Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
La Invencion de Argentina
La Invencion de Argentina
LA INVENCION
DE LA ARGENTINA
Historia de una idea
EMECÉ EDITORES
D ise ñ o d e tapa: Eduardo Ruiz
T ítu lo o rig in al: The Invention of Argentina
Copyright © 1991 by The Regents of the
University of .
E sta e d ic ió n se p u b lica m ediante convenio con
U n iv e rsity o f C alifo rn ia Press, 2120 Berkeley Way,
C alifo rn ia 9 4 7 2 0 , E E U U .
© Emecé Editores, 5 .A , 1993
A lsina 2 0 6 2 - Buenos Aires, Argentina.
E d ició n an terio r: 4 .0 0 0 ejemplares.
2 a im presión: 2 .0 0 0 ejemplares.
Im p re so en C o m p a ñ ía Im presora Argentina, S. A.,
A lsina 2 0 4 1 /4 9 , B uenos Aires, septiem bre de 1993.
R eservados to d o s los derechos. Q ueda rigurosamente
p ro h ib id a , sin la autorización escrita de los titulares del
C o p y rig h t" , bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
re p ro d u c c ió n parcial o total de esta obra por cualquier
m e d io o p ro ce d im ien to , incluidos la reprograíTa y el
tratam ien to inform ático.
Todo texto se escribe con alguna idea del público al que está
dirigido. Este concepto de público influye en las decisiones más
básicas del autor: qué tcm as y detalles se eligen, cuánto se dice sobre
el trasfondo y el contexto, qué términos se definen, qué ejemplos se
dan, y una serie de otras consideraciones, no todas conscientes.
Como noto en el prefacio, este libro fue destinado desde un
principio a un público norteamericano no especializado en temas
argentinos. Fue por eso que recibí con asombro (y cierto terror) la
propuesta de Emecé de traducir mi libro al castellano y publicarlo
en la Argentina. Al principio pensé aceptar sólo si se me permitía
darle otro enfoque al libro para un público argentino. Casi inm edia
tamente me di cuenta de mi incapacidad para tal empresa. Me
fascina la Argentina, me siento muy a gusto en la Argentina, tengo
una gran admiración por la cultura argentina, y entre m is m ejores
amigos figuran muchos argentinos. Pero en ningún momento m e he
sentido capacitado como para enseñar a argentinos sobre su propio
país. Voy a la Argentina para que me enseñen y no para enseñar. Por
lo tanto, presento la traducción de mi libro al público argentino con
ciertas reservas porque, con muy pocas excepciones, la traducción
sigue siendo el mismo libro que se publicó en inglés en 1991 para
otros lectores. Mi perspectiva es la única que no me está vedada: la
de un extranjero que en un momento de su juventud visitó la
Argentina, fue conquistado, y por lo tanto ha dedicado la m ayor
parte de su vida profesional al estudio de lo argentino. Si mi libro
le resulta útil a algún argentino, me sentiré enormemente halagado,
pero tendré que confesar que esta feliz circunstancia se debe al azar
y no a mis intenciones. M ientras tanto, les agradezco su apoyo a los
editores de Emecé; a mi traductor C ésar Aira, que valientem ente ha
convertido mi inglés en español; y a muchos amigos argentinos que
me han asegurado que sus com patriotas podrían encontrar intere
sante este m odesto estudio.
9
Prefacio
Dice Borges que los libros se escriben solos, que por mucho que
pretendan los autores elegir sus temas, es el tema el que viene a
decidir su propia expresión. Sin querer em ular en modo alguno a
Borges, encuentro que el proceso de escritura de este libro confirma
su aserto. El proyecto original era escribir una historia de las ideas
del lapso de quince años que corre entre el golpe de 1930 (el primero
de este siglo en la Argentina) y el triunfo de Juan Domingo Perón
en 1945. Mi objetivo era reconstruirlas corrientes intelectuales que
anticiparon al peronism o, y explicaren alguna medida la extraordi
naria polarización que desde entonces ha dominado a la Argentina.
Diligente, leí a autores nacionalistas como los hermanos Irazusta,
Hugo W ast, Carlos Ibarguren, Ramón Dolí y M onseñor Franceschi;
populistas com o Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz; liberales
y cosm opolitas como Eduardo MaUea, Ezequiel M artínez Estrada,
Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo. Observé con especial interés
que los feroces desacuerdos entre intelectuales argentinos nacían de
conceptos radicalm ente diversos de la m ism a Nación Argentina: de
su historia, su naturaleza, su papel entre las naciones del mundo.
Pero cuando em pecé a escribir descubrí que lo que parecía nuevo en
la década de 1930 con frecuencia no era más que repetición,
reelaboración, o al m enos diálogo con el pensamiento argentino de
épocas anteriores, y eso a tal punto que m is notas al pie parecían
crecer m ás rápido que el texto. Con el tiempo, m e incliné ante lo
inevitable y escribí este libro, sobre la Argentina del siglo xix. Aunque
en ocasiones hago referencia aquí al pensamiento argentino más
reciente, el otro libro, dedicado específicam ente a la Argentina
m oderna, tendrá que esperar. Me consuela pensar que el libro que
no llevé a térm ino podrá escribirse con m enos dificultad ahora,
usando éste com o punto de partida.
La opinión m ás extendida ve a la Argentina como un fracaso
nacional: uno de los pocos países que pasó del primero al tercer
11
mundo en unas décadas apenas. En la década de 1920 nadie habría
considerado a la Argentina un país subdesarrollado. Con un gobierno
de apariencia estable, una población altamente alfabetizada, y una
prosperidad sin igual en otras naciones latinoamericanas, a la
Argentina se la veía como una de las exitosas democracias nuevas,
igual en muchos aspectos a Australia, Canadá y los Estados Unidos,
Y a pesar de estos aires de promesa, durante los últimos cincuenta
años la Argentina transitó de crisis en crisis, cayendo en honduras
siempre crecientes de inestabilidad económica, desgarramiento so
cial, caos político, militarismo, endeudamiento y gobiernos irres
ponsables. Por supuesto que hubo momentos en que pudo encen
derse la esperanza, cuando argentinos valientes y abnegados se
esforzaron en restaurar la prosperidad y estabilidad de comienzos
de siglo. Pero sin perdonar excepciones, la inquietud social, el
resentimiento de clases y la incertidumbre económica llevaron al
fracaso los mejores planes ideados por los ciudadanos más lúcidos.
¿Qué pasó? ¿Cómo pudo ser que a una nación beneficiada con
envidiables recursos naturales y humanos le resulte tan difícil
revertir esta lenta y melancólica declinación hacia la mezquindad y
la insignificancia? Las explicaciones son muchas, contradictorias,
incompletas: estructuras económicas coloniales, una clase alta
irresponsable, demagogos mcsiánicos, una jerarquía católica re
accionaria, militares sedientos de poder, tradiciones autoritaristas,
la conspiración comunista, multinacionales omnipotentes, la
intromisión de potencias imperiales como Gran Bretaña y los
Estados Unidos.
Este libro toma en cuenta otro factor de la ecuación argentina
que suele pasarse por alto en las historias económicas, sociales y
políticas: la peculiar mentalidad divisoria creada por los intelectua
les del país en el siglo xix, en la que se enmarcó la primera idea de
la Argentina. Este legado ideológico es en algún sentido una
mitología de la exclusión antes que una idea nacional unificadora,
una receta para la división antes que un pluralismo de consenso. El
fracaso en la creación de un marco ideológico para la unión ayudó
a producir lo que Ernesto Sabato ha llamado “una sociedad de
opositores”, tan interesada en humillar al otro como en desarrollar
una nación viable unida por el consenso y el compromiso. Aunque
esta explicación del problema argentino es apenas un factor entre
olios de la compleja ecuación llamada Argentina, merece análisis
y documentación. Ese fin se propone este libro.
Estudio la “mitología de la exclusión” en la Argentina del siglo
12
xrx en sus partes constitutivas, que llamo “ficciones orientadoras”.
Las ficciones orientadoras de las naciones no pueden ser probadas,
y en realidad suelen ser creaciones tan artificiales como ficciones
literarias. Pero son necesarias para darle a los individuos un senti
miento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino
común nacional. Como afirma Edmund S. Morgan en su libro
magistral Inventing the People:
13
Argentina tal com o aparecen en los escritores y ponsdiloiv'N iiiiIn
im portantes del país entro 1808 y INSO. H alvr puesto a esto tlliiitm
com o fecha lím ite causar»! cieno asombro entre los leeioies (nuil
liarizados con la historia argentina, ya que suele consKIeiaise a eso
afío como el inaugural de la Argentina moderna, divisoria de aguas
entre un periodo de guerras civiles, caudillismos militares y caos, y
un periodo de relativa estabilidad, crecimiento sin precedentes y
progreso m aterial. Aunque es innegable que los logros económicos,
sociales y políticos en la Argentina después do 18X0 empequeñecen
en com paración los del período anterior, creo de todos modos que
las ficciones orientadoras y los paradigmas retóricos del país se
fundaron m ucho antes de 1880, y que estas ficciones siguen dando
forma a la acción y la identidad del país.
Debo hacer mención de otras cuatro cuestiones de método.
Primero, pese a desvíos por el cam jv de la historia social, lio
mantenido en el centro de la discusión a las ideas pertinentes a la
creación de la identidad nacional, y a su interacción con la historia.
De ahí que algunos personajes puedan parecer más admirables que
otros simplemente ponjuc sus ideas fueron mejores. Por ejemplo,
dos pensadores centrales que estudiaremos son Domingo Faustino
Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. De los dos, |xu‘ cierto fue
Sarmiento el de más prominente y admirable actuación pilhliea, en
especial por su ardiente promoción de la educación. Pero como
pensador Sarmiento dejó un legado con peculiar fuerza de división,
quizás su contribución más desafortunada al país. Un contraste,
Alberdi, aunque prefirió la teoría a la acción y en términos generales
se negó a ensuciarse las manos con la vida pitbliea cotidiana, nos
sorprende siempre con la originalidad de sus ideas, su visión
anticipatoria y su permanente vigencia. Como resultado, en una
historia puramente social es probable que Sannicnto aparecería
como el mejor; aquí, el beneficiado es Alberdi.
Segundo, aunque el libro se ocupa de las ideas de la Argentina
del siglo xix, no es un panorama de la historia de las ideas argenti
nas, ni examina con amplitud los antecedentes europeos del pensa
miento argentino. Antes bienes un estudio del surgimiento, durante
el siglo pasado, del sentimiento de identidad de la Argentina.1
1 No fallan excelente« estudios «obro la* raíces de las ideas argentinas, til
largo, ilumine idiota un jhk-0 envejecido, estudio de José Ingeniero*, I ai evolución
de Ut.t i. Irosiir^enlunís, signe siendo tltil. Un míos recientes los dos lilaos do
Natalio R. Ilotnnn, l.ii tradición trpuNlvinui y I I <v./cvi conservador, son do
l'timera calidad.
14
Tenrejo: aun cuando creo que la mentalidad peculiar argentina
áel ríelo pasado colorea en cieno grado todo lo que puedan decir
sobre >í mismos y su país los argentinos modernos, este libro deja
fuere de sus límites un análisis en detalle del pensamiento argentino
coffiemdoráneo.
Y por último, como los argentinos por cierto no necesitan que
un extranjero vaya a hablarles de la historia de su país, he escrito
pensando en un público de habla inglesa, con escaso conocimiento
especializado de la Argentina, Esta elección de público me llevó a
incluir esbozos biográficos e históricos que dan el marco necesario,
aunque esquemático, a los temas centrales del libro.
El libro está organizado del siguiente modo. El capítulo 1
expone brevemente el legado colonial de la Argentina y los primeros
pasos vacilantes de la región hacia la independencia. Los lectores ya
familiarizados con la historia argentina pueden preferir iniciar la
lectura con el capítulo 2, dedicado a los escritos e influencia de
Mariano Moreno, el pensador más significativo del período de la
Independencia. El capítulo 3 examina las tempranas figuras po
pulistas de José Artigas, héroe de la independencia uruguaya, y
Bartolomé Hidalgo, creador de la literatura gauchesca, género
peculiar de la literatura rioplatense protagonizado por los habitantes
nómades de las pampas. El capítulo 4 se ocupa de la República
teórica de Bemardino Rivadavia, que tuvo su apogeo y caída en la
década de 1820. Los capítulos 5 y 6 están dedicados a la Generación
de 1837, grupo de escritores que en su enfrentamiento con la
dictadura populista de Juan Manuel de Rosas se constituyó en la
generación de intelectuales más brillantes que haya dado el país. El
capítulo 7 estudia una polémica de largo alcance, durante la década
de 1850, entre Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento,
dos de los miembros más distinguidos de la Generación del 37, cuya
común oposición al régimen rosista se disolvió en acerba enemistad
iras 1a caída de Rosas, El capítulo 8 se ocupa de la obra historiográfica
de Bartolomé Mitre, militar, escritor, historiador y político que, al
sentarlas bases para una historia oficial, contribuyó en gran medida
en la creación de las ficciones orientadoras del país. Los capítulos
9 y 10 estudian el florecimiento de una especie de nacionalismo
15
clave en m¡ formación intelectual (y también una persona que
probablemente discrepe con rnuclio de lo que digo aquí); los
editotes Scotl Mahler, Stanley Holwitz y Cathy Hertz, de la
University of California Press; colegas como Sylvía Molloy y
Carlos Roscnkrantz, que leyeron el manuscrito y me dieron valiosas
opiniones; los historiadores David Rock y Tulio Halpcrín Donghi,
que me hicieron muchos comentarios valiosos; amigos íntimos
como Roben Mayoll y Peter Hawkins, que me alentaron en todo el
camino; Roberto González Echevarría, que me aguijoneó para que
terminara el manuscrito, en parle como venganza por sus resultados
cada vez peores en squash; la Universidad de Yalc, por darme
tiempo libre; el personal de la Stcrling Memorial Library, la
Biblioteca Nacional Argentina, el Archivo de la Nación en Buenos
Aires y la Biblioteca Pública de La Plata; innumerables amigos ar
gentinos — Daniel Larriqucla, Héctor Schmcrkin, Francisco López
Bustos, Josefina Ludmer, Enrique Pezzoni, María Luisa Bastos,
Rafael Freda, Ernesto Schóó, Rodolfo Zebrini— que aun hoy me
perdonan mi interés en su país; y por último a mi difunto padre,
James Carroll Shumway, a cuya memoria está dedicado el libro.
tó
Capítulo 1
Preludio a la nacionalidad
17
favor «le •«' consolidación nacional habría sido m as difícil y quizas
im|V'sihlo.
I os Estados Unidos, aunque nuevos com o país, también tuvie
ren desde el comienzo sus ficciones orientadoras, especialmente
en el sueno puritano de establecer una Nueva Jentsalén en el
dosicuo americano. Com o lo han m ostrado Ralph Perry, Sacvan
He ivon ilch y ottos, el nombre del sucho era "A m érica’’, nombre
jvnsado para todo un continente j\'ro que los puritanos hicieron
suyo. Aun hoy. el uso común en todo el m undo em plea los nombres
"Am érica" y "am ericano" com o sinónim os de los Estados Unidos
y sus ciudadanos, práctica que. ignora el hecho de que todos los
habitantes del 1lemisferio Occidental son tam bién am ericanos que
viven en América, Desde el comienzo los puritanos se definieron
como una nación apane, destinada por elección divina a una
prosperidad y virtud ejemplares. Se vieron a sf m ism os como
modernos israelitas llamados por el Señor para ocupar una tierra
prometida; m ás que la busca de un objetivo social, sus trabajos eran
la sagrada peregrinación destinada a fundar la Sión del Nuevo
Mundo y ser una luz para las inicuas naciones del Viejo. El sueño
puritano resultó una ficción orientadora m uy adaptable, y las
generaciones subsiguientes de norteam ericanos la transform aron
en conceptos como los del destino m anifiesto y la protección del
mundo liim \ así como la idea de que los Estados U nidos deberían
aspirar a una nonna moral más alta que otras naciones, norm a que
sigue siendo invocada por gente tan distinta como predicadores
evangélicos y militantes por los derechos civiles.
Entre los países de la Am érica hispánica las ficciones
orientadoras no surgieron con tanta facilidad. M ientras que en
Europa, y hasta cierto punto en los Estados Unidos, los m itos de
nacionalidad sobre los que podían construirse las naciones existían
antes de que se formaran las naciones mismas, en la A m érica
hispánica las guerras civiles que siguieron a la Independencia
forzaron la aparición de naciones en áreas que carecían de ficciones
orientadoras para una nacionalidad autónom a. M ientras en los
Estados U nidos y en gran parte de Europa el concento precedió a la
realidad política, aquí fue al revés; las ficciones orientadoras de un
destino nacional tuvieron que ser im provisadas cuando ya la in
dependencia política era un hecho. Las colonias españolas fueron
ordenadas con vistas a la expansión del Im perio español, de modo
que lucran cultural, económ ica y políticam ente dependientes de la
m adre patria. No se buscó en ningún m om ento que desarrollaran u•n
18
^sentimiento de nacionalidad propio e independiente, sino que
¡fueran extensiones de España, dóciles en lealtad política, fe religiosa
y pago de impuestos. Pocos de los colonizadores españoles en
América, o ninguno, soñaron con un destino distinto del que dictaba
España para estas tierras.
De modo de asegurar la hegemonía española sobre sus pose
siones americanas, las colonias españolas fueron gobernadas durante
casi 300 años por una burocracia centralizada, bien que pesada, en
la que todos los puestos de importancia, políticos y eclesiásticos,
eran ocupados mediante nombramiento desde la madre patria.
Aunque los colonizadores y sus descendientes, los criollos, solían
ignorar las órdenes de la metrópoli, rara vez cuestionaron en
términos ideológicos la autoridad de la Corona y de sus represen
tantes. Su actitud ante la monarquía queda bien descripta en el lerna
contradictorio Obedezco mas no cumplo, que significaba “ Reco
nozco la autoridad de la Corona, pero en un caso particular haré lo
que me parezca”. Así es como los criollos podían actuar con
independencia de la legislación imperial, y con frecuencia lo
hacían, pero la suyacra la libertad de una desobediencia tolerada en
una sociedad administrada sin rigor, no era la libertad de naciones
en embrión, ansiosas de independencia de la monarquía española.
En razón de los estrechos lazos sociales, políticosc ideológicos
entre España y sus colonias del Nuevo Mundo, las ideas de nacio
nalidad propia en la América hispánica no empezaron a asomar
hasta los años finales del siglo xviii, poco antes de los movimientos
independentistas de 1810-26. Aunque algunos toponímicos como
México, Perú y Chile datan de los primeros años de la conquista,
antes de la Independencia esos nombres nunca connotaron un
destino nacional propio o una eventual autonomía, como fue el caso
de “América" en los Estados Unidos. Más aun, pueí/o que el
movimiento independentista en la América hispánica surgió en
gran m edida del colapso político de la monarquía española y la
invasión napoleónica a la Península Ibérica en 1808, la separación
de España fue en buena medida impuesta por acontecimientos
externos. La formación de naciones en la América hispánica se
complicó tras la Independencia por las guerras civiles que des
membraron cuatro virreinatos en dieciocho repúblicas separadas.
Como resultado, las que habían sido sólo áreas geográficas del
Imperio español, de pronto tuvieron que entenderse a sí mismas y
definir su destino como unidades autónomas; tuvieron que crear
ficciones conductoras de pueblo y nación para acercarse al consenso
19
Ideológico que subyacc a las sociedades estables en otras panes del
mundo. Se crearon así países nuevos con fronteras nuevas y
nombres recién acufiados como Venezuela, Honduras, Colombia
Bolivia y Argentina; un siglo, o inclusive medio siglo antes de la
Independencia, nadie en estas tierras soñaba que algún día serían
naciones nuevas y separadas, con un destino propio. En ninguna de
estas úreas existía un mito previo de identidad nacional que ligara
a sus habitantes bajo una ideología compartida.
Aun así, a despecho de la centralización administrativa y la
ausencia de ideologías nacionales previas a la Independencia, las
distintas regiones de la América hispánica desarrollaron, al menos
a nivel popular, una singularidad cultural, que las clases dirigentes,
antes y después de la Independencia, no siempre supieron valorar.
Los españoles veían en buena medida erosionados sus objetivos
porese mundo misterioso, descaradamente diferente, infinitamente
variado, cuya propiedad se atrevían a reclamar. Desde el día en que
Colón intentó comprender y describir sus descubrimientos y ex
periencias, las tierras nuevas se posesionaron de su conciencia^
discurso, dejándolo transformado, y en cierto modo conquistado. El
y los conquistadores, misioneros y colonos que lo siguieron, no
pudieron sino volverse en parte productos del Nuevo Mundo. La
naturaleza fue la primera intrusión en el sueño de España de
replicarse en América. Las fuerzas naturales de los paisajes exóticos,
junglas enmarañadas, montañas formidables, vastas pampas, una
riqueza natural sin cuento y una fauna intrigante, afectaron el curso
de la conquista y asentamiento, así como cualquier idea imperial
preconcebida.
Una intrusión más importante aun que la tierra, en el sueño
español de autorreplicación, provino de los americanos nativos, en
especial de las civilizaciones avanzadas de México y Perú. La
mezcla cultural y sexual de conquistadores y aborígenes no tardó en
crear identidades culturales regionales distintas de España y distintas
entre sí. Esta mezcla de culturas fue alentada por los misioneros
católicos, que, más que empeñarse en destruir la religión indígena,
trataron de transformarla asignando sentidos cristianos a símbolos
y celebraciones tradicionales; práctica motivada en parte por la
creencia, en algunos misioneros, de quelos indios eran descendientes
degenerados de las tribus perdidas de Israel. En razón de esta mezcla
cultural, los criollos no tardaron en tener una singularidad cultural
prenacional que se reflejaba en comidas, música, indumentaria,
dialecto, tradiciones y festividades religiosas, todo lo cual variaba
20
de rcg'ón en región. Más aún: los distintos grados de mestizaje entre
españoles, africanos y diferentes grupos de indios produjeron en
cada sector del Imperio español un tipo racial peculiar, a tal punto
que ya en el periodo colonial temprano los caribeños podían
distinguirse de los mesoamericanos, y los habitantes de los Andes
de los del Cono Sur. Inclusive las clases dirigentes, pese a sus
obstinados reclamos de pureza racial, solían ser producto de alguna
combinación. Blanco y europeo se volvieron tónni nos relativos,
más adecuados para mantener el poder y conservar los secretos de
la familia que para describir un legado gentílico real.
Con un rigido control estatal por un lado y una fecunda cultura
popular por otro, la conciencia nacional, o al menos regional, entre
los criollos, se desarrolló en dos direcciones opuestas. Las clases
dirigentes se fotjaban en una atmósfera en que los modelos de
éxito y refinamiento venían de España, y todos querían ser más
españoles que los españoles. Como resultado, la alta cultura en la
época colonial fue en gran medida imitativa y estéril; por supuesto
que con notables excepciones como la poeta mexicana Sor Juana
Inés de la Cruz en el siglo xvn. Aun después de la separación de
España, la elite hispanoamericana se mantuvo más al tanto de las
últimas modas europeas que de la cultura popular que la singula
rizaba, con lo que quedó en buena medida ignorada la peculiaridad
regional que podría haber formado la base de la identidad nacional.
Con pocas excepciones, hubo que esperar al siglo xx para que los
intelectuales sudamericanos empezaran a considerar las ficciones
conductoras de la identidad nacional en ténninos de su propia
cultura.
Cuando falló el gobierno de la elite intelectual y urbana, el
pueblo llenó el vacío con sus propios sistemas de gobierno. Las
clases bajas de cada región desarrollaron tradiciones populares de
largo alcance, sentimientos de solidaridad de clase o étnica, vagos
pero vigorosos, una religión popular y mitologías prcnacionalcs
que crearon a lo largo y ancho de la América hispánica fuertes
sentimientos localistas. El reflejo político del localismo fue el
gobierno, más que de una institución, de un individuo carismàtico,
el caudillo, quien de algún modo encamaba los valores culturales de
la tradición. En un gobierno personalista, el caudillo se vuelve
símbolo visible de autoridad y protección, lo que, en escala menor,
repite el caso de los símbolos patriarcales del rey y el sacerdote, con
los que las masas populares ya estaban familiarizadas. En la
alternativa entre el caudillo y teorías abstractas de gobierno, las
21
masas se sentían más a gusto con sus caudillos, que, aunque
primitivos y crueles en sus métodos, eran más sensibles que la élite
centralista a los temores y anhelos de las masas rurales. Como
resultado, en la figura del caudillo se combinaron localismo y
personalismo. Estos dos elementos impedirían durante décadas las
iniciativas ilustradas de los gobiernos. De hecho, buena parte de las
guerras civiles que siguieron a la Independencia tienen su origen en
los conflictos entre el realismo de los caudillos localistas y los
sueños utópicos de la elite urbana.
En razón de esta discordancia entre una alta cultura derivativa
y una cultura popular exuberante, aunque caótica, las colonias
españolas llegaron al movimiento independentista de 1810 mal
preparadas ideológicamente para la tarea de edificar una nación.
Los pensadores más utopistas del continente soñaban con crear un
Estado panamericano que cubriera todo el continente. Más práctico,
Simón Bolívar proponía cuatro o cinco países de buen tamaño,
manteniendo aproximadamente las fronteras de los virreinatos,
como lo indica en su célebre “Carta de Jamaica” (Bolívar, Obras
Completas, 1 ,159-175). Tales sueños, empero, no se materializa
ron: no bien fueron denotados los españoles, estallaron las guerras
civiles entre los criollos mismos. El conflicto entre facciones de la
elite, entre caudillos rivales y entre provincias enfrentadas cubrió el
continente, haciendo imposible el gobierno institucional. A falta de
un poder central, los caudillos solían ser la única fuente de orden en
los países nacientes, quizás porque su modalidad autoritaria y
personalista encamaba valores tradicionales a la vez que reflejaba
en miniatura el gobierno de la época colonial centrado en el rey.
Pero pocos caudillos pensaron en una construcción nacional en gran
escala. Como resultado, la América hispánica se fragmentó más y
más, geográfica y socialmente. Algunas de esas divisiones se
hicieron permanentes: el Uruguay y el Paraguay se separaron de la
Argentina, y América Central, que en términos lógicos debería
haber sido un solo país, se dividió en siete. Las rencillas intestinas
y las amenazas de anarquía produjeron una situación en la que sólo
parecían capaces de sobrevivir hombres fuertes al mando de ejér
citos propios. Poco antes de morir, Bolívar se lamentaba, viendo el
caos a su alrededor “ Hemos arado en el m ar”.
Enfrentados al fracaso de los sueños panamericanistas, y a la
probabilidad nada remota de fragmentaciones aun mayores, los
pensadores hispanoamericanos de mediados del siglo xix hicieron
grandes esfuerzos para comprender la causa del fracaso de los
22
primeros gobiernos independientes, y para planificar el futuro con
más realismo. Es decir, después del caos sangriento que siguió a las
Guerras de Independencia, los intelectuales del continente abordaron
la tarea crucial de crear ficciones orientadoras, mitos de identidad
nacional, que pudieran reunificar países quebrados y quizás reducir
la tendencia a una fragmentación mayor.
En el caso de la Argentina, el nombre mismo del país refleja el
pasaje de colonia a país, de territorio imperial a nación, pues el
nombre Argentina tuvo una prolongada y sinuosa evolución, no
muy distinta a la del país. En 1514, un año después de que Balboa
descubriera el Pacífico, Juan Díaz de Solís recibió el encargo de la
corona española de explorarla costa de Sudamérica en busca de una
conexión fluvial entre los dos océanos. Un año más tarde Solís
entraba en el inmenso estuario que separa lo que ahora son Argentina
y Uruguay, sólo para recibir una muerte violenta a manos de
indígenas que, simulando amistad, lo atrajeron, a él y a parte de su
tripulación, a la costa. Exploradores posteriores, creyendo que el
estuario conducía a las ricas zonas argentíferas del Alto Perú, hoy
Bolivia, lo rebautizaron “Río de la Plata”. El nombre Argentina
conserva la asociación con la plata en tanto deriva de argentum,
plata en latín (Rosenblat, Argentina, historia de un nombre, 13-18).
Popularizado en un poema de 1602 de Martín del Barco Cente
nera, el nombre Argentina se volvió un sustituto obligatorio de
rioplatense en lengua poética, y se consolidó en versos patrióticos
del poeta neoclásico Vicente López y Planes, famoso por “El
Triunfo Argentino” de 1807, celebración de la victoria de Buenos
Aires sobre los invasores ingleses. Más tarde,enel“ HimnoNacional
Argentino” del mismo autor, el nombre obtuvo una posición más
oficial, aunque fue sólo en la Constitución de 1826, dieciséis años
después de la rebelión del país contra España, que “República
Argentina” se volvió el nombre oficial de la nación (Rosenblat,
50-51).
La em ergencia tardía del nombre del país obedece a un hecho
simple: hasta la Independencia, la Argentina no fue más que un
sector del Imperio español, no un país ni siquiera una idea para un
país. Durante 250 años los españoles no vieron motivo para delimitar
ninguna región dentro del Cono Sur como entidad política separada,
en parte porque no reconocieron el potencial de autonomía de la
región. A diferencia de México y Perú, ricos en minerales, donde
los españoles instalaron poderosos virreinatos sobre las bases de
civilizaciones nativas muy desarrolladas, la Argentina no poseía
23
oro ni plata, y sus nativos, en su mayoría nómades, prefirieron el
exilio o la muerte a la virtual servidumbre de la encomienda
española, institución que obligaba a los indios a trabajar para los
españoles a cambio de civilización europea, cristianismo y “pro
tección”. Tampoco supieron ver el mayor recurso de la Argentina,
las inmensas pampas que probablemente sean el área agrícola
más rica del mundo. De hecho, si no hubiera sido por el impe
rativo religioso de cristianizar lodo el continente, gran parte de la
Argentina habría sido enteramente olvidada. De modo que la
palabra Argentina señala una paradoja: el país fue bautizado por la
plata, mineral que no tenía, mientras que lo que sí tenía en abundancia
(un fabuloso potencial agrícola) quedó ignorado durante casi tres
siglos.
Al carecería Argentina de una promesa de riquezas fáciles, la
primera colonización española en el Cono Sur fue prcvisiblcmcntc
débil y esporádica. Aparecieron algunos barrosos caseríos a lo largo
de las rutas establecidas para el transporte de la plata boliviana.
Como los aborígenes de la Argentina eran menos sedentarios que
los de México o Perú, el esquema colonial de construir sobre civi
lizaciones preexistentes no tuvo lugar en gran parte de la Argentina.
La región producía algunos bienes comerciables —ganado, algo
dón en rama y cereales—, que eran trocados por importaciones de
España, principalmente muebles, ropa y armas. La mano de obra era
provista por indios y unos pocos esclavos africanos comprados a los
portugueses. Buenos Aires tuvo un crecimiento más lento que otras
ciudades coloniales, en parte debido a una escasez crónica de mano
de obra, en parte por la distancia que separaba el puerto de los
centros económicos en el Alto Perú. Sin embargo, la distancia
ayudó a darle a Buenos Aires un carácter especial en tanto un alto
porcentaje de su población no era española sino portuguesa (Rock,
Argentina, 4-6,23-28). Hasta 1776 la Corona insistió en que Lima,
asiento del Virreinato del Perú, fuera el centro político y económico
de toda el área. Inclusive las rutas comerciales entre España y
Buenos Aires tenían que pasar por Lima, siguiendo un trayecto
complicado que iba de Buenos Aires a Lima por malos caminos y
a través de los Andes, luego de Lima a puertos de la costa norte de
Sudamérica, y al fin rumbo a España. La posibilidad obvia de crear
puertos en la costa argentina era inaceptable para los españoles y sus
intermediarios en Buenos Aires, interesados sólo en mantener su
monopolio mercantil. El contacto entre España y las colonias quedó
más restringido aun por la decisión de la Corona de limitarlos viajes
24
comerciales alNucvo Mundo ados poraño,restricción queobedecía
a la necesidad de no embarcar mercaderías coloniales si no era en
grandes flotas armadas, como defensa contra piratas como Sir
Francis Drakc (Gibson, Spain in America, 102). El pasaje obligado
porLimaera apoyado además por lajerarquía eclesiástica española,
en plena Contrarreforma, como un modo de limitar la difusión de
ideas heréticas a las colonias.
El potencial comercial de Buenos Aires, empero, no pasó
inadvertido para traficantes y contrabandistas, en su mayoría ingle
ses y holandeses, que violaban cotidianamente la legislación mer-
cantilista española en su comercio con los porteños, como empezó
a llamarse a los habitantes de la ciudad portuaria de Buenos Aires.
Como han mostrado Germán y Alicia Tjarks, a fines del siglo xvm
los comerciantes porteños vendían plata boliviana, carne salada,
cueros y artesanías a exportadores no españoles, sacando una
gruesa ganancia a la vez que evadían los impuestos a la Corona.
Buenos Aires se volvió además un centro importante del tráfico de
esclavos a medida que los portugueses comenzaron a traer mayor
número de africanos para alimentar la demanda de mano de obra de
una economía en crecimiento (Rock, Argentina, 40-49). En razón
de estos contactos, Buenos Aires prosperó a fines del siglo xvm y no
tardó en adquirir un sabor europeo que a la vez entusiasmaba y
preocupaba a los funcionarios españoles conservadores y a los
criollos tradicionalistas.
A fines del período colonial la Argentina estaba en su mayor
parte vacía, con una población estimada de medio millón de almas
en un territorio tan grande como la mitad este de los Estados Unidos.
En teoría, la región estaba bajo gobierno español, pero en la práctica
las distancias hacían que el contacto genuino con la metrópolis fuera
muy escaso. El área no estaba unificada en modo alguno ni por la
geografía ni por la política o la economía, ni por una idea de destino
nacional. Las ciudades existentes eran en realidad pueblos y misiones
aislados, y entre ellos caminos malos, o falta de caminos, y viajes
por tierra descorazonadoramente lentos. En el oeste estaban los
pequeños y polvorientos asentamientos de Mendoza y San Juan,
ambos al pie de los Andes y más en contacto con Chile que con
Buenos Aires. Al norte, Tucumán, Salta y Jujuy, culturalmente más
próximas a las culturas hispano-indígenas del Perú que al resto de
lo que luego sería la Argentina. Hacia el centro estaba Córdoba,
foco de conservadurismo político, educación escolástica y fervor
religioso. Al nordeste, Uruguay y Paraguay, que no tardarían en
25
separarse de la Argentina. A lo largo del río Paraná, que baja desde
el norte hasta el estuario del Plata poruña rica zona agrícola llamada
“litoral", estaban los pequeños asentamientos de Santa Fe y Paraná.
Y en la boca del gran estuario, Buenos Aires, geográfica y
culturalmcnte distante del resto de la Argentina, pero destinada, por
su privilegiada ubicación entre las fecundas pampas y las rutas
marítimas, a ejercer una hegemonía peculiar sobre las provincias
del interior. A diferencia de los Estados Unidos, donde una fácil
navegación fluvial facilitó el contacto entre ciudades costeras y del
interior, las ciudades argentinas, salvo las del litoral, estaban unidas
sólo por los lentos viajes por tierra; el trayecto de mil doscientos
kilómetros entreTucumán y Buenos Ai res, por ejemplo, insumíaun
promedio de dos meses. En consecuencia, las ciudades y provincias
argentinas crecieron en relativo aislamiento, hecho que alentó
lealtades y sentimientos localistas.
El sentimiento localista creció también como resultado del
sistema político colonial. Inicialmente en toda la América española
hubo sólo dos virreinatos, uno con su centro en la ciudad de México
y el otro en Lima, Perú. Dependiendo de cada virrreinato había
centros políticos regionales, o “audiencias”, que mediaban
administrativamente entre las ciudades y el virrey. A la audiencia de
cada asentimiento de importancia respondía el “cabildo”, una de las
instituciones políticas más duraderas del período colonial. Los
cabildos eran concejos de las ciudades, compuestos en parte de
funcionarios nombrados por el poder central, pero mayoritaria-
mente de “regidores” elegidos entre los vecinos nativos o con lar
ga residencia, muy afincados en la vida local. Aunque los juristas
españoles establecieron con paralizante detallismo las relaciones
entre la Corona, el virrey, la audiencia y el cabildo, los asentamien
tos aislados en el Cono Sur mal podían sostener semejante com
plejidad organizativa. En teoría, los cabildos estaban bajo la juris
dicción de la audiencia, el virrey y en última instancia la Corona;
pero en la práctica, esta pesada burocracia casi nunca afectaba a los
cabildos en áreas marginales como la Argentina, y los cabildos
eran el único gobierno real, celoso protector de las tradiciones y
prerrogativas locales. No puede decirse que fueran democráticos
en sentido estricto, ya que los conformaban vecinos ricos elegidos
por otros miembros, no por el pueblo; aun así, es indudable que los
cabildos estaban capacitados para entender, mejor que un funcio
nario venido de otra parte, los intereses del vecindario. Además,
pese a estar los cabildos bajo el control de las elites locales, es
26
probable que un antiguo sentimiento de baya hecho
a sus miembros más sensibles a las necesidades de los pobres que
el canibalismo económico que devastaría el interior argentino des
pués de la Independencia. Los historiadores argentinos modernos
no están de acuerdo en su apreciación del papel de los cabildos. Los
historiadores "liberales” como José Ingenieros los llaman “el naci
miento de un espíritu oligárquico municipal" y la “antítesis" de la
democracia (Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas, l , 32-
33). mientras que los historiadores “ revisionistas", nacionalistas
pro-españoles como Julio lra/.usta, afirman que los cabildos fueron
instituciones esencialmente democráticas que se adelantan a la
teoría política del Iluminismo (lra/.usta, Breve historia, 26-27,51-
54).
En razón de sus sentimientos localistas, los cabildos fueron
vistos desde temprana hora como obstáculos al centralismo. Por
este motivo, durante el siglo xvm los reformistas Borboncs crearon
una capa administrativa intermedia, las “ intendencias”, para vigilar
y limitar el poder de los cabildos. Mucho después, tras las Guerras
de la Independencia, el mandatario porteño Bcmardino Rivadavia
disolvió los cabildos de Buenos Aires y Luján tratando de lim itarla
autoridad local. Pero, existiesen oficialmente o no los cabildos, el
impulso hacia el gobierno local y autonomista no murió. Sin los
cabildos, la ley local cayó en manos de caudillos, jefes militares
locales y pequeños dictadores, quienes, con todas sus arbi trariedades,
recibieron tanta lealtad de sus coprovincianos que el historiador
argentino José Luis Romero se refiere a su acción como una
“democracia inorgánica” (Las ideas políticas en la Argentina, 98-
128).
La base de sustentación de los caudillos fue la cultura cam pe
sina, de los gauchos, que se desarrolló en las grandes llanuras
abiertas entre las ciudades argentinas. La naturaleza exacta de la
población rural argentina en tiempos coloniales ha engendrado un
sondo e interminable debate entre “nacionalistas” , para quienes los
gauchos son el repositorio de los auténticos valores argentinos, y los
“liberales”, que los ven com o masas fáciles de m anipular por
demagogos. Am bas posiciones (que estudiamos en detalle en
capítulos posteriores) pasan por alto la complejidad de la población
rural de clase baja. Entre los cam pesinos había diversos grupos,
todos interrelacionados y todos en estado de fluida movilidad.
Algunos eran nóm ades, algunos eran peones em pleados de un
estanciero, algunos eran bandoleros y contrabandistas, y m uchos
27
eran todo lo anterior en un momento u otro. En su sentido original,
la palabra “gaucho” designa al habitante nómade y a menudo fuera
de la ley de las grandes llanuras de la Argentina, Uruguay y Brasil.
En el uso corriente, “gaucho” designa al proletariado rural en
general.
Los gauchos (como la población rural en general) provienende
una triple raíz étnica: española, india y africana. Se desplazaban
libremente por las pampas, vivían sin esfuerzo de una tierra próvida,
capturaban y montaban caballos salvajes, bebían en abundancia,
apostaban, contrabandeaban, robaban, reñían, cazaban ganado
salvaje, vendían cueros para com prar lo poco que necesitaban, se
alimentaban principalmente de carne, cantaban baladas improvisadas
celebrando sus hazañas y amores, y vivían en uniones libres rara vez
consagradas por el sacramento del matrimonio. En resumen, eran
supersticiosos, desaseados, analfabetos y felices. Aunque los gauchos
no dejaron información de su propia vida, muchos cronistas colo
niales se refieren a ellos (véase Rodríguez Molas, Historia social
del gaucho, caps. 1-3). El más interesante de ellos es Concolorcorvo
cuya descripción de “la vida dura y salvaje” de los gauchos en El
lazarillo de ciegos caminantes parece teñida de una admirativa
envidia. Tan atractivo era el modo de vida despreocupado de los
gauchos que en 1807, durante la ocupación inglesa de Buenos
Aires, 170 soldados ingleses desertaron para vivir entre ellos. El
general Whitclockc se quejaba: “Cuanto más conocen los soldados
de las riquezas que provee el país, y la facilidad con que se las
obtiene, mayor el peligro” (citado en Fems, Britain and Argentina
in the Nineteenth Century, 57).
Tal era la Argentina durante la segunda mitad del siglo xvm:
una tierra de pueblos aislados, vecinos autonomistas, gauchos
nómadas, estancieros con peones relativamente dóciles, indios sin
dominar, mínimo desarrollo económico y político. Y ninguna idea
de un destino nacional. En este contexto, se echó al fin el cimiento
de la nacionalidad argentina, cuando el 4 de julio de 1776 c.1 rey de
España, Carlos III, cedió a las ya seculares presiones económicas y
creó el Virreinato del Río de la Plata con sede en Buenos Aires. Para
entonces Buenos Aires había dejado descreí pantanoso asentamiento
de sus comienzos, y era una ciudad de unos 25.000 habitantes y un
próspero centro comercial, en gran medida ilegal. El motivo pri
mordial de la Corona al crear el nuevo virreinato era ejercer, me
diante una política irónicamente llamada de “libre comercio”, un
control más estricto sobre las exportaciones, en especial de plata
28
bo'iviana en barras, que se realizaba en forma ilegal desde hacía
medio siglo. Los sagaces comerciantes porteños no tardaron en
establecer contratos exclusivos con monopolios mercantiles espa
ñoles, formando así la base de algunas de las más sólidas fortunas
privadas argentinas. Además de la plata, sus exportaciones primarias
eran la carne salada y los cueros, producto este último de gran
importancia industrial antes del descubrimiento del caucho. El
"libre comercio” trajo una relativa prosperidad a los comerciantes
ricplatenses, con paréntesis provocados porlos conflictos de España
con Gran Bretaña (Rock, A
rgentia,66-72).
El nuevo virreinato incluía la mayor parte de lo que ahora es
Solivia, Paraguay, Uruguay y la Argentina, y constituía el primer
paso en el establecimiento de una nueva nación, aunque en ese
momento nadie lo pensó en tales términos. El rey le concedía a
Buenos Aires la autoridad de cobrar impuestos dentro de las fron
teras del virreinato, privilegio que la ciudad portuaria conservaría
celosamente, creando entre porteños y provincianos los mismos
rencores que Buenos Aires había sentido antes hacia Lima. La
desconfianza hacia la ciudad-puerto creció en la medida en que
Buenos Aires, reflejando su propio localismo, aspiró a ejercer un
control cada vez mayor sobre el interior. Bajo el reciente virrey, los
cabildos provinciales sufrieron presiones en aumento para obede
cer a Buenos Aires, a menudo a expensas de los privilegios locales.
Además, Buenos Aires, mediante el control de las leyes aduaneras,
tuvo una injerencia cada vez mayor sobre los asuntos financieros del
interior. Frente a la usurpación que hacía Buenos Aires de la
autonomía local, y su enajenación de ganancias mediante las leyes
aduaneras, los provincianos comenzaron a temerla nueva autonomía
de los porteños; sus miedos echarían las bases de casi cincuenta
años de guerras civiles, que comenzaron poco después de las
Guerras de Independencia.
La vida intelectual en el nuevo virreinato, como en las colo
nias en general, se veía gravemente limitada por políticas restric
tivas, tanto como porel aislamiento geográfico. En aquella sociedad
con porcentaje mayoritario de analfabetos, saber leer y escribir
era un bien comerciable, al punto que los “secretarios” de los cau
dillos solían tener considerable poder. La Iglesia controlaba todas
las escuelas, en las que se impartía una educación autoritaria y
escolástica centrada en la memorización de verdades recibidas, a la
vez que atacaba o desdeñaba las epistemologías empíricas y ra
cionalistas que ya habían producido profundos cambios enEuropa.
29
En un nivel no oficial, empero, había más libertad intelectual de la
que nos parece que podía admitir la Iglesia de la Contrarreforma.
Los altos funcionarios de la Inquisición emitían edicto tras edicto
exigiendo que el Santo Oficio revisara los libros que se introducían,
las librerías y hasta las bibliotecas privadas. Pero, como observa
Irving A. Leonard, los esfuerzos de los inquisidores caían en saco
roto gracias al intenso contrabando de obras heréticas, a menudo
con la colaboración de funcionarios menores de la Inquisición y
miembros de las comunidades religiosas. De modo similar, aunque
a los escritores criollos les estaba prohibido escribir o publicar salvo
sobre materias inocuas o de interés puramente local, durante todo el
periodo colonial aparecieron con regularidad ediciones no aprobadas
de obras locales y extranjeras (Leonard, Baroque Times in Oíd
México, 166-182 \BooksoftheBrave, 157- 171 ). Tras el éxito de las
revoluciones en los Estados Unidos y Francia, comenzaron a
circular por las colonias, pese a los vigorosos intentos de censura y
refutación por parte del clero conservador, una cantidad de textos
prorrevolucionarios, muchos de ellos escritos por sacerdotes es
pañoles (Ruíz Guiñazú, Saavedra, 121-145).
En la Argentina la vida intelectual estaba menos desarrollada
aun que en los grandes centros coloniales como M éxico y Lima. En
1776, año de la fundación del nuevo virreinato, había sólo seis
escuelas primarias en Córdoba y cuatro en Buenos Aires, todas ellas
dependientes de la Iglesia. Prácticamente ninguna m ujer podía
acceder a la educación, porque la lectura y la escritura en una mujer
eran vistos como “elementos que llevaban sólo al pecado o a la
tentación de escapar a la vigilancia paterna” (López, Historia de la
República Argentina, I, 243). Las dos escuelas secundarias de
Buenos Aires, el Colegio de San Carlos y el Colegio del Rey, tenían
un plantel de educadores compuesto en su gran m ayoría por
sacerdotes, limitados tanto por su educación como por sus incli
naciones. En palabras de Manuel Moreno, que asistió al Colegio de
San Carlos en Buenos Aires durante la década de 1780, los curas
mataban de hambre a los estudiantes mientras les im partían una
educación inútil. Segúnsus palabras, estos profesores eran “teólogos
intolerantes, que gastan su tiempo en agitar y defender cuestiones
abstractas sobre la divinidad, los ángeles, etcétera, y consumen su
vida en averiguar las opiniones de autores antiguos que han es
tablecido sistemas extravagantes y arbitrarios sobre puntos que
nadie es capaz de conocer”. Según este testigo, aun aquellos pocos
sacerdotes que trataban de enseñar ciencias naturales se veían
30
gravemente limitados, puesto que "mal pueden comunicar a sus
discípulos unos conocimientos que ellos no poseen". M is adelante
observa que las órdenes monásticas dedicadas a la enseñanza
estaban más interesadas en mejorar su bienestar material que en
educar a los jóvenes criollos (Manuel Moreno, "Vida", en Memo-
rúa y Autobiografías, II, 16-22).
A pesar de estas limitaciones a la vida intelectual, las ideas del
lluminismo se infiltraron lentamcntcen la Argentina. Los Borbolles,
que reinaron en España desde 1700 hasta la invasión napoleónica en
1808, instituyeron en la sociedad hispanoamericana una serie de
reformas análogas a las del despotismo ilustrado en Francia (véase
Luis Sánchez, El pensamiento político). La filosofía europea del
siglo xviii también influyó sobre una nueva generación de
racionalistas españoles, entre ellos Benito Jerónimo Feijóo, monje
benedictino, y Gaspar Melchor Jovellanos, enciclopedista español,
cuya obra era leída con avidez en lodo el mundo de habla hispana.
En la Argentina, la pequeña élite lectora disponía asimismo de las
obras de Montesquicu, Descartes, Lockc, Voltaire y Rousseau,
pero, lo mismo que en España, las ideas iluministas ampliaren los
horizontes intelectuales sin provocar estallidos de anticlericalismo
y subversión (Carbia, La Revolución de Mayo y la Iglesia, 18-20).
En consecuencia, como lo ha señalado Charles Griffin, el papel
jugado p o r el pensam iento ilu m in ista en el m ovim iento
independentista fue más de confirmación que de causa, ya que
trescientos años de ley autoritaria y educación escolástica dejaron
una marca indeleble en el pensamiento argentino, que no se borraría
con tanta facilidad.
Pese a la relativa docilidad de la mayoría de los intelectuales
hispanoamericanos durante el período colonial, a comienzos del
siglo la cuestión de la independencia de España se volvió un tenia
frecuente de conversación ctt los salones de las colonias, y espe
cialmente en Buenos Aires, donde muchos porteños tenían motivos
para no querer a España: los criollos eran excluidos de los puestos
importantes tanto en la Iglesia como en el gobierno, la irresponsabi
lidad de Carlos IV era uneseándalo internacional, y las restricciones
económicas que lim itaban el comercio con naciones distintas de
España y las colonias irritaban profundamente a los comerciantes
porteños ciue no tenían contratos con los monopolios mercantiles
esp añ ó lesela burguesía jxirteña estaba tajantemente dividida entre
estos dos grupos, los "agentes intermediarios" que se beneficiaban
con los contratos cerrados con España, y los comerciantes inde-
31
pendientes, que querían hacer tralos con otras naciones. Los inter
mediarios formaban un grupo que apoyaba a cualquier gobierno, sin
lomar en cuenta su ideología, en tanto defendiera sus intereses
financieros; fueron los antepasados de algunas de las familias más
acaudaladas de la Argentina, incluidos los Anchorcna, apellido que
asoma repelidas veces en la historia argentina, siempre del lado del
conservadurismo y la represión. Entre sus oponentes se contaban
los jóvenes Manuel Belgrano, Juan José Castelli y Pedro de Cervifio,
los primeros en chocar con los intereses comerciales conservadores
en el tema de los monopolios comerciales que los excluían. Más
tarde, y en buena medida bajo la inspiración de las doctrinas
económicas de Adam Smith, miembros del segundo grupo se
volverían figuras prominentes del movimiento indcpcndcniista
argentino y “el amor y la esperanza de la reforma” que dominó el
primer liberalismo argentino (López, 1,571). En la década de 1790
salió de este grupo uno de los primeros panfletos de teoría econó
mica producidos en el Río de la Plata: Nuevo aspecto del comercio
del Rio de la Plata, escrito por el socio de Belgrano, Manuel José
de Lavardén. El texto, virulento ataque al mercantilismo español,
propone el comercio libre, la privatización de las tierras públi
cas y la formación de una marina mercante local. También muestra
a qué punto había influido sobre los jóvenes porteños el pensa
miento económico de Adam Smith y de François Quesnay, este
último padre de los fisiócratas franceses y autor de la expresión
laissez-faire.
Si cl liberalismo de Adam Smith fue una fuente principal de
inspiración para los liberales argentinos, esa inspiración recibiría
apoyo de un soiprcsivo hecho histórico: en 1806, tropas inglesas
invadieron Buenos Aires. Detrás de la invasión inglesa había algo
más que un deseo de sumar a Buenos Aires al Commonwcalth
británico; desde los tiempos isabelinos, los ingleses habían hecho
todo lo posible para quebrar el monopolio comercial español, y en
1804 “el lema de cómo derrumbar el Imperio español” fue discutido
ampliamente en el gabinete inglés (Ferns, 19). O bien, como le
escribió el Comodoro Sir Home Popham al Vizconde Melville en
una carta datada el 14 de octubre de 1804: “La idea de conquistar
Sudamérica está completamente descartada, pero la posibilidad de
lomar lodos sus puntos importantes, separarlos de sus actuales
contactos europeos, transformarlos en posiciones militares y gozar
de todas sus ventajas comerciales, puede considerarse una proba
bilidad a lomar en cuenta, si no es una operación segura” (carta
32
diada en Ferrss, 19). Popfaam, que fue el oñciai naval que antes que
nadie consideró la idea de la invasión, y cuando ésia se realizó
transportó las tropas a Buenos Aires, quería liberar a la Argentina
leEspaña como prim er paso hacia la apenara de toda Sudam-érica
a los intereses comerciales ingleses.
E objetivo de Popham , sin embargo, quedó írrealizado por el
exceso de confianza de ias tropas inglesas, que subestimaron
gravemente ¡a resolución de los porteños en el momento de lanzar
la invasión bajo el m ando del General William Carr Beresford. H
virrev escaño!, Rafael de Sobremonie, huvó a Córdoba con el
tesoro, dejando la defensa de la d u d ad en m anos de Santiago de
L inkrs y Juan M artín de Puevrredón. Los intentos de Beresford
fueron rechazados por los porteños, quienes, en palabras de Manuel
Belgrano, querían “ o bien nuestro viejo amo, o ningún am o”
(Belgrano, Autobiografía,3 3). Tras la derrota de Beresford, los
ingleses m andaron refuerzos en 1S07 bajo las órdenes del teniente
general W hítelocke, que sufrió grandes pérdidas debidas en buena
medida a su propia incom petencia.Trasim encuentro con los líderes
pon eños para negociar su rendírión, W hítelocke quedó convencido
de que tod 2 la em presa había sido una m ala idea desde el comienzo
y acordó evacuar la ciudad, decisión que en Inglaterra le costó una
corte m arcial (Fem s, 38-46). De todos m odos, Belgrano y otros
porteños que no dependían del m onopolio comercial español,
quedaron m uy im presionados con la evidente hum anidad de
W hítelocke así com o con sus prom esas de que Inglaterra ayudaría
en una rebelión contra España; ésa había sido la idea original de
Popham (Belgrano, 33). De hecho, como resultado de los contactos
con W hítelocke y otros ingleses de parecida m entalidad, m uchos
liberales porteños llegaron a considerar a Inglaterra com o una
aliada en la lucha por la independencia, antes que como una
potencia m ercantil con am biciones com erciales propias. Gracias a
tales sentim ientos, B eresford pudo escapar de su prisión.
Las invasiones inglesas, entonces, produjeron resultados pa
radójicos. P o r una parte, la lucha de los argentinos contra un
enem igo com ún les hizo percibí rp o r prim era vez su potencial com o
nación. D espués de las invasiones este potencial se hizo realidad
parcialm ente cuando el cabildo, en ausencia del virrey, asumió to
do el poder de gobierno bajo la dirección de Santiago de Liniers,
que había dirigido la resistencia al inglés. Por otra parte, los
porteños liberales salieron del conflicto con la convicción de que
G ran B retaña, el invasor, era de algún m odo un sostén de la
33
democracia republicana y “ un medio para obtener armas contra
España” (líclgrano, 35). La denota de la ocupación también hizo
que los ingleses cambiaran sus tácticas. En marzo de 1807, el
vizconde Castlereagh fue nombrado ministro de Guerra; Castlcrcagh,
un pragmático que “consideraba a Sudamérica como una cuestión
de interés exclusivamente económico para Inglaterra, y no una
esfera en la que debiera ejercitarse la influencia política inglesa”,
mantuvo que Gran Bretaña debía evitar conflictos amiados en la
Anrérica hispánica, sin dejar por ello de aparecer como “auxiliares
y protectores” en asuntos políticos y económicos, política que se
mantendría en las relaciones ansloargentinas durante los siguientes
W- S r-
34
Gran Bretaña, nada pudo igualar los sucesos de 1808, cuando
Carlos IV, el monarca disoluto, Manuel Godoy, amante de su
esposa, y Femando VII, resentido príncipe heredero, se enredaron
en una lucha destructora. Después de años de intrigas, Carlos puso
en prisión asu hijo Fem ando al enterarse de que estabacomplotando
para destronarlo. Una muchedumbre, movida por la idea de que el
príncipe era la única esperanza del país, asaltó el palacio, obligando
al rey a abdicar y a Godoy a huir. Los dos, entonces, Carlos y
Femando, pidieron ayuda a Napoleón, cuyas fuerzas ya estaban en
España, ostensiblemente en cam ino a Portugal. Después de oír a
ambas partes aullarse irreproducibles insultos, Napoleón vio una
buena oportunidad política y nombró a José Bonaparte, su hermano
alcohólico, rey de España, sumando otro pretendiente incompetente
al trono. Las Cortes españolas rechazaron a José y formaron un
gobierno en el exilio en Cádiz, el puerto del sur a través del cual se
canalizaba el contacto con las colonias. El parlamento de Cádiz, a
sabiendas de que el sentim iento revolucionario se difundía por las
colonias americanas, trató inicialmente de incluir representantes de
las Américas, pero no tardó en abandonar la idea al com prender que
la representación proporcional les daría a los criollos amplia m ayo
ría. Esta aprobación y luego cancelación de la representación de las
colonias no hizo m ás que acrecentar el rencor que ya cam paba en
toda Hispanoam érica.
Dados los acontecim ientos de España, la cuestión que se
planteó en prim er térm ino para la m ayoría de los argentinos no fue
la lealtad a la corona, sino a cuál corona serle leal. El popular
Santiago de Liniers, jurando lealtad al príncipe Fem ando VII, asu
mió tem poralm ente los deberes de virrey en lugar de Sobremonte,
desacreditado p o rsu cobarde com portam iento durante la ocupación
inglesa. O stensiblem ente p o r su origen francés en un m omento en
que los recelos contra N apoleón estaban m uy altos, y por su poco
talento adm inistrativo, Liniers fue atacado casi de inm ediato por la
com unidad española y los criollos liberales, am bos atrincherados en
el Cabildo de B uenos A ires. La facilidad con que grupos tan
opuestos com o realistas y liberales unieron fuerzas contra una
figura p opular com o L iniers indica un aspecto esencial de muchos
intelectuales argentinos durante el m ovim iento independentista: la
profunda desconfianza ante las m asas, un tem or que sin duda nacía
del terror que siguió a la R evolución Francesa. Si en algo podían
estar de acuerdo lo s españoles realistas y los criollos liberales, era
en los peligros del populism o.
35
Bajo presión del cabildo de Buenos A ires, el gobierno de Cá
diz nombró a Baltasar Cisneros para reem plazar a Liniers como
virrey del Río de la Plata; desm intiendo los temores de la elite,
Liniers cedió sin resistencia su puesto y se retiró a la vida privada.
Pero su presencia en la Argentina seguía m olestando a los liberales
porteños, que terminaron haciéndolo ejecutar sobre la base, in
fundada, de que estaba organizando una revuelta popular contra el
movimiento independentista. Los m otivos reales para la muerte de
Liniers fueron tan discutidos por sus contem poráneos como siguen
siéndolo hoy por los historiadores. Por ejem plo el general Tomás
Guido, héroe de la independencia argentina, escribe en sus memo
rias que los liberales independentistas sintieron que “El pueblo...
no está preparado para un cambio violento de adm inistración. Las
masas proletarias, que constituyen la m ayor parte de la provincia
de Buenos Aires, tienen una especie de culto por el G eneral Liniers,
en quien no ven el odioso instrumento del absolutism o español,
sino el liberador de Buenos Aires, el héroe contra la invasión
inglesa” (Guido, Autobiografía, I, 3-4). M anuel M oreno corro
bora en lo esencial el punto de vista de Guido, en el sentido de que
Liniers era un populista peligroso aliado con todos los elementos
reaccionarios en la sociedad porteña (74-79,112-123). N o menos
autorizada, pero en completa contradicción con las de G uido y
Moreno, es la opinión de Cornelio Saavedra, tam bién un héroe de
la independencia, que en sus memorias de 1829 afirm a apasiona
damente que Liniers fue uno de los primeros representantes autén
ticos de las clases populares (Saavedra, Autobiografía, I, 22-44).
Aun hoy, la figura de Liniers y las razones de su m uerte siguen
dividiendo a los historiadores argentinos. (Compárese, por ejem plo,
Halpcrín Donghi, Revolución y guerra, 168-247, y Puigrós, Los
caudillos, 2, 81.)
Pese a sus buenas intenciones, Cisneros no pudo aliviar la
tensión creciente entre españoles y criollos, liberales y tradiciona-
listas, Buenos Aires y las provincias. Cuando llegaron noticias de
que las fuerzas napoleónicas habían tomado el control de Sevilla, y
que el gobierno de Cádiz estaba otra vez huyendo, Cisneros llamó
a un cabildo abierto, que era una asam blea extendida del concejo
municipal, a la que asistieron 225 de los principales hom bres de la
provincia, para establecer una junta de gobierno provisoria, táctica
que no dio el resultado que él esperaba cuando la Junta, con mayoría
criolla, se negó a elegirlo presidente. El líder de los criollos,
Cornelio Saavedra, en una de las proclam as revolucionarias más
36
corteses que se hayan redactado nunca, le informó al virrey que
“quien le dio a Su Excelencia su autoridad ya no existe. En con
secuencia, ya que usted no tiene ninguna autoridad, no debería
contar con las fuerzas bajo mi mando para su sostén” (citado en Ruiz
Guiñazú, Saavedra, 181). M ás tarde, durante el debate con el virrey
y sus acólitos, Saavedra proclamó como único órgano de gobierno
del virreinato al Cabildo, “que recibe su autoridad y mandato del
pueblo” (184).
El proceso político por el que se formó la Primera Junta se
repetiría una y otra vez durante los primeros diez años de la
independencia. El cabildo de B uenos Aires estaba dominado por los
porteños ricos, com erciantes y terratenientes, “ gente decente” y no
“la gente de m edio pelo” , como escribió un contemporáneo en su
diario (citado por Sebreli, Apogeo, 91-92). Como representante
primordialmente de los intereses de la clase alta, el cabildo una y
otra vez derrocó gobiernos que no promovían los intereses co
merciales o protegían los privilegios de Buenos Aires, o no sabían
mantener en su lugar a los caudillos provinciales. Como resultado,
el cabildo fue a la vez fuente de continuidad y de interrupción, que
siempre logró tener alguna especie de gobierno en funciones
mientras en los hechos bloqueaba cualquier em ergencia real de los
intereses provinciales o de las clases bajas (Halperín Donghi,
Politics, 337-345).
Del cabildo de Buenos Aires salió el prim er cuerpo de gobierno
argentino independiente de España, conocido en la historia como
Primera Junta. Los m iem bros de la Junta se asignaron dos tareas
principales: 1) organizar un ejército para hacer frente a las tropas
españolas napoleónicas en nom bre de Fem ando, y 2) convocar a un
congreso con representantes de las diferentes provincias para go
bernar al virreinato hasta que se restaurara el orden. El 25 de mayo
de 1810, porteños de todo color político juraron lealtad a la Primera
Junta m ediante la siguiente fórmula:
37
Aunque los argentinos consideran al 25 de m ayo de 1810 como
su Día de la Libertad, este juram ento puede ser considerado una
declaración de libertad de España sólo en el contexto de los
confusos hechos políticos del momento. Jurar lealtad a Femando,
que no ocupaba el trono, les permitía rechazar al incompetente
Carlos IV y al usurpador José Bonaparte, al tiem po que afirmaban
lealtad a la institución de la monarquía y no ofendían a los realistas
criollos y españoles. De hecho, Saavedra en sus mem orias insiste en
que “cubrir a la Junta con el manto de Fem ando VII fue una ficción
desde el comienzo, necesaria por razones políticas” (53). En una
palabra, el juramento fue más que nada un m odo de unir a criollos
y españoles de todo color político bajo una bandera única; nadie
puso objeciones en jurar lealtad a un rey inexistente.
Como estos hechos ocurrieron en el m es de m ayo, la palabra
Mayoen la Argentina se hizo sinónimo de independencia y de una
preferencia por la democracia sobre la monarquía; al movimiento
revolucionario, entonces, se lo llama Mayo, y sus líderes son lla
mados los Hombres de Mayo. Pero hay que usar con cierta pre
caución el término, puesto que agrupar a todas las figuras y
corrientes ideológicas de la Revolución bajo una sola palabra
sugiere un consenso ideológico que nunca existió. Además, aunque
muchos provincianos simpatizaban con la Revolución de Mayo
(una vez que se enteraron de su existencia), M ayo fue primordial
mente un fenómeno de Buenos Aires, en el que los porteños
declararon la independencia de la España napoleónica no sólo para
sí mismos sino para todos los habitantes del virreinato. De M ayo en
adelante, entonces, los porteños iniciaron una larga tradición de
confundir a Buenos Aires con todo el país. Más aún, con la Prim era
Junta comenzó una larga serie de conflictos entre porteños y
caudillos provinciales, que con frecuencia terminó en sangre y en
guerra civil. Típico del localismo porteño es M anuel M oreno, que
en la biografía de su hermano Mariano rara vez distingue entre
“Buenos Aires” y “la patria” (cf. 3-4). Paradójicamente sugiere que
si había sido enteramente apropiado que todas las provincias
americanas se rebelaran contra España, el no haber seguido las pro
vincias el liderazgo de Buenos Aires después de la Independencia
dio por resultado “la sedición, la rebelión y el cism a” (149). En otras
palabras, la rebelión contra España estaba bien, pero el desacuer
do con Buenos Aires estaba mal. Más adelante, en un arrebato de
wishful thinkíng característico de la clite porteña, sostiene que
siempre que Buenos Aires mandó tropas contra los caudillos
38
provinciales, los porteños fueron recibidos por “el pueblo” corno
hermanos, ya que quienes apoyaban a los caudillos no eran otra
cosa que “mercenarios” (149-160).
Como si el conflicto con las provincias no fuera suficiente, la
Primera Junta no tardó en verse asediada por sus propios conflictos
internos. Al crear la Primera Junta, los patriotas de Buenos Aíres
intentaron conformarla con hombres que representaran las diversas
facciones que prevalecían en la ciudad. Entre sus miembros estaban
Juan José Paso y Mariano Moreno, que se habían identificado con
el Cabildo en su oposición a la figura de Linicrs, así como Comelio
Saavcdra, partidario de Linicrs; Saavedra, según lo dice él mismo,
fue nombrado presidente de la Junta “para apaciguar al pueblo”
(Saavedra, 52-53). Aunque la popularidad de Saavedra con sus
tropas y las clases bajas fue en realidad un factor de su elección
como presidente, esa cualidad fue también un impedimento en su
trato con los otros miembros de la Junta, que temieron que pudiera
dar un golpe contra el gobierno. A pesar de estos temores, la Prime
ra Junta representó un momento laudable, si bien breve, de intento
de consenso entre las élites porteñas en pugna. De todos modos,
como se verá en el próximo capítulo, de estas divisiones surgió un
prototipo de la política argentina así como el primer creador de
ficciones orientadoras en la Argentina: Mariano Moreno.
39
Capítulo 2
Mariano Moreno
40
del que nos resta aún por recorrer (Mitre, Obras Completas, 12,
380-3$ 1).
41
santc observar que un posible compañero de estudios de Moreno fue
Tomás Manuel de Anchorcna, vástago de una de las familias
argentinas más ricas y más antiliberalcs, en quien la educación de
Chuquisaca no tuvo ningún efecto liberalizador. En palabras de un
biógrafo simpatizante, Julio Irazusta, A nchorcna en el mismo
medio “se volvió tan tradicionalista como los españoles chapados
a la antigua, con verdadero odio hacia el maestro de anarquistas
[Rousseau]” (Irazusta, Tomás Manuel de Anchorcna, 11). Aunque
el Iluminismo no provocó una respuesta sim ilar en Moreno, su
asimilación de las ideas iluministas fue matizada. Aprendió la
retórica de los filósofos franceses, pero no dejó de ser un católico
devoto y particularmente autoritario hasta su muerte.
De acuerdo con su hermano Manuel, fue también en Bolivia
que en Mariano se despertó la intensa preocupación por la justicia,
en parte por ser testigo personal del maltrato dado a los indios en
Bolivia, así como por su conciencia de que eran los miembros más
encumbrados de la sociedad (sacerdotes, jueces y propietarios) los
que más explotaban a los indios. Fruto de este interés fue un extenso
informe judicial titulado Disertación jurídica sobre el servicio
personal de los indios en generaly sobreel particular
y Mitarios, en el que Moreno no sólo defiende a los indios sino que
también critica las leyes españolas respecto de las razas indígenas,
leyes que databan de 1542. Ya abogado, tuvo problem as en
Chuquisaca por sus críticas a la corrupción oficial, y se vio obligado
en 1805 a regresar a Buenos Aires, para entonces una ciudad con
40.000 habitantes, donde inició su actividad de escritor y político
(Manuel Moreno, “Vida”, 47-79). Participó en la lucha contra las
invasiones inglesas en 1806 y 1807. En enero de 1808, durante la
controversia a que dio lugar el remplazo de Cisne ros por Liniers, el
supuestamente demócrata Moreno se puso de lado de los españoles
contra las fuerzas populistas conducidas por Liniers y Saavedra;
con ello pasó a ser uno de los dos únicos criollos en el nuevo
gobierno de dominante española. Su decisión de apoyar al bando
español indica su ambivalencia permanente respecto de la demo
cracia: ésta era para Moreno un excelente ideal, en tanto no
incluyera a todo el mundo. Nueve meses después abandonó a sus
amigos españoles y se inclinó por los comerciantes y terratenientes
pro-británicos, escribiendo en favor del libre comercio con Gran
Bretaña y la extinción de los lazos com erciales existentes con
España. Después, apoyó al grupo patriota en et Cabildo Abierto que
llevó a los acontecimientos del 25 de Mayo de 1810, cuando Buenos
42
Aires, en nom bre de F em an d o V II, declaró su independencia del
gobierno de C ádiz en E spaña. M oreno fue nom brado Secretario de
la Prim era Junta, pero su p rin cip al enem igo, C o m clio Saavcdra, fue
nombrado P residente.
