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ENCICLOPEDIA DE HISTORIA ARGENTINA (TOMO 1) 
 

Índice 
 

HISTORIA ARGENTINA   Pág. 1
 
 
LOS TIEMPOS ESPAÑOLES (1492‐1805)  Pág.2
I ‐ Antes de España  Pág.4
Los primeros  Pág.5
Los indios de la conquista Pág.7
Habitantes de las sierras Pág.8
Habitantes del litoral  Pág.10
Habitantes de la llanura Pág.11
Habitantes de los montes Pág.13
Habitantes del sur  Pág.16
II – La Madre Patria  Pág.18
España dueña del mundo Pág.19
La ruta de occidente  Pág.23
Colón, el visionario  Pág.29
III – El Nuevo Mundo  Pág.37
Descubrimiento del continente austral  Pág.38
Españoles y portugueses Pág.43
El mar dulce  Pág.44
Abandono de la ruta de occidente  Pág.46
En busca del rey blanco (1526‐1531)  Pág.47
IV – La Conquista  Pág.52
La maldición del Plata y el poblamiento de Indias Pág.53
Los adelantados  Pág.57
El “poblamiento” de ciudades  Pág.61
V – Los Conquistadores  Pág.63
Pedro de Mendoza, el enfermo ilusionado Pág.63
Irala, el caudillo  Pág.74
Entradas por el Tucumán y Cuyo  Pág.79
Juan de Garay, el fundador  Pág.84
La Patagonia  Pág.93
VI – El puerto contra el país Pág.97
Hernandarias, el protector  Pág.98
“Beneméritos” y “Confederados”  Pág.102
VII – Las Repúblicas Indianas Pág.113
Evolución del municipio castellano  Pág.114
El municipio indiano  Pág.116
Las “Repúblicas de españoles”  Pág.117
La dominación sobre el indígena  Pág.122
VIII – Los Reinos de Indias  Pág.127
Leyes de Indias  Pág.128
El monarca  Pág.131
Consejo Supremo de Indias  Pág.132
Casa de contratación  Pág.134
Audiencias  Pág.134
Virreyes y otros funcionarios reales  Pág.136
Iglesia indiana y Real Patronato  Pág.140
IX – Gobernadores y Corregidores  Pág.142
Gobernadores de Buenos Aires (después de Ruiz de Baigorri) Pág.143
Gobernadores del Tucumán (posteriores a Fernando de Zárate)  Pág.145
Corregidores de Cuyo  Pág.148
Misiones guaraníes  Pág.149
X – Sociedades Indianas  Pág.151
La ciudad  Pág.152
La campaña  Pág.155
La economía  Pág.158
La instrucción y la cultura Pág.160
XI – De los Reinos de Indias a las colonias de América Pág.162
La cuestión de la “Colonia del Sacramento” y el reparto de  Pág.163
Utrecht 
España y el Río de la Plata después de Utretch (1713‐1766) Pág.167
El “común” de Asunción Pág.169
La “Vecindad” de Corrientes  Pág.172
Expulsión de los Jesuitas Pág.175
Las Malvinas y los ingleses  Pág.177
Las “colonias” de América  Pág.180
XII – El Virreinato  Pág.183
Creación del Virreinato de Buenos Aires  Pág.184
Organización del Virreinato  Pág.187
Los virreyes hasta Sobremonte  Pág.189
Fracaso del mercantilismo español  Pág.192
Tupac‐Amaru  Pág.195
Sociedad y cultura  Pág.198
Organización militar (hasta 1807)  Pág.200
 
HISTORIA ARGENTINA

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JOSÉ MARÍA ROSA

HISTORIA
ARGENTINA
TOMO I

LOS TIEMPOS ESPAÑOLES


(1492 – 1805)

EDITORIAL ORIENTE S.A.


BUENOS AIRES

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a Vicente Rosa

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I
ANTES DE ESPAÑA

1. Los primeros.
2. Los indios de la conquista.
3. Habitantes de las sierras.
4. Habitantes del litoral.
5. Habitantes de la llanura.
6. Habitantes de los montes.
7. Habitantes del sur

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1. LOS PRIMEROS

Los habitantes de las barrancas.

No se sabe de dónde vinieron. Pero en tiempos alejadísimos cuando los contornos de la tierra no habían tomado su
diseño actual, los ríos no surcaban sus cauces de ahora, se hacía sentir un clima húmedo y pesado y vagaban por la
pampa cubierta de ciénagas los grandes mamíferos extinguidos, había seres humanos en los acantilados de la costa
atlántica entre Mar del Plata y Bahía Blanca. Un atlas encontrado en Monte Hermoso y dos molares de Miramar los
muestran de pequeña estatura (no más de 1m60), pero de constitución robusta. Ameghino atribuyó a quieres llamaba
prothomos (“antes del hombre”) la antigüedad remotísima del período terciario, y conjeturó fuesen los antecesores de la
especie humana. Su hipótesis hizo escándalo, y no fue aceptada por los investigadores europeos. Desde luego había
errores, y gruesos, en las conclusiones del naturalista argentino: el horizonte contemplado por el ser de las barrancas era
el llamado chapadmalense y no correspondía al terciario sino al cuaternario inferior; y desde ese tiempo había restos
indudablemente humanos en yacimientos ingleses y alemanes (el hombre de Heidelberg, el hombre de Pitcairn).
Las huellas de la industria rudimentaria del habitante de las barrancas del Atlántico y el análisis de sus restos
fósiles, permiten asegurar que este cuaternario argentino puede clasificarse dentro de la especie “hombre” si bien difiere
en algunos rasgos del homo sapiens contemporáneo. Por eso se le da el nombre de homo chapadmalensis. Era un
“hombre” bastante hábil, cuya técnica —hachas de piedra percutida, boleadoras de piedra con surcos desgastados por
los tientos de cuero o fibra— lo colocaba a la cabeza de la humanidad primigenia; pues sus contemporáneos de
Heidelberg y Pitcairn, mientras los hallazgos eneolíticos no digan otra cosa, se servían apenas de piedras de sílex
manejadas con el puño.
Ameghino le dio un origen americano; pero la presunción de unos homúnculos antropoides vagando por la
Patagonia formulada por el naturalista no tuvo bases firmes, pues nunca se encontraron sus fósiles, y no es aceptada hoy
en día. Pero entonces, ¿de dónde vino el hombre de las barrancas? Debemos manejarnos por conjeturas y con
precauciones en cosas no establecidas de modo fehaciente. Si debió llegar de alguna parte, solamente pudo hacerlo a
través de ese “puente” que según los geólogos unía al Viejo y al Nuevo Mundo en las primeras capas del cuaternario: la
delineación de los continentes no era como hoy, y podía cruzarse a África y Europa por una perdida “Atlántida” que
yace bajo el mar.
Suponemos que vino tras los animales que le servían de alimento, cuya emigración de oriente a occidente y de
norte a sur a principios del cuaternario ha sido establecida con certidumbre. La pampa, cálida, húmeda y pantanosa de
entonces, era un refugio admirable para las especies que huían de las inclemencias en el primer período glacial europeo,
y en su persecución debieron llegar y establecerse los hombres de las barrancas.
Eran seres rudimentarios, pero más hábiles que sus contemporáneos europeos. Por los rastros esparcidos en las
barrancas sabemos que hendían la piedra para fabricar hachas y puntas de lanzas, aguzaban huesos y molares de los
grandes mamíferos pampeanos (los toxodones fuertes y pesados, los esmilodones tigres enormes de salientes colmillos)
dándoles formas de punzones, y ataban tientos, que debieron ser de cuero, a los guijarros redondeados empleados como
bolas arrojadizas. Sobre todo eran seres sociables, lo que no puede afirmarse de sus congéneres de Heidelberg y
Pitcairn. En los acantilados de la costa se han encontrado depósitos de escorias vítreas y tierras calcinadas que se
suponen rastros de fogones, los primeros alumbrados del mundo. Protegidos por el fuego de las inclemencias del tiempo
y el terror de las noches debieron vivir los hombres de Chapadmalal: allí, en la incipiente asociación del hogar, en un
lentísimo proceso de milenios, sus gritos guturales que expresaban emociones se fueron haciendo lenguaje enunciativo
y designativo.
Eran cazadores: se ha encontrado un fémur y algunas vértebras de toxodones con puntas de lanzas incrustadas.
Mientras los hombres cazaban, debieron las mujeres trabajar las hachas, punzones, boleadoras y los indudables pero
perdidos instrumentos de madera o confecciones de pieles o cuero (pues el transcurso del tiempo no perdonó aquello
que no fuera piedra o hueso) que los ayudarían a vencer la naturaleza.
Nada más se sabe de los hombres de Chapadmalal. Ignoramos sus habitaciones, si las tuvieron, o si se abrigaban en
las anfractuosidades de la barranca. Nada de sus costumbres, forma de asociación, lenguaje que sin duda poseyeron, ni
si usaban el fuego para asar o cocer sus alimentos o los ingerían crudos. Sólo podemos afirmar que estuvieron allí, en
los acantilados del Atlántico, en una edad remotísima que se cuenta por centenas de milenios; fueron fuertes e
industriosos, y protegidos por su ingenio incipiente se mantuvieron en el litoral y el período íntegro del cuaternario
inferior.

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Los pampeanos.

Paso el tiempo. Transcurrieron el cuaternario inferior y el medio con sus alternados períodos de precipitaciones
pluviales y pausas de relativa sequedad, que caracterizan a los tiempos glaciales en el hemisferio sur. Durante esas
pausas se adentran los hombres a la pampa que ofrece un piso más firme a su paso: van en persecución de los
gliptodontes (armadillos gigantescos de dos metros de largo y metro y medio de altura) de carne sabrosa y tierna, o de
los ñandúes y gacelas reproducidos en gran número en la tierra liberada de ciénagas. Dejan sus huellas en Ensenada.
Carcarañá, Baradero (piso ensenadense), Luján, Esperanza (piso lujanense) ¿Eran descendientes de los habitantes del
cuaternario inferior, estos “hombres pampeanos” (homos pampeus) que en la etapa media corren tierra adentro al ñandú
con sus boleadoras y matan y descarnan los gliptodontes con hachas y punzones tallados o pulidos? ¿O pertenecen a una
raza extranjera que exterminó, o se mezclo, con la aborigen? No podemos saberlo. Pero descendientes o vencedores de
quienes habitaron las barrancas, los que se internan en la pampa tienen sus mismas hachas y punzones de piedra, lanzas
de hueso y boleadoras hendidas: pero ya ha aprendido a tallarlas el “ensenadense” y a pulirlas el “lujanense”. Han traído
¿o inventado? el arco y las flechas con puntas de piedra o hueso, arma preciosa; trabajan ingeniosos anzuelos de hueso
con extremos hábilmente retorcidos y posiblemente redes de pescar de fibra vegetal con las agujas, también de hueso,
encontradas en estos pisos arqueológicos. Conjeturablemente coserían pieles con las mismas agujas para los techos de
los toldos que los abrigarían de la lluvia y la noche; aunque algunos estudiosos, por haber encontrado huellas del homo
pampeus junto a corazas descarnadas a hacha o punzón de gliptodontes, conjeturan que pudieron éstas servirles de
habitación.
Los osarios “ensenadense” o “lujanense” nos dicen el tipo físico de los hombres pampeanos: de la misma talla
—1m60— de los de Chapadmalal, tenían salientes los pómulos, cabezas alargadas sin arcos superciliares y con órbitas
propias de ojos oblicuos (de las características faciales del hombre de las barrancas nada puede saberse, por no haberse
encontrado huesos de sus cráneos). Eran los pampeanos ya verdaderos “hombres” de la especie homo sapiens, del tipo
que los antropólogos llaman “mongoloide”: los más antiguos mongoloides del mundo, mucho más remotos que los
encontrados en otras partes.

Los australoides.

A fines del cuaternario —piso aimarense— el horizonte ha tomado una fisonomía aproximada de la actual: los
grandes ríos corren por sus cauces ahora, y la costa tiene aproximadamente el trazado contemporáneo. La pampa es
ahora una inmensa y árida llanura, habiéndose secado o reducido las ciénagas y pantanos que la anegaban. Un clima
estable sustituye las inclemencias intermitentes de los tiempos glaciales, y han desaparecido para siempre, extinguidos
por las duras condiciones del último período pluvial, los toxodones, esmilodones y gliptodontes que la poblaban. La
fauna y la flora son aproximadamente las que habrá en la Argentina a la llegada de los españoles.
El hombre sobrevive. Al tipo mongoloide primitivo se mezcla otra raza llegada del norte en busca de las riquezas
cinegéticas de la pampa, de alta frente, arcos superciliares marcados, índice dolicocéfalo y talla mayor (1m70). Son los
“australoides” (homo Australis), que los brasileños llaman “hombres de Lagoa Santa”. Durante un tiempo conviven las
dos razas sin mezclarse, posiblemente en lucha, y los yacimientos muestran los cráneos de ambos en el mismo piso
arqueológico; pero luego se nota la fusión de pampeanos y australoides en un tipo con características de uno y otro, con
preponderancia de los últimos. ¿Se hizo por predominio de un pueblo conquistador que dominó y se mezcló con parte
del dominado, mientras los mongoloides emigraban a regiones alejadas? No se ha dicho la última palabra.
Desde la invasión australoide a la pampa hasta el arribo de los españoles, en un largo transcurso de siglos, el
hombre de la llanura no mostrará modificaciones esenciales. Cuando los bosques chaqueños y las sierras del noroeste se
pueblan con otra gente venida conjeturablemente de las montañas y altiplano del norte, los habitantes de la llanura
siguen persiguiendo al ñandú y al venado con boleadoras inventadas por el remotísimo cazador de Chapadmalal,
contemporáneo de megaterios y milodones, y transmitidas de vencidos a vencedores como el instrumento preciso para
dominar la pampa y sus veloces moradores. Mediante ellas parece sobrevivir el espíritu de la tierra.

2. LOS INDIOS DE LA CONQUISTA

Importancia de su estudio.

La dominación española no fue la violenta sustitución de un pueblo vencido por otro vencedor como ocurrió con la
colonización inglesa de América del Norte. Fue una imposición que hizo a los españoles señores de la tierra, pero
mantuvo a los indígenas, convertidos y más o menos mestizados, como capa proletaria de la sociedad americana. Fue en
todo caso, una sustitución de superficie debajo de la cual sobrevivió la masa indígena sometida, y a sus márgenes los
pueblos bravíos que resistieron la conquista y el cristianismo. Los españoles impusieron su religión, lenguaje, modos de
producir, costumbres familiares y organización política. Pero la simple dominación, aunque acabe por aceptarse o
tolerarse como en América española, y coincida con una mezcla de sangres, y sobre todo una unidad religiosa, no hizo
desaparecer todas las características de los dominados. Algo de la cultura aborigen sobrevivió en las formas que tomará
el cristianismo americano, habrá giros y palabras vernáculas incorporados al lenguaje corriente (en algunas partes la
lengua indígena llegó a prevalecer sobre el mismo castellano, aun entre los conquistadores), y mucho quedará de la

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manera de ser y pensar aborigen en las costumbres sociales y realidades políticas plasmadas en “las Indias” después de
la conquista. Aun los españoles puros sin y palabras de sus encomendados, y también de los pueblos indómitos contra
quienes combatían.
De allí la necesidad de conocer a los pueblos aborígenes como preliminar previo a la historia de los argentinos.

Clasificación.

La clasificación en grupos, ramas, naciones o tribus no resulta del todo convincente. Fueron comunes los
desplazamientos y mestizajes de los indígenas pre y post colombinos, y mucha la influencia recíproca de sus
costumbres, formas religiosas, armas de guerra y sobre todo lenguaje. Así los habitantes del litoral, de origen mezclado
con prevalecencia de pueblos chaqueños, hablaban el idioma de sus vecinos guaraníes o formas dialécticas con
preeminencia de éste; los tonicotes y lules de Santiago del Estero y Tucumán, aunque pertenecen racialmente, a la gran
nación cazadora y guerrera mataca de los bosques chaqueños, han recibido de sus vecinos diaguitas del noroeste
serrano las nociones del cultivo de las tierras y se transformaron en pueblos sedentarios y más o menos pacíficos, que
acabaron por resignarse con la dominación española. Lo que no ocurrió a sus hermanos del Chaco.
Por su hábitat, que coincide con el sometimiento o no a los españoles, he clasificado a los indígenas argentinos en
cinco grandes grupos. Los habitantes de las sierras (diaguitas, huarpes, comechingones, omaguacas y atacamas), que a
la llegada de los conquistadores tenían más o menos contacto con el imperio incásico y habían recibido la influencia de
las culturas del norte. Los habitantes del litoral de los grandes ríos (guaraníes sobre todo, chanás, timbres, charrúas y
pueblos afines), a los que podría agregar los chiriguanos de Salta, de raza, lengua y cultura guaraní a (aunque se
discute si estaban en el siglo XVI en territorio argentino). Los habitantes de la llanura, que corrían la Pampa (los
llamados pampas de primitivo lenguaje “het”, vencidos y mezclados después de la conquista española, con los
araucanos de Neuquén y Chile). Los habitantes de los montes (matacos y guaycurúes, a excepción de tonicotes y lules).
Y finalmente los habitantes del sur (tehuelches y onas). Quedarían fuera los yaganes y alacalufes en los canales
fueguinos, pero estos indígenas no habitaron un territorio que se mantuvo argentino.

3. HABITANTES DE LAS SIERRAS

Comprenden cuatro grupos: los diaguitas, conocidos con el nombre genérico de calchaquíes por uno de sus
pueblos, el más belicoso y difícil de dominar; los huarpes y sus congéneres comechingones y sanabirones de Córdoba y
Santiago del Estero; los atacamas y omaguacas de Jujuy y oeste de Salta y Catamarca; y finalmente las parcialidades
de origen mataco como los tonicotes y lules, que a pesar de conservar su lengua y organización primitiva, eran
agricultores y aceptaron la dominación española. Por esta causa, a estos indígenas, a pesar de vivir en una región llana y
boscosa como es el este de Tucumán y oeste de Santiago del Estero, los he preferido tratar aquí.

Diaguitas.

Vivían en la extensa zona serrana del noroeste de Salta a San Juan y desde la cordillera al Aconquija. Físicamente
eran de regular estatura, con rostro de líneas finas. En los tiempos de al conquista hablaban el auichua de los incásicos,
con resabios de su primitivo idioma llamado cacan. Habitaban en aldeas a lo largo de los valles y quebradas, dedicados
a la agricultura: sembraban maíz, zapallos, papas y porotos, y también criaban llamas domésticas que les servían para
transporte, pero no comían su carne. Recolectaban frutos silvestres, como la algarroba con la que fabricaban la aloja,
bebida fermentada. Fumaban tabaco en pipas de arcilla.
De lana de guanaco, llamas y vicuñas, sus mujeres hacían tejidos de artística confección que teñían con jugos
vegetales, y ojotas de cuero para el calzado. Eran excelentes alfareras y decoraban las cerámicas con líneas de colores o
representaciones de animales, posiblemente por motivos religiosos. Los hombres trabajaban la piedra con figuras
humanas o de animales, indudablemente de representación totémica (tótem, palabra iroquesa que se aplica a la forma
religiosa donde se adoran figuras animadas o inanimadas). Se han encontrado en Tucumán menhires de piedra de
indudable culto primitivo, pero algunos lo suponen una cultura anterior a la diaguita. También habían aprendido éstos
de los incásicos el arte de fundir los metales, y hacían de cobre con pequeña aleación de estaño, que no llegaba a las
proporciones del bronce, cuchillos, hachas, punzones y joyas de adorno.
Sus ideas religiosas estaban influenciadas por los incas, aunque sobrevivían vestigios de antiguos cultos totémicos
o fetichistas (formas semi-animadas que distinguen a una aldea). Adoraban al Inti, el sol y a Apu, el genio tutelar de la
tierra; temían al trueno y los rayos como entidades diabólicas de las que convenía alejarse y no irritar. Sus hechiceros
practicaban la magia y tenían gran influencia en las aldeas, apenas superadas por los jefes guerreros. Sus fiestas
religiosas consistían en comidas con sacrificio de un animal al Inti o Apu que ingerían para comunicarse con el dios:
evidente resabio de la antigua fiesta del “fuego” de los pueblos totémicos, y extrañamente análoga a la eucaristía
cristiana. Creían en la supervivencia del alma, y suponían que las estrellas eran los espíritus de los hombres buenos idos
al cielo junto al Inti. Enterraban a sus muertos con las piernas recogidas o de pie, casi siempre en cavernas o grutas.
Para los jefes y hechiceros empleaban urnas funerarias.
Fueron el pueblo más civilizado del territorio argentino. Aunque pacíficos por naturaleza, la conquista española
despertó sus instintos guerreros, y se sublevaron contra la dominación cristiana en la cruenta guerra calchaquí. Sus

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armas eran temibles: flechas con punta de cobre, que sabían disparar atrincherados en sus pucarás, fortalezas
construidas en lo alto de los cerros; allí también amontonaban piedras que arrojaban al enemigo. Las mujeres
combatieron junto a los hombres alentándoles, y quienes huyeron de la batalla fueron despreciados por la comunidad
íntegra; finalmente diezmados y vencidos, acabaron por capitular, y los sobrevivientes aceptaron las “encomiendas” —
bastante aligeradas por prudentes disposiciones gubernativas— y trabajaron en beneficio de los conquistadores.

Los huarpes.

Se extendían por la planicie al nordeste de Mendoza, este de San Juan, La Rioja, Catamarca y parte de Santiago del
Estero. Eran “altos como varales” al decir de un cronista español, delgados y enjutos. Hablaban dos lenguas o dialectos
de común origen: el allentiac los sanjuaninos y habitantes del norte; y el millcayac, los mendocinos. Lenguajes
guturales, que nada tienen que ver con el quichua ni con las lenguas araucanas de quienes vivían en la cordillera o al sur
de Mendoza.
Habitaban en pequeñas aldehuelas durante el invierno, que dejaban en la estación propicia para cazar, su medio
principal de vida. Mataban venados y ñandúes con trampas, flechas y lanzas. Al iniciarse la dominación española
habían aprendido al agricultura por contactos con los incas —a quienes prestaban tributo—, y en el río Mendoza
construyeron canales de riego, como el Zanjón del cacique Guaymallén en cuya orilla se fundaría la primitiva Mendoza.
Sembraban maíz, frijoles y zapallos.
Vestían taparrabos, y las mujeres se tatuaban la cara. Ellas eran industriosas y tejían cestas y canastillas de paja tan
apretada que servía para contener líquidos; también hacían pero en forma rudimentaria, obras de alfarería, mientras los
hombres salían en sus expediciones de caza. Los millcayac del sur (que los araucanos llamaban puelches o “gente del
este”) usaban boleadoras conocidas por contacto con los habitantes de la pampa.
Sus ideas religiosas no iban más allá de un antiguo totemismo.
Se sometieron dócilmente, y resultaron tan aptos al servicio de las encomiendas que muchos huarpes fueron
remitidos a Chile, poblada por indios bravíos y resistentes a las “encomiendas”.

Comechingones y sanabirones.

Los comechingones fueron los habitantes de las sierras de Córdoba, y los sanabirones de la llanura inmediata al
norte, este y sur. Hablaban formas dialectales de una misma lengua primitiva, donde sacat es “población” (Anisacate,
Sinsacate, etc.) y chinga o comechinga parece ser “región” (de allí Ascochinga, comechingones, etc.). Eran más bajos
de estaturas que los huarpes, pero bien proporcionados y con rostro de líneas finas.
La cultura de los comechingones fue mayor que la de los sanabirones; vivían en casas de piedra, aunque pequeñas
y semienterradas que ha hecho decir que eran trogloditas; sus pueblos estaban compuesto por treinta o cuarenta casas,
regido por un consejo de ancianos o cabezas de estirpes. Vestían tejidos de lana de guanaco. En cambio los sanabirones
iban casi desnudos, y habitaban en casas de paja. Ambos pueblos eran agricultores, además de cazadores y sembraban
maíz y frijoles, usaban flechas y lanzas para sus cacerías, y los del llano sureño tenían boleadoras tomadas
indudablemente de los pampas.
Eran pacíficos y de carácter dulce, y fueron fácilmente sometidos.

Atacamas o atacameños.

Vivían en la punta del mismo nombre, y a la llegada de los españoles estaban sometidos a los incas y dedicados
principalmente al tráfico de llamas y sal a través de los pasos de la cordillera. Tenían baja estatura, nariz chata, pómulos
salientes. Hablaban una lengua vernácula (el cunza, que significa “nuestro idioma”), aunque también usaban el quichua,
que acabaría por prevalecer.
Habitaban pequeñas aldeas; mientras los hombres se marchaban como arrieros, las mujeres tejían mantas de vicuña
o guanaco, fabricaban cerámica y plantaban el maíz. Tal vez por lo seco de su “hábitat” podían conservar la carne de
venados en tiras que llamaban charque.
Se cubrían con grandes mantos tejidos que les tapaban hasta la cabeza; calzaban ojotas de piel o de cuero.
Fabricaban chicha y hacían un gran consumo de coca, que masticaban incesantemente, como paliativo a la fatiga, al
hambre y a la sed, en sus largos arreos.
Tenían, como otros pueblos del norte, la costumbre de deformar la cabeza de los niños, comprimiéndola entre dos
planchas de madera o metal.
Sus ideas religiosas habían sufrido la influencia incásica, pero tenían resabios de un animismo (culto a los
fenómenos naturales) primitivo. Más que Inti, su devoción era la Pacha, diosa tutelar de la tierra; creían en demonios
que debían mantener propicios. Enterraban a sus muertos en grutas, y tenían idea de al inmortalidad del alma.
Eran mansos y sufridos, y pasaron naturalmente de la dominación incásica a la española. Sirvieron en
“encomiendas” personales para las áreas cordilleranas, en cuya labor no tuvieron sustitutos.

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Omaguacas.

Vivían en la quebrada de Humahuaca, y llegaron hasta Salta; algunos autores no lo consideran una unidad étnica
sino el resultado de varias culturas que se fueron sucediendo en la quebrada. Físicamente se parecían a los atacamas, sus
parientes, pero presentaban un grado mayor de cultura, y fueron —hasta que los dominaron los españoles— muy
belicosos. Su nombre genérico no era “omaguacas” que fue el de una parcialidad del nortem famosa por su resistencia a
los españoles. Poco se sabe de su idioma primitivo, pues al iniciarse la conquista se había extendido el quichua no
obstante no ser dominados, sino simples tributarios, de los Incas.
Vivían en pequeñas aldeas y formaban tribus (omaguacas, tilcaras, maimaras, jujuyes, etc.). Eran, a diferencia de
los atacamas, sedentarios y principalmente agricultores y habían aprendido el arte de irrigar la tierra. Lo mismo que los
atacamas y algunos pueblos diaguitas, comprimían la cabeza de los niños.
Vestían mantas tejidas parecidas a las diaguitas, y como éstos y los atacamas calzaban ojotas. Eran, tanto hombres
como mujeres, hábiles tejedores de mantas de guanaco y vicuña, que sabían teñir; también fabricaban cestas de paja. En
trabajos de alfarería fueron inferiores a los diaguitas.
Su religión era totémica con la influencia peruana del culto a la tierra; temían a demonios a quienes hacían
sacrificios y ofrendas. Creían en la supervivencia del alma y enterraban a sus muertos —generalmente en urnas
funerarias— con armas y comida para servirles en otra vida.
Aunque resistieron el paso de los españoles, y el padre Lozano los consideraba “gentes belicosas y rebeldes”, no
tardaron en resignarse al dominio español y trabajaron más o menos pacíficamente en las encomiendas.

Tonocotes y lules.

Nada tienen que ver racial o lingüísticamente con los indígenas anteriores. Fueron dos pueblos de llanura, de origen
mataco, que aceptaron la dominación española.
Habitaban Santiago del Estero y la parte llana de Tucumán. Conocían la agricultura, por contacto con los diaguitas.
Los hombres labraban la tierra con palas de madera dura en forma de remos para sembrar maíz y frijoles, y las mujeres
recogían la cosecha. Tenían como todos los chaqueños, una talla elevada, nariz chata y pelo negro criboso. Su lenguaje
tonicote era un dialecto del mataco.
Vivían en cabañas construidas de ramas y cubiertas de hojas. Como los chaqueños usaban la macana, pesada maza
de madera, además de flechas y lanzas. Algo nos ha llegado de sus tejidos, posiblemente femeninos, de fibras de
chaguar o extraídas del palos borracho, y alfarería muy rudimentaria.
Sus ideas religiosas eran semejantes a las chaqueñas: creían en espíritus perversos, duendes “en forma de
muchachos, provistos de alas grandes como la del avestruz para trasladarse con la velocidad del viento”: los llamaban
aittahs, y atribuían las enfermedades pasajeras, accidentes leves y que producían los truenos y relámpagos para asustar.
El rayo y la muerte provenían de seres diabólicos, los ahots, que vivían aislados en el monte o cerca de los cementerios.
Mezclaban con este animismo, nociones de un culto solar, de evidente origen incásico. Practicaban la magia, y creían en
el influjo de la luna en la preparación de la aloja.
Su resistencia a los españoles no fue duradera. Se dejaron empadronar y sirvieron pacíficamente en las
encomiendas.

4. HABITANTES DEL LITORAL

Con este nombre llamo a los pueblos dominados que vivieron en la Mesopotamia, República Oriental, delta del
Paraná, provincia de Santa Fe desde Rosario hasta poco más allá de San Justo. Habitaron lo que puede llamarse “zona
de expansión guaraní”, aunque no todos pertenecían a esta raza ni empleaban su lenguaje. Están los guaraníes
propiamente dichos y los chanás extendidos en un largo hábitat (caracaráes, timbres, corondás, colastinésm cayastás,
quiloazas, mocoretáes, de la provincia de Santa Fe; mbeguás, yaros, güenoas, minuanes, etc., de la Mesopotamia, y
charrúas de la República Oriental y oeste de Entre Ríos).

Los guaraníes.

Vivían en tres zonas separadas, pero formaban una unidad étnica y lingüística: 1) la región “misionera” en la
provincia de Misiones y noroeste de Corrientes; 2) el delta e islas del Paraná hasta la altura de Santa Fe; 3) los
chiriguanos del oeste de Salta y Jujuy.
Eran de regular estatura, color moreno cobrizo, cabeza redonda, rostro achatado, pelo negro y lacio. Su idioma fue
hablado por muchos pueblos no guaraníes, y prevaleció en el nordeste argentino y Paraguay, y aun lo hablaron los
españoles. Su característica, diremos “nacional”, era el uso del tembetá, guijarro que ponían a los niños en el labio
inferior al llegar a la pubertad, costumbre que se extendió a muchos pueblos vecinos. Eran buenos músicos, y
entonaban canciones melodiosas.
Vivían en pequeñas aldeas, en casas de barro o paja. Eran agricultores, sin dejar de ser cazadores y pescadores;
empleaban azadas o palas de madera para arar sus sementeras de maíz, zapallo y mandioca (en el norte). Con la miel de
las abejas silvestres preparaban bebidas fermentadas.

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En tiempos de la conquista andaban “en cueros vivos como Dios los echó al mundo” dice Ulrico Schmidel. No
dormían en esteras sobre el suelo, como los demás indígenas, sino en hamacas tejidas con pajas o algodón. Cada pueblo
tenía un cacique, con autoridad limitada, y en caso de guerra se confederaban varias tribus y elegían un jefe supremo.
La mujer tenía absoluta libertad sexual antes del matrimonio —costumbre común a otros pueblos—, pero después
de casada pasaba a ser propiedad del marido: el adulterio era fuertemente castigado. Éstas tenían todo el trabajo
doméstico, mientras los hombres cazaban y guerreaban.
Su religión era fetichista, y su rasgo más destacado era comer a los enemigos para apoderarse de su fuerza y
habilidad. No eran antropófagos habituales, sino por práctica ritual. Álvar Núñez cuenta que cebaban a los prisioneros y
“luego las viejas los despedazan y cuecen en sus ollas y reparten entre sí, y los comen, y tienen por cosa muy buena, y
de allí en adelante tornan a sus bailes diciendo que es muerto el enemigo”. Se sabe, por eso, que Juan Díaz de Solís no
fue muerto en 1515 por los charrúas como se dijo, pues éstos no comían carne humana, sino por los guaraníes. Creían
en un Ser Supremo protector, que llamaban Tupá, y en demonios errantes, los añás, que habrían de alejarse por
prácticas mágicas. Enterraban a sus muertos en urnas de barro, pero se han encontrado cementerios donde los cadáveres
están depositados en el suelo.
No obstante sus costumbres guerreras; fueron sometidos por los misioneros franciscanos y jesuitas que
aprovecharon sus buenas condiciones para hacer de ellos un pueblo laborioso y artista. Pero volvían a convertirse en
temibles guerreros para defenderse, como ocurrió en la guerra guaranítica.

Los chanás

No formaban una unidad étnica, y se los supone mestizaje de guaraníes con guaycurúes y matacos. Muchos
hablaban dialectos del guaraní, pero en algunas tribus se conservaba el chaná y el güenoa, formas dialectasles de un
primitivo idioma que no era de raíz guaraní.
Físicamente eran corpulentos, sin llegar a la talla de sus antepasados chaqueños.
Vivían de la caza y la pesca, pero algunas tribus habían llegado a la agricultura, y sembraban maíz, calabazas y
habas. Comían carne de ñandú, ciervo y nutrias; como también pescados, especialmente el sábalo del Paraná, que
“cazaban” con sus fijas o arpones desde canoas fabricadas con troncos ahuecados por el fuego. Conocían la alfarería y
el tejido.
Sus viviendas estaban construidas con esteras de juncos; los hombres andaban enteramente desnudos, pero las
mujeres se cubrían con un delantal. Sus pequeñas poblaciones eran regidas por los jefes de un consejo de jefes de
familia. Como armas conocieron las flechas y las lanzas, pero los del sur tuvieron las boleadoras por su contacto con los
pampas.
Al igual de los guaraníes, los hombres usaban el tembetá que en los timbres santafesinos se completaba con
piedrillas en las aletas de la nariz; las mujeres se tatuaban la parte inferior de la cara y adornaban las orejas con
pendientes.
Su religión era totémica, y cada estirpe tenía un animal emblemático. Se encuentran tejidos religiosos que
representan tótemes de loros, patos, yacarés y de un extraño animal unicorne que era producto de su fantasía. A la
muerte de un pariente próximo, tenían que cortarse una falange de la mano izquierda. No había entre ellos —al menos
no se lo ha encontrado— vestigios de un culto solar o a un Alto Dios creador. Posiblemente lo perdieron, pues sus
antepasados guacurúes y guaraníes tenían esa creencia.

5. HABITANTES DE LA LLANURA

Los pampas.

Los habitantes que encontró Pedro de Mendoza en las cercanías de Buenos Aires, y llamó querandíes —que
algunos discuten fueran guaraníes—, se supone formaban parte de un pueblo cuyo hábitat era la provincia de Buenos
Aires y La Pampa, y sur de San Luis y Córdoba. Los españoles les dieron después el nombre de pampas por la llanura
habitada (cuyo nombre es quichua y quiere decir precisamente “llanura”), pero ellos se llamaban los het, que en su
lengua quería decir “la gente”. Los araucanos los llamaron puelches o “pueblos del este” sin distinguirlos de los huarpes
que vivían en Mendoza.
Poco sabemos de los pampas, que desde el siglo XVII fueron dominados y se mestizaron con los invasores
araucanos que ocuparon su territorio atraídos por los caballos salvajes. Solamente que eran bien desarrollados y de
mediana estatura, hablaban un idioma extinguido —llamado en lingüística, idioma het—, eran nómades, cazadores, de
cultura muy rudimentaria y temperamento bravío. Trasladaban sus pequeños toldos de cuatro palos que sostenía una
enramada de cueros secos según las necesidades de la caza del avestruz o del venado, de los que se apoderaban con
boleadoras (su arma típica). También pescaban con anzuelos y redes. Usaban flechas, y en la guerra, como ocurrió en
Buenos Aires en 1536, las usaron con manojos de paja ardiendo para quemar las cabañas porteñas.
Ignoraban la agricultura. Tostaban y molían las langostas voladoras para hacer una harina que comían en tortas.
Con la algarroba fermentada fabricaban aloja. Su arte era elemental, limitándose a pocas muestras de alfarería y
confección de canastillas y cestas de mimbre. Conocían el tejido y fabricaban bastos “ponchos” de lana de guanaco, y
rudimentariamente la manera de coser pieles con agujas de pescado o hueso, que les servían de techo. Andaban

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desnudos en verano, pero se cubrían con el “poncho” en invierno. Los varones habían adoptado, en las zonas cercanas
al litoral bonaerense, el tembetá de los guaraníes.
Sus jefes solamente tenían autoridad en tiempo de guerra, y aun así con la aprobación del “parlamento” de
guerreros.
De sus creencias religiosas nos han llegado dos divinidades, posiblemente tomadas de sus vecinos los araucanos:
Soychu, el Alto Dios protector, y Gualicho o Walichú, el demonio. Nada se sabe de sus tótemes o estirpes.
Los españoles pretendieron reducirlos a las “encomiendas”. Fue imposible y acabaron por escapar al interior. Nadie
los molestaba allí, y ellos no molestaban a nadie. Hasta que la pampa se cubrió de baguales (yeguarizos alzados) en el
siglo XVII. Entonces los belicosos araucanos de Neuquén y Chile cruzaron la cordillera y los sometieron a su influencia
y posterior dominio: el idioma het desapareció (Juan Manuel de Rosas encontró sus vestigios en la lengua araucana, en
su Vocabulario pampa y Diccionario español-pampa-ranquel). También desapareció toda organización autónoma de
los pampas que quedaron incorporados y mestizados por los invasores.

Araucanos.

Se llamaban a sí mismos mapuches, “gente de la tierra” (de mapu, tierra; che, gente), y también aucas, “libres”, y
moluches, “gente de guerra”. Los españoles los llamaron araucanos, del nombre del valle de Arauco, escenario de las
guerras cantadas por Ercilla.
Debemos considerar como araucanos tres pueblos o “reinos” en el siglo XVI: los picunches, “gentes del norte”, que
vivían en territorio chileno desde Coquimbo hasta el sur de Santiago, y ocupaban la ladera oriental de la cordillera al
oeste de Mendoza; los huiliches “gentes del sur”, desde Coquimbo hasta la isla de Chiloé; y los pehuenches “gentes de
los pinos”, en la actual provincia de Neuquén. Picunches y huiliches eran agricultores y criaban cabras y venados
domésticos; mientras los pehuenches, nómadas y cazadores.
Su origen se supone fue por amalgama de dos pueblos: uno primitivo, de pescadores y cazadores chilenos
fusionados con otro de mayor cultura, llegado del norte cuando los incas ocuparon el Perú. De este pueblo conquistador
provendría el lenguaje mapuche o araucano, las armas, el vestido, la manera de hacer la guerra y la agricultura.
Físicamente se notan rasgos de ambos pueblos: los picunches son altos y bien proporcionados por predominio racial del
pueblo invasor, mientras que los huiliches y pehuenches son más morrudos y bajos acercándose a los habitantes del
archipiélago chileno.
Eran políticamente aristócratas, gobernados por “estirpes” (mochuelas) dirigidas por un toqui (cacique). La
asamblea de los guerreros elegía a la “estirpe real” al gúlmen o Gran Cacique, que tenía el mando de un reino. En caso
de guerra formaban una confederación y elegían un Gran Gúlmen.
En Chile sembraban maíz y mandioca, también comían carne de ñandú, guanaco, piñones de araucaria,
fermentaban el jugo de frutos silvestres, y fumaban en pipas de arcilla un tabaco negro y fuerte. Sus viviendas eran de
madera y paja: la de los picunches y huiliches eran mayores, a la manera de las “casas colectivas” de los pueblos
oceánicos, pero en el Neuquén fueron más pequeñas y reducidas a una sola familia.
Los hombres vestían chiripá (que algunos creen de origen pampa), larga manta que envolvía las piernas; en verano
llevaban desnudo el torso y en invierno se cubrían con ponchos tejidos ; se dejaban largo el pelo que ceñían con una
gruesa vincha. Las mujeres usaban el tamal, manta que se ceñía bajo los brazos y descendía a los tobillos, en invierno se
tapaban los brazos y la cabeza con otra manta. A cargo de las mujeres estaban los trabajos de alfarería y tejidos, así
como aquellos que no requieren fuerza ni valor. Los hombres hacían exclusivamente la guerra y la caza.
Los araucanos fueron, sobre todo, guerreros. Sus poetas (los genpin, “dueños del decir”) narraban las hazañas de
sus héroes; y un pueblo que ama su historia, más en la forma de relatos épicos y leyendas marciales; debe
necesariamente ser un pueblo heroico. Lo fueron los indómitos aucas que se negaron al dominio español y resistieron el
embate cristiano durante tres siglos, hasta extinguirse. La resistencia de Chile fue cantada por Ercilla y Lope de Vega;
pero la larga guerra sostenida en la pampa argentina no ha encontrado todavía su cantor.

Sus ideas y mitos religiosos.

Su religión reconocía a un Alto Dios creador, aunque no protector, llamado indistintamente Tokinche, “jefe de la
gente” Chachao “padre de la gente”, o Vuchá, “el gran viejo”. No tenía representación personal y vivía en el cielo lejos
de los hombres y ajeno a ellos. En cambio cerca de éstos, pero perdido en la noche y la naturaleza hostil, estaba el
espíritu del mal, Gualicho, también llamado Huecuvoé, “el viejo que merodea por fuera”. Chachao no tenía culto; pero
a Gualicho debería tenérselo propicio con ceremonias mágicas y ofrendas de alimentos. Había rastros de un totemismo
primitivo en la representación o nombre de las mochuelas (los “zorros”, gnor, de los ranqueles; los “piedra” curá de los
boronas; los “chimangos”, queo, estirpe de cacique). Temían a los muertos y los enterraban lejos del poblado o toldería
con alimentos y armas, así no venían a reclamarlas. Si era un gúlmen o un toqui, se sacrificaban animales sobre su
tumba; en tiempos posteriores, a su caballo de guerra para que pudiera escapar de Gualicho e irse al cielo con el
Chachao.

El mito de la creación, en realidad, en realidad posterior a la conquista de la pampa por los araucanos, es de una sugerente belleza. Tiene
reminiscencias del mito griego de Prometeo y de leyendas judías y cristianas de la desobediencia impregnadas de una gracia pueril que no
perdona a la figuras de Dios y Lucifer.

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Chachao se aburría en la eternidad del Cielo. Quiso bajar a la tierra aun anegadiza y lluviosa donde las cosas eran efímeras y mutables;
tomó la Vía Láctea, que entonces llegaba hasta la pampa, y es llamada “el Camino del Cielo” en la lengua vernácula. Gozó el Indio Viejo, que
era solamente un eterno niño, ensuciándose las manos y chapoteando la tierra anegadiza; moldeó con barro figuras de fantasía y ensayó soplarlas
para infundirles vida. Así fueron creados los animales. Para darles espacio donde correr, de otro soplo aventó las lluvias, secó los pantanos y dio
firmeza a la pampa. Vio su imagen reflejada en una laguna y tuvo el capricho de reproducirla en estatuillas de dos pies que vestían como él,
chiripá y poncho. No eran reproducciones perfectas, pues el Viejo estaba de buen humor y solamente buscaba reírse de sí mismo.
He aquí que un incidente hace tragedia a la comedia de la Creación. El ñandú, cansado de correr por la pampa seca, quiso subir al Cielo
por la Vía Láctea y aprovechó la distracción de Chachao para ascender algunos tramos. Al darse cuenta el Indio Viejo que una criatura de barro
iba a ensuciar las alturas celestiales, desató sus boleadoras y las arrojó al osado, que de una espantada volvió a la pampa dejando en el Cielo, a
comienzos de la Vía Láctea la huella de sus tres dedos y garrón: La Cruz del Sur; también quedaron las boleadoras del Viejo, alfa y beta del
Centauro, junto a la huella del avestruz. Ocupado en espantar al ñandú no se dio cuenta Chachao que su hermano Gualicho había descendido a
la tierra y le gastaba una broma de soplar las criaturas bípedas acabadas esculpir. Se llenaron de espanto ambos hijos del Cielo cuando vieron a
los objetos de barro moverse y discurrir como si fueran dioses. Chachao escapó horrorizado por la Vía Láctea; con su cuchillo de piedra cortó el
camino del Cielo para que los monstruos no subieran. Dejó a Gualicho en la tierra en castigo de haberles infundido el aliento divino a unos
grotescos y efímeros monigotes de barro.
Chachao no volvió más a la pampa, ni pudo salir Gualicho de ella. Desde entonces éste clama misericordia en las noches de tormenta con
su voz de trueno cuando ve el rayo de su hermano en el Cielo. Inútilmente, pues la cólera del Indio Viejo es definitiva. Busca Gualicho destruir
su imprudencia aniquilando a los hombres con enfermedades, guerras y hambres. Lo hace de lejos, pues verlos le causa horror y le remuerde la
conciencia; por esto vive en lo profundo de los montes y sólo se arriesga a salir cuando las noches son oscuras. Como teme a los hombres, ha
resuelto hacerse temer por ellos para que los hombres lo eviten: ulula en las noches para asustar a los viajeros rezagados con quienes tropieza
imprevistamente, y se ha rodeado de una corte de espíritus malignos y retozones cuyo único objeto es protegerlo con un cerco de terror.
De esa travesura de un niño nacieron los hombres, híbridos de un aliento de dios en la envoltura de barro perecedero. Temen a Gualicho
que se oculta en la naturaleza hostil. Contra el terror cósmico de los lugares inconcebibles, y contra los rayos y truenos, diálogo constante de
Chachao y Gualicho, sólo hay el recurso de estrechar los vínculos humanos. Nació así la toldería. El espíritu maligno no se atreve a entrar en
ella y no se acerca al fogón que alumbra la oscuridad.
Seguirá para siempre la lucha de Gualicho con los humanos. Si éstos han sido “buenos”, si han logrado dominar el miedo y la prudencia
guió sus acciones, podrán ascender al Cielo una vez perdida su envoltura de barro, pues el camino de las alturas sólo es accesible a las almas.
Allí serán estrellas de mayor o menor magnitud según haya sido el brillo de sus buenas acciones. Los otros, los cobardes y mezquinos, volverán
al barro originario.
En su lucha contra el espíritu del mal, los hombres pueden valerse de muchas armas. La primera es juntarse en comunidades, pues
Gualicho no entra en los lugares habitados: la sociedad se yergue contra el dios perseguidor como sola protección de los hombres; la toldería
tiene un valor mágico, que se extiende a su nombre y a los símbolos de las estirpes que la habitan. Es la defensa contra el pánico que se esconde
en la naturaleza hostil, el refugio necesario contra las fuerzas malignas que ambulan por la pampa. También pueden los hombres tener propicio a
Gualicho concertando pactos que el dios acepta y respeta: darle la primicia de las comidas, ofrendarle algunos productos de la caza. Y pueden
engañarlo porque la inteligencia de Gualicho no parece penetrante: ocultando su rostro con una máscara o con pinturas, se hacen pasar por
Chachao que le promete el regreso al Cielo si hace cesar una peste, trae la victoria en una guerra, o vuelve propicia la caza. Claro que no todos
conocen las palabras que llaman a Gualicho ni poseen la astucia para engañarlo. Solamente las brujas centenarias, conocedoras de la magia y
sabedoras del ritual secreto y las palabras vedadas.

Los araucanos invaden territorio argentino.

Al empezar el siglo XVII la pampa se llena de caballos salvajes, que los indios llamaron baguales (de casual,
caballo, derivado del español). Salen al encuentro de esta formidable riqueza los araucanos de Chile. Primero serán los
ranqueles o ranculches (de rancul, “cañaveral”), pehuenches que dejan el Neuquén y levantan sus toldos de cuero de
potro en la zona de lagunas al noroeste de Buenos Aires y sur de Santa Fe, Córdoba y San Luis; después los seguirán los
boronas, desprendimiento —en realidad emigración de un pueblo casi entero— de los huiliches del sur que se
establecerán en la zona de Salinas Grandes al sur de los ranqueles. Estas migraciones serán constantes en el siglo XVIII
y mitad del XIX: la última fue la de Calfucurá, el poderoso “Piedra Azul”, que hacia 1834 elimina de las Salinas a la
gente del cacique Rondeau y establece una confederación de pueblos de la pampa.
Los araucanos hicieron del caballo la base de su economía. Fue su transporte, su comida, con leche de yegua,
alimentaron a sus hijos, calzaron botas de potro y construyeron las tolderías con sus cueros. Agricultores y sedentarios
en Chile, en la Pampa fueron nómades y cazadores: levantaron las tolderías junto con las aguadas y ríos, que montaban
y desmontaban según la caza de potros y la guerra contra los cristianos. Apenas como un recuerdo trabajaban los
metales a martillo, especialmente plata, y sembraban algunas hortalizas en torno a las tolderías. La caza del caballo
primero, y la guerra contra los cristianos cuando éstos amojonaron la pampa y marcaron con hierro al ganado (que los
indios nunca entendieron porque consideraban la tierra y los animales tan comunes como el aire y el agua) fueron sus
ocupaciones. Esa guerra, a la que nos referimos en su lugar, duraría más de cien años y terminaría con el aniquilamiento
completo, o poco menos, del pueblo mapuche.
Las armas primitivas de los araucanos fueron las flechas, y sus largas lanzas de caña o palo rematadas con un
manojo de plumas a medio metro del asta; después tomarían de los het las boleadoras, que como arma de guerra y caza
les resultó insustituible. Las usaban bien haciéndolas girar en la mano, como arrojándolas a las patas de los caballos
enemigos.

6. HABITANTES DE LOS MONTES

Vivían en el Chaco (el nombre es quichua y quiere decir “cacería de ojeo”), Formosa, norte de Santa Fe, noroeste
de Santiago del Estero y oeste de Salta. En los años de la colonización española causaron muchas penurias a los
pobladores de Tucumán, Santa Fe y Concepción del Bermejo, obligando al abandono de esta última, así como también

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de Talavera, Esteco y otras ciudades del Tucumán. Periódicamente realizaban sus incursiones para esconderse después
en los bosques chaqueños donde escapaban a las “entradas” punitivas de los españoles.

Los matacos.

Vivían en el oeste de Chaco y Formosa y este de Salta. Eran —y lo son porque perduran aunque han perdido el
salvajismo primitivo— altos y de regulares facciones, de nariz achatada y pelo negro criboso. Andaban desnudos, salvo
en las guerras, en las vestían cotas de tejido muy grueso impenetrables a las flechas y que embotaban las lanzas. Las
mujeres usaban un delantal de cuero o tela hasta las rodillas.
Vivían en habitaciones de ramas que apenas les servían de abrigo, formando pequeños poblados. Nómades y
cazadores, las cambiaban con frecuencia según sus necesidades. Perseguían el tapir, el ciervo y el avestruz. También
recolectaban frutos silvestres, especialmente la algarroba, que fermentaban. Al llegar los españoles, su gran industria
fue la guerra contra las poblaciones cristianas. Su lenguaje era vernáculo —el idioma mataco o mataguayo—, de la
misma raíz que el de lules y tonotes, sus parientes agricultores.
Mientras los hombres cazaban, pescaban o hacían la guerra con “macanas” (masas hechas de palo santo), flechas,
lanzas y anzuelos de hueso, las mujeres realizaban los trabajos domésticos: conocían el tejido de fibras de chaguar, y
una incipiente alfarería.
Al frente de cada poblado había un cacique —el canniat— elegido entre los guerreros que se confederaban para ir a
la guerra bajo la dirección de un cacique principal —canniat tizán—, designado entre los canniats. Sus costumbres
bélicas eran feroces: mataban a los prisioneros, conservando apenas como cautivos a los niños menores de 12 años.
Como trofeo arrancaban a los enemigos el pericráneo, que amoldaban en forma de copa para beber sus licores
fermentados.
Su religión era la animista de los tonotes, sin la creencia en un Alto Dios. Algunas tribus, por contacto con los
guaraníes chiriguanos, enterraban a sus muertos en urnas. En señal de duelo las mujeres se cortaban el cabello.

Los guaycurúes

Comprenden varios pueblos principales en el territorio argentino (no menciono los que están fuera de él): los tobas
al este del Chaco y Formosa, mocovíes al norte de Santiago del Estero, y los abipones al norte de Santa Fe.
Eran altos y musculosos. Hablaban un lenguaje común, afín del mataco, con variaciones dialectales en cada grupo.
Los hombres andaban enteramente desnudos, y las mujeres se cubrían con un delantal de pieles. En algunos pueblos de
la costa, los varones adoptaron el tembetá de los guaraníes. En general, acostumbraban a raparse la parte delantera de la
cabeza, y por eso los españoles los llamaron “frentones”.
Su arma principal era la macana de palo santo, gruesa masa de madera que manejaban con fuerza y habilitad, que
puede llamarse el arma nacional del Chaco. También emplearon flechas y lanzas. Las mujeres tenían a su cargo las
faenas industriales: tejidos de fibras de caraguatá, alfarería, ahuecaban canoas y bateas de troncos de palo borracho y
fermentaban bebidas espirituosas de algarroba o miel de abejas silvestres.
Su habitación era sintética; consistía en dos esteras de paja y pasto que desarmaban y acarreaban con facilidad al
cambiar de domicilio. Los pequeños poblados eran gobernados por caciques hereditarios, eligiéndose al más capaz entre
los familiares de una estirpe. Su autoridad era limitada, y debían probar condiciones, pues el pueblo podía
reemplazarlos.
En religión, tenían la idea de un Alto Dios protector (Ayaic o Paiyac) al que encomendaban la protección de los
muertos; entre los abipones lo llamaban cariñosamente “el abuelito” (Ahar-aigich) y creían que vivía en el cielo en la
constelación de las Pléyades o “Siete Cabritas”. Celebraban con una fiesta la reaparición anual de esta constelación que
indicaba el comienzo de la cosecha de algarroba y el tiempo de cazar animales gordos. Creían en seres maléficos
causantes de las tormentas y los rayos, que traían los accidentes y las enfermedades. Sus brujos alcanzaban gran
prestigio como sacerdotes y médicos. Tenían los matacos terror a la muerte por vejez o enfermedad, y huían de los
moribundos o los enterraban antes de morir; los abipones sacaban la lengua de los muertos, y después de hervirla la
daban a los perros como sortilegio contra los causantes de la defunción.

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7. HABITANTES DEL SUR

Reúno en este grupo a los tehuelches de la planicie patagónica, y los onas de los bosques fueguinos; por no habitar
en territorio argentino descarto a los habitantes de los canales, yaganes y alacalufes.

Los tehuelches.

Vivían desde el río Negro hasta el estrecho de Magallanes. “Tehuelches” es una palabra relativamente moderna
compuesta de Tehuel “sur” en el idioma het de los primitivos pampas, y che “gente”, en lengua araucana. Es decir:
“gente del sur” dicho en una mezcla de idiomas. Antiguamente, con mayor propiedad, se les decía tehuelhet en correcta
construcción pampa. Pigafetta y los compañeros de Magallanes los llamaron patagones por su gran talla: eran “tan altos
—dice Pigafetta— que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura”. Hay una exageración, pero de cualquier modo su
talla media era de 1m80. Viedma, que estuvo entre ellos en el siglo XVIII, dice “que no encuentra hombre o mujer
flaco, antes todos son gruesos con proporción a su estatura; eso, y usar ropas del cuello a los pies, habrá contruibuido a
que algunos viajeros los tuvieran por gigantes”.
Su lenguaje, de pronunciación dura y áspera, tiene dos dialectos: al norte el idioma kuni, y al sur el shon o tshon.
Su casa era una simple mampara de cuero de guanaco para protegerse del viento. Pigafetta los describe con un
taparrabo sintético, tapado por un gran manto de guanaco con el pelo para adentro. Usaban flechas de pedernal (no
menciona el cronista de Magallanes las boleadoras usadas por los tehuelches septentrionales de Río Negro, pero que no
tuvieron los habitantes de Santa Cruz). Se alimentaban de carne cruda de guanaco o venado, papas silvestres y otros
frutos naturales sin hervir. Llevaban el pelo cortado “en aureola como los frailes”, sostenido por una vincha donde
colocaban las flechas cuando iban de caza. Calzaban cueros de guanaco atados al pie.
Cazaban con cebo para atraer a los guanacos, y matarlos a flechazos. Ignoraban la cerámica y el tejido.
Se gobernaban por caciques hereditarios, que dirigían la caza, la mudanza de la toldería, o la guerra. Seguirlos era
voluntario: cada individuo podía cambiar de toldería y ponerse a las órdenes de quien más le conviniese.
Su religión —según Pigafetta— se reducía a temer a un “diablo mayor”, a quien llamaban Setebos, y muchos
diablos pequeños, los cheleles. Sin embargo, Falkner y otros viajeron posteriores hablan de dos potencias: un Alto Dios
creador, que vivía en el cielo sin inmiscuirse en las cosas humanas después de haberles enseñado a encender el fuego, y
otro a la vez bondadoso y riguroso a quien debía temerse y por lo tanto tener propicio: a éste lo llamaban los de Río
Negro Gualichú o Guayavakuni (que quiere decir “señor de los muertos”). Es semejante la creencia de los araucanos,
posiblemente introducida por contacto con ellos. O Pigafetta no habrá reparado sin en el dios que inspiraba temor y
tenía culto.
Temían a la muerte por causas naturales, y quemaban lo perteneciente al difunto. Lo depositaban en el suelo con
los brazos y piernas recogidos, cubriendo la tumba —chenque— con piedras. Sus sacerdotes usaban hachas de piedra
grabadas —pillan-toki— en señal de autoridad y posiblemente para sus prácticas mágicas.

Los onas.

Habitaron los bosques de Tierra del Fuego. Por su idioma de sonidos explosivos y escasas palabras, que es un
derivado del shon de los tehuelches del sur, se los tiene como parientes de éstos. Carecían de organización social, y cada
familia vivía aislada en pequeños habitáculos hechos de palos y cueros abiertos por arriba para encender fuego. Eran
físicamente bien desarrollados, aunque más bajos que los tehuelches, de ojos pequeños y oblicuos y fisonomía abierta.
Vestían mantos de pieles de guanaco o zorro con el pelo afuera (a diferencia de los tehuelches) y se ponían los hombres
en la cabeza el kocherl, vincha de guanaco, distintivo con poder mágico de los cazadores. Las mujeres usaban una
pequeña tira de cuero.
Sus armas eran las flechas de punta de piedra o hueso, y el arpón de hueso que empleaban para matar lobos
marinos. Su alimentación consistía en carne, apenas asada al rescoldo, de guanaco o tucutucu; los más cercanos al mar
comían también peces, moluscos y lobos marinos.
Carecían de la noción de un Alto Dios, tampoco tenían representaciones totémicas. Sus ideas religiosas eran
limitadas: los hombres no creían en nada, pero las mujeres se atemorizaban con espíritus y trasgos que les salían al
cruce apenas se alejaban de su morada. Según la tradición que se revela sólo a los hombres al llegar a la pubertad, hubo
un tiempo en que gobernaron las mujeres y asustaban a los hombres con apariciones fingidas para dominarlos; pero los
hombres descubrieron el secreto, mataron a las mujeres mayores dejando solamente a las criaturas, y desde entonces
gobiernan valiéndose del temor que se empleaba contra ellos. Ahora devuelven a las mujeres el terror a los demonios,
fingidos por ellos, pero advierten a los muchachos al llegar a la pubertad —y esa ceremonia se llamaba kloketen— que
es solamente un engaño para mantener el dominio masculino y que las mujeres trabajen y sean dóciles. El varón que
revele el kloketen a las mujeres tendría pena de vida.

REFERENCIAS

FRANCISCO DE APARICIO, La antigua provincia de los comechingones.


— El Paraná y sus tributarios.
EDUARDO CASANOVA, La quebrada de Humahuaca.
— El altiplano andino.

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JOAQUÍN FRENGUELLI, La serie geológica de la República Argentina en sus relaciones con la antigüedad del hombre.
JOSÉ IMBELLONI, Lenguas indígenas en el territorio argentino.
FERNANDO MÁRQUEZ MIRANDA, La antigua provincia de los diaguitas.
MISIONEROS SALESIANOS, Los Shelknam.
ENRIQUE PALAVECINO, Las culturas aborígenes del Chaco.
ANTONIO SERRANO, Los primitivos habitantes del territorio argentino.
MILCIADES ALEJO VIGNATTI, Los restos humanos y los restos industriales.

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II
LA MADRE PATRIA

1. España dueña del mundo.


2. La ruta de Occidente.
3. Colón, el Visionario.

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1. ESPAÑA DUEÑA DEL MUNDO

Hegemonía española al finalizar el siglo XV.

España era, en el momento de descubrirse América, la nación rectora de Europa. En 1469 casan en Valladolid
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, al poco tiempo titulares de ambas coronas; serán los Reyes Católicos de
Castilla, León, Aragón, Valencia, Cataluña en la península; Baleares, Cerdeña y Sicilia en el Mediterráneo, y las
Canarias en el Atlántico. España llegaba a la unidad mientras Alemania no había conseguido reponerse del Faust-
Retcht, la anarquía en que cayó después del último emperador Hohenstaufen. La corona imperial ceñida por Federico de
Austria (1440-1493) no representaba mayor poder en el mosaico de grandes y pequeños ducados, arzobispados,
obispados, margraviatos, condados y ciudades libres formado en lo que antes fue el poderoso Santo Imperio de Federico
Barbarroja; ni siquiera el emperador era dueño de su ducado de Austria, ocupado en 1483 por Matías de Hungría. En
Francia el joven Carlos VIII (1483-1498) seguía la obra unitaria de su padre Luis XI y su hermana la regente Ana,
comprando la indispensable buena voluntad española con el Rosellón y la Cerdeña. En Inglaterra todavía se oía el eco
de la Guerra de las Dos Rosas no obstante la batalla de Boswort (1485), y Enrique VII trataba de restañar heridas
casándose con la heredera de la casa rival. Las ciudades comerciales del Mediterráneo, en otro tiempo tan poderosas,
eran un fantasma de su pasada grandeza: Venecia vacilaba ante los ataques otomanos y Génova había perdido su
independencia.
Sobre esa Europa medieval moribunda se alzaba fuerte el poder de España, primera nación en llegar a la unidad.
Era la dueña de Europa; un español, el valenciano Rodrigo de Borja (que los italianos llamaban Borgia), ceñía la tiara
papal con el nombre de Alejandro VI; otro español y pariente próximo de Fernando de Aragón, Fernando de Nápoles,
regía, apoyado en las armas españolas, la monarquía de Italia del sur. Completó la hegemonía la conquista de Granada;
el 3 de enero de 1492 Fernando e Isabel entraban en la ciudad de Boaddil y daban fin al último reino moro de la
península.

Conformación social de España.

