form ación de
Las sociedades" (Prosear de José Hernández, S3). En otro artículo,
también en El Riode L¡ Plañí, Hernández identifica a esos señores
feudales como la “oligarquía”, término que siguen invocando los
asdooaiistas de izquierda y derecha pora condenar a las clases
superiores de h Argentina. Son, escribe Hernández, ‘i o s tartufos
am arla libertad que violaron, y sólo piensan y buscan
obtener posiciones y burlarse del pobre pueblo” ( de José
ZJjr-rw. *■w 01 \
IfcM ■«■»*****'*.-»•* 4 fu

La popularidad que en nuestro siglo han tenido Andro.de, el


último Alberdi, y Hernández, puede atribuirse en parte a su anti-
circcica de corrientes centrales del pensam iento m arxista y ter-
undisíx Como Marx, sugieren que pertenecer a la “oligar-
c ’ (ser parte, o depender, de la elite agrícola porteña) es u n
factor mucho más importante en política que los debates epidér­
micos ¿e la democracia burguesa, y que la elite porteña siem pre
actuar! en conjunto cuando vea am enazados sus privilegios d e
clase, También anticipan un panto básico del m arxism o latinoam c-
j | sugerir que las provincias no sólo carecían de desarrollo
sino que estaban desarrolladas de tal m odo que quedaran en posi­
ción dependiente de los intereses de Buenos Aires, tal como hoy se
dice que están los países latinoam ericanos respecto de los del primer
mundo.
Con Alberdi, Andrade y Hernández, la Confederación demostró
que, adem ás del sensato liderazgo de U rquiza, una Constitución
ejem plar, y notables triunfos diplom áticos, Paraná también podía
crear un paradigm a de ficciones orientadoras con el que enfrentar
las ideologías liberales de Buenos Aires. A dem ás, los escritores de
la Confederación sugieren una cierta continuidad de temas, si no
una descendencia directa, de la poesía gauchesca de Bartolomé
Hidalgo y los pronunciam ientos im provisados de José Artigas;
aunque Artigas e Hidalgo no pueden ponerse a la altura intelectual
de los pensadores de la C onfederación estudiados en este capítulo,
los intereses que articularon en la prim era década de la República
Argentina resuenan en el pensam iento de la Confederación medio
siglo m ás tarde.
Pero las nobles am biciones, una conducción capaz y pensadores
creativos en la Confederación no bastaban para cam biar los esquemas
com erciales que seguían haciendo de B uenos Aires el centro
económ ico de la A rgentina. E n una palabra, lo que no tenía la
Confederación era dinero. H asta países q u e simpatizaban con la
C onfederación se cansaron a la larga d e m antener relaciones di­
plom áticas con Paraná m ientras su com ercio se realizaba en su
m ayor parte con y a través de B uenos A ires. C om o resultado, hada
fines de la década de 1850, los representantes de Francia y los
E stados U nidos presentaron sus cred en ciales a ambos gobiernos
(Scobic, La lucha, 165-168). C om o si los problem as económicos n
bastaran, la C onfederación tam b ién experim entó un aumento de
tensión pol ítica cuando se acercó a su fin el m andato de seis añosde
U rquiza com o presidente.
Las n o ticias d e los p ro b lem as eco n ó m ico s y políticos de la
C o n fed eració n abrieron el ap etito d e B uenos A ires por rccuperarel
m ando de las pro v in cias, a tal p u n to q u e a fines de 1859 Mitre
conducía tro p as p o rteñ as co n tra la C o n fed eració n . Urquiza enfrentó
a los so ld ad o s de M itre en C e p ed a, en la p ro v in cia de Buenos Aires,
el 23 de o ctu b re, y les in flig ió u n a so n a d a d erro ta. Pese a ella, Mitre
se las arregló p ara sa lv a r la in fan tería y la artillería para futuras
batallas, h ech o q u e las fu erzas d e la C onfed eració n lamentarían
después. T ra s el retiro d e M itre, U rq u iza v o lv ió a sentir la tentación
de in v ad ir B u en o s A ires, p e to , c o m o en o tra s ocasiones, les ofreció
a los porteños la rama de olivo. “Al fin de mi carrera políti­
ca". escribid, "mi única ambición es contemplar desde el bogar
tranquilo, una y feliz República Argentina... Deseo que los hijos
de una misma tierra y herederos de una misma gloria, no se armen
in;ts los unos contra los otros; deseo que los hijos de Buenos Aires
sean argentinos" (citado en Bosch, 492). El 11 de noviembre los
derrotados porteños fumaron con Urquiza el Pacto de San José de
Flores, que estipuló que Buenos Aires se uniría a la Confederación.
Para ayudara salvar el orgullo de los altivos porteóos, sin embargo,
Urquiza accedió en principio a permitir que Buenos Aires, como la
provincia más populosa, tuviera más voz en el Congreso nacional
y amplias facultades para enmendar la Constitución de 1853.
Urquiza también estipuló que el secesionista Alsina renunciara a la
Gobernación de Buenos Aires, provisión que Mitre apoyó tácita­
mente ya que eliminaba a su principal rival político en la provincia.
Aunque en la superficie fue una victoria para la Confederación, el
Pacto de San José de hecho no comprometía a Buenos Aires a
nada más que a continuar las discusiones. Y Mitre era un discuti-
dor estelar.
El arto 1860 marcó una importante transición tanto para Paraná
como para Buenos Aires. Urquiza desmintió miles de profecías
portcnas retirándose del cargo al completar su período de seis años,
tal como estaba especificado en la Constitución de 1853. En
elecciones nacionales, fue remplazado por su ex ministro del
Interior, Santiago Dcrqui, un sujeto nervioso y poco ejecutivo a
quien Urquiza puede haber apoyado al comienzo con vistas a
mantener su influencia en el gobierno nacional. Tras la toma de
posesión de Dcrqui, Urquiza volvió a su cargo de gobernador de
Entre Ríos. Mientras tanto, con Alsina fuera del camino por insis­
tencia de Urquiza, Mitre fue electo gobernador de la provincia de
Buenos Aires. Aunque las negociaciones entre Buenos Aires y
Paraná todavía no habían llegado a nada sólido, Mitre invitó a
Dcrqui y a Urquiza a Buenos Aires para la celebración del 9 de julio.
Fue una típica maniobra de Mitre: mientras protegía tenazmente el
privilegio porteño en la mesa de negociaciones y en el campo de
combate, proyectaba cuidadosamente una imagen pública de am­
plitud y unidad a la vez que “no había entregado ningún elemento
importante de su soberanía o poder al gobierno nacional” (Scobie,
La lucha, 283-288).
Tras los obligatorios discursos y abrazos en la fiesta, Mitre
pasó al asunto que tenía entre manos: que las provincias volvieran

245
a o bcdeccral m ando porteño, tarca en la que sólo Rosas había tenido
éxito. C om o observa Scobic, aunque R osas y M itre diferían en
m ucho, “ un atributo esencial fue com ún a los dos regímenes. La
riqueza y el podcreconóm íco que representaba la ciudad de Buenos
A ires sólo participaron en la nacionalidad argentina cuando su
seguridad pudo ser garantizada p o r la dirección porteña en un
gobierno nacional" (299). C om o gobernador, M itre inmediatamente
se em barcó en una estrategia de tres puntas para recuperar las
provincias. Prim ero, subsidió o rg an izacio n es de simpatizantes
porteños en el interior. Segundo, explotó el sentim iento autonomista
en el interior entrando en negociaciones con líderes provinciales,
m aniobra que pasaba p o r encim a d e D erqui y ayudaba a introdu­
cir una cuña entre óste y Urquiza. Y tercero, probablem ente apoyó
una cam paña terrorista en cu b ierta co n tra líderes provinciales
proconfcdcración, que tuvo especial éx ito en las provincias del
noroeste (B osch, 523-534; Scobic, 304-317).
D os resultados de esta cam paña fueron los asesinatos de
N azarío B enavídez, ex caudillo de la p ro v in cia natal de Sarmien­
to, San Juan, y el d e su su ceso r federal, Jo sé A ntonio Virasoro.
En el otoño de 1858, cu an d o U rquiza to d av ía estaba en la presi­
dencia, sim p atizan tes u n itario s lo g raro n lo m ar el control de San
Juan, rem plazando al gran en em ig o d e S arm iento, Benavídez,
con M anuel José G óm ez. T em ien d o q u e B enavídez intentara un
g o lp e co n tra su g o b iern o , G ó m ez h ab ía en carcelad o al viejo cau­
dillo. T ra s un fracasado in ten to d e resca te p o r partidarios de
B en avídez, el carcelero u n itario m an d ó e je c u ta r al preso, acto de
co b ard ía q u e S arm ien to trató d e ju s tific a r, p ese a su siempre
p ro clam ad a fe en las in stitu c io n e s y p ro ce so s legales (Bunkley,
3 7 9 -3 8 0 ). E n p a rte d e b id o al c la m o r p o p u la r contra Gómez, el
recién e le c to D erq u i lo rem p lazó p o r Jo sé A ntonio Virasoro,
g o b e rn a d o r p ro C o n fe d e ra c ió n q u e fu e a su v ez asesinado el 16 de
n o v ie m b re d e 1860, en u n a re b e lió n co n d u c id a por el mitrista
A m o n io A b e ra sla in , q u ie n p u e d e o n o h a b e r actuado indepen­
d ie n te m e n te d e B u e n o s A ires.
El te m a del te rro ris m o p o rte ñ o e n las provincias, y especial­
m e n te la p a rtic ip a c ió n p o rle ñ a e n lo s a sesin a to s de Benavídez y
V iraso ro , se v o lv ió m a te ria d e u n a c a ld c a d a discusión. Urquiza
a c u só a S a n n íc n to y su s a m ig o s p o rte ñ o s d e in stig ar a la violencia,
a c u sa c ió n q u e S a rm ie n to n e g ó c o n firm e z a . M ás tarde, cuando
D erq u i n o m b ró a u n a c o m is ió n p a ra in v e s tig a r el asesinato, Urquiza
o b je tó la in c lu sió n d e m ilris la s e n la c o m isió n , sugiriendo que él
sospechaba que el mismo Mitre estaba implicado. La crítica de
Urqui/.a a la comisión marcó de nuevo sus temores de que Derqui
estuviera demasiado influido por Mitre. En una carta a Derqui
fechada el 30 de diciembre de 1860, Urquiza le advertía: “No se deje
separar de sus amigos por ideas del momento aceptadas sin bastante
meditación” (citado en Scobie, 313). Fuera cual fuese la participa­
ción de Mitre, es indudable que obtuvo rédito político de las muertes
de Bcnavídcz y Virasoro, ya que la desestabilización de goberna­
ciones pro Confederación en las provincias del noroeste, y el dis-
tanciamicnto entre Urquiza y Derqui, eran decisivos para abrirle
camino a un triunfo sobre el interior.
La exitosa estrategia de “divide y vencerás” empleada por
Buenos Aires, sumada a las crecientes dificultades económicas
de la Confederación, convencieron a Mitre, que todavía se repo­
nía de su derrota de 1859 en Cepeda, de que úna segunda invasión
al interior podía salir bien. A fines del invierno de 1861, Mitre
volvía a marchar contra la Confederación. Aunque Urquiza ac­
cedió a conducir las fuerzas de defensa contra esta segunda inva­
sión, la dcslealtad de ex aliados federales, las sospechas sobre )
Derqui, la enfermedad, y una creciente repugnancia por la lucha'
constante contra el ambicioso y tanto más joven Mitre, le restaroá
entusiasmo por la batalla. Las dos fuerzas se encontraron el 17 de
septiembre de 1861 en Pavón, donde tras un breve enfrentamiento,
Urquiza, para sorpresa de todos, se retiró con sus tropas. Sin
Urquiza, la resistencia de la Confederación cesó de inmediato. Se
firmó un tratado por el cual Urquiza volvía a Entre Ríos y se
apartaba de la política nacional, para gran desilusión, cuando no
furia, de sus aliados federales. A cambio, Mitre prometía dejar en
paz a Entre Ríos. Con Urquiza hecho a un lado, Mitre inició
negociaciones independientes con todos los caudillos provinciales,
erosionando el poder de Derqui y mostrando un total desprecio por
la Confederación. Desprovisto de todo apoyo significativo, Derqui
renunció oficialmente a la presidencia en noviembre de 1861 y
marchó al exilio.
Los motivos de Urquiza para ceder al fin ante Mitre han
quedado velados por el misterio. Seguramente tuvo la oportunidad
y los recursos para rcagruparsc y marchar sobre Buenos Aires otra
vez. En lugar de hacerlo, volvió a su querida estancia de San José,
dejando alas provincias indefensas ante los designios de Mitre y los
poneños. Como el acuerdo firmado con Mitre lo confinaba a Entre
Ríos, Urquiza se negó repetidamente, pese a las frecuentes ofertas

247
de sus ex aliados federales, a apoyar ninguna resistencia de las
provincias a Buenos Aires. Tal comportamiento llevó a ex partidarios
suyos como Hernández, Alberdi, Carlos Guido y Spano y los
caudillos Ángel Peñaloza y Ricardo López Jordán a denunciarlo
como traidor al federalismo y a los ideales de su juventud. Escribía
Alberdi en 1863: “No pudiendo sostenerse contra Buenos Aires,
hoy se sostiene Urquiza por Buenos Aires... Urquiza acabará
probablemente su vida pública como la empezó: por ser cómplice
de Buenos Aires en el despojo y el destrozo de la República
Argentina”. En un pasaje similar, Alberdi escribe que al permitirle
ganar a Mitre, Urquiza “ha restaurado el régimen de Rosas... Ha
destruido la constitución que se envanecía de haber promulgado, y
ha herido de muerte la integridad nacional, que sirvió en otro
tiempo” (Escritospóstumos, IX, 327,332). Como observa Alberdi,
Urquiza comenzó su vida pública aliado a Rosas; y como Alberdi
lo profetizó, seguía aliado al gobierno de Buenos Aires cuando fue
asesinado en 1870 por un ex aliado federal que como tantos otros se
sintió traicionado por Urquiza en Pavón.
¿Cuáles fueron las causas del espectacularcambio de Urquiza?
Lo m ás probable es que haya pensado que, dado que Mitre y Buenos
Aires nunca admitirían una paz que no fuera dictada por ellos
mismos, las provincias sólo tenían dos alternativas: una guerra civil
prolongada e inganable, o una rendición negociada. Diez años de
esfuerzos inútiles en la Confederación lo habían convencido de que
la segunda alternativa era la mejor. Una explicación más cínica
sostiene que Urquiza cedió a la tentación de la riqueza. Siendo el
mayor terrateniente de Entre Ríos, tenía mucho que ganar si
mantenía relaciones de paz con Buenos Aires; y de hecho Urquiza
murió colosalmente rico.
Liquidada la Confederación, la tarea de organizar un gobierno
nacional recayó sobre Mitre, quien, tras la renuncia de Derqui.pasó
a ser el ejecutivo nacional de facto; el 12 de octubre de 1862, un
Congreso Nacional recientemente electo hacía de Mitre, entonces
de cuarenta y un años, el primer presidente del país unido. Mitre
sacó a relucir una capacidad administrativa y diplomática sin
precedentes en el país. Siguiendo políticas no distintas de las que
había intentado Urquiza, extendió el servicio postal, construyó
caminos y fcrrocariles, nacionalizó vías fluviales y puertos, regu­
larizó las finanzas nacionales, instaló un sistema judicial, expandió
la educación pública y alentó la inmigración. Más de cien mil
europeos entraron a la Argentina durante su presidencia. También

248
creó un clima de negocios favorable que casi duplicó el tráfico de
exportaciones c importaciones entre 1862 y 1868. Pero, más im­
portante, al menos a nivel simbólico, Mitre conservó con cambios
menores la constitución de la Confederación; en tanto el control
político y económico se mantuviera en manos de los porteños, la
Constitución federal no presentaba obstáculos serios a su gobierno.
Mitre fue especialmente afortunado al no tener enemigos tan
capaces como él.
En los primeros meses del gobierno de Mitre, los intelectuales
favorables a la Confederación mantuvieron una cauta distancia.
Aunque Juan María Gutiérrez aceptó el nombramiento de rector de
la Universidad de Buenos Aires, evitó involucrarse en política.
Alberdi, que había renunciado a su puesto diplomático cuando
asumió Derqui, pasó a ser diplomático de un país que ya no existía.
El disgusto de Alberdi por la política lo retuvo en París, pero de
todos modoscscribióuncnsayo sorprendentemente conciliador, De
la anarquía y su s d o s c a u sa s p r in c ip a le s d e l g o b ie r n o y s u s d o s
elem entos n e c e sa rio s en la R e p ú b lic a A r g e n tin a , c o n m o tiv o d e su
reorganización p o r B u e n o s A ir e s , en el que evita, al menos por el
momento, otro ataque a Mitre, sosteniendo que después de Pavón
la lucha entre Buenos Aires y las provincias no era “de personas”
sino "de intereses y de instituciones” ( O b r a s c o m p le ta s , VI, 152).
Según Alberdi, dos elementos relacionados en la sociedad argentina
provocaban su anarquía perpetua: el egoísmo de Buenos Aires, que
insistía en conservarlos ingresos de la aduana para sí, y los caudillos
provinciales, que sobrevivían porque Buenos Aires no les ofrecía a
jas provincias forma alternativa de autogobierno. Para remediar
estos dos males proponedos soluciones: primero, que Buenos Aires
(y sus ingresos) sea federalizado, y segundo, que este nuevo
gobierno, auténticamente federal, tenga sustancial poder sobre las
provincias. En una palabra, promueve un gobierno central fuerte
pero auténticamente representativo.
En efecto, Mine instituyó un fuerte gobierno central, pero de
ningún modo lo hizo más representativo. Su gobierno consistió por
entero de porteños y sus aliados leales de las provincias. También
mejoró los servicios públicos en el interior, pero más por palemalismo'
y conveniencia política que por respeto a los derechos provinciales.
En una palabra, la democracia estaba bien en cuanto sus miembros
votantes fueran g e n te d e c e n te que aceptaba el dominio de Buenos
Aires antes de cualquier discusión. Lo que significó esto en la
práctica fue un demorado esfuerzo por eliminar el último rastro del

249
populismo cuudillcsco, ¡>or muy representativo que lucra del sen.
tlmicnto provinciano.
El más lamoso caudillo de los que sintieron el puño de Mitre
fue Ángel Vicente Peñaloza, apodado “ El Chacho”, que seguía
gobernando La Rioja. En 1862, El Chacho comenzó a reunir ar-
mas para un levantamiento popular contra las autoridades nacio­
nales. Sarmiento, entonces gobernador de la vecina San Juan,
nombrado por Mitre, reaccionó a la rebelión declarando un esta­
do de sitio ilegal y enviando fuerzas nacionales a combatir al
caudillo rebelde. El 12 de noviem bre de 1863, Peñaloza fue captu­
rado y decapitado por las tropas nacionales, que después exhibie­
ron su cabeza en una lanza com o advertencia a sus seguidores.
Aunque Sarmiento negó haber ordenado el asesinato, este acto de
"barbarie oficial” suele ser citado com o prueba de lo flexibles
que eran las normas que Sarm iento se aplicaba a sí mismo. Como
parte de su protesta de inocencia, escribió otra biografía, ésta
dedicada a desacreditar plenam ente al Chacho como el caudillo
míts bárbaro que hubiera existido, y sugiriendo que su eliminación
de la vida argentina valía la pena fueran cuales fuesen los medios
(OC, 7). La controversia por la conducta de Sarmiento en el caso
salió a luz en un momento en que su promoción utopista de
proyectos públicos irrealizables, un affaire amoroso de ribetes
confusos, y una polémica con la Iglesia, habían disminuido ya su
popularidad en San Juan. Con la turbulencia adicional provocada
por el asesinato del Chacho, M itre decidió, com o lo había hecho el
gobierno chileno quince años atrás, que Sarm iento podía sérmenos
problem ático fuera del país. En abril de 1864, lo nombró embajador
en los Estados Unidos, donde traería m enos problemas (Bunklcy,
395-412).
Pero la partida de Sarm iento no enfrió el clim a. El asesinatodel
Chacho provocó airadas protestas entre los intelectuales naciona­
listas. En una elegía em otiva titulada “ Al general Ángel Vicente
Peñaloza” , O legario V. A ndrade escribió:

¡M ártir del pueblo! V íctim a expiatoria,


Inm olada en el ara de una idea,
Te has dorm ido en los brazos de la h isto ria ...

¡M ártir del pueblo! A póstol del derech o ,


Tu sangre es lluvia de fecundo riego,
Y el postrim er aliento de tu p ech o ,

250
Que era a lu fe de tu creencia estrecho,
Será más tarde uti vendaval de fuego.

Qué importa que se melle en las gargantas


Hl cuchillo del déspota porteño
Y ponga de escabel, bajo sus plantas
Del patriotismo las enseñas santas...

Y cuando tiña el horizonte oscuro,


Del porvenir la llamarada inmensa
Y se desplome el carcomido muro,
Que tiembla como el lamo inseguro
Ante las nubes que el dolor condensa,

Entonces los proscritos, los hermanos,


Irán ante tu fosa, reverentes,
A orar a Dios, con suplicantes manos,
Para saber domar a los tiranos,
O morir como mueren los valientes.

(Obras poéticas, 145-147.)

Mediante la repetición de “Mártir del pueblo”, Andrade


identifica al Chacho con la lucha del campo contra la élite porte­
ña, punto que aclara más todavía en la última estrofa donde son
"los proscritos, los hermanos" quienes llevarán adelante la lucha
contra el dominio porteño. El "pueblo" de Andrade es, como el
Chacho, el hombre pobre y oprimido del campo. Uno de los
ejemplos más egregios de ocultamicnto por parte de la historia
oficialista puede verse en la edición de 1887 del poema de Andrade,
donde los editores lo transforman en una elegía a Lavallc; y más
notable aún, el ensayo introductorio de Benjamín Basualdo no
contiene, en sus ochenta y seis páginas, una sola referencia espe­
cífica al papel de Andrade como seguidor de Urquiza y ferviente
antiporteño.
Andrade no fue el único intelectual nacionalista conmovido
por el asesinato de Peñaloza. El 12 de noviembre de 1863, José
I lemández publicó en El Argentino, un diario de Paraná, una breve
biografía del Chacho donde declara que “el partido Unitario tiene
un crimen más que escribir en la página de sus horrendos crímenes.
El general Peñaloza ha sido degollado... como prueba del buen

251
desetvqvbo del asesino, el h áib aro Sarm ienta. ni pan ido que invoca
l,i dnsuACión, la decencia, el progreso, acaba con sus enemigos
cosiéndolos a p ub alad as.,, ¡M aldito sea! M aldito, mil veces nial-
dito, sea el partido envenenado con crím enes, que hace de la
República Argentina el teams do sus sangrientos honores"
<}<’.h\\<' U n ndn.ie;, 50). En el m ism o artículo Hernández también
usa el crim en del C hacho para ad v en irle a llrq u i/a que di será la
provim a v (clima de los |Vutebos, por m ucho que el "puede esquivar
si quiere su responsabilidad p erso n al" ante la causa provinciana y
ser seducido "p o r las am orosas palabras del general Mitre" (5()ólj,
Ademas, com o hizo A tidrade en J o s politiras, I lemáiule/ usa
su biografía del C hacho para d elinear una historia alternativa de la
Argentina, en la que los caudillos provinciales Ramírez, Quiroga,
López, U rquiza (hasta Pavón), Benavídez. y Pebaloza son los
verdaderos héroes, y los liberales p o n ch o s, Rivadavla, Sarmiento,
Rosas y M ure, los perpetradores de la pobreza, las turbulencias yel
terror, E n la historia alternativa d e 1lem áiu le/, el enmendó Peilalo/a
es solo el episodio m ás reciente de la cam paba terrorista poncha
contra los intereses provinciales, una cam paba que ya ha redamado
las vidas de D otrego, Q uiroga, B enavídez, Virasoro, y ahora
Pebaloza <51S5o).
Alberdi tam bién com entó el asesinato del Chacho, a quien le
reconoció una legitim a representación d e La Otra Argentina. Pie-
gom a retoricam ente: "¿Q uién fue El C h ach o ?" y respondo que an­
tes que nada fue un general, que seguram ente m erecía el rango tan­
to com o M itre, Sigue diciendo que el C hacho fue "el Garihaldnlc
La R ioja", referencia a los intentos de Pebaloza por mejorar el
bienestar m aterial de su provincia. A grega que:

...m ien tras ¡M itre y S arm iento] luchaban contra |el general
Pebaloza], disponiendo de todo el teso ro y los recursos déla
R epública sin p o d er vencerlo, el C hacho no tenia más tesoro,
para defender la causa d efendida p o r una m itad de la Nación,
que el am or de su pueblo, que lo seguía, sin sueldo ni estipendio
pecuniario, (E s c m a s ¡ \\w w u x s. IX , 558.)