M oreno asum ió con en tu siasm o su nueva función. Fundó y
redactó un periódico, la G azeta Buenos Aires, supervisó un
censo, hizo planes para u n a c sc u c la m ilita ry una biblioteca nacional,
ayudó a equipar tropas para h acer frente a los realistas, desbarató
una conspiración contra la Junta, tradujo y publ icó el Contrato Social
de Rousseau, m andó al exilio a los sostenedores del viejo gobierno
virreinal, negoció buenos acuerdos com erciales con los ingleses, y
promovió la form ación d e un congreso constituyente. T am bién se
hizo de m uchos enem igos, el m ás im portante el presidente de la
Junta, C om elio Saavedra, patriota del viejo estilo que contaba con
amplio apoyo p o p u lar y que, com o él m ism o lo cuenta en su breve
autobiografía, ya hab ía em pezado a sospechar de M oreno y de sus
amigos intelectuales p o r su im plicación en la ejecución de Santiago
de Linicrs (Saavedra, 35-42).
M oreno y S aavedra no habrían podido ser m ás distintos.
Mientras que M oreno desconfiaba de los caudillos provinciales,
Saavedra hizo todo lo posible p o r atraerlos a la ju n ta gobernante,
que pasó a ser una asam blea, llam ada Junta G rande. T am bién alentó
a los autonom istas del interior prom oviendo la form ación de juntas
provinciales. A fines de 1810, M oreno y sus seguidores trataron de
tomar el control d e las fuerzas m ilitares de B uenos Aires, privando
así a Saavedra de su principal apoyo. Pero los hom bres de arm as
siguieron leales a Saavedra, obligando a M oreno a renunciar a su
secretariado y em barcarse p ara Inglaterra, donde confiaba con
obtener apoyo para sus planes (R ock, Argentina, 79-83). M urió en
latravesía, de una fiebre m isteriosa, que según rum ores puede haber
sido resultado de un envenenam iento. Al enterarse de su entierro en
el mar, se dice que Saavedra com entó: “Se necesitaba tanta agua
para apagar tanto fuego” .
43
un heredero del Ilum inism o que defiende la libertad de expresión,
el libre comercio, el sentido com ún, la vox , la libertad, la
igualdad y la felicidad, vale decir la tem ática com ún de todo escritor
iluminista, y material en el que los autores de libros escolares
argentinos han encontrado m ucho que citar en elogio de la libertad,
la razón, y por supuesto, M oreno. El segundo M oreno es una
temible figura autoritaria, que hace pensar en M aquiavelo, en el
Gran Inquisidor y en los jacobinos franceses. Sobre el segundo
Moreno los historiadores liberales tienen poco que decir, de hecho,
y como es el caso de Mitre, citado al com ienzo de este capítulo,
tratan por lo com úndeocultarlanaturalezacom plejay contradictoria
de Moreno tras una nube de incienso retórico tan cegador hoy como
en su época.
Ambos Morenos son visibles en prácticam ente todo lo que
escribió, aunque el segundo se vuelve predom inante en sus obras
tardías. Por ejemplo en un ensayo juvenil, “Sobre la libertad de
escribir” , Moreno elogia a la opinión pública com o m edio confiable
para llegar a la verdad, y afirma que el m ejor m odo de lidiar con los
males sociales es “el dar ensanche y libertad a los escritores
públicos para que las atacasen a viva fuerza y sin compasión
alguna” (Mariano Moreno, Escritos, 237). Pero a continuación, en
una maravillosa contradicción, afirma que “los pueblos yacerán en
el embrutecimiento más vergonzoso, si no se da una absoluta
franquicia y libertad para hablar de todo asunto que no se oponga en
modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión y a
las determinaciones del gobierno” (238). En una palabra, todo
puede ser discutido, siempre que no sean la religión ni el gobierno.
El problema aquí es que Moreno, con toda su retórica iluminista,
nunca abandonó el concepto escolástico de una verdad divina
preexistente esperando ser revelada. A sus ojos la libertad de
expresión no es un camino a nuevas verdades por m edio de la
observación compartida, la razón, la discusión y el análisis; antes
bien, es un conducto por el que la verdad preestablecida puede pasar
de los pocos ilustrados a los muchos beneficiados. Más adelante en
el mismo ensayo nos dice que “la verdad, com o la virtud, tienen en
sí mismas su más incontestable apología; a fuerza de discutirlas y
ventilarlas aparecen en todo su esplendor y brillo” (239). Esto
equivale a decir que, ya que la verdad y toda defensa de la verdad
existen previamente a cualquier discusión, las ideas verdaderas
deben ser aceptadas en su pureza prim itiva antes que cuestionadas,
revisadas y vueltas a cuestionar. M ás aún, en frases que recuerdan
44
claramente el concepto agustino de pecado original, Moreno afiriña
que la a siste n c ia a la ventad se deriva del egoísmo y el orgullo, los
grandes pecados que ocasionaion la Caída; en palabras de Moreno;
“seamos, una v e /, m enos partidarios de nuestras envejecidas opl-
niones; tettgamos m enos autor propio; dése acceso a la verdad y a
la ¡nt reducción de las luces y de la ilustración" (230), Todo lo cual
lleva a ptvgunturse quién, segtin Moreno, determinarrt curtí es la
verdad, para im partir ilum inación a las almas inferiores hundidas
en el egoísm o y el pa'juicio,
Una respuesta a esta pregunta se puede encontraren un texto
breve llamado "Em ulación de L t Rítenos ", que
escribió para el prim er núm ero del periódico oficial de la junta
revolucionaria. Para M ormio, el objeto fundamental del órgano de
prensa es ser una tribuna de expresión de los “hombres ilustrados
que sostengan y dirijan el patriotismo y la fidelidad", Mrts adelante
afirma que la necesidad de una dirección ilustrada “nunca es mayor
que cuando el choque de las opiniones pudiera envolver en i ¡nieblas
aquellos principios que los gratules talentos pueden únicamente
reducir a su prim itiva claridad" {Escritos, 22N), lín resumen, el
patriotismo debe sercnnall/.ado poruña élite de hombres ilust rudos,
los únicos que pueden conducir a las masas hacia la verdad y la
libertad. ¿Y cóm o elegir a estos hombres ¡lustrados? ¿Por nom
bramiento, autonom bram iento, nacimiento? Son preguntas que
Moreno deja sin respuesta. Tam bién es interesante que insista en
que la verdad es la reposición de valores primitivos, antes que el
descubrimiento de algo previamente ignorado, ¿Pero dónde se
obtendrá esa verdad? ¿Es el conocimiento privilegiado de una clase
saeeiriotal? ¿Es el supuesto retom o de la Contrarreforma al Cris
tianismo prim itivo? ¿O bien M oreno está haciendo una referencia
oblicua a las sociedades míticas de Rousseau, donde el hombre
primitivo vivía en una pureza no mancillada? lin a vez más, Moreno
deja suspendidos los interrogantes,
P orúhim o, M oreno m uestra una manifiesta incomodidad ante
la idea, fundamental en el llum inism o, de que opiniones diferentes
pueden coexistir en una sociedad pluralista, Según su peispecnva,
el “choque de las opiniones" no es un paso necesario h a d a el
consenso y la acom odación, sino un verdadero peligro que “ pudiera
envolveren tinieblas" a la verdad primitiva. Una vez mrts, pese a su
uso liberal de térm inos popularizados por el lluiirintttmo», el
autoritarismo y absolutism o del seminario son mudiripthsVIslhkxv
aquí que cualquier aprecio auténtico por la sociedad ultttalista
anhelada por los m ejores pensadores de las Luces. Su lengua nativa
puede haber contribuido a su poco éxito en la comprensión del
pluralismo. En castellano, no hay una palabra que pueda equivaler
sin paráfrasis al término inglés to , en el que la capa
cidad de partidos disidentes de llegar a un consenso mediante la
negociación es vista como un valor positivo. Los equivalentes más
próximos en castellano son ceder, comprometerse o transigir, todos
los cuales sugieren más un abandono de los principios que un
principio de negociación.
Ni siquiera Rousseau, confesado ídolo intelectual de More
no, se salva del autoritarismo de éste. E n el prólogo a su traduc
ción de amplias porciones del Contrato Social , M oreno predice que
Rousseau “será el asombro de todas las edades”, y que poner su li
bro al alcance de los argentinos es parte necesaria de la educación
del pueblo (Escritos, 379). Antes, en el m ism o ensayo, declara que
la educación es vital en las sociedades libres ya que “si los pueblos
no se ilustran... será tal vez nuestra suerte m udar de tiranos sin
destruir la tiranía” (377). Así habla el ilum inista M oreno. Pero no
ha terminado de elogiar a Rousseau y a la educación, cuando se
vuelve contra ambos al anunciar que “como el autor tuvo la
desgracia de delirar en materias religiosas, suprimo el capítulo y
principales pasajes donde ha tratado de ellas” (381-382), cosa que
hizo en realidad. Una vez más, el escolasticismo resultó m ás fuerte
que las Luces. Para Moreno, aun su m entor Rousseau debe ser
censurado cuando se sale del camino de las verdades establecidas.
Pese a los intentos de Mariano Moreno de purificar a Rousseau, un
miembro del clero por lo menos, Juan José M aría del Patrocinio,
lo condenó vigorosamente por propagar “la infernal doctrina (y)
pestilencial veneno” del Contrato Social (citado en Ruiz Guiña-
zú, Saavedra, 162-163).
Pero Moreno no se agota en la teoría. Apenas nueve meses
después de haberse puesto del lado de los españoles en la sustitución
de Liniers, cambió de aliados políticos escribiendo una larga
defensa del libre comercio y una fuerte crítica al mercantilismo
español. El texto en cuestión es conocido como Representación de
los hacendados, abreviatura de su extenso título original: Repre
sentación a nombre del apoderado de los hacendados de las
campañas del Río de la Plata dirigida al excelentísimo Señor Virrey
don Baltasar Hidalgo de Cisneros en el expediente promovido
sobre proporcionar ingresos al erario por medio de un franco
comercio con la nación inglesa. Dos puntos nos llaman la atención
46
en este título. Primero, Moreno sugiere inocentemente que el único
problema entre manos es aumentar los ingresos fiscales para el
necesitado gobierno de Cisneros. Segundo, en el sistema legal
español todos los documentos que constituyen un caso particular se
reúnen en un escrito llamado expediente, que puede incluir docu
mentos de fuentes diversas. Las repeticiones y digresiones de la
Representación sugieren que tal fue el caso aquí. José Pablo
Fcinmann llega a suponer que Manuel Bclgrano, Alcxandcr
Mackinnon, un comerciante inglés, y quizás incluso Lord Strangford,
representante inglés ante la Corte de Brasil, contribuyeron con
partes del texto a la Representación (Feinmann, Filosofía, 22-23).
La ocasión de la Representación fue la llegada, el 16 de agosto de
1809, de barcos mercantes ingleses enviados para abrir Buenos
Aires al comercio, o mejor dicho, para restablecer los contactos
comerciales que los británicos habían tenido bajo Liniers pero
ahora estaban bajo ataque por el gobierno pro-Cádiz de Cisneros
(Fems, 67-70). La actitud del Foreign Office fue en primer lugar
política, ya que las mercaderías inglesas de todos modos no te
nían problemas en ingresar a Buenos Aires gracias a la madura
red de contrabandistas. En una palabra, los barcos ingleses se
proponían principalmente desafiar el monopolio legal que el go
bierno de Cádiz seguía arrogándose sobre las colonias. Los ingleses
endulzaron su propuesta ofreciendo pagar impuestos de impor
tación al indigente gobierno de Cisneros, repitiendo un arreglo que
ya habían hecho con el gobierno portugués en el exilio en Río.
Como Cisneros necesitaba el dinero pero no quería ofender al
gobierno de Cádiz, tuvo la astucia de pedir la opinión del consulado
español.
La respuesta del consulado español, escrita por Manuel Grego
rio Yañiz, esbozaba una postura proteccionista cuyos puntos prin
cipales se volverían moneda corriente en el posterior pensamiento
nacionalista y populista. Yañiz presentaba dos principales objecio
nes al libre comercio con Inglaterra. Primero, afirma que mediante
un aumento de su presencia comercial los ingleses tendrán “una
exagerada injerencia... en los asuntos de la colonia”, comprome
tiendo de ese modo la autoridad del gobierno local (Feinmann, 21).
Segundo, mantiene que si bien las mercaderías inglesas pueden ser
más baratas que las producidas en el país, su efecto final sería
arniinar la industria local. “Sería temeridad”, escribe, “querer
equilibrarla industria americana con la inglesa... por consiguiente
arruinarán enteramente nuestras fábricas y reducirán a la indigencia
47
a una m ultitud innumerable de hom bros y m u jeres que se mantienen
con sus hilados y tejidos" (citado en Feinm ann, 21). Posteriormente
Miguel Fernández de Agüero redactó una o p in ió n concurrente,
destacando más aún la necesidad de p ro teg er la industria local.
Aunque Yañiz y Agüero tenían p o r interés prim ordial proteger los
privilegios com erciales de España, sus argum entos en favor de la
industria local tenían considerable peso de verdad. En razón de
que España nunca había llegado a se r una po ten cia industrial, el
virreinato era en gran m edida autosuficiente en m uchos de los
bienes que Inglaterra q u en a que la A rgentina im portara: indu
mentaria, telas, zapatos, m uebles. A dem ás, el b ien estar económi
co de buena parte de las provincias dependía de su capacidad de
fabricar bienes para los m ercados locales, d e los cuales Buenos
Aires era el m ás grande.
En respuesta al consulado, un grupo de terratenientes porteños
(los hacendados) y com erciantes criollos pro británicos, encom en
daron a M ariano M oreno que presentase el punto d e vista del sector
en la Representación, de la que fue redactor y principal autor. Se
gún su hermano M anuel, M ariano M oreno fue “ un am igo decidido
de Inglaterra m ientras vivió” (M anuel M oreno, II, 8). D e m odo que
no perdió tiempo en decirle a Cisneros, y m ás de una vez, que el libre
comercio con los ingleses no sólo traería prosperidad a la nación,
sino que los im puestos pagados por las im portaciones llenarían las
arcas fiscales, por el momento peligrosam ente vacías. D ice que las
m ercaderías inglesas ya entran al país a pesar de “ leyes y reiteradas
prohibiciones”, privando así al tesoro de im puestos que cob raría de
otro m odo, y a continuación sugiere que la legalización d e ese
com ercio no sólo enriquecerá al gobierno sino tam bién irá en
consonancia con la “ley de la necesidad” en la que se b asa toda
econom ía ( scrito, 105-109). Sostiene adem ás que u n contacto
E
m ayor con Gran B retaña aum entará las ganancias ag ríco las de la
A rgentina al tiem po que le dará acceso a las m an u factu ras inglesas,
baratas y de alta calidad (120-123). D e hecho, afirm a que la Ar
gentina en cierto sentido se m erece el com ercio co n Inglaterra, que
la gente exitosa y de buen gusto no debería q u e d a r reducida a las
lim itaciones del artesanado local:
49
desinterés por las necesidades económicas del interior. De la
Representación en adelante, los impuestos p o r importaciones y
exportaciones los cobraría Buenos Aires; los artesanos del interior
se extinguirían; y cuando el interior, con todo derecho, protestase
contra estas medidas, Buenos Aires respondería con cañones. En
este sentido la Representación marca el com ienzo de una política de
enriquecimiento de Buenos Aires a expensas del interior, a la vez
que le niega a éste los medios para su propio crecim iento y progreso.
En palabras de Juan Bautista Alberdi, uno de los m ás distinguidos
pensadores argentinos, cuya obra será considerada en un capítulo
posterior de este libro:
50
colecciónde escritos de M oreno de 1895 (edición que usamos aquí).
Esta primera publicación del Plan causó de inmediato una conmoción,
yaque de sus páginas M oreno emerge como un pensador radicalizado
que no sólo es inteligente, previsor y original, sino también
impiadosa, sanguinario y un tanto loco. Esta cara de Moreno era tan
diferente de la que había dibujado la Historia Oficial, que los
historiadores liberales cuestionaron la autenticidad del Plan desde
el primer momento. Aunque hoy día la autenticidad del documento
es aceptada en general, algunos historiadores, por motivos estudiados
más adelante, siguen insistiendo en que es apócrifo. En mi discusión
del Plan exam inaré primero sus puntos más importantes, y después
pasaré revista al debate sobre su autenticidad.
Como un poem a épico, el Plan comienza con una invocación,
no a las M usas sino a George Washington: “¿Dónde están, noble y
grande W ashington, las lecciones de tu política? ¿Dónde las reglas
laboriosas de la arquitectura de tu grande obra? Tus principios y tu
régimen serían capaces de conducimos, proporcionándonos tus
luces, aconseguirlos fines que nos hemospropuesto’TEsrm os,456).
Pero lo que M oreno tiene en mente se acerca más a Maquiavelo y
Robespierre que a W ashingtoa Desde el comienzo declara que la
Junta debe reprim ir sin piedad a los disidentes: “La moderación
fuera de tiempo no es cordura; jamás, en ningún tiempo de revolución,
se vio adoptada por los gobernantes la moderación ni la tolerancia;
el menor pensam iento de un hombre que sea contrario a un nuevo
sistema, es un delito por la influencia y por el estrago que puede
causar con su ejemplo, y su castigo es irremediable” (458). Para
evitar la posibilidad de duda concerniente al tipo de castigo, agrega
que “los cim ientos de una nueva república nunca se han cimentado
sino con el rigor y el castigo, mezclados con la sangre derramada de
aquellos m iembros que pudieran impedir sus progresos” (458-459).
Más adelante afirma la necesidad de la violencia y d crimen,
diciendo que “no debe escandalizar el sentido de mis veces, de
cortar cabezas y verter sangre , y sacrificar a toda costa, aun
cuando tengan sem ejanza con las costumbres de los antropófagos y
caribes... N ingún estado envejecido o provincias pueden regene
rarse, ni cortar sus corrompidos abusos, sin verter arroyos de
sangre” (467).
En previsión de que alguien cuestionara su autoridad. Moreno
deja de lado la razón y recurre a la profecía: Me puse en manos de
la Providencia, a fin de que dirigiese mis conocimientos acerca de
la causa m ás justa y más santa” (464). La razón queda en segundo
51
plano; en este punto, Moreno es profótico. Sea com o fuere, a los
potenciales disidentes se les advierte que "las m áxim as que realizan
este l'lan son, no digo las cínicas practicables, sino las mejores y más
admisibles, en cuanto se encaminan al desem peño y gloria de la lid
en que estamos tan em peñados" (465). Concluye la introducción
atronando que cuando la Constitución, en esc momento todavía no
escrita, "afiance a todos el goce legítim o de los derechos de la
verdadera libertad, sin consentir abusos, entonces resolverá el
Estado americano el verdadero y grande problem a del contrato
social” (46$). En una palabra, M oreno resum e la posición contra
dictoria de establecer la paz m ediante el terror, la democracia
mediante la represión, la libertad m ediante la coerción.
¿Dónde está el origen de la fascinación de M oreno por el
terror? Los historiadores liberales argentinos, siem pre a la busca de
raíces europeas, lo han atribuido a su “jacobinism o”. Se destaca en
este sentido José Ingenieros, brillante escritor cuyo estudio en dos
volúmenes, publicado en 1918, Evolución de las ideas ,
sigue siendo una obra útil, a pesar de los pronunciados prejuicios del
autor. Como lo señala José Pablo Feinm ann (Filosofía, 49), Inge
nieros se deleita especialmente en hacer una analogía entre el elenco
de personajes del período revolucionario en la A rgentina y la
Revolución Francesa. En este esquema, los m orenistas son los
jacobinos, los saavedristas son losfcuillants, y la P rim era Junta es
el Directorio (Ingenieros, 1,99-110,127-135).
Si bien no puede negarse una sem ejanza d e M oreno con
Robespierre y los jacobinos franceses, su retórica es decididam ente
de otro origen: las Cruzadas, la Inquisición y la Contrarreform a. L a
proxim idad de M oreno con los elem entos m ás regresivos de la
historia católica se hace evidente sobre todo en los pasajes que
acabam os de citar. M ediante la violencia y la m uerte (ya sea en u n a
G uerra Santa o en un Estado sancionado por D ios, del que M oreno
dice ser el profeta), la tierra es lavada con sangre d e la iniquidad, los
enem igos m ueren, y la revolución se consum e. Luego, m ediante la
enunciación de las palabras correspondientes, en una Constitución
m ejo r que en un decreto de absolución, se reinstituye el estado de
inocencia del prim itivo Contrato Social. L a elim inación de los
"enem igos” fue en los hechos una de las principales actividades de
laP rim era Junta,hasta que C om elio Saavedracuestionó laprudencia
de p resuponerla culpa en base a denuncias anónim as (Saavedra, 58-
60). D isgustado p o r este llam ado a la razón, M oreno renovó sus
esfuerzos p o r desacreditar al presidente de la Junta.
52
Para id en tificar a lo s en em ig o s, M oreno recom ienda estable
cer una policía secreta: “ E n la capital com o e n todos los pueblos,
a proporción d e su ex ten sió n [el gobierno debe] conservar unos
espías, no de lo s d e p rim er ni segundo orden, en talento y cir
cunstancias, pero d e u n a ad h esió n co n o cid a a la causa” (473). U na
vez que estos espías estén en sus puestos, d eb en d enunciar a todos
los enem igos d el gobierno, reales o sólo sospechosos. M ás aún:
según M oreno, siem pre debe tom arse en serio la inform ación de un
espía: “L a m ás m era so sp ech a d en u n ciad a p o r u n patriota contra
cualquier individu o d e lo s que presentan un carácter enem igo debe
ser o íd a ... para que el d en u n cian te no enerve el celo en su com isión”
(475-476). A quí resuena su consejo anterior de que con los enem igos
“debe o b serv ar el G obierno u n a conducta m u y distinta, y es la m ás
cruel y sa n g u in a ria ... la m en o r sem iprueba d e hechos, palabras,
etcétera, co n tra la cau sa, d eb e castigarse con la pena cap ital” (472-
473).
E l tem o r a lo s en em ig o s tam b ién lo lle v a a reco m en d ar q u e
el Estado o p ere en absoluto secreto. A este fin aconseja q u e el
gobierno sea “ silencioso y reservado con el público, sin q u e
nuestros enem igo s, ni aun la parte sana d el pueblo, lleg u en a
com prender n ad a d e sus o p eracio n es” (470). M ás adelante aco n seja
que “el núm ero de G acetas que h ay an de im prim irse sea m u y e sc a
so, de lo que resulte que siendo su n ú m ero m uy corto p o d rán
extenderse m enos, tanto en lo interior de n u estras provincias, com o
fuera de ellas, no d eb ién d o se d ar cuidado alguno al G o b iern o q u e
nuestros en em ig o s rep itan y co n trad ig an e n sus p erió d ico s lo
contrario” (477). D esp u és, este h o m b re que en o tra ép o ca h ab ía
elogiado el lib re in tercam b io d e ideas, p ro clam a que no se p erm itirá
la circulación de n in g ú n p erió d ico crítico al gobierno (477). E l
secreto tam b ién m o tiv a u n a ex trem a so sp ech a respecto d e los
extranjeros, q u e e n su o p in ió n d eb erían se r exiliados a las Islas
M alvinas, a la fría y d esierta P atagonia, “ y d em ás d estinos q u e se
hallase p o r c o n v e n ien te” , si es q u e “ no h an d ad o alguna p ru eb a de
adhesión a la c a u sa ” (499).
El Plan tam b ién d iscu te la p o lítica eco n ó m ica, pero e n térm i
nos claram ente d istin to s a los d e la Representación v isto s antes; d e
hecho, el gobierno o m n ip resen te q u e v em o s en el P lan no tien e n ad a
en com ún co n la m an o in v isib le q u e e ra e lo g iad a en la R epresen
tación. El n u ev o o rd en eco n ó m ico d e M o ren o tal com o es ex p u esto
en cl Plan se resu m e en u n a frase que an ticip a el cálcu lo h ed ó n ico
de B cntham : “ E l m e jo r g o b iern o ” , afirm a, “ es aquel que h a c e feliz
53
mayor número de individuos”. A partir de esto afirma que "las
fortunas agigantadas en pocos individuos... no sólo son perniciosas
sino que sirven de ruina a la sociedad civil” (519). Por lo tanto,
recom ienda que el E stado in icie u n a p o lític a agresiva de
redistribución de la riqueza, de los ricos a los pobres. Los primeros
en perder su propiedad serán los “ enem igos” (498-499), seguidos
por todos aquellos que ajuicio del Estado tengan demasiado: “Que
hayan de descontarse cinco o seis m il individuos, resulta que como
recaenlasventajasenochentao cien m il habitantes, ni laopinióndel
gobierno claudicaría ni perdería nada en el concepto público” (521).
Pero, como le preocupa que la riqueza así adquirida pueda corrom
per a sus beneficiados, agrega sin dem ora que el Estado, como un
buen pastor, deberá impedir que se propague “el ocio, y dirigién
dolos a la virtud” (522). El desprecio deM oreno p o rlo s ricos puede
haber nacido de la actividad de com erciantes com o Tomás de
Anchorcna y Juan Pedro Aguirre, que obtuvieron altas sumas de
dinero del movimiento revolucionario m ediante la usura y los altos
intereses (Sebreli, Apogeo , 97-101).
Su plan económico incluye también la creación de una comisión
estatal para supervisar todas las ventas, im pedir la concentración de
riqueza, cerrar la exportación de bienes necesarios en el país y
controlar todas las importaciones, especialm ente de los productos
que “como un vicio corrompido, son de un lujo excesivo e inútil”
(523). Moreno quiere especialmente una nación autosuficiente “sin
necesidad de buscar exteriormente nada de lo que necesite para la
conservación de sus habitantes” (522-523). Reconoce de todos
modos que el comercio extemo es necesario aun si eso significa que
la Argentina deba “sufrir algunas extorsiones”, al parecer una
referencia a las ganancias extranjeras (508-509). De todos modos,
Moreno recomienda precaución, especialmente con Inglaterra, que
a sus ojos es “una délas más intrigantes de todas las naciones” (532).
Moreno equilibraba esta suspicacia hacia la Gran Bretaña con una
peculiar admiración; Inglaterra podía ser la más hipócrita de todas
las naciones, pero era también la nación que M oreno prefería como
aliado comercial y político. Cuando se vio obligado a renunciar, de
inmediato se embarcó con rumbo a Inglaterra para pedir apoyo para
sus planes.
Tan ambiciosas como sus propuestas económ icas son sus
previsoras recomendaciones en el cam po de la política exterior. Lo
que comienza como un plan practicable para sofocar una rebelión
local en el Uruguay termina como una m agna estrategia para liberar
54
a toda Sudamérica del dominio español y portugués, desmembrar el
Brasil y dividirse el territorio conquistado entre la Argentina y Gran
Bretaña (535-551). Los métodos de M oreno para realizar este
proyecto no tienen nada que envidiarle a Maquiavclo. Confiesa
abiertamente que promover la gesta de Mayo en nombre de Femando
fue una farsa perpetrada para unir a criollos de toda ideología contra
España, y poder iniciar la liberación de toda Sudamérica y su
subsiguiente división entre el Estado de M oreno y los ingleses. Con
este fin recomienda algunos trucos (cartas falsas, dcsinformación,
etcétera) para sem brar la discordia, dividir lealtades, difundir la
rebelión popular y fom entarlas guerras civiles en el Uruguay y el
Brasil. Después de que las tierras ambicionadas se hundan en la
guerra civil, deberán emplearse lácticas similares para sem brar la
enemistad entre Inglaterra y Portugal. Cuando sea posible la toma
de esos territorios, y los ingleses hayan sacado del cuadro a los
portugueses, M oreno urge a la Junta de Buenos Aires a entrar en
“tratados secretos con la Inglaterra” para repartirse los territorios
conquistados (535). Está convencido de que los habitantes de
Uruguay y Brasil saludarán a los invasores argentinos e ingleses con
los brazos abiertos, al menos una vez que comprendan “la felicidad,
libertad, igualdad y benevolencia del nuevo sistem a” (540), fantasía
tan lunática como su aparente creencia de que los ingleses dividi
rían de buena gana un botín territorial con un “Estado” que por el
momento no tenía nom bre, fronteras, ni gobierno perm anente, ni
ejército institucional, ni armada, ni infraestructura, y ni siquiera una
base económica establecida.
¿Qué pensar del Plan de M oreno? A prim era vista, parece tan
completamente disociado de la realidad que m uchos lo han hecho
a un lado com pletam ente, sin tomarlo en serio. Otro m odo de
olvidarse del Plan, potcncialm cnte más inconducente, es hacérselas
preguntas erróneas: ¿la obsesión con los “enem igos” revela la
paranoia de M oreno? Sin duda. ¿Sufría delirios de grandeza?
Obviamente. ¿Propuso el derram am iento de sangre, el terrorismo y
la intriga? Con toda seguridad. Pero, para determ inar la im portancia
real del Plan, una pregunta m ás adecuada podría ser: ¿El Plan señala
o anticipa alguna corriente en las ficciones orientadoras argentinas,
por entonces em ergentes, que haya que to m aren serio, a pesar de su
naturaleza extrem ada? Visto bajo esta luz, el Plan es quizás el
documento m ás significativo de M ayo.
Como hacedor de m itologías nacionales, M oreno legó al
discurso argentino un concepto del mal observable aún hoy en
55
muchas de las ficciones orientadoras que o p eran en la Argentina.
Estas ficciones orientadoras descansan en alguna m edida sobre el
sentido del mal que tenía Moreno; heredero d e la teología cristiana,
Moreno define al mal como la ausencia del bien. El mal para
Moreno es algo que es menos bueno de lo que podría ser. Como tal,
al mal se lo derrota negándole espacio en el bien. El sentido del mal
de Moreno no admite términos m edios, ningún espacio donde
“bueno” y “malo” se mezclen con “posible” y “ am biguo”. Dada esta
definición, es lógico que M oreno viera un enem igo en cualquiera
que no estuviera totalmente com prom etido con la causa — tal y
como la define Moreno. Su mundo está poblado por patriotas que
le dan la razón, y traidores que no. Y com o el m al sólo puede ser
combatido negándole espacio en lo bueno, M oreno ve sólo un
modo de vérselas con los enemigos: elim inarlos m ediante la
muerte o el exilio, idea que abre la puerta a la peor clase de represión.
Es interesante observar que M oreno plantea su terrorism o en un
tono particularmente tímido, en tanto reconoce que las naciones
civilizadas no recurren al espionaje a sus ciudadanos, ni al fusila
miento por la mera posibilidad de traición, ni a cortar cabezas ni a
regar el suelo con sangre. Pero en última instancia la suya es una
apología de la violencia que, aunque deplorable, considera inevi
table para la salvación del país. En una palabra, el mal y su
encamación en los “enemigos” deben ser extirpados m ediante una
cirugía radical, como único medio para restaurarla salud del cuerpo
político.
La supervivencia de tales ficciones orientadoras en la Argen
tina puede advertirse en distintos movimientos posteriores a Mo
reno, algunos relativamente inocuos y otros funestos. Por ejemplo,
en otras sociedades occidentales y modernas, la palabra jn tra n s k
gencia_sugiere dogmatismo y rigidez. En cambio, en la Argentina
instransigcncia.se enfiende como, principismo, moralidad y una
defensa puris ta de la verdad. Es decir, connota posturas tan correctas,
tan puras, tan ortodoxas que cualquier transacción queda excluida
por principio. En eso, me parece que hay ecos de la rigidez e
intolerancia de Moreno, para quien la negociación se vuelve trai
ción, y el consenso colaboración con el enemigo. M il veces peores
la construcción que hace Moreno de sus enem igos. El Plan sugiere
que en un momento de crisis cualquier persona que esté en desacuerdo
con la causa es un enemigo que merece los peores casügos. Tal
sugerencia es funesta: se proclam a una crisis y todo es permitido. La
crisis lo justifica todo.
56
Moreno también anticipó la función del Estado en la Argen
tina, donde en tiempos modernos ha intervenido constantemente en
el trabajo y el comercio, haciendo de la Argentina la economía más
sobrcrtvguladu y sobregobemada del mundo capitalista. Sin llegar
a constituir un auténtico socialismo, la intromisión estatal en la
economía ha producido tal fárrago de regulaciones, subsidios
industriales, protección de empleos, derechos del trabajo, precios
controlados, tasas artificiales, industrias estatales, que la economía
terminó paralizada. Lajuslificación para tanta intervención resuena
en el deseo de Moreno de domesticar el capitalismo en nombre de
una igualdad forzosa.
Dadas las posiciones extremistas del Plan y la imagen tan
diferente de Moreno que puede inducir en el lector moderno,
algunos de los apologistas liberales del prócer han intentado,
comprensiblemente, demostrar que el documento es apócrifo. De
hecho, la controversia que rodea la autenticidad del Plan es casi tan
interesante como el Plan mismo. Cuando apareció en 1895 la
antología de Piñero, Paul Groussac, un profesor malhumorado, de
origen francés, que vivía en Buenos Aires e hizo toda una carrera
denigrando casi todo lo argentino, dedicó un número entero de La
Biblioteca, revista que dirigía, para desenmascarar al Plan como
obra de alguien que, si no era “un mistificador o un demente, tenía
un alma de malvado aparcada a una inteligencia de imbécil”
(Groussac, “El Plan de Moreno”, 145). Aunque Piñero respondió
bien a la invectiva de Groussac, fue la posición de este último la que
se popularizó entre los liberales argentinos, que se negaban a creer
que Moreno pudiera haber escrito algo así. Unos veinticinco años
después, la crítica de Groussac al Plan fue retomada por Ricardo
Levenc, autor de una obra en cuatro tomos sobre Moreno; Levene
se negó a aceptar la autenticidad del Plan sobre todo porque su
contenido contradice de pleno la imagen del prócer que está
tratando de construir: la de un patriota íntegro que, si bien con cierta
inclinación al exceso, se mantuvo firme en el sostén de los principios
de la Ilustración. Levene más tarde publicó un análisis caligráfico
de la copia manuscrita en el que determinó que había sido escrita por
un.exiliado uruguayo de-nom bre Andrés^Álvarez, dato que en
realidad no probaba nada puesto que la copia nürrcá había preten
dido ser nada más que una copia; identificar al copista difícilmente
podía probar que Moreno no era el autor.
Más temibles que los liberales que rechazaron el Plan sobre la
base de una supuesta inautenticidad, son los argentinos que ven con
57
buenos ojos las ideas desarro llad as en él. N ad ie m ás representativo
de éstos es el h istoriad o r n acio n alista E nrique R uiz G u iñ azú , quien
en doscientas cincuenta páginas de bien d o c u m e n ta d a argum enta
ción m uestra que las objeciones de G ro u ssa c y L evene no se
sostienen ante un exam en m inucioso, y q u e el P lan es coherente
punto p o r punto con otros escritos de M oreno c u y a autenticidad es
indiscutible. A pesar de una posible co rru p ció n en la co p ia hallada
en Sevilla, R uiz G uiñazú dem uestra que los con tem p o rán eo s de
M oreno, así com o historiadores p osteriores, sab ían d e la existencia
de un Plan sem ejante, aunque no idéntico, a la v ersió n sobreviviente
(Ruiz G uiñazú, Epifanía, 181-331). P o sterio rm en te, e n las décadas
de 1960 y 1970, la izquierda tcrccrm undista resu citó el Plan como
un m odo de d ar autoridad a su prédica de v io len cia revolucionaria,
redistribución forzadade la riqueza, y antiim perialism o aislacionista.
Cabeza de este grupo es R odolfo P uiggrós, q u izás el principal
historiador m arxisla de la A rgentina.
Es difícil asignar un lugar a M oreno en la h isto ria argentina.
Sus posiciones radicalizadas com enzaron d istan cián d o lo de los
elem entos m enos extrem istas en la Junta, y p o r su p u esto fueron
anatem atizadas por la oligarquía conservadora. P ero su nombre
siguió ante la m irada del público gracias a los lib ro s escolares de
historia, que invariablem ente lo retratan com o u n h éro e de la
Ilustración, idea cuya supervivencia dem uestra q u e son pocos los
que lo leen en extenso. Pero, sea cual fuere el m érito intrínseco de
su trabajo o las distorsiones de la H istoria O ficial, M oreno es útil
com o paradigm a de las posturas contradictorias que corren a lo
largo del pensam iento argentino. Por un lado, usó la retórica de la
libertad para proponer un minado del terror; predicó la libre expresión
m ientras aplicaba la censura; contribuyó a la asunción de un papel
hegcm ónico p o r paite de B uenos Aires, aunque ocasionalm ente
apoyó de palabra ideas de igualdad provincial; apoyó la formación
de un congreso constitucional representativo, pero trató de excluir
de él a los caudillos provinciales con cuyas ideas no coincidía;
hizo grandes frases en favor de la soberanía popular, pero prefi
rió el gobierno de una pequeña m inoría ilustrada; dio por supuesta
una superioridad de la A rgentina en A m érica latina que aun hoy
vuelve a este país uno de los m enos queridos en las relaciones
inleram cricanas; apoyó la idea de un E stado paternalista, aislacio
nista e intervencionista que sigue vam pirizando el potencial eco
nóm ico del país. P ero, p o r otro lado (y n u n ca se destacará lo
suficiente este punto), M oreno fue el principal transm isor de Ion
58
grandes ideales del pensamiento político occidental. Introdujo en
el discurso argentino conceptos de igualdad universal, libertad de
expresión y disentimiento, libertad individual, gobierno represen
tativo y administración institucional bajo la ley. Y aun cuando
Moreno haya traicionado estos objetivos, el vocabulario que intro
dujo en el pensamiento argentino llegó a ser el marco dentro del
cual serían juzgados todos los gobiernos futuros, y el punto de
partida necesario para cualquier intento de reforma y de mejoras.
En resumen, durante su vida la influencia de Moreno quedó blo
queada casi desde el comienzo por su extremismo, su intransigen
cia y su muerte prematura. Pero como precursor de ficciones orien
tadoras que siguen muy vivas en su país, es un hombre de desusada
trascendencia.
59
adopta “el tono de un vealadero presidente” , peto sólo muestra "C|
aire de un estadista singularmente experto para llevar la voz en la
direcciónde los negocios” (citado en Rute Guiñazú, Saavedra, 386).
Igual que Moreno, fue severo crítico de los diputados provinciales,
quienes a su juicio eran “vulgo en materia de conocimientos y
experiencia de los negocios públicos más comunes". Según Nüilez,
los provincianos habían llegado “repentinamente de los lugarejos y
pueblos” y eran “hombres azorados” sólo aptos para “los negocios
domésticos, económicos o municipales” (Saavedra , 386-387). Esto
es, asuntos de peso como la organización política, la independencia
ylas relaciones exteriores debían ser dejados a cargo de la élite culta
de Buenos Aires.
L a altivez de lo s m orenistas co n trasta n ítid am en te con la
actitud de Saavedra y los saavedristas. E n sus m em orias, Saavedra
afirma que sus seguidores eran m ás auténticam ente am ericanos que
los pretenciosos intelectuales m orenistas, y rid icu liza a M oreno por
su participación en el cabildo proespañol cuando la destitución de
Liniers {Saavedra, 38-39). H om bre de buenos instintos m ás que de
ideas articuladas, Saavedra intentó darle igual representación a las
provincias, pero no recibió más que desdén de parte de los arrogantes
jóvenes morenistas. N o obstante, entre los partidarios de Saavedra
había otro grupo que luego lo desacreditaría: el de los comerciantes
conservadores porteños que, ya resentidos p o r haber perdido sus
contactos com erciales con España, tem ían el radicalism o y la
dudosa ortodoxia religiosa de los morenistas. L a facción de Saavedra,
entonces, era m ucho m enos hom ogénea que la de los morenistas.
E ra m ás bien una m ezcla azarosa y contradictoria de sentimiento
popular, preocupación por las provincias y conservatismo proespañol
y procatólico: configuración que caracterizaría al federalism o a-lo
largo de su historia.
L a división representada por el saavedrisrno y el morenismo
presagiaba el problem a m ás difícil de la nacionalidad argentina: una
continua ruptura en el cuerpo político que ni siquiera los líderes más
imaginativos del país han podido curar. En cierto sentido, la
sociedad argentina desde los primeros días de la independencia
pareció haber sido construida sobre una fisura sísmica. Ninguna
institución argentina ha superado indemne los movim ientos violen
tos e impredecibles de la M ía, y su existencia subyace en gran parte
de la perpetua inestabilidad del país.
A un lado de la falla estaba la elite m orenista, jóvenes soña
dores que querían hacer de su país una vidriera de la civilización
60
occidental. En el cam po político sostenían un gobierno fuerte y
unificado con base en Buenos Aires, postura que más tarde los
identificó como unitarios. Aunque simpatizaban con algún tipo de
proteccionismo, en general preferían una política liberal de libre
comercio, especialm ente con los ingleses, sus enemigos de unos
pocos años atrás. Provenían de las clases altas que vivían de sus
rentas y educaban a sus hijos en Europa. Vivían mirando al norte,
leyendo a autores franceses e ingleses, y creyendo, como José
Arcadio Bucndía en Cien años de soledad de Gabriel García Már
quez, que la cultura tenía que ser importada. Los avergonzaba la
existencia de las atrasadas provincias argentinas con sus caudi
llos y sus gauchos mestizos y analfabetos. Por supuesto, en tanto
estudiantes del pensamiento europeo, se llenaban la boca con
proyectos de formación de una república democrática, y repetían
ideas ilustradas de igualdad y fraternidad universales. Pero la
suya era una democracia pcculiarmente antidemocrática, cuyos
dirigentes eran más príncipes filósofos que representantes salidos
del pueblo.
Al otro lado de la falla estaba la mezclada oposición al
morcnismo, primero llamada saavedrismo, después criollismo, que
desconfiaba de la elite intelectual porteña y solía sentirse más
cómoda con el gobierno personalista centrado en un rey, dictador o
caudillo, que con un gobierno institucional fácil de dominar por los
mejor educados en hábitos europeos. Los criollistas provincianos
temían la hegemonía porteña y en general sostenían la autonomía
provincial, posición que más tarde los identificó como federalistas.
Además, mantenían un interés paternalista en las clases bajas,
temían los compromisos políticos y económicos con el extranjero,
ysimpatizabanconlosintcrcscsprovincianos.JuanBautista Alberdi,
uno de los más capaces pensadores de la Argentina del siglo xix,
resumió la diferencia en las siguientes palabras: “El partido de
Saavedra era el partido verdaderamente , pues quería que
la nación toda interviniese en su gobierno; el de Moreno era el
localista, pues quería que la autoridad se ubicase en la , no
en la nació”(Alberdi, Grandes y pequeños , 99). En
apretada síntesis, las palabras de Alberdi señalan el aspecto más
condenable del liberalismo argentino: nunca fue realmente “libe
ral” si incluimos en la noción de liberalismo la democracia repre
sentativa y participativa.
Los conflictos resultantes entre saavedristas y morenistas,
conservadores y liberales, proteccionistas y partidarios del libre
61
comercio, provincianos y porteños, populistas y elitistas, naciona
listas y cosmopolitas, personalistas e in stitu cio n alistas, federales
y unitarios, de un modo extraño siguen asolando al país. Por
supuesto los nombres y las configuraciones d e alianzas de ambos
lados de la falla han cambiado con los tiem pos. M ás aun, la falla
no siempre ha corrido a lo largo de líneas d e clases sociales, ya que
los ricos cambiaron sus lealtades políticas d e acuerdo con sus
intereses económicos. Como lo m uestra H alperin D onghi en su
notable libro Revolución y guerra, form ación de una élite dirigente
en la Argentina criolla, los terratenientes porteños fueron sucesi
vamente liberales y proteccionistas, cosm opolitas y nacionalistas,
según cuál bando fuera m ejor para sus negocios en un momento
dado (383-391).
En el siglo xx, una elite cosm opolita centrada en B uenos Aires
tomaría el lugar de los morenistas. Serían partidarios de palabra de
la democracia, y realizarían todos los gestos de la democracia
pluralista, aunque por debajo su vieja suspicacia ante las clases
bajas los llevaría una y otra vez a apoyar el autoritarism o, en
ocasiones uno tan brutal como el que recom endó M oreno en el
Plan. Al otro lado de la falla, los obreros industriales y los inmi
grantes remplazarían a los gauchos en los m ovim ientos populistas.
Líderes mesiánicos como Juan Domingo Perón y su esposa Eva
Duarte remplazarían a los caudillos personalistas. L as políticas
económicas proteccionistas y una perspectiva insular reflejarían el
localismo de un siglo atrás. Fascistas y com unistas tercermundistas
se volverían los nuevos paternalistas. Pero en todos estos cambios
hay una peculiar cualidad de déjà-vu tan pronunciado que parecería
como si la Argentina no fuera un país, sino dos, am bos llenos de
suspicacia hacia el otro, pero destinados a com partir el mismo
territorio.
62
Capítulo 3
Aunque las p rim e ras rebeliones criollas tuvieron lugar en 1810, las
fuerzas m ilitares esp añ o las siguieron en suelo sudam ericano hasta
1824. D urante este lapso de catorce años, los dirigentes criollos
utilizaron g ra n p arte d e su tiem po reclutando tropas, buscando
armas, fin an ciam ien to , fuerza física y energía m oral para com batir
a sus poderosos ex am os. L a A rgentina (si se m e perm ite u sar un
nombre que n o te n d ría sanción oficial hasta 1826) ju g ó un papel
importante en lo s acontecim ientos que culm inaron con al liberación
de Sudam érica. H éro es argentinos com o José de S an M artín, Juan
Lavalle y M a rtín G ü em es no se batieron sólo p o r la libertad
argentina sino q u e tam b ién colaboraron en la independencia de
Chile, Perú, B o liv ia y E cuador.
S im ultáneo al esfu erzo p o r lo g rar la independencia fue el que
realizaron los in telectu ales del Río de la P lata p o r ju stificar las
guerras de acu erd o con las recientes m itologías de un pueblo nuevo
y una nación re c ié n nacida. L os m orenistas reflejaron u n aspecto de
este esfu erzo , en su ap o y o a u n a d em o cracia peculiarm ente
doctrinaria, e n la q u e g o b ern aría u n pequeño grupo de hom bres
ilustrados; g o b iern o q u e sería p ara el pueblo, quizás, pero segura
mente no p o r el p u eb lo . L as ficciones orientadoras que subyacen al
apetito de p o d e r d e lo s m o ren istas se fundam entan en su supuesta
superioridad in telectu al in n ata sobre sus detractores, así com o su
mayor fam iliarid ad co n las m odernas ideas (europeas). Com o
dijimos antes, d e la s id eas d e gobierno centralistas y elitistas que
pusieron en e sc e n a lo s m o ren istas saldría con el tiem po el Partido
Unitario. L a o p o sic ió n a lo s u n itario s se congregaría en el Partido
Federal, que, co m o su n o m b re in d ica, quería m ay o r autonom ía para
las provincias. A u n q u e el federalism o porteño y el provinciano
63
tenían el m ism o nom bre, diferían en v ario s puntos clave. Para
los federales porteños, la autonom ía significaba preservar los
ingresos de la ciudad puerto m ediante im puestos a las importado-
nes y exportaciones; más aun, los federales porteños tendían a
ser más conservadores, más católicos, m ás hispánicos. Para las
provincias del interior y del Litorial, federalism o significaba re
sistir a los intentos de concentrar poder en la ciudad puerto y, en el
mejor de los casos, defender los derechos de los pobres y las clases
humildes. Si bien no idénticos, am bos federalism os generaron
ficciones orientadoras que justificaran su reclam o de poder, a
algunas de dichas ficciones, por falta de nom bre m ejor, las llamo
“populistas".
Confieso sentirme incómodo con el térm ino “ populism o” ya
que invoca imágenes de demagogia, antiintcleclualism o y gobierno
de las masas, especialm ente en la Argentina m oderna, donde suele
usarse para calificar al peronismo. Lo uso de todos m odos, pues un
populismo bien definido puede ayudar m ucho en nuestra exposición
de la Argentina del siglo xix. Tal como la uso, la palabra se refiere
a tres conceptos principales. Primero, la idea de dem ocracia radical,
en la que lodos los elementos de la sociedad, sea cual fuere su raza,
clase y origen, participan por igual. Lo radical de una democracia
no se termina en el acto de votar; también incluye conceptos de igual
acceso a la educación y a las fuentes de riqueza (en el caso de la
Argentina: la tierra). Una segunda característica del populismo
argentino del siglo pasado es el ideal federalista que veía a las
provincias como entidades prim ordialm ente autónom as, que en
traban en relación sólo por mutuo consentim iento; ese federalism o
creció en oposición directa a las ambiciones centralistas de los
unitarios. Y por último, gran parte del populism o argentino, tanto
del pasado como del presente, está imbuido de un im pulso nativista
que tratará de definir a la Argentina en térm inos de su cultura
popular, particularm ente la cultura de los gauchos y las clases ba
jas. El nativismo argentino creció com o un contrapeso a las pre
ferencias curopcíslas de los m orenistas y unitarios.
Al estudiar las raíces del populism o argentino, examinaremos
la obra de dos hombres, uno un político y pensador, el otro un poeta.
El político fue José Artigas (1764-1850), caudillo uruguayo que fue
el primero que en el Río de la Plata articuló con claridad ideas de
federalismo y dem ocracia radical. D urante casi una década, Artigas
resistió a los planes que tenía Buenos A ires para su provincia, y
durante un tiem po llegó a ser la figura política dom inante en el
64
Uruguay y el L itoral. El segundo hom bro estudiado en este capítulo
es Bartolom é 1lidalgo ( 178S-1822), tam bién uruguayo, que com ba
tió a las órdenes de A rtigas y conoció bien, sin dudas, las ideas del
caudillo. H idalgo es conocido sobro todo com o el inventor de. la
poesía gauchesca, tam bién llam ado ¡¡¿turo gauchesco o sim ple
mente gauchesca. A unque H idalgo tom ó m ucho de una tradición
secular de retratar personajes populares en dialecto coloquial, íue el
primero en p resen tar im ágenes concretas del gancho del Río de la
Plata en literatura, así com o el prim ero en u saresa im agen con Unes
francamente políticos, m uchos de los cuales siguen de cerca las
ideas de A rtigas. T am b ién m erece ser recordado por haber sido el
primer literato en prom over al gaucho com o tipo nacional, ligara
popular con sustento m ítico que en algún a s u e to encam a a la
Argentina real.
Si alguien se asom bra de que dos uruguayos estén en el centro
de este capítulo, debo recordar que el Uruguay, o Banda Oriental
como era conocida, form aba parte del virreinato del Río de la Plata
en tiempos coloniales, y que hasta la década de 1820 siguió
viéndose a sí m ism o com o una provincia m ás del conjunto llamado
Provincias Unidas. La independencia del Uruguay resultó en gran
medida de fuerzas externas, particularm ente de Brasil y Gran
Bretaña, antes que de un separatism o interno. En la década que
siguió a la Independencia, Artigas e Hidalgo, lo m ism o que los
porteños, se veían com o ciudadanos de las Provincias Unidas del
Río de la Plata. M ás aun: ni ellos ni m uchos de sus contem poráneos
uruguayos aspiraban a una nacionalidad propia.
65
\
66
argentina por la independencia se vio frente a éxitos crecientes. Los
ejércitos argentinos, que incluían a patricios porteños así como
gauchos bajo las órdenes de generales caudillos, expulsó a los
españoles no sólo de la A rgentina sino tam bién de Chile, Bolivia y
Perú. Mal arm adas y aprovisionadas, las tropas criollas lucharon
heroicamente en algunos de los terrenos m ás difíciles del mundo.
Una hazaña especialm ente adm irable fue el ataque sorpresa de San
Martín a las tropas realistas en Chile, tras el cruce de la cordillera
de los Andes; en veintiún días y con tropa, caballos y artillería,
cubrió quinientos kilóm etros de terreno que incluye alturas de más
de cuatro mil m etros, hazaña no m enos notable que los famosos
emees de m ontañas de Aníbal y Napoleón. Tal fue la sorpresa de los
realistas en Chile que no pudieron recuperar el equilibrio. En 1822,
San Martín y Sim ón B olívar se reunieron en Guayaquil, Ecuador,
tras lo cual San M artín inexplicablem ente pasó a un exilio volun
tario en Europa. Sus m otivos para abandonar la Argentina en ese
punto crucial de su desarrollo han quedado como uno de los grandes
misterios de la historia latinoam ericana. Quizás en su encuentro con
el brillante pero am bicioso Bolívar, tuvo una visión de cómo las
aspiraciones personales podían transform ar los éxitos militares de
la independencia en u n desastre político; quizá su poco gusto por la
política y las noticias de las rencillas internas en Buenos Aires lo
convencieron de que, com o soldado antes que com o político, no
tenía futuro en la Argentina. Fueran cuales fueren sus razones, con
su partida la A rgentina perdió a uno de los líderes m ás altruistas y
patriotas que habría de tener nunca.
Pese a todos los inconvenientes que debió enfrentar San
Martín, la expulsión de los españoles resultó un trabajo fácil
comparado con el de construir una nueva nación, a partir de todas
las provincias rem anentes, bajo un gobierno institucional. Los dos
partidos políticos em ergentes del país, Unitario y Federal, tenían
conceptos opuestos del gobierno. Los afrancesados porteños, en su
mayoría unitarios inspirados por M oreno, proponían una democracia
peculianmcnte exclusivista controlada por hom bres ilustrados como
ellos. Después de las fallidas cam pañas al norte, Saavedra, que
simpatizaba con los intereses federalistas, perdió credibilidad, y en
septiembre de 1811 fue rem plazado por un gobierno tripartito,
prounitario, conocido com o Triunvirato. El m iembro más visible
del Triunvirato fue B em ardino Rivadavia, un porteñista liberal,
ocasionalmente m onárquico, del que hablarem os en detalle en el
próximo capítulo.
67
El Triunvirato no tardó en d iso lv er los cuerpos ineficientes
aunque representativos con los que había gobernado Saavcdra, la
Junta Grande y las Juntas rovinca. C om o si com bati
P
españoles no fuera suficiente, tam bién lanzaron una campaña
contra el caudillo federalista José A rtigas en la Banda Oriental, y sus
aliados, Francisco Ram írez y Estanislao López en las provincias de
Entre Ríos y Santa Fe. El 11 de noviem bre de 1811, el Triunvirato,
por inspiración de Rivadavia, dictó un docum ento perentorio titu
lado Estatuto del Supremo Gobierno de las Provincias Unidas del
Rio de la Plata en Nombre de Fernando VU, donde proclam aba la
necesidad de reducir “la arbitrariedad popular” e im poner el “ im
perio de las leyes” hasta que los representantes provinciales pudieran
“establecer una constitución perm anente" (Busaniche, 323-324).
En una palabra, el Triunvirato porteño se proponía m antener exac
tamente el mismo control sobre las provincias que la ciudad puerto
había disfrutado durante los tiempos coloniales como capital del
virreinato. Por supuesto, ninguna provincia había delegado en mo
do alguno tal autoridad al gobierno porteño, y la autoridad de Fer
nando VII, de quien Buenos Aires se decía representante, no era a
esta altura universalmente aceptada. La invocación porteña a Fer
nando VII reflejaba el constante interés de Buenos Aires en esta
blecer una monarquía constitucional en el Río de la Plata. En cierto
modo, ese sentimiento se lim itaba a reflejar los debates que tenían
lugar en ese momento en Europa, donde el sistem a inglés parecía
infinitamente preferible al desorden de Francia; pero acechando
tras el interés unitario en la m onarquía estaba su deseo de concentrar
poder en la ciudad y lim itar la autoridad de las provincias.
Para mantener alguna apariencia de gobierno representativo,
empero, el Triunvirato organizó de prisa una asam blea general que
supuestamente representaba al interior, aunque la mayoría de sus
miembros eran porteños. Pese a esta precaución, hubo algün miembro
que se atrevió a expresar intereses provinciales, y entonces el
Triunvirato orcienó la disolución de la asam blea m ediante la fuerza
policíaca, dando por term inada así la fachada de democracia y
exacerbando las sospechas del interior (Rock, oc 88',.
, 85-
* _ *MI*
tes va más allá de los objetivos de este libro, estos primeros choques
entre los unitarios centralistas y elitistas, y las federales autonomistas
y a menudo populistas, se volverían paradigm áticos para comprende!1
los desacuerdos de ideas bajo las ficciones conductoras argentinas.
68
El vocero principal de la causa federal fue José Artigas.*
Artigas rompe prácticamente con cualquier estereotipo que los
historiadores pro unitarios (vale decir, liberales) puedan haber
tratado de difundir sobre los caudillos. M ás que un jefe tribal
ignorante y primitivo, rodeado por hordas de gauchos semisal-
vajes, fue un hombre al tanto de las corrientes del pensamiento
político democrático, y un gran admirador de la revolución de los
Estados Unidos. Dejó miles de documentos que serían recopila
dos en el Archivo Artigas, gigantesco esftierzo editorial que desde
1950 ha publicado veinte volúmenes y aún no ha sido completado.
Al parecer, Artigas dictaba todos sus escritos, lo que podría expli
car su estructura sinuosa y su dicción peculiar (Luna, Los caudillos,
59). De cualquier modo, su obra suele reflejar un pensamiento
sagaz, y con frecuencia despliega conceptos más progresistas y
más originales que los encerrados en la prosa cincelada de sus
enemigos unitarios. También tuvo el valor de seguir los principios
de la democracia hasta sus últimas conclusiones, y llegó a ideas que
aun alos lectores contemporáneos les sorprenden por su radicalidad.
No sin buenos motivos, se ha vuelto objeto privilegiado de estudio
y encomio de historiadores izquierdistas como Lucía Sala de
Touron y Oscar H. Bruschera, siempre a la busca de raíces ameri
canas.
Artigas tenía cuarenta y siete años cuando los porteños de
clararon la independencia de la España napoleónica, en Mayo de
1810. Durante veinte años cumplió funciones en una fuerza poli
cíaca nacional encargada de la protección del flanco occidental del
Uruguay de las incursiones de indios y soldados portugueses. Las
noticias de la rebelión del 25 de mayo encendieron sentimientos
patrióticos en la Banda Oriental. En marzo de 1811, Artigas visitó
Buenos Aires y ofreció sus servicios a la Junta. Fue nombrado
teniente coronel en el ejército patriota y volvió al Uruguay a
enfrentaralas fuerzas realistas atrincheradas enMontevideo. Artigas
no tardó en m ovilizar la campaña uruguaya contra las fuerzas
españolas; su éxito en la reunión de un ejército popular mostró a las
claras su capacidad como conductor de masas. Después de varias
victorias importantes en el interior, las fuerzas de Artigas iniciaron
la marcha sobre Montevideo. Se le unieron tropas provenientes de
Buenos Aires. Y entonces tuvo lugar uno de los hechos más
intrigantes en el m ovim iento independentista uruguayo: el
Triunvirato de Buenos Aires, bajo inspiración de su miembro
principal, Bemardino Riv adavia, firmó un acuerdo con los españoles
69
devolviéndoles el control sobre la B anda O riental y parte de Entre
Ríos.
El hom bre más afectado por este asom broso acuerdo fue José
Artigas, quien para entonces ya era sin dudas el líd er m ás popular
en el Uruguay. ¿Porqué el gobierno porteño consintió en un acuerdo
de esta naturaleza? Se ha sugerido que R ivadavia pensó que los
españoles estaban m ejor capacitados para resistir a los invasores
portugueses que ya ocupaban parte del o este uruguayo, y que al
aceptar el dominio español sobre la otra m arg en del estuario,
Buenos Aires podía concentrarse en las guerras del norte. Ninguna
de estas explicaciones tiene pleno sentido, ya que en am bos casos
el resultado era permitirles a los españoles conservar una base en
tierra americana, y no había m otivo alguno para p en sar que no
intentarían alguna acción contra Buenos A ires. U na explicación
más probable era el tem or de Buenos Aires a que A rtigas, ya con una
inmensa popularidad, pudiera salirse de control, y que su gran
ejército consistente de gauchos mestizos y campesinos se consti luyera
en otro ejemplo de la “arbitrariedad popular” que el T riunvirato y a
había deplorado. Tal como resultaron las cosas, los intentos de
Buenos Aires de hacer actuar a los españoles contra los portugueses
(si es que era eso lo que tenía en mente el Triunvirato) resultaron en
un fracaso completo. Los portugueses siguieron reforzando su
dominio sobre territorio uruguayo m ientras los españoles se forti
ficaban en Montevideo. Pero la concesión de R ivadavia sí tuvo un
efecto devastador sobre Artigas y su ejército. A trapado entre
portugueses y españoles, sin esperanza de ayuda d e B uenos Aires,
Artigas condujo a unos dieciséis mil orientales a la costa oeste del
Río Uruguay, donde trataron de reorganizarse. En ese m om ento el
caudillo reconoció que tenía tres enem igos m ortales: los españoles
en M ontevideo, los portugueses en el B rasil, y los unitarios en
Buenos Aires (Busaniche, 325,326).
. El 8 de octubre de 1812 asum ía el p o d er en B uenos A ires un
nuevo Triunvirato. A unque el nuevo gobierno se m antuvo fiel al
principio unitario, proclam ándose “depositario de la autoridad
superior de las Provincias U nidas", tuvo el sentido com ún de
repudiar el acuerdo de R ivadavia con los españoles y enviar al
general M anuel de Sarratea al U ruguay a atacar la cindadela
española en M ontevideo. Sarratea llev ab a asim ism o instrucciones
de hacer sentir su autoridad sobre A rtigas. H om bre de carácter
autócrata y adem ás m iem bro del p rim er T riunvirato, Sarratea supo
ofender a A rtigas a cada paso, hasta que estalló entre ambos una
70
guerra abierta. Al fin el segundo al m ando de Sarratea, José
Rondeau, se puso del lado de A rtigas y despidió en m alos térm inos
a su superior. Una vez fuera de escena el m olesto unitario, A rtigas
y Rondeau m archaron ju n to s contra M ontevideo (B usaniche, 329-
331).
M ientras tanto, la A sam blea G eneral C onstituyente planeada
en 1810 al fin se reunió en B uenos Aires en enero de 1813. V arias
provincias del interior les dieron instrucciones a sus delegados
de aprobar sólo una constitución federalista, pero ninguna de las
delegaciones llevaba instrucciones tan extensas com o los orienta
les. Estas instrucciones provenían de uno de los encuentros m ás
notables de la época. El 4 de abril de 1813, bajo la dirección
de Artigas, los delegados de varias ciudades uruguayas se reu
nieron en un congreso provincial para decidir si la B anda O riental
participaría en la A sam blea G eneral C onstituyente. T ras u n co n
movedor discurso de A rtigas, en el que insistió en que “ mi autoridad
emana de vosotros” , el congreso provincial decidió enviar d ele
gados a Buenos A ires (“ O ración inaugural” , 4 de abril de 1813,
Documentos, 94).
En una reunión posterior, los representantes provinciales bajo
la dirección de A rtigas redactaron un texto con su posición, p ara
entregar al congreso nacional en Buenos A ires (A rtigas, “ In stru c
ciones que se dieron a los diputados de la P rovincia O riental” , 13 de
abril de 1813, Documentos, 99-101). El prim er artículo d e este
notable docum ento insiste en que las P rovincias U nidas p id an
“independencia absoluta” y la disolución de “ toda o b lig ació n de
fidelidad a la corona de E spaña, y fam ilia d e los B orbones y to d a
conexión entre (las colonias) y el E stado de E spaña” . A rtigas h ab ía
aprendido bien su lección: en tanto porteños com o R iv ad av ia
pudieran afirm ar ser los representantes exclusivos d e F em an d o V II,
los gobiernos provinciales estaban en peligro. E l artículo 2 afirm a
que “no adm itirá otro sistem a que el de confederación p ara el p ac
to recíproco con las provincias que form en nuestro E stado” . A q u í
Artigas buscaba rem p lazar el reclam o de autoridad central de
Buenos A ires p o r u n a federación genuina de provincias iguales,
evitando de ese m odo el tipo de abusos que él y sus hom bres h ab ían
sufrido a m anos del p rim er T riunvirato. El artículo 14 insiste en q u e
las ciudades portuarias uruguayas d e M aldonado y C olonia d eb ían
tener perm itido el libre com ercio y la adm inistración de sus p ropias
aduanas, y que “nin g u n a tasa o derecho se im p o n g a sobre artículos
exportados de una p ro v in cia a otra; ni que n in g u n a p referen cia se d é
71
por cualquiera ivyulaclón Je com ercio o tenia a los puertos de una
provincia sobro los de otra; ni los barcos destinados de esta provin.
d a a otra serán obligados a entrar, a anclar, o pagar derechos en
otra". Así como el artículo 2 trataba de lim itar la autoridad política
de Unenos Altes, el artículo 14 intentaba quebrantar el poderío
económico de la ciudad puerto. Desde el com ienzo del movimiento
indei vndentista y a lo largo de gran parte del siglo pasado, Buenos
Altes trato de m antener el m ism o control sobre las importaciones,
expoliaciones, ingresos aduaneros y de tráfico interprovincial que
la ciudad había gozado como cabeza del virreinato. Esc control no
vXdlo mantenía a las provincias en un estado de dependencia;
también proveía al gobierno porteño del grueso de sus rentas. Es
comprensible que Artigas haya encontrado inaceptables esos pri
vilegios. El artículo 16 afirma que cada provincia “ tiene el derecho
de sancionar la general de las Provincias Unidas que forme la
Asamblea Constituyente*’. Con razón, Artigas sospechaba que los
porteílos intentarían imponer una constitución a las provincias sin
la adecuada ratificación; cosa que hicieron, una vez en 1819 y otra
en 1820. Y por último, el artículo 19 sostiene “que precisa e
indispensable sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del
gobierno de las Provincias Unidas", Para entonces, ya ningún
uruguayo confiaba en Buenos Aires.
Tal como resultaron las cosas, el texto con la posición uru
guaya no fue ni siquiera leído. No bien llegaron los delegados
uruguayos a Buenos Aires, se enteraron de que la Asam blea
Constitucional había decidido no admitirlos, debido a una trampa
legislativa que les había tendido el unitario porteño Carlos María
de Alvcar. Se llamó a una nueva asamblea, pero esta vez el go
bierno de Buenos Aires instruyó a Rondcau para asegurarse de
que no asistiera ningún “artiguista". En este punto, las relaciones
entre Artigas y Rondcau se habían deteriorado a tal grado que este
insulto final ya no fue una sorpresa. Entonces A rtigas tomó una
de las decisiones m ás controvertidas de su vida: en enero de 1814
abandonó a Rondcau, que todavía no había logrado expulsar a
los españoles de M ontevideo, y rcagrupó sus tropas a lo largo del
Río Uruguay. Evidentem ente, no veía m otivos para combatir por
un gobierno que le negaba un lugar en úl. El gobierno de Buenos
Aires, ahora llam ado Directorio y bajo el m ando de Gervasio An
tonio de Posadas, lo acusó de traición y ofreció seis mil pesos por
su captura, vivo o m uerto. Al enterarse de esta últim a rencilla de
A rtigas con B uenos Aires, los realistas españoles de Montevideo
le ofrecieron al caudillo desilusionado el rango de general y una
considerable suma de dinero. Los rechazó. Como señala el historia
dor Félix Luna, Artigas estaba enemistado con Buenos Aires pero
no abandonaba su compromiso con las Provincias Unidas (Los
caudillos, 44-46).
Artigas renovó contacto con los caudillos aliados suyos en las
provincias del Litoral, y no tardó en volverse la figura política
dominante a ambos lados del Río Uruguay. Su fama de defensor
del federalismo lo puso en contacto también con caudillos de las
provincias del oeste y el norte, para disgusto y alarma de Buenos
Aires. Posadas envió varias expediciones armadas contra Artigas,
pero todas fueron derrotadas. Enfrentado a la posibilidad de un
frente federalista unido a lo largo del nordeste de la Argentina,
Posadas term inó negociando un tratado de paz con Artigas
(“Convenio suscrito por José Artigas con los delegadó'S del Director
Supremo”, 23 de abril de 1814, Documentos, 130-131) aunque
ninguno de ambos bandos puso mucha confianza en el tratado, sus
términos son notables por su moderación. El primer artículo espe
cifica que Posadas se retractaría de su afirmación de que Artigas era
un traidor, y dictaría un decreto restaurando “el concepto y honor
del ciudadano José Artigas”. El interés de Artigas en limpiar su
nombre indica cuánto valoraba su condición de ciudadano honorable
de las Provincias Unidas, aun en Buenos Aires. El tratado especifica
más adelante que Entre Ríos y Uruguay serán independientes y “no
serán perturbados en manera alguna por tales motivos”. Pero
Artigas especifica cuidadosamente que “esta independencia no es
una independencia nacional; por consecuencia ella no debe consi
derarse como bastante a separar de la gran masa a unos ni a otros
pueblos, ni a m ezclar diferencia alguna en los intereses generales de
la revolución”. En resumen, Artigas era un autonomista, no un
separatista; nunca perdió las esperanzas de una confederación de
provincias iguales. Los restantes artículos del tratado conminan a
Buenos Aires a seguir apoyando el asedio a los españoles en
Montevideo (vale decir, no más acuerdos como el de Rivadavia), y
después especifica que, una vez que el asedio hubiera terminado, las
tropas porteñas volverían directamente a Buenos Aires, lo que
significaba que no atacarían a Artigas.
Por supuesto, no resultó de ese modo. Montevideo al fin cayó
ante las fuerzas am ericanas, el 23 de junio de 1814, y tal como
Artigas lo había tem ido, las tropas porteñas no tardaron en volverse
contra él. El hom bre que reclam ó la victoria sobre Montevideo fue
73
Carlos M aría de Alvear, el político porteño que había impedido la
participación de la delegación uruguaya en el congreso constituyente
de un año antes. Alvear atacó a Artigas p o re le ste , y Posadas mandó
tropas desde el sur, pero Artigas y su soldadesca gaucha resultaron
demasiado para los porteños. Ante este fracaso militar, y la subsi
guiente captura de Montevideo porlos artiguistas, Posadas renunció
y fue remplazado por Alvear, quien volvió a enviar tropas contra los
artiguistas, pero otra vez los porteños fueron derrotados. Tras las
últimas victorias de Artigas sobre los porteños, los españoles
volvieron a ponerse en contacto con el caudillo, esta vez por medio
del general Joaquín de la Pezuela, quien en nombre del virrey de
Lima le envió a Artigas una carta ofreciéndole el rango de general
y ayuda en sus batallas contra “los caprichos de un pueblo insensato
como el de Buenos Aires”, con sólo que se plegara a la causa
realista. La respuesta de Artigas muestra su lealtad a una Argentina
independiente y federada: “Yo no soy vendible, ni quiero más
premio por mi empeño, que ver libre mi nación del poderío español"
(“ Contestación de Artigas a Pezuela”, 28 de julio de 1814, Docifr
memos, 126-127).