La población española puede calcularse en poco menos de nueve millones; siete y medio de los reinos de la corona
de Castilla y un millón de los de Aragón; a los que se agregaron en 1492 quinientos mil de los seiscientos mil habitantes
de Granada. Del total deben restarse ciento cincuenta mil judíos expulsados ese año.
España vivía del campo; ocho décimas partes de su población habitaban allí, en alquerías, aldeas o lugares,
entregados a la labranza de tierras de los más, al pastoreo de ovejas y vacunos en Castilla la Vieja o cuidado de
pequeñas granjas en otras regiones. Proporción menor que la de años anteriores debido a que la prosperidad del
comercio y la industria atrajeron muchos jornaleros rústicos a las ciudades. La mitad de las tierras pertenecían a grandes
latifundios seglares y religiosos —aquellos se mantendrían por la institución de los mayorazgos— y la otra mitad se
distribuía en hidalgos, canonjías eclesiásticas, labradores ricos y pequeños propietarios alodiales. La tierra ajena, sobre
todo la gran propiedad, era trabajada por los labradores no ya serviles sino contratados como “quinteros” (por un quinto
de los beneficios), “terceros” (por un tercio) o “medieros” (la mitad) según el valor y la riqueza del suelo, y con libre
disposición —reforzada contra los abusos por la pragmática de 1480— para trasladarse de un punto al otro con sus
bienes, ganados, herramientas y frutos. Pastores que cuidaban el ganado por una parte en los beneficios y jornaleros
que recibían una paga fijada por ordenanzas, por la prestación de su trabajo personal, completaban el cuadro. La
situación de estos rústicos no era peor, sino por el contrario, que los de Francia o Inglaterra; la falta de movimientos de
protesta como los ocurridos en la jacqueries francesas, son indicio de un relativo bienestar. El veinte por ciento que
habitaba en las ciudades o villas, dependía casi todo para su sustento del campo.
La clase alta de “ricos hombres”, “grandes de Castilla” y altas jerarquías eclesiásticas, aunque dueña de la mitad de
la tierra, era cuantitativamente muy reducida; apenas quinientos varones en toda España, que no pasarían de cinco mil
personas añadiendo sus familiares y dependientes. La clase media de los hidalgos, infanzones, francos y minores que
formaban el “común” municipal, pueden calcularse con sus familias en unas 110.000 personas, el 1,57% del total.

La división entre caballeros y francos (o “mayores” y “minores”) que hubo en las ciudades castellanas desde el siglo X, podía
considerarse abolida en el siglo XV. Ambas órdenes formaban el “común” de la ciudad y se repartían por igual los cargos judiciales y concejiles
como veremos al tratar la “Evolución del municipio castellano”.

Deben comprenderse en la clase media unos 70.000 eclesiásticos entre regulares y seculares con las personas a su cargo
(descartadas las jerarquías, desde luego, que integraban la clase alta); 160.000 mercaderes, escribanos, letrados,
sacamuelas, barberos, etc., de los cuales 40.000 eran judíos conversos; y finalmente 25.000 “labradores ricos”,
pequeños propietarios o arrendatarios estables que habitan el campo.
Alrededor de 850.000 artesanos, menestrales, domésticos, jornaleros que habitan las ciudades; entre los artesanos
menestrales, 50.000 mudéjares (musulmanes tolerados) y 100.000 moriscos (musulmanes conversos); y 5.780.000
campesinos entre medieros, terceros, quinteros, pastores, jornaleros rústicos, comprendiendo 200.000 mudéjares y
400.000 moriscos, formaban la clase baja.

En resumen, según el cálculo de Vincens Vives:

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porcentaje de
Clase alta la población

5.000 nobles y dignidades eclesiásticas 0,07 %

Clase media

110.000 hidalgos, francos, etc., integrantes del común urbano 1,57 %


70.000 eclesiásticos regulares y seculares 1,00 %
160.000 entre comerciantes y profesiones liberales que
habitaban las ciudades (40.000 judíos conversos) 2,30 %
25.000 labriegos ricos 0,35 %
365.000 5,22 %

Clase baja

850.000 artesanos, menestrales, etc., urbanos


(50.000 mudéjares y 100.000 moriscos) 12,15 %
5.780.000 campesinos (200.000 mudéjares y 400.000 moriscos) 82,55 %
6.630.000 94,70 %

Cultura.

En los siglos anteriores España había sido un canal de expansión de la cultura arábiga hacia Europa. La vida
universitaria nació en los países árabes y pasó a Europa a través de España: su primera universidad fue la castellana de
Palencia fundada antes de 1200 por Alfonso IX, anterior a la de Paris creada por Felipe Augusto. La seguiría la leonesa
de Salamanca de 1234, la de Valladolid de 1345, las aragonesas de Lérida en 1300 y Huesca en 1354, y finalmente las
de Barcelona, Valencia, Zaragoza, Osuna, Sigüenza, Ávila y acababa de establecerse la de Toledo en el año 1490 en el
momento de descubrirse América. En total once universidades, pues la de Palencia había sido refundida con la de
Salamanca, existían en la España de 1492, donde —según las leyes de Partidas (título 31, ley 7ª, partida 1ª) — se
enseñaba desde los tiempos de Alfonso el Sabio, Gramática, Lógica, Retórica, Aritmética, Geometría y Astrología,
además de Jurisprudencia, más tarde vinieron los estudios de Teología y Humanidades, y en tiempos de los Reyes
Católicos hubo cátedras de Lenguas Orientales, Ciencias Físicas y Medicina. Tenía España, aun considerando la
Universidad de París especializada en Teología, y de Bolonia en Jurisprudencia, un rango superior en los altos estudios
universitarios.
En 1492 Nebrija publica su Gramática, el italiano Pedro Mártir de Anglería enseña Humanidades en la corte de los
Reyes y escribe el Epistolario y más tarde De Orbe Novo dedicado al mundo de Colón; se destacan por su labor
humanística Juan Luis Vives, el cardenal Juan Margarit, autor de Paralipomenon Hispaniae, y Galíndez de Carvajal con
sus Anales. En literatura Juan del Encina funda el teatro español con las Églogas, y poco después —1499— Fernando
de Rojas publica La Celestina. En 1490 se edita en catalán la famosa novela caballeresca Tirant lo Blanch, traducida al
castellano con el nombre de “Tirante el Blanco” y después a todas las lenguas romances; desde 1482 circulaba el
Amadís de Gaula de García Ordóñez de Montalvo, llamado a amplia repercusión y que no poco contribuyó al afán de
aventura de los hombres de la conquista; Hernando del Pulgar, cronista, poeta, crítico e historiador, escribe Claros
Varones de Castilla, la Crónica de los Reyes Católicos, la de los Reyes de Granada y posiblemente las intencionadas
coplas de Mingo Revulgo.
En arquitectura los alarifes construyen palacios y adornan catedrales en el espléndido gótico con amalgama
mudéjar llamado “estilo isabelino” o de los “Reyes Católicos”, como San Juan de los Reyes en Toledo, de Enrique
Egas; y se anuncia el Renacimiento con el exuberante plateresco “fernandino” de la Cartuja de Miraflores cerca de
Burgos, y la impresionante fachada de San Pablo de Valladolid, obras ambas de Simón de Colonia. Finos talladores
anónimos trabajan las sillerías de coros, retablos y escalinatas en las catedrales, y herreros y artífices laboran las rejas,
cruces y cálices de sus altares y capillas. Es época de riqueza, de esplendor y de paz, propicia a las bellas artes.

Fuerza militar.

Al concluirse la guerra de Granada, España tenía el mejor ejército del mundo y no tardaría Europa en saberlo. No
pasaría mucho tiempo sin que Bayardo escribiera al rey de Francia aquella carta donde narra su primer encuentro con
semejantes guerreros: “Ayer vencimos a cuatro españoles en su torreón. No quisieron rendirse; les habíamos cortado las
manos y los pies, y no podíamos acercarnos porque mordían”. Por otra parte su ejército tenía un arma relativamente
nueva, la infantería de arcabuceros y piqueros reclutada en las clases inferiores, contra la cual se estrellaban las cargas
de las caballerías señoriales o de mercenarios de a pie y a caballo; su organización no era la feudal donde cada cabdillo
aportaba su hueste o mesnada y a cada ciudad su milicia, o se contrataban “compañías blancas” a luchar por la paga,
sino que la formaban tropas nacionales y veteranas reclutadas y enseñadas por oficiales del rey.

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Ése era el ejército que podía llamarse exterior para defender o extender las fronteras. Había otro de tropa veterana y
eficaz en el interior; las cuadrillas de la Santa Hermandad, originariamente pertenecientes a las ciudades de Castilla la
Nueva, pero que los Reyes Católicos transformaron en policía real de caminos y yermos, que con sus alcaldes y
tenientes recorrían la campaña para perseguir a bandoleros y hacer justicia sumaria.

Seguridad.

La política de Reyes Católicos trajo a los españoles seguridad. En los campos, custodiados por la Santa
Hermandad; en las ciudades donde concluyeron los tumultos entre linajes rivales y no habían empezado los comuneros
sus reclamos contra Carlos V. Seguridad de paz y de justicia: los merinos y adelantados distribuían a cada uno lo suyo
en nombre de los reyes, que por estar más alto que señores y linajes, igualaban a todos, nobles y plebeyos.

Formación histórica.

Siete centurias forman la España del Descubrimiento: desde la invasión de los árabes en 711 hasta la toma de
Granada en 1492. La nación española nace de la resistencia a la ocupación musulmana, que nunca conseguiría arraigar
del todo, fuera del reino de Granada.
La invasión árabe no fue la emigración de pueblos enteros, como había ocurrido con los vándalos, suevos o
visigodos, sino de la ocupación militar de un ejército más bien reducido pero de fuerte empuje por su fanatismo
religioso y buena organización y disciplina. Una ínfima minoría —doce mil guerreros con Tarik, diez mil con Muza—
se apoderó de la España del siglo VIII, cuya población cristiana puede estimarse entre ocho o nueve millones. Los
vencedores —árabes del Yemen, berberiscos del Mogreb y más tarde algunos millares de persas islamitas— se
disputaron la propiedad de la tierra (hasta entonces de los reyes y grandes señores visigodos) para acabar por
repartírselas amigablemente. Dejaron a los trabajadores no musulmanes del campo en la misma condición de antes,
limitándose a cobrar los tributos y arrendamientos como venían haciéndolo los propietarios godos. No se inmiscuyeron
en la religión de los vencidos porque sus principios no les permitían imponer el islamismo a cristianos y judíos
considerados “pueblos de la Escritura”, que habían recibido, aunque equivocado a su entender, la revelación de un Dios
único. Eran fanáticos de su fe que los impulsaba a la guerra santa contra quienes se oponían a ella, pero
contradictoriamente toleraban que los “pueblos de la Escritura” mantuvieran sus credos y confiaban en que habrían de
aceptar voluntariamente la religión verdadera.
En la mayor parte de España —Granada aparte— el islamismo no pasó de la superficie; fue la religión de los
guerreros vencedores, algunos sectores de la clase media inmigrados después de la conquista, y pocos conversos. No la
tuvo el pueblo, salvo las reducidas colonias de agricultores trasladados de Oriente. Sin unidad espiritual no era posible a
los dominadores consolidar un dominio estable, aunque tuvieran a su favor el formidable bagaje de cultura y la
superioridad de la civilización árabe en la Edad Media en todos los órdenes —desde la conducción y armamento
guerrero y la técnica de la producción industrial o agraria, hasta la filosofía y la ciencia enseñadas por las universidades
islamitas— sobre el todavía grosero mundo occidental. Al quedar cristiana la clase baja ocurriría necesariamente
(aplicando la regla de oro de que las expresiones sociales —el lenguaje, la religión, el derecho, la nacionalidad—
ascienden de abajo arriba, del pueblo a las capas superiores) que la dominación arábiga en España, precisamente debido
a su tolerancia religiosa con el pueblo, no pudiese perdurar. En otras partes —Siria, Egipto, Berbería— la expansión
musulmana pasó de ocupación militar al arraigo definitivo; la cultura arábiga consiguió por acción de la presencia y sin
imponerlo coercitivamente, borrar el cristianismo de las clases populares y convertir al pueblo en fervoroso partícipe del
Islam. ¿Por qué no sucedió lo mismo en España? La explicación debe estar en el mayor arraigo del cristianismo
occidental en las capas populares que no ocurría en el Oriente, religión de palacios y bibliotecas; algo también influyó
en el impulso expansivo del Islam llegase más débil.
El apoderamiento de España por los árabes fue rápido y su dominación se prolongaría siete siglos. En una sola
batalla —Guadalete en 711— derrumbaron las defensas de los visigodos; en menos de dos años tenían el dominio
efectivo de la península y habían cruzado los Pirineos en una algarada sólo detenida en Poitiers (732) por los francos de
Carlos Martel. Es que el reino visigodo estaba podrido por luchas señoriales, y no había arraigado con firmeza en el
pueblo de origen racial distinto, no obstante aceptar los reyes la forma popular del cristianismo —el catolicismo— y
abandonado su aristocrático arrianismo. Cayó el rey Rodrigo en 711 porque necesariamente debía caer: si no lo hubiera
vencido el moro Tarik lo habría hecho el franco Carlos Martel, o algunos años más tarde su nieto Carlomagno.
Guerreros a caballo, los musulmanes no hicieron un esfuerzo serio, ni contado con las tropas suficientes, para
ocupar la zona montañosa del norte, donde astures, vascones y catalanes mantuvieron su independencia e iniciaron la
Reconquista. Poco se sabe con certeza del primer reino cristiano de Asturias: solamente que fueron campesinos a
quienes la necesidad primero y la codicia después, convertiría en guerrilleros. Su religiosidad, hasta entonces pacífica,
se hizo fanática quizá por contagio con el fanatismo musulmán. Con la diferencia fundamental que fue intolerante: la
Cruz no admitió compartirse con la Media Luna, y en esa exclusión radicaría precisamente la raíz de su triunfo
definitivo. Los reyes de Asturias eran jefes de campesinos armados con hoces, guadañas u horquillas que empezaron a
defenderse ventajosamente en las montañas con Pelayo (Covadonga en 713), y no tardarían en bajar a las tierras fértiles
de Galicia y la llanura leonesa con Alfonso el Católico (739-756) para saquear las propiedades que la retirada de los
árabes después de Poitiers dejaron sin defensa. El pillaje se hizo la industria para los campesinos convertidos en
guerreros, y no reparaban mucho si las propiedades donde entraban en saqueo eran musulmanes o cristianas.

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En 756, cuarenta y cinco años después de su entrada en España, los árabes se han reducido al sur del Duero
abandonando el norte por difícil o imposible defensa. Ha terminado el primer período. Los invasores se consolidan en
su zona: crean el emirato —después califato— de Córdoba, centro cultural y guerrero de poderosa irradiación que debió
arraigar permanentemente si hubiera conseguido convertir a la masa de la población. Pues convivieron en el califato dos
pueblos adversarios; el dominante musulmán que filosofaba en lengua árabe, construía mezquitas y alcázares, y con
armas superiores podía llevar con Almanzor, el Victorioso, expediciones de castigo hasta el mismo santuario de
Santiago de Compostela, y el dominado cristiano, que rezaba a Cristo en lengua “grosera” derivada del bajo latín. Una
gran población urbana de comerciantes o pequeños propietarios (los mozárabes) tomaba por necesidad o conveniencia
el traje de árabe sin abandonar la religión cristiana ni la lengua romance mezclada con términos técnicos o artísticos,
arábigos; apenas si algunos mestizos (muladíes) o conversos (maulas) habían adoptado la religión de la clase superior y
hablaban en algarabía, el dialecto entre árabe y grosero. En el campo, la casi totalidad de quienes trabajaban en
servidumbre eran cristianos.
Desde la fecha de la creación del emirato (756) hasta la toma de Sevilla por Fernando el Santo (1248), corren
quinientos años de lenta pero inexorable reconquista. Fue la verdadera “Reconquista”. Lo de antes había sido una marea
invasora con su flujo y reflujo, y lo que seguirá —la toma del reino de Granada— la imposición a un pueblo
íntegramente musulmán. Transcurre el califato, como transcurren los reinos de taifas que le suceden, sin que los
musulmanes dejen de retroceder; es que deben defenderse a la vez de las guerrillas cristianas —huestes— que con sus
cabdillos al frente despojan a los musulmanes y se erigen en propietarios de las tierras y ciudades reconquistadas, y
contra la oposición interna de una población cristiana favorable a los reconquistadores por afinidad religiosa, y porque
significaba a los campesinos sujetos por la durísima corvea arábiga (arrendamiento fijo de la tierra), una mayor
liberación al cambiarlos por los porcentajes eclesiásticos feudales.
Si se retrasó medio milenio la Reconquista fue debido a al superioridad cultural y militar de los árabes, y a sus
periódicas explosiones de fe religiosa y fanatismo guerrero —los almoravides en 1086, los almohades en 1145—, que
brotadas en África levantaban el fervor vacilante de los moros de la península. Pero el fanatismo musulmán inducía a un
fanatismo cristiano, que abatiría en verdaderas cruzadas a los invasores (Aledo en 1093 contra los almoravides, Navas
de Tolosa en 1212 contra los almohades). Habría ahora intolerancia religiosa en los islamitas, pero tardía, parcial y
contraproducente, que provocó la emigración de cristianos al norte con la consiguiente despoblación de campos y
ciudades del sur en perjuicio a los dueños de la tierra.
Los reinos cristianos del norte —León luego unido a Castilla, Navarra, Aragón y sus dependencias Cataluña y
Valencia— se consolidan. Son pueblos guerreros, primordialmente, donde combaten todos, señores, rústicos, artesanos,
y apenas se exceptuaban los mercaderes judíos. En un principio los habitaron exclusivamente cristianos porque su
fanatismo intolerante no admitía “infieles”; pero más tarde aceptaron a los judíos necesarios para el trueque y el
préstamo, aunque confinados en barrios especiales, las juderías. Al reconquistar algunas poblaciones del sur,
capitularon con los musulmanes (contagiados superficialmente de la tolerancia de éstos) la permanencia de los artesanos
o labradores islamitas a quienes se respetaría en su religión: fueron los mudéjares, artesanos también confinados en
barrios especiales, las morerías. Pero esta tolerancia de la letra de los tratados sería superficial y no habrá de mantenerse
más allá del siglo XIII.
Después de la toma de Sevilla por San Fernando en 1248, la Reconquista, quedó paralizada. Aún se mantenía un
reino árabe en España, Granada, pero poblado exclusivamente de musulmanes, emigrados de tierras reconquistadas y
donde los cristianos habían desaparecido por conversión o expulsión. Por eso sobreviviría dos siglos y medio. Su
apoderamiento en 1492 por los Reyes Católicos no fue una empresa de reconquista y liberación sino de invasión e
imposición. Vencedores por las armas, no pudieron los reyes de España dominar la vega granadina hasta no expulsar en
masa a sus antiguos habitantes como ocurrió en 1567 con todos los mudéjares españoles de la toma de Granada y
descubrimiento de América, habían sido expulsados los judíos que se negaron a convertirse (ciento cincuenta mil
comerciantes o propietarios) y apenas quedaron cuarenta mil conversos. Para inquirir si era real o ficticia esta
conversión —al judío converso falsamente se lo llamaba marrano— funcionó el Santo Oficio o tribunal de la
Inquisición.

El alma española.

La larga guerra de la Reconquista forma el alma española, especialmente el espíritu de los castellanos en quienes
recae su peso principal. Por eso sus virtudes fueron guerreras: coraje, fe, hidalguía, generosidad. Como la suya era una
guerra santa sin tolerancias, la generosidad no llegaba a las cosas religiosas.
El español de todas las clases se educó para la guerra. Si era caballero templaba desde niño sus nervios
familiarizándose con las armas y la arriesgada caza del jabalí a la lanza o rejoneo de toros bravos a caballo, si flaqueaba
podía tomar el camino de los claustros donde el coraje revestía otras formas. Mientras los juegos y torneos adiestraban
sus músculos, templaban su espíritu los juglares con los relatos del Cid Campeador o el Conde de Ansúrez que jamás
rehuían el combate aunque fuesen uno contra mil. Si era artesano o labriego, mataba el toro a pie con espada y capa,
mientras se preparaba como infante para la guerra. Sus canciones eran épicas y sus preferencias naturalmente guerreras.
El castellano valía más cuanto menor fuese su capacidad de miedo, el honor consistía en ser valiente, leal y generoso; lo
demás contaba poco. Era una moral heroica: lo importante era el valor, y esta palabra en su lengua tuvo doble
significación de coraje y medida de todas las cosas. Valor para afrontar la muerte, para mantenerse leal sin faltar a su
palabra, para dar generosamente su dinero a quienes lo necesitasen más que él.

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Era una moral señorial como solamente la tenían más allá de los Pirineos los señores educados para proteger la
vida, hacienda y familia de los vasallos. La oposición que en el resto de Europa enfrentó al finalizar el siglo XIV a
señores con burgueses, no encontraría eco en España donde ningún comerciante cristiano antepuso la custodia de su
barraca, sus cofres o su vida al culto de Dios, el Rey o la Patria (la “ciudad”). La moral burguesa donde “vale” el dinero
conseguido por el trabajo y atesorado por la templanza y el ahorro, es honrado el “padre de familia” que entrega su vida
a la labor remunerativa y la guerra es abominada, no tuvo eco en España y ninguno en Castilla. No hubo en España —la
España cristiana— contraposición entre el mundo del coraje y el del dinero; entre la moral basada en el valor, la
generosidad y la fidelidad, y aquella que encontraba sus pilares en la temperancia, el trabajo y el ahorro.

No debe hacerse una valoración estimativa entre ambas morales. Más allá de los Pirineos eran diferentes, se excluían una a la otra: el
caballero jugaba su honor donde el mercader no ponía su honra, y a la inversa. Como el señor carecía de dinero se lo arrebataba a los burgueses;
como el mercader no tenía coraje, alquilaba mercenarios. Eran valoraciones distintas, según se apreciara la conducta con criterio de caballero o
comerciante: visto “en señor” el burgués era un cobarde que se valía de su dinero para suplir el coraje; visto en “burgués” el señor era un bribón
que se servía de su coraje para reemplazar el trabajo.

El español fue guerrero, jinete si caballero o peón si plebeyo, pero siempre soldado. Lo eran todos: nobles, artesanos,
rústicos, mercaderes y hasta sacerdotes. Fue raro que un clérigo arrastrado al claustro por amor al estudio y la
meditación, dejase de ceñir la espada si llegaba la necesidad: también “tenía sangre en las venas”, y era difícil le
flaquease el valor: el coraje estaba tan impregnado en la sociedad española que el epíteto de “cobarde” le hubiera dolido
más que el de “ignorante” o “hereje”. Tampoco el artesano de manos hábiles para curtir el cuero o imbricar el acero, o
el juglar de poemas medidos y armoniosos, dejaba de combatir si llegase el caso. Solamente podía permitirse a los
hermanos de San Francisco de Asís predicar y mostrar que la bondad era un valor superior al valor mismo; al hacerlo
mostraban un supremo coraje que los hacía admirar y querer por todos.
El Greco y Cervantes atinaron a expresar esa alma en sus personajes. El pintor extranjero comprendió como ninguno el
espíritu de los toledanos con sus hidalgos de rostro ascético y ojos quemados de fanatismo, o sus mendigos que parecen
ascender con vibraciones de llamas; en sus largas, oscilantes, irreales figuras está entero Toledo, es decir, el alma de
Castilla en su más noble expresión. Y en la figura de Don Quijote que ambulaba por la Mancha deshaciendo entuertos y
esperando como premio un imperio para siempre postergado, si rehuir el combate contra gigantes, encantadores o
ejércitos enteros, dejó el escritor castellano la imagen de quienes hicieron la enorme empresa de conquistar América.

2. LA RUTA DE OCCIDENTE

Revolución en el arte de navegar.

El Mediterráneo es un inmenso lago de suave oleaje, escasas tormentas y orillas poco distantes. Bastó el remo para
navegarlo; la vela había sido para fenicios, griegos, cartagineses y romanos sólo un auxiliar del impulso humano cuando
el viento soplaba de popa.
Una galera medieval, como los trirremes, cuatrirremes o quinquerremes antiguos, era propulsada principalmente
por remeros. Por no disponer de esclavos, abolidos por la cristiandad, se recurría a cautivos y condenados nunca tan
numerosos como aquellos. Por eso, la galera sólo pudo contener una fila de remeros; para mantener la velocidad se
construyeron más afinadas y aumentó el paño de las velas, pero siempre la base de propulsión estuvo en los galeotes
manejados a látigo por los mayorales. Las antiguas velas cuadras que solamente ponían al soplar el viento de la popa,
serían a poco reemplazadas por triangulares —las latinas— que permitían, con precauciones, tomarlo de bolina en un
ángulo de noventa grados. Desde el siglo XIII se introduce —hecho revolucionario— el timón o gobernalle con
prescindencia de la espadilla o remos laterales que antes orientaban al buque, y permitía tomar el viento a 120 grados.
La navegación del Mediterráneo no fue sólo costera. Desde los tiempos antiguos salían a alta mar los navegantes
orientados por la estrella polar que permanece fija en el cenit mientras la bóveda celeste gira a su alrededor; si no se
podía verla por el estado del tiempo, los capitanes se manejaban por instinto práctico que les permitía orientarse con
seguridad en alta mar y en la noche. Por otra parte era difícil navegar en el Mediterráneo más de cinco o seis días sin ver
las montañas, cabos, islas o islotes que servían de referencia a los conocedores.
Aunque las galeras venecianas y genovesas se arriesgaban a alta mar, lo hacían con precauciones. No había en ellas
espacio para el agua y alimentos suficientes a una tripulación que contando con arreases, mayorales, pasajeros y sobre
todo galeotes, necesariamente era numerosa. Es cierto que la comida del mar no era variada, y la de los galeotes
consistía solamente en galletas (cuanto más podridas mejor, porque los gusanos prolongaban la vida) y algunos ajos o
cebollas que evitaban —o postergaban— el escorbuto, la temida enfermedad del mar producida por la falta de alimentos
convenientes. Se hacía imprescindible, pues, recalar cada cuatro o cinco días en procura de agua fresca y “bastimentos”
renovados.
Con esa técnica apenas si podía trasponerse el estrecho de Gibraltar en navegaciones costeras. Y aún así los buques
del Océano necesitaban más borda que las galeras del Mediterráneo por el mayor oleaje en las costas atlánticas; y por lo
tanto debían manejarse con remos más largos y ligeros, de elevados extremos, que les permitían afrontar de proa las
grandes olas —“tomar el tiempo”— o de popa —“correr el tiempo”—. Los manejaban hombres prácticos en mantener
la espadilla —no conocían el timón— y sus remeros no eran forzados sino guerreros libres y buenos conocedores del

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arte de marinar. Por otra parte navegaron (fuera del Mediterráneo y sus incursiones fluviales) en los mares tranquilos
del norte donde las tormentas son escasas y el oleaje no es grande; por eso pudieron llegar a Islandia en 874, luego con
Erik el Rojo a Groenlandia en 986, y su hijo Leif tocará el año 1000 el continente americano en la tierra que llamó
Vinlandia. Fundaron allí colonias que no prosperaron y acabaron por abandonar. Europa ignoró ese inútil
“descubrimiento”, revelado muchos años después por el análisis de viejas sagas islandesas.
A partir del invento anónimo del timón hacia el siglo XIII, empieza a revolucionarse lentamente el arte de navegar.
Usaron los pescadores costeros del Mediterráneo pequeños botes propulsados exclusivamente con velas latinas girando
en un mástil, que permitían prescindir de remeros en sus navegaciones en busca de esponjas y peces. Al mismo tiempo
los pescadores del Atlántico navegaron el Mar Tenebroso en embarcaciones mayores a vela y timón que buscaban el
atún al sudoeste del estrecho de Gibraltar, y los vascos llegaron hasta el banco de Terranova en busca de bacalao.
Fueron esos pescadores los desconocidos inventores del arte de navegar exclusivamente a vela, ciñéndola para “tomar el
viento” a fil de roda (120 grados), o dar bordejeadas —marcha en zigzag— si soplaba de proa.
Se incorporan a la navegación algunos instrumentos que habrían de hacer posible conquistar el Atlántico: la
brújula, simple equilibrio de la aguja imantada (cuyas propiedades conocían los chinos desde remota antigüedad) sobre
otra que permitía girar y el todo encerrado en una cajita (bussola) para llevar en el navío. Se discute si fueron los árabes
o un marinero de Amalfi quien hizo la invención, y también si se conocía en Europa desde las Cruzadas. Lo cierto es
que se generaliza en el siglo XIII. Pero la brújula sola no bastaba para lanzarse a mar abierto, pues saber el rumbo no
significaba saber la posición, aun estimando el camino recorrido con relativa seguridad. Los vientos y corrientes
derivaban la embarcación, y se hizo necesario aplicar otro instrumento conocido desde la antigüedad: el astrolabio,
creado por Tolomeo en el siglo II, compás que giraba sobre una esfera graduada y permitía saber la altura de la estrella
polar o del sol sobre el horizonte; o su modificación práctica, la ballestilla, guión que se deslizaba sobre el brazo
graduado a la manera de la cuerda de una ballesta. Esta aplicación al arte de marinar de los instrumentos de medir las
alturas, debía acompañarse de tablas de la declinación solar, es decir, de la distancia del sol al ecuador en las distintas
latitudes y épocas del año. Desde el siglo XIV se hacen cálculos bastante aproximados, y al finalizar el XV —en el
instante del Descubrimiento— ya estaban las correctas Tablas de Abraham Zacuto, profesor de Astronomía de
Salamanca. La estima del recorrido, que se hacía con alguna aproximación por trozos flotantes arrojados por proa, y
ampolletas de arena para medir el tiempo de su recorrido, se perfecciona a fines del XV con la barquilla precursora de
la corredera, que medía la velocidad por los nudos que quedaban visibles de una cuerda mantenida a pique.
El manejo de este instrumental, tablas náuticas, y portulanos o “cartas de marear” donde estaban dibujadas las
costas y señaladas las distancias —cuyo uso se hizo corriente desde el siglo XIV— era una verdadera ciencia y
requería un científico, el piloto de altura, que sustituyó o prevaleció sobre los prácticos de buena memoria e instinto
marinero. La revolución náutica se completa con la carabela, posiblemente nacida en las costas españolas del
Cantábrico de navegación dificultosa; buque de alta borda y respetable desplazamiento —entre cien y doscientas
toneladas—, exclusivamente propulsado a velas (latinas para el viento de bolina y cuadras para el de popa) apoyadas en
tres mástiles y un largo bauprés; y apto para tomar o correr el tiempo en los más difíciles temporales por la elevación
de su proa y popa. Como no empleaba remeros, y el número de marinantes para las maniobras del velamen y el anclaje
no era excesivo, tenía sobrada capacidad para llevar bastimentos y agua en largas navegaciones.
Estuvieron así, al promediar el siglo XV, dadas las condiciones técnicas para arriesgarse en la Mar Océana. En su
retiro de Sagres, sobre el cabo de San Vicente, el príncipe portugués Don Enrique llamado el navegante (aunque poco
navegó pero mucho hizo por el arte) distraía sus ocios de inválido con la compañía de cartógrafos, astrónomos, pilotos,
geógrafos, capitanes, prácticos y calafates con el fin de propulsar la expansión lusitana hacia el golfo de Guinea. Por sus
inspiraciones los portugueses llegan a las Azores (1431), al cabo Blanco (1441), después al Verde (1443), y recorrieron
las costas de Guinea ricas en oro, marfil y esclavos.
La carabela: es decir la vela que gira a todos los vientos y permite prescindir de los remos por lo tanto construir
navíos de alta borda, el timón que hacía posible las maniobras de la vela, la brújula, el astrolabio, el perfeccionamiento
de las ampolletas y de relojes mecánicos, las Tablas de altura y portulanos de marear, agregados a las experiencias en la
navegación de los portugueses; y ya estamos ante la posibilidad de llegar a América. Bastaba ahora una firme voluntad
para cumplir la hazaña.

Conocimientos geográficos.

En la antigüedad hubo relaciones entre Europa y Asia meridional: Alejandro Magno llegó al río Indo, que recorrió
hasta su desembocadura, y los emperadores de Roma tuvieron vinculaciones comerciales con la India y la China de
donde trajeron especias, seda y gemas preciosas. Pero a partir de Caracalla (212-217) estas relaciones irán
extinguiéndose, tal vez debido al estado de anarquía en que caen tanto Oriente como Occidente. Pero las maravillas del
mundo oriental y el recuerdo de sus ricos productos no desaparecen y, deformadas por el transcurso del tiempo,
continúan seduciendo las imaginaciones.
La explosión islamita de los siglos VIII y IX, que formaría un poderoso imperio de la India a España, pondrá
nuevamente en contacto a Occidente con Oriente. En los relatos arábigos de Bagdad se habla de la India y la China con
sus fantásticas riquezas, y esto llega a los oídos de los españoles que se familiarizan con los nombres de Trapobana
(Ceilán), Catay (China) o Cipango (Japón). Las cruzadas en el XI darán motivo a un gran movimiento comercial a
través del Mediterráneo; se desenvuelve la marina mercante de Venecia, Génova y Pisa y se viaja hasta Siria y Egipto.

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Surgen poderosas organizaciones comerciales que buscan los productos de Oriente, especialmente las codiciadas
especies recogidas en Malasia y traídas por navegantes árabes a los puertos del golfo Pérsico o del mar Rojo, para luego
ser transportadas en caravanas hasta Siria, Constantinopla o Alejandría, y de allí recogidas por las galeras italianas a fin
de ser distribuidas en todas Europa.
El camino por Egipto y el golfo Pérsico fue el primero. Pero el avance de los turcos otomanos y la caída de los
reinos latinos de Jerusalén y Sira, hará necesaria otra ruta cuyo monopolio tuvieron en un principio los genoveses (como
los venecianos tenían, y en parte mantenían, el de Alejandría): la del mar Negro que llevaba desde Trebizonda a Bucara
y Samarcanda, o desde Crimea a Bucara por Azof, Astrakán, Oxus y Kokara: se bordeaba el dominio de los fieros
otomanos llegándose a las tierras del oro y las piedras preciosas. Desde comienzos del siglo XV esta ruta del mar Negro
fue la sola practicable.

Las obras de imaginación sobre la India.

La India no dejó de ocupar los relatos de la Edad Media con sus maravillas naturales, riquezas fabulosas y
habitantes extraños, exagerados hasta lo absurdo. Hacia el siglo XII corre la noticia de vivir en Asia un rey que era al
mismo tiempo sacerdote cristiano de la enseñanza nestoriana, y buscaba la unión de los cristianos de Europa para
combatir al Islam: lo llamaban el Preste Juan de las Indias. Se le atribuía una carta al emperador de Bizancio Manuel
Commeno (1143-1180) proponiendo la mutua alianza contra los turcos. Tanto se creyó en la realidad del Preste Juan y
la veracidad de su propuesta que el papa Alejandro III (1159-1181) le dirigió una bula en 1177 de saludo y aceptación
de la alianza, que naturalmente quedó sin respuesta. Si que por eso se dudara de su existencia.
Hacia comienzos del siglo XIII corren por Europa varias traducciones del Secreto de los secretos, obra fantástica
sobre “las Indias” y sus maravillas; en 1217 aparece el Mapamundi de Pedro, infolio ilustrado con mapas que pretendía
ser una geografía de la tierra, mencionando montañas de oro puro en “las Indias”; hacia la segunda mitad del siglo se
vulgariza la Imagen del Mundo (“Imago Mundis”) que describe a la India como el país del oro y las piedras preciosas,
defendido por dragones y grifos (no debe confundirse con el libro de igual título del cardenal Pierre d’Ailly editado en
1480), y hacia el fin del siglo se conoce el Libro del Tesoro del florentino Brunetto Latino con la misma idea fantástica.

Viajeros de Oriente: franciscanos y comerciantes.

Los primeros viajeros que dejan relatos, más o menos verídicos, de sus viajes a Oriente fueron los monjes cristianos
impulsados por un propósito misionero, o enviados por el Papa a fin de entablar negociaciones con el fabuloso Preste
Juan o sus sucesores. En el siglo XIII se ha producido uno de los acontecimientos políticos más importantes de la
historia: los mongoles, sacados de sus desoladas estepas del nordeste de Asia por un caudillo victorioso, Gengis Kan, se
habían apoderado del norte de China en 1215, de la India en 1221, y en 1241 golpeaban en el mar Negro y se trababan
en guerra con polacos, húngaros y alemanes.
Los Papas vieron en estos amarillos paganos, con armas que disparaban piedras por medio del fuego (habían
aplicado la pólvora a la guerra), y sabían conducir poderosas cargas de caballería, la posibilidad de convertirlos en
aliados en la lucha contra el Islam. Debería desviárselos contra los otomanos, y acabar con el poder musulmán en el sur
de Asia, Tierra Santa y norte de África. Todo era cuestión de convertirlos al cristianismo; o si no fuera posible,
concertar una alianza para acabar con los enemigos comunes de idólatras y cristianos. Utilizando la vía de Trebizonda,
irán muchos monjes franciscanos en busca del Gran Kan de Tartaria en doble misión apostólica y diplomática.
Juan Pian de Carpine, enviado por el Papa con carteas y obsequios al “Gran Kan”, atraviesa de 1245 a 1247 Asia y
llega a Caracorum; no puede dar con el Kan, pero a su regreso describe las tierras visitadas; entre 1253 y 1256 Fray
Guillermo de Rubruck, monje flamenco, recorre el Asia y Aral en busca del inencontrable Preste Juan, y escribe una
curiosa memoria de lo visto y oído; Fray Oderico de Pordenone publica en el primer cuarto del siglo XIV la narración
de sus andanazas a través del golfo Pérsico, Malabar, isla de Ceilán, golfo de Bengala e islas del archipiélago malayo;
Fray Jordan de Serverac tenía hacia 1328 una misión religiosa en la costa Malabar, edita una ajustada descripción
geográfica de la India; y Fray Juan de Marignoli viaja por tierra a mediados del XIV del mar Negro a Pekín, para
volver por mar desde China tocando Malasia, puertos de la India y golfo Pérsico, y deja otra curiosa obra.
Después de las descripciones someras de los religiosos, vendrán las exageradas —y por eso llamadas a gran
resonancia— de los mercaderes italianos. Se destacará en 1295 el Millón o Libro de las Maravillas del veneciano
Marco Polo, llegado muy joven a la China por el camino del norte, que vive allá muchos años bajo la protección de
Kublai-Kan, el emperador de Catay, y volvería a su ciudad natal por las islas de las especias, India y Persia. Sus
extraordinarias aventuras fueron traducidas a todos los idiomas y despertaron considerable entusiasmo. Su fabulosa
descripción del Cipango (Japón), isla a la cual no llegó, situada al extremo Oriente y donde brotaba el oro con tanta
abundancia que servía para pavimentar los palacios, exaltaron la imaginación de todos los hombres de los siglos XIV y
XV.

La mar Océana y sus islas legendarias.

Mientras se mostraban promisorias riquezas de Oriente, le mundo estaba cerrado hacia Occidente por una mar
Tenebrosa llena de extrañas islas que tanto aparecían como desaparecían a la vista de los navegantes; poblada de

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serpientes marinas, monstruosas langostas de mar y peces grandes como navíos que desgarraban con sus dientes las
embarcaciones mientras arrojaban torrentes de agua por las narices.
Muchas leyendas atribuían a monjes irlandeses del siglo VI una navegación del Atlántico norte en busca de
prosélitos que convertir a la fe cristiana; Are Marson habría llegado a una isla de hombres casi blancos (como decía
Marco Polo eran los hombres de Cipango). Más curiosa es la leyenda de San Brandan o San Borombón o Borondón,
según los irlandeses un misionero católico y al decir de los portugueses un sacerdote portugués (São Brandão), que
llevado por su celo se lanzó a la mar Tenebrosa ocurriéndole aventuras extraordinarias en su apostólico viaje: encuentra
un islote donde reza la misa, que después se sumergirá en el mar porque era el lomo de una inmensa ballena. En
portulanos dibujados a partir del siglo XIII aparece la isla de San Brandan o Borombón, donde habría arribado
finalmente el monje y de la cual no regresó más según la leyenda portuguesa. Otra isla era la Antilia, señalada en todas
las cartas de marear, donde vivían siete obispos cristianos escapados de los árabes, entrevista por los ojos españoles en
el siglo XIV; la de Brasil, situada más al sur, llamada así por su madera color de brasa ardiente. Quienes admiraban el
mundo clásico, en esos años precursores del Renacimiento, colocaban en la mar Océana la isla de las Hespérides donde
fue Hércules a recoger manzanas de oro; los lectores de Platón, la Atlántida descrita en el “Timeo” y el inconcluso
“Critias”, isla “que mejor podemos llamar continente, grande como el Asia y la Libia juntas”, con una inmensa llanura y
altas montañas “que llegaban al otro lado de la mar”, y metales extraños como el misterioso oricalco “de reflejos de
fuego”; los de Tolomeo ponían Thulé, la más occidental del mar Tenebroso, habitada por europeos sin contacto con sus
hermanos continentales, y en algunos portulanos catalanes se pinta la isla de la Mano del Diablo (“San Satanasio”)
según la vieja creencia que señalaba la puerta del infierno en le Océano, donde la mano de Lucifer salía para atrapar a
los marinos imprudentes que osaban acercarse a su morada.

Viajes por la mar Océana anteriores a Colón.

Hubo familias venecianas —como la patricia de los Zeno— que atribuyó el descubrimiento de América a
antecesores suyos que anduvieron hacia 1380 por Eslanda (Islandia). Engrouelanda (Groenlandia), Icaria (Terranova) y
el continente del Drogeo (América) cuyos habitantes antropófagos los obligaron a escapar. No han faltado quienes
suponen que Colón, tras las huellas de los Zeno, realizando hacia 1477 un viaje a Frislandia donde se habría enterado de
la existencia del continente americano. Pero como la hazaña de los Zeno sólo fue conocida en el siglo XVI (y el relato
publicado en 1558) en mérito a papeles que se dijo inédito e ignorados, la crítica histórica lo rechaza.
Los únicos auténticos navegantes del Océano —fuera de la hazaña olvidada de los vikingos por los mares boreales
en los siglos IX y X— fueron los marinos portugueses que iniciaron sus exploraciones después de la toma de Ceuta por
el rey Juan I en 1415. El tercero de los hijos de éste, el Infante Don Enrique el navegante, al que ya me he referido, es
quien abre las puertas de la mar Tenebrosa. Era gobernador de la Orden de Cristo, entidad caballeresca que reemplazó
en Portugal a la extinguida Orden del Temple; con Don Enrique, Portugal se extiende a Porto Seguro descubierto por
Bartolomé Perestrello en 1418, Madera en 1419, Azores en 1435 e Islas del Cabo Verde en 1446. Aunque cederá más
tarde sus derechos sobre Canarias a los españoles, la monarquía lusitana se entiende dueña —por bula papal— de la mar
Océana y lleva sus descubrimientos costeros hasta el golfo de Guinea. Mientras algunos marinos se dirigen al sur,
donde Bartolomé Díaz descubre en 1488, pero no ultrapasa, el temido cabo de las Tormentas (que el rey rebautizó de
Buena Esperanza para alentar su trasposición), otros —se ignora sus nombres— se dirigen a occidente donde dicen
encontrar, pero no colonizan ni vuelven hallar más, una isla que llaman Auténtica, a mil quinientas millas marinas del
cabo Verde, y figura dibujada en los portulanos de la época. Otro marino portugués, Diego de Teive, dijo haber arribado
en 1460 a la fabulosa Antilia o isla de “las Siete Ciudades”, poblada de cristianos que huyeron de la invasión árabe en
711.

La necesidad de las especias.

La formación y consolidación en Europa desde el siglo XI de clases sociales más o menos ociosas —cortesanos,
altos clérigos, señores que ya no combaten, y sobre todo comerciantes ricos—, trae una renovación de las costumbres
con implicancia en el vestido y la comida. Se generaliza el uso de las camisas de hilo (que permitirá, luego, la
fabricación del papel) y algunos visten con sedas traídas de la China a través de los puertos del Mediterráneo oriental.
Afluyen en cantidad las perlas y piedras preciosas del Extremo Oriente, pero llega sobre todo la especiería, los
aromáticos polvos (las “especias”) —canela, nuez moscada, pimienta, clavo de olor— que dan gusto a las comidas y
permiten conservarlas.
La demanda de especias creció al estabilizarse la sociedad medieval, y crearse lujos en las clases superiores. La
cocina de los magnates urbanos no podía a la olla del labrador o las carnes asadas sin otro condimento que la sal, del
señor feudal. Los paladares se educan con aromáticas salsas, y la carne el pescado —éstos sobre todo— exigen los
sabrosos ingredientes que traían de Alejandría o Constantinopla las galeras venecianas y genovesas. Era un comercio de
gran ganancia; transportar las livianas especias era más beneficioso que llevar el hierro o el estaño que servían para
fabricar el bronce, o conducir géneros orientales de salida insegura y conservación difícil. Un puñado de pimienta valía
casi tanto como un puñado de oro y pesaba mucho menos; y como en Europa no se producía, su colocación estaba
asegurada.
Llegaban las especias de las tierras lejanas donde “también venía el sol”. Crecían en las Molucas y se transportaban
al puerto indio de Calicut en pequeños navíos malayos; allí las adquirían los árabes que navegaban —con brújula y

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ballestilla— hasta el golfo Pérsico o el mar Rojo, para ser transportadas en camellos hasta Siria o Alejandría; donde las
adquirían los venecianos y genoveses para llevarlas en sus galeras a través del Mediterráneo y venderlas en Europa. Un
viaje tan largo y a través de tantas manos, centuplicaba el valor de las especias; no importaba por que los riquísimos
europeos, dueños de los siervos, los diezmos, el trueque, las pagaban como una necesidad que se había hecho
imprescindible.
Pero en el siglo XIV el tránsito de las especias quedó detenido. Los turcos otomanos han ocupado Siria y Egipto y
amenazan Constantinopla, su fanatismo les veda el trato con cristianos, y menos por cosas de lujo prohibidas en el
Corán. Dificultosamente los genoveses toman la “ruta del norte”, por Trebizonda o Crimea a Samarcanda para traer las
especias. Vinieron sí, pero escasas y carísimas por el costo del transporte por tierra. Como en el XIV cunde por Europa
occidental, repuesta de los tremendos estragos de la peste negra, un deseo general de gozar de la vida, la demanda de
especias se hace cada vez más grande y su transporte cada vez más provechoso.
De allí la conveniencia, desde el punto de vista mercantil, de encontrar un camino más barato para traer los
aromáticos polvos. Los portugueses empiezan a adiestrar a sus navegantes para la vuelta a África —como era tradición
lo habían hecho los fenicios—, mientras otros, portugueses y españoles, avizoran occidente. ¿No sería posible cruzar la
mar Océana, tan sembrada de islas según los portulanos corrientes, y llegar a las tierras fabulosas del Maluco (las
Molucas) donde brotaban la canela y la pimienta?

La falacia de la “Tierra plana”.

Un error repetido asegura que en el siglo XV se creía que la tierra era plana y el mérito de Colón estuvo en
suponerla redonda. Nada más equivocado. Desde los tiempos antiguos se sabía perfectamente que era una esfera, a la
que consideraba el centro del universo; lo dijo Tolomeo en el siglo II d. C. que creía a la Tierra fija en el espacio y a su
alrededor giraban la Luna, planetas, el Sol y estrellas fijas. Ya en la Edad Media los astrólogos observando el retroceso
de los planetas en el zodíaco, que no ocurría con el Sol y la Luna, habían intuido que la Tierra se movía, y supuesto que
no era ella sino el Sol el centro del sistema universal; doctrina que en tiempos de Colón desarrollaría el polaco
Copérnico.
Nadie creía en 1492 que la Tierra era plana. Podían equivocarse algunos geógrafos —y entre ellos Colón— al
calcular su volumen real ya establecido con exactitud desde el siglo II; podía creérsela el centro del universo; podía
dársele la forma de pera (Colón la imaginó así en su tercer viaje) para resaltar el sitio donde estuvo el Paraíso Terrenal,
pero nadie la creía plana ni suponía que las antípodas fuesen habitables.

El “fin” de Occidente.

Las maravillas de Oriente y las extrañas islas de Occidente casi se tocaban en los portulanos y mapamundis,
confeccionados en el siglo XV según los relatos de los viajeros de Catay y navegantes que habían entrevisto la isla de
Antilia o de San Brandan. Cristóbal Colón poseía la Geográfica de Tolomeo con un mapa donde el “fin” de Occidente
estaba en las Canarias, y el Oriente en la fabulosa Cipango; no había pintado el cartógrafo las Azores, islas del cabo
Verde, la Antilia o la de San Brandan, sumergidas en el mar Tenebroso, y suponía que no era mucha la distancia del
extremo oriental al occidental. En 1924 se descubrió en París un portulano atribuido a Colón, donde ambos extremos
casi se tocan; otro mapa anterior al Descubrimiento, confeccionado según las indicaciones del geógrafo florentino
Toscanelli, corresponsal de Colón según su hijo Fernando, ponía escasa distancia de las islas Canarias a Cipango, y la
“ruta de occidente” con escala en la Antilia podía hacerse por el trópico de Cáncer; el globo terráqueo de nuremburgués
Martín Behaim (Martín Bohemio), que había residido en Lisboa y estuvo vinculado al futuro descubridor, difería del del
Toscanelli en que la “ruta de occidente” seguía al paralelo 28: a 30 grados estaba la Antilia y 30 más allá Cipango, la
puerta de Oriente, con sus riquezas de oro descritas por Marco Polo.

3. COLON, EL VISIONARIO

Cuna, educación y profesión.

Está fuera de duda el nacimiento de Colón en Génova o sus alrededores de Cristóforo (Cristóbal) Colombo en el
año 1451: lo dice él mismo, lo prueban los registros parroquiales de la ciudad de ligur y lo confirman los documentos
otorgados por los Reyes Católicos. Por genovés lo tuvieron sus contemporáneos, sus descendientes, aunque estos
trataron de ocultar su origen plebeyo para darle otro nobiliario.
La hipótesis de otra cuna del Descubridor no puede sostenerse seriamente: algunos han querido que fuera, según sus afinidades o
preferencias, extremeño, castellano, andaluz, gallego o catalán; y no han faltado quienes lo hicieron inglés, francés, griego, suizo, corso y
portugués. Nadie aportó pruebas suficientes, y el debate puede darse por agotado.

Sus padres, Domingo Colombo y Susana Fontanarrosa, pertenecían a la clase artesanal. Domingo tejía lana, pero
prosperó hasta llegar a exportador de tejidos, logrando una posición mediana que le permitía educar a sus hijos.
Cristóbal dirá más tarde, pero es dudoso, que estudió Cosmografía y Matemáticas en la Universidad de Pavía, pero es

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dudoso, como muchas de sus afirmaciones; en todo caso serían cursos elementales pues a los catorce años navegaba en
embarcaciones de cabotaje por cuenta de los negocios de su padre. No es tripulante, sino factor o aprendiz de comercio.
A los veintidós sus expediciones son más lejanas; está en Lisboa en 1478, donde reside algún tiempo, tal vez
encargado de los negocios comerciales de los genoveses; en 1479 regresa a Génova y al año siguiente vuelve a Lisboa.
Se casa con una hija del marino Bartolomé Perestrello, genovés al servicio de Portugal que había descubierto la
isla de Porto Seguro, y se establece en Lisboa con su hermano Bartolomé con un negocio de cartografía y confección de
cartas náuticas, valiéndose del material que había pertenecido a su suegro.
En su correspondencia con los Reyes Católicos se atribuirá haber navegado el Océano desde Frislandia (¿isla Feroe?) al norte, hasta las
fortalezas de Guinea bajo la línea equinoccial. Es dudoso.

No era marino de profesión. Navegó como pasajero, pero hay constancia que integrase el rol de una tripulación y
menos fuese capitán o piloto de algún navío; en todo caso tampoco navegaría mucho, pues a los treinta años está
establecido en una labor sedentaria y terrestre, y hasta su famoso viaje en 1492 no pisará un buque, ni para ir en 1485 de
Lisboa al Puerto de Palos en España que prefirió hacer a pie.
Ere hombre culto, como los de medicina en posición en esos tiempos prerrenacentistas; gustaba de las letras
clásicas y se apasionaba por los libros de viajes y geografía. Cita en sus cartas fragmentos de Séneca, Estrabón y Plinio
el Viejo; se conserva una Historia rerum ubique gestarum de Lucio Eneas Piccolomini (Pío II) apostillada de puño y
letra. Como ferviente cristiano leía la Biblia, y hay una colección de profecías bíblicas recopiladas por su mano. Una
natural propensión a lo maravilloso lo hacía frecuentar a la Divina Comedia del Dante; pero su lectura de cabecera, a la
que se refiere en toda ocasión es El libro de las maravillas de Marco Polo.
En la biografía atribuida a su hijo Fernando (que algunos suponen del padre Las Casas para defender a los herederos de Colón en su pleitos
con la Corona) se transcriben dos cartas que habría recibido Cristóbal del famoso astrónomo florentino Paolo Toscanelli (1397-1482)
encomiando sus proyectos. La crítica las considera dudosas.

La ruta de Occidente.

Fue en Lisboa y alrededor de 1480 que Colón se habría entusiasmado con la idea de que, yendo en línea recta a
occidente “por el paralelo del cabo Bojador” (el 28), llegaría a “las Indias” (Asia) con escalas en Cipango y Antilia,
cruzadas por dicha línea a su entender. ¿Por qué? Desde luego por su profesión de cartógrafo que lo familiarizaba con
las islas imaginarias o reales del mar Tenebroso indicadas como escala de la “ruta de occidente”, sus relaciones con los
marinos del Océano para quienes el viaje en esa latitud era posible por aprovecharse de los vientos alisios y ser
empujado a la ida por la corriente “de las Canarias” (nordecuatorial) hacia el oeste, mientras podía regresarse ayudado
por la “boreal” (del golfo). Pero sobre todo su conocimiento de las letras básicas e inclinación a los presagios —como
todo cartógrafo, se ayudaba confeccionando horóscopos— que le hizo encontrar en el canto del coro de la tragedia
Medea la profecía de la ruta de Occidente: “llegarán siglos venideros —decía el coro— en el Océano aflojará sus
ligaduras y ya no será Thulé lo último de la tierra”. También había hallado en la Biblia un versículo de Isaías: “Palomas
en tan arrebatado vuelo como cuando van a sus palomares; así los ya salvados arrojarán sus saetas de su predicación en
las islas más apartadas y traerán en retorno el oro y la palta”. Como “paloma” en latín es colomba, se creyó señalado
por profeta para ir a las “islas más apartadas” a llevar el Evangelio y traer en retorno el oro y la plata. Su convicción,
dado su temperamento místico, tomará fuerza de verdad imbatible. Años después escribiría a los Reyes Católicos: “He
visto y estudiado en todos los libros de Cosmografía, Historia, Filosofía y demás ciencias, que Dios Nuestro Señor me
abrió el entendimiento con mano palpable para que yo vaya de aquí a las Indias, y me puso gran voluntad en
ejecutarlo”. Llevado por su idea fija, gestiona y consigue hacia 1484 una audiencia del rey de Portugal, Juan II, a quien
expone su proyecto con acopio de razones geográficas y proféticas. Le muestra, según su hijo Fernando, como
Aristóteles (en el libro 2º de Cielo y Mundo) dice que en pocos días se puede pasar del extremo oriental al occidental del
continente “pues solamente los separaba un mar angosto”, como Séneca repite algo semejante en los Naturales, lo
mismo que Estrabón (1º de la Cosmografía), Plinio (2º de la Historia Natural) y Solino (cap. 48 De las cosas
memorables de este mundo). Calculaba en cuarenta días la navegación entre las islas Gorgonas que identificaba como
las Canarias, y las Hespérides, donde ponía Cipango. Apabulló al monarca lusitano con una biblioteca de erudición
clásica y profecías bíblicas.

El rey de Portugal rechaza la propuesta.

Juan II, que ya andaba en busca de la ruta de occidente con la expedición de Diego Cão o Cano (1482-1484),
escuchó los razonamientos eruditos de Colón. Tal vez creyó que el fracaso de Cano estuvo en no haber sido llamado a
develar el misterio de la mar Tenebrosa, reservado al cartógrafo genovés por las Escrituras. Como Colón era, además de
un visionario, un hombre práctico, quería una recompensa generosa a una empresa destinada a él por los Profetas. Si
Portugal se beneficiaría por el designio divino, era justo que pagase un buen precio: reclamó que lo hicieran “caballero
de la espada dorada” para sí y sus sucesores pudiendo anteponer el preciado Don a su nombre plebeyo, Almirante
Mayor de la Mar Océana con las preeminencias, prerrogativas y rentas de un cargo semejante, Virrey y Gobernador
Perpetuo de las islas y tierra firme que descubriese, la décima parte del oro, las piedras preciosas, especiería “u otra
cualquier cosa provechosa” que se encontrare, y tenerle por asociado en un octavo de los gastos que redituarían el

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octavo de los beneficios en las empresas comerciales futuras por la ruta de occidente. Rechazaron los integrantes de la
Junta portuguesa la propuesta, no muy convencidos de la ingeniería de las profecías en los viajes a occidente. Si era
posible que se llegase, si no al continente asiático, por lo menos a algunas islas, por la ruta del oeste, mejor sería
contratar a alguien menos oneroso y sobre todo que hubiese demostrado pericia en el arte de navegar. Con todo, Juan II,
ganado por el entusiasmo contagioso de Colón y por sus pasaportes de presagios, no quiso desprenderse de él y lo
entretuvo mientras de acuerdo con la Junta —en secreto, según Colón— ordenaba a Fernando Domínguez del Arco,
marino residente en la isla Madera, explorase el mar por el paralelo 28. Nada se sabe del viaje de Arco, quien, de no ser
una fantasía, debió regresar cuando corrieron las leguas y no aparecía la Antilia o Cipango.

Colón en España.

Sea por enterarse de la deslealtad del monarca portugués, como dirá Colón, o por problemas con la justicia o por
deudas, como dijeron los portugueses, abandona Lisboa a fines de 1485 yendo a pie a España. Está en puerto de Palos
en 1486, hospedado en el convento franciscano de la Rábida donde habla con los cultos sacerdotes fray Juan Pérez y
Antonio de Marchena, a quienes —como casi todos— entusiasma con su proyecto de abrir la ruta de Occidente. Fray
Juan, confesor de la reina Isabel de Castilla, le da cartas de presentación para ésta. Convence también en Sevilla al
duque de Medinaceli, poderoso señor del sur de Andalucía, que facilita a Colón dinero para sus traslados y recomienda
con calor a la reina Católica.
La trashumante corte de Fernando e Isabel estaba ese año en Córdoba, y allí se dirige Colón. Con su cultura, don de
gentes, y entusiasmo contagioso, encuentra partidarios donde va: ahora son Alonso de Quintanilla, contador mayor de
Castilla, el cardenal González de Mendoza, y sobre el legado pontificio Antonio Geraldini. Cuando puede llegar a la
reina, en el mes de abril, Isabel estaba predispuesta a prestar un oído favorable.

La Junta de Salamanca (1486-1487).

El fervor de Colón se contagiaba a los legos en materias cosmográficas, pero no conmovía a los hombres de
ciencia. La reina dispuso reunir una junta con letrados, científicos y hombres prácticos en las cosas del mar que oyese el
proyecto, entre ellos Hernando de Talavera, prior del monasterio de Nuestra Señora del Prado en Valladolid, y el doctor
Rodríguez Maldonado, de justa fama en cosas jurídicas. La asamblea se reúne en Salamanca, no por encontrarse allí la
Universidad como se ha dicho, sino por residir en esta ciudad la corte durante el invierno de 1486 a 1487.
Sus componentes concordaron en que un hombre de escasos conocimientos náuticos “aventajándose a un número
casi infinito de gentes hábiles que tenían perfecta experiencia de la navegación”, no podía emprender un viaje
semejante: y dijeron que el volumen de la Tierra calculado por Colón era bastante menor al demostrado desde la
antigüedad por Eratóstenes, y por lo tanto, “el mundo era muy grande para ir en tres años al fin del Levante” por un mar
ignorado, pues las carabelas no tenían autonomía de viaje para más de sesenta días sin refrescar provisiones.
Mucho se ha dicho sobre la reunión de los “Sabios de Salamanca” y sus controversias con Colón. Descartado el
despecho de Fernando Colón —o de Las Casas— sobre la ignorancia de tan altos letrados, y desde luego la imagen
popular que da como tema de discusión la redondez de la Tierra, debe reconocerse que Colón era el equivocado y los
estaban en la verdad: la Tierra no tenía el volumen pretendido por Colón, y navegando de Canarias hacia Occidente
habría arribado al Asia en dos o tres años si América no se hubiese aparecido provisionalmente al paso. Con todo, fue
tal el fuego de Colón al defender sus propósitos —o tal vez de tanto peso las recomendaciones de la reina— que los
Sabios de Salamanca dieron largas a la respuesta definitiva.
Pese a la opinión de los conocedores, Colón se mantuvo imperturbable. No modificó su convicción imbatible, y
debió ser por entonces que adquirió y anotó la Imago Mundi del cardenal d’Ailly aparecida poco antes (alrededor de
1480), que se conserva con apostillas literales del futuro descubridor de América. La falta de apoyo salmantino debió
disgustar a Isabel, que manda a decir a Colón —a quien mantenía con una partida de las cajas reales— no perdiese la
esperanza, pues acabada la guerra de Granada podía ella, por su cuenta con su dinero o joyas, armar la expedición no
aceptada por la Junta. Las cartas de Colón a la reina habían sabido tocar sus sentimientos con la esperanza de llevar el
cristianismo a Oriente después de hacerlo triunfar en Occidente.
Mientras se resuelve la guerra de Granada, Colón no quedó inactivo. Su hermano Bartolomé residía en Inglaterra y
trataba de interesar a Enrique VIII, y hacía valer estas vinculaciones haciéndole decir a la reina castellana “que hube
cartas de ruego de tres príncipes (de Portugal, Francia e Inglaterra)” para realizar el proyecto, correspondencia que
nunca se ha encontrado. Desde el convento de la Rábida, donde reside, visita a los marinos del vecino puerto de Palos,
algunos de los cuales había navegado con los portugueses por el mar de los Sargazos más allá de las azores, y conoce a
los cultos hermanos Pinzón, que como casi todos los hombres de mar compartían la idea de existir tierra a occidente de
las Canarias y ser factible de la navegación hasta Cipango y el Catay. Martín Alonso había estado en Roma y traído de
allí la copia de un mapa que ponía corta distancia, como casi todos los portulanos, entre el extremo Occidente y el
Oriente; Martín Alonso era el hombre que necesitaba Colón, pues era marino práctico y de prestigio, y se asoció a él.
Acabada la guerra de Granada, gestionó Colón de Isabel en enero de 1492 la nueva audiencia prometida. Ésta se
realiza en Santa Fe, frente a Granada, donde residían los Reyes Católicos, a poco de la entrada triunfal de Fernando e
Isabel en la ciudad. Los Reyes designaron otra junta, ya no para examinar la posibilidad del proyecto sino a fin de
examinar las pretensiones de Colón. Fueron éstas mayores que las tenidas en Portugal: exigía el título de Almirante de
la mar Océana vitalicio y hereditario con las prerrogativas, participaciones y sueldo de los almirantes mayores de

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Castilla; el cargo también vitalicio y hereditario de Virrey y Gobernador General de las islas y tierras que encontrase,
con sueldo, preeminencias, y facultad de nombrar o vender oficios reales de la administración; el diez por ciento,
quitadas las costas, de todo el tráfico fiscal que hubiese en adelante con esas islas y tierras, con jurisdicción, por sí o sus
representantes, de los pleitos que por esa causa se promoviesen; el derecho a participar, a su albedrío, de las
expediciones posteriores a “las Indias” con el octavo de los gastos, correspondiéndole el octavo de las ganancias; y
finalmente la hidalguía, hereditaria desde luego, con el título de Don antepuesto al nombre.
La junta aconsejó despectivamente el rechazo, diciendo que “todo es vanidad y locura”. A pesar de los deseos de
Isabel —que quiso pagar el viaje empeñando sus joyas— prevaleció la oposición del práctico Fernando y “le mandaron
decir (a Colón) que se fuese enhorabuena”. Ya era Fernando —“tanto monta, monta tanto”— el verdadero régulo de
Castilla imponiéndose a su débil consorte.