A B v rd i singulariza a S arm ien to en su denuncia:

C on iodos los recursos del g o b iern o d e San Juan y del gobierno


n acio n al. S arm iento no pudo d e rro ta r al héroe popular de 1 *
R ipia, cuno jvxier consistía so lo en la d ev o ció n libre y absoluta
de su pueblo. Por miedo, Simúlenlo lo hizo asesinar... Para
justificar este crimen, Sarmiento lia vilipendiado al Chacho,
presentándolo como nada más que un rufián vocinglero. En
términos de carácter, el Chacho era con mucho el mejor de los
dos (IX, m i

Bu el desarrollo de este üllimo punto, Albcrdi afirma que


Sarmiento fue el auténtico bárbaro por matar al Chacho "como se
hace la guerra de las pampas, es decir, sin juicio y de un modo
salvaje, no fusilado sino lanceado y degollado" (IX, 559).
Pese a tales protestas, Mitre siguió acumulando apoyo en
todo el país, en buena medida porque su administración trajo la
muuesa, si no la realización, de prosperidad material. Además,
a Argentina nunca había visto a un político más eficaz; su retórica
era soberbia, su sentido de la oportunidad sin tallas, y su diario
informaba puntualmente que estaba haciendo un gran trabajo. De
hecho, con tiempo suficiente Mitro podría haberse impuesto a
sus críticos más acérrimos, salvo por un error trágico: su ingre­
so en 1865 en la alianza con Brasil para declararle la guerra al
Paraguay.

Como muchos conflictos en el Río de la Plata, la guerra al


Paraguay empezó realmenteenel Uruguay,donde un largo conflicto
latente entro los colorados, un partido semejante en simpatías a los
unitarios argentinos, y los blancos, que en muchos aspectos son
paralelos a los federales argentinos, estalló en una guerra civil
abierta. El 19 de abril de 1864, Venancio Floros condujo a las tropas
coloradas contra el gobierno blanco: venía de la Argentina, donde
había recibido amplia cooperación del gobierno de Mitro. Don
Pedio 11, emperador de Brasil, se apresuró a darle su apoyo a Flo­
ros, Como los blancos tenían estrechos vínculos con el federa­
lismo argentino, Mitre proveyó encubiertamente a Flores de amias
y ayuda, mientras en público declaraba neutral a la Argentina.
Mientras tanto. Francisco Solano López, el impetuoso caudillo del
Paraguay, temiendo que Brasil ganara el control del Uruguay y
cerrara el crucial acceso lluvial de Paraguay al mar, anunció su
apoyo a los blancos y a continuación, con insólita imprudencia, le
declaró la guerra al Brasil. A Fnes de agosto de 1864, Solano López
pidió permiso a Mitro para usar sectores del norte argentino como
pasaje para sus invasiones al Malo Groso brasileño. Al negarse
Mitro, Solano López estacionó tropas en territorio argentino de
lodos modos, y notardó en decorarle la guerra a la
(Kollmk I, huh'iirtulaiu' or U r a t h f , ¥/> 9 I C o m o resultado,
no tuvo m<1»opción que declararle la guerra al audaz, paraguayo^
en loshcclios halda invadido icrrílorioaoreniínír.CamcntaWwrw,,
Mitre decidid hacerlo entrando en alianza con Brasil contra
guay, decís!ón <juc traería consecuencias trágicas a la regido y un
«inflo Irreparable a la presidencia de Mitre.
Para frenar a L ópez,la primera tarea que debían ahorita
Mitre y DonPedro era reclutar apoyo en el Uruguay, y cvv,
significaba derrocar al gobierno blanco. Para hacerlo, Brasil en-
vid tropas en ayuda de Venancio Mores, Plores y sus aliado?
brasileño» chocaron con las fuerzas blancas en una batalla defi­
nitiva el 2 de diciembre de 1864, en la ciudad uruguaya de Paysan-
dtr. Mitre proveyd secretamente de armas a los invasores. Pesca
su Inferioridad abrumadora, los blancos resistieron más de un
mes, Al Un, tras cincuenta y dos horas de bombardeo constante y
grandes pérdidas, las fuerzas blancas se rindieron a Flores el 2 de
enero de 1865, Sin embargo, fue una victoria hueca para Flores,
titilen a partir de ese momento fue visto por todo el mundo, y no sin
motivo», corno un peón en manos de los gobiernos argentino y
brasi lefio.
Hoy, la batalla de Paysandú ocupa un lugar muy pequeño en
la historia argentina. Para los intelectuales nacionalistas dclaépoca,
en cambio, fue una tragedia enorme, no sólo para el Uruguay sino
también para el ideal federal. Alguien especialmente afectado en
este sentido fue Carlos Guido y Spano. Escritor dotado, políglotay
cxperlocn literatura clásica, Guido y Spano estuvo desde la infancia
muy cerca del federalismo. Su padre, Tomás Guido, fue un distin­
guido general que luchó con San Martín en las Guerras de Inde­
pendencia, y después apoyó a Rosas, Entre 1840 y 1852 don Tomás
fue embajador del gobierno de Rosas en el Brasil. Tras la caída de
Rosas, se unió a Urquiza y fue vicepresidente del Senado de la
Confederación. Nacido en 1827, Carlos pasó sus años juveniles con
su padre cu Río de Janeiro, con lo que se evitó los peores años de
Rosas. Pero, a diferencia de su padre, Carlos desdeñó la políticay
buscó su contento principalmente en la literatura clásica, la música
y el arte, Pero, pese a sus esfuerzos por vivir por encima de la
política, Guido y Spano se vio más de una vez obligado acnlrarcn
la lid, como puede verse en su colección en dos tomos de escritos
en poma, publicados en 1879 bajo el título Ráfagas. Además, pese
a mi poco gusto por la política, atacó vigorosam ente a Mitre, y en
cierto momento trató de alistarse con los asediados blancos uru­
guayos.
Guido y Spano, con todo, no pudo atacar a Mitre sin antes
establecer su propia integridad, y como ha señalado Adolfo Prie­
to, eso significaba explicar la asociación de su padre con Rosas
(Prieto, La literatura autobiográfica argentina, 117-124). En su
autobiográfica “Carta confidencial”, Guido y Spano expresa pre­
ventivamente su desdén por la dictadura, pero afirma de todos
modos, como lo habían hecho Alberdi y Andrade antes que él, que
Rosas y los caudillos sólo eran producto de una realidad política
desafortunada, antes que sus creadores, y que Rosas era el resultado
de su época y no un monstruo apoyado por monstruos menores.
Basándose en argumento similares, emprende la defensa de su
padre:

[Mi padre], como los generales San Martín, Alvcar... y tantos


otros patricios eminentes de América, no veían en la dictadura
sino el fruto acerbo de las facciones que anarquizaran el país,
y aunque la aborrecían según su conciencia y sus principios,
prefirieron seguir la lógica de los acontecimientos con la
esperanza de poder dominarlos o templar sus efectos, a opo­
nerles una resistencia impotente, afiliándose alos antagonistas
que cegados del encono, llegaron hasta la enormidad de
acogerse a la protección del extranjero poderoso en abierta
hostilidad con la República. Asiento el hecho y evito por
inoportuno el comentario (Ráfagas, I, vii).

Dos puntos en este notable pasaje merecen comentario. Primero,


Guido y Spano siente claramente que, por más malo que haya sido
Rosas, los liberales en su rigidez fanática empeoraron las cosas.
Segundo, alude a una corriente común en el nacionalismo argentino
que ha acusado repetidamente al liberalismo de ser antinacional,
más interesado en el éxito personal que en el bien del país aun si eso
significaba entrar en alianzas non sanctas con potencias extranje­
ras. No queda claro, sin embargo, a qué potencia se está refiriendo
Guido y Spano. En diferentes momentos durante la dictadura de
Rosas,los liberales cultivaron la buena voluntad de diversas naciones;
según la ocasión, Brasil, Francia o Gran Bretaña podían caber en la
descripción del “extranjero poderoso en abierta hostilidad con la
República”. Guido y Spano concluye la defensa de su padre notando
que “nuestra historia daría margen a formidables dilemas. Si

255
hubieran de plantearse con severidad excesiva, quizá sólo queda­
rían subsistentes amargos desengaños, desesperantes decepciones’’
( Ráfagas, I, vii-viii). "\
Pero fue Paysandú, y los hechos que llevaron a la denota del \
federalismo uruguayo, los que más motivaron a Guido y Spano,
obligándolo a entrar en las turbulencias políticas que aborrecía. Ya
suspicaz ante el expansionismo brasileño y conocedor del Brasil.cn
cuya capital había pasado varios años, Guido y Spano condenó
inmediatamente la invasión brasileña al Uruguay, en especial la
intromisión evidente aunque no reconocida de Mitre. El 20 de
diciembre de 1864, en momentos en que Flores, que marchaba con
apoyo argentino, se unía a las tropas brasileñas, para el asedio final
a Paysandú, Guido y Spano escribió un mordiente ensayo titulado
“ ¡Ea, despertemos!” Identificándose como “un hijo humilde del
pueblo” reconoce que su voz probablemente quedará silenciada o
ignorada por las “facciones oligárquicas, la temeridad arrogante de
sus corrompidos heraldos, ...los opulentos patricios, los publíca­
nos que constituyen el orden palatino de la república esquilmada...
y el periodismo aventurero”. (Este último término de “periodismo
aventurero” era esgrimido con frecuencia por los autores naciona­
listas, como descripción de cinismo y ambición personal, para
atacar a Mitre y Sarmiento.) Explicando su ira, Guido y Spano
coloca la ofensiva contra los blancos en el contexto de la supresión
oligárquica de las masas en general, y en particular la dominación
porteña sobre las provincias. Afirma después que “la tribuna
[porteña] donde se profesa la mentira” seguirá ignorando a las
masas a menos que necesite comprar “su voto o su puñal”. Pero si
la masa “llega alguna vez a sublevarse, ¡ay de ella!, se arrasarán
sus campos, se reducirá a cenizas sus hogares, se aprisionarán sus
familias, se perseguirá a los hombres como a fieras. Entonces los
asesinos apellidáranse héroes y el facón del más feroz de los
verdugos se transformará en la fulminante espada de la justicia”
( Ráfagas, I, 315-316). ¿Y cómo justificará la elite porteña tal
supresión de las masas? Dirán, dice Guido y Spano haciendo una
soberbia parodia de las pretensiones liberales, que:

La barbarie está entre nosotros; es preciso extirpar la barbarie;


y esto no se puede conseguir sin regenerar nuestra raza. ¿Acaso
no tenemos más vínculos con la Europa que con la ?
¿No somos europeos? ¿Qué tenemos nosotros que ver con esa
pampa salvaje ni con sus agrestes moradores, enemigos de

256
lodo progreso, y sobre todo refractarios a la obediencia pasiva
y al acatamiento que nos deben?... ¿No somos los apóstoles de
las luces del siglo? ¿Nuestra ilustración, nuestro lujo, nuestros
adelantos, nuestra prensa, nuestros placeres, no lo están ates­
tiguando? (316).

Esta rica parodia alcanza a todo mito liberal. “Regenerar


nuestra raza” toca los matices racistas de la política inmigratoria
liberal; “¿No somos europeos?” pincha la postura cultural liberal;
las re fcrcncias a “la pampa salvaje y sus agrestes moradores” hablan
del racismo y elitismo liberales; y la última frase socava los
reclamos del liberalismo a la autoridad en virtud de la cultura
superior. Guido y Spano continúa su denuncia observando que “este
lenguaje de los políticos sibaritas” seduce a quienes no pueden ver
más allá de “los refinamientos de una civilización postiza” (316).
Termina su ensayo con un fuerte apoyo a la posición paraguaya en
la guerra y llama a los “leales argentinos” que sostienen la noble
causa de la independencia oriental contra “imperialistas y traido­
res” —esto es, contra Brasil y Mitre apoyando a Flores (322)— .
Guido y Spano continúa su ataque contra Mitre, ya con sarcasmos
(“Su Excelencia está enfermo” y “Le roi s’amuse”) o con ataques
directos a la supucstancutralidad del gobierno (“Los artículos de La
Nación Argentina” y “La alianza de 1851”), pero sin efecto alguno
(Ráfagas, 323-338). En cierto momento fue detenido en su domi­
cilio por orden del gobierno de Mitre, pero logró escapar al
Uruguay. Su primera parada fue Paysandú, que para entonces ya
había caído. Se unió a las fuerzas blancas que sé suponía que debían
defender Montevideo, pero la ciudad cayó con poca resistencia
puesto que Paysandú había convencido aun a los más bravos entre
los blancos de que la suya era una causa perdida.
No menos indignado por el sitio de Paysandú se mostró
Olegario V. Andrade, que casualmente se encontraba a unos po­
cos kilómetros al sur al otro lado del Río Paraná, en Concepción,
Argentina, y fue testigo presencial de la destrucción de la ciu­
dad. Dejó registradas sus impresiones en un largo poema narra­
tivo titulado “A Paysandú", en el que invoca a la ciudad como el

Calvario de la santa democracia,


Viuda del patriotismo y la nobleza,
Tus vestidos de luto son tus minas
Do eterna majestad;

257
C u n a d e lo s g u e rre ro s d e a lm a g ra n d e ,
D e la s h e m b ra s d e p e c h o v a ro n il,
S e m ille ro d e g lo ria y h e ro ís m o
;P a z e n tu so le d a d !

{O bras p o é tic a s, 1 3 5 -1 3 6 .)

S ig u ie n d o e s ta in v o c a c ió n , d e s c rib e la b ata lla en términos


a lta m e n te s im b ó lic o s e n q u e “lo s c u e rv o s im p e ria le s” y sus escla­
v o s (la e s c la v itu d e ra to d a v ía leg a l e n el B ra sil) derrotan a “los
h é ro e s d e la s a n ta lu c h a ” (1 3 7 -1 4 0 ). T e rm in a , n o obstante, señalan­
d o q u e a u n q u e e l p u e b lo y la c iu d a d m u e re n y caen en ruinas, los
id e a le s d e lib e rta d y d e m o c ra c ia a u té n tic a so n inm ortales:

A sí d e b ió c a e r la c iu d a d m á rtir
C o m o cay ó , retan d o a su d estin o ;
A sí d e b iste c a e r, c ó n d o r a n d in o ,
E n la s g arras d el ág u ila rap az;
E ra s el C risto d e u n a g ra n id e a ,
E l ap ó sto l d e u n d o g m a b e n d e c id o :
jL a tra ic ió n co m o a C risto te h a v e n d id o ,
C om o a C risto , la fe te salvará!

¡Paysandú! E p itafio sacro san to


E scrito c o n la san g re d e lo s lib res,
A lta r d e lo s su p rem o s sa c rific io s,
¡A tus cen izas, paz!
¡Paysandú! E l g ran d ía d e ju s tic ia
A m an ece en el c ie lo am erican o ,
Y, L ázaro , del fo n d o d e tu tu m b a
T ú te lev an tarás. (1 4 3 -1 4 4 .)

E sp ec ialm e n te in te re sa n te en la im a g in e ría a m enudo excesiva


de A n d rad e so n las a lu sio n e s b íb lic a s e n q u e la democracia se
vuelve u n a cau sa sag rad a y P a y sa n d ú el C a lv a rio del ideal demo­
crático e n c a m a d o . Ju n to a la im a g in e ría cristian a , sin embargo, una
segunda serie de im á g e n e s in v o c a u n id eal am ericanista en el que
P aysandú se v u elv e el c ó n d o r an d in o , m ie n tra s el Brasil esclavista
es el águila im p erial q u e re c u e rd a a la R o m a que m ató a Cristo.
A tisbam os e n el v e rso d e A n d rad e u n a se n sib ilid a d nacionalista que
com bina el se n tim ien to relig io so y p a trió tic o en modos que los

258
liberales ilustrados habrían encontrado bochornoso. Andrade asu­
me un papel importante para el federalismo argentino y la busca de
un destino auténticamente americano, no sólo para la Argentina
sino para toda Sudamérica.

Andrade, Alberdí, Guido y Spano y Hernández estuvieron


demasiado cerca de los sucesos de Paysandú para comprender su
verdadero significado. No fucsinohastaquclaGucrradcl Paraguay,
o Guerra de laTriplc Ali anza, estuvo en plena m archa, que pudieron
ver esos hechos en una perspectiva histórica. Esta sección examina
aspectos de importancia de esa guerra, y después echa un vistazo a
las reacciones a ella de algunos autores nacionalistas.
Con el triunfo de Flores en el Uruguay, Mitre y Don Pedro
instalaron un gobierno títere que José Hernández consideró fundado
"en la negación del derecho y de la libertad... en la dominación
extranjera, en la traición y en el oprobio de la patria” (citado en
Proyecto y construcción de una nación, 267). Pero el régimen de
Flores fue dócil a Brasil y Buenos Aires, y apoyó sus designios
respecto del Paraguay. Mitre, Don Pedro y ñ o re s firmaron el 12 de
junio de 1865 el Tratado de laTriplc Alianza, que los volvía aliados
en la guerra contra el Paraguay. Los términos del tratado indicaban
que una vez que la guerra hubiera terminado Argentina y Brasil
volverían a trazar a su gusto las fronteras del derrotado Paraguay
(Kolinski, 91-93). Esta cláusula hizo que virlualmcntc todos los
países sudamericanos, junto con los Estados Unidos, condenaran la
guerra como una campada de rapiña en la que dos gigantes se
abatían sobre el diminuto Paraguay. Gran parte del tiempo que p asó _
Sarmiento en los Estados Unidos lo usó en la defensa del papel
argentino en la guerra (Bunklcy, 424-427).
Lo que podría haber sido una escaramuza de fronteras no tardó
en transformarse en el conflicto más sangriento de la historia
latinoamericana. La guerra, que fue básicamente una guerra de
desgaste, se prolongó desde 1865 a 1870. Cuando terminó al fin, con
una victoria de la Triple Alianza, la población del Paraguay se había
reducido de quinientos veinticinco mil habitantes en 1865 a dos­
cientos veintiún mil en 1871, de los cuales sólo veintiocho mil eran
hombres, una proporción de un hombre por cada ocho mujeres. Más
de un siglo después, la población paraguaya sigue siendo aproxi­
madamente la mitad de lo que era antes de la guerra. Como López
no representaba ninguna amenaza real para la Argentina, la respuesta
desproporcionada de Buenos Aires a sus pretensiones sólo puede

259
ser entendida en térm inos psicológicos, o, com o lo describió Al-
bcrdi, “ La cuestión del Paraguay no es m ás que una faz de la
. cuestión interior argentina. Esta cuestión interior ha sido toda la
causa y origen de la Guerra del Paraguay que jam ás hubiese llegado
a existir si M itre hubiese estado por la unión argentina" (
póstumos, XI, 395). Albcrdi declara que la clite porteña veía a
López como un caudillo como todos los dem ás, y en consecuencia
parte del caudillismo argentino. T am bién veían con suspicacia los
vínculos reales y posibles de L ópez con caudillos del noroeste
argentino. En una palabra, en un m om ento en que Buenos Aires
estaba luchando por librarse de los caudillos del interior, la élite
porteña sentía que el único caudillo bueno era el caudillo muerto, De
ahí que López, un caudillo popular que sigue siendo recordado en
el Paraguay como el principal héroe nacional, tenía que ser elimi­
nado y desacreditado, aunque eso significara transformar al Para­
guay en un cementerio.
En los primeros años del conflicto, M itre usó con habilidad
la guerra para sacar ventajas. N unca escaso de recursos orato­
rios, le aseguró a sus partidarios que volverían triunfantes a Buenos
Aires en cuestión de meses. T anto confiaba en una victoria rápida
que decidió com andar en persona las tropas argentinas; como
resultado, pasó gran parte de los tres últim os años de su presidencia
en el campo de com bate y descuidó sus tareas presidenciales, La
. guerra le dio una excusa para ejercer un control m ás estricto sobre
sus enemigos. Con ayuda de la fam ilia T aboada, de Santiago del
Estero, derrotó y m ató a Felipe V arcla, el caudillo que había
sucedido al Chacho en La Rioja. La g u erra fue también la excusa
para exiliar a opositores problem áticos com o José Hernández y
Carlos Guido y Spano. Pero, m ás im portante quizá, le permitió
atacar la base de poder de los caudillos reclutando gauchos para
lucharcontra los paraguayos, arreglo m uy conveniente en el que dos
grupos sociales m olestos se m ataban entre sí. Otro beneficio ines­
perado de la guerra fue económ ico. L os terratenientes bonaerenses
y del litoral, incluyendo quizás a U rquiza, hicieron fortunas ven­
diendo cuero, carne y caballos a las tropas de la Triple Alianza,y
recibiendo a cam bio el oro que fluía del B rasil a la Argentina. Tamo
se beneficiaron económ icam ente co n la guerra los partidarios de
M itre que se los apodó el “ partid o de los proveedores" (Rock,
Argentina, 127-129).
M íen iras que Ja guerra les d io b en eficio s políticos y económi­
cos a los mi Instas, para el p u eb lo fue una carga creciente, a pumo

260
tal que los intelectuales nacionalistas pronto estaban publicando
fuertes críticas a los costos hum anos y financieros de la guerra. D e
los muchos docum entos que em ergen de este disenso, ninguno m ás
significativo que el extenso artículo de G uido y Spano “El G obierno
y la Alianza” . Publicado en el diario de B uenos A ires La Tribuna,
en julio de 1866, “El G obierno y la A lianza” es la pieza política m ás
ambiciosa de G uido y Spano, y buena m uestra del sentim iento
nacionalista, así com o de sus paradojas.
Guido y Spano escribió el artículo con dos objetivos principales
en mente. Prim ero, quería denunciar a M itre (y por extensión al
liberalismo argentino en general) com o un fraude, un ju g u ete en
manos del B rasil, y un enem igo de la verdadera dem ocracia.
Segundo, quería colocar a la Alianza en un contexto histórico en el
que la guerra y su destrucción resultaran inevitablem ente del
pensam iento antifederalista. Estos argum entos son interesantes p o r
derecho propio, pero, com o verem os, G uido y Spano tam bién
expone involuntariam ente un costado del nacionalism o argentino
que no lo honra.
C om ienza su ataque diciendo que M itre practicaba m al lo que
predicaba. R ecuerda las prom esas del presidente de traer paz y
unión a todos los argentinos, y llega a m ostrar adm iración por el
buen sentido político que m ostró M itre al conservar con pocos
ajustes la Constitución federal escrita bajo Urquiza. Pero agrega
que el liberalism o de M itre no incluye garantías constitucionales
para sus oponentes políticos. Los periódicos de oposición fueron
silenciados, los enem igos exiliados, y los últim os caudillos federa­
les asesinados en cam pañas terroristas:

Al tum ulto de la guerra civil, sucedió el silencio de la m uerte


en las provincias asoladas. Toda resistencia estaba anonadada.
Todos los opositores guerreros tendidos en los cam pos. ¿Para
qué d ar cuartel al enem igo, y m ucho m ás si el enem igo es
argentino? Entre los m illares de hom bres que pagaron con la
vida su odio al servilism o, no consta que ninguno fuese
juzgado por la ley (Ráfagas , I, 365).

Especialm ente vigorosa en este pasaje es la pregunta retórica


por el precio que ponían los liberales a la vida de los argentinos de
clase baja. G uido y Spano agrega que “L a verdad es que el gobierno,
pese a la prédica de su liberalism o ficticio, dom inado por el espíritu
déla reacción unitaria, trabajó en el sentido de hacer im posible toda

261
oposición que no naciese del seno m ism o de sus correligionarios
oposición que sería siempre limitada por las afinidades de unonocn
común” (1,362). En esta iluminadora frase. Guido y Spano admite
que Mitre permitió un debate lim itado entre voces del tnixmj
origen,entre miembros de la familia ponería podría decirse, apenas
lo necesario para proteger la fachada del liberalismo al mismo
tiempo que aplastaba toda oposición seria. Sostiene luego que fes
mitristas arreglaren las elecciones con "la violencia y el fraude’',&
modo que sólo pudieran ganarlas “ todas las mediocridades agv
rantes... los abogados sin pleitos, los periodistas gritones, las
conciencias venales, los oradores caricatos, las nulidades orgullo-
sas“ (1. 363). Haciéndose eco de m uchos de estos mismos sao.
miemos, José Hernández escribió en 1868:

Mine ha sido la entidad más funesta que han conocido esos


países... él pobló de cadáveres nuestras campañas conss-
grientas interv enciones armadas; holló la soberanía de las
provincias con atentatorias o farisaicas intervenciones padr­
eas; consintió en la bárbara persecución de que durame sa
gobierno ha sido objeto el partido federal; hizo enmudecer U
prensa libre desterrando a los que levantaban su voz para pede
justicia contra los atentados; sancionó el tratado de la Tnpk
Alianza contra las conveniencias y contra el sentirme®
nacional; precipitó al país a la guerra con el Paraguay, y hi
permanecido tres aríos al frente del ejército para hacer conree?
su impericia e incapacidad m ilitar (Prosas y oraíorir paría-
mcnxjriu, 83).