A mediados de 1815, Artigas estaba en lo más alto de su
influencia. Tras proclamar al Uruguay, Entre Ríos, Corrientes y
Santa Fe como la Liga de los Pueblos Libres del Litoral, y él su
Protector, era el gobernante de facto de toda la región. Aunque no
hay dudas de que Artigas el Protector habría ganado una elección,
no llegó a esta posición por ningún mecanismo institucional, hecho
que ha llevado a los críticos a verlo como apenas un dictador
populista, en embrión si no de hecho. Y es cierto que Artigas mostró
la clásica afinidad del dictador por los decretos grandiosos y los
pronunciamientos altisonantes. El contexto de su legislación sugiere
asimismo una peculiar estructura de gobierno, en la que las ciudades
elegían cabildos, o consejos municipales, que a su vez recibían
instmcciones, al parecer estrictas, del Protector. Pero sus ideas no
hablan de un hombre que aspirase a convertirse en un dictador.
Alentó a los cabildos locales a elegir a sus funcionarios mediante
elecciones populares, y a discutir los problem as en asambleas
abiertas. M ás aún, en junio de 1815 reunió el Congreso de Oriente
como un prim er paso hacia la producción de una constitución
federalista de algún tipo. Lam entablem ente la fortuna política del
Protector se arruinó antes de que la constitución pudiera escribirse,
así que en realidad ignoram os qué papel habría jugado en un
gobierno institucional. De todos m odos, durante lo que quedaba de
74
1815 y los prim eros m eses de 1816, suscribió varios docum entos
sobre tem as fundam entales del pop u lism o argentino: el proteccio-
nismo en el com ercio ex terio r, la d em o cracia económ ica así com o
la cívica, la inclusión p o lítica y económ ica d e m estizo s, n egros e
indios, todo im buido d e u n sen tim ien to p ro am erican o y nativista
que en ocasiones se acerca a la xenofobia.
El debate entre p ro teccio n ism o y libre com ercio, com o d iji
mos en el capítulo anterior, y a se h ab ía iniciado en el intercam bio
entre Yañiz y M oreno. A u n q u e Y añiz, com o vocero del consulado
español, planteó la n ecesid ad d e p ro teg er la in d u stria local, su
interés real era p reserv ar e l m onopolio com ercial español. A rti
gas, com o h ijo y rep resen tan te de la cam paña, tam b ién defen d ió el
proteccionism o, pero d esd e una perspectiva m u y diferente. El 12
de agosto de 1815, A rtig as elevó una d eclaració n al cab ild o d e
M ontevideo pidiendo q u e se perm itiera la en trad a de co m ercian tes
ingleses a puertos u ru g u ay o s, siem pre que ésto s se co m p ro m etieran
a respetar la ley lo cal, y n o co m erciar co n B uenos A ires h asta q u e
hubieran sido resueltos lo s diferendos con el g o b iern o porteño.
Agrega que “lo s in g leses d eb en co n o cer q u e ellos son los b e n e fi
ciarios [de nuestro co m ercio ] y p o r lo m ism o ja m á s deb erían tratar
de im ponem os (“ F rag m en to s”, D ocum entos, 147). E l 9 d e se p
tiembre de 1815, p u b licó u n a lista bastante d etallad a d e aran celes a
las im portaciones, in d ican d o co n ello su esp eran za d e p ro teg er a la
industria lo cal e in c re m e n ta r las ex p o rtacio n es (“ R eg lam en to
Provisional” , D ocum entos, 148-149). E n u n acuerdo co m ercial
posterior, d el 2 d e ag o sto d e 1817, a los in g leses se les p ro h ib ió
específicam ente to d a activ id ad com ercial que no tu v ie ra que v e r
directam ente co n e l tran sp o rte m arítim o (‘T ra ta d o d e C o m ercio ” ,
Documentos, 151-152). A d iferen cia d e su s co leg as e n B u en o s
Aires, Artigas no veía co n buenos ojos la introm isión d e com erciantes
e inversores ex tran jero s en la eco n o m ía in tem a.
En el p en sam ien to eco n ó m ico d e A rtig as, tan im p o rtan tes
como el proteccionism o fu ero n sus planes p ara lo g rar una dem ocracia
económica m ed ian te la d istrib u c ió n d e tierras. L a C o ro n a esp añ o la
había recom pensado a los p rim ero s co n q u istad o res y ó rd en es
religiosas con g ran d e s cesio n es d e tierras q u e an ticip aro n los
latifundios. A rtig as co m p ren d ió que la d em o cracia n o podría fu n
cionaren una socied ad d e m u c h o s p eo n es y p o c o s p atro n es. In ten tó
entonces una y o tra v e z d iv id ir las g ran d es p ro p ied ad e s d e m o d o de
dar tierras a su s h u m ild es seg u id o res. El 10 d e sep tiem b re d e 1815,
decretó que el g o b e rn a d o r d e la P ro v in cia O rien tal “q u ed a au to ri-
75
zado para distribuir terrenos” (“ R eglam ento Provisorio”, Docu.
mentos, 159-160). Con este propósito, el Protector mandaba ai
gobernador y su personal que revisara “cad a uno, en sus respectivas
jurisdicciones, los terrenos disponibles; y los sujetos dignos de esta
gracia con prevención que los m ás infelices serán los más privile
giados. En consecuencia, los negros libres, los zam bos de esta clase,
los indios y los criollos pobres, todos, podrán ser agraciados con
suerte de estancia, si con su trabajo y hom bría de bien propenden a
su felicidad y a la de la provincia” (160). T em iendo que los ricos
pudieran después com prarla tierra que había sido distribuida a “los
más infelices”, Artigas estipulaba que “los agraciados, ni podrán
enajenar, ni vender estas suertes de estancia, ni contraer sobre
ellos débito alguno". Pero, reconociendo que sin alguna especie de
crédito los nuevos propietarios no podrían reunir sus rebaños,
mandaba que también se distribuyera el ganado disponible a “los
más infelices” (162).
¿Y de dónde saldrían esa tierra y ese ganado? En una oca
sión Artigas se dirigió al cabildo de Montevideo para ordenar que,
todos los hacendados hicieran un inventario de sus tierras para
determinar cuáles estaban desaprovechadas. Donde se encontraba
tierra ociosa, proponía que “ese muy ilustre cabildo gobernador
debe conminarlos [a los hacendados] con la pena de que sus terrenos
serán depositados en brazos útiles que con su labor fom enten... la
prosperidad del país” (“Instrucciones sobre extrañamiento de los
españoles”, 4 de agosto de 1815, Documentos, 155). Otra fuente
sería la directa expropiación de tierras y ganados de propiedad de
“los europeos y malos americanos” que no apoyáronla revolución.
No obstante, Artigas permite que los hijos de “ los europeos y ma
los americanos” reciba^ “lo bastante para que puedan mantenerse
en lo sucesivo, siendo el resto disponible, si tuvieren demasiado
terreno” (161).
Para que esto no se parezca demasiado a una d ictadura benévola,
debería recordarse también que Artigas buscaba una plena parti
cipación política de las clases bajas. En ningún punto esto es más
evidente que en su interés por los indios. Infeliz tanto en el amor
como en el matrimonio, Artigas adoptó a u n indio guaraní como
hijo, y lo llamó Andrés Artigas. Después puso a Andrés al frente de
la provincia de M isiones. Al planificar el C ongreso de Oriente, que
tuvo lugar en Arroyo de la China a partir de junio de 1815, Artigas
le pedía a su hijo, en una carta fechada el 13 de marzo de 1815 que
hiciera “que m ande cada pueblo su diputado indio al Arroyo de la
76
China. Usted dejará a los pueblos en plena libertad para elegirlos a
su satisfacción, pero cuidando que sean hom bres de bien y de alguna
capacidad para resolver lo convcm cntc”(D 0t,Mwe«to.v, 137). En una
carta similar fechada el 3 de m ayo de 1815, a José de Silva,
gobernador de C orrientes, A rtigas le escribió:
i
77
gentes como los morenistas que reclamaban el poder en nombre de
un pueblo abstracto que nadie había visto nunca. El pueblo de
Artigas era real y visible; incluía a los pobres, los negros, los
zambos, los gauchos y los indios, ¿Sería ésta la “arbitrariedad
popular” que inquietaba tanto a los unitarios de Buenos Aires?
Quizá lo que más asustaba a los unitarios en el Protector era su
creencia ingenua de que el gobierno por el pueblo debía incluir a
todos.
Bueno, a casi todos. Artigas hacía una excepción cuando se
trataba de los españoles de rango, o los “europeos”, como los
llamaba él. Y a éstos los tomaba de blanco para una clase particular
de persecución. Primero, como ya se dijo, mandó a confiscar la
tierra de los españoles ricos para redistribuirla entre los pobres.
Segundo, como le escribió al gobernador de Silva, trató de excluir
a todos los españoles de cargos públicos:
78
negros, cam pesinos, artesanos: en su esquem a lodos son “ameri
canos". Y en tanto am ericanos pueden votar, ser funcionarios,
propietarios, com erciar entre sí, y hacerlo con prioridad sobre todos
los extranjeros. En una historia (XTsonal de la rebelión uruguaya
contra España, A rtigas especifica que los orientales se inspiraron
en “los am ericanos de Buenos A ires“, com o si dijera que los por
teños se rebelaron [x>r ser am ericanos, no porque hubieran leído a
Rousseau o por la invasión de N apoleón a España (“José Artigas
a la Junta G ubernativa del Paraguay”, 7 de diciem bre de 1811,
Documentos, 58). De m odo sim ilar, cuando le escribe al general
Ambrosio C arranza en octubre de 1811, Artigas habla de "el honor,
la humanidad, lag ran causa que forma la pasión de los americanos",
como si la categoría de "am ericano" de algún m odo fuera anterior
a la revolución y la identidad am ericana fuera algo que esperara ser
descubierto antes que creado (Artigas, a Artigas, 128). Es
precisamente esta ficción conductora de "A m érica" la que le
permitió ver a todos los nativos de suelo am ericano como un único
grupo m ítico, m iem bros de una futura nación, todos m crecedoresde
los mism os derechos; de m odo sem ejante, este concepto de Amé-
nca le perm itió clasificar a sus enem igos com o gente cuyas ideas de
jerarquía los llevaban a negar lo que A rtigas sentía com o la unidad
esencial de una A m én ca m ítica, una A m érica ya presente como un
sentimiento colectivo, que pronto se haría realidad como una
dinámica nación nueva.
Pero ct destin o no querría que A rtigas tuviera un papel en esa
nueva nación, Q uizá por exceso de confianza tras sus victorias de
1815 y 1816. rio llegó a reconocer el poder con que podía contar un
Buenos Aires reorganizado, Desde su C ongreso de O riente, Artigas
envió una delegación a B uenos A ires para tratar de vender una vez
más su idea de federación. B uenos A ires respondió con una alter
nativa perentoria: o bien A rtigas hacía del Uruguay una nación
separada (cosa que los porteños sabían que no podía aceptar), o bien
enviaba una d eleg ació n a una nueva convención constitucional que
tendría tu g a re n T u cu m án , sin instrucciones vinculantes. Y cu este
punto Artigas com etió un grave error táctico, al insistir en que las
provincias bajo su control (la B anda O riental, Entre Ríos, C o m en
tes y Santa Fe) p articip arían sólo si se les anticipaban ciertas ga
rantías, condición que B uenos A ires no estaba dispuesta a aceptar.
Como resultado, los artig u istas boicotearon la convención, y con
ello se p erd ieran de p articip ar en el acontecim iento histórico más
importante del período. O tras provincias del interior enviaron
delegados, muchos de los cuales eran federales todavía dispuesto!,
a ventilar diferencias con sus enem igos (Luna, caudillos, 49
50).
El Congreso de Tucum án fue muy productivo. En primer
lugar, los delegados com pletaron la tarca iniciada en Mayo, y el 9
de Julio de 1816 declararon la indcpcndcnci a de España abandonan-
do la máscara de Fem ando VII. El m ism o Fem ando facilitó lj
decisión del Congreso: había vuelto a ocupar el trono español, y
estaba mostrando que en m ateria de reaccionarism o c intoleran
cia estaba a la altura de sus peores antepasados. Para subrayar su
decisión de preservar la integridad del ex virreinato, los delega
dos adoptaron el nombre de Provincias Unidas del Río de la Plata
y adoptaron una bandera celeste y blanca cuya creación es atribui
da, quizás erróneamente, a Bclgrano (Roscnkranlz, La bandera de
la patria, 194-201). El acto final del Congreso de Tucum án fue el
nombramiento del Director Supremo de las Provincias Unidas, en
la persona de Juan Martín de Pucyrrcdón, con instrucciones de
establecer un gobierno en Buenos Aires, cuyas responsabilidades
principales serían las relaciones exteriores, la guerra contra Es
paña y la creación de una constitución. El problem a m ás can
dente, la relación de Buenos Aires con el interior, quedó hecho a
un lado hasta la redacción de una constitución. En razón de su
intransigencia, Artigas quedó excluido de ésta y de futuras delibe
raciones.
El nuevo Director Supremo, Pucyrrcdón, era un político astuto
que se había distinguido una década atrás en la conducción de tropas
porteñas contra los ocupantes ingleses. Buen adm inistrador además,
Pucyrrcdón aseguró apoyo político y financiero a los esfuerzos
militares de San Martín, lo que no es pequeño logro habida cuenta
de lo limitado de los recursos con que contaba el gobierno. También
fue un decidido enemigo del federalismo y de su principal exponente,
José Artigas. En su lucha contra los federalistas, Pucyrrcdón recibió
una enorme ayuda de una segunda invasión portuguesa al Uruguay
en junio de 1816. Artigas no era adversario para las tropas profe
sionales portuguesas. Y en enero de 1817 M ontevideo cayó en
manos de los invasores, que de inm ediato m anifestaron su decisión
de expulsar a Artigas de territorio uruguayo. El caudillo pidió
auxilio a Buenos Aires, pero a Pucyrrcdón nada le convenía más que
los portugueses destruyeran a A rtigas y a su “ dem ocracia bárbara".
Pucyrrcdón tam bién tem ía que su intervención pudiera estimular#
los portugueses a aliarse con E spaña e n la guerra independentist#.
80
Artigas denunció con vehemencia la inacción de Pucyrredón,
diciendo que “un jefe portugués no habría procedido tan criminal
mente” como para abandonar a sus compatriotas a un enemigo
común (carta a Pueyrredón, 13 de noviembre de 1817
177). Artigas recurrió también a sus ex aliados Francisco Ramírez
y Estanislao López en Entre Ríos y Santa Fe, pero no tardó en
enterarse de que la lealtad de éstos se había debilitado al par de su
propia fuerza ante los portugueses.
Mientras tanto, con la colaboración de un comité represen
tante de varias provincias, Pueyrredón en 1819 presentó una cons
titución para ser ratificada por todas las provincias. La nueva
constitución instituía un ejecutivo fuerte, el Director Supremo, que
debía ser elegido no por voto popular sino por un congreso. A su
vez el congreso consistiría de una cámara baja de representantes
provinciales elegidos por voto popular, cuya cantidad variaría de
acuerdo a la población de cada provincia, cláusula que favorecía
ampliamente a Buenos Aires. Aunque el Senado tenía por fun
ción corregir este desequilibrio, al ser pareja la cantidad de sena
dores porcada provincia, la versión final de la constitución especi
ficaba que los nuevos senadores serían elegidos no por voto popular
sino por los senadores mismos que elegirían de listas presenta
das por las legislaturas provinciales. La constitución tam bién de
jaba abierta la posibilidad de una monarquía constitucional. La
evidente ventaja porteña que surgía de estas medidas encontró
inmediata oposición en el interior. Para im poner la constitución,
Pueyrredón envió tropas a Santa Fe, donde fueron rechazadas por
las tropas de López. López y Ramírez unieron fuerzas y em pren
dieron la m archa sobre Buenos Aires. Frente a una oposición que
crecía tanto en las provincias como en la capital, Pueyrredón
renunció en 1819, supuestam ente por m otivos de salud (Rock,
Argentina, 92-93).
Su sucesor fue el antiguo com pañero de armas de Artigas, José
Rondeau, a quien A rtigas le envió otro pedido de ayuda contra los
portugueses, pidiéndole, en una carta fechada el 18de julio de 1819
que reconociera que “N uestra unión es el m ejor escudo contra
cualquier especie de coalición [entre España y P ortugal]... Em pe
cemos por el que tenem os al frente, y la expedición española ha
llará, en la ruina de los portugueses, el presagio de su desengaño”
( Documentos, 187). Pero Rondeau se m ostró tan poco dispuesto
como Pueyrredón a legitim ar a Artigas ayudándolo contra los
portugueses. Por lo dem ás, estaba dem asiado ocupado con la
81
invasión inm inente a B uenos A ires p o r L ópez y R am írez. A fines <k
1819, Artigas sentía que la derrota era inevitable, y le dio instruc
ciones a s a hijo m ayor para la dirección d e sú s hcim anastros y délos
criados fam iliares. T ras una im portante derrota el 22 de enero
1820, el caudillo abandonó territorio uruguayo, quizá con la esperanza
de reagrupar sus fuerzas, com o había hecho antes.
M ientras tanto, Rondeau enfrentó a lo s ejércitos de López y
Ram írez en C epeda, no lejos de Buenos A ires. L os porteños fueron
derrotados, lo que llevó a Juan M anuel B cruti a escribir en sus
Memorias curiosas que la patria estaba “llena de partidos y expuesta
a ser víctim a de la ínfim a plebe, que se halla arm ada, insolente y
descosa de abatir la gente decente, arruinarlos c igualarlos a su
calidad y m iseria” (citado en H alperín D onghi, Revolución y
rra, 341). El 23 de febrero de 1820 los líderes provinciales obligaron
a Buenos Aires a firm ar un acuerdo conocido com o T ratado del
Pilar, que en algún aspecto fue un triunfo para el artiguism o ya sin
Artigas. Declaraba a las provincias autónom as y preveía la reunión
de un nuevo congreso federal para decidir el papel del gobierno
central. El artículo 10 del Tratado especifica que se le envíe una
copia a Artigas para que él “ entable desde luego las relaciones que
puedan convenir a los intereses de la provincia a su m ando, cuya
incorporación a las dem ás federadas se m iraría com o un dichoso
acontecim iento” (“ Pacto celebrado en la capilla del P ilar", Docu
mentos, 192). Sinceras o no, estas palabras contenían una cruel
ironía, pues A rtigas en ese m om ento no tenía provincia alguna bajo
su m ando y enfrentaba una inm inente derrota a m anos de los
portugueses. A dem ás, el Tratado no incluía lo que Artigas más
q u en a de B uenos A ires y de las otras provincias: una declaración de
guerra contra Portugal para recuperar la B anda O riental. No sólo
faltaba esa declaración; en cierto sentido el T ratado hacía a Ramí
rez y López aliados de facto de Buenos A ires. T anto indignó a
A rtigas la traición d e R am írez a los intereses uruguayos que no
tardaron en estalla r las hostilidades entre los dos caudillos. Ame
nazado por los portugueses en el U ruguay y hostilizado por Ram frez
en E ntre R íos, A rtigas al fin huyó al P araguay en septiembre
1820, donde vivió los últim os treinta años d e su vida en el exilio
(R ock, Argentina, 92-93).
De todos los caudillos provinciales, A rtigas es el m is recor
dado. Su supervivencia en la historia nace de la curiosa ironía de que
los uruguayos lo co n sid eran su padre fundador, proclamándolo
ese m odo h éro e d e la in dependencia de u n a nación a cuya indi'
82
pendencia de las Provincias Unidas di so opuso. 1laclcndo a un lado
la políticn, Artigas entra al panteón do los próceros del Río de la
Plata eotno el primero en haber artlotdado los conceptos básicos del
IHipulismo argentino. Artigas se consideraba un federalista, y de
hecho defendió los intereses de las provincias con vigor y coraje.
Pero su federalismo incluía mucho más que la mera idea de igualdad
de pmvincias en una confederación laxa, pues el pensamiento de
Artigas lambido estaba tenido de una conciencia popular que exigía
un lugar para obreros, indios, negros, zambos y humildes, acoplado
con un poderoso resent im icnto contra el privilegio y las pretensiones
do las clases altas. Artigas fue también el primer caudillo político
importante que reconoció los peligres que el libre comercio plan
teaba a las nacientes industrias sudamericanas, en especial para las
provincias del interior que podían verse afectadas negativamente
por las aspiraciones de Buenos Aires de volverse un gran importador.
Y por último, fue uno de los primeros en proponer a “América”
como un patrimonio mítico que definía a este continente como una
tierra destinada a ser algo más que una derivación de Europa. La
colonización cultural perceptible en la devoción de los morenistas
por las ideas europeas no tenía sentido para Artigas. Pero, como
suele suceder con los populistas, Artigas no tenía una idea clara de
cómo institucionalizar sus sentimientos políticos. Era un político
del sentimiento y la acción, no de las instituciones y las leyes. Por
lo demás, su gobierno m ediante decretos y la supresión violenta de
detractores alim enta la sospecha de que, si su poder hubiera dura
do más, podía haber resultado más un dictador personalista que un
demócrata institucionalista. En resumen, tanto para bien como para
mal, encamó las ficciones orientadoras antiliberales, proteccionis
tas, populistas, nativistas y personalistas que siguen definiendo a
ciertos elem entos de la nación argentina.
83
los campesinos pobres un lugar en la sociedad revolucionaria. Pero
Hidalgo va un paso importante más allá de A rtigas en la articulación
de una postura populista; mientras que A rtigas confinaba sus
declaraciones a lo abstracto, Hidalgo le dio al populism o una voz y
un rostro humanos. Lo que en Artigas era prim ordialm ente teoría,
en Hidalgo se vuelve el gaucho arquctípico, una imagen que es tanto
la del hombre de campo argentino de la década de 1810 como el
repositorio mítico del auténtico espíritu argentino. Como señala
Josefina Ludmer (a quien mi interpretación debe mucho), Hidalgo
anuncia “un nuevo signo social, el gaucho patriota ” (Ludmer, El
género gauchesco: Un tratado sobre la , 27). Mi interpreta
ción de Hidalgo, sin embargo, difiere de la de otros críticos
admirables (Hcnríquez Urcña, Sánchez Reulet y Caillet Bois, por
ejemplo) en que a mi juicio fue el prim er escritor argentino de
alguna importancia que haya enunciado ficciones orientadoras
populistas que contrapesaran las doctrinas de exclusión que ca
racterizaron el pensamiento anti federalista. Más aun, sugiero que su
importancia ideológica iguala y quizá supera su peso literario. Al
afirmarlo, no niego su importancia como creador de las formas
gauchescas; pero sí siento que un exceso de interés en los aspectos
formales de su poesía ha llevado a muchos adescuidarlaim portancia
de su posición política. Nada en nuestro estudio de las ficciones
orientadoras argentinas tiene más importancia que el populismo de
Hidalgo tal como se trasluce en la gauchesca, sus orígenes, su
permanente validez, y el debate a menudo rispido que sigue pro
vocando.
Pero antes una palabra sobre la literatura gauchesca en general.
En su aspecto formal, la literatura gauchesca consiste usualmcnte
en relatos en primera persona escritos en una lengua llena de ru-
ralismos de diverso grado de autenticidad, color local, personajes
típicos, y una imaginería que se supone reflejo de la vida rural y el
habla de las clases bajas. Los aspectos lingüístico y formal de la
gauchesca estaban destinados a una larga vida; virtualmente cada
generación de escritores argentinos después de Hidalgo ha contri
buido en algo a la literatura gauchesca. Las obras maestras del
género, El Gaucho Martín Fierro, y su secuela, La Vuelta de Martín
Fierro, de José Hernández (ambos estudiados en detalle en un
capítulo posterior) aparecieron en la década de 1870, y y a en nuestro
siglo Ricardo Güiraldes publicó una popular novela gauchesca,
Don Segundo Sombra, en 1922. A un hoy, ocasionalmente algún
escritor se ejercita en la gauchesca.
84
A unque (oda la literatu ra gauchesca m uestra sim ilitudes en su
uso de la lengua, el género se desarro lló a lo largo de dos líneas
ideológicas d iferen tes, si no opuestas. G ran parle de la literatura
gauchesca m is co n o cid a, d esp u és de H idalgo, aspira a poco m ás
allá del en tretenim ien to de públicos de d a s e alta, con parodias del
habla del gaucho y el atraso rural, algo no m uy distinto a las actu a
ciones con la cara tiznada, que caricaturizaban a los negros en los
teatros de vodevil de los listados U nidos, lisa literatura ha sido ju z
gada com o un m ero en treten im ien to por unos, m ientras que otros
la veían com o profundam ente antipopular, O puesta a esta corriente
está la gauchesca populista de la que I lidalgo es el prim er ejem plo.
La literatura gauchesca populista buscó asegurar un lugar entre las
ficciones orientadoras del país al hom bre com ún, al pobre de
campo, al m estizo, fin este esfuerzo, H idalgo identifica al gaucho
no sólo com o un argentino m is , sino com o el argentino auténtico,
el símbolo genuino de una nación em ergente. A dem ás, Hidalgo
hace su defensa del gaucho usando una especie de deliberada
identificación con él, lo que, com binado con su punto de vista
político, sólo puede ser llam ado populism o.
La peculiaridad de la literatura gauchesca com ienza con la
palabra mincho. En su autorizado libro El aaucho, el estudioso
uruguayo Fernando O. Assiingílo resum e y docum enta no m enos de
treinta y ocho teorías concernientes a los posibles orígenes de la
palabra, que van desde el francés gauche, sugi riendo al hom bre fuera
de la ley, hasta el térm ino de argot sudam ericano f}uacho, quizás de
origen indio, que significa huérfano (Assungflo, 383-520). Los
intelectuales del Río de la Plata siguen discutiendo sobre el sentido
“verdadero" de la palabra en una polém ica que al parecer no acepta
la ¡dea de que las palabras tienen y adquieren sentidos nuevos,
inclusive contradictorios, de acuerdo a cóm o, cuándo, dónde y por
quién sean usadas.
Hoy, las posiciones en el debate se escalonan entre dos
extremos. De un lado están los puristas que afirm an que “gaucho"
originalmente significó vagabundo, delincuente, descastado, y que
ningún cam pesino que se respetara consentiría en ser llam ado
gaucho. Los puristas afirm an adem ás que los intentos de rom antizar
al gaucho com o tip o nacional son de hecho apologías del
bandolerismo y la barbarie. R epresentante típico de esta escuela es
el libro, erudito |)cro de espíritu m ezquino, de Emilio A. Coni, El
Gaucho: Ar sentina, Brasil,Uruguay. En el bando opuesto está
remaní izadores que usan la palabra para designar el auténtico
85
espíritu argentino, m arcado p o r el sentido com ún, la simpatía v \
generosidad. 1
Los que rom antizaron al gaucho rastrean el uso de la palabra
hasta los prim eros días de la Independencia, cuando los realistas
llamaban gauchos a los revolucionarios, en el sentido de bandidos
y criminales. T anto indignó este uso de la palabra al general Manía
Güemes, caudillo de Salta, ocasional aliado d e A rtigas e importante
líder revolucionario, que transform ó la p alab ra en un desafío,
diciendo que si sus soldados eran gauchos, gaucho debía de refe
rirse al patriota luchando contra una ley in ju sta y autocràtica.
Algunos autores del período de la Independencia captaron plena
mente esta transform ación. Y a en 1817, el 22 de m arzo, La Gazeta
de Buenos Aires declaraba que “ el título de gaucho m andaba antes
de ahora una idea poco ventajosa del sujeto a quien se aplicaba, y
los honorados labradores y hacendados de S alta h an conseguido
hacerlo ilustre y glorioso por tantas proezas que les hacen d ignos de
un reconocim iento eterno” (citado en L udm er, 27, n. 5). T am bién
del lado de los rom antizadores está la poesía gauchesa de autores
como Bartolom é Hidalgo, que usaron la im agen del gaucho para
sim bolizar al am ericano revolucionario y auténtico. T íp ico d e este
punto de vista en nuestro siglo es el estudio de R icardo E. R odríguez
M olas de 1968, Historia Social del Gaucho. E l térm ino sufrió un
cam bio adicional en la década de 1840 cu an d o D o m in g o F . Sar
m iento, de quien hablarem os m ás adelante, in sistió e n llamar
gauchos a los soldados de F acundo Q uiroga; co m o ésto s eran
hom bres de las provincias del oeste, lejo s d e las p am p as donde
vivían los gauchos “de verdad” , la p alab ra e n m an o s d e Sarmiento
se volvió aproxim adam ente sinónim o d e lo s n ó m a d a s cam pesinos
a quienes él v eía com o apoyo n atu ral d el caudillism o y e n conse
cuencia obstáculo al progreso. E l n o m b re gaucho adquirió una
significación p articu lar en n u estro siglo c u a n d o au to res nacionalis
tas y populistas, siguiendo la h u e lla d e H id a lg o , h ic ie ro n d el gau
cho el sím bolo d e la A rg en tin a au té n tic a , q u e su p u e sta m e n te había
sido violada, traicio n ad a y sa q u e a d a p o r u n a c la se alta rapaz, pro
eu ro p ea y an tiarg en tin a, a y u d a d a p o r su s a lia d o s ex tran jero s.
Debido a estas opiniones radicalmente distintas, ahora es
virtualmente imposible discutir el sentido de la palabra gaucho sin
tomarposición en este debate duro y aveces desagradable. De modo
que uso la palabra con precaución, y en su sentido más denotativo:
me refiero con ella al proletario rural, en general mestizo, cuyavida
estaba ligada a la tierra. Al mismo tiempo documento en páginas
86
I
subsiguientes la transform ación de la pal abra en un lem anacionalista
que en nuestro siglo hizo d e gaucho sinónim o de argentino au-
:¿ndco. E n este aspecto la palabra es clave de una de las principales
ficciones orientadoras de la A rgentina.
T an problem ático com o el sentido “v erdadero” de la palabra
gaucho es un p ro b lem a paralelo que concierne al origen de la
literatura gauchesca. H ay d o s teorías contradictorias respecto del
nacimiento de la gauchesca. L a prim era sostiene que este género
literario no fue m ás que u n desarrollo d e la poesía popular de las
clases bajas rurales. P o r atractiva que parezca esta idea, no puede ser
probada. A unque m uchos observadores notaron la existencia de la
poesía p opular del gaucho, sobre todo en letras de canciones, antes
de 1S10, n ad a quedó registrado p o r escrito. D écadas después,
cuando los m ism o s versos populares fueron transcriptos, consis
tieron en baladas y canciones d e am or totalm ente desprovistas
del lenguaje p o p u lar y las im ágenes que se asocian con la gauches
ca. L a segunda teo ría concerniente al origen de la gauchesca
sostiene que fue desarrollada p o r hom bres cultos, para quienes se
timaba de un artificio literario com o cualquier otro. Com o lo señala
Jorge L uis B orges, “ Los payadores de la cam paña no versificaron
jam ás en un lenguaje deliberadam ente plebeyo y con im ágenes
derivadas de los trabajos rurales; el ejercicio del arte es, para el
pueblo, un asunto serio y hasta solem ne” (B orges, “ El ‘M artín
R e n o ’ ”, Obras completas en ,co
la 515). D esa
esta idea, e n una crítica al nacionalism o literario d e los años
peronistas, B orges escribió:
87
Aunque la intención de Borges era despolitizar la gauchesca,
a la que los nacionalistas argentinos estaban dolando de cualidades
que rozaban la extravagancia, no puede negarse que la diferencia
que establece entre la gauchesca y lo auténticam ente popular es en
lo fundamental cierta. Pero además Borges deja entrever que el
lenguaje popular de la poesía gauchesca de algún modo hace de ella
algo poco “ serio y hasta solem ne”. Nada podría estar más lejos de
la verdad, como el mismo Borges lo reconoce en otros contextos. De
hecho, algunos de los momentos m ás sublim es en la literatura
hispanoamericana se encuentran en la gauchesca.
Dado que el género gauchesco, entonces, no es mera poesía
popular transcripta, ¿qué es? o m ejor dicho, ¿qué es lo que aporta
específicamente Hidalgo a la literatura que justifique el llamarlo el
“padre de la gauchesca”? En palabras del crítico dom inicano Pedro
1 lenríqucz Urefia, la creación de Hidalgo fue a la vez modesta y
revolucionaria (Henríquez Urefia, Las corrientes literarias, 115).
Fue m odesta porque la poesía de tipo satírica, con personajes
populares y habla también popular, era bastante com ún en todo el
mundo hispánico durante los últimos años del siglo xviii, y espe
cialm ente, en el Río de la Plata, en la forma de baladas breves, los
cielitos y diálogos satíricos o sainetes (Sánchez Reulet, “ La ‘Poesía
Gauchesca* ” , 286-287). Fue revolucionaria porque puso esas
formas al servicio de una intención política explícita. En una
palabra, lo que había sido burlesco y paródico se volvió en la
gauchesca de Hidalgo un modo de instruir a los gauchos de sus
deberes cívicos al tiempo que usaba a esos m ism os gauchos como
sím bolo legitim ador de una nación em ergente, sím bolo de conno
taciones innegablem ente populistas.
A m bas intenciones (el didactism o y la legitim ación) son
visibles en las “m odestas” invenciones de H idalgo. Tomando la
form a del cielito, creó una nueva voz poética en la que un gaucho
payador trata tem as políticos. Por ejem plo en “ Un gaucho de la
guardia del m onte contesta al m anifiesto de F em ando V il”, uno de
sus cielitos, un gaucho sin nom bre responde a un m anifiesto del rey
F em ando VII, que reclam aba sus posesiones en el Río de la Plata,
hecho que aceleró la ruptura definitiva de la A rgentina con España
en el C ongreso de T ucum án en 1816. E n respuesta, el de
H idalgo le dice al Rey: “ guarde am igo el papelón, / y por nuestra
Independencia / p o n g a una ilu m in ació n ” (.Antología de la poesía
gauchesca, 75). P untuando su b alada con el refrán rítm ico “Cielito,
ciclo que sí", el p ay a d o r afirm a
88
Cielito, cielo que sí,
lo que te digo Femando,
confiesa que somos libres
y no andés remolineando.
Y si no le agrada, venga
con lucida expedición,
pero si sale matando
no diga que fue traición.
(Antología, 77-79)
90
van desde la historia de la Revolución de Mayo a conceptos
iluministas de ciudadanía, en la m ism a forma de los versos que
vimos antes. Pero en los diálogos hay una nota de protesta contra
otros argentinos, nota que estaba ausente en los cielitos. El orden
social em ergente en la década de 1820 daba poco espacio a los
ex soldados gauchos, y los altos ideales del Congreso de Tucumán
no se reflejaban en la creciente lucha entre Buenos Aires y las
provincias. Los gauchos eran en gran m edida las primeras vícti
mas de este idealism o fallido, y los diálogos de Hidalgo reflejan su
desilusión. Dice Jacinto Chano, el gaucho “culto” del “Diálogo
patriótico interesante” de Hidalgo, a su amistoso interlocutor,
Ramón Contreras:
( Antología , 83)
91
¿Por qué naidcs sobre naides
ha de ser más superior?...
La lay es una no más,
y ella da su proteición
a todo el que la respeta.
El que la lay agravió
que la desagravie al punto:
esto es lo que manda Dios,
lo que pide la justicia
y que clama la razón;
sin preguntar si es porteño
el que la lay ofendió,
ni si es salteño o puntano,
ni si tiene mal color,
ella es igual contra el crimen
y nunca hace distinción
de arroyos ni de lagunas,
de rico ni pobretón:
para ella es lo mesmo el poncho
que casaca y pantalón.
( Antología, 84)
9
92
rumbo opuesto. Habla no sólo de igualdad bajo la ley sino también
de problemas específicos (raza, ingresos y lugar de origen) que sus
compatriotas m ás sofisticados sólo querían posponer. Igual que
Artigas, Hidalgo tomó las palabras de la Ilustración en su valor
literal, asumiendo posiciones que más adelante serían identificadas
como populistas. Y también como Artigas, Hidalgo temía ser
ignorado:
93
y desde e l barco m andaron
toda la papelería
a nom bre del rey Fem ando;
¡y venían roncadores...
la p u ... los m aturrangos!
Pero, am igo, nuestra Junta
al grito les largó el guacho
y les m andó una respuesta
m ás linda que san Bernardo.
¡Ah gauchos escribinistas
en el papel de un cigarro!
Viendo ellos que no em bocaban,
y que los habían tom iao,
alzaron los contrapesos
y dando güeltas al barco,
se jueron sin despedirse...
Vayan con doscientos diablos.
( Antología, 92)
94
nistas en el papel de un cigarro” subraya la condición com ún del
movimiento revolucionario; m ientras el rey enviaba una cantidad
de documentos oficiales, los abogados gauchos respondían en
pequeños papeles que eran propiedad de todos. D ada la naturaleza
exaltada de su rebelión, no necesitaban papeles finos; la suya era
una rebelión de sustancia y principio, no de form a. L a creación
literaria de H idalgo fue quizás una revolución m odesta; su posición
ideológica, en cam bio, fiie auténticam ente radical, y por cierto una
de las más avanzadas en la prim era década d e nacionalidad d e la
Argentina.
95
represemación del Fausto üe Gotmod, trata de contarle la historia a
otro gaucho amigo suyo,
tís asi como el género gauchdespués
vuelve una tradición dividida; como la Revolución de Mayo que se
dividió a temprana hora entre saavedristas populistas y morcnis-
tas elitistas, la gauchesca pareció destinada a sen-ir a dos trudi-
cioocs contrarias. Hidalgo cteó el género y se identificó con una
de esas tradiciones: la de promoción literaria de los humildes y
los excluidos. La obra culminante de la gauchesca, El gaucho Mar
iis Fierro, de 1872, que estudiaremos en extenso en un capítulo
posterior, continúa esta tradición populista. La otra corriente en
la gauchesca toma la forma de Hidalgo pero invierte su política.
Su finalidad era divertir a un público ilustrado con las gracias de
la gente de campo, ignorante pero feliz... y ocasionalm ente lan
zar alguna flecha contra el federalismo, de pasada. La misma
critica sobre la gauchesca refleja esta división peculiar. E n este
siglo, el origen, propósito, función y permanente im portancia de
la gauchesca sigue provocando un debate a m enudo inam istoso, y
nunca conclusivo, que en sí mismo es un paradigma im portante de
la identidad argentina.
Hacia 1S20 la falla que recorría la sociedad y la historia
argentinas ya era claramente visible. (Podría decirse que había
sido visible desde el primer día en que M oreno m ostró su desa
cuerdo con Saavedra.) A un lado de la falla estaban los libe
rales, principalmente los unitarios de Buenos A ires, que vivían
mirando a Europa y ansiosos de im portar las últim as ideas, las
más modernas, del exterior, para dar con ellas form a a su nación
fuera cual fuese el costo, y hacerla un reflejo de la civilización
europea. En su plan, Buenos Aires serviría com o ejem plo y tutor
de las provincias y quizá de toda A m érica latina. A l otro lado de
la falla estaban los federalistas, caudillos provinciales y popu
listas de varias layas. Aunque su sueño para la A rgentina era me
nos claro y m enos bien expuesto que el de sus enem igos libera
les, su meta era una política m ás inclusiva donde hubiera un lugar
para el campesino, el indio, los m estizos y los gauchos. Algunos
de ellos, como Artigas, llegaron a reconocer que los derechos
políticos sin propiedad no significaban nada. A m bos lados de
esta sociedad dividida se unieron inicialm ente en el deseo de ex
pulsar a los españoles. Pero una v ez que esa tarea estuvo cum
plida, dirigieron su enem istad uno contra e l otro, hundiendo al
país en sesenta años de guerra civil y derram am iento de sangre.
96
Ambos lados desarrollaron ficciones orientadoras que definieran y
sustentaran su punto de vista. Como veremos en capítulos subsi-
guientcs, estas ficciones, y los confiictosque reflejan, evolucionarían
con independencia una de otra, llevando a la Argentina moderna a
una división ideológica que de extraño modo sigue impidiendo el
consenso y la estabilidad.
97
Capítulo 4
Los rivadavianos
98
<85s a c h o s gauchos. EJ cabildo de B uenos A ires estaba dividido
,vV venustades Que « M en tab an a unitarios contra federales,
’erirabstás contra autonom istas, vrooservadores contra liberales y
^ v- ^ o ^facoíino" contra Ja Iglesia. D espués de m eses de virtual
jru*ccuu d cabildo de B uenos A ires eligió al general M artín
KoSnpee corto gobernador, puesto que conservó durante cuatro
j&SvTOrc.asde Inan e, un contem poráneo que dejó varios volúm enes
i í e.vnaordinañas m em orias, consideraba a ó lartín R odríguez "u n
i e c b e vulgar, un gaucho astu to ... que tuvo buena elección de
^ ru sro s . y rué dócil para dejarse gobernar" (In a n e , Memorias* III.
v \ Sea verdadera o nc la caracterización de Iriane. M artín Rodríguez
éék>buen r u r c l A dem ás, com o federalista decidido a incluir a
tr¿nño> en su gobierno, dio una ñora conciliatoria m u y rara a i la
¡víáuca de ese momento. H eredó asim ism o la perenne responsa-
b S iad de formar un congreso constituyente p ara que redactara o tra
cccsriruádn que pudiera ser rarificada p o r todas las provincias. L a
amasa de la ¿noca suele referirse a este com ité com o el C ongreso
\ t o r r a ! , aunque no tenía autoridad legislativa. G obernante m ás de
¿m oque en los hechos. R odríguez se apoyaba casi com pletam ente
•as-*. Bernardina Rivadavia, su m inistro de G obierno y A suntos
99
puesto q u e o cu p ó h a sta q u e fue e x p u lsad o p o r la fucr/.a en 182")
A un q u e su p u e stam e n te d ed icad o a la c re ac ió n d e una rcpúblk
dem o crática, R iv ad av ia m o stró d esd e tem p ran o u n a fuerte inc|¡.
nación an tip o p u lar, así c o m o una d eb ilid ad p o r los decretos
m ulados en co n su lta sólo co n sus p rin cip io s p riv ad o s. Entre 182! y
1827, es la p resen cia d o m in an te en la v id a p o lítica, cultúrale
intelectual portcíla, período que alg u n o s h isto ria d o res argentino!,
sim patizantes han llam ado La Feliz Experiencia.
L a Feliz E xperiencia fue resultado de la co n ílu cn c ia afortunada
de cuatro ingredientes n ecesario s para la alta cu ltu ra: prosperidad,
una clase alta em ergente con tiem po p ara el o cio , paz, y una
fascinación co n los usos de la aristocracia europea. La prosperidad
hacia 1820 ya era un hecho de la vida porteña, g racias en gran
m edida al apetito insaciable de E uropa p o r los cu ero s y las carnes
saladas. A dem ás, dentro de la provincia, los com erciantes de la
ciudad adquirieron m ás y m ás tierras m ientras los terratenientes se
dedicaban cad a vez m ás a los negocios urbanos; de esta unión de
clase terrateniente y com erciante nació la olig arq u ía argentina
cuyos apellidos dom inarían gran parte de la historia argentina
(Sebreli, Apogeo, 111-142). La paz fue resultado de u n alto mo
m entáneo en la guerra con el B rasil (los portugueses que retenían
M ontevideo) y el T ratado del Pilar, que p o r breve lapso les dio a los
porteños un respiro en la tarca de forzar a las p ro v in cias rebeldes a
som etérseles. Las m ism as hostilidades entre lo s caudillos Ramírez
y L ópez iban a favor de B uenos Aires. R am írez asp irab a a volverse
el nuevo A rtigas. López resistía y al fin en 1821 derro tó y ejecutó
al d esdichado R am írez. L a derrota de éste d eb ilitó la alianza
federalista a tal grado que B uenos A ires no sólo se olvidó del Tra
tado del P ilar sino que bloqueó el P araná com o m edio de controlar
el com ercio del interior. P or m ucho que las p ro v in cias lamentaran
estas m edidas, sus propias divisiones les h acían im posible una
resistencia unida a B uenos A ires. M ientras tan to , Buenos Aires
aum entaba su contacto con viajeros europeos, comerciantes y
científicos. T anto H u m boldt com o D arw in p asaro n algún tiempoen
la A rgentina. M ed ian te viajes p o r el extranjero, los hijos de la oli'
garquía em erg en te se fam iliarizaro n co n las costum bres europeas,
a m enudo al punto d e sen tirse m ás ex tran jero s en la Argentina que
en E uropa.
Q u ien catalizó estos in g red ien tes d e paz, prosperidad y Alta
C ultura en L a F eliz E x p erien cia fue B em ard in o Rivadavia. Con
in m en sa en erg ía, R iv ad av ia se lan zó a la tarea d e organizar la
100
sociedad que soñaba, un reflejo de la civilización occidental, ejem
plo de cultura europea en las Amóricas, París de las pampas. Su
sueño sigue dando forma al liberalism o argentino, y ningún catá
logo de las ficciones orientadoras del país está com pleto sin 61. Pero,
curiosamente, no dejó escritos im portantes, m ás allá de las cartas
obligadas, las declaraciones pro form a y los docum entos oficiales.
Como lo observa su principal biógrafo, Ricardo Piccirrilli: “Jam ás
los menesteres de la plum a constituyeron para 61 ni el atisbo de un
menudo goce” (Piccirrilli, II, 16). Su único texto es su trabajo y su
recuerdo.
Una de las primeras reform as de R ivadavia consistió en
desmil itari zar la provincia de Buenos Aires, m aniobra necesaria en
vista de los miles de oficiales sin em pleo y reclutas pobres que, ya
sin necesidad de com batir ni a los españoles ni a las provincias, eran
considerados una fuerza política potcncialm cnte peligrosa. Para
volver impotente a esta fuerza, se forzó al retiro a todo el personal
tanto militar com o gubernamental. M ás aun, com o lo explica el
ministro de Finanzas M anuel Jos6 García, las pensiones fueron
deliberadamente ridiculas para alentar ala independencia a “hom bres
habituados a un sueldo fijo” que “tem blaban de verse solos en el
camino de la vida, entregados a su propia industria. A sí crecía y se
propagaba esa funesta m anía de em pleados” (citado en H alperín,
Revolución y guerra, 357). Un ex m ilitar que se sintió estafado co n
las nuevas pensiones fue el ex presidente y próccr de la Independencia
Comelio Saavedra, quien en sus m em orias recuerda con am argura
cómo fue gracias a la herencia de su esposa que pudo m antener a
flote la familia (Saavedra, “ A utobiografía”, 1,82-85). En un decreto
del 7 de septiembre de 1821, los dcscm pleados, m uchos de ellos ex
soldados gauchos, son definidos com o “delincuentes dolosos de
mendicidad”, y eran enviados a la cárcel o forzados a trabajar en
obras públicas (citado en Halperín D onghi, 350). Al m ism o tiem po,
a pesar de una aparente escasez de mano de obra en la econom ía de
crecimiento, el gobierno puso techos a los salarios pagados a los
obreros comunes, m uchos de ellos soldados de vuelta a la vida civil,
para asegurar de ese m odo “la dependencia del trabajo del d ía”
(citado en Halperín Donghi, 358). E videntem ente, la supuesta
adhesión del gobierno de R odríguez a la ortodoxia liberal no llegaba
a tanto como para dejar que los salarios buscaran su propio nivel; al
contrario, los em pleadores a quienes se sorprendía pagando m ás de
lo que permitía el gobierno eran m ultados. Bajo el liberalism o
rivadaviano, “ son ellas m ism as (las clases populares) las que deben
101
m ejo rar su suerte, usando p ara ello los instrum entos que la eco
n o m ía les p ro p o rcio n a” (H alperín D onghi, 352). Esto significah
u n im p ortante alejam iento del interés p atern alista y protector haci!
el pobre ex h ib id o p o r los gobiernos coloniales, influidos por u
Iglesia, en sus m ejores m om entos, asf com o p o r caudillos del tipo
de A rtigas. D e hecho, dadas las posiciones rivadavianas hacia la
clase obrera, no puede sorprender que los pobres prefirieran a los
caudillos.
A dem ás de la reform a m ilitar, la F eliz Experiencia es la
historia de varias instituciones notables, todas m odeladas según lo
que había visto R ivadavia en Europa. La prim era fue la Universidad
de B uenos A ires, fundada en 1821 con el padre A ntonio Sáenz, un
cura liberal que había actuado en política desde 1806, como su
prim er rector. L a U niversidad estaba dividida en seis escuelas o
facultades, consistentes de estudios preparatorios, ciencias exactas,
m edicina, derecho, ciencias teológicas y educación elem ental. Pan
form ar el claustro de profesores R ivadavia los im portó de Europa,
en especial de Inglaterra, y puso énfasis en la enseñanza de las
m atem áticas y la ciencia, m aterias m uy descuidadas en la educación
escolástica de las generaciones anteriores. T am bién im portó un
laboratorio de quím ica, que incluía un inglés para m anejarlo. Como
. la U niversidad estaba pensada principalm ente para la provincia de
Buenos Aires, en 1823 Rivadavia fimdó el Colegio de Ciencias
M orales, expresam ente para jóvenes provincianos que eran selec
cionados m ediante exam en para recibir becas de estudio. El Colegio
reunió por prim era vez a un grupo de adolescentes que catorce años
después form arían la G eneración de 1837, posiblem ente el grupo de
_ intelectuales m ás distinguido en la historia argentina y del que
hablarem os en el capítulo siguiente. E ntre los hom bres notables que
estudiaron en el Colegio debe m encionarse a M iguel Cañé, ensa
yista y novelista; Juan M aría G utiérrez, crítico y novelista; Esteban
Echeverría, poeta y ensayista del que hablarem os ampliamente en
el capítulo siguiente; Juan B autista A lberdi, ensayista de especial
percepción y claridad que contribuyó inm ensam ente a la primera
C onstitución efectiva de la A rgentina, y a q u ien examinaremos en
capítulos posteriores, y V icente Fidel L ópez, autor de la clásica
H istoria de la República Argentina. L a h isto ria del Colegio fue
escrita m ás tarde por uno de sus estudiantes, Juan M aría Gutiérrez,
en O rigen y desarrollo de la enseñanza pública superior en Buenos
Aires.
R ivadavia no se detuvo en el C olegio. Pensando que no todos
102
los jóvenes argentinos (Huirían educarse en Buenos Aires, envió
jóvenes porteóos brillantes a enseñar en el interior, en un amplio
programa que en la atrasada provincia de San Juan ayudó a formar
a Domingo Faustino Sarm iento, futuro presidente y escritor cuya
importancia como creador de ficciones orientadoras se hará evi
dente en capítulos posteriores.
Tros di forondas fundamentales separaban las escuelas fundadas
por los rivadavianos de sus precursoras coloniales. Primero, aunque
algunos de los m aestros eran curas, las escuelas no estaban bajo el
control de las órdenes m onásticas tradicionalm cntc encargadas de
la educación. Segundo, siguiendo la guía de los utilitarios ingleses
que tanto admiraba, Rivadavia insistió en que los jóvenes argentinos
aprendieran oficios útiles, con énfasis en las ciencias matemáticas
y físicas. Y por últim o, los anuncios de becas gratuitas del Colegio
aseguraban a los padres que quedaba “proscripto enteramente de los
colegios de estudios el sistem a de degradar a la juventud por medio
de las correcciones m ás crueles” y se aseguraba que los estudiantes
“no encontraran allí verdugos por preceptores, sino antes bien,
quienes a la vez ejerzan para con ellos los buenos oficios de
maestros, de consejeros y am igos” (citado en Piccirrilli, 41). Pese
a esta preocupación por los estudiantes, uno de los más distinguidos
graduados del Colegio, Juan Bautista Alberdi, escribió en su au
tobiografía que al com ienzo la disciplina le resultó intolerable, a tal
punto que su herm ano m ayor, viendo sus “sufrim ientos”, lo sacó del
Colegio durante un año (Escritos póstumos, XV, 274). Pero tras esc
año volvió, y llegó a ser uno de los pensadores políticos más
distinguidos de su generación.
Gracias a la im portancia dada por el gobierno a la educación,
la Buenos Aires de R ivadavia se volvió una ciudad de lectores y
discusiones intelectuales. Las veladas literarias dedicadas a las
tendencias m ás recientes de Europa florecieron en la ciudad, y
Vicente Fidel López describe así una de ellas:
103
festejado iniciador de las bellezas de nuestra historia natural.
Cada noche encantaba a sus oyentes, hablándoles de alguna
hierba nueva, de alguna planta utilizable o preciosa que había
descubierto en las exploraciones de la m añana. Y a la amenísima
lección seguía otras veces una conferencia de física recreativa,
con experimentos y prcstidigitación que otro sabio, Mr. Lozier,
acordaba por amable condescendencia a los ruegos que allí se
le hacían... Además de estos atractivos, o m ejor dicho, a causa
de ellos, seguíase en el salón de Lúea la m oda tan acreditada,
y tan deliciosa entonces en los salones europeos, de acoger con
exquisito gusto, y de com pensar con aplausos, la declamación
de los trozos dramáticos o literarios de m ayor boga en el día.
CHistoria, IX, 39.)
104
El Argos, cuyo nombre hace alusión al ojo vigilante, sirve
como temprano prototipo del periodismo liberal porteño en general:
urbano, con la mira puesta en la información internacional, austero
sin carecer de estilo, informado, siempre del lado del clitismo
intelectual, firme en su lealtad a las causas liberales, desdeñoso de
las clases y cultura populares, y severo en su crítica del gusto. De
hecho, no puedo leer El Argos sin pensar en la revista Sur de V ic
toria Ocampo, que inició su publicación en 1931 y que, en pala
bras que usa John King en su magnífica historia de la revista, “ vio
que su papel era civilizar a una minoría en el ‘caos de la pam pa’
literario e ideológico” (King, Sur, 56). La descripción que hace
King de Sur podría perfectamente aplicarse a El Argos de la So
ciedad Literaria en 1822.
Cada número de El Argos traía un amplio panorama de las
noticias del mundo y América, política local, y la naciente A lta
Cultura de Buenos Aires. Dadas las distancias que debían viajar las
noticias, la sección internacional por lo común estaba tres o cuatro ,
meses atrasada, y pese a los intentos por atraer corresponsales
extranjeros, por lo general consistía en material tomado de perió
dicos americanos, ingleses, franceses y españoles. Además, aunque
en este momento las Provincias Unidas del Río de la Plata sólo
estaban unidas en el nombre, El Argos se hacia un deber de im prim ir
noticias de todas las regiones del interior, prom oviendo de esc m odo
la ficción de que, pese a la desunión política, la Argentina estaba
unificada en el espíritu.
No obstante ese interés en las provincias, El Argos nunca
perdió su localismo porteño. Por ejemplo, en una colum na que
celebra el décimotcrcer aniversario de la Revolución de M ayo, un
autor anónimo pregunta: “ ¿Qué era la Am érica del Sud antes de
que Buenos Ayres levantase su frente atrevida en este día, e h i
ciese resonar el trueno elocuente de su voz? U na m azm orra de
esclavos condenada a gem ir bajo el látigo de su S eñ o r... ¿Y qué
es el presente? Una nación heroica de hom bres lib re s... que ha h u
millado en su vez a los mism os que la hum illaron” (28 de m ayo de
1823,178). Así se agradecía a caudillos provinciales com o G üem es
y Artigas, que tanto hicieron por expulsar a los españoles. E n otro
rito de autocongratulación, El Argos inform aba que “ Buenos Ayres
goza de una grande reputación (en Inglaterra)... p o r las instituciones
que ha creado en los últim os cinco años y los principios de libera
lidad e ilustración que ellas han d ifu n d id o ... Este conjunto de cir
cunstancias ha hecho crecer la opinión del país a térm inos que
105
podemos gloriamos de haber merecido las prim eras considerado-
nes de la nación más libre y más poderosa de la Europa” (3 de agosto
de 1825,261). Pero no contentos con fclici tarse por su buena suerte,
los editores de El Argos en el número siguiente escriben que, tras ha-
bcr recibido la última reválida de la prensa londinense, “deberíamos
volver nuestra consideración al estado actual de las provincias, y la
necesidad que ellas sienten en todo sentido de ocurrir cada una a
promover su prosperidad particular por los m ism os m edios a que
entonces atribuimos la de la Provincia de Buenos A yrcs” (5 de
agosto de 1825,265). La ficción reflejada en estas palabras, de Bue
nos Aires como ejemplo, civilizadora y prcceptora del continente,
sobrevive en la altivez del porteño, tanto com o sigue ofendiendo a
los provincianos argentinos y a los vecinos latinoam ericanos.
Un ejemplo: en septiembre de 1825, varios representantes
del Alto Perú, ahora Bolivia, se reunieron en La Plata, ahora Su
cre, para formular oficialmente su deseo de form ar una Nación
independiente de Buenos Aires. La declaración boliviana era
más ritual que real dado que Buenos Aires, preocupada con los
portugueses en la Banda Oriental, los indios, y sus interminables
conflictos internos, había mostrado poca oposición a la independen
cia de Bolivia. De todos modos, El Argos no pudo resistir a la
tentación de aconsejar a sus vecinos respecto de la genuina senda de
la libertad:
106
han estado dominadas por el despotismo más irracional. (14 de
septiembre de 1825,315.)
107
no puede entrar al templo del buen gusto" (13 de febrero de 1822,
36). Como veremos en el capítulo siguiente, las palabras usadas
en el periódico para describir el conflicto (civilización versus
barbarie) se volverían uno de los gritos de batalla del liberalismo
argentino. Autores posteriores, en especial Domingo F. Sarmiento,
popularizarían los términos, pero sin necesidad de inventarlos. Ya
estaban en el discurso político argentino, al menos en la época de
Rivadavia.
La Sociedad Literaria también fundó una revista, La Abeja
Argentina, “dedicada a objetos políticos, científicos y de industria; i
y contendrá además: traducciones selectas; los descubrimientos
recientes de los pueblos civilizados; las observaciones metcoroló-,
gicas del País; las medidas sobre la constitución de los años, de las |
estaciones, y un resumen de las enfermedades de cada mes; un j
semanario de los adelantamientos de la provincia (de Buenos
Aires)” (Actas de la Sociedad, citado en Piccirrilli, 62). Un número
prototípico incluye un airado manifiesto sobre derechos políticos en
el Brasil, una meditación sobre la naturaleza de la autoridad con
numerosas citas de autores iluministas, un discurso poético sóbrela
relación entre ciencia y arte, otra vez con extensas referencias a
pensadores europeos, una lección de química “tal como fue dictada
en Londres por el celebrado Sir Humphrey Davy”, y un artículo
sobre plagas recientes en la provincia (La Abeja, 15 de septiembre
de 1822). La Abeja sobrevivió sólo unos pocos meses, en parle por
falta de fondos, mala circulación y desacuerdos entre los editores y
la Sociedad Literaria. De hecho, en una ocasión Núñez se quejó de
que “se habían publicado dos o tres números de La Abeja sin que la
Sociedad hubiese revisado y aprobado los materiales”, sugiriendo
que la Sociedad Literaria mantenía un poder de veto sobre lo que
hicieran los editores (citado en Piccirrilli, 64). El conflicto éntrela
Sociedad Literaria y La Abeja también puede haber sido político ya
que eleditordelarevistaeraM anuel Moreno, hermano de Mariano,
cuyas crecientes inclinaciones federalistas lo ponían en posición
equívoca ante los rivadavianos. Pero aun a despecho de estos
conflictos locales, La Abeja puso en claro los mismos paradigmas
culturales que reinaban entre los rivadavianos: Europa y más
Europa.
Dado que la Universidad y el Colegio no admitían más que
estudiantes varones, Rivadavia organizó La Sociedad de Benefi
cencia, cuyo personal estaba formado exclusivamente por mujeres,
encargada de “la dirección e inspección de las escuelas de niñas, de
108
la Casa de Expósitos, de la Casa de partos públicos y ocultos, del
Hospital de Mujeres, del Colegio de Huérfanas y de todo estable
cimiento público dirigido al bien de los individuos de su sexo”
(citado en Piccirrilli, 49). Con anticipada aprobación hacia la nue
va institución, El Argos entonaba sus alabanzas: “ Cuando se hayan
sentido todos los efectos de esta institución, entonces será que
ocupando a las mujeres gustos m ás serios, y placeres m ás verda
deros, al paso que dejen de ser frívolas (hablam os por lo com ún)
lleguen a ser más am ables” (15 de m arzo de 1823, 88). Pero la
educación para mujeres debía incluir una preparación adecuada
en artes “ femeninas”, como lo indica el título revelador de una de
las publicaciones de la Sociedad: M anual para las escuelas ele
mentales de niñas, o un resumen de enseñanza mutua, aplicada a
la lectura, escritura, cálculo y costura (Piccirrilli, 51). Adem ás
de supervisar la educación de las m ujeres, la Sociedad estaba
encargada de preparar m ateriales de texto para todas las escuelas
argentinas, la mayoría de ellos traducciones de textos franceses e
ingleses, o “catecism os científicos”, com o eran llam ados, que
cubrían temas más tradicionales como quím ica y geom etría. Pese
a sus intenciones caritativas y pedagógicas, la Sociedad no tardó
en volverse una especie de club social, cuyo ingreso era ob lig a
torio para cualquier m ujer con aspiraciones a pertenecer a la clase
alta.
Además de sus intereses literarios y educativos, R ivadavia
prestó considerable apoyo a la creación de un teatro nacional. Pero
las críticas de E l Argos indican que el teatro bajo R ivadavia co n
sistió principalmente en obras m elodram áticas o cóm icas traduci
das del inglés o el francés; evidentem ente no se estim ulaba la
producción de obras locales. P or creer que el teatro tenía un público
potencialmente m ás am plio que otros m edios, R ivadavia escribió
una carta a la Sociedad Literaria, el 6 de diciem bre de 1822,
pidiendo que se propusiera la form ación de “ una escuela en que se
enseñen los principios de la declam ación, y d e la que puedan salir
algún día profesores hábiles y capaces de presentarse a la escena con
toda la perfección que m erece un pueblo culto e ilustrado” (citado
en Piccirrilli, 65). La Sociedad consideró el pedido del m inistro en
su siguiente reunión, en la que se redactó u n “P royecto para la
erección y presupuesto de gastos de una escuela de acción y
declamación” , un docum ento breve que se lim ita a m anifestar que
deberían contratarse m aestros calificados para preparar a “jóvenes
de ambos sexos de figura noble y voz arm oniosa con la precisa
109
condición de que han de saber lee r y escribir”. L a lista de gastos no
contiene cifras, pero especifica que sería preciso emplear a un
m aestro, construir un pequeño teatro, y proveer “estatuas de yeso,
o pinturas y grabados de los autores y actrices célebres representan-
do escenas interesantes” (citado en Piccirrilli, 66-67).
La escuela de teatro no fue m ás que uno entre tantos intentos
de Rivadavia de transplantar a las pam pas el teatro, la cultura y e]
buen gusto. Florecieron con su apoyo varios grupos dramáticos, y
a partir de 1823 aparece regularm ente una sección teatral en El
Argos. Ya en 1825 el público porteño asistía a producciones del
Otelo de Shakespeare y de las óperas de R ossini La cenerentola y
II barbiere di Siviglia. M ás aún, en una dem ostración de las aspira
ciones cosm opolitas de los porteños, El Argos editorializaba que
“prom overía sin duda el interés del teatro el cantar a veces en el
idioma nacional; aunque, com o individuos nos satisface comple
tamente el italiano; y reprobamos las tentativas que se han hecho de
verterlas arias y dúos, oídos ya en esta lengua m usical, al español"
(10 de julio de 1824, 256). Aunque la prioridad estaba en traerá
Buenos A ires obras europeas, Rivadavia tam bién dio m edios fi
nancieros para publicar literatura tanto traducida com o nacional,
incluida una de las prim eras antologías de poesía argentina, la
Colección de Poesías Patrióticas. Dadas las prim itivas condiciones
de im presión en Buenos Aires, varias publicaciones apoyadas por
el gobierno eran preparadas en Buenos A ires pero impresas en
París, incluyendo la pionera colección de poesía La Lira Argentina
de 1824.
Típico de lo que R ivadavia consideraba buen gusto era la
poesía neoclásica de Juan Cruz Varela. Seguram ente el poeta más
im portante de su generación, V arela, com o sus contemporáneos,
escribió sobre todo versos patrióticos y poesía am orosa fuerte
m ente m arcada p o r alusiones e im aginería clásicas. En alabanza
de la victoria de S an M artín y G onzález B alcarce sobre los es
pañoles en la batalla de M aipú el 5 de agosto de 1818, Varela
escribía:
110
¿Mas quién podrá este día
El ardor refrenar que el pecho inflama?
Veo dos héroes; su renombre solo
Del entusiasmo la sagrada llam a
Enciende, y siento que m e inspira Apolo.
111
162). Pero con el acceso de Rivadavia al poder, la poesía de Várela
cambiado dirección. Las alusiones clásicas que habían dado apenas
un marco a sus versos patrióticos y am orosos, se vuelven tema, a
punto tal que Varela termina escribiendo dos largas y complicadas
tragedias, Dido y Argia, ambas basadas en tem as clásicos y clara
mente rcminisccntcs de Comeille. A diferencia de su poesía ante
rior, ninguna de las dos piezas tiene m ucho que ver con temas
argentinos.
Dido, dramatización del cuarto libro de la Eneida de Virgilio,
ofrece un ejemplo especialmente ilustrativo de lo que oficialmente
se consideraba arte durante La Feliz Experiencia, ya que fue
representada originalmente en la casa de Rivadavia, publicada con
apoyo oficial el 24 de agosto de 1823, y repetidam ente elogiada en
el periódico oficial El Argos (23 de agosto de 1823,282). Temáti
camente, la obra no se aparta en absoluto de la historia virgiliana,
aunque cstructuralm cnte observa con rig id ez las unidades
aristotélicas, reduciendo los personajes a meros narradores de
hechos importantes, todos los cuales suceden fuera de la escena
antes de que se levante el telón. Al día siguiente del estreno (que de
hecho fue poco más que una lectura dramática) un crítico anónimo
en El Argos se embelesaba: “El autor, arrebatado de su numen
poético esparce profusamente los más sublimes y tiernos pensa
mientos.. . pero también es en verdad muy im ponente el sujetar una
producción a la censura rígida de una sociedad ilustrada”. El actor
principal es elogiado por declam ar “con aquella cadencia y tono
verdaderamente trágico con que se distingue el teatro francés”. El
crítico llega a elogiar a Varela “por la carrera brillante que ha abierto
al teatro nacional” (30 de junio de 1823,253). ¿U n teatro nacional
basado en Virgilio y deudor formal de C om eille? N o extraña que
críticos nacionalistas modernos com o Rojas consideren a Varela un
síntoma de colonialismo cultural.
Tras una segunda representación de la Dido de Varela, El Ar
gos publicó una segunda crítica en la que se elogia a la obra por
cuanto en ella "no parece sino que el arte tiene en ella el último
lugar”, y en consecuencia “es preciso m irarla com o un buen mo
delo del arte y del talento”. El segundo artículo tam bién destaca
la influencia de Com eille, que precedió a V arela en más de un siglo
( 6 de septiembre de 1823, 297-298). La Dido vuelve a ser noticia
en un número posterior de El Argos, donde el anónim o crítico tea
tral, en una exposición de contornos sofisticados que sin duda
habría honrado a la corte de Luis XIV, com enta la justificación que
112
da el propio Varcla de la estructura de la obra, las teorías aristoté
licas del drama y la intención última de Virgilio (27 de septiembre
de 1823, 322).
Los presupuestos teóricos de la obra y las críticas (la rígida
censura del “buen gusto” en una sociedad ilustrada, la noción
cstcticistadcl arte como algo puro y no contaminado con la realidad,
la corrección de las fórmulas neoclásicas, el teatro clásico francés
comoobjetodc imitación) explican en parte porqué los rivadavianos
y sus descendientes intelectuales, con todas sus aspiraciones y
diligencia artística, sólo produjeron desteñidas imitaciones de la
literatura y la sociedad europeas: su sentido del “buen gusto”
estimulaba más la imitación que la creatividad. El buen arte, el buen
gobierno, el pensamiento y los modales correctos estaban prede
terminados de acuerdo a fórmulas no menos rígidas que las verdades
trascendentes del escolasticismo. Igual que Mariano Moreno, que
escondía un inflexible autoritarismo bajo el vocabulario iluminista,
los rivadavianos cantaban loas a la independencia, el progreso y la
renovación cultural, mientras se aferraban a modelos artísticos e
intelectuales recibidos. Su temor a lo nuevo, a lo no aprobado, o
simplemente a lo no europeo, bloqueó con eficacia la creación de
cualquier cosa que fuera auténticamente argentina. De hecho, al
glorificarlas imitaciones con frecuencia estériles del neoclasicismo
en los albores del teatro nacional, muestran un extraño anhelo de la
elite cultural de envejecer prematuramente, postura muy fuera de
lugar en una nación que se suponía estaba sintiendo las primeras
comezones de la adolescencia. Además, el bien orquestado éxito
crítico de las obras de Varela muestra hasta qué punto el mandarinato
cultural de Buenos Aires estaba alejada de las tradiciones populares
de su propio país... y de los logros notables de la gauchesca de
Bartolomé Hidalgo apenas unos pocos años antes.
El desdén de los editores de El Argos por las tradiciones po
pulares queda demostrado una vez más en una crítica del Barbero
de Sevilla, en la que se elogia a los actores cómicos por su tra
bajo. Pero el artículo termina diciendo: “Ojalá que nuestra com
pañía cómica se aprovechara tam bién de estas escenas, para
aprender a representar una acción bufa sin entregarse a la ridi
culez y grosería de los sainetes” (12 de octubre de 1825,354). El
sainete era una forma de teatro popular cuyas raíces se hundían
en el primitivo teatro nacional español, muy apreciado por las
clases bajas porteñas, y, como vimos en el capítulo anterior,
probable fuente de inspiración para los diálogos de Hidalgo. La
113
literatura argentina encuentra su m ejo r m om ento cuando aban,
dona tos m odelos europeos, o los m odifica y parodia como hiz0
Üorgost lam entablem ente, las pálidas im itaciones de literatura
europea escritas por los rivadavianos tuvieron una larga sucesión,
tan pálida y tan poco convincente com o los forzados dramas de
Varóla.