Las capitulaciones.

Cuando todo pareció perdido, el proyecto encontrará inesperados protectores, y precisamente entre los cortesanos
de Fernando: serían el escribano de la Corona de Aragón, Luis Santángel, el tesorero de Aragón, Gabriel Sánchez, y el
camarero real Juan Cabrero, judíos conversos los dos primeros. Hablaron a Colón de que podían influir ante Fernando y
sacar adelante el proyecto. Tal vez mostraron al político Fernando la conveniencia de apoderarse de la mar Océana,
pese a los mejores derechos portugueses, poniendo a Juan II ante un hecho consumado de difícil reversión. Ante eso
¿Qué importaban los títulos y participaciones exigidos por el genovés? Como Fernando dudase, pues las arcas estaban
exhaustas a causa con la reciente guerra con Granada, Santángel se ofreció a encontrar el dinero necesario. Fernando
acabó por ceder; tal vez no le importaron mucho las exageradas pretensiones de Colón porque, como le ocurría en todos
sus pactos, estaba dispuesto a no cumplirlos.
Ahora las cosas irán rápidas. El viaje debería hacerse poco menos que en secreto para evitar una protesta
portuguesa. Colón, que se creía definitivamente desahuciado, ya que se retiraba de Santa Fe cuando lo alcanzó un
alguacil para llevarlo ante los escribanos y tesoreros aragoneses, y éstos a su vez ante los reyes: aceptaban su propuesta
—fueron las capitulaciones de Santa Fe del 17 de abril—, le facilitarían dinero para armar una flotilla y suplirían con
penados a galeras la falta de tripulantes. En las capitulaciones y “carta de merced” complementaria del 30 de abril los
reyes, que se daban el título de “señores de las mares Océanas” conferían a Colón, en esa virtud, el almirantazgo,
virreinato y participación en el monopolio comercial solicitados. Interpretaban así en su favor el tratado hispano-
portugués de Toledo de 1450, el que —como veremos en otro capítulo— era muy discutible en cuanto el al dominio
español del mar. También le dieron plenipotencias diplomáticas para “los reyes y príncipes que encontrase ad partes
Indiae” a fin de firmar tratados de alianza, y tacto con “el gran Kan de Tartaria”, dueño del Catay, y facilitara la
conversión de sus súbditos al cristianismo.

La partida.

El “pregón” (llamado a voluntarios para enrolarse) se hizo en el puerto de Palos el 30 de abril. Posiblemente no
pasó de un simple formulismo, pues no convenía alertar a los portugueses, y además Martín Alfonso Pinzón tenía ya la
tripulación apalabrada. Se cubrió un rol que Fernando Colón (o el real autor de su historia) dice de 90 tripulantes, su
hermano Diego reduce a 68 en su “información de nobleza” y otros autores consideran mucho menor. No pudo ser
grande debido a la poca capacidad de las pequeñas carabelas. Solamente recurrió a cuatro forzados a quienes se
prometió la libertad como premio del viaje.
Las tres naves elegidas por el buen ojo de Pinzón eran pequeñas pero excelentes marineras: la María Galante de
225 toneles, conocida con el nombre “la Gallega” por haberse construido en Pontevedra, era propiedad de Juan de la
Cosa y fue fletada por Pinzón: el iba como “maestre”. Por consejo tal vez de Colón se le quitó su nombre romántico se
rebautizó Santa María, enarbolando en ella el novel almirante su insignia. Las otras dos carabelas debieron facilitarlas
los habitantes de Palos como castigo a una falta que se ignora: fueron la Pinta de 150 toneles, donde iba Martín Alonso
Pinzón, y la Niña de 140 toneles, propiedad de Juan y Pedro Alonso Niño de Palos que también harían con posteridad
viajes a América y fueron en éste de maestre y piloto, que estuvo capitaneada por el hermano de Martín Alonso,
Vicente Yáñez Pinzón. Cada buque llevaba su “maestre” (segundo), Juan de la Costa en la Santa María, Francisco
Martín Pinzón (hermano de Martín Alonso y Vicente Yáñez) en la Pinta y Juan Niño en la Niña; sus pilotos (Ruiz de
Gama, García Sarmiento y Pedro Alonso Niño) y además contramaestres (encargados de la tripulación), alguaciles (con
varas de justicia) un escribano que redactaría del diario de a bordo y protocolizaría las tomas de posesión, cirujano
(sangrador y barbero), físico (médico), boticario y un veedor real (Rodrigo Sánchez de Segovia) para custodia de los
intereses de los reyes. Es curioso que no se llevase ningún sacerdote.
El 2 de agosto de 1492 las tres naves están listas en el puerto de Palos con su tripulación y bastimentos completos.
Antes del amanecer, después de oír misa, inician la navegación por el estrecho río de la Tinta (Palos era puerto fluvial);
a las ocho de la mañana cruzan la barra y salen a mar abierto en ruta a las Canarias. Un mes después —el 2 de
setiembre—, luego de algunos contratiempos, están en el puerto de la Gomera en las Canarias donde refrescan víveres;
zarpan el 6 con rumbo directo a occidente, ayudados por los vientos alisios y a la corriente nordecuatorial.

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Diario de navegación.

Es instructivo del Diario de la expedición, a pesar de las omisiones e inclusiones del padre Las Casas al publicarlo.
Pero estas lagunas pueden suplirse con los testimonios presentados en los juicios de los herederos de Colón con la
Corona.
Tras una calma de tres días a la salida de la Gomera, las singladuras fueron excelentes: se navegaba entre treinta y
sesenta leguas diarias, que de seguir la marcha pondrían a los expedicionarios en diez días a la vista de la Antilia, cuya
distancia establecían los portulanos de Colón en quinientas leguas de las Canarias. El 19 diversas señales (ramas
arrastradas por la corriente, vuelo de pájaros) hacen suponer “que a la banda del norte y del sur habría algunas islas”,
pero inútilmente bordejean a uno y otro lado del paralelo 28; no importaba, pues todavía no podía ser la Antilia. Desde
esa fecha las singladuras descienden a 10 ó 20 leguas diarias, tal vez porque se han alejado de la corriente
nordecuatorial que no marcha derechamente al oeste sino al oeste- sudoeste; también dificulta la navegación “hallar
tanta hierba que parecía la mar estar cuajada de ella”. Habían entrado en el mar de los Sargazos, especie de olla entre
las dos corrientes donde abundan las algas.
El 25 habían completado las quinientas leguas y se estaba “donde según parece tenía pintadas el Almirante ciertas
islas por aquella mar”, dice el escribano en el Diario. Al ponerse la noche Martín Alonso cree ver la ansiada Antilia, “y
cuando se lo oyó decir con afirmación, el Almirante se echó a dar gracias a Nuestro Señor de rodillas, y Martín Alonso
decía Gloria in excelsis Deo con su gente; lo mismo hizo la gente del Almirante, y los de la Niña subiéronse todos en el
mástil y en la jarcia y todos afirmaron que era tierra”. Navegaron toda la noche hacia ella y al salir el sol no encontraron
nada, y “lo que decían que había sido tierra no lo era, sino cielo”. Toman, decepcionado, nuevamente rumbo al oeste
con singladuras que mejoran y llegan a 60 leguas diarias; pero de tierra ni rastros. El 6 de octubre, al cumplirse el mes
de navegación por alta mar y haber corrido novecientas leguas, el Almirante desfallece y duda de Estrabón, Plinio y
Aristóteles, y del portulano de Toscanelli; su ánimo se contagia a la tripulación de la Santa María que da muestras de
descontento. Parece cierto (aunque el Diario de Navegación lo disimula) que Colón pensó en el regreso, y fue Martín
Alonso quien se impuso porque “armada que salió con mandato de tan Altos Príncipes no había de volver atrás sin
buenas nuevas”.
Desde ese momento, Martín Alonso toma el peso de la aventura. Cambia el rumbo —ahora este-sudeste— para
evitar la corriente contraria del golfo a pesar de la protesta del Almirante a quien “pareció no había esto Martín Alonso
por la isla de Cipango”. El 10, el descontento de los tripulantes de la Santa María degenera en franco motín (“aquí la
gente ya no lo podía sufrir; quejábase del largo del viaje”, dice el Diario”, pero Martín Alonso amenaza “ajusticiar a los
sublevados” y toma la delantera resueltamente con la Pinta. Finalmente, a las dos de la mañana del 12 el marinero Juan
Rodríguez Bermejo, natural de Triana junto a Sevilla, que estaba en la cofa de la Pinta, puede distinguir en la noche
iluminada por la luna en cuarto creciente, el contorno de una isla. Un disparo de lombarda ordenado por Pinzón avisa a
los otros buques; amainan las velas y esperan el día. Esta vez, la tierra avistada de noche no se desvanece.

Los reyes habían prometido un premio en metálico al primer tripulante que viera tierra. Rodríguez de Triana no pudo cobrarlo pues Colón
se lo disputó con éxito, asegurando que unas horas antes había advertido desde su cámara de la Santa María que venía bastante retrasada, algo
“como una candelilla de lumbre que se alzaba y levantaba”.

Toma de posesión.

Estaban frente a un islote de las Bahamas que Colón llamó San Salvador y se supone que es el actual Watling.
Terminadas las penurias del viaje, se siente Virrey y Gobernador de todas las islas y tierra firme de la Mar Océana, y
toma posesión de la tierra con la ceremonia de rigor: va a la costa acompañado de los capitanes con banderas y
oriflamas, pronuncia ante los azorados indígenas —que llama indios por creerse en “las Indias” la fórmula de la
posesión a nombre de los reyes de Castilla, y corta con su espada algunas hierbas en prueba de dominio real.
Aquéllas eran las ansiadas “Indias” y todo le parece maravilloso, aunque no encuentra los palacios ni el oro en
abundancia anunciados por Marco Polo. Los árboles “eran disformes de los nuestros como el día de la noche”, los
animales y habitantes también “disformes”; pero con todo la cosa más fermosa de ver que otra se haya visto”. Tal vez el
oro y las gemas preciosas estuvieran más allá, en Cipango. Emprende la búsqueda de la isla fabulosa, pues allí
“encontraré recaudo de oro y especería”. Por señas, “porque por lengua no los entiendo” cree que comprender a ls
indios que a Cipango “la llaman Cuba, era muy grande y de buen trato, y había en ella oro y especerías, y naos grandes
y mercaderes”, no duda estar cerca de “Cipango de que se cuentas cosas maravillosas, y en las esferas que yo vi y en las
pinturas de mapamundis es ella en esta comarca”. A Cuba se dirige, pero se desilusiona allí porque no encuentra el oro
de Marco Polo, aunque lo maravilla “la fermosura del aire, del agua y de la tierra”. No debe ser Cipango. Como tropieza
con grandes ríos, la supone el continente, “tierra firme muy grande”: el Mangi de Marco Polo quizá; indudablemente
“fermoso pero alejado” de la capital del Gran Kan, la marmórea Cathay. Pregunta a los “indios” cómo se va al palacio
del Gran Kan, para llevarle sus plenipotencias de embajador de los Reyes Católicos; le dan a entender que más al sur
hay hombres fuertes y armados de arcos y flechas, “de un solo ojo y otros con hocico de perro, que comían a los
hombres y que en tomando uno lo degollaban y le bebían su sangre y le cortaban la natura”, llamados caníbales o
caribes. Supone que los “caníbales” deberían llamarse así por ser súbditos del Kan, que llegaban al Mangi a “tomar
cautivos, y como no los veían más suponían que los comían”. No obstante, por precaución se aleja del supuesto Catay
en busca del Cipango más pacífico y rico, que debía ser sin duda “una gran isla al este que los naturales llaman

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Babeque”, él bautiza Española y es la actual Santo Domingo. Todo lo encuentra maravilloso allí, pero tampoco es
Cipango: ve “perros mudos que no ladran”, hombres que “sacan humo por las narices” (nada sabía del tabaco y la
costumbre de fumar). En la costa de Manegueta, ya agotada su capacidad de asombro, ve “algunas sirenas, aunque no
eran tan semejantes a mujeres como las pintan pues tienen forma de hombre en la cara”. Eran focas; los grandes
manatíes del Caribe que amamantan a sus cachorros verticales en el agua, y parecen acariciarlos con sus aletas en forma
de manos; sus largos bigotes serían “la forma de hombre” que extrañó al Almirante y no acertaría a comprender por qué
Ulises se hizo atar a su nave para no seguirlas enamorado de su belleza y de sus roncos bramidos.
Por una mala maniobra, la Santa María naufraga. Como no puede llevar a todos sus tripulantes en las otras dos
carabelas, construye con la madera salvada un fuerte —Navidad— donde deja 39 hombres con armas y víveres. No
encontrará ninguno con vida al regresar en el segundo viaje, y serán las solas víctimas de la expedición. Poco más allá
topa con los temidos caníbales, que reciben a los expedicionarios a flechazos y corre la primera sangre indígena por las
ballestas y arcabuces castellanos. Como evidentemente el Gran Kan no se mostraba propicio, y en ninguna parte había
encontrado pimienta y canela, que siempre creyó que estaría “más allá”, se resuelve a la vuelta a España para regresar
después con una gran expedición y los hombres de guerra suficientes a fin de imponerse a los caníbales y llegar a Catay.

El regreso.

Toma al norte, como se lo habían indicado, para aprovechar la corriente del golfo. Sus diferencias con Pinzón
llegarán a la ruptura “por la envidia y codicia de Martín Alonso”, dice. Colón en la Niña y Pinzón en la Pinta, arriban a
Europa por ruta diferente: aquél va a dar a Lisboa el 4 de marzo y el 15 está en el puerto de partida; mientras Pinzón
toca Bayona sobre la ría de Vigo el mismo 15, y de allí va a Palos. Colón se adelanta a ver a los Reyes con los indios
cautivos, papagayos, muestras de metales preciosos, tejidos de algodón, pipas de tabaco y otras muestras conseguidas,
antes que llegase Martín Alonso.
La noticia del arribo triunfal del Almirante, difundida inmediatamente en Portugal, España y Europa, conmueve al
mundo occidental entero. ¡Había sido traspuesta la ruta de Occidente, tocado el Mangi y acercado el Cipango! Los
sabios de Salamanca debieron tomarse la cabeza, escudriñar sus mapas y rectificar sus cálculos, en busca del error
indudablemente cometido por Eratóstenes. Pedro Martyr de Anglería, que asiste con los reyes a la fastuosa recepción de
Colón en Barcelona, se extraña que el Almirante “ha descubierto varias islas que se suponen cercanas de la India
aunque la grandeza de la esfera sea contraria a esta suposición”.

Otros viajes del Almirante y su muerte.

Tres viajes más hará Colón a “las Indias”. El segundo (1493-1496) fue una expedición colonizadora y
conquistadora: con diecisiete navíos y 1.500 hombres entre soldados, tripulantes y colonizadores, zarpa de Cádiz, carga
en las Canarias vacunos, cabras, ovejas y gallinas, descubre las pequeñas Antillas y Puerto Rico, encuentra en la
Española las ruinas del fuerte Navidad, y funda en lugar más apropiado Isabela. Luego va en busca del Gran Kan;
navega el mar Caribe, descubre Jamaica (que llama “Santiago”), se cree frente al “Quersoneso Áureo” de la antigüedad
y cerca del Maluco de sus mapamundis; pero la ferocidad de los caribes le mueven a no acercarse mucho al continente.
Vuelve a Isabela, cuyo estado es un caos porque ni Cristóbal ni sus hermanos —Diego y Bartolomé— tienen
condiciones de mando para imponerse a los pobladores, y además los ciega el afán de riquezas. Las quejas de los
pobladores llegan a los reyes y Colón es mandado llamar a España en 1496.
El Almirante despliega ante los reyes, que lo reciben en Burgos, una gran pompa. Su entrada a la ciudad castellana
parece un “triunfo” romano. Desfilan los cautivos con grillos de oro para prueba de las riquezas indianas; él entra tras
ellos con un vistoso hábito de Almirante de la Mar Océana. Vuelve a caer en la gracia de Isabel y Fernando, que
ratifican su gobierno y sus derechos; pero pierde dos años en pleitos, y sólo regresará a Isabela en 1498. En el tercer
viaje (1498-1500), con ocho navíos va en busca del continente austral —o Nova Terra— que según sus informes había
al sur de Catay, y toca América del Sur. Los detalles corresponden a otro capítulo; sólo diremos que los disturbios en la
Española eran grandes, pues ni colón ni sus parientes disimulaban su codicia ni atinaban a imponerse a la “gente”, como
se llamaba a los pobladores. Las justas quejas de éstos obligaban a la llegada de un juez pesquisidor —Francisco de
Bobadilla— que abre un proceso al Almirante y sus parientes, y remite a aquél preso (cargado de grillos y cadenas, se
quejará Colón) a España. Pero el prestigio que gozaba en Europa era imbatible y la indignación se hace general. ¡El
descubridor con cadenas! Los reyes lo libertarán. Pero Colón no volverá al gobierno de su virreinato. El cuarto viaje
(1502-1504) es de simple exploración, pues estaba suspendido en su cargo de Virrey y Gobernador General y tenía
prohibido tocar en la Española. Con cuatro naves y 140 hombres recorre las costas de América Central en busca del
paso que debería separar, a su entender, al Catay de la Nova Terra que era el continente sudamericano. Fue un viaje
desafortunado; no encontrará el paso y las carabelas averiadas por la broma, molusco del Caribe que carcome la
madera, deben abandonarse en Jamaica. El Almirante será recogido y devuelto a San Lúcar de Barrameda en una
pequeña embarcación.
Para entonces, la reina Isabel había muerto y el rey Fernando no cumplía los compromisos. Se enreda en una serie
de pleitos; inútilmente trata de volver a la gracia real y al gobierno de las “Indias”. Sigue la corte trashumante por las
ciudades españolas a la espera de una audiencia siempre diferida. Estaba en Valladolid en 1506, en ocasión de entregar
Fernando el gobierno castellano a la nueva reina Juana y su consorte Felipe el Hermoso de Austria. Y allí morirá Don

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Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, Virrey y Gobernador General in partibus de todas sus Islas y Tierra
Firme, el 20 de mayo de ese año, a la espera de ser recibido por los nuevos reyes.

REFERENCIAS

RÓMULO D. CARBIA, La nueva historia del descubrimiento


FERNANDO COLÓN, Historia del almirante D. Cristóbal Colón.
— Diario de navegación de Cristóbal Colón.
DIEGO LUIS MOLINARI, La empresa colombina y el descubrimiento.
JULIO REY PASTOR, Ciencia y técnica en la época del descubrimiento.
RODOLFO PUIGGRÓS, La España que conquistó el Nuevo Mundo.
HÉCTOR R. RATTO, Las ciencias geográficas y las exploraciones marítimas al producirse el descubrimiento.
VICENTE D. SIERRA, Historia de la Argentina (t. I).
J. VICENS VIVES, Historia social y económica de España y América (t. II).

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III
EL NUEVO MUNDO

1. Descubrimiento del continente austral.


2. Españoles y portugueses.
3. El Mar Dulce.
4. Abandono de la ruta de occidente.
5. En busca del Rey Blanco (1526-1531).

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1. DESCUBRIMIENTO DEL CONTINENTE AUSTRAL

Colón rumbo al continente (1496)

En sus dos primeros viajes Colón había hecho rumbo a poniente a partir de las Canarias y arribado, por tanto, al
golfo de México. En su tercer viaje quiso explorar el continente Australis (América del Sur) que creía independiente de
las Indias (Asia), situadas en el hemisferio norte. Las noticias recogidas en sus viajes anteriores situaban a Australis al
sur e inmediato de las Antillas.
Zarpa el 30 de mayo de1496 de San Lúcar de Barrameda en la boca del Guadalquivir, ahora “puerto principal” para
los viajes a occidente. Tras recalar en Canarias, divide su expedición: una parte irá hacia el oeste para llegar cuando
antes a la Española y reforzar la colonia establecida; él, con el resto, tomará al sudoeste para tocar las islas portuguesas
de Cabo Verde, el punto más austral habitado por los europeos (15º de latitud) fuera de los reales o fortalezas
portuguesas en la Costa de Oro y Guinea. De allí, siempre al sudoeste, se internará en el Atlántico para llegar a la Terra
Australis. De persistir en el rumbo habría encontrado Sudamérica a la altura de Río de Janeiro, pero las calmas de la
zona equinoccial, el aumento del calor (“amenazando prender fuego las naves” dice su informe a los reyes), y sobre
todo el agotamiento de las provisiones, le mueven a variar el timón directamente a poniente para arriban cuanto antes al
Nuevo Mundo.

“Grandísimo mudamiento en el cielo y en las estrellas”.

El Almirante era supersticioso e imaginativo: llenaba el cielo y los mares de leyendas y profecías que le advertían
su destino con señales prodigiosas. Quedó asombrado del cielo austral y le intrigó la Cruz del Sur que se alzaba en el
horizonte al finalizar la Vía Láctea. Como lector del Dante, recordó que la entrada al Purgatorio en la Divina Comedia
estaba señalada por cuatro estrellas brillantes non viste mai fuor que alla prima gente (“no vistas jamás desde la primera
gente”) situadas en “vía del Polo” (la Vía Láctea). Se creyó cerca del Purgatorio en cuya cima el Dante colocaba el
Paraíso Terrenal.

Es un misterio de la Divina Comedia cómo Dante Alighieri, en los comienzos del siglo XIV, pudo describir las cuatro estrellas de la Cruz
invisibles desde el hemisferio boreal, y situarlas precisamente en la “vía del Polo”. Pero en las tradiciones astronómicas de la más remota
antigüedad se mencionaban cuatro estrellas que brillaron en el norte en edades remotísimas para hundirse paulatinamente hacia el sur. Tolomeo,
cuyo libro había sido conservado y traducido por los árabes, y retraducido al latín en el siglo XIII, menciona “cuatro estrellas de la Vía del Polo”
que alumbraron en edades remotísimas la génesis de la humanidad.
Hoy se conoce el fenómeno astronómico de la presesión de los equinoccios. La explicación científica nada quita al sugerente misterio de
guardarse a través de milenios el recuerdo de las cuatro estrellas “vistas por la primera gente”. Dante habría sabido por el libro de Tolomeo la
existencia de la Cruz del Sur, pero su sabiduría era mutilada e imprecisa y entendió que si la primera gente había tenido su visión y sus
descendientes guardado el recuerdo, era porque el Paraíso Terrenal habitado por Adán y Eva debió encontrarse en el hemisferio sur. Por esos en
la Divina Comedia lo pone allí en la cima de una alta montaña.

Colón no menciona expresamente al Dante ni a la Cruz del Sur en su informe a los Reyes sobre el tercer viaje, pero
habla del “grandísimo mudamiento en el cielo y las estrellas… grandes indicios son éstos del Paraíso Terrenal”. Ve en
su astrolabio que desciende el cielo a medida que va hacia el sur, y lo atribuye a “que el mundo no es redondo sino en
forma de pera con el pezón hacia el sur”. Otro indicio de estar cerca del Paraíso Terrenal situado “en lo más alto del
mundo adonde no puede llegar nadie sino por voluntad divina”.

No tiene explicación que “descendiera el cielo” en el astrolabio de Colón a medida que navegaba hacia el sur. Tal vez fue solamente una
manera de justificar ante los reyes el cambio de rumbo o que no atinase a manejar bien el instrumento.

Las proximidades del Edén.

Como teme tropezar con el Edén sin indicación de la voluntad divina, varía el rumbo al noroeste. Arriba el 31 de
julio a la isla Trinidad (en el paralelo 10), primera tierra sudamericana avistada por ojos europeos. Desde allí entrevé el
continente que toma por otra isla, aunque después al navegar sus costas adquiere la certeza de ser la Tierra Firme tantas
veces deseada. Llega a las bocas del Orinoco, “un filero de corrientes que venía rugiendo con estrépito grande”. Cree a
esas “lomas líquidas que salían y entraban como en pelea del agua dulce con la salada” uno de los cuatro ríos
caudalosos que partían del Edén al pie del árbol de la Vida. Anuncia gozoso a la tripulación hallarse en el Fin del
Oriente, y que ese hemisferio era el Otro Mundo de delicias donde estaba el Edén vedado a los hombres desde el
pecado primigenio. Y él, Colón, debería ser el Enviado especial de la Divina Providencia ante quien el arcángel que
custodiaba la entrada abatiría su espada flamígera. Se decide a acercar. Recorre la costa entre Orinoco y la costa de
Paria, no osando internarse en la tierra, pues toma prevención a los arcángeles custodios y sus extraños ayudantes en
forma de caníbales. Confirma su juicio de hallarse en las inmediaciones del Paraíso por el “cielo de zafiro”, el “más
bello visto jamás” por ojos humanos desde la caída de Adán y Eva. En sus breves y rápidos desembarcos recoge oro y
perlas en abundancia, pero no puede mantenerse más tiempo pues la “broma” del golfo empieza a carcomer a sus naves
de madera. Contentándose, quizá, con recitar las estrofas del Dante al cielo del Edén: “Dolce color d’oriental zaffiro/
che s’accogliva nel sereno aspetto/ del mezzo puro insino al primo giro (“dulce color oriental del zafiro, tomaba el aire
de sereno aspecto y pureza transparente al primer giro).

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En ese lugar delicioso e inhóspito, ordena poner proa a La Española. Expedicionaría al Paraíso Australis (se había
olvidado momentáneamente del Catay) no bien sus naves estuviesen en condiciones. Pero las posteriores dificultades
con la “gente” hicieron que el sueño edénico se desvaneciese para siempre.
No volverá más a Sudamérica. El Almirante tenía la condición de olvidar los ensueños y la facilidad de caer
rápidamente de los entusiasmos a los desengaños. No habló más del Paraíso Terrenal bajo las Cuatro Estrellas
Australes; ni de su misión redentora de la humanidad despojada del Edén: los grillos remachados por Bobadilla, o
algunos consejos sensatos oídos en La Española o en España, contribuyeron a volverlo a la realidad. En su cuarto y
último viaje no irá a las bocas del Orinoco ni a las costas del golfo de Paria (la “Costa de las Perlas”) pues tiene una
misión señalada y precisa: encontrar la ruta a occidente hacia las especias prescindiendo por el momento del continente
descubierto, y del posible Paraíso Terrenal, pues España debe adelantarse a Vasco de Gama partido en 1502 en su
segunda expedición a la especiería por la ruta de oriente que doblaba el cabo de Buena Esperanza. Inútilmente recorre
Colón las costas de América Central, desde Panamá hasta Honduras, sin encontrar el paso a occidente. Desconcertado y
ahora dolido por el obstáculo de un Nuevo Mundo que le cerraba el camino al Catay, regresará a España para no volver
más.

El impulso místico de Alonso de Ojeda (1499).

La noticia del Edén entrevisto por Colón, y del oro y perlas recogidos en el golfo de Paria, estimularon
expediciones a la austral Tierra Firme. Aparece aquí la figura recia y mística de Alonso de Ojeda, arquetipo del
descubridor español. No era un cosmógrafo, ni un navegante, ni siquiera un hidalgo de medianas ni escasas lecturas.
Otra cosa: un iluminado por el fervor religioso, un hombre de lucha y empresa, un caudillo, en una palabra, capaz de
acometer las hazañas más grandes sin arredrarse de peligros. Pendenciero e indisciplinado con los superiores, exigía —
y recibía— lealtad y sumisión de los suyos. Valiente hasta más allá de la temeridad, y de una piedad religiosa extrema,
se llamaba a sí mismo El Caballero de la Virgen, convencido que su brazo y espada eran instrumentos para el mejor
servicio de Nuestra Señora.
Ojeda había llegado con Colón a La Española en el segundo viaje. Quedó allí, y adquirió renombre entre la “gente”.
Ante él, poco podían Colón y sus familiares, pese a las cartas y prerrogativas reales; era un caudillo nato, arte que no
poseían, lejos de ello, ni el Almirante no sus parientes. Vuelto a España en 1498, el Caballero de la Virgen prepara el
viaje la Paraíso Terrenal a su costa y de algunos armadores, más entusiasmados por las riquezas de la “costa de las
perlas” que por los versos y profecías del Dante.
Sale de Cádiz con cuatro carabelas en mayo de 1499; toma el derrotero que debió seguir Colón en el tercer viaje, y
arriba a la costa de la actual Guayana Holandesa. De allí enfila la norte: reconoce el litoral hasta el istmo de Panamá sin
hallar el Edén, pero recoge una cosecha extraordinaria de perla, oro e indios esclavos, que no desdeña apoderarse pese a
su misión mística. Al encontrar en el lago Maracaibo algunas habitaciones lacustres lo bautiza Venezuela o “pequeña
Venecia”. Tampoco podrá permanecer en esos mares plagados de carcoma, y debe poner proa a La Española. Viajaba
en su expedición Juan de la Cosa, antiguo compañero de Colón en el Descubrimiento, que levantó el mapa de los
nuevos hallazgos, y un pilotín (piloto menor) florentino llamado Américo Vespucio, cuyo nombre estaba destinado a
resonante e injusta fama.
Los parientes y amigos de Colón recibieron mal en La Española a Ojeda, que invadía tierras pertenecientes al
Almirante y sustraía riquezas suyas. Pero no era el Caballero de la Virgen hombre de resignarse, y anduvo a las
estocadas con quienes pretendieron imponerse a su mejor derecho fundado en la prioridad de la posesión y sobre todo
en el prestigio entre la “gente”. Surgía de las apartadas Indias, decididamente Otro Mundo, un nuevo derecho donde las
autoridades reales debían ceder ante los caudillos y la “gente”.
Después de imponerse en La Española, Ojeda irá a España a confirmar su “derecho”. Encuentra mayor
comprensión de la realidad en el rey que entre los oficiales reales de las Antillas, y obtiene un nombramiento de
Adelantado de Tierra Firme. Vuelve a sus empresas y “asienta” algunos poblados en la Costa de las Perlas; en 1502
funda Santa Cruz en Goajira, primera población sudamericana, que no subsistirá por las reyertas de Ojeda con sus
socios. Un tercer viaje realizaba en 1509 el incansable Adelantado de Tierra Firme (acompañado entre otros por Juan
de la Cosa y Francisco Pizarro, el futuro conquistador del Perú), y trata de penetrar al interior del continente, pero será
vencido por las flechas emponzoñadas de los naturales. Poco después muere en La Española, agobiado y en la pobreza.

Alonso Niño y la cosecha de perlas (1499).

Tras zarpar Ojeda en su primera exploración al continente, parte de Palos, en una pequeña carabela de 50 toneles,
Alonso Niño, que fue piloto de Colón en sus primeros viajes. Iba, como el Caballero de la Virgen, en procura del Edén
donde se había acercado en 1496 con el Almirante. Debido a la pequeñez y ligereza de su embarcación llegará a la
Costa de las Perlas antes de la escuadrilla de Ojeda. De desengaña del Paraíso, pero en cambio podrá alzar un cuantioso
botín de perlas que causará asombro en España y dará impulso a nuevos viajes.

Yáñez Pinzón y Diego de Lepe fracasan en su búsqueda del Edén (1499).

Seis meses después (noviembre de 1499) sale del mismo Palos con ruta a Tierra Firme, Vicente Yánez Pinzón, el
comandante de la Niña en la primera expedición colombina; entre sus tripulantes va el andaluz Juan Díaz de Solís que

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luego, hecho piloto mayor de Indias morirá trágicamente en el río de la Plata. También busca Pinzón el Paraíso. Arriba
a la costa norte del Brasil (enero de 1500), el punto más austral del continente tocado hasta entonces, y de allí singla al
sur; encuentra la boca del Amazonas, que cree, como el Almirante al Orinoco, otro de los cuatro ríos edénicos. No es
feliz este viaje: no da con el Paraíso, y nada recoge en su compensación en los pobres mares brasileños; dos de los
navíos naufragan y los expedicionarios vuelven a España desengañados.
Tiempo más tarde, siempre tras al fantasía del Paraíso y los fabulosos tesoros de la Costa de las Perlas, llega Diego
de Lepe, que explora el litoral brasileño sin resultado apreciable, hasta más allá del cabo San Agustín; Américo
Vespucio lo acompaña como piloto.

Bastidas (1500).

En octubre de 1500, el escribano Rodrigo de Bastidas, entusiasmado por los relatos fabulosos, vende su notaría en
Sevilla para lanzarse a la aventura impulsado y acompañado por Juan de la Cosa. El viaje es afortunado, tal vez por
dirigirlo el prudente cosmógrafo. Arriba a las costas de Venezuela y Colombia, más ricas que las de Brasil; pero la
codicia les hace quedar demasiado tiempo en los mares infectados de broma, y no pueden regresar a España sin reparar
sus buques en los calafates de La Española. Allí el implacable Bobadilla (el mismo que apresó a Colón) les quita las
ganancias y remite a España al aventurero notario y al veterano compañero de Colón acusados de crueldad con los
naturales.

Pedro Cabral: el descubrimiento portugués (1500).

Pedro Álvarez Cabral, marino portugués, saldrá en marzo de 1500 en una gran expedición destinada a la India.
Debe costear el cabo de la Buena Esperanza tras la ruta de Vasco de Gama. Sigue las instrucciones de éste; como lo
había hecho Gama en su viaje de 1496, se aparta de la costa de Guinea difícil de navegar. Lo curioso, y que hace
presumir la intencionalidad de este cambio de ruta (asegurada por los historiadores brasileños), es que toma las islas de
Cabo Verde hacia oeste. Navega en ese rumbo veintiocho días y llega el 21 de abril a una tierra que bautiza Monte
Pascoal; el 24 desembarca en un paraje que llama Monte Seguro, donde se provee de agua y víveres. Al día siguiente
sigue viaje al cabo de Buena Esperanza; pero despacha un buque a Lisboa par comunicar al rey su descubrimiento.
Los historiadores brasileños suponen que lo llaman intencionalidad del descubrimiento de Cabral: el marino había
viajado expresamente al Nuevo Mundo, aunque mantuvo secreto su propósito, guiado por anteriores exploraciones
clandestinas de los portugueses. No se explica de manera clara el por qué del secreto, pues Cabral iba a una región
portuguesa por el tratado de Tordesillas de 1494. De cualquier manera la cuestión es ociosa: intencionalmente o no, lo
cierto es que Cabral descubrió esa jurisdicción portuguesa llamada Brasil en la corte de Lisboa. ¿Se debe el nombre a la
madera quebracho, llamada por su color rojo palo-brasil y que Cabral habría embarcado como lastre en su viaje? Es
dudoso, pues el nombre (con distintas grafías) se aplicaba a una isla legendaria del Atlántico austral en los portulanos
anteriores al descubrimiento de Colón. Posiblemente la designación fue tomada de allí.

La isla de San Brandan o San Borombón.


Al sur de la isla Brasil los cosmógrafos anteriores a Colón ponían la isla de San Brandan o San Borombón. Una leyenda había dado origen
a este nombre: San Brandan o Borombón, obispo visigodo, huyendo de la conquista árabe, navegará por latitudes desconocidas en un mar
poblado de seres fabulosos. Un día avista una isla; desembarca en ella para rezar misa; apenas concluye el oficio, la isla se hunde en el mar: era
una enorme ballena. Más tarde avista tierra (la isla de San Brandan), y allí quedará para siempre con los suyos.
Los historiadores brasileños pretenden que el viaje se San Brandan se basa en un hecho cierto: el descubrimiento de una isla en el siglo
XIV, por un marino portugués llamado Sancho Brandão (la abreviatura de São Brandão, puesta por los cosmógrafos en la isla, habría dado
origen a la leyenda del obispo); pero ya en mapas del XII, doscientos años anteriores al pretendido viaje de Sancho Brandão figuran las islas
Brasil y San Brandan o Sam Borombón.

Américo Vespucio.

En 1493, al arribar Colón de su primer viaje, vivía en Sevilla un florentino factor de comercio: Amérigo
(corrupción dialectal del francés “Amaury”) Vespucci, cuyo nombre había españolizado en Américo Vespucio. Había
hecho estudios de humanidades y matemáticas, pero las aspiraciones de enriquecerse lo llevaron al comercio y a la
emigración. Trabaja con el contratista Berardi que intervino en el armamento del segundo viaje de Colón; se relaciona
con el Almirante, y entusiasmado por la posibilidad de gloria y fortuna en el Nuevo Mundo dejó su empleo y se
contrató como pilotín o ayudante de piloto en la expedición de 1499 de Alonso de Ojeda. Recorre con Ojeda y Juan de
la Cosa la costa de Tierra Firme; luego toma parte —ya piloto— en la expedición de Diego de Lepe. Ninguno de los
viajes le procura la riqueza ni el renombre, pero ya no podrá dejar la navegación. Pasa a Lisboa contratándose con
Fernando de Noronha, con quien visita la costa del Brasil. Un cuarto viaje —siempre en el cargo de piloto—, no ya al
mundo de Colón sino de Asia, haría con los portugueses en 1503. Nunca mandaría en jefe; fue solamente piloto, un
auxiliar técnico de la navegación. Tampoco logró beneficios en Portugal y regresó a Sevilla resignado a la oscuridad:
gestionó el puesto de piloto mayor (examinador de aspirantes a piloto) de la Casa de Contratación, que acababa de
crearse, y lo obtuvo por sus indudables conocimientos y experiencia de exploraciones náuticas. Moriría en Sevilla, poco
menos que oscuramente, en 1512.

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América.

Nadie se acordaría de Vespucio si no fuera por dos cartas escritas en 1503, poco antes de embarcarse para Asia, a
sus compatriotas Lorenzo de Médicis y Pietro Solderini, en las cuales exageraba sus aventuras y describía sus triunfos
tal vez para mitigar el infortunio de su pobreza y medianía. Se atribuía el comando de cuatro expediciones a Indias
(además de la que iba a realizar a Asia) y el descubrimiento de la Tierra Firme para darse tono con sus paisanos; se
jactaba de un viaje en 1497 al golfo de Méjico y costas de Honduras que nunca tuvo lugar; exageraba los itinerarios,
afirmando que la expedición a Brasil recorrió las costas hasta el paralelo 32º sur (altura de Río Grande), y de allí tomó
por alta mar al sudoeste durante 500 leguas encontrando una tierra o isla de imposible ubicación. Ni mandó en jefe esa
expedición, ni pudo tener semejante itinerario, pues no menciona accidentes geográficos, como la bahía de Río de
Janeiro, que no pudieron pasarle inadvertidos; debió cruzar de largo la boca del río de la Plata sin verlo, y fue a dar
—según su relato— más allá del paralelo 52º sur; navegación imposible entonces. Basándose en sus imaginativas
afirmaciones, algunos lo suponen descubridor del río de la Plata, las Malvinas, Nueva Georgia y hasta del continente
antártico.
Las cartas de Vespucio fueron escritas en italiano, pero traducidas al latín y luego al francés y publicadas en
Florencia por Lorenzo de Médicis en 1504. Los cosmógrafos las consultaron para confeccionar sus mapas y tratados de
geografía; no había otro material para conocer el Nuevo Mundo pues las informaciones españolas eran,
comprensiblemente, poco accesibles. En 1507 el alemán Martín Waldseemüller publicó una Cosmographiae introdutio
(“Introducción a la Cosmografía”) donde propone el nombre de América a la Tierra Firme en homenaje a quien se
supone su descubridor.

“En el sexto clima —dice Waldseemüller— hacia el polo antártico está situada… la parte del globo que, habiendo sido descubierta por
Americus, puede ser llamada tierra de Americus o América”.

Al año siguiente —1508— se imprimen en España las cartas del tercer viaje de Colón: se supo así que el Almirante
había llegado en 1496 a la Tierra Firme antes del viaje que se atribuía el florentino. No obstante corregir
Waldseemüller su error en ediciones posteriores de su Cosmografía, el nombre de América quedaría para el Nuevo
Mundo.
Esa fue la gloria del pilotín florentino.

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2. ESPAÑOLES Y PORTUGUESES

El dominio de la mar Océana.

Las islas Afortunadas (Canarias) fueron conocidas desde la más remota antigüedad. Visitadas en el siglo XIII por
marinos genoveses, serían colonizadas por portugueses y españoles. Un francés, Juan de Bethencourt, que se titulaba
señor de ellas, se enfeuda al rey de Castilla a comienzos del siglo XV como amparo contra Portugal que pretendía
arrojarlo de allí.
En esos momentos había empezado el gran impulso portugués conducido por Don Enrique el Navegante. La costa
africana al sur del cabo Bojador es recorrida por los portugueses, que también llegan a las islas Madera, Azores y Cabo
Verde. La cesión de Bethencourt promueve una discusión, pero los reyes castellanos mantienen el dominio con
presentimiento de la importancia que habrían de tener las Canarias, y además sostienen su derecho sobre la costa
africana fundado en ser los herederos de los antiguos reyes visigodos, dueños de Marruecos durante la conquista árabe.
La cuestión tenía importancia, pues Guinea producía marfil, oro y esclavos. Portugal la lleva en 1454 al arbitraje del
papa Nicolás V, enemigo de los españoles, que falla al año siguiente en la bula Romanus Pontifex dando a Portugal el
dominio de África y del mar “al sur de cabo Bojador”; no se pronuncia sobre las Canarias, cuyo interés era menor. En
1456, otra bula —ésta del papa Calixto III— daba el patronado eclesiástico del Océano a la Orden de Cristo portuguesa,
cuyo Gran Maestre era precisamente el infante Don Enrique.
Hacia 1465 empiezan las guerras civiles de Castilla entre los partidarios y opositores del rey Enrique IV, el
Impotente, que respectivamente tienen como herederas del trono a la presunta hija del rey, Juana la Beltraneja, y a la
hermana de Enrique, Isabel, casada con Fernando, heredero de Aragón (los futuros Reyes Católicos). En esas guerras
viene a inmiscuirse, después de la muerte de Enrique IV (1474), el rey de Portugal Alfonso V, que sostiene el derecho
de Doña Juana. Repercuten en las Canarias, que se sublevan apoyadas por los portugueses; a su vez los castellanos
extienden su comercio e influencia, a pesar de las bulas papales (que no aceptan), a la Guinea portuguesa.
Derrotados en Castilla los partidarios de Doña Juana y triunfantes los de Doña Isabel (es decir, triunfante Aragón
sobre Portugal), se conviene la paz con el reconocimiento de Isabel como reina de Castilla en Toledo el 6 de marzo de
1480; para mayor solemnidad bendecida al año siguiente por el papa Sixto IV en la bula Aeterni regis. Por ese tratado,
en la parte que nos interesa, Castilla reconoce a Portugal el dominio de las Azores, Madera, isla del Cabo Verde, mar
Océana “de las Canarias para abajo”, costa africana al sur del Bojador y le deja la conquista del reino de Fez
(Marruecos); en cambio Portugal renunciaba a sus pretensiones sobre Canarias.
Los firmantes portugueses del tratado de Toledo entendían que a Portugal se le había dejado el señorío del mar, con
exclusión tan sólo de Canarias. Pero la cláusula correspondiente había sido redactada en forma confusa: decía que “el
mar de las islas Canarias para abajo contra Guinea (das Canarias para Baixo e adjunte contra Guinea) era “para
siempre” lusitano. Los letrados portugueses impusieron esa redacción porque les interesaba en 1480 impedir a los
españoles comerciar con Guinea. (Ordenaron, en consecuencia, que “fueran tirados al mar” los tripulantes de los navíos
españoles encontrados al sur de las Canarias). Nada dijeron del mar occidental los letrados porque la cosmografía de la
época, basada en la geografía de Tolomeo, ponía el “fin de Occidente” en las Canarias y contaba desde allí el
meridiano 1. No consideraban oficialmente que hubiera mar más allá, a pesar de haberse descubierto por los
portugueses —y reconocido en el tratado que eran de su pertenencia— la isla Madera, Azores y del Cabo Verde. Por
otra parte, Castilla no podía alegar pretensiones sobre el mar occidental, cuyas islas reconocía a los lusitanos.
Cuando Colón presentó su proyecto a la reina Isabel en 1486, se reunió —como vimos— la Junta Real de
Salamanca para estudiar la posibilidad del viaje, tanto material como jurídica. Hubo muchas objeciones contra la
posibilidad material; pero no ocurrió lo mismo en lo jurídico. Estaba en la Junta el jurista Rodrigo de Maldonado, uno
de los negociadores del tratado de Toledo que quería interpretarlo a favor de Castilla: si ésta había renunciado al
Océano “solamente” para debajo de las Canarias contra Guinea, quería decir que reclamaba el mar occidental de
arriba de las Canarias fuera de Guinea. De allí a decir que los reyes de Castilla eran señores de todo el Océano al norte
y oeste de las Canarias, no había mucha distancia. Era retorcida la interpretación, pero para eso están precisamente los
letrados.
Seis años más tarde, en 1492, el rey Fernando se resuelve a aceptar las pretensiones de Colón tal vez para poner a
Portugal ante el “hecho consumado” de un descubrimiento castellano en el mar occidental. Por eso los Reyes Católicos
se atribuyen la soberanía de la mar Océana “arriba de Canarias”, que delegan en Colón como su Virrey y Almirante
previniéndole en sus instrucciones no ultrapasar la zona portuguesa al sur.
Cuando Colón estuvo en Lisboa al regreso de su primer viaje, el rey Juan II le hizo formal protesta, el 9 de marzo
de 1493, por haber incursionado en mares portugueses. Expresó que las bulas papales de 1454 a 1456, al darle la
soberanía de las costas africanas al sur del Bojador, le habían dado accesoriamente el dominio del mar situado frente a
esas costas —es decir el Océano entero—, y Castilla había reconocido ese derecho en Toledo en 1480, como también la
soberanía portuguesa en las islas de occidente (Azores, Madera y Cabo Verde).

Las bulas de Alejandro VI y la partición del mundo.

Colón informa en Barcelona a los Reyes Católicos de la protesta portuguesa. Fernando no anda remiso. Necesita un
título “legal” que dé a Castilla el mar al norte y oeste de las Canarias como pretendía el año anterior, y se extienda a
todo el occidente. Aprovecha que ocupa el pontificado un aragonés —Alejandro VI, Borja (italianizado en Borgia) —

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para gestionar un título que abata las pretensiones de Portugal. No le somete un arbitraje pues la otra parte ignora que ha
recurrido al Papa; quiere —según su inveterada política— poner otra vez al rey de Portugal ante el hecho consumado de
una bula favorable a Castilla. Alejandro VI cumple perfectamente: el 3 de mayo dicta dos bulas, Inter Caetera o “bula
de donación” y Eximiae Devotionis; al día siguiente, 4 de mayo, da la Segunda Inter Caetera o “bula de demarcación”,
y posteriormente otras dos: Piis Fidelium, del 25 de julio y Dudun Siquidem del 25 de septiembre.
Mientras llegan las bulas de Roma, los Reyes Católicos confirman en Barcelona las pretensiones castellanas en la
ratificación del título de Almirante de “la mar Océana” a Colón el 29 de mayo:

“E es nuestra merced e voluntad que ayades… el dicho oficio de nuestro Almirante del dicho mar Océano, que es nuestro, que comienza
por una raya o línea que Nos avemos fecho marcar, que pasa de las yslas delos Açores alas yslas de Cabo Verde, de setentrione en austro, de
polo a polo, por manera que todo lo que es allende de la dicha línea al occidente, es nuestro e nos pertenece…”.

Esa pretensión sobre todo el mar a occidente de las Azores, era para demostrar a Juan II su buena voluntad a
reducirse, cuando llegase el momento, a la línea pedida al Papa. Cuando se dicta en Barcelona el título de Colón ya se
habían firmado en Roma las bulas de concesión y demarcación. Por ellas se partía al Océano por…
“… una línea que fuera del polo Ártico o Septentrión hasta el polo Antártico o Mediodía… que diste de las islas que llaman Azores o del
Cabo Verde, cien leguas hacia Occidente y Mediodía”.

El tratado de Tordesillas (7 de junio de 1494).

Ruy de Sande, el embajador portugués llegado a Barcelona con la protesta de Juan II, fue entretenido por Fernando
mientras llegaban las bulas de Roma. El rey católico le muestra las pretensiones castellanas contenidas en el título de
Colón; pero adelanta que se conformará con lo que resolviera Alejandro VI, a quien había “sometido la cuestión”.
Cuando llegaron las bulas, Fernando expresó a Sande que se “conformaban” su esposa y él con la decisión pontificia, y
en consecuencia renunciaba Castilla a cualquier derecho en el Océano a oriente de la línea alejandrina. Si Juan II se
conformaba igualmente, en una sincera prueba de amistad lo ayudaría en la conquista de Marruecos que el soberano
portugués tenía planeada.
Juan II no aceptó. No sólo porque la demarcación de Alejandro VI vulneraba derechos portugueses que creía
firmes, sino porque la limitación del “mar portugués” a cien leguas a contar desde el Cabo Verde haría dificultosa la
navegación hasta el cabo de la Buena Esperanza que Bartolomé Díaz aconsejaba hacer alejada de la costa. Una
comisión portuguesa llega en mayo de 1494 al castillo de la mota junto con Medina del Campo, donde estaban los
Reyes Católicos, para solucionar diplomáticamente el problema. El derecho portugués se estrella ahora contra dos
hechos “irreversibles” que la habilidad de Fernando ha sabido acumular: el descubrimiento de Colón y las bulas
papales. Los portugueses sólo pueden gestionar que se lleve más allá la línea alejandrina, y esto como gracia especial.
Las negociaciones se seguirán en el castillo de Tordesillas, que dará nombre al tratado aunque éste se firma en la
cercana ciudad de Arévalo el 7 de junio. Los Reyes Católicos convienen en llevar la línea a 370 leguas de la más
occidental isla del Cabo Verde, debiendo pedirse al Papa correspondiente rectificación de las bulas. Que haría Juli II en
1506.

No por eso acabaron los problemas: los portugueses pretendían que se usara la legua marina castellana de 1851,85 m; los castellanos la
portuguesa de 1543,21m. También había imprecisión en los instrumentos para establecer las longitudes. Esto hizo que la línea, que debió correr
a los 46º y 30’ de longitud oeste, no se señalara por entonces y los portugueses —cuyo dominio en Brasil hubiera estado restringido a la zona
litoral entre Belén al norte y la boca de la laguna de los Patos al sur—, aprovechasen para extenderse más allá.
Otro de los motivos que llevaban a Fernando a aceptar que corriese las demarcación en el “mar occidental” era que Castilla ganaría
entonces 270 leguas en el “mar oriental” y las islas del Maluco proveedora de las especias podrían entrar en su jurisdicción. Porque la línea
divisoria partía todo el globo terráqueo, tanto por occidente como por las antípodas.

3. EL MAR DULCE

La circunnavegación de “Tierra Firme” y la limitación de los derechos portugueses.

En 1513 Vasco Núñez de Balboa atraviesa el istmo de Panamá y encuentra el Océano que llama Mar del Sur. Ya
para entonces se sabía que la Tierra Firme encontrada por Colón en su tercer viaje no era el Catay sino un Mundus
Novus (que los cartógrafos diseñaban al sudeste de Asia). Colón en su cuarto viaje había buscado inútilmente, costeando
América Central, el límite norte del Mundus Novus: América se presentaba a sus descubridores como un muro
cerrándoles el camino a las ansiadas regiones donde se recogían las especias.
La noticia de un “gran mar” encontrado por Balboa a pocas leguas de la costa oriental de la Tierra Firme, hizo que
proliferaran expediciones para orillar el incómodo Mundus Novus y seguir al Catay (y el Maluco) donde habían arribado
los portugueses en 1496 por la ruta de Oriente al doblar Vasco de Gama el cabo de la Buena Esperanza o por occidente
costeando el Mundus Novus por Brasil, se posesionaran definitivamente del Maluco. En 1512 se prepara la expedición
del piloto mayor Juan Díaz de Solís (que había sustituido a Vespucio, muerto ese año) a las islas asiáticas por la ruta de
oriente doblando el cabo de la Buena Esperanza. Pero la oposición de Portugal no permitió que se realizase por esa
ruta.

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Solís.

Juan Díaz de Solís era andaluz, nacido en Lebrija (algunos discuten su cuna suponiéndolo portugués). Se sabe que
fue piloto de la expedición de Yáñez Pinzón que circundó Cuba en 1508, y es posible que haya tomado parte en otras
navegaciones. Debió tener experiencia para ser nombrado en 1512 piloto mayor de la Casa de Contrataciones en
reemplazo de Vespucio. Descartada la primitiva expedición. Descartada la primitiva expedición por la ruta de oriente,
se el encomienda en 1514 otra directamente al Mundus Novus a fin de fijar longitudes que demarcasen la línea de
Tordesillas y trazar los límites reales de las posesiones españolas y portuguesas. Debería circunnavegar la Tierra Firme
por el sur midiendo las longitudes, seguir el mar del Sur de Balboa hasta “las espaldas de Castilla del Oro” (América
Central), “la tierra donde agora está Pedro Arias de Ávila, y seguirla por setecientas leguas más si pudierais” hasta
volver nuevamente al Atlántico por el norte.

El descubrimiento del Mar Dulce (1516).

La expedición de Solís fue una “empresa de la Corona”: el rey puso los navíos y enroló los tripulantes. Partió de
San Lúcar el 8 de octubre de 1515 en tres pequeñas naves (una de 60 toneles y dos de 30). Poco se sabe de su itinerario:
solamente que entre enero y febrero de 1516 llegó a un “mar dulce” al sur del cabo de Santa María. Se llamaban “mares
dulces” a los estuarios o bocas de los grandes ríos; en los mapas de las primeras expediciones a Tierra Firme se
denominaban así a las bocas del Orinoco y Amazonas. Es indudable que Solís sabía del cabo de Santa María, sin duda
descubierto por los portugueses pues figura en los mapas anteriores a su partida. Pero nadie había navegado el “mar
dulce” cuyo descubrimiento pertenece al marino andaluz.
Tal vez para medir las longitudes costeó la orilla oriental y entró al estuario. Llegó, y recaló, en la isla San Gabriel
(frente a Colonia); luego en Martín García, que llamó así por enterrar en ella al despensero de ese nombre en su navío.
Se internó en el Uruguay; en un lugar costero, presumiblemente la playa junto al arroyo las Vacas, el piloto mayor
desembarcó con ocho tripulantes para hacer un reconocimiento. Fue sorprendido y muerto con sus compañeros;
solamente se salvó un grumete, Francisco del Puerto, mantenido en cautiverio por los indígenas, que años más tarde
daría preciosas informaciones sobre el río de la Plata.

Según el testimonio de quienes presenciaron impotentes la escena desde los navíos, los indios despedazaron y comieron a Solís y sus
compañeros. Francisco del Puerto dirá años más tarde lo mismo. Algunos, suponiendo charrúas a los indígenas, niegan el canibalismo pues los
charrúas no eran antropófagos; pero podían no ser charrúas sino guaraníes practicantes de la antropofagia ritual. Solís y sus compañeros habrían
sido comidos para apropiarse su fuerza e inteligencia.

La muerte del piloto mayor obligó al regreso de las tres naves; Francisco de Torres asumió el mando. Después de
cargar carne de lobos marinos de la isla de los Lobos, tomó por la costa de Brasil. Una de las carabelas pequeñas, que
navegaba rezagada, naufragó frente a la isla de Santa Catalina donde quedaron sus dieciocho tripulantes; mientras las
otras dos, suponiendo perdidos a los náufragos, volvían a España. Entre los náufragos estaba Alejo García, llamado a
vivir una maravillosa aventura.

El extraordinario viaje de Alejo García a las sierras de la Plata (1521).

Poco se sabe de Alejo García: ni siquiera era español o portugués, ni tampoco su cargo en la armada de Solís.
Debió ser un marinero oscuro, cuyo temple se revelaría en las horas de prueba. Se hizo caudillo de la pequeña colonia
de sobrevivientes, cultivó buenas relaciones con los indígenas, y por ellos supo de una tierra o montaña de plata que
habría en el interior, regida por un monarca tan adornado de plata que lo llamaban el Rey Blanco.

La leyenda del Rey Blanco era una trasposición austral de la leyenda del Dorado, en la cual el monarca legendario estaría revestido en oro.
Ambas parecen originadas en los Incas. Las sierra o montaña de plata era el cerro Potosí.

García con algunos animosos compañeros y numerosos indios de raza guaraní, quiso llegar a la montaña de plata.
Cuatro o cinco cristianos lo acompañaban, mientras los demás quedaron en la isla donde habían formado familias con
indias. Salieron de Santa Catalina alrededor del año 1521; llegan al continente, cruzan las selvas brasileñas y
misioneras, luego los ríos Paraná y Paraguay y entran al Chaco. En el viaje más asombroso de la conquista alcanzan los
contrafuertes andinos, donde encuentran abundantes metales, especialmente plata extraída del cerro Potosí. García carga
en indios, que había reducido a la esclavitud, un fabuloso tesoro y emprende el regreso; pero al cruzar Chaco será
muerto con sus compañeros por los feroces paraguás. Algunos guaraníes sobrevivientes consiguen llegar a Santa
Catalina y por ellos se supo el extraordinario viaje y la riqueza argentífera de las tierras al norte del Mar Dulce. Lo que
no pudieron decir los indios, o no comprendieron los españoles, fue la enorme distancia a recorrer.

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4. ABANDONO DE LA RUTA DE OCCIDENTE

La expedición de Magallanes (1519).

Al tiempo que Alejo García y los suyos salían en busca del Rey Blanco, el marino portugués al servicio de España,
Hernando de Magallanes, emprendía en 1519, por cuenta del rey y del comerciante en especias Cristóbal de Haro, un
viaje en procura del Maluco (las islas Molucas) a trasvés del paso por el Mundus Novus que estaba seguro de encontrar.
Magallanes (en portugués Magalhaes) había navegado y combatido al servicio de Portugal en Indonesia y África.
Disgustado con su rey, pasó a Sevilla donde casó y estableció. Había conocido en Lisboa un mapa (que aseguraba de
Martín Behaim pero debió ser del alemán Schöner confeccionado en 1515 antes del viaje de Solís) que pintaba el
extremo austral de Tierra Firme a la altura del paralelo 45º sur, es decir, el golfo de San Jorge. Con ese mapa y la
convicción que las Molucas, ricas en especias, caían dentro de la línea de Tordesillas, convenció a Carlos V y a
Cristóbal del Haro de intentar una expedición a las especias por la ruta de occidente.

En América del Sur.

Con una importante flota (cinco naves grandes, algunas menores y doscientos cincuenta tripulantes) salió
Magallanes de San Lúcar el 20 de septiembre de 1519. en diciembre está en Río de Janeiro (que denomina Santa Lucía,
nombre dado también en le mapa de Schöner) y el 7 de enero entra en el río que llama de “Solís” en homenaje al piloto
mayor muerto allí. Bautiza el cerro de Montevideo Monte Vidi, abreviatura tal vez de “Monte Santo Ovidio”, entra en el
estuario, y fondea la isla San Gabriel frente a Colonia; más allá no puede navegar por el calado de sus naves. Desde San
Gabriel, durante enero, las carabelas pequeñas exploran la costa oriental hasta la boca del río Uruguay. El 8 de febrero
reanuda la navegación hacia el sur, después de tomar diseños del estuario y precisar las longitudes.
Sigue por la costa patagónica siempre tomando longitudes y dibujando contornos (cabo Corrientes, golfo de San
Matías, etc.). A fines de marzo recala en la bahía de San Julián en el paralelo 49º; había superado la latitud 45º donde el
mapa de Schöner calculaba el fin de la Tierra Firme y ésta se prolongaba al parecer indefinidamente. Los capitanes
proponen abandonar la ruta de occidente e ir a las Molucas por el cabo de la Buena Esperanza, y Magallanes debe
imponerse con firmeza: da muerte a algunos y abandona a otros en la desolada tierra patagónica.
En San Julián pasa los meses de otoño y primeros de invierno. El 24 de agosto reanuda el viaje, pero como las
condiciones no eran todavía favorables, dos días después se detiene en la boca del río Santa Cruz donde inverna 53 días.
Hace saber a los suyos que navegará hasta el paralelo 75º (en plena Antártida) para dar con el paso o canal que sabía
había al sur del Mundus Novus. En primavera seguirá; llega el 21 de octubre al cabo que llama “de las Once Mil
Vírgenes” por la festividad del día —actual Cabo Vírgenes—, boca nordeste del estrecho. A una casualidad se debió el
descubrimiento del paso: mientras Magallanes se detenía en el cabo que por su configuración tomaron como una bahía
cerrada (pues el canal Primera Angostura es estrecho y queda oculto por los accidentes geográficos). Habrían seguido
rumbo sur, si una tormenta no hubiese arrojado las goletas exploradoras contra la costa, donde vieron la breve lengua de
agua de la angostura. Por eso Pigafetta, cronista de la expedición, dice que “por fuerza descubriose” el ansiado paso.
Del 21 de octubre al 25 de noviembre, navega Magallanes el estrecho que bautiza Todos los Santos; llama Tierra
del Fuego, debido a las fogatas de los indios, a la tierra del sur que supuso un continente austral: al mar abierto que
encontrará al salir lo llama Pacífico por lo calmo. Había dado ¡por fin! con el paso del Mundus Novus a las especias. De
allí puso, rumbo noroeste, proa al ansiado Maluco.

Una de las naves —la San Antonio— se sublevó en el cruce del estrecho (14 de noviembre) volviéndose a Sevilla donde llegó el 8 de
mayo siguiente con la noticia del descubrimiento; también, de una islas avistadas al navegar, posiblemente las Malvinas.