En “El Gobierno y la A lianza" G uido y Spano también jis­


ca a Mitre por acceder a renovar el pago d e un préstamo de Orar.
Bretaña pendiente desde 1824 (JRtyagizv, 1, 363). Rosas baba
cuestionado la validez de la deuda, y nacionalistas de iodo upé
siguen afirmando que los créditos externos, antes que desamé^
a la Argentina, se limitaron a enriquecer a barreas imenracionaks
y a comprometer la soberanía nacional. G uido y Spano sugére
que al acceder a los reclamos ingleses avbre la deuda. Mitre pre­
firió mejorar la reputación argentina en el exterior ames qre
crear bienestar interno. En esta denuncia al gobierno 4 ' Mire,
Guido y Spano hace repetidas referencias al p u € kk\ el miso;
pueblo cuyos derechos son violados y cuyo destino es torcida Kh
tre y sus unitarios reciclados entonces no son solo o p o s ^
políticos: son Jos enemigos del pueblo, antipopulares y antíar-
gentinos.
Pero Jas críticas más fuertes Guido y Spano las reserva para la
dirección de la Guerra del Paraguay que hace Mitre. Hacia 1866,
cuando se escribió “El Gobierno y la Alianza”, el conflicto estaba
bastante avanzado, y Guido y Spano puede documentar lo que antes
sólo había sospechado. En los artículos sobre Paysandú que vimos
antes, acusaba aJ gobierno de Mitre de no hacer nada para ayudar a
los blancos asedídados, y sugería que Mitre en realidad estaba
apoyando a Flores pese a su declarada neutralidad. La medida en
que Mitre apoyó a la invasión brasileña, sin embargo, se puso en
claro en declaraciones del diplomático brasileño José Mana de
Silva Pararihos y del mismo Mitre. En Brasil se reveló que Mitre no
sólo había permitido a Flores organizar la invasión en territorio
argentino, sino que en un punto crucial de la campaña lo había
provisto con municiones que necesitaba (1,391). El mismo Mitre
con firmó las peores sospechas de Guido y Spano. En un discurso al
Congreso Nacional el l 'Jde mayo de 1865, el Presidente argentino
declaró que la invasión del Brasil al Uruguay estaba garantizada
por “las justas causas” y "las desinteresadas miras” del Imperio,
“que le guiaron a dar tal paso, confirmando su profundo respeto
a Ja independencia de aquella República, de que era garante en
unión con la Argentina” (citado por Guido y Spano, 1,389). Aun
sin la indignación editorial de Guido y Spano, la admisión de Mi­
tre muestra cierta duplicidad. Apenas meses antes había procla­
mado que la Argentina mantenía una total neutralidad respecto
de Ja invasión al Uruguay y el sitio de Paysandú; ahora se atreve
a proclamar que la intromisión argentino-brasileña en cuestio­
nes internas uruguayas, al instalar un gobierno títere bajo el man­
do de Flores, y declarar luego la guerra al Paraguay, habían es­
tado motivados por un “profundo respeto por la independencia”
del Uruguay. Una vez mis, vemos al vocero por excelencia del
liberalismo argentino usando un vocabulario liberal para justi­
ficar acciones contrarias a todo lo bueno que contiene el sueño
libera!.
SíGuido y Spano tiene alguna palabra de perdón para Mitre,
es para retratarlo corno un juguete en manos del Brasil, antes que
corno perpetrador corresponsablc de la invasión al Uruguay y el
subsiguiente desmembramiento del Paraguay. Pero es aquí donde
los argumentos de Guido y Spano toman un cariz más conspira torio
que (actual. Su argumentación descansa en la cuestionable premisa

263
de que tanto Paraguay com o U ruguay, por naturaleza y derecho dc
nacim iento, form an parte de la A rgentina, idea que se vuelve hacia
una d élas ficciones orientadoras m ás antiguas del país: la necesidad
de m antener las fronteras del V irreinato del Río de la Plata. Según
Guido y Spano, la potencia m ás responsable de la división de esa
Argentina ideal fue Brasil. Sugiere que la intromisión del Brasil le
permitió al doctor Francia m antenerse en el poder en Paraguay
desde 1811, pese a los intentos de la Argentina de recuperarla
provincia. De m odo sim ilar, afirm aque Brasil impidió que Uruguay
se reuniera a Buenos Aires durante la época de Rivadavia. En suma,
de acuerdo a la visión de Guido y Spano, si no hubiera sido por la
interferencia del Brasil, las “ provincias herm anas" de la Argentina,
Paraguay y Uruguay, se habrían unido felizmente a la federación
argentina. Alberdi tam bién describió a Bolivia, Paraguay y Uruguay
no como repúblicas independientes, sino como provincias que la
Argentina “perdió” por causa de la “vanidad a la par que la
impotencia” de los porteños (Grandes y pequeños hombres, 181-
183). Alberdi también le atribuye la Guerra del Paraguay a la am­
bición brasileña, una ambición de la que Mitre se estaba volviendo
cómplice. En “El Imperio de B rasil ante la democracia de América"
escribe: “El hecho es que todo el fondo de la cuestión que se disfraza
con la Guerra del Paraguay se reduce nada menos que a la recons­
trucción del Imperio del Brasil”. En el mismo ensayo llama a Mitre
el hombre que “empeñó la libertad argentina en una tienda de
empeños brasileña” ( Obrascompletas, VI, 272). En o
la misma época, “Las dos guerras del Plata y su filiación en 1867",
escribió: “ Las manifestaciones de simpatía por el Paraguay durante
la guerra no han sido insultos a la República Argentina, como se ha
pretendido, sino la protesta dolorosa y oportuna contra una alianza
que hacía de los pueblos argentinos los instrumentos del Brasil en
ruina de sí mismos” ( CVII,
O , 29).' En una palabra, A
cide en lo fundamental con Guido y Spano: Brasil es el gran
dcsestabilizador, y Mitre su cómplice.
En este esquema, Mitre y sus secuaces, “conspiradores de
etiqueta”, traicionaron el ideal de una Argentina espiritual meo-

A1.bc,r<?i desarrolló estas mismas ideas (las maquinaciones del Brasil y la


^ , MltrC- C" VT * olros ensny ° s im portantes. El m ás representativo
es q u u á Lns disensiones de tas repúblicas del Plata y las m nouiniclnnes ilel
Brasil , de marzo de 1865 (OC VI 'Uio i i ^ • mnqiunationü» UU
Alberdi y sus exnlicacinnA 1 1 « * ^-356), donde las teorías consplraloriits do
Amera, y sus explicaciones llegan a una complejidad que bordea la paranoia.
264
«siendo al Uruguay como miembro independiente de la alianza y
¿ Paraguay como el país a ser derrotado y después dividido con el
Brasil. Por supuesto, esto es mucho más fantasioso que real. Nada
enlahistoria del Paraguay sugiere un manifiesto deseo de verse bajo
la tutela de Buenos Aires, o siquiera ser parte de una confederación
de provincias iguales conocida bajo el nombre de Argentina.
Lo cual nos lleva a un aspecto peculiar del pensamiento
nacionalista argentino: la idea de una Argentina espiritual, a veces
llamada La Gran Argentina, que sería el auténtico destino del país,
y que recuerda la idea de Artigas de una América mítica esperando
su realización. La Gran Argentina está en el centro de un poema
escrito por Olegario Andrade, también en 1867, titulado “El por­
venir". El poema cuenta cómo Andrade desde la cima de una
montaña ve el futuro de su país, en el que una “vorágine espantosa"
engulle a los enemigos del federalismo, y a los “Apóstatas, verdu­
gos y tiranos / Que hicieron al derecho ruda guerra”.

Y la palabra viva.
El verbo de la fe republicana,
Anunciará a los orbes...
Y [que] Se abrazan las razas redimidas
Sobre el sagrado altar de las ideas.
Un pueblo va adelante en el tumulto
De la cruzada audaz; un pueblo grande
A quien Dios dio la pampa por alfombra
Y por dosel el A nde...
Brilla en su frente el sello prodigioso
De la elección de D ios...
¡Es mi patria! Mi patria. Yo la veo
A vanguardia de un mundo redimido,
De un mundo por tres siglos amarrado,
Que, cual bajel en mar desconocido,
Rompiendo las cadenas del pasado
Se lanza con audacia
Cargado de celestes esperanzas,
Al puerto de la santa democracia.
Es su bandera aquella que flamea
En las rocas del Cabo seculares
La que lleva a una raza esclavizada
La luz de libertad de sus altares.
(Andrade, Obras poéticas, 44-45.)

265
Las razas redim idas” son obviam ente las hispanoamcife,
ñas, “por tres siglos am arradas” bajo el dominio español Al re
cordar el papel heroico de la A rgentina en los movimientos inde
pendentistas de varios países hispanoam ericanos, Andrade profe'
tiza que la A rgentina volverá a guiar a todo el continente, que su
bandera ‘‘cargada de celestes esperanzas” marcará el camino al altar
de la libertad. Entonces, com o guía del continente, la patria alcanzará
su destino com o La Gran Argentina. Este destino vive en embrión
en el pueblo, que sigue esperando la liberación, las masas sin
conductor, traicionadas una y otra vez pero siempre dignas de
esfuerzo. G uido y Spano y su generación están entre los primeros
en usar térm inos com o ‘‘nacionalista” y “espíritu nacionalista”para
referirse a una orientación populista, y esto mucho antes de que tales
ténninos se popularizasen en el siglo xx (véase, por ejemplo, Rá­
fagas, 1 ,361, 369). Están tam bién entre los primeros en rebelarse
contra el papel m enor que el liberalism o le asigna a la Argentina en
el panoram a internacional; la visión nacionalista quiere para la
Argentina algo más que ser aliado del Brasil, cliente leal de
Inglaterra o, para usar una palabra de un período posterior, el
granero del mundo. Para ellos la A rgentina está destinada a ser un
líder, portador de la m arca prodigiosa de Dios, liberador del
continente entero, y ejemplo para el mundo.
Otra corriente del pensam iento nacionalista, visible en la
referencia que hace Andrade a “apóstatas, verdugos y traidores
sostiene que el fracaso de la Argentina en lograr ese destino
espiritual deriva no de la debilidad del pueblo argentino sino de
intromisiones externas y traidores infiltrados. El nacionalismo
argentino rebosa de teorías conspirativas. Para Guido y Spano, el
Brasil fue el gran corruptor, para nacionalistas posteriores, lo
fueron Inglaterra, la CIA, las multinacionales, los bancos extranjeros,
La Trilateral Commission, o quien sea. Pero, cualquiera sea el
nombre del demonio, sus secuaces fueron siem pre los miembros de
la elile europeizante y anliargcntina que vendía su país por lucro
personal, los venpatri,deq ue aceptaban un puesto de segunda para
la Argentina en tanto ellos resultaran personalm ente beneficiados.
Además de los sueños de La Gran Argentina y las innumera­
bles variedades de temías conspirativas, hay otra corriente en el
pensamiento de estos tempranos nacionalistas que merece co­
mentarlo, y es su declarada, y muy inusual para la Argentina,
Idenid icación con otros países de Hispanoamérica. La tendencia de
los liberales argentinos a verse como europeos sudamericanos S
266
deja poco intenis para el resto de América latina, salvo cuando se
arrogan el papel de mentor y ejemplo, como luciéronlos rivadavianos
y la Generación del 37. Esta postura, que llevó a Sannicnto a
aplaudir cuando los Estados Unidos anexaron la mitad de México,
volvió a resurgir durante el malhadado intento francés de instalara
Maximiliano como Emperador de México en 1864. Aunque el
gobierno de Mitre mantuvo la neutralidad oficial durante el conflicto,
su periódico, La Nación, publicó varios artículos defendiendo la
invasión francesa, afirmando que “las sociedades desquiciadas han
sido en todos tiempos conquistadas o invadidas, porque la Provi­
dencia tiene siempre gentes en reserva para ira ocuparlas tierras que
poseen las sociedades viciadas” (citado en Guido y Spano, Ráfagas,
1, 195). Horrorizado por la sugerencia de que México, en tanto
sociedad “desquiciada y viciada”, se mereciera de algún modo ser
invadida, Guido y Spano envió una larga carta de protesta titulada
“La cuestión de M éjico” al diario de Mitre, que los editores
aceptaron, asegurándole que se publicaría no bien hubiera espacio
disponible. Tras casi un mes de espera, Guido y Spano envió su
artículo a un diario rival, EINacional, que más tarde sería clausurado
por los mitristas, y aquí se publicó no sólo el artículo sino el
fulminante ataque de Guido y Spano a Mitre por su censura
mediante el silencio.
La negativa de M itre de ver impresa “La cuestión de Méjico"
es comprensible. Guido y Spano empieza notando la ironía de que
Francia, tutor y modelo de las revoluciones liberales en toda
América, ahora fuera “dorado alcázar del despotismo victorioso...
Las repúblicas de América han perdido pues su aliado natural, que
al atacarlas en México, ha falseado sus promesas y mentido a su
historia” ( áfags,1 ,190-191). Más irritante para Guido y Spano
R
fue el silencio oficial de la Argentina sobre la cuestión, particular­
mente desde que los gobiernos de Perú, Chile y Brasil ya habían
dado muestras de apoyo a México. Más reveladora que su postura
ante la invasión francesa, sin embargo, es su retórica. Guido y Spano
suele referirse a la Argentina sólo como un “Estado americano”
entre muchas “repúblicas herm anas”. También insiste en que su
interpretación de sentim ientos populares es más adecuada que la del
gobierno, afirmando, por ejemplo, que su posición ante México
refleja “el instinto popular político; es el alma de la democracia que
siente el soplo helado del fiero despotismo amenazándola de
muerte; es la vieja sangre española sublevándose ante el espec­
táculo de la violencia rapante y de la fuerza usurpadora” ( 1 ,192).

267
Una vez m ás vem os su creencia de que “el pueblo” es el genuino
depositano de la virtud argentina. Pero también vemofc un curioso
acoplam iento de esta idea a una exaltación de “la vieja sangre
española”. En ninguna parte en Guido y Spano, o en otros nacio­
nalistas, encontram os la denigración de España y de la herencia
española que m arca la obra de liberales argentinos como Sarmiento
y el Alberdi de Bases. Es precisam ente este sentido del ancestro
com ún el que le perm ite a G uido y Spano hablar de “repúblicas
herm anas" en un m odo desconocido al liberalismo argentino. Así,
la lucha m exicana se vuelve una lucha hispanoamericana en el que
“los bravos m exicanos a la vanguardia de una causa que a todos nos
interesa profundam ente, defienden el derecho de todos estos pue­
blo s... batiéndose gallardam ente contra el extranjero y contra los
traidores” ( 1 ,192).
E sta negativa a aceptar la visión liberal de los pueblos espa­
ñoles y latinos tam bién es visible en Olegario V . Andradc. Hacia el
fin de la década de 1870, escribió un poema importante titulado
“Atlántida: Canto al porvenir de la raza latina en América”, en el que
afirma que las razas son “raudales de la Historia” y que Dios le dio
a la raza Latina el destino de “inaugurar la historia / y abarcar el
espacio” ( Obra ,p
oética52-53). En la reconstrucción histórica de
Andrade, la raza latina ha pasado por varias etapas, pero,

No perecen las razas porque caigan


sin honor o sin gloria
los pueblos que su espíritu alentaron
en hora venturosa o maldecida.
Las razas son los ríos de la historia,
y eternamente fluye
el raudal misterioso de su vida (57).

Para Andrade, la raza latina y su destino como mentor y


civilizador del mundo siguió su m archa aunque los pueblos espe­
cíficos, o manifestaciones de esa raza, se alzaran o cayeran. Así fue
que Grecia y Roma pudieron caer, pero el destino latino seguiría
adelante, para ser realizado en los españoles y franceses. Con la
declinación de España y Francia, la raza del destino se manifestaría
otra vez, pero ahora en Latinoamérica.

Pero Dios reservaba


la empresa ruda al genio renaciente
268
de la latina raza, dom adora
de pueblos, combatiente
de las grandes batallas de la historia,
y cuando fue la hora,
Colón apareció sobre la nave
del destino del mundo portadora.
...y despertó la Atlántida soñada (64).

Es este “destino del m undo" el que Andrade ve realizado en


toda Latinoamérica, en el “trópico esplendente" de las Antillas; en
México, la "granítica atalaya”; en “Colombia la opulenta / que
parece llevaren las entrañas/la inagotable juventud del mundo” ; en
Venezuela, “cuna del gran Bolívar”; y así sucesivamente, a lo largo
de todo el continente. Por fin, ve a la Argentina,
y

la patria bendecida
siempre en pos de sublimes ideales,
el pueblo joven que arrulló en la cuna
el rumor de los himnos inmortales.
Y que hoy llama al festín de su opulencia
a cuantos rinden culto
a la sagrada libertad, hermana
del arte, del progreso y de la ciencia (66-69).

La visión de Andrade del destino latino lo pone a buena


distancia del pensamiento liberal de los hombres de 1837, para
quienes España era la pariente retrasada de Europa cuyos hijos
americanos necesitaban adoptar nuevos modelos en el norte de
Europa y en la América inglesa. Es interesante notar que la “ lati­
nidad” de Andrade se transformaría veinte años después en uno de
los m ovim ientos más significativos en la historia intelectual lati­
noamericana. En 1900, el ensayista uruguayo José Enrique Rodó
publicaría un ensayo breve pero de enorm e influencia titulado Ariel,
en el que afirm a no sólo que los pueblos latinos son los herederos
legítimos de la inteligencia y sensibilidad griegas, sino tam bién los
que darán el necesario equilibro al m atcrialisinoutilitariodcC alibán,
su símbolo para los Estados Unidos. La deuda de Rodó con Andrade
rara vez se ha reconocido.
Por lo dem ás, A ndrade tam poco parece com partir las pre­
ocupaciones raciales de los liberales argentinos. En su poem a “La
libertad y la A m érica" escribe:

269
Aquí, (fotuto los pechos de una creación (tlguntc
Im peran nuevas ru/tts que indinen su vigor,..

Aquí, donde algtln día vendrán las razas piulas


A entrelazar sus brazos en t’nuenm l unión,
A d esp en ar, aeaso, las selvas soldarlas
Con el sublim e acento de m ísticas plegarias,
C antando los esclavos su eterna redención.
; ,• > Í J
í

Aquí, la vieja P.uropa con m ano enllaquecida,


Con la altanera audacia de la codicia vil,
Q uiere iiy en ar su sangre, su sangre conom pida...
Un la callente sangre de un pueblo varonil.

(Andnule, Obras poéticas, 47-48.)

Aunque favorables a la inm igración, estos versos no consuenan


con la preferencia sannientina por la Europa alemana. Además,
Andrade paroce pensar que los latinoamericanos, con su mezcla
racial, son ya un pueblo viril, superior a "la vieja Europa que trata
de inyectar en «M"su sangre corrom pida" La exaltación que hace
Andrade de las latinoam ericanos tai com o son lo distancia de lis
teorías que justificaron iniclalm cnte la política inmigratoria, pero
ivuts importante, el suyo es obviam ente un sentimiento populists
que lo conecta con los intentos de Artigas de incluir gauchos,
indios, negros y yambos" en su sociedad ideal.
Como hemos visto, lo que he llamado “nacionalismo" en la
Argentina del siglo xix no fue dem agogia, ni fue meramente el re­
sentimiento de un pueblo derrotado. Antes bien, tue una alternativa
bien desarrollada a las ficciones orientadoras del liberalismo ar­
gentino, En su mejor forma propuso un paradigm a diferente de la
historia argentina en la que la riqueza portería, la "oligarquía", fuera

cual fuese su ideología publica, estaba unida en la codicia y en su
4 fe fe I i «-k. - , . * — 4

270
una nmy insalubre xenofobia. El populismo también vio a la
Argentina corno parte de una gran tradición latina e hispánica,
antes que una colonia europea rodeada de bárbaros, y en esa
tradición afirmó la solidaridad con el resto de América latina.
Fero, io más importante de todo, quizá, fue que el populismo
rechazó las teorías de exclusión, generalizadas entre los liberales,
que veían a los mestizos del interior como un impedimento al
progreso. En resumen, el populismo argentino en su mejor for­
ma ofreció una mitología para el consenso y la inclusión que, si
hubiera triunfado, podría haber desarrollado la especie de democracia
abarcadora a la que el liberalismo veneraba sólo con palabras, no
con hechos.
Ladoblezdelliberalismo argentino queda àcidamente resumi­
da por Guido y Spano en su carta autobiográfica de 1879. Guido y
Spano recuerda la década de 1860 como una época en la que buscó
refugio de la política en los libros; otros, observa,

“con su ignorancia a cuestas, tenían las propiedades de las


plantas trepadoras; enredábanse al gran árbol de la libertad que
llamaban, siendo sólo acaso un ombú carcomido... Trepados
allí se transformaban como por ensalmo en gobernadores, en
ministros, en éforos y arcontes, conservando una seriedad
admirable, lo que no les impedía hacer cada barbaridad de
espantar... Por dicha nuestra al lado y enfrente de esas enti­
dades postizas, raquítico engendro de la demagogia delirante,
no faltaron nunca hombres de pro en Buenos Aires, en la
República Argentina, que sostuviesen los principios de la
libertad en el orden, del derecho en los límites amplios de la
Constitución. Sus esfuerzos, empero, no alcanzaron a evitar
los estragos de la guerra civil, ni la guerra del Paraguay de tan
desastrosas consecuencias, ni los manejos sombríos que sem­
braron la discordia y la ruina en la República Oriental.”
(,Ráfagas, Ivíi-lviií).

El liberalismo argentino, el viejo unitarismo, el partido de la


elite intelectual de Buenos Aires, ganó las batallas políticas del si­
glo XíK y en su m ayor parte se las arregló para imponer su punto
de vista de la historia en la mente de generaciones posteriores de
argentinos. Como resultado, Andradc, Alberdi (salvo por Las Ba­
ses), Cuido y Spano, Hernández... todos podrían haber sido fácil­
mente olvidados, si no hubiera habido dos excepcionales obras

271
literarias que siguen echando dudas sobre la sabiduría del liberal«,
mo argentino. La prim era es Una excursión
de Lucio V. M ansilla, que consiste d e una serie de cartas en las que
el autor describió sus encuentros con los mismos indios que ti
gobierno de Sarm iento estaba decidido a exterminar. La segunda»
un largo poem a gauchesco titulado E l Gaucho Martín Fierro, que
le dio al populism o un rostro hum ano en la imagen inolvidable de
un gaucho tan perseguido por los gobiernos liberales que se trans­
formó en el bárbaro que tanto tem ía Sarm iento. Estas obras, su
contexto y su perm anente im portancia entre las ficciones orientadoras
de la A rgentina son el tem a del siguiente capítulo.

272
Capítulo 10

Raíces del nacionalismo argentino,


Parte II

Unaexcursión a los Indios ranquelcsde Lucio V.


(¡mclio Martin ¡''Ierro de José Hernández no surgen en un vacío.
Ambos se apoyan en una tradición intelectual argentina, y ambos
reílejan realidades políticas y sociales de su tiempo. La cuestión
India a la que se aboca Mansilla emerge en escritos de Artigas afines
de la década de 1810, y fue discutida ampliamente en las dos
décadas siguientes; los rosislas solían señalarlas buenas relaciones
de Rosas con los Indios como prueba de que el federalismo estaba
mejor preparado que el unitarismo para resolver los problemas que
planteaban las poblaciones nativas del país; y uno de los más
apreciados poemas argentinos del siglo xtx es “La cautiva", publi­
cado en 18.17 por Esteban Echeverría, que cuenta con trasfondo
Indígena la historia de un amor desdichado. De modo similar,
Hernández heredó mucho de la gauchesca populista de Bartolomé
I lidalgo, riel pensamiento de la Confederación, y del último Alberdi.
Pero el contexto más inmediato de estas obras fue político: la Gue­
rra al Paraguay y las guerras indias, llamadas corrientemente “la
conquista del desierto".