La Sociedad Literaria y sus ó rganos de prensa fueron am-
pitam ente im itados en la creación de otras organizaciones profe
sionales y académ icas, por lo general a partir de una decisión de
Rivadavia. Entre ellas estuvo la A cadem ia d e M edicina, que fue
creada por decreto el 16 de abril de 1822 y cuyos deberes incluían
la proparación y validación de títulos de m édicos y farmacéuticos,
el cuidado de la salud pública y el nom bram iento de personal
m édico en diferentes árcas de la provincia de B uenos Aires (ElArgos,
20 de abril de 1822,112). T am bién en 1822, un expatriado italiano
de nom bro V irginio Rabaglio fundó la A cadem ia de M úsica, para
"d a r im pulso y propagar en el país un arte que en el día hace las
delicias de todas las naciones cultas” (El Argos, 12 de ju n io de 1822,
172). V arios meses después, el I a de octubre de 1822, los primeros
alum nos de Rabaglio actuaron en un concierto inaugural al que
asistieron el gobernador R odríguez y R ivadavia. El concierto in
cluía una com posición original llam ada La Gloria Buenos Aires,
que en palabras del exlasiado articulista de E l Argos “conm ovió y
elevó los espíritus” de todos los presentes. El p eriodista nos informa
adem ás que “en esta noche se sintieron agitados los corazones de
aquel placer inocente y puro, que tan tas v eces n ecesitam o s en las
penosas escenas de la vida. P or todo lo que v im o s y sentim os en tan
agradable y nueva reunión em b ellecid a p o r las arg en tin as, cree
m os que esta escuela de m ú sica d eb e a u m e n ta r la civilización y
cultura de la fam ilia am erican a” (2 d e o c tu b re d e 1 8 2 2 ,3 0 4 ). Una
vez m ás, B uenos A ires es co n sid erad a filtro d e cu ltu ra p ara todo el
continente.
Un aíío m ás tarde, R iv ad av ia su p e rv isa b a la creació n de la
A cadem ia de Ju risp ru d en cia T e ó ric a y P rá c tic a , lla m a d a también
A cad em ia d e L eyes, a la q u e ala b ab a en frases m etafó ricas como
un m edio d e lo g rar “ la p e rfe c c ió n d e las in s titu c io n e s ... en seguir
la sen d a de la Ilu stració n c o m o ú n ic a fu e n te d e la prosperidad
p ú b lic a ” (citad o en P iccirrilli, 75). P o c o d e sp u é s R iv ad av ia super
v isó la fun d ació n del M u sco P ú b lic o d e B u e n o s A ires dedicado a
“ los h ijo s de la p atria” co m o " c e n tro d e p o s ita rio d e to d o s los obje
to s h istó ric o s y artístic o s, q u e se re la c io n a n c o n lo s conocimicn-
114
tos, o con los hombres célebres nacidos en su suelo” (citado en
piccinilli, 80).
115
de E stado G eorge C anning, y M a n u el Jo s é G arcía, firmaron el
T ratado A nglo-A rgentino d e A m istad , C o m ercio y Navegación,
Sus provisiones principales eran q u e G ra n B retañ a reconocería la
soberanía e independencia arg en tin as (cu estió n delicada dado el
resentim iento inglés p o r h ab er p erd id o sus p ro p ias colonias ame
ricanas), que tanto ingleses com o arg en tin o s v iv ien d o en el otro país
gozarían de los derechos acordados a todos lo s extranjeros, y que los
ciudadanos de am bos países tendrían libre acceso al com ercio del
otro (El Argos, 26 de febrero de 1 8 2 5 ,7 0 -7 1 ). E l T ratado fue “un
intento de crear una relación de m ercado lib re en tre una comunidad
industrial y una productora de m aterias prim as. E n esta relación el
papel del Estado se reducía a garantizar la o p eració n de un meca
nism o de m ercado” (Fem s, 113). E l T ratad o m ostraba asimismo
una ingenua voluntad por parte de los negociadores argentinos de
aceptarla teoría económ ica inglesa com o objetiva y científica, antes
que com o interesada y m otivada p o r el deseo de ganancias. Vale la
pena notar que uno de los pocos intentos exitosos bajo R ivadavia de
erigir barreras aduaneras en la A rgentina fue una prohibición contra
la im portación de cereal votada por la legislatura provincial el 29 de
noviem bre de 1824. La ley fue severam ente condenada en
com o “opuesta a los m ás sanos principios de econom ía y lo que es
m ás agravante, com o contraria al espíritu de todas las leyes e
instituciones que nos h an ... acreditado ex terio rm en te... [y con
seguridad iniciará] la odiosa carrera de los privilegios y las prohi
biciones que no solam ente arruinan, pero desacreditan” (10 de
agosto de 1825,269). A un en m aterias económ icas, los rivadavianos
adherían plenam ente a los m odales eu ro p eo s.1
116
El Tratado Anglo-Argcntino, ¿n apariencia un modelo de
lalsscz-faireeconómico, reilcjaba píosturas poco auspiciosas para
el futuro argentino, y que por supuesto estaban en el polo opuesto
de los sentimientos proteccionistas articulados por Artigas y otros
voceros del interior. El Tratado era, en efecto, un modo de dar ple
na libertad al juego comercial en un estanque donde Gran Bretaña
era, de lejos, el pez más grande; en razón de la irrecusable potencia
económica inglesa, el libre comercio en última instancia significaba
libre reinado de los capitalistas ingleses y sus colaboradores porte
ños, olvidando los intereses del país en su totalidad. Al abolir las
barreras de importación y abrir el país a inversiones extranjeras casi
ilimitadas, los rivadavianos devastaron la industria local, garanti
zaron que la mayoría de los bienes manufacturados a partir de ese
momento fueran importados, y limitaron el futuro económico del
país al de proveedor de bienes agrícolas y materias primas a una
potencia industrial. Además, al acceder a em barcar m ercadería sólo
en barcos ingleses o barcos construidos en la Argentina (un país
entonces con mínima capacidad industrial), la Argentina renunció
a tener nunca su propia industria naviera. De modo que en el T rata
do hay cierta ironía: aunque explícitamente reniega del m ercanti
lismo, asegura que Inglaterra, debido a su superioridad económ ica
sobre todos los posibles competidores, mantendrá una relación
esencialmente m ercantilistacon Buenos Aires. Tal com oloobservó
John Murray Forbes, jefe de la misión norteam ericana en Buenos
Aires entre 1820 y 1831, “la ostensible reciprocidad del Tratado es
una burla cruel de la absoluta falta de recursos en estas provincias,
y un golpe de muerte a sus futuras esperanzas de cualquier tonelaje
marítimo” (Forbes, Once años en Buenos , 345).
Además de sus concom itancias económ icas, el T ratado
Angloargcntino tuvo importantes consecuencias sociales en tanto
concentró efectivamente poder en manos del aliado m ás im portante
de Gran Bretaña: la ya poderosa oligarquía porteña, cuya riqueza
venía de sus tierras y de su capacidad de servir a los intereses
comerciales británicos. Asumiendo sólo el papel de proveedor
abundante de bienes agrícolas, los rivadavianos (a lo m ejor sin
quererlo) se aseguraron de que el poder real no saldría de m anos de
la burguesía terrateniente y comercial, hecho que limitaría seriam ente
el acceso al poder de cualquiera que hubiera nacido hiera de los
círculos privilegiados, y fomentaría el resentim iento de clases, que
ya en el presente siglo ha vuelto al país casi ingobernable.
Otras m edidas de los rivadavianos vincularon m ás aún la
<
117
econom ía argentina a G ran B retaña. Se invitó a participar en i
políticas económ icas a “ asesores” ingleses, dándoles ingerencia?
la contratación de préstam os oficiales, la em isión de moneda yi!
regulación de inversiones y com ercio exteriores. Tales posiciones
de poder fueron usadas, por supuesto, en provecho de Inglaterra, 5
tal punto que desde sus prim eros años la A rgentina se volvió unpa(s
dependiente de préstam os y de capitales, posición que más de una
vez. ha com prom etido la capacidad de la nación de controlar sus
propios asuntos. El ingreso a la A rgentina del poder comercial
inglés y su influencia política consiguiente, durante los años
rivadavianos, fue tan abrum ador que Forbes se quejaba de que los
ingleses eran "una gigantesca influencia extranjera que controlad
gobierno y que puede, a su placer, m antenerlo o derrocarlo”
(Forbes, 352).
Paralela a la refonna económ ica, y quizás m ás devastadora
_ a ú n en sus consecuencias a largo plazo, fue la reform a en la tenen
cia de tierras. En 1824, Rivadavia promulgó una fórm ula basadacn
el principio romano de enfiteusis, por el que una corporación o un
individuo podía requerir tierras públicas del gobierno por un período
de veinte años, pagando una renta anual mínima. A unque pensada
para difundir la riqueza y crear una clase m edia de inmigrantes
granjeros, las tierras fueren a pararen su gran m ayoría a los que ya
. eran ricos (Sebreli, poge,130-134). Hacia 1830, de acuerdo con
A
las políticas distributivas de Rivadavia, quinientos treinta y ocho
individuos o coiporacioncs habían recibido diez m illones de hec
táreas, un prom edio de dieciocho mil cada uno. H ubo un individuo
que recibió cuatrocientas cincuenta mil hectáreas, y otro trescientas
sesenta mil. Aunque la propuesta original era constituir un alquiler
sujeto a revisiones periódicas, estas entregas de tierra hechas bajo
Rivadavia se volvieron propiedad personal m ás adelante, aumen
tando la riqueza de la oligarquía em ergente, a la vez que aseguraba
íiue habría m enos buena tierra disponible para futuros inmigrantes
(llerrin g , A H
istoryof LatinAmerica, 624-625)
distribución de tierras de R ivadavia, em ulada m edio siglo después
por otros gobiernos liberales, concentró en gran m edida la riqueza
en Buenos A ires y sobre el Litoral, donde estaban las mejores
tierras. C om o señala Díaz A lejandro, la naturaleza m ism a parecía
m ilitar contra una distribución equitativa del p o d er y la riqueza en
la A rgentina. A diferencia de los Estados U nidos, donde el descu
brim iento de ricas tierras de cultivo en las G randes Llanuras y en
C alifornia obligaron al N ordeste a industrializarse, las mejores
118
tierras en la Argentina fueron distribuidas primero, asegurando con
ello que las primeras lamillas oligárquicas del país seguirían siendo
las más ricas y poderosas. Décadas después, a m edida que se les
litera arrebatando territorio a los indios, las mismas familias seguirían
adquiriendo míis y más tierra (Díaz Alejandro, Essays on the
Economic History oftheArgentina 35-40,151-159).
En materia política, el gobierno de Rodríguez se dedicó, bajo
inspiración de Rivadavia, a concentrar poder. Desde la revolución
de 1810, el cabildo de Buenos Aires, que en su m ayor parte estaba ,
dominado por los intereses com erciales conservadores de los por
téelos, había sido el principal mecanismo para la formación de
sucesivos gobiernos... y de su disolución cuando tocaban algún
interés vital. O, en palabras de un observador contem poráneo, el
cabildo "promovía, socapa, las revoluciones para revestirse del
poder de hecho” (Iriartc, 111,31). Para evitarese tipo de interferencia,
el gobierno de Rodríguez abolió el cabildo tanto en Buenos Aires
como en Luján. Aunque bien m otivada, la disolución de los cabil
dos fue una luz roja para los oligarcas porteños, para los ya suspica
ces caudillos provinciales, y las masas para quienes el cabildo, en
palabras de Iriarte, “era la autoridad más inm ediata... E ra la cabeza,
el padre, y sus hijos como a tal lo adoraban, lo respetaban, le
tributaban un culto voluntario, una devoción exaltada” (Iriarte, III,
31-32; véase también Scbreli, Apogeo , 135-136). A unque los ca
bildos eran una reliquia de las épocas coloniales, eran de todos
modos cuerpos políticos en funcionamiento, siem pre representati
vos de al menos algún segm ento de la sociedad, y en algunos casos,
comocn la Banda Oriental de Artigas, notablem ente dem ocráticos.
En una mirada retrospectiva, podría haber sido m ás inteligente
tratar de incorporar a los cabildos al nuevo sistem a adm inistrativo,
en lunar de clausurarlos. Pero R ivadavia había visto la verdad en
materia de organización política en Inglaterra y Francia, y esos
modelos europeos no incluían cabildos. En su rem plazo, organizó
una legislatura provincial que m ás tarde incluyó algunos funciona
rios elegidos por voto popular. A unque sus funciones eran controlar
al ejecutivo, esta legislatura en su inicio fue poco m ás que una
sociedad de debates abstractos, con la rutina de sellar los decretos
de Rivadavia.
119
aislamiento de los rivadavianos tanto respecto de los oligarcas
conservadores como de las clases populares. Aunque los sacerdotes
conservadores estaban com prensiblem ente perturbados por la$
corrientes anticlericales en el pensam iento ilustrado, que no podía
sino resonar entre los liberales argentinos, la Iglesia que Rivada-
via trató de reformar no podía considerarse de ningún modo un
bastión del tradicionalismo antirrevolucionario. A lo largo del si
glo xviu las ideas iluministas entraron en la América hispánica
con frecuencia a través del clero, en ocasiones contrariando las
prohibiciones oficiales. Liberales como M oreno se enteraron de la
existencia de Voltaire y Rousseau gracias a los curas en la Univer
sidad Católica de Chuquisaca, y algunos hom bres de iglesia tu
vieron papeles de importancia en la gesta emancipatoria. Bajo
presión de España, el papa Pío VII excomulgó a algunos curas
liberales, pero quedaron los suficientes como para sostener la
presencia liberal en la Iglesia (Frizzi de Longoni, y la
reforma eclesiástica, 10-22,37-39). Rivadavia, que no tenía nada
del jacobino anticlerical, se llevaba bien con el clero liberal. Inclu
yó sacerdotes en todos los niveles de su administración, instituyó
la plegaria en latín en las escuelas, y mandó a sus subordinados a
cesar de “promover prácticas contrarias a la religión” (Carbia,
Revolución, 91-92).
Haciendo a un lado la ideología, los eclesiásticos argentinos
tenían otras razones para apoyar la independencia. Como en casi
todos los sectores de la sociedad colonial, la Iglesia estaba domi
nada por un jerarquía nombrada en España, que confinaba a los
criollos a posiciones menores. Como resultado, veintidós sacerdotes
participaron en el Cabildo Abierto del 25 de M ayo de 1810, cuando
se declaró la independencia argentina, y hubo curas en puestos de
avanzada en la revolución en marcha, apoyando no sólo la inde
pendencia sino también el patronazgo nacional por el que los
nombramientos eclesiásticos deberían hacerse en la Argentina y no
en Roma o en Madrid (Carbia, Revolución, 22-33, 78-81). El
patronazgo nacional perduró en parte porque, bajo presión española,
el Vaticano mantuvo vacante la sede obispal de Buenos Aires entre
1812 y 1830 (Carbia, Revolución, 78-88). La Iglesia argentina de
claró su propia independencia de España, y en cierto modo de Roma
también, al dirigir sus plegarias en favor de la causa nacional, y
ya no colonial (Carbia, Revolución, 54). En la década de 1820 parte
del clero siguió apoyando con vigor las causas liberales; de hecho,
algunos de los aliados más fuertes que tuvo Rivadavia fueron
120
sacerdotes, entre ellos A ntonio Sácnz, el prim er rector de la Uni
versidad de Buenos Aires.
¿Porqué, entonces, R ivadavia term inó teniendo un problem a
tan grave con la Iglesia? La respuesta es relativam ente sim ple: hizo
unprohlcmade la introm isión de la Iglesiaen cuestiones m ateriales,
lo que constituía la debilidad m ás vulnerable y delicada de la Iglesia.
Desde épocas coloniales, el real vigor económ ico de la Iglesia
estaba prim ordialm cnte en m anos de las órdenes m onásticas que
con los años adquirieron enorm es propiedades, desde tierras a
pequeñas fábricas. A dem ás, los servicios sociales (escuelas, hos-
p italcs^ sílo sy o rfan aio s^ ran terreno exelusivode las com unidades
religiosas, que solían com petir entre si por riqueza, prestigio,
influencia y nuevos m iem bros. V inculadas a las órdenes m adres en
Europa, las órdenes argentinas siguieron su propia ley a tal grado
que inclusive el clero no m onástico se alarmó de su independencia.
El poder de las com unidades m onásticas había sido atacado desde
tiempo atrás por los liberales argentinos; en el segundo núm ero de
El Argos de Buenos Aires, por ejem plo, un autor anónim o fantasea
con que algún día viajeros curiosos m irarán las ruinas de los
monasterios com o ‘‘m onum entos de la m udable opinión del hom
bre” (19 de m ayo de 1821, 10). Como la m ayoría de los liberales,
Rivadavia vio tres fallas en la organización social y económ ica de
la Iglesia: incficicncia, anacronism o y petrificación. En su opinión,
la institución social de la Iglesia caía bajo la dirección del Estado
moderno. Sus reformas, entonces, estuvieron dirigidas a los aspectos
socioeconómicos de la Iglesia, y tenían poco o nada que ver con la
doctrina.
Sus prim eras m edidas consistieron en abolir los fueros ecle-^
siásticos, que les perm itían a las órdenes m onásticas tener sus
propias cortes de ju sticia y disponer de una buen ingreso del Estado,
confiscar las propiedades de órdenes que a su parecer estaban
acumulando riqueza sin servir a la sociedad, y centralizar toda la
actividad religiosa bajo un prelado diocesano, com o un m odo de
quebrar los feudos de las órdenes (Frizzi de Longoni, 61-75). Una
de las prim eras com unidades afectadas por la reform a de R ivadavia
fue el Convento de la M erced, de cuyos bienes se decía que “ sólo
eran llamados para suplir el oficio de los párrocos” , sin servir al
público en general {El A rgos, I o de m arzo de 1823, 72). En un
extenso decreto publicado en E l Argel
, obisp
secundó la intención de R ivadavia de ponerlas finanzas de la Iglesia
bajo una dirección única, devolviendo a m onjes y m onjas a sus
121
votos crism ales de m endicidad (8 ik' m areo de 18M, \\
asegurar que las com unidades religiosas viables sobrevivióme
volvetse dem asiado poderosas, Rivadavia decretó asimismo ¿
ninguna com unidad podría tener m enas de dieciséis miombio'J'
mas de treinta, y que los novicios debían tener por lo
veinticinco años. Para dar m ayor libertad a las biricúes monástica,
garantizó pensiones para saeeiriotes que quedaran sin ajvyo rios
órdenes, y organizó un senado clerical consistente de representa
de varias órdenes para asistir al obispo en la administración de U
diócesis (Carbia, Revolución, 105*107)« Por lo demás, fonvtó iiw
titueiones oficiales como la Sociedad de Beneficencia, el Colegia
de Ciencias M ondes v la Universidad de Buenos Aires para ocu
parse de la educación, privando asi a la Iglesia de «su m ejor cornac»
con la juventud, Al poner el control de los asuntos de la lglcsit
primariamente en manos de sacerdotes seculares antes que
monásticos, Rivadavia abrió la puerta para que monjes y monjas
asumieran un papel en la Iglesia fuera de sus órdenes, elección qnc
se dio en Va realidad (Carbia, Revolución, 108* 113).
Aunque ampliamente apoyada por los curas progresistas con»
Antonio Sáeriz, el Deán Funes y Mariano Zavaleta, la refonnt
provoaá una airada reacción entre los conservadoras. Los principales
entre ellos fueron dos franciscanos, Cayetano Rodríguez y Francisco
de Paula Castañeda, que publicaren feroces diatribas contra te
"infieles” rivadavianos (Frizzi de Longoni, 81-87). Tan indignado
estaba Fray Castañeda que compuso varias parodias de las letanías
de la Iglesia para expresar su desaprobación hacia Rivadavia, Por
ejemplo:
122
Creo en Dios padre todopoderoso, creador y conservador de
Bemardino Rivadavia y en Jesucristo redentor de Rivadavia
que está actualmente padeciendo en Buenos Aires muerte y
pasión bajo el poder de Rivadavia. Creo en el Espíritu Santo
cuya luz persigue Rivadavia. Creo en la Comunión de los
Santos de cuya comunión se ha pasado Rivadavia. Creo en el
perdón de los pecados que no tendrá Rivadavia mientras
niegue la resurrección de la Carne y la vida perdurable. Amén.
(Citado en Piccirrillio, 293-294.)2
123
nos (Frizzi de Longoni, 93-112). M anifestaciones encabezadas por
curas cubrieron las calles de Buenos Aires y Luján (El Argos, 22 de
marzo de 1823, 97). En respuesta a los desórdenes, Rivadavia
dirigió una enérgica carta de protesta al obispo en funciones de
Buenos Aires, Mariano Zavaleta, diciendo que “ni la civilización,
ni la religión, ni la patria, ni la moral han tenido un abrigo decoroso
entre los que se denominan los pastores de la tierra; ellos han
tomado del evangelio el nombre, pero han rechazado sus precep
tos”. El obispo Zavaleta apoyó a Rivadavia, como apoyaba “la
reforma de los abusos y habitudes que degradan nuestra religión
santa” (El Argos, 29 de marzo de 1823, 107-109). Por supuesto,
siendo Zavaleta funcionario eclesiástico nombrado por el gobier
no civil y no por el Papa, su apoyo hizo poco para tranquilizar al
clero rebelde. Por lo demás, cuando las noticias de la reforma
eclesiástica llegaron a las provincias, pasaron pocos días antes de
que Juan Facundo Quiroga, caudillo de la distante provincia de La
Rioja, acuñara uno de los lemas más efectivos de la reacción
federalista antiunitaria: Religión o muerte. Las pasiones moviliza
das por la reforma eclesiástica seguirían acumulándose durante
años antes de explotar al Fin en apoyo del gobierno reaccionario de
Juan Manuel de Rosas, el dictador que sucedería unos años después
a Rivadavia.
124
traducir las palabras en políticas, los conservadores, como había
hecho el cabildo de Buenos Aires diez años atrás, empezaron a
complotar contra el gobierno. Con la esperanza de que Rivadavia
pudiera restaurarla confianza en el gobierno unitario, sus partidarios
en la convención lo nombraron presidente de todo el país, acto que
obviamente excedía su autoridad, y contribuyó a irritar al Interior.
Como “presidente”, pareció más urgido por ganar antipatías entre
sus detractores.
Impaciente y doctrinario como siempre, él y su Partido Uni
tario le presentaron a la nación una Constitución nueva que pre
tendía resolver el perpetuo conflicto entre Buenos Aires y la ca
pital provincial, cuyo ingreso sería com partido en igualdad de !
condiciones por todos los argentinos. Aunque la idea era buena,
su plan encontró una salvaje oposición entre los federalistas por
teños, incluidos Juan Manuel de Rosas y sus ricos prim os, los
Anchorcna, que no tenían intención alguna de com partir los in
gresos aduaneros de Buenos Aires. Siguiendo el m odelo de los
Estados Unidos, la nueva Constitución tam bién proveía la for
mación de una legislatura bicameral en la que un cuerpo daría
representación igualitaria a todas las provincias. Pero aquí tam
bién, la oligarquía conservadora no quiso saber nada. Sus prin !
cipios de gobierno eran la autoridad y la subordinación, y no
la tolerancia o el compromiso del sistem a representativo. Pese
a una oposición tan amplia, los unitarios proclam aron la C ons
titución, maniobra arrogante que erosionó m ás aún el apoyo a
Rivadavia. M ientras tanto, éste había puesto en m archa u n con
trovertido plan para atraer inm igrantes europeos a la A rgentina.
Una vez más, la oligarquía se m ostró horrorizada ante la idea
de tener que com partir la tierra con inm igrantes, y de v e r sus
tradiciones católicas am enazadas por la infidelidad de los ex
tranjeros.
El golpe final a la presidencia de R ivadavia vino cuando su
enviado al Brasil, Manuel José G arcía, pasó p o r encim a de todas las
instrucciones y firmó un tratado que le daba al Brasil control
efectivo sobre la Banda Oriental. La noticia del tratado llegó a
Buenos Aires hacia el m om ento en que nueve legislaturas provin
ciales le retiraban oficialm ente su apoyo a R ivadavia. C on la
esperanza de ganar adherentes m ediante una exhibición de patrio
tismo, Rivadavia envió un m ensaje al congreso desaprobando el
tratado de García. Y después, con un toque de m elodram atism o, en
julio de 1827, presentó tam bién su renuncia, pensando que la
125
legislatura n u n ca lo d ejaría ir en un m om ento de crisi
Crisis o no, sus enem igos saltaro n sobre la oportunidad de n S °na1'
de til, y cu a ron ta y ocho de los cin cu en ta legisladores votam
aceptando la renuncia. D espués de varios intentos frustrados^
roeupem rcl poder, R ivadavia term inó em igrando a España, donde
m urió en la pobreza. C ontrovertido hasta en la m uerte, sus seguí,
dorcs lo recordaron com o el m o to r de la fugaz F eliz Experiencia,
m ientras sus detractores no han dejado de vituperarlo como un
hereje antiargentino y europeizante.
L o s h is to ria d o re s a rg e n tin o s e s tá n n e ta m e n te d iv id id o s en su
e v a lu a c ió n d e R iv a d a v ia y lo s riv a d a v ia n o s . L o s historiadores
lib e ra le s, q u e s u e le n to m a r p o s ic io n e s p o rte ría s y e u ro p e ís ta s , ven
a R iv a d a v ia c o m o e l p rim e r a rq u ite c to d e la m o d e r n a socied
a rg e n tin a , h o m b re q u e fracasó só lo p o rq u e s u s id e a s fu e ro n e-
m a sia d o a v a n z a d a s p a ra su tie m p o . E n c o n tra s te , lo s historiadores
n a c io n a lis ta s d e iz q u ie rd a y d e re c h a lo c o n s id e r a n e l primer
vciuicpatria e n g ra n e sca la , c re a d o r d e u n m e c a n is m o elegante
m e d ia n te e l c u a l G ra n B retañ a p o d ía e x p lo ta r a la A r g e n tin a en
n o m b re d el lib re co m ercio . L o s n a c io n a lista s d e d e r e c h a lle g a n a
a c u sa rlo d e tra ic ió n al p asad o esp añ o l y c a tó lic o d e la A rg e n tin a ,
tra ic ió n c o n la q u e co rro m p ió p a ra siem p re la id e n tid a d q u e e l país
p o d n a h a b e r ten id o .
H ay am p lio cam p o tanto para e l e lo g io c o m o p a r a la c o n d e
na. D el lado p o sitiv o , n ad ie m ás q u e R iv a d a v ia s e e n tr e g ó tan
c o m p le ta m e n te al serv icio d e su país. C o m o m ie m b r o d e l P ri
m e r T riu n v ira to q u e g o b ern ó d espués d e la P rim e ra J u n ta , c o
m o d ip lo m ático d e v ario s g o b iern o s e n tre 1814 y 1 8 2 0 , c o m o
m in istro b ajo M a rtín R o d rig u ez, y p o r ú ltim o c o m o p r e s id e n
te, R iv a d a v ia cu m p lió su s funciones c o n e n e rg ía y d e d ic a c ió n .
S u su eñ o d e re c re a r a E u ro p a en el su r d el c o n tin e n te s e v o lv ió
u n a p o d ero sa ficción o rien tad o ra q u e sig u e d a n d o f o r m a a las
esp eran zas d e m u ch o s arg en tin o s. P ero el d e ta lle d e s u s p r o
g ram as m u estra a m en u d o m ás b u en as in te n c io n e s q u e s e n tid o
co m ú n .
¿ Q u é p e n s a r, p o r e je m p lo , d e lo s e s f u e r z o s c u l t u r a l e s
riv ad av ian o s? R ev elaría m u ch a m ezq u in d ad n o a d m ira r la s a s p i
racio n es y e n e rg ía s d e los p o rteñ o s riv ad av ian o s q u e fu n d a ro n
d ia rio s, re v ista s, e sc u e la s, u n iv e rsid a d e s, te a tro s, e s c u e la s d e
d ram atu rg ia, m u seo s, so cied ad es literarias, c o n serv a to rio s d e m ú
sic a , a c a d e m ia s d e cie n cia y ju risp ru d e n c ia , u n a so c ied ad d e b e "
126
neficcncia, pensionados para jóvenes provincianos, y cuanta ins
titución pudieran tom ar de la Alta Cultura europea. Todo esto lo
hicieron en menos de tres años, en una ciudad de cincuenta y cinco
mil habitantes, la mayoría analfabetos, perdida entre las pampas
desiertas por un lado y el Océano Atlántico por el otro. Pero no es
tan mezquino señalar que los rivadavianos en algún sentido eran
actores en una comedia que aspiraba a poco más que a establecer un
repositorio y reproducción de la cultura europea. A diferencia de
Artigas, nunca se pennitieron soñar que su país podía tener un
destino distinto, que podía inclusive superar a Europa. Los
rivadavianos vivieron seducidos por las apariencias, y al parecer
sintieron que recrear París en las pampas era m eram ente cuestión de
decretos c imitaciones. Donde no había sustancia, erigieron una
fachada. Sus sociedades literarias no produjeron buena literatura, y
sus academias de ciencia, salvo los expertos importados, no hicieron
más que copiar. De la época de La Feliz Experiencia no ha quedado
ningún ensayo, poema o pieza teatral de mérito literario que hable
de la Argentina. Los rivadavianos pretendían vivir en un país que no
existía, a la vez que aspiraban a gobernar la Argentina real, a la que
nunca entendieron. La Feliz Experiencia en algún sentido fue
apenas teatro, con el escenario vacío y actores que trataban de
parecer europeos.
Este fracaso de los rivadavianos nació en gran m edida de
su indiferencia condescendiente hacia la cultura popular, casi
toda ella provinciana, que legitimaba en cierta forma a los gau
chos, las clases bajas de sangres mezcladas, los caudillos, los
cabildos y la Iglesia colonial. Nunca se buscaron, y m ucho m e
nos se intentaron, políticas imaginativas para tratar de incorporar
estos grupos sociales e instituciones de facto a sistemas m oder
nos de gobierno. Gauchos y clases bajas fueron plenam ente ig
norados... salvo cuando se necesitaban reclutas para la m ilicia.
Los caudillos fueron denunciados como bárbaros, a los que ha
bría que eliminar, en lugar de reconocerlos como líderes natu
rales a los que habría convenido incluir en alguna especie de
gobierno institucional. Y los cabildos de Luján y Buenos Aires,
organizaciones cuasi democráticas con dos siglos de probada
eficacia, fueron anulados por decreto, sim plem ente porque no ha
bía lugar para ellos en las modernas teorías de gobierno que
consultaban los rivadavianos. Los problemas de Rivadavia con la
Iglesia reflejaron la misma dogmática ingenuidad política; por
deseables que fueran las reformas eclesiásticas en principio, era
127
imprudente no cortejar la buena voluntad de la Iglesia y de las
masas profundamente religiosas. Si Rivadavia hubiera conocido
mejor a su pueblo, habría sido más prudente en el tratamiento del
problema religioso. Es cierto que las reformas religiosas fueron
menos extremadas que los ataques a los caudillos y los cabildos;
de hecho, si los caudillos populistas no se hubieran sentido tan
presionados en otros frentes, las reformas religiosas probable
mente habrían encontrado menos resistencia. Aun así, las ma
niobras de Rivadavia contra instituciones políticas y religiosas
existentes revelaron una y otra vez una fe ingenua en el poder de
la ilustración y poca comprensión de lo que era realmente po
sible en el país que trataba de gobernar. Al escucharse sólo a sí
mismos, los liberales porteños eran tan localistas como los lo
calistas a los que denunciaban. Si los rivadavianos hubieran es
tado más sintonizados con los sentimientos de populistas como
Artigas e Hidalgo, y menos inclinados a im poner sofisticadas
teorías extranjeras, la Feliz Experiencia podría haber sido una
experiencia duradera en lugar de la soñada Edad de Oro en la que
tanto se embelesan los historiadores simpatizantes.
Los problemas causados por las reformas culturales, polí
ticas y eclesiásticas de Rivadavia palidecen, con todo, cuando se
los compara con su insidioso legado en materia económica. La
distribución de tierras bajo Rivadavia, aunque debía ser tempo
raria, concentró inmensas extensiones del m ejor recurso natu
ral de la Argentina en manos de unos pocos, negándole de ese
modo a las futuras generaciones acceso a cualquier poder eco
nómico y político real. Además, al usar el enorm e potencial eco
nómico del país como hipoteca, los rivadavianos contrajeron
la primera gran deuda externa del país, poniéndolo en el camino
de la dependencia crónica del capital extranjero a despecho de
las gigantescas fortunas personales amasadas por la oligarquía
, terrateniente. De hecho, la facilidad con la que García y Riva-
\davia obtuvieron préstamos externos para gastos de gobierno
creó un precedente para que los argentinos ricos evitaran el pago
de impuestos y gastaran sus fortunas en el extranjero y en lujos
estériles, contribuyendo muy poco a la form ación de capital
dentro del país — un esquema que sigue tan vivo hoy como hace
ciento cincuenta años— . La Argentina sigue siendo un país depen
diente en materia de capitales, a la vez que, paradójicamente, es
un gran exportador de capitales. P o r últim o, permitiendo que
Gran Bretaña tuviera acceso sin trabas a todos los aspectos de la
128
economía argentina, del comercio y la inversión a las finanzas y la
política monetaria, los rivadavianos crearon una alianza non sancta
entre la burguesía terrateniente y comerciante porteña y sus socios
ingleses. Aunque hoy Gran Bretaña ha sido remplazada por los
Estados Unidos y Japón, la presencia no controlada de intereses
económ icos extranjeros en la A rgentina sigue m inando el
autogobierno del país.
Con la partida de R ivadavia, el idealism o dem ocrático
doctrinario en la Argentina term inó... al menos por un tiempo. Su
contribución más positiva a la nación fue el sueño de crear un Esta
do europeo en el hemisferio sur, sueño que por unos pocos años
encendió la im aginación de toda una ciudad. El adm irable
memorialista Tomás de Iriarte, contemporáneo y en ocasiones
admirador de Rivadavia, resumió así la contribución de don
Bernardino:
129
Pese a tales críticas, La Feliz Experiencia sobrevive en i
m em oria de los liberales argentinos com o una isladc paz, una<<p0 5
en la que las utopías parecían al alcance de la mano. Como taj*
seguiría siendo el prototipo de las aspiraciones liberales en los afl0¡!
venideros. El lado oscuro de La Feliz E xperiencia fue su legadodc
endeudam iento, concentración de riqueza, exclusivismo, scnt¡.
miento antipopular y dependencia cultural. Estos elementos tam.
bién lim itarían los esfuerzos de los futuros argentinos para construir
una sociedad viable e inclusiva.
130
Capítulo 5
132
amanerados que con sus costumbres de imitación, con su
parodia a la europea, ofendían los hábitos y costumbres
locales... (Los federales) eran criollos netos, con muy pocas
excepciones, apegados a la rutina de la vieja escuela... todo lo
demás olía para ellos a extranjerism o, y esto importaba para
muchos una apostasía de los deberes de la rancia nacionali
dad. (IV, 74-75.)
133
Manuel Moreno como ministro de Gobierno... [a quien] sele
conoce también públicamente por su devoción ala causadelos
ingleses y su gran intimidad con Lord Ponsomby y Mr. Parish
(Forbes, 473-474.)
134
de fraude, por ejem plo un pronunciam iento jurídico o una segunda
elección; en lugar de ello, echaron manos a las armas. Los dos
ejércitos se encontraron en Navarro el 9 de noviembre de 1828,
donde las tropas veteranas de Lavallc no tuvieron problemas en
desbandar a las escasas m ilicias federales, obligando a Dotrego a
huir para salvar su vida. Poco después sería tomado prisionero por
uno de sus propios oficiales, y entregado a Lavallc.
Mientras tanto, Lavallc, en una elección arreglada, pasó a ser
gobernador de la provincia de Buenos Aires, puesto para el que
resultó singularmente inepto. Una de sus primeras maniobras fue
disolver la legislatura provincial, dominada por federales. A con
tinuación, y por tem or a la popularidad de Dorrcgo, cometió uno de
los errores más trágicos de la historia argentina: el 18 de diciembre
de 1828, siguiendo el consejo de sus asesores unitarios, Lavallc -
mandó m atar a Dorrcgo sin juicio previo (Iriartc, IV, 129-131).
Como si no les bastara con derrocar a un gobierno lcgalmentc
constituido e instalar uno fraudulento en su lugar, los unitarios
quedaron manchados por el asesinato político. Además, con la
ejecución de Dorrego perdieron toda credibilidad en su reclamo
de alta moralidad que supuestamente los diferenciaba de los cau
dillos, detalle que no dejó escapar el apologista federal Pedro de
Angelis, que se burla de los unitarios por condenar “el cruel
asesinato del ilustre G obem ardor Dorrego” a la vez que “elogian a
sus asesinos con tanto celo” (citado en Lynch, Argentinc Dictator,
196-197). Tras el asesinato de Dorrego, la ilegalidad y la violen
cia se hicieron características de los unitarios tanto como de los
caudillos “bárbaros”.
Los motivos de los unitarios para prom over la muerte de
Dorrego pueden entenderse sólo en términos de su mala percepción s
del federalismo. Para los unitarios, el federalismo no era un m o
vimiento de oposición con el que había que negociar dentro de un
marco pluralista y dem ocrático. Antes bien, era pura demagogia,
“arbitrariedad popular”, producto de unos pocos individuos
carismáticos que engañaban a las masas ignorantes y obstruían la
Ilustración. Dada esta opinión, los unitarios aparentemente sentían ,
que el federalismo desaparecería sólo si eran eliminados unos po
cos hombres claves como Dorrego. Por supuesto no funcionó,
pero la idea de que el progreso y el gobierno ilustrado saldrían de
la eliminación física de determinadas personas ha sobrevolado la
historia argentina desde M ariano M oreno al presente. La muerte de
Dorrego también acalló las voces más sensatas en el federalismo, y
135
preparó la entrada de los elementos más reaccionarios del partido
vale decir Juan Manuel de Rosas y los Anchorena.
Con la sacudida que produjo la muerte de Dorrcgo, la opo$¡.
ción federalista se congregó alrededor de Rosas, quien, con ^
milicias gauchas y el concurso de las tropas de Estanislao Upo,
de Santa Fe, se preparó para la guerra contra Lavallc. Viendo crecer
la deserción en sus propias tropas y la posibilidad cierta de una
victoria federal, Lavalle decidió pactar una tregua con Rosas y
llamar a nuevas elecciones, de las que salió un gobierno provisio-
nal de tres meses bajo el general Juan José Viamonte. Poco después,
los gritos de venganza proferidos por los partidarios de Dorrcgo
hicieron que el propio Lavalle le perdiera el gusto a la política y
emprendiera una veloz retirada al Uruguay, que estrenaba su
independencia.
Tras la caída de Lavalle, la anarquía volvió a amenazara
Buenos Aires, pero esta vez había un nuevo salvador. En Juan
Manuel de Rosas la provincia de Buenos Aires tenía ahora su propio
caudillo, hombre probado en la batalla, idolatrado por los pobresde
la ciudad y los gauchos del campo, perteneciente a la oligarquía
terrateniente conservadora, y al parecer capaz de restaurar el orden
merced a su vigorosa personalidad. Rosas, un hombre apuesto con
penetrantes ojos celestes, no sólo hipnotizó a Buenos Aires, y con
el tiempo a todo el país; su esencia y significación en la historia
argentina sigue alimentando un debate con frecuencia rispido entre
estudiosos (véase Kroeber, “Rosas and the Revisión of Argentine
History” y Navarro Gerasi, Los n a c io n a lis ta s , 131-145). La legis
latura provincial, con mayoría federal, que había sido disuelta por
Lavalle, fue reconstituida el l 9de diciembre de 1829, y al cabo de
cinco días de debate nombró a Rosas, que entonces tenía apenas
treinta y cinco años de edad, nuevo gobernador. Pero más impor
tante que la elección de Rosas fueron los términos bajo los que se
realizó el nombramiento. Tal como lo propuso su primo, Tomás
Manuel de Anchorena, el oligarca reaccionario por excelencia,
Rosas fue atribuido con fa c u lta d e s e x tra o rd in a ria s , lo que lo hizo
un virtual dictador, con sanción legislativa, para los siguientes tres
años (Lynch, 42-47).
En su primer período como gobernador, Rosas, que no quería
asustar demasiado a sus enemigos, usó con prudencia sus poderes.
Protegió la propiedad, “liberó” más tierras de los indios, fortificó
las defensas contra éstos, mantuvo calma la disputa entre porte
ños y provincianos, y se las arregló para dar al endeudado gobierno
136
la apariencia de cierta responsabilidad fiscal. Salvo los unitarios
inls doctrinarios, todos quedaron conform es, incluidos los ingle
ses. Por supuesto, el orden tenía su precio. Salvo por la distribu-
cidnde tierrasentrc ricos estancieros, que prosiguió, y el increm en
to en el contacto com ercial con los ingleses, Rosas anuló las
rcfonnas rivadavianas; restringió la libertad de prensa, se olvidó
de la educación, apoyó al clero conservador, reforzó el ejército
v acalló a los críticos. Tam bién concretó la tenencia de tierras
comenzada por Rivadavia, convirtiendo tierras arrendadas en
propiedades individuales. Pero, para que nadie pudiera acusarlo de
autoritarismo, el 19 de noviem bre de 1832, la fecha prevista para
hacerlo, devolvió las facultades extraordinarias a la legislatura y
volvió a su estancia. Con un suspiro de alivio, la legislatura aceptó
la renuncia y le agradeció haber devuelto la provincia al “ feliz
estado de vida y tranquilidad bajo la autoridad de las leyes” (citado
en Lynch. 49).
Tras la renuncia de Rosas, el desorden volvió a apoderarse de
Buenos Aires, convenciendo a muchos porteños de que sin Rosas no
había ley ni orden. Al cabo de dos administraciones que fracasaron
en veloz sucesión, la legislatura votó el 27 de junio de 1834 el
segundo nombramiento de Rosas como gobernador. Pero Rosas
rechazó el nombramiento, por no agradarle los térm inos en que
había sido hecho. Por último, tras una considerable presión por
parte de sus principales sostenedores, la burguesía terrateniente,
manifestó que aceptaría el puesto... pero sólo si la legislatura le
concedía “la sum a del poder público". El 7 de marzo de 1835 la
legislatura le otorgó lo que pedía, y Rosas fue gobernador por
segunda vez. Así comenzó la dictadura de Rosas, no p e rla fuerza
o el golpe de Estado, sino por el consentimiento de la legislatura y
la aquiescencia de una sociedad exhausta p e rla guerra y la anarquía
(Lynch, 49). Aunque oficialm ente nunca fue más que gobernador
de la provincia de Buenos Aires. Rosas dominó la política del país
durante los siguientes diecisiete años.
Hasta el momento de su caída en 1852, Rosas conservó el
poder sin necesidad de elecciones. Por supuesto, y por motivos de
relaciones públicas, enviaba rutinariamente, su renuncia al Congreso,
que él había elegido m iembro por miembro; y siguiendo la misma
ratina, la legislatura rechazaba su renuncia y le rogaba que siguiera
siendo gobernador (Lynch, 165-166). Pese a esta falta de eleccio
nes, aun su crítico más acerbo. Domingo Faustino Sanniento,
confiesa: “ En obsequio de la verdad histórica: nunca hubo gobierno
137
m á s p o p u la r, m á s d e se a d o ni m ás so ste n id o p o r la opinión pública”
(S a rm ie n to , F acundo, 130). L a b ase m ás im portante de Ros^
fu e ro n lo s e sta n c ie ro s c o n se rv a d o re s c o m o él m ism o, a quienes
p o c o les im p o rta b a la teo ría p o lítica e n tan to los indios siguiera,-)
c e d ie n d o tie rra s y e l m e rc a d o p a ra lo s cu ero s y las salazones
sig u ie ra fuerte. A este g ru p o R o sa s le sig u ió sien d o leal, aun si debí)
h a c e r sa crific io s p o lítico s. C o m o le e sc rib ió a Felipe Arana, “Creí
im p o rtan te a c o stu m b ra r al p u e b lo a m ira r siem p re con respeto ah
clase alta d el p aís, au n a aq u e llo s c u y a s o p in io n e s difiriesen délas
p rev alecien tes. É ste es el m o tiv o p o r el q u e reservara todos mis
castig o s a lo s in so len tes y re b e ld e s, lo s fu n cio n ario s y caudillos
am biciosos, d e q u ien e s sie m p re h e e sta d o convencido que debían
se r castig ad o s co n se v e rid a d y sin in d u lg e n c ia ” (citado en Lynch,
99-100). A u n así, R o sas ta m b ié n g o zó d el apoyo de los pobres,
sed u cid o s p o r su b ien e la b o ra d o p e rso n a je p o lítico que era a la vez
im perial, p o p u lista y p a te rn a lista . R o sa s p o d ía cabalgar y hablar
com o u n g au ch o , p ero ta m b ié n sa b ía c ó m o afe ctar aires de realeza
(L ynch, 1 0 8 -1 1 1 9 ).E n m á s d e u n se n tid o p resag iab a el estilodeotra
presid en cia p o p u lista: la d e Ju a n D o m in g o y E v a Perón, quien yaen
nuestro sig lo se v estía n c o m o aristó c ra ta s al tiem po que afirmaban
su so lid arid ad c o n lo s p o b res.
D e n in g u n a fo rm a fu e R o sas u n in telectu al; de hecho, su único
punto de o rg u llo ac ad é m ico fu e al p a re c e r su ortografía casi
perfecta. N o o b stan te, fu e c o n sid e ra b le m e n te influido por su edu
cado y reaccio n ario p rim o , T o m á s M a n u e l d e A nchorena (“hombre
de ideas ran cias y a n tiso c ia le s” , s e g ú n Iria rte , IV , 72), versadoenel
p en sam ien to d e E d w ard B u rk e , Jo s e p h d e M aistre, Gaspar Real de
C urbán y o tro s c n tic o s d e la R e v o lu c ió n F ran cesa y la soberanía
p o p u !ar(S eb reli, A pogeo, 7 2 -7 3 ). A u to p ro clam ad o “El Restaurador
de las L e y e s” , R o sas re p re se n tó e n g ra n m e d id a una vuelta a las
p rácticas co lo n iales. E l m is m o R o sa s lo d ijo , en un discurso
rep ro d u cid o c o n fre c u e n c ia , el q u e p ro n u n c ió el 25 de mayo de
1836, en c e le b ra c ió n d e la R e v o lu c ió n d e M ay o : “L a revoluciónse
hizo no p a ra su b le v a m o s c o n tra las au to rid ad es legítimamente
co n stitu id as, sin o p a ra s u p l i r l a fa lta d e la s q u e, acéfala la nación,
habían c a d u c a d o d e h e c h o y d e d e re c h o ” . L le g a a afirm ar que May0
fue en p rim e rlu g a r u n “ a c to h e ro ic o d e le a lta d y fidelidad alanaciój1
espaflolay a su d e sg ra c ia d o m o n a rc a ” y n o “ u n areb elió n disfrazada
co n tra el p rin c ip io d e a u to rid a d m is m o (c ita d o en Gandía, “Estudio
p relim in ar” , 12-13). E n o tra o c a s ió n R o s a s afirm ó que el perfo^
p o strev o lu c io n a rio “ n o fu e u n tie m p o d e c a lm a y tranquilidad com
138
los que precedieron a la R evolución de M ayo” , precisam ente
porque las corrientes antiautoritarias entre los liberales habían
pervertido la naturaleza genuina de M ayo (G andía, 15). E n una
entrevista afum ó sucintam ente: “P ara m í la idea de un feliz gobierno
sería una autocracia paternal” (citado en L ynch, 304). Su am able
visión de la “ autocracia p atern al” contribuyó sin duda alguna a la
restauración de sus plenos privilegios a la Iglesia (R am os M cjía,
Rosas y su tiempo, 200-203). A cam bio de los favores recibidos por
el gobierno de Rosas, el obispo M edrano de B uenos Aires, en una
carta pastoral fechada el 7 de septiem bre de 1837, instruyó a los
sacerdotes de su diócesis a ex h o rtar a los fieles a apoyar al sistem a
federalista “ sin el que seríam os víctim as de las m ás negras pasiones
y veríamos correr la sangre de nuestros m ism os herm anos” (citado
en Mayer, A lberdiy su tiempo, 154-155).
En resumen, aunque R osas gozó de gran popularidad, no fue
en ningún sentido u n verd ad ero populista. L as teorías de inclusión,
proteccionismo y n ativism o enunciadas por A rtigas e H idalgo le
repugnaban tanto com o el liberalism o afrancesado de los unitarios.
Así Rosas reveló la o tra cara, la cara antipopular, del federalism o x
argentino: una noción aristocrática de la autoridad y el privilegio
que podía ocuparse del b ien estar de los pobres sólo p o r un im pulso
paternalista, pero que de n in g u n a m anera incluía a los nacidos en los
estratos bajos com o ciudadanos de iguales derechos en un gobierno
pluralista. La suya fue una restauración de la sociedad jerárq u ica de
los monarcas españoles. O b ien , com o lo d ijo S arm iento, “ R osas no
ha inventado nada; su talen to h a consistido sólo en p lag iar a sus /
antecesores” ( acundo3, 7 ). L o que no vio S arm iento, ni la m ayoría
F
de su generación, fue que R o sas n o era u n caudillo co m o los dem ás.
Mientras que R osas era aristo crático , p atern alista y reaccionario,
otros caudillos, co m o G ü em es y A rtigas, h ab ían sido populistas y
progresistas. A unque au to p ro clam ad o federal, R osas apoyó sólo de
palabra la idea de p ro v in cias federadas en ig u ald ad de condiciones
y auténtica dem ocracia. E n los h ech o s, su rég im en consolidó la
hegemonía de B uenos A ires so b re e l in te rio r m ás q u e cualquiera de
sus antecesores u nitarios. A sí y to d o , su g o b iern o sig u e figurando
en la historia arg en tin a co m o la F ed eració n , au n q u e en la práctica
su modalidad de fed e ralism o d ife ría m arcad am en te del de los
mejores caudillos p ro v in ciales, !
El R osas que v o lv ió al p o d e r en 1835 n o tardó en inm iscuirse
en todos los asp ecto s d e la so cied ad argentina. M eticuloso en la
cuestión de los sím bolos ex terio res del poder, obligó a los ciudadanos
139
a usar la insignia roja de la Federación, y su retrato aparecíaentodr
los lugares públicos, aun en los altares de las iglesias. Se pusieron
a la orden del día complejas ceremonias públicas, despliego^
armados, manifestaciones obligadas, bailes en los que cstatj
proscripto el color azul de los unitarios, y desfiles militares,porq^
“militares, comerciantes, funcionarios y otros deben mostrar %
lealtad a Rosas” (Lynch, 165). Más siniestro fue el uso crecicntcqut
hizo Rosas del terror y la violencia para imponer su voluntad. Uno
de sus primeros actos fue la ejecución sin juicio de tres supuestos
conspiradores, en la plaza del Retiro, el 29 de mayo de 1835. Apartó
de entonces, los enemigos de Rosas, reales e imaginados, fueron
aprisionados, torturados, obligados al exilio, en número cadavez
mayor; el ejecutor de esta persecución era la mazorca, unabandado
espías y matones supervisados personalmente porRosas, yenalgún
sentido un anticipo de lo que en este siglo serían los escuadronesde
la muerte paramilitares (Lynch, 201-246). Se censuraron publica
ciones, y los periódicos porteños se volvieron tediosas apologíasdel
régimen.
A pesar de su atraso y crueldad, el gobierno de Rosas no
careció de logros. La economía creció significativamente enel
período (Scobic, A rgentina, 102-104). Siguiendo la fórmula de
enfiteusis de Rivadavia, se liberó nueva tierra, que por lo general
terminó en manos de los ya ricos estancieros (Lynch, 51-59). Rosas
negoció hábilmente con los acreedores británicos, asegurándosede
que los pagos de la deuda no lo incapacitaran para pagar asus
propios soldados y funcionarios civiles, cuya lealtad necesitaba
(Fems, 218-224). De hecho, Rosas se llevó muy bien con los
ingleses. Como le escribía el agente norteamericano WilliamA
Harris a Daniel Webster en una carta fechada el 20 de septiembre
de 1850:
141
Tucumán, fue protegido por Alejandro Heredia, caudillo deTucu.
mán y aliado de Rosas. En 1834 Heredia le escribió una cana»
Facundo Quiroga, caudillo de La Rioja, que en ese entonces estaba
viviendo en Buenos Aires, pidiéndole que proveyera a Alberdide
fondos para un año de estudios en los Estados Unidos. De acuerdo
a Alberdi, Quiroga accedió y puso los fondos a su disposicióaNo
está claro por qué el viaje no se realizó tal como se lo había planea-
do (Mayer, A lb e rd i, 112-114). Meses después, en febrero de 1835,
Quiroga fue asesinado cuando volvía a Buenos Aires. En marzo de
ese mismo año Rosas fue elegido gobernador y dotado con las
facultades extraordinarias.
No obstante los rumores que implicaban a Rosas en el asesi
nato de Quiroga, el retrato que hace Alberdi del dictador en el
F ra g m e n to es sorpresivamente conciliatorio. Pero llega a esta
posición a través de argumentos que Rosas nunca habna aceptado;
quizás por esta razón el dictador no reclutó a este joven pensador
que podría haber aportado inteligencia y respetabilidad asugobierno
, reaccionario. Admitiendo su deuda con Savigny, Alberdi abre el
F ragm ento diciendo que el derecho es más que “una colecciónde
leyes escritas”. Antes bien, es “la constitución misma de la socie
dad, el orden obligatorio en que se desenvuelven las individualidades
que la constituyen” (Alberdi, O b ra s C om pletas, I, 103-104). En
consecuencia, el único gobierno posible en una sociedad dada debe
surgir de esa sociedad, no de teorías impuestas desde arriba, yaque
“elelementojundicodeunpueblo se desenvuelve en un paralelismo
fatal con el elemento económico, religioso, artístico, filosófico de
ese pueblo” (104). “Conocer pues leyes” , continúa Alberdi, “noes
saberderecho”, porque las leyes no son más que la imagen imperfecta,
/- y frecuentemente desleal, del derecho que vive en la armonía viva
del organismo social (105). A partir de estas premisas, Alberdi
afirma que una nación viable puede formarse sólo en concordancia
con ese derecho orgánico que surge del pueblo mismo. “ Unanacidn
no es una nación”, dice, “sino por la conciencia profunda y reflexiva
de los elementos que la constituyen. Recién entonces es civilizada;;
antes había sido instintiva, espontánea: marchaba sin conocerse, sin |
saber adónde, cómo ni por qué” (111). De ahí se vuelve
específicamente al caso de la Argentina, para proponer: “Depure
mos nuestro espíritu de todo colorpostizo, de todo traje prestado,$
toda parodia, de todo servilismo. Gobernémonos, pensemos, $ j
cribamos y procedamos en todo, no a imitación de pueblo ningún0j
de la tierra, sea cual fuere su rango, sino exclusivamente como^}
142
exige la com binación de las leyes generales del espíritu hum ano,
con las individuales de nuestra condición nacional”. M ás adelante
dice que el éxito de los E stados U nidos provino de su capacidad de
adoptar “desde el principio instituciones propias a las circunstan
cias nonnales de un ser nacional” (112). C om o lo adm ite Alberdi,
sus ideas en este aspecto fueron form adas a partir de la lectura de
Lenninier y Savigny; tam bién podría haber m encionado a Hcgel.
Sin embargo, m e resulta m ás notable la afinidad de su pensam iento
con el de Artigas e H idalgo, quienes, aunque lejos de la altura
intelectual de A lberdi, tam bién postularon ideas de un espíritu
americano o gaucho, un alm a nacional preexistente, que era lo ú ni
co que podía form ar la base d e una nacionalidad viable. C om o
Alberdi, estos prim eros populistas desconfiaban de un apoyo ex
cesivo en m odelos extranjeros.
Usando estas ideas com o punto de partida, Alberdi desarrolla
una sorprendente apología d e R osas. R efiriéndose a la A rgentina de
1837, escribe:
143
mudarse y no deplorar simplemente, porque un caudillo nsf
llamaba en los sistemas teóricos extranjeros. Más aun, allrimuJ
su generación debe apoyar al caudillo, (Icsurrollur lo que hubieraí
Rosas de pecullarmenlo argentino, y en consecuencia esencial ¡¡
desarrollo nacional:
145
i
induam ur arm a lucis : “ A b an d o n em o s las obras de la oscuridad 9i ;
146
francés, sombreros (se usaba el gris, el negro quedaba prohibido),
pantalones de hombres (nada de bolones, por favor) y una breve
composición musical de Alberdi ( , 18 de noviembre de
1837, 1-5). Números subsiguientes incluían poemas originales e
información sobre óperas de Rossini y novelas francesas. Como el
diario unitario El Argos de Buenos Aires unos quince años atrás. La
Moda parece interesada sobre lodo en traer la cultura europea a la
Argentina. Pero, a diferencia del Argos, no contiene comentarios
políticos explícitos salvo por los lemas obligatorios de encomio a
Rosas y la Federación. De hecho, para evitar problemas con el
dictador, La Moda tuvo la precaución de apoyar las políticas del
régimen, por absurdas que fueran. Por ejemplo, en el número del 18
de noviembre de 1837, el decreto de Rosas según el cual todos los
ciudadanos deben usar la insignia roja es justificado, quizás iróni
camente, en los términos siguientes: “Cuando una idea política
adopta un color por emblema suyo, y esta idea se levanta sobre
todas, el color que la simboliza, en manos del espíritu público no
tarda en volverse de m oda... Tal es entre nosotros el color pun
zó, emblema de la idea federativa: es a la vez un color político y un
color de moda” (2 de diciembre de 1837,4). De esta manera los
jóvenes de La Moda afirman que todo lo que se haga en nombre del
"espíritu público" y la idea “ federativa" es también moda. Por
supuesto que no creían semejante cosa, pero mantener una imagen
publica de lealtad, por absurda que fuera, era una exigencia del
momento.
De modo similar, prácticamente cada elemento en La Moda
parece contrapesado en algún nivel por el miedo subyacente de los
autores de ofender al régimen. Típico es un brcve artículo de
Alberdi titulado “Reglas de urbanidad en una visita":
Enseño lo que lie visto, lo que se usa, lo que pasa porltello entre
gentes que pasan por cultas. Para hacer una visita, no es
necesario saber la hora; que la sepan los serenos y los maestros
de escuela. Es más romántico, más el dejarse
andar en brazos de una dulce distracción, y hacer como Byron,
o como M. Fox, si posible es, de la noche día, y del día noche.
Métase V. aunque sea a las dos de la tarde; así se estila en París
y en Londres. (2 de diciembre de 1837, i.)
147
en R osas, quien ya había encarcelado, matado o enviado al cxili
varios de sus am igos. Tam bién podría pensarse que Alberdi csí
imitando sim plem ente los esbozos costumbristas de su
confesado, el español M ariano José de Larra. Pero los artículosd
Larra eran con frecuencia satíricos o de trasfondo político, pescad
toque liviano. Dada la represión de la época, Alberdi podía imitar
la ligereza de Larra, pero poca cosa más. El truco de la frivolidad,
sin em bago, no con ven ció a todo el mundo; uno de los pocos
editoriales de la revista afirma: “Quisiéramos ver convencidas a
muchas personas de que L a M o d a es nada menos que un papel
frívolo y de pasatiem po”. El autor anónimo asegura a los lectores
que “La M o d a no es un plan de hostilidad contra las costumbres
actuales de Buenos Aires, com o han parecido creerlo algunos"(17
de marzo de 1838).
Si la postura pública fue frívola, en privado los miembros de
la A sociación eran tremendamente serios. Entre sus primeros actos
estuvo la redacción de quince “Palabras simbólicas (Asociación,
Progreso, Fraternidad, Igualdad, Libertad, etcétera) seguidas por
explicaciones escritas en un tono altisonante con ecos de las iras
bíblicas: “Los egoístas y malvados tendrán su merecido; el juiciode
la posteridad los espera” (Echeverría, D o g m a , 171). Aunque los
miembros del Salón tomaron precauciones de no ofender a Rosas,
éste no tardó en cerrarlo y en empezar a perseguir a sus miembros,
quienes, después de varios m eses de reuniones clandestinas, huyeron
del país por miedo de sus vidas (Palacios, E s te b a n E cheverría AIS-
477). Hacia 1841, la mayor parte de la Generación del 37 estaba
viviendo en el exilio, ya en Chile, ya en el Uruguay. Aunque
relacionada de nombre con el año 1837, sus obras principales fueron
escritas en el exilio mucho después de ese año.
Antes de seguir analizando sus ideas, debo presentar de modo
más sistemático a los miembros de la Generación, y a sus obras. El
principal entre los organizadores del salón era Esteban Echeverría,
un joven poeta que acababa de volver de Francia, donde se había
empapado de sentimiento romántico y teoría social saint-simoniana
(Ingenieros, L o s in ic ia d o r e s , 113-119; K om , In flu e n c ia s filosófi
ca s, 152-162). Amado com o poeta, Echeverría es conocido también
por dos largos ensayos, D o g m a s o c ia lis t a d e 1 8 3 7 y Ojeada re
tro s p e c tiv a s o b r e e l m o v im ie n to in t e le c t u a l e n e l P la ta desde elaño
3 7 , de 1845, una memoria personal sobre la Generación. También
de fundamental importancia fue Juan Bautista Alberdi, cuyo
F r a g m e n to p r e lim in a r fue estudiado ya. Entre sus muchos escritos,
h
148
el más leído y recordado es B a se s y p u n to s p a r tid a p a r a
organizaciónp o lític a d e la R e p ú b lic a , de 1852, lexlo
íntimamente relacionado con la Generación del 37, pero no nece
sariamente representativo del pensamiento anterior o posterior de
Albenli. Las B a se s sirvieron de fuente de inspiración a la Consti
tución de 1853. Esta constitución, con cambios menores, seguiría
en vigencia hasta ser remplazada por Perón en 1949; tras la caída de
Perón, se reinstituyó una versión enmendada de la Constitución de
1853, que sigue siendo la Ley Suprema de la nación. Otros miembros
significativos del salón literario fueron M iguel Cañé, periodista y
novelista, Vicente Fidel López, novelista ocasional antes de volverse
famoso historiador; y Juan María Gutiérrez, novelista, crítico y
cronista de la generación.
Dos miembros importantes de la Generación de 1837, aun
que no formaron parte del Salón Literario de Buenos Aires, se
acercaron después al grupo originario, cuando todos estaban en el
exilio. El primero fue José M ánnol, novelista y poeta más conoci
do por su novela antirrosista A m a lia , publicada en folletín en 1851,
y en su forma com pleta en 1855 (Ghiano, “Prólogo", xliii-xliv;
Lichtblau, A r g e n tin c N o v e l, 43). Políticamente solitario, fue deste
rrado por Rosas en 1841, pese a los tumores según los cuales era
simpatizante del régimen. Irónicamente, no se llevó mejor con los
gobiernos que sucedieron a Rosas (Ghiano, xiii, xvii). El segundo
miembro de la Generación no asociado con el grupo inicial porteño
fue Dom ingo Faustino Sarmiento, quizás la figura más importante
de su época. Joven pobre en la provincia de San Juan, en su época
un desierto cultural, Sarmiento siguió las actividades del Salón
Literario de tan cerca com o pudo, y hasta intentó organizar un grupo
similar en San Juan. Varios años después, cuando ya todos estuvie
ran en el exilio, Sarmiento estableció contacto personal, aunque a
menudo polém ico, con miembros del para entonces difunto Salón
Literario.
D e toda la generación, fue Sarmiento quien tuvo una carrera
pública más exitosa. Fue en dos m isiones diplomáticas a los Estados
Unidos representando a Chile, su patria de adopción en el exilio.
Tras regresar a la Argentina, fundó docenas de escuelas públicas
cuyo maestros, en su m ayoría mujeres, eran jóvenes recién recibidas
de las escuelas norm ales también fundadas por Sarmiento. En
política, sirvió com o ministro de Educación, embajador en los
Estados U nidos y Presidente de la Nación. Aun así, encontró tiempo
para escribir obras que cuando se reunieron llenaron cincuenta y dos
149
volúm enes. lAtO v\u \ ras com o escritor que tuvo tuda in flu en cia i
dos o Uvs textos que sum en siendo básicos para la wm pnW iS!
U \ ision que turnen los antónim os vio su país. El primero c u t r e í
151
semibárbaros” (Echeverría, Dogma, 83). Como Moreno, Echeverría
podía ser inclusivo en las palabras, pero la suya era una inclusividaj
que no daba lugar a los no educados.
De m odo similar, Alberdi afirma que las disputas estériles
entre unitarios y federales “conduce la opinión pública de aquella
república al abandono de todo sistem a exclusivo”. La nueva Ar
gentina que aspiraban a crear debía tener un “sistema mixto que
abrace y concilie las libertades de cada provincia y las prerrogativas
de toda la nación com o un todo”, libre de “vanas ambiciones porel
poder exclusivo” (Bases, 290). Aunque Alberdi acepta como ge
nuino el choque entre federales y unitarios, sugiere con frecuencia,
como ya hemos visto, que la división m ás básica en la sociedad
argentina pasa entre Buenos Aires y las provincias. Éste es un tema
recurrente en el pensamiento de Alberdi, y, como queda documentado
en capítulos posteriores, constituiría un área importante de des
acuerdo entre él y Sarmiento.
Al explicarlos problemas de la Argentina, el pensamiento de
la Generación del 37 corre entre dos polos. En un extremo está
Sarmiento, apasionado, romántico, impulsivo, y a menudo más
poético que práctico, como lo pone en evidencia el comienzo del
Facundo:
152
Rosas nunca habría podido retener el poder tanto tiempo como lo
hizo. La misión de los hombres del 37 era paradójica. Debían
desacreditar a las masas y la “democracia inorgánica” representada
por el caudillismo, al mismo tiempo que reorganizar la sociedad
argentina en nombre de las masas, y echar los cimientos para la
democracia institucional una vez que las masas estuvieran prepa
radas para ella. En pos de este objetivo paradójico, lanzaron un
persistente ataque contra lo que veían como las bases del poder de
Rosas: la tierra, la tradición española, y la clase humilde y mestiza
consistente de gauchos, criados domésticos y peones.
Respecto de la tierra, los hom bres del 37 veían a las pampas
argentinas como una bestia que era preciso domesticar. En una línea
de ideas influida por De l’Esprit des Lois de Montesquieu, S a r ^
miento vio en la tierra argentina la fuente primordial de los problemas
del país. Escribe que “el mal que aqueja a la República A rgentina/
es la extensión” (Facundo , 11). Es una tierra sobre la que reinan la
muerte y la incertidumbre, donde misteriosas fuerzas eléctricas
excitan la imaginación del hombre y la tierra misma milita contra la
civilización europea. Como los románticos que leía, Sarmiento se
muestra fascinado por los poderes horrendos de las torm entas
eléctricas, cuando “un poder terrible, incontrastable, le ha hecho en
un momento reconcentrarse en sí m ism o, y sentir su nada en medio
de aquella naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez,
en la aterrante m agnificencia de sus obras” ( Facundo , 22). Pero la
de Sarmiento es una fascinación que no produce gozo; en su m irada
la fuerza m isteriosa de las pampas, no tem plada por bosques o
ciudades, es la fuerza de la barbarie. M ás que una madre perdida a
la que volver, la naturaleza debe ser superada si la Argentina y su
gente quiere llegar al estadio de la civilización. Sarm iento se
lamenta una y otra vez de que Buenos Aires, pese a su fachada
europea cuidadosam ente esculpida por los rivadavianos, haya
aceptado la ley bárbara de Rosas porque “el espíritu de la pam pa ha
soplado en ella” (13). Los caudillos, en la m ente de Sarm iento, eran
la encam ación del “espíritu de la pam pa” , y R osas un bárbaro
engendrado en “el fondo de las entrañas” de la tierra (10). La causa
de su generación no fue, entonces, apenas una riña contra un político
en particular, sino un com bate m onum ental que enfrentó a las
fuerzas de la civilización contra los poderes de la barbarie; C ivili
zación o Barbarie son las alternativas que nos ofrece Sarm iento, y
a un grado tal que esos térm inos se vuelven el grito de batalla de toda
la generación.
153
Pero la elección obvia que dicta Sarmiento, de Ja civilización
sobre la barbarie, enmascara una compleja ambivalencia muy
estudiada por investigadores como Noè Jilrik, Beatriz Sartoy
Carlos Alonso. Mientras Sarmiento, el progresista liberal, quiere
erradicar todos los vestigios de “barbarie”, Sarmiento el poeta
romántico encuentra atractivo al gaucho, com o lo muestran sus
hermosos retratos de tipos gauchescos, sus costumbres, sus can-
» dones, su poesía ( F a cu n d o , 21-34). De modo similar se muestra
atraído porla personalidad titánica del caudillo, el héroe primitivo
que desafía y trasciende la ley humana. Aunque innegable enun
nivel literario, esa ambigüedad ha casi desaparecido en la vida
pública de Sarmiento, campo en el que hizo todo lo que estabaasu
alcance por erradicar al gaucho y al indio (por medio del exterminio
si era necesario), por excluir a los que disentían, y forzar enlos
sobrevivientes su visión de la civilización: una Argentina moderna,
europeizada.
La descripción que hace Sarmiento de las tierras como fuen
te de barbarie también marcó y quizás inició una tradición enlas
letras argentinas: una tendencia a atribuir los problemas argen
tinos a causas naturales antes que a errores humanos, concepto con
el que se asegura una defensa contra toda acusación de culpa. La
idea de que el fracaso del país derivaba de una debilidad orgánica
inherente seguiría reconfortando a intelectuales desilusionados
durante generaciones. El determinismo negativo de Sarmiento
encontraría, por ejemplo, un fuerte eco en uno de los libros más
influyentes de este siglo, la R a d io g ra fía de la pam pa de Ezcquicl
Martínez Estrada, publicada en 1933, cuya tesis es que la Argentina,
como una persona enferma con una enfermedad congènita, no
puede evitarci fracaso.