Hacia el “Maluco”.

Después de una larga y penosa navegación por el Pacífico sin ver tierra, en la que se hizo sentir el hambre y la sed,
se tocaron las islas Desventuradas que permitieron renovar el agua y la comida. En marzo de 1521 llegó a las
“Marianas”, que llamó Ladrones por la rapacidad de los naturales; después está en Filipinas, donde morirá en un
combate el 27 de abril. Es reemplazado por Juan Sebastián Elcano embarcado como maestre de la nave Concepción,
pero que la muerte o abandono de los capitanes y pilotos ha colocado al frente de la flota. Tras cargar en las Molucas las
ansiadas especias, la sola nave que quedaba —la Victoria — da la vuelta al cabo de la Buena Esperanza y regresa a San
Lúcar el 7 de septiembre de 1522 con sólo dieciocho tripulantes. Tres años antes había zarpado la flota de allí con
doscientos cincuenta hombres en cinco buques.

El desgraciado viaje de Loayza. Abandono de “ruta de occidente” (1525).

La llegada de Elcano a España con las especias de las Molucas, puso en debate la pertenencia de las islas en el
trazado de la línea de Tordesillas en ambos hemisferios. Hubo conferencias de españoles y portugueses en Badajoz y
Yeves en 1524, sin llegarse a ningún resultado. Carlos V quiso colocar en Portugal ante el “hecho consumado” de la
ocupación española de las Molucas, y designó a fray García Jofre de Loayza “Capitán General, Gobernador y Justicia
Mayor de las islas del Maluco” poniendo al frente de una formidable expedición —la mayor partida hasta entonces—

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que atravesaría el estrecho, ya llamado “de Magallanes”, y tomaría posesión de las codiciadas islas, expulsando a los
portugueses que encontrase allí.
En junio de 1525 sale de La Coruña la escuadra de seis naves mayores y un patache de 50 toneles mandada por fray
Loayza. Sebastián Elcano —que acaba de dar la vuelta al mundo— va de piloto y sobre todo práctico del estrecho y del
Pacífico.
La navegación fue un desastre. Elcano equivocó el paso del estrecho con la entrada de Río Gallegos. Se separaron
tres naves: una, la San Gabriel, irá a dar a España; otra, la Santiago, llegó por el Pacífico a las costas de México; la
tercera, la Lemes, al mando de Francisco de Heras, dobla el cabo de Hornos. Una cuarta naufraga en el estrecho, Loayza
y Elcano, refugiados en el puerto de Santa Cruz con dos carabelas y el patache, consiguen repararlos y cruzan
dificultosamente el estrecho. Se lanzan al Pacífico el 26 de mayo (1526). No tendrían suerte; en la travesía no
encuentran ninguna isla y las provisiones y el agua se agotan. Deben comer bizcochos agusanados y cueros remojados
en agua salada. Elcano trata de explicar que algo semejante había ocurrido al cruzar Magallanes cuatro años atrás, pero
pronto tocarían en las islas Desventuradas y en la de los Ladrones donde habría agua fresca y alimentos. No aparece
ninguna de ellas, y los hombres van muriendo de consunción y escorbuto: Loayza muere el 30 de junio, Elcano el 4 de
agosto. Un puñado de esqueletos llegó a las Molucas en enero de 1427 en la navegación más trágica de la historia.
Todavía tienen ánimo para cumplir las instrucciones de Carlos V y construir un real o fuerte para proteger la isla de los
portugueses.

Las penalidades de la expedición de Loayza demostraron que no era practicable la “ruta de occidente” a las Molucas. Carlos V las
abandonó a Portugal en 1529, manteniendo en el Pacífico Filipinas, Marianas y Carolinas atendidas desde el puerto de Acapulco en México.

5. EN BUSCA DEL REY BLANCO


(1526-1531)

La ilusión del paso de occidente.

A la llegada de Colón en marzo de 1493 con la noticia sensacional de haber tocado el Catay y Cipango por la ruta
de Occidente, había seguido una explosión de entusiasmo que se tradujo inmediatamente en numerosas expediciones.
La desilusión cunde cuando Alonso de Ojeda, Vicente Yáñez Pinzón, Diego de Lepe, Rodrigo de Bastidas, Juan de la
Cosa, Alonso Niño y tantos otros informaron que las Indias de Colón no eran las Indias de las especias y las piedras
preciosas, sino un obstáculo infranqueable al parecer, extendido de polo a polo entre España y el Catay. De allí el ansia
por encontrar algún paso, sobre todo después que Balboa había descubierto en 1513 el mar del Sur a poca distancia de
la costa atlántica. Inútilmente Diego Nicuesa y el mismo Colón en su cuarto viaje buscan el paso por la costa de
América Central y el golfo de México; también inútilmente Esteban Gómez por España y Juan Caboto por Inglaterra
exploran las costas de América del norte desde el Labrador a Florida: el muro parece sólido.
Pero el 8 de mayo de 1521 llega a España la nave San Antonio, desertora de la flota de Magallanes, con
información de haberse encontrado el estrecho e internado por allí las carabelas españolas. El 7 de septiembre de 1522,
con el arribo de la Victoria de Elcano, se sabe con certeza la existencia del paso, y estarán los dieciocho sobrevivientes
como prueba de la navegación es dura, pero practicable.
Vuelven a sentir los españoles, algo semejante a lo de 1493: la ilusión de tener las riquezas de Marco Polo al
alcance de las manos. Ya hemos visto que en junio de 1525 salió de La Coruña la expedición de fray Loayza, que
piloteada por Elcano iba a colonizar las Molucas.
No serán sólo expediciones fiscales. Se ha despertado el interés de muchos, y se juntan comerciantes y marinos
para armar viajes al Catay. En Galicia se establece una Casa de Contratación para las Molucas. De acuerdo con ella, el
fuerte comerciante Cristóbal de Haro (armador de las empresas de Magallanes y Loayza) reúne algunos capitalistas, y
prepara una expedición tras la estela de Loayza bajo el comando del avezado Diego García, natural de Moguer, que
había tomado parte de la expedición de Solís en 1514 y algunos suponen que también acompañó a Magallanes y dio la
vuelta al mundo con Elcano. A su vez un grupo de comerciantes genoveses e ingleses establecidos en Sevilla prepara
otra expedición a las Molucas que dirigirá Sebastián Gaboto, sucesor de Solís en el cargo de piloto mayor.

Como en todos los navegantes del descubrimiento, hay dudas sobre la cuna de Sebastián Gaboto. Era hijo de Juan Gaboto, genovés al
servicio de Venecia primero y de Inglaterra más tarde; pero se ignora si su segundo hijo Sebastián, nació en Venecia o en Bristol. Se sabe que se
educó en el puerto inglés, y posiblemente acompañó a su padre en las exploraciones al Labrador a partir de 1495. Adquirió fama, y en 1512 está
en España acompañando a lord Willoughby, el ilustre marino. Allí, Carlos V, que desea restar técnicos a Inglaterra, le ofrece el empleo de
capitán de marina española con 50.000 maravedíes anuales, que Gaboto aceptó. En 1519 al conocerse la muerte de Solís gestionó el cargo de
piloto mayor con el mismo sueldo que sus antecesores, pero más jerarquía y 25.000 maravedíes de plus como ayuda de costas.
No deja la impresión de haber tenido una conducta leal: en 1522 quiere volver al servicio inglés como jefe de una expedición a Terranova
que no llega a cuajar; en 1523 ofrece sus servicios a Venecia “con el aliciente de revelarle secretos”, dice su biógrafo José Toribio Medina.

La expedición de Diego García (1526).

Hay una verdadera carrera entre los empresarios gallegos y los andaluces (por lo menos los residentes de
Andalucía) para alistar cuanto antes sus expediciones y llegar al Maluco primero que los otros. También para enrolar los
marinos experimentados en el viaje de Magallanes y Elcano.

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La empresa gallega obtiene del emperador la autorización para viajar a Molucas “pudiendo viajar el rumbo si lo
creía conveniente”, con la obligación de pagar el quinto real, informar todo descubrimiento, tomar posesión de ellos en
nombre del emperador y recoger los abandonados por Magallanes en la costa patagónica si los encontraban con vida.
Con una carabela y un patache sale García de La Coruña el 15 de enero en 1526. Pero graves desperfectos le obligan a
recalar en Canarias, donde demora ocho meses dejándose tomar la delantera por sus rivales.

La expedición de Sebastián Gaboto (1526).

Los armadores genoveses e ingleses de Sevilla, con el apoyo del cronista Pedro Martyr de Anglería, que gozaba de
mucha influencia en la Corte, y la participación de algunos consejeros de Indias, han conseguido armar dos carabelas y
una nave pequeña. En 24 de noviembre de 1525 se firma la autorización de Carlos V que les permite ir a las Molucas “a
cargar… oro, plata, piedras preciosas, perlas, droguería y especería, sedas, brocatos y otras cualesquiera cosas de valor”
con la retención para el emperador del quinto de los beneficios. De paso ayudarían a Loayza y Elcano, a quienes
suponía allí, en su empresa colonizadora. La partida se demora hasta el 3 de abril (de 1526), en que zarpa Gaboto con
sus tres naves y 210 hombres de tripulación.
En mayo encuentra a Diego García en las Canarias inmovilizado por desperfectos. Cruza el Atlántico
adelantándose a su rival. En junio toca Pernambuco, donde oye hablar a los portugueses del Rey Blanco y sus
maravillosas riquezas argentíferas descubiertas por Alejo García; lo confirma después al entrar en Santa Catalina la
colonia de náufragos arraigados que hablaban del viaje extraordinario y mostraban la plata traída por los indios fieles.
Tiene noticias de un ancho río —el río de Solís— que se internaba hasta las sierras donde brotaba la plata. Atraído por
las cercanas y fáciles riquezas, delibera Gaboto con sus capitanes sobre un cambio de rumbo: ir a las Molucas sería
compartir con Jofre de Loayza y Diego García las piedras preciosas y las especias después de una navegación larga y
llena de dificultades; en cambio la plata del Rey Blanco estaba allí cerca y sería para ellos solos. Se oponen dos
compañeros de Magallanes y Elcano contratados en la expedición, Martín Méndez y Miguel de Rodas, pero Gaboto
resuelve la oposición dejándolos en Santa Catalina. Quedará todavía en la vecina laguna de los Patos hasta marzo (de
1527) por el mal estado de sus naves. Como la capitana ha naufragado, con sus restos construye una pequeña goleta —
la Santa Catalina— para remontar el río de Solís.

Hacia el Imperio de la Plata (1527).

En Abril está la boca del estuario y costea la banda oriental; en un sitio, que llama San Lázaro, cerca de la actual
ciudad del Carmelo, levanta el 6 de abril un pequeño real o fortaleza para servir de base a la conquista del río.
Encuentra a Francisco del Puerto, el grumete sobreviviente de la masacre de Solís, que ha sido adoptado por los indios y
le confirma las riquezas del Imperio de la Plata río arriba.
Como la navegación fluvial y contra la corriente no puede hacerse en naves mayores, deja la restante carabela y el
patache en San Lázaro al cuidado de Antón de Grajeda, quien a poco trasladará el real a la boca del arroyo San
Salvador. Con la Santa Catalina, manejada a remo, y un bergantín de poco calado construido en San Lázaro —el San
Gabriel—, Gaboto se lanza aguas arriba el 8 de mayo (de 1527).

Sancti Spiritus (9 de junio de 1527).

La navegación río arriba es lenta y pesada, pero los navegantes van alucinados con la riqueza del Rey Blanco. La
corriente los obliga a avanzar a la sirga, adelantando un bajel de remos para atar a un árbol un cable del que tiran desde
las embarcaciones, luego anclar en el lugar cobrado y reanudar la operación. Si la costa lo permitía remolcaban desde la
orilla. Sólo en las “canchas” abiertas de escasa corriente y viento favorable, podían adelantar con remo o a vela.
Navegan el río Paraná por el brazo Carabelas, para seguir después a lo largo de la costa occidental. A fin de mes
están en la boca del Carcarañá, donde Gaboto fundará otro real que llama Sancti Spiritus.

El real era un rancho de barro y techo de paja, cercado por una palizada. La fertilidad de la tierra y el carácter dócil de los
indios permitieron sembrar algunas fanegas de trigo. La instalación quedó terminada el 9 de junio.

Su primer proyecto parece haber sido jalonar el río de reales que servirían de reparo a la difícil navegación hacia el
Imperio de la Plata. Pero le llegan, por los guaraníes que andan fácilmente por el río con sus canoas, malas noticias de
San Salvador: los españoles se han malquistado con los naturales y no reciben más alimentos; hablan de desertar y
volver a España en las naves. Gaboto envía la goleta río abajo, que encuentra a los de San Salvador, macilentos por el
hambre: los embarca a casi todos para Sancti Spiritus, dejando las naves mayores a cargo de Antón de Grajeda.
Mientras tanto los de Sancti Spiritus han reparado el bergantín y el 23 de diciembre (1527) Gaboto puede seguir río
arriba por el Coronda, brazo occidental del Paraná, con ciento treinta tripulantes. Los demás quedan al real mando de
Gregorio Caro.

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Por el alto Paraná y el Paraguay.

La navegación hasta Sancti Spiritus había sido penosa, pero se contó con la ayuda de los guaraníes que
suministraban alimentos, informaciones y ayudaban en la sirga y remolque. Aguas arriba las cosas se pondrán más
difíciles: los timbúes, corondás y abipones se muestran hostiles y no dan alimentos, ni tampoco brazos para remontar el
río.

“El que podía haber a las manos una culebra o víbora, pensaba que tenía mejor que comer que el rey” informará en julio de 1528 Diego
Ramírez. Se comían troncos picados de palma dulce “que de aserradura de tablas a ello había poca diferencia”.

Pasaban los días y el fantasma del Rey Blanco no se materializaba. Al frío invierno del río de Solís había sucedido
el tórrido verano tropical. En enero (1529) llega a la boca del Paraguay; avanza por el Alto Paraná hasta Itatí (que llamó
“Santa Ana”), donde está a fines de febrero. Como el río se desviaba al oeste alejándose de las tierras del Rey Blanco,
vuelve al Paraguay para remontarlo (1 de marzo). Toma después del Bermejo (un “río de aguas turbias”) que al parecer
se interna hacia el Imperio de la Plata. Pero las dificultades, los continuos recodos, la falta de alimentos, y sobre todo la
hostilidad de los paraguás no le dejan avanzar mucho. Empiezan las sublevaciones de la gente fatigada y desilusionada:
el primero es Francisco de Lepe, que trata de apoderarse del mando del bergantín y volver río abajo; será ahorcado por
Gaboto. Más tarde Francisco del Puerto, el grumete de Solís que hacía de intérprete con los indios, prepara una
emboscada donde mueren muchos españoles, entre ellos el segundo, Miguel Rifos, y Gonzalo Núñez de Balboa,
hermano del descubridor del mar del Sur.

Diego García en el Plata.

Mientras tanto los rezagados gallegos de García habían conseguido reparar sus embarcaciones en Canarias y
cruzado el océano. Se enteran, como Gaboto, de las riquezas del Rey Blanco en Santa Catalina; también de las
dificultades del cruce del estrecho por unos desertores de la nao San Gabriel, que perdida de Loayza volvía a España
costeando Brasil. Sin saber que Gaboto había hecho lo mismo, García resuelve cambiar el rumbo e ir al Imperio del Rey
Blanco en vez del Maluco. Entra al río de Solís (será el primero en llamarlo oficialmente de la Plata por conducir a
donde abundaba este metal), y con explicable sorpresa se encuentra con Antón de Grajeda que le informa estar Gaboto
río arriba. García se indigna pues sus instrucciones le permitían variar el rumbo, y sabía que las de Gaboto no lo
autorizaban a lo mismo. Resuelto a expulsarlo, o quitarle las riquezas de plata que no le correspondían, remonta el
Paraná en el pequeño patache, después de enviar a España la carabela cargada de indios para vender como esclavos,
quejarse de la poca seriedad de la expedición andaluza, y sobre todo pedir refuerzos a sus empresarios.
Sufre las mismas dificultades que su rival al remontar el Paraná; llega a Sancti Spiritus con el capitán Francisco
César que acaba de llegar de las proximidades del Rey Blanco, y trae muestras de plata labrada. Eso lo decide a subir
por el Paraná, y suplantar a Gaboto en el goce de los tesoros. El 1 de abril enfila corriente arriba.

El viaje de Francisco César.

Antes de remontar el río, Gaboto había despachado en noviembre (1527) desde Sancti Spiritus tres columnas de
seis o siete hombres cada una que debían internarse a pie al norte, noroeste y oeste respectivamente, y averiguar noticias
del Imperio de la Plata que Francisco del Puerto ponía próximo. Sin esperar su regreso, se había embarcado aguas arriba
el 23 de diciembre como hemos dicho.
De dos de las columnas nada se supo. La tercera, mandada por el capitán Francisco César, que fue rumbo al oeste
siguiendo el curso del Carcarañá, volvió a los cuatro meses contando haber traspasado unas sierras (presuntivamente las
de Córdoba) y encontrado indios pacíficos y hospitalarios que cuidaban “carneros de la tierra de cuya lana hacían ropas
bien tejidas” (posiblemente los diaguitas, con sus tejidos de vicuña). Recogieron muestras de la plata labrada “que venía
del norte” y confirmaron que había en esa dirección un poderoso imperio cuyo monarca se vestía de plata y oro.

El viaje de Francisco César y sus compañeros, magnificado y deformado por la tradición, daría lugar a la perdurable leyenda de los
Césares. Según ésta el capitán y sus compañeros habían llegado a un lugar de riquezas donde nadie moría, sin querer regresar más con los
españoles.

Destrucción de Sancti Spiritus (septiembre de 1529) y regreso a España (1530).

Enterado Gaboto por los indios que otra nave española subía el río, e incapacitado de continuar la navegación del
Bermejo, regresó para encontrarse con García en los primeros días de mayo (1528). Ambos capitanes discutieron sus
derechos en el regreso a Sancti Spiritus; finalmente acabaron por entenderse pues el hambre apretaba y era cosa de
salvar la vida y no de distribuir tesoros no conseguidos. Como la situación del real se hizo difícil porque Gregorio Caro
tuvo la poca prudencia de indisponerse con los timbúes, bajaron a San Salvador donde al menos no estaban cerca del
mar de donde esperaban refuerzos (agosto de 1528).
Dejan 80 hombres en Sancti Spiritus al mando de Caro. Un ataque definitivo de los timbúes una noche de
principios de septiembre (1528) en que los indios queman el techo de paja del real con flechas incendiarias, obliga a
Caro, con cincuenta que consiguen sobrevivir, a bajar a San Salvador en busca de Gaboto y García. Inútilmente los dos

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capitanes remontan el río y quieren reedificar la base, pues no habían perdido la esperanza de llegar al reino de la plata
con los refuerzos esperados de España; solamente encuentran ruinas y cadáveres, y vuelven definitivamente al río de
Solís para preparar el regreso a España cansados de un auxilio que no llegaba.
García y los gallegos serán los primeros en irse a fines de septiembre o principios de octubre (1529) en un pequeño
galeón; Gaboto espera la cosecha de trigo para tener alimentos, y se va con los andaluces en marzo (1530). En julio los
dos están en España. La aventura por las tierras del Rey Blanco había durado cuatro años y no traían nada para
satisfacer a los armadores.

Los empresarios de Gaboto y otros damnificados le pusieron pleito acusándole del fracaso por su cambio de rumbo. Debió pagar
indemnizaciones, sufrir una condena de destierro en Orán, que se ingeniaría para no cumplir, y perder el puesto de piloto mayor. En 1548
volverá a Inglaterra. Morirá en Bristol en 1557 de más de ochenta años.

Expedición portuguesa de Martín Affonso de Souza (1531).

Con el arribo a España de los expedicionarios de Gaboto y García se difunden, a pesar de todo, noticias exageradas
sobre el Rey Blanco y el “río de la Plata” que conducía a las famosas minas argentíferas. Casi al mismo tiempo, marinos
portugueses y el francés Cristóbal Jacques, al servicio de Portugal, dan cuenta en Lisboa por informes recogidos en
Santa Catalina y Pernambuco de las exploraciones del estuario por los españoles.
La línea de Tordesillas no había sido trazada, y tanto españoles como portugueses tenían por suyo al estuario, y
trataban de hacer actos definitivos de colonización. Como las relaciones entre Juan III de Portugal y Carlos V eran
aparentemente cordiales (el emperador estaba casado con Isabel, hermana del rey lusitano) las expediciones se
preparaban en secreto para evitar reclamaciones. En 1530 se disponía en Lisboa la flota de Martín Affonso de Souza
para posesionarse del Plata en nombre de Juan III y fundar en sus márgenes una colonia “en el lugar que le pareciese
más acomodado, y repartiría tierras a cuantos quisieran en ella quedarse”. Al mismo tiempo en España se preparaba otra
para reconstruir las poblaciones abandonadas de San Salvador en las orillas del Plata, y Sancti-Spiritu río arriba; la
mandaría Pedro Fernández de Lugo, adelantado de las islas Canarias.
Muchas cosas, a las que no fueron ajenos los embajadores portugueses en la corte de Toledo, retardaron la salida de
Lugo y en definitiva hicieron abandonar su viaje. En cambio Martín Affonso puede darse a la vela en diciembre de 1530
en cinco grandes naos; en agosto (1531) está en Santa Catalina: despacha ochenta hombres al mando de Pero Lobo para
adelantarse por tierra y granjearse el apoyo de los indios, mientras él continuaría por mar.
Desdichadamente los portugueses no habían tomado en cuenta la dificultad de navegar el estuario con naves de
gran porte, sin experiencia en sus bancos y canales. Martín Affonso, tras algunas tentativas infructuosas epilogadas en
varaduras, se quedará en el cabo Santa María; adelanta un bergantín con Pero Lopes de Sousa para tomar posesión del
río, borrar todo rastro de los españoles, ponerse en contacto con la columna de Lobo e informar del sitio conveniente
para levantar la ciudad o colonia.
Lopes de Souza entra al estuario el 23 de noviembre, costea la banda oriental y llega a Martín García (que rebautiza
“Santa Ana”) sin dar con la gente de Lobo. Después se interna por el Uruguay, cuya corriente no puede vencer. Muy
cerca de las ruinas de San Salvador se entera que Lobo y su gente han sido exterminados. A fines de diciembre está de
regreso en Santa María: informa los inconvenientes de poblar porque los naturales no mostraban buena disposición, y
las dificultades de internarse corriente arriba; asimismo del trágico fin de Lobo y los suyos.
Martín Affonso, hábil piloto, había empleado la espera en observaciones astronómicas y tomado la longitud de
Santa María, convenciéndose que estaba al oriente de la línea de Tordesillas y por lo tanto en zona española. Resuelve
por eso, y por las dificultades expuestas por Lopes de Souza, no fundar la colonia y volver a Lisboa a informar a su rey.

REFERENCIAS

FAUSTINO DA FONSECA, A descoberta do Brasil.


ENRIQUE DE GANDÍA, Descubrimiento del Río de la Plata, del Paraguay y del estrecho de Magallanes.
PAUL GROUSSAC, Mendoza y Garay.
VICENTE LLORNES ASENSIO, La primera vuelta al mundo. Relación documentada del viaje de Hernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano.
EDUARDO MADERO, Historia del puerto de Buenos Aires.
JOSÉ TORIBIO MEDINA, Juan Díaz de Solís.
— El veneciano Sebastián Gaboto al servicio de España.
— Los viajes de Diego García de Moguer al Río de la Plata.
CARLOS F. MELO, Hermes.
ERNESTO PALACIO, Historia de la Argentina (t. I).
HÉCTOR R. RATTO, Hombres de mar en la historia argentina.
VICENTE D. SIERRA, Historia de la Argentina (t. I).

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IV
LA CONQUISTA
1. La maldición de la plata y el poblamiento de las Indias.
2. Los adelantados.
3. El “poblamiento” de ciudades.

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1. LA MALDICIÓN DE LA PLATA Y EL POBLAMIENTO DE INDIAS

La crisis española.

Haber encontrado oro y plata en las Indias, sobre todo esta última, resultó una maldición para los españoles. El
vuelco de grandes masas metálicas en la economía peninsular produjo un desequilibrio produjo un desequilibrio en los
precios y las rentas del que resultaría, paradójicamente, el empobrecimiento de España. En vez del bienestar esperado
con los galeones de metales mejicanos y altoperuanos, lo que vino y se difundió por España primero, por Europa más
tarde, fue la inseguridad, el marasmo, la miseria, y como consecuencia el despoblamiento del Viejo Mundo. Es que el
oro y los metales no son la riqueza misma —hoy estaría demás decirlo— sino una representación de la riqueza como la
moneda de papel, y no pueden aumentar su circulante sin inflar los precios. El alza que tendrán en Europa, y
principalmente en España, las mercaderías a partir de mediados del siglo XVI, fue una consecuencia del arribo en
grandes cantidades del metal africano: el oro y la plata, al abundar, bajaron de valor con respecto a las mercaderías, y,
correlativamente, las mercaderías subieron de valor en relación con ellos. Si un sombrero costaba cuatro reales plata
antes del descubrimiento de las Indias, cien años después, serían veinte los reales de plata que debían pagarse.
Esa inflación habría tenido una importancia relativa —como la tienen en nuestros tiempos las inflaciones de papel— si
hubiese alcanzado, aunque fuere con retardo, a las rentas y salarios individuales. Poco habría importado que el
sombrero del ejemplo anterior valiese veinte reales, si el comprador de fines del siglo XVI tuviese cinco veces más
renta que el comprador de fines del XV. No ocurrió así: la renta quedó estable o se elevó poco, y en consecuencia se
vivió en España una endémica crisis económica de la que no se pudo salir hasta no desprenderse de los metales indianos
y crear sus propias fuentes de riqueza. Es decir, hasta perder su imperio colonial. No es justo cargo a los gobernadores y
economistas españoles de haber creído que los metales eran la sola riqueza. El padre Mariana, por ejemplo, decía “que
la moneda es sólo instrumento de cambio”. Pero en la inmensa masa de la población un ducado de oro o un real de
plata eran siempre un ducado y un real, ilusión en que se basa precisamente la política inflacionista. El dinero es lo que
“vale” y las cosas valen con respecto al dinero; esta ilusión criso-hedónica no contribuía a remediar sino a agravar la
crisis a medida que España se inundaba de metal y no desarrollaba —por lo contrario— fuentes de trabajo. Tampoco
podemos atribuir a los gobernantes españoles una conciente política errónea de combatir el alza de los precios
prohibiendo la exportación mercaderías nacionales, fomentando la entrada de mercaderías extranjeras, o rebajando el
porcentaje del metal en las monedas. No estaba en sus manos desvanecer la ilusión criso-hedónica, ni podían
desprenderse de las Indias, ni cerrar el trabajo de sus minas indianas. Buscaron paliativos para mantener o mejorar el
momento, la situación y “el que venga atrás que arree”, que ha sido la política de todos los economistas de todos los
tiempos y en todos los medios, cuando no está a su alcance hacer una revolución económica.

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El patrón “plata”.

En el momento de descubrirse las Indias, el patrón monetario en Europa era la plata con preferencia al oro. Porque
la existencia de plata en Europa era más estable que la del oro debido a la escasa producción de las minas argentíferas y,
por tanto, a su fluctuación menor. El tipo de cambio del oro y el cobre se fijaban en plata: la relación del oro con la plata
era uno a diez al dictar los Reyes Católicos la ordenanza monetaria de 1497 que unificaba el sistema monetario de
Castilla en tres monedas: el excelente de oro (conocido por “ducado”, por tener el peso y finura de esta moneda
veneciana), el real de plata, y la blanca, amalgama de plata y cobre que servía de moneda de vellón. El ducado valía
375 maravedíes, el real 34; y la blanca, medio maravedí. El “maravedí” había sido una moneda de plata de los árabes,
que ya no se acuñaba, pero servía de “tipo imaginario” para establecer relación entre las monedas circulantes.

La inundación de plata.

En 1503 llegan a los puertos españoles, con regularidad, las primeras remesas de oro de La Española y costa del
Darien: minucia que no presagiaba lo que habría de venir a poco. En 1519 se recibe el tesoro de los aztecas mandado
por Cortés, y quince años más tarde, el de los Incas aportado por Pizarro. Aun poca cosa ante la avalancha de oro y
plata (especialmente plata) que empezó a mediados del siglo a descubrirse y explotarse en las minas de Guanajuato,
Zacatecas y sobre todo Potosí, y encontrarse el procedimiento de amalgamar la plata mediante azogue.
A mitad del siglo, de Indias llega a España oro en cantidad, y plata en una oleada fabulosa. Empiezan a escasear las
blancas, pues su parte de cobre las valoraba con relación a las de oro y plata, ya que cobre no venía del Nuevo Mundo.
Tampoco el oro se mantuvo con la plata en la proporción debida, y empezaron a esconderse también los ducados. Por la
conocida ley de Gresham de que la moneda devaluada es la que circula, solamente el real de plata entraba en las
transacciones.
Para impedir la desaparición del ducado de oro, Carlos V acude en 1537 al remedio de rebajar su valor a 350
maravedíes, que sólo será un expediente momentáneo. Entre 1545 y 1560 llegan carradas de plata de Potosí y se
perfecciona su amalgama: el resultado es que los ducados, no obstante haber sido devaluados, no aparecen en el
mercado; y las transacciones menores deben hacerse en especie porque nadie tiene blancas. Se acuña una nueva
moneda de oro —el escudo, llamado también “imperial”— rebajándose sus kilates y finura en un intento de volver al
equilibrio, y se cree posible remediar la falta de blancas con nuevas y copiosas emisiones de cobre amalgamado, que
naturalmente desaparece absorbido por el mercado como el agua por la arena.

La emigración de monedas y la moneda de vellón.

Como los metales nobles afluían en una proporción que sobrepasaba los sueños más exagerados, y en cambio no
llegaba cobre de las Indias, la ausencia de blancas llegará a ser angustiosa. Había empezado la suba de los precios. Por
no haber una moneda de vellón —y no reemplazarla el pago en especie— esta alza se hacía sentir en las cosas
cotidianas. El comprador estaba obligado a adquirir mercaderías hasta redondear un real, pues nadie tenía cambio en
cobre.
El gobierno acude constantemente a nuevas emisiones de oro y plata, que el mercado absorbe enseguida. Hasta la
plata empieza a escasear pese a su abundancia, porque los comerciantes la llevan al exterior (especialmente a Italia,
Holanda y Francia) donde su devaluación es menor que en España: un comerciante obtenía un beneficio neto de 20,74%
—dice Hamilton— con mandar plata de España a Venecia en el siglo XVI; más tarde alcanzaría el 30%. El oro
producía aún mayor ganancia.
Para remediar la falta de blancas, el gobierno acude al expediente de comprar cobre en el exterior y pagarlo en oro
y plata; la salida de metal de España será grande. Como la crisis industrial, que veremos inmediatamente, seguirá a la
crisis financiera, sale sin interrupción oro y plata de los galeones de Indias, para salir enseguida por Barcelona o Lisboa
hasta Venecia, Génova o Ámsterdam. Pero después de haber arruinado a España.
Felipe II trata de encontrar un paliativo a la falta de blancas rebajando su peso, pero el arbitrio tampoco da
resultado: lo sólo posible, de momento, era suprimir la parte de cobre y hacer una moneda exclusivamente de plata para
vellón. Se acuñan en 1566 los vellones ricos, de sólo plata, en forma de cuartillos de cuatro maravedíes y ochavos de
dos, que parecen suficientes para las transacciones menores pues el alza de precios no requería ya las blancas de medio
maravedí. La plata había dejado de ser el “metal noble”.
La relación entre el oro y la plata había cambiado y estaba ahora en uno a quince. Felipe II consigue ponerla
oficialmente en 1 a 12,12 al dar al nuevo escudo de oro el valor de 400 maravedíes, cuando antes era de 350, con la
esperanza de que no emigre. Como la nueva moneda no traduce la relación correcta, aunque se aproxima más a la
realidad que el escudo “imperial”, no dejará por eso de irse. Y como de Indias sigue afluyendo más plata que oro,
habrán de hacerse escudos de 440 maravedíes en 1600, de 550 en 1642, y se llegará a un máximo de 612 a fines de
siglo. La proporción con la plata se eleva, pues, a 14, luego a 16 y quedará en 17 al terminarse la invasión argentífera en
el siglo XVIII.

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La maldición de la plata.

Ningún paliativo es remedio, pero nada más podía hacerse a menos de renunciar a las Indias. El vellón rico se va
como los escudos y reales; ninguna moneda parecía quedarse en España. En 1599, Felipe III vuelve al cobre acuñando
cuartillos y ochavos de cobre y bronce sin mezcla de plata, que hace circular al 50% de su valor intrínseco, con la
esperanza que su baja ley los retenga en España; el expediente no es malo, aunque las Cortes y el público protesten por
la calderilla, como se llamó la moneda de bajo cobre. El rey, ante la grita, se compromete a limitar la emisión, pero
entre la falta absoluta de vellón y la calderilla de cobre feble, no hay para elegir y Felipe III acaba por pedir a las Cortes
le desliguen la promesa. Pero ni aún la calderilla se queda en la plaza y deberá emitir monedas febles con el expediente
ingenuo de no permitir su circulación cerca de los puertos para que no se vayan al extranjero. Desaparecerán igual.

Alza de los precios.

Entre 1550 y 1650 corrió la gran avenida de oro y plata. Desde la última fecha empieza a decrecer, hasta acabarse
prácticamente en el siglo XVIII.
Este acarreo continuo producirá, como hemos dicho, una revolución en los precios. En los años inmediatos al
Descubrimiento, cuando todavía no se había producido la inundación de metales, los precios de las mercaderías
aumentaron al doble debido a su salida pora Indias y que muchos artesanos cambiaron sus útiles de trabajo por la
espada y se enrolaron en jornadas conquistadoras. Entre 1550 y 1600 empezará la inflación metálica, y el aumento de
los precios llegará a cuatro veces su valor de 1500 a cinco entre 1600 y 1650.
A esta suba de los precios no correspondió una paralela alza de las rentas: el trabajo agrícola del cual vivían, directa
o indirectamente, el 80% de la población castellana, no tuvo una remuneración que le permitiera seguir el ritmo de la
suba de las mercaderías. El rentista que vivía en ciudad o en una villa veía aumentados sus gastos mientras no variaba
mayormente lo entregado por sus medieros, terceros o quinteros que trabajaban su tierra. Al hidalgo rico que en el siglo
XV le alcanzaba su renta para poseer una casa amueblada en el pueblo, vivir con decencia, comer con variedad y
mantener caballo y arreos de guerra para combatir cuando se lo llamase, sustituye a principios del siglo XVII el hidalgo
pobre, la sombra de sus abuelos.
Cervantes describe en 1606 al Quijote, hidalgo pueblerino obligado a tener “la lanza en astillero, la adarga antigua
y el rocín flaco”; que comía “más vaca que carnero”, variando su yantar con “lentejas los viernes, duelos y quebrantos
los sábados, y algún palomino los domingos”, que le llevaban “los tres cuartos de su hacienda”. Ya no podía vivir
“decentemente” y por eso se echó al campo a conquistar los imperios creados por su imaginación. De no haberla tenido
tanta, seguramente habría tomado el camino de Indias.

La agonía económica.

La producción mermó y subió de precio, en un primer momento porque los artesanos emigraron en buen número a
Indias convertidos en guerreros, y consumían allí los productos españoles que ellos no elaboraban. Aunque hubo una
suba de salarios no se detuvo la emigración de artesanos, motivada por el espíritu de aventura y un deseo de elevar el
rango social: “antes faltan jornaleros que jornales” se dice en las Cortes de 1552 al explicar el marasmo industrial
sobreviniente.
Después, a ese factor originario se sumó la inflación de la moneda que produjo el alza fabulosa de las mercaderías.
Esto provocará una entrada de manufacturas extranjeras más baratas, y por lo tanto asequibles a las rentas cada vez más
escuálidas de los españoles. No sólo no se persigue esta importación, sino que se cree necesario estimularla para
mantener los precios; así se dispone de una pragmática votada en Toro en 1552. Las mercaderías extranjeras,
especialmente los paños de Flandes e Inglaterra, hilados de Holanda, hacían languidecer la producción española pero
retardaban el alza de los precios. Las ciudades industriales castellanas, faltas de trabajo, acabaron por despoblarse, y sus
oficiales y aprendices tomaron el rumbo de Indias. Si bien llegaban tarde al reparto de tierras y encomiendas, los talleres
eran allí productivos, mientras en España sólo tenían la perspectiva del ocio en ese siglo XVII de mendigos y pícaros
que habían sustituido en España la euforia del siglo XVI.
Los ovejeros de la Mesta, gremio de pastores trashumantes castellanos, casi desaparecieron a principios del XVII:
un informe del obispo de Salamanca de 1619 por “las aldeas castellanas que son ruinas, y los campos un desierto”.
Señala el empobrecimiento de las ciudades manufactureras: en Toledo los tejedores de lana han disminuido un 70%.
Francisco Martínez de la Mata anota hacia 1660 la languidez de los herreros, y se duele que ya no haya guanteros, a lo
menos organizados, en toda Castilla; en Toledo apenas si había algunos espaderos de los que tanta fama dieron a la
ciudad.

El despoblamiento.

Entre los censos de 1594 y 1694, Valladolid, Toledo y Segovia pierden la mitad de sus habitantes, y Ávila
desciende vertiginosamente de 200.000 a 70.000. Así, por regla, en Castilla, Galicia, Aragón y Valencia. En cambio las
ciudades andaluzas mantienen su población, y algunas como Sevilla y Cádiz prosperan por el comercio indiano.
¿Cuántos habitantes perdió España? No mucho en el siglo XVI, pese a los “conquistadores” de la primera
emigración, pues el censo de 1594 señala alrededor de doce millones, igual que cien años atrás: solamente se han ido

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los que corresponden al crecimiento vegetativo, puede decirse que la mitad de la población española ha emigrado de la
península. Naturalmente, a Indias. A la crisis demográfica peninsular corresponde un acrecentamiento de la población
de origen español en Indias. Es lícito decir, por lo tanto, que los españoles emigraron en masa dejando sólo aquellos que
por su situación personal —o falta de ella— no pudieron irse. Iban al Nuevo Mundo en busca de la seguridad que el
Mundo Viejo no podía darles.

Las emigraciones a Indias.

El primer tipo de emigrante español a Indias es el “conquistador” que llega en el siglo XVI impulsado por afán de
aventuras a conseguir señorío y bienestar. Se trata de hidalgos pobres o francos sin dinero, pero también hay
menestrales y rústicos que tomaron la espada para ser señores de indios, propietarios de tierras, y vecinos de “solar
conocido” con linaje que dejar a sus hijos. Claro de deben poner el pecho a la conquista, aguantar las penurias, y caer
muchas veces; y eso no es para todos. Los más se quedan en la península. Es curioso que la conquista de Indias se hizo
con general indiferencia de los que quedaron en la metrópoli. No hubo en España una conciencia del Nuevo Mundo
aunque se haya escrito otra cosa. En la literatura del Siglo de Oro está ausente la epopeya de la conquista, la página más
gloriosa de la historia española que precisamente se hacía en esos momentos. Fuera de alguna comedia menor de Lope
de Vega y dejando de lado a Alonso de Ercilla, más indiano que español, a ningún artista, poeta o escritor, inspiraba lo
que ocurría más allá del Océano. No pasó lo mismo en Portugal, y vaya el ejemplo de Camoens. La dolorosa verdad es
que la conquista, como empresa heroica, fue ignorada por la generalidad de los españoles metropolitanos. Cuando
Cervantes hace salir al Quijote en busca de aventuras no se le ocurre —en los años de Hernán Cortés y Francisco
Pizarro— llevarlo a Andalucía, meterlo en una carabela y hacerlo navegar al Plata en busca del Rey Blanco, como
hubiera sido lo natural. Lo enhorqueta en Rocinante, y lo hace recorrer la Mancha soñando con el imperio de
Micomicón. Es que para el cortesano Cervantes las Indias eran sólo proveedoras de metales, o en el peor de los casos un
exilio burocrático en Cartagena o Bogotá, como lo había gestionado cuando tuvo dificultades monetarias. Nunca un
campo de grandes aventuras.
Si fueron relativamente pocos, en relación a la población castellana, los “conquistadores” del siglo XVI, fueron
muchos quienes vinieron en el XVII y XVIII. Ya no había tierras, ni minas, ni indios a repartir; y era tarde para ganar
hidalguía con la espada. Pero llegaban porque la vida se había hecho imposible en España, y en Indias se podía medrar
y hasta prosperar en las artes, el comercio, las profesiones liberales, o aún los servicios menores. Si los conquistadores
del XVI dejaron, muchas veces, las herramientas del menestral por la espada del caballero, ahora sucedería a la inversa
y muchos hidalgos se resignaron a ganar su vida detrás de un mostrador, o ejercer de escribanos o licenciados. Si las
cosas apuraban, también de artesanos; que no era oficio vil en una tierra donde los caballeros eran nietos de quienes
trabajaban con las manos.
El español de los siglos XVII y XVIII llegó tarde a la conquista, pero se abrió camino en Indias y no quiso volver a
la península natal. Aquí comió carne dos veces al día, y vivió en un mundo donde el dinero y las mercaderías estuvieron
al alcance de su trabajo. Tomó modalidades distintas en el vestido, en el habla, en las costumbres. No olvidó a su tierra
natal, pero se sintió olvidado por ella. Si tenía letras, le angustiaba leer libros metropolitanos que nada decían del
mundo de su habla y su sangre formado más acá de los mares. Barruntó que la verdadera España, la que debió ser y no
fue, estaba allí. Y definitivamente se sintió otra cosa: se sintió criollo y tomó rencor a los chapetones, gachupines,
sarracenos, godos y gallegos del otro lado del mar.

2. LOS ADELANTADOS

La institución.

La tierra de Indias pertenecía al rey, y por lo tanto su conquista y colonización sólo podían hacerse por iniciativa o
licencia del monarca. Pero la Corona siempre estuvo escasa de fondos para acometer la empresa. De allí que el Consejo
de Indias dispusiera con prudencia “que ningún descubrimiento, navegación, ni población se haga a costa de Nuestra
hazienda”, pues la experiencia demostraba que las operaciones fiscales “se hacían con mucha costa y menos cuydado”
que las empresas particulares. Del deseo de aunar el interés privado con el de la Corona, nació la institución de los
adelantados.
El nombre adelantado o delantado venía de los primeros tiempos de la Reconquista, cuando cabdillos al frente de
sus huestes se apoderaban de una población o un territorio y lo gobernaban —militar, política y judicialmente— sin
rendir otra cuenta que su vasallaje al rey. En el siglo XIII el “adelantado” era un funcionario que ejercía en nombre del
rey el supremo poder en los cuatro ramos —militar, político, judicial y de hacienda— de una provincia recientemente
conquistada. El de Castilla se llamó adelantado mayor, pero en el XV era título honorífico y hereditario en la poderosa
casa de los Enríquez. Era general de las milicias y de los cuerpos estables, revistaba en apelación las sentencias de los
corregidores y merinos reales, y “ponía” a los funcionarios de la Real Hacienda, recaudadores de la renta, contadores y
tesoreros reales. Por analogía con los mayores de Castilla, llamábase adelantados de mar a los gobernantes de las islas
Canarias. Colón fue hecho adelantado del mar Océano en las capitulaciones de Santa Fe en 1492, con las
“preeminencias y jerarquías de los adelantados mayores de Castilla”, haciéndolo así jefe militar, gobernador civil, juez
supremo y recaudador de la hacienda en las islas y tierra firme que descubriese y tomase posesión.

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Colón, como los adelantados de mar o los mayores, era un funcionario real pagado con los fondos oficiales. No
ocurrió lo mismo con los adelantados de Indias que tuvieron a su cargo la “pacificación” (el término sustituyó al de
conquista por mejor sonante) y “poblamiento” del Nuevo Mundo. Eran también funcionarios reales, pero hacían las
expediciones a su costa y responsabilidad; y esa circunstancia los aproximó a los antiquísimos caudillos medievales de
naturaleza feudal. Aunque el derecho existente y no el histórico sirvió para darles denominación, la analogía de la
Conquista con la Reconquista aproximó a los “adelantados de Indias” del siglo XVI con los “delantados” castellanos de
cinco siglos atrás. Como veremos luego, no solamente se cumple un proceso regresivo en esta institución: también los
cabildos indianos, aunque modelados sobre los municipios castellanos del XVI, en la práctica adquirieron atribuciones
semejantes a las “repúblicas” feudales del XI.

La expedición: “capitulación”, “asiento”, “jornada” y “gente”.

El rey, o el Consejo de Indias en su nombre, dispone con el adelantado la capitulación de los derechos y
obligaciones recíprocas. A ésta no se quiere dar la forma de un “pacto” feudal concluido, por escrito o de palabra, entre
un monarca y un vasallo; y por eso reviste la apariencia de un nombramiento donde el rey hace merced durante “dos
vidas” (del adelantado y un sucesor) de una zona de Indias, con sus tesoros naturales, botines de guerra, tierras y
habitantes. El adelantado se compromete a explorarla, “pacificarla” y poblarla por su cuenta, pero a nombre del rey y
bajo la vigilancia del Consejo. El monarca recibirá el quinto de los beneficios.
Establecen las leyes de Indias que debería ponerse sumo celo en la elección del adelantado. Sería…

“… persona aprovada en Christiandad, o de buena consciencia, zeloso de la honra de Dios e servicio Nuestro, amador de la paz y de la
conversión de los indios… No permitimos que los dichos descubrimientos se encarguen a estrangeros de Nuestros reynos ni a personas
prohibidas de pasar a las Indias” (SOLÓRZANO, Recopilación, ley 12)

Aceptada la capitulación disponía el adelantado la jornada, es decir, el viaje. Para eso necesitaba “asentar” la gente.

“Puede lebantar gente en cualquier parte destos Nuestros Reynos de Castilla y León para la población e pacificación, e nombrar capitanes
para ello que pueden enarbolar banderas e tocar atambores e publicar la jornada…
Procuren llevar gente limpia que no sea de los prohibidos por ordenanza… e las justicias no estorven a la gente que quisiese yr… aunque
ayan cometido delictos, no aviendo parte no pidan ser castigados por ello” (SOLÓRZANO, libro cit., ley 8)”.

La gente la reclutaban los capitanes que recorrían los pueblos y ciudades castellanas: en sus plazas hacían el
pregón: “levantando bandera” y formulando la propuesta después de atraer al público con redobles de tambor; el
“escribano” anotaba a los aspirantes en el asiento. El adelantado había recibido una esperanza, y pagaba con ella a
quienes serían sus compañeros de jornada. En el pregón, el capitán prometía en nombre del adelantado una parte de los
tesoros o botines de guerra a ganarse con la “pacificación”, aseguraba la concesión de fincas urbanas y rústicas, y el
reparto de indios que trabajarían la tierra en su beneficio. “Asentándose” en la “jornada” el castellano adquiría la
posibilidad de ser Señor, dueño de tierras y de hombres en las ciudades a levantarse en ultramar y fundar un linaje que
daría a sus descendientes el privilegio de “fijodalgos de solar conocido” como los descendientes de los reconquistadores
de las ciudades castellanas.
Segundones, hidalgos, pobres, artesanos con afán de aventuras, rústicos que aspiraban —como Sancho Panza— a
fundar linajes, se arriesgaban a correr la jornada que les traería gloria, fortuna, seguridad y nobleza. Bastaba que fuesen
gente limpia, es decir, cristianos viejos sin rastros de moriscos o judíos, y no prohibidos por ordenanza por tener
ataduras con la gleba como medieros y pecheros. Alguna cuenta con la justicia por delitos sin acusadores, como eran
generalmente los homicidios o lesiones en riña, no impedía el embarque; no era cosa que tocara a la honra y se podía
pasar por alto. No lo dicen las leyes, pero estaba en la naturaleza de la jornada, que el aspirante debía ser apto para
llevar las armas.
El pregón se hacía en los reinos de la corona de Castilla y León exclusivamente; pues a la corona de Castilla y
León —y no a España— pertenecía el Nuevo Mundo. Más tarde al consolidarse la unidad, vinieron a Indias españoles
de todos sus rincones, pero no fue así en la primera emigración. Los “reinos de la corona de Castilla y León” eran
ambas Castillas, León, Asturias, Galicia, Extremadura, Andalucía y las tres provincias vascongadas. No era lícito
pregonar la jornada en Aragón, Valencia, Cataluña o Navarra; ni en Portugal aunque los reyes españoles ocuparon su
trono entre 1580 y 1640. Sin embargo, los súbditos del rey, cualquiera fuese el lugar del nacimiento con tal de hallarse
en Castilla, podían asentarse en la jornada y dar el pecho a la conquista.
Como uno del os objetos de la jornada era el “poblamiento”, tenían preferencia por los matrimonios jóvenes si la
expedición era “pobladora”; no así si era militar. No se excluía a los solteros en la “pobladora” pero sí a los casados que
no llevasen a su mujer. En no divorciar matrimonios eran estrictas las leyes.
Concluido el pregón y el asiento, el adelantado disponía la jornada. Necesitaba armar navíos, lo que hacía a su
costo o asociándose con armadores por una parte de los beneficios. Los buques deberían ser de preferencia “carabelas o
baxeles que no pasen de sesenta toneles”, pues los buques pequeños podían “costear e entrar por cualquier río”; casa
uno llevaría treinta “entre marineros e descubridores e non más, porque puedan yr ya habituallados” (SOLÓRZANO, cit.,
ley 13).
Llegado a Indias el adelantado debería…

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“…tomar posesión en Nuestro nombre de todas las tierras de las provincias e partes adonde llegaren e saltaren en tierra, haziendo la
solemnidad e autos necesarios de los quales traigan fe o testimonio en forma pública” (Solórzano, cit., ley 13).

Aquí el adelantado actuaba en representación del monarca. Las ordenanzas eran minuciosas en las solemnidades de
“poner nombre a toda la tierra, a cada provincia por sí, a los montes y ríos más principales que en ellos huviese, e a los
pueblos e ciudades que hallasen en la tierra o ellos fundasen. La toponimia no solamente servía para fijar el
conocimiento, sino que probaba el hecho del descubrimiento.

La “pacificación”

Los expedicionarios se hallaban ante una tierra desconocida, poblada por indios que nada sabían de los derechos
del rey de Castilla ni de los deberes con el Dios cristiano. Tenían que apoderarse de la tierra y adoctrinar a sus
habitantes “sin mover guerra” si era posible; de allí que las ordenanzas prefirieran el término pacificación al de
“conquista”.

“E mandamos q. estos asientos no se den con título e nombres de conquistas, pues aviéndose de hazer con tanta paz e caridad como
deseamos, no queremos q. el nombre de ocasión ni color para q. se pueda hazer fuerza ni agravio a los indios (SOLÓRZANO, cit., ley 10).

La pacificación empezaba, por lo menos teóricamente, con un discurso que el adelantado dirigía a los indios en la
lengua de éstos…

“…para darles a entender las causas e obligaciones q. Nos mueven a yr a las Indias e tratar de hazer los dichos descubrimientos, para les
enseñar las buenas costumbres e apartarlos de vicios e de comer carne humana, e quanto deseamos q. vengan con el conocimiento del verdadero
Dios a quien servimos… e por q. el mismo Dios, con sus secretos e incompresibles juicios no ha querido hasta ahora manifestarse en aquellas
partes… e esto lo notificarán e harán entender particularmente por los dichos intérpretes, una, dos e más veces, quanto pareciere e necesario es
para q. lo entiendan, e páranle el tiempo justo para entender e deliberar sobre lo dicho, procurando q. no les desea hazer, ni harán mal, ni daño
alguno en sus personas, tierras e haziendas si hizieran buenamente lo q. se les apercibe, e admitieren de buena paz la gente e predicadores q.
para ellos les embiamos, reduciéndose como les conviene al gremio de la Santa Yglesia de Roma, e al Sumo Pontífice llamado Papa en Su
nombre, e a Nos e a los reyes q. de Nos vinieren por Reyes e señores de aquella tierra” (SOLÓRZANO, cit., ley 1).

Tras este discurso, que exigía un suficiente conocimiento de la lengua indígena, empezaba la pacificación con el
adoctrinamiento cristiano. Si los indios eran de natural pacífico y admitían de buen grado que se enseñase la doctrina
cristiana a sus hijos, aceptaban el domino del rey y no protestaban porque se los repartiera en encomiendas para
enseñarles a trabajar, todo marchaba bien. En caso contrario se dejaba la “pacificación” para más adelante y la
expedición se abría camino en “justa guerra” (guerra contra infieles).

El “poblamiento”

Consistía en levantar tres ciudades, por lo menos, dentro del territorio concedido: una metropolitana, cabecera del
gobierno, y dos sufragáneas. A estas ciudades precedieron los reales, a la vez fortalezas para defenderse de los indios y
colonias de “poblamiento”. Ciertas capitulaciones, de tipo militar más que pobladora —como la de don Pedro de
Mendoza en 1534— no establecían fundar ciudades sino fortalezas.

“Con el adelantado q. huviere hecho bien su jornada e cumplido bien su asiento, tendremos quenta para le dar vasallos a perpetuidad, e
título de Marquez o otro”.

El “vasallaje a perpetuidad”, institución feudal europea, se diferenciaba de la “encomienda” indiana en ser


trasmisible indefinidamente a los sucesores; mientras la encomienda no podía pasar de “una, dos o tres vidas” (el
encomendero y dos sucesores). De la misma manera el título nobiliario pasaría sin límite a los herederos según las leyes
de sucesión, mientras el de adelantado alcanzaba exclusivamente a “dos vidas”.

Funciones; las consultas.

El adelantado es gobernador, capitán general y justicia mayor vitalicio de su territorio: dignidades que trasmite a su
hijo o legatario “por una sola vez”. Como es magistrado real debe percibir un salario anual, fijado en la capitulación,
que toma de la parte correspondiente al rey en los frutos de la tierra. Este salario es más bien simbólico, pues los
beneficios del adelantado están principalmente en su parte como jefe de la empresa.
No obra en ninguno de los tres cargos como autoridad caprichosa. Como gobernador debe consultar con los clérigos o
los funcionarios reales los actos administrativos, aunque no está obligado a seguir su parecer; como capitán general lo
asesora la “junta de capitanes” a manera de Estado Mayor; y como justicia mayor debe escuchar a los bachilleres que
tuviese entre la gente o en su defecto a los clérigos. Hubo algo más —e importantísimo— que no estuvo legislado en las
leyes. En la jornada, pacificación y poblamiento tomará cuerpo un poder imprescindible: la gente. Reunidas en sus
bajeles durante el viaje, y vecinos de las ciudades al fundarse éstos, la “gente” hará oír su parecer en sus juntas, que el
adelantado podrá, en un principio, no tomar en cuenta, pero que acabarán por imponerse con el tiempo y, sobre todo, la
lejanía de España.

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Para amenguar su responsabilidad ante el monarca o el Consejo, al adelantado le conviene seguir el parecer de los
oficiales reales, capitanes, clérigos, bachilleres o “gente”; de lo contrario sería el solo culpable de los desaciertos.

Facultades administrativas.

Como gobernador que representa al rey, el adelantado tiene la facultad de hacer “repartimientos” de tierras e indios.
El rey es dueño exclusivo de la tierra indiana —propiedad realenga, la han establecido los doctores del Consejo—,
y en nombre del rey el adelantado reparte entre la “gente”. Desde este momento los “descubridores” que hacían la
jornada, pasea a ser “pobladores” estables. Tienen su solar en las ciudades y su predio en el campo donde los indios
encomendados trabajan la tierra o apacientan el ganado. Pero el “repartimiento” de la tierra no vale, por sí, título de
propiedad; el poblador debe perfeccionarlo por el trabajo y residencia durante cinco años.
De la misma manera reparte los indios: en la institución de la encomienda que estudiamos en otra parte. Los indios
son considerados menores —minores— y su tutela corresponde al monarca. Como representante de éste, y por tanto de
los indios, el adelantado hace el “repartimiento” encomendándoles “por dos o tres vidas” (alguna vez se llegó a cuatro)
a los pobladores. Es el viejo pacto medieval de commenda donde un grupo de vasallos se “encomienda” mediante
prestaciones personales a la protección de un Señor. En Indias el encomendadero debe defender a los indios y
enseñarles religión y hábitos de trabajo, cobrándose con prestaciones personales por el laboreo de tierras o de minas.
Pasa a ser así un Señor, con vasallos que trabajan en su beneficio. El adelantado tiene derecho a “escoger para sí, por
dos vidas, un repartimiento”. Como “adelantado” con señorío feudal, tiene el uso de bandera y armas propias.

Facultades legislativas.

Dicta ordenanzas para la “gobernación de la tierra y laboreo de las minas, como no sea contra derecho y lo que está
por Nos ordenado”.
La distancia ha puesto en sus manos esta facultad legislativa que suple la ausente voluntad del monarca o sus
consejeros. En solamente una legislación interna, pues las ordenanzas del adelantado deberán ser confirmadas antes de
dos años por el Consejo “y entre tanto se guarden”.
Sella moneda para las necesidades internas del adelantazgo, que el Consejo puede recoger por considerarla
inconveniente. Mientras así no se hace, circula como si tuvieran el cuño del rey.
Nombra los oficiales reales que no hubiera provisto en el asiento, o llena las vacantes que se produjeran en
adelante, debiendo el Consejo confirmar o revocar sus designaciones. Toda medida del adelantado es revocable por el
Consejo, que en caso de denuncias de mala conducta le tomará residencia por visitadores: esto es, envía inspectores que
levantan un sumario de actuación, y pueden suspenderlo y el Consejo despojarlo.

Capitán general y justicia mayor.

Como capitán general es jefe de la milicia formada por la totalidad de la “gente”, que tiene a su cargo la defensa de
los reales y la extensión de la conquista.
Como justicia mayor entiende en apelación de las sentencias de los corregidores o alcaldes de las ciudades. De su
fallo puede recurrirse en suplicación ante el Consejo de Indias cuando el monto del pleito excede los 6.000 pesos (el
peso era una moneda de plata, valor de ocho reales, que circuló en Indias), y la sentencia revocaba la de primera
instancia. En los juicios criminales, imponiéndose pena de muerte o mutilación de miembros, el reo puede interponer
recurso de gracia que suspende la ejecución y eleva el proceso al Consejo de Indias.

Los “reales” y “ciudades” del adelantazgo.

Los municipios, como surgirán más tarde con sus cabildos libremente formados y gran extensión de sus facultades,
no fueron establecidos por las primeras leyes de Indias. Nacieron luego, espontáneamente, como realidad misma de la
conquista. Los doctores del Consejo de Indias habían legislado un tipo de organización municipal centralizada, que en
la práctica no pudo consolidarse.
En la capitulación venían nombrados, casi siempre, los corregidores para administrar a las ciudades sufragáneas (el
adelantado lo hacía directamente en la metropolitana) y los alcaldes que en unas y otras dictarían justicia de primera
instancia. Eran funcionarios vitalicios, pero el adelantado tenía la facultad de suspenderlos y pedir al rey la revocación
de sus designaciones. En caso de no estar nombrados por la capitulación, o de vacar los cargos, el adelantado los
proveía debiendo gestionar dentro de los cuatro años la confirmación real.
Los alguaciles mayores, jefes de las milicias en los reales o ciudades sufragáneos, eran representantes directos del
adelantado —como capitán general de las fuerzas militares— nombrados y revocables a su voluntad.
Tal era la organización que los doctores del Consejo de Indias dieron a los adelantazgos del Nuevo Mundo. Pero las
leyes escritas en el Consejo cedieron a un derecho propio que surgió en los campamentos de ultramar.

La sublevación de la “gente”. Los “caudillos”.

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La copia de las instituciones políticas del siglo XVI español, con sus menguadas autonomías y libertad foral
inexistente, corregidores y funcionarios reales en la administración y justicia, milicias centralizadas bajo la dependencia
del adelantado, no prendió en el Nuevo Mundo. Una cosa era gobernar y administrar justicia en los pacíficos súbditos
de las ciudades castellanas y otra imponer a un puñado de aventureros en los campamentos de ultramar donde el coraje
y la buena espada lo eran todo.
Una realidad no prevista en la capitulación había llegado con la jornada y arraigado en el poblamiento: era la
“gente”, la muchedumbre de pobladores advenida a Indias y que desde el momento de establecerse en los campamentos
más o menos estables —bautizados como reales o ciudades— se sintió dueña y soberana de la situación. No tardaron en
comprenderlo los funcionarios del Rey, Colón primero; el levantamiento de la Isabela en 1495 fue sobradamente
expresivo.
De entre la “gente” surgen los “caudillos” interpretándola. El nombre tiene resonancias medievales —cabdillos—,
como si el siglo XI español renaciera en el Nuevo Mundo. Es que así ocurrió, pues las condiciones políticas y militares
fueron semejantes: renace la “hueste” en la gente y el “cabdillo” en el caudillo. Los pobladores del siglo XVI como sus
bisabuelos los del XI llegaban de tierras lejanas para poblar en lugares peligrosos que exigían el ejercicio constante de
las armas. La ciudad indiana, como la ciudad castellana, fue una ciudadela siempre dispuesta para el combate: como
ella, la pueblan guerreros y la mandan capitanes. Los fundadores del Nuevo Mundo, como lo habían sido los del Mundo
Viejo, ganaban a punta de espada su derecho a procerato.
La “gente” encontró su expresión en el caudillo, mejor que en los funcionarios reales. El caudillo era la “gente”
hecha acción y cabeza (de allí “cabdillo”, de capus, cabeza); por su boca hablaron los pobladores y en sus gestos se
sintieron interpretados. Ajeno a su destino, el “caudillo” casi siempre había llegado a Indias como oficial menor o
soldado raso: aquí demostró condiciones para ser “cabeza” y necesariamente lo fue. Se llamaron en el río de la Plata
Martínez de Irala, Juan de Garay, Hernandarias; en otras partes Alonso de Ojeda, Hernán Cortés, Francisco Pizarro.
Los reyes comprendieron la realidad y atinaron a dejar a la “gente” y sus caudillos los derechos ganados a fuerza de
coraje. Pero no aprendieron inmediatamente la lección de los letrados que manejaban el Consejo de Indias; no era fácil
a bachilleres entender algo que no estuviera en los libros de Salamanca. Durante más de un siglo siguieron copiando
para las poblaciones indianas el régimen centralista de las ciudades españolas. Pero las leyes resultaron letra muerta, y
en el sistema político municipal del Nuevo Mundo afloraría la “República de españoles” de la Edad Media extinguida
en el Mundo Viejo, con su milicia autónoma, fueron intocables, magistrados propios y caudillos populares.

3. EL “POBLAMIENTO” DE CIUDADES

El “pregón” indiano.