La Guerra al Paraguay comprometió seriamente los últimos


tres años del período presidencial de Mitre. Los proyectos públicos
se tambalearon en la medida en que Mitre distrajo recursos para la
guerra y condujo personalmente las tropas contra López. Por lo
demás, con su earacloiísiica falla de tolerancia para los detractores,
mandó al exilio a los críticos nacionalistas, e instruyó a su ministro
de Interior, Guillermo Rawson, para que ordenara al gobernador

273
Domínguez, de Huiré Ríos, Iti clausura de varios órganos de piensa'
"I .os periódicos Porvenir, ElPueblo Entre pub
Gtinleguayclnl, y El Eco de Entre ¡líos y Paraná, <|iie se publican
en la ciudad de este nombre, han lomado una dirección incompa­
tible con el orden nacional y con los deberes que al gobierno general
incumben en ¿pocas como la presente,.. Hn consecuencia, el señor
vicepresidente de la República me ordena dirigir a V,H, csia
comunicación encargándole que, haciendo uso de las facultades que
el estado de sitio confiere.,, se sirva V,B. disponer t|ue cese la
publicación de los referidos petiódicos, usando para con las jwrsonas
o con las cosas los medios de acción adecuados para conseguirlos"
(citadocnTiscomia,“ 'Vida de Andrade", xxxii i). I ,a muerte rejxmiina
del vicepresidente, Marcos Paz, a com ienzos de 1868, obligó a
Mitre, que había estado hasta entonces al frente de las tropas, a
volver a Buenos Aires tras artos de ausencia, apenas a tiempo para
participar en la campaña de elección de su sucesor. Mitre apoyaba
a Rufino EUzalde, viejo amigo suyo conocido por su lealtad al
presidente. Otros contendientes eran Adolfo A lsina.hijode Valentín
Alsina, el perenne autonomista de Buenos Aires cuya postura
separatista había atormentado a Urquiza y había hecho parecer
moderado, en comparación, a Mitre. Aunque para entonces las
páremelas ya estaban bajoel firme dominio del centralismo |x)rtcfto,
existían simpatías federales latentes en el interior que disminuían
las chances tanto de Alsina como de Elizaldc. En la necesidad de un
candidato de. compromiso, los electores dieron con el nombre (le
Sarmiento. Uno de sus m;ts firmes proponentes fue Lucio V.
Mansilla, quien pese a sersobrino de Rosas y ex m ilitante urquicista,
puso todas sus energías en la candidatura de Sarm iento, con la
esperanza de ser nombrado por ¿si e ministro tic Guerra. Sarmiento,
a quien siempre era más fácil apreciar cuando estaba lejos, termi­
naba un periodo de tres artos como em bajador argentino en los
Estados Unidos. El recítenlo de su lam entable gobernación en San
Juan se había desvanecido, y en su condición de miembro del
punido porteño que había nacido y crecido en el interior resultaba
- una opción aceptable tanto para los intereses provincianos como los
de Buenos Aires. Su elección quedó asegurada cuando Adolfo
Alsina retiró su candidatura y accedió u ser vicepresidente de
Sarmiento. En el momento de su elección, el 10 de agosto de 1868,
Sarmiento estaba en alta mar, volviendo do Nueva York, y no se
imaginaba el honor (y los problemas') que lo esperaba, I n formado de
su nuevo cargo al bajar a tierra en Río de Janeiro, visitó al emperador
Don Pedro y le aseguró que la Argentina bajo su presidencia no se
apartaría de la alianza contra el Paraguay.
/ La presidencia de Sarm iento se inició con problemas. En pri- x
mcr lugar, ofendió a M ansilla negándole la cartera de Guerra tan
anhelada, y nom brándolo en cam bio a un oscuro puesto militar en
Río Cuarto. Si la intención de Sarm iento había sido apartar a
Mansilla de la política de Buenos Aires, no tuvo éxito porque desde
Río Cuarto M ansilla em pezó a publicar las cartas sobre las que está
basada Una excursión a los indios ranqueles, de la que hablaremos /
más adelante. Luego, Sarmiento trató de seducir a Mitre para que
: participara de su gobierno. Aunque no ignoraba la preferencia de
Mitre por Elizalde, Sarmiento esperaba que el ex presidente seguiría
en su puesto de com andante de las fuerzas aliadas en el Paraguay,
y a la vez como ministro de Guerra. Pero compartir el poder no era
el estilo de M itre, que rechazó ambos cargos y se dedicó a oponerse
a la política de Sarmiento desde su puesto en el Senado y desde su
recién fundado di ario La Nación. La oposición de Mitre a Sarmiento
tenía poco sentido ideológicamente, pero se basaba en un hecho
esencial de la política de Mitre: en el poder fue un funcionario
celoso y eficaz; fuera del poder era capaz de openerse a todo, sin
reparar en la ética ni en la ideología.
Mitre y M ansillano fueron los únicos problemas de Sarmiento.
Las prioridades eran: sacar a la Argentina de la Guerra al Paraguay,
que en el momento de su asunción, en 1868, estaba en su peor
momento; pacificar al interior, donde las tensiones provinciales
amenazaban con estallar en una guerra civil; y proteger la coloni­
zación blanca de los indios desplazados de sus territorios. Menos de
dos semanas después de su asunción, llegó ayuda de una fuente
inesperada. Urquiza, el hombre al que Sarmiento había retratado
con trazos tan gruesos en Campaña del ejército grande, le escribió'"
una carta congratulatoria fechada el 29 de octubre de 1868:

Su Excelencia puede contar conmigo como el primero entre


los servidores de la nación que desea la oportunidad de
dem ostrar su sinceridad durante su administración. Si algún
rencor nos ha puesto en bandos opuestos, el mero recuerdo de
haber luchado juntos por la libertad bajo la misma bandera y
el interés que compartimos por la grandeza y bienestar de
nuestra patria nos unirá hoy, cada uno en su posición, para
buscar lo que nadie ha logrado, la destrucción de las facciones
y la reconstrucción sobre una única base, la de la Constitución.

275
U sted ít la cab eza d e la N ación y yo com o Gobernador de una
p ro v in cia rica, fucile y m oralizada, estam os en posición de
h acer realidad esta aspiración. (C itado en Bunklcy, 453.)

S arm ien to respondió con cautela a la oferta de Urquiza, pero


tras co n sid erab les esfuerzos diplom áticos aceptó una invitación
para v isitarlo en Entre Ríos, en febrero de 1870. Aunque fue objeto
de una recepción espléndida, siguió dudando de la buena voluntad
de U rquiza para u n ificar a la A rgentina bajo el mando de Buenos
Aires,
Un aflo después de la asunción, S annicnto pudo al fin mostrar
algún progreso en la G uerra al Paraguay. El 5 de enero de 1869, las
tropas de la T riple A lianza ocuparon A sunción, ciudad cuya po­
blación en cinco afios había sido reducida de medio millón de
habitantes a unos ochenta m il, casi todos m ujeres y niños. López
huyó a una fortaleza de m ontaña donde él y casi todos sus quinientos
hom bres m urieron el I o de m arzo de 1870. El fin de los combates,
sin em bargo, no term inó con los efectos de la guerra en la Argenti­
na. A hora S annicnto se vio frente a una deuda de guerra que supe­
raba los cincuenta m illones de pesos, y adem ás debía atender a las
necesidades de unos veinte mil veteranos. Tam bién hubo desacuer­
dos con el Brasil respecto de las indem nizaciones de guerra y las
nuevas fronteras del Paraguay, sustancialm cnte reducidas. En la
desesperación, S annicnto apeló a M itre para negociar un acuerdo
con los brasileños, tarca que el im prcdcciblc ex presidente realizó
con extraordinaria habilidad. La presidencia de Sannicnto también
sufrió de devastadoras epidem ias de cólera y fiebre amarilla. Para
em peorar las cosas, la derrota de Francia en la Guerra Franco
Prusiana (1870-1872) dejó los m ercados europeos en mala situación,
con lo que se inició una grave declinación de la demanda externa
para m ercaderías argentinas.
T Aunque las cargas com binadas de la guerra, la deuda, la
depresión y las epidem ias dejaron pocos recursos para los grandiosos
planes educacionales y económ icos de Sarm iento, sus realizaciones
en esos cam pos son notables. Bajo su adm inistración, la cantidad de
niños que asistían a escuelas públicas subió de treinta mil a cien mil,
los inmigrantes que entraron a la A rgentina se duplicaron, y se
pusieron en m archa políticas habilacionales. Fundó escuelas nor­
males c importó profesores de los Estados Unidos para dirigirlas.
Creó el Observatorio Nacional, la Escuela de M inería y Agronomía,
I» Academia Naval y la Academ ia M ilitar. Expandió el sistemado

27 Ó
bibliotecas públicas, triplicó el tendido de vías féwsa%,v%Uit)te/M m
sistema nacional c internacional de telégrafos, reformó
los códigos comercial y militar, y realizó eJ mh
tiempo, fue impiadoso con todo lo que considerara jndesea í>;
hecho, sus internos por centralizar el m sí mismo, y m
propensión a igualar su bienestar político con el de la Argentina,
fueran cuales fuesen los procedimientos institucionales, llevaron a
su mejor biógrafo, AJíson Williams BunkJcy, que simpatiza con él,
a llamarlo "un caudillo moderno” (Vida da Sum íanlo, 412),
La amenaza política más peligrosa para Sarmiento m
presidencia tuvo lugar en 1870, cuando tropas de Ricardo l/;p e z
Jordán, ex militar de la Confederación, desilusionado por la rendí-
ción en Pavón, asesinó a Urquíza y sus dos hijos Justo y Wa Id irio,
pocas semanas después de que Sarmiento lo hubiera visitado en San
José. López Jordán, político frustrado, se había postulado para
gobernador de Entre Ríos en 1804, pero fue derrotado por José M,
Domínguez, con el apoyo de Urquíza y Mitre. Convencido de que
Urquíza y Domínguez se habían vendido a Buenos Aíres, López
Jordán empezó a organizar un ejército gaucho y a preparar el
asesinato de Urquíza. Realizado éste, López Jordán se nombró
gobernador de Entre Ríos y lanzó una guerra separatista contra
Buenos Aires, Durante el juramento como nuevo gobernador de la ,y
provmc¡adeelaró:"Hedeplorado que los patriota,sque se decidieron
a salvar las instituciones, no hubieran hallado otro camino que Ja
víctima ilustre que se inmoló, pero no puedo pensaren una tumba
cuando veo ante mis ojos los líennosos horizontes de los pueblos
libres y felices” (citado en Bosch, 714). Las fuerzas ele Sarmiento
expulsaron a López Jordán del país en cuestión de meses. Tras
intentarínvadircl territorio argentino en 1873 y 1874,1 .ópez, Jordán
comprendió al fin que sus ambiciones nunca tendrían suficiente
apoyo popular, y se retiró a una estancia en el Uruguay. En 1888 se
introdujo clandestinamente en Buenos Aires, donde fue reconocido
y baleado por el hijo de un militar a quien López Jordán había
condenado a m uertequínecafios atrás. Hoy es recordado sobre todo
por haber planeado el asesinato de Justo José de Urquíza.
y Con el Paraguay reducido ala nada, los caudillos m uertos o en
' el exilio, y las provincias golxtmadas por políticos favorables a
Buenos Aires, sólo quedaba un obstáculo en la perspectiva liberal
del progreso: los indios que seguían atacando a los colonos en las
humeras en expansión. Desde los primeros tiempos de la República,
los criollos ávidos de i ierra habían expulsado a los indios de sus

277
temiónos, aunque algunos dirigentes blancos, Rosas entre ellos
mantuvieron mejores relaciones que otros con ¡os indios. Rosas sé
las arregló para hacerlos com batir entre sí, y a sus aliados los
mantuvo bajo control mediante pagos anuales; existen registros de
estos pagos a tribus aliadas pampas y araucanas, err archivos
oficiales, bajo la rúbrica “Negocio pacífico con los indios". I-sos
pagos se hicieron irregulares tras la caída de Rosas en 1852, y tras
la derrota de Urqui/a, Mitre los interrumpió por completo. Al no
efectuarse los pagos pacificadores, y con todas las fuerzas militares
ocupadas en la Guerra al Paraguay, los malones arreciaron a tal
punto que Sarmiento declaró prioridad uno la recuperación de
tierras perdidas (Jones, “Civilizalion and Barbarism and Sannicnto’s
ludían Policy", 5-7). En ciertos aspectos, los gauchos enfrentaban
problemas similares a los de los indios, ya que, aunque hablaban
castellano y hasta cierto punto eran cristianos, también ellos vivían
en los márgenes de la sociedad, y eran expulsados poco a poco de
las tierras que antes recorrían libremente. Además, igual que los
indios, los gauchos no tenían lugar en el esquema liberal de la
Argentina.
Pararcsolvcrcl problema indio de una vez portodas, Sarmiento
volvió a sus ideas originales de civilización y barbarie. Ya en 1844,
cuando todavía estaba en Chile, respondía a los argumentos del

durante la conquista, que “ Debemos ser justos con los españoles; al


exterminar a un pueblo salvaje cuyos territorios iban a ocupar, no
hicieron otra cosa que lo que han hecho todos los pueblos civilizados
con los salvajes, lo que la colonización hizo consciente o incons­
cientemente: absorber, destruir y cxicnninar" (Sarmiento, Obras
completas, II, 219). Lo inspiraba el ejemplo de su país más admi­
rado, los Estados Unidos, y en algún momento envió una delegación
a Washington a estudiar de primera mano cómo manejaba la
potencia del norte el problema indio. Igual que los dirigentes
norteamericanos, Sanniento y muchos otros argentinos hablaron
mucho de civilizar a los indios, pero el programa adoptado cnN
realidad se acercó más a una política de deliberada dislocación y
exterminio. Seguramente las ideologías reflejadas en el ,
según las cuales los indios eran una raza inadecuada para la
democracia, lo guiaron en esta tarea.

Como la prensa argentina estaba llena de informes sobro


malones indios, en que se mataba o secuestraba a colonos blancos,
\
278
/ no es sorprendente que la mayoría de los intelectuales argentinos,
liberales y nacionalistas por igual, viesen con aprobación tácita o
expresa la guerra al indio. Una interesante y parcial excepción a este
consenso, sin embargo, es Lucio V. Mansilla, figura compleja que
con menos sobrecarga psicológica podría haber sido uno de los /
» mejores escritores latinoamericanos. Nacido en 1831, era hijo de
Lucio Norberto Mansilla, distinguido héroe de la Independencia y
político que había tenido su mejor momento bajo el gobierno de
Rosas, con cuya hermana, Agustina Orliz de Rosas, estaba casado.
Educado en Buenos Aires, el joven Lucio mostró poco interés en el
negocio de salazón de carne de su familia, y se embarcó en la lectura
de peligrosos autores franceses. Su padre lo sorprendió un día
leyendo a Rousseau, y tuvo que explicarle que “ cuando se es sobrino
de Juan Manuel de Rosas, no se lee el Contrato Social si se quiere
seguir viviendo en el país” (citado en Caillet-Bois, “Prólogo”, ix).
Poco después, Lucio Norberto dispuso que su hijo viajase a la India
a comprar yute.
El joven Lucio permaneció fuera del país casi tres años, y viajó
por tierra de la India a Londres. Estos viajes fueron la base de sus
primeras publicaciones, recogí das más tarde en dos breves volúmenes
titulados De Edén a Suez y Recuerdos de Egipto. En 1851, cuando
Urquiza inició su campaña contra Rosas, Mansilla estaba en Lon­
dres; llegó de regreso a Buenos Aires apenas semanas antes de la
caída de Rosas en 1852. Antes que enfrentar la hostilidad de los
vencedores, huyó con su familia a Francia, donde el apuesto joven
argentino fue bien recibido. Pero lo aburrió la vida en el exilio, y dos
años después volvía al Buenos Aires de Mitre. Permaneció en la
capital el tiempo suficiente para tener un sonado enfrentamiento
con José Mánmol respecto de un pasaje de la novela de este último,
Amalia, que echaba sombras sobre el honor de la familia. Después
huyó a Paraná, donde trabajó como periodista, asociado con otros
federales c hijos de federales que temían seguir en Buenos Aires.
Mansilla se mantuvo leal a la Confederación durante toda la
presidencia de Urquiza, y participó en la batalla de Cepeda en 1859.
Pero cuando Derqui sucedió a Urquiza, la fe de M ansilla en la
Confederación se debilitó; en 1861, cuando Mitre batió a Urquiza
en Pavón, Lucio ya estaba en el bando de Buenos Aires.
Esta fluidez de sus lealtades caracterizaría gran parte de su vida
política. En cierto nivel, el peso de ser el sobrino del hom bre más
vilipendiado de la Argentina debió de hacerse notar, como Guido y
Spano y como ha notado Sylvia Molloy, M ansilla nunca superó del

279
lo d o la a s o c ia c ió n d o su fa m ilia c o n el rn s is n u i (Al luir* Valar, W-
185). lin a y o lía v e /, ira n í d e h a lla r u n c a u d illo p o llin o a f|t||,V„
s e g u ir, p rim e ro e n U rq u iw » , m ita la rd e e n M in o y S a rm ie n to , peu,
s ie m p re fu e re c h a z a d o . P a ra c o n g r a c ia r s e c o n M in o d e sp u é s de
P a v ó n , c o m b a tid p o r B u e n o s A ire s e n el P a r a g u a y , d isin iieiiín d o M
c o n e llo n u ls a d n d e s u s e x a m ig o s le d e r a le s c o m o Olegario
A n d ra d e y C a rlo s G u id o y S p a n o , q u ie n e s se o p o n ía n c o n luda
v e h e m e n c ia n la g u e r r a . Im e l P a r a g u a y , tr a b ó a n iis ia d con
D o m in g u ilo , e l h ijo d e S a r m ie n to , y e s lu v o p r é s e n la c u a n d o lo
m a im ó n , S a rm ie n to s ie m p r e le e s tu v o a g r a d e c id o ,,, a u n q u e no
la m o c o m o p a ra d a rle u n p u e s to d e im p o rin n c in e n m i g o b ie rn o ,
A s í lú e q u e M a n s illa , d e s p u é s d e a p o y a r la c a n d id a tu ra de
S a rm ie n to c o n la e s p e ra n z a d e s e r n o m b r a d o m in is tr o d e (lu c irá ,
te rm in é , a fin e s d e 1 8 0 8 , e n R ío C u a rto , p r o v in c ia d e C ó rd o b a , en
u n c a rg o q u e e s ta b a m u y d e b g jo d e s u s e x p e c ta tiv a s . P e se a 'sil
re n c o r p o r la in g ra titu d d e S a r m ie n to , M a n s illa h iz o u n 'b u e n
tra b a jo , y m u y p o c o d e s p u é s e m p e z a r o n a a p a r e c e r s u s c a rta s e n el
m a tu tin o p o rte ñ o La Tribuna, lle n a s d e a u to e lo g io s p o é s u s lo g re s
e n la p a c ific a c ió n d e in d io s y la c u s to d ia d e c o lo n o s fe rro c a rrile s,
E l d ia rio , d irig id o p o r u n a m ig o d e M a n s illa , I lé e lo r V a re ta , p u ed e
h a b e r p u b lic a d o la s c a r ta s p a ra ir r ita r a S a r m ie n to y m a n te n e r el
n o m b re d e M a n s illa a la v is ta d e l p u b lic ó , E n f e b r e r o d e 1870
M a n s illa y u n re p re s e n ta n te d e l je fe in d io M a r ia n o R o s a s firm a re n
u n tra ta d o d e p a z q u e fu e e n v ia d o a R u e ñ o s A ir e s p a r a s u a p ro b a c ió n
fin a l. C u a n d o S a rm ie n to s u g ir ió c a m b io s e n la re d a c c ió n d el
d o c u m e n to , M a n s illa le e s c r ib ió u n a c a r ta f u r io s a a c u s á n d o lo d e n o
to m a rlo e n s e rio . E o s in d io s e n tr e ta n to e m p e z a r e n a d u d a r d e la
b u e n a fe d e l g o b ie rn o y se c e b a r e n at o ís. E n p a r le p a r a l ra n q u ili zat los,
y e n p a rte p a ra a liv ia r su p r o p io a b u r r im ie n to , N la n s illa s e e m b a rc o
e n u n v ia je p o r te r r ito r io in d io , r e g is tr a n d o s u s e x p e r ie n c ia s y
o b s e rv a c io n e s e n u n a s e rie d e c a r ta s d ir ig id a s a u n v ie jo a m ig o .
S a n tia g o A tv e . L a s c a n a s fu e re n p u b lic a d a s e n e l d ia r io d e V á re la
e n tre el 7 0 d e m a y o y el 7 d e s e p tie m b r e d e 1 8 7 0 . R e c o p ila d a s
d e s p u é s p o r H é c to r V a re ta , e s ta s c a r ta s s e v o l v i e r e n u n a o b r a fin tea
e n la lite ia tu ra a r g e n tin a , l,*na z tc iir tiíii) a /,i\ n s /r e v rezi.ziie/cs
(C a U le i-R o is , v il, x x ü ), 4
T re s c o r rie n te s p r in c ip a le s r e c o r r e n e l te x to d e M a n s ilh C
R o m e re . b u s c ó d e s c rib ir a lo s in d io s v a n q u e lc s ( s u s preferencias,
h i l n u s c iv o n d a s s w t W M W n w A 0 1 1 1 1 .« „ „ « v io
vomplou, |V s,h lo . o . o o m o 1„ , | h v o l, • • , « , « « m
El crítico Julio Ramos llama agudamente al viaje de Mansilla “un
viaje deliberado a la barbarie”, lo inverso de sus viajes a Egipto y
Europa, así como el obligatorio viaje a Europa que debía hacer todo
joven argentino de la clase alta (Ramos, “Entre Otros”, 144). Una \
■^segunda corriente en la obra es el esfuerzo de M ansilla por vindicarse
a sí mismo, por probar que, aun siendo el sobrino de Rosas, merecía
algo mejor que Río Cuarto. Y tercero, el ataque a las políticas
indígenas de Sarmiento, a veces directamente, pero con más fre­
cuencia mediante discusiones abstractas sobre las ideas de civi­
lización que supuestamente justifican las campañas de exterminio,/
^lel gobierno. Lamentablemente, aunque escritor prolífico, Mansi-
lia no era un pensador riguroso. Como resultado, suele rozar ape­
nas cuestiones fascinantes que, con más atención por su parte, lo
\habrían llevado a una especie de relativismo cultural muy distinto
de la fácil exaltación liberal de la “civilización” y la ruda auto-
ysáüsfarjción del gobierno de Sarmiento.
x f es\ a esta tendencia a dejar caer en mitad del vuelo las
cuestiones"rnportantes, los ataques de Mansilla a Sarmiento suelen
conectarse coaccio n es orientadoras de tierra, clase y raza rastrcables
al menos hasta Aligas y su visión de un carácter argentino pre­
existente, invisible a'^s porteños europeizados y sobreviviente sólo
en las pampas y sus habitantes que eran de algún modo el pueblo
“real”. Los que han retratáosla pampa, escribe, “ poetas
de ciencia, todos se han e q u iv o c o . El paisaje idei
que yo llamaría, para ser más exacto,jam pas, en plural, y el paisaje
real, son dos perspectivas completamente distintas. Vivimos en la.
ignorancia hasta de íafisonomfa de nuestra patria.” (1,92). Mansilla"
critica con frecuencia^ Buenos Aires por su incomprensión del
país. Como Guido y Spano, ataca el enfoque eurocéntrico del
liberalismo argentino que enceguece a los líderes del país a Ta
naturaleza y virtudes autóctonas de la Argentina. Tambión elogia el
"tipo nacional” que resulta no ser otro que el gaucho, “un tipo
generoso, que nuestros políticos han perseguido y estigm atizado” y,
en referencia a la gauchesca paródica, “ a quien nuestros bardos no
han tenido el valor de cantar, sino para hacer su caricatura” (II, 49-
50). En un pasaje similar, M ansilla habla del gaucho como “nuestra
raza", distanciándose una vez m ás él mismo y su propia clase de la
auténtica alma nacional (1 ,96). En un pasaje especialm ente reve­
lador describe a un gaucho, M anuel Alfonso, de sobrenom bre
Chañilao, que se desplazaba con com odidad de la sociedad rural
blanca a la indígena, como una “planta verdaderam ente oriunda del

281
suelo argentino”. Pero se lamenta de que Chañilao haya tenido
tantas dificultades con la ley de las ciudades, con las legalidades de
la civilización sarmientina, y concluye que “Ésa es nuestra tierra:
como nuestra política, suele consistir en hacer de los amigos
enemigos, parias de los hijos del país, secretarios, ministros, em­
bajadores, de los que nos han com batido” (II, 262). Así es como
Mansilla se identifica, en ocasiones, con la idea populista de que el
liberalismo abandona a los hijos auténticos de la Argentina, prefi­
riendo promover como “secretarios, ministros y embajadores” a
quienes lucharon contra la Argentina auténtica. Por supuesto, la
preocupación de Mansilla por los sumergidos bien pudo haber
quedado sin expresar si hubiera sido nombrado ministro de Guerra
en lugar de comandante de Río Cuarto. \
En otras partes de Una excursión, M ansilla afirma que la in­
capacidad del liberalismo de incluir a los genuinos hijos de la naríón
es un rasgo típico de la sociedad a la moda en Buenos Aires,
artificial, desarraigada, imitativa:

La monomanía de la imitación quiere despojapsós de todo, de


nuestra fisonomía nacional, de nuestras co s^ m b res, de nues­
tra tradición. ,,
Nos van haciendo un pueblo de zarzp^3- Tenemos que hacer
todos los papeles, menos el q u e p ^ m os- nos ^r§uyecon
jju id ilu c io n e s , con las Icy^í^ori los adelantos ajenos. Y es
indudable que avanzanjjc^<^
Pero ¿no habríam os^m zado más estudiando con otro criterio
los problcmjifrd^nuestra organización e inspirándonos en las
necesidades reales de la tierra?
Más grandes somos por nuestros arranques geniales, que por
nuestras combinaciones frías y reflexivas.
¿Adóndc vamos por esc camino?
A alguna parte, a no dudarlo.
No podemos quedamos estacionarios, cuando hay una dinámi­
ca social que hace que el mundo m arche y que la humanidad
progrese.
Pero esas corrientes que nos m odelan como blanda cera,
dejándonos contrahechos, ¿nos llevan con m ás seguridad y
más rápidamente que nuestros impulsos propios, turbulentos,
confusos, a la abundancia, a la riqueza, al respeto, a la libertad
en la ley?
Yo no soy más que un simple cronista, ¡ felizmente! (II, 4S-49.)