Alberdi se mostró poco paciente con las polaridades
sarmicnlinas, y menos todavía con su obsesión romántica conia
tierra como determinante maligno del espíritu argentino. En una
clara refutación de la famosa dualidad de Sarmiento, Civiliza
ción y Barbarie, Alberdi afirma que la única división real en la
sociedad argentina corre entre “el hombre del litoral”, vale dccirdc
la costa, y el “hombre de la tierra”, o sea el del interior del país,
argumento que destaca su interés principal en las relaciones entre
Buenos Aires y las provincias (Bases, 243). Alberdi también le
discute a Sarmiento la idea de la tierra como fuente de barbarie. "La
patria”, escribe, “no es el suelo. Tenemos suelo hace tres siglos,y
sólo tenemos patria desde 1810”. Al fijar el comienzo dele
154
Argentina con una fecha precisa Alberdi muestra que creía, en ese
momento por lo menos, que la construcción de una nación era
resultado de la voluntad humana antes que de las circunstancias
históricas y materiales, aunque, como veremos más adelante, en
otros contextos suscribía a un punto de vista cuasi historicista,
evolucionista, de la historia, en que las culturas superiores, que no
estaban necesariamente vinculadas a una tierra en particular, ine
vitablemente remplazaban a las inferiores. En la concepción de
Alberdi es mediante ideas Oas palabras correctas), trabajo, esfuerzo
e instituciones que se construyen las naciones modernas, y no
mediante los elusivos procesos de la naturaleza (j , 248). Hasta
Echeverría, el poeta romántico por excelencia, critica a Sarmiento
por su rigidez y manifiesta su deseo de que hubiera pasado más
tiempo formulando “una política para el futuro” en lugar de una
cuestionable explicación del pasado ( , 122). De todos mo
dos están de acuerdo con la receta de Sarmiento para la domestica
ción de la tierra: ferrocarriles, mejores transportes fluviales, nuevos
puertos de mar, propiedad privada de la tierra, e inversión extran
jera.
Este programa para dom esticar la tierra repetía lugares comu
nes del liberalismo económ ico europeo, tal como había hecho
Mariano Moreno en su famosa Representación de los Hacenda
dos tres décadas atrás. Pero Sarmiento va más allá del común
anhelo de prosperidad, y propone ideas capitalistas de laissez-faire.
A su juicio, la propiedad privada era también un paso necesario
hacia la erradicación de la vida nómada de gauchos e indios. De
acuerdo con su idea determ inista de que el ambiente decide el estilo
de vida. Sarmiento m antiene que los gauchos e indios argentinos
se parecen a los beduinos del M edio Oriente, porque en ambas
regiones la distribución de la tierra permitió que la gente viviera de
modos semejantes. Aunque en 1845, cuando escribió Facundo ,
Sarmiento nunca había visto ni las pampas ni el Medio Oriente,
insistió en que la vida en las llanuras argentinas mostraba “cierta
tintura asiática que no deja de ser bien pronunciada” (Facundo,
14). Posteriormente desarrolló esta idea en forma extensa, tras
haber visitado el norte de Á frica y haber observado la cultura de
los beduinos; decidió entonces que Francia, al “civilizar” a los
beduinos, había enfrentado problem as semejantes a los de la Ar
gentina al “civilizar” a los gauchos e indios (Viajes por Europa, Áfri
ca y Estados Unidos, II, 78-103). En resumen, para Sarmiento y
su generación, el desarrollo capitalista no sólo traería prosperi-
155
dad a las pam pas; tam bién term inaría con la “ barbarie" de i0
habitantes naturales de la pam pa.
A dem ás de conccdcrquc la dom inación de la tierraera esencial
p arael progreso, los hom bres del 37 estuvieron en casi total acuerdo
sobre las supuestas deficiencias de E spaña, la m adre cultural. £¡
dram a edípico en el que los hijos argentinos de España tratan de
purgar la influencia española asum e m uchas caras. El sentimiento
antiespañol caracteriza com prensiblem ente m ucho del movimiento
indcpcndcnlista argentino. Pero aun después de hab er obtenido la
libertad política de España, los liberales argentinos siguieron
despreciando a España. Tom ás de Iriartc, p o r ejem plo, el prolífico
m em orialista que observó casi m edio siglo de historia argentina,
escribió no m ucho después de 1820 que el colapso de la confede
ración de 1816 estaba causado por el “estado scmisalvajc" de
“pueblos educados por la España” ( , III, 19). El senti
miento antiespañol se hizo m ás virulento aun entre los hombres del
37, sim bolizado por una notable tendencia, todavía com ún en el
siglo xx, a excluir a España siem pre que se habla de Europa. Euro
pa en la A rgentina llegó a significar el norte de E uropa, la fuente de
la cultura m oderna (no hispánica).
El im pulso detrás de este uso peculiar puede verse con cla
ridad en los hom bres del 37. Echeverría, por ejem plo, afirma que
España dejó en la A rgentina una tradición de “ la abnegación del
derecho de exam en y de elección, es decir, el suicidio de la razón’1
(Dogma, 191). M ás adelante deplora “la rancia ilustración española,
suslibros.susprcocupacioncs.cuantam alascm illadcjóplanladacn
el suelo am ericano” ( jead,121). De m odo sim ilar, Sarmi
O
lam enta que la A rgentina no haya sido co lo n izad a por un país más
“civilizado”, que habría dejado a la A rg en tin a una herencia mejor
que “la Inquisición y el absolutism o h isp a n o ”. Para Sarmiento,
España es “ la hija rezagada de E u ro p a” , un país m aldito y paradóji
co donde los im pulsos d em o crático s son aplastados por déspotas
populares y la religión ilustrada d eb e so m eterse al fanatismo
contrarrcform ista. Para S arm iento, de E sp añ a vien e “ la falta supina
de capacidad política c industrial [de los países hispanoamericanos!
que los tiene inquietos y rev o lv ién d o se sin n orte fijo, sin olaje10
preciso, sin q u e sepan p o rq u é no p u ed en c o n se g u ir un día de repos0;
ni qué m ano en em ig a los ech a y em p u ja e n el torbellino fab*
(Facundo, 2).
Las acusacio n es d e S a n n ic n to c o n tra E spaña quedaron &
forzadas en 1847, cu an d o v isitó p o r p rim e ra vez la Pcn(n-Sl1
156
Ibérica, dos años después de haber terminado Facundo. Con una
arroganciaque sigue asombrando a los lectores modernos, Sarmiento
anuncia que visitó España con el “santo propósito de levantar el
proceso verbal” a España, para “fundar una acusación” que él,
Sarmiento, “como fiscal reconocido”, ya ha hecho “ante el tribunal
de la opinión de América” ( Viajes, II, 8). Como la cultura española
en 1847 estaba en uno de los puntos más bajos de su historia,
Sarmiento no tardó en encontrar mucho material con que confirmar
las acusaciones ya registradas en el Facundo. A su juicio, todo lo
que hubiera habido de grande y noble en España ya estaba muerto.
En el campo intelectual, sólo las traducciones le ofrecían al lector
inteligente algo sustancial, puesto que los escritores españoles se
limitaban a vestir su vacuidad con “tanta frase anticuada, tanto
vocablo vetusto y apolillado”. De modo semejante, sus historiadores
se entregaban rutinariamente al “mal gusto nacional” de violar el
hecho histórico para “darse aires de ser algo” (II, 45-46). Y al nivel
popular, Sarmiento encuentra a los españoles increíblemente ig
norantes del mundo más allá de sus fronteras: “Para el español, no
hay más habitante del mundo que el francés y el inglés. Cree en la
existencia del ruso; el alemán es ya algo problemático; pero eso de
suecos o dinamarqueses son mitos, fábulas, invenciones de los
escritores” (II, 44).
En términos igualmente vividos, Sarmiento se burla del go
bierno español. El general Narváez, gobernante delegado de la
degenerada Isabel II, cuyos adulterios eran la comidilla de toda
Europa, es visto como representante del caudillismo, igual que el
odiado Rosas. Lo que había sido la gloria de España, Sarmiento lo
encuentra simbolizado en El Escorial, el palacio, museo y m onas
terio construido por Felipe II y admirada proeza arquitectónica del
país. Para Sarmiento, el Escorial es “un cadáver fresco, que hiede
e inspira disgusto”, símbolo de un país que, con la muerte de Felipe
lien 1598, también empezó a morir, hundiéndose poco a poco en
la esterilidad del militarismo y el monasticismo (II, 49). Pero, como
en Facundo, aunque el gobierno, la cultura y la vida intelectual
españolas repugnan a Sarmiento, encuentra un placer ambivalente
en sus tradiciones populares y en el espectáculo violento de la
corrida de toros, a la que considera a la vez perversamente atractiva
y simbólica de “un gobierno que corrompe”, que divierte a las masas
abyectas a la vez que da salida a sus peores instintos (II, 25-37). En
una palabra, el viaje de Sarmiento a España no hizo más que
confirmar lo que ya creía: que España era la cuna de la barbarie, una
157
m a d re q u e h a b ía q u e e x p u ls a r y rem p laza r. L a id ea sarmientinart
q u e la h c re n c i a e s p a ñ o la e n la A rg e n tin a es fu e n te d e barbarie ren-
su c r ític a a la tierra; am b o s a rg u m e n to s a p e la n a condición
p re e x is te n te s p a ra e x p lic a r el fracaso . E ste d eterm in ism o im p i^
e s ta m b ié n u n a e x c u sa p a ra ju s tific a r el e rro r h u m an o , ya que(¡
fra c a s o s ie m p re p u e d e c u lp a rse a la b a rb a rie d e la tierra y a |a
in a d e c u a c ió n d e l p a sa d o e s p a ñ o l d e l p aís.
Aunque Alberdi, como Sarmiento y Echeverría, tambiénconde,
na el “cristianismo de gacetas, de exhibición y de parada” de Espa.
ña, y su falta de capacidad industrial {Bases, 236), le agrega al deba,
te una perspectiva diferente sobre los errores de España. Como ha
sido notado, la fe de Alberdi en los resultados positivos de la acción
humana informada lo alejaba de la ingenua creencia historicistade
que el progreso humano surge inevitablemente de todo movimiento
histórico; de todos modos, lo central a su pensamiento es la idea de
que la América española es el resultado de una expansión orgánica
en la que las civilizaciones superiores inevitablemente remplazana
las más débiles. España participó en este proceso histórico natural
conquistando las “primitivas” civilizaciones indígenas e implantando
la cultura europea en la América hispánica. Alberdi sigue diciendo,
sin embargo, que Españadejódeserunaherramientadelanaturalcza
(y en un sentido dejó de ser parte de Europa) cuando trató de cenar
Hispanoamérica a la cultura superior de Francia e Inglaterra, vio
lando de ese modo la ley de la expansión cultural (Bases, 155-158),1
Este prejuicio antiespañol entre intelectuales argentinos nunca fue
seriamente negado hasta el siglo xx, cuando, como lo ha mostrado
Maiysa Navarro Gerassi, autores argentinos como Ricardo Rojas,
Enrique Larreta, Manuel Gálvez y Carlos Ibarguren, trataronde
158
%
vindicar, en lo qbe se volvería el movimiento de la hispanidad, la
herencia e s p a ñ o la d la Argentina (107-128).
Paradójicamente, una gran parte de la corriente antihispánica
entre los intelectuales argentinos del siglo pasado fue inspirada por
el autor español M ariano José de Larra (1809-1837), que escribió
devastadores críticas a la cultura española bajo el seudónimo de “Fí
garo”. Albcrdi adm iraba tanto a Larra que firmó algunos de sus pro
pios artículos en LaM oda con el diminutivo “ Figarillo", explicando
que “Me llamo Figarillo.. . porque soy hijo de Fígaro... soy un
resultado suyo, una imitación suya, de modo que si no hubiese
habido Fígaro tampoco habría Figarillo: yo so y ... la obra póstuma
de Larra” {LaModa, 16 de diciembre de 1837,1). En consonancia
con el entusiasmo de Albcrdi, Sarmiento llamó a Larra “el Cervantes
de la regenerada España” {El Mercurio , 19 de febrero de 1842).
Además del desdén a la herencia española, los hombres del 37
mostraban un acuerdo casi universal respecto de la inadecuación de
los grupos étnicos de la Argentina, sus “ razas” como eran llamadas.
La palabra “raza” durante la m ayor parte del siglo pasado, como lo
señala Nancy Stcpanen su libro TheldeaofRace in Science, se refería
a cualquier grupo étnico, de europeos a españoles, de indios a
gauchos mestizos (170-189). Siguiendo las teorías racistas de su
tiempo, Sarmiento escribe:
159
que el éxito p o lítico de R o sas se d e b e en g ran m edida a un “celo
esp io n aje” fo rm ad a p o r sirv ie n te s n eg ro s de una “ raza salva)!',
in filtrada “ en el seno de c a d a fam ilia d e B uenos Aires” ( 141)
U n m iem b ro jo v e n d e la G e n e ra c ió n , José Mármol, en
n o v ela an tirro sista Am alia, d e 1851, tam b ié n habla del miedo dc
los unitarios p o r sus propios sirv ie n te s, la m ay o ría dc ellos negro?
y m ulatos, quienes en g en eral era n p artid ario s de Rosas. En ^
episodio particularm ente rev elad o r, E d u ard o le aconseja a Amalia
que despida a todos sus sirv ien tes d e B u e n o s A ires pues “ [bajo el
gobierno de Rosas] se les h a ab ierto la p u e rta a las delaciones, y bajo
la sola autoridad de un m iserab le, la fo rtu n a y la vida de una familia
reciben el anatem a de la M a zo rc a” (18). E n u n episodio similar, una
criada delata ante la M azo rca a su e m p le a d o r que está tratando dc
escapar al U ruguay (48).
Sarm iento volvió a una ex p lica ció n racial del fracaso hispano
americano en su últim a obra im p o rtan te, C onflictos y armonías de
las razas en América, un tratado m al o rg a n iz a d o que según algunos
no es más que una recopilación d e n o tas d e u n futuro libro que Sar
miento no llegó a escribir. T erm in a d o e n 1883, cuando Sarmiento
tenía setenta y dos años, C onflictos es u n lib ro melancólico que
Sarmiento m ism o llam ó “ un F acundo en v e jecid o ” (citado en
Bunkley, VidadeSarm iento, 503). E n C onflictos, Sarmiento afuma
que pese a una constitución ilu strad a, u n a dem ocracia aparente,
prosperidad, transporte m oderno, escu elas, academ ias, universida
des, y todos los artefactos del p ro g reso , la sociedad argentina en
1883, aunque m ejor vestida y m ás e d u c a d a q u e bajo Rosas, sigue
plagada por la corrupción, el p erso n alism o y u n desprecio general
por las instituciones. E xplica este fracaso c o m o resultado de la ina
decuación racial. El libro, in ten to am b icio so d e reescribir gran parte
de la historia del m undo bajo u n a p e rsp e c tiv a racial, provee deta
llados análisis del éxito inglés y el fra c a so e sp a ñ o l en la coloniza
ción. En cada caso, S arm iento su g ie re q u e el fracaso de la demo
cracia en H ispanoam érica p u ed e e x p lic a rse só lo tom ando en cuenta
la inadecuación de los pueblos la tin o s, e sp e c ia lm e n te cuando se los
combina con los indios “b árb a ro s” , p a ra g o b e rn a rse a sí mismos. De
acuerdo con Sarm iento, todos lo s ca u d illo s latinoam ericanos a los
que considera “bárbaros” (R o sas, el d o c to r F ra n c ia de Paraguay y
Artigas, por ejem plo) p ro v ien en d e la m e z c la fatal d e sangres latina
e india (OC, X X X V II, 28 4 -3 1 3 ). E n u n o d e sus últim os artículos,
“El constitucionalism o en la A m é ric a del S u r” , p u b licad o en forma
póstuma y quizás pensado co m o c o m ie n z o d e u n segundo volumen
160
de Conflictos, Sarmiento vuelve sobre la incapacidad política de la
raza: “Obsérvese que todo el m undo cristiano está en posesión del
voto efectivo del pueblo para dirigir su gobierno, y que todos
nosotros estamos persuadidos que no tenem os este resorte en
nuestra maquinaria política, p o ru ñ a excepción de la regla; téngase
presente que este mal es general a todos los pueblos de la raza latina
en la América del Sud, lo que hace que después de setenta años no
se haya podido organizar definitivam ente el G obierno” ( ,
XXXVIII, 273). La A rgentina, concluye, está m ejor que otros
países hispanoamericanos porque tiene m ás habitantes blancos. E n
contraste, un país com o E cuador “cuenta un m illón de habitantes
de los cuales sólo cien mil son blancos. Resultado: T res tiranuelos
militares abrazan casi toda su historia” (X X X V III, 282-283).
Todos los hom bres del 37 estaban de acuerdo con Sarm iento
en lo esencial respecto de la raza. M árm ol, con brevedad no
característica en él, define a los partidarios d e Rosas com o “ese
pueblo ignorante por educación, vengativo p o r raza y entusiasta p o r
clima” ( A
m
ali, 44). H asta A lberdi, que por lo general evita las
caricaturas raciales que se encuentran en Sarm iento, lam enta los
orígenes mestizos de la A rgentina. Para Alberdi no hay A m érica
digna del mundo aparte de la europeizada:
161
n u estras m asas populares, por todas las transform aciones del mejor
sistem a de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés”
(252). T am b ién en las Bases A lberdi afirm a que “ utopía es pensar
que p o d am o s rea liza rla república rep resen tativ a... si no alteram os
y m o d ificam o s profundam ente la m asa o p asta de que se com pone
nuestro pueblo hispanoam ericano” (405). C om o se verá en capítulos
posteriores, A lberdi alteró considerablem ente su opinión de las
razas m estizas de la A rgentina; pero com o indicadores de un punto
de v ista generacional, sus palabras se explican por sí mismas. Fue
E cheverría, sin em bargo, quien escribió la declaración más eficaz
de la G eneración sobre la raza, no en un ensayo sino en uno de los
prim eros y m ejores cuentos de la literatura hispanoam ericana, “El
m atadero” , escrito probablem ente en 1838.
E l argum ento de “El m atadero” es sim ple. P o r cau sa de u n a es-
—cascz descame, los partidarios de R osas están em pezando a d u d a r de
la capacidad de su caudillo para proveer a la nación. El anuncio de que
varios toros serán carneados en determ inada fecha atrae en masa al
matadero a las clases inferiores de Buenos Aires. Echeverría describe
con asqueante detalle cómo hom bres sucios y m anchados de sangre
matan y desmembran el ganado; cóm o la gente lucha por diferentes
partes de los animales, incluyendo sesos, testículos y entrañas; y cómo
la muerte accidental de un niño no provoca ninguna com pasión entre
la muchedumbre hambrienta y carnívora. Pero el clím ax de la historia
muestra a un joven culto que casualm ente pasa p o r el matadero sin
llevar puesta la obligatoria insignia rosista. O bviam ente es un unitario,
un símbolo de la Argentina civilizada que R osas había suprimido; la
m uchedumbre lo ataca y lo hace desm ontar. El tum ulto se descontrola;
la turba amenaza con desnudar, azotar y tal vez violar al joven, quien,
antes que sufrir esc escarnio, m uere d e noble furia: “un torrente de
sangro brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven”
(Echeverría, “ El M atadero”, en Obras , 324).
Las ecuaciones obvias del m atadero con la A rg en tin a de Rosas
y de los m atarifes con los esbirros d el rég im en p o d rían ser(tediosas
si el problem a ideológico im plicado n o fu e ra tan peculiar. Al reco
n o cer que R osas seguía en el p o d er en v irtu d d e un am plio apoyo de
las clases bajas, E cheverría no se lim ita a e s c rib ir u n a diatriba más
contra R osas, sino que se p ro p o n e d e sa c re d ita r a las m asas mismas,
quienes, desde su punto d e vista, son la v e rd a d e ra razón del poder
de R osas. E cheverría logra su o b jetiv o d e d ifa m a r a las m asas regis
trando en horrendo detalle su co n d u cta y lla m a n d o repetidam ente la
atención so b re su raza. P o r ejem p lo las “ n e g ra s y j rml atas, achura-
162
cloras, cuya fealdad irasunuibu las arpías (le las líí! silas" O I tAfa
ádcíanlc leemos que "dos africanas llevaban ai l astrando las tu l
flas.de.un animal; allá'’una muíala se alejaba con un ovillo de Hipas
y, resbalando de repente sobre un charco de mingic, r aía a plomo,
cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían ara i
rrucadas en hilera cuatrocientas negras..." (3 17), Iislas referencias
raciales siguen a todo lo largo del texlo. La IiiUmicIóii de Heheveifía
de desacreditar a los resistas se real/,a en vividos retratos de su
conducta bárbara: luchan por los testículos de un loro, usan el
lenguaje más vulgar y blasfem o, atacan cobardemente a un inglés
inocente, y al fin asesinan con brutalidad al joven unitario, Para que
no queden dudas sobre su intención, concluye la historia con estas
palabras: “En aquel tiempo los carniceros degol ladores del Matade
ro eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la Federación
rosina, y no es difícil im aginarse qué Federación saldría de sus
cabezas y cuchillas... por el suceso anterior puede verse a las claras
que el foco de la Federación estaba en el M atadero” (324). Tales son
las palabras de un escritor que en otros contextos habla piadosam en
te de reconciliar federales y unitarios. Por m ás admiración que
pueda inspirar el talento literario de Echeverría, no puede negarse
la intención antipopular que hay detrás de esta historia. Ya que
Rosas retenía el poder con el apoyo de las m asas, criticarlo a él no
era suficiente; las masas m ism as debían ser denigradas y rebajadas.
Pocos documentos en la historia argentina reflejan m ejor la extraña
mezcla de miedo y hostilidad que los argentinos de la clase alta han
sentido hacia sus conciudadanos hum ildes.2
Capítulo 6
165
\
conveniencia de llevar europeos del norte a Ja Argentina. Citar/
a los románticos alemanes, afirm a que “ la raza alemana” estoy/
ricamente migrante, que se inició en la india, p asó al norte ¿
Europa en tiempos romanos, y en el siglo x ix seguía trasladándote
a los Estados Unidos de América; los autores alemanes, t¡cg¿
Sarmiento, habían reconocido “corno hecho inevitablemente
la emigración de sus com patriotas” (Viajes, II, 2 3 2 j. Proponeti;¡
política oficial para atraer alem anes a las playas sudamericana^
para lo cual los gobiernos sudam ericanos deberían subsidiar loí
viajes, la instalación, la com pra de herram ientas, semilla y adquj.
sición de tierra para los recién llegados. Recomienda que se esta-
blczcan centros de información y em igración en A lem an ia, parada-
a conocer esas medidas a gente que de otro modo se iría ¡
Norteamérica (II, 231-236). Un año después, durante su primera
visita a los Estados Unidos, Sarm iento quedó asombrado de que
algunos norteamericanos vieran al inm igrante como “un clemcnio
de barbarie, [porque] sale de las clases menesterosas de Europa,
ignorante de ordinario y siempre no avezado a las prácticas repu
blicanas de la tierra” (Viajes, III, 83). De lodos modos se maravilla
del proceso por el cual los inm igrantes a los Estados Unidos se
asimilan, primero mediante la religión y la educación pública, aúna
cultura que a despecho del influjo de inm igrantes se mantenía,
según él, básicamente puritana.
Alberdi también apoyó la inm igración europea como una
solución segura para los males argentinos. En las Bases escribe:
• * 1'
166
país. Pero para que estos pedazos vivos echen raíces, Alherdí Insiste
cuque sean plantados en un am biente nutricio, lo que significa que
la Argentina debo cam biar sus leyes sobre adquisición de tierra,
derechos civiles y religión. '
De estos elem entos, la religión era potenclalm entc el inris
explosivo. Recordando los problem as que había tenido k iv ad av ía
con la jerarquía católica, los hom bres del 37 extrem aron sus
precauciones en la cuestión religiosa: afirm aban su fe en Dios a la
vez que prom ovían la libertad de culto y la educación secular com o
religión “ilustrada” . En las “P alabras S im b ó licas" de la Asociación
de Mayo, Echeverría, con referencias frecuentes a las E sc ritu ra s'
cristianas, defiende “ la religión n atu ral” (el im pulso prim ordial de
la humanidad de creer en un p o d er m ás alto) y la “ religión po sitiv a”
(la religión basada en los hechos históricos). A finnn adem ás que “ la
mejor de las religiones positivas es el cristianism o, porque no es
otra cosaque la revelación de los instintos m orales de laliu m an id ad .
El Evangelio es la ley de D ios porque es la ley m oral de la co n cicn cia
y de la razón” (Dogma, 175). C ritica a los curas rosistas p o r hab erse
vuelto “dóciles y útilísim os instrum entos de tiranía y retro ceso ” , y
espera que en el futuro el clero "co m p ren d iese su m isión |y ] se
dejase de política” (Ojeada, 99-100).
La educación religiosa era un p roblem a p articu larm en te e s
pinoso. Albcrdi, de todos m odos, no ahorra críticas al papel del clero
en la educación: “ Que el clero se ed u q u e a sí m ism o, p ero no se
encargue de form ar nuestros abogados y estad istas, n u estro s n e
gociantes, m arinos y guerreros. ¿P o d rá el clero d ar a n u estra
juventud los instintos m ercantiles c in d u striales que deben d istin
guir al hombre de Sud A m érica? ¿S ac ar d e sus m anos esa fiebre de
actividad y de em presaque lo haga ser el yankcc hispanoam ericano?”
Más aún, Albcrdi siente no sólo que el clero d eb ería ab an d o n ar las
aulas, sino ta m b ié n q u c la c d u c a c ió n h u m a n ís tic a .q u c a s u ju ic io c ra
un rezago del escolasticism o cató lico , d e b e ría ser rem p lazad a con
estudios prácticos en física c in g en iería, y q u e “el inglés, com o
idioma de la libertad, de la in d u stria y el o rd e n ” , d eb ería rem p lazar
al latín. “ ¿Cómo recibir” , p reg u n ta, “el ejem plo y la acción civ ili
zadora de la raza anglosajona sin la p o sesió n general de su len g u a ?”
(Bases, 234-235). Sin estas refo rm as que p red ica, las escu elas y
universidades argentinas seg u irán siendo n a d a m ás que “ fábricas
de charlatanismo, d e o cio sid ad , de d em ag o g ia y de p resu n ció n
titulada” (233).
Pero ninguno de los h o m b res del 37 quería term in ar con la
167
religión e n la A rgentina. E c h e v e rría critica a los intelectual
arg en tin o s, lo s riv ad av ian o s en p articu lar, p o r su indiferencia
m ás bien h o stilid a d , h a c ia la religión. “ E n n u estra orgullosa sur°
ciencia, h em o s d esech ad o el m ó v il m ás p o d ero so para moralizar'
civ ilizar n u estras m a s a s ... si le q u itáis [al pueblo] la religión, ¿ J |
le d e já is? ... ¿Q ué autoridad ten d rá la m o ral ante sus ojos sin el sei|0
divino de la san ció n re lig io s o ...? ” ( O jeada , 97). M ás puntilloso
A lberdi escribe:
168
argentina resistió a tales ataques a sus prerrogativas, un twj in íu l
respecto a l a educación religiosa. L a Iglesia perdió m u d áis ew a
ramuzas con los reform istas del 37 y sus vastagos inlcleeliiíilits, (><■//;
siguió siendo una fuerza activ a en la sociedad argeiillmi, in y afia
blemente del lado de la tradición. A u n hoy, los jerarcas d u la InUwu
argentina son los m ás conservadores, p o r no d ecir reaccionarios,
toda América latina.
Los h o m b res d e l 3 7 c o m p r e n d ie r o n q u e su s p la n e s
inmigratorios, esquem as económ icos y prescripciones de libertad
religiosa estaban teñidas de utopism o y no daban la clave de q u é
hacer mientras tanto. D ada la posición tom ada por la G eneración
respecto de sus conciudadanos, la cuestión era saber qué clase d e
gobierno podía llenar el vacío h asta que, en palabras de E cheverría,
“el pueblo fuese por fin pueblo” ( O,106).
El sufragio universal y el gobierno num éricam ente represen
tativo estaba fuera de cuestión. R ecordando la popularidad de R osas
y los interminables litigios electorales entre B uenos A ires y las
provincias, Echeverría escribe: “E l sufragio universal dio d e s í
cuanto pudo dan el suicidio d el pueblo p o r sí m ism o, la legitim ación
del Despotismo” (Ojeada , 104). A ntes que p erm itir a todo el p u eb lo
acceso inmediato al gobierno, recom ienda co m en zar por “u n punto
de arranque que nos llevase p o r u n a serie de progresos graduales a
la perfección de la institución dem ocrática” (106). P ara lo g rar este
objetivo, el poder real debe ser dejado ante todo en m anos d e u n a
elite natural, una jerarquía natural, “ la única que debe e x istir...
aquella que trae su origen d e la naturaleza” y que consiste en “ la
inteligencia,la virtud,lacapacidad.elm érito probado"
Echeverría argum enta lo siguiente:
170
a s e a personal en la historia, tem a popularizado por Hegcl y
después retom ado por hom bres tan diversos com o Bcethovcn,
Seealhal, W asn er v A roold. Pero el héroe de H esel es nuiv dife-
^ r- «a» W %r
171
d e s c rip c ió n q u e h a c e S arm ien to d el cau d illo . E n realidad, en ^
g ú n a sp e c to S arm ien to q u iso e m u la r al cau d illo que tanto odiaK
P o r e je m p lo , co n d e n a al cau d illism o c o m o un gobierno “sin f0j
m a s y sin d e b a te ” : n inguna d escrip ció n m ejo r del estilo de $Jt'
m ie n to escrito r. En lu g ar de u sar arg u m en tacio n es cuidadosamente
c o n stru id a s, basadas en pruebas v e rific a b le s, Sarm iento recurre»
la d ec lam ació n apasionada b asad a en la so la prueba d e su auto,
rid ad personal y de sus co n o cim ien to s. E n u n a palabra, escribe por
d ecreto , m otivo p o r el cual A lb erd i lo lla m ó -“ caudillo de la pin.
m a” (citado en B unkley, 356). E n lo s m ejo res libros de Sarmien.
to (i Recuerdos de p r o v i n c i a ,V ida de e
declam atorio está felizm ente au sen te. P e ro , pese a la fascina
ción rom ántica d e S arm iento co n el ca u d illo titán, pasó su vida
condenando al caudillism o. E l cau d illo p a ra Sarm iento es la en
cam ació n del m al que debe se r e x o rc iz a d o si la Argentina quiere
civilizarse.
C om o S arm iento, A lb erd i reco n o cía q u e el caudillo era un
elem ento nativo de la A rgentina. C o m o v im o s en su Fragmento
Preliminar, en el com ienzo A lb erd i se m o stró interesado en usar a
R osas com o u n escaló n h acia u n a re p ú b lic a m oderna. N o tardó en
.. perder las esperanzas en R o sas, p e ro no abandonó su creencia de
que la figura recu rren te d el ca u d illo e ra p ru e b a visible de un hecho
de la vida p ecu liarm en te arg en tin o : la n ecesid ad de un ejecutivo
„ fuerte. E sta n ecesid ad , seg ú n A lb erd i, ex p lica b a los intentos de
varios argentinos d istin g u id o s d e las g en e rac io n e s anteriores, in
cluyendo al general Jo sé de S an M artín , p o r estab lecer una monarquía
com o el m o d o m ás eficaz d e d a rle al p aís la estabilidad necesaria
para su su p erv iv en cia. “ D ad al e je c u tiv o to d o el poder posible”,
escribió A lberdi. “P ero d ád selo p o r m e d io d e u n a constitución. Este
desarrollo del p o d e r e je c u tiv o c o n s titu y e la necesidad dominante
del derecho co n stitu c io n a l d e n u e s tro s d ía s e n Sudamérica. Los
ensayos de m o n arq u ía, lo s a rra n q u e s d irig id o s a confiarlos destinos
públicos a la d ictad u ra, so n la m e jo r p ru e b a d e la necesidad que
señalam os” (Bases, 3 5 2 ) . C ita co n a p ro b a c ió n a Sim ón Bolívar:
“L os nuevos estad o s d e la A m é ric a a n te s esp añ o la, necesitan re
yes co n el n o m b re d e p re s id e n te s ” ( 2 2 9 ) . P o r cau sa de esta prefe
rencia de A lb erd i p o r u n e je c u tiv o fu e rte , la C onstitución de 1853,
que en lo fu n d a m e n ta l sig u e a la d e lo s E sta d o s U nidos, se diferen
cia de ésta e n u n p u n to d e im p o rta n c ia : e l ejecu tiv o puede “ inter
v en ir” en casi c u a lq u ie r asp e c to d e la v id a a rg e n tin a que a su juicio
am enace la in teg rid ad d e la N a c ió n . E s te p o d e r de “intervenir” ha
172
sido usado, a menudo con interesada arbitrariedad, p ara todo, d e sd e
anular los resultados de elecciones provinciales h asta c la u su ra r
universidades.1
Domesticar al caudillismo m ediante un ejecutivo fu erte n o fu e
la única receta de la Generación del 37 para los m ales d e la n a cidra
También dedicaron considerable atención a d efin ir u n a p o lític a
económica para la Argentina con la que soñaban. E l p rin cip al e n
este sentido fue Alberdi, que había leído bien a los eco n o m istas d e
su tiempo partidarios del laissez-faire . P reparándose p a ra la o la
inmigratoria que esperaba atraer, escribe que “L os g ran d es m e d io s
de introducir Europa en... nuestro continente en escala y p ro p o r
ciones bastante poderosas para obrar u n cam bio p o rten to so e n
pocos años, son el ferrocarril, la libre navegación in te rio r y la
libertad comercial. Europa viene a estas lejanas regiones e n alas d e l
comercio y de la industria, y busca la riqueza en nuestro co n tin en te.
La riqueza, como la población, como la cultura, es im posible d ó rale
los medios de comunicación son difíciles, pequeños y co sto so s”
{Bases, 261). Pero, entre tanto, la Argentina era u n p aís su b d e sa -
174
navegación fluvial y a los puertos. Con capital extemo, con
inmigrantes extranjeros, todo es posible. “Abrid las puertas de par
en par”, escribió Albcrdi, “a la entrada majestuosa del mundo”
(Bases, 272).
naciones acreedoras a extrem os que com prom eten su soberanía. Los ferrocarriles
en realidad fueron construidos con capital inglés y siguieron en manos inglesas
hasta que Perón los nacionalizó en 1948, a un precio innecesariamente alto. Los
ferrocarriles ingleses, aunque m odernos y eficientes para su época, fueron sin
embargo un beneficio a m edias. A dem ás de disponer de impunidad para fijar
tarifas y precios, abusos com o los que dieron mala fama a los Robber Barons en
los Estados Unidos, los ingleses trazaron las líneas férreas primordialmente para
llevar mercaderías del interior a los exportadores (que también eran mayoritariamente
ingleses) en Buenos Aires, antes que para desarrollar mercados intem os en la
Argentina. D e este m odo, el sistem a, en m anos inglesas y libre de toda regulación,
hizo más por afirmar la dom inación porteña de la econom ía que cualquier
localismo de los porteños m ism os. M ediante astutas prácticas de contratación y un /
soborno bien colocado de v ez en cuando, los propietarios ingleses y sus socios
argentinos lograron frenar todo intento de reformar el sistema. La cuestión de la
dependencia económ ica provocada por los préstamos y las inversiones externas
siguió vigente durante décadas, y se caldeó en la década de 1930 con la publicación
de Rodolfo Irazusta y Julio Ivazvisla La Argentina y el imperialismo británico: Los
eslabones de una cadena , 1806-1833 , y la de Raúl Scalabrini Ortiz Historia de los
ferrocarriles argentinos. Aunque inicialm cntc relacionados con estrategias polí
ticas nacionalistas, am bos libros son ahora clásicos tanto para la derecha com o para
la izquierda antiimperialista.
175
e v ita rla . A lb e rd i, p o r e je m p lo , e n c ie rto p u n to afirma con
se rie d a d q u e “ e l in g lé s e s e l m á s p e rfe c to d e lo s hom bres”, y qUej *
E s ta d o s U n id o s s o n “ e l m o d e lo d e l u n iv e rs o ” (Bases, 271-27^
E c h e v e rría p ro c la m a q u e “ E u ro p a e s el c e n tro d e la civilización/
lo s sig lo s y d e l p ro g re s o h u m a n ita rio ” (D ogm a, 169). Y enFacur^
S a rm ie n to ju s tif ic a su s o p in io n e s y o b se rv a c io n e s con una ape¿
c ió n c o n tin u a a e s a a u to rid a d lla m a d a E u ro p a , sitio que en &
m o m e n to s ó lo c o n o c ía p o r lib ro s . C o m o J o s é A rcadio Buendíaen
C ien A ñ o s d e S o le d a d d e G a rc ía M á rq u e z , lo s hom bres del 37 jj
p a re c e r c re ía n q u e la c iv iliz a c ió n y la c u ltu ra d eb ían ser importadas
d e l n o rte y a q u e lo s p u e b lo s y tra d ic io n e s autóctonas (española,
in d ia y a fric a n a ) e ra n e n e m ig o s d e l “ p ro g re s o ” . E n cierto sentido,
e n to n c e s, la G e n e ra c ió n d e l 3 7 se lim itó a refo rm u lar lo que había
sid o e l o b je tiv o g e n e ra l d e su s a n c e s tro s e sp a ñ o le s que conquistaron
y c o lo n iz a ro n la A rg e n tin a e n e l p r im e r m o m e n to : extender Europa
E sa E u ro p a d e lo s h o m b re s d e l 3 7 e s ta b a c o m p u e sta de las potencias
industriales: F ran cia, A le m a n ia e ln g la te n ra , an tes que délacontrane-
fo rm ista E sp a ñ a , y eso e s ta b le c e u n a d ife re n c ia significativa: pero
el im p u lso b á sic o p o r im p o n e r u n a v is ió n p a rtic u la r de Europasobre
lo s p á ra m o s a m e ric a n o s es a lg o e n q u e c o in c id e n tanto la conquista
esp a ñ o la c o m o la G e n e ra c ió n d e l 3 7 .
L o s p e n s a d o re s n a c io n a lis ta s d e n u e s tro siglo, hombres como
A rtu ro Ja u re tc h e , h a n su g e rid o q u e e l o b je tiv o d e recrear Europafue
in d e b id a m e n te m o d e s to , q u e m u tiló la e n e rg ía creativa que la
A rg e n tin a n e c e s ita b a p a ra e s ta b le c e r u n a n a c ió n vigorosa y sobe
ra n a (Ja u re tc h e , E l m ed io p e lo , 8 1 -1 0 1 ). P a ra se r justos conlos
h o m b res d el 37, d e b e se ñ a la rse q u e , al m e n o s e n teoría, desaprobaron
la im ita c ió n s e rv il d e E u ro p a y lo s E s ta d o s U n id o s, de la que los
a c u sa n lo s n a c io n a lis ta s a c tu a le s , ta n to e n s í m ism o s como en sos
a n te p a sa d o s u n ita rio s . P o r e je m p lo E c h e v e rría , en su poem a “0
re g re so ”, c o m p u e sto e n 1 8 3 0 , p o c o d e s p u é s d e su regreso ah
A rg e n tin a d e E u ro p a , e s c rib e :
C o n fu so , p o r tu v a s ta s u p e rfic ie
E u ro p a d e g ra d a d a , y o n o h e v is to
M á s q u e fa u s to y m o lic ie
Y p o c o q u e e l e s p íritu s u b lim e ;
A l lu jo y lo s p la c e re s
E n c u b rie n d o c o n ro sa s,
L as m a rc a s o p ro b io s a s ,
D el h ie rro v il q u e a tu p r o g e n ie o p rim e .
176
Más adelante elogia a los insurgentes argentinos de 1810,
quienes “Con rara osadía / el fanatism o y la opresión h o llaro n ” ,
liberando así a un hem isferio entero de un “ largo y degradante
cautiverio” (OC, 736-737).
Sarm iento m ostró parecida am bivalencia hacia E uropa y los
Estados U nidos durante su prim er viaje m ás allá de las fronteras de
la Argentina y Chile. Francia fue su m ayor desilusión. Al lleg ar a Le
Hav re en 1846, un año después de term in ar Facundo, lo escandalizó
la codicia de los franceses pobres: “ ¡Ah, la Europa! T riste m ezcla
de grandeza y de abyección, de saber y de em b ru tecim ien to , a la vez
sublime y sucio receptáculo de todo lo que al hom bre eleva o lo tiene
degradado, reyes y lacayos, m onum entos y lazaretos, o p u len cia y
vida salvaje” ( Viajes , I, 146). H orrorizado p o r la incficicncia y la
mezquina corrupción de los burócratas franceses, se rcíicrc a ellos
en una ocasión com o “ anim ales en dos p ies” (1 ,176). E sp ecialm en te
irritante era la ignorancia y el desinterés que los políticos fran ceses
mostraban hacia A m érica latina (I, 173-175). Una tarde en la
Cámara de D iputados francesa bastó para convencerlo de que el
gobierno era poco m ás que una “ turba de có m p lices” y lo estim u ló
a escribir una tonncnlosa, y hoy divertida, lista de reco m en d acio n es
mediante la cual Francia podría redim irse (I, 180-188). A u n q u e
nunca dejó de adm irar a F rancia com o cap ital cultural d el m u n d o ,
dejó el país convencido de que la A rgen tin a d eb ía b u scar sus
modelos en otra parte. Italia, com o F rancia, lo cau tiv ó con su b elleza
y su sentim iento del pasado, pero tam poco en co n tró m u ch o en los
italianos o en la Italia co n tem p o rán ea que p u d iera c o n trib u ir a la
construcción de la nueva A rgentina.
Suiza y A lem ania fueron otra cosa. E scribe: “ T raíam e triste y
desencantado hasta e n tra re n S uiza el rep u g n an te esp ectácu lo d e la
miseria y atraso de la gran m ay o ría de las nacio n es. En E sp añ a h ab ía
visto en am bas C astillas y la M ancha, u n p u eb lo feroz, an d rajo so y
endurecido en la ignorancia y la o cio sid ad : lo s árabes en Á frica, m e
habrían tom ado fanático h asta el ex term in io ; y lo s italian o s en
Nápolcs m ostrád o m c el ú ltim o grado a q u e p u ed e d e sc e n d e r la
dignidad hum ana bajo d e cero. ¡Q ué im p o rta n lo s m o n u m e n to s d el
genio en Italia, si al ap artar d e ello s los o jo s que lo s co n tem p lan ,
caen sobre el p ueblo m en d ig o que tien d e la m a n o ... L a S u iza,
empero, m e ha reh ab ilitad o p ara el a m o r y el resp eto d el p u eb lo ,
bendiciendo en ella, aunque h u m ild e y p o b re, la rep ú b lica q u e tan to
sabe en n o b lecer al h o m b re” (II, 2 2 0 -2 2 1 ). E n A lem an ia en c o n tró
m ás todavía que alabar, em p e zan d o co n el siste m a d e e d u c a c ió n
177
publica prusiano que, en su opinión, había alcanzado “el bello
,(«ü
que pretenden realizar otros pueblos” (II, 227). M ás adelante,.
178
los ríos, el Ubre com ercio, m ejores escuelas, inm igración, gobierno
institucional, y todo lo dem ás. Pero Argirópolis tam bién afirm a que
la Argentina está destinada a ser los E stados U nidos de Sudam érica,
y debería incluir a U ruguay y P a ra g u a y ... siendo ésta una idea que
ha llevado a no pocas guerras (OC, X III, 31-37). Sostiene que la
ciudad capital, com o W ashington D C , debería alejarse de Buenos
Aires, hacia un sitio m ás central del territorio. Sarm iento eligió la
Martín García, una dim inuta isla infestada de m osquitos ubicada en
el punto donde confluyen los ríos P araná y U ruguay. Sarm iento
nunca había estado allí, pero com o M artín G arcía estaba cerca del
centro geográfico de su país im aginario, le pareció bien al verla en
el mapa. Una vez m ás, esta propuesta queda ju stificad a m ediante
constantes referencias a los Estados U nidos 42-53). Argirópolis,
en palabras de B unklcy, es “ típica del pensam iento de Sarm iento.
Se trata de un plan concebido del principio al fin en abstracto. Un
proyecto intelectual, m uy alejado de la realid ad ” (322). Argirópolis
también m uestra hasta qué punto S arm iento creía que el destino m ás
exaltado de la A rgentina era volverse una im agen de los E stados
Unidos al otro extrem o del hem isferio.
Fue así que, aunque E cheverría, A lbcrdi y Sarm iento encon
traron mucho que criticar en E u ro p a y los E stados U nidos, cuando
llegó el m om ento de d ar sustancia a sus d eclaraciones de inde
pendencia de la cultura europea y n o rteam ericana, ninguno de los
hombres del 37 reconoció gran cosa en la A rg en tin a que pudiera
definirse com o positivo y único. D e hecho, lo que era p ecu liar de
América, glorificado en el am ericanism o d e A rtig as e H idalgo, era
para ellos un obstáculo al progreso. T am p o co avizoraron ninguna
misión especial o potencial p ecu liar para su país; b astab a con
transplantar E uropa e im itar a los E stados U n id o s. E n co n secu en
cia, no puede sorprender que al p en sar u n a estru ctu ra p ara su
nueva Argentina, n o pu d ieran salir de los m odelos ex t' anjeros y
crear instituciones propias para el país. E n tre lo s hom bres del 37
y sus descendientes culturales, com o sucedió co n sus antece
sores morenistas y rivadavianos, la im itació n d e la cultura euro
pea y norteam ericana siguió siendo sello d e refinam iento. A ntes
que forjar una nueva identidad lib re de g uías europeas, la G en e
ración del 37 y su progenie intelectual en gran m ed id a sustituyó
una tutela cultural p o r otra; lo que había hecho E sp añ a ahora lo
hacían Francia, Inglaterra y los E stados U nidos. P o r lo dem ás, las
letras argentinas en su corriente p rin cip al seg u irían adorando a
Europa hasta el presente. E n n ingún tram o d el pensam iento argen-
179
nnocam Abroada The Prince and thc ' P a u n e r v A c T ^
Ycaúce jn King A rthuP s Court. P ara M ark TVam,
pa sonaba a pretencioso. P añi los argentinos educados, so n j'
180
ARvati llega a elogiar a Rosas por unificar el país, “un mal y
un remedio a la vez", y sugiero que un dictador así podría ayudar a
otros Estados sudamericanos en su evolución retrasada. Pero se
apresura a agregar que la grandeva de Rosas, por matizada que sea,
ooes suya propia, sino de la Argentina, “que desde los primeros días
de este sigilo nunca dejo de hacerse espectable, por sus hombres y
por sus hechos" (Ut, ^7o). Allvixli matiza también su elogio de la
Argentina atribuyendo su grandeza a su ¡w le r de imitación: "C o
mo la mas próxima a la Europa (la Argentina) recibió nuis pronto el
influjo de sus ideas progtesivas... (es el) futuro para los Estados
menos vecinos del m anantial transatlántico de los progresos am e
ricanos. lo que constituía el pasado de los Estados del Plata" (III,
2 .v \ En este sentido, la Argentina buscó ser una guía para América
latina, pero no como fuerza destinada a cam biar el mundo, descartar
los viejos métodos euaipeos y crear una nueva Jcrusalén en la que
todos los pueblos buscarían luz y saber. No. Alberdi en 1847, como
los rivadavianos, cree que A m érica latina debe seguirá la Argentina
porque la Argentina es una buena imitación.
En la confesada intención de la Generación del 37 de im itar y
recrear modelos extranjeros, hay una profunda ironía, pues sus
escritos constituyen un notable testimonio de la creatividad am en-
tina (y latinoamericana), y una creatividad que desafía los modelos
literarios e intelectuales europeos a cada frase. No hay m ejor
ejemplo que el Facundo de Sarmiento. Se han vertido m ares de
tinta tratando de decidir si el Facundo debe catalogarse bajo el ru
bro historia, sociología, biografía, ensayo o alguna otra categoría
inventada para las letras europeas. Dem asiado desconfiable e
indocumentado para se r historia, dem asiado intuitivo para ser
sociología, dem asiado ficticio para ser biografía, y dem asiado
histórico, biográfico v sociológico para ser un cnsavo, Facundo
crea su precio género. No es m ás fácil etiquetar la orientación
ideológica del libro: los críticos, ineluvendo algunos de la genera-
ción de Sarm iento, siguen pensando que Facundo es fundam en
talmente una obra rom ántica. A unque algunosclem ctitos del libro
reflejan el im pulso rom ántico, especialm ente en la preferencia del
autor por la prosa apasionada y la intuición personal por encim a
de los hechos com probables, Facundo es en otros aspectos espe
cíficamente antirrom ántieo: encuentra en la tierra una fuente de
mal, desconfía mitos que glorifica la tradición popular, convierte a
los hombres fuertes en tiranos antes que en héroes, y sus aspiracio
nes son claram ente internacionales, m ás que nacionales. En resu-
181
m e n , c o m o m u c h a lite r a tu r a la tin o a m e ric a n a , que de?/* i*,
r n c r n l n n n i p c p n nnr*l
c a s c o lo n ia le s e n a d e la n te se u*. h a aten id.o 1 ^1®
a sus propios ?í-
Facundo e x ig e u n a c o m p r e n s ió n n u ev a de lo que cor— ’
lite ra tu ra . C o m o o b r a lite r a r ia . F acundo, del mismo mofe ^
p u e b lo s m e stiz o s q u e e l a u to r d e p lo ra b a , recoge como m t Z *
lo s m atices v a ria d o s d e in f lu e n c ia e u ro p e a y novedad
e n u n a ob ra d e in m e n s a o rig in a lid a d . En resumen, Facundo^f
in co n ceb ib le sin el g e n io p e c u lia r d e Sarm iento y la u m ^ t
intrusión del N u e v o M u n d o e ro s io n a n d o los modelos reprt »7r
tacionales d e s a rro lla d o s e n E u ro p a . Q u é ironía que un texto di hf
-*4«t f *
182
romántico de sus contem poráneos; m ientras Facundo es d enun
ciado aun hoy por los nacionalistas com o obra de un cipayo, el
libro anticipa los aspectos m ás originales de la ficción latinoa
mericana contem poránea. Si bien no podem os ignorar ni la inten
ción de Sarmiento ni el efecto que pudo tener su libro en lectores
literales, Facundo sigue siendo una obra de asom brosa y profètica
creatividad. Sin em bargo, aun con toda su originalidad, no puede
olvidarse este hecho lam entable: los hom bres del 37 en últim a
instancia se preocuparon m ás por recrear E uropa en el C ono S u rq u e
por desarrollar un país nuevo que m ezclara lo m ejor del V iejo y el
Nuevo Mundo.
184
listas, fundaron academias militares para profesionalizar las fuer
zas armadas.
El éxito práctico de estos programas es tema de amplia
discusión, cuyo tratamiento excede los límites de este estudio. M is
pertinente a nuestro propósito es el legado ideológico que dejaron
los primeros liberales argentinos, gran parte del cual hoy parece
lamentable. En primer plano está la relativa modestia del objetivo
final, de la principal ficción orientadora: traer Europa al Cono Sur.
En lugar de crear algo bueno, de construir una nueva Jcrusalén que
fuera un faro para las naciones del mundo, se limitaron a tratar de
recrear Europa y Norteamérica en la Argentina, de ser un faro sólo
para el resto de Latinoamérica, no como una idea nueva sino como
una imitación afortunada. Quizás tres siglos de colonialism o, con
ojos vueltos a Europa, hicieron inevitable ese modo de pensar. Pero
el resultado fue asfixiar la inventiva y recom pensar la imitación, y
probablemente ahí esté la clave de la cualidad peculiar de reflejo
que tiene mucho de la alta cultura argentina, especialm ente en
Buenos Aires. Aun algunos de los aspectos más originales de la
cultura argentina (el folklore, el tango, las discretas subversiones
borgeanas de las prem isas literarias y cognitivas de O ccidente)
fueron reconocidos en la Argentina sólo después de que hubieran
sido apreciados en Europa. -i
No menos dañina que la explícita recom endación de la G e
neración del 37 de establecer Europa en Am érica, a m enudo a
expensas de un sentim iento de destino nacional, es una corriente en
sus escritos que podría describirse com o una m etáfora subterránea
de malestar nacional, la idea de que el país está tan enfenno que sólo
pueden funcionar con él las curas drásticas, ya sea la cirugía violenta
de erradicar porciones de la sociedad (indios, gauchos o “ subver
sivos”) o la inserción de tejido sano en forma de inm igrantes
extranjeros. Estas ideas probablem ente subyacen ala predisposición
en la historia m oderna argentina a aceptar cam bios radicales, desde
la rcprcsiórimilitaral populism o mcsiánico, com o hechos necesarios,
incluso naturales, para resolver problem as. T am bién ha hecho de la
economía argentina la m ás sujeta a experim entos y m anipul
en el mundo, con resultados desastrosos. C ualquiera que sea el
viento que sople en doctrina económ ica, desde Londres, C hicago o
París, encuentra en la A rgentina un inm ediato y bien dispuesto
laboratorio.
Un corolario a la m etáfora de la enferm edad es la m etá
fora de la incurabilidad. C uando la G eneración del 37 explica el
fracaso en términos de la tradición española, la raza y la m?/Á,
racial, sugieren que la enfermedad es un resultado inesca
del pasado, la tierra y la etnia. Si la enfermedad es incurable^
hay soluciones y nadie es culpable de lo que salga mal. Abu
representantes de este pensamiento entre los pensadores ]¡¿J
rales argentinos. En 1885, por ejemplo, Eugenio Cambase^
publicó En l a sangre, una novela basada en ideas de dan
mo social c inadecuación racial como explicación de los
blcmas argentinos. En 1899, el doctor José Mana Ramos Mejj^
llamado “el padre de la psiquiatría argentina”, publicó un p^r
fleto supuestamente científico contra el carácter argentino, %
lado Las M asas A rgentinas: U n E s tu d io de P sicología C o le c ti
va, donde postula que las clases bajas argentinas, nativas e inmi.
grantcs se combinan para formar los guarangos, término qu»
abarca lodo lo vulgar, chabacano e ignorante y, según Ramos
Mejía, inmejorable (véase Salcssi, “La intuición del rumbo”,
69-71). En nuestro siglo, el adepto más importante de la me
táfora de la enfermedad incurable sigue siendo el todavía in
fluyente Ezcquicl Martínez Estrada, que en 1933 publicó Ra
d io g ra fía de la pam pa, libro en el que desarrolla de nuevo ideas
sarmicntinas de fallas congénitas en la tierra, la herencia cultural)’
la raza que predestinan a la Argentina ai fracaso. La gente enlas
calles expresa el mismo sentimiento con la ubicua frase “Este país
no tiene arreglo”.
Por último, la rígida polaridad de la retórica de la Gene
ración del 37, especialmente en las irreductibles dualidades de
Sarmiento, dejaron un marco poco servicial para el debate por
que impide toda media tinta o acuerdo. Los hombres del 37
describieron a su país en términos de oposiciones binarias: Es
paña contra Europa, campo contra ciudad, absolutismo español
contra razón europea, razas oscuras contra razas blancas, catoli
cismo de la Contrarreforma contra cristianismo ilustrado, hom
bre del interior contra hombre del litoral, educación escolástica
contra educación técnica, y, como eslogan abarcador, Civiliza
ción contra Barbarie. Aunque no faltaron en la Generación del 37
las voces piadosas reclamando la reconciliación, su sentimiento
del acuerdo productivo fue saboteado por el odio a Rosas y sus
seguidores de la clase baja, hecho que inevitablemente militó
contra la retórica inclusiva. Cuando un lado es tan correcto y el
otro tan erróneo, el acuerdo y la inclusión se vuelven sinóni
mos de renuncia y pecado. Hasta Alberdi, el más conciliador del
186
grupo, ca e c o n fre c u e n c ia en una re tó ric a q u e d iv id e en lu g a r d e
sintetizar, lo q u e im p lic a q u e la s s o lu c io n e s s ó lo pueden v e n ir d e
la e lim in a c ió n d e una d e la s partes para que sobreviva la otra.
L os h o m b re s d e l 3 7 describieron la división. E n un sentido real,
la d iv isió n s ig u e siendo su legado más in flu y e n te y menos afor
tunado.
187
Capítulo 7
188
Siempre magistral en el despliegue de gestos, Rosas se ocupó de
mantener su fachada vigorosa renovando sus reclamos sobre el
Uruguay y el Paraguay. Pero estas medidas lograron poco, ya que
hasta sus partidarios estaban cansados del gasto y las conscripciones
for/.adas de la guerra.
Además de la decadencia interna del rosismo, los años 1849-
1850 vieron nuevos movimientos por la autonomía en el interior,
cuando algunas provincias federalistas admitieron en voz alta que
el supuesto federalismo de Rosas no era más que una máscara de la
hegemonía porleña. Las primeras grietas del edificio resista se
hicieron visibles cuando Angel Vicente Peñaloza, caudillo de La
Rioja, y Justo José de Urquiza, caudillo de la próspera Entre Ríos,
sumaron a su ritual apoyo a la reelección de Rosas un pedido de
reorganización nacional bajo gobierno constitucional, palabras que
Rosas consideraba antitéticas a su estilo personalista. Volvía a la
superficie, además, el resentimiento por el monopolio aduanero de
Buenos Aires, sobre todo en el litoral, un área potencialmentc tan
rica como Buenos Aires. Al mismo tiempo, las nuevas industrias -
derivadas de la lana habían atraído a inmigrantes vascos, gallegos
c irlandeses, quienes, a diferencia de los estancieros y los peones
criollos, no sintieron una lealtad automática hacia Rosas (Scobic,
La lucha, 19).
No obstante, el resentimiento provinciano no bastó para sa
cudir al dictador. El golpe adicional que se necesitaba para ello
vino en octubre de 1850, cuando Brasil, cansado de la intromisión
de Rosas en el Uruguay y su rechazo a permitir la libre navegación
del Río Paraná, rompió con Buenos Aires y formó una alianza con
el Paraguay. En Entre Ríos, Urquiza, alentado por la acción del
Brasil, sorprendió a todo el mundo rechazando renovar su pacto
con Rosas y entrando en acuerdos con el Brasil y el Uruguay.^
Poco después se rebelaba contra Rosas colaborando con el Brasil
en la remoción del gobierno uruguayo, favorable a Rosas. La
defección de Urquiza fue un golpe importante para Rosas. Pues
no sólo el caudillo de Entre Ríos era el más poderoso y respetado
de los líderes provinciales; también disponía de un gran ejército
que había sido equipado por el mismo Rosas como contención
de los exiliados unitarios en el Uruguay. Sabiendo que el conflicto
con Rosas era inevitable, Urquiza siguió sumando tropas hasta
llegara los veinticuatro mil hombres, incluyendo diez mil de sus
propios soldados y otros catorce mil voluntarios de otras pro
vincias, Buenos Aires, Brasil y la comunidad de exiliados en el
189
Uruguay. Fue el ejército más grande munido nunca en
mencano. suelo
Los intelectuales unitarios, incluido Sarmiento, corrí
unirse a la campaña de Urquiza. Pero la alianza que iban?115
incómoda, desde el punto de vista unitario, pues Urquiza h Cfs
colaborado demasiado tiempo con Rosas y estaba demas' 13
identificado con los demás caudillos como para que pU(j¡!ail(1
confiar en él. Sarmiento en especial se llevó mal con el caud?
cntrerriano. Ya irritado porque Urquiza no hubiera hecho de°
A r g ir ó p o lis el catecismo de la nueva Argentina, Sarmiento
más desanimado cuando Urquiza lo nombró cronista oficial dej!
campaña, sin darle mando de tropas. Aunque Sarmiento notenú
experiencia militar, creía que sus campañas periodísticas contra
Rosas le daban títulos para aspirar a una mayor gloria en lalucha
militar contra el dictador.
Los ejércitos de Rosas y Urquiza chocaron en Caseros, cerca
de Buenos Aíres, el 3 de febrero de 1852. Aunque militarmente
habría sido más correcto que Rosas fuera a esperar a las tropas de
Urquiza lejos de la ciudad, la baja moral de sus hombres le impidió
mandarlos lejos, donde no pudiera vigilarlos. Los hombres de
Urquiza, con ayuda de soldados brasileños, derrotaron alas fuerzas
de Rosas en menos de medio día. Temiendo por su vida, Rosas
redactó una precipitada renuncia a la Legislatura, se disfrazó de
gaucho y huyó a la casa del encargado de negocios inglés, capitán
Robert Gore. De ahí, él y su familia fueron transferidos al HM
C o n flic t para su viaje al exilio. Rosas se instaló en Inglaterra enuna
pequeña granja cerca de Southampton, donde pasó su vejez enla
soledad y la autocompasión. Hubo resistas, sobre todo entre las
clases populares, que siguieron siéndole fieles, pero la mayoría de
sus seguidores ricos, incluyendo a su primo Nicolás de Anchore-
na, se apresuraron a hacer las paces con los nuevos gobernantes,
demostrando una vez más que el dinero, y no los principios, erasu
preocupación mayor (Sebreli, A p o g e o , 203-206). Irónicamente.
Urquiza se volvió el principal defensor de Rosas en la Argentina.^0
sólo trató (inútilmente) de proteger la propiedad de Rosas contra
confiscación; también le envió al exiliado dinero para su man# 11
ción (Lynch, 341-343). e
Urquiza también sorprendió a sus detractores mostrándo
como un político sensato y pragmático, dedicado a mantel
orden mientras unificaba el país bajo una Constitución. AuM
algunos resistas fueron ejecutados y otros fueron desterrad 0 1
190
Urqui/a se las arregló para impedir la marea de lerroi tanto que
podría haber cubierto al país, y envió a sus mejores soldados en
ayuda de la policía porleda para impedir saqueos (Seoblc,/.^ lucha,
23). Además, sabiendo que nlngdngoblen 10 nacional podía triunfar
sin la cooperación de los gobiernos provinciales y sus caudillos, se
identificó con la causa de los derechos Iguales pat a las ptovlncias,
y dio a entender que bajo su gobierno no Italaía purgas. Fu una
palabra, lo que ofrecía era un federalismo real para remplazar el
simulacro porteño que había sirio el rosismo.
Estas concesiones no les cayeron bien a muchos unitarios,
incluido Sarmiento, que quería hacer tabla rasa con todos los
colaboradores de Rosas. Ya descontento porque Urqui/a no hu
biera querido darle un papel más importante en el nuevo go
bierno, Sarmiento se indignó porque Urqui/a y sus seguidores
siguieran usando la insignia roja del federalismo. Con el tiem
po, Sarmiento le presentó una condolida renuncia a su cargo ti
Urquiza, no sin reprocharle haber disipado "toda la gloria que
por un momento se había reunido en torno de su nombre" (O C ,
XIV, 59). Con su vanidad herida, se embarcó para el Brasil a
fines de febrero de 1852, donde inmediatamente lanzó su campa
ña contra "el nuevo Rosas". Fue también durante este exilio que
tomaron forma las ambiciones presidenciales de Sarmiento. Sin
el menor rastro de modestia, instruyó a su confidente y partidario
Juan Posse: "Preséntame siempre como el campeón de las provin
cias en Buenos Aires; y como el provinciano aceptado por Bue
nos Aires y las provincias, vínico nombre argentino aceptado y
estimado de todos; del gobierno de Chile, del de Brasil, con quien
estoy unido en estrecha relación, del Ejército, de los federales, de los
unitarios, fundador de la política de fusión de los partidos, como
resulta de todos mis escritos" (citado en Bunkley, 3CX)). De esta
estrategia surgió el lema con que el mismo Sarmiento se definió:
"Provinciano en Buenos Aires, porteño en las provincias", título del
libro de uutopublicidad que escribió varios años después (O C, vol.
XVI). Tras una coila estada en Río de Janeiro, Sarmiento partió a
Santiago de Chile, desde donde seguiría luchando contra "el nue
vo Rosas",
Para Urqui/a, lograr algo parecido a un gobierno de orden era
infinitamente más urgente que atendera Insensibilidad de Sarmiento.
Paraaplacar los temores porteños de que era un bárbaro provinciano
dispuesto a imponer la ley gaucha sobre la culta capital, asumió el
lema "Ni vencedores ni vencidos", y proclamó una amnistía ge-
191
neral con “confraternidad y fusión de todos los partidos” (citadoctj
Bosch, U r q u iz a y su ,tiem
po 227). Nombró un gobiern
interino que, fiel a su objetivo de reconciliación, incluyó a Valentín
Alsina, al que el historiador James R. Scobie considera “pcrtcnc-
cíente a la antigua escuela rivadaviana partidaria a cualquier costo
de la supremacía de Buenos Aires” ( L a lu c h a , 28). Para resolverlos
problemas más graves de la redacción de una constitución nacional,
Urquiza nombró un comité de dirigentes porteños, provincianos,
federales y unitarios para que decidieran las condiciones de reunión
de una convención constituyente, y previeran el gobierno nacional
interino. De este comité surgió el Pacto de San Nicolás, del 31 de
mayo de 1852, que estipuló que una convención consistente de dos
representantes decadaprovincia redactaría una constitución nacional
que sena ratificada posteriormente por las legislaturas provinciales,
que la ciudad de Buenos Aires sena la Capital Federal de toda la
Argentina, y no sólo de la provincia de Buenos Aires, que los
ingresos aduaneros del puerto serían en consecuencia parte del
tesoro federal y no provincial, y que Urquiza tendría plenos poderes
para mantener el orden hasta que pudiera establecerse un gobierno
> constitucional: medidas muy similares alas intentadas por Rivadavia
en 1826 y recomendadas posteriormente por Sarmiento en
Argirópolis (Bosch, 248-250; Mayer,Alberdiy su tiempo, 412-413),
En palabras de Scobie, “El acuerdo no constituía una amenazado
dictadura, sino que era un paso necesario para asegurar el orden
mientras estaba en marcha el proceso de la organización nacional”
(L a lu ch a , 47).
Pese a lo razonable del Pacto, los porteños intransigentes se
negaron a aceptarlo. Los lideraba Bartolomé Mitre, un nombre
nuevo en la política argentina, historiador y creador fundamental de
ficciones orientadoras en la Argentina (lo que será tema del capítulo
siguiente). Desde su asiento en la Legislatura provincial, y a través
de su diario recién adquirido, L o s D e b a te s , Mitre lanzó una estentórea
campaña contra el Pacto de San Nicolás, afirmando que éste le daba
a Urquiza “poderes dictatoriales, irresponsables, despóticos y ar
bitrarios”, con los que “hemos sido despojados de nuestros tesoros"
(citado en Mayer,A lb e r d iy s u tie m p o , 411,427). De hecho, Urquiza
alentó el debate legislativo y la libertad de prensa. Aunque llegado
a un punto, exhausto por las chicanas porteñas, disolvió el congreso
provincial y llamó a nuevas elecciones; en ningún momento (laqueó
en su apoyo al gobierno constitucional y democrático. Aunque no
podía decirse que éste fuera el comportamiento de un déspota, los
192
maques de Milrc se hicieron cada v e / más veliem cnles, apelando al
cspíriluexclusivistaportofloquc siem pre había resistido aco m p artir
el fxulcr y los ingresos aduaneros.
Algunos dirigentes porteños míís sensatos, com o Juan M aría
Gutiérrez y Vicente Fidel López, se m anifestaron caballerosam en
te a favor del Pacto. López, en particular, se opuso a la m ayoría de
los legisladores de su provincia al decir:
193
Estas frases grandilocuentes tenían poco que ver con l
hechos. El “triunfo” de Buenos Aires se debía principalmente ¡i
deseo de Urquiza de evitar el derramamiento de sangre. Urqui#
seguía creyendo que, dando un buen ejemplo, podía poner ak
obstinados porteños de su lado. En esto se equivocaba. Con el retire
de Urquiza, Buenos Aires volvía a ser una nación aparte, g
autonomista Alsina fue nombrado gobernador de la provinciay
Mitre fue su ministro de Gobierno y de Asuntos Externos, coiifir-
mando así la afirmación de Mitre de que los porteños “concurriríai)
con todas sus fuerzas” sólo después de que hubieran organizadola
\ Nación en sus propios términos.
Pese a la secesión de Buenos Aires, Urquiza reunió un Con
greso Constituyente en Santa Fe a fines de 1852. En su discurso
inaugural, Urquiza declaraba: “Porque amo al pueblo de Buenos
Aires me duelo de la ausencia de sus representantes en este re
cinto. Pero su ausencia no quiere representar un apartamiento para
siempre, es un accidente transitorio. La geografía, la historia, los
pactos, vinculan a Buenos Aires al resto de la nación. Ni ellapue
de subsistir sin sus hermanas ni sus hermanas sin ella. En la ban
dera argentina hay espacio para más de catorce estrellas, perono
puede eclipsarse una sola” (citado en U rq u iz a y su tiempo , 49). La
Constitución quedó completada en 1853, bajo la considerable
inspiración de Bases y puntos de , de Albcrdi, aunque éste,
todavía en Chile, no escribió una palabra del texto constitucional
propiamente dicho. Ratificado por todas las provincias salvo Bue
nos Aires, la Constitución de inmediato se volvió la ley del país,
Urquiza fue elegido el primer presidente constitucional, y laca
pital federal fue ubicada provisoriamente en Paraná, capital de
Entre Ríos.
Desde Paraná, U rquiza trató h o n estam en te de organizar una
sociedad progresista. Pasó p o r en c im a d el gobierno porteño al
obtener el reconocim iento o ficial d e In g laterra, Francia y los
Estados Unidos, y estableció u n p u erto altern ativ o a Buenos Aires
en Rosario. Inició un program a am b icio so p ara m ejorar los trans
portes en el interior, fundó un sistem a d e escu ela pública, y trató tic
imitar algunas de las instituciones cu ltu rales de Buenos Aires,
Además de ello, envió a A lberdi a lo s E stad o s Unidos y Europa
como su em bajador plenipotenciario, p ara aseg u rar apoyo exterior
y conseguir los muy necesarios créditos externos. Pero la economía
militó contra su program a, y el gobierno d e P araná se hundió en un
endeudamiento cada vez m ayor. Sin las rentas de la provincianas
194
rica, no tardó en hacerse evidente que ningún gobierno podría salir
adelante. Adem ás, en la m edida en que el gobierno central perdía
credibilidad p o r falta de fondos, los caudillos provinciales se veían
tentados por la cam paña incesante del gobierno porteño por arre
batárselos a U rquiza (Scobie, La lucha, 63-75).