La ciudad, tal como surgió de la realidad indiana, fue un municipio autónomo, dueño de sus milicias, su justicia y
sus rentas. Distinta del real de los adelantados.
Ninguna ciudad argentina se fundó por capitulación de un adelantado con un monarca, no se pregonó en las
ciudades castellanas, ni se alistó la gente en la península, ni sus constituciones fueron otorgadas por autoridades reales.
Nacieron por imposición de la gente y resolución de los caudillos: su pregón se hizo aquí, y los alistados eran gentes
que habían llegado con anterioridad al Nuevo Mundo. Como sus fundadores no fueron adelantados, sino caudillos cuyo
título emanaba de su prestigio.
Habitaban en América quienes carecían de tierra e indios por haber llegado tarde al “repartimiento” o no pertenecer
a la familia de los pobladores: eran los domiciliados o estantes recientemente llegados de España en busca de un
porvenir que no encontraban en la península. También los descendientes de los pobladores que querían mejorar su
condición con más tierras e indios encomendados. En ambas clases se reclutaba la gente que haría un poblamiento.
El fundador disponía la jornada. A veces fue el gobernador de una provincia; pero casi siempre un caudillo que
buscaba independizarse de los funcionarios reales. El poblamiento se hacía en un lugar conveniente, bien por su
situación geográfica como “amparo y reparo” en el tránsito a España o Perú, bien por la calidad de sus tierras y buena
índole de sus indios, o por ser un lugar estratégico para dominar indios belicosos. Se “pregonaba” el alistamiento en una
o varias ciudades donde hubiere habitantes sin tierra ni encomiendas: tenían que ser cabezas de familia (era el objeto del
poblamiento), “poseer algún caudal”, carecer de otras tierras en América y sobre todo encontrarse con aptitud para
manejar armas.

“(Los fundadores)… hagan escrevir todas las personas q. quieran yr a hacer nueva población, admitiéndose a los casados hijos y
descendientes de los pobladores de la ciudad donde huviere de salir la colonia q. no tengan solares ni tierras de pasto y labor, y a los q. lo
tuvieren no se admitan porque no se despueble lo q. está poblado”.
Q. cada uno dellos (los nuevos pobladores) tenga una casa (una familia), diez vacas de vientre, quatro bueyes, una yegua de vientre, seis
gallinas y un gallo, veinte ovejas de vientre de Castilla (SOLÓRZANO, Recopilación, III, 8).

Los mestizos hijos de padre español que reunieran las condiciones de ser jefes de familia, tener caudal, aptitud
militar, etc., eran gente limpia y podía poblarse con ellos. No siempre —mejor dicho, casi nunca— los pobladores
tenían el caudal ordenado por las leyes; entonces el fundador podía reducir la condición “a la cantidad conveniente”, y
aun facilitarles dinero para adquirir algunas vacas, bueyes, etc.

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“Asentada” la gente, quedaba unida estrechamente a la ciudad a fundarse. Ninguno podía dejar de hacer la jornada
bajo pena capital, no dejar de obedecer al fundador durante la jornada ni a las autoridades de la nueva ciudad una vez
hecha la fundación. Estas autoridades existían desde antes de emprenderse la jornada, eligiendo el fundador entre la
gente “y de los suficientes dellos” a los miembros del Cabildo que habría de ejercer sus funciones.

Fundación.

Antes de iniciarse el poblamiento, ya había un gobierno de la ciudad que no había nacido; pero estaba concebida al
tomar el fundador reseña de la gente y disponer la jornada. Nacerá al trazarse la planta y erigirse el rollo de la justicia
en la “plaza de armas”.
Cumplida la jornada, el fundador dispone la “planta” cercada con una “palizada o trinchera” como protección.
Establece el sitio de la “fortaleza” y el lugar de la plaza de armas, para los ejercicios de la milicia y también para
mercado.

Una plaza de armas donde se ha de comenzar la población, siendo en costa de mar al desembarcadero del puerto, y siendo mediterránea en
medio de la población; con las quatro esquinas que miren a los vientos principales ansi queda a su abrigo; e mas larga que ancha que ansi
conviene a los ejercicios de caballería; toda a la redonda con soportarles porque son de mucha comodidad para los tratantes que suelen concurrir
a mercados” (SOLÓRZANO, II, ley 4).

Traza luego la planta:


“Las calles derechas e cortadas derechamente, anchas en lugares fríos e angostas en los calientes”,

y fija los edificios públicos colocando una cruz en los religiosos y una espada o estandarte en la fortaleza, casa comunal
y hospital.
“El templo non se ponga en la plaça en lugares mediterráneos, pero ansi se haga en costa de mar para que se vea mejor. Y en la plaça, las
Casas Reales y del Concejo e Cabildo, de manera que non la embaracen si non que la autorizen. El hospital a la parte del cierço, de manera que
goce de mediodía”.

Distribuye los solares de un cuarto a media manzana echándolos a suerte entre los pobladores. Ya está lista la
ciudad para el acto solemne de la fundación. No hay todavía calles, ni casas, ni plaza, ni cerca, ni fortaleza ni templos,
que sólo viven en la imaginación de los fundadores; pero la ciudad está por nacer. En cada solar los pobladores
“asientan su toldo si lo llevan”, y si no “hagan su rancho con materiales que con facilidad puedan haber donde se
pueden recoger”. A veces un navío sirve de fortaleza y casa comunal, y la “traza” es un campo jalonado de cruces y
estandartes, pero la ciudad va a nacer: en la plaza de armas, ante el “rollo de la justicia”, en presencia de “la gente”
presidida por los alcaldes, regidores y capitanes de la milicia, procede el fundador a la solemne ceremonia de la
fundación. El rollo es el madero que servirá para las ejecuciones capitales y simboliza el poder de hacer justicia que
desde ahora tendrán los alcaldes de la república. En nombre del rey, el fundador transfiere ese poder a la ciudad; desde
ese momento la ciudad existe, pues acaba de darse vida a un derecho.
Después vendrán los edificios de barro y paja, el reparto de los predios y dehesas rurales, y sobre todo la
encomienda de los indios que laborarán la tierra o las minas.

REFERENCIAS

JOSÉ I. ARRAZ, La época del mercantilismo en Castilla.


J. M. OTS CAPDEQUI, El Estado español en Indias.
EARL J. HAMILTON, El tesoro americano y el florecimiento del capitalismo (1500-1700)
— Inflación monetaria en Castilla.
— La decadencia española en el siglo XVII.
— El mercantilismo español antes de 1700.
IGNACIO OLAGÜE, La decadencia española.
JOSÉ MARÍA ROSA, Del municipio indiano a la provincia argentina.
JUAN DE SOLÓRZANO PEREIRA, Política indiana.
— Libro primero de la Recopilación de las cédulas, cartas, provisiones y ordenanzas reales. Etc.

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V
LOS CONQUISTADORES

1. Pedro de Mendoza, el enfermo ilusionado.


2. Irala, el Caudillo.
3. Entradas por el Tucumán y Cuyo.
4. Juan de Garay, el Fundador.
5. La Patagonia

1. PEDRO DE MENDOZA, EL ENFERMO ILUSIONADO

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Don Pedro de Mendoza.

Las dificultades obligaron a Fernández de Lugo a renunciar a la expedición al río de la Plata, que había
encomendado la emperatriz Isabel en ausencia de Carlos V. La causa principal de estos inconvenientes, además de los
obstáculos opuestos por los embajadores portugueses, era la falta de dinero en el emperador agobiado por las guerras
que sostenía con Francia. Además, aunque todos hablaban del Rey Blanco que vivía en el centro del continente austral,
los sobrevivientes de Gaboto y García —sobre todo después de la resonancia que tuvieron los pleitos de aquél con sus
armadores— rumoreaban las dificultades insuperables que había en la jornada.
Hacia 1534 se sabe en Toledo, residencia estable de la corte imperial, que Don Pedro de Mendoza, noble y
riquísimo cortesano que poco o nada había navegado hasta entonces, pedía “encarecidamente” a Carlos V le concediera
una “jornada a Indias” a su costo. Era un veterano de las guerras imperiales, distinguido en las campañas de Italia y la
toma de Roma; de 35 años (había nacido en Guadix en 1499), pertenecía a la ilustre familia de los Mendoza, duques del
Infantado y marqueses de Santillana, que dieron a Castilla varones tan clarísimos como el cardenal de Toledo, Pedro
González de Mendoza, y el poeta Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Por su alcurnia, Don Pedro
había crecido junto a Carlos V, de quien era gentilhombre de cámara, y recibido la educación esmerada de los tiempos
renacentistas. Vestía, por derecho de sangre y méritos de guerra, el hábito de Santiago; era rico por herencia y por haber
acrecentado su fortuna en las guerras de Italia.
Como tenía méritos para acometer una empresa semejante, lealtad probada al emperador y sobre todo fortuna para
equiparla por su cuenta sin compromiso de las arcas reales ni intervención de mercaderes comanditarios que
deslustrarían el expedición, Carlos V le concedió la conquista y colonización del río de la Plata.

Las capitulaciones de Toledo (mayo de 1534).

El 21 de mayo de 1534 firmó Carlos V en el Alcázar de Toledo, con Don Pedro de Mendoza, Simón de Alcazaba u
el obispo de Plasencia Gutierre Vargas de Carvajal, las “capitulaciones” que dividen las Indias australes “al sur de la
gobernación encomendada (en 1529) al Mariscal Don Diego de Almagro” en tres “adelantazgos”. Los capitula: con Don
Pedro de Mendoza el septentrional extendiéndose al río de la Plata “en todo su curso”; el meridional correspondiente a
la Patagonia, con Simón de Alcazaba; el tercero que tomaría el estrecho de Magallanes y la Terra Australis
prolongándose hasta el polo, con el obispo de Plasencia. Más adelante (en el capítulo “La Patagonia”) veremos la
trágica historia de las dos últimas capitulaciones.
En la de Mendoza, hacía notar Carlos V que le daba el adelantazgo al gentilhombre de cámara “a su insistencia”,
cubriendo su responsabilidad por los riesgos que habría de correr allí. Haría la jornada “a vuestra costa y misión sin que
en ningún momento seamos obligados a Vos pagar ni satisfacer los gastos”; recibía el título de adelantado, con los
cargos de gobernador y capitán general “por todos los días de vuestra vida”; tendría el salario de dos mil ducados
anuales más otros dos mil de ayuda de costas a pagarse “de las rentas e provechos a Nos pertenecientes”; construiría
tres “fortalezas de piedra” en los sitios que creyere conveniente “para guarda e pacificación dela tierra”. Se le
recomendaba especialmente “poner celo en el buen trato y adoctrinamiento de los yndios” y hacerse asesorar en todos
sus actos por clérigos “señalados por Mí, que irán en la jornada”. Reclutaría la “gente” por pregones en Sevilla y los
puertos andaluces, pudiendo repartirle tierra e indios “de acuerdo con las leyes”, y reservarse para sí un feudo de diez
mil indígenas “con tal que no sea en puerto de mar ni cabeza de provincia”. Repartiría con la “gente” los cuatro quintos
de “los tesoros, oro y plata, piedras y perlas que se hubieren por vía de rescate (entrega voluntaria)”, correspondiendo el
quinto restante al monarca; si los conseguía por vía de batalla (botín de guerra) la Real Hacienda le incautaría la mitad,
quedando a los conquistadores solamente los cuatro quintos de la otra mitad, seguramente como medio de evitar el
pillaje y saqueos. Daba franquicias impositivas al adelantado y sus pobladores; les permitía llevar “del Brasil, Cabo
Verde o Guinea” doscientos esclavos negros para ocuparse de tareas inferiores; y ponía la condición de tener un
médico, un cirujano y un boticario pagados por el peculio del adelantado. El emperador designaría los alcaldes y
regidores para administrar justicia o vigilar como tesoreros y contadores la percepción y custodia del quinto real. Si la
“pacificación” se concluía de manera satisfactoria, el adelantado optaría al título de conde.

Empresa militar.

Mendoza hizo por medio de capitanes a sus órdenes, el pregón en Sevilla y puertos andaluces entre julio y agosto
de 1534. se aglomeraban ese año muchos aspirantes a correr aventuras, enriquecerse o simplemente ir al Nuevo Mundo
con tierras, indios y “solar conocido”: en febrero se había expuesto en la Casa de Contratación de Sevilla el tesoro
traído por Hernando Pizarro del Perú, que estimulaba a los ambiciosos. Por eso el rol de la expedición al río de la Plata
fue cubierto sin dificultades: hasta los tripulantes de una nave hanseática solicitaron en su totalidad —eran ochenta
alemanes y holandeses— correr la jornada, y Mendoza, previa autorización del Consejo de Indias por “ser súbditos de
S. M. Imperial”, los inscribió en el asiento. Entre ellos estará Ulrico Schmidel, cronista de la aventura.
Por la capitulación, y la forma de pregonar la jornada, se ve el carácter preponderante militar de la empresa. No se
ordena al adelantado a fundar ciudades sino “fortalezas”, ni va en la jornada un número suficientes de mujeres. Es una
expedición de conquista —de “pacificación” según el eufemismo obligado—, previa a otra empresa colonizadora que
iría más adelante. Alimentos se llevaban pocos, y no consta se cargaran instrumentos de labranza: en cambio se

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embarcan muchos caballos y gran cantidad de pólvora y armas de guerra. Una cédula del emperador motivada por la
deserción de algunos enrolados, confirma el tipo bélico de la empresa: se refiere “a cierta gente de Andalucía… reunida
para la defensa de los lugares marítimos de nuestros reinos”. Las escasas mujeres que iban, esposas de despenseros o
factores, muestran que faltaba el elemento esencial de todo “poblamiento”: la familia del poblador. Los pacificadores se
repartirían indios y tierras junto a las fortalezas que custodiarían; y más tarde cuando estuviesen estabilizadas las cosas
vendrían las mujeres y se fundarían las ciudades.

Explicación del viaje de Mendoza.

¿Qué llevó a Don Pedro de Mendoza, gentilhombre de la Corte, con el empeño que dicen sus capitulaciones, a la
inexplicable aventura de la conquista del Plata? No sería para hacer fortuna, que la tenía considerable; ni gloria, que
sobraba al capitán de Roma; ni por halago del poder en un lejano campamento, a quien era cortesano y amigo del
emperador. Menos buscaría lustre a un oscuro linaje el nieto del marqués de Santillana y primo del arzobispo de Toledo.
Tampoco era la serenidad de la próxima cuarentena la edad de correr aventuras que se emprenden en la primera
juventud o en cincuentena otoñal del Quijote.
El misterio se agranda sin advertirnos que Don Pedro padecía una enfermedad gravísima en su tiempo, sin remedio
en la farmacopea corriente. Había contagiado la sífilis, el tremendo azote estallado, mortífera y repentinamente, en esos
años del Renacimiento. Un mal que obligaba a quienes lo padecían a arrastrarse dolientes y deformados por llagas
purulentas, hasta que inexorablemente sobrevenía la muerte.
La sífilis hizo su aparición en Europa en 1493 durante la guerra de la conquista de Nápoles por Carlos VIII de Francia. Nadie supo de
dónde vino esa enfermedad implacable que diezmó al ejército francés y a la población napolitana: los franceses lo llamaron “mal de Nápoles”,
los napolitanos “morbo gálico”, echándose mutuamente la culpa del flagelo que rápidamente se extendió a toda Europa.
No era francesa ni napolitana, sino española. Era una enfermedad endémica en América (por eso tenía en los indios una forma benigna)
que los compañeros de Colón llevaron en 1493 a los puertos del Mediterráneo. Entre los europeos, cuyos organismos no habían creado
resistencias, tomaría caracteres gravísimos.

No se había encontrado un remedio eficaz a la peste; apenas servían de poco alivio los baños calientes y tisanas
sudoríficas pero no alcanzaban para detener su evolución mortal. Por eso resulta extraordinario el caso de Don Pedro de
Mendoza, que al saberse contagiado del terrible morbo pide “con insistencia” a Carlos V le dé una expedición a las
Indias que él pagaría “a su costa y misión”.
En noviembre de 1535 escribe Mendoza —en el sumario contar Osorio— que llevaba “dieciocho meses en el lecho”, lo que lleva el
principio de su postración a abril del año anterior, precisamente un mes antes de firmar las capitulaciones de Toledo. A comienzos de año debe
haberse encontrado enfermo, y guardado lecho desde abril. En mayo acude en parihuelas —de las cuales no se desprende jamás— al Alcázar de
Toledo a firmar las capitulaciones. Después permanece en el lecho de su propiedad de Valdemanzanos mientras se prepara la empresa; se hace
llevare en parihuelas a la cámara de su nao capitana, la Magdalena, y en el lecho de ella —salvo un descenso en parihuela en la bahía de Río de
Janeiro, y el viaje de Buenos Aires a Buena Esperanza en bergantín— hará toda la jornada. Allí, en el lecho de su cámara de la Magdalena,
morirá en junio de 1537.

Aunque Mendoza hubiese ansiado mayores riquezas que las suyas, o más honores o gloria de los tenidos en
abundancia o se le hubiere despertado una fiebre de las aventuras, no iría a lanzarse en pos de ellas en el momento de
descubrirse la cruel y fatal enfermedad. No es la agonía el tiempo oportuno para iniciar andanzas y aventuras. Lo lógico
hubiera sido encerrarse en su propiedad de Valdemanzanos junto a Guadix, a esperar cristianamente la muerte entre
novenas y limosnas; o emprendido en litera una peregrinación a Santiago a rogar al apóstol un milagro salvador. Pero
nunca hacer lo que hizo: insistir ante el emperador en una capitulación que no tenía fuerzas ni vida para cumplir.
Pero, justamente su enfermedad mortal nos explica por qué quiso ir a Indias “con insistencia”: lo hizo alucinado de
encontrar en el Nuevo Mundo el solo remedio de su mal incurable.
En 1530 Frascator había publicado su libro Syphilo (que precisamente dio nombre a la enfermedad); como muchas obras de medicina de la
época, escrito en forma de poema. Syphilo, indio americano, ha sido herido por el morbo, y ruega a los dioses le traigan un bálsamo que lo cure;
éstos le hacen crecer el guayacán, árbol milagroso cuya resina bebida en tisana devuelve la salud perdida.
El guayacán o “palo santo” era un árbol de América tropical; su resina tiene efectivamente propiedades febrífugas, aunque estaba lejos de
curar la sífilis naturalmente. Por la medicina lanzada por Frascator se tuvo durante mucho tiempo por la panacea que curaba la temible plaga. De
América debería venir, en la idea de muchos, el remedio para el mal americano.

¿Qué cosa más natural que Don Pedro, esperanzado como buen español y crédulo como todo andaluz, hubiese
emprendido la alocada aventura para recoger el guayacán recetado por Frascator? Poco hace a la conjetura que el árbol
creciera en la zona del Caribe (aunque existe la variedad del “palo santo” en la flora chaqueña y paraguaya): no eran
precisas las nociones de distribución de la flora indiana, ni firmes los conocimientos geográficos del Nuevo Mundo.
¿Por qué no podrían buscar el guayacán en el Plata quien creyó en sus capitulaciones que el río conduciría al océano
pacífico? Al saberse condenado, y conocedor del libro de Frascator, Mendoza o su médico el Dr. Hernando de Zamora
que lo acompañó al río de la Plata, rogó “con insistencia” a Carlos V le diera un adelantazgo en Indias e invirtió en la
empresa su inmensa fortuna. Buscaba la vida, y no reparaba en nada. El azar lo trajo al río de la Plata como hubiera
podido llevarle a la Florida donde crecía el árbol milagroso, y en la cual su paisano y hermano de imaginación y
esperanzas, Juan Ponce de León, había buscado veinte años atrás la fuente de la eterna juventud.
Los capitanes y la “gente” (agosto de 1535).

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Alrededor de 1.200 expedicionarios embarcan en once navíos el 24 de agosto de 1535 en San Lúcar de Barrameda.
Nunca había salido a Indias una expedición más numerosa, mejor equipada, ni de capitanes tan seleccionados. Con el
adelantado —que viajaba recluido en su cámara— iba su médico, el Dr. Hernando de Zamora, su hermano Diego de
Mendoza, almirante de la flota; sus sobrinos, Gonzalo de Mendoza y Pedro y Luis Benavídez; los maestres de campo
Hernández de Ludueña y Juan Osorio, el alguacil mayor Juan de Ayolas, los capitanes Alonso de Cabrera, Galaz de
Medrano, Juan de Salazar, Rodrigo de Cepeda (hermano de Santa Teresa de Jesús), y muchos más. También varios
frailes de la Orden de la Merced. Hacinados en las crujías de proa, o amontonados entre los marinantes, iban los
soldados rasos, algunos de los cuales —como Domingo Martínez de Irala— estaba llamado por el destino a un papel
extraordinario.
En las Canarias, en los primeros días de septiembre, el adelantado de las islas, Pedro Fernández de Lugo, agrega
tres naves más con trescientos tripulantes que posiblemente había preparado para su frustrada expedición al Plata. La
demora en alistar el nuevo equipaje se tradujo en incidentes entre los expedicionarios y la gente de las islas.

Schmidel narra el romántico episodio del rapto de una doncella canaria en Tenerife por un tripulante enamorado, que degeneró en una
pendencia entre isleños y conquistadores, y fue motivo de castigos a la “gente”.

En la primera semana de octubre se reanuda el viaje. En la nao Magdalena, de doscientas toneladas, va el


adelantado; le sigue la Sant Antón, también de doscientas, la Santa Catalina, algo menor, la Marañona, de ciento
cincuenta, la Anunciada de ochenta, y después los navíos y carabelas más chicas.

Malestar entre la “gente”.

La enfermedad del adelantado lo mantiene en su cámara, ajeno a la “gente” como un mito invisible. Por esto, y
poco tino de los capitanes, hubo un distanciamiento entre los soldados y marineros de las crujías de proa y los oficiales
del castillo de popa, iniciado en la Magdalena, pero que se contagiaría a los demás buques. Ya hemos dicho que la
demora en Canarias produjo reyertas entre unos y otros. Acaudillaba a la “gente” el joven Juan Osorio, maestre de
campo de la infantería, que —según dijeron al adelantado— aseguraba a los soldados que las cosas mejorarían cuando
se “ahorcase a unos cuantos caballeros (capitanes)” y se devolviese a España al doliente adelantado; entonces la “gente”
iría al Imperio de la Plata sin obedecer más ley que su conveniencia propia. Así, al menos, lo aseguraron haber oído el
alguacil mayor Ayolas y el capitán Galaz de Medrano.

Años más tarde, en un largo pleito para reivindicar la memoria de su hijo, el padre de Osorio demostró la exageración de los informes.
Osorio no había exteriorizado animadversión al adelantado ni el propósito de amotinar la “gente”; solamente había una rivalidad con Ayolas,
Medrano y otros capitanes favoritos de Mendoza.

Lo cierto es que Con Pedro, receloso de que se aprovechase su enfermedad para amotinar la tripulación y temiendo
ser devuelto a España deshonrado y enfermo, dio crédito a los cargos. No procedió correctamente, pues debió llamar a
Osorio a levantar las acusaciones; supuso tal vez que alertado el maestre de campo, o advertida la “gente” el motín
fuese inevitable. Hizo un sumario con las acusaciones de Ayolas, Medrano, los sobrinos de Mendoza, y otros capitanes
enemigos de Osorio, y en el recato de su cámara, sin intervención ni defensa ni siquiera conocimiento del acusado, dictó
la inicua sentencia a ejecutarse cuando las circunstancias lo hicieran conveniente: “que do quiera y en cualquier parte
que sea tomado el dicho Juan Osorio, mi Maestre de Campo, sea muerto a puñaladas o a estocadas o en cualquier forma
que lo pudiera ser, las cuales sean dadas hasta que el alma le salga de las carnes…”

Muerte de Osorio (3 de diciembre).

Sigue la navegación sin más incidencia que el extravío de la Marañona, que perdida la conserva irá a dar a Santo
Domingo, y las calmas ecuatoriales combatidas por los marineros con oraciones a su patrona, Nuestra Señora del Buen
Aire, dispensadora del viento que abrevia los viajes.
El 30 de noviembre Mendoza ordena a la Magdalena y tres naves, recalar en la bahía solitaria de Río de Janeiro,
mientras el resto seguiría al Plata al mando de Don Diego y esperaría en el islote San Gabriel, pintado en los portulanos
del río. El pretexto era renovar agua y provisiones, pera la realidad desembarazarse de Osorio.
El 3 de diciembre el adelantado se hace bajar a una playa solitaria, donde levanta su tienda de campaña. Hace llamar a Osorio, y mientras
habla con él, Ayolas y Medrano toman al maestre de campo de los brazos; Ayolas saca a Medrano su daga y la hunde tres veces en la espalda de
Osorio. Éste cae implorando confesión, que Ayolas contesta: “¡No traidor, que no hay confesión para Vos!”

El cadáver es expuesto con un cartel infamante: “A éste mandó a matar Don Pedro de Mendoza por traydor y
amotynador”. Así —antes de llegar al río argentino— termina el primer caudillo y queda dominado por un acto de
injusta, aunque tal vez imprescindible energía, la primera inquietud de la “gente”.
Diríase que el fantasma de Juan de Osorio siguió a los conquistadores como una maldición. Las trágicas horas a
vivirse en breve, el desgraciado fin de Mendoza, Ayolas, Galaz de Medrano, y los Benavídez, enemigos jurados del
maestre de campo, parecieran debidas a su muda acusación.
Fundación de Santa María del Buen Aire (febrero de 1536).

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A principios de enero (de 1536) llegan la Magdalena y las naves que recalaron en Río de Janeiro al río de la Plata.
Encuentran en el islote San Gabriel (frente a la actual ciudad de Colonia) al resto de la flota. Diego de Mendoza había
aprovechado la espera haciendo explorar el estuario, y encontrado en la costa occidental una excelente caleta para
reparar las naves antes de la navegación río arriba: un angosto pero profundo riacho, que a media legua de su
desembocadura se ensanchaba en una ensenada de buen fondo.
Don Pedro ordenó trasladarse allí el 2 de febrero aproximadamente. Las naves, aun las de gran calado, entraban con
facilidad en el riachuelo y podían acodarse en la ribera de la ensenada. Era el lugar ideal para el reparo. Junto a la
ensenada alza uno de los reales o fortalezas ordenadas en la capitulación: así nace a orillas del riachuelo de los Navíos
el real de Santa María del Buen Aire.
No era una “ciudad” y debe dejarse claro. Mendoza no tenía atribuciones para fundar “ciudades”, que son en el derecho español algo muy
serio: exigen un cuerpo de vecinos libres, una milicia autónoma, un cabildo donde los alcaldes distribuyen justicia y los regidores administran el
común. Debe haber, y es de la esencia urbana, un reparto de tierra e indios a los vecinos “feudatarios”. Exigen, en fin, una fecha precisa de
fundación, un acta fundacional, una ceremonia solemne junto al rollo de la justicia. Nada de eso hubo en Santa María del Buen Aire, nadie
reparó en la fecha de su “fundación” (se discute si fue el 2, 3, 4 ó 5 de febrero), se omitió la ceremonia, no se levantó acta, no se repartieron
solares, ni tierra ni indios.
Con propiedad no puede llamarse a Don Pedro de Mendoza fundador de la “ciudad” de Buenos Aires, mérito que corresponde
exclusivamente a Juan de Garay cuarenta y cuatro años más tarde. Lo erigido ese día de febrero de 1536 junto al Riachuelo era un real para
cuidar el apostadero donde desarmarían algunas naves grandes a fin de construir bergantines y embarcaciones menores que remontasen el río.

¿Dónde estuvo emplazada “Santa María del Buen Aire”?

Existen testimonios para fijar el sitio donde estuvo emplazado el real, fuera de las ilustraciones del libro de
Schmidel que lo ponen junto al agua: Fernández de Oviedo dice que estaba junto a “un río pequenno que no entra al río
grande”; Ruy Díaz de Guzmán que metió el adelantado sus naves en el Riachuelo de los Navíos “del cual media legua
arriba levantó una población que puso por nombre Santa María”; Estopiñán Cabeza de Vaca vio el reducto o poblado
“en la entrada misma del puerto”; en correspondencia e informaciones se menciona la “ensenada” junto a la cual estuvo
Santa María del Buen Aire media legua arriba de la desembocadura del Riachuelo. Éste desemboca entonces por dos
brazos: el más profundo —y sólo navegable— ha desaparecido y corría por donde hoy está la Dársena Sur y el dique
Uno hasta llegar en el río a la altura de la calle Independencia; el otro —tapado entonces por camalotes— seguía el
curso actual. Ambos brazos se separaban a la altura de la actual “ribera” en el recodo de Pedro de Mendoza.
Madero y Groussac suponen que la “ciudad” debió estar en la ensenada de la Vuelta de Rocha, pero dista más de media legua de la
desembocadura del brazo norte; para armonizar la ensenada con la “media legua” interpretaron que ésta debió contarse en línea recta de la
“ciudad” a la desembocadura. Pedro Díaz de Guzmán habla de “media legua arriba”, es decir, navegando; y además la ensenada actual de la
Vuelta de Rocha es una construcción artificial muy posterior.
Al celebrarse en 1936 el cuarto centenario de la “fundación de la ciudad de Buenos Aires”, una comisión académica resolvió el emplazamiento
de la “primera ciudad” en el parque Lezama o el vecino alto de San Telmo, por ser lugares elevados “y los españoles fundaban sus ciudades en
lugares altos y bien elevados”. Había una evidente petición de principio, pues para esa deducción había que establecer la premisa de haberse
fundado una ciudad, que por índole no podía construirse en el terreno bajo y anegadizo junto al Riachuelo. Pero tampoco el parque Lezama ni el
alto de San Telmo quedaban “en la entrada misma del puerto” ni “a media legua arriba” de la boca del brazo principal, ni junto a una
“ensenada”; todo se arregló contando la media legua en línea recta “arriba” de la boca, y suponiendo que por dominar la población desde su
altura, Estopiñán Cabeza de Vaca pudo exagerar que “estaba en la entrada misma”. A la “ensenada” prefirieron dejarla a la imaginación de
Diego y Pedro de Mendoza.
Hubo un académico que muy seriamente aportó una prueba decisiva: un mapa del siglo XVIII donde el alto de San Telmo aparece llamado
alto de San Pedro “sin duda que el recuerdo de Don Pedro”; y por eso informó “que la ciudad de Buenos Aires… se levantaría en el lugar que
después se llamó Alto de San Pedro”. No sabría que el nombre completo de San Telmo es San Pedro Telmo, y decir San Pedro o San Telmo es
lo mismo.

Si nos atenemos a los testimonios y contamos la media legua que dice Díaz de Guzmán desde la boca del brazo
desaparecido y a través del curso que entonces tenía el Riachuelo, llegamos a la altura de las actuales calles Pedro de
Mendoza y Pinzón. Precisamente allí se separaban ambos brazos y, por tanto, se formaría la “ensenada” que gustó a
Diego de Mendoza. Allí en la ribera de la calle Pedro de Mendoza debió estar el “puerto” donde anclaron o acodaron
las naves del adelantado. Y a su lado, “a la entrada del puerto”, el real.
Mendoza buscaba un “buen reparo” como dice, y lo protegió en tierra por una fortaleza. No debió importarle que el terreno fuese alto o
bajo, seco o anegadizo; lo principal era el “puerto”, lo accesorio el real protector. Es absurdo suponer que puso la fortaleza lejos del puerto. Y
debe tenerse en cuenta que Mendoza no bajó nunca —no hay constancia por lo menos— al real y vivió en la nao Magdalena todo el tiempo de
su estada en Santa María del Buen Aire.

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Santa María del Buen Aire.

“Buen Aire” en singular (el plural vendría después) fue nombre del puerto y del real. Era una imagen venerada en
el Mediterráneo cuya devoción se había extendido a los puertos andaluces: podía tenérsele por patrona de los marineros
de Sevilla y Cádiz.
¿Por qué ese nombre? Puede presumirse un voto a la Señora de los Vientos al atravesar las zonas calmas del
ecuador, sugerido tal vez por los mercedarios que lo acompañaban; la Orden de la Merced había erigido su culto —la
Madona di Bonaria — en una ermita de Cagliari, en Cerdeña. Con todo resulta curioso que Don Pedro, aristócrata y
hombre de tierra, eligiese precisamente una Virgen de marinantes plebeyos para rendir el primer homenaje en su
adelantazgo. ¿Quería congraciarse “con la gente” después de la ejecución de Osorio?

El real.

El “puerto” encontrado por Don Diego era excelente y la Magdalena pudo entrar sin dificultades no obstante sus
doscientos toneles a la ensenada formada por los dos brazos del Riachuelo al abrirse. Hay conjeturas que estuvo
“atracada” a la ribera; si no fue así, no debió anclar a mucha distancia. Junto a la nao capitana Marañona, como dijimos,
se había extraviado.
Junto al “puerto” se levantó el real para servir de protección, almacén y taller. Una pared de barro apisonado,
llamada exageradamente “la muralla”, formaba un cuadrado de 150 varas de lado (una cuadra castellana); más tarde,
cuando los montes del delta proveyeron maderas, se lo reemplazará por una palizada de espinillo y ñandubay. Algunos
versos (cañoncitos de bronce) imponían respeto desde las troneras abiertas en la muralla. Dentro estaban los corrales de
caballos, pues resultó peligroso por los abundantes jaguares dejarlos afuera, la casa fuerte de barro con techo de totora
que servía de depósito para armas e instrumentos, las chozas de los guardias, casa de los padres mercedarios (cada una
con su altar) y una pequeña plaza o patio de armas. Todo en una cuadra cuadrada, que hubiera significado hacinamiento
si los mil quinientos hombres de la expedición hubiesen habitado el real; pero sólo lo hicieron los guardias, calafates y
sacerdotes; la mayor parte de los expedicionarios —Don Pedro entre ellos— no dejaron las naves.
No era de piedra, como prevenían las capitulaciones: no la había en las cercanías y debió suplirse con barro. Más
tarde se harían hornos de ladrillo para dar mejor apariencia y solidez a la fortaleza. Por ahora lo importante era quedar
allí, como fuese, para construir y calafatear los bergantines y goletas requeridos por la navegación fluvial, esperar a la
Marañona extraviada en el mar, y recibir las naves de socorro que debieron salir de San Lúcar a poco de la flota.
Aquella tardará en llegar, éstas no arribarían nunca.

La vida en Santa María del Buen Aire.

Mientras se calafateaban las embarcaciones que remontarían el Paraná a remo o a la sirga, se hizo necesario encontrar
alimentos. En su optimismo, Mendoza no había embarcado víveres, y durante el viaje debieron racionarse la galleta,
garbanzos y bacalao con su extraordinario de vaca salada los domingos, que eran el condumio de a bordo. Ahora, en
tierra, la cocina no mejoraba: apenas si consiguieron de los indios —que Schmidel llama querandíes y se los supone
una parcialidad de los pampas— algunas libras de carne fresca de guanaco y avestruz que no resultaron suficientes.
Debióse salir a ballestear, aunque la pradera inmensa ofrecía poca caza. El adelantado, a quien los dolores no quitaban
el apetito ni la delicadeza del paladar, exigía perdices: “docena y media de perdices y codornices de la tierra comía el
Señor Don Pedro” dice Schmidel, y había que satisfacerlo. Más adelante se recorrió la costa en procura de los muchos
lobos marinos que daban la carne más abundante y sabrosa de la región.
Era una vida llena de peligros. De hombres y de fieras. Los indios no se mostraron comprensivos con los discursos de
los misioneros, y no solamente se negaron a llevar sus niños a las escuelas donde los padres mercedarios les enseñaban
la “doctrina”, sino que se cansaron de dar provisiones sin recibir nada a cambio. No se entusiasmaban con los vidrios y
cuentas de colores como los indígenas encontrados por Colón en el Caribe. Estos del Plata querían las espadas,
arcabuces o ballestas, y no era posible satisfacerlos. Cuando se les exigió los alimentos en forma perentoria,
respondieron con flechas envenenadas o peligrosos tiros de sus bolas de piedra. Se hizo arriesgado salir a ballestear, no
sólo por los indios sino por los muchos jaguares que se escondían entre los juncos y totoras del Riachuelo, y cuya
acechanza mortal no sabían evitar los españoles. Pues atraídos por los caballos, que no sabían defenderse de estos
extraños enemigos, los “tigres” llegaron a ser tan numerosos en las inmediaciones del Buen Aire, que impusieron un
sitio en regla al real, tan temible, y más constante, que el hecho después por los indios. En las noches —dicen las
crónicas— saltaban las tapias para caer sobre un caballo del corral o alzarse algún grumete descuidado. Tiempo
después, durante el gobierno interino de Ruiz Galán, al ir el adelantado río arriba, el castigo habitual era el abandono en
el campo “para ser comido por los tigres”.

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Combate de Luján (15 de junio).

Al mes de instalados se sintió la angustia del hambre. Don Pedro, que en la cámara de la Magdalena se distraía
leyendo a Erasmo y a Virgilio, de que el Dr. Zamora no encontraba el guayacán entre los arbustos de la zona, ordenó a
principios de marzo dos excursiones en busca de alimentos: su sobrino Gonzalo de Mendoza iría a Brasil en el galeón
Santa Catalina, y una columna de doscientos hombres saldría a las islas del delta. Gonzalo partió, y por mucho tiempo
no se supo de él; los doscientos volvieron diezmados y desmoralizados por los combates con los temibles indios.
Mendoza dispuso un “castigo ejemplar” para éstos, que demoró hasta junio.
En mayo los calafates tuvieron aparejados tres bergantines; con ellos salió Ayolas río arriba con trescientos
hombres. No bien el alguacil mayor se pierde en el horizonte, como la situación del real era crítica por falta de
alimentos, el adelantado ordena el diferido “castigo ejemplar” par que los indios supieran quiénes eran los nuevos
señores de la tierra, y de paso quitarles los alimentos. Es una columna de 300 hombres de infantería y 30 de caballería
con las mejores armas del almacén, conducida por Don Diego de Mendoza “el almirante”, sus sobrinos Pedro y Luis
Benavídez y los más destacados capitanes. El escarmiento debería ser ejemplar. El 15 de junio, día de Corpus-Christi,
avistan unas tolderías cerca de la desembocadura del río Luján y las atacan; pero los naturales se defiendes bravamente,
y el almirante, los dos Benavídez, Galaz de Medrano y todos los capitanes pierden la vida con gallardía y mala suerte.

Entre los enrolados de la expedición hubo un Pedro Luján, que, dicen algunos, pudo morir en este combate y haber dado nombre al río.
Resulta extraño se prefiriese su oscuro apellido al de tantos capitanes de nombradía caídos allí, entre ellos el hermano del adelantado. Es más
probable que el nombre sea una castellanización de la voz indígena Huyan o Sehuyan, denominación de una tribu cercana.

La derrota desmoralizó a los españoles y excitó a las tribus indias que se llamaron desde lejos con sus tambores de
guerra. Se formó algo así como una confederación de pampas que convergieron sobre el real y los navíos, atacándolos
con flechas de fuego que incendiaban los techos de paja y las combustibles embarcaciones de madera y brea. No
obstante, los españoles resistieron el ataque indígena.
Durante el sitio, el hambre llegaría a extremos penosos. El adelantado había prohibido matar caballos por ser indispensables para la guerra,
y tres soldados fueron ahorcados por comer uno. Cuenta Schmidel que otros tres, por la noche, llegaron al lugar donde pendían los ahorcados y
los comieron a su vez.

El ataque de los indios no se prolongó. Sea porque creyeron cumplida su venganza, o por la denodada resistencia
de los españoles que causaban estragos en sus filas con los versos y arcabuces, los indios se retiraron a fines de junio tan
repentinamente como habían venido. La situación no mejoró por eso, pues poco se encontraba de comer. Para peor las
dolencias de Don Pedro, debido a las angustias e incomodidades del sitio, se agravaron hasta el extremo de desfallecer y
pensar en el regreso a España para morir allí. Redactó su “pliego de mortaja” dejando a Ayolas como sucesor en el
adelantazgo, y ordenó el regreso en la Magdalena seguida por la Sant Antón. Pero la misma noche que estaba dispuesta
la partida, entraron al Riachuelo los bergantines de Ayolas entre alegres salvas de artillería por venir provistos de
bastimentos y buenas noticias. El adelantado resolvió esperar un poco más.

El viaje de Ayolas río arriba (abril a julio).

El alguacil mayor había navegado a la sirga y a remo por la ruta de Gaboto y García —brazo Carabelas, arroyo de
las Tortugas, Paraná Guazú— donde encontró guaraníes amigos que le proveyeron con abundancia de comida e
informes sobre las tierras de la plata. Pasó por las ruinas de Sancti-Spiritu, entró en el río Coronda (brazo del Paraná), y
a la altura de la laguna del mismo nombre —posiblemente en el emplazamiento de la actual ciudad de Coronda—
levantó el 15 de junio, el mismo día del combate desastroso del río Luján, la segunda fortaleza o real del adelantazo que
llamó Corpus-Christi en homenaje a la fecha. Como Santa María del Buen Aire, consistía en una empalizada que
protegía unos ranchos de totora y barro. Había dejado en Corpus-Christi cien hombre al mando de Gonzalo de
Alvarado, al volver para aliviar la situación de Buenos Aires (ya la costumbre había pluralizado el nombre) y convencer
a Mendoza de ir hasta allí.

Río arriba (agosto).

Ayolas habló con entusiasmo de la tranquilidad que reinaba río arriba, agitó la proximidad de las sierras de plata y
tal vez la posibilidad de encontrar en los nutridos bosques corondinos el esperado guayacán. Mendoza propuso el
regreso a España: haría un esfuerzo y acompañaría a Ayolas a Corpus-Christi con la mayor parte de la gente.
Casi todo Buenos Aires, en número de cuatrocientos, fue embarcado en las goletas de Ayolas y los navíos que se
juzgaron aptos a navegar contra la corriente. Tan sólo quedaron en el inhóspito puerto, al cuidado de Francisco Ruiz
Galán y cien hombres, la Magdalena, la Sant Antón y las naves que por su calado y peso no podían llevarse a la sirga
por el Paraná.
El nombre Paraná significa en guaraní “pariente del mar”, o “parecido al mar”: así lo llamaban los indios al estuario por semejanza con un
mar.

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Los españoles llamaban Plata tanto al estuario como al actual río Paraná, porque lo suponían el camino a las sierras de la plata. En tiempos
de Mendoza empezó el trastrueque de llamar Plata solamente al estuario y Paraná al río.

Salieron a principios de agosto. De los mil quinientos hombres, apenas quedaban seiscientos: cien en cada una de
las guarniciones de ambos reales, y cuatrocientos embarcados. Los demás habían muerto por las guerras o el hambre, o
no se sabía su paradero como los tripulantes de la Santa Catalina y la Marañona.
Las sirgaduras por el Paraná resultaron penosísimas. Tal vez los bateles fueran demasiado cargados, o su peso y
desplazamiento no facilitaban la maniobra; lo cierto es que el lentísimo avance a sirga y remo se hizo a costa de gran
esfuerzo. No había alimentos, pues Mendoza ordenó almacenar en Buenos Aires los traídos de Corpus- Christi, a fin de
servir a quienes esperaba de España, y Ayolas había asegurado con excesivo optimismo que encontrarían comida y
buen trato en los indios de las islas. Empezó el hambre al par de la fatiga: los conquistadores, hacinados en las crujías,
morían de inanición o caían de fatiga al esforzarse en los remos o la sirga. Los muertos se tiraban por la borda a los
yacarés cebados que seguían el cortejo, mientras otros remeros reemplazaban en el esfuerzo hasta caer a su vez. Apenas
doscientos sobrevivientes llegaron a Corpus-Christi en septiembre, tras un mes de tremendas penurias.

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Más allá (octubre)

Encontraron en Corpus-Christi a todos enloquecidos; había llegado el real español, Jerónimo Romero,
sobreviviente de la expedición de Gaboto y compañero del capitán Francisco César en su viaje extraordinario, que
perdía la razón vagaba por la tierra hacía ocho años. Contaba cosas fabulosas: había estado con César en las tierras de la
plata y conocido personalmente al Rey Blanco que vivía en un palacio de plata y vestía un traje imbricado en metal.
Todos quisieron creerle; nadie reparó en sus ojos alucinados ni en la exaltación sospechosa de su lenguaje. Como
Romero se ofrecía a llevarlos personalmente hasta el Rey Blanco, todos, los de Corpus-Christi y quienes acababan de
arribar del fatigoso y dramático viaje, quisieron seguirlo.
Mendoza no pudo acompañarles; el viaje y sus dolencias lo tenían agotado. No encontró en la laguna de Coronda el
alivio esperado, pero resuelto a mantenerse vivo hasta que trajesen el guayacán buscó un emplazamiento mejor para
levantar un tercer real cinco leguas más abajo; lo llamó Nuestra Señora de la Buena Esperanza para significar que no
se daba por derrotado. Allí esperaría el regreso de Ayolas que con Romero y la mayor parte de la gente siguieron viaje
al reino de la plata.
No pudo quedarse Mendoza mucho tiempo en Buena Esperanza. No era lo mismo su lecho de la Magdalena que el
catre improvisado de hojas de palma donde se revolcaba de dolor en el real. El Dr. Zamora le repitió una vez más que
era tiempo de volver, si quería morir en su tierra y ser enterrado con sus padres en la capilla familiar de Guadix. Ya
había esperado demasiado el bálsamo de Frascator: si el Rey Blanco se lo obsequiaba a Ayolas y éste lo traía a Buena
Esperanza, podía despachársele en un navío hasta Buenos Aires o alcanzárselo en el viaje a través del océano.
El adelantado se resuelve a dejar a Gonzalo de Alvarado en Buena Esperanza y a Carlos Douvrin en Corpus-
Christi, con una pequeña guarnición de dos docenas de hombres en total. Se vuelve río abajo a Buenos Aires a disponer
el regreso a España. Llega al Riachuelo el 1 de noviembre; encuentra allí la nao Santa Catalina, que conducida por su
sobrino Gonzalo había salido para Brasil en junio en busca de alimentos. Los había traído, pero algo más también:
algunos habitantes de Santa Catalina que mucho sabían de la tierra. Don Pedro oyó de boca de uno de ellos, Hernando
de la Ribera, algunas dolorosas verdades: no podría alcanzarse por el río las sierras de la plata, y si a Ayolas se le
ocurría dejar las naves e internarse en el Chaco, perecería irremediablemente a manos de los feroces paraguás que
aniquilaron a Alejo García.

Regreso y muerte del adelantado (junio de 1537).

Envió entonces, el 15 de enero de 1537, en una goleta con cien hombres a Juan de Salazar Espinosa y Hernando de
la Ribera para alcanzar a Ayolas y advertirle el peligro. Tal vez en la esperanza de un regreso de su lugarteniente, y que
hubiese encontrado algo para detener la muerte próxima, pasó el último verano en Buenos Aires. Finalmente ante los
insistentes ruegos del Dr. Zamora, se decidió a zarpar. El 20 de abril dictó al escribano su testamento: dejaba a Ayolas
el adelantazgo, que en su ausencia gobernaría Ruiz Galán. Dictó una sentida carta de despedida a Ayolas: “os dejo por
hijo… no me olvidéis… me voy con seis o siete llagas en el cuerpo, cuatro en la cabeza y otra en la mano que no me
deja escribir ni aun firmar”. Como última esperanza encarga a Ruiz Galán que si regresaba Ayolas y trajese algo para él,
despachase tras su estela una rápida nave.
Dos días después la Magdalena salió del Riachuelo. No llegará Mendoza a España: morirá en el mar, a la vista de
las islas Terceras, el 23 de junio.

2. IRALA, EL CAUDILLO

Entrada de Ayolas al norte (octubre).

Desde Buena Esperanza, en octubre de 1536, Ayolas había ido río arriba con tres pequeñas embarcaciones, una
carabela y dos bergantines; iba con ellos Romero que rebosaba de optimismo de encontrar el imperio del Rey Blanco.
Sin reparar las fuerzas después de la tremenda prueba de la jornada desde Buenos Aires, salía empresa con los ciento
treinta hombres más recios que quedaban. Al mando de uno de los bergantines va Domingo Martínez de Irala,
guipuzcoano a quien la sed de aventuras o alguna malandanza habían llevado a Andalucía y movido a enrolarse de
soldado raso en la expedición: en ella mostró su resistencia física, coraje, buena cabeza y prestigio en la gente.
Dificultosa es la navegación Paraná arriba, coronada por una tormenta que destrozó la carabela. Ayolas debe hacer
seguir a pie a parte de la gente por una región de indios inhóspitos; remonta así, cien leguas el Paraguay (“río de los
paraguás”) sin encontrar rastros del Rey Blanco. Como advierte que el curso se inclina a naciente, alejándolo de las
ansiadas sierras de occidente, resuelve internarse por tierra hacia el noroeste. En una ribera que le pareció a propósito,
construyó el 2 de febrero (de 1537) una fortaleza de palos y barro —Nuestra Señora de la Candelaria— que servirá de
base. Quedarían allí los bergantines con Irala y los 33 hombres en peores condiciones, mientras él con el alucinado
Romero como guía y cien o ciento veinte caminantes, iría a través del Chaco. Da con un indio que, según tradujo
Romero, aseguraba haber acompañado a Alejo García y se ofreció a acompañarles al Reino de la Plata. Jornada
penosísima, abriéndose camino por la selva a filo de espada, casi desnudos, las botas y trajes destrozados, sin más
vestigios que la condición de españoles que la espada en el puño y la cruz colgada del cuello.

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Irala debía esperar cuatro meses en Candelaria; más tiempo no resistirían los bergantines la carcoma de las aguas
tropicales. Si pasado ese tiempo no volvía el alguacil mayor, era señal de haber muerto. Entonces regresaría río abajo, a
Buena Esperanza o Buenos Aires, a informar al adelantado, reparar las embarcaciones e intentar una nueva entrada.

Juan de Salazar. El “real” de Asunción (agosto de 1537).

Tras las huellas de Ayolas, remontaba el río la gente enviada por Mendoza con las malas nuevas aportadas en Santa
Catalina de ser vana y peligrosa la empresa del Reino del Plata. La mandaba Juan de Salazar, capitán del rey; sufrirán
penalidades de la navegación río arriba, y la enemistad de los paraguás. Tal vez por eso Salazar se encontró
reconfortado al arribar, en la costa occidental del Paraguay, a una apacible y profunda bahía junto a un cerro, habitada
por los mansos carios, indios agricultores y pacíficos. Se prometió al regreso levantar un fuerte allí.
El 23 de junio, precisamente el día que moría Mendoza a la vista de las islas Terceras, llegó Salazar a Candelaria.
Irala nada sabe del alguacil mayor, y ambos se internan a buscarlo para volver enseguida por la dificultad de marchar en
la selva. De común acuerdo resuelven que Irala quedase un tiempo más en Candelaria a la espera de Ayolas, mientras
Salazar vuelve a la tierra de los carios. Así lo hacen: 15 de agosto (1537) Salazar levanta en la bahía cercana al cerro —
que los indios llamaban Lambaré — una fortaleza o real para servir de “reparo y amparo” en la conquista: la llama
Nuestra Señora de la Asunción por la festividad del día.
Convencido Salazar de haber muerto Ayolas, entiende que Ruiz Galán, dejado por Mendoza al mando del real de
Buenos Aires, debe ser el jefe del adelantazgo. Lo va a buscar a Buenos Aires; consigue llevarlo allí con la mayor parte
de las guarniciones de Buenos Aires y Buena Esperanza (Corpus-Christi había sido levantada). La fortaleza de
Asunción será en adelantes la cabecera del adelantazgo.

Alonso de Cabrera.

Cabrera había sido de los expedicionarios salidos con Mendoza del puerto de San Lúcar en 1534, pero su buque, la
Marañona, viajó retrasado, perdió la conserva y fue a dar a Santo Domingo. De allí debió volver a España a repararse.
A fines de agosto de 1537 arribó a San Lúcar la Magdalena con la noticia de la muerte del adelantado en alta mar y el
informe sobre la situación de los sobrevivientes en las “tierras de la Plata”. El Consejo de Indias dispuso la salida de
una expedición de socorro (había dudas de encontrar alguien con vida) de la que Alonso de Cabrera sería veedor,
equivalente a inspector, entregándole una real cédula de Carlos V que proveía la gobernación interina.

Real cédula de autonomía (12 de septiembre de 1537).

Las noticias de la Magdalena movieron a Carlos V, tal vez sin anuencia de los doctores de su consejo, a dejar por el
momento en la “gente” la elección de su gobernante, si Mendoza no había dispuesto sucesor. La real cédula establecía
que en ese caso:
“Hagáis juntar los dichos pobladores (estaba dirigida a Cabrera) y los que de nuevo fuesen con Vos, y habiendo jurado elegir persona qual
convenga a Nuestro servicio y bien de dicha tierra, elijan por Gobernador en Nuestro nombre, y Capitán General de aquellas provincias, a
persona que según Dios y sus creencias parezcan más suficientes para el dicho cargo, y la persona que así eligiesen todos en conformidad, o la
mayor parte de ellos, use y tenga dicho cargo… con toda paz y sin bullicio no escándalo.

El monarca entendía las cosas indianas: dejaba la elección del jefe a la “gente”, y ambas finalidades —“qual
convenga a Nuestro servicio” y en “bien de dicha tierra”— las reducía a una sola, que sería mejor interpretada por los
pobladores que por los capitanes. Más tarde el Consejo de Indias la dejaría de lado, pero la real cédula de 1537
subsistiría para los casos de vacancia del adelantazgo y posteriormente de la gobernación. También se invocaría para
expulsar un adelantado —Álvar Núñez Cabeza de Vaca en 1544— por no tener la simpatía de la gente.
En noviembre de 1537 sale Cabrera de España con la real cédula de autonomía y la expedición de socorro. El viaje
es accidentado: en la boca del Plata pierde en abril la mayor parte de las naves, y la Marañona naufraga a la entrada del
Riachuelo. Con todo, consigue llegar a Asunción; como no había seguridad de la muerte de Ayolas, se limitó a quitar el
gobierno a Ruiz Galán y entregarlo a Irala, que gobernaría “en ausencia de Ayolas”, heredero establecido de Mendoza,
por los poderes que le había dejado a Irala el alguacil mayor. Irala, que está en Candelaria, es mandado a llamar a
Asunción, y al darle el gobierno le previene que en caso de tener noticias de la muerte de Ayolas convocase a los
pobladores a elegir gobernador conforme a la real cédula.

Muerte de Ayolas (1538).

Establecido Irala en el gobierno, tienta otra entrada con 280 hombres en busca de Ayolas. Por tierra llega a
Candelaria, donde adquiere la certidumbre de la muerte del alguacil mayor por un indio sobreviviente de su expedición.
Efectivamente, guiado por Romero, Ayolas había entrado hondamente en el Chaco y llegado al país de la plata,
habitado por los charcas del altiplano; hizo allí un rico botín de metal y dispuso el regreso a Candelaria, donde habría
arribado en marzo de 1538, a los trece meses de su partida. No encontró a Irala ni esperaba encontrarlo por haber
excedido en mucho el plazo de cuatro meses, pero en una calabaza, bao una cruz, halló cartas de su teniente con las

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indicaciones para guiarse hasta Asunción. No llegó allí. A poco los paraguás lo mataron —a él y los suyos—, al parecer
incitados por Romero; solamente se salvó el indio que trajo la noticia de Irala.

Despoblamiento de Buenos Aires (junio y julio de 1541).

La muerte de Ayolas puso en funcionamiento la real cédula. Irala fue elegido gobernador: en Asunción había el
partido de “los oficiales” con Ruiz Galán y Salazar, que esperaban un nuevo adelantado a venir de España, mientras “la
gente” y Alonso de Cabrera con ellos se pronunciaron por Irala.
De allí el pensamiento de éste de fundar una ciudad o “república”. Significaba dar legalidad a los “vecinos”,
derecho a repartirse los indios en encomiendas, constituir una milicia autónoma y tener autoridades propias sin
intervención de ultramar. Pensó hacerla en Asunción y ordenó concentrar allí las guarniciones de los reales de Buenos
Aires y Buena Esperanza. Para eso fueron, a principios de 1541, Irala y Cabrera a Buenos Aires, cuyo estado era
lamentable; entra mayo y junio la desmantelaron y trasladaron; no pudieron llevarse los caballos alzados que habían
aprendido a defenderse de los tigres y reproducido en gran cantidad. Fueron dejados —en Buenos Aires y en la isla San
Gabriel— bajo cruces de madera a fin de llamar la atención, advertencias para quienes entrasen en el río de cómo hallar
el rumbo a Asunción.

Se funda la ciudad de Asunción (septiembre).

Dice Díaz de Guzmán que reunidas las guarniciones de Buenos Aires y Asunción en el asiento de esta última
“fueron recogidas y agregadas en forma de república”: el 16 de septiembre quedó instalada la “ciudad” de Nuestra
Señora de la Asunción con su cabildo y autoridades. Junto al antiguo fuerte se delinearon las calles y repartieron los
solares y los indios en “encomiendas”.
Para elegir el cabildo, Irala ordena que los vecinos votasen dos nombres como “electores”, éstos a su vez
designarían diez “personas idóneas” y entre ellas se insacularían los cinco regidores del primer cabildo asunceno. Por
sorteo entre los vecinos se elegiría un alcalde —que resultó Juan de Salazar— y un alguacil mayor.
La creación de una ciudad o “república” significaba, como hemos dicho, liberarse en cierta manera de los
gobernantes nombrados desde España. La gente, convertida ahora en “milicia” vecinal, adquiría independencia. Bien lo
sabría dentro de poco el segundo adelantado, Álvar Núñez Cabeza de Vaca.

Álvar Núñez.

El 10 de marzo de 1540, sin conocer aún la muerte de Ayolas, concluía el rey con Álvar Núñez Cabeza de Vaca
una capitulación otorgándole a éste, en caso de comprobarse el fallecimiento del sucesor de Mendoza, el adelantazgo
del Río de la Plata.
Notables e increíbles habían sido las hazañas de Álvar Núñez en el Nuevo Mundo que le permitieron aspirar al
adelantazgo. Tesorero de la desgraciada expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida en abril de 1528, padeció las
guerras, naufragios y hambres de esa jornada. Desaparecido el jefe, Cabeza de Vaca tomó el mando de los quince
sobrevivientes obligados a convivir con los indígenas en las costas de Texas. Cinco años habitó entre ellos convertido
en médico por algunos conocimientos empíricos de medicina y cirugía, hasta conseguir escaparse solo. Caminó hacia el
norte; fue el primer europeo en pisar la zona del oeste de los actuales Estados Unidos, recorridos durante meses, hasta
que en julio de 1536 consiguió llegar a México. De regreso a España, había tropezado en las islas Terceras con la nao
Magdalena y sabido de la muerte de Mendoza. Allí, en el Río de la Plata, había un teatro vacante para sus aventuras y lo
solicitó al emperador en pago de sus servicios.

La capitulación de Álvar Núñez (marzo de 1540).

Asociado con Martín de Orduña, que pondría el dinero para la expedición, gestionó Cabeza de Vaca durante tres
años la sucesión de Mendoza. De derecho le pertenecía a Ayolas por testamento del adelantado, pero nada se sabía del
alguacil mayor partido hacia el norte y al parecer desaparecido. Finalmente en marzo de 1540, como hemos visto, se
firmó la capitulación. En ella se lo nombraba adelantado, sin derecho a la sucesión, de las tierras que descubriese y
poblase fuera de los límites del adelantazgo concedido a Mendoza y que le pertenecían a Ayolas; pero en caso de
confirmarse la muerte de éste reuniría a la suya la zona de Mendoza. Finalmente retendría la isla de Santa Catalina para
España con el título de gobernador.
Fue la de Álvar Núñez una expedición de poblamiento y organización municipal. Se le ordenaba la fundación de
ciudades —no ya fortalezas— con sus alcaldes “elegidos por los pueblos” para distribuir justicia en la planta urbana.

Jornada de Álvar Núñez (diciembre).

En dos naves mayores y una carabela que llevaban 400 hombres, inició Cabeza de Vaca su jornada. Iban muchos
que dejarían nombres en la conquista; Ñuflo de Chávez, Martín Suárez de Toledo, Pedro Dontes, Alonso Riquelme de
Guzmán, Pedro Estopiñán Cabeza de Vaca. Zarpó el 2 de diciembre de 1540, para arribar a Santa Catalina el 29 de
marzo siguiente, de la que toma posesión como ordenaban sus capitulaciones.

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Allí tuvo la noticia de la muerte de Ayolas, y por lo tanto ser adelantado del Río de la Plata. Resuelve dejar a
Estopiñán en Santa Catalina con 146 hombres para que fuera por agua a Asunción, mientras el resto de los
expedicionarios —250 infantes y 26 caballeros— emprenderían a su mando la marcha; al mismo destino a través de la
selva. Salido el 18 de octubre, en febrero llegó a cataratas del Iguazú; de allí despacharía parte de su gente, que habían
enfermado de fatiga o enfermedades tropicales, en balsas, río Paraná abajo; mientras él seguiría con el resto
imperturbablemente a pie. El 11 de marzo llegó a Asunción después de atravesar cuatrocientas leguas de selvas y
pantanos en una de las más extraordinarias marchas de la historia.

El segundo adelantado. Necesidad de un puerto en el Plata.

Irala preparaba en febrero de 1542 una expedición a las sierras de la Plata, su constante afán, cuando tuvo noticias
de acercarse el segundo adelantado. Quedó en Asunción para entregarle el mando.
La despoblación de Buenos Aires no satisfizo a Álvar Núñez, que entendía que era necesario un puerto para servir
de reparo antes de emprender la navegación del Paraná. Ordenó levantar otra vez la fortaleza y puerto de Buenos Aires;
pero debió dejar el propósito por la enemistad de los naturales. Otra tentativa de alzar un fuerte en la desembocadura del
río San Juan en al Banda Oriental del Plata, debió abandonarse por la misma causa.

Dificultades con la “gente”.

El segundo adelantado no tardaría en chocar con la “gente”, llegándose a una tirantez que desembocaría en franca
rebelión. Se la ha atribuido el orgullo de Álvar Núñez, los desplantes de sus capitanes, el despecho de Irala mal avenido
con el nuevo gobernante y aun a intrigas de los encomendaderos por reformas que el adelantado se proponía en el
régimen de encomiendas. Algo de eso hubo; pero la causa esencial fue el desconocimiento por el adelantado de la
realidad política y social indiana. Quiso prescindir de la gente, y la gente acabó por prescindir de él.

Asunción, el “paraíso de Mahoma”.