282
Ningún pasaje revela mejor que éste las múltiples ambigüeda- \
des de Mansilla. Primero está el referente incierto de “nosotros” y
“nuestro”. Por un lado, como Artigas, Hidalgo y otros en la tradición
populista, supone que la Argentina ya tiene una identidad, a la que
se refiere como “nuestra fisonomía nacional, nuestras costumbres,
nuestra tradición”, y que esa identidad de algún modo se encama en
los gauchos, los indios y los campesinos. Pero en los párrafos
siguientes se distancia de esa identidad diciendo que él y su grupo
(obviamente la clase alta porteña, antes que los gauchos y los indios)
se ven obligados a representar un papel europeizado, incongruente ,
\>con lánaturalcza del país.1 Igual de ambivalente es su postura ante
el progreso. Si bien admite el progreso material que el liberalismo
argentino está aportando al país, sugiere que ese progreso en cierto
modo va contra la tierra y su gente, y que habría sido mejor escuchar
los árranques inspirados de personas menos cultas (¿los caudillos?)
que los fríos razonamientos de intelectuales europeizados. Su temor
es que el pensamiento europeo y la clase de progreso que éste
promueve deje al país “contrahecho”, vale dcci r desarrollado contra
su naturaleza.* Son sugerencias interesantes, pero, como es típico en
Mansilla, no van más allá de la superficie. Más afín a la charla
amable y a la salida ingeniosa que al razonamiento riguroso,
Mansilla renunciado inmediato ala responsabilidad intelectual de
profundizar el tema diciendo que “no es más que un simple
cronista”, y pasa a la anécdota siguiente.
En Mansilla no hay una voz unívoca. Mansilla no podía tomar
una postura consistente precisamente porque no sabía él mismo
dónde situarse. ¿Era el dandi culto y afrancesado, casualmente
también sobrino de Rosas? ¿O era el partidario de Urquiza, y
después de Mitre, que luchó en la guerra del Paraguay que después
condenó? ( 1, 86). ¿O era el hombre que, a la vez que se lamenta por
su mala suerte al no obtener un ministerio en la presidencia de
Sarmiento, afinna que el liberalismo abandona a los hijos genuinos
de la Argentina, pero nunca deja de ver a indios y gauchos como
“ellos” contra el “nosotros” de Buenos.Aires? ¿O era el causeur
dilettante, revoloteando de un tema a otro, con divertida incoheren-

1El artículo “Entre otros” de Julio Ramos describe con gran percepción las
muchas dimensiones del “yo”, del “nosotros" y del “nuestro” de Mansilla.
También es brillante la exploración de la resbalosa máscara autobiográfica de
Mansilla que hace Sylvia Molloy en su “Imagen de Mansilla” y en el capítulo que
le dedica a Mansilla en Al Face Valué.

283
da? Aunque dice que la autentica Identidad nacional esi,1 en Iok
gauchos e indios a quienes di y su clase oprimen, en última instancia
no pi'ojxine ninguna alternativa al programa de Sarmiento de asi-
titilación forzada, desplazamiento y aniquilación. La mejor alterna­
tiva de Mansilla es "cristianizarlos, civilizarlos y utilizar sus brazos
para la industria, el trabajo y la defensa común” (I, 87). En suma,
pese a su entusiasmo ante gauchos e indios como ios "verdaderos"
hijos del país, enúllimo análisis propone la asimilación y explotación
en términos apenas más humanos que los del liberalismo que ataca,
En el mejor de los casos, como observa Julio Ramos, Mansilla
critica el liberalismo argentino, pero siempre desde una perspectiva
liberal; las políticas de Sarmiento no son malas por ser liberales,
sino porque son mal liberalismo (Ramos, 165). Pero las muchas
descripciones que hace Mansilla de los indios y los gauchos que
encontró durante su famosa excursión le dieron rostro humano a la
otra Argentina, y todavía hoy sirven para erosionar la imagen de
Sarmiento como defensor de la civilización contra la barbarie.
Mansilla nos da un retrato mclancól ico del intelectual que buscó por
todas partes, pero nunca terminó de encontrar una causa que
mereciera sus energías. Su personaje literario, como resultado, es el
único que esculpió con real cuidado: el del dandi, el racontcur, el
observador ingenioso, el conversador chispeante, paralizado por
exceso de sofisticación y demasiado lúcido para comprometerse
con el mundo.

Las guerras indias,que enmarcan el famoso relato de Mansilla


de su “deliberado viaje a la barbarie" también forman el trasfondo
de El gauchoMartín Fierro de José Hernández, pero de modo por
completo diferente. Mientras M ansilla se ocupa sobre todo de
indios, y secundariamente de los gauchos que viven entre ellos,
Hernández se levanta para defender a los gauchos que todavía
quedan en la frontera, particularmente a los que Sarmiento reclutó
para luchar contra los indios. José I lem ándcz escribió F.I gaucho
Martín Fierro, que apareció en 1872, durante el cuarto año de la
presidencia de Sarmiento, dos años después de la Excursión de
Mansilla. La secuela, titulada La Vuelta de Martín Fierro, se pu­
blicó en 1879, durante un período de relativa armonía, Como ve­
remos después, los dos textos responden a contextos históricos
distintos, y como resultado difieren m arcadam ente uno del otro.
José Hernández es una anom alía entre los escritores por
muchas razones, una de las cuales, no la m enor, es su evidente poco

284
gusto en escribir sobre sí mismo. Como resultado, su vida antes
de que llegara a ser un autor famoso suele ser difícil de rastrear, a
punto tal que sus biógrafos más devotos (de los que hay muchos)
no se ponen de acuerdo en algunos detalles esenciales de su
desarrollo juvenil. Nacido el 10 de noviembre de 1834, Hernández
pasó la mayor parte de sus primeros años con una hermana de su
madre, debido a los frecuentes viajes de sus padres a la pampa a
comprar ganado para comerciantes porteños. Aunque lector pre­
coz, completó sólo los primeros cuatro grados de la escuela pri­
maria. Tras la muerte de su madre en 1843, Hernández siguió
viviendo con su tía hasta 1846, cuando su padre los llevó a él y a su
hermano Rafael a vivir en una estancia en las pampas al sur de
Buenos Aires, donde, en palabras de su hermano, “se hizo gaucho”
(Rafael Hernández, P e h u a jó , 81). El adolescente Hernández no
sólo adquirió las habilidades rústicas de montar, enlazar y bolear,
sino que también se embebió del dialecto rico en metáforas del
gaucho, y desarrolló un afecto profundo por el valor humano de los
proletarios rurales.
En cuanto a su formación política, su madre, una Pucyrredón,
provenía de neta estirpe unitaria, mientras que su padre era federal.
Viviendo con la hermana de su madre en 1840, sus parientes
Pueyrrcdón, con el pequeño Hernández, de seis años, a la rastra,
fueron obligados a huir de la mazorca, la policía secreta de Rosas.
Hernández tenía dieciocho años cuando Urquiza derrotó a Rosas.
Después, fue testigo presencial de las luchas entre las fuerzas
centralistas de Mitre y los remanentes del federalismo en la provin­
cia de Buenos Aires. Tras una ambivalencia inicial, se alineó con
las fuerzas autonomistas del federalism o, en gran m edida por
simpatía a los gauchos. Estos intereses gem elos (la defensa del
gaucho y la oposición al centralism o porteño) marcaron su traba­
jo com o periodista, político y poeta.
Hernández inició su carrera periodística en 1856, trabajando
para Lo Reforma Pacífica, un periódico confederacionista publica­
do en Buenos Aires por Nicolás Antonio Calvo. Calvo, Hernández
y sus aliados también formaban parte del Partido de Reforma
Federal, cuyos objetivos principales eran la unión de Buenos Aires
con la Confederación *v la derrota del Partido Liberal encabezado
por Valentín Alsina y Mitre. Los reformistas perdieron ante los
liberales en las elecciones de 1857, que hasta el m ism o Sarmiento
admitió que habían sido fraudulentas; en una carta a Domingo de
Oro, fechada el 17 de junio de 1857, Sarm iento afirm a que “Los

285
gauchos que se resistieron a v o tar p o r los candidatos del gobiern
fueron encarcelados, puestos en el cepo, enviados al ejército par­
que sirvieran en las fronteras con los indios y muchos de ellos
perdieron el rancho, sus escasos bienes y hasta su mujer” (citadoen
Chávez, José Hernández: Periodista , 16). Tras la “victoria", i0s
liberales, del m odo m ás antilibcral, com enzaron a acosar a los
periódicos de la oposición aplicándoles desproporcionadas mullas
por “difam ación” , que term inaron obligándolos a cerrar. La Re­
form a Pacífica sufrió ocho de tales m ultas, una de las cuales alcanzó
la sum a de diez m il pesos (C hávez, 26). Como resultado de la
persecución, en 1858 H ernández pasó a Paraná, centro del gobierno
de U rquiza, donde trabajó diversam ente com o periodista, maestro
y escriba. C om o m uchos federales, quedó desilusionado por la
negativa de U rquiza a seg u ir luchando por la causa federal tras la
batalla de Pavón en 1861. A dem ás, Hernández mostró desde el
com ienzo sim patía p o r R icardo L ópez Jordán, el hombre que
conspiraría para m a ta ra U rquiza y d irig iríau n a revolución abortada
contra Buenos A ires. D e todos m odos, com o periodista, Hernán­
dez m antuvo su proclam ada lealtad a Urquiza, quizá porque su
trabajo dependía d e ello. C om o lo dice con delicadezaTulio Halpc-
rín Donghi, H ernández siem pre fue “ sensible a las tendencias
dom inantes en el m edio al que se incorpora”
mundos , 41). D urante la década 1858-1868, Hernández escribió
para varios periódicos del interior, su artículo más significativo fue
Vida del haco, de 1863, del que ya hablam os. Muy conmovido
C
por la caída de Paysandú en 1864, se unió a los federales Guido y
Spano y O legario A ndrade en su inútil defensa de los blancos
uruguayos. D espués, trabajó en varios periódicos provincianos,
hasta que al fin, en 1869, diez m eses después de que Sarmiento
asum iera la presidencia, v o lv ió a B uenos A ires, donde fund6 EIRI0
de la Plata, uno d e los periódicos m ás im portantes en la historia
argentina.
A unque E l R ío de la Plata d u ró apenas ocho meses, representa
la culm inación del p en sam ien to p o lítico de Hernández y dael marco
ideológico para la p rim era p arte del M artín Fierro. Además, ex­
cepto por su fam oso poem a, este d iario alberga los mejores esfuerzos
de H ernández en fav o r d e los d esp o seíd o s. En una prosa sobria y
ascética, los ed ito riales de H ern án d ez en E l Río de Plata piden
m ás autonom ía p ara el in terio r, ele ccio n es populares de autorida­
des locales, y una d istrib u ció n eq u itativ a de tierras para inmigran­
tes y p ro letariad o rural: un p ro g ram a no distinto del que recomen-

286
daba Artigas cincuenta años atrás. Tam bién se m uestra enérgico
en contra de la leva de gauchos pobres para luchar contra los in ­
dios, y cuestiona la prudencia de la Guerra al Paraguay. Pero m ás
importante quizás es el marco retórico de su escritura, un m arco
que claramente lo vincula con Alberdi, Andrade y Guido y Spano
en la denuncia de la “barbarie culta” de los liberales argentinos,
la exclusión del pobre del proceso político, y la oligarquía antina­
cional.
El buen sentido de su periodismo, sin embargo, no siem pre se
impuso en su política práctica. Tras el asesinato de Urquiza el 11 de
abril de 1870, la mayoría de los argentinos, incluidos quienes
habían sentido rencor contra el caudillo por su abandono a la causa
federal, cerraron filas tras Sarmiento en la condena a López Jordán.
No fue el caso de Hernández. En una carta al asesino de Urquiza, o
por lo menos al que planeó su asesinato, Hernández escribió sobre
su ex patrón:
*
Urquiza, era el Gobernador Tirano de Entre Ríos, pero era m ás
que todo el Jefe Traidor del Gran Partido Federal, y su m uerte
mil veces merecida, es una justicia tremenda y ejem plar del
partido otras tantas veces sacrificado y vendido p o ré l... ¡Hace
dos años que Ud. [López Jordán] es la esperanza de los
Pueblos, y hoy, postrados, abatidos, engrillados, m iran en Ud.
un salvador! (Citado en Chávez, 79.)

No hay prácticamente nada en los artículos de Hernández en


El Río de la Plata que anticipe su apoyo a la violencia desatada
por el desafortunado López Jordán. Aunque crítico al gobierno
de Sarmiento, El Río de la Plata da un tono de oposición leal, en
favor del debate libre, opuesto a soluciones no institucionales,
favorable a la nueva inmigración, y con esperanzas d e trabajar
dentro de un sistema genuinamente liberal. Lopez Jordán no repre­
sentaba nada de esto, ni había ninguna razón objetiva para pensar
que podía resistir a la inevitable reacción m ilitar de Buenos Aires.
En resumen, Hernández apostó, por malos m otivos, por el hom bre
equivocado. El 22 de abril de 1870 cerraba El Río de , en
parte como resultado de la creciente presión que ejercía soore ei ei
gobierno de Sarmiento, y huyó al norte, donde esperaba unirse a los
jordanistas.
Aunque su apoyo a López Jordán fue una decisión política
equivocada, en algún sentido inició el proceso que culm inó en E l
Gaucho M artín Fierro. H ernández se unió a López Jordán justo a
tiem po para v er có m o lo d erro tab an las fuerzas del gobierno, y lo
expulsaban del país. P ero el contacto con soldados gauchos y otros
m iem bros de la p o b lació n rural revitalizaron su interés en los
problem as y el lenguaje d e esta gente. Es probable que haya sido
entonces que conci bió su p erso n aje M artín Fierro, quien en un nivel
personal refleja los p ro b lem as que H ernández antes sólo había
tocado en form a ab stracta.2 T ras la derro ta de López Jordán,
H ernández v iv ió en el ex ilio un tiem po, prim ero en Brasil, después
en M ontevideo. E n 1872 v o lv ió secretam ente a Buenos Aires,
donde se alojó en el H otel A rgentino. A llí, parcialm ente oculto ya
que el gobierno n o m ostraba tolerancia con los “jordanistas”,
escribió la prim era parte de E l gaucho M artín Fierro, que publicó
el 28 de noviem bre de 1872 en una ed ició n barata.
N inguna d escrip ció n p o d ría se r m ejo r que la del propio Her­
nández de los m otivos que lo llevaron a escrib ir su poema. En una
carta de diciem bre d e 1872 al p rim er e d ito r del libro, Hernández
m anifiesta su deseo d e ex p o n er “los abusos y todas las desgracias
de que es víctim a esa clase d esh ere d ad a... sus trabajos, sus des­
gracias, los azares de su v id a de g au ch o ” (carta transcripta en
Antología de la literatura gauchesca, 1375-1376). Pero también
quiso p in tar un cuadro que ganara n o sólo sim patía política para el
gaucho, sino tam bién com prensión d e su cu ltu ra y lenguaje pecu­
liares. E n esta tarca, H ernández en o casiones se sitúa por encimado
su te m a ... pero sólo en ocasiones. C om o escrib e en la m ism a carta:

M e he esforzado, sin p resu m ir h ab erlo conseguido, en pre­


sentar un tipo que personificara el ca rác te r de nuestros gau-

2 Puede haberse inspirado en otra obra gauchesca, “Los tres gauchos


orientales“ del poeta uruguayo Antonio Lussich, que fue publicada apenas unos
meses antes. Aunque literariamente inferior a muchas otras obras gauchescas, el
poema de Lussich tiene la distinción de restaurar a la poesía gauchesca su elemento
de protesta al servicio de los gauchos mismos, elemento que, como hemos visto,
se había perdido después de Bartolomé Hidalgo. En “Los tres gauchos orientales“,
tfes ex partidarios de la causa blanca se lamentan por su espacio perdido en la
sociedad uruguaya tras el triunfo de Flores y la Guerra al Paraguay. El 20 de junio
de 1872 Hernández le escribía una carta a Lussich elogiándolo por retratar de modo
tan vivido “la desdicha y sufrimiento del gaucho obligado a ser soldado, su
heroísmo, la desolación de una guerra fratricida y la esterilidad de una paz que no
salvaguarda los derechos de los diversos grupos políticos“ (citado m Antología de
la poesía gauchesca, 1133), Pero no hace mención alguna del Martín Fierro ouc
para ese entonces debía de estar bien adelantado. *1

288
chos, concentrando e l m odo de ser, de sentir, de pensar y de
expresarse que les es peculiar, dotándolo con lodos los ju egos
de su im aginación llena de im ágenes y de colorido, con todos
los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con
lodos los im pulsos y los arrebatos, hijos de una naturaleza que
la educación no ha pulido y suavizado. (1375-1376.)

Pero en última instancia el poem a es mucho más que un


panfleto político y un retrato social. Com o en muchas grandes
obras de la literatura, parece com o si en algún punto el tema se
posesionara del autor, obligándolo a ir más allá de sus intenciones,
a menudo en versos de gran belleza. Com o resultado, MartínFierro
retrata a un hombre que es a la v ez un individuo y un prototipo, un
fascinante personaje literario y también una víctim a representativa
del liberalism o argentino. En este entretejido de lo individual, lo
psicológico, lo sociopolítico y lo artístico está la grandeza del
poema.
Al com ienzo, Martín Fierro se presenta com o un “payador”,
vale decir una especie de trovador gaucho reconocido por su
capacidad de improvisar en verso y cantar narraciones. Con ecos
evidentes de Hidalgo, Fierro afirma que su historia será de su frimicnto
y desgracias, pues en cierto m odo la sociedad liberal lo ha privado
de todo salvo de su historia:

A quí m e pongo a cantar


al com pás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estrordinaria,
com o la ave solitaria
con el cantar se consuela.

(1 -6 ) Something about Une numbers


Más adelante Fierro observa que su desgracia no proviene de
lo que ha hecho sino de lo que es: un gaucho.

Soy gaucho...
Nací como nace el peje
en el fondo de la mar -
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio -

289
lo que ai murrio truje yo
del mundo lo he de llevar,

Mi gloria es vivir tan líbre


m ino el ¡/¡jaroOcio,
no bago nido en este suelo
atrio hay tanto que sufrir,
y m ides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo,

Y sopancuantos
de mis penas el relato,
que turnea poleo ni mato
s í n ó por necesídá;
y que a tanta alversídá
sólo me arrojó el mal trato,

Y atiendan la relación
que hace un gaucho perseguido,
que padre y marido ha sido
empello m y diligente,
y sin em bargo la gente
lo tiene por un bandido (79-114.)

Fierro deja en claro, sin em bargo, que la suya es la historiado


lodos los gauchos, que se propone no sólo contar su vida sino hablar
en nombre de un pueblo. En este esfucr/o, su voz asume un tono
pccuJíarmerite ¿pico, de unidad prcnacional, en que la historia del
gaucho empieza en un paraíso perdido, un pasado incierto cuando
los gauchos vivían vídasdedígnídad, felicidad y autodeterminación:

Yo he conocido esta tierra


en que el paisano vivía
y su rancfiílo tenía
y t m hijo« y m u je r­
era una delicia ver
cómo pasaba sus días.

E n to n c e s - c u a n d o c i lu c e r o
b r illa b a e n e l C ie lo S a n io ,
y lo a g a llo s c o n s u c a n to
nos decían que el día llegaba,
a la cocina rumbiaba
el gaucho - que era un encanto.

Y sentao junto al jogón


a esperar que venga el día,
al cimarrón le prendía
hasta ponerse rechoncho -
mientras su china dorm ía
tapadita con su poncho.

Y apenas la m adrugada
em pezaba a coloriar,
los pájaros a cantar
y las gallinas a apiarse,
era cosa de largarse
cada cual a trabajar. (133-156.)

Como todos los mitos de paraíso perdido, éste no puede


situarse en la historia. Si el gaucho alguna vez gozó, siquiera
aproximadamente, tal existencia idílica, debió de seren los tiempos
coloniales cuando los gauchos vagaban sin restricciones por las
llanuras, viviendo de los dones de la tierra silvestre. Pero las
alusiones de Hernández al “paisano” en su “ranchito”, rodeado de
“sus hijos y m ujer”, preparándose “cada cual” a hacer su trabajo,
sugiere un modo de vida y división del trabajo que sólo se dio en las
grandes estancias donde los gauchos eran peones, tratados más o
m enos bien de acuerdo al humor del estanciero. En consecuencia,
la nostálgica evocación de Hernández de un pasado en que los
gauchos vivían felices, reconciliados con su medio y su trabajo, ha
sido visto com o una defensa de la figura del estanciero, bajo el cual
los gauchos se suponían peones satisfechos. Tulio Halperín Donghi,
uno de los detractores m ejor informados de Hernández, argumenta
con sum a persuasión que muchas de las ideas que Hernández
desarrolló en El Río dela Plata y en su posterior Instr
estanciero señalan realmente en esta dirección (José Hernández y
sus mundos, 224-277). Autores de izquierda como Melcíades Peña
(De Mitre a Roca,40-50) y José Pablo Feinman (Filosofíay nación,
7 1 -1 8 9 )-a quienes les gustaría poder reclamar a Hernández como
un precursor, no han tenido más remedio que llegar a la misma
conclusión.
291
l\M\> e s preciso lo m aren cuenta tres pinitos, para no cacrcnun#
condena dem asiado 1¿le11. Prim ero, sean cuales fueren las pmclus
vio v|tic ou o lio s contextos I lo nuil ule/, haya sostenido posiciones afi
nos a lao lig a tq u ía loiralonionto, su ¡xx'm a apunta sólooblicuamemc
en osa dirección, a punto tal vjuo el proletariado rural nunca leyó el
poem a sitio com o su propia vindicación. Fueran cuales fuesen las
intenciones do I lem ándcz, tal com o se las reconstruye ala luz de sus
o tro s escritos, esta respuesta de la m asa lectora al poema sigue
siendo válida; en resum en, jxir la autoridad de muchos lectores, £/
gancho M artín Fierro sigue siendo una defensa populista, y hasta
revolucionan a, del gaucho, aun cuando en o táis contextos I lemátule*
haya m ostrado am bivalencia respecto del lugar que el proletariado
ntral podía ten er en una sociedad ideal. Segundo, en la perspectiva
del m arco retórico del poem a, el tem a del paraíso perdido funciona
efectivam ente en contrapunto al presente lam entable, profundizan­
do así la tragedia de Fierro y p o r extensión su condena a la política
oficial. T ercero , m ovido por la nostalgia de un pasado perdido,
H ernández, su g ie re co m o M a n silla q u e la Argentina en su
enceguecim iento con m odelos extranjeros perdió el rumbo, y que
un retom o al pasado podría s e rla m ejo r esperanza para el país. Esta
nostalgia es una constante del populism o argentino, y se da en el
folklore rural, en las letras de tangos, en las historias revisionistas
y en las ideologías antilibcrales. R especto de la contribución del
poem a a la creación de ficciones orientadoras argentinas, estos tres
puntos tienen m ucho m ás peso que cu alq u ier arqueología erudita
sobre lo que H ernández “ realm ente” quiso decir.
T ras la evocación de la v id a anterior del gaucho, Fierro
em pieza su cuento de desgracias. C uando él y otros gauchos,
adem ás de algunos inm igrantes y un inglés, estaban en un baile en
el cam po, llegan oficiales del ejército y reclutan por la fuerza a los
desdichados bailarines para ir a lu ch ar contra el indio en la frontera.

Al m andam os nos hicieron


m ás prom esas que a un altar -
el Juez nos jué a proclam ar
y nos dijo m uchas veces:
"M uchachos, a los seis m eses
los van a ir a revelar” . (355-360.)

Con una ingenua y patriótica buena voluntad por ira combatir


a los destructivos indios. Fierro tom ó su m ejo r caballo, junto con
292
maniador, cabrcsto, lazo, bolas y m anea” . Lo soiprende, sin
“bohza ,0 c ci gobierno no los provea de equipam iento de calidad
similar Los reclutas recibieron “lanzas y latones” en lugar de
fusiles, y las armas de fuego que había resultaban inútiles porque el
gobierno no proveía de m uniciones. Las arm as no era lo único que
fallaba:

Del sueldo nada les cuento,


porque andaba disparando,
nosotros de cuando en cuando
solíamos ladrar de pobres -
nunca llegaban los cobres
que se estaban aguardando.

Y andábamos de mugrientos
que el m iram os daba horror -
les juro que era un dolor
ver esos hombres, ¡por Cristo!
en mi perra vida he visto
una miseria mayor. (Ó25-636.)3

Para sobrevivir, Fierro tuvo que vender su querido caballo al


comandante, que lo quen'a “pa enseñarle a comer grano”. Se
en cudó además con un comerciante de frontera que le daba crédito
contra sueldos futuros. Como resultado, cuando llegaba la paga él,
como muchos de sus camaradas, no estaba “en la lista”. Cuando
varios gauchos se quejaron, el comandante inició una falsa inves­
tigación para “averiguar bien las cosas - que no era el tiempo de
Rosas (773-774). El comandante habla con la retórica del libera­
lismo argentino: se hará justicia, el gobierno es un severo fiscal de
sí mismo, hay que confiar en la justicia. Pero en esta comedia de
adm inistración institucional “todo era alborotar al ñudo, y hacer
papcl” (7 8 1-782). En este incidente, Hernández revela incisivamente
la corrupción liberal, una corrupción que no sólo llena los bolsillos
de los poderosos y excluye a las clases bajas, sino que también
pervierte el lenguaje mismodel liberalismo. Pese a la retórica de una
adm inistración institucional y representativa, Fierro discierne que

3 Las condiciones de m iseria bajo las que los gauchos eran obligados a luchar
tam bién están documentadas en informes enviados a Londres por el representante
ingles en Buenos Aires (Fems, 324).