En contraste. B uenos A ires se em barcó en un período de
construcción que recuerda el período rivadaviano, con escuelas,
teatros, bibliotecas v sociedades literarias. El gobierno de Buenos
Aires también nom bró a M ariano B alcarce, yerno de San M artín,
com oem bajadorenE uropa.dondeen su cam pañaporla legitimación
se cruzó m ás de una vez con A lberdi. Pero, lo m ás im portante, con
s u agricultura va desarrollada y con el control del principal puerto
del país, y las rentas aduaneras, la provincia de Buenos Aires no
carecía de d in e ra En consecuencia, pese a los traspiés en el cam po
internacional, no tardó en hacerse evidente que Buenos Aires podía
vivir más fácilm ente sin las provincias que viceversa. Por lo dem ás,
Buenos Aires nunca cesó en sus reclam os y conspiraciones contra
el gobierno de Paraná. C om o editorializaba M itre en El ,
pese al hecho de que trece de las catorce provincias apoyaban a
Urquiza, Buenos A ires todavía tenía el “ derecho de actuar com o
rectora nacional” (citado en Scobie, La lucha, 126). En su consti
tución provincial, ratificada en 1854, B uenos A ires se arrogaba
autoridad sobre el congreso nacional, sosteniendo que “ B uenos
Aires es un estado con el libre ejercicio de su soberanía interior y
exterior, m ientras no la delegue expresam ente en u n gobierno
federal” (citado en Scobie, La lucha, 127). C on políticas com o ésta,
no es sorprendente que la reconciliación entre B uenos A ires y las
provincias fuera posible sólo en los térm inos dictados p o r B uenos
Aires.
El período 1852-1854 fue, entonces, de una im portancia
decisiva en la historia argentina. Vio la derrota de R osas, la
ascensión de U rquiza a la preem inencia, el Pacto de San N icolás, la
secesión de Buenos A ires de la R epública, la convención consti
tucional de U rquizaconlas otras trece provincias, y el establecim iento
de dos gobiernos federales, uno en P araná y otro en B uenos A ires,
ambos con reclam os sobre el resto del país. T am bién fue u n año
im portanteenlaevoluciónintelectual argentina. E nC hile, Sarm iento
y Alberdi se trenzaron en u n debate público sobre tem as d e im
portancia trascendental en el concepto d e la nación, m ientras en
Buenos A ires M itre se afirm aba com o el principal polem ista y
pensador político. E n el resto d e este capítulo exam inarem os e l
195
debate Albcrdi-Sarmicnto; en el siguiente, hablaremos de Mitre
la invención de la historia argentina. *
1 ' s
t 1
197
que. no era otm que Sarmiento mismo (47-49). Concluye llamand
a Uixjmza “un hombre perdido, sin rehabilitación posible”, y?
asegura que su tínico motivo para escribir la “Carta de Yunga/’c!
“decir la verdad por entero, sin cortapisas, la verdad como se dice
cuando tenemos a Dios por testigo en el cielo". Un motivo más
probable aparece una frase después, cuando lamenta que ios
acontecimientos recientes en la Argentina “me han hecho el
gravísimo mal de forzarme a renunciara mi porvenir”, a loque sigue
la amenaza de adoptar definitivamente la ciudadanía chilcna.cn
caso de que Urquiza no le hiciera caso (51-52). Seguramente
Urquiza habría visto con alivio el cumplimiento de esta amenaza,
Los otros dos panfletos, C onvención de San N ico lá s de los Arroyos
y San Juan, sus hombres y sus acciones en la regeneración
argentina, no agregan nada nuevo a la “Carta de Yungay", El
primero se limita a repetir la posición portefía de que la provincia
más populosa debería tener una cantidad proporcional de repre
sentantes, lo que le habría dado a Buenos Aires el control absoluto
de la convención. El segundo ataca a la convención constituycntcdc
Santa Fe por varios motivos, el principal, que los mejores hombres
de la Argentina, de los que Sarmiento se consideraba uno, no eran
parte de ella.
El intento más directo de Sarmiento de comprometer aAlberdi
en un debate, y su ataque más virolento contra Urquiza, es un libro
titulado Campaña en e l ejército grande de Sud Am érica, publicado
en varias versiones a fines de 1852.1Escrito de apuro, la Campaña
es ostensiblemente una historia de la campaña de Urquiza contra
Rosas. Pero de hecho es una confusa narración tomadade tres fuente
principales. La primera son los boletines oficiales de guerra que
Sarmiento publicaba para su distribución entre los soldados cuando
viajaba con el ejército. La segunda fuente son sus cartas y diarios
personales en los que registraba sus desacuerdos privados con
Urquiza, a menudo en clara contradicción con los elogiosos bole-
198
tiñes que estaba publicando oficialmente. Y por último el libro
incluye material nuevo agregado en Chile, consistente en su mayoría
en inflexibles ataques contra Urquiza. Con característica tenacidad,
Sarmiento le dedica el libro a Albcrdi, con la sugerencia de que los
soldados de sillón (como Albcrdi) deberían respetar la opinión de
gente más informada (como Sarmiento) quien realmente participó
en la campaña ( OC , XIV, 78-81). Aunque en la superficie el libro
es una historia del triunfo de Urquiza sobre Rosas, en realidad es un
furibundo ataque al caudillo entrerriano, motivado sobre todo por
el resentimiento de Sarmiento al verse excluido del poder. Estos
motivos se hacen claros en el último capítulo, cuando escribe que
“he querido con (esta) narración mostrar el origen de las ideas que
en diversos escritos he emitido, contra la utilidad, justicia y nece
sidad de levantar de nuevo al general Urquiza. He querido, sobre
todo, disipar las perversas preocupaciones que hombres mal in
formados, por favorecer a Urquiza, amontonan contra Buenos
Aires...” (353).
Para realizar estos fines, Sarmiento presenta a Urquiza como
“un hombre dotado de cualidades ningunas, ni buenas ni malas, sin
elevación moral como sin bajeza... [sin] ningún signo de astucia, de
energía, de sutileza” (125). M ás adelante es retratado como “un
pobre paisano sin educación”, cuyo gran ejército es poco más que
un “levantamiento en masa de paisanos” (221). Una y otra vez se
refiere a los gauchos que componen el ejército de Urquiza como
“gente de chiripá y mugrienta, que no tema ni listas de sus cuerpos,
ni podía hablar dos palabras en orden” (221 ). Cuando no está
atacando a Urquiza y ridiculizando a sus seguidores, Sarmiento no
pierde oportunidad de elogiarse a sí mismo y magnificar su con
tribución a la caída de Rosas. De hecho, la autoexaltación de
Sarmiento termina haciendo autobiográfico al libro. El siguiente
pasaje es representativo:
199
profundas; pensando, escribiendo y viviendo de la vida í>k•
del entusiasm o y de la lucha. (O C , XIV, 63-64.) , , Dtil
200
tengo. con una indiferencia tdcctndu, con c itc u n to q u lo s quo Iannis
Nm>eklohaN,uxlvKvnOobvU'n,Thiers, t íu t/o t, M ouilool I m ponulor
de Brasil, quería c m itin m a idea. me atajaba a m edia p alab ra" t 1 2
I n osle punto os probable que S arm iento ha> a oxir.uYtdo a R osas,
al menos ol dictador lo habla lom ado on sen o ,
Dado ol escaso contacto do S an u io n io con los lideres do la
campaba, su pum o principal vio ontioa son las ap arien cias o Mor*
tus, Y, predeciblem ente, su ob jeció n p rim o td ial a U i\|u i/a os i|uo
no hace las cosas com o las hacen los europeos. No o rg an iza su
okhvtto vio a c ú c a lo a los textos m ilitares iiancosos (27N). No
v
201
de elogiarse asimismo. Sarmiento sigue siendo unestilistasolWv
cuyo sentido narrativo y reflexiones ocasionales lo hacen digno,!0
leer. El libro además provocó otra respuesta: llevó a Albcrdi
debate que devolvería a la vida ciertas ficciones orientado/
argentinas que habían estado dormidas desde los tiempos deArtigl5
c Hidalgo, Además, el debate obligó a Albcrdi a rccvaluaralguL
de los supuestos de sus Bases y abrazar posiciones que definirían$»
pensamiento por el resto de su vida.
La respuesta más conocida a la Campaña salió en formade
cuatro extensas cartas abiertas escritas en enero y febrero de 1853,
dirigidas a Sarmiento. Tituladas “Cartas sobre la prensa ylapolítica
militante de la República Argentina”, son más conocidas como
C artas q u illo tanas, por haber sido escritas en una casa donde
momentáneamente vivía Albcrdi en Quillota, Chile. Las Canos
quillotanas marcan un hito significativo en el pensamiento de
Albcrdi, que aquí se aleja del clitismo de la Generación del 37yse
- acerca a posiciones de cuño nacionalista, provincianista y, hastasc
podría decir, populista. De modo que es posible verlas como
un regreso a intereses que Alberdi enunció ya en el de
1837, donde había mostrado una visión mucho más pragmáticade
Rosas. Las C artas también pueden verse como una continuación
del sentimiento provinciano e inclusivo que encontramos enlos
decretos de Artigas o en la poesía gauchesca de Hidalgo. Ensuma,
aunque Albcrdi erademasiado cosmopolita para abrazarel populismo
fácil de Saavedra, Artigas e Hidalgo, en las Cartas vuelve aco
nectarse con una tradición nacionalista, populista, que habíaestado
presente en el Río de la Plata al menos desde que Saavedra organizó
la Junta Grande en 1810. Además, el Alberdi de las Cartas es mucho
más típico de posiciones que apoyó durante toda su vida. Loque
significa que el libro más conocido de Alberdi, las Bases, es talvez
el menos representativo suyo.
En las C artas, Albcrdi identifica un enemigo nuevo: el li
beralismo argentino tal como se refleja en los viejos unitarios y
en el grupo porteño de Mitre. “Yo soy conservador aquí [en Chile]
y conservador allá [en la Argentina]... allá en acción, aquí por
simpatía” (O C , IV, 79-80). Lo que quiere decir con este término
“conservador” queda claro en pasajes subsiguientes donde re
procha la proclividad de los liberales para el cambio rápido y
su intolerancia con las cosas tradicionalmcnte argentinas. En par
ticular critica la retórica inflamada de Sarmiento y Mitre, no por
que esté en desacuerdo con sus principios confesos, sino porque
202
usan esos principios para enm ascarar la ambición personal. En
una prosa fría y lúcida, tan distinta de los incendiarios párrafos
de Sarmiento, Alberdi encuentra en el liberalismo argentino dos
fuerzas desestabilizadoras: ‘‘la prensa de combate y el silencio de
guerra, son armas que el partido liberal usó en 1827; y su resul
tado fue la elevación de Rosas y su despotismo de veinte años"
(IV, 12). La referencia, por supuesto, apunta a los rivadavianos
que mediante el periodism o desestabilizaron el gobierno de Do-
rrego y mediante la guerra silenciaron a los detractores, derroca
ron un gobierno constitucional y asesinaron a Dorrego, abriéndole
camino a Rosas para im poner el orden de la dictadura. Más ade
lante Alberdi señala que las guerras liberales fueron en realidad
"guerras de exterm inio contra el modo de ser de nuestras pobla
ciones pastoras y sus representantes naturales (los caudillos)"
(IV, 12). Aquí, en una prosa donde resuena el populismo de Ar
tigas c Hidalgo casi cuatro décadas atrás, Alberdi no sólo sugiere
que los gauchos y su m odo de ser son una parte necesaria de la
identidad argentina, sino tam bién que ‘‘sus representantes natura
les” deberían detener algún papel en el emergente sistema consti
tucional.
Estas ideas alcanzarían su plena madurez en los ensayos
escritos durante la década de 1860, algunos de los cuales aparecen
en Gratules y pequeños hombres del Plata, una útil colecci
póstunta de trabajos de Alberdi, publicada en 1912. En estos
ensayos tardíos, Alberdi afinna que el caudillo representa “la
voluntad de la m ultitud popular, la elección del pueblo". En sus
palabras el caudillism o es ‘‘una dem ocracia mal organizada", y por
ello mejor que la antipopular “dem ocracia inteligente" que hace
lugar sólo para la m inoría porlcfla europeizada (Grandes y peque
ños, 197-198). En su tardía apreciación de los gauchos y sus
caudillos, Alberdi señala un alejamiento notable de la condena
racista a los nativos m estizos y el subsiguiente reclamo de inmi
gración, tal com o se veía en las Bases. Su aceptación del caudillo
ayuda a explicar su apoyo a Urquiza, que era a la vez un gaucho
astuto y un caudillo.
La vindicación del gaucho y su caudillo por Albenli también
se extiende a cuestiones prácticas de política. Condena la altivez
exclusivista de los unitarios, afirolando que su interés por la pureza
ideológica y perfección étnica sólo posponíala organización política
del país;
203
Se hizo un crimen en otro tiempo a Rosas de que postergase^
organización para después de acabar con los unitarios; ahora
sus enemigos imitan su ejemplo, postergando el arreg]0
constitucional del país hasta la conclusión de los caudillos,,
Se debe establecer como teorema: toda postergación de |a
Constitución es un crimen de lesa patria; una traiciónala
República. Con caudillos, con unitarios, con federales ycon
cuanto contiene y forma la desgraciada República, se debe
proceder a su organización, sin excluir ni aun a los malos,
porque también forman parte de la familia. Si establecéis la
exclusión de ellos, la establecéis para todos, incluso para
vosotros. Toda exclusión es división y anarquía. ¿Diréis que
con los malos es imposible tener libertad perfecta? Pues sabed
que no hay otro remedio que tenerla imperfecta y en lamedida
que es posible el país tal cual es y no tal cual no es. Si porque
es incapaz de orden constitucional una parte de nuestro país,
queremos anonadarla, mañana diréis que es mejor anonadarla
toda y traer en su lugar poblaciones de fuera acostumbradasa
vivir en orden y libertad. Tal principio os llevará porla lógica
a suprimir toda la nación argentina hispano colonial, incapaz
de república, y a suplantarla de un golpe por una nación
argentina anglo-rcpublicana, la única que estará exenta de
caudillaje... Pero si queréis constituir esa patria que tenéis, y
no otra, tenéis que dar principio por la lib e rta d imperfecta.,.
El día que creáis lícito destruir, suprimir al gaucho porque no
piensa como vos, escribís vuestra propia sentencia deextermi
nio y renováis el sistema de Rosas Cartas, 16-17).
204
m atate i» <k t e pensadores <ki ftaíóo 'mdyy& do ai
m ism o A lb e rd i ¡¡o v eo , q u i e n m e d ía n s e l a nmúywjtm tra e r
"p e d a z o s v iv o s " d e c u l t u r a s e x l mij<:m p a r a r e m
local y d w m x r a s í la b a e e j > o p y la r d e l & n ¡M X m m . tía ié tm ttm
prácticos, t e a r g u m e n t e 'l o A l b e r d r e p r e s e n ta r ? m a p o y o a l
cau d illo í b n ir a d o U r q u iz a ,u n a
p ro v in c ia le s, m u c h o s d e e l t e c a n d i l t e , y e l r e s p e t o a J a s f ra /í i c t e o «
h isp á n ic a s d e Ja s c l a s e s p o p u l a r e s , M e n t e , a l d e f e n d e r á ) g a u c h o ,
al c a u d illo y a la tr a d ic ió n e s p a r c í a , A l b e r d i a o i i e í p a e l s e n t i m ie n to
p o p u lista q u e u n a y o p a v e z v u e l v e a J a e u p e r í í d e m Ja h i s t o r i a
arg en tin a,
I,a r e e v a lu a c ió n q u e h a c e A lb e r d i d e J o s g a u c h o s y t e c a u d illo « ,
sin e m b a rg o , n o d e s p la z a s u p r o p o s i t o c o r d e r/> m la s cual
es e x p lo ra r e l lu g a r d e l p e r io d i s m o e n la p o l í t i c a a r g e n tin a . R e p e
tid a m e n te A lb e r d i a c u s a a S a r m i e n t o y M i t r e d e s e r p e a t t d í J t e d e Ja
p ren sa", q u ie n e s , c o m o J o s g a n d í o s q u e c r itic a n , g o z a n c o n J a
" in d is c ip lin a , Ja v id a d e g u e r r a , d e c o n t r a d ic c i ó n y d e a v e n t u r a s "
(IV , 2 1 ), E l s u y o e s u n p e r io d i s m o q u e " s u b l e v a l a s p o b l a c i o n e s
arg en tin a s c o n tr a s u a u t o r i d a d d e a y e r , h a c ié n d o le c r e e r q u e e s
po sib le a c a b a r e n u n d ía c o n e s a e n t i d a d in d e f i n i b l e (la a u t o r i d a d d e l
cau d illo ! y p r e te n d e q u e c o n s ó l o d e s t r u i r a e s te o a q u e l j e f e e s
posible r e a liz a r Ja r e p ú b lic a r e p r e s e n t a t i v a d e s d e e l d í a d e s u c a íd a ,
es u n a p r e n s a d e m e n tir a , d e i g n o r a n c ia y d e m a la f e : p r e n s a d e
v an d alaje y d e d e s q u ic io , a p e s a r d e s u s c o l o r e s y s u s n o m b r e s d e
c iv iliz a c ió n " ( I V , 1 7 -1 8 ),
í,a in s is te n c ia d e A lb e r d i e n u n a p r e n s a r e s p o n s a b l e p o d ía
Icense corno unlla m a d o a la c e n s u r a . L a c e n s u r a , s in e m b a r g o ,
es lo q u e te n ía e n m e n te . A n t e s b i e n , e s t a b a a t a c a n d o a l p e r io d is m o
de S a rm ie n to y M itr e c o m o u n a a c t i v i d a d n o m e n o s p o lí ti c a m e n t e
m o tiv ad a q u e u n a g u e r r a c i v i l , u n g o l p e d e E s t a d o , o u n a r e b e lió n
de c a u d illo s, E s u n l u g a r c o m ú n d e n u e s t r a é p o c a d e c ir q u e t o d o s lo s
(asenlores lle v a n a s u « t e x t o s p r e c o n c e p t o « c u l t u r a l e s y p o lític o s
h ered ad o s, m u c h a s v e c e s i n c o n s c i e n t e s , t e s c r ít i c o s í r e u d i a n o s s e
dedican a p s íc o a n a liz a r e s c r i t o r e s , l e c t o r e s y p ú b l i c o s , a s í c o r n o lo s
c o m é n ta o sla » m a r x i s t e s i n v a r i a b l e m e n t e e n c u e n t r a n s u p u e s t o s
políticos y c la s is ta s e n t e x t o s a l p a r e c e r a p o lític o s . E n e l c a s o d e
S arm ien to y M itr e , s in e m b a r g o , A i b e r d i n o n e c e s i tó te o r í a s
in sid iad as o m a r x is ia s p a r a Íd e m í f i c a i l o s c o m o p o líi ic o s q u e ta m b ió n
C K iibían, A m b o s te n ía n a m b i c i o n e s c o n f e s a d a s , y e s t a b a n b a s ta c !
cuello e n la in tr ig a p o lític a , R a ra a m b o s , e s c r i tu r e n » u n a e s t r a te g ia
c íe n te d e a u t o p r o m o c l ó n tjttc I n c lu ía n o s ó lo Ja p u b l i c a c i ó n d e
xUüv'uKvjs y libtvs sitio también la fundación y dirección de periódicos
I V h \ ob\a autobiográfica R e c u e rd o s d e , de Sarmiento
\W ejemplo* observa Albcixli que "su biografía de Vd. no es un’
sim ple trabajo de vanidad* sino el medio muy usado y muy conocido
CU política de formar la candidatura de su nombre para ocuparuna
aluna* cuyo anhelo* legítimo por otra parte, le hace agitador
incansable" (IV* 71). En algún sentido, entonces, los mayo^
logros de Sarmiento y Mitre están en la distinción efectiva desus
m otivos en textos que pretendían ser históricos, periodísticos,
objetivos y desinteresados. Alberdi de ningún modo se propone
censurar a sus rivales; sólo quiere hacer ver las ambiciones políticos
detrás de su periodismo.
t\m \ alionar esta acusación de escritura personalista, Alberdi
sédala que la cvnpañes "una historia sin documentos”, quese
C
espera que el lector erea sólo en base al testimonio de Samiiento(IV,
41). Esta crítica puede extenderse a la mayoría de las obras “his
tóricas" de Sanniento. Para escribir F a c u n d o , por ejemplo, Sar
miento* cansado de esperar los documentos que había pedidoa
amigos que vivían en la Argentina, escribió todo sobre la solabase
de la observación personal, el rumor y el prejuicio. Facundo
también incluye frecuentes referencias a pensadores extranjeros,
pero esas referencias no son más que exhibición de algún nombre;
lo impórtame no es lo que los autores extranjeros contribuyanalos
argumentos de Sarmiento, sino que el lector sepa que Sarmientoes
un hombre culto cuyos argumentos no deben discutirse.
Los envenenados dardos de Alberdi en las C artas quillotm
dieron en el blanco. Sarmiento respondió en una serie de cartas
abiertas después reunidas en un libro titulado L a s ciento y una. La
invectiva de estas cartas sólo queda a la par de su vacuidad
intelectual. Furioso más allá de la capacidad de pensar, Sarmiento
sólo puede insultar... es cierto que lo hace extraordinariamente
bien. Las C a rta s q u illo ta n a s , en su repertorio de epítetos, se vuelve
"una olla podrida... condimentados sus trozos con la vistosa salsa
de su dialéctica saturada de arsénico” (Sarmiento, OC, XV, 134)
Alberdi es calificado variadamente de "compositor de minuete)'
melodías para piano... tonto imbécil que ni siquiera sabe medirse
en las mentiras, que no sospecha que causa náuseas” (XV, 147)
Más adelante se lamenta: "Y no ha habido en Valparaíso unhombre
de los que pertenecen a la multitud de frac que le saque los calzones
a ese raquítico, jorobado de la civilización y le ponga polleras; pttf-'
el chiripá, que es lo que lucha con el frac, le sentaría mal aese
206
entecado no sabe m ontar u caballo; abato por s\is módulos;
saltimbanqui pot sus pasos m agnéticos; m ujer por tu voz, conejo
por el miedo; eunuco |xn sus aspiraciones políticas" (XV, 18Í).
Hay pocas pinchas de que /<i,v c/tvi l e v o Idem ampliamente
leída, hecho que ptobablem onlc contribuyó a la depiostón e im-
¡H'icueinquo sintió Naimicuto antes de que la discusión concluyera,
Cunto le escribió a Mitre cu una carta techada el iv de octubre de
1855; "Vivo solo. com o un presidiarlo al que guardan Alberdi y su
club; gimo Inqo su látigo. Son los poderosos de la tierra" (Hunkley,
510).
Después de dos intentos fallidos de volver a la Argentina c
intetveuir en la política de su nativa Sai» Juan, Sarmiento al fin
tvspondió a la invitación de M ine y tomó residencia en Hítenos
Altes a fines de 1855. A llí renovó am istad cotí los caudillos
|xntellos Valentín A lsina y M ine. A las dos sem anas de su regreso
fue nombrado asesor del gobernador provincial Pastor Obligado, y
al caito de un a tío era nom brado director de balneación de la
pmvincia. Dos sem anas después, M ine, que acababa de ser nom
brado ministro de G uerra, le pedía a Sarm iento que dirigiese el
diario 7 . 7 NacUmal, sucesordc Los Deba
insistiendo en que era "un provinciano en Buenos Ai tes y un
porteño en las provine ¡as", para entonces sus sim patías se inclinaban
claramente hacia B uenos A ires. M enos claras son sus razones para
no haber vuelto antes a Buenos Aíres; se ha sugerido que, pese a su
odio por Urquiz.a, Sarm iento en algún nivel tam bién cuestionaba la
legitimidad del gobierno porteflo. M ientras tanto, Albcrdi se volvía
embajador plenipotenciario del gobierno de Urquiza, prim ero ante
los listados U nidos y después en Europa. P or causa de los hechos
expuestos en capítulos posteriores, Alberdi no volvería a la Argentina
hasta 1878. Pese a este m isterioso exilio auloim puesto. la A rgentina
siguió siendo su pasión, y siguió desem peñando un papel im portan
te en las letras argentinas hasta su m uerte.
207
C ap ítu lo 8
Bartolomé Mitre y
la galería de celebridades argentinas
208
verlo transformado en un rico estanciero. Exiliado al Uruguay con
su familia en 1838, Mitre mostró aptitudes para el liderazgo militar,
y se batió sin éxito contra Rosas a las órdenes del caudillo uruguayo
Fructuoso Rivera en 1839. Un año después, Rivera hacía capitán al
joven Mitre, de diecinueve años; dos años después, ascendía a
comandante. Fue en esta época que Mitre publicó el primero de sus
muchos libros; un muy elogiado manual de artillería.
Para entonces Mitre ya se había relacionado con la comunidad
de exiliados argentinos en Montevideo, y había comenzado a
escribir para los periódicos unitarios. Mostrando la misma rigidez
de principios que metió en problemas a tantos unitarios, Mitre
terminó riñendo con el gobierno de Rivera, y, en abril de 1846, se
vio obligado a abandonar Uruguay. Primero en Bolivia y después en
Perú, siguió provocando i ras oficiales por sus criticas a los gobiernos
que lo albergaban (Jcffrey, Mitre Argentina, 50-54). A me
diados de 1849, viajó a Chile, donde consiguió un empleo en el
diario antirrosista que editaba Alberdi, El Comercial de Valparaíso.
Albcrdi dejó registrada por escrito su esperanza de que este contacto
profesional “estrecharía más nuestra amistad nacida de en la sim
patía y la identidad de causas y de ideas” (citado en Mayer, Alberdi
y su tiempo, 353). Más adelante, empero, cuando Alberdi decidió
vender el diario, Mitre encontró un benefactor chileno y se volvió
su nuevo director, maniobra que al parecer a Alberdi no le agradó
(Jeffrcy, 57). Con el diario como altavoz, Mitre criticó a Chile por
sus malos caminos, escuelas insuficientes y elecciones corruptas,
nada de lo cual le creó muchas simpatías entre sus anfitriones
chilenos. Como en el Uruguay, el Perú y Bolivia, las críticas de
Mitre, aunque a menudo justificadas, mostraban poca sensibilidad
a las susceptibilidades locales, y aun menos consciencia de su
propia vulnerabilidad como exiliado. Más de una vez le hicieron
notar que si la vida era tan mala en Chile, siempre le quedaba el
recurso de volverá la Argentina, que con Rosas a lacabezano podía
considerarse un modelo. Al producirse la rebelión de Urquiza,
Mitre regresó efectivamente a la Argentina, donde condujo un
pequeño contingente de hombres en la campaña contra Rosas. Pero,
igual que Sarmiento, se resintió porque Urquiza no le diera un papel
más central en la campaña.
Tras el triunfo de Urquiza y el establecimiento del gobierno de
la Confederación en Paraná, el papel de Mitre en el gobierno
secesionista porteño entre 1852y 1861 resultó crucial. La provincia
de Buenos Aires quedó dividida entre dos ideas opuestas. Los ]
209
autonom istas duros como Adolfo Alsina y sus seguidores pro.
ponían una separación definitiva del resto del país. En contraste,
ex m ilitar resista y devoto federal Hilario Lagos, encabezó una
rebelión pro Urquiza a fines de 1852, que m antuvo un sitio a Bue.
nos Aires durante siete meses. Lagos pidió refuerzos a Urquiz^
pero éste, que todavía esperaba llegar a un acuerdo negociado
con Buenos Aires, se negó a ayudarlo (Scobie, La lucha, 79-86).
De todos modos, Mitre no quiso reconocer las buenas intencio
nes de Urquiza. Como le dijo a la legislatura provincial: “Aunque
[Urquiza] no abuse, siempre será un déspota” (citado en Scobie,
44).
Pero Mitre no agotó su tiem po en atacar a Urquiza. Pese a
su constante actividad m ilitar y política, encontró tiempo para
ampliar su colección de docum entos históricos, hacer investiga
ción, y com enzar las biografías de héroes argentinos que consti
tuyen su m ás duradera contribución a la patria. L a pasión de Mitre
por la historia se m anifestó p o r prim era v ez en u n artículo periodís
tico publicado en M ontevideo el 14 d e ju n io de 1843, conmemo
rando a Joaquín Felipe de V edia y P érez, abuelo del suegro de
M itre y héroe m ilitar de su época (M itre, O bras completas, XII,
365-373). Los papeles privados d e M itre tam b ién contienen cier
tas notas que preparó en m arzo de 1841 so b re hechos y documen
tos concernientes a D orrego, quizás u n trab ajo prelim inar para
una biografía que nunca escribió (OC, X II, 340-352). L a devoción
de M itre p o r el género biográfico se co n firm ó d o s años más tarde
en un artículo sobre el m ás esten tó reo d e lo s críticos de Rosas,
José R ivera Indarte. E sta pieza, com o m u ch a s d e las historias de
M itre, pasó p o r varias revisiones, y en c a d a v e rsió n se fue haciendo
m ás ex ten sa .1
Mitre lanzó sus proyectos más ambiciosos en el campo déla
historiografía entre los años 1853-1859; algunos de ellos no se
publicaron en su forma definitiva hasta la década de 1880. El
más significativo de éstos fue un extenso artículo sobre Manuel
Belgrano en una colección de biografías en un volumen, titulada
210
Galería de celebridades argentinas, publicado en 1857. La ¡listo-
riadeBelgrano crecería a partir de ahí hasta convertí rsc en una obra
voluminosa,quesiguesiendo u n o d elo s puntales de la historiografía
argentina.
El libro que contiene la prim era versión de la Historia de
Bclgrano fue en sí mismo un hecho singular en la historia argentina.
Compilada por Mitre, con ayuda de Sarm iento, la Galería de ce-
/c6r/(fíJífcítfr£í7t/masesunacoleccióndcbiografías,sunluosamcnic
encuadernada y obviamente pensada para un vasto público. No
puede sorprender que la selección de hom bres a quienes se les
acuerda rango oficial en la Galería hayan servido todos a la causa
porteña y ninguno haya sido un caudillo. A lgunos tam bién cola
boraron con Rosas, pero los detalles de esa colaboración son
cuidadosamente omitidos. La selección tam bién refleja una pre
ocupación por encontrar hom bres ejem plares en diferentes v o ca
ciones; tres generales, SanM artín, M anuel Bclgrano y JuanL avallc;
unmarino, Guillermo Brown; un sacerdote liberal, G regorio Funes;
dos políticos, Bemardino Rivadavia y su m inistro José M anuel
García; un escritor, Florencio Varela; y un filósofo político, M ariano
Moreno.2En la introducción M itre dirige un fugaz reconocim iento
a hombres de otra persuasión política, lam entando que tres próceros
no liberales, Dorrego, Saavedra y G üem es, caudillo que p o r coin
cidencia era un héroe de la independencia dem asiado grande com o
para ignorarlo, no hubieran podido se r incluidos. Sobre lo s otros
caudillos, M itre es más explícito:
211
influencia sobre los destinos de los pueblos del Río de la Piat
su vida está rodeada de incidentes m ás dramáticos, son \
representantes de las tendencias dom inadoras de la barbarie
sus acciones llevan el sello de la energía de los tiempo!
primitivos. Pueden servir de lección para los venideros... He
ahí otra serie de retratos históricos, retratos terribles y ceñudos
que inspiran horror, pero que sirven para realzar las hermosas
figuras de los que se han hecho célebres por sus servicios, sus
virtudes o sus trabajos intelectuales ( Galería , iii).
212
luego jior la com unidad, luchando siem pre contra el torrente
de la lincharle. Cuando lodos las creían extirpadas bajo las
mías de los caballos de los Atilas de la pam pa, han aparecido
tomines como Rlvndavla que las han vivificado con el soplo
recaudante de la civilización ( OXII,
, 380-3
214
Más pruebas del papel al que aspi raba Mitre pueden encontrarse
en su curiosa interpretación de los fracasos a breve plazo de la
Revolución de Mayo. Tal como cuenta la historia en la “Biografía
de Bclgrano" en G a le ría , las riflas entre diversas facciones de Mayo
fueron "lo que sucede siempre que no hay unidad de pensamiento,
o cuando un carácter enérgico no subordina todas las voluntades a
la suya" (O C , XI, 89-90). Como el fracaso político en la visión de
Mitre es un fracaso de personalidad, Mitre describe a Liniers, un
popular héroe de la Independencia, aliado de Saavedra, que fue
ejecutado por cargos forjados por elementos extremos de la Re
volución de Mayo, como un hombre "cuyo carácter indeciso y
ligero aunque fogoso, aceptaba la popularidad sin imprimir a los
sucesos la dirección de una voluntad poderosa” (OC, XI, 77). ¿Y
qué dice esto sobre Mitre y el papel heroico que él buscaba para sí
mismo en la historia argentina? ¿También él trataba de “imponer a
los hechos el dominio de una voluntad poderosa" o ser “una per
sonalidad poderosa” que pudiera “subordinar todas las voluntades
a la suya"? Estas animaciones solas darían qué pensar respecto del
papel que buscaba cumplir Mitre en la política argentina.
Así como el elogio que hace Mitre de grandes hombres
justifica a Mitre mismo, la exaltación que hace de una “minoría
ilustrada” como la fuerza detrás de Mayo justifica a otra minoría
ilustrada, cual es la de Mitre y sus partidarios porteños. De modo
similar, su ataque a los caudillos del pasado es un ataque velado a
Urquiza, cuyos honestos intentos de lograr un orden constitucional
(con el apoyo de todas las provincias salvo Buenos Aires) Mitre
tenía que dcsacrcdi lar para mantener en los porteños un sentimiento
de legitimidad. Como los hechos no estaban de su lado, Mitre
recurrió a la condena por medio de estereotipos: todos los caudillos
eran bárbaros; Urquiza era un caudillo como cualquier otro; en
consecuencia, el gobierno de Urquiza en Paraná representaba las
fuerzas de la barbarie y los porteños milristas eran los herederos
legítimos de Moreno y M ayo, la "minoría ilustrada” cuyo destino
era salvar el país.
Pero el elilism o patente de tal posición era peligroso en
términos políticos, sobre todo desde que los unitarios porteños eran
percibidos com o exclusivistas y desdeñosos de las masas. El de
seo de Mitre de poner a una “minoría ilustrada” en el centro de Ma
yo lo deja en posición incómoda ame otra ficción orientadora que
deseaba promover, cual es la de que Mayo (y por implicación los
poneflos milristas) reílejaban la voluntad popular. Para rcconci-
215
llar oslas dos perspectivas, M ine busca adjudicar a los dirigen^
porteños que adm ira una capacidad mística de percibir la volunJ
profunda del pueblo. En lu"B iograffadcl General Manuel Helgrano"
escribe:
216
Según Mitre, durante los tiempos conflictivos que llevaron al
pronunciamiento revolucionario del 25 de Mayo de 1810, “un
nuevo actor del drama revolucionario va a presentarse en la escena
política: el pueblo, el pueblo de la plaza pública, que no discute,
peroque marcha siempre en columna cerrada apoyando los grandes
movimientos, que decide de sus destinos" ( , XI, 115). Esto es,
aunque los registros históricos muestran que los héroes de Mitre, los
morenístas, se opusieron abiertamente a los intentos de Saavedra
por democratizar la Primera Junta, Mitre por afirmación nos ase
gura que “el pueblo” fue un actor principal en el proceso revolu
cionario. ¿Y cómo define al “pueblo”? N o se trata, según resulta, de
cualquiera. El pueblo “esperaba tranquilo el resultado de las deli
beraciones de sus representantes legítim os, y confundido en las
masas compactas de los batallones nativos, esperaba la señal de sus
jefes para intcrvcnírcon las armas, si fuese necesario” (OC, XI, 115).
Esta frase reveladora distingue “el pueblo” de los “batallones
nativos” y sugiere de ahí que el pueblo que le importa a Mitre es “la
gente decente” antes que las masas en general. Esta distinción se
hace más clara en un pasaje posterior donde afirma que “de entre
aquella multitud vibrante de indignación... se vio surgir una nueva
entidad, activa, inteligente y audaz, que a la manera de las guerrillas
que aclaran la marcha de los ejércitos, era precursora del pueblo
próximo a moverse en masa” (OC, XI, 120). De este modo, no bien
ha afirmado Mitre que el pueblo participó en pleno en el proceso
revolucionario, vuelve a definir al “pueblo” com o una “minoría
ioteligcntc”quc refleja el prejuicio antipopulary porteño del mismo
Mitre. Para defender tales posiciones en términos democráticos,
postula un vínculo misterioso entre algunos de los líderes revolu
cionarios y el pueblo, explicando de ese modo que aunque el pue
blo nunca era consultado en forma visible, su voluntad se manifes
taba de algún modo en las acciones de la minoría inteligente. Es
exactamente el m ism o argumento que usó Sarmiento para explicar
la autoridad de los caudillos. Por lo demás, tal argumento coloca a
Mitre roiundamcntccn la posición que estaba tratando de evitar: por
mucho que trata de hacer del “pueblo” el participante central de las
revoluciones, siempre vuelve a las teorías de los grandes hombres
y las minorías inteligentes.,, y por extensión a defensas veladas de
él mismo y sus partidarios porteños en su lucha contra el gobierno
nacional perfectamente legal de Urquiza, En resumen, Mitre incluye
a las masas sólo mediante la afirmación de que “el pueblo” (la gente
decente) reflejaba la voluntad de la masa. Que las masas también
217
quisieran a Rusas, xrcqxH'harnu do los libéralos do Huellos Altes v
«poyaran a vai ¡as generaciones do emídidos son demonios que vieja
totalmente tío latió.
¡ as demás Morradas ou la i son una colección tíoea<
lidad variable, seleccionada por razones qno ahora no son claras, IV
lodos nuxlus, os ev¡viento en general una política editorial tic
pmtección a Kvs Itéreos unitarios y oscurecí m loniit tío sus conexiones
federales y resistas, IVr ejemplo, la "Biografía tío Mariano More
no”, escrita y publicada jv r su hermano Manuel en 1812, os
reproducida,,, peto sin mencionar el hecho vio quo Manuel fue un
fotloral convcncitlo que había representado a Rosas en Inglaterra
durante dos décadas. De m odo similar, un breve artículo sobted
almirante Guillenno Brown no hace m ención alarma al hecho tío
que Bnnvn también fue partidario de Rosas, l,a jurídica editorial ik
proteger las tvputaciones unitarias es especialm ente evidente en el
tratamiento que reciben Rivadavia y Lavalle.
En la breve biografía de Manuel José García puede verse un
ejemplo del esfuerzo por preservar la reputación vio Rivadavia,
Escrita anónimamente por "Un Amigo de la Patria”, el artículo
parece ser obra del hijo de García, que se identi rica al comienzo sólo
como proveedor de los documentos, latea descripta así: "En esta
pequeña tarca [el hijo] ha pagado un escaso tributo al respeto y el
amor filial” (Go/crúi, Ido), Por supuesto, García era una figura
problemática, Como desafortunado emisario tamo de Rivadavia
como vie Donego en los años finales de la década de 1820 en las
tvgociaciotvs con Brasil y Gran Bretaña que llevaron a la inde*
pendencia del Uruguay, era acusado tanto por unitarios como por
resistas de lurK'rsc excedido en sus funciones y haber contribuido
a la pérdida vid Uruguay. En tren reivindicatorío, la biografía
prcvisiMemente justifica d papel de García por haber logrado Ama
pac honorable y enteramente satisfactoria [que] se celebró en 1828”
(157). En realidad, los dos tratados (el prim ero fue rechazado) re
dejaron satisfecho a casi nadie, y fueron una causal de peso cala
caída de Rivadavia v el asesinato de D orrcgo. Para hacer creíble su
dcícrtsa.el biógrafo anónimo tenía que m ostrar que el desafortunado
diplomático se limitaba a seguir ó rd en es... lo que presentaba el
problema de cómo culpar a Rivadav ia sin m encionarlo. El autor lo
consigue a lo largo de cinco páginas de circunloquios, que aluden
oscuramente a “el presidente” , “ el nuevo presidente” y "el ejecu
tivo”, sin mencionar una sola vez a R ivadavia p o r su nombre (152-
Es casi como si el nombre “Rivadavia” fuera más sacrosanto
rcc el hombre mismo, y la crítica fuera admisible sólo mediante
eufemismos.
La '"Biografía de Bemardino Rivadavia” muestra un interés
semejante en evitar detalles desagradables. La inclusión del ar
rufe mismo representó algo así com o un gesto diplomático de
parte de Mitre ya que su autor, Juan María Gutiérrez, era en ese
momento uno de los ministros de Urquiza. Pero, dejando de lado
las diferencias políticas entre Mitre y Gutiérrez, éste aceptó plena
mente la necesidad de crear iconos inatacables. En consecuencia,
elogia la visión administrativa de Rivadavia y sus instituciones
culturales, pero se limita a los términos más crípticos para hablar de
las controversias que obligaron a Rivadavia a renunciar. Las fallas
administrativas de Rivadavia son descriptas en los siguientes tér
minos: "A pesar de la dócil voluntad que se sentía en la población
para obedecer a un buen gobierno, existía una fuerza secreta que
denunciaba y deteníasu acción; fuerza formada principalmente por
las aspiraciones envidiosas apoyadas en hábitos rancios y en pre
ocupaciones que una prensa sin doctrina social había incitado sin
corregir” (Galería, 29). Es difícil decidir qué quiere decir esto
exactamente. Parecería com o si Gutiérrez estuviera culpando de la
legendaria impopularidad de Rivadavia atina fuerza sin nombre que
pervertía a la prensa y desviaba a las masas. ¿De dónde viene la
timidez de Gutiérrez para atacar a los enem igos de Rivadavia y
discutir sus errores y puntos vulnerables? ¿Miedo de ofender a ex
resistas ahora bajo la enseña de Urquiza? ¿M iedo de desacreditar a
Rivadavia presentando argumentos contra él? ¿Miedo de que
cualquierdisousión realista de las fuerzas y debilidades deRivadavia
debilitaría su utilidad com o ficción orientadora para argentinos
futuros? Sea cual fuere la razón, el Rivadavia de Gutiérrez es una
media figura, un icono para la historia oficial que poco se parece al
voluntarioso unitario que dom inó la política argentina entre 1S21 y
IS27.
rSjxitü musixauo por luvviuuvja t.sj es uauaujiuparaut
con la maniobra que los editores de la Galería pusieron en escena
para proteger a Lavalle. Lavalle es una figura compleja. Patriota
sincero aunque impredecible, luchó con valor en las Guerras de 13
Independencia, ganándose el respeto de San Martín y Simón
Bolívar, quien una vez observó que “El comandante Lavalle es un
león a quien es preciso tener enjaulado, para soltarlo el día de la
batalla” (citado en alerí,209). Vástago de una aristocrática fa-
G
219
m ilia porteña, nacido en 1797, era un adolescente cuando empe^
acom batir a los españoles bajo las órdenes de San Martín, y no había
cum plido treinta años cuando cesaron las hostilidades entre Espa^
y la Argentina. La verdadera tragedia de la vida de Lavallc fue qUc
las Guerras de la Independencia term inaran tan pronto, dejándolo
con la vocación de militar y sin guerras en que emplearla. Combatió
para el gobierno unitario contra Brasil, pero no pudo aceptar el
tratado de paz que le dio su independencia al Uruguay. Sintiéndose
traicionado, lanzó un exitoso golpe de Estado contra el gobierno
legítim o de Manuel Dorrego, im poniendo un modelo de interven
ción m ilitaren gobiernos civiles que sigue vivo. Para empeorarlas
cosas, ejecutó a Dorrego a fines de 1828, seguram ente apoyado por
unitarios que temían que alguien tan popular como el gobernador
destituido pudiera encabezar un contragolpe. Como si esto no fuera
suficiente para comprometer su reputación, su breve paso por la
política tras la muerte de Dorrego resultó tan desastroso que la
mayoría de los porteños vieron con alivio el ascenso al poder de
Rosas. Bajo presión de Rosas, Lavallc huyó al Uruguay en 1829, y
vivió en un desdichado exilio hasta 1839, cuando otros exiliados
unitarios lo convencieron de encabezar una fuerza de invasión
contra Rosas. La campaña pasó por dos años de desastres, que
culminaron con la muerte de Lavallc en septiem bre de 1841. Uno
de los más espeluznantes episodios en la historia argentina es el
transporte que hicieron los leales a Lavalle de sus restos desde Jujuy
hasta Bolivia, unos cuatrocientos kilóm etros de calor desértico,
para impedir que los enemigos profanaran su cadáver, que en el
viaje se descomponía aceleradam ente. Una vida marcada por tanto
heroísmo, aventura, coraje, violencia y error m erece una repre
sentación equilibrada, y hasta un poco de sim patía.
No es lo que le dan los anónim os autores de la “ Biografía de
D. Juan Lavallc” en la Galería .Antes bien, su propósito es defender
a Lavallc a cualquier costo, aplastando el disenso con un exceso
retórico que no se veía desde Las ciento y una de Sarmiento. La
“Biografía de D. Juan Lavallc” puede ser la biografía más repre
sentativa de la colección, ya que aparece com o resultado de un
genuino trabajo de equipo de varios autores, uno de los cuales suena
muy parecido a Sarmiento, no sólo en el estilo sino por su propensión
acitaraSarm icnto. Como Lavallc despertaba controversias inclusive
entre los unitarios, su biografía tam bién proporciona una buena
señal del esfuerzo que estaban dispuestos a h a c e rlo s constructores
del panteón por fundam entar la “ historia o ficial”.
220
La introducción da el tono de panegírico de todo el artículo. “El
general D. Juan Lavallc”, nos dicen los biógrafos anónimos, “en fin,
pasa a colocarse a la izquierda del general San iMartín”. Esta curiosa
abertura nos hace preguntamos quién ocuparáellugardcladcrccha:
¿el difunto Belgrano, quizás, o algún argentino más reciente, quizás
Mitro o Sarmiento? "Lavalle”, siguen los biógrafos, “perteneció a
aquellas legiones inmortales destinadas por la Providencia para
obrarla regeneración del mundo... Dotado de un valor sobrehumano
y de una inteligencia superior... hallaremos siempre a este obrero
del progreso, combatiendo por la libertad de la patria... El que desde
1828 hasta 1841, en que exhaló el último aliento, no cesó un día de
protestar con las armas contra la existencia sangrienta del verdugo
del Río de la Plata (Rosas)’’ ( alerí203-204).
G,
Para que el lector no piense que un ser tan elogiado necesita
más defensa, los biógrafos van de inmediato a los problemas
centrales de la vida de Lavallc: su golpe contra el gobierno electo
de Dorrego, su ejecución del depuesto gobernador y su execrable
actuación como presidente. En el manejo de estos problemas la
biografía de Lavalle nos da un buen ejemplo de la historia oficial
popularizada. Para defender las acciones ilegítimas de Lavalle, los
biógrafos deben antes afirmar que Dorrego y el federalismo eran tan
horrendos que Dorrego obtuvo exactamente lo que se merecía, que
las acciones de Lavallc quedaran enteramente justificadas. Este
imperativo los lleva a emprender la descripción de la política de
Buenos Aires haciacl findel período rivadaviano: “La situación era
particularmente difícil ya que algunas de las provincias del interior
tiranizadas por Ibarra, Bustos, López y Quiroga se negaban a
reconocer la autoridad del Gobierno General” (226). Dos proble
mas debi litan esta afi miación: primero, las poblaciones provinciales
en su mayoría apoyaban a los caudillos y desconfiaban profunda
mente de Buenos Aires; nada sugiere que las provincias, aun sin los
caudillos, hubieran reconocido al gobierno de Rivadavia. Segundo,
las provincias nunca habían aceptado a Buenos Aires como “ el
Gobierno General” y estaban menos dispuestas a hacerlo después
de que Rivadavia tratara de imponerles su constitución. En resumen,
la cuestión entre manos no era la obediencia sino la legitimidad de
los intentos de Rivadavia de controlarlas provincias. Los biógrafos
prosiguen lamentando que “en el seno mismo del Congreso una
oposición sistemática y violenta, encabezada por el coronel Dorrego,
no se paraba en medios, a trueque de que descendiera de la silla
presidencial D. Bemanlino Rivadavia" (226). Una vez más, los
221
hechos muestnmotra cosa, C\m razón o sin ella, la oposición l'cdcr
en el Congreso se Indignó por las maniobras cíe Rivadavia m?
federaliíarla ciudad puerto sin aprobación legislativa, y expresan!
su disenso en stts funciones legi timas de funcionarios electos. M,u
aun, no hay motivo pava suponer que los federales eran ntk
violentos que sus oixmentes unitarios. Un una palabra, la renuncia
de Rivadavia resulto de la insensibilidad política y la mala admi',
nistraeión, antes que de las presiones de “ una violenta oposición".
Los ataques u Dorrego empeoran. El regreso de Lavalle a
buenos Aires tras el tratado de paz de 1828 es descripto en los
siguientes términos:
223
con los caudillos era condenatoria de por sí ya que estos lid ^
provinciales “no eran otra cosa que los representantes vivos de |}
barbarie... elevados al poder por la fuerza material de las masas
salvajes” ( alerí,233). Pero especialmente escalofriante es ij
G
conclusión: el derrocamiento armado de gobiernos electos es pcr.
misible, inclusive deseable, si se lo hace en nombre de la “civilización
armada”, argumento usado para justificar virtualmentc todos los
golpes en la historia argentina.
Habiendo declarado así que Dorrego se merecía todo loque
tuvo, y que los perpetradores del golpe sólo buscaban proteger h
civilización de “la masa bruta”, los anónimos autores encaran el
asunto más espinoso: el asesinato de Dorrego. En un comienzo
cauto, afirman que:
224
Los mismos autores desmienten mucho de lo anterior. Por
ejemplo, sus críticas a los caudillos, las “masas brutas”, y a los
federales en general, contradice la afirmación de que Dorrcgo
“era el exclusivo perturbador de toda la república”. Además,
la “paz menos que desventajosa” que le dio su independencia
al Uruguay era considerada en general como el único modo de
terminar las hostilidades con el Brasil, y por cierto era mejor
para la Argentina que los términos aceptados por García ori
ginalmente bajo Rivadavia. Además, los contactos amistosos
de Dorrcgo con los caudillos mal podían considerarse una “tu
tela”, y la idea de que Dorrego estaba agitando a los indios para
luchar contra los “cristianos” es puramente difamatoria. La biografía
sigue así:
226
todo el asunto fue algo que pasó espontáneamente y sin autoriza
ción.
La “historia oficial” de la tragedia de Lavalle y Dorrego que
podemos leer en la Galería es especialmente interesante cuando se
la compara con notas que escribió M itre sobre Dorrego en 1841,
quince años atrás. Tomadas antes de que las exigencias de justi
ficar a una “minoría ilustrada” porteña colorearan su pensamien
to, las notas de M itre presentan un cuadro muy distinto del caso
Dorrego. Antes que una “sistem ática y violenta oposición en el
seno mismo del Congreso”, Dorrego, en la primera versión de
Mitre, es “un espíritu vivo, penetrante, activo, elevado y subli
me” que contrastó el mundo soñado de Rivadavia con “las llagas,
los deseos, las necesidades de la N ación” (Mitre, OC, XII, 342).
En la versión anterior, Dorrego es un pragmático, que cuestiona
constantemente la factibilidad de los grandiosos proyectos de
Rivadavia, haciendo preguntas incómodas sobre costos reales y
beneficios. Además, M itre reconoce en sus notas de 1841 que el
ascenso de Dorrego al poder después de la desafortunada asocia
ción de Rivadavia con el prim er tratado de García con el Brasil fue
enteramente comprensible: “ Un tratado afrentoso, estipulado por
nuestro enviado en el Río Janeiro, un menoscabo de nuestra
dignidad y derechos, divorció el Gobierno con el pueblo; con él
cayó la facción [el gobierno de Rivadavia] que hasta entonces había
manejado las bridas del Estado” (OC, XII, 348). Una historia muy
diferente a la versión de la alerí,donde “El coronel
G
recurría a cualquier m edio imaginable para obligar a Bemardino
Rivadavia a abandonar el sillón presidencial”. El primer Mitre tiene
inclusive palabras amables para el gobierno de Dorrego: “La
marcha de Dorrego no está señalada por grandes mejoras, pero fue
prudente y generosa. La libertad de im prenta fue respetada, nadie
fue perseguido ni proscripto por sus anteriores opiniones, extendió
las fronteras al sur; la República se organizó de hecho bajo una forma
federal convencional y las provincias lo encargaron de todos los
negocios de paz y guerra y relaciones exteriores” . Mitre también
habla en buenos térm inos del tratado de Dorrego con Brasil, que
considera “sin duda el m om ento m ás m em orable de su gobierno”
(OC, XII, 349). Más notable todavía es la condena que hace Mitre
del golpe de Lavalle contra Dorrego: “El general Lavalle, no
tomando consejo sino de su im petuosidad, y considerando en
Dorrego al prom otor de la anarquía, en vez del prim er magistrado
de la República, determ inó llevarlo por su orden al patíbulo, arro-
227
jando así una mancha indeleble sobre las páginas de su vida"
XII, 3 5 1).5 l°C'
¿Qué había cambiado entre 1841, la fecha de estas notase
Mitre sobre la vida de Dorrego, y 1857, fecha en que el grupo de
Mitre publica la Galería, para explicar enfoques tan radicalmente
diferentes de la vida de Lavalle? La única diferencia real era ia
situación política de Mitre. Las notas fueron escritas en el Uruguay
antes de que las ambiciones políticas de Mitre se definieran; en
1841, desde el exilio, era posible ver a Dorrego con relativa
imparcialidad. Mitre y los autores de la Galería, en cambio, nece
sitaban justificarse como “minoría ilustrada” haciendo resistencia
a la barbarie que para entonces había sido identificada con el
federalismo en general y el gobierno federal de Urquiza en particu
lar. Y así como la “civilización armada” encamada en Lavalle había
luchado contra la “barbarie” de Dorrego, la civilización armada
encamada en los mitristas porteños debía prepararse una vez más
para subyugar a la “barbarie” de los urquicistas. Cada versión dela
historia de Dorrego toma sentido así sobre el trasfondo político de
los años 1841 y 1857.
5 También incluidos entre los papeles de Mitre había notas que tituló
“Consejos y apuntes para escribir la biografía del general Lavalle” fechadas el30
de agosto de 1857, poco antes de la publicación de la Galería. Dedicadas ensu
mayor parte a las experiencias militares de Lavalle durante las Guerras de 1*
Independencia, esas notas no dicen casi nada sobre el golpe y la ejecución de
Dorrego. (Véase Mitre, OCt XII, 353-364.)
228
americana, los sometió a la prueba crítica, los clasificó según lo que
ella dejó como precipitado y trató de poner, frente a lo impreso, los
resultados de su pesquisa personal en las fuentes inéditas" (Catbia,
Historia c r ític a J e la h is to r io g r a f ía a r g e n tin a , 100-107), fui re
sumen, y pese a susambiciones políticas, Mitre trajo a la historiografía
argentina un laudable interés por las pruebas y la documentación,
fn realidad, la cuarta y definitiva edición de la obra, publicada en
tres volúmenes en 1887. es un tesoro de extensas citas de documentos
que Mitre coleccionó durante cincuenta artos de trabajo en archivos.
Igualmente admirada es su H is to r ia J e S a n M a r tín y J e la E m a n
cipación S itJ a m c r ic a n a , en tres volúmenes, publicada entre 1887 y
1890.
Pese al impresionante aparato bibliográfico en que se apoya su
obra, sin embargo, la H is to r ia J e Bde Mitre p
largapolémicasobrcsupremisabásica:queunahistoriadcBelgrano,
un gran hombre, y la minoría ilustrada de Buenos Aires, pudiera ser
presentada como una historia de la independencia argentina. Con
temporáneos de Mitre como Dalmacio Véle/. Sarsficld y Vicente
Fidel López mantuvieron este debate con Mitre durante casi tres
décadas. En realidad, sus críticas a Mitre posiblemente llevaron a
éste a una fundamcntación mucho más sistemática en los documentos.
En razón de esta mayor profundidad bibliográfica, cada edición
sucesiva de la H is to r ia la mejora.
La primera escaramuza en el debate comenzó en una serie de
artículos publicados por Dalmacio Vélcz Sarsficld en el periódico
El N a c io n a l en 1864. Al llamar a la H is to r ia J e B e lg r a n o de Mitre
"un juicio injurioso y calumniante a los pueblos del interior", Vélcz
Sarsficld busca mostrar que las masas y sus caudillos jugaron un
papel importante en el movimiento de la independencia, desligados
del liderazgo porterto representado por Belgrano y San Martín
(Vélcz Sarsficld, "El General Belgrano", en Mitre, E s tu d io s h is
tóricos, 218). El punto central de la argumentación de Vélcz
Sarsficld es Martín Gílcmcs, un contemporáneo de José Artigas,
que luchó junto a San Martín y Belgrano al frente de un ejército de
gauchos que más de una vez resultó decisivo en el rechazo a las
trepas realistas.
Pero Gücmes no siempre cooperó tan amistosamente con los
porteños. T ras lasGuerrasde Independencia, Gücmes, como Artigas,
resistió los intentos porteños de poner a Salla bajo control de
Buenos Aires. También como Artigas, apoyó políticas sorpren
dentemente progresistas para su época. Como gobernador de la
229
provincia inició un sistema de impuestos progresivo y medidas de
reforma agraria que lo pusieron en malos términos con las ricas
familias salteñas, una de las cuales era la suya propia. Además
como Hidalgo, Güemes contribuyó a cam biar el sentido de la
palabra “gaucho”, de delincuente a patriotanativo. Los historiadores
modernos en general están de acuerdo en que Güemes logró un buen
equilibrio entre la lealtad a la nación y la defensa de la provincia;
también es muy elogiado actualmente por trascender sus propias
raíces de clase para conducir un movim iento popular y progresista.6
A ojos de Mitre, en cambio, la popularidad entre las clases
bajas y la oposición a Buenos Aires eran pecados imperdonables.
Incapaz de desmentir la contribución de Güemes a la lucha por la
independencia, Mitre concede que “como caudillo fue grande en la
lucha por la causa común”, pero afirma que “ como caudillo fue
funesto contribuyendo con su ejemplo a la desorganización política
y social” (Mitre, Estudios históricos, 69). M itre insiste además, con
vituperio ya estereotipado, en que Güemes fue un “caudillo desti
nado a adquirir una gloriosa a la vez que siniestra celebridad...
Aunque educado y perteneciente a una notable familia de Salta,
manifestó siempre una tendencia a halagar las pasiones de las
multitudes para conquistarse su afecto y dividirlas de las clases
cultas de la sociedad” ( Historia de (1859), II, 202-203).
Como en otros ejemplos de estilo oficialista, lo que significa esto es
que Güemes buscaba la inclusión de las clases populares, y rechazaba
las aspiraciones de la minoría ilustrada de Buenos Aires al poder
exclusivo sobre las provincias.
Los ataques de Mitre a Güemes no quedaron sin respuesta. “El
hecho es”, escribe Vélez Sarsfield, “que el caudillo Güemes, ese
hombre a quien se culpa de haber procurado siempre atraerse las
masas, se sirvió de esas masas para salvar su país y salvar la
Revolución de M ayo” (“El General B elgrano” , 227-228). Vélez
Sarsfield critica en particular la actitud desdeñosa de Mitre hacíalas
masas:
*La torpe defensa que hace Vélez Sarsfield de Güemes fue en realidadd
primero de varios intentos de redimirlo de la degradación que cubría a todos los
caudillos por igual en la historia oficial. L& H istoria de G üem es de Afilio Cornejo
en gran medida resume la opinión moderna.
230
historia de éstos puede prescindir del teatro de sus acciones.
Nuestros historiadores toman individualidades, exageran sus
condiciones, no sabemos el medio en que han vivido, el
tamaño y el valor de los pueblos en que han obrado, los brazos
secundarios que los han auxiliado; no conocemos ni las cos
tumbres, ni las opiniones de las masas, ni sabemos los nombres
de los primeros personajes que influían en ellas (233).
231
para fundamentar el mito de los caudillos bárbaros y sus hordas
salvajes. Esta visión de los caudillos lambiéndio apoyo alanegaüva
de Mitre a negociar de buena fe con el “caudillo” Urquiza, y quedó
subyacente en su visión de su propio papel en la historia argentina:
líder de una minoría ilustrada llamada a resistir la “barbarie”. Fue
precisamente el uso selectivo que hizo Mitre de las pruebas lo que
llevó a Albcrdi a acusarlo de que la Historia de Belgrano es “la
leyenda documentada, la fábula revestida de certificados, que son
para ver, pero no para leer de otro modo que los lee la vanidad del
país, esto es, con los ojos cerrados” (Albcrdi, Grandes y pequeños
hombres, 16).7
1El debale entre Mitrc y sus críticos entró en una segunda rondaenla década
de 1880, período que escapa al alcance de este libro. Vicente Fidel López, unautor
tan prolífico como Mitre y mucho más influido por historiadores como Thienyy
Macaulay, reiteró lacrítica de Vélez Sarsficld a Mitre, en el sentido de que el interés
de éste por la documentación lo enceguecía a los problemas más amplios. Mitre
contraatacó calificando de “impresionista" la Historia de López. El debate entre
López y Mitre ha sido analizado en extenso en Carbia, Historia, 148-172; Ricardo
R. Caillet Bois también analiza el debate en su artículo “La historiografía", como
hace Joseph R. Barager en “The Historiography of the Rio de la Plata Area Sin«
1830" (596-598). Además, como lo indican obras relativamente recientescomolas
muy entretenidas y no muy confiables de Arturo Jauretchc, Los profetas del
y El medio pelo en la sociedad argentina, el papel de Mitre en la historia argentini
sigue inspirando discusión.
232
intelectual, heroísmo, elocuencia, ambición, oportunismo e intriga,
Mitre admite que se lo vea desde muchos ángulos y combinación de
ángulos. Ninguno de sus contemporáneos tuvo sus dotes combina
dos de escritor, historiador, político, administrador, orador y líder
militar. Es cierto que Sarmiento fue mejor escritor, Albcrdi un
pensador más lúcido, Urquiza un patriota más entregado, López un
historiador más legible, y casi cualquiera pudo superarlo como
novelista y traductor. Pero nadie tuvo todos esos talentos juntos; ni
tampoco nadie acomodó sus talentos en un vehículo más perfecto
de autopromoción que el que mantuvo a Mitre en la mi ra del público
desde 1852 hasta su muerte en 1906.
Pero Mitre es mucho m ás que un producto de la ambición
personal y las relaciones públicas. Una vez que Urquiza dejó de ser
un obstáculo y Mitre llegó a presidente, se ocupó de organizar el
país, fundar escuelas y universidades, redactar códigos y leyes,
crear un moderno sistema bancario y monetario, marcar políticas de
inmigración y construir puertos, líneas telegráficas y ferrocarriles.
En todas estas actividades se mostró un funcionario imaginativo e
incansable, tanto que sin M itre la Argentina moderna podría no
existir. Pero hubo otro M itre: un hombre cuyas ambiciones una
otra vez intemimpieronel desarrollo nacional y siguen distorsionando
la comprensión del pasado argentino. Cuando las ambiciones
personales de Mitre coincidieron con el bien de su país, fue un
servidor público imaginativo y celoso; cuando no, fue una peligrosa
fuente de perturbación y distorsión histórica.
Separar las ambiciones de Mitre de su patriotismo es espe
cialmente difícil por su ubicua retórica liberal. Sean cuales fueren
sus acciones y motivos, siem pre lo dijo bien. Sus escritos nos ha
blan en presente y están cargados con el denso perfume de la
elocuencia liberal, mientras que sus acciones siguen en el pasado,
esperando ser iluminadas por historiadores laboriosos. Con elo
cuencia liberal atacó los planes de Urquiza de unificar el país bajo
un gobierno igualmente representativo de Buenos Aires y las pro
vincias; con elocuencia liberal llamó a su periódico ,
aunque siempre reflejó un solo punto de vista; con elocuencia libe
ral llamó a su siguiente periódico La Nación, nombre que disfraza
su inflexible prejuicio porteñista; con elocuencia liberal condujo a
la Argentina al borde de una desastrosa guerra civil que fue evitada
sólo porque Urquiza se negó a combatir, con elocuencia liberal
colaboró en una vergonzosa guerra contra el Paraguay; y con
elocuencia liberal en 1874 intentó un golpe contra un presidente
233
constitucional cuya mayor ofensa había sido derrotarlo en su
segunda postulación a la presidencia, Si M ine hoy es míls recor
dado como un estadista, entdito, líder político e historiador liberal,
es en parte poique sus palabras siguen defendiéndolo y promo
viéndolo.
Y si sus palabras flaquean, sus descendientes se apresuran a
salir en su ayuda. La familia Mitre es dueña y editora de luí Nación,
el diario más poderoso del país, que a su vez ejerce una influencia
tácita sobre la vida intelectual argentina m ediante el simple expe
diente de controlar quién y qué se publica o reseña en sus páginas.
En realidad, con la colaboración de sus descendientes, Mitre se
mantiene casi tan intocable en la muerte com o lo fue en vida. Dada
la complejidad del hombre y los giros laberínticos de la vida
intelectual argentina contemporánea, los escritos de Mitre siguen
siendo la m ejor ventana para ver que, pese a sus grandes palabras
sobre democracia y su notable cont ribución a la historia, nunca deja
de ser el defensor de los grandes hombres y las minorías ilustradas:
vale decir, él mismo y los que están de acuerdo con él.
Capítulo 9
235
Dos consideraciones promueven la elección de ese nombre,
Primero, muchos de los autores estudiados en este capítulo so
llamaron a sf mismos “nacionalistas”, y al federalismo “causa
nacionalista”. Por ejemplo Olegario Andrade, en Las dos polín,
cas, importante panfleto publicado probablemente en 1866, es
tudiado en detalle más adelante en este capítulo, divide a los par
tidos políticos argentinos en dos grupos: “ Federales y unitarios,.,
nacionalistas y liberales” (54). Segundo, el nombre toma sentido
a la luz de lo que se volvió el antiliberalismo en este siglo. Como
el Kafka de Borges, que crea sus propios precursores, el naciona
lismo argentino contem poráneo en cierto sentido creó su propia
genealogía.
Lo que m ás les falló a los oponentes del liberalismo porteño
durante los primeros cincuenta años de existencia del país, fueron
buenos defensores públicos de su punto de vista. A diferencia de
Echeverría, Sarmiento y M itre, los escritores antilibcralcs trabajaron
en relativo aislamiento, sirvieron causas políticas efímeras y no
dejaron una progenie intelectual que m antuviera su obra a la vista
del público. Salvo las denuncias poóticas al privilegio de la clase
alta y la injusticia com etida con el gaucho, por Bartolomé Hidalgo,
los autores populistas antes de U rquiza se hundieron en el olvido,
Hasta las proclam as de Artigas tuvieron que esperar su resurrección
a m anos de historiadores uruguayos ansiosos por establecer una
identidad nacional propia. Igualm ente olvidado estuvo el padre
Francisco de Paula Castañeda, que lanzó una cam paña vigorosa, a
m enudo difam atoria, contra R ivadavia, y después se alineó con
Estanislao López, caudillo de Entre Ríos, contra los liberales
porteños. Otro “nacionalista” olvidado es Pedro de Angelis, un
literato italiano im portado por R ivadavia, que se transformó en el
intelectual “con cam a adentro” de R osas; aunque fue un adulón
servil de quienquiera estuviese en el poder, de Angelis dejó una
notable (aunque probablem ente insincera) defensa de la dictadura
de R osas, convincentes refutaciones de los argum entos unitarios
contra R osas, y un adm irable cuerpo de escritos serios sobre la
cultura, el lenguaje y la geografía argentinos. A un así, dado que
escritores com o C astañeda y de A ngelis eran fáciles de desacreditar
p o r su alianza con causas políticas ingratas o sin éxito, fueron en
gran m edida olvidados y cau saro n poco efecto sobre las ficciones
orientadoras oficiales del país.
Con la lleg ad a al p o d er d e U rquiza, y el establecimiento de un
gobierno nacional en P araná, los intelectuales antiporteños por
236
primera vez encontraron un líder político con el que pudieran
simpatizar, y un gobierno a cuyo alrededor pudo formarse una
escuela genuina de sentimiento nacionalista. Gracias a la Confe
deración, escritores como Juan Bautista Alberdi (ya alejado de
Sarmiento y Mitre), Carlos Guido y Spano, Olegario V. Andrade y
José Hernández se unieron en la causa común contra el dominio
porteño. Pero, como suele suceder en las letras argentinas, también
los pensadores de la Confederación fueron más hábiles en explicar
el fracaso que en programar el éxito. Como resultado, los ejemplos
más significativos de pensam iento nacionalista, populista y
provincialista no aparecen durante el gobierno de Urquiza sino
después de su derrota en 1861, cuando los mitristas y Buenos Aires
habían vuelto a dominar el país.
Este capítulo y el que sigue examinan'el pensamiento nacio_^
nalista argentino tal como se manifiesta entre 1857~}TT 8 8 fi en
téjjnnos^de^ííiicoHmpulsos-principalcs, El primero es una rccsX
tructuración de la historia que define a la Argentina como una
nación dividida no por ideologías políticas sino por realidades
económicas, y como contendientes principales el interior contra
Buenos Aires, los pobres contra la “oligarquía” (térm ino
dcsaprobatorio referido a los ricos porteños, que se empieza a usar
durante este período). El segundo es una vindicación de los caudillos'
como auténticos dirigentes populares cuyo supuesto barbarismo era
el único recurso disponible a las provincias en su lucha contra
Buenos Aires; esta vindicación de los caudillos está íntimamente
ligada a la reestructuración de la historia, y formaría la base del
revisionismo histórico que divide la historiografía argentina aun
hoy (véase Baragcr, “Historiography”; Frocber, "Rosas and the
revisión of Argentino History”; Navarro Gcrassi, Los nacionalis
tas, 131 - 145). El tercero es una expresión de solidaridad ideológica^
con otros países latinoamericanos, actitud notoriamente ausente
entre la mayoría de los liberales argentinos. El cuarto es una
rcivindicacióndelahercnciacspañola, latina, en la que la fascinación
del liberalismo con Francia, Inglaterra y Norteamérica como mo
delos es vista como algo “antiargentino”. Y el quinto es una
glorificación del hombre de campo pobre, de la que el gaucho, antes
que como un descastado bárbaro, emerge como un prototipo de
auténticos valores argentinos y una víctima de la egoísta ambición
de la oligarquía. En menor grado, la crítica a las guerras con el indio,
en especial en la obra de Lucio V. Mansilta, también vindica a otro
gmpo marginal: los indios argentinos, aunque el indio nunca
S
237
adquirió el m ism o valor simbólico que el gaucho en el peasamiento
populista. Algunas de estas corriente, por supuesto, fueron aniicj.
padas por los primeros populistas, Artigas e Hidalgo, como vimos
en el Capítulo 3. Sin embargo, es durante las décadas de 1860 y 187o
que el pensamiento nacionalista florece por entero. Aquí, como en
capítulos anteriores, los desarrollos intelectuales son examinados
junto a los hechos sociopolíticos que los inspiraron.