La vida de los conquistadores en Asunción, molestaba al austero adelantado. Como compensación a las fatigas, la
lucha constante, o el desencuentro con la plata que daba nombre a la región, los conquistadores se habían dado a los
goces materiales. La belleza y la gracia de las carias, y la falta de mujeres blancas, había hecho, que cada vecino
repartiera en “encomienda” un harem y entregado plácidamente a la poligamia. Asunción era “el paraíso de Mahoma”
decía Ruy Díaz de Guzmán: “un pueblo de quinientos españoles y quinientas mil turbaciones” clamaban indignados los
sacerdotes.
Era difícil, si no imposible, modificar ese estado de las cosas. El “paraíso” llegaba tras las cruentas experiencias del
hambre, la guerra y las singladuras por el río; y los conquistadores lo tomaban como justa compensación por sus
esfuerzos. Como se sentían pobladores más que conquistadores, se entregaban a la tarea de poblar, negándose nuevas
“entradas” a la sierra de la Plata: “tenemos en nuestra casa indias y vivimos tan castamente como es posible… que Dios
lo remedie si le place” decía el factor Dorantes en carta al rey.
Esas cosas chocaron al grave adelantado. Quiso poner cierto orden en la poligamia asunceña y por lo menos
prohibió que los vecinos tuvieran en su casa “ni fuera de ella” indias de parentesco próximo, como madre e hija, dos
hermanas, etc., “por el peligro de las conciencias”.
Pero el mal estaba en haberse quedado en un “paraíso de Mahoma” puesto por el Diablo a mitad de jornada al
Imperio del Rey Blanco, y se dispuso a reanudar la jornada hasta el destino final.

Nuevas “entradas” al Perú.

La capitulación del nuevo adelantado la daba las tierras al norte de Asunción que llegaban, se suponía, a las sierras
de la Plata. El infatigable caminador que era Álvar Núñez no desaprovecharía a ocasión de caminar hasta la cordillera
argentífera, aunque tuviese que atravesar el Chaco con sus peligrosos habitantes. Si lo había hecho Ayolas ¿Por qué no
habría de hacerlo él? El 24 de octubre de 1542 despachó previamente a Irala para remontar el Paraguay con tres
pequeños navíos y 93 hombres; el caudillo llegó al puerto que llamó de los Reyes a los 16º 30’, donde le pareció que
podría establecer la base para la “entrada” del adelantado. Encontró huellas de Alejo García, y unos indios que hablaban
guaraní le aseguraron estar solamente a quince días de jornada de las codiciadas tierras.

La Gran Entrada (septiembre de 1543).

Irala volvió a Asunción para informar las buenas nuevas. Cabeza de Vaca se dispuso a lo que llamará “Gran
Entrada”; dejó a Juan de Salazar a cargo del gobierno, y el 8 de septiembre (de 1543) con 400 soldados, mil indios
amigos, y una flotilla de embarcaciones menores se lanzó a la aventura. La navegación fue difícil, pero no obstante
llegó a los Reyes el 8 de noviembre, sesenta días después de la partida de Asunción. Dejó en la base las embarcaciones
custodiadas por cien españoles, y con el resto inició la marcha hacia Perú. Las noticias recogidas de los naturales no
fueron alentadoras, pues contrariamente a lo informado a Irala por los guaraníes, hablaban de la gran distancia hasta el
altiplano. Álvar Núñez no pudo atravesar el Chaco: veinte días después estaba de regreso con su expedición maltrecha.

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No obstante envió algunas patrullas Paraguay arriba y por el Chaco, sin obtener resultado. Tuvo la certeza de ser
realidad la sierra de la Plata, pero que el camino por el Chaco resultaba imposible. Descorazonado y enfermo, regresó a
Asunción el 8 de abril (1544).

Levantamiento de “la gente” (abril de 1544).

El fracaso de la Gran Entrada produjo descontento en la gente. Atribuyeron a Álvar Núñez ambiciones de
independizarse del rey, dijeron que en Santa Catalina había arriado el pabellón real reemplazándolo por el suyo. Era
cierto, pero no había una ofensa al rey: al saber de la muerte de Ayolas, y considerándose por lo tanto adelantado tenía
derecho a izar su bandera pues la provincia real volvía a ser un adelantazgo feudal. Ese hecho daría pretexto legal al
tumulto asunceno del 26 abril, a poco del regreso de la desastrosa expedición.
Alonso de Cabrera seguido de numerosos tumultuarios apresó a Cabeza de Vaca al grito comunero: ¡Libertad!
¡Libertad! ¡Viva el rey y muera el mal gobierno! Los leales partidarios del adelantado, eran apresados al mismo tiempo.
A la tarde, reunidos los vecinos al tiempo de abrir un proceso “por traición” al depuesto adelantado, conferían a Irala —
ajeno voluntariamente de los sucesos— el mando supremo “hasta que otra cosa no se le ocurriese (al rey) mandar”.
Un año quedaría preso Álvar Núnez en Asunción. En marzo (de 1545) en una carabela bautizada expresamente Los
comuneros fue remitido a España al cuidado de Cabrera. Resultó tan elocuente el memorial de cargos, o tan grande la
comprensión de Carlos V, que Álvar Núñez fue condenado a la pérdida de su cargo y destierro en África. Más tarde
conseguiría rehabilitarse, pero se le prohibió volver al Río de la Plata.

Nuevo gobierno de Irala. Definitiva “entrada” al Perú.

Irala no había perdido la esperanza de llegar a la sierra de la Plata. Tal vez lo creyera el solo remedio para que los
españoles no se entregaran a la molicie en Asunción, al igual que lo pensó Cabeza de Vaca. Por eso, puesto nuevamente
en el gobierno por la revolución de los tumultuarios de abril de 1544, pensó ir a Perú a obtener la confirmación y de
paso de encontrar la cordillera argentífera. Tras vencer una sublevación de guaraníes, que llegaron a asediar a
Asunción, mandó a Ñuflo de Chávez a explorar Pilcomayo arriba: la vía pareció practicable, y al frente de 250 españoles
y dos mil indios amigos preparó a mediados de 1547 la “entrada” definitiva. Con base en el río Paraguay, que llamó San
Fernando, se internó por el Chaco y tras un penoso viaje consiguió llegar efectivamente al altiplano como lo habían
hecho Alejo García y Ayolas. Para encontrar que la sierra de la plata, que llamaban Potosí, había sido descubierta hacía
años por los españoles del Pacífico, que habían repartido sus minas y sus indios, y la consideraban jurisdicción de la
Audiencia de Lima. El despechado Irala ordenó entonces a Ñuflo de Chávez que siguiese a Lima poniéndose a las
órdenes del presidente de la Audiencia, La Gasca, en ese entonces envuelto en las guerras civiles contra los Pizarro, y
esperó su regreso en la benigna tierra de los indios charcas.

Convulsiones en Asunción (1548).

Había quedado de teniente en la capital Francisco de Mendoza; la audiencia de Irala y de la mayor parte de los
tumultuarios será aprovechada por los leales (partidarios de Álvar Núñez) para tentar una insurrección empezada con
éxito; deponen y decapitan a Mendoza, reemplazándolo por Francisco de Abreu. Pero Irala vuelve al Alto Perú,
enterado de la revolución, y el 13 de marzo (1548) retoma Asunción, abandonada a su vez por Abreu y los suyos. Se
disponía regresar al Perú nuevamente, a pesar del viaje difícil, cuando tiene informes que vendría un tercer adelantado:
Juan de Sanabria.

Los Sanabria, adelantados que nunca llegaron. Doña Mencia Calderón.

En España, Álvar Núñez había sido condenado a la pérdida del adelantazgo y no tenía por sus capitulaciones a
nombrar sucesor. Está vacante el título y lo postula el extremeño Juan de Sanabria, pariente de Hernán Cortés. El 22 de
julio de 1547 firma su capitulación con las atribuciones comunes: cargo vitalicio con derecho a nombrar sucesor,
conducir a sus expensas 250 hombres de guerra, y cien familias que poblasen, y sobre todo mujeres solteras para casar
con los asuncenos y arrancarlos del “paraíso de Mahoma” del que tenía noticia por la defensa de Cabeza de Vaca.
También debería traer un número suficiente de artesanos. Embarcaría en cinco naves mayores, llevando material para
construir cuatro bergantines que remontasen el río; su jurisdicción era la misma que Mendoza y Cabeza de Vaca,
doscientas leguas desde le 31º sur hacia la línea equinoccial, comprendiendo por lo tanto la boca del río de la Plata y sur
de Brasil. Debería fundar dos poblaciones: una al norte de Santa Catalina (como ya se le había encomendado a Álvar
Núñez) y la otra al margen del Plata. Ambas servirían de “reparo” de los navíos que habrían de seguir a Asunción.
Pero Juan Sanabria muere antes de emprender el viaje. Le sucede en el título su hijo Diego, que no se dio prisa a
embarcarse no obstante el impulso que a la empresa daba su madre, Doña Mencia Calderón. Ante la demora de su hijo
embarcó Doña Mencia en abril de 1550 con sus hijas mujeres y las doncellas para casar con los asuncenos; con ellas
iban los capitanes Hernando de Trejo, Hernando de Salazar y otros que habían de distinguirse en la conquista. Al frente
de la armada fue como práctico y conocedor de estas tierras, Juan de Salazar, el fundador de Asunción expulsado del
Plata junto con Álvar Núñez.

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Diego Sanabria no llegó nunca a hacerse cargo de su puesto. Un año y medio después —agosto de 1551— se
pondrá en camino en una desdichada navegación: pierde el rumbo, va a dar al Caribe, atraviesa el istmo de Panamá y
llega al Perú. Debería cruzar el Chaco para ir a Asunción, pero le faltó el ánimo: se quedó en Potosí entregado a
negocios de minería; había dado allí con el cerro de la plata, y poco le importó el río de igual nombre.

La aventura de Doña Mencia Calderón.

Las tres naves donde viajaban la madre del adelantado y “las doncellas para poblar”, que salieron un año y medio
antes que Don Diego, sufrirán diversas vicisitudes entre tormentas y corsarios (que habían aparecido en el Atlántico
atraídos por los metales de los galeones españoles). Finalmente en noviembre (1550) consiguen llegar a Santa Catalina:
como los navíos no están en condiciones de subir el Paraná, Doña Mencia despacha por tierra a Asunción al capitán
Cristóbal de Saavedra, para que pidiese ayuda a su hijo, a quien supone en la cuidad. Tras un largo viaje Saavedra llega
a Asunción, da a Irala la primera noticia de un nuevo adelantado, cuyo arribo se esperaba. Irala suspende la nueva
“entrada” al Perú, río abajo para que socorriese a la madre del adelantado a quien supone en la boca del río de la Plata.
Pero Doña Mencia no había podido salir de Santa Catalina pues sus naves habían naufragado. Chávez llegó a la isla
San Gabriel, en el Plata, y no encontrándola regresa a Asunción, pues con bergantines no podía afrontar el mar abierto
hasta Santa Catalina. Al tiempo de hacerlo —julio de 1552— llegaban a Asunción por tierra Hernando de Salazar y
otros de la gente de Doña Mencia, dando cuenta de la angustiosa situación de la adelantada y las doncellas en la costa
de Brasil. Irala manda alguna ayuda por tierra, con la recomendación de esperar en Santa Catalina socorro de España,
pues en Asunción se carecía de naves de suficiente bordo para arriesgarse al viaje por mar; y además España era más
accesible a Santa Catalina que la alejada ciudad paraguaya, selva de por medio.
Mientras tanto, Doña Mencia, junto con el capitán Hernando Trejo, yerno suyo, fundaba en Santa Catalina la
ciudad de San Francisco para cumplir una de las cláusulas de la capitulación de su esposo. Enterado el gobernador
brasileño de San Vicente —Thome de Souza— y como entiende que la nueva ciudad está en territorio portugués,
conviene su desalojo con promesa de trasladar todo a Asunción (marzo de 1553). Souza no cumple, y retiene catorce
meses en San Vicente a las españolas; finalmente Doña Mencia puede huir con las doncellas y vuelve a San Francisco.
De allí se resuelve a emprender el largo y dificultoso camino a Asunción, y allá van la matrona y las doncellas en un
viaje de penalidades indescriptibles, considerándose suficientemente curtidas por sus experiencias anteriores. Muchas
murieron de hambre y fatiga, pero algunas consiguieron llegar a Asunción en marzo de 1556, seis años después de
haber salido de España; Doña Mencia entre ellas. Fueron recibidas en triunfo, como es natural. Doña María de Sanabria,
hija de Doña Mencia, había casado en San Francisco con Hernando de Trejo (fueron padres de Fray Hernando Trejo y
Sanabria, obispo de Tucumán y fundador de la Universidad de Córdoba); viuda casaría en Asunción con Martín Suárez
de Toledo, compañero de Cabeza de Vaca: de esta unión nacería Hernando Arias de Saavedra, conocido como
Hernandarias, futuro caudillo del Plata.
No era por entonces rigurosa la costumbre de que los hijos usaran el apellido del padre. Hijo legítimo de Martín Suárez de Toledo y de
doña María de Sanabria, Hernando Arias de Saavedra usó el apellido de su abuelo paterno.

Irala gobernador “real”. La expedición de Orúe. Nueva tentativa de fundar Buenos Aires (1552).

Ante el fracaso de Diego Sanabria, quedado en Potosí sin animarse a venir a Asunción, el monarca resuelve a fines
de 1552 nombrar a Irala “gobernador real” de la Provincia del Plata. Lo hace por cédula el 1 de enero de 1553
encomendada a Martín Orúe, quien con cuarenta familias debería de paso a Asunción fundar una ciudad “cerca del
puerto donde se dice Buenos Aires” para servir de fondeadero de los navíos mayores y de trasbordo a los bergantines
que remontarían el río. Orúe tuvo dificultades en reclutar pobladores para una tierra con fama de inhóspita y desprovista
de metales preciosos. Solamente puede embarcarse en 1556; va con él un obispo nombrado para el Río de la Plata, fray
Fernández de la Torre. Orúe no cumplió o no pudo cumplir su obligación de poblar Buenos Aires y siguió directamente
a Asunción.
Durante el segundo gobierno de Irala fueron introducidas las primeras cabras y ovejas al Plata, traídas desde el Perú
por Ñuflo de Chávez; también llegó el primer plantel de un toro y siete vacas de Santa Catalina.
Irala, colmado de gloria y méritos, morirá en Asunción a los setenta años.

3. ENTRADAS POR EL TUCUMÁN Y CUYO

La leyenda de la ciudad de los Césares.

Después de 1530 se extiende por el sur de América la leyenda del capitán Francisco César, que había llegado con
un grupo de españoles a una ciudad maravillosa, edificada en mármol y oro, donde la existencia transcurría tan
placentera que nadie había querido volverse. Los indios daban falsas noticias situándola en los cuatro horizontes: la
ciudad de los Césares —como el Dorado de Nueva Granada, el Imperio del Rey Blanco del Alto Perú y Trapalanda del
estrecho de Magallanes— será uno de los granes y fructíferos espejismos de la conquista.

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La sola verdad era que el capitán Francisco César, compañero de Gaboto en la fundación de Sancti- Spiritus en 1528, fue comisionado
para explorar el río Carcarañá donde los indios decían haber oro y plata. César partió con algunos compañeros en noviembre de 1528 y estuvo
de regreso tres meses más tarde asegurando haber llegado a “una cordillera que viene de la costa del mar y corre hacia el poniente hasta juntarse
con la grande cordillera del Perú y Chile” en donde topó con un príncipe muy rico que lo agasajó espléndidamente. Según Ruy Díaz de Guzmán,
César llegó efectivamente a una ciudad riquísima, y como al regresar a Sancti Spiritus lo encontró destruido, decidió volver a aquella: pero
investigaciones posteriores demostraron que César no pudo alejarse mucho del Paraná, y además volvió a Sancti Spiritus y regresó a Europa con
Gaboto. Más tarde volverá a América, pero a Venezuela, donde morirá en 1538.

Empezó a extenderse la leyenda de una fabulosa ciudad de César o de los Césares situada al oeste del río de la
Plata; hablaban de ella en los puertos españoles, los habitantes del Perú y de la Asunción. Lo curioso es que los indios
corroboraran las esperanzas, pues aseguraban haber conocido españoles que vivían en una ciudad aislada de la que no
querían volver. Mendoza oyó hablar “de los Césares” en 1535; Garay, Hernandarias y muchísimos más buscaban con
ahínco el paraíso de donde nadie quería regresar.

La empresa de Diego de Rojas y Francisco de Mendoza (1543).

En noviembre de 1542 el licenciado Vaca Castro, gobernador del Perú, escribe a Carlos V sobre “la provincia que
se encuentra entre Chile y el Río de la Plata… que dicen es muy poblada y rica”. Era la tierra de los Césares, donde
decide enviar en mayo del año siguiente al capitán Diego de Rojas, que con una pequeña expedición debería encontrar
la ciudad maravillosa.
La aventura de Diego de Rojas tenía, como todo en la conquista, su parte de fábula y su parte de negocio. Fue una
empresa comercial, con comanditarios para repartir entre capitalistas e industriales las cuantiosas riquezas de los
Césares.
Parte Rojas de Cuzco en 1543 con doscientos hombres (entre los cuales el joven vizcaíno Juan de Garay);
atraviesan la actual Bolivia y entran en territorio argentino por un itinerario que se discute (algunos suponen la quebrada
de Humahuaca, otros la puna de Atacama). En Chicoana, donde termina la puna y empieza el valle de Santa María, ven
asombrados gallinas “de Castilla” en poder de los indios, que éstos decían de provenir de la ciudad de los españoles
situada al este. Convencido de estar cerca de los Césares, Rojas toma rumbo a Tucumán; atraviesa el Aconquija, y llega
a los fértiles bosques de Salí. Siempre tras el miraje de la ciudad encantada, pasa Santiago del Estero y encuentra a los
belicosos juríes, una tribu de matacos; en una escaramuza, Rojas es herido en una pierna por una flecha envenenada, y
morirá a los pocos días. Toma el mando, por decisión de la gente, el joven capitán Francisco de Mendoza contra las
instrucciones de Rojas que nombraba a otro; Mendoza sigue hacia las actuales sierras de Córdoba donde había oído
decir que vivían “hombres barbados como nosotros”. Sin desilusionarse por las barbas de los comechingones, toma el
rumbo al este después de establecer un real en Córdoba que serviría de base. Sigue el cauce del río Tercero; luego del
Carcarañá y llega al Paraná en las proximidades del fuerte Sancti Spiritus. Encuentra en una vasija una carta de Irala
con las instrucciones y mapas de la región; quiere ir a Asunción, pero la marcha resulta dificultosa y debe volverse al
real de las sierras de Córdoba. Allí discutieron los expedicionarios sobre el camino a seguir; hubo reyertas y Mendoza
quedará muerto; los expedicionarios se vuelven al Perú. Así terminó la primera “entrada” al Tucumán.

Núñez del Prado. Fúndase la “Ciudad del Barco” (1550).

Lejos de acabar con la leyenda, los relatos de los sobrevivientes de la expedición de Rojas y Mendoza dieron mayor
asidero a la credulidad. Poco le costó al licenciado La Gasca, presidente de la flamante Audiencia de Lima, formar otra
expedición hacia los Césares y de paso poblar una ciudad por tierra que ya empezaba a llamarse Tucumán.
Mucho se discute el origen del nombre: es de indudable lengua indígena y parece referirse a un cacique llamado Tucma que habitó cerca
de donde Diego de Rojas estableció una de sus bases o reales.
A “Tucumán” le daban los españoles una gran extensión: todo el noroeste argentino desde Córdoba a los Andes.

La Gasca tenía necesidad de “poblamiento”, no sólo para ocupar el Tucumán sino para emplear los numerosos
hombres de armas disponibles después de la insurrección de Pizarro. Encarga el mando a Juan Núñez del Prado, alcalde
de minas de Potosí; el pregón podía hacerse en todo Perú, pero fue efectivo solamente en la ya poblada provincia de los
Charcas, La Paz y Potosí; entre los asentados estuvieron los veteranos de la expedición de Rojas que servirían de guías.
Entran al Tucumán y encuentran un sitio aceptable junto al río Salí (se supone el mismo lugar donde después se
fundaría San Miguel de Tucumán) y allí Núñez del Prado emplaza en 1550 la Ciudad del Barco, llamada así en
homenaje a Barco de Ávila, villa nativa de La Gasca. Fue la primera fundada en Tucumán.

Conflictos de jurisdicción con Chile. Traslados de la “Ciudad del Barco”.

Conocida la fundación del Barco, ocurrieron conflictos con Pedro de Valdivia, gobernador de Chile, que se
consideraba con derecho al territorio. Francisco de Villagra, en rumbo a Chile por el Tucumán, exige a Prado el
abandono del lugar. En inferioridad de condiciones, éste traslada en mayo de 1551 la ciudad veinticinco leguas al norte,
en jurisdicción actual de la provincia de Salta. No duraría mucho allí; enterado al año siguiente el virrey del Perú de la
disputa con los chilenos sobre la pertenencia del valle del río Dulce o Salí (llamado entonces del Estero) falla en contra
de éstos, y dispone que la ciudad sea restablecida a su primer emplazamiento o sus cercanías. Núñez del Prado la instala

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en 1552 sobre el río Estero, veinticinco leguas al sur de la primera Barco, en un lugar que se calcula fue a media legua
de la actual plaza mayor de Santiago del Estero.
La segunda “Barco” tenía el largo nombre del Ciudad del Barco en el Nuevo Maestrazgo de Santiago; el nombre se conservó en la tercera
con el aditamento “del Estero” para distinguirla de la anterior. De esta larga denominación Ciudad del Barco en el Nuevo Maestrazgo de
Santiago del Estero, quedaría solamente la terminación, sobre todo después del cuarto traslado —media legua al norte— que habría de hacer
Francisco de Aguirre.

Francisco de Aguirre (1553).

La jurisdicción de Chile era imprecisa hacia el este; de ahí que su gobernador —Pedro de Valdivia— discutiese la
resolución del virrey y enviase a Francisco de Aguirre a apoderarse de la población de Núñez del Prado. En mayo de
1553 Aguirre, adueñado de Santiago del Estero, traslada la plaza media legua más arriba para evitar las inundaciones.
No puede hablarse de nueva fundación pues fue un simple, y corto, traslado.
Aguirre, auténtico caudillo, se hizo querer de los pobladores santiagueños. Organizó la ciudad, repartió
encomiendas y preparó sus milicias. Al año siguiente debe volver a Chile, pues Valdivia acaba de morir y se habían
formado dos partidos que sostenían respectivamente a Aguirre y a Francisco de Villagra.

Nuevas fundaciones en el Tucumán.

El virrey del Perú, marqués de Cañete, transige la disputa entre Aguirre y Villagra nombrando gobernador de Chile
a su hijo, García Hurtado de Mendoza, que pudo permanecer dos años en medio de grandes turbulencias. Hurtado de
Mendoza ordenó la fortificación del Tucumán por el poblamiento de tres nuevas ciudades: Londres (en homenaje a
María Tudor, casada con Felipe II) en 1548, en el camino de Copiapó a Santiago del Estero; Córdoba del Calchaquí
(por Córdoba de España de donde eran nativo) en 1541 en las ruinas de la Barco II; y en 1560 Cañete en homenaje al
virrey, su padre, en el emplazamiento de la Barco I. Juan Pérez de Zorita, teniente de gobernador de Santiago del
Estero, realiza estas fundaciones en nombre de Mendoza.

La región de Cuyo.

Al sur del disputado Tucumán se extendía la región llamada Cuyo entre la cordillera de los Antes y las sierras “de
Chile” (hoy de Córdoba). Hurtado de Mendoza comisiona en 1560 al capitán Pedro del Castillo para poblar esa región.
Castillo pregona en Santiago de Chile, cruza los Andes por el paso de Uspallata y funda el 2 de marzo de 1651, apenas
con treinta vecinos, junto al canal llamado Zanjón atribuido al cacique Guaymallén, la ciudad que llama “Mendoza” en
homenaje a su gobernador. Reparte en encomiendas los mansos indios huarpes, que trabajarán en plantaciones
agrícolas.
Al año siguiente —28 de marzo de 1562— el capitán Juan Jufré por encargo de Francisco de Villagra, que había
conseguido desalojar a Mendoza de la gobernación de Chile, lleva nuevos pobladores atraídos por la mansedumbre y
condiciones de los huarpes y la riqueza de la región. Traslada la plaza mayor a “dos tiros de arcabuz” (doscientos
metros) por considerar inconveniente la proximidad del Zanjón. Pero al igual que Aguirre con Santiago del Estero, se
atribuyó haber fundado una nueva ciudad: como era enemigo de Hurtado de Mendoza le cambió el nombre y llamó de
la Resurrección en homenaje a la festividad del día. No obstante, la antigua denominación prevalecería. Ese mismo año,
el 13 de junio, Juan Jufré fundaba al norte de “la Resurrección” la ciudad de San Juan de la Frontera, llamada así en
homenaje a su santo y por encontrarse cerca de la frontera con el Tucumán. Treinta años más tarde, el general Luis
Jufré, hijo del fundador, traslada San Juan veinticinco cuadras al sur para evitar las inundaciones del río del mismo
nombre; este mismo Luis Jufré planeó fundar San Luis de Loyola de Medina del Río Seco en la punta de los Venados al
pie de la sierra de Comechingones pero la población no arraigaría hasta dos años más tarde. Se la llamó “San Luis” en
homenaje al santo del fundador (como San Juan), “Loyola” por el entonces gobernador de Chile, Martín García Óñez
de Loyola, y “Medina del Río Seco” por la ciudad natal de los Jufré. La región de Cuyo prosperó extraordinariamente
por la fertilidad de su tierra y docilidad de sus indios encomendados. Fue un negocio “exportar” huarpes a Chile, que no
tenía indios mansos.

Autonomía del Tucumán. La real cédula de 1564.

En realidad la disputa por la posesión del Tucumán no era entre los gobernadores de Chile y el virrey del Perú, ya
que aquél dependía de éste: era entre las ciudades tucumanas y el gobierno de Chile, pues aquellas preferían obedecer
directamente a la lejana Lima. Villagra, reconocido gobernador de Chile en 1561 en reemplazo de Hurtado de Mendoza,
trata de imponer su autoridad en el Tucumán. Expulsa a Pérez de Zorita de Santiago del Estero (como lo hizo con Pedro
del Castillo de Cuyo, por medio de Jufré), acusándolo de partidario de Mendoza, y nombra a Gregorio de Castañeda,
que no atina a mantenerse en paz con los indios y debe aguantarse una insurrección de diaguitas que destruyen Córdoba
del Calchaquí, Cañete y Londres.
La desastrosa administración de Castañeda y los pedidos de los pobladores de Santiago del Estero, movieron al
nuevo virrey del Perú, conde de Nieva, a separar definitivamente Tucumán de Chile. Hallábase en Lima Francisco de
Aguirre (el que había trasladado Santiago del Estero cuando estuvo a las órdenes de Valdivia), enemigo a muerte de
Villagra con quien había disputado el gobierno de Chile. Nieva lo recomienda para gobernar Tucumán, separando esta

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provincia de Chile: la guerra con los diaguitas y las condiciones militares de Aguirre lo favorecen. Por real cédula de
1564 queda separado el Tucumán de Chile; Cuyo se mantendría en jurisdicción de éste como corregimiento, pero no
podía extenderse hacia el este.
Aguirre se hace cargo en 1564 de la gobernación del Tucumán. Consigue terminar con la insurrección de los
diaguitas y se dispone a restablecer las destruidas poblaciones.

Fundación de San Miguel de Tucumán (mayo de 1565).

La política de un gobernante en el Tucumán consistía en poblar y custodiar la extensa provincia. Las instrucciones
del virrey Toledo eran precisas y así lo entendió Aguirre, como también sus sucesores; la misión pobladora
prevalecería, pese a las reyertas internas que caracterizan al difícil Tucumán.
Apenas instalado, Aguirre manda a su sobrino Diego de Villarroel a restaurar, con cincuenta pobladores juntados
en Santiago del Estero, la destruida Cañete en el emplazamiento de la “Barco I”. Se hacía necesario fundar entre los
diaguitas para aprovechar su trabajo y vigilarlos de cerca. Así lo hizo Villarroel el 31 de mayo de 1565, y llamó a la
nueva población San Miguel del Tucumán.

Deposición y reposición de Aguirre.

El gobernador se proponía fundar en el sur, en tierra de los Comechingones, otra ciudad para servir de enlace con
un puerto en el río Paraná. Entendía que el Tucumán llegaba al litoral y quería tener allí un puerto para comunicar
directamente con España. La ciudad en el país de los comechingones serviría de jalón entre Santiago del Estero y el
futuro puerto. Pero la jornada que empezó en mayo de 1566, terminaría en una sublevación de la tropa acaudillada por
el extremeño Jerónimo de Holguín, que a la altura del actual Río Seco apresó a Aguirre. La acusación de Holguín y los
sublevados contra el gobernador fue de herejía religiosa; anduvo mezclado el cura párroco de Santiago del Estero,
Julián Martínez, cuyas relaciones con Aguirre eran difíciles. El gobernador fue conducido, engrillado, hasta Charcas por
Holguín, que de paso fundó en territorio de la actual provincia de Salta y en país de los indios estecos, una población
que llama Cáceres por su ciudad natal, donde repartió tierras e indios entre sus parciales.
El ascendiente del cura Martínez no debía ser mucho, pues al poco de irse a Charcas Holguín, una reacción de los
partidarios de Aguirre eliminó en Santiago a los partidarios de los sublevados. La Audiencia de Charcas resolvió en
diciembre de 1566 dar el gobierno interino al corregidor de Potosí, Diego de Pacheco, mientras se sustanciaba el
proceso de Aguirre. De jornada a Santiago del Estero, Pacheco trasladó “Cáceres” a un nuevo emplazamiento,
cambiándole el nombre en Nuestra Señora de Talavera, que por quedar en la tierra de los estecos sería conocida por
“Talavera del Esteco”.
Dos años duró el proceso de Aguirre, durante los cuales Pacheco hizo equilibrios entre la facción de éste y la de
Martínez. Finalmente Aguirre fue absuelto por la Audiencia, contra el parecer del obispo, previa abjuración de algunas
opiniones religiosas no muy ortodoxas que al parecer había sustentado. Repuesto en el gobierno, tomó inmediatamente
represalias con quienes lo depusieron: ordenó su destierro, les quitó sus encomiendas, y dispuso el traslado de Talavera
en perjuicio de sus habitantes que pertenecían al bando de Holguín. No pudo cumplirla, pues por gestiones del clero
tucumano con apoyo del obispo de Charcas no conforme con la absolución de Aguirre, el virrey del Perú, Francisco de
Toledo, llegado al cargo en 1569, ordenó en mayo de 1570 una segunda prisión del impulsivo gobernador para ser
juzgado por la Inquisición de Lima, ante la cual había recurrido el obispo de Charcas por la absolución de la Audiencia;
el gobierno quedará a cargo del vecino Nicolás Carrizo. Aunque en definitiva Aguirre no sería condenado por la
Inquisición, perdió el gobierno del Tucumán y no volverá más a la provincia.

Jerónimo Luis de Cabrera, segundo gobernador del Tucumán (1571).

No es fácil al virrey de Toledo encontrar un reemplazante a Aguirre. Nadie quería gobernar el difícil Tucumán.
Finalmente consigue convencer al sevillano Jerónimo Luis de Cabrera, también corregidor de Potosí como Pacheco.
Bajo promesa de obtener su confirmación por le Consejo de Indias y comprometiéndose a fundar poblaciones para
servir de jalón en la larga y hostil travesía entre Charcas y Santiago del Estero, pues Talavera del Esteco y San Miguel
no eran suficientes, Cabrera emprende su jornada a fines de 1571. Previamente ha hecho pregón de poblamiento en
Charcas, juntando ciento veinte familias con quienes llega a Santiago en junio de 1572.

Fundación de Córdoba. La “Nueva Andalucía” (julio de 1573).

Con dichos pobladores, y otros obtenidos en Talavera, San Miguel y Santiago, el nuevo gobernador dispone una
jornada al sur, a pesar de las poblaciones que se le ordenaban en el norte. Se proponía, como Aguirre, extender el
Tucumán hasta el río de la Plata; como su antecesor quería fundar una ciudad en tierra de los comechingones, y después
un puerto en el litoral.
Así surge en julio de 1573 Córdoba de la Nueva Andalucía: “Córdoba” por la ciudad española de ese nombre (que
no era la natal suya), cuyas “franquezas, mercedes y libertades” dio a la ciudad indiana, y “Nueva Andalucía” por haber
bautizado así la región que iba de las sierras al litoral. La constituyó por su cuenta en “provincia” y se consideró su
gobernador de hecho a título de descubrimiento y conquista.

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Cabrera en el litoral (septiembre).

Apenas fundada Córdoba, el gobernador inició, con un reducido séquito, la exploración de la Nueva Andalucía.
Tomó el curso del río Tercero, continuándola por el Carcarañá hasta su desembocadura en el Paraná; encontró allí las
ruinas de Sancti Spiritu de Gaboto. A escasa distancia levantó el 18 de septiembre un real para custodiar un “puerto” en
el río, que llamó San Luis de Córdoba.
Cerca de allí se topó con Juan de Garay, que bajaba a fundar en el río de la Plata un puerto para sustituir al
abandonado Buenos Aires. El encuentro resultó providencial para Garay, que se hallaba en situación difícil con los
timbúes. Tal vez por agradecimiento, Garay se comprometió a no avanzar al sur mientras no se establecieran
definitivamente en los límites de la Nueva Andalucía. Por eso regresa a Cayastá, donde había dejado el grueso de su
gente, y fundará allí en el mes de noviembre la ciudad de Santa Fe.

Gonzalo de Abreu, tercer gobernador del Tucumán. Ejecución de Cabrera (agosto de 1574).

Antes de prometer el Virrey Toledo la confirmación de Cabrera en la gobernación, el Consejo de Indias


entendiendo vacante el cargo por transcurso del período de Aguirre había designado en noviembre de 1570 al sevillano
Gonzalo de Abreu. Éste tardó tres años en llegar al Perú acompañado por una numerosa comitiva; tal vez antes de salir
de España supo el propósito del Consejo de Indias —hecho realidad a poco— de dejar sin efecto su designación y
confirmar a Cabrera. Eso explicaría su proceder, pues llegado a Santiago del Estero a principios de 1574 ordenó el
degüello de su antecesor acusándolo de conspirar contra el virrey (17 de agosto de 1574).
Mientras tanto el Consejo de Indias había hecho lugar, en marzo de 1573, a la confirmación de Cabrera y anulado
el nombramiento de Abreu. Cuando la cédula llegó a Lima ya Cabrera había dejado de existir, y el virrey Toledo debió
confirmar a Abreu (junio de 1576).

Una conjetura atribuye la muerte de Cabrera a una enemistad de familia. Abreu, próximo pariente de la esposa del padre de Cabrera (este
era hijo natural), habría procedido a petición de la madrastra.

Política de Abreu.

Para contrarrestar la enemistad de los partidarios de Cabrera, que habían sido los mismos de Aguirre, Abreu se
apoyará en el bando opuesto. No por las luchas internas dejará de fundar nuevas poblaciones, por otra parte exigidas por
el virrey Toledo. Erige San Francisco en el valle de los jujuyes, y por tres veces San Clemente en tierra de los
calchaquíes; pero la hostilidad de los indios que resistían las encomiendas no permitieron su arraigo.

Expedición de Abreu a los Césares (1579).

Como tantos conquistadores, también Abreu se dejó alucina por el mito de los Césares. Tras una primera y
fracasada tentativa, hace una formal “entrada” al sur de Córdoba en marzo de 1579; no pudo avanzar más allá de Tegua
en las cercanías de Río Cuarto, por falta de agua potable. Lo acompaña un joven asunceno de 16 años, llamado más
tarde —ya gobernador del Río de la Plata— a seguir la búsqueda de la ciudad fabulosa: era hijo de Martín Suárez de
Toledo y nieto por su madre de la “adelantada” Mencia Calderón; se firmaba Hernando Arias de Saavedra pero
abreviadamente le decían Hernandarias.

El licenciado Lerma, cuarto gobernador del Tucumán (1577).

Al conocerse en España en 1577 la ejecución de Cabrera, se nombró —sin intervenir el virrey Toledo—
gobernador del Tucumán a Hernando de Lerma, sevillano de nacimiento y licenciado en Salamanca que prefería pasar a
las Indias con un mando militar y no como juez de una Audiencia. Un año y medio más tarde (abril de 1579) el
licenciado está en Lima: no traía comitiva como Abreu, ni dinero como Mendoza, sino exclusivamente su cargo
académico, su cédula real de nombramiento y un orgullo empecinado. Su presencia disgustó al virrey Toledo que había
confirmado a Abreu, y aspiraba a reemplazarlo con un candidato suyo.
Lerma está en Santiago en junio de 1580. Como Abreu, inmediatamente toma partido en las facciones tucumanas.
Lo hace en la opuesta a la de éste y el clero: se enrola en la línea de Aguirre y Cabrera. Empieza con el apresamiento de
su predecesor —ya parecía un trámite obligado— y le instruye juicio de residencia. No llega a condenarle a degüello,
porque Abreu moriría por las torturas que Lerma le aplicó. Después se las toma con el clero. Acusa a algunos sacerdotes
de intrigar en contra suya (que era posible), y los expulsa de la provincia. Estaba decidido a consolidar su autoridad.

Fundación de Salta (abril de 1582).

Las querellas internas tampoco impidieron a Lerma ocuparse del poblamiento. Quería fundar una ciudad para
custodia del camino al Perú como había intentado Abreu con sus cuatro efímeras poblaciones de la quebrada. En enero
de 1582 Lerma pregona en Santiago del Estero una jornada “al valle de Salta” repitiendo el pregón en la

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semiabandonada Talavera; consigue 95 pobladores con quienes funda el 16 de abril San Felipe de Lerma, “San Felipe”
por el santo del rey Felipe II, “Lerma” para inmortalizar su apellido. El nombre no prevalecería —sobre todo después de
la deposición del gobernador— y la ciudad será llamada “San Felipe del Valle de Salta” o abreviadamente Salta.

La diócesis de Tucumán (1582).

Para mal del licenciado-gobernador acababa de crearse la diócesis de Tucumán con sede en Santiago del Estero, y
un hombre resuelto y de pocos escrúpulos, el dominico Francisco de Victoria, había sido nombrado obispo. Victoria se
encontró con Lerma en la fundación de San Felipe, donde ambos chocaron inmediatamente: el obispo quería imponerse
al gobernador, y éste no se dejaba llevar por delante. La querella tomó proporciones graves cuando Lerma quiso
impedir en 1585 los negocios de contrabando que hacía el obispo: Victoria puso en “entredicho” la diócesis,
suspendiendo los servicios religiosos mientras Lerma estuviese de gobernador. En un medio tan religioso, la medida
significaba poner a toda la población contra Lerma para que se restablecieran los servicios, o que éste hiciera “enmienda
honorable” humillándose ante el terrible fray Francisco y dejarle la libre introducción de géneros flamencos y esclavos
de Guinea. Lerma no era hombre de achicarse, y mandó decir al obispo “que iba a ahorcarlo en un algarrobo junto con
los demás clérigos y frailes” si no levantaba la prohibición enseguida. Victoria debió escapar a Lima; Tucumán se
quedó sin contrabando pero también sin servicios religiosos, y los cabildos se quejaron a la Audiencia de Charcas. En
Lima el obispo presentó una denuncia a la Audiencia-gobernadora que suplía al virrey fallecido; los oidores limeños
trasladaron el problema a los de Charcas, y éstos mandaron un visitador —Arévalo Briceño— con orden de terminar el
conflicto. Arévalo lo hizo apresando a Lerma y llevándoselo a Charcas en 1584, no obstante la resistencia del
gobernador que negaba a la Audiencia derecho a deponerlo o apresarlo. Quedará como interino Alonso de Cepeda.

Ramírez de Velazco, quinto gobernador del Tucumán (1586).

Como el período de Lerma había concluido, Felipe II nombró a Juan Ramírez de Velazco, natural de la Rioja
española, que en 1586 llega a Santiago.
No era hombre de buscarse conflictos, y menos con el obispo, cuyo poder y procedimiento eran temibles. De
carácter opuesto al de su antecesor, atina a andar bien con ambos bandos en que estaba dividido el Tucumán; sigue con
la fundación de poblaciones en sitios estratégicos, aunque personalmente no realiza ninguna. En 1590 encomienda al
vecino de Santiago, Blas Ponce, un poblamiento en el país de los calchaquíes donde Pérez de Zorita había levantado
treinta años atrás su efímero “Londres”. Ponce hará el pregón, reclutamiento de la gente y reparto de tierras e indios.
Así nace el 20 de mayo de 1591 Todos los Santos de la Nueva Rioja.
Una creación efímera fue Nueva Madrid de las Juntas en la provincia de Salta, ordenada en febrero de 1592 al
capitán Rodríguez Macedo; no dura mucho por la hostilidad de los naturales y pobreza del suelo. Mejor suerte tendrá
Salvador de Velazco en el valle de Jujuy, fundada por su mandato el 19 de abril de 1593 por le capitán Francisco de
Argañaraz, previo pregón en Salta. Como parecía ser el destino de un nombre de fundador o gobernante en una ciudad
(menos la cuyana “Mendoza”, tal vez porque Jufré quiso cambiarlo), la designación “Velazco” se perdió
reemplazándola Jujuy.
Tras gobernar siete pacíficos años, y calmado el revolucionario Tucumán, Ramírez de Velazco entregó el gobierno
en julio de 1593 a Fernando de Zárate, de la riquísima familia de los Ortiz de Zárate de Charcas que había dado dos
adelantados al Río de la Plata. Con la llegada de Zárate se cerró el período fundacional de Tucumán.

4. JUAN DE GARAY, EL FUNDADOR

Sucesores de Irala.

Tras la muerte de Irala, por su testamento ocupa el interinato su yerno Gonzalo de Mendoza al solo fin de hacer la
elección por los vecinos dispuesta por la cédula de autonomía de 1537. Pero Mendoza muere antes de reunir al
“común”; el cabildo asume el gobierno y junta al vecindario; por 359 sufragios es elegido el sevillano Francisco Ortiz
de Vergara. El obispo Latorre lo proclama en público a la manera de unción religiosa que confirma la decisión popular.
Había en la ciudad muchos mestizos sin propiedades ni encomiendas que eran un foco de tumulto y pendencias.
Era imprescindible darles una posición social y económica; de ahí la constante fundación de nuevas ciudades. Durante
el breve gobierno de Gonzalo de Mendoza, Ñuflo de Chávez es mandado en 1554 al Chaco a levantar una población a
mitad del camino con Perú. Resultará, cuatro años después Santa Cruz de la Sierra con pobladores de Asunción y el
Alto Perú; entre éstos el vizcaíno Juan de Garay, llegado muy joven a Indias con sus poderosos parientes los Ortiz de
Zárate, que luego había acompañado a Diego de Rojas en su desdichada expedición por el Tucumán en busca de la
ciudad de los Césares. Ñuflo de Chávez le dio tierras, indios y una vara de regidor en Santa Cruz de la Sierra.

El éxodo asunceno de 1564.

Ortiz de Vergara, ignorante de la suerte de Chávez (pues no llegaron sus noticias por mucho tiempo), prepara en
1564 otra “entrada” al Chaco para fundar una ciudad “partiendo términos con el Perú y la ciudad de La Plata

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(Charcas)”. Llegaron por entonces a Asunción noticias exageradas de la entrada de Chávez y las riquezas de Santa Cruz
de la Sierra; una explosión de entusiasmo tomó a los asuncenos; aún vecinos arraigados dejaron sus propiedades,
encomiendas y goces del “paraíso de Mahoma” para irse a Santa Cruz. El mismo Ortiz de Vergara y el obispo Latorre
se pusieron a la cabeza del éxodo. Creían haber dado ¡por fin! con el imperio del Rey Blanco, meta de las entradas por
el río de la Plata desde los tiempos de Solís.
La expedición resultó un fracaso: diezmados y hambrientos, los asuncenos llegaron a Santa Cruz para encontrarse
que no había en la ciudad provisiones para abastecerlos a todos. Y que la plata estaba en Potosí en poder de otros.

El adelantado Juan Ortiz de Zárate (1569).

La presencia de los famélicos asuncenos en Santa Cruz (que dependía del Alto Perú) inquietó a la audiencia de
Charcas. Inútilmente les intimó el regreso, que no podían obedecer por faltarle medios.
Para establecer en el Plata un poder fuerte que contuviera a los turbulentos alucinados habitantes, y sobre todo
volver a su tierra a Ortiz de Vergara y los fracasados paraguayos, el presidente de la Audiencia de Lima, García de
Castro, encargado del gobierno del Perú, quiso nombrar un gobernador prestigioso comprometiéndose a obtener su
confirmación en España. Aceptó el poderoso vecino de Charcas, Juan Ortiz de Zárate, antiguo compañero de los Pizarro
en la conquista del Perú y que se había enriquecido considerablemente en ella.
Zárate fue a España por vía Panamá. Por recomendación de García de Castro no solamente confirma su
gobernación, sino que obtiene en julio de 1569 el título y capitulaciones de adelantado. Felipe II le otorga “por dos
vidas” una enorme zona que iba de las Guayanas por el norte al estrecho de Magallanes por el sur, y desde las fronteras
de Chile y el Alto Perú a los dominios portugueses de Brasil. El nuevo adelantado (quinto en el título y tercero en
ejercer funciones) se comprometía a llevar cuatrocientos hombres de guerra con sus familias para poblar, algunas
mujeres solteras para combatir el “paraíso de Mahoma” y cuatro mil vacunos. Fundaría “por lo menos” dos ciudades:
una en el Chaco de enlace con Santa Cruz de la Sierra y otra “en la entrada del río que llaman de la Plata” para servir de
“reparo” a la vía directa con España. En esta última insistieron mucho el rey y los consejeros reales.
Zárate pregona la jornada en Andalucía (se resolvió que solamente desde allí irían pobladores al Plata, para evitar
conflictos de regiones como los hubo en Perú). Reunió quinientos, entre hombre, mujeres, soldados, artesanos y
clérigos; que pudo transportar, con pequeña parte del ganado convenido, en tres naves desde San Lúcar de Barrameda
en octubre de 1572.

Tumultos en Asunción (1571).

Mientras Ortiz de Zárate demora en España su larga capitulación (de 1565 a 1572) ha nombrado como su teniente
en Asunción a Felipe de Cáceres, que consigue en diciembre de 1568 el reintegro de los sobrevivientes el éxodo. Con
ellos va Juan de Garay, que vende sus propiedades de Santa Cruz y viene a instalarse a Asunción, donde ahora
gobernaría su pariente Ortiz de Zárate.
El regreso de los exilados no fue precisamente un factor de calma; el imperioso obispo Latorre se malquistó con
Cáceres y lo acusó de herejía. Un tumulto dirigido por el obispo lo depone y apresa en 1571; ocupa el gobierno, por
recomendación del obispo, el prestigioso vecino Martín Suárez de Toledo, yerno de Doña Mencia Calderón y llegado a
Asunción con Cabeza de Vaca.

Juan de Garay hacia el Plata (1573).

Debería enviarse a España al gobernador depuesto a fin de ser juzgado, pero en Asunción no había carabelas para el
viaje por mar. Se debió construir una con maderas regionales —la San Cristóbal— terminada en 1573, dos años
después del tumulto. En ella iría Cáceres, engrillado, con el obispo Latorre para explicar la deposición y fundamentar la
herejía. Juntamente con la San Cristóbal ordena Toledo la salida de un bergantín —San Miguel— donde iría Juan de
Garay a esperar al nuevo adelantado, su pariente, en la boca del Plata para explicarle el tumulto y deposición de su
teniente y guiarlo en la larga travesía río arriba. Para preparar las embarcaciones que remontarían el río debería fundar
en San Salvador en la costa oriental, “donde Sebastián Gaboto tuvo puerto y navíos”, una ciudad que sirviera de “reparo
y amparo en esa escala”.

Garay funda Santa Fe (noviembre de 1573).

Se pregona la jornada a “San Salvador de Caboto” en Asunción, consiguiéndose nueve españoles y setenta y cinco
mancebos de la tierra como se llamaba a los mestizos.

“Buenos Aires de a caballo y de a pie —dice una crónica— porque sin zapato ni calceta los crían que son como robles, diestros con sus
garrotes, lindos arcabuceros, ingeniosos, curiosos y osados en la guerra y en la paz”.

Salen juntas la carabela y el bergantín. Por dos vías —Zárate desde España y Garay desde Asunción— había orden
de fundar el “puerto preciso para amparo y reparo” en la boca del Paraná. Además del bergantín, Garay lleva algunas
balsas y embarcaciones menores; parte de su gente va a pie arreando los caballos.

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Garay no llega al río de la Plata. Tal vez la lentitud de quienes marchaban por tierra le hace separarse de la carabela
de Latorre a la altura de la actual Feliciano (Entre Ríos). La San Cristóbal navegará río abajo para luego seguir a
España (en el viaje murió el obispo); Cáceres será absuelto de los cargos pero no volverá a Asunción. Mientras tanto
Garay deja en Cayastá (a la margen del San Javier, brazo del Paraná) la gente que dificultosamente iba a pie, y sigue
con el bergantín río abajo. Se proponía llegar al Plata; pero en septiembre (1573) tropieza a la altura de Sancti Spiritus
con una columna de españoles capitaneada por el gobernador del Tucumán, Gerónimo Luis de Cabrera (que acababa de
fundar Córdoba de la Nueva Andalucía), que se habían posesionado —como hemos visto al estudiar las entradas por el
Tucumán— de la boca del Carcarañá y fundado un puerto o real que llamaron San Luis de Córdoba. Parece que Garay
fue ayudado por Cabrera estando en situación comprometida y no quiso por ese motivo, o no pudo, desalojar a los
tucumanos de una jurisdicción que no era de ellos. Se comprometió a no seguir río abajo (pues Cabrera entendía que el
gobierno de Asunción no llegaba al Plata), y se volvió a Cayastá donde había dejado la mayoría de la gente y los
caballos. Allí funda una ciudad el 15 de noviembre (1573) con la gente alistada para poblar el Plata: la llama Santa Fe,
y su objeto era dar “algún puerto a la tierra” para servir de comunicación entre Paraguay y Córdoba.

Angustias de Ortiz de Zárate (noviembre).

En esos momentos (20 de noviembre) Zárate llegaba con su escuadrilla, destrozada por el mal tiempo, a la boca del
Plata buscando en la costa un lugar apropiado para la ciudad ordenada en su capitulación, que no encuentra. La
hostilidad de los indios obliga a los expedicionarios, maltrechos y hambrientos, a refugiarse en la isla San Gabriel,
donde hallan bajo una cruz algunas cartas dejadas por el obispo Latorre: sabe Zárate por ellas que su pariente Garay
venía hacia el Plata, sino había llegado ya. Con un mensajero —el cacique Yamandú— que remontaría el Paraná, le
comunica la afligente situación de los colonos que ya se habían comido las vacas y nada encontraban en la isla San
Gabriel de aprovechable. Garay recibe en Santa Fe el pedido de socorro, y con explicable urgencia baja al Plata con
provisiones; aconseja al adelantado transportar la colonia a la isla Martín García primero, y luego (mayo de 1574) a la
costa oriental en la margen izquierda del río San Salvador, precisamente el sitio donde le ordenaba Suárez de Toledo
fundar a él. Allí, Ortiz de Zárate levanta una población de vida efímera que bautiza con su apellido, Ciudad Zaratina de
San Salvador. También, desde allí, quita el nombre de “Río de la Plata” al adelantazgo para denominarlo en homenaje a
su provincia Nueva Vizcaya, que no perduraría.

Muerte de Ortiz de Zárate: su testamento (1576).

En la Zaratina no había alimentos y menos indios dóciles que repartir; en diciembre Ortiz de Zárate con Garay y
cincuenta hombres (otros tantos deja en tierra), la mitad de los sobrevivientes de su jornada, sigue a Asunción donde
llega en febrero de 1575. Gobernaría poco, porque al año siguiente muere; como podía disponer del adelantazgo (era
soltero y no tenía hijos varones), lo legó en un curioso y discutible testamento a quien se casase con Doña Juana, su hija
natural, pero legitimada por rescripto real, habida de una india, la “princesa” Yupanqui, que residía en Charcas. A
Garay lo hace albacea para cumplir el testamento. Mientras llegase el marido futuro de Doña Juana gobernaría en
Asunción su joven sobrino Diego de Mendieta, criollo, nacido en Charcas.

Intrigas por el testamento de Ortiz de Zárate.

Garay irá a Charcas a legalizar el testamento. Tomó el camino más practicable: Santa Fe, Córdoba, Santiago del
Estero, San Miguel del Tucumán y el altiplano. De paso, contribuyó a fundar la ciudad de Esteco. Como el testamento
debía confirmarlo la Audiencia, y luego el Consejo de Indias tropieza con muchas dificultades y demoras. Era discutible
el derecho de Zárate a disponer de tan peregrina manera de su gobierno; pues si podía nombrar sucesor, debería hacerlo
en una persona precisa y no dejarlo a la condición de un matrimonio futuro. El virrey Toledo está dispuesto a aceptarlo
y recomendar su validación a España, siempre que Doña Juana se casase con su ahijado Antonio de Meneses; a su vez
el influyente oidor de Charcas, Juan de Matienzo, promete hacer aceptar el testamento si se reservaba la mano de la
heredera a su hijo Francisco. Alrededor de la hija de Ortiz de Zárate surgen mil intrigas. Tanto el virrey como el oidor
se creían igualmente influyentes, y de no conseguir la boda con sus hijos, impugnarían el testamento y gestionarían por
su cuenta se les confiriera el adelantazgo.
Garay no se entrega ni a Toledo ni a Matienzo. Quería tener, posiblemente, una influencia dominante en el Plata, y
por lo tanto no recomendaría a Doña Juana casarse ni con Don Antonio ni con Don Francisco. Encuentra otro candidato,
Juan Torres de Vera y Aragón, caballero de Calatrava y vocal de la Audiencia de Charcas: era noble, soltero, licenciado
en leyes, pero pobre y le debería a él su nombramiento. Como primera medida, engañando al oidor Matienzo, consigue
Garay que el testamento sea aprobado por la Audiencia; acto seguido anuncia la boda de su pupila con el licenciado.
Había el inconveniente que según las leyes de Indias los oidores no podían casarse en su jurisdicción sin
autorización real. Vera y Aragón eleva la correspondiente solicitud a España, pero los obstáculos se acumulan: el virrey
Toledo ordena que le manden la niña a Lima para custodiarla “hasta que el rey dispusiese su boda”, al tiempo de mover
su influencia en España para que Felipe II la ordenase con Don Antonio; Matienzo se dirige a su vez al Consejo de
Indias para que no autorizase el casamiento de su colega. Pero Vera y Garay no cumplen la orden del virrey, y sin
esperar la autorización efectúan la boda en diciembre de 1577. La indignación del virrey y de Matienzo es estentórea:
aquél ordenaba el apresamiento de Vera por el doble delito de casarse siendo oidor y haberlo hecho con Doña Juana

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contra su orden expresa; lo tendrá preso en Charcas dos años, y después lo hace remitir a Lima para vigilarlo de cerca
mientras gestionaba la anulación del matrimonio.
Por sugestión del virrey, el Consejo de Indias negó a Vera la licencia de casarse y además anuló el testamento de
Ortiz de Zárate. Solamente en 1582, al llegar a Lima un nuevo virrey, podía el licenciado recobrar su libertad y seguir la
lucha entre romántica, política y financiera (la fortuna de los Zárate era inmensa) contra sus poderosos enemigos.
Vuelve a Charcas, consuma el matrimonio con Doña Juana, y sin irse a España a gestionar la revocatoria de la
anulación —como hubiera sido lógico— se queda en Charcas con su mujer y los bienes de su suegro. El reclamo por el
adelantazgo, que le interesaba relativamente, lo hará por correspondencia. Si salía, bien; si no salía, importaba poco.
Mientras tanto, en el Plata la afligente situación de la Zaratina provocaría un conflicto al joven teniente Mendieta:
los pobladores de la Zaratina desertaban por la dificultad de la vida, y Mendieta pregonó una jornada para repoblarla
pero nadie quiso ir de Asunción o Santa Fe a un lugar sin reparto de indios y con dificultades para proveer alimentos.
En ese trance Mendieta ordenó por apellido en Santa Fe, como si fuera una expedición militar, la repoblación de la
ciudad. Los santafesinos se insurreccionan, apresan a Mendieta y lo remiten a España en la carabela San Cristóbal
(mayo de 1577), al parecer destinada a transportar gobernadores depuestos. Mendieta consigue fugarse al llegar al
Brasil, pero no volverá al Plata.
En Charcas, Garay, contra quien el virrey Toledo había dictado auto de prisión por haber “consentido” el
matrimonio de Doña Juana, y sobre todo para que no gobernase el adelantazgo en nombre del discutido Vera y Aragón,
consigue burlar a sus perseguidores y en junio de 1578 está en Santa Fe con una cédula de Vera nombrándolo teniente
general. En Santa Fe o Asunción, donde su prestigio era grande, nada podía temer del virrey Toledo: hace reconocer por
los cabildos de ambas ciudades (la Zaratina y sus autoridades habían desaparecido) al licenciado como legítimo
gobernante y a él como su teniente general. La conducta de Garay y Vera deja suponer que ambos se habían distribuido
amigablemente la herencia de Ortiz de Zárate: el capitán vizcaíno se quedaría con el gobierno y el licenciado andaluz
con la fortuna y la hija.

Juan de Garay.

Desde su llegada a Asunción en 1569, Garay se había convertido en la figura espectable de la gobernación: alguacil
mayor de Cáceres, pasó luego a servir al tumultuario Suárez de Toledo, para ser después el hombre de confianza de su
pariente Ortiz de Zárate y su albacea. Ahora es teniente de Vera, al que había dado el discutible cargo de adelantado, y
hecho dueño de la fortuna y la mano de Doña Juana. Era hombre hábil y enérgico y supo mantener esas virtudes en el
gobierno. El “general”, como se lo llamó (apócope de “teniente general” por su tenencia de todo el adelantazgo), tuvo
en su apoyo a los viejos conquistadores españoles y a los mestizos mancebos de la tierra. Podría el virrey Toledo
mantener preso al nominal adelantado Vera, podrían en España discutir y anular sus títulos; pero seguramente no
podrían, ni desde Lima ni desde España, sacar a Garay de la Nueva Vizcaya. Desde 1578 en que vuelve de Charcas,
hasta su muerte en 1583, el “general” será el señor absoluto del Río de la Plata.

Fundación de Buenos Aires (junio de 1580).

La creación de una ciudad en el estuario, que facilitará la comunicación con España, era uno de los viejos deseos
del Consejo de Indias y del rey; los intentos habidos hasta entonces fracasaron, y acababa de desaparecer la ciudad de
Zaratina en la Banda Oriental junto al río San Salvador.
Si Garay lo lograba, era indudable que afirmaría su partido y renacerían las pretensiones anuladas de Vera. Por eso
en su designación de “teniente general” por Vera, fechada en Charcas al tiempo de efectuarse el azaroso matrimonio de
Doña Juana, hizo poner al licenciado que…
“…pueda el dicho Juan de Garay en el Real Nombre de Su Majestad y en el mío (de Vera) poblar en el puerto de Buenos Aires una ciudad
intitulándola del nombre que le pareciese, y tomar la posesión de ella, y poner y nombrar justicia”.

En septiembre de 1579 está el general en Asunción. Se pone inmediatamente a la tarea, pero lo demora una
insurrección de guaraníes que debe reprimir. En enero (1580) hace el pregón sin mayor éxito. Pocos querían ir a
Buenos Aires por la mala fama del Plata, no obstante prometer, además de tierras e indios, “los potros” que en gran
número ambulaban alzados por la región; se alistan solamente sesenta: diez españoles y cincuenta mancebos de la
tierra. Tal vez no fueron muy “voluntarios” los alistados, porque quedó en Asunción —como también en Santa Fe
donde fueron enrolados seis pobladores más— un resquemor contra el general y su manera de pregonar jornadas, que
sería aprovechado por sus enemigos.
Entre febrero y marzo Garay sale de Asunción con los pobladores en la carabela San Cristóbal, alistada para llevar
a España la noticia de la fundación, y dos bergantines menores; otra parte iría a pie con el ganado. Tras recalar en Santa
Fe, donde pregona con escaso resultado, sigue al río de la Plata. En su viaje anterior había comprendido que el mejor
puerto del estuario era la desembocadura del Riachuelo, llamado “puerto de Buenos Aires” desde los tiempos de
Mendoza; había visto también los rebaños de baguales que pastaban allí. Los caballos satisfarían una necesidad militar,
eran una riqueza por su cuero y crines y podían ser un alimento a falta de otro. De allí que eligiera —desde que tuvo en
Charcas el propósito de fundar en el Plata— el antiguo emplazamiento del “puerto” de Buenos Aires para la ciudad en
el Plata.

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El 29 de mayo, domingo de la Trinidad, las naves entran al Riachuelo y anclan en la ensenada junto a la cual estuvo
el real de Mendoza. Por esa festividad, Garay bautizaría “de la Trinidad” la ciudad, nombre que no prevaleció sobre el
del puerto. Buscó en las inmediaciones el sitio conveniente para la “traza”; lo encontró a una legua al norte, entre dos
zanjones o “terceros” que servirían de protección contra ataques indios: “el sitio mejor que hasta agora he hallado”
—escribiría al rey— sin perjuicio de que luego las autoridades pudiesen trasladarlo a otro más conveniente. Que nunca
se hizo. Junto a la barranca y equidistante de ambos “terceros” traza del diseño de la Plaza de Armas o Mayor (hoy de
Mayo); de ahí hacia el oeste, norte y sur las calles y cuadras que luego distribuiría en solares de un cuarto o media
cuadra. El 11 de junio procede a la ceremonia de la fundación: posiblemente en la San Cristóbal anclada en el puerto
del Riachuelo, reúne la escasa gente (las mujeres, fuera de una, habían quedado en Asunción y Santa Fe), se lee el acta
fundacional y designa las primeras autoridades. Luego, trasladados todos hasta la “Plaza Mayor” donde se había
levantado un palo a manera de rollo de justicia, en señal de posesión “de todas estas provincias, este, norte, sur, el
general echó mano a su espada y cortó hiervas y tiró cuchilladas y dixo que si había alguno que lo contradiga que
parezca… y no pareció nayde”. Así nació la Ciudad de la Trinidad en el puerto de Santa María de los Buenos Aires.

Escudo de ciudad.