293
nadie habla en su favor. Como sucede con todos los pobres de la
campana, sus necesidades y puntos de vista quedan excluidos de ia
Argentina oficial:

Pero qué iba a hacerles yo,


charavón en el desierto;
más bien me daba por muerto
pa no verme más fundido -
y me les hacía el dormido
aunque soy medio despierto. (793-798.)

Además, sugiere que la Argentina liberal tal como puede


vérsela en el ejército tenía interés apenas en mantener una fachada,
detrás de la cual florecía la corrupción y la barbarie:

Aquello no era servicio


ni defender la frontera -
aquello era ratonera
en que sólo gana el juerte -
era jugar a la suerte
con una taba culera.

Yo he visto en esa milonga


muchos Jefes con estancia,
y piones en abundancia,
y majadas y rodeos -
he visto negocios feos
a pesar de mi inorancia. (805-822.)

Tras la falsa investigación, el m ayor se venga de Fierro por


haberse quejado por la falta de paga. El casti go de Fierro por haber
buscado justicia por los caniles institucionales es brutal:

Entre cuatro bayonetas


me tendieron en el suelo -
vino el Mayor medio en pedo,
y allí se puso a gritar
“Picaro, te he de enseñar
a andar reclamando sueldos".

De las manos y las patas

294
me ataron cuatro cinchones -
les aguanté los tirones
sin que ni un ay se me oyera,
y al gringo la noche entera
lo harté con mis maldiciones. (877-888.)

Tras esta humillación, Fierro empieza a pensar que la única


opción es la deserción, y “lo mesmo que el peludo enderesé pa mi
cueva” (1007-1008). Pero encuentra que su rancho no existe, su
mujer para sobrevivir se ha ido con otro hombre, y sus hijos, aunque
“eran como los pichones, sin acabar de emplumar” (1043-1044)
trabajan de peones. Contemplando el destino impiadoso que se ha
abatido sobre su mujer y sus hijos, Fierro se lamenta:

¡Tal vez no te vuelva a ver,


prenda de mi corazón!
Dios te dé su proteción
ya que no me la dio a mí -
Y a mis hijos dende aquí
les echo mi bendición.

Como hijitos de la cuna


andarán por ahi sin madre -
Ya se quedaron sin padre
y ansí la suerte los deja,
sin naides que los proteja
y sin perro que les ladre. (1063-1074.)

Al serle negado un lugar en la sociedad argentina, Fierro se


vuelve hacia una vida de crimen, “como el tigre, que le roban los
cachorros”. El crimen es el único camino que queda abierto para que
el descastado pueda mostrar que “hay sangre en sus venas”. Es
como criminal que Fierro realiza la escena más vivida del poema.
En un baile de campo, insulta a una mujer negra sin motivo aparente,
llamándola vaca y sugiriendo que haría un buen colchón. Para
profundizar el insulto, canta:

A los blancos hizo Dios,


a los mulatos San Pedro,
a los negros hizo el diablo
para tizón del infierno. (1167-1170.)
*
295
Cuando el novio negro tic la, mujer lo enfrenta OolViuHoi» i
Fiem> lo llama “porrudo“, y provoca un duelo, l ias un com ?'■
cuchillo, breve y brulal, Fierre mala al negre: ’"v «

Tiró unas cuantas patadas


y ya cantó pa el cam ero -
Nunca me puedo olvidar
de la agonía de aquel negre.

En esto la negra vino,


con los ojos como ají -
Y empezó la pobre allí
a bram ar como una loba -

Yo quise darle una soba


a ver si la hacía callar -
Mas pude re (lesionar
que era malo en aquel punto,
y por respeto al dijunto
no la quise castigar.

Limpié el facón en los pastos,


desaté mi redomón -
monté despacio, y salí
al tranco pa el cailadón. (1235-1252.)
»
Después, Fierro se entera de que el negro no ha recibido un
entierro adecuado, y que su alma sigue rendando en busca de
descanso. El episodio termina cuando Fierre dice:

Yo tengo intención a veces


para que no pene tanto,
de sacar de allílos güesos
y echarlos al campo santo. (1261-1264.)

cunstancias que sólo en la violencia puede anim arse. Segundo,


Fierro no muestra mucho remordimiento, si es que muestra alguno.
296
Afirmaciones com o la de que nunca olvidará la agonfa del negro, o
me podría ir a darle un entierro apropiado, sugieren pena, pero no
necesariamente; también podrían indicar superstición. Y la falta de
remordimiento no puede atribuirse a la poca disposición de Fierro
por mostrar em ociones, ya que en otras partes del poema sus
emociones son visibles al punto de erosionar su credibilidad.
Tercero, el dolor de la mujer negra no conm ueve a Fierro. Su
reacción inicial es pegarle para que deje de llorar, peto decide no
hacerlo con la frase hecha “por respeto al dijunlo”.
Este notable episodio se presta a varias interpretaciones. Si nos
confinamos a lo político, la escena sugiere hasta qué punto el
maltrato social ha brutalizado y alienado a Fierro, haciendo de él un
criminal de la peor especie. La escena así podría permitirle a
Hernández repetir un lugar común de su periodismo, según el cual
los gauchos se volverían buenos ciudadanos sólo mediante la
educación y la inclusión política; y quizás ésa era su intención. Pero
tal argumento no da cuenta enteramente de la disposición de
Hernández de arriesgar la simpatía del lector por Fierro. Antes de
la pelea, Fierro es una víctima inocente, culpable sólo de ser un
gaucho en una sociedad que no le da lugar. Pero al matar al negro
y querer callar a golpes el llanto de su mujer, Fierro se vuelve un
agresor brutal, impiadoso, y pone en peligro la simpatía que
habíamos sentido hacia él hasta ese momento. Borges sugiere que
en esta escena Fierro se impone a Hernández, que la lógica intema
del personaje de ficción obligó al escritor a ir más allá de sus
intenciones conscientes, y que Hernández no arriesga conscicnte-
m cntelabucna voluntad del lector (O b ra s com pletas, 195-197). Sea
intencional o no, la escena revela una extraordinaria percepción
psicológica en la necesidad de Fierro de violencia como medio de
negar su incapacidad para controlar su propio destino. Aunque la
pelea y el crimen hacen incierta la intención política de Hernández,
a la vez que ponen en peligro la simpatía del lector, esta escena más
que ninguna otra hace creíble a Fierro.
Tras otro crimen, esta vez provocado por un malón, Fierro se
vuelve un hombre perseguido. Duerme en taperas, vive en el
caballo, siempre filosofando sobre la desgracia de los gauchos,
porque “el gaucho en esta tierra sólo sirve pa volar” (1371-1372),
alusión a las prácticas electorales corruptas que Hernández ya había
deplorado en E l R ío d e la P lata. Atrapado al fin por una partida,
Fierro decide pelear hasta la muerte antes que rendirse. Pese a su
tenaz resistencia, es superado por el número. Hasta que de pronto,
297
lncs|vnidam ciiU \ vino do los indicias, un icol uta gaucho llamado
Savgomo Cure, so vino a I 'reno diciendo "¡Cruz no consiente/que
so conretael d elito /d e matar tmsí un vallcntel" (l 62*b 1626). Juntos
denotan al resto vio la partida, después descorchan una botella, y se
cocinan sus ivsivciivas hlsioiias.
Aunque l lomando/ ofrece ¡tocos niolivos parahulefeccióiulcl
Saínenlo Cm? on ayuda do Fierre, ol episodio sugiere que los
\ metilos de vhuv/a y hvmvhría compartida, el culto a la virilidad, han
vmuvhvdo sobre la lealtad vio Cruz, al vinUbnno. Cío/, arunva que
'Vstas sv'iv las ocasiones / vio mostrarse utt hombre juertc, / hasta
que venga la inviene / y lo agarre a coscorrones’*( l 689-1692). Y ¡i
eonthutaetvMv: "Fl andar tan dospilchao / ningún mCriio me quita, /
sinsertm alma Ivndita /m e duelo vid mal ajeno*’ ( 169.V1696). Igual
,a u \ a t'O i ' l r'lV 'í
h io

viril on la que lo vino cuenta es la fue iva, no las instituciones y las


aswiacívnK's. Rehierva el argumento llamando la atención con
trema sobre su indumentaria como algo que no quita mérito a un
hombre que salv simpatizar con las desgracias de otres. Hay
quienes han lamentado que en este episodio l lemdndez elevase la
am istad p o r encim a de la ley , el personalism o sobre el
instituetvMtaltsmo: la crítica apunta a que 1 lemdndez glorifica en
pequeña escala el (vrsonalism o que Sannictuo deploraba en sus
ataques al resismo. Pe re en la mente de los lectores populares de
Hernando?, la colaboración de Cruz con Fierro era al parecer el
tínico medio de acceso a la dignidad cuando todos los naipes
repartidos estaban en contra del ¡\>bre sujeto.
l a historia de Cruz en gran medida es paralela a lado Fierro,
en tanto es otra víctima del poder corrupto. Casado antaño con una

intereso en su o
danto em raba al marido en largas com isiones. Al lln Cruz descubre
a los amantes, ¡vlea con el com andante... ¡tere después huye,
sabiendo que la ley siem pre favorecer;) a su rival, y que entre sus
pares set,U\Misidpr,uioapenas un cornudo, Posea años de vagabundeo
“como guacho/cuando pasa el tem poral” , Cruz no puede huir de su
desgracia, y se enreda en una riña donde mata a un payador que lo
ha insultado, Al fin, interviene un amigo que lo "compuso con d
Jue?”, quien asigna a Cruz a la fueiza de policía rural, donde ha
encontrado a Fierro, l o s dos ganchos concluyen sus cuentos
jurándose eterna am istad,,, fuera de la lev;
Andaremos de matreros
si es preciso pa salvar -
nunca nos han de laltar
ni un güen pingo para huir,
ni un pajal ande dormir,
ni un matambre que ensartar. (2071-2076.)

Hernández vuelve a las intenciones políticas del poem a con­


cluyendo el cuento de Cruz con:

Y dejo rodar la bola


que algún día ha de parar -
tiene el gaucho que aguantar
hasta que lo trague el oyo -
o hasta que venga algún criollo
en esta tierra a mandar. (2089-2094.)

La mención del “criollo” anticipa lo que se volvería un tem a


principal en el credo nativista-nacionalista. A ntes que un liberal
europeizante, lo que la Argentina necesitaba era un argentino de
verdad, alguien sintonizado con el país auténtico que el liberalism o
traicionó una y otra vez en nombre de las m odas ideológicas
provcnicntcsdcE uropay los Estados Unidos. El verdadero "criollo”
representaría, por definición, los intereses del cam po, de las p ro ­
vincias y del gaucho, y sería un hombre de verdad, alguien que
pudiera “m andar”. Hernández identifica correctam ente el ansia del
gaucho de un hombre fuerte, un amigo poderoso que hable p o r el
pueblo y ponga las cosas en su lugar. En una palabra, un caudillo.
Cuánto en este pasaje representa los sentim ientos de H ernández,
no sólo los de Cruz, es tema discutible. Aunque H ernández fue un
acerbo crítico de Rosas, el “criollo” por el que suspiran C ruz y
1Icrnándcz sería en algún sentido otro Rosas. Por lo dem ás, en su
vida política personal, Hernández creyó fácilmente en López Jordán,
un posible caudillo que aspiraba al calificativo de “ criollo”. En
nuestro siglo, Perón se presentó con éxito com o,un am igo de las
m asas, un argentino auténtico sin miedo de enfrentar a la élite liberal
anliargentina. A ún hoy, este anhelo de un argentino de verdad que
m ilagrosam ente pondría las cosas en su lugar sigue siendo una
ficción o rie n ta d o ra ... y una poderosa am enaza al sistem a dem o­
crático institucional. , „
H allando la am istad en su pasado com ún, Cruz y Fierro

299
resuelven abandonar para siempre la Argentina y vivir entre los
indios donde “no alcanza / la facultá del G o b ie r n o ” (2189-2190)
Fierro simbólicamente rompe su guitarra “pues n a id e s h a d e cantar
/ cuando este gaucho cantó” (2279-2280). R e to m a entonces
Hernández la narración, pintando cómo Fierro y C ru z cruzan la
frontera y miran con tristeza a sus espaldas las ú ltim a s poblaciones
argentinas, mientras “a Fierro dos lagrimones / le rodaron por la
cara” (2297-2298). El poeta termina su historia v o lv ie n d o a la
cuestión política que lo había motivado al comienzo:

Y ya con estas noticias


mi relación acabé -
por ser ciertas las conté,
todas las desgracias dichas -
es un telar de desdichas
cada gaucho que usté ve.

Pero ponga su esperanza


en el Dios que lo formó -
y aquí me despido yo,
que he rclatao a mi modo
males que conocen todos
pero que naides contó. (2305-2316.)
C on la frase “ cada gaucho que usté ve” Hernández hace de
Fierro un representante del proletariado rural, la clase que más
sufrió bajo M itre y Sarm iento. A dem ás, al final insiste en que el
liberalism o argentino, cuando no estaba persiguiendo a los gauchos,
los condenaba m ediante el olvido y la m arginación. Los gauchos
sim plem ente no figuran en el suefio liberal de europeización y
progreso. Fueron ignorados, descastados, marginales; necesarios
sólo para ganar elecciones y pelear en las guerras. En una palabra,
l lem ández considera su propia m isión com o la de dar voz a los sin
voz, darle un lugar al excluido, inscribir al gaucho entre las
ficciones orientadoras argentinas.
La prim era edición de El sancho Martin Fierro, publicada el
28 de noviem bre de 1872, recibió poca atención crítica en Buenos

in te r e s a n te , p o r
Dr¡mcra vez en la historia del género, una obra gauchesca se volvía
realmente popular entre los gauchos m ism os, algunos de los cuales,
aunque iletrados, se aprendían el poem a de m em oria. El tem prano
éxito del Martín Fierro entre las clases populares sin duda alguna
deriva de su m ensaje político. Por prim era vez, los gauchos oyeron
hablar en su lengua de alienación, desgracias y frustraciones que
eran las constantes de su existencia.
Pese a la popularidad del poem a, con la excepción de unas
cartas personales al autor, los críticos cultos en la A rgentina
virtualmcntc lo ignoraron hasta com ienzos del siglo XX.4 C uriosa­
mente, los prim eros críticos de nivel que reconocieron el valor
literario del poem a fueron los españoles M enéndez y Pelayo y
Miguel de Unam uno. Obras clave en la revisión crítica en la
Argentina son El payador de Leopoldo Lugones (1916) y ¿ a lite­
ratura argentina de Ricardo Rojas, obra en m uchos volúm enes,
publicadacntrc 1917 y 1922.Tanto Rojas como Lugones consideran
al Martín Fierro una épica nacional, el prim er testim onio de un alm a
argentina autóctona, encam ada en el gaucho y su representante
arquclípico, M artín Fierro (Sava, 51 -57). Los populistas peronistas
hicieron de Martín Fierro un grito de batalla contra los abusos del
liberalismo argentino. Es típica la siguiente afirm ación de Raúl
Scalabrini Ortiz, lomada de una conferencia llamada “Los Enem igos
del Pueblo Argentino", pronunciada el 3 de julio de 1948, cuando
el peronism o estaba en su apogeo: “Durante sesenta y tres años, de
1853 a 1916, la oligarquía gobernó el país sin más inconvenientes
que el choque de ambiciones y de codicias de sus propios consti­
tuyentes.. . El hombre argentino fue un paria en su propia patria. La
tragedia de M artín Fierro es la tragedia de todo el pueblo durante
más de seis decenios" (Vrigoyeny Perón, 14-15). Autores peronistas
com o Pedro de Paoli, en Los motivos del Martín Fierro en la vida
de José Hernández (1968) y Fermín Chávez en José Hernández
( 1973) siguen usando a Martín Fierro como bandera nacionalista y
sím bolo de protesta populista.
Com o podía esperarse en un país tan dividido, los críticos
liberales han producido visiones alternativas de M artín Fierro.

4 Varios lumimtrios —Miguel Cañé, Nicolás Avellaneda, Carlos Guido y


Spano— escribieron cartas a IIcmánde/.que elogi aban el poema. Mitre, en cambio,
ataed el jroema severamente, criticando su mililismo y arguyendo que sus bar­
bar ¡sotos" y su "jerga" pueden ser pintorescos y graciosos, pero que "de por sí no
consl¡myc[n¡ lo que propiamente puede llamarse poesía" (citado en Sava. 53).

301
Autores com o Ezcquicl M artínez Estrada Muerte y trunsficura­
ción de M artín Fierro (1948) y Jorge L uis Borges en A yunos de
la literatura gauchesca(1950) prefieren elogiare! “ universalismo”
de la obra, descartando así el obvio énfasis político de! poema. Una
m uestra reciente de crítica “ antihem andiana" es el libro de Tullo
H alpcrín D onghi José Hernández y sus mundos ( 1985), que sugiere
que el interés de H ernández por el gaucho era paternalista en el
m ejor de los casos, y ex p lo tad o r en el peor. De hecho, el estudio de
H alpcrín, aunque extensam ente docum entado y muy informativo,
parece destinado prim ordialm ente a destruir un icono nacionalista
favorito. En resum en, E l gaucho M artín Fierro surgió de una so­
ciedad profundam ente dividida; la discusión del poema sigue
reflejando esa división esencial.

E n 1879 José H ernández publicó una continuación a El gaucho


M artín Fierro, titulada La Vuelta de M artín Fierro. La secuela no
sólo es literariam ente inferior al prim er poem a; adem ás refleja una
visión fundam entalm ente distinta del gaucho: una visión provocada
p o r cam bios en la A rgentina y cam bios en las circunstancias de
H ernández. A ntes de d iscu tir el texto, echarem os un vistazo a este
contexto político y social, así com o a un debate importante sobre
libre com ercio y proteccionism o, que arreció a m ediados de la
década de 1870.
A com ienzos de 1873, L ópez Jordán volvió a invadir territorio
argentino. Sarm iento inm ediatam ente ordenó el arresto de sus
sim patizantes, obligando con ello a H ernández a huir de Buenos
A ires a M ontevideo. El 28 de ju n io de 1873, el ejército nacional
derrotaba a las tropas irregulares de L ópez Jordán, obligando al
caudillo a v o lv er a U ruguay. Im pedido d e reg resar a Buenos Aires,
H ernández tom ó un em pleo en La Patria, periódico argentino en el
exilio, desde el^sual fulm inó con in v ectivas al gobierno porteño.
T am bién se unió a un m ovim iento que intentaba conseguir apoyo
brasileño para el jo rd an ism o , que n o sólo fracasó sino que también
quitó bases a su crítica a M itre p o r haberse aliado con Brasil en la
G uerra de la T rip le A lian za (G iá v c z , José H ernández, 95).
M ientras tanto, co m en zab an a so p lar n u ev o s vientos en Bue­
nos A ires, que pro v o carían una n o tab le transform ación en la pos­
tura política de H ernández. C on el período presidencial de Sannicnto
acercándose a su fin, M itre trató de v o lv er a la presidencia. Pese a
las m aniobras políticas de M itre, el m in istro d e Educación de
Sarm iento, N icolás A vellaneda, ganó las eleccio n es. M itre clamó

302
fl, . t,i,izíl jusii ncadamcncc, aunque la elección de 1874 proba-
bicnicñtc no fue más deshonesta que otras de la ¿poca. Un mes
desptiós de perder, M itre organizaba una m ilicia y trataba de
(lenoearul gobierno. Las fuerzas oficiales no tuvieron inconvenientes
en derrotar a los golpistas, M itre pasó por la corle m arcial y fue
condenado a muerte. 1 lem ándcz se apresuró ad en u n ciarla hipocresía
del ex pivsidentc. En la edición del 24 de octubre de 1874 de La Patria,
escribía: "U na vez m ás M itre trata de agrandarse, satisfacer sus
insaciables am biciones y asegurar su puesto, som etiendo al país a
su voluntad y capricho. G eneral m ediocre, revolucionario torpe,
político inepto y mal escritor, vive y ha vivido siem pre en un m undo
misterioso de su e ñ o s... Siem pre una m ala influencia, lle v a d fuego,
la sangre y la devastación dondequiera que v ay a” (Artículos p e ­
riodísticos de José H ernández, 69). A u n q u e el p ra g m á tic o
Avellaneda no tardó en indultarlo, M itra perdió a consecuencia de
este incidente toda posibilidad de recuperar la presidencia.
La caída política de M itra señaló que el poder había pasado al
fin a una nueva generación. De esa generación, A vellaneda era el
prototipo, en tanto ponía el progreso económ ico p o r sobra las
nvalidades ideológicas y personales que habían dividido a sus

principalm ente inglesas, La econom ía argentina se vinculó m ás


estrecham ente tuln a Gran Bretaña, que proporcionaba un m ercado
para las exportaciones argentinas, inversión (y control) en transporte
y com unicaciones, y crédito para los sectores público y privado
(I'em s, 323-373). Avellaneda tam bién continuó la lam entable
práctica, iniciada por Mitra, de atender a la deuda existente con
nuevos créditos, política que funciona razonablem ente b ien d u ran ic
períodos de crecim iento rápido, pero que lleva al desastre durante
las contracciones económ icas (Rock, 147). Con la
G uerra al Paraguay tenninada, Avellaneda intensificó las g ü eñ a s
de desplazam iento y exterm inio contra los indios, dejando con ello
liberados am pliosicniiorios. Estastierrasdebíanserpara inmigrantes
que consum arían el aforism o alberdiano, "gobernar es poblar".
Pero, aunque llegaron inm igrantes en grandes cantidades, y la ley
argentina les aseguraba tierras, fueron relativamente pocos los que

,ilS Wlv á r iM r a io n c s explican el fracaso td aliv o de la d is.rih u d d n


303
I

de tierras en la Argentina. Primero, gran parte de la nueva tierra


ofrecía potencial agrícola limitado por ser demasiado estéril o estar
demasiado lejos para el transporte de los productos. Las mejores
tierras de la Argentina eran las que estaban cerca de las vías
fluviales, sobre la frontera norte de la provincia de Buenos Aires y
el Litoral, y éstas ya pertenecían a la oligarquía. Segundo, los
bancos argentinos no hicieron ningún intento de extender el crédito
a pequeños propietarios; de hecho, los bancos solían requerir tierras
como garantía, política que hacía que el crédito fuera a quienes ya
eran ricos (Díaz Alejandro, Essays on the Economic History of the
Argentine Republic, 35-40,151-159). El resultado fue un cambio
sin cambio. Como observa el historiador David Rock, “Aunque el
país estaba pasando por un cambio y desarrollo profundos, y se
estaba formando una nueva población, no hubo un cambio conco­
mitante en la distribución de la riqueza ni en la estructura de poder.
En partes diferentes del país los grupos terratenientes y mercantiles
habían solucionado lentamente susdiferencias, pero el resultado de
esta reconciliación fue un grave desequilibrio en favor de la oli­
garquía” (Rock, Argentina, 141-142).
Sin embargo, que la riqueza y el poder siguieran en las mismas
m anos no significa que hubiera falta de actividad económica.
Durante la década de 1870, la especulación de tierras en la provincia
de Buenos Aires y a lo largo del Litoral hizo subir los precios diez
veces. Los gobiernos federal y provinciales, así como individuos
particulares, contrajeron grandes deudas por créditos externos,
usando a veces tierra sobrevalorada como garantía. A mediados de
la década, la explosión se hizo inevitable, y la Argentina entró en
una profunda depresión nacional. La depresión promovió un extenso
debate legislativo sobre el futuro de la economía argentina, y sacó
a luz lo que podría llamarse una postura populista en materia
económica.
Los grandes temas del debate, proteccionismo contra libre
comercio, no tenían nada de nuevo, por supuesto. La economía
mercantilista del Imperio Español se basaba en prácticas protec­
cionistas con las que España buscaba salvaguardar sus mercados
coloniales. Tal como vimos en el Capítulo 2 , M ariano Moreno cnsu
Representación de los hacendados de 1809 fue uno de los primeros
en argumentar contra el mercantilismo y en favordel libre comercio,
postura que después invirtió en su famoso Plan. Artigas, en 1816,
se oponía a las fronteras económicas abiertas. Alberdi promovía el
proteccionismo en su Fragmento , iba en favor del libre
304
comercio en Las Bases , y volvía a su postura inicial m ás tarde. P c-
t0(j 0 csl0 era en buena m edida una d iscu sió n teórica, y siguió
siéndolo hasta que el presidente M itre en 1862 abrió la eco n o m ía
argentina a inversores y prestatarios extranjeros, la m ayoría i nglcses.
El resultado íuc una especie de desarrollo p o r el que la A rg en tin a
proveía materias primas y un m ercado para las m an u factu ras
inglesas, a la vez que dejaba ¡rrcalizado su potencial industrial. En
tal economía, los terratenientes c interm ediarios arg en tin o s ad q u i­
rieron gran riqueza con exclusión de la m asa d e trab ajad o res
confinados a trabajos de peones, em p acad o res y estib ad o res. F ue
precisamente este estado de cosas lo que p ro v o có lo s d eb ates de la
década de 1870.5
Los argum entos en favor del libre co m ercio tal c o m o los
presentan los gobiernos de M itre y S arm ien to d eriv an d e A d am
Smith y David Ricardo, am bos útiles au n q u e q u izás in v o lu n tario s
colaboradores del expansionism o británico. L as teo rías de lib re
comercio dom inaron la enseñanza de la eco n o m ía e n las u n iv e rsi­
dades portefias, donde el libro de texto era una trad u cció n e sp a ñ o la
del manual de 1858 de Joseph G am icr, Abregé des élém ents d e
l économie politique, basado enteram ente en teo rías d e lib re c o ­
mercio de Sm ith, Q uesnay, M althus y R icard o (C h ia ra m o n te ,
Nacionalismo y liberalismo, 126). El p resid en te A v e lla n ed a fue u n
entusiasta prom otor del libre com ercio. P ara d e fe n d e r su n u ev o
program a de impuestos, A vellaneda escrib ió que su a d m in istra ­
ción gobernaba "bajo la ancha base del lib recam b io in te rn a c io n a l
de productos, pues está íntim am ente persuadido q u e úl e s el q u e
m ás conviene a países nuevos y en las co n d icio n es e sp e c ia le s d el
nuestro” (citado en Chiaram onte, 113).
A m edida que se profundizaba la crisis de m ed iad o s d e la
dtícada de 1870, surgieron ataques de distintas p ro ced en cias al lib re
com ercio, la m ayoría bajo la autoridad del h isto riad o r V icen te F id el
López, quien, com o ya dijim os en el C apítulo 7 , fue un sev ero
crítico de la historiografía de Mitre. López afirm aba que el e rro r d e
la A rgentina era su fe ciega en las teorías económ icas eu ro p eas q u e
no tom aban en cuenta que “cada fórm ula económ ica dará d iv e rso s
resultados según difieran el carácter y la situación del p aís d o n d e se

5 Para una descripción detallada del contexto económico del debate, y el


debate mismo véase José Carlos Chiaramonte, Nacionalismo y liberalismo eco-
nómicos cnArgcniina, IS60-I8S0. También es útil ^
crisis de 1866 y el proteccionismo argenuno en la década del 70 .