238
los mismos derechos de autodeterminación alas provincias. Una de
sus primeras medidas fue enviar al ya viejo general José María Paz,
famoso héroe de la Independencia, portando un baúl con doscientas
mil libras esterlinas, a sobornar caudillos provinciales para que se
alejaran de la Confederación. Cuando esto falló, los porteños en
viaron dos ejércitos a las órdenes de los generales Manuel Hornos
y Juan Madariaga a interrumpir la convención constitucional de
Santa Fe. Urquiza los derrotó a ambos (Fems, 296). Los porteños no
tardaron en comprender que la popularidad de Urquiza acoplada
con su fuerza militar hacía intocable a la Confederación... al menos
por el momento.
La presidencia de Urquiza también vio la publicación de uno
de los documentos más importantes del nacionalismo argentino: el
panfleto Las dos políticas , de Olegario V. Andrade. Dado que el /
ejemplar más antiguo superviviente de Las dos políticas no men
ciona ni autor ni fecha, hay considerable desacuerdo sobre los
orígenes del artículo. Algunos lo atribuyen a José Hernández,
aunque su estilo inflado, altamente metafórico, es mucho más
propio de Andrade que de Hernández. Tampoco hay acuerdo sobre
la fecha. Varios historiadores afirman que no apareció hasta 1866,
que es de hecho la fecha en que comenzó a circular ampliamente
como parte de una campaña abortada de recuperar la presidencia
para Urquiza. José Raed, por su parte, en el convincente ensayo
"Olegario y Las dos políticas ", que antecede a la edición que uso
aquí, afirma que gran parte del panfleto fue escrito durante la
presidencia de Urquiza, quizá ya en 1857, cuando Andrade tenía
apenas dieciocho años, y fue rcescrito después para apoyar un
posible regreso de Urquiza a la presidencia. Sean cuales fueran la
fecha y el autor, empero, el panfleto es un importante pronuncia
miento sobre la política de la Confederación, una clave para
cntcndercl desarrollo del pensamiento provincialista y nacionalista,
y una asombrosa anticipación de ficciones orientadoras que siguen
dando forma al nacionalismo argentino.
Escrito en un estilo pomposo, el texto aHmiaque "las cuestiones
de organización, de forma de gobierno, de instituciones liberales,
eran los diferentes disfraces de la cuestión económica", en la que
Buenos Aires “ha monopolizado el comercio, el transporte de
bienes y el gobierno en general... Derrocado en 1810 el régimen
metropolitano y devuelta la soberanía política del país al pueblo de
sus provincias, Buenos Aires se erigió de hecho en Metrópoli
territorial, monopolizando, como ha dicho el señor Alberdi en
nombre de la República independiente, el comercio, la navega
ción y el gobierno general del país, empleando el mismo métO(j0
que había empleado España. En vez de Madrid, se llamaba 1%
nos Aires... En vez del coloniaje extranjero y monárquico, tuv¡.
mos desde 1810 el coloniaje doméstico y republicano" (Andrade
53-54). Afirma luego que desde los primeros días de la independen,
cia, sólo una cuestión política fue importante: si las Provincias
Unidas o Buenos Aires controlarían la abundancia material del
país. Desde el punto de vista de Andrade, Buenos Aires teníalo,
das las de ganar en esta lucha económica, hecho que explica no
sólo la pobreza de las provincias sino también sus gobiernos cau-
dillistas:
240
porteños que aprovechan la posición privilegiada de Buenos Aires
son cómplices, cualesquiera sean sus supuestas diferencias políti
cas. “Si es injusto atribuirá Buenos Aires” , nos dice, “los crímenes,
las expoliaciones, los antojos salvajes de Rosas, no es injusto negar
su complicidad con los principios trascendentales de su política
soberbia, exclusivista y vanidosa, con sus aspiraciones capitales de
predominio y de absorción” (72). No puede sorprender que Andrade
vea a Mitre y su oposición a Urquiza sólo como el episodio más
redente de esta permanente conspiración contra las provincias:
“sólo fue [Mitre] la restauración del ascendiente perdido de Buenos
Aires, la ruina y el desquicio para las provincias, la riqueza y el
poder para Buenos Aires. ¡La misma política de todos los tiempos
aciagos de la República! Rivadavia, Dorrego, Rosas y Mitre han
sido sus instrumentos” (76).
Andrade continúa su ensayo con una resonante defensa de
Urquiza, retratando al caudillo entrerriano como el más reciente y
más capaz de una larga serie de héroes provincianos como Güemes,
Ramírez, López y Quiroga, todos los cuales combatieron por la
autonomía de sus provincias. Urquiza, en las palabras del panfleto,
es el hombre que “levantó la bandera redentora de las libertades
argentinas” (90-91) y creó un congreso, una constitución y un
gobierno nacional. La devoción de Andrade a Urquiza tenía una
base personal. Nacido en 1839 en una fam ilia pobre de artesanos
rurales, y huérfano desde tierna edad, Andrade pudo estudiar,
primero en su pueblo natal de Gualeguaychú, después en Uruguay,
sólo gracias a la generosidad personal de Urquiza, muy im presio
nado por la inteligencia del joven Andrade (Tiscomia, “Vida de
Andrade”, x-xi, xviii-xxix). Andrade term ina Las dos políticas con
una invocación a los historiadores del futuro para que juzguen el
conflicto entre Buenos Aires y las provincias: “ Invoquen a la
historia para que sancione sus juicios. Ella les dirá de qué parte ha
estado el interés local, la vanagloria ridicula, la ambición desm edi
da. Ella les dirá quiénes han trabajado por la paz, por la fraternidad,
por la regeneración” (92). Andrade no tenía modo de saberlo, pero
su invocación a una historia alternativa, al revisionismo histórico,
se volvería el grito de batalla del nacionalism o argentino en este
siglo.
Las ideas de Andrade tam bién resuenan en Albcrdi. Después
i,s,
del triunfo de Urquiza, Albcrdi abandona el clitism o de las Bases y
aza una
preliminar estudiado e n e i Capítulo 5. Escribiendo desde París tras
241
la caída de Urquiza, afirma que “Los caudillos son los rcprcscruantcs
m ás naturales de la dem ocracia de Sud A m érica... Mitre, Sarmiento
y los de la escuela liberal e inteligente... quieren reemplazarlos
caudillos de poncho, p o rlo s caudillos de f r a c ,.. .la democracia que
es democracia, por la dem ocracia que es oligarquía” (Grandesy
pequeños hombres, 207-209). Continúa:
242
metrópoli. Buenos Aires, y el país vasallo, la república.
t 3ksx> gobierna, el otro obedece; el uno goza del tesoro, el otro
te peduro; el uno es feliz, el otro miserable (107).
\
245
a o bcdeccral m ando porteño, tarca en la que sólo Rosas había tenido
éxito. C om o observa Scobic, aunque R osas y M itre diferían en
m ucho, “ un atributo esencial fue com ún a los dos regímenes. La
riqueza y el podcreconóm íco que representaba la ciudad de Buenos
A ires sólo participaron en la nacionalidad argentina cuando su
seguridad pudo ser garantizada p o r la dirección porteña en un
gobierno nacional" (299). C om o gobernador, M itre inmediatamente
se em barcó en una estrategia de tres puntas para recuperar las
provincias. Prim ero, subsidió o rg an izacio n es de simpatizantes
porteños en el interior. Segundo, explotó el sentim iento autonomista
en el interior entrando en negociaciones con líderes provinciales,
m aniobra que pasaba p o r encim a d e D erqui y ayudaba a introdu
cir una cuña entre óste y Urquiza. Y tercero, probablem ente apoyó
una cam paña terrorista en cu b ierta co n tra líderes provinciales
proconfcdcración, que tuvo especial éx ito en las provincias del
noroeste (B osch, 523-534; Scobic, 304-317).
D os resultados de esta cam paña fueron los asesinatos de
N azarío B enavídez, ex caudillo de la p ro v in cia natal de Sarmien
to, San Juan, y el d e su su ceso r federal, Jo sé A ntonio Virasoro.
En el otoño de 1858, cu an d o U rquiza to d av ía estaba en la presi
dencia, sim p atizan tes u n itario s lo g raro n lo m ar el control de San
Juan, rem plazando al gran en em ig o d e S arm iento, Benavídez,
con M anuel José G óm ez. T em ien d o q u e B enavídez intentara un
g o lp e co n tra su g o b iern o , G ó m ez h ab ía en carcelad o al viejo cau
dillo. T ra s un fracasado in ten to d e resca te p o r partidarios de
B en avídez, el carcelero u n itario m an d ó e je c u ta r al preso, acto de
co b ard ía q u e S arm ien to trató d e ju s tific a r, p ese a su siempre
p ro clam ad a fe en las in stitu c io n e s y p ro ce so s legales (Bunkley,
3 7 9 -3 8 0 ). E n p a rte d e b id o al c la m o r p o p u la r contra Gómez, el
recién e le c to D erq u i lo rem p lazó p o r Jo sé A ntonio Virasoro,
g o b e rn a d o r p ro C o n fe d e ra c ió n q u e fu e a su v ez asesinado el 16 de
n o v ie m b re d e 1860, en u n a re b e lió n co n d u c id a por el mitrista
A m o n io A b e ra sla in , q u ie n p u e d e o n o h a b e r actuado indepen
d ie n te m e n te d e B u e n o s A ires.
El te m a del te rro ris m o p o rte ñ o e n las provincias, y especial
m e n te la p a rtic ip a c ió n p o rle ñ a e n lo s a sesin a to s de Benavídez y
V iraso ro , se v o lv ió m a te ria d e u n a c a ld c a d a discusión. Urquiza
a c u só a S a n n íc n to y su s a m ig o s p o rte ñ o s d e in stig ar a la violencia,
a c u sa c ió n q u e S a rm ie n to n e g ó c o n firm e z a . M ás tarde, cuando
D erq u i n o m b ró a u n a c o m is ió n p a ra in v e s tig a r el asesinato, Urquiza
o b je tó la in c lu sió n d e m ilris la s e n la c o m isió n , sugiriendo que él
sospechaba que el mismo Mitre estaba implicado. La crítica de
Urqui/.a a la comisión marcó de nuevo sus temores de que Derqui
estuviera demasiado influido por Mitre. En una carta a Derqui
fechada el 30 de diciembre de 1860, Urquiza le advertía: “No se deje
separar de sus amigos por ideas del momento aceptadas sin bastante
meditación” (citado en Scobie, 313). Fuera cual fuese la participa
ción de Mitre, es indudable que obtuvo rédito político de las muertes
de Bcnavídcz y Virasoro, ya que la desestabilización de goberna
ciones pro Confederación en las provincias del noroeste, y el dis-
tanciamicnto entre Urquiza y Derqui, eran decisivos para abrirle
camino a un triunfo sobre el interior.
La exitosa estrategia de “divide y vencerás” empleada por
Buenos Aires, sumada a las crecientes dificultades económicas
de la Confederación, convencieron a Mitre, que todavía se repo
nía de su derrota de 1859 en Cepeda, de que úna segunda invasión
al interior podía salir bien. A fines del invierno de 1861, Mitre
volvía a marchar contra la Confederación. Aunque Urquiza ac
cedió a conducir las fuerzas de defensa contra esta segunda inva
sión, la dcslealtad de ex aliados federales, las sospechas sobre )
Derqui, la enfermedad, y una creciente repugnancia por la lucha'
constante contra el ambicioso y tanto más joven Mitre, le restaroá
entusiasmo por la batalla. Las dos fuerzas se encontraron el 17 de
septiembre de 1861 en Pavón, donde tras un breve enfrentamiento,
Urquiza, para sorpresa de todos, se retiró con sus tropas. Sin
Urquiza, la resistencia de la Confederación cesó de inmediato. Se
firmó un tratado por el cual Urquiza volvía a Entre Ríos y se
apartaba de la política nacional, para gran desilusión, cuando no
furia, de sus aliados federales. A cambio, Mitre prometía dejar en
paz a Entre Ríos. Con Urquiza hecho a un lado, Mitre inició
negociaciones independientes con todos los caudillos provinciales,
erosionando el poder de Derqui y mostrando un total desprecio por
la Confederación. Desprovisto de todo apoyo significativo, Derqui
renunció oficialmente a la presidencia en noviembre de 1861 y
marchó al exilio.
Los motivos de Urquiza para ceder al fin ante Mitre han
quedado velados por el misterio. Seguramente tuvo la oportunidad
y los recursos para rcagruparsc y marchar sobre Buenos Aires otra
vez. En lugar de hacerlo, volvió a su querida estancia de San José,
dejando alas provincias indefensas ante los designios de Mitre y los
poneños. Como el acuerdo firmado con Mitre lo confinaba a Entre
Ríos, Urquiza se negó repetidamente, pese a las frecuentes ofertas
247
de sus ex aliados federales, a apoyar ninguna resistencia de las
provincias a Buenos Aires. Tal comportamiento llevó a ex partidarios
suyos como Hernández, Alberdi, Carlos Guido y Spano y los
caudillos Ángel Peñaloza y Ricardo López Jordán a denunciarlo
como traidor al federalismo y a los ideales de su juventud. Escribía
Alberdi en 1863: “No pudiendo sostenerse contra Buenos Aires,
hoy se sostiene Urquiza por Buenos Aires... Urquiza acabará
probablemente su vida pública como la empezó: por ser cómplice
de Buenos Aires en el despojo y el destrozo de la República
Argentina”. En un pasaje similar, Alberdi escribe que al permitirle
ganar a Mitre, Urquiza “ha restaurado el régimen de Rosas... Ha
destruido la constitución que se envanecía de haber promulgado, y
ha herido de muerte la integridad nacional, que sirvió en otro
tiempo” (Escritospóstumos, IX, 327,332). Como observa Alberdi,
Urquiza comenzó su vida pública aliado a Rosas; y como Alberdi
lo profetizó, seguía aliado al gobierno de Buenos Aires cuando fue
asesinado en 1870 por un ex aliado federal que como tantos otros se
sintió traicionado por Urquiza en Pavón.
¿Cuáles fueron las causas del espectacularcambio de Urquiza?
Lo m ás probable es que haya pensado que, dado que Mitre y Buenos
Aires nunca admitirían una paz que no fuera dictada por ellos
mismos, las provincias sólo tenían dos alternativas: una guerra civil
prolongada e inganable, o una rendición negociada. Diez años de
esfuerzos inútiles en la Confederación lo habían convencido de que
la segunda alternativa era la mejor. Una explicación más cínica
sostiene que Urquiza cedió a la tentación de la riqueza. Siendo el
mayor terrateniente de Entre Ríos, tenía mucho que ganar si
mantenía relaciones de paz con Buenos Aires; y de hecho Urquiza
murió colosalmente rico.
Liquidada la Confederación, la tarea de organizar un gobierno
nacional recayó sobre Mitre, quien, tras la renuncia de Derqui.pasó
a ser el ejecutivo nacional de facto; el 12 de octubre de 1862, un
Congreso Nacional recientemente electo hacía de Mitre, entonces
de cuarenta y un años, el primer presidente del país unido. Mitre
sacó a relucir una capacidad administrativa y diplomática sin
precedentes en el país. Siguiendo políticas no distintas de las que
había intentado Urquiza, extendió el servicio postal, construyó
caminos y fcrrocariles, nacionalizó vías fluviales y puertos, regu
larizó las finanzas nacionales, instaló un sistema judicial, expandió
la educación pública y alentó la inmigración. Más de cien mil
europeos entraron a la Argentina durante su presidencia. También
248
creó un clima de negocios favorable que casi duplicó el tráfico de
exportaciones c importaciones entre 1862 y 1868. Pero, más im
portante, al menos a nivel simbólico, Mitre conservó con cambios
menores la constitución de la Confederación; en tanto el control
político y económico se mantuviera en manos de los porteños, la
Constitución federal no presentaba obstáculos serios a su gobierno.
Mitre fue especialmente afortunado al no tener enemigos tan
capaces como él.
En los primeros meses del gobierno de Mitre, los intelectuales
favorables a la Confederación mantuvieron una cauta distancia.
Aunque Juan María Gutiérrez aceptó el nombramiento de rector de
la Universidad de Buenos Aires, evitó involucrarse en política.
Alberdi, que había renunciado a su puesto diplomático cuando
asumió Derqui, pasó a ser diplomático de un país que ya no existía.
El disgusto de Alberdi por la política lo retuvo en París, pero de
todos modoscscribióuncnsayo sorprendentemente conciliador, De
la anarquía y su s d o s c a u sa s p r in c ip a le s d e l g o b ie r n o y s u s d o s
elem entos n e c e sa rio s en la R e p ú b lic a A r g e n tin a , c o n m o tiv o d e su
reorganización p o r B u e n o s A ir e s , en el que evita, al menos por el
momento, otro ataque a Mitre, sosteniendo que después de Pavón
la lucha entre Buenos Aires y las provincias no era “de personas”
sino "de intereses y de instituciones” ( O b r a s c o m p le ta s , VI, 152).
Según Alberdi, dos elementos relacionados en la sociedad argentina
provocaban su anarquía perpetua: el egoísmo de Buenos Aires, que
insistía en conservarlos ingresos de la aduana para sí, y los caudillos
provinciales, que sobrevivían porque Buenos Aires no les ofrecía a
jas provincias forma alternativa de autogobierno. Para remediar
estos dos males proponedos soluciones: primero, que Buenos Aires
(y sus ingresos) sea federalizado, y segundo, que este nuevo
gobierno, auténticamente federal, tenga sustancial poder sobre las
provincias. En una palabra, promueve un gobierno central fuerte
pero auténticamente representativo.
En efecto, Mine instituyó un fuerte gobierno central, pero de
ningún modo lo hizo más representativo. Su gobierno consistió por
entero de porteños y sus aliados leales de las provincias. También
mejoró los servicios públicos en el interior, pero más por palemalismo'
y conveniencia política que por respeto a los derechos provinciales.
En una palabra, la democracia estaba bien en cuanto sus miembros
votantes fueran g e n te d e c e n te que aceptaba el dominio de Buenos
Aires antes de cualquier discusión. Lo que significó esto en la
práctica fue un demorado esfuerzo por eliminar el último rastro del
249
populismo cuudillcsco, ¡>or muy representativo que lucra del sen.
tlmicnto provinciano.
El más lamoso caudillo de los que sintieron el puño de Mitre
fue Ángel Vicente Peñaloza, apodado “ El Chacho”, que seguía
gobernando La Rioja. En 1862, El Chacho comenzó a reunir ar-
mas para un levantamiento popular contra las autoridades nacio
nales. Sarmiento, entonces gobernador de la vecina San Juan,
nombrado por Mitre, reaccionó a la rebelión declarando un esta
do de sitio ilegal y enviando fuerzas nacionales a combatir al
caudillo rebelde. El 12 de noviem bre de 1863, Peñaloza fue captu
rado y decapitado por las tropas nacionales, que después exhibie
ron su cabeza en una lanza com o advertencia a sus seguidores.
Aunque Sarmiento negó haber ordenado el asesinato, este acto de
"barbarie oficial” suele ser citado com o prueba de lo flexibles
que eran las normas que Sarm iento se aplicaba a sí mismo. Como
parte de su protesta de inocencia, escribió otra biografía, ésta
dedicada a desacreditar plenam ente al Chacho como el caudillo
míts bárbaro que hubiera existido, y sugiriendo que su eliminación
de la vida argentina valía la pena fueran cuales fuesen los medios
(OC, 7). La controversia por la conducta de Sarmiento en el caso
salió a luz en un momento en que su promoción utopista de
proyectos públicos irrealizables, un affaire amoroso de ribetes
confusos, y una polémica con la Iglesia, habían disminuido ya su
popularidad en San Juan. Con la turbulencia adicional provocada
por el asesinato del Chacho, M itre decidió, com o lo había hecho el
gobierno chileno quince años atrás, que Sarm iento podía sérmenos
problem ático fuera del país. En abril de 1864, lo nombró embajador
en los Estados Unidos, donde traería m enos problemas (Bunklcy,
395-412).
Pero la partida de Sarm iento no enfrió el clim a. El asesinatodel
Chacho provocó airadas protestas entre los intelectuales naciona
listas. En una elegía em otiva titulada “ Al general Ángel Vicente
Peñaloza” , O legario V. A ndrade escribió:
250
Que era a lu fe de tu creencia estrecho,
Será más tarde uti vendaval de fuego.
251
desetvqvbo del asesino, el h áib aro Sarm ienta. ni pan ido que invoca
l,i dnsuACión, la decencia, el progreso, acaba con sus enemigos
cosiéndolos a p ub alad as.,, ¡M aldito sea! M aldito, mil veces nial-
dito, sea el partido envenenado con crím enes, que hace de la
República Argentina el teams do sus sangrientos honores"
<}<’.h\\<' U n ndn.ie;, 50). En el m ism o artículo Hernández también
usa el crim en del C hacho para ad v en irle a llrq u i/a que di será la
provim a v (clima de los |Vutebos, por m ucho que el "puede esquivar
si quiere su responsabilidad p erso n al" ante la causa provinciana y
ser seducido "p o r las am orosas palabras del general Mitre" (5()ólj,
Ademas, com o hizo A tidrade en J o s politiras, I lemáiule/ usa
su biografía del C hacho para d elinear una historia alternativa de la
Argentina, en la que los caudillos provinciales Ramírez, Quiroga,
López, U rquiza (hasta Pavón), Benavídez. y Pebaloza son los
verdaderos héroes, y los liberales p o n ch o s, Rivadavla, Sarmiento,
Rosas y M ure, los perpetradores de la pobreza, las turbulencias yel
terror, E n la historia alternativa d e 1lem áiu le/, el enmendó Peilalo/a
es solo el episodio m ás reciente de la cam paba terrorista poncha
contra los intereses provinciales, una cam paba que ya ha redamado
las vidas de D otrego, Q uiroga, B enavídez, Virasoro, y ahora
Pebaloza <51S5o).
Alberdi tam bién com entó el asesinato del Chacho, a quien le
reconoció una legitim a representación d e La Otra Argentina. Pie-
gom a retoricam ente: "¿Q uién fue El C h ach o ?" y respondo que an
tes que nada fue un general, que seguram ente m erecía el rango tan
to com o M itre, Sigue diciendo que el C hacho fue "el Garihaldnlc
La R ioja", referencia a los intentos de Pebaloza por mejorar el
bienestar m aterial de su provincia. A grega que:
...m ien tras ¡M itre y S arm iento] luchaban contra |el general
Pebaloza], disponiendo de todo el teso ro y los recursos déla
R epública sin p o d er vencerlo, el C hacho no tenia más tesoro,
para defender la causa d efendida p o r una m itad de la Nación,
que el am or de su pueblo, que lo seguía, sin sueldo ni estipendio
pecuniario, (E s c m a s ¡ \\w w u x s. IX , 558.)
255
hubieran de plantearse con severidad excesiva, quizá sólo queda
rían subsistentes amargos desengaños, desesperantes decepciones’’
( Ráfagas, I, vii-viii). "\
Pero fue Paysandú, y los hechos que llevaron a la denota del \
federalismo uruguayo, los que más motivaron a Guido y Spano,
obligándolo a entrar en las turbulencias políticas que aborrecía. Ya
suspicaz ante el expansionismo brasileño y conocedor del Brasil.cn
cuya capital había pasado varios años, Guido y Spano condenó
inmediatamente la invasión brasileña al Uruguay, en especial la
intromisión evidente aunque no reconocida de Mitre. El 20 de
diciembre de 1864, en momentos en que Flores, que marchaba con
apoyo argentino, se unía a las tropas brasileñas, para el asedio final
a Paysandú, Guido y Spano escribió un mordiente ensayo titulado
“ ¡Ea, despertemos!” Identificándose como “un hijo humilde del
pueblo” reconoce que su voz probablemente quedará silenciada o
ignorada por las “facciones oligárquicas, la temeridad arrogante de
sus corrompidos heraldos, ...los opulentos patricios, los publíca
nos que constituyen el orden palatino de la república esquilmada...
y el periodismo aventurero”. (Este último término de “periodismo
aventurero” era esgrimido con frecuencia por los autores naciona
listas, como descripción de cinismo y ambición personal, para
atacar a Mitre y Sarmiento.) Explicando su ira, Guido y Spano
coloca la ofensiva contra los blancos en el contexto de la supresión
oligárquica de las masas en general, y en particular la dominación
porteña sobre las provincias. Afirma después que “la tribuna
[porteña] donde se profesa la mentira” seguirá ignorando a las
masas a menos que necesite comprar “su voto o su puñal”. Pero si
la masa “llega alguna vez a sublevarse, ¡ay de ella!, se arrasarán
sus campos, se reducirá a cenizas sus hogares, se aprisionarán sus
familias, se perseguirá a los hombres como a fieras. Entonces los
asesinos apellidáranse héroes y el facón del más feroz de los
verdugos se transformará en la fulminante espada de la justicia”
( Ráfagas, I, 315-316). ¿Y cómo justificará la elite porteña tal
supresión de las masas? Dirán, dice Guido y Spano haciendo una
soberbia parodia de las pretensiones liberales, que:
256
lodo progreso, y sobre todo refractarios a la obediencia pasiva
y al acatamiento que nos deben?... ¿No somos los apóstoles de
las luces del siglo? ¿Nuestra ilustración, nuestro lujo, nuestros
adelantos, nuestra prensa, nuestros placeres, no lo están ates
tiguando? (316).
257
C u n a d e lo s g u e rre ro s d e a lm a g ra n d e ,
D e la s h e m b ra s d e p e c h o v a ro n il,
S e m ille ro d e g lo ria y h e ro ís m o
;P a z e n tu so le d a d !
{O bras p o é tic a s, 1 3 5 -1 3 6 .)
A sí d e b ió c a e r la c iu d a d m á rtir
C o m o cay ó , retan d o a su d estin o ;
A sí d e b iste c a e r, c ó n d o r a n d in o ,
E n la s g arras d el ág u ila rap az;
E ra s el C risto d e u n a g ra n id e a ,
E l ap ó sto l d e u n d o g m a b e n d e c id o :
jL a tra ic ió n co m o a C risto te h a v e n d id o ,
C om o a C risto , la fe te salvará!
258
liberales ilustrados habrían encontrado bochornoso. Andrade asu
me un papel importante para el federalismo argentino y la busca de
un destino auténticamente americano, no sólo para la Argentina
sino para toda Sudamérica.
259
ser entendida en térm inos psicológicos, o, com o lo describió Al-
bcrdi, “ La cuestión del Paraguay no es m ás que una faz de la
. cuestión interior argentina. Esta cuestión interior ha sido toda la
causa y origen de la Guerra del Paraguay que jam ás hubiese llegado
a existir si M itre hubiese estado por la unión argentina" (
póstumos, XI, 395). Albcrdi declara que la clite porteña veía a
López como un caudillo como todos los dem ás, y en consecuencia
parte del caudillismo argentino. T am bién veían con suspicacia los
vínculos reales y posibles de L ópez con caudillos del noroeste
argentino. En una palabra, en un m om ento en que Buenos Aires
estaba luchando por librarse de los caudillos del interior, la élite
porteña sentía que el único caudillo bueno era el caudillo muerto, De
ahí que López, un caudillo popular que sigue siendo recordado en
el Paraguay como el principal héroe nacional, tenía que ser elimi
nado y desacreditado, aunque eso significara transformar al Para
guay en un cementerio.
En los primeros años del conflicto, M itre usó con habilidad
la guerra para sacar ventajas. N unca escaso de recursos orato
rios, le aseguró a sus partidarios que volverían triunfantes a Buenos
Aires en cuestión de meses. T anto confiaba en una victoria rápida
que decidió com andar en persona las tropas argentinas; como
resultado, pasó gran parte de los tres últim os años de su presidencia
en el campo de com bate y descuidó sus tareas presidenciales, La
. guerra le dio una excusa para ejercer un control m ás estricto sobre
sus enemigos. Con ayuda de la fam ilia T aboada, de Santiago del
Estero, derrotó y m ató a Felipe V arcla, el caudillo que había
sucedido al Chacho en La Rioja. La g u erra fue también la excusa
para exiliar a opositores problem áticos com o José Hernández y
Carlos Guido y Spano. Pero, m ás im portante quizá, le permitió
atacar la base de poder de los caudillos reclutando gauchos para
lucharcontra los paraguayos, arreglo m uy conveniente en el que dos
grupos sociales m olestos se m ataban entre sí. Otro beneficio ines
perado de la guerra fue económ ico. L os terratenientes bonaerenses
y del litoral, incluyendo quizás a U rquiza, hicieron fortunas ven
diendo cuero, carne y caballos a las tropas de la Triple Alianza,y
recibiendo a cam bio el oro que fluía del B rasil a la Argentina. Tamo
se beneficiaron económ icam ente co n la guerra los partidarios de
M itre que se los apodó el “ partid o de los proveedores" (Rock,
Argentina, 127-129).
M íen iras que Ja guerra les d io b en eficio s políticos y económi
cos a los mi Instas, para el p u eb lo fue una carga creciente, a pumo
260
tal que los intelectuales nacionalistas pronto estaban publicando
fuertes críticas a los costos hum anos y financieros de la guerra. D e
los muchos docum entos que em ergen de este disenso, ninguno m ás
significativo que el extenso artículo de G uido y Spano “El G obierno
y la Alianza” . Publicado en el diario de B uenos A ires La Tribuna,
en julio de 1866, “El G obierno y la A lianza” es la pieza política m ás
ambiciosa de G uido y Spano, y buena m uestra del sentim iento
nacionalista, así com o de sus paradojas.
Guido y Spano escribió el artículo con dos objetivos principales
en mente. Prim ero, quería denunciar a M itre (y por extensión al
liberalismo argentino en general) com o un fraude, un ju g u ete en
manos del B rasil, y un enem igo de la verdadera dem ocracia.
Segundo, quería colocar a la Alianza en un contexto histórico en el
que la guerra y su destrucción resultaran inevitablem ente del
pensam iento antifederalista. Estos argum entos son interesantes p o r
derecho propio, pero, com o verem os, G uido y Spano tam bién
expone involuntariam ente un costado del nacionalism o argentino
que no lo honra.
C om ienza su ataque diciendo que M itre practicaba m al lo que
predicaba. R ecuerda las prom esas del presidente de traer paz y
unión a todos los argentinos, y llega a m ostrar adm iración por el
buen sentido político que m ostró M itre al conservar con pocos
ajustes la Constitución federal escrita bajo Urquiza. Pero agrega
que el liberalism o de M itre no incluye garantías constitucionales
para sus oponentes políticos. Los periódicos de oposición fueron
silenciados, los enem igos exiliados, y los últim os caudillos federa
les asesinados en cam pañas terroristas:
261
oposición que no naciese del seno m ism o de sus correligionarios
oposición que sería siempre limitada por las afinidades de unonocn
común” (1,362). En esta iluminadora frase. Guido y Spano admite
que Mitre permitió un debate lim itado entre voces del tnixmj
origen,entre miembros de la familia ponería podría decirse, apenas
lo necesario para proteger la fachada del liberalismo al mismo
tiempo que aplastaba toda oposición seria. Sostiene luego que fes
mitristas arreglaren las elecciones con "la violencia y el fraude’',&
modo que sólo pudieran ganarlas “ todas las mediocridades agv
rantes... los abogados sin pleitos, los periodistas gritones, las
conciencias venales, los oradores caricatos, las nulidades orgullo-
sas“ (1. 363). Haciéndose eco de m uchos de estos mismos sao.
miemos, José Hernández escribió en 1868:
263
de que tanto Paraguay com o U ruguay, por naturaleza y derecho dc
nacim iento, form an parte de la A rgentina, idea que se vuelve hacia
una d élas ficciones orientadoras m ás antiguas del país: la necesidad
de m antener las fronteras del V irreinato del Río de la Plata. Según
Guido y Spano, la potencia m ás responsable de la división de esa
Argentina ideal fue Brasil. Sugiere que la intromisión del Brasil le
permitió al doctor Francia m antenerse en el poder en Paraguay
desde 1811, pese a los intentos de la Argentina de recuperarla
provincia. De m odo sim ilar, afirm aque Brasil impidió que Uruguay
se reuniera a Buenos Aires durante la época de Rivadavia. En suma,
de acuerdo a la visión de Guido y Spano, si no hubiera sido por la
interferencia del Brasil, las “ provincias herm anas" de la Argentina,
Paraguay y Uruguay, se habrían unido felizmente a la federación
argentina. Alberdi tam bién describió a Bolivia, Paraguay y Uruguay
no como repúblicas independientes, sino como provincias que la
Argentina “perdió” por causa de la “vanidad a la par que la
impotencia” de los porteños (Grandes y pequeños hombres, 181-
183). Alberdi también le atribuye la Guerra del Paraguay a la am
bición brasileña, una ambición de la que Mitre se estaba volviendo
cómplice. En “El Imperio de B rasil ante la democracia de América"
escribe: “El hecho es que todo el fondo de la cuestión que se disfraza
con la Guerra del Paraguay se reduce nada menos que a la recons
trucción del Imperio del Brasil”. En el mismo ensayo llama a Mitre
el hombre que “empeñó la libertad argentina en una tienda de
empeños brasileña” ( Obrascompletas, VI, 272). En o
la misma época, “Las dos guerras del Plata y su filiación en 1867",
escribió: “ Las manifestaciones de simpatía por el Paraguay durante
la guerra no han sido insultos a la República Argentina, como se ha
pretendido, sino la protesta dolorosa y oportuna contra una alianza
que hacía de los pueblos argentinos los instrumentos del Brasil en
ruina de sí mismos” ( CVII,
O , 29).' En una palabra, A
cide en lo fundamental con Guido y Spano: Brasil es el gran
dcsestabilizador, y Mitre su cómplice.
En este esquema, Mitre y sus secuaces, “conspiradores de
etiqueta”, traicionaron el ideal de una Argentina espiritual meo-
Y la palabra viva.
El verbo de la fe republicana,
Anunciará a los orbes...
Y [que] Se abrazan las razas redimidas
Sobre el sagrado altar de las ideas.
Un pueblo va adelante en el tumulto
De la cruzada audaz; un pueblo grande
A quien Dios dio la pampa por alfombra
Y por dosel el A nde...
Brilla en su frente el sello prodigioso
De la elección de D ios...
¡Es mi patria! Mi patria. Yo la veo
A vanguardia de un mundo redimido,
De un mundo por tres siglos amarrado,
Que, cual bajel en mar desconocido,
Rompiendo las cadenas del pasado
Se lanza con audacia
Cargado de celestes esperanzas,
Al puerto de la santa democracia.
Es su bandera aquella que flamea
En las rocas del Cabo seculares
La que lleva a una raza esclavizada
La luz de libertad de sus altares.
(Andrade, Obras poéticas, 44-45.)
265
Las razas redim idas” son obviam ente las hispanoamcife,
ñas, “por tres siglos am arradas” bajo el dominio español Al re
cordar el papel heroico de la A rgentina en los movimientos inde
pendentistas de varios países hispanoam ericanos, Andrade profe'
tiza que la A rgentina volverá a guiar a todo el continente, que su
bandera ‘‘cargada de celestes esperanzas” marcará el camino al altar
de la libertad. Entonces, com o guía del continente, la patria alcanzará
su destino com o La Gran Argentina. Este destino vive en embrión
en el pueblo, que sigue esperando la liberación, las masas sin
conductor, traicionadas una y otra vez pero siempre dignas de
esfuerzo. G uido y Spano y su generación están entre los primeros
en usar térm inos com o ‘‘nacionalista” y “espíritu nacionalista”para
referirse a una orientación populista, y esto mucho antes de que tales
ténninos se popularizasen en el siglo xx (véase, por ejemplo, Rá
fagas, 1 ,361, 369). Están tam bién entre los primeros en rebelarse
contra el papel m enor que el liberalism o le asigna a la Argentina en
el panoram a internacional; la visión nacionalista quiere para la
Argentina algo más que ser aliado del Brasil, cliente leal de
Inglaterra o, para usar una palabra de un período posterior, el
granero del mundo. Para ellos la A rgentina está destinada a ser un
líder, portador de la m arca prodigiosa de Dios, liberador del
continente entero, y ejemplo para el mundo.
Otra corriente del pensam iento nacionalista, visible en la
referencia que hace Andrade a “apóstatas, verdugos y traidores
sostiene que el fracaso de la Argentina en lograr ese destino
espiritual deriva no de la debilidad del pueblo argentino sino de
intromisiones externas y traidores infiltrados. El nacionalismo
argentino rebosa de teorías conspirativas. Para Guido y Spano, el
Brasil fue el gran corruptor, para nacionalistas posteriores, lo
fueron Inglaterra, la CIA, las multinacionales, los bancos extranjeros,
La Trilateral Commission, o quien sea. Pero, cualquiera sea el
nombre del demonio, sus secuaces fueron siem pre los miembros de
la elile europeizante y anliargcntina que vendía su país por lucro
personal, los venpatri,deq ue aceptaban un puesto de segunda para
la Argentina en tanto ellos resultaran personalm ente beneficiados.
Además de los sueños de La Gran Argentina y las innumera
bles variedades de temías conspirativas, hay otra corriente en el
pensamiento de estos tempranos nacionalistas que merece co
mentarlo, y es su declarada, y muy inusual para la Argentina,
Idenid icación con otros países de Hispanoamérica. La tendencia de
los liberales argentinos a verse como europeos sudamericanos S
266
deja poco intenis para el resto de América latina, salvo cuando se
arrogan el papel de mentor y ejemplo, como luciéronlos rivadavianos
y la Generación del 37. Esta postura, que llevó a Sannicnto a
aplaudir cuando los Estados Unidos anexaron la mitad de México,
volvió a resurgir durante el malhadado intento francés de instalara
Maximiliano como Emperador de México en 1864. Aunque el
gobierno de Mitre mantuvo la neutralidad oficial durante el conflicto,
su periódico, La Nación, publicó varios artículos defendiendo la
invasión francesa, afirmando que “las sociedades desquiciadas han
sido en todos tiempos conquistadas o invadidas, porque la Provi
dencia tiene siempre gentes en reserva para ira ocuparlas tierras que
poseen las sociedades viciadas” (citado en Guido y Spano, Ráfagas,
1, 195). Horrorizado por la sugerencia de que México, en tanto
sociedad “desquiciada y viciada”, se mereciera de algún modo ser
invadida, Guido y Spano envió una larga carta de protesta titulada
“La cuestión de M éjico” al diario de Mitre, que los editores
aceptaron, asegurándole que se publicaría no bien hubiera espacio
disponible. Tras casi un mes de espera, Guido y Spano envió su
artículo a un diario rival, EINacional, que más tarde sería clausurado
por los mitristas, y aquí se publicó no sólo el artículo sino el
fulminante ataque de Guido y Spano a Mitre por su censura
mediante el silencio.
La negativa de M itre de ver impresa “La cuestión de Méjico"
es comprensible. Guido y Spano empieza notando la ironía de que
Francia, tutor y modelo de las revoluciones liberales en toda
América, ahora fuera “dorado alcázar del despotismo victorioso...
Las repúblicas de América han perdido pues su aliado natural, que
al atacarlas en México, ha falseado sus promesas y mentido a su
historia” ( áfags,1 ,190-191). Más irritante para Guido y Spano
R
fue el silencio oficial de la Argentina sobre la cuestión, particular
mente desde que los gobiernos de Perú, Chile y Brasil ya habían
dado muestras de apoyo a México. Más reveladora que su postura
ante la invasión francesa, sin embargo, es su retórica. Guido y Spano
suele referirse a la Argentina sólo como un “Estado americano”
entre muchas “repúblicas herm anas”. También insiste en que su
interpretación de sentim ientos populares es más adecuada que la del
gobierno, afirmando, por ejemplo, que su posición ante México
refleja “el instinto popular político; es el alma de la democracia que
siente el soplo helado del fiero despotismo amenazándola de
muerte; es la vieja sangre española sublevándose ante el espec
táculo de la violencia rapante y de la fuerza usurpadora” ( 1 ,192).
267
Una vez m ás vem os su creencia de que “el pueblo” es el genuino
depositano de la virtud argentina. Pero también vemofc un curioso
acoplam iento de esta idea a una exaltación de “la vieja sangre
española”. En ninguna parte en Guido y Spano, o en otros nacio
nalistas, encontram os la denigración de España y de la herencia
española que m arca la obra de liberales argentinos como Sarmiento
y el Alberdi de Bases. Es precisam ente este sentido del ancestro
com ún el que le perm ite a G uido y Spano hablar de “repúblicas
herm anas" en un m odo desconocido al liberalismo argentino. Así,
la lucha m exicana se vuelve una lucha hispanoamericana en el que
“los bravos m exicanos a la vanguardia de una causa que a todos nos
interesa profundam ente, defienden el derecho de todos estos pue
blo s... batiéndose gallardam ente contra el extranjero y contra los
traidores” ( 1 ,192).
E sta negativa a aceptar la visión liberal de los pueblos espa
ñoles y latinos tam bién es visible en Olegario V . Andradc. Hacia el
fin de la década de 1870, escribió un poema importante titulado
“Atlántida: Canto al porvenir de la raza latina en América”, en el que
afirma que las razas son “raudales de la Historia” y que Dios le dio
a la raza Latina el destino de “inaugurar la historia / y abarcar el
espacio” ( Obra ,p
oética52-53). En la reconstrucción histórica de
Andrade, la raza latina ha pasado por varias etapas, pero,
la patria bendecida
siempre en pos de sublimes ideales,
el pueblo joven que arrulló en la cuna
el rumor de los himnos inmortales.
Y que hoy llama al festín de su opulencia
a cuantos rinden culto
a la sagrada libertad, hermana
del arte, del progreso y de la ciencia (66-69).
269
Aquí, (fotuto los pechos de una creación (tlguntc
Im peran nuevas ru/tts que indinen su vigor,..
270
una nmy insalubre xenofobia. El populismo también vio a la
Argentina corno parte de una gran tradición latina e hispánica,
antes que una colonia europea rodeada de bárbaros, y en esa
tradición afirmó la solidaridad con el resto de América latina.
Fero, io más importante de todo, quizá, fue que el populismo
rechazó las teorías de exclusión, generalizadas entre los liberales,
que veían a los mestizos del interior como un impedimento al
progreso. En resumen, el populismo argentino en su mejor for
ma ofreció una mitología para el consenso y la inclusión que, si
hubiera triunfado, podría haber desarrollado la especie de democracia
abarcadora a la que el liberalismo veneraba sólo con palabras, no
con hechos.
Ladoblezdelliberalismo argentino queda àcidamente resumi
da por Guido y Spano en su carta autobiográfica de 1879. Guido y
Spano recuerda la década de 1860 como una época en la que buscó
refugio de la política en los libros; otros, observa,
271
literarias que siguen echando dudas sobre la sabiduría del liberal«,
mo argentino. La prim era es Una excursión
de Lucio V. M ansilla, que consiste d e una serie de cartas en las que
el autor describió sus encuentros con los mismos indios que ti
gobierno de Sarm iento estaba decidido a exterminar. La segunda»
un largo poem a gauchesco titulado E l Gaucho Martín Fierro, que
le dio al populism o un rostro hum ano en la imagen inolvidable de
un gaucho tan perseguido por los gobiernos liberales que se trans
formó en el bárbaro que tanto tem ía Sarm iento. Estas obras, su
contexto y su perm anente im portancia entre las ficciones orientadoras
de la A rgentina son el tem a del siguiente capítulo.
272
Capítulo 10
273
Domínguez, de Huiré Ríos, Iti clausura de varios órganos de piensa'
"I .os periódicos Porvenir, ElPueblo Entre pub
Gtinleguayclnl, y El Eco de Entre ¡líos y Paraná, <|iie se publican
en la ciudad de este nombre, han lomado una dirección incompa
tible con el orden nacional y con los deberes que al gobierno general
incumben en ¿pocas como la presente,.. Hn consecuencia, el señor
vicepresidente de la República me ordena dirigir a V,H, csia
comunicación encargándole que, haciendo uso de las facultades que
el estado de sitio confiere.,, se sirva V,B. disponer t|ue cese la
publicación de los referidos petiódicos, usando para con las jwrsonas
o con las cosas los medios de acción adecuados para conseguirlos"
(citadocnTiscomia,“ 'Vida de Andrade", xxxii i). I ,a muerte rejxmiina
del vicepresidente, Marcos Paz, a com ienzos de 1868, obligó a
Mitre, que había estado hasta entonces al frente de las tropas, a
volver a Buenos Aires tras artos de ausencia, apenas a tiempo para
participar en la campaña de elección de su sucesor. Mitre apoyaba
a Rufino EUzalde, viejo amigo suyo conocido por su lealtad al
presidente. Otros contendientes eran Adolfo A lsina.hijode Valentín
Alsina, el perenne autonomista de Buenos Aires cuya postura
separatista había atormentado a Urquiza y había hecho parecer
moderado, en comparación, a Mitre. Aunque para entonces las
páremelas ya estaban bajoel firme dominio del centralismo |x)rtcfto,
existían simpatías federales latentes en el interior que disminuían
las chances tanto de Alsina como de Elizaldc. En la necesidad de un
candidato de. compromiso, los electores dieron con el nombre (le
Sarmiento. Uno de sus m;ts firmes proponentes fue Lucio V.
Mansilla, quien pese a sersobrino de Rosas y ex m ilitante urquicista,
puso todas sus energías en la candidatura de Sarm iento, con la
esperanza de ser nombrado por ¿si e ministro tic Guerra. Sarmiento,
a quien siempre era más fácil apreciar cuando estaba lejos, termi
naba un periodo de tres artos como em bajador argentino en los
Estados Unidos. El recítenlo de su lam entable gobernación en San
Juan se había desvanecido, y en su condición de miembro del
punido porteño que había nacido y crecido en el interior resultaba
- una opción aceptable tanto para los intereses provincianos como los
de Buenos Aires. Su elección quedó asegurada cuando Adolfo
Alsina retiró su candidatura y accedió u ser vicepresidente de
Sarmiento. En el momento de su elección, el 10 de agosto de 1868,
Sarmiento estaba en alta mar, volviendo do Nueva York, y no se
imaginaba el honor (y los problemas') que lo esperaba, I n formado de
su nuevo cargo al bajar a tierra en Río de Janeiro, visitó al emperador
Don Pedro y le aseguró que la Argentina bajo su presidencia no se
apartaría de la alianza contra el Paraguay.
/ La presidencia de Sarm iento se inició con problemas. En pri- x
mcr lugar, ofendió a M ansilla negándole la cartera de Guerra tan
anhelada, y nom brándolo en cam bio a un oscuro puesto militar en
Río Cuarto. Si la intención de Sarm iento había sido apartar a
Mansilla de la política de Buenos Aires, no tuvo éxito porque desde
Río Cuarto M ansilla em pezó a publicar las cartas sobre las que está
basada Una excursión a los indios ranqueles, de la que hablaremos /
más adelante. Luego, Sarmiento trató de seducir a Mitre para que
: participara de su gobierno. Aunque no ignoraba la preferencia de
Mitre por Elizalde, Sarmiento esperaba que el ex presidente seguiría
en su puesto de com andante de las fuerzas aliadas en el Paraguay,
y a la vez como ministro de Guerra. Pero compartir el poder no era
el estilo de M itre, que rechazó ambos cargos y se dedicó a oponerse
a la política de Sarmiento desde su puesto en el Senado y desde su
recién fundado di ario La Nación. La oposición de Mitre a Sarmiento
tenía poco sentido ideológicamente, pero se basaba en un hecho
esencial de la política de Mitre: en el poder fue un funcionario
celoso y eficaz; fuera del poder era capaz de openerse a todo, sin
reparar en la ética ni en la ideología.
Mitre y M ansillano fueron los únicos problemas de Sarmiento.
Las prioridades eran: sacar a la Argentina de la Guerra al Paraguay,
que en el momento de su asunción, en 1868, estaba en su peor
momento; pacificar al interior, donde las tensiones provinciales
amenazaban con estallar en una guerra civil; y proteger la coloni
zación blanca de los indios desplazados de sus territorios. Menos de
dos semanas después de su asunción, llegó ayuda de una fuente
inesperada. Urquiza, el hombre al que Sarmiento había retratado
con trazos tan gruesos en Campaña del ejército grande, le escribió'"
una carta congratulatoria fechada el 29 de octubre de 1868:
275
U sted ít la cab eza d e la N ación y yo com o Gobernador de una
p ro v in cia rica, fucile y m oralizada, estam os en posición de
h acer realidad esta aspiración. (C itado en Bunklcy, 453.)
27 Ó
bibliotecas públicas, triplicó el tendido de vías féwsa%,v%Uit)te/M m
sistema nacional c internacional de telégrafos, reformó
los códigos comercial y militar, y realizó eJ mh
tiempo, fue impiadoso con todo lo que considerara jndesea í>;
hecho, sus internos por centralizar el m sí mismo, y m
propensión a igualar su bienestar político con el de la Argentina,
fueran cuales fuesen los procedimientos institucionales, llevaron a
su mejor biógrafo, AJíson Williams BunkJcy, que simpatiza con él,
a llamarlo "un caudillo moderno” (Vida da Sum íanlo, 412),
La amenaza política más peligrosa para Sarmiento m
presidencia tuvo lugar en 1870, cuando tropas de Ricardo l/;p e z
Jordán, ex militar de la Confederación, desilusionado por la rendí-
ción en Pavón, asesinó a Urquíza y sus dos hijos Justo y Wa Id irio,
pocas semanas después de que Sarmiento lo hubiera visitado en San
José. López Jordán, político frustrado, se había postulado para
gobernador de Entre Ríos en 1804, pero fue derrotado por José M,
Domínguez, con el apoyo de Urquíza y Mitre. Convencido de que
Urquíza y Domínguez se habían vendido a Buenos Aíres, López
Jordán empezó a organizar un ejército gaucho y a preparar el
asesinato de Urquíza. Realizado éste, López Jordán se nombró
gobernador de Entre Ríos y lanzó una guerra separatista contra
Buenos Aires, Durante el juramento como nuevo gobernador de la ,y
provmc¡adeelaró:"Hedeplorado que los patriota,sque se decidieron
a salvar las instituciones, no hubieran hallado otro camino que Ja
víctima ilustre que se inmoló, pero no puedo pensaren una tumba
cuando veo ante mis ojos los líennosos horizontes de los pueblos
libres y felices” (citado en Bosch, 714). Las fuerzas ele Sarmiento
expulsaron a López Jordán del país en cuestión de meses. Tras
intentarínvadircl territorio argentino en 1873 y 1874,1 .ópez, Jordán
comprendió al fin que sus ambiciones nunca tendrían suficiente
apoyo popular, y se retiró a una estancia en el Uruguay. En 1888 se
introdujo clandestinamente en Buenos Aires, donde fue reconocido
y baleado por el hijo de un militar a quien López Jordán había
condenado a m uertequínecafios atrás. Hoy es recordado sobre todo
por haber planeado el asesinato de Justo José de Urquíza.
y Con el Paraguay reducido ala nada, los caudillos m uertos o en
' el exilio, y las provincias golxtmadas por políticos favorables a
Buenos Aires, sólo quedaba un obstáculo en la perspectiva liberal
del progreso: los indios que seguían atacando a los colonos en las
humeras en expansión. Desde los primeros tiempos de la República,
los criollos ávidos de i ierra habían expulsado a los indios de sus
277
temiónos, aunque algunos dirigentes blancos, Rosas entre ellos
mantuvieron mejores relaciones que otros con ¡os indios. Rosas sé
las arregló para hacerlos com batir entre sí, y a sus aliados los
mantuvo bajo control mediante pagos anuales; existen registros de
estos pagos a tribus aliadas pampas y araucanas, err archivos
oficiales, bajo la rúbrica “Negocio pacífico con los indios". I-sos
pagos se hicieron irregulares tras la caída de Rosas en 1852, y tras
la derrota de Urqui/a, Mitre los interrumpió por completo. Al no
efectuarse los pagos pacificadores, y con todas las fuerzas militares
ocupadas en la Guerra al Paraguay, los malones arreciaron a tal
punto que Sarmiento declaró prioridad uno la recuperación de
tierras perdidas (Jones, “Civilizalion and Barbarism and Sannicnto’s
ludían Policy", 5-7). En ciertos aspectos, los gauchos enfrentaban
problemas similares a los de los indios, ya que, aunque hablaban
castellano y hasta cierto punto eran cristianos, también ellos vivían
en los márgenes de la sociedad, y eran expulsados poco a poco de
las tierras que antes recorrían libremente. Además, igual que los
indios, los gauchos no tenían lugar en el esquema liberal de la
Argentina.
Pararcsolvcrcl problema indio de una vez portodas, Sarmiento
volvió a sus ideas originales de civilización y barbarie. Ya en 1844,
cuando todavía estaba en Chile, respondía a los argumentos del
279
lo d o la a s o c ia c ió n d o su fa m ilia c o n el rn s is n u i (Al luir* Valar, W-
185). lin a y o lía v e /, ira n í d e h a lla r u n c a u d illo p o llin o a f|t||,V„
s e g u ir, p rim e ro e n U rq u iw » , m ita la rd e e n M in o y S a rm ie n to , peu,
s ie m p re fu e re c h a z a d o . P a ra c o n g r a c ia r s e c o n M in o d e sp u é s de
P a v ó n , c o m b a tid p o r B u e n o s A ire s e n el P a r a g u a y , d isin iieiiín d o M
c o n e llo n u ls a d n d e s u s e x a m ig o s le d e r a le s c o m o Olegario
A n d ra d e y C a rlo s G u id o y S p a n o , q u ie n e s se o p o n ía n c o n luda
v e h e m e n c ia n la g u e r r a . Im e l P a r a g u a y , tr a b ó a n iis ia d con
D o m in g u ilo , e l h ijo d e S a r m ie n to , y e s lu v o p r é s e n la c u a n d o lo
m a im ó n , S a rm ie n to s ie m p r e le e s tu v o a g r a d e c id o ,,, a u n q u e no
la m o c o m o p a ra d a rle u n p u e s to d e im p o rin n c in e n m i g o b ie rn o ,
A s í lú e q u e M a n s illa , d e s p u é s d e a p o y a r la c a n d id a tu ra de
S a rm ie n to c o n la e s p e ra n z a d e s e r n o m b r a d o m in is tr o d e (lu c irá ,
te rm in é , a fin e s d e 1 8 0 8 , e n R ío C u a rto , p r o v in c ia d e C ó rd o b a , en
u n c a rg o q u e e s ta b a m u y d e b g jo d e s u s e x p e c ta tiv a s . P e se a 'sil
re n c o r p o r la in g ra titu d d e S a r m ie n to , M a n s illa h iz o u n 'b u e n
tra b a jo , y m u y p o c o d e s p u é s e m p e z a r o n a a p a r e c e r s u s c a rta s e n el
m a tu tin o p o rte ñ o La Tribuna, lle n a s d e a u to e lo g io s p o é s u s lo g re s
e n la p a c ific a c ió n d e in d io s y la c u s to d ia d e c o lo n o s fe rro c a rrile s,
E l d ia rio , d irig id o p o r u n a m ig o d e M a n s illa , I lé e lo r V a re ta , p u ed e
h a b e r p u b lic a d o la s c a r ta s p a ra ir r ita r a S a r m ie n to y m a n te n e r el
n o m b re d e M a n s illa a la v is ta d e l p u b lic ó , E n f e b r e r o d e 1870
M a n s illa y u n re p re s e n ta n te d e l je fe in d io M a r ia n o R o s a s firm a re n
u n tra ta d o d e p a z q u e fu e e n v ia d o a R u e ñ o s A ir e s p a r a s u a p ro b a c ió n
fin a l. C u a n d o S a rm ie n to s u g ir ió c a m b io s e n la re d a c c ió n d el
d o c u m e n to , M a n s illa le e s c r ib ió u n a c a r ta f u r io s a a c u s á n d o lo d e n o
to m a rlo e n s e rio . E o s in d io s e n tr e ta n to e m p e z a r e n a d u d a r d e la
b u e n a fe d e l g o b ie rn o y se c e b a r e n at o ís. E n p a r le p a r a l ra n q u ili zat los,
y e n p a rte p a ra a liv ia r su p r o p io a b u r r im ie n to , N la n s illa s e e m b a rc o
e n u n v ia je p o r te r r ito r io in d io , r e g is tr a n d o s u s e x p e r ie n c ia s y
o b s e rv a c io n e s e n u n a s e rie d e c a r ta s d ir ig id a s a u n v ie jo a m ig o .
S a n tia g o A tv e . L a s c a n a s fu e re n p u b lic a d a s e n e l d ia r io d e V á re la
e n tre el 7 0 d e m a y o y el 7 d e s e p tie m b r e d e 1 8 7 0 . R e c o p ila d a s
d e s p u é s p o r H é c to r V a re ta , e s ta s c a r ta s s e v o l v i e r e n u n a o b r a fin tea
e n la lite ia tu ra a r g e n tin a , l,*na z tc iir tiíii) a /,i\ n s /r e v rezi.ziie/cs
(C a U le i-R o is , v il, x x ü ), 4
T re s c o r rie n te s p r in c ip a le s r e c o r r e n e l te x to d e M a n s ilh C
R o m e re . b u s c ó d e s c rib ir a lo s in d io s v a n q u e lc s ( s u s preferencias,
h i l n u s c iv o n d a s s w t W M W n w A 0 1 1 1 1 .« „ „ « v io
vomplou, |V s,h lo . o . o o m o 1„ , | h v o l, • • , « , « « m
El crítico Julio Ramos llama agudamente al viaje de Mansilla “un
viaje deliberado a la barbarie”, lo inverso de sus viajes a Egipto y
Europa, así como el obligatorio viaje a Europa que debía hacer todo
joven argentino de la clase alta (Ramos, “Entre Otros”, 144). Una \
■^segunda corriente en la obra es el esfuerzo de M ansilla por vindicarse
a sí mismo, por probar que, aun siendo el sobrino de Rosas, merecía
algo mejor que Río Cuarto. Y tercero, el ataque a las políticas
indígenas de Sarmiento, a veces directamente, pero con más fre
cuencia mediante discusiones abstractas sobre las ideas de civi
lización que supuestamente justifican las campañas de exterminio,/
^lel gobierno. Lamentablemente, aunque escritor prolífico, Mansi-
lia no era un pensador riguroso. Como resultado, suele rozar ape
nas cuestiones fascinantes que, con más atención por su parte, lo
\habrían llevado a una especie de relativismo cultural muy distinto
de la fácil exaltación liberal de la “civilización” y la ruda auto-
ysáüsfarjción del gobierno de Sarmiento.
x f es\ a esta tendencia a dejar caer en mitad del vuelo las
cuestiones"rnportantes, los ataques de Mansilla a Sarmiento suelen
conectarse coaccio n es orientadoras de tierra, clase y raza rastrcables
al menos hasta Aligas y su visión de un carácter argentino pre
existente, invisible a'^s porteños europeizados y sobreviviente sólo
en las pampas y sus habitantes que eran de algún modo el pueblo
“real”. Los que han retratáosla pampa, escribe, “ poetas
de ciencia, todos se han e q u iv o c o . El paisaje idei
que yo llamaría, para ser más exacto,jam pas, en plural, y el paisaje
real, son dos perspectivas completamente distintas. Vivimos en la.
ignorancia hasta de íafisonomfa de nuestra patria.” (1,92). Mansilla"
critica con frecuencia^ Buenos Aires por su incomprensión del
país. Como Guido y Spano, ataca el enfoque eurocéntrico del
liberalismo argentino que enceguece a los líderes del país a Ta
naturaleza y virtudes autóctonas de la Argentina. Tambión elogia el
"tipo nacional” que resulta no ser otro que el gaucho, “un tipo
generoso, que nuestros políticos han perseguido y estigm atizado” y,
en referencia a la gauchesca paródica, “ a quien nuestros bardos no
han tenido el valor de cantar, sino para hacer su caricatura” (II, 49-
50). En un pasaje similar, M ansilla habla del gaucho como “nuestra
raza", distanciándose una vez m ás él mismo y su propia clase de la
auténtica alma nacional (1 ,96). En un pasaje especialm ente reve
lador describe a un gaucho, M anuel Alfonso, de sobrenom bre
Chañilao, que se desplazaba con com odidad de la sociedad rural
blanca a la indígena, como una “planta verdaderam ente oriunda del
281
suelo argentino”. Pero se lamenta de que Chañilao haya tenido
tantas dificultades con la ley de las ciudades, con las legalidades de
la civilización sarmientina, y concluye que “Ésa es nuestra tierra:
como nuestra política, suele consistir en hacer de los amigos
enemigos, parias de los hijos del país, secretarios, ministros, em
bajadores, de los que nos han com batido” (II, 262). Así es como
Mansilla se identifica, en ocasiones, con la idea populista de que el
liberalismo abandona a los hijos auténticos de la Argentina, prefi
riendo promover como “secretarios, ministros y embajadores” a
quienes lucharon contra la Argentina auténtica. Por supuesto, la
preocupación de Mansilla por los sumergidos bien pudo haber
quedado sin expresar si hubiera sido nombrado ministro de Guerra
en lugar de comandante de Río Cuarto. \
En otras partes de Una excursión, M ansilla afirma que la in
capacidad del liberalismo de incluir a los genuinos hijos de la naríón
es un rasgo típico de la sociedad a la moda en Buenos Aires,
artificial, desarraigada, imitativa:
282
Ningún pasaje revela mejor que éste las múltiples ambigüeda- \
des de Mansilla. Primero está el referente incierto de “nosotros” y
“nuestro”. Por un lado, como Artigas, Hidalgo y otros en la tradición
populista, supone que la Argentina ya tiene una identidad, a la que
se refiere como “nuestra fisonomía nacional, nuestras costumbres,
nuestra tradición”, y que esa identidad de algún modo se encama en
los gauchos, los indios y los campesinos. Pero en los párrafos
siguientes se distancia de esa identidad diciendo que él y su grupo
(obviamente la clase alta porteña, antes que los gauchos y los indios)
se ven obligados a representar un papel europeizado, incongruente ,
\>con lánaturalcza del país.1 Igual de ambivalente es su postura ante
el progreso. Si bien admite el progreso material que el liberalismo
argentino está aportando al país, sugiere que ese progreso en cierto
modo va contra la tierra y su gente, y que habría sido mejor escuchar
los árranques inspirados de personas menos cultas (¿los caudillos?)
que los fríos razonamientos de intelectuales europeizados. Su temor
es que el pensamiento europeo y la clase de progreso que éste
promueve deje al país “contrahecho”, vale dcci r desarrollado contra
su naturaleza.* Son sugerencias interesantes, pero, como es típico en
Mansilla, no van más allá de la superficie. Más afín a la charla
amable y a la salida ingeniosa que al razonamiento riguroso,
Mansilla renunciado inmediato ala responsabilidad intelectual de
profundizar el tema diciendo que “no es más que un simple
cronista”, y pasa a la anécdota siguiente.
En Mansilla no hay una voz unívoca. Mansilla no podía tomar
una postura consistente precisamente porque no sabía él mismo
dónde situarse. ¿Era el dandi culto y afrancesado, casualmente
también sobrino de Rosas? ¿O era el partidario de Urquiza, y
después de Mitre, que luchó en la guerra del Paraguay que después
condenó? ( 1, 86). ¿O era el hombre que, a la vez que se lamenta por
su mala suerte al no obtener un ministerio en la presidencia de
Sarmiento, afinna que el liberalismo abandona a los hijos genuinos
de la Argentina, pero nunca deja de ver a indios y gauchos como
“ellos” contra el “nosotros” de Buenos.Aires? ¿O era el causeur
dilettante, revoloteando de un tema a otro, con divertida incoheren-
1El artículo “Entre otros” de Julio Ramos describe con gran percepción las
muchas dimensiones del “yo”, del “nosotros" y del “nuestro” de Mansilla.
También es brillante la exploración de la resbalosa máscara autobiográfica de
Mansilla que hace Sylvia Molloy en su “Imagen de Mansilla” y en el capítulo que
le dedica a Mansilla en Al Face Valué.
283
da? Aunque dice que la autentica Identidad nacional esi,1 en Iok
gauchos e indios a quienes di y su clase oprimen, en última instancia
no pi'ojxine ninguna alternativa al programa de Sarmiento de asi-
titilación forzada, desplazamiento y aniquilación. La mejor alterna
tiva de Mansilla es "cristianizarlos, civilizarlos y utilizar sus brazos
para la industria, el trabajo y la defensa común” (I, 87). En suma,
pese a su entusiasmo ante gauchos e indios como ios "verdaderos"
hijos del país, enúllimo análisis propone la asimilación y explotación
en términos apenas más humanos que los del liberalismo que ataca,
En el mejor de los casos, como observa Julio Ramos, Mansilla
critica el liberalismo argentino, pero siempre desde una perspectiva
liberal; las políticas de Sarmiento no son malas por ser liberales,
sino porque son mal liberalismo (Ramos, 165). Pero las muchas
descripciones que hace Mansilla de los indios y los gauchos que
encontró durante su famosa excursión le dieron rostro humano a la
otra Argentina, y todavía hoy sirven para erosionar la imagen de
Sarmiento como defensor de la civilización contra la barbarie.
Mansilla nos da un retrato mclancól ico del intelectual que buscó por
todas partes, pero nunca terminó de encontrar una causa que
mereciera sus energías. Su personaje literario, como resultado, es el
único que esculpió con real cuidado: el del dandi, el racontcur, el
observador ingenioso, el conversador chispeante, paralizado por
exceso de sofisticación y demasiado lúcido para comprometerse
con el mundo.
284
gusto en escribir sobre sí mismo. Como resultado, su vida antes
de que llegara a ser un autor famoso suele ser difícil de rastrear, a
punto tal que sus biógrafos más devotos (de los que hay muchos)
no se ponen de acuerdo en algunos detalles esenciales de su
desarrollo juvenil. Nacido el 10 de noviembre de 1834, Hernández
pasó la mayor parte de sus primeros años con una hermana de su
madre, debido a los frecuentes viajes de sus padres a la pampa a
comprar ganado para comerciantes porteños. Aunque lector pre
coz, completó sólo los primeros cuatro grados de la escuela pri
maria. Tras la muerte de su madre en 1843, Hernández siguió
viviendo con su tía hasta 1846, cuando su padre los llevó a él y a su
hermano Rafael a vivir en una estancia en las pampas al sur de
Buenos Aires, donde, en palabras de su hermano, “se hizo gaucho”
(Rafael Hernández, P e h u a jó , 81). El adolescente Hernández no
sólo adquirió las habilidades rústicas de montar, enlazar y bolear,
sino que también se embebió del dialecto rico en metáforas del
gaucho, y desarrolló un afecto profundo por el valor humano de los
proletarios rurales.
En cuanto a su formación política, su madre, una Pucyrredón,
provenía de neta estirpe unitaria, mientras que su padre era federal.
Viviendo con la hermana de su madre en 1840, sus parientes
Pueyrrcdón, con el pequeño Hernández, de seis años, a la rastra,
fueron obligados a huir de la mazorca, la policía secreta de Rosas.
Hernández tenía dieciocho años cuando Urquiza derrotó a Rosas.
Después, fue testigo presencial de las luchas entre las fuerzas
centralistas de Mitre y los remanentes del federalismo en la provin
cia de Buenos Aires. Tras una ambivalencia inicial, se alineó con
las fuerzas autonomistas del federalism o, en gran m edida por
simpatía a los gauchos. Estos intereses gem elos (la defensa del
gaucho y la oposición al centralism o porteño) marcaron su traba
jo com o periodista, político y poeta.
Hernández inició su carrera periodística en 1856, trabajando
para Lo Reforma Pacífica, un periódico confederacionista publica
do en Buenos Aires por Nicolás Antonio Calvo. Calvo, Hernández
y sus aliados también formaban parte del Partido de Reforma
Federal, cuyos objetivos principales eran la unión de Buenos Aires
con la Confederación *v la derrota del Partido Liberal encabezado
por Valentín Alsina y Mitre. Los reformistas perdieron ante los
liberales en las elecciones de 1857, que hasta el m ism o Sarmiento
admitió que habían sido fraudulentas; en una carta a Domingo de
Oro, fechada el 17 de junio de 1857, Sarm iento afirm a que “Los
285
gauchos que se resistieron a v o tar p o r los candidatos del gobiern
fueron encarcelados, puestos en el cepo, enviados al ejército par
que sirvieran en las fronteras con los indios y muchos de ellos
perdieron el rancho, sus escasos bienes y hasta su mujer” (citadoen
Chávez, José Hernández: Periodista , 16). Tras la “victoria", i0s
liberales, del m odo m ás antilibcral, com enzaron a acosar a los
periódicos de la oposición aplicándoles desproporcionadas mullas
por “difam ación” , que term inaron obligándolos a cerrar. La Re
form a Pacífica sufrió ocho de tales m ultas, una de las cuales alcanzó
la sum a de diez m il pesos (C hávez, 26). Como resultado de la
persecución, en 1858 H ernández pasó a Paraná, centro del gobierno
de U rquiza, donde trabajó diversam ente com o periodista, maestro
y escriba. C om o m uchos federales, quedó desilusionado por la
negativa de U rquiza a seg u ir luchando por la causa federal tras la
batalla de Pavón en 1861. A dem ás, Hernández mostró desde el
com ienzo sim patía p o r R icardo L ópez Jordán, el hombre que
conspiraría para m a ta ra U rquiza y d irig iríau n a revolución abortada
contra Buenos A ires. D e todos m odos, com o periodista, Hernán
dez m antuvo su proclam ada lealtad a Urquiza, quizá porque su
trabajo dependía d e ello. C om o lo dice con delicadezaTulio Halpc-
rín Donghi, H ernández siem pre fue “ sensible a las tendencias
dom inantes en el m edio al que se incorpora”
mundos , 41). D urante la década 1858-1868, Hernández escribió
para varios periódicos del interior, su artículo más significativo fue
Vida del haco, de 1863, del que ya hablam os. Muy conmovido
C
por la caída de Paysandú en 1864, se unió a los federales Guido y
Spano y O legario A ndrade en su inútil defensa de los blancos
uruguayos. D espués, trabajó en varios periódicos provincianos,
hasta que al fin, en 1869, diez m eses después de que Sarmiento
asum iera la presidencia, v o lv ió a B uenos A ires, donde fund6 EIRI0
de la Plata, uno d e los periódicos m ás im portantes en la historia
argentina.