Es sugerente el escudo de armas elegido por Garay: en fondo blanco (metal “plata”, como correspondía al río
epónimo) un águila negra con corona real, símbolo del rey, sosteniendo en su garra derecha una cruz de Calatrava.
Supongo que la cruz por el discutido adelantado Vera, caballero de Calatrava, que sería “sostenido” por el Rey; bajo el
águila, cuatro aguiluchos que tal vez representaban las ciudades del adelantazgo: Asunción, Santa Fe y Buenos Aires, y
el cuarto por la Zaratina que se proponía repoblar.
El dibujo del escudo era tosco, y con la muerte de Garay perdió su simbolismo; pues en 1615 el cabildo de Buenos
Aires creía que el blasón de armas pintado en la “Casa Real” de la ciudad era un pelícano que daba de comer a cinco
hijos su propia carne; símbolo de las cinco ciudades de entonces: Asunción, Santa Fe, Buenos Aires, Concepción del
Bermejo y Corrientes. Más tarde se perdió el recuerdo del águila y del pelícano, y en 1649 el gobernador Lariz hizo un
nuevo escudo por no saberse “haya tenido ni tenga ahora la ciudad”: sobre un río de “plata” agitado (simbolizando la
“plata” que daba nombre a la gobernación) donde emergía la uña de un ancla, una paloma que figuraba la Trinidad
epónima de la ciudad volando en un cielo de azur. La paloma de la Trinidad por la ciudad, y el ancla en el río agitado
por los vientos o aires, por el puerto. Todo rodeado de una leyenda: Ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa María de
los Buenos Aires. Así los colores de Buenos Aires fueron el blanco y el azul, que luego pasarían a la nación.

Se informa a España.

Inmediatamente Garay manda informantes a España. Por mar la carabela San Cristóbal con Alonso de Vera,
llamado el “Tupí” por su sangre indígena, pariente del discutido adelantado; hacia Lima otro Alonso de Vera, apodado
“Cara de Perro” por su gesto hosco, también pariente del licenciado, que habría de informar al virrey. El “Tupí” llegó a
la península, y la noticia de haber arraigado una ciudad en el Plata produjo satisfacción y demostró a Felipe II que era
conveniente dejar en el gobierno tan eficiente general, y por lo tanto confirmar al adelantado; en cambio “Cara de
Perro” fue aprisionado en Córdoba por el gobernador Abreu, y tras escapar de allí, debió regresar a Asunción. Las
cartas de Garay llevadas por el “Tupí” indicaban la conveniencia de aumentar la población de la Trinidad con nuevos
pobladores traídos de España, porque no se podían extraer más de las ciudades del Plata. Felipe II estuvo de acuerdo y
aceptó que el “Tupí” reclutase treinta familias por pregón en Estepa, Andalucía, de donde era oriundo Vera; llevase
religiosos que hacían falta, y además instrucciones y útiles de labranza. Estos expedicionarios capitaneados por el
“Tupí” llegaron a Buenos Aires en enero de 1583: fueron reconocidos como “primeros pobladores” y se les repartió
tierras e indios. Entre ellos iba Antonio de Torres Pineda, luego teniente general, y el siciliano Juan Dominico natural
de Palermo (que firmaba Juan Domínguez de Palermo), a quien se le repartió una chacra al norte de la ciudad que dará
nombre a un barrio.

Tumultos en Santa Fe y Asunción (1580).

Garay procedía contra las órdenes del virrey Toledo y negando su jurisdicción. Era un jefe sublevado afianzándose
con habilidad y empeño, alzando como discutible título la “tenencia” de un adelantado cautivo y despojado. Pero el
virrey poco podía: no marcharía a sacarlo con un ejército, pero tal vez pudiera quitarlo del medio por un golpe de mano.
Con la extracción forzada de pobladores para Buenos Aires en Asunción y Santa Fe había dejado resentimientos,
aprovechó Toledo para intrigar la deposición del general por medio de Gonzalo de Abreu, gobernador de Tucumán. Tal
vez por eso lo confirmó en su cargo mal habido. Hacia 1579, Abreu está en comunicación con algunos mancebos de la
tierra de Asunción y Santa Fe: no muchos, pero sí decididos y ambiciosos. Les sugiere matar a Garay cuando cruzase a
Santa Fe, pero la orden llegó tarde. No obstante, amparados por el gobernador de Tucumán y el virrey del Perú, dieron
los mancebos un golpe de audacia las vísperas de Corpus (1 de junio de 1580) proponiéndose, por pronta medida,
sustraer Santa Fe del tirano Garay y obedecer al “legítimo” Abreu (“tirano” en el sentido de gobernante no legítimo).
Su jefe era Lázaro de Venialvo, primer regidor de la ciudad; con seis conjurados se apoderaron por sorpresa de los
principales partidarios del general. Pero el vecindario reaccionó, fiel a Garay, y el golpe fracasó. Venialvo con cuatro de

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los suyos fueron ajusticiados inmediatamente, mientras los otros dos consiguieron escapar a Santiago del Estero, para
morir, al poco tiempo, a manos del nuevo gobernador Lerma, enemigo de Abreu y Toledo.
Informado Garay del tumulto, deja Buenos Aires y va a Santa Fe en febrero de 1581. Es recibido en triunfo. Atina a
proceder como político: no quiere seguir las investigaciones (que señalarían al virrey Toledo) y perdona a quienes no
habían sido ajusticiados.

Una leyenda ve en la “revolución de los Siete Jefes” santafesinos un episodio precursor de la independencia. Es cierto que Venialvo y los
suyos eran criollos y Garay no lo era; es cierto que muchos mancebos de la tierra, por espíritu levantisco más que otra cosa, estaban
complotados, y existía una tirantez entre los nativos de Asunción y los parientes y amigos de Ortiz de Zárate llegados del Alto Perú. Pero la
verdad es que los tumultuarios procedieron por intrigas de Abreu y el virrey Toledo, y no encontraron eco —por lo contrario— en la población.

En Asunción se preparaba otra algarada semejante, que tuvo principio de ejecución en las fiestas de carnaval de
febrero de 1581. Prontamente fue reprimida, procediendo también Garay con generosidad hacia sus autores.

La “entrada” a los Césares (noviembre de 1581).

Garay por sus mocedades había andado tras la fantástica Ciudad de los Césares en la expedición de Diego de Rojas
que recorrió la entonces inexplorada región del Tucumán. Nunca le abandonaría el sueño de llegar hasta allí, como a
todos los hombres del Tucumán y el Plata. En la epopeya de la conquista hay siempre una meta fabulosa —el Paraíso
Terrenal, el Dorado, los dominios del Rey Blanco, la Fuente de la Juventud, el palo santo de Pedro de Mendoza, la
Ciudad de los Césares, Trapalanda o la ciudad Encantada de la Patagonia— que impulsa a los hermanos de Don Quijote
en sus empresas.
De estos sueños, el de la ciudad del capitán Francisco César, compañero de Gaboto, fue el más persistente. Esa
metrópoli edificada en marfil y oro, donde la vida era tan agradable que nadie quería volverse, había sido entrevista a la
distancia por Diego de Rojas y más tarde por Núñez del Prado. Antonio de Abreu oyó hablar a los indios y la buscó con
tenacidad por el Tucumán; la buscarían luego Torres Navarrete, Hernandarias y muchos más. Los indios del litoral
hablaban de una ciudad maravillosa de españoles, que situaban al oeste: los pampas la señalaban al sur.
Garay, seguro de estar en la Trinidad cerca de los Césares, preparaba una “entrada” al sur, cuando debió volver a
Santa Fe por la revolución de los Siete Jefes. Como no abandona su propósito, pacificado Santa Fe vuelve a la Trinidad,
y en noviembre de 1581 hace su “entrada” al sur con 30 hombres de guerra, “unas veces a la vista de la costa y otras
cinco a seis leguas la tierra adentro —informa al rey— hasta salir a la costa del mar donde se cubre de peñascos donde
hay cantidad de lobos marinos”. Sitúa ese lugar a 60 ó 70 leguas españolas de su partida, correspondiendo a la actual
Mar del Plata. No obstante asegurarle los indios que la ciudad de españoles estaba próxima, Garay debe volverse por la
intranquilidad de Santa Fe y Asunción. Sin dejar su propósito de seguir la “entrada” cuando tuviese ocasión.

Muerte de Garay (marzo de 1583).

En los años siguientes, el general viajará continuamente entre Buenos Aires, Santa Fe y Asunción para mantener la
paz en los vecinos. En el otoño de 1583 iba de Santa Fe a Buenos Aires cuando, navegando a la altura de las ruinas de
Sancti Spiritus, recibirá una muerte inesperada. Tuvo el desplante ante un grupo de españoles recientemente llegados de
dormir en tierra sin guardias ni centinelas diciendo que “entre los indios estaba tan seguro como en Madrid”. Los
timbúes lo mataron con sus compañeros, sin misericordia.

Como en la relación de su muerte se dice haber ocurrido “a cuarenta leguas de la ciudad”, creyeron algunos historiadores que fue a la
altura de San Pedro, que está a cuarenta leguas de Buenos Aires. Pero la ciudad de donde deben contarse las cuarenta leguas es Santa Fe, de
donde había salido Garay en viaje precisamente a Buenos Aires; por lo tanto, debió ocurrir cerca de la desembocadura del Carcarañá.
Documentos posteriores aclararon sin dejar duda, que Garay fue muerto en la desembocadura del Carcarañá, donde estuvo emplazado el fuerte
Sancti-Spiritus.

Las vicisitudes del último adelantado.

No obstante haber obtenido de la Audiencia de Charcas en 1581 la licencia para pasar a España para discutir su
derecho, Vera seguía en Charcas al ocurrir la muerte de Garay. Tal vez lo retuviera un compromiso con el “general” de
dejarlo gobernar; o la poca salud de Doña Juana, su esposa, que no tardaría en morir, o la administración del inmenso
patrimonio de los Ortiz de Zárate, o sus funciones que habían retomado, de oidor de la Audiencia. Legalmente no era
adelantado, pues el Consejo de Indias había anulado la disposición testamentaria de Ortiz de Zárate; aunque Garay
como “general” suyo mantenía correspondencia con el rey y el Consejo.
Como en España se tuvo por nulo el legado, había sido nombrado en 1579 gobernador del Río de la Plata, Vasco
de Guzmán, que no llegó hacerse del cargo. Luego otro, Martín García de Loyola, Corregidor de Potosí, que tampoco
aceptó para no chocar con el prestigio de Garay. Pero al saber la muerte del “general”, Vera se resolvió a reivindicar el
título; nombró nuevo “general” —julio de 1583— a su pariente próximo Juan Torres Navarrete, y pidió a España se
revocase la nulidad del testamento de Ortiz de Zárate y se lo confirmase en el adelantazgo.

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Fundación de Concepción de Bermejo (abril de 1585).

En marzo de 1584 Torres Navarrete se recibe en Asunción del gobierno (desempeñado después de la muerte de
Garay por el cabildo de la ciudad capital). Quiso fundar una ciudad sobre el Bermejo que facilitase la comunicación con
el Alto Perú sin pasar por el Tucumán, gobernada por los enemigos de Vera. Encomienda a su pariente Alonso de Vera,
“Cara de Perro”, la jornada que éste pregona en Buenos Aires, Asunción y Santa Fe. Consigue el enrolamiento más
numeroso habido hasta entonces —135 vecinos— y con ellos funda Concepción del Bermejo en abril de 1585, de vida
efímera. Entre los pobladores iba el joven Hernando Arias de Saavedra, conocido por Hernandarias, nacido en
Asunción e hijo de Martín Suárez de Toledo y María de Sanabria.

Se hacer cargo el “adelantado” Vera.

La larga ausencia del discutido titular fue interrumpida en 1587 por su nombramiento “interino” como gobernador
del Río de la Plata: no era el adelantazgo que reivindicaba, y ejercían en su nombre sus “generales”, sino una
transacción ofertada por el Consejo de Indias. La Audiencia de Charcas, enemiga de Vera —tal vez por ser uno de sus
integrantes—, dictó una provisión separando sus numerosos parientes (Torres Navarrete “general”, Cara de Perro
corregidor de Asunción, el “Tupí” Francisco de Vera, etc.), de los cargos públicos de la gobernación, por no permitir la
legislación indiana que los parientes de un gobernador los ocupasen. De un adelantado sí podían. Dispuesto a no
cumplirla, emprendió Vera el viaje a Asunción (ya era viudo de Doña Juana), donde protesta por no recibírselo bajo
palio como correspondía a su cargo feudal. No dejaría de llamarse y hacerse llamar el Adelantado Licenciado Juan
Torres de Vera y Aragón, no obstante no haber sido reconocido, sino desconocido, por el Consejo de Indias.
La Audiencia, para someterlo, dictó una provisión en 1587 poniendo al Río de la Plata bajo su jurisdicción judicial.
No habría, pues, más adelantazgo autónomo, ya que un tribunal del virreinato del Perú entendería en la apelación de los
alcaldes del Plata. Vera se ve obligado a acatarla; no obstante se empecinó en llamarse “Adelantado”, aunque sus
funciones fueran solamente las de un gobernador con dependencia en Charcas.

Fundación de Corrientes (abril de 1588).

Vera tenía grandes proyectos. Quería fundar una ciudad en la costa atlántica, cerca de la frontera portuguesa, como
lo había hecho años atrás Doña Mencia Calderón, pero no encontró pobladores. Fundó, eso sí, el 3 de abril de 1588 con
el apoyo de Hernandarias la ciudad de San Juan de Vera para inmortalizar su nombre, en la costa oriental del Paraná en
el “sitio que llaman de las siete corrientes”: el nombre del lugar prevalecería al abandonar el licenciado el gobierno.
También introdujo una gran cantidad de ganado vacuno, distribuido entre las ciudades de su “adelantazgo”. Muchos se
alzaron y fueron a hacer compañía a los potros de Pedro de Mendoza; serán los “cimarrones” que se reproducirían en
cantidad extraordinaria por la pampa.

Abandono del “adelantado” (1590).

Después de fundar Vera, el “adelantado” pensó ir personalmente a España a pleitear sus diferencias con la
Audiencia de Charcas. No pudo hacerlo enseguida por la inseguridad de los mares dominados por piratas y bucaneros
ingleses y holandeses después del desastre de la Armada Invencible. Quedó en Buenos Aires, donde recibió —en
1590— la reiteración de la Audiencia de Charcas de separar a sus parientes de los cargos de gobierno. Entonces se
resolvió a ir a España, donde llega en 1593, a iniciar un largo pleito que duraría veinte años por la plenitud de sus
derechos. Deja poder a procuradores, y vuelve por la ruta de los galeones (Sevilla, La Habana, Portobello, Lima) a sus
posesiones de Charcas donde espera el resultado. Al final llega a una transacción: no ejercería el gobierno, pero usaría
el título exclusivamente honorífico de “Adelantado del Río de la Plata” que podía transmitir indefinidamente a sus
herederos. (Hubo en Charcas, y luego en Potosí, Adelantados del Río de la Plata “in partibus” hasta extinguirse la
familia en 1658).

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El “adelantazgo” se convierte en Provincia Real (1592).

Al irse Vera a España había dejado a sus parientes Alonso de Vera “Cara de Perro” y Torres Navarrete como
generales. En “las ciudades de arriba” ejercería aquél (Asunción, Corrientes, Concepción del Bermejo), éste en “las de
abajo” (Santa Fe, Buenos Aires). Ambos nombramientos eran contrarios a la provisión de la Audiencia de Charcas (y a
las leyes de Indias) de que los gobernadores no podían nombrar parientes. “Cara de Perro” pudo mantenerse un tiempo
gracias al apoyo del joven Hernandarias; pero en junio de 1592 el cabildo asunceno, conforme a instrucciones de la
Audiencia, lo depone y nombra al mismo Hernandarias general interino. No por eso se dieron los Vera por vencidos: el
“Tupí” era corregidor en Corrientes, Francisco de Vera en Concepción del Bermejo (a su muerte lo sustituiría el “Cara
de Perro”, trasladado allí después de ser depuesto como “general”). El joven Hernandarias para mantener la paz, o tal
vez como gesto de independencia ante Charcas, los mantiene en sus corregimientos. La Audiencia, también
conciliadora después de la muerte de Matienzo, nombrará en 1592 “gobernador” de la Provincia Real del Río de la
Plata, dependiente del Virreinato del Perú y bajo la superintendencia de la Audiencia de Charcas, a Fernando de
Zárate, pariente de los Vera, a quien Hernandarias entrega el mando.

5. LA PATAGONIA

El adelantado Simón de Alcazaba (1535).

El 21 de mayo de 1534, Carlos V divide la América del Sur española en cinco franjas de doscientas leguas cada
una: da la primera a Pizarro (después la ampliaría a doscientos setenta leguas), sigue Almagro, después Pedro de
Mendoza, luego Simón de Alcazaba —su adelantazgo se llamaría Nueva León—, nativo de Portugal y cosmógrafo al
servicio del emperador. La zona más austral, que correspondería al estrecho de Magallanes, queda reservada al obispo
de Plasencia, Gutierre Vargas de Carvajal.
Alcazaba había gestionado un adelantazgo en Indias por sus servicios. Cinco años atrás la emperatriz Isabel se lo
había concedido al sur del Perú, pero Carlos V modificó la disposición dándole la Patagonia. Bastaba a la imaginación y
esperanzas del agraciado. Cuando joven había estado en Molucas y China al servicio del rey de Portugal, y sabía lo fácil
de enriquecerse en ultramar. “Decía —cuenta el cronista Fernández de Oviedo— que pensaba en breve tiempo tener
tanta e más renta quel Condestable de Castilla”. Alegremente llamó a pregón ofreciendo las riquezas más fabulosas.
Consiguió un rol de ochenta aventureros, que por ir a Nueva León se llamarán los leones. Invierte su patrimonio,
nada cuantioso, en armar dos viejas carabelas: la Madre de Dios y la San Pedro; con ellas zarpan los leones de San
Lúcar de Barrameda el 21 de septiembre de 1534. El viaje es rápido, pues Alcazaba quiere llegar pronto a sus dominios:
el 26 de noviembre está en Brasil, el 15 de diciembre a la altura del río de la Plata. Falta agua, pero el adelantado no ha
de tocar la costa por esa minucia. La gente no se queja “estando cincuenta días sin beber gota de agua —dice el
cronista— de manera que los gatos e perros bebían vino puro”. Como su propósito era iniciar la conquista de su reino
por el lado del Pacífico, emboca el estrecho el 17 de enero.
El cruce es imposible. Hay temporadas en que no se puede entrar a vela en el estrecho, y si se está dentro la
corriente y el viento le arrojarán fuera. Sopla un huracán que arranca las velas “e parecía que se quería llevar las naos
por el aire”. Alcazaba se encuentra obligado a retroceder a la costa patagónica, y encuentra una caleta aceptable a los
45º que llamará orgullosamente Puerto de los Leones. Solemnemente instala un toldo y diseña el trazado de su fortaleza
capital: Nueva León. Pero el sitio no resulta confortable, barrido por le viento de la planicie y con indios mansos pero
inútiles para el trabajo. No importa. En alguna parte de su vasto reino estarán los tesoros. Presume que hacia el Pacífico,
y prepara una expedición a buscarlos. El 9 de marzo emprende viaje internándose al noroeste: sólo encuentra llanuras
sin vegetación, hambre, frío, y el viento constante y huracanado. A las catorce leguas el adelantado, enfermo, debe
volver a su capital, pero ordena a la gente que siga la exploración hasta las ciudades de mármol, oro y plata que habrá a
lo lejos. Siguen, mientras pueden: las pocas liebres y avestruces que encuentran no bastan a matar el hambre; comerán
hierbas y raíces. Algunos mueren de fatiga. Hasta que no dan más y se rebelan. Una revolución en forma: matan a los
fieles de Alcazaba, vuelven a Nueva León y matan también al adelantado imaginativo y a quienes lo defienden. Surgen
dos caudillos: el más exaltado, Juan Arias, quiere que los leones se hagan piratas y “salir a robar a todo trapo”; el otro,
Juan de Mori, es más prudente y quiere volver a España y pedir clemencia. Mori acaba por degollar a Arias y sus
adictos; se pone al frente de la nao San Pedro, la sola restante porque la Madre de Dios ha naufragado en el golfo de
San Jorge, y con mano dura dirige la navegación. Toma rumbo a Santo Domingo, y allí implora el perdón a las
autoridades de la isla. Así termina el adelantazgo de la Patagonia.

La expedición del obispo de Plasencia; Trapalanda (1539).

La quinta zona, la más austral, que comprende el estrecho descubierto por Magallanes, fue capitulada en 1536 con
el obispo de Plasencia Don Gutierre Vargas de Carvajal. No irá en la expedición, pero dará el dinero y el nombre;
gobernaría su hermano, Francisco de Camargo, que a último momento desiste y es reemplazado por un sacerdote, fray
Francisco de la Ribera. Salen de Sevilla con tres naves en agosto de 1639, esperanzados con “todo el oro y plata,

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piedras y perlas, que se obiere en la batalla o en entradas de pueblos, o por rescate de los indios, o de minas”, del cual
daría un quinto al monarca, otro al obispo y los tres restantes los repartiría entre ellos.
El 12 de enero están frente al cabo Vírgenes, y el 20 después de ímprobas peripecias consiguen pasar la primera
angostura. El mar está agitado, el viento es tremendo y la nave capitana naufraga: fray Francisco con 150 hombres
consigue llegar en bajeles a la costa. El capitán de una nave, Gonzalo de Alvarado, un veterano de Indias que había
fundado Buenos Aires con Mendoza y acompañado a Ayolas en su expedición al norte, intenta inútilmente recoger a los
náufragos; lo mismo quiere el de la otra, Alonso de Camargo, pariente del obispo. Varios días pretenden la hazaña,
hasta que el viento y la corriente los separan y arrojan fuera del estrecho en rumbos opuestos: Alvarado, después de
pasar seis meses en el cabo Vírgenes, volverá a España en noviembre de 1540; Camargo llegará al Perú por el Pacífico.
De quienes quedaron, nada se supo. Se dijo que mandados por un capitán —Sebastián de Argüello— se internaron
en la Patagonia y fundaron una ciudad: Trapalanda o la Ciudad Encantada de la Patagonia, que algunos identifican
con la inhallable de los Césares. La leyenda correrá por Chile, Buenos Aires y el Tucumán: los indios decían haber
estado con los compañeros de fray Francisco, en moradas de pórfiro y oro; en 1567 unos náufragos, misteriosamente
arribados a Nicaragua no se sabe de dónde, se dijeron enviados por Argüello, y el virrey de Méjico mandó levantar
información; en 1589, el gobernador del Tucumán, Juan Ramírez de Velazco, toma testimonio a unos indios que decían
haber visto a los de Trapalanda en su ciudad maravillosa; dos marineros anduvieron por Chile quejándose por haber
sido expulsados de la Ciudad Encantada en 1620.

Juan Ladrillero y el cierre del estrecho (1557).

Los primeros relatos excitaron la imaginación de Pedro de Valdivia, que manda desde Chile en 1552 dos
expediciones a Trapalanda: una por tierra dirigida por el capitán Francisco de Ulloa; otra marítima a cargo del piloto
Francisco Cortés Ojea. Ulloa debe retroceder debido a los guerreros araucanos, y Cortés Ojea no consigue entrar al
estrecho y también debe volverse.
El sucesor de Valdivia, García Hurtado de Mendoza, encomienda en 1557 otra expedición a Trapalanda al capitán
Juan Fernández Ladrillero, viejo práctico de los mares indianos, que lleva a Cortés Ojea de segundo. En dos barcos
pequeños San Luis y San Sebastián, inicia el viaje. Una tormenta separa los navíos que toman rumbos diferentes: Ojea
en el San Luis, perdido en el archipiélago fueguino navega sin rumbo y acaba por naufragar; con los restos construye un
lanchón y vuelve a Chile en octubre de 1558. Ladrillero, con la San Sebastián recorre los canales en busca de su
compañero y, hábil dibujante, trazará el contorno de las islas. Sus tripulantes quieren volverse, pero el capitán es
inflexible; entra al estrecho en busca de Trapalanda, que recorre hasta casi el cabo Vírgenes sin encontrar rastros ni
informes de los náufragos de fray Francisco. En lugar de desengañarse, esto los convence que se han ido a una Ciudad
Encantada. Vuelve a Chile e informa del peligro que significa el estrecho para la tranquilidad del Pacífico, pues podrían
pasar por allí los piratas ingleses a turbar y robar en los mares de Chile y Perú. Convencidos en España decretan el
cierre del estrecho: anuncian a todos los vientos que se ha taponado con “una mole de piedra o isleta arrastrada por las
tempestades”.

Sir Francis Drake (1578).

Una sociedad de comerciantes de Plymouth financia una expedición de cinco navíos que pone al mando de un hábil
marino: Francis Drake, a quien los españoles llamarán el Dragón. No es un viaje de exploración, ni de conquistas, ni
siquiera de corsarios contra una nación en guerra. Inglaterra está en paz con España, y la aventura es de piratería lisa y
llana.
Drake sale en 1577. Empieza por asaltar buques españoles y portugueses en el Cabo Verde, apoderarse del dinero y
joyas, y secuestrar a los pilotos o prácticos que le hacen falta; el resto lo incendia dejando ahogarse a los tripulantes.
Llega a la boca del río de la Plata donde queda catorce días, pero como “la tierra está solamente poblada de perdices y
de hombres gigantes” sigue más allá. Pasa el invierno en San Julián, donde lo había hecho Magallanes cincuenta y ocho
años atrás. Adelantándose a la estación propicia, sale a mediados de agosto (de 1578): el 20 emboca el estrecho, que
encuentra abierto en contra de lo pregonado por los españoles, lo atraviesa y entra al Pacífico.
Está en campo propicio: el 5 de diciembre se apodera en Valparaíso de un buque cargado de polvo de oro, hazaña
que repite a lo largo de toda la costa: Tarapacá, Arica, Arequipa, donde los cargadores de metales están desprevenidos
de la presencia de piratas. En el Callao encuentra la empresa grande, el Galeón de Plata —Nuestra Señora de la
Concepción— encargado de transportar el metal de Perú a Panamá. Pese a los esfuerzos del marino español Sarmiento
de Gamboa (que en breve se ilustrará por su valor y mala suerte) consigue apresarlo, y como no puede llevar el inmenso
tesoro en las bodegas, ya repletas, de sus naves, incorpora el buque a su flota con el hispanizante nombre burlesco
Caca-fuego.
Ahora debe volver, pero ¿cómo hacerlo? Sarmiento de Gamboa, cansado de perseguirle (pues el inglés escapa con
ligereza), lo aguarda junto al estrecho. El Dragón toma al norte donde tal vez esté el paso del noroeste tantas veces
buscado; no lo encuentra aunque se ha acercado al estrecho de Bering. Entonces toma rumbo a las Molucas a pesar de
los malos recuerdos que había del cruce del Pacífico desde los tiempos de Loayza y El Cano. Pero halla a su paso
infinidad de islas en que refrescar alimentos y descansar entre placeres, para llegar finalmente a las Molucas; desdeña
las especias porque sus calas no le permiten almacenar más. Da vuelta al cabo Buena Esperanza y llega a Plymouth. Se
hace la cuenta de ganancias: pagados los gastos, indemnizados los muertos, etc., salen a cuarenta y siete libras por cada

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libra arriesgada: quien puso cien libras recoge 4.700. La reina Isabel lo recibe en triunfo, acepta comer en su buque y lo
honra como Caballero dándole también un grado en la Marina de Guerra. Desde ahora será Sir Francis Drake K. B.,
vicealmirante de la Royal Fleet. Ha descubierto el modo de hacer con rapidez dinero, honra y gloria en América.
Hace otros viajes al Nuevo Mundo. En Centroamérica recoge un botín de 600.000 libras esterlinas en 1585; en
1587 ataca el puerto de Cádiz, recoge un botín de 600.000 libras esterlinas en 1585; en 1587 ataca el puerto de Cádiz, se
apodera del oro y plata almacenados y para a degüello a la mitad de la población. Morirá, ya viejo, a la vista de
Portobello para ser sepultado, como era ley, en el mar.

La constante mala suerte de Sarmiento de Gamboa.

El marino español que no había podido dar alcance a Drake en el Pacífico se llamaba Pedro Sarmiento de Gamboa,
y tenía firme la voluntad y ardiente la imaginación.
Como el Dragón se había escapado, resuelve cerrar el estrecho con algo más material que la noticia de un peñasco
que lo había taponado. Alzará una ciudad y una fortaleza para vigilar el cruce de piratas. Por pronta providencia irá a
España para armar la empresa colonizadora: sale en octubre de 1579 del Callao con dos naves, cruza el estrecho con
dificultades por las tormentas y falta de provisiones, que hacen desertar una de las naves. Sigue en la capitana —San
Francisco— con los tripulantes casi sin comer ni beber; llega con ellos a las islas de Cabo Verde tan macilentos “que
todo el pueblo fue a vernos y no acababan de hacerse espantos y milagros”, escribe. En agosto (de 1580) está en
España. Felipe II lo recibe en Badajoz y aprueba su proyecto de fortificar el estrecho. Solamente que mandará la
expedición a otro —Diego Flores de Valdez—, aunque Gamboa irá de “Gobernador del estrecho de Magallanes”. Es
una empresa formidable, a la vez colonizadora y militar: veintitrés naves con soldados, artesanos, agricultores, mujeres
y niños para fundar dos ciudades perfectamente artilladas. Salen de San Lúcar de Barrameda el 25 septiembre de 1581,
con mala suerte, pues un destino fatal señala el periplo: una tempestad los toma a la salida del puerto, tan violenta que
naufragan cinco naves y mueren ochocientas personas. Deben volver a Cádiz. Salen nuevamente el 9 de diciembre en el
cruce más deplorable hecho hasta entonces del Atlántico: la peste se declara y mueren ciento cincuenta y uno; otros
doscientos morirán en Río de Janeiro, donde arriban el 24 de marzo. Sólo la energía de Sarmiento de Gamboa los hace
seguir adelante. El 1 de noviembre las maltrechas naves ponen proa al sur. A la altura del río de la Plata una de ellas
hace agua y se hunde por la noche con sus trescientos cincuenta tripulantes que no pueden ser auxiliados. Impresionado,
Flores Valdés ordena la vuelta a Brasil: otra nave se pierde a la altura del puerto Don Rodrigo, y otra más es cañoneada
por el pirata inglés Fenton y se hunde cerca de Río de Janeiro.
Quedan todavía nueve buques, y con ellos Gamboa arrastra a Valdés. Salen nuevamente el 7 de enero (de 1583) de
Santa Catalina: apenas en alta mar se pierde otra nave, y al llegar al río de la Plata tres carabelas —con Alonso de
Sotomayor, que será gobernador de Chile— resuelven cambiar rumbo y se van a Buenos Aires, que Garay acaba de
fundar. Quedan cinco buques que llegan al estrecho el 17 de febrero de 1583 a los dos años de haber salido de España
veintitrés navíos. Flores Valdés no acierta a embocar la entrada pues la estación no es propicia, y cansado y
desmoralizado, ordena el regreso definitivo. Vuelven a Río de Janeiro. Allí se les unen cuatro carabelas mandadas de
España con socorros para las colonias que se creen ya fundadas; ante ese refuerzo, Gamboa va a seguir solo la aventura;
Valdés ya no tiene ánimos. Se separan: Valdés volverá a España con tres naves, y Gamboa irá al estrecho con seis y
quinientas treinta y ocho personas, entre ellas las mujeres y los niños. Va esta gente “postrada de ánimo y espantada”
comenta él mismo, pero el jefe tiene “determinación de morir o hacer a lo que vino, o no volver a España, ni adonde lo
viesen, jamás.
El 1 de febrero (de 1584) está nuevamente frente al estrecho cuyas angosturas cruza pese a la fuerza del viento y la
corriente en una hazaña difícil: “era tanto el arfar y barlear de las naos sobre las amarras que no había quien se pudiese
tener en pie, y cierto creyeron ser anegados haciéndose las naos pedazos sobre el ferro; y tanto trabajaron que una
fragata rompió el segundo clave y fue llevada por las corrientes y viento a árbol seco a desembocar otra vez por las
angosturas”, dice Gamboa. Aunque el viento no amaina, el jefe ordena desembarcar: es el 4 de febrero de 1584.
Gamboa lo hace llevando una gran cruz, detrás ocho arcabuceros y los soldados, agricultores y artesanos: en total 116
soldados, 48 marineros, 58 colonos, 13 mujeres y 10 niños. Gamboa toma posesión solemnemente de la tierra en
nombre del rey Felipe II, y deja fundada la fortaleza o real de La Purificación de Nuestra Señora, mientras en la
mayoría de las naves, con espanto de los bajados a tierra, se rompen las amarras y son arrastradas por el viento mar
afuera. Inútilmente trata el capitán Diego Ribera de volver a embocar las angosturas en diez días de lucha contra el
oleaje y la tormenta. Finalmente, como todos sus esfuerzos son inútiles, abandona la empresa y vuelve a España.
Pero una nave, la Santa María de Castro, ha resistido el embate y mantiene sus amarras; también queda otra, La
Trinidad, aunque deshecha en la playa; bastan a Gamboa, a quien sólo preocupan las dos ciudades que debe fundar.
Como el emplazamiento de La Purificación le parece abierto al viento, lo cambia y traza un poco más allá el 11 de
febrero una nueva planta: Nombre de Jesús. Afortunadamente ha salvado la mayor parte de los cañones y los coloca en
una altura apuntando a la estrada del estrecho. Ya no pasará por allí ningún Dragón.
Ahora a fundar la otra. A pie con noventa y cuatro hombres va al lugar apropiado. La gente se queja y Gamboa los
proclama: “¿Diríase que el rey de España no tiene ya hombres como los solía tener antiguamente?”. Lo siguen; llegan
extenuados y ateridos a un sitio próximo a la actual Magallanes, y levantan con las solemnidades debidas —árbol de la
“justicia”, acta, corte de yerbas— la Ciudad del Rey Don Felipe. Gamboa tiene la paciencia de dibujar la plaza “muy
agraciada con la salida al mar”. También hace la iglesia de madera y la Casa Real de cien pasos de largo. Por supuesto
distribuye solares y no encomienda indios porque no los encuentra.

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La férrea voluntad del gobernador mantiene ambas colonias. Hay tentativas de sublevación, concluidas con
degüellos; después llegarán días mejores, en que el mar parece apacible. Pero tras el benigno otoño sobreviene el
invierno austral duro y cruel: nieva quince días seguidos, hay enfermos y muertos, pero nada quiebra a Gamboa. Con la
Santa María va y viene entre ambas poblaciones, acarreando armas, cañones y alimentos. El 26 de mayo está
embarcado junto a Nombre de Jesús cuando estalla la tormenta en la forma más repentina que ocurre en esa latitud; es
“la mayor de mar y viento que en esta jornada se ha visto”, el huracán y la corriente arrastran al buque al cabo Vírgenes
y después lo arrojan al Atlántico. Son inútiles los esfuerzos de Gamboa para detenerlo. Y ya no podrá entrar al estrecho,
porque ha acabado la época propicia: queda un mes intentándolo; los hombres van “comiéndose los gatos y hasta los
cueros de las bombas”. Derrotado, debe finalmente tomar rumbo al norte y recala en Santos el 29 de junio; el 7 de julio
está en Río de Janeiro a buscar provisiones para volver al sur. De allí despacha un buque al estrecho, que naufragará;
luego va a Pernambuco en busca de socorros pues Río de Janeiro no los ofrece; otra tempestad destroza la Santa María
contra las rocas de la costa, pero el gobernador consigue hacerse de un batel de cincuenta toneles con el que trata de
navegar hasta su gobernación. Otra “espantable tormenta” arroja a los tripulantes a Río de Janeiro “desnudos, descalzos
y el navío hecho en piezas”; los marineros se amotinan porque no quieren volver al sur, y Gamboa debe imponerse
espada en mano, matando a uno e hiriendo a varios. No tiene barco, pero algo proveerá Dios.
A todo esto han pasado el invierno, la primavera, el verano, y no es posible volver en otoño a las regiones australes.
Manda pedir refuerzos a España, pero nada llega de allí; irá él mismo a la Corte a ocuparse personalmente de salvar a
los colonos, de los que nada sabe. Parte de Brasil en junio, para caer en manos de Walter Raleigh que anda pirateando
por las islas Terceras: es llevado a Inglaterra y a Felipe II le cuesta gestionar su rescate. Finalmente lo consigue y
Gamboa va hacia España atravesando Francia; cae en poder de los hugonotes —son los tiempos de las guerras de
religión— que lo juzgan por papista y a duras penas se salva de la hoguera, pero pasa tres años y ocho meses en un
calabozo húmedo. Tras muchas gestiones el rey consigue rescatarlo por seis mil ochocientos ducados y cuatro buenos
caballos y lo hace llegar a España: Gamboa llega en parihuelas porque el calabozo lo ha dejado paralítico.
No importa. En parihuelas ambula por la Corte en procura de una ayuda a sus colonos. Nada consigue: ¿Quién se
va a acordar de la “gobernación del estrecho” ante las apremiantes necesidades de la guerra en Europa?… Después de
1591 (fecha de su último Memorial para que “Su Majestad se acuerde de sus tan leales y constantes vasallos que por
servir a V.M. se han quedado en regiones tan remotas y espantables”) se pierden sus rastros. Había muerto, no se sabe
cómo ni dónde.

Cavendish (1587).

Drake había encontrado la manera de ganar dinero en América sin mayores penurias: todo estaba en ir al Pacífico y
caer sobre los desprevenidos galeones que llevaban el oro y la plata del Perú. Hacerlo en el Atlántico era más difícil
porque navegaban en convoy.
Tomás Cavendish, noble arruinado —a quien los españoles llamarán Candís o Candí—, equipa con los restos de su
fortuna tres naves y ciento veintitrés tripulantes, y se lanza en julio de 1586, desde Plymouth, a la aventura dorada. El
17 de enero (de 1587) llega a un golfo de la Patagonia que en homenaje a su nave capitana llamará Port Desire (“Puerto
Deseado”). Luego entra en el estrecho; lo sorprenden unas fogatas en la costa y encuentra dieciocho españoles
macilentos y ateridos por falta de ropas, y alimentándose de mariscos: es lo que queda de los trescientos treinta y tres
pobladores que Sarmiento de Gamboa dejó en Rey Felipe y Nombre de Jesús. Se han reunido para morir juntos, porque
ya no tienen esperanza de salir de allí. Cavendish, que rebautiza a Rey Felipe como Puerto Hambre, no puede o no
quiere llevarlos, y solamente alzará a uno para servirle de intérprete o de señuelo en el Pacífico. Eso sí, se lleva los
cañones traídos precisamente para guardar el estrecho de los piratas; y también la madera de las casas para hacer fuego,
dejando a los diecisiete españoles a la intemperie. Otro pirata inglés, Merrick, encontrará cuatro años más tarde el
último sobreviviente vagando con la razón perdida por la costa desierta.
Cavendish cruza el estrecho. Hace depredaciones en los puertos del Pacífico. Incendia y mata por placer: “he
quemado diecinueve barcos y no he dejado piedra sobre piedra en ningún puerto de mar que toqué”, escribe
alegremente a su padre. Vuelve a Inglaterra en 1588, después de dar la vuelta al mundo como Drake: entra al Támesis
en triunfo: ha forrado sus velas de damasco azul, vestido a sus marineros de seda con cadenas de oro al cuello, y
adornado con oro los cordajes. También recibe en una comida a la reina Isabel en su cámara recubierta de seda y oro.
En 1591 hará otra expedición. Asegura que en América “el rey de España bravea mucho, pero no muerde”, quienes
muerden son los ingleses. Pero en este segundo viaje no lo acompaña la suerte: en el Atlántico saquea buques
portugueses (Felipe II era desde 1580 rey de Portugal) y se detiene en la boca del río de la Plata para preparar la toma
de Buenos Aires; la noticia llega a la ciudad, y los vecinos se aprestan a la defensa. Pero Candís renuncia: tal vez supo
los preparativos porteños, o se informó que las escasas riquezas porteñas no valían el juego. En abril de 1592 está frente
al estrecho, que no puede trasponer esta vez porque ha llegado en el mal tiempo: dos navíos naufragan; estallan
motines; Cavendish es dominado, y la tripulación regresa a Inglaterra. Pero antes de llegar lo tiran al agua para evitar
acusaciones.

Los holandeses.

Tras el Candí, vendrán otros ingleses a recorrer la Patagonia: Jorge Clifford, que pese a ser conde de Cumberland
(o tal vez por eso) se hace pirata pues necesita dorar su escudo con el metal español; acabará rico y almirante de la

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reina. Luego Juan Chidley, Andrés Merrick (que encontró al último sobreviviente de la expedición de Gamboa en el
estrecho), Juan Davis, Ricardo Hawkins, que una noche ve cerca de la costa patagónica una isla llamada Pepys, que
aparecerá y desaparecerá según los relatos de los viajeros.
Pasa la época de los piratas. Ahora vendrán mercaderes holandeses con géneros, ginebra y negros esclavos para
cambiarlos por la plata potosina o los cueros de la pampa. Si las cosas se presentan bien, no desdeñan arrearse de paso
un galeón español. Algunos se arriesgan a ir al Pacífico, donde el contrabando y la piratería son propicios y productivos;
al intentarlo Sebaldo de Weert encuentra en 1600 unas islas que llama Sebaldas o Sebaldinas en su propio homenaje (las
Malvinas); Jacobo Le Maire en 1616 da con el estrecho de su nombre, la isla que en honor de los “Estados Generales”
de Holanda llamará de los Estados, y el archipiélago que engañado por su configuración creerá un cabo y bautizará
Hoorn (“Cabo de Hornos”) por su ciudad natal.
El conocimiento del Cabo de Hornos, ya descubierto por Francisco de Heras en 1525 pero olvidado, ha de acabar
con la difícil navegación del estrecho. La ruta doblando el cabo austral, será más fácil y menos peligrosa. El gobierno
español al saber las exploraciones de Le Maire envía a los hermanos gallegos Bartolomé y Gonzalo García de Nadal a
trazar el contorno de Tierra del Fuego, antes tenida por parte del continente Australis y que ahora se sabe es una isla.
Los Nadal hacen el periplo en 1619.

Los misioneros.

El maestre de campo Diego Flores León ha llegado en 1621 al lago Nahuel Huapi por el lado de Chile. No tardarán
los jesuitas en establecer una misión religiosa en sus orillas: de allí saldrá en 1670 el padre Mascardi en misión
apostólica hacia el sur: llega a un lago que se supone el Munsters, después a la costa atlántica que recorre hasta Puerto
Gallegos; y acabará muerto por los indios a la altura del 47º. Lo sucede el padre Zúñiga, que recorre en 1684 la falda
occidental de la cordillera desde Nahuel Huapi hasta el valle de Aluminé, y regresa por el lago Traful y Junín de los
Andes. No pueden mantenerse las misiones; el carácter indómito de los araucanos hace inútil todo adoctrinamiento y
son abandonadas.

REFERENCIAS

EFRAIM CARDOZO, Asunción del Paraguay.


MANUEL M. CERVERA, Historia de la ciudad y provincia de Santa Fe.
ENRIQUE DE GANDÍA, La primera fundación de Buenos Aires.
PAUL GROUSSAC, Mendoza y Garay.
ROBERTO LEVILLIER, Guerras y conquistas en Tucumán y Cuyo.
— Conquista y organización del Tucumán.
EDUARDO MADERO, Historia del puerto de Buenos Aires.
A. BRAUN MENÉNDEZ, Historia magallánica.
ERNESTO MORALES, Historia de la aventura.
VICENTE D. SIERRA, Historia de la Argentina (t. I).

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VI
EL PUERTO CONTRA EL PAÍS

1. Hernandarias, el Protector.
2. “Beneméritos” y “confederados”

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1. HERNANDARIAS, EL PROTECTOR

Un caudillo.

Nació en Asunción hacia 1564, hijo de Martín Suárez de Toledo y María de Sanabria, hija a su vez de doña Mencia
Calderón, la “adelantada”.
Hernandarias, como es lo llamaba, apócope de su nombre Hernando Arias de Saavedra, anduvo desde los quince
años en jornadas y poblamientos. Sus primeras aventuras las tuvo por el Tucumán, donde lo llevó la sangre aventurera
de los suyos: tras Gonzalo de Abreu fue en 1579 por el sur de Córdoba en busca de la Ciudad de los Césares, y con
Hernando de Lerma luchará contra los diaguitas y tonicotes. Vuelto al Plata hacia 1581, acompaña a Garay en Buenos
Aires y Santa Fe y anda otra vez en procura de la Ciudad de los Césares ahora por el cabo Corrientes. Casa con
Gerónima Contreras, hija de Garay, y a los veintiún años, en 1585, a las órdenes de Alonso de Vera el Tupí, asiste con
el grado de capitán a la fundación de Concepción del Bermejo donde le dan tierras y encomiendas. No por eso arraiga, y
dos años más tarde con Juan Torres de Vera y Aragón, el último adelantado, está en la guerra con los guaycurúes y en la
fundación de San Juan de Vera en 1588; allí dirige la construcción de su primera fortaleza, que acierta a defender de los
ataques indígenas.
A los 25 años era, por su coraje, lealtad y reposado juicio, el hombre de mayor gravitación en el Río de la Plata. A
él deben recurrir los últimos Vera para mantener el crujiente gobierno abandonado por el jefe de la familia. El joven
capitán se debe multiplicar para estar en Asunción, Corrientes, Concepción del Bermejo, en todas partes donde se
requiere su presencia. En 1592 sustituye como “general” a Alonso de Vera Cara de Perro por arreglo de éste con el
cabildo de Asunción: será su primer gobierno.
Ocupará cinco veces el cargo por designación del rey, del virrey o de los vecinos (conforme a la cédula de
autonomía de Carlos V). Cuando no está en el gobierno, desde su casa de Santa Fe orientará con mano firme a los
nominales Fernando de Zárate, Juan Ramírez de Velazco, Rodrigo Valdez y de la Banda o Diego Martín Negrón. Su
influencia será grande en los veinte años corridos de 1593 a 1613; y aunque reaparecerá en el gobierno entre 1615 y
1618, otras modalidades y una nueva clase social de reciente advenimiento —los mercaderes— le habrán arrebatado el
predominio.
Su última administración fue una lucha desesperada con enemigos de grandes recursos y pocos escrúpulos que
conseguirán vencerlo pero no abatirlo; hasta su muerte en 1634 a los setenta años, será el jefe de los pobladores e hijos
de conquistadores en disputa tesonera de posiciones contra la poderosa influencia de los mercaderes del puerto.
No fue Hernandarias un conductor de “entradas” a lo Irala, ni un fundador de poblaciones estables como Garay.
Había acabado la epopeya y empezaba la prosa de la organización. Como conquistador será arriesgado, pero siempre
fracasaría. Fue, en cambio, un caudillo: cabeza visible y brazo ejecutor de una comunidad, jefe disciplinado que jamás
estuvo en una revolución y tenía por la ley un respeto fanático que supo enseñar a los viejos conquistadores levantiscos
y a sus hijos los turbulentos “mancebos de la tierra”. Un administrador consciente, y un político de gran coraje, que no
vacilaba en afrontar la impopularidad del momento para estar con la justicia de siempre. Para él “la patria” —así
llamaba al litoral del Plata y a sus habitantes que ya empezaban a llamarse “argentinos”— estaba más alta que las
conveniencias personales y los intereses materiales.
No era hombre de letras. Su juventud aventurera transcurrida en combates y jornadas no le permitió educarse en la
lectura y la meditación religiosa como su hermano materno fray Hernando de Trejo y Sanabria, obispo de Córdoba y
fundador de su Universidad. Pero las andanzas le dejaron algo mejor que las letras: el conocimiento de los hombres y la
reflexión sobre el medio bravío que le tocó vivir. Conoció —y comprendió— como nadie a “la patria” de blancos,
mestizos e indios. Su tino y garra desconcertaban a los gobernantes llegados de España, que pese a sus estudios en
Salamanca y su experiencia cortesana de Madrid no conseguían lo que él: “Si éste (Hernandarias) que es hombre criollo
y de tan pocas luces de negocios, lo había hecho, ¿Por qué no habría de hacerlo yo?”, clamaba Diego Martín Negrón,
caballero el hábito de Santiago y maestre de campo de los Reales Ejércitos, impotente ante la insolencia, el poderío y
los recursos de los contrabandistas de esclavos en Buenos Aires, que Hernandarias había tenido sujetos y amedrentados

Su lucha.

El prestigio adquirido en sus constantes gobiernos, como también su honradez incorruptible (como siempre la tiene
un auténtico caudillo) y su actividad osada y fatigante, hicieron del gran criollo el conductor de los pobladores nativos
en una lucha dramática contra los traficantes del puerto y sus asociados, los oficiales reales. Hernandarias, hijo y nieto
de conquistadores, fue la encarnación de los guerreros de la conquista, resistiéndose a ceder posiciones a los
funcionarios españoles y sobre todo a una clase advenediza de mercaderes con mucho dinero y pocos escrúpulos
llegados en el último decenio del XVI.
Es la vieja sociedad feudal, apoyada en la tenencia de la tierra y la encomienda de indios, oponiéndose a la
burguesía y la burocracia enriquecidas con el contrabando de géneros de Flandes y esclavos de Guinea. En cierta
manera también es el interior donde se mantenían las virtudes de los conquistadores —coraje, fe, hidalguía— contra el
puerto mercenario y abierto a influencias foráneas. Aunque también encontraría Hernandarias partidarios abnegados en
los vecinos de arraigo de la ciudad de la Santísima Trinidad.

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Sus gobiernos.

Hernandarias llegó al poder, por primera vez, en 1592. Es insostenible la posición de Alonso de Vera Cara de
Perro, teniente general del ausente y discutido adelantado Juan Torres de Vera y Aragón. Capitula el Cara de Perro con
el joven hijo de de la tierra: le dejará el gobierno con la promesa de reservarle el mando local en Concepción del
Bermejo, donde va a retirarse. Hernandarias acepta, y el cabildo asunceno recibe jubiloso el pacto que acaba con el
problema político sin verter sangre.
Será gobernador del Plata por voluntad de sus paisanos; durará solamente un año, pues a poco habrá de llegar
Fernando de Zárate con pliegos del virrey del Perú, pero no por eso cesará la influencia de Hernandarias. Entre 1592 y
1613 es el dueño virtual del Río de la Plata: bien como gobernador con nombramiento del rey, del virrey o de los
vecinos de Asunción, bien como teniente de gobernador en Asunción o Buenos Aires por delegación del titular, o bien
como simple particular desde su casa de Santa Fe.
En 1613 su prestigio, hasta entonces indiscutido en el Plata, sufre en el puerto (Buenos Aires) una grave fisura por
acción de los oficiales reales confederados con los contrabandistas portugueses después de la muerte sospechosa del
gobernador Martín Negrón, como hemos de ver luego. Aunque Hernandarias haciéndose eco del clamor de los viejos
pobladores de Buenos Aires —los beneméritos— conseguirá dos años después volver al gobierno con título real y
combatirá con energía y sin tregua a los traficantes y sus socios, habrá de quedar impotente ante la conjura de intereses
mercantiles adueñados con malas artes del cabildo porteño y con influencia decisiva en la Corte. En 1618, vencido pero
no doblegado, quedará fuera del cargo y sufrirá persecuciones, prisiones y el embargo y venta de sus bienes, sin
abandonar la desigual lucha. No gobernará más, pero todavía su partido es fuerte, aunque sus partidarios ya no se
sienten en el cabildo en Buenos Aires. Lo consultan en su casa de Santa Fe; la Audiencia de Charcas le hace llegar una
reivindicación honrosa, y el Consejo de Indias, pese a las intrigas de Antonio de León Pinelo, ligado a los intereses
mercantiles (su padre era el portugués Diego López de Lisboa, que fue gerente de los intereses negreros en Córdoba,
Buenos Aires y finalmente Potosí), lo propondrá para un nuevo gobierno. Pero en la corte de Felipe IV ya no tiene
influencia, y eligen a otro. Finalmente ha de morir en su retiro de Santa Fe en 1634 a los setenta años, rodeado del
afecto amnésico de los más y el odio del perdurable de los menos.

Algunos historiadores progresistas le critican haber sido encomendero y señor feudal. ¿Qué querían que fuese el Caudillo a principios del
siglo XVII…? ¿secretario de sindicato?

El gobernador Fernando de Zárate 1593).

Hernandarias por el pacto con Alonso de Vera y posterior elección de los vecinos es gobernador en 1592. Pero al
año siguiente llegará a Buenos Aires por el camino de Córdoba, y con un pequeño ejército, el rico vecino de Charcas
Fernando de Zárate, caballero de la orden de Santiago y pariente del tercer adelantado del Río de la Plata; trae un título
del virrey del Perú para gobernar simultáneamente el Tucumán y el Río de la Plata. En Santiago del Estero ha tomado
posesión del primero reemplazando a Juan Ramírez de Velazco, y escribe a Hernandarias a Asunción que apronte su
mejor gente y venga a reunírsele en Buenos Aires. Corren rumores de guerra: se han avistado piratas ingleses en la costa
de Brasil y se les supone propósitos de invadir Buenos Aires. Se trata de Cavendish, que finalmente no ataca a Buenos
Aires. Pero en Londres se ha dicho que la conquista del “puerto” lejano y desguarnecido será el paso inicial del
apoderamiento de las Indias, la etapa siguiente a la derrota de la Armada Invencible de 1588. El caudillo obedece al
pedido, no obstante rogarle el cabildo asunceno se quede en la capital y discuta el título virreinal del presunto
gobernador que no debe prevalecer contra la cédula de Carlos V. Per se trata de servir al rey en asuntos de guerra, y
Hernandarias no duda en ir a Buenos Aires y ponerse a las órdenes de Zárate.

Entrada de esclavos por Buenos Aires.

A poco de fundada Buenos Aires, el 1 de marzo de 1588, el licenciado Ruano Téllez, fiscal de la Audiencia de
Charcas, escribe:

“En las provincias del Río de la Plata se ha descubierto una nueva navegación del Brasil. Si este puerto (Buenos Aires) no se cierra, se ha
de henchir por allí el Perú de portugueses y otros extranjeros… porque cada día vienen navíos de portugueses con negros y mercaderías”.

Hacia 1590 el recio campamento de la Santísima Trinidad, que Garay había fundado con sesenta vecinos diez años
atrás, era ya “el puerto de Buenos Aires” poblado por quinientos o seiscientos habitantes. No había crecido por la
prosperidad de sus chácaras labradas por los vecinos aparentemente “feudatarios”, que sólo mandaban en el trabajo de
sus mujeres e hijos, pues no tenían indios encomendados, ni con la riqueza de sus suertes de estancia para ganado
vacuno, poco menos que abandonados y donde los cimarrones pastaban libremente. Había sido imposible someter a
“encomiendas” a los indios pampas, y apenas si el cacique Bagual y los suyos aceptaron el Evangelio superficialmente,
pero mostrándose reacios a trabajar la tierra o pastorear el ganado por cuenta ajena. La población había crecido por el
lugar excepcional que ocupaba en la boca occidental del Plata y cerca de la desembocadura del Paraná. La mayoría era
todavía de los vecinos “de la ciudad de la Santísima Trinidad” que formaban en el registro del cabildo y acudían a los
alardes de la milicia; pero había muchos domiciliados entre menestrales y artesanos y algunos estantes del “puerto
Santa María de Buenos Aires”, llegados por beneficios marítimos o comerciales. Porteños, aunque no trinitarios.

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El puerto empezaba a avanzar sobre la ciudad. Para suplir la falta de brazos indígenas, que amenazaba convertir
rápidamente la ciudad de feudatarios en una factoría de mercaderes, el adelantado Vera había pedido a España la
introducción de quinientos negros de Guinea que suplirían el trabajo inexistente de los indígenas pampeanos. La
necesidad de mantener poblada y defendida una “ciudad” en el estuario, movió al Consejo de Indias a despacharlo
favorablemente en 1591 a pesar de los problemas sobre la esclavitud debatidos entre teólogos y jurisperitos. Deberían
traerse los negros en barcas portuguesas (de tres años atrás en posesión del rey de España) que podían llevar en retorno
la harina de las chácaras y el sebo de los potros de la pampa.
No se limitaron los portugueses a traer el número fijado de esclavos, ni los vendieron exclusivamente en Buenos
Aires, ni llevaron en retorno solamente harina y sebo. Validos del permiso, desembarcaron miles de negros en forma
constante y no interrumpida, que arreaban en recuas para venderlos en el riquísimo Potosí y hacerse pagar con la
codiciada plata potosina que luego sacaban “en retorno” por el escasamente vigilado puerto de Buenos Aires.

Potosí era entonces la Villa Imperial donde corría abundante la plata de su cerro inagotable. Era en 1590 una metrópoli de 160.000
habitantes, cuando Buenos Aires tenía poco más de quinientos y Lima no llegaba a diez mil. Poseía todos los lujos: desde palacios a escuelas de
danzas y también —como ocurre donde el dinero se gana fácilmente— todos los vicios: había treinta y seis casas de juego donde se apostaban
hasta cien mil patacones de plata a un naipe o un golpe de dados. En comprensible que los portugueses quisiesen vender allí los esclavos, donde
alcanzaban precios fabulosos que ni aproximadamente podían igualar los míseros vecinos de Buenos Aires.

Los “portugueses”.

En consecuencia de este tráfico, muchos portugueses dedicados al negocio se establecieron en el “puerto”, en


Potosí, y en las ciudades donde pasaban las recuas. Los porteños aumentaron de año en año; sus buenas ganancias
venidas del tráfico, contrastaban con las módicas que los pobladores “feudatarios” sacaban de sus chácaras de harina o
matanzas de baguales en el yermo. Como su trabajo de recibir cargas, contratar recuas y anotar beneficios, con el
laborioso con el laborioso y austero de los compañeros de Garay que manejaban con sus mujeres, hijas e hijos la azada
de sol a sol o corrían potros en la pampa, mientras una maloca de indios o el peligro de corsarios no los obligasen a
ceñir la espada o la lanza en defensa de todos. Los pobladores despreciaban a los “portugueses”, algo por los
mercaderes y mucho por los cristianos nuevos de antigua fe mosaica. No se daban cuenta —su orgullo no se lo hubiera
permitido— que habrían prontamente de ser suplantados social y políticamente por los advenedizos, y en algún tiempo
más tendrían en gran beneficio ponerse a las órdenes de los dueños del dinero.
Además del tráfico negrero, los “portugueses” hicieron todo aquello que permitía un rápido enriquecimiento. Se
quedaron con los mejores solares urbanos, porque prestaban dinero a interés a los siempre apurados con garantía de sus
propiedades. Las rurales —las chácaras, porque las estancias no se poblaron por falta de encomendados— no les
interesaban entonces; luego sí, para aparentar un feudalismo que les daría posición y señorío ante la vieja sociedad. Los
“portugueses” fueron propietarios antes de ser vecinos, cosa no permitida por las leyes, pero que arreglaron haciéndose
dar por los obligados regidores “cartas de vecindad” que les permitirían, además de confirmarles sus propiedades, tener
rol y grado en la milicia comunal como cualquier hijo de vecino, y hasta entrar en el cabildo como regidores y alcaldes.
El desprecio de los cristianos viejos no llegaba a impedir, por lo contrario, el matrimonio de sus hijas con los hijos de
cristianos nuevos que las arrancaban de la azada y los ranchos de barro de las chácharas, permitiéndoles desenvolver en
las casas de ladrillo del “centro” una vida regalada de señoras “de posibles”.
La cabeza de la colectividad en 1599 era el converso Bernardo de Sánchez, que retirado más tarde de los negocios
con una gran fortuna se haría llamar el “Hermano Pecador” y haría pública su penitencia de vida pasada; mientras su
hijo convertido en vecino de influencia y casado con una hija de viejos pobladores —Diego de Trigueros— llegaba a ser
bajo el apellido irreprochablemente castellano de Barragán, regidor perpetuo del cabildo y una de las figuras señeras de
la sociedad. Otra figura importante era hacia 1606 el portugués converso Diego López de Lisboa, hombre de gran
fortuna que había sido gerente de la empresa negrera en Córdoba y luego en Potosí, padre del jurisconsulto Antonio
León Pinelo. Otro contrabandista de nota era el obispo de Tucumán, fray Francisco de Victoria, cristiano nuevo ligado a
sus correligionarios en el negocio.

Intentos de reprimir el tráfico.

La creciente actividad de los negreros al fin del siglo XVI, moverá al virrey del Perú, conde del Villar, a ordenar al
gobernador Fernando de Zárate el cierre del puerto de Buenos Aires al arribo de barcos cargados de negros y géneros
flamencos y holandeses. Ya se había colmado con exceso lo permitido por el Consejo Supremo para Buenos Aires, y
abusado suficientemente llevándolos más allá. Pero Zárate encontró una manera fácil de burlar la ley y ganar dinero en
la pobre gobernación que le había tocado en suerte: si en Buenos Aires no se encontraba plata en los cerros como en
Potosí, la había y abundante en el río epónimo a condición de saberla recoger. Ordenado el cierre, encontró la trampa
—o se la sugirieron los hábiles “portugueses”— por el medio sencillo de aceptar la entrada de barcas negreras en
“arribadas forzosas”, decomisar la carga por contraria a las leyes vigentes, rematarla en subasta pública y comprarla él
mismo:
“Yo he sido informado —dice una cédula de Felipe III del 30 de noviembre de 1595— que don Fernando de Zárate, gobernador que fue de
esas provincias, envió a Angola y Guinea por negros y por haberse hecho sin licencia mía se le tomaron por perdidos y, aunque se sacaron en
almoneda nadie los quiso pujar sabiendo que eran suyos, y así se vendieron en bajos precios”.

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Dentro de poco ese procedimiento, que se haría común, recibiría el nombre de contrabando ejemplar.
Juan Ramírez de Velazco, su sucesor, fue un hombre de procedimientos rectos, pero permitió la entrada clandestina
o disimulada de negros. El cierre del puerto tenía la protesta de toda la población —cristianos viejos y nuevos—,
aduciendo aquellos (éstos se limitaban a instigarlos) carecer de capas, sombreros y botas por no haber artesanos en la
ciudad y no venir más buques de Europa; como tampoco tenían mercados para sus harinas o grasa de potros, los solos
productos bonaerenses. En 1597 el Consejo Supremo recomendará al nuevo gobernador Diego Rodríguez Valdez y de la
Banda, caballero del Orden de Santiago, que arbitre los medios para mejorar la situación de la ciudad de la Santísima
Trinidad.

Se abre el puerto (1599).