305
Imiulc aplicar" (Chluramonle, 129). Carlos Pellegrini, un discípulo
de López que licuaría a presidente en 1890, amplió la argumenta­
ción diciendo que "si el librecambio desarrolla la industria que ha
adquiridocierto vigor.,, el librecambio mata la industria naciente...
Lo que es un elemento de vida para el árbol crecido, puede ser un
elemento de muerte para la planta que nace" (citado en Chiaramontc,
129). Pero incuestionablemente el pronunciamiento más notable en
favor del proteccionismo pertenece a Emilio de Alvcar, quien, en
tres famosas cartas dirigidas a LaRevista tic Bu
"espíritu imprevisor y exageradamente liberal de nuestra legislación
mercantil c industrial". Sostiene que “ El librecambio carece de
sentido para nosotros", y que la Argentina debería seguircl ejemplo
proteccionista de los Estados Unidos, donde de hecho la industria
fue ampliamente protegida contra la com petencia extranjera, es­
pecialmente la inglesa, hasta la década de 1930. Pero, más impor­
tante, Alvcar encuentra una admisión tácita de inferioridad en la
voluntad liberal de hacer de la Argentina apenas una gran estancia.
"¿Por qué", pregunta, "se duda y se desdeña la capacidad del país?
¿Se profesa por ventura la preocupación de las razas privilegiadas?”
(citado en Chiaramontc, "La crisis de 1866” , 214-215). Y una vez
más vemos cómo el pensamiento populista ataca al liberalismo
argentino por no creer en la Argentina y en el pueblo argentino. En
esencia, Alvcar, como Guido y Spano y Andrade, sostiene que hay
un profundo sentimiento de inferioridad en la obsesión de los
liberales por la cultura y la tecnología importadas, así como en su
decisión de limitar a la Argentina al papel de “granero".
El debate legislativo sobre el libre com ercio duró varios años,
pero no produjo ningún cambio en el concepto del papel de la
Argentina en el mundo. En 1877 se voló una nueva ley arancelaria
que daba protección a tres productos, azúcar, vino y trigo. Pero
como se trataba de productos agrícolas, la ley no alteró la visión
básica que tenía el liberalismo sobre las funciones de la Argentina
en la división internacional del trabajo. El granero se hacía simple­
mente más grande. Esla discusión sobre el libre comercio murió
cuando la Argentina, en la década de 1880, entró en otro ciclo de
bonanza, pero con la crisis económ ica de 1890 volvió a emerger una
poderosa corriente favorable al proteccionism o (Rock, Argentina,
149-152). El sentimiento proteccionista seguiría latente en nuestro
siglo, para hacerse visible en épocas de dureza económica, y con el
tiempo contribuiría aunapolíticaeconóm ica partieulannentevisible
en el primer peronismo.
La devoción no partidaria de Avellaneda por el “progreso”
también enfrió las pasiones personalistas de sus predecesores y creó
una atmósfera en que los desacuerdos podían resolverse sin guerras.
Favoreciendo el pluralismo limitado a las clases altas que siempre
definió la democracia argentina, Avellaneda nombró en cargos
importantes de su gobierno a porteños y provincianos, ex resistas y
unitarios porigual. Además, al poner al autonomista Adolfo Alsina
al frente del Ministerio de Defensa, aplacó, al menos temporalmente,
los temores porteños de un predominio provincial. Al mismo
tiempo, reforzó su base de sustentación en el interior ayudando a
formar una liga de gobernadores provinciales que podían contarcon
favores especiales a cambio del apoyo a Buenos Aires, aun si eso
significaba torcer el resultado de las elecciones.
Ayudó también a mantener la paz relativa de la presidencia de
Avellaneda el hecho de que los antagonistas políticos del pasado
estaban envejeciendo. Sarmiento siguió en la vida pública un
tiempo, primero como senador y después en una cam paña desafor­
tunada para recuperar la presidencia, pero al fin, apesadum brado
por la corrupción que parecía endémica en la nueva república, se
retiró a escribir sus Memorias y el racista Conflictos y armonías de
las razas de América , ambos libros llenos de reflexiones pesim istas
sobre lo que consideraba el fracaso político del país. Albcrdi volvió
a Buenos Aires en 1878, nombrado senador por su provincia natal
de Tucumán. Pero era un anciano agotado y sentim ental, al que
abrumó la crítica cotidiana y la confrontación perm anente de la vida
política, por lo que volvió a París, donde m urió en 1884. M itre
siguió siendo senador por la provincia de Buenos Aires, y se m an­
tuvo muy visible como historiador y periodista, pero, pese a sus
acercamientos a diferentes grupos políticos, su poder dism inuyó
con la edad. De los autores populistas, Olegario A ndrade m urió en
1882 y Guido y Spano se transformó en un poeta patriarcal, a quien
se admiraba ceremoniosamente mientras se olvidaba de s js escritos
políticos.

El espíritu de reconciliación que caracterizó la presidencia d e


Avellaneda también da el trasfondo necesario para e n te n d e rla Vuelta
de Martín Fierro y la extraordinaria transform ación de José
Hernández del rebelde federalista al respetado funcionario, próspero
hombre de negocios y preceptor m oral de gauchos abandonados. E n
enero de 1875, semanas después de la asunción de A vellaneda,
Hernández volvió a Buenos Aires. E n sus artículos p ara el diario La

307
Libertad no tardó en mostrar su viejo espíritu en un debate perio­
dístico con Sarmiento respecto de los méritos relativos de su
del Chacho, que acababa de ser reeditada (Chíve/., Josá Hernán­
dez, 105-114). Tero 1lemández estaba cansado de ser un periodista
itinerante con una causa a cuestas. Ahora tenía familia y anhelaba
una vida m is tranquila. Además, había dinero por ganar. Trabajando
primero como agente inmobiliario y después en la junta directiva de
un banco de crédito, adquirió una pequeña fortuna y en el proceso
contribuyó a la misma concentración de propiedad que antaño habla
condenado. Siguió haciendo incursiones en la política pero tenía
problemas para identificarse con ningún partido de Buenos Aires.
Veía correctamente los intereses de los autonomistas por los dere­
chos de los Estados como una herencia legítima del federalismo,
pero no podía comulgar con las tendencias separatistas del Parti­
do Autonomista. Con el tiempo, los contactos políticos de 1lemán­
dez dieron su fruto. En marzo de 1879 fue elegido diputado, y
después senador a la Legislatura de la provincia de Buenos Aires,
donde permaneció hasta su muerte en 1886.
En esta vida de relativo bienestar, Hernández elaboró una
visión distinta del gaucho, o mejor dicho, se concentró en temas que
en su obra anterior habían estado más implícitos que explícitos. El
cambio en la vida de Hernández y en la Argentina se reflejan en las
dos partes de Martín Fierro. La primera, de 1872, es primordialmcnlc
un poema de protesta. Salvo las alusiones a un paraíso perdido que
sugieren la vida en una gran estancia, es poco lo que propone para
m ejorar la vida del gaucho. En esc sentido es coherente con las
circunstancias de la propia vida de Hernández en 1872; como
Fierro, Hernández era un hombre buscado por la ley, con un futu­
ro incierto, viviendo fugitivo y luchando por una causa perdida,
En contraste, La Vuelta fue escrita siete años después, durante un
período de relativa cal ma en el que Hernández había obtenido un lu­
gar en la nueva Argentina del pragmatismo, la riqueza y el pro­
greso. Como exitoso hombre de negocios con un futuro en la
política, perdió el gusto por la rebelión violenta. Además, con
la conclusión de la triunfante “ Conquista del Desierto" de Roca, la
injusticia específica de la que se había ocupado la primera parte (el
maltrato a los gauchos en las guerras de frontera) se volvió cosa del
pasado, aunque los gauchos seguían al margen de la vida política.
En este nuevo mundo, Hernández decidió que lo que más necesitaba
el gaucho era instrucción para encontrar un lugar en, y ya no contra,
el sistema. También llegó a la conclusión de que, al ser la Argentina

308
después de todo una nación agrícola, los gauchos y su conocimiento
de la tierra constituían un recurso natural que debía ser protegido,
incluido y desarrollado, para bien de todo el país. Como señala José
Pablo Feinmann, las ideas de Hernández en este sentido deben
mucho a la afirmación de Alberdi de que la civilización argentina
no podía separarse de su riqueza, y que su riqueza estaba en el
campo. Hernández lleva la argumentación de Alberdi un paso más
allá, sosteniendo que el potencial agrícola argentino no podrá
hacerse realidad sin el bienestar de sus trabajadores agrícolas
(Feinmann, 176-179). Como resultado, La Vuelta de Martín Fierro
es a la vez una justificación de la nueva Argentina y un manual
práctico escrito para gauchos sobre cómo volverse buenos ciuda­
danos, productivos y dóciles.
Para realizar este proyecto, Hernández adoptó para Vuelta
una estructura que es en parte narrativa, en parte marco para
historias interpoladas, y en parte conferencia sobre virtudes cívicas
y morales. Además, a diferencia del poema anterior, La Vuelta está
dirigida cspccíficamene a los gauchos. La primera parte había sido
escrita con la intención de provocar la indignación de lectores
educados contra los excesos de los gobiernos liberales. Al principio,
fue escasamente leído por el público educado, pero adquirió ex­
traordinaria fama entre los gauchos mismos, hecho que sorprendió
incluso a Hernández. En La Vuelta los gauchos son el público al que
está dirigido el poema, además de ser el tema de éste. Pero son un
público al que Hernández en más de una ocasión demuestra ver
desde lo alto. Tal como lo explica en el prefacio a La Vuelta, esta
secuela está “destinada a despertar la inteligencia y el amor a la
lectura en una población casi primitiva”. Declara a continuación
que los gauchos encontrarán el libro “ameno, interesante y útil”.
Pero su intención principal es impartir valores morales: “enseñando
que el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora y
bienestar. Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración
hacia su Creador, inclinándolos a obrar bien. Afeando las supers­
ticiones ridiculas y generalizadas que nacen de una deplorable
ignorancia”. M ás que eso, Hernández desea inculcar en las masas
prim ilivas virtudes loables como el respeto por los padres, la debida
reverencia al matrimonio y la familia, la caridad para con los
desposeídos y el am or a la verdad. Llama la atención en especial su
insistencia en que sus lectores lleguen a ser ciudadanos obedientes
de la ley, “ afirm ando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin
apartarse del respeto que es debido a los superiores y magistrados .

309
No obstante el evidente didacticismo de estas declaraciones,
I lemández, se propone producir un libro "sin revelar su pretcnsión",
usando el lenguaje coloquial de Jos gauchos para que no se percaten
de que se los está instruyendo (Antología de la poesía gauchesca,
1437-1438),
¿Cómo realiza Hernández ambiciones que parecen tan
tediosamente pedagógicas? Nomuy bien si comparamos lasegunda
parte con la primera. Salvo algunos relámpagos de humor, esporá­
dicas denuncias de injusticias, y muchos aforismos logrados, ¿a
Vuelta no puede compararse con su predecesor. La torpeza de la
estructura, la cantidad de episodios forzados, la moralización in­
cesante y las digresiones de filosofía casera debilitan el interés has­
ta casi desvanecerlo. Lamentamos sobre todo la casi desaparición
de Martín Fierro como un ser de carne y hueso; tanto se concentra
Hernández en la declamación de valores morales que descuídala
personalidad de su personaje, a quien obliga a decir lo que quiere
decir Hernández, y no lo que lo volvería convincente. De todos
modos, como indicador de los valores de la nueva Argentina y déla
traición de I lernández a su ideal populista, es un texto que exige
consideración,
lil grado al que Hernández ha aceptado los valores de la nueva
Argentina se hace evidente de inmediato, en el extenso retrato, por
demás negativo, de los indios, con que comienza La Vuelta. El
gobierno quiere matar indios y abrir sus tierras a la colonización
blanca, Hernández lo hace sonar como un imperativo moral. La
maldad de los indios en la descripción de Hernández no conoce
límites:

ííl Indio pasa la vida


robando o echao de panza -
la tínica ley es la lanza
a que se lia de someter -
lo que le falta en saber
lo suple con desconfianza. (379-384.)

,,.cs fiero de condición -


no golpea la compasión
en el pecho del infiel. (556-558.)

Todo el peso del trabajo


lo dejan a las mujeres *

310
/

El indio es indio y no quiere


apiar de su condición,
ha nacido indio ladrón
y como indio ladrón muere. (583-588.)

Por si alguien pensara en objetar mencionando los logros


extraordinarios de las civilizaciones precolombinas, Fierro
(Hernández) nos asegura que los indios argentinos son muy dife­
rentes:

Pero pienso que los pampas


deben de ser los más rudos -
aunque andan medio desnudos
ni su convenencia entienden -
por una vaca que venden
quinientas matan al ñudo. (661-666.)

Estos versos sirven a un único propósito: justificar el brutal


exterminio de los indios argentinos que se estaba llevando a cabo
bajo las órdenes del general Roca y el presidente Avellaneda. Para
racionalizar el genocidio, sus víctimas deben ser vistas como
infrahumanas, bestiales, naturalmente inferiores, incapaces de
mejorar. Su ceguera a la ganancia que puede dar el ganado no les da
lugar alguno en la Gran Estancia que los liberales argentinos veían
como destino nacional. Hernández concluye con un himno de
elogio a su genocidio:

Estas cosas y otras piores


las he visto muchos años;
pero si yo no me engaño
concluyó ese bandalaje,
y esos bárbaros salvajes
no podrán hacer más daño.

Las tribus están deshechas,


los caciques más altivos
están muertos o cautivos
privaos de toda esperanza -
y de la chusma y de lanza
ya muy pocos quedan vivos. (667-678.)

311
Eli resumen, los indios merecían morir. Vivos, eran inútiles;
muertos, no pueden hacer más daño. ¿Podemos perdonar o al me­
nos entender la actitud de Hernández como producto de su época?
Como agente inmobiliario, Hernández se beneficiaba con las guerras.
Además, como toda su generación, lo enceguecía una visión del
progreso en la que no cabían los indios. ¿Sería justo esperar que
comprendiera el honor del genocidio? Quizá no. Al mismo tiempo,
es melancólico ver al campeón del proletariado rural usando los
mismos argumentos racistas contra los indios que sus enemigos
solían usar contra los gauchos mestizos. Desearíamos que al menos
hubiera adoptado la postura distante pero simpatizante de Mansilla,
en su Excursión.
Tras este ataque a los indios, Hernández sigue con la historia.
Cruz muere, víctima de “la plaga”, y Fierro, tras salvar a una mujer
blanca cautiva de los indios, emprende el regreso a las pampas “que
ya no pisa el salvaje”. Un viejo amigo le cuenta que el actual
gobierno ya no persigue a la gente, y que su asesinato del negro ha
sido olvidado. Fierro encuentra entonces, milagrosamente, a sus
dos hijos, y además al hijo de Cruz, y al hijo del negro que mató.
Cada uno toma una guitarra y cuenta su historia. Estos relatos
interpolados vuelven a temas ya conocidos (injusticia, desgracias,
persecución, corrupción), y en sus lamentos oímos ocasionalmente
ecos de algunos pasajes conmovedores de la primera parte. El
prim er hijo pasó casi toda su vida preso, víctima de la arbitrariedad
de jueces y leyes. Pero en lugar de predicar la rebelión, dice que “si
atienden m is palabras / no habrá calabozos llenos: / manéjensé
com o buenos” (2073-2075). Para Hernández, la ley ha cambiado
tanto que el gaucho ahora puede volverse un buen ciudadano. El
segundo hijo terminó bajo la tutela de un viejo borracho de apelativo
Viscacha, que robaba para vivir pero no podía ver morir un animal.
A unque de m oral cuestionable, Viscacha es una fuente inagotable
de consejos, la m ayoría prácticos, algunos humorísticos e irónicos.
Pero aun en el antimoralismo de Viscacha podemos oír a un
H ernández didáctico esforzándose por hacer del gaucho un mejor
ciudadano. Picardía, el hijo de Cmz, cuenta una historia llena de
im precaciones contra el gobierno, la administración de las guerras
de frontera, elecciones fraudulentas, jueces corruptos, etcétera.
Pero, aunque el suyo es el m ás largo, más vivido y más negativo de
los cuentos incluidos, tam bién Picardía sugiere que los tiempos han
cambiado:

312
No repetiré las quejas
de lo que se sufre allá -
son cosas m uy dichas ya
y hasta olvidadas de viejas. (3601-3604.)

Luego viene un prolongado enfrentam iento entre Fierro y el


hijo del negro. Presentada com o una payada, tradicional duelo
verbal en que cada cantor trata de superar en ingenio, en saber y en
calidad de im provisación al otro, la discusión entre Fierro y el negro
toma dim ensiones filosóficas. Aun así, cuando el negro al fin
confronta a Fierro respecto de la m uerte de su padre, Fierro lo
insulta:

A hombre de humilde color


nunca sé facilitar,
cuando se llega a enojar
suele ser de m ala entraña -
se vuelve como la araña
siem pre dispuesta a picar. (4499-4504.)

Fierro da una explicación parcial de su crim en com o resultado


de sus propios sufrimientos. Pero en el m om ento crucial cuando
podría expresar arrepentimiento, lo que le dice esencialm ente al
negro es que viva con sus problemas: “Mas cada uno ha de tira r/c n
el yugo en que se vea” (4511-4512). Tras este últim o insulto, los
presentes impiden que Fierro y el negro se vayan a las manos. Fierro
y sus hijos abandonan el lu g ar... lentam ente, para no indicar que se
van p o r miedo.
Hasta este punto, Hernández ha tratado de ocultar su m ora-
lismo tras la m áscara de los personajes. Pero hacia el final, al
advertir, quizá, que la Parte II ya es dem asiado larga, arroja la
precaución por la borda, y pone a Fierro a predicar un serm ón de
adiós a sus hijos, y por extensión a todos los gauchos. Pero para
que sus lectores gauchos no piensen que están siendo adoctri­
nados por alguien que se considera superior a ellos (recordar las
palabras del autor en el Prólogo), H ernández recurre a la autoridad
del saber popular: “ Yo nunca tuve otra escuela / que una vida
desgraciada... es m ejor que aprender m ucho / el aprender cosas
buenas” (4601-4612). A firm ándose en el saber popular y el sen­
tido común, H ernández parece rendir tributo a los gauchos. En
realidad, los proverbios de Fierro, com o señaló el ex presidente

313
Avellaneda en un com entario poco conocido, están tomados
“del Corán, el Viejo Testam ento, los Evangelios, y sobre todo
de Confucio y Epicteto” (citado en Halperín Donghi, José Her­
nández, 316). Hernández se lim itó a traducirlos a un vocabulario
gauchesco. Sea com o fuere, Hernández (Fierro) muestra preferencia
especial por dichos que subrayen el individualismo y el trabajo
duro:

Debe trabajar el hom bre


para ganarse su pan;
pues la m iseria en su afán
de perseguir de mil modos -
llama en la puerta de todos
y entra en la del haragán. (4655-4660.)

Aprovecha la ocasión
el hombre que es diligente -
(...) la ocasión es com o el fierro,
se ha de m achacar caliente. (4679-4684.)

De modo sem ejante, H ernández subraya la importancia de


obedecer a la ley y al patrón:

El que obedeciendo vive


nunca tiene suerte blanda -
m as con su soberbia agranda
el rigor en que padece -
obedezca el que obedece
y será bueno el que m anda. (4715-4720.)

Fierro term ina el serm ón y parte con sus hijos. Cuando se


marchan, H ernández al fin aparece com o él m ism o y hace dos
recomendaciones sobre los gauchos:

Es el pobre en su orfandá
de la fortuna el desecho -
porque naides tom a a pecho
el defender a su raza -
debe el gaucho ten er casa,
escuela, iglesia y derechos. (4823-4828.)

314
Dadas estas cosas, 1lemández nos asegura que “el gaucho es
el cuero llaco, / da los lientos para el lazo" (4851-4852). Es decir,
es la base necesaria de una sociedad agrícola. Sin su mano de obra
y su conocimiento de la tierra y el ganado, la Gran Estancia no
podría funcionar. Alimenten, vistan y denle un lugar al gaucho, y la
Argentina podrá tomar su lugar entre las naciones.
Aunque el papel de Hernández como defensor de la nueva
Argentina y preceptor moral de los gauchos se hace visible prác­
ticamente en cada página de la Segunda Parte, la narración sinuosa
y las historias interpoladas hacen difícil clasificarla. La interpretación
de José Pablo Feinmann según la cual "el final de Vuelta no hace
más que expresar la fraternal unión de Buenos Aires, el Litoral y los
grupos liberales del interior mediterráneo, bajo la presidencia de
Roca" (181) parece algo reductivista. Pero sin tomaren cuenta la
visión de Hernández de la nueva Argentina y del papel del gaucho
en ella, la Segunda Parte parecería un conjunto indiscernible sin
ningún elemento unificador.
Más interesante es lo que dice La Vuelta sobre el populismo
que amafio había predicado Hernández. Su vuelco espectacular de
disidente a preceptor se hace claro sobre todo cuando comparamos
su visión del gaucho con la que tenía Sarmiento. La crítica nacio­
nalista y revisionista de este siglo ha insistido en que Martín Fierro
es el “anti undoF
ac,” el gaucho arquclípico que defiende la iden­
tidad argentina contra los usurpadores europeizantes. Sarmiento
afirma que el gaucho debe ser cambiado o eliminado; en contraste,
Hernández en la Primera Parte le da al gaucho dignidad, con pocas
recomendaciones para cambiarlo. La Vuelta, en cambio, es otra
historia. Como ya dijimos en el Capítulo 4, aunque Sarmiento tenía
intenciones muy claras respecto del gaucho (matarlo o asimilarlo a
la fuerza mediante la educación y lacruzacon razas superiores), hay
una ambivalencia fundamental en gran parte de su pensamiento.
Igual que Hernández, él también se sintió cautivado por lo pinto­
resco de los gauchos, por su poesía y sus habilidades rústicas.
El retrato de Fierro en La Vuelta es notablemente similar.
Fierro es un cantor, un repositorio de sabiduría popular, un sabio sin
educación que posee las habilidades que necesita el campo. De ahí
que Hernández le pide al gobierno que les dé a los gauchos “escuela,
iglesia y derechos”, al tiempo que le aconseja a los gauchos que sean
m iem bros dóciles y productivos del nuevo orden. En resumen, su
solución para el gaucho en La ueltaomo
Vc las recomen
M ansilla sobre la cuestión indígena, difiere de la de Sarmiento en

315
grado, no en sustancia. Además, igual que en el caso de Mansilla,
por radical que haya sido la posición adoptada por Hernández
durante su juventud, lodo eso quedó atrás cuando se identificó cori
la fácil prosperidad de la nueva Argentina.