A unque E l R ío de la Plata d u ró apenas ocho meses, representa
la culm inación del p en sam ien to p o lítico de Hernández y dael marco
ideológico para la p rim era p arte del M artín Fierro. Además, ex
cepto por su fam oso poem a, este d iario alberga los mejores esfuerzos
de H ernández en fav o r d e los d esp o seíd o s. En una prosa sobria y
ascética, los ed ito riales de H ern án d ez en E l Río de Plata piden
m ás autonom ía p ara el in terio r, ele ccio n es populares de autorida
des locales, y una d istrib u ció n eq u itativ a de tierras para inmigran
tes y p ro letariad o rural: un p ro g ram a no distinto del que recomen-
286
daba Artigas cincuenta años atrás. Tam bién se m uestra enérgico
en contra de la leva de gauchos pobres para luchar contra los in
dios, y cuestiona la prudencia de la Guerra al Paraguay. Pero m ás
importante quizás es el marco retórico de su escritura, un m arco
que claramente lo vincula con Alberdi, Andrade y Guido y Spano
en la denuncia de la “barbarie culta” de los liberales argentinos,
la exclusión del pobre del proceso político, y la oligarquía antina
cional.
El buen sentido de su periodismo, sin embargo, no siem pre se
impuso en su política práctica. Tras el asesinato de Urquiza el 11 de
abril de 1870, la mayoría de los argentinos, incluidos quienes
habían sentido rencor contra el caudillo por su abandono a la causa
federal, cerraron filas tras Sarmiento en la condena a López Jordán.
No fue el caso de Hernández. En una carta al asesino de Urquiza, o
por lo menos al que planeó su asesinato, Hernández escribió sobre
su ex patrón:
*
Urquiza, era el Gobernador Tirano de Entre Ríos, pero era m ás
que todo el Jefe Traidor del Gran Partido Federal, y su m uerte
mil veces merecida, es una justicia tremenda y ejem plar del
partido otras tantas veces sacrificado y vendido p o ré l... ¡Hace
dos años que Ud. [López Jordán] es la esperanza de los
Pueblos, y hoy, postrados, abatidos, engrillados, m iran en Ud.
un salvador! (Citado en Chávez, 79.)
288
chos, concentrando e l m odo de ser, de sentir, de pensar y de
expresarse que les es peculiar, dotándolo con lodos los ju egos
de su im aginación llena de im ágenes y de colorido, con todos
los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con
lodos los im pulsos y los arrebatos, hijos de una naturaleza que
la educación no ha pulido y suavizado. (1375-1376.)
Soy gaucho...
Nací como nace el peje
en el fondo de la mar -
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio -
289
lo que ai murrio truje yo
del mundo lo he de llevar,
Y sopancuantos
de mis penas el relato,
que turnea poleo ni mato
s í n ó por necesídá;
y que a tanta alversídá
sólo me arrojó el mal trato,
Y atiendan la relación
que hace un gaucho perseguido,
que padre y marido ha sido
empello m y diligente,
y sin em bargo la gente
lo tiene por un bandido (79-114.)
E n to n c e s - c u a n d o c i lu c e r o
b r illa b a e n e l C ie lo S a n io ,
y lo a g a llo s c o n s u c a n to
nos decían que el día llegaba,
a la cocina rumbiaba
el gaucho - que era un encanto.
Y apenas la m adrugada
em pezaba a coloriar,
los pájaros a cantar
y las gallinas a apiarse,
era cosa de largarse
cada cual a trabajar. (133-156.)
Y andábamos de mugrientos
que el m iram os daba horror -
les juro que era un dolor
ver esos hombres, ¡por Cristo!
en mi perra vida he visto
una miseria mayor. (Ó25-636.)3
3 Las condiciones de m iseria bajo las que los gauchos eran obligados a luchar
tam bién están documentadas en informes enviados a Londres por el representante
ingles en Buenos Aires (Fems, 324).
293
nadie habla en su favor. Como sucede con todos los pobres de la
campana, sus necesidades y puntos de vista quedan excluidos de ia
Argentina oficial:
294
me ataron cuatro cinchones -
les aguanté los tirones
sin que ni un ay se me oyera,
y al gringo la noche entera
lo harté con mis maldiciones. (877-888.)
intereso en su o
danto em raba al marido en largas com isiones. Al lln Cruz descubre
a los amantes, ¡vlea con el com andante... ¡tere después huye,
sabiendo que la ley siem pre favorecer;) a su rival, y que entre sus
pares set,U\Misidpr,uioapenas un cornudo, Posea años de vagabundeo
“como guacho/cuando pasa el tem poral” , Cruz no puede huir de su
desgracia, y se enreda en una riña donde mata a un payador que lo
ha insultado, Al fin, interviene un amigo que lo "compuso con d
Jue?”, quien asigna a Cruz a la fueiza de policía rural, donde ha
encontrado a Fierro, l o s dos ganchos concluyen sus cuentos
jurándose eterna am istad,,, fuera de la lev;
Andaremos de matreros
si es preciso pa salvar -
nunca nos han de laltar
ni un güen pingo para huir,
ni un pajal ande dormir,
ni un matambre que ensartar. (2071-2076.)
299
resuelven abandonar para siempre la Argentina y vivir entre los
indios donde “no alcanza / la facultá del G o b ie r n o ” (2189-2190)
Fierro simbólicamente rompe su guitarra “pues n a id e s h a d e cantar
/ cuando este gaucho cantó” (2279-2280). R e to m a entonces
Hernández la narración, pintando cómo Fierro y C ru z cruzan la
frontera y miran con tristeza a sus espaldas las ú ltim a s poblaciones
argentinas, mientras “a Fierro dos lagrimones / le rodaron por la
cara” (2297-2298). El poeta termina su historia v o lv ie n d o a la
cuestión política que lo había motivado al comienzo:
in te r e s a n te , p o r
Dr¡mcra vez en la historia del género, una obra gauchesca se volvía
realmente popular entre los gauchos m ism os, algunos de los cuales,
aunque iletrados, se aprendían el poem a de m em oria. El tem prano
éxito del Martín Fierro entre las clases populares sin duda alguna
deriva de su m ensaje político. Por prim era vez, los gauchos oyeron
hablar en su lengua de alienación, desgracias y frustraciones que
eran las constantes de su existencia.
Pese a la popularidad del poem a, con la excepción de unas
cartas personales al autor, los críticos cultos en la A rgentina
virtualmcntc lo ignoraron hasta com ienzos del siglo XX.4 C uriosa
mente, los prim eros críticos de nivel que reconocieron el valor
literario del poem a fueron los españoles M enéndez y Pelayo y
Miguel de Unam uno. Obras clave en la revisión crítica en la
Argentina son El payador de Leopoldo Lugones (1916) y ¿ a lite
ratura argentina de Ricardo Rojas, obra en m uchos volúm enes,
publicadacntrc 1917 y 1922.Tanto Rojas como Lugones consideran
al Martín Fierro una épica nacional, el prim er testim onio de un alm a
argentina autóctona, encam ada en el gaucho y su representante
arquclípico, M artín Fierro (Sava, 51 -57). Los populistas peronistas
hicieron de Martín Fierro un grito de batalla contra los abusos del
liberalismo argentino. Es típica la siguiente afirm ación de Raúl
Scalabrini Ortiz, lomada de una conferencia llamada “Los Enem igos
del Pueblo Argentino", pronunciada el 3 de julio de 1948, cuando
el peronism o estaba en su apogeo: “Durante sesenta y tres años, de
1853 a 1916, la oligarquía gobernó el país sin más inconvenientes
que el choque de ambiciones y de codicias de sus propios consti
tuyentes.. . El hombre argentino fue un paria en su propia patria. La
tragedia de M artín Fierro es la tragedia de todo el pueblo durante
más de seis decenios" (Vrigoyeny Perón, 14-15). Autores peronistas
com o Pedro de Paoli, en Los motivos del Martín Fierro en la vida
de José Hernández (1968) y Fermín Chávez en José Hernández
( 1973) siguen usando a Martín Fierro como bandera nacionalista y
sím bolo de protesta populista.
Com o podía esperarse en un país tan dividido, los críticos
liberales han producido visiones alternativas de M artín Fierro.
301
Autores com o Ezcquicl M artínez Estrada Muerte y trunsficura
ción de M artín Fierro (1948) y Jorge L uis Borges en A yunos de
la literatura gauchesca(1950) prefieren elogiare! “ universalismo”
de la obra, descartando así el obvio énfasis político de! poema. Una
m uestra reciente de crítica “ antihem andiana" es el libro de Tullo
H alpcrín D onghi José Hernández y sus mundos ( 1985), que sugiere
que el interés de H ernández por el gaucho era paternalista en el
m ejor de los casos, y ex p lo tad o r en el peor. De hecho, el estudio de
H alpcrín, aunque extensam ente docum entado y muy informativo,
parece destinado prim ordialm ente a destruir un icono nacionalista
favorito. En resum en, E l gaucho M artín Fierro surgió de una so
ciedad profundam ente dividida; la discusión del poema sigue
reflejando esa división esencial.
302
fl, . t,i,izíl jusii ncadamcncc, aunque la elección de 1874 proba-
bicnicñtc no fue más deshonesta que otras de la ¿poca. Un mes
desptiós de perder, M itre organizaba una m ilicia y trataba de
(lenoearul gobierno. Las fuerzas oficiales no tuvieron inconvenientes
en derrotar a los golpistas, M itre pasó por la corle m arcial y fue
condenado a muerte. 1 lem ándcz se apresuró ad en u n ciarla hipocresía
del ex pivsidentc. En la edición del 24 de octubre de 1874 de La Patria,
escribía: "U na vez m ás M itre trata de agrandarse, satisfacer sus
insaciables am biciones y asegurar su puesto, som etiendo al país a
su voluntad y capricho. G eneral m ediocre, revolucionario torpe,
político inepto y mal escritor, vive y ha vivido siem pre en un m undo
misterioso de su e ñ o s... Siem pre una m ala influencia, lle v a d fuego,
la sangre y la devastación dondequiera que v ay a” (Artículos p e
riodísticos de José H ernández, 69). A u n q u e el p ra g m á tic o
Avellaneda no tardó en indultarlo, M itra perdió a consecuencia de
este incidente toda posibilidad de recuperar la presidencia.
La caída política de M itra señaló que el poder había pasado al
fin a una nueva generación. De esa generación, A vellaneda era el
prototipo, en tanto ponía el progreso económ ico p o r sobra las
nvalidades ideológicas y personales que habían dividido a sus
305
Imiulc aplicar" (Chluramonle, 129). Carlos Pellegrini, un discípulo
de López que licuaría a presidente en 1890, amplió la argumenta
ción diciendo que "si el librecambio desarrolla la industria que ha
adquiridocierto vigor.,, el librecambio mata la industria naciente...
Lo que es un elemento de vida para el árbol crecido, puede ser un
elemento de muerte para la planta que nace" (citado en Chiaramontc,
129). Pero incuestionablemente el pronunciamiento más notable en
favor del proteccionismo pertenece a Emilio de Alvcar, quien, en
tres famosas cartas dirigidas a LaRevista tic Bu
"espíritu imprevisor y exageradamente liberal de nuestra legislación
mercantil c industrial". Sostiene que “ El librecambio carece de
sentido para nosotros", y que la Argentina debería seguircl ejemplo
proteccionista de los Estados Unidos, donde de hecho la industria
fue ampliamente protegida contra la com petencia extranjera, es
pecialmente la inglesa, hasta la década de 1930. Pero, más impor
tante, Alvcar encuentra una admisión tácita de inferioridad en la
voluntad liberal de hacer de la Argentina apenas una gran estancia.
"¿Por qué", pregunta, "se duda y se desdeña la capacidad del país?
¿Se profesa por ventura la preocupación de las razas privilegiadas?”
(citado en Chiaramontc, "La crisis de 1866” , 214-215). Y una vez
más vemos cómo el pensamiento populista ataca al liberalismo
argentino por no creer en la Argentina y en el pueblo argentino. En
esencia, Alvcar, como Guido y Spano y Andrade, sostiene que hay
un profundo sentimiento de inferioridad en la obsesión de los
liberales por la cultura y la tecnología importadas, así como en su
decisión de limitar a la Argentina al papel de “granero".
El debate legislativo sobre el libre com ercio duró varios años,
pero no produjo ningún cambio en el concepto del papel de la
Argentina en el mundo. En 1877 se voló una nueva ley arancelaria
que daba protección a tres productos, azúcar, vino y trigo. Pero
como se trataba de productos agrícolas, la ley no alteró la visión
básica que tenía el liberalismo sobre las funciones de la Argentina
en la división internacional del trabajo. El granero se hacía simple
mente más grande. Esla discusión sobre el libre comercio murió
cuando la Argentina, en la década de 1880, entró en otro ciclo de
bonanza, pero con la crisis económ ica de 1890 volvió a emerger una
poderosa corriente favorable al proteccionism o (Rock, Argentina,
149-152). El sentimiento proteccionista seguiría latente en nuestro
siglo, para hacerse visible en épocas de dureza económica, y con el
tiempo contribuiría aunapolíticaeconóm ica partieulannentevisible
en el primer peronismo.
La devoción no partidaria de Avellaneda por el “progreso”
también enfrió las pasiones personalistas de sus predecesores y creó
una atmósfera en que los desacuerdos podían resolverse sin guerras.
Favoreciendo el pluralismo limitado a las clases altas que siempre
definió la democracia argentina, Avellaneda nombró en cargos
importantes de su gobierno a porteños y provincianos, ex resistas y
unitarios porigual. Además, al poner al autonomista Adolfo Alsina
al frente del Ministerio de Defensa, aplacó, al menos temporalmente,
los temores porteños de un predominio provincial. Al mismo
tiempo, reforzó su base de sustentación en el interior ayudando a
formar una liga de gobernadores provinciales que podían contarcon
favores especiales a cambio del apoyo a Buenos Aires, aun si eso
significaba torcer el resultado de las elecciones.
Ayudó también a mantener la paz relativa de la presidencia de
Avellaneda el hecho de que los antagonistas políticos del pasado
estaban envejeciendo. Sarmiento siguió en la vida pública un
tiempo, primero como senador y después en una cam paña desafor
tunada para recuperar la presidencia, pero al fin, apesadum brado
por la corrupción que parecía endémica en la nueva república, se
retiró a escribir sus Memorias y el racista Conflictos y armonías de
las razas de América , ambos libros llenos de reflexiones pesim istas
sobre lo que consideraba el fracaso político del país. Albcrdi volvió
a Buenos Aires en 1878, nombrado senador por su provincia natal
de Tucumán. Pero era un anciano agotado y sentim ental, al que
abrumó la crítica cotidiana y la confrontación perm anente de la vida
política, por lo que volvió a París, donde m urió en 1884. M itre
siguió siendo senador por la provincia de Buenos Aires, y se m an
tuvo muy visible como historiador y periodista, pero, pese a sus
acercamientos a diferentes grupos políticos, su poder dism inuyó
con la edad. De los autores populistas, Olegario A ndrade m urió en
1882 y Guido y Spano se transformó en un poeta patriarcal, a quien
se admiraba ceremoniosamente mientras se olvidaba de s js escritos
políticos.
307
Libertad no tardó en mostrar su viejo espíritu en un debate perio
dístico con Sarmiento respecto de los méritos relativos de su
del Chacho, que acababa de ser reeditada (Chíve/., Josá Hernán
dez, 105-114). Tero 1lemández estaba cansado de ser un periodista
itinerante con una causa a cuestas. Ahora tenía familia y anhelaba
una vida m is tranquila. Además, había dinero por ganar. Trabajando
primero como agente inmobiliario y después en la junta directiva de
un banco de crédito, adquirió una pequeña fortuna y en el proceso
contribuyó a la misma concentración de propiedad que antaño habla
condenado. Siguió haciendo incursiones en la política pero tenía
problemas para identificarse con ningún partido de Buenos Aires.
Veía correctamente los intereses de los autonomistas por los dere
chos de los Estados como una herencia legítima del federalismo,
pero no podía comulgar con las tendencias separatistas del Parti
do Autonomista. Con el tiempo, los contactos políticos de 1lemán
dez dieron su fruto. En marzo de 1879 fue elegido diputado, y
después senador a la Legislatura de la provincia de Buenos Aires,
donde permaneció hasta su muerte en 1886.
En esta vida de relativo bienestar, Hernández elaboró una
visión distinta del gaucho, o mejor dicho, se concentró en temas que
en su obra anterior habían estado más implícitos que explícitos. El
cambio en la vida de Hernández y en la Argentina se reflejan en las
dos partes de Martín Fierro. La primera, de 1872, es primordialmcnlc
un poema de protesta. Salvo las alusiones a un paraíso perdido que
sugieren la vida en una gran estancia, es poco lo que propone para
m ejorar la vida del gaucho. En esc sentido es coherente con las
circunstancias de la propia vida de Hernández en 1872; como
Fierro, Hernández era un hombre buscado por la ley, con un futu
ro incierto, viviendo fugitivo y luchando por una causa perdida,
En contraste, La Vuelta fue escrita siete años después, durante un
período de relativa cal ma en el que Hernández había obtenido un lu
gar en la nueva Argentina del pragmatismo, la riqueza y el pro
greso. Como exitoso hombre de negocios con un futuro en la
política, perdió el gusto por la rebelión violenta. Además, con
la conclusión de la triunfante “ Conquista del Desierto" de Roca, la
injusticia específica de la que se había ocupado la primera parte (el
maltrato a los gauchos en las guerras de frontera) se volvió cosa del
pasado, aunque los gauchos seguían al margen de la vida política.
En este nuevo mundo, Hernández decidió que lo que más necesitaba
el gaucho era instrucción para encontrar un lugar en, y ya no contra,
el sistema. También llegó a la conclusión de que, al ser la Argentina
308
después de todo una nación agrícola, los gauchos y su conocimiento
de la tierra constituían un recurso natural que debía ser protegido,
incluido y desarrollado, para bien de todo el país. Como señala José
Pablo Feinmann, las ideas de Hernández en este sentido deben
mucho a la afirmación de Alberdi de que la civilización argentina
no podía separarse de su riqueza, y que su riqueza estaba en el
campo. Hernández lleva la argumentación de Alberdi un paso más
allá, sosteniendo que el potencial agrícola argentino no podrá
hacerse realidad sin el bienestar de sus trabajadores agrícolas
(Feinmann, 176-179). Como resultado, La Vuelta de Martín Fierro
es a la vez una justificación de la nueva Argentina y un manual
práctico escrito para gauchos sobre cómo volverse buenos ciuda
danos, productivos y dóciles.
Para realizar este proyecto, Hernández adoptó para Vuelta
una estructura que es en parte narrativa, en parte marco para
historias interpoladas, y en parte conferencia sobre virtudes cívicas
y morales. Además, a diferencia del poema anterior, La Vuelta está
dirigida cspccíficamene a los gauchos. La primera parte había sido
escrita con la intención de provocar la indignación de lectores
educados contra los excesos de los gobiernos liberales. Al principio,
fue escasamente leído por el público educado, pero adquirió ex
traordinaria fama entre los gauchos mismos, hecho que sorprendió
incluso a Hernández. En La Vuelta los gauchos son el público al que
está dirigido el poema, además de ser el tema de éste. Pero son un
público al que Hernández en más de una ocasión demuestra ver
desde lo alto. Tal como lo explica en el prefacio a La Vuelta, esta
secuela está “destinada a despertar la inteligencia y el amor a la
lectura en una población casi primitiva”. Declara a continuación
que los gauchos encontrarán el libro “ameno, interesante y útil”.
Pero su intención principal es impartir valores morales: “enseñando
que el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora y
bienestar. Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración
hacia su Creador, inclinándolos a obrar bien. Afeando las supers
ticiones ridiculas y generalizadas que nacen de una deplorable
ignorancia”. M ás que eso, Hernández desea inculcar en las masas
prim ilivas virtudes loables como el respeto por los padres, la debida
reverencia al matrimonio y la familia, la caridad para con los
desposeídos y el am or a la verdad. Llama la atención en especial su
insistencia en que sus lectores lleguen a ser ciudadanos obedientes
de la ley, “ afirm ando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin
apartarse del respeto que es debido a los superiores y magistrados .
309
No obstante el evidente didacticismo de estas declaraciones,
I lemández, se propone producir un libro "sin revelar su pretcnsión",
usando el lenguaje coloquial de Jos gauchos para que no se percaten
de que se los está instruyendo (Antología de la poesía gauchesca,
1437-1438),
¿Cómo realiza Hernández ambiciones que parecen tan
tediosamente pedagógicas? Nomuy bien si comparamos lasegunda
parte con la primera. Salvo algunos relámpagos de humor, esporá
dicas denuncias de injusticias, y muchos aforismos logrados, ¿a
Vuelta no puede compararse con su predecesor. La torpeza de la
estructura, la cantidad de episodios forzados, la moralización in
cesante y las digresiones de filosofía casera debilitan el interés has
ta casi desvanecerlo. Lamentamos sobre todo la casi desaparición
de Martín Fierro como un ser de carne y hueso; tanto se concentra
Hernández en la declamación de valores morales que descuídala
personalidad de su personaje, a quien obliga a decir lo que quiere
decir Hernández, y no lo que lo volvería convincente. De todos
modos, como indicador de los valores de la nueva Argentina y déla
traición de I lernández a su ideal populista, es un texto que exige
consideración,
lil grado al que Hernández ha aceptado los valores de la nueva
Argentina se hace evidente de inmediato, en el extenso retrato, por
demás negativo, de los indios, con que comienza La Vuelta. El
gobierno quiere matar indios y abrir sus tierras a la colonización
blanca, Hernández lo hace sonar como un imperativo moral. La
maldad de los indios en la descripción de Hernández no conoce
límites:
310
/
311
Eli resumen, los indios merecían morir. Vivos, eran inútiles;
muertos, no pueden hacer más daño. ¿Podemos perdonar o al me
nos entender la actitud de Hernández como producto de su época?
Como agente inmobiliario, Hernández se beneficiaba con las guerras.
Además, como toda su generación, lo enceguecía una visión del
progreso en la que no cabían los indios. ¿Sería justo esperar que
comprendiera el honor del genocidio? Quizá no. Al mismo tiempo,
es melancólico ver al campeón del proletariado rural usando los
mismos argumentos racistas contra los indios que sus enemigos
solían usar contra los gauchos mestizos. Desearíamos que al menos
hubiera adoptado la postura distante pero simpatizante de Mansilla,
en su Excursión.
Tras este ataque a los indios, Hernández sigue con la historia.
Cruz muere, víctima de “la plaga”, y Fierro, tras salvar a una mujer
blanca cautiva de los indios, emprende el regreso a las pampas “que
ya no pisa el salvaje”. Un viejo amigo le cuenta que el actual
gobierno ya no persigue a la gente, y que su asesinato del negro ha
sido olvidado. Fierro encuentra entonces, milagrosamente, a sus
dos hijos, y además al hijo de Cruz, y al hijo del negro que mató.
Cada uno toma una guitarra y cuenta su historia. Estos relatos
interpolados vuelven a temas ya conocidos (injusticia, desgracias,
persecución, corrupción), y en sus lamentos oímos ocasionalmente
ecos de algunos pasajes conmovedores de la primera parte. El
prim er hijo pasó casi toda su vida preso, víctima de la arbitrariedad
de jueces y leyes. Pero en lugar de predicar la rebelión, dice que “si
atienden m is palabras / no habrá calabozos llenos: / manéjensé
com o buenos” (2073-2075). Para Hernández, la ley ha cambiado
tanto que el gaucho ahora puede volverse un buen ciudadano. El
segundo hijo terminó bajo la tutela de un viejo borracho de apelativo
Viscacha, que robaba para vivir pero no podía ver morir un animal.
A unque de m oral cuestionable, Viscacha es una fuente inagotable
de consejos, la m ayoría prácticos, algunos humorísticos e irónicos.
Pero aun en el antimoralismo de Viscacha podemos oír a un
H ernández didáctico esforzándose por hacer del gaucho un mejor
ciudadano. Picardía, el hijo de Cmz, cuenta una historia llena de
im precaciones contra el gobierno, la administración de las guerras
de frontera, elecciones fraudulentas, jueces corruptos, etcétera.
Pero, aunque el suyo es el m ás largo, más vivido y más negativo de
los cuentos incluidos, tam bién Picardía sugiere que los tiempos han
cambiado:
312
No repetiré las quejas
de lo que se sufre allá -
son cosas m uy dichas ya
y hasta olvidadas de viejas. (3601-3604.)
313
Avellaneda en un com entario poco conocido, están tomados
“del Corán, el Viejo Testam ento, los Evangelios, y sobre todo
de Confucio y Epicteto” (citado en Halperín Donghi, José Her
nández, 316). Hernández se lim itó a traducirlos a un vocabulario
gauchesco. Sea com o fuere, Hernández (Fierro) muestra preferencia
especial por dichos que subrayen el individualismo y el trabajo
duro:
Aprovecha la ocasión
el hombre que es diligente -
(...) la ocasión es com o el fierro,
se ha de m achacar caliente. (4679-4684.)
Es el pobre en su orfandá
de la fortuna el desecho -
porque naides tom a a pecho
el defender a su raza -
debe el gaucho ten er casa,
escuela, iglesia y derechos. (4823-4828.)
314
Dadas estas cosas, 1lemández nos asegura que “el gaucho es
el cuero llaco, / da los lientos para el lazo" (4851-4852). Es decir,
es la base necesaria de una sociedad agrícola. Sin su mano de obra
y su conocimiento de la tierra y el ganado, la Gran Estancia no
podría funcionar. Alimenten, vistan y denle un lugar al gaucho, y la
Argentina podrá tomar su lugar entre las naciones.
Aunque el papel de Hernández como defensor de la nueva
Argentina y preceptor moral de los gauchos se hace visible prác
ticamente en cada página de la Segunda Parte, la narración sinuosa
y las historias interpoladas hacen difícil clasificarla. La interpretación
de José Pablo Feinmann según la cual "el final de Vuelta no hace
más que expresar la fraternal unión de Buenos Aires, el Litoral y los
grupos liberales del interior mediterráneo, bajo la presidencia de
Roca" (181) parece algo reductivista. Pero sin tomaren cuenta la
visión de Hernández de la nueva Argentina y del papel del gaucho
en ella, la Segunda Parte parecería un conjunto indiscernible sin
ningún elemento unificador.
Más interesante es lo que dice La Vuelta sobre el populismo
que amafio había predicado Hernández. Su vuelco espectacular de
disidente a preceptor se hace claro sobre todo cuando comparamos
su visión del gaucho con la que tenía Sarmiento. La crítica nacio
nalista y revisionista de este siglo ha insistido en que Martín Fierro
es el “anti undoF
ac,” el gaucho arquclípico que defiende la iden
tidad argentina contra los usurpadores europeizantes. Sarmiento
afirma que el gaucho debe ser cambiado o eliminado; en contraste,
Hernández en la Primera Parte le da al gaucho dignidad, con pocas
recomendaciones para cambiarlo. La Vuelta, en cambio, es otra
historia. Como ya dijimos en el Capítulo 4, aunque Sarmiento tenía
intenciones muy claras respecto del gaucho (matarlo o asimilarlo a
la fuerza mediante la educación y lacruzacon razas superiores), hay
una ambivalencia fundamental en gran parte de su pensamiento.
Igual que Hernández, él también se sintió cautivado por lo pinto
resco de los gauchos, por su poesía y sus habilidades rústicas.
El retrato de Fierro en La Vuelta es notablemente similar.
Fierro es un cantor, un repositorio de sabiduría popular, un sabio sin
educación que posee las habilidades que necesita el campo. De ahí
que Hernández le pide al gobierno que les dé a los gauchos “escuela,
iglesia y derechos”, al tiempo que le aconseja a los gauchos que sean
m iem bros dóciles y productivos del nuevo orden. En resumen, su
solución para el gaucho en La ueltaomo
Vc las recomen
M ansilla sobre la cuestión indígena, difiere de la de Sarmiento en
315
grado, no en sustancia. Además, igual que en el caso de Mansilla,
por radical que haya sido la posición adoptada por Hernández
durante su juventud, lodo eso quedó atrás cuando se identificó cori
la fácil prosperidad de la nueva Argentina.
316
VaLkgdsr. las posturas no articuladas de un grupo, el fondo vago de
una identidad de clase, las premisas parcialmente articuladas de la
nacionalidad. Pese a la vaguedad del nacionalismo, no obstante,
podemos esbozar a partir de la exposición que hemos hecho la
forma general del nacionalismo argentino, tal como comenzó su
existencia en el siglo xix. A esa tarea volvemos ahora nuestra
atención.
El nacionalismo argentino es prim ero y principalm ente
nativista, orgulloso de la herencia hispánica del país y de sus etnias
mezcladas. Al afirmarse‘io s que somos, como somos", el populismo
nacionalista repudia el racismo “ilustrado" del liberalismo; Guido
y Spano se burla de los planes de inmigración elitista para “rege-
nerarneestra raza"; Andrade elogia al Chacho y a las “ razas parias”
reden llegadas a las playas argentinas; MansiUa llam a a los indios
“hijos auténticos de la patria”, y Hernández transforma a un gaucho
fuera de la ley en un arquetipo nadonaL El nacionalismo rechaza
asimismo las posturas negativas del liberalismo ante la herencia
española del país. Guido y Spano afirma que “ la vieja sangre
española” une a los hispanoamericanos decentes de todo el conti
nente en su rechazo a la invasión francesa a M éxico. El m ism o
sentimiento lo llevó a sim patizar con el Paraguay en su guerra
contra la profana trinidad del Brasil imperial, el régim en de M itre
y el gobierno títere en el Uruguay. Andrade anticipa el arielismo de
Rodó al afirm ar que los pueblos latinos son los herederos legítim os
de los griegos, dando la espalda a la fascinación liberal por los
Estados Unidos y la Europa del norte.
El prim er enem igo del nacionalism o argentino es u n grupo
nebuloso de argentinos ricos llam ado a veces “oligarcas", a veces
liberales antinacionales, a veces “ europeizantes” antiargentinos.
M ientras que la dem ocracia radical del populism o es la conclusión
lógica de gran paite de la teoría política liberal, los intelectuales
nacionalistas acusan a los liberales argentinos de hab er corrom pido
la lengua de la libertad, de haber hecho de la dem ocracia republi
cana una retórica vacía, al tiem po que excluían al m ism o pueblo en
c u y o nom bre decían cobo m ar. A dem ás, los nacionalistas sostienen
que. pese a su retórica. los liberales argentinos siem pre están tan
dispuestos a recurrir a la violencia o la corrupción co m o el p eo r de
los caudillos; según la frase m em orable de A lb erd i, so n “ caudillos
de frac". En la perspectiva nacionalista,el liberalism o es antinacional,
más interesado en cu ltiv ar la buena v o lu n tad d e las p o ten cias
extranjeras que en serv ir a los intereses d e la A rgentina. L o s
317
comerciantes liberales son los sirvientes codiciosos de los Bancos
y empresas extranjeros, dispuestos a vender la Argentina con tal de
lograr ganancias nípidas para sí mism os y para sus amos extranjeros.
El nacionalismo lambido postula que a los europeizantes les falta fe
en la Argentina, que su fascinación con intereses e ideas extranjeros
está motivado principalmente por un sentim iento de inferioridad.
Para los nacionalistas, los m iem bros de la elite no son argentinos de
veaiad sino vacuas imitaciones de europeos.
El nacionalismo argentino tam bién postula una visión alter
nativa de la historia en la que hay dos A rgentinas ocupando la mis
ma área geográfica pero nunca el m ism o escenario de poder. Una
está en Buenos Aires, y la otra en el interior. Una es locuaz y rica,
mientras que la otra es callada y pobre. El nacionalismo ve a los
caudillos como la voz auténtica, aunque no institucional, de la otra
319
evitaría todos los compromisos externos, ya fueran la Guerra al
Paraguay de l SOS-1870, o la Segunda Guerra Mundial, cuando la
Argentina fue la única nación latinoamericana que mantuvo la
neutralidad hasta los últimos meses de la guerra.
El nacionalismo es proteccionista y aislacionista también en
cuestiones intelectuales y artísticas. El nacionalismo acusa a los
liberales europeizantes de estar siempre importando las últimas
ideas o tendencias artísticas del exterior, antes que buscar políticas
y formas expresivas que reflejen el espíritu argentino. El naciona
lismo, para u sa rla frase de Mansilla, sostiene que la “monomanía
de la imitación” está volviendo a la Argentina un “pueblo de
zarzuela”. Las políticas liberales en economía y política, las ten
dencias artísticas importadas, las teorías económicas e históricas
desarrolladas por intelectuales “educados en el extranjero", son, en
resumen, “antiargentinas”. Fueron hechos para otros países y tienen
poco que ver con la Argentina. En la Argentina moderna, Juan José
Hernández Arregui ha sido especialmente claro en su ataque a los
“europeizantes” y “ antiargentinos”, en libros significativamente
titulados La formación de ¡a conciencia nacional y La cultura
colonizada. El ya mencionado Arturo Jauretche es otro implacable
crítico de la “monomanía de la imitación”. En 1957 publicó Los
profetas del odio , flamígera condena a la “ pedagogía colonizada",
acusando a las escuelas argentinas de enseñar métodos, teorías c
ideas extranjeras que llevaban a la juventud argentina a malinterprclar
y subvalorar su país. Otro de sus libros, El medio pelo en sociedad
argentina, de 1966, sostiene que lo que pasa por alta cultura en la
A rgentina no es más que manierismo, afectación, imitación y
arrogancia insegura, actitudes que recuerdan la caricatura de Guido
y Spano del liberalismo argentino en “ ¡Ea, despertemos!"
Paralela a la idea nacionalista de la peculiaridad argentina, es
la idea de “ La Gran Argentina” , el país destinado a jugar un papel
de im portancia en el mundo. Andrade capta este espíritu particu
larm ente bien en su poem a “ El porvenir”, donde sugiere que el papel
d e la A rgentina como líder continental en la lucha por la indepen
dencia fue apenas el prim er paso hacia su destino como conductor
de naciones. Sugiero además que la Argentina no es nada menos que
el nieto legítim o de los griegos y los romanos, y por ello destinada
a ser unconductor intelectual y espiritual entro naciones. Enmarcando
su argum entación en imaginería religiosa, le confiero aprobación
divina al sueño nacionalista de hacer real su visión de “La Gran
A rgentina”.
El lado oscuro de esta visión nacionalista de grandeza es su
obsesión con las teorías conspiratorias. El nacionalismo no vacila
en admitir el actual fracaso de la Argentina en realizar su destino,
pero sólo por culpa de argentinos “antinacionales” y sus amos
extranjeros, que una y otra vez torcieron el camino del país hacia su
destino espiritual. Los pensadores nacionalistas que hemos visto
demonizaron al Brasil por la participación argentina en la Guerra al
Paraguay. Nacionalistas posteriores demonizarían a los ingleses,
los yanquis, la CIA, el Vaticano, las multinacionales, la Trilateral
Commission, por todos los males del país. Las teorías conspirativas
emergerían en el nacionalismo de izquierda y de derecha como
explicaciones fáciles del fracaso. Se los oye en las fantasías dere
chistas de Federico Ibarguren así como en los aullidos neofascistas
del golpista más visible de la Argentina actual, el coronel Aldo
Rico.
En tanto el nacionalismo no tiene una doctrina fija ni credo ni
programa ni plataforma, es improbable que ninguna persona o
ningúnmovimicnto reflejeen conjunto todaslas actitudes descriptas
antes. Pero algunos movimientos políticos e intelectuales, son, de
acuerdo a la descripción dada arriba, de orientación nacionalista, si
no en su totalidad. En resumen, la forma del nacionalismo argentino
es amplia pero vaga, omnipresente pero indefinida. Aunque el
nacionalismo contemporáneo difiere del nacionalismo del siglo
XIX en aspectos importantes, el nacionalismo de Andrade, Alber-
di, Guido y Spano y Hernández sigue resonando en la política con
temporánea y sigue siendo una fuerza poderosa, ocasionalmente
creativa y a menudo perturbadora, que todavía tiene que ser fusio
nada en la vida productiva de la nación.
321
Epilogo
Tal vez el epílogo ideal de este libro sería otro libro, por lo menos
tan detallado com o éste, que estudiaría el desarrollo de los mismos
temas desde 1880. Ideal, quizá, pero no práctico. Por lo tamo,
termino como em pecé: con una anécdota.
Viajé a la A rgentina p o r prim era vez en 1975, gracias a una
beca de la OEA. E studiante de posgrado en literatura hispano
americana, tenía la intención de entrevistar a Borges y buscar
documentos para mi tesis doctoral. Perón h ab ía m uerto apenas un
año atrás, y su viuda, la increíblem ente incom petente Isabel, era
presidenta. M is prim eros contactos eran am igos de argentinos
residentes en los Estados Unidos. Sin excepción estos primeros
contactos con el país se m ostraron severos críticos del peronismo,
del caos político y económ ico de Isabel, y del “ nazi-onalismo”.
Tam bién eran m odelos de cosm opolitism o, cortesía y estilo, versa
dos en ópera, arte, literatura, lingüística chom skiana, psicoanálisis
lacaniano, cine europeo y todos los dem ás tem as requeridos para ser
“culto”. Los rivadavianos seguram ente lo s habrían reconocido
como espíritus afínes, y debo decir que siem pre disfruté de su
compañía. Recuerdo con nostalgia interm inables conversaciones
sobre cualquier tem a im aginable, a m en u d o en “ confiterías”, es
pléndidas instituciones que pueden hallarse casi en cualquieresquina
de Buenos Aires, y que están dedicadas prim ordialm ente al ane de
la conversación. Estos argentinos se m o straro n asim ism o extraor
dinariamente hospitalarios para conm igo, a sí com o indulgentes con
el “prim itivism o cultural” que los arg en tin o s cultos suelen encon
trar en los norteam ericanos.
Con el tiem po, conocí a arg en tin o s q u e reflej aban perspectivas
muy distintas. Uno de ellos ftie la m u je r q u e hacía la lim pieza de mi
departamento, y que al cabo d e varias co n v ersacio n es me dijo que
yo nunca entendería a la A rg en tin a h ab lan d o con Borges. (Las
pocas reuniones que yo había tenido co n B orges la habían convencido
322
do que estaba malgastando mi tiempo con la gente equivocada.)
Aunque criticaba a Isabel, era leal al recuerdo de Perón: para ella
seguía siendo el hombre que representó al pueblo humilde, el que
puso en su lugar a la oligarquía antiargentina, el que defendió la
soberanía nacional contra el capitalismo extranjero, el que hizo
sentir a gusto en su papel a los trabajadores, el que salvaguardó las
tradiciones católicas del país, y protegió a la familia. Me invitó a
conocer a su madre, quien me mostró un álbum de recortes Heno de
artículos y fotos de Eva Perón. También conocí a otros peronistas:
izquierdistas que insistían en que Perón había sido un revolucionario
con un idioma diferente; intelectuales que admitían los defectos de
Perón, pero aun así insistían en que el peronismo era la única
alternativa a los “vendepatria” liberales; historiadores peronistas
que me hicieron oír por primera vez términos como “Historia
Oficiar* o “historia falsificada”; nacionalistas que se identificaban
como “ resistas” y llamaban a sus enemigos “sarmicntistas”, aunque
Rosas y Sarmiento descansaban en sus tumbas hacía muchos años;
y un temible fanático antisemita para quien la Argentina era el
último bastión de la cristiandad y que afirmaba que sólo eliminando
alos subversivos antiargentinos (incluidos los curas tcrcermundistas)
el país podría reclamar su puesto de primera línea entre las naciones.
Las divisiones que estaba observando, y por supuesto com
prendiendo sólo a medias, se me hicieron particularmente notorias
en una de las experiencias más incómodas de mi vida. Antes de
volver a los Estados Unidos, di una fiesta a la que invité a algunos
de los que me habían ayudado en mi investigación. Con mi falta de
experiencia, no tomé en cuenta el color político de mis invitados,
por lo que v in ¡eren mezclados liberales y nacionalistas, cosmopolitas
y populistas, sarmicntistas y resistas. No bien había empezado la
fiesta, varios de mis invitados se trenzaron en acaloradas discusiones.
Los liberales hablaban de la declinación nacional según las tasas de
crccimiento cconómico, de inflación, salarios reales, productividad,
producto bruto, problemas sociales, etcétera, todo lo cual me
resultaba perfectam ente comprensible en tanto soy una persona
educada en los m arcos del liberalismo. Los nacionalistas, en con
traste, hablaban un idioma desconocido, con frases como “el ser
argentino” y “el pensam iento nacional” . Según ellos, la necesidad
más urgente del país era un presidente auténticamente argentino que
pudiera resistir a las influencias extem as y captar la voluntad
genuina del pueblo más allá de las convenciones electorales bur
guesas. Por más esfuerzos que hice, no pude entender de qué
323
estaban hablando, cosa que ellos atribuyeron al simple hecho de que
yo no era argentino, explicación que tam bién aplicaban a cualquiera
que cuestionara sus presupuestos, no sólo a extranjeros. Pero lo que
más me impresionó fue su retórica. Mis invitados hablaban lenguas
distintas, que se rem itían a ficciones orientadoras radicalmente
diferentes. El consenso, o siquiera una apreciación del punto de
vista ajeno, era imposible. \
/ Desde esa prim era visita, he vuelto a la Argentina muchasX
veces y dedicado gran parte de mi vida profesional a estudiar la
historia y la literatura argentinas. Aunque no pueden negarse los
cambios reales que se han dado en la retórica argentina, sigue
asombrándome hasta qué punto la Argentina moderna sigue en
diálogo con su pasado, cómo los ecos de debates del siglo pasado
siguen resonando en prácticam ente toda discusión que tengan los
argentinos sobre sí mismos y su país, cómo los fantasmas retóricos
de Moreno, Hidalgo, Rivadavia, Sarmiento, Albcrdi, Mitre, Andra-
dc y Hernández siguen habitando el país. Estos fantasmas sobrevi
ven quizá porque la Argentina nunca se puso de acuerdo respecto
de sus ficciones orientadoras. La A rgentina es una casa dividida
contra sí misma, y lo ha sido al m enos desde que M oreno se enfren
tó a Saavedra. Sarmiento codificó la división en sus inflexibles
polaridades de Civilización y Barbarie, y en nuestro siglo liberales
y nacionalistas, elitistas y populistas (aunque con muchos mati
ces nuevos) continúan el debate, a m enudo usando argumentos e
imágenes heredados. En el m ejor de los casos, las divisiones ar
gentinas llevan a una impasse letárgica en la que nadie sufre de
masiado; en el peor, la rivalidad, sospechas y odios de un grupo
por el otro, cada uno con su idea distinta d e la historia, la identi
dad y el destino, llevan a baños de sangre com o las guerras civiles
del siglo pasado o la “ guerra sucia” de fines de la década de 1970.
Si bien las crisis recurrentes del país tienen, obviam ente, muchas
causas y explicaciones, no puedo evitar el sentim iento de que los
mitos divergentes de la nacionalidad legados por los hombres que
inventaron la Argentina siguen siendo un factor en la búsqueda
^ frustada de la realización nacional.
324
Bibliografía
w
A uu ' roi, Juan Bautista. Escritos postumos. 16 tomos. Buenos Aires, Im
prenta Europea, 1895-1901.
— Grandes y pequeños hombres Plata. París, Editorial Gantier
Hennanos, 1912.
— Las “Bases“ de i.Ed. Jorge M, Mayer, 1852, Buenos Aire
erd
lb
A
Editorial Sudamericana, 1969. Este libro ofrece el texto entero de
Bases y puntos de [xirtidi para la organización política la
República Argentina,junto con un excelente estudio preliminar y un
detallado estudio de variantes en las distintas ediciones.
— Obras c o m p l e t a s .8tomos. Buenos Aires, La Tribuna
1886.
A lonso, Carlos. “Facundo y la sabiduría del poder”, Cuadernos ameri
canos 5(1979) 116-130.
A ndradh, Olegario Víctor. Las dos políticas. Eds. Josó Carlos Maube y
José Raed. Buenas Aires, Editorial Devenir, 1957.
— Obras poéticas. Ed. Benjamín Besualdo. Buenos Aires, 1887.
— Obras poéticas. Ed. Eleutorio F. Tiscomia. Buenos Aires, Acade
mia Argentina de Letras, 1943.
A noiíus , Pedro de. Acusación y defensa de Rosas. Ed. Rodolfo Trostiné.
Buenos Aires, Editorial “La Facultad”, 1945.
— Antología de la poesía gauchesca. Ed. Horacio Jorge Becco. Ma
drid, Aguilar, 1972.
A rtigas, José. Archivo Artigas. 20 tomos. Montevideo, Comisión Nacio
nal Archivo Artigas, 1950-1981.
— Citas a Artigas. Montevideo, Ediciones Grito de Ascendo, 1979.
— José Artigas, Documentos: Compilación y prólogo. Ed. Oscar H.
Bruschera. La Habana, Casa de las Américas, 1971.
Azare A meghino , Eduardo. Artigas en la historia argentina. Buenos Ai
res, Corregidor, 1986.
B arager , Joseph R. “The Historiography of theRío de la Plata Area Since
1830”, The Híspame American Review 39 (noviembre
1959) 588-642.
B elgrano, Manuel. Autobiografìa.1814; Buenos Aires, Edito
versitaria de Buenos Aires, 1966.
325
B crcovjtcii, Sacvaii. The American Jeremiad. M adison,The Univcrsityof
Wisconsin Press, 1978.
— The Puritan Origins o f the American Self. New Haven, Yale
University Press, 1975.
B esualdo, Benjamín. Prólogo. Obras poéticas de Olegario Víctor Andrade.
Buenos Aires, 1887.
B olívar, Simón. Obras completas. 3 lomos. Ed. Vicente Lccuna. La
Habana, Editorial Lcx, 1950.
B orges, Jorge Luis. El idioma de los argentinos. Buenos Aires, Peña Del
Guídice, 1928.
— Obras completas. Buenos Aires, Emecé Editores, 1974.
B orges, Jorge Luis el al. Obras completas en colaboración. B uenos Aires,
Em ecé Editores, 1979.
B osch, Beatriz. U rquizaysu tiempo. Buenos Aires, Editorial Universitaria
de Buenos Aires, 1971.
B otana , Natalio R. La tradición republicana. Buenos Aires, Editorial
Sudamericana, 1984.
— El orden conservador. Buenos Aires, Editorial Sudamericana,
1985.
B ruschera , O scar H. Prólogo. José Artigas, DocumCompilació
prólogo. By José Artigas. Habana, Casa de las Américas, 1971.
9-56.
B unkley, Allison W illiams. The Life o f Sarmiento. Princeton, Princeton
University Press, 1952.
— Vida de Sarmiento. Trad. Luis Echávarri. Buenos Aires, Editorial
U niversitaria de Buenos Aires, 1966.
B usaniche, José Luis. Historia argentina. Buenos Aires, Ediciones Solar,
1965.
C aillet-B ois, Julio. “Introducción a la poesía gauchesca.” Historia de la
literatura argentina. Ed. Rafael Alberto Arrieta. Buenos Aires,
Peuser, 1959.3:51-89.
— “Prólogo”, Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Man-
silla. M éxico, Fondo de Cultura Económ ica, 1947. i-xlii.
C aillet-B ois, Ricardo R. “L a historiografía.” En Historia de la literatura
argentina. Ed. R afael Alberto Arrieta. Buenos Aires, Ediciones
Peuser, 1960.4:34-80.
C arbia , Rómulo D. Historia crítica de la historiografía argentina. La Pla
ta, Facultad de Hum anidades de la U niversidad de La Plata, 1939.
— La Revolución de M ayo y lalglesia. Buenos Aires, Editorial Huartes,
1945.
C oni, Emilio A. El Gaucho: Argentina, Brasil, Uruguay, 1945; Buenos
Aires, Solar/Hachette, 1969.
C orneto, Atilio. Historia de Güemes. B uenos Aires, Academia Nacional
de la Historia, 1946.
Ciiávez, Fermín. José Hernández. 2* edición. Buenos Aires, Plus Ultra,
1973.
— José Hernández: Periodista, político y poeta, 1959; Buenos Aires,
Plus Ultra, 1973.
C maramonte, José Carlos. “La crisis de 1866 y el proteccionismo argen
tino en la década del 70” en Losfragmentos del poder. Eds. Torcuato
S. Di Telia y Tulio Halperin Donghi. Buenos Aires, Editorial Jorge
Álvarez, 1969:171-215.
— Nacionalismo y liberalismo económicos en Argentina, 1860-1880.
Buenos Aires, Solar/Hachelte, 1971.
D íaz Alejandro, Carlos. Essays on thè Economie History ofthe Argentine
Republic. New Haven, Yale University Press, 1970.
E cheverría, Esteban. Dogma socialista, 1837; Buenos Aires, El Ateneo,
1947.
— Obras completas. 1951; Buenos Aires, Ediciones Antonio Zamora,
1972.
— Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata
desde el año 37. Incluido en Dogma socialista, 1846; Buenos Aires,
El Ateneo, 1947.
El Argos de Buenos Aires. 5 tomos. Facsímil. Buenos Aires, Academia
Nacional de la Historia, 1937-1942.
F einmann, José Pablo. Filosofía y nación. Buenos Aires, Editorial Legasa,
1982.
F erns, H. S. Britain and Argentina in thè Nineteenth Century. Londres,
Clarendon Press, 1960.
F orbes, John Murray. Once años en Buenos Aires. Ed. y trad. Felipe A.
Espil. Buenos Aires, Emecé Editores, 1956.
F rizzi de Longoni, Haydec E. Rivadavia y la reforma eclesiástica. Bue
nos Aires, La Prensa Médica Argentina, 1947.
G alasso, Norberto. Vida de Scalabrini Ortiz. Buenos Aires, 1970.
G álvez, Manuel. La vida de Sarmiento. Buenos Aires, Emccc Editores,
1945.
G andía, Enrique de. “Estudio preliminar”, Rozas: Ensayo hislórico-
psicológico. De Lucio V. Mansilla. 1913; Buenos Aires, Edición
Argentina, 1946.
— Historia de las ideas políticas en la Argentina. 6 tomos. Buenos
Aires, R. Depalma, 1960-1074.
— “Las ideas políticas de Pedro de Angelis.” Incluido en Acusación y
defensa de Rosas. Ed. Rodolfo Trostiné. Buenos Aires, Editorial
“La Facultad”, 1945.93-170.
G hiano, Juan Carlos. “Prólogo.” Amalia. De José Mármol. México, Edi
torial Porrúa, 1971.
G ibson, Charles, Spain in America. Nueva York, Harper and Row,
1967.
327
G onzález E chevarría, Roberto. “The Dictatorship of Rhetoric / The
Rhetoric of Dictatorship: Carpentier, García Márquez, and Roa
Bastos”, Latin American Research Review 15 (1980): 205-228
G r iffin , Charles C. “The Enlightenm ent and Latin American
Indepcndence”, The Orig ins o f thè Latin American Révolutions,
1808-1826. Eds. R. A. Humphreys y John Lynch. Nueva York,
1965.
G roussac, Paul. “El Plan de Moreno”, La Biblioteca 1 (1896).
G uido, Tomás. Autobiografía. En Memorias y Autobiografías. 3 tomos.
1855; Buenos Aires, M. A. Rosas, 1910.
G uido y S pano , Carlos. Ráfagas. 2 tomos. Buenos Aires, Igon Hermanos
Editores, 1879.
G utiérrez , Juan María. “Noticias biográficas sobre Don Esteban
Echeverría”, Dogma socialista. De Esteban Echeverría. 1837; Bue
nos Aires, El Ateneo, 1947.
— Origen y desarrollo de la enseñanza pública superior en Buenos
Aires , 1868; Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1915.
— “Vida de Esteban Echeverría.” Incluido en Echeverría, Esteban.
Obras pletas, 1951; Buenos Aires, Ediciones Antonio Zamora.
com
1972.9-52.
H alperín D onghi, Tulio. José Hernández y sus mundos. Buenos Aires,
Editorial Sudamericana, 1985.
— El pensamiento de Echeverría. Buenos Aires, 1951.
— Politics,Economics and Society in Argentina in thè Revolutionary
Period. Trad. inglesa de Richard Southern. Cambridge, Cambridge
University Press, 1975.
— Revolución y guerra: formación de una elite dirigente en la
Argentina criolla. 25 edición. México, D.F., Siglo XXI editores.
1979.
H enríquez U reña , Pedro.Las corrientes literarias en laAméricaHispana.
México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1949.
H ernández, José. Artículos periodísticos de José Hernández. Ed. Walter
Rela. Montevideo, Editorial El Libro Argentino, 1967.
— Personalidad parlamentaria de José Hernández. La Plata, Cámara
de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, 1947.
— Prosas de José Hernández. Ed. Enrique Herrero. Buenos Aires,
Editorial Futuro, 1944.
— Prosas y oratoria parlamentaria. Ed. Rafael Oscar Ielpi et al.
Buenos Aires, Editorial Biblioteca, 1974.
H ernández, Pablo. Conversaciones con el Teniente Coronel Aldo Rico y
De Malvinas a la Operación Dignidad. Buenos Aires, Editorial
Fortaleza, 1989.
H ernández, Rafael. Pehuajó: Nomenclatura de las calles. Buenos Aires,
1896.
328
Hernández A rregui, Juan José. La formación de la conciencia nacional.
Buenos Aires, Ediciones Hachea, 1960.
— Imperialismo y cultura: la política de la inteligencia argentina.
Buenos Aires, Editorial Amerinda, 1957,
H erring, Herbert. A History of Latin America from the Beginnings to the
Present. 2- edición. Nueva York, Alfred A. Knopf, 1965.
Ibarguren, Carlos. Juan Manuel de Rosas, su vida, su tiempo, su drama.
1939; Buenos Aires, Librería“La Facultad”de Juan Roldán y Qa., 1933.
— Las sociedades literarias y la revolución argentina. Buenos Aires,
Espasa Calpe Argentina, 1937.
I barguren, Federico. Nuestra tradición histórica. Buenos Aires, Edicio
nes Dictio, 1978.
I ngenieros, José. La evolución de las ideas argentinas. 2 tomos, 1918;
Buenos Aires, Editorial Futuro, 1961.
— Los iniciadores de la sociología argentina: Sarmiento, Alberdi y
Echeverría. Buenos Aires, P. Ingenieros, 1928.
I razusta, Julio y Rodolfo. La Argentina y el imperialismo británico: Los
eslabones de una cadena 1806-1833. Buenos Aires, Editorial Tor,
1934.
I razusta, Julio. Breve historia de la Argentina. 21 edición. Buenos Aires,
Editorial Independencia, 1981.
— Ensayos históricos, 1952; Buenos Aires, Editorial Universidad de
Buenos Aires, 1968.
— Tomás Manuel de Anchorena, 1950; Buenos Aires,Editorial Huemul,
1962.
Iriarte, Tomás de. Memorias. 12 tomos. Buenos Aires, Ediciones Argen
tinas, 1945.
J auretche, Arturo. Manual de zonceras argentinas. Buenos Aires, A. Peña
Lillo editor, 1986.
— El medio pelo en la sociedad argentina. Buenos Aires, A. Peña Lillo,
1966.
— L o s p ro feta s d el odio. Buenos Aires, Ediciones Trafac, 1957.
J effrey, William H. M itre a n d A rgentina. Nueva York, Library Publishers,
1952.
JiTRiK, Noè. M u erte y resurrección d e F acu n do. Buenos Aires, Centro Edi
tor de América, 1968.
J ones, Kristine. “Civilization and Barbarism and Sarmiento’s Indian
Policy.” Trabajo sin publicar presentado en Harvard University,
OcL 15,1988.1-16.
King, John. Su r: A stu d y o f the A rg en tin e lite ra ry jo u r n a l a n d its r o le in
the developm en t o f a cu ltu re, 1931-1979 . Cambridge, Cambridge
University Press, 1986.
Kolinski, Charles J. In depen den ce o r D e a th ! The S to ry o f the P a r a g u a y a n
W ar . Gainesville, University of Florida Press, 1965.
329
K orn, Alejandro. Influencias filosóficas en la evolución nacional. Bue
nos Aires, Editorial Claridad, 1936.
Kroeber, Clifton B. “Rosas and the Revision of Argentine History,
1880-1955”, ¡nteramerican Review o f Bibliography 10 (1960)
3-25.
La lira argentina, o colección de piezas poéticas dadas a luz en Buenos
Aires durante la guerra de independencia. Ed. Pedro Luis Barcia,
1824; Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1982.
La Moda. Edición facsímil. Buenos Aires, Academia Nacional de la
Historia, 1938.
L eonard, Irving A. Baroque Times in Old Mexico. Ann Arbor, University
of Michigan Press, 1959.
— Books o f the Brave. Cambridge, Harvard University Press, 1949.
L evene, Ricardo. Ensayo histórico sobre la Revolución de Mayo y Maria'
no Moreno. 4 tomos. Buenos Aires, Editorial Peuser, 1960.
L ewis, Wyndam. “DeTocqueville and Democracy”, The SewaneeReview
54 (1946) 557-575.
L ichtblau, Myron I. The Argentine Novel in theNineteenth Century. Nueva
York, Hispanic Institute in the United States, 1959.
L ópez, Vicente Fidel. Historia de la República Argentina: su origen, su
revolución y su desarrollo político, 10 tomos. 1883-1893; Buenos
Aires, Kraft, 1913.
L udmer, Josefina. El género gauchesco: Un tratado sobre la patria.
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1988.
L una, Félix. Los caudillos. Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, 1876.
L ynch, John. Argentine Dictator: Juan Manuel de Rosas, 1829-1852.
Oxford, Clarendon Press, 1981.
M ansilla, Lucio V. Rozas: Ensayo histórico-psicológico. 1913; Buenos
Aires, Edición Argentina, 1946.
— Una excursión a los indios ranqueles. Ed. Mariano de Vediay Mitre,
1870; Buenos Aires, Biblioteca de Clásicos Argentinos, Ediciones
Estrada, 1959.
M ármol, José. Amalia. Ed. Juan Carlos Ghiano, 1855; México, Editorial
Porrúa, 1971.
— Asesinato del Señor Dr. D. F l o r M a n u e l a RosaEd.
Juan Carlos Ghiano, 1848; Buenos Aires, Casa Pardo, 1972.
M artínez E strada, Ezequiel. Muerte y transfiguración de Martín Fierro.
México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1948.
— Radiografía de la pampa, 1933; Buenos Aires, Editorial Losada,
1961.
M aube, José Carlos y José Raed. “Prólogo.” Las dos políticas. De Olegario
Víctor Andrade. Buenos Aires, Editorial Devenir, 1957.
M ayer, Jorge M. Albereti y su tiempo. Buenos Aires, Editorial Universi
taria de Buenos Aires, 1963.
330
— Prólogo. Las “Bases” de Alberili. De Juan Bautista Alberdi. Buenos
Aires, Editorial Sudamericana, 1969.
M itre, Bartolomé. Estudios históricos sobre la revolución argentina:
Belgrano y Guarnes. Buenos Aires, Imprenta del Comercio del
Plata, 1864.
— Historia de Belgrano y de la independencia argentina. 2- edición, 2
tomos. Buenos Aires, 1859.
— Obras Completas, 18 tomos. Buenos Aires, El Congreso de la
Nación Argentina, 1938.
M itre, Bartolomé et al. Galería de celebridades argentinas: Biografías
de los personajes más notables del Río déla Plata. Buenos Aires,
1857.
M olloy, Sylvia. Al Face Value: Autobio graphie al Writing in Spanish
America. Cambridge, Cambridge University Press, 1991.
— “Imagen de Mansilla.” En La Argentina del ochenta al centenario.
Ed. Gustavo Ferrari y Ezequiel Gallo. Buenos Aires, Editorial
Sudamericana, 1980. 745-759.
M oreno, Manuel. “Vida y memorias del Doctor Mariano Moreno.” En
Memorias y Autobiografías, 1812; Buenos Aires, Imprenta M. A.
Rosas, 1910.
M oreno, Mariano. Escritos de Mariano Moreno. Ed. Norberto Piñero.
Buenos Aires, Biblioteca del Ateneo, 1896.
M organ, Edmund S. Inventing the People. Nueva York, Norton, 1988.
N avarro G erassi, Marysa. Los nacionalistas. Buenos Aires, Editorial
Jorge Álvarez, 1968.
P agés L array, Antonio. Prosas del Martín Fierro; Con una selección de
los escritos de José Hernández. Buenos Aires, Editorial Raigal,
1952.
Palagio, Ernesto. La historia falsificada. Buenos Aires, Editorial Difu
sión, 1939.
P alacios, Alfredo L. E steban E ch everría . Buenos Aires, La Tribuna Na
cional, 1951.
P alcos , Alberto. S arm ien to, la vida, la o b ra , la s id e a s, e l g en io . Buenos
Aires, El Ateneo, 1938.
P aoli, Pedro de. L o s m o tiv o s d el M artín F ierro en la vid a de J o sé H er -
n á n d ez. Buenos Aires, Libreria Huemul, 1968.
— S a rm ie n to : su g ra v ita c ió n en e l d e sa rro llo n a cio n a l. Buenos Aires,
Ediciones Theoría, 1964.
Paz, José María. M e tn o ria s p o stu m a s d e l b r ig a d ie r g en era l J o sé M aría
P a z . 4 tomos. Buenos Aires, Imprenta de la Revista, 1855.
P elliza , Mariano A. D o r r e g o en la h isto ria d e lo s p a r tid o s unitario y
f e d e r a l. Buenos Aires, C. Casavalle, 1878.
P eña, Melcíades. D e M itr e a R o c a . C o n so lid a c ió n d e la o lig a rq u ía a n g la -
c r io lla ; Buenos Aires, Fichas, 1968.
331
P erry, Ralph Barton. Puritanism anDcmocra
Vanguard Press, 1944.
P erón, Eva. Discursos completos, 1949-1952. 2 tomos. Ed. Carlos E.
Hurst y José María Roch. Buenos Aires, Editorial Megafón, 1986.
Picassim .R ivadaviaysutiem po. 3 tomos, 1943; Buenos Aires, Edicio
nes Peuser, 1960.
P rieto, Adolfo. La literatura autobiográfica argentina. Rosario, Facultad
de Filosofía y Letras, 1962.
— Proyecto y construcción de una nación. Ed. Tulio Halperin Donghi.
Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1980.
P uig, Juan de la C. ed. Antología de poetas argentinos. 10 tomos. Buenos
Aires, M. Biedma e Hijo, 1910.
P uiggrós, Rodolfo. Los caudillos de la Revolución de Mayo. 2* edición.
Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 197L
— Pueblo y oligarquía. Buenos Aires, Jorge Álvarez Editor, 1965.
R amos, Julio. “Entre otros: Una excursión a los indios ranqueles.” Filo
logía (Buenos Aires) 21 (1986). 143-171.
R amos M eiía , José. Rosas y su tiempo. 2 tomos. Buenos Aires, 1907.
R avignani, Emilio. Antonio Sáenz,fundador y organizador de la Univer
sidad de Buenos Aires. Buenos Aires, 1925.
R ivera Lndarte, José. Rosas y sus opositores. Montevideo, Imprenta de El
Nacional, 1843.
R ivera, Jorge B. La primitiva literatura gauchesca. Buenos Aires, Edi
torial Jorge Álvarez, 1968.
R ojas, Ricardo. Sarmiento: El profeta de la pampa. Buenos Aires, Edi
torial Losada, 1945.
R ock , David. Argentina 1516-1982: From Spanish Colonisation to the
Falklands War. Berkeley, University of California Press, 1985.
— Politics in Argentina 1890-1930: The Rise and Fall o f Radicalism.
Cambridge, Cambridge University Press, 1975.
R odríguez M olas, Ricardo E. Historia social del gaucho . Buenos Aires,
Ediciones Marú, 1968.
R ojas, Ricardo. “Noticia preliminar.” Tragedias. Por Juan Cruz Varela.
Buenos Aires, J. Roldan, 1915.
— El radicalismo de mañana. 1932; Buenos Aires, Editorial Losada,
1946.
— La restauración nacionalista. Buenos Aires, Ministerio de Justicia
e Instrucción Pública, 1909.
R omero. José Luis. Las ideas políticas en Argentina, 1946; Buenos Aires,
Fondo de Cultura Económica, 1983.
R osenblvt, Angel. Argentina, historia de un nombre. Buenos Aires,
Editorial Nova, 1949.
R osenkrantz, Eduardo S. La bandera de la patria. B uenos Aires, Editorial
“Grito Sagrado”, 1988.
332
R uiz- G uiñazú, Enrique. El Presidente Saavedra y el pueblo soberano de
1810. Buenos Aires, Ángel Estrada, Editores, 1960.
Epifanía de la libertad: Documentos secretos de la Revolución de
Mayo. Buenos Aires, Editorial Nova, 1952.
Saavedra, Cornelio. Autobiografía. En Memorias y Autobiografías. 3
tomos, 1824; Buenos Aires, M. A. Rosas, 1910.
S ala de T ouron, Lucía et al. Artigas y su revolución agraria, 1811-1820.
México, D.F., Siglo Veintiuno, 1978.
S alessi, Jorge. La intuición del rumbo: el andrógino y su sexualidad en la
narrativa de Eugenio Cambaceres. Tesis doctoral, Yale University,
1989.
S ánchez, Luis. El pensamento político del despotismo ilustrado. Madrid,
1953.
S ánchez R eulet, Aníbal. “La ‘Poesía Gauchesca’ como Fenómeno Lite
rario”, Revista Iberoamericana 52 (1961) 281-299.
Sarmiento, Domingo Faustino. Civilización y barbarie: Vida de Juan
Facundo Quiroga. Ed. Raimundo Lazo. 1845; México, Editorial
Porrúa, 1977.
— Obras deD. F. Sarmiento. 39 tomos. Buenos Aires, Imprenta Mariano
Moreno, 1900. Citado como Obras completas.
— Viajes por Europa, Áfricay Estados Unidos. Ed. Julio Noé. 3 tomos.
1849-1851; Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1922.
S ava, Walter. “Literary Criticism of Martín Fierro from 1873-1915”,
Hispanófila 25 (1982) 51-68.
S calabrini O rtiz, Raúl. El hombre que está solo y espera, 1931; Buenos
Aires, Editorial Plus Ultra, 1976.
— Historia de los ferrocarriles argentinos, 1939; Buenos Aires, Edi
torial Devenir, 1958.
— Política británica en el Río de la Plata, 1939; Buenos Aires, Fernán
dez Blanco Libros Argentinos, 1957.
— Tierra sin nada; Tierra de profetas, 1945; Buenos Aires, Plus Ultra,
1973.
Yrigoyen y Perón. Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1972.
S cobie, James R. Argentina: A City and a Nation. 21edición, Nueva York,
Oxford University Press, 1971.
— La lucha por la consolidación de la nacionalidad argentina,
1852-1862. Traducción Gabriela de Civiny. Buenos Aires, Hachette,
1964.
S ebreli, Juan José. Apogeo y ocaso de los Anchorena. 21edición. Buenos
Aires, Siglo Veinte, 1974.
T iscornia, Elutorio F. “Vida de Andrade”. En Andrade, Olegario Víctor,
Obras poéticas. Ed. Eleutorio F. Tiscornia, Buenos Aires, Acade
mia Argentina de Letras, 1943. vii-LXXV.
T jarks, Germán y Alicia Vidaurret de. El comercio inglés y el contra-
333
bando: nuevos aspectos en el estudio de la política econórrúca del
Río de la Plata, 1807-1810, Buenos Aires, 1962.
V arela, Juan Cruz. Poesías. Ed. Vicente D. Sierra. Buenos Aires, La
Cultura Argentina, 1916.
— Tragedias. Ed. Ricardo Rojas. Buenos Aires, J. Roldan, 1915.
V iS as, David. De Sarmiento a Cortázar. Buenos Aires, Ediciones Siglo
Veintiuno, 1971.
— Literatura argentina y realidad política. Buenos Aires, J. Alvarez,
1961.
VÉLEzSARsnELD,Dalmacio.“E lG en eralB elgran o.” In clu id o en Bartolomé
M itre. Estudios históricos sobre la revolución argentina: Belgrano
y Güemes. B uenos A ires, 1861.
W eddell, Alexander W. “A Comparison of the Executive and Judicial
Powers Undcr the Constitutions of Argentina and the U nited States”,
Bulletin of the College o f William and Mary 31
W eiss, John. The Fascist Tradition. Nueva York, Harper and Row, 1967.
WRiGirr lone S. y Lisa M. Nekhon. Historical Dictionary o f Argentina.
Mctuchen, The Scarecrow Press, 1978.
334
A
Indice
1. Preludio a la nacionalidad........................................... 17
2. Mariano M o re n o .......................................................... 40
3. Populismo, federalismo y gauchesca........................ 63
4. Los rivadavianos.......................................................... 98
5. L a Generación de 1837, Parte 1.................................. 131
6. La Generación de 1837, Parte I I ................................ 165
7. Alberdi y Sarmiento: El abismo que crece................ 188
8. Bartolomé Mitre y la galena de celebridades
arg en tin as....................................................................... 208
9. Raíces del nacionalismo argentino, Parte I ............... 235
10. Raíces del nacionalismo argentino, Parte I I .............. 273
"Original en su concepción y su
ejecución, lleno de datos e in
terpretaciones interesantes, útil
e iluminador... Shumway es par
ticularmente bueno al tratar los
variados usos que se da a la
historia en la Argentina.”
David Rock, Universidad de
California, Santa Barbara
"Shumway a c ie rta en su
cautivante discusión de los inte
lectuales que con tanta audacia
buscaron transform ar a su país y
cuyos debates siguen acechando
a su posteridad.”
ISSN 950-04-1274-5
ii ; ? f
{ :i 11
Mí
5;
9 8789500^41*2 7 A 2 23.442