Valdez cumplirá a la letra. Y de paso sacará su provecho. Llegó en 1599 desde España, después de muchas
penurias por la inseguridad del cruce del Atlántico sur después del desastre de la Armada Invencible. Venía con el
nuevo obispo de Asunción, monseñor Liaño, un piquete de veteranos para custodiar la pequeña fortaleza que entonces
resguardaba la ciudad, y siete buques cargados de negros y géneros “con licencia del Rey Nuestro Señor, y para mi uso
particular”. Apenas llegado y tras recibir a la corporación del cabildo con las carpas remendadas y las botas rotas, y oír
una imploración de los “estantes del comercio” sobre los beneficios de la libertad de tráfico, hizo pregonar por bando la
apertura del puerto, que produjo, por su puesto, el comprensivo júbilo en unos y otros. Inmediatamente entraron a la
pequeña ensenada del Riachuelo muchos buques holandeses y portugueses, que al parecer aguardaban en las cercanías
que descargase la flota del gobernador.
Valdez y de la Banda no fue a Asunción a recibirse del gobierno. Ya no era la ciudad de Guayra el centro del Río
de la Plata; se estaba mejor en el “puerto” tan promisorio para ganar dinero. Destaca en Asunción como su teniente al
hidalgo Don Francés de Beaumont (o Vomonte) y Navarra, mientras él permanece en Buenos Aires. Nada más se hace,
sino morirse al año escaso de llegar. Queda Don Francés al cargo del gobierno interino, hasta 1602, en que llega un
pliego de España con el nombramiento por Felipe III de Hernandarias como gobernador, y una cédula real firmada en
Valladolid (por entonces residencia del rey) sobre reglamentación del comercio marítimo sugerida por el gran criollo.

Hernandarias gobernador. La Cédula de Permiso de 1602.

Tal vez el eco del nombre de Hernandarias había llegado al Consejo de Indias, o más presumible su poderoso
pariente el ministro de Estado Don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, por entonces dueño absoluto de las
voluntades del rey y del Valido duque de Lerma, quien ordenó su designación y llevó a cédula real sus ideas sobre el
comercio en el río de la Plata.
Ahora el Caudillo es gobernador por nombramiento regio; por lo tanto, tiene asegurada la estabilidad por cinco
años lo menos, además de las prerrogativas que le confiere el sello con las armas reales en el pliego de su designación.
Tiene en sus manos la Cédula de Permiso, firmada por el rey juntamente con su nombramiento, que entiende será el
remedio de la ciudad sin favorecer a los “portugueses” de fe sospechosa, ni llenar el interior de Indias con esclavos de
Guinea y géneros de Holanda. La cédula confiere por seis años a los vecinos de la Santísima Trinidad (todavía se la
distinguía del “puerto de Buenos Aires”) —y exclusivamente a ellos, clasificados según su antigüedad, méritos y
necesidades— el privilegio de sacar para Brasil, en navíos de su propiedad, una cantidad anual de fanegas de harina,
quintales de cecina y arrobas de cebo y corambre, y traer en retorno las ropas, lienzos, calzados, hierro y acero que
necesitasen, sin poderlas llevar fuera del municipio.
Hernandarias clasifica a los vecinos: los fundadores primero; los avecindados después, y en tercer lugar los hijos de
vecinos, y les distribuye los beneficios de la cédula. La harina a exportarse debería provenir de las chácaras y ser molida
en las tahonas de la ciudad; la cecina, sebo y corambre, del ganado cimarrón que en grandes cantidades pastaba en las
“estancias” abandonadas. Los “potros” o baguales eran de todos los vecinos, por haberlo establecido así Garay en el
pregón de la jornada fundadora, pero se planteó el problema de los vacunos o cimarrones. La Orden religiosa de los
mercedarios invocaba pertenecerles en virtud de un viejo privilegio sobre los orejanos cuyo producto se aplicaba a
redimir cautivos. Pero Hernandarias y el Cabildo entendieron que los cimarrones, alzados en gran número, eran en
justicia propiedad de los dueños de las abandonadas estancias; es decir, de los “primeros pobladores” que no pudieron
pastorearlos por falta de peones indígenas.
Se organizaron las expediciones al yermo para apoderarse de la cecina, corambre y sebo. La caza de baguales era
libre a todo vecino; pero la de vacas solamente a aquellos a quienes se dio acción de vaquear proporcionada a los
mostrencos que demostraron habérsele alzado.
La cédula dio buen resultado en un principio. Abarató las manufacturas que la ciudad no producía, ni podía hacerlo
mientras no tuviese artesanos suficientes, y fue un estímulo para las sementeras de trigo y organización de las primeras
vaquerías. Hubo, por cierto, abusos que Hernandarias denunció y persiguió durante su gobernación pero que acabaron
más tarde por hacerse crónicos: los permisos fueron comprados por los portugueses, que no se limitaban a traer los
productos permitidos en la cantidad exigida, ni a venderlos solamente en Buenos Aires. Trajeron con la complacencia
de los oficiales reales convenientemente tocados, negros de Guinea y géneros holandeses con destino a Potosí, y se
llevaron la harina de Córdoba que compraban más barata, y sobre todo la plata potosina disimulada en sus costales.

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Las misiones y el trato de indios.

No abundaban en la gobernación del Plata, al revés de Tucumán, las encomiendas de indios. Había algunas, aunque
su número rebajaba año a año, en Asunción, Santa Fe, Corrientes y Concepción del Bermejo; no se las consiguió
establecer en Buenos Aires, pese a los repartimientos intentados por Garay y el mismo Hernandarias, por el carácter
poco dócil de los pampas.
A iniciativa de Hernandarias, el obispo Martín Ignacio de Loyola reúne en 1603 en Asunción (sede de la diócesis y
capital nominal de la gobernación) un sínodo diocesano de los eclesiásticos del obispado donde asiste el gobernador. Se
toman algunas medidas misionales (difusión del catecismo guaraní de fray Luis Bolaños, trato directo de los sacerdotes
con los indios sin intervención de los encomendaderos, etc.), y por iniciativa de Hernandarias es aprobado un cuerpo de
ordenanzas sobre régimen de los indios en encomiendas, misiones y reducciones: como deberían ser los lugares donde
habitaban y el sitio de labor, obligación del adoctrinamiento cristiano, prohibición de trabajo de mujeres, menores de
quince años y mayores de sesenta, doble descanso hebdomadario (domingos por las fiestas religiosas y sábados “para
que escuchasen más a gusto la misa del domingo”), prohibición del juego, bebidas alcohólicas y escándalos,
imponiendo castigo a los encomendaderos que los consintieran sin reprimirlos. Éstos deberían vestir y alimentar
convenientemente a sus encomendados, pagarles un sueldo que variaría según la zona y exigencias de la comarca.
Hernandarias no se conforma con la letra de las ordenanzas y establece visitadores —lo hacía él mismo en sus continuas
inspecciones por la provincia— que recorrían continuamente las encomiendas y reprimían, con pérdida de la
encomienda y pena de muerte o corporal las transgresiones.

Expedición a los Césares (1604).

No fue solamente administrador Hernandarias; la sangre de los conquistadores corría por sus venas, y pagaría su
tributo a la ilusión de las ciudades encantadas. Ya en sus mocedades había andado con Abreu y Garay tras la población
maravillosa del capitán Francisco César. “El año que viene —escribe en 1603 a Felipe III— con el Divino favor…
procuraré el descubrimiento y dominio de los Césares, que como Vuestra Alteza habrá entendido, es la noticia de más
nombre y la cosa más importante de cuantas hay presente en estos reinos, y de donde se tienen grandes esperanzas”.
Parte de Buenos Aires en noviembre de 1604 con ochenta carretas, mil caballos, ciento treinta soldados y
numerosos indios. Toma rumbo hacia el sudoeste: recorre 150 leguas; alza en medio de la pampa —posiblemente en las
cercanías de Salinas Grandes— una fortaleza como base de operaciones, donde deja parte de la gente. Sigue al sur,
donde los indios aseguran la existencia de los Césares: atraviesa médanos y desiertos, cruza una zona donde debe
cavarse profundamente para encontrar agua. Llega finalmente “a un gran río con una cortina de sauces”: el Colorado;
sin descanso lo cruza y reanuda el viaje “hasta tropezar con otro gran río caudaloso y hondable que no se puede pasar ni
vadear”: el Negro, cuyo curso remonta al oeste llevado por los engañosos mirajes de los naturales. Hasta que agotada la
gente, y faltando los víveres, se ve en la obligación de ordenar el regreso. Ha sido la “entrada” más profunda en tierra
desconocida: no ha perdido un solo hombre, aunque tampoco ha dado con los Césares.

Expedición a la Banda Oriental.

A su regreso encuentra en peligro a Buenos Aires; un corsario había llegado al Riachuelo y saqueado los navíos y
cargas de permiso. Inmediatamente llama a Junta de guerra a la milicia porteña para defenderse de ulteriores ataques.
Algunos vecinos instigados por los “portugueses” —se destaca a su frente el tesorero Simón de Valdez, hombre hasta
entonces de confianza de Hernandarias— aducen que las limitaciones al comercio no permiten equiparse
convenientemente y aprovechan para pedir libertad mercantil. Pero el gobernador no la acepta; bastaría fortificar la
costa oriental para vigilar a los corsarios e impedir sus excursiones. En agosto de 1506 sale, con tropas, a Santa Fe;
penetra en Entre Ríos, cruza el Uruguay (primera expedición en hacerlo), atraviesa el río Santa Lucía, que bautiza así, y
alcanza la actual Montevideo (el Monte Ovidio), donde proyecta levantar un fuerte como base de operaciones. Se
proponía ocupar Río Grande, “despoblar el pueblezuelo (San Pablo) por donde los portugueses pretenden irse entrando
a tierras de la corona de Castilla”, pero necesita la autorización del rey, que lo era también de Portugal. Le falta apoyo
en el Consejo de Indias no puede llevar a cabo su plan.

2. “BENEMÉRITOS” Y “CONFEDERADOS”

Expulsión de los “portugueses”.

No debió esperar Hernandarias que la Cédula de Permiso de 1602, y su vigilancia personal, bastaran para acabar
con la corrupción. Otra Cédula de octubre de 1602, comunicada al año siguiente, la extirpaba radicalmente con la
expulsión de los portugueses entrados a Buenos Aires sin autorización. Daba por motivo —tal vez pretexto— “estar esa
gobernación (el Río de la Plata) llena de gente de esa nación (Portugal) sospechosos en cosas de fe”.
Cuando llega la Cédula a Buenos Aires, Hernandarias está en el sínodo de Asunción; y, el justicia mayor, Pedro
Luis de Cabrera (hijo del fundador de Córdoba) a cargo del gobierno. El estricto cumplimiento se hace difícil debido a
los intereses creados por los inmigrantes clandestinos: muchos habían casado con hijas de pobladores y estaban

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vinculados a los integrantes del cabildo. Además no todos los portugueses de Buenos Aires eran contrabandistas, ni
“sospechosos en cosas de fe”: la necesidad de artesanos había traído herreros y tahoneros de Brasil que tenían casi los
únicos talleres de la ciudad.
Real o artificialmente se mueve una campaña para que la cédula fuese “reverenciada pero no cumplida”. El justicia
mayor, a la espera de la decisión final de Hernandarias, se limita a embarcar a cuarenta solteros, entre ellos todos los
artesanos. Tampoco Cabrera hacía cumplir a la letra la cédula de Permiso y toleraba que los vecinos exportaran en
buques portugueses, manera sencilla de encubrir el traspaso de las licencias a manos de éstos. Cuando Hernandarias
regresa quiere hacer cumplir la cédula de expulsión sin excepciones, y no tolera el transporte de las exportaciones en los
buques que no fueran de propiedad, total o en participación, de los vecinos con licencia. Su propósito arma revuelo y el
cabildo le pide que use la facultad de reverenciar y no cumplir la cédula de expulsión y disimule la violación de la otra
“pues se trata de elementos (los portugueses) de gran utilidad para la ciudad… y no hay navíos suficientes para cumplir
la Real Cédula de Permiso”. El cabildo pide el asesoramiento del obispo de Asunción, fray Loyola, quien movido de un
piadoso sentimiento hacia los expulsados y las quejas que se le hace llegar de las angustias de los exportadores por falta
de bodegas, dictamina que la cédula de expulsión fuese “reverenciada pero no cumplida, porque de su cumplimiento se
seguirá la total destrucción de la ciudad”, y asimismo la de Permiso “no fuese ejecutada a la letra”. Hernandarias se
inclina, como no podía dejar de hacerlo, y ambas disposiciones quedan anuladas (abril de 1605). Los portugueses
seguirán en Buenos Aires y serán los únicos exportadores.
El comercio intérlope es intenso, pues Hernandarias, ocupado en sus exploraciones y viajes, está ausente del puerto.
Se venden los permisos de exportación, favorecidos por la facultad de transportar en buques portugueses; se traen
harinas de Córdoba, más baratas que las de Buenos Aires, para ser embarcadas en retornos de las manufacturas
importadas. A la vista de todos salen de Buenos Aires recuas de negros y cajones de manufacturas extranjeras con
destino a Potosí y Perú, a la vez que llegan de allí cantidades de plata amonedada o en pasta muy superiores a las
posibilidades de plaza.
El mal estaba en la burocracia colonial, mal pagada y corrompida por los contrabandistas. Hernandarias pide a la
Audiencia de Charcas le mande un visitador para investigar la conducta del justicia mayor Cabrera y los oficiales reales,
especialmente el contador de la Real Hacienda, Hernando de Vargas, a quienes se sindicaba de complacencia con los
traficantes portugueses Méndez de Sosa o Mendes de Souza, y Diego de Vega o Veiga.
Diego de Vega o Veiga, judío portugués converso, había entrado a Buenos Aires clandestinamente con su mujer, Blanca Vasconcellos.
Hizo rápida y fructífera carrera en el contrabando, y a los pocos años era la cabeza local de la asociación negrera. Alterna sus actividades ilícitas
con una intensa participación en la comunidad porteña, en la que consigue a fuerza de dádivas, favores o corrupciones, llegar a ser uno de los
próceres. En 1610 el Cabildo le da carta de vecindad por acreditar “de nueve años a esta parte tener casa poblada en este pueblo y haciendas de
mucha importancia, y hombres que acudían a las malocas”. Llega a capitán en la milicia comunal, y años más tarde irá a España como
representante de Buenos Aires para solicitar la modificación de las ordenanzas que trababan el “comercio libre”. En España, sin reparos a su
situación prominente en la sociedad porteña, lo meterán preso pos contrabandista y tendrá problemas con la Inquisición porque lo traicionaron
sus socios cristianos para quedarse con el negocio.

La pesquisa de Pedrero de Tejo y Juan de Vergara (1605).

Llega a Buenos Aires en 1605 el juez pesquisidor pedido a la Audiencia de Charcas, Juan Pedrero de Trejo, para
averiguar el motivo de que tantos esclavos negros llegaran al Alto Perú provenientes del Río de la Plata, y tanta plata
potosina escapase por la boca falsa del puerto de Buenos Aires. Lo acompaña un hábil secretario, el escribano Juan de
Vergara, que mostrará gran perspicacia para descubrir las maniobras dolosas: comprueba la compra de licencias de
exportación por “portugueses”, que la salida de los productos al exterior es menor al ingreso (muestra suficiente de la
extracción disimulada de metálico), la negligencia de Cabrera y culpa grave de Hernando Vargas, a quien se descubre
en asociación con los traficantes.
Hernandarias separa a Cabrera, expulsa a Vargas, y como no puede hacer nada contra los traficantes, espera de una
vigilancia enérgica y honrada a través de la extinción del contrabando. Pide al Consejo de Indias que le mande oficiales
reales de intachable reputación y honradez. A principios de 1606 llega al puerto Simón de Valdez y Tomás Ferrufino, el
primero tesorero real y el segundo contador, que habían acreditado honestidad y diligencia en sus destinos anteriores.
El gobernador se apoya en ellos y en junio hace a Valdez su teniente en Buenos Aires en reemplazo de Cabrera contra
el texto expreso de la ley que no admitía la tenencia por oficiales reales. Protesta el Cabildo pero Hernandarias mantiene
a Valdez. Tres años más tarde, como Valdez había renunciado, Hernandarias nombrará teniente al hábil y honrado Juan
de Vergara, el que fue secretario de Tejo, que se había casado en Buenos Aires y obtenido carta de vecindad, como
también un registro notarial.

El gobernador Marín Negrón (1609).

En diciembre de 1609 ha terminado con exceso el período legal de Hernandarias y llega a Buenos Aires un nuevo
gobernador, Diego Martín Negrón, caballero del hábito de Santiago. Hernandarias puede retirarse a su casa de Santa Fe
con la conciencia del deber cumplido y la creencia de haber terminado con el contrabando.
Martín Negrón sigue la misma conducta. Admiraba al gran criollo, sobre todo después de estudiar su juicio de
residencia que concluyó con un sobreseimiento total y la concesión del título de Defensor de los indios. Pero el nuevo
gobernador era hombre enfermo, y valiéndose de su estado de salud —y de la corrupción que terminó por ganar las más

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honradas conciencias— se reanudaría la entrada de esclavos en forma apenas disimulada de arribadas forzosas, que no
eran nada “forzosas”, de buques negreros. Lo que se llamó, con admirable epíteto, el “contrabando ejemplar”.

El “contrabando ejemplar” y la corrupción de los honrados funcionarios reales.

El procedimiento ya usado por Fernando de Zárate en su breve, pero lucrativo, gobierno de Buenos Aires en 1593,
será puesto en práctica a gran escala.
El 28 de diciembre de 1606 (aún gobernaba Hernandarias) llegó al puerto bonaerense la barca portuguesa Nossa
Senhora do Rosario con un cargamento de ochenta y siete esclavos negros. Su patrón pide “arribada forzosa” diciendo
haber perdido el rumbo entre África y Brasil y tener averías graves a reparar. El alguacil del mar, el “extremeño”
Antonio Sosa (sospechado portugués y apellidarse Souza), visitó al honrado Juan Vergara, el hombre de confianza de
Hernandarias que en ese momento desempeñaba la tenencia de la gobernación, y le propuso un brillante negocio:
Vergara denunciaría la carga ilegal del buque entrado entonces, conforme a las leyes, debería venderse en subasta
pública y darse la tercera parte del producto al denunciante; pero repartiría el porcentaje con el alguacil del mar, vedado
por su empleo de cobrar porcentaje alguno. Vergara entra en el enjuague. La subasta tendría que hacerla Simón Valdez
como tesorero real. Y el resultado es que nadie hace ofertas, salvo Diego de Vega, a quien se adjudica el lote, y los
negros son remitidos legalmente a Potosí.
El primer paso es el que cuesta. Ya enredados Vergara y Valdez con los negociantes no tardarán en asociarse con
Diego de Vega y gestionar la llegada de más buques negreros en “arribada forzosa”, denunciar a la carga ilegal, sacarla
a subasta, comprarla y mandarla a Potosí. El contrabando ejemplar tomará un gran vuelo en el período de Martín
Negrón, que por confiar en los oficiales reales —y ser impermeable a toda corrupción— no se daba cuenta del estado
moral en que había caído el puerto, y no advertía el negociado ilícito bajo las apariencias de la legalidad.

Los “confederados”.

La modesta asociación porteña de introductores de esclavos y funcionarios reales corrompidos, venía a ser un
engranaje dentro de la poderosa entidad internacional que tenía el monopolio del tráfico negrero. Estaba manejada
desde Ámsterdam, donde paraba finalmente la plata potosina. Era una empresa poderosa, con cazaderos en Angola y
Guinea, bases de aprovisionamiento y mercados de venta en los puertos de Brasil, y buques para el transporte y
mercadería. En los primeros tiempos había sido su gerente en Buenos Aires el Hermano Pecador, reemplazado luego
por Pedro Méndez de Sosa y después por Diego de Vega. En Potosí corría con la entrada de negros y salida de plata, el
poderoso Diego Sánchez de Lisboa, portugués que negaba su condición de cristiano nuevo pero tenido como tal: padre
del jurisconsulto Antonio de León Pinelo, que a poco integraría el Consejo Supremo de Indias, donde sería, por su
ciencia y rectitud, el mentor de mayor peso.
Juan de Vergara, con fama de honradez cimentada en la pesquisa de Pedrero y Tejo, persona de influencia decisiva
ante Martín Negrón y Hernandarias, y hombre de hábiles recursos y extensos conocimientos legales, ya perdido todo
escrúpulo sería el asesor de la asociación; mientras Simón de Valdez desde su cargo de tesorero real y concepto de
acrisolada honestidad, algo así como el jefe de las relaciones públicas del grupo. Estos personajes, cuyo dominio social
y político de Buenos Aires de entonces llegó a ser completo, fueron conocidos con el nombre —que les pondría
Hernandarias— de confederados; es decir, asociados ilícitamente para el negocio del contrabando con las derivaciones
morales y criminales que el riesgo requería.
En el Buenos Aires de comienzos del siglo XVII el “contrabando ejemplar” llegó hacerse cotidiano, las actividades
de los confederados se multiplicaron y sus beneficios fueron cuantiosos. Buenos Aires se llenó de patrones de buques
negreros, marineros, capataces des esclavos, peones de recuas, factores de comercio y hasta hombres de acción al
servicio de la asociación esclavista. Además de estos asalariados —por cuantioso salario, muy por encima de los
escasos frutos de la tierra recogidos por los viejos pobladores— llegaban y se instalaban con esplendidez muchos
comerciantes “portugueses” a dirigir el negocio.

La amenaza de la Inquisición.

Las actividades de los confederados alarmaron finalmente a Martín Negrón. No creyó en la complicidad de los
cristianos viejos —todavía descartaba a Juan de Vergara, Simón de Valdez y Tomás Ferrufino— y, como ocurre
siempre, echó la culpa exclusivamente a los cristianos nuevos.
Como Hernandarias en 1602, comprendió que el remedio no era poner trabas, fácilmente eludidas, a la entrada
ilegal de negros. Hernandarias había querido expulsar en masa a los portugueses, cristianos viejos o nuevos, entrados
sin autorización; pero sus propósitos se habían estrellado ante la oposición de la sociedad porteña y la piedad del obispo
Loyola. Ahora Martín Negrón ideó otro procedimiento, que no por ser indirecto sería menos eficaz. No correría a los
contrabandistas como “portugueses” sino como “judaizantes”: informa al rey el 15 de junio de 1610 “el gran desorden
en la entrada de portugueses… está el lugar lleno de ellos… la mayor parte de los habitantes ya lo son, y me dicen que
también lo está de esta mala semilla la provincia de Tucumán”. Un Tribunal de la Inquisición establecido en Buenos
Aires, “con fuerza suficiente para hacerse respetar… evitaría daños en este puerto y todas las provincias del Perú
alejadas del Tribunal de Lima”.

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No hay pruebas, en realidad, de una falsa conversión de los cristianos nuevos llegados a Buenos Aires que hacían
en todo momento gala de una ferviente devoción: eran los mejores donantes de la Santa Cruzada, y algunos —como el
Hermano Pecador— exteriorizaban una fe cristiana en fervorosas penitencias públicas. El obispo Loyola, como más
tarde monseñores Carranza y Aresti, prelados de Buenos Aires, los tuvieron en gran estima y defendieron —algunas
veces con el arma de la excomunión— contra los gobernadores exigentes o los viejos pobladores demasiado
despechados. Por lo demás todos, o casi todos, se casaron, o casaron a sus hijos, con la estricta ortodoxia de la Iglesia.
A decir verdad los cristianos nuevos no fueron los peores ni más enredistas: Juan de Vergara; que después de ser gran
enemigo del tráfico se convertiría en la cabeza local, pero invisible, de la asociación, era cristiano viejo, notario del
Santo Oficio, y tesorero de la Santa Cruzada.
De cualquier manera un Tribunal de la Inquisición en Buenos Aires, donde sólo había una inoperante delegación
cuyo notario era precisamente Vergara, molestaría con sus averiguaciones la vida de los cristianos nuevos; y lo que era
más temible, podía incautarse bajo pretexto de inquirir prácticas judaizantes de pruebas decisivas del tráfico negrero y
sus responsables. Pero la solicitud de Martín Negrón quedó demorada en el Consejo Supremo de Indias;
conjeturablemente se movieron secretas y poderosas influencias, y Buenos Aires no tuvo su Tribunal del Santo Oficio.

Muerte de Martín Negrón (1613).

En julio de 1613 Martín Negrón ha tomado en serio a los confederados. No solamente está en trámite el Tribunal
de la Inquisición solicitado, sino que en julio da un golpe fuerte al contrabando ejemplar al establecer que las subastas
de cargas ilegales por “arribadas forzosas” (donde nadie osaba hacer ofertas contra los confederados) se hiciesen previa
tasación del gobernador, y a su “justo precio”. El 26 de julio morirá repentinamente. Una información posterior del
pesquisidor de la Audiencia de Charcas, Enrique de Jerez, reuniría presunciones que fue envenenado por orden de su
amigo Juan de Vergara.

Mateo Leal de Ayala ocupa el gobierno.

Al justicia mayor de Buenos Aires, Mateo Leal de Ayala, le correspondía ocupar el gobierno mientras no llegase
alguien con título de España o de Lima. Ayala había sido un buen vecino —un benemérito en el léxico de entonces—
pero no pudo resistir el ambiente general. Durante su gobierno las actividades de los confederados se ejercieron a la
vista de todos y la corrupción llegó a extremos nunca alcanzados.
Los buques negreros llegaron en gran número en “arribadas forzosas”. Corrió el dinero en abundancia, que patrones
de barcas, capataces de recuas, peones y marineros gastaban en numerosas casas de juegos y prostitución. Ya se habían
tirado por la borda los escrúpulos, y el mismo tesorero real y antiguo justicia mayor, Simón de Valdez, abriría una sala
de juego en su mismo domicilio, donde personalmente recogía “la coima de los naipes” como se establecerá en el
proceso que abriría Hernandarias.
No todo el ambiente está corrompido, y un grupo de antiguos pobladores —Hernandarias los llamará los
beneméritos— a quienes se ha sumado un oficial real incorruptible, el depositario Domingo de León, trata de resistir la
envilecida atmósfera del “puerto”. Mantienen correspondencia con Hernandarias, que vive en Santa Fe y desde allí los
incita a no ceder posiciones. Son el remanente de los antiguos pobladores, pues gran parte se han plegado a los
confederados por alianza de familias o conveniencias personales, pero ellos —Francisco de Salas, alcalde de 1er voto en
el Cabildo de 1613, Gonzalo Carabajal, su yerno, el escribano del Cabildo Gonzalo Remón, y los Higuera de Santana,
Gribeo, Nieto de Humanés, muchos de los cuales vinieron con Garay— quisieran volver a los buenos y viejos tiempos
sin mercaderes y donde el honor valía más que el dinero. Son todavía dueños del Cabildo, y constituyeron un obstáculo
al libre desenvolvimiento de la banda.
Tanto dinero corre, y tan buenas perspectivas ofrece la plaza, que tres abogados —Gabriel Sánchez de Ojeda,
Jusepe de Fuenzalida y Diego Fernández de Andrada— llegaron para instalarse en Buenos Aires, que hasta entonces
había carecido de ellos. El Cabildo, último reducto de los beneméritos, temió que aumentaran la corrupción ambiente y
no quiso admitirlos.

El primer fraude electoral en Buenos Aires (1614).

Los confederados necesitaban apoderarse del Cabildo, sobre todo de las varas de alcaldes, que por distribuir y
averiguar justicia podían ser peligrosas en manos enemigas.
El 1 de enero de cada año el Cabildo saliente elegía al entrante. El de Buenos Aires estaba formado por dos alcaldes
y seis regidores con voto, y por una práctica aceptada votaban también los tres oficiales reales: el tesorero Simón
Valdez, el contador Tomás Ferrufino, y el depositario Bernardo de León. Para elegir el Cabildo de 1616 los
confederados contaban con sólo dos votos (Valdez y Ferrufino) contra ocho: los dos alcaldes (Francisco de Salas y
Francisco Manzanares), cinco regidores (Domingo Gribeo, Felipe Naharro, Gonzalo de Carabajal, Miguel del Corro y
Bartolomé de Frutos) y el depositario —y a la vez alférez real— (Bernardo de León), pues el sexto regidor (Juan
Quinteros) estaba preso en la cárcel “por un caso de crimen”. ¿Cómo se transformó una minoría de dos votos contra
ocho en una mayoría? La labor fue ingeniosa. Se empezó por intentar la corrupción de os mayoritarios —como lo
denunciarían el día de la elección el alcalde de 1er voto y tres de los regidores—, pero la maniobra dio sólo dos votantes:
el alcalde de 2º voto, Manzanares, que se entrega con la promesa de hacerlo procurador general y mayordomo de

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propios, y el regidor Felipe Naharro, que se pasa por el cargo de alcalde de hermandad. Son, por lo tanto, cuatro votos
contra seis. Tampoco era mayoría.
Llega el 1 de enero, día de la elección, y los beneméritos al entrar a la sala capitular se enteran que han sido
apresados la noche anterior el escribano del Cabildo, Cristóbal Remón, y uno de sus regidores, Domingo Gribeo, y en
cambio está presente el detenido “por caso de crimen” Juan Quinteros. Francisco de Salas protesta por las detenciones
maliciosas de Gribeo y Remón, la presencia del delincuente Quinteros y denuncia las tentativas para “sacar otro alcalde
que querían sacar”. Tacha de nulo lo que va hacerse. Lo acompañan en la protesta “una, dos y tres bezes” León y
Carabajal, mientras del Corro con prudencia declara “que no se entrometía en si abían sido las prisiones de dicho
Escribano y Regidor maliciosas, ni si avían perdido botos o no”; los demás callan. Ayala, que en su carácter de
gobernador interino preside el acto, explica que detuvo a Gribeo y Remón “por causas criminales que ha fulminado
contra ellos”, negándose a la solicitud de Salas de que en tal caso fuesen traídos “con custodia”; en cuanto a Quinteros
“estaba en libertad bajo fiado” que acababa de concederle, y por lo tanto podía presentarse al Cabildo “para legalizar el
acto” al escribano de registro Gaspar de Azevedo.
Acto seguido, como era de práctica, el presidente empieza la elección recomendando “toda paz, quietud y sosiego,
dando su boto libremente a quienes les pareciese”. Deben elegirse primeramente los alcaldes: los cinco beneméritos
votan a Gonzalo de Carabajal y Domingo Gribeo, y los cinco confederados a Juan de Vergara y Sebastián de Orduña.
El escribano de registro tacha el voto que acaba de darse Carabajal a sí mismo, y dice que por haber sido empatada la
elección entre Gribeo, Vergara y Orduña (a Carabajal le computa solamente cuatro) el gobernador debe desempatar
“arrimando su boto”. Ayala lo hace “arrimándose” a Vergara y Orduña. Impugna León “porque el capitán Juan de
Vergara es ombre poderoso y mercader, que tiene compañía con el capitán Diego de Vega, mercader asimismo vecino
deste puerto de que biene muy gran daño a Su Magestad, a esta República y que no siendo Alcaldes tienen esta mano,
que será siéndolo?… y en quanto a Sebastián Orduña contradize la misma elección por ser mercader y estar aguardando
de próximo una nao suya y de su ermano”. Aclara Gonzalo de Carabajal que el navío esperado por Orduña “venía
cargado de negros”. Ayala no hace lugar a las contradisiones y proclama el resultado. Luego deben elegirse los
regidores: en tres nombres los dos partidos están de acuerdo, pero el gobernador debe “arrimar su voto para los otros
tres que empatan en cinco sufragios”. También “arrima su voto” para que Felipe Naharro sea alcalde de la hermandad.
Es tan escandalosa la elección que uno de los regidores designado por unanimidad, el capitán Francisco Muñoz, se
niega a hacerse cargo y prefiere sufrir multa y prisión correspondientes antes de sentarse en el escaño.
Quienes se opusieron al fraude y denunciaron las actividades de ambos alcaldes electos —cuyas impugnaciones
debieron registrarse en actas— tendrán que sufrir las consecuencias: al escribano Remón se lo separa, al depositario
León se le rechazan las cuentas obligándole a reembolsar de su bolsillo 2.200 pesos. En cambio, quienes lo hicieron
posible recibirían el premio: ya hemos dicho que Felipe Naharro fue elegido alcalde de la hermandad. El nuevo cabildo
hará a Francisco Manzanares síndico procurador y mayordomo de propios, y hasta el cristiano nuevo pero “vecino” de
la ciudad Diego de Vega, será honrado como mayordomo del hospital.
Ya no hubo necesidad de disimular la entrada de negros. Diego de Vega los desembarca en pleno día y deposita e
una propiedad de Simón Valdez junto al río; de donde salen en cuadrilla bajo el mando de capataces custodiados por
peones hacia el Alto Perú. Con sus papeles en regla y sin sufrir obstáculos.

Un visitador de la Audiencia de Charcas (1614).

El gran número de negros que llegan al altiplano tenía alarmada a la Audiencia de Charcas. A mediados de 1614
destaca un visitador, el licenciado Enrique de Jerez, a averiguar lo que pasa; éste levanta una información y encuentra
que el gobernador Marín Negrón había sido envenenado por orden de Juan de Vergara, alcalde ahora del Cabildo y
tesorero de la Santa Cruzada. Esto provoca un gran revuelo y el visitador es agredido sin respeto a su alta jerarquía.
Juan de Vergara, como alcalde, lo apresa acusándole por un delito imaginario y remite a Charcas “para su
enjuiciamiento”. Quedará preso en Córdoba.

Interinato de Don Francés de Beaumont y Navarra (1615).

Todo eso —extraña muerte de Marín Negrón, fraudulenta elección de cabildo, recuas de esclavos, apresamiento del
visitador de la Audiencia, quejas sobre la inmoralidad reinante en Buenos Aires— llega a Lima, y el virrey, marqués de
Montesclaros, resuelve nombrar un gobernador que haga cesar el interinato de Leal de Ayala. Designa a Don Francés de
Beaumont y Navarra, que ya había estado en la Buenos Aires con Valdez y de la Banda y algo anduvo entreverado en
negocios de negros; el virrey no lo sabía porque le dio un reglamento para obstaculizar el tráfico ilegal —las
“Ordenanzas de Montesclaros”— con medidas para la vigilancia y control en las descargas marítimas.
Don Francés llegó a Buenos Aires en enero de 1615, y el mismo día hace pregonar las Ordenanzas. Pero Juan de
Vergara (ahora síndico procurador del Cabildo) presenta un memorial demostrando que el virrey se ha excedido en sus
atribuciones, violado las leyes fundamentales del reino y perjudicado a la Real Hacienda con innecesarias y
contraproducentes medidas de control. El Cabildo lo hace suyo y remite al nuevo gobernador para que las Ordenanzas
virreinales sean acatadas pero no cumplidas. Beaumont las devuelve, con el memorial, al virrey para que las estudie
mejor. Está Lima muy lejos, para que la protesta virreinal sea eficiente.
Todo parecía deslizarse en el mejor de los mundos para los confederados. Don Francés andaba perfectamente, y
para mejor sabíase que el Consejo de Indias había elevado al monarca una aceptable terna de candidatos a la

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gobernación. Pero en abril llegará una noticia tremenda: Felipe III había desechado la propuesta y elegido gobernador
nada menos que a Hernandarias.

Otra vez Hernandarias (1615).

El 3 de mayo, Hernandarias recibe en Santa Fe la cédula de su nombramiento; el 23 está en Buenos Aires. Se hace
recibir por el Cabildo (que vuelca su despecho dejando constancia en actas que el nombramiento “aunque de las Reales
Manos, es a espalda de su Consejo Supremo). Como pronta medida mete preso a Vega, Valdez, Leal de Ayala y
Vergara, y les inicia un proceso que amenaza ser terrible.
Tropieza con mil dificultades. Nadie, o muy pocos, se animaban a prestar declaración; su alguacil mayor encargado
de las diligencias es misteriosamente acuchillado en el mes de julio. Hernandarias debe hacerse rodear por una escolta
de santafesinos, porque los porteños no resultaban de confiar. Remite a España a Valdez, para ser juzgado allí en su
condición de oficial real, pero éste soborna al capitán del buque y consigue escapar; también Vergara escapa
inexplicablemente de la cárcel. “¡Hasta estos extremos llegan los imposibles!” se queja Hernandarias a Felipe III. Pero
no se amilana aunque toda la ciudad, por lo menos la parte audible y visible de ellas, se ha puesto en su contra; los
confederados eran gente generosa y relacionada, y como el contrabando hacía correr dinero, todos se beneficiaban:
subían los alquileres, aumentaban los salarios, valían más las producciones. No era mejor el estímulo que recibía el
gobernador de las demás poblaciones, fuera de Santa Fe y Asunción, donde su prestigio era grande: Santiago del Estero
y Córdoba se negaban a entregarle a los confederados allí asilados.

El inmenso proceso.

Pese a todo, sigue con la instrucción del proceso ayudado por el escribano Remón. El gigantesco expediente llegó a
tener 16.000 fojas porque los abogados de Buenos Aires (los habían admitido los confederados), especialmente el
enredista Sánchez de Ojeda, piden las más inverosímiles diligencias de defensa, sin duda para retardar y confundir. Pero
no había prueba cierta, por la dificultad de encontrar testigos. Entonces Hernandarias no vacila en atropellar con todo y
pide, y obtiene, de la Audiencia de Charcas le dé en nombramiento de juez pesquisidor con la facultad de usar la
cuestión extraordinaria: esto es, aplicar el tormento. No duda en hacerlo y prueba, con todos sus pormenores, el
envenenamiento del gobernador Martín Negrón, la complicidad de Leal de Ayala y los oficiales reales con los
contrabandistas, la trama de apoderarse del Cabildo, el monto del dinero ganado por cada uno, las maniobras para
simular arribadas forzosas, y que su alguacil mayor había sido apuñalado por gente de Valdez.
Pero apenas los testigos han declarado y firmado, desaparecen para reaparecer en Santiago del Estero o Córdoba,
más allá de los límites de la provincia, y desdecirse de lo confesado “bajo tormento”. Era verdad tormento, pero
también las declaraciones eran exactas. Vergara que consigue llegar a Charcas, se presenta a la Audiencia como
perseguido por el tirano, y gestiona que se le soliciten los autos a Hernandarias. Valdez llega a España en completa
libertad y mueve influencias ante el Consejo de Indias para que se lo reponga de tesorero; lo consigue en febrero de
1617. Hernandarias se asombra del escaso eco encontrado en su celo en las autoridades y del enorme poder de “los
enemigos de la Patria” —como los llama en cartas a Felipe III— para zafarse de todas las trabas. No es hombre de
expedientes sino de guerra, y ha hecho lo que ha podido: “Si se hubiere de estar a los papeles y no a las ejecuciones —
escribe al monarca el 25 de mayo de 1616— les sería muy fácil a los culpados probar con los vecinos de este puerto, y
con los que en él entran, todo lo contrario de la verdad”. El Caudillo, ahora a la defensiva, se sentía “mal querido y
odiado” por perseguir el bien, y rogaba al rey le permitiese cuidar su honra “sin perderla, pues la he ganado sirviendo a
Vuestra Majestad cuarenta y tres años, y más de veinte gobernando en diferente tiempo estas provincias”.

Se divide la provincia: la nueva gobernación “de Buenos Aires” (1617).

La privanza de Don Rodrigo Calderón, el ministro de Estado pariente de Hernandarias y, conjeturablemente, su


apoyo en la Corte, declinaba en diciembre de 1617 mientras la de León Pinelo se alzaba poderosa en el Consejo de
Indias. De allí que todo ande mal para el criollo. No podía despojárselo del gobierno antes de cumplir el período de
cinco años, pues eses caso requería un juicio de residencia y era necesario sobornar a un visitador del Consejo Supremo,
y a tanto no llegaba el poder de los traficantes. Pero había recursos y argucias, que el mismo Hernandarias habría de
facilitarles. En otros tiempos había pedido se separase el Gauyra o Paraguay del Río de la Plata, dado lo extenso del
territorio a administrar. Así lo hace ahora el Consejo Supremo, pero exactamente al revés; separa el Río de la Plata del
Paraguay, y designa gobernador de la “nueva provincia” al navarro Diego de Góngora y Elizalde, antiguo y meritorio
guerrero en Flandes; Hernandarias seguiría gobernando pero en el Paraguay con los municipios de Asunción, Villa
Rica y Santiago de Jerez. Mientras Buenos Aires con la ciudad del mismo nombre, Santa Fe, Corrientes y Concepción
del Bermejo pasaban a jurisdicción de Góngora. El rey confirmó la resolución el 16 de diciembre de 1617.

El gobernador Diego de Góngora (noviembre de 1618).

El nuevo gobernador era un protegido del duque de Uceda, que había sustituido a su padre el duque de Lerma en el
afecto de Felipe III y acababa de separar del ministerio de Estado a Don Rodrigo de Calderón. La noticia de reemplazo
de Hernandarias alegra, por su puesto, al Cabildo de Buenos Aires controlado por los confederados, que disponen un

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arco de honor “en la calle del Riachuelo” (hoy Defensa) por donde habría de entrar el nuevo gobernador a la ciudad
desde el puerto del Riachuelo. No era solamente por el reemplazo de Hernandarias. Se sabía que los traficantes habían
facilitado dinero a Góngora para introducir mercaderías holandesas como efectos propios, y una flota de buques
cargados hasta el tope con esos “efectos propios” lo acompañaba. Con el novel gobernador regresaba triunfante Simón
de Valdez.
Lo primero que hizo Góngora, apenas recibido triunfalmente por el Cabildo el 16 de noviembre, fue pedir a
Hernandarias el sumario que, con todas sus omisiones o defectos, algo contenía. El criollo se negó porque el
nombramiento de pesquisidor de la Audiencia de Charcas era personal e independiente del cargo de gobernador de
Buenos Aires. Góngora, previo informe del abogado Sánchez de Ojeda, ordenó el secuestro del voluminoso sumario y
la prisión del Caudillo (noviembre de 1618) sin miramiento a su calidad de gobernador nominal del Paraguay.
Hernandarias consigue mandar una protesta a Charcas, que mientras va hasta el Alto Perú, la estudia la Audiencia, y
vuelve a Buenos Aires con la orden de libertarlo y devolverle el sumario, que demora otros seis meses. En mayo,
Hernandarias sale de la cárcel; le entregan el sumario inutilizado: los pocos testigos que mantenían sus dichos se han
rectificado ante Góngora, los presos han sido dejados en libertad y el único detenido hasta ahora es un pariente de
Hernandarias, Nicolás de Ocampo Saavedra, por haber actuado de fiscal y acusado a los implicados.
El proceso ha fracasado. Hernandarias sale de la prisión embargado y pobre: mientras estuvo preso los oficiales
reales le han fabricado un juicio de rendición de cuentas y secuestrado todos sus bienes que fueron vendidos en subasta
pública a un precio ínfimo. Además formulado sesenta y cuatro “cargos” para su juicio de residencia.

Los regidores perpetuos (1618).

Desde principios del siglo XVII se había hecho costumbre vender en pública subasta los escaños de regidores en
beneficio de las arcas reales, como si fueran oficios vendibles.
En Buenos Aires no podía hacerse por la constitución de Garay, aceptada por el rey, que disponía su elección anual
por los capitulares salientes. Alguna vez se había intentado su venta, pero el Cabildo no la aceptó. Mas Juan de Vergara
está ahora en el Alto Perú y consigue que los seis cargos de regidores porteños se hagan perpetuos, y saquen a venta en
Potosí. Se presenta a la subasta y ofrece 700 pesos plata por cada uno a pagar en cuotas anuales; adquiere el lote
completo que distribuye a su suegro Diego Trigueros, dos concuñados, Juan Barragán (hijo del Hermano Pecador) y
Tomás Rosendo, su amigo y socio Francisco de Melo, el soldado Juan Bautista Ángel que lo habría ayudado a escapar
de la prisión, reservándose el sexto para él.
Se viene con los nombramientos a Buenos Aires: los hace reconocer por el Cabildo, previo visto bueno del
diligente e infaltable abogado Sánchez de Ojeda, pronto a dictaminar lo justo o lo injusto con sus correspondientes citas
legales y de jurisprudencia (Vergara le hace pagar el informe favorable en cincuenta pesos plata abonados por el
Cabildo), y sienta a toda su familia en la sala capitular. Desde entonces será, hasta su muerte, el dueño y señor de la
ciudad.

Persecución a los “beneméritos”.

Los confederados no se ensañaron sólo con Hernandarias. No había temores que pudiera restaurarse la influencia
del gran Caudillo, porque Don Rodrigo Calderón había sido apresado en Valladolid el 20 de febrero de 1619, y el 21 de
octubre ajusticiado en la plaza Mayor de Madrid.

Marchó con tanta compostura y desprecio al suplicio, que quedó una frase popular: “Con más orgullo que Don Rodrigo en la horca” para
señalar la altivez indoblegable.

Ocampo Saavedra, el fiscal del sumario de Hernandarias, fue olvidado en la cárcel; su cuñado, García de
Villamayor, apresado al disponerse a ir a Charcas a pedir justicia para su pariente, y también quedó en la prisión.
Cristóbal Remón, el escribano del Cabildo que había oficiado de secretario en el sumario, será el más castigado: se le
aplica, como medida de castigo, la cuestión extraordinaria y es deportado a África en el cepo de un buque negrero. No
resistirá el sufrimiento y morirá en la travesía.

Un visitador del Supremo (1619).

La flota con mercaderías holandesas preparada en Lisboa por Góngora y Valdez, causó escándalo en la corte de
Felipe IV. Ya no estaba en el poder el duque de Uceda, protector de Góngora, reemplazado por el conde-duque de
Olivares. En diciembre de 1618 se nombra a un altísimo personaje, el licenciado Matías Delgado Flores, visitador del
Consejo de Indias, para averiguar lo ocurrido. Al año siguiente está en Buenos Aires y se pone a la tarea.
Al saber de la llegada de Delgado en noviembre de 1619, Valdez escapa prudentemente a Chile. El visitador se
entera —tal vez con la cuestión extraordinaria— que las mercaderías traídas por Góngora no han sido para su uso
personal, sino remitidas a Potosí por le teniente-gobernador Oscariz, disimulado el viaje con una “comisión de
gobierno”; y que el negocio ha producido a Góngora más de doscientos mil pesos plata. El visitador es curioso, y
averigua muchas cosas más sobre el contrabando, la introducción clandestina de negros, y las actividades de la banda
que se había apoderado del gobierno de la provincia y del cabildo de la ciudad. Le pide a Hernandarias su famoso

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expediente, que éste guarda en Santa Fe. Delgado Flores tiene violento el carácter y hace decir al cabildo, ante una
invitación de éste: “no me siento donde están los culpables contra quienes traigo comisión”. A su entender Hernandarias
“se ha quedado corto” (así informará a la Audiencia de Charcas) porque los contrabandistas están en todas partes: “he
de matar a los de esta ciudad” se le oye decir (o se le atribuye haber dicho) en un momento de exaltación. A su juicio no
se salva ni la Compañía de Jesús, que ha participado del negocio. Pide a la Audiencia de Charcas que confirme a
Hernandarias como pesquisidor y le permita rehacer el sumario con la extraordinaria; mientras él, como visitador del
Supremo, hará residencia a Góngora y procesará al Cabildo.
El Cabildo pide a Charcas en julio de 1620 que no haga caso de Delgado Flores “atenta la enemiga declarada que
tiene a toda esta república, cabildo y vecinos”. Por un procedimiento curioso logras los confederados sacudirse al
visitador; Delgado Flores en su cólera incontenible habría dicho —según se documenta con cuidado— que “iba a
arrebatar a los Padres de la Compañía sus embarques, meterlos presos, derribarles el Colegio y sembrar sal en sus
cimientos”. Inmediatamente Vergara, como notario del Santo Oficio, nombra un juez conservador —Francisco de
Trejo— para entender, según ley canónica, en una ofensa contra una Orden religiosa. Trejo hace en secreto el sumario,
condena el 20 de abril de 1621 al visitador del Supremo a diez años de destierro en África, y con la fuerza del Cabildo
lo hace detener. Inútilmente protesta Delgado Flores por el agravio que en su persona se infería al Consejo de Indias, y
alega que la justicia eclesiástica no podía arrestar a un juez seglar y nada menos que de su alta investidura. Pero nadie le
hace caso. El 21 de junio lo meten en un buque negrero y nada más se sabe del ilustre visitador; si llegó a África o
murió durante la travesía. Al Consejo Supremo le mandan el sumario de Trejo, y nadie moverá un dedo para ocuparse
del detractor de los jesuitas.

Los navíos de “permiso y la aduana “seca” de Córdoba (1622).

Desde tiempo atrás estaba en España Manuel de Frías, comisionado de los municipios platenses para gestionar
medidas en su beneficio. Consigue en 1620 que se fleten a Buenos Aires desde Sevilla dos navíos “de permiso” para
traer manufacturas y esclavos y retornar con la corambre y el sebo de las nacientes vaquerías. Reemplazarían los
“permisos de navegar frutos” otorgados por cédula de 1602, que tantos abusos habían hecho posibles. Las manufacturas
y esclavos no podían llevarse más allá de Córdoba; para prevenirlo se instalaría en Córdoba una aduana “seca”.
Vuelve Frías a Buenos Aires en el primero de los navíos autorizados. Ha sido nombrado gobernador del Paraguay
en reemplazo de Hernandarias, que no ha querido hacerse cargo. La novedad de los navíos “de permiso” y de la aduana
“seca” de Córdoba (que obstaculizarían la libre entrada de esclavos clandestinos y el tránsito de mercaderías y esclavos
al Alto Perú), han molestado, como es comprensible a los confederados. El Cabildo de Buenos Aires acusa a Frías “por
las cosas que ha pedido contra sus instrucciones”; lo que no era verdad pues éstas le prevenían buscar “los beneficios
para la república” pero no decía que mantuviese el contrabando. Al cargarse el retorno de la nave, Vergara y Vega
acaparan toda la corambre de Buenos Aires así el buque debe salir en lastre; también dispone el Cabildo que se
embarque Vega a fin de gestionar en Madrid la supresión de la medida “por inoperante”. Como Vega tendrá
contratiempos en España, en su reemplazo se designará a Antonio de León Pinelo para que se ocupe de “la ciudad tan
remota como pobre”. Se hace una verdadera comedia para demostrar en España la pobreza de Buenos Aires: el Cabildo
empeña, o dice que empeña, sus mazas de plata para pagar al comisionado.

El pesquisidor Oyón (1622).

No obstante lo ocurrido a Enrique de Jerez, Hernandarias y Delgado Flores, aun había quienes querían investigar lo
que pasaba en Buenos Aires. La Audiencia de Charcas aprovecha la presencia de Frías en Buenos Aires para nombrarlo
pesquisidor con la extraordinaria; pero el prudente Frías, tal vez por el ejemplo de sus predecesores: el pesquisidor
Jerez preso en Córdoba, el escribano Remón muerto en un buque negrero, Hernandarias reducido a la pobreza en su
casa de Santa Fe, y Delgado Flores, del que nada se sabía, prefiere irse a su gobierno de Asunción.
Entonces la Audiencia nombra a su alguacil mayor; Pedro Beltrán de Oyón. El 31 de marzo (de 1622) Oyón está en
Buenos Aires y ordena la detención de Ayala, Mateo de Grado y el licenciado Sánchez de Ojeda, pero no puede
apresarse a nadie por un ingenioso ardid. Como los acusados tenían pendiente la orden de detención de Hernandarias,
cuando estuvo a cargo del sumario, que el gobernador Góngora no había cumplido, los tres (Ayala, Grado y Sánchez de
Ojeda) se constituyen en prisión en la sala del Cabildo, y el alcalde se niega a entregarlos a Oyón “sin orden expresa del
señor Hernando Arias de Saavedra” que estaba en Santa Fe. Una manera de dar largas al asunto, y tal vez escapar a
Buenos Aires.
Pero el gobernador Góngora toma una actitud que desconcierta a los confederados: saca a los tres del cabildo y los
entrega a Oyón que los lleva a Charcas. No volverán a Buenos Aires.

El tráfico legal de esclavos.

Lo que había ocurrido era una lucha interna entre los confederados: Góngora, aprovechando la ausencia de Vega,
quería quedarse con el negocio, y quizá lo ayudaba Juan de Vergara. Ya había denunciado a España —el 20 de mayo de
1621—, apenas se embarcó Diego de Vega, que “existiendo este hombre en esta tierra no es poderoso ningún
gobernador”; el comisionado de Buenos Aires fue apresado y retenido en la metrópoli.

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Góngora tiene una carta muy buena para arrastrar todo el juego. Se ha permitido en España la introducción de
esclavos a Indias y otorgado el monopolio al español Antonio Fernández Delbás.

El gobierno español había dado a Delbás, en 1616, el monopolio de llevar 3.500 negros anuales durante ocho años a Cartagena y Porto
Belo, con la facultad de nombrar “jueces de comisión” que podrían revisar los navíos contrabandistas e incautarse la carga.

Buenos Aires no era puerto para los negros de Delbás, pero Góngora ha visto la ocasión de quedarse con el negocio
negrero por el medio sencillo de hacerse nombrar por el concesionario “juez en comisión” y quedarse con la carga de
los contrabandos. Lo empieza a hacer en 1620. Los oficiales reales se quejan que los han “suplantado2 3n la inspección
de los buques negreros, y la respuesta de Góngora es apoyar a Oyón, entregándole los cabecillas de la banda, menos
Juan de Vergara, dueño del Cabildo y tal vez su asociado.
A Góngora le duraría poco el monopolio. En abril de 1622 llega a Buenos Aires el oidor de Charcas, licenciado
Alonso Pérez de Salazar, a levantar las residencias suya y de Hernandarias. Nada menos que un oidor, no ya un
pesquisidor ni un visitador. De paso por Córdoba había instalado la aduana “seca”. Del disgusto —“a causa de unas
calenturas o pesadumbres que le cargaron” dirá su sucesor— en mayo Góngora opta por morirse, y el oidor se hace
cargo del gobierno.

El oidor Pérez de Salazar: reivindicación de Hernandarias.

El oidor no quiso ser recibido por el Cabildo con los festejos acostumbrados. Al igual que Delgado Flores no
consideró digno al cuerpo. Pero nada parece hacer contra Juan de Vergara, dueño de los seis asientos de regidores
perpetuos, y por lo tanto de las varas anuales de alcalde.
En cambio encuentra libre el camino para las residencias. El 24 de julio de 1624 analiza y desecha los sesenta y
cuatro cargos reunidos por los confederados contra Hernandarias y absuelve con todos los honores al Caudillo como
“buen juez, de entero y limpio proceder en la administración de justicia y observancia de las cédulas de Su Majestad y
buen cobro de su Real Hacienda, evitando que fuese defraudada con la buena guarda de este puerto”; lo considera
merecedor de las “mercedes y acrecentamientos con que Su Majestad honra y premia a los que en semejantes cargos le
sirven fielmente”. Elevada al Consejo de Indias, la absolución laudatoria es plenamente confirmada.
Una sentencia semejante significaba la condena de los confederados. Así lo hace Pérez de Salazar: estudia la
deportación del escribano Remón y condena a graves penas a Orduña Mondragón, al licenciado Sánchez de Ojeda (que
estaba preso en Charcas), a quien priva del ejercicio de la profesión y destierra perpetuamente “del reino del Perú”, a
Francisco García Romero, Simón de Valdez (ausente en Chile y que no quería volver), Juan Bautista Ángel, y al
fallecido gobernador Góngora. En el juicio de residencia de éste encuentra falsas arribadas forzosas, salida de
mercaderías sin autorización, entrada clandestina de africanos y muchísimos cargos más. Condena a su sucesión a la
enorme multa de 500.000 ducados, la más fuerte impuesta en un juicio.

Francisco de Céspedes.

Para suceder a Góngora, el Consejo de Indias eleva una terna encabezada por Hernandarias, enaltecido por el
honrosísimo fallo de su juicio de residencia, “para que volviese a gobernar aquella tierra donde lo tienen por padre y
amparo”. León Pinelo habrá considerado prudente, dado el cariz que tomaban las cosas, no hacerle oposición.
No fue elegido, para una vez que lo propusiera el Consejo. El conde-duque de Olivares debió ver en él sólo el
pariente indiano de Rodrigo Calderón, su gran enemigo, que acababa de pagar en el cadalso su privanza en tiempos del
duque de Lerma. Eligió en su restitución al honorable Francisco de Céspedes, veinticuatro (“regidor”) de Sevilla, de
mediana carrera militar y escaso carácter, que se hizo cargo en 1624. No era hombre de buscarse líos y quiso quedar
bien con todos. Con el resultado previsible de quedarlo con nadie. Dijo a los confederados —muy quietos durante el
gobierno firme de Pérez de Salazar— que en su opinión “los hechos habían sido magnificados”; dijo a los beneméritos
que su defensa de los intereses reales era digna de encomio.
Los confederados, con Juan de Vergara ahora a su frente, vieron la oportunidad de reiniciar sus actividades. Ya el
negocio no era tan productivo por la entrada legal de negros en los navíos de registro y la aduana “seca” de Córdoba
que ponía obstáculos al paso de las recuas; pero algo rendía.
Hernandarias, convertido en la gran figura indiana con su martirio y todo (para todos, menos para los porteños),
llegó de su retiro en Santa Fe a impulsar a Céspedes a una actitud decidida contra el tráfico. Así lo hace éste, que da
bandos tremendos contra los negreros, hace juicios a los oficiales reales complacientes y confisca las recuas. Entonces
los confederados resuelven la caída del gobernador.

Conflicto de Céspedes con el obispo Carranza.

Fray Juan de Vergara —que nada tiene que ver con su homónimo el contrabandista— escribe al rey en septiembre
de 1628 que mientras Céspedes no reprimió el tráfico fue tenido por “muy buena persona y excelente gobernador”,
pero…

“…luego que comenzó a echar bandos de pena de la vida, que los que supieran de negros o ropa de contrabando lo vinieran a denunciar,
luego que sus hijos sorprendieron a algunos negros en partes distintas de la ciudad, luego que comenzó a hacer causas a los Oficiales Reales y

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Alguacil Mayor de sobornos y de que dichos oficiales daban plata de Su Majestad a usura, luego que escribió contra Juan de Vergara,
favorecedor de todos estos fraudes, ya no era bueno Don Francisco, ni caritativo, ni amigo de los pobres, ni de la conversión de los infieles, sino
tirano, ladrón y no había pecado que no hubiese cometido”.

En agosto de 1627 Céspedes da un paso imprudente: mete en la cárcel nada menos que a Juan de Vergara, regidor
perpetuo del Cabildo, notario del Santo Oficio, tesorero de la Santa Cruzada, el hombre más rico de Buenos Aires y
puntual de la sociedad porteña; lo que no obstaba, según el gobernador, para “ser una persona envejecida en cometer
delitos contra los gobernadores y jueces”. Una medida semejante —a la que no se había animado ni el mismo oidor
Pérez de Salazar, y Hernandarias pagara tan caro— provoca la indignación de la oligarquía porteña que había sustituido
al patriciado fundador en la conducción social y política de la ciudad. Corren rumores que Céspedes “iba a darle garrote
en la cárcel misma” y el obispo fray Pedro Carranza —primo de Vergara— se dirige al edificio del Cabildo en cuya
planta baja funcionaba la cárcel, fuerza la puerta y entre aclamaciones lleva a Vergara en triunfo hasta la catedral
dándole “asilo en sagrado”. Al saberlo, Céspedes hace formar la tropa, cruza a la catedral y exige la devolución del
rescatado, pues el asilo en el templo no vale a quien es sacado violentamente de la cárcel. Carranza sale a la puerta del
templo revestido de sus ornamentos, y con el báculo en la diestra pronuncia la fórmula de excomunión mayor en la
cabeza del gobernador. La tropa abandona entonces a Céspedes, que debe volverse derrotado al fuerte.
Todo le va mal. No solamente está excomulgado y por lo tanto ningún cristiano puede servirle, sino que se ve
suspendido en sus funciones y amenazado de un fulminante juicio de residencia por un visitador de Charcas —Diego
Martínez de Prado— llegado en ese oportunísimo momento. Recurre a Hernandarias, que es quien lo ha medito en el
berenjenal, quien —autorizado por la Audiencia de Charcas— viaja de Santa Fe a Buenos Aires, gestiona del obispo
Carranza se levante la excomunión, repone a Céspedes, y aleja a Vergara, a quien hace procesar en Charcas lejos de la
diócesis de su pariente.

Sigue la historia.

Todo de momento. Vergara, ducho en esas cosas, consigue su absolución en Charcas y vuelve a Buenos Aires,
donde el escamado Céspedes lo dejará tranquilo. Dueño del Cabildo, del obispo y el hombre más rico de la ciudad,
vivirá sus últimos años respetado de todos y será enterrado en lugar de privilegio.
En 1631 llega el reemplazante de Céspedes: Pedro Esteban Dávila y Enríquez, maestre de campo y caballero del
hábito de Santiago, antiguo veterano de las guerras de Flandes. Felipe IV lo ha nombrado en atención a sus prestigios
militares porque hay peligro de corsarios holandeses.
Dávila es absolutamente incorruptible, y tiene el carácter violento. No permite el contrabando; y entonces el obispo
—ahora es fray Cristóbal de Aresti— lo acusa de vivir amancebado “y con varias mujeres”. No obstante sus méritos
militares y políticos, debe irse.
En 1637 lo sustituye Mendo de la Cueva y Benavídez, también maestre de campo y caballero de la Orden de
Santiago, que por defender a su antecesor contra el obispo Aresti, será solemnemente excomulgado y debe ir a Charcas
a reclamar al arzobispo. En 1641 gobierna Gerónimo de Cabrera y Garay, nieto de los fundadores de Buenos Aires y
Córdoba y sobrino y yerno de Hernandarias (éste había muerto en 1634); es tiempo de guerra, y Felipe IV y don Juan de
Braganza se baten por le trono de Portugal. Cabrera empadrona preventivamente a los portugueses de Buenos Aires:
encuentra cuatrocientos para una población de mil quinientos, cuantitativamente un tercio de la ciudad pero
cualitativamente la mitad de ellos pertenecen a la “clase de posibles”, los comerciantes que gobiernan el común; los
otros son artesanos, marineros y peones. Los “viejos pobladores” y sus descendientes, a lo menos quienes no han casado
con hija de portugués rico, sólo viven de su acción de vaquear o del escaso producto de las chacras cercanas al ejido.
Cabrera y Garay, que no tiene el temple de sus dos abuelos, ni el impulso guerrero de su tío y suegro, sólo aspira a
pasarla tranquilo, y ante los contrabandistas cierra los ojos y esconde la ley. No le ocurre lo mismo a Jacinto de Lariz,
del hábito de Santiago y general de los Reales Ejércitos, que lo reemplaza en 1646 por designación de Felipe IV.
Comparte ganancias con los traficantes, para luego engañarles apoderándose de la parte del león como quiso hacer
Diego de Góngora. Tal vez por eso es resistido en Buenos Aires, y el obispo —fray Cristóbal de la Mancha y Velazco—
lo excomulga tres veces, y otras tantas le perdona. Acabará con una tremenda condena que coincide con la caída del
conde-duque: inhabilitado para ejercer todo oficio, desterrado perpetuamente de Indias y por diez años de España,
confiscados sus bienes, etc. Su juez es su sucesor Pedro Baigorri Ruiz, también general y caballero de Santiago, que lo
reemplaza en 1653 y se muestra dócil con contrabandistas y respetuoso de obispos. Militarmente tendrá el mérito de
rechazar la invasión francesa de Lafontaine. En el juicio de residencia se le probó complicidad con el contrabando y fue
a dar a la cárcel.
Juan de Vergara vivirá riquísimo