Tras estudiar a varios autores nacionalistas asociados con la


Confederación, vuelvo ahora a la pregunta que hice al comienzo de
esta exposición: ¿el nacionalismo de las décadas de 1860 y 1870
realmente ofrece una alternativa a las mitologías liberales de la
nacionalidad? Como vimos antes, el nacionalismo no tiene un
temario fijo, ni un vocero sobresaliente, ni un partido, ni una
inclinación inequívoca hacia la derecha o la izquierda, ni un
repertorio consistente de ideas. Lo que sí tiene es una tradición de
posturas, subrayados y gestos retóricos similares, desde las épocas
de Saavedra, Artigas e Hidalgo. Una corriente importante en el
nacionalismo argentino es el populismo, aunque el nacionalismo
también incluye el opuesto del populismo en el patemalismo de
estilo resista. La corriente populista en el nacionalismo puede verse
en el apoyo que Alberdi, Guido y Spano, Andrade y Hernández le
dieron a una democracia inclusiva, y en su reconocimiento de los
caudillos como auténticos dirigentes populares en una democracia
auténtica, preferibles a los autoritarismos de Buenos Aires; también
se la ve en la insistencia de Mansilla en que los gauchos y los indios
son los hijos genuinos de la patria. Pero ninguno de estos autores
podría ser llamado populista en el sentido de chabacanos y vulgares.
Alberdi escribe en una prosa exquisita, Guido y Spano amala ironía
y las citas clásicas, Andrade recuerda el verso neoclásico del
período inicial de la Independencia, y Mansilla afecta el estilo del
causear francés. Sólo Hernández cultiva un estilo populista en la
lengua pintoresca del gaucho, pero lo hace sólo en su poesía; su
prosa imita el estilo claro y a veces axiomático de Alberdi, a quien
mucho admiraba. Además, la actitud de Hernández ante el gaucho
es en última instancia más paternalista que fraterna.
Pero, aunque ninguno de estos escritores puede ser conside­
rado populista sin más, la importancia que le dan a la autenticidad,
el respeto por los valores autóctonos y su interés por la democracia
inclusiva por cierto que tienen un sabor populista, que volvería a
emerger en el nacionalismo argentino contemporáneo, particular­
mente en el peronismo. No hay un único autor que represente al
nacionalismo. El nacionalismo (y el populismo que frecuentemente
lo acompaña) pueden describirse mejor como una especie de

316
VaLkgdsr. las posturas no articuladas de un grupo, el fondo vago de
una identidad de clase, las premisas parcialmente articuladas de la
nacionalidad. Pese a la vaguedad del nacionalismo, no obstante,
podemos esbozar a partir de la exposición que hemos hecho la
forma general del nacionalismo argentino, tal como comenzó su
existencia en el siglo xix. A esa tarea volvemos ahora nuestra
atención.
El nacionalismo argentino es prim ero y principalm ente
nativista, orgulloso de la herencia hispánica del país y de sus etnias
mezcladas. Al afirmarse‘io s que somos, como somos", el populismo
nacionalista repudia el racismo “ilustrado" del liberalismo; Guido
y Spano se burla de los planes de inmigración elitista para “rege-
nerarneestra raza"; Andrade elogia al Chacho y a las “ razas parias”
reden llegadas a las playas argentinas; MansiUa llam a a los indios
“hijos auténticos de la patria”, y Hernández transforma a un gaucho
fuera de la ley en un arquetipo nadonaL El nacionalismo rechaza
asimismo las posturas negativas del liberalismo ante la herencia
española del país. Guido y Spano afirma que “ la vieja sangre
española” une a los hispanoamericanos decentes de todo el conti­
nente en su rechazo a la invasión francesa a M éxico. El m ism o
sentimiento lo llevó a sim patizar con el Paraguay en su guerra
contra la profana trinidad del Brasil imperial, el régim en de M itre
y el gobierno títere en el Uruguay. Andrade anticipa el arielismo de
Rodó al afirm ar que los pueblos latinos son los herederos legítim os
de los griegos, dando la espalda a la fascinación liberal por los
Estados Unidos y la Europa del norte.
El prim er enem igo del nacionalism o argentino es u n grupo
nebuloso de argentinos ricos llam ado a veces “oligarcas", a veces
liberales antinacionales, a veces “ europeizantes” antiargentinos.
M ientras que la dem ocracia radical del populism o es la conclusión
lógica de gran paite de la teoría política liberal, los intelectuales
nacionalistas acusan a los liberales argentinos de hab er corrom pido
la lengua de la libertad, de haber hecho de la dem ocracia republi­
cana una retórica vacía, al tiem po que excluían al m ism o pueblo en
c u y o nom bre decían cobo m ar. A dem ás, los nacionalistas sostienen

que. pese a su retórica. los liberales argentinos siem pre están tan
dispuestos a recurrir a la violencia o la corrupción co m o el p eo r de
los caudillos; según la frase m em orable de A lb erd i, so n “ caudillos
de frac". En la perspectiva nacionalista,el liberalism o es antinacional,
más interesado en cu ltiv ar la buena v o lu n tad d e las p o ten cias
extranjeras que en serv ir a los intereses d e la A rgentina. L o s

317
comerciantes liberales son los sirvientes codiciosos de los Bancos
y empresas extranjeros, dispuestos a vender la Argentina con tal de
lograr ganancias nípidas para sí mism os y para sus amos extranjeros.
El nacionalismo lambido postula que a los europeizantes les falta fe
en la Argentina, que su fascinación con intereses e ideas extranjeros
está motivado principalmente por un sentim iento de inferioridad.
Para los nacionalistas, los m iem bros de la elite no son argentinos de
veaiad sino vacuas imitaciones de europeos.
El nacionalismo argentino tam bién postula una visión alter­
nativa de la historia en la que hay dos A rgentinas ocupando la mis­
ma área geográfica pero nunca el m ism o escenario de poder. Una
está en Buenos Aires, y la otra en el interior. Una es locuaz y rica,
mientras que la otra es callada y pobre. El nacionalismo ve a los
caudillos como la voz auténtica, aunque no institucional, de la otra

postula dos desarrollos paralelos en el que los intereses económicos


de Buenos Aires unen a todos los porteños, pese a sus confesadas
diferencias políticas, en un partido único, la oligarquía, mientras
que el proletariado rural no tiene otro recurso que los caudillos. Bajo
esta luz, las guerras civiles que asolaron a la Argentina desde los
primeros días de su independencia fueron perpetradas porel apetito
porteño de poder y riqueza. A ntes que guerras enfrentando a un
dirigente con otro, o una idea con otra, fueron la lucha de una nación
con otra. Alberdi y Andrade tuvieron especial influencia en con­
centrar ta atención m ás en los aspectos económ icos de la lucha que
en las diferencias ideológicas subrayadas p o r Sarm iento y Mitre.

por Andrade, Alberdi y H ernández, se volvió una de las comentes


intelectuales m ás im portantes de este siglo en la Argentina. En la
década de 1930, Carlos Ibarguren, E rnesto P alacio, Rodolfo y Julio
Irazusta v Raúl Scalabrini O rtiz escribieron violentas condenasalos
“liberales traidores” que vendían el p aís al capitalism o inglés, y al
hacerlo enriquecían a la B uenos A ires m ercantil a expensas del
interior. Autores posteriores com o Juan Jo sé H ernández Arregui,
Rodolfo Puiggrós, Juan José Sobredi y D av id V iñas, que se difun­
dieron entre 1955 y 1970, sig u iero n batien d o el m ism o parche.
Quizáscl autorm ás responsablcde la popularización del sentimiento
revisionista en años recientes es A rturo Jaurctche, quien en 196$
publicó un libro divertido y m alévolo, titulado M anual
argentinas, en el que rebaja toda p reten sió n liberal, ataca a todo
vocero liberal, dism inuye to d a idea lib eral, y derrum ba a todo
próccrque ciento cincuenta años de Historia Oficial habían podido
erigir sobre su pedestal.6
También tiene importancia en el nacionalismo argentino su
fascinación con los líderes fuertes. No hay frase más reveladora en
este sentido que el lamento de Martín Fierro de que la Argentina
necesitaba “algún crillo’’que pusiera las cosas en su lugar, vale deci r
alguien sintonizado con la nación, un portavoz del pueblo, un
argentino auténtico en lugar de un europeo postizo; en una palabra,
un caudillo. Quizá la malhadada lealtad de Hernández a López
Jordán surgió de una creencia de que el caudillo rebelde era ese
criollo. Quizá la rehabilitación de Rosas que alcanzó un nivel casi
febril en la década de 1930 se originó en un anhelo así. Quizás el
increíble éxito de Perón y el peronismo provino del deseo de un
“criollo”. El nacionalismo argentino es impaciente. Quiere caudi­
llos con poder que hagan arreglos inmediatos y curas instantáneas.
El nacionalismo argentino también tiene una fuerte corriente
aislacionista y proteccionista. Reflejando posturas ya articuladas
por Artigas en 1816, Carlos Guido y Spano, Vicente Fidel López,
Carlos Pellegrini y Emilio de Alvear se manifestaron en contra del
libre comercio y del endeudamiento externo en la década de 1870.
Estos argumentos, con pocas modificaciones, siguen dando forma
al nacionalismo argentino y son poderosas corrientes tradicionales
del peronismo. El nacionalismo acusa al liberalismo argentino de
sacrificar la industria y el potencial industrial de la Argentina para
beneficiar a comerciantes y fabricantes ingleses junto con sus
intermediarios “antiargentinos”. El nacionalismo también cuestiona
políticas por las que los servicios clave tales como los transportes
y la comunicación fueron entregados a extranjeros. El nacionalismo
hace responsable al liberalismo por limitar el papel económico de
la Argentina en el mundo al de un “granero”, de acuerdo con el plan
cconómicodeGran Bretaña paraelmundo. Además, el nacionalismo
afirma que la deuda externa compromete la soberanía nacional, que
las naciones acreedoras inevitablemente terminan dictando políti­
cas a la endeudada Argentina. Si fuera gobierno, el nacionalismo

4Entre otros estudios importantes del revisionismo histórico, véase Marysa


Navarro Gerassi, Los nacionalistas, en especial capítulos 6,7 y 8. Véase también
Joseph Barager, ‘The Historiography of the Rio de la Plata Area Since 1830”;
Clifton Kroebcr, “Rosas and the Revision of Argentine History, 1SSO-1955"; y el
muy crítico pero bienrazonado Elre\'isionismo histôricoarsenlinoAcT\x\io Halperin
bonghi.

319
evitaría todos los compromisos externos, ya fueran la Guerra al
Paraguay de l SOS-1870, o la Segunda Guerra Mundial, cuando la
Argentina fue la única nación latinoamericana que mantuvo la
neutralidad hasta los últimos meses de la guerra.
El nacionalismo es proteccionista y aislacionista también en
cuestiones intelectuales y artísticas. El nacionalismo acusa a los
liberales europeizantes de estar siempre importando las últimas
ideas o tendencias artísticas del exterior, antes que buscar políticas
y formas expresivas que reflejen el espíritu argentino. El naciona­
lismo, para u sa rla frase de Mansilla, sostiene que la “monomanía
de la imitación” está volviendo a la Argentina un “pueblo de
zarzuela”. Las políticas liberales en economía y política, las ten­
dencias artísticas importadas, las teorías económicas e históricas
desarrolladas por intelectuales “educados en el extranjero", son, en
resumen, “antiargentinas”. Fueron hechos para otros países y tienen
poco que ver con la Argentina. En la Argentina moderna, Juan José
Hernández Arregui ha sido especialmente claro en su ataque a los
“europeizantes” y “ antiargentinos”, en libros significativamente
titulados La formación de ¡a conciencia nacional y La cultura
colonizada. El ya mencionado Arturo Jauretche es otro implacable
crítico de la “monomanía de la imitación”. En 1957 publicó Los
profetas del odio , flamígera condena a la “ pedagogía colonizada",
acusando a las escuelas argentinas de enseñar métodos, teorías c
ideas extranjeras que llevaban a la juventud argentina a malinterprclar
y subvalorar su país. Otro de sus libros, El medio pelo en sociedad
argentina, de 1966, sostiene que lo que pasa por alta cultura en la
A rgentina no es más que manierismo, afectación, imitación y
arrogancia insegura, actitudes que recuerdan la caricatura de Guido
y Spano del liberalismo argentino en “ ¡Ea, despertemos!"
Paralela a la idea nacionalista de la peculiaridad argentina, es
la idea de “ La Gran Argentina” , el país destinado a jugar un papel
de im portancia en el mundo. Andrade capta este espíritu particu­
larm ente bien en su poem a “ El porvenir”, donde sugiere que el papel
d e la A rgentina como líder continental en la lucha por la indepen­
dencia fue apenas el prim er paso hacia su destino como conductor
de naciones. Sugiero además que la Argentina no es nada menos que
el nieto legítim o de los griegos y los romanos, y por ello destinada
a ser unconductor intelectual y espiritual entro naciones. Enmarcando
su argum entación en imaginería religiosa, le confiero aprobación
divina al sueño nacionalista de hacer real su visión de “La Gran
A rgentina”.
El lado oscuro de esta visión nacionalista de grandeza es su
obsesión con las teorías conspiratorias. El nacionalismo no vacila
en admitir el actual fracaso de la Argentina en realizar su destino,
pero sólo por culpa de argentinos “antinacionales” y sus amos
extranjeros, que una y otra vez torcieron el camino del país hacia su
destino espiritual. Los pensadores nacionalistas que hemos visto
demonizaron al Brasil por la participación argentina en la Guerra al
Paraguay. Nacionalistas posteriores demonizarían a los ingleses,
los yanquis, la CIA, el Vaticano, las multinacionales, la Trilateral
Commission, por todos los males del país. Las teorías conspirativas
emergerían en el nacionalismo de izquierda y de derecha como
explicaciones fáciles del fracaso. Se los oye en las fantasías dere­
chistas de Federico Ibarguren así como en los aullidos neofascistas
del golpista más visible de la Argentina actual, el coronel Aldo
Rico.
En tanto el nacionalismo no tiene una doctrina fija ni credo ni
programa ni plataforma, es improbable que ninguna persona o
ningúnmovimicnto reflejeen conjunto todaslas actitudes descriptas
antes. Pero algunos movimientos políticos e intelectuales, son, de
acuerdo a la descripción dada arriba, de orientación nacionalista, si
no en su totalidad. En resumen, la forma del nacionalismo argentino
es amplia pero vaga, omnipresente pero indefinida. Aunque el
nacionalismo contemporáneo difiere del nacionalismo del siglo
XIX en aspectos importantes, el nacionalismo de Andrade, Alber-
di, Guido y Spano y Hernández sigue resonando en la política con­
temporánea y sigue siendo una fuerza poderosa, ocasionalmente
creativa y a menudo perturbadora, que todavía tiene que ser fusio­
nada en la vida productiva de la nación.

321
Epilogo

Tal vez el epílogo ideal de este libro sería otro libro, por lo menos
tan detallado com o éste, que estudiaría el desarrollo de los mismos
temas desde 1880. Ideal, quizá, pero no práctico. Por lo tamo,
termino como em pecé: con una anécdota.
Viajé a la A rgentina p o r prim era vez en 1975, gracias a una
beca de la OEA. E studiante de posgrado en literatura hispano­
americana, tenía la intención de entrevistar a Borges y buscar
documentos para mi tesis doctoral. Perón h ab ía m uerto apenas un
año atrás, y su viuda, la increíblem ente incom petente Isabel, era
presidenta. M is prim eros contactos eran am igos de argentinos
residentes en los Estados Unidos. Sin excepción estos primeros
contactos con el país se m ostraron severos críticos del peronismo,
del caos político y económ ico de Isabel, y del “ nazi-onalismo”.
Tam bién eran m odelos de cosm opolitism o, cortesía y estilo, versa­
dos en ópera, arte, literatura, lingüística chom skiana, psicoanálisis
lacaniano, cine europeo y todos los dem ás tem as requeridos para ser
“culto”. Los rivadavianos seguram ente lo s habrían reconocido
como espíritus afínes, y debo decir que siem pre disfruté de su
compañía. Recuerdo con nostalgia interm inables conversaciones
sobre cualquier tem a im aginable, a m en u d o en “ confiterías”, es­
pléndidas instituciones que pueden hallarse casi en cualquieresquina
de Buenos Aires, y que están dedicadas prim ordialm ente al ane de
la conversación. Estos argentinos se m o straro n asim ism o extraor­
dinariamente hospitalarios para conm igo, a sí com o indulgentes con
el “prim itivism o cultural” que los arg en tin o s cultos suelen encon­
trar en los norteam ericanos.
Con el tiem po, conocí a arg en tin o s q u e reflej aban perspectivas
muy distintas. Uno de ellos ftie la m u je r q u e hacía la lim pieza de mi
departamento, y que al cabo d e varias co n v ersacio n es me dijo que
yo nunca entendería a la A rg en tin a h ab lan d o con Borges. (Las
pocas reuniones que yo había tenido co n B orges la habían convencido

322
do que estaba malgastando mi tiempo con la gente equivocada.)
Aunque criticaba a Isabel, era leal al recuerdo de Perón: para ella
seguía siendo el hombre que representó al pueblo humilde, el que
puso en su lugar a la oligarquía antiargentina, el que defendió la
soberanía nacional contra el capitalismo extranjero, el que hizo
sentir a gusto en su papel a los trabajadores, el que salvaguardó las
tradiciones católicas del país, y protegió a la familia. Me invitó a
conocer a su madre, quien me mostró un álbum de recortes Heno de
artículos y fotos de Eva Perón. También conocí a otros peronistas:
izquierdistas que insistían en que Perón había sido un revolucionario
con un idioma diferente; intelectuales que admitían los defectos de
Perón, pero aun así insistían en que el peronismo era la única
alternativa a los “vendepatria” liberales; historiadores peronistas
que me hicieron oír por primera vez términos como “Historia
Oficiar* o “historia falsificada”; nacionalistas que se identificaban
como “ resistas” y llamaban a sus enemigos “sarmicntistas”, aunque
Rosas y Sarmiento descansaban en sus tumbas hacía muchos años;
y un temible fanático antisemita para quien la Argentina era el
último bastión de la cristiandad y que afirmaba que sólo eliminando
alos subversivos antiargentinos (incluidos los curas tcrcermundistas)
el país podría reclamar su puesto de primera línea entre las naciones.
Las divisiones que estaba observando, y por supuesto com­
prendiendo sólo a medias, se me hicieron particularmente notorias
en una de las experiencias más incómodas de mi vida. Antes de
volver a los Estados Unidos, di una fiesta a la que invité a algunos
de los que me habían ayudado en mi investigación. Con mi falta de
experiencia, no tomé en cuenta el color político de mis invitados,
por lo que v in ¡eren mezclados liberales y nacionalistas, cosmopolitas
y populistas, sarmicntistas y resistas. No bien había empezado la
fiesta, varios de mis invitados se trenzaron en acaloradas discusiones.
Los liberales hablaban de la declinación nacional según las tasas de
crccimiento cconómico, de inflación, salarios reales, productividad,
producto bruto, problemas sociales, etcétera, todo lo cual me
resultaba perfectam ente comprensible en tanto soy una persona
educada en los m arcos del liberalismo. Los nacionalistas, en con­
traste, hablaban un idioma desconocido, con frases como “el ser
argentino” y “el pensam iento nacional” . Según ellos, la necesidad
más urgente del país era un presidente auténticamente argentino que
pudiera resistir a las influencias extem as y captar la voluntad
genuina del pueblo más allá de las convenciones electorales bur­
guesas. Por más esfuerzos que hice, no pude entender de qué

323
estaban hablando, cosa que ellos atribuyeron al simple hecho de que
yo no era argentino, explicación que tam bién aplicaban a cualquiera
que cuestionara sus presupuestos, no sólo a extranjeros. Pero lo que
más me impresionó fue su retórica. Mis invitados hablaban lenguas
distintas, que se rem itían a ficciones orientadoras radicalmente
diferentes. El consenso, o siquiera una apreciación del punto de
vista ajeno, era imposible. \
/ Desde esa prim era visita, he vuelto a la Argentina muchasX
veces y dedicado gran parte de mi vida profesional a estudiar la
historia y la literatura argentinas. Aunque no pueden negarse los
cambios reales que se han dado en la retórica argentina, sigue
asombrándome hasta qué punto la Argentina moderna sigue en
diálogo con su pasado, cómo los ecos de debates del siglo pasado
siguen resonando en prácticam ente toda discusión que tengan los
argentinos sobre sí mismos y su país, cómo los fantasmas retóricos
de Moreno, Hidalgo, Rivadavia, Sarmiento, Albcrdi, Mitre, Andra-
dc y Hernández siguen habitando el país. Estos fantasmas sobrevi­
ven quizá porque la Argentina nunca se puso de acuerdo respecto
de sus ficciones orientadoras. La A rgentina es una casa dividida
contra sí misma, y lo ha sido al m enos desde que M oreno se enfren­
tó a Saavedra. Sarmiento codificó la división en sus inflexibles
polaridades de Civilización y Barbarie, y en nuestro siglo liberales
y nacionalistas, elitistas y populistas (aunque con muchos mati­
ces nuevos) continúan el debate, a m enudo usando argumentos e
imágenes heredados. En el m ejor de los casos, las divisiones ar­
gentinas llevan a una impasse letárgica en la que nadie sufre de­
masiado; en el peor, la rivalidad, sospechas y odios de un grupo
por el otro, cada uno con su idea distinta d e la historia, la identi­
dad y el destino, llevan a baños de sangre com o las guerras civiles
del siglo pasado o la “ guerra sucia” de fines de la década de 1970.
Si bien las crisis recurrentes del país tienen, obviam ente, muchas
causas y explicaciones, no puedo evitar el sentim iento de que los
mitos divergentes de la nacionalidad legados por los hombres que
inventaron la Argentina siguen siendo un factor en la búsqueda
^ frustada de la realización nacional.

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334
A

Indice

Prólogo a la edición en español ................................................. 9


Prefacio ...................................................................................... 11

1. Preludio a la nacionalidad........................................... 17
2. Mariano M o re n o .......................................................... 40
3. Populismo, federalismo y gauchesca........................ 63
4. Los rivadavianos.......................................................... 98
5. L a Generación de 1837, Parte 1.................................. 131
6. La Generación de 1837, Parte I I ................................ 165
7. Alberdi y Sarmiento: El abismo que crece................ 188
8. Bartolomé Mitre y la galena de celebridades
arg en tin as....................................................................... 208
9. Raíces del nacionalismo argentino, Parte I ............... 235
10. Raíces del nacionalismo argentino, Parte I I .............. 273

E pílo g o ......................................................................................... 322


B ibliografía .................................................................................... 325
"Este brillante libro narra la his­
toria de las historias que e-
mergieron en la Argentina del
siglo XIX, Revela una fascinante
serie de ficciones que fundaron
la nación y su cultura, de la mano
de héroes y villanos, utopías y
tragedias. Se lee como una no­
vela, pero está documentado
como un tratado científico.”

Josefina Ludmer, Universidad de


Buenos Aires

"Original en su concepción y su
ejecución, lleno de datos e in­
terpretaciones interesantes, útil
e iluminador... Shumway es par­
ticularmente bueno al tratar los
variados usos que se da a la
historia en la Argentina.”
David Rock, Universidad de
California, Santa Barbara

"Una invitación a releer a la


Argentina de una forma nueva y
dinámica, una empresa desafiante
si uno tom a en cuenta la elas­
ticidad de los mitos culturales en
el país.”
Sylvia Molloy, Universidad de Yale

"Shumway a c ie rta en su
cautivante discusión de los inte­
lectuales que con tanta audacia
buscaron transform ar a su país y
cuyos debates siguen acechando
a su posteridad.”

David Brading, The New York Times


I rom per sus lazos con España, cada nueva
nación independiente de A m érica Latina debió forjar
rápidamente su identidad nacional. La idea de Argentina
com o nación —sostiene Nicolás Shumway—se desarrolló
entre 1 808 y 1880, de la mano de figuras tan diversas
com o M ariano M oreno, Bartolom é Hidalgo, Artigas,
Echeverría, Sarm iento, A lb e rd i, M itre, H ernández,
G uido y Spano y O legario V. A ndrade.
En este libro original y penetrante, el autor analiza
las id e o lo g ía s que subyacen bajo las “ficcio n es
orientadoras” que estos hombres legaron al país, desde
los intentos de Hidalgo para realzar el folklore del
campo argentino en su poesía gauchesca, hasta los
notables esfuerzos de M itre por establecer una historia
didáctica y ejemplar.
Las ideas contrapuestas sobre la histo ria y el
destino nacionales, los m itos del pasado en suma, siguen
gravitando en los conflictos del presente. Este ensayo
audaz, que despierta la polém ica, resulta pues de suma
utilidad para entender m e jo r la actualidad del país.

ISSN 950-04-1274-5
ii ; ? f
{ :i 11

5;

9 8789500^41*2 7 A 2 23.442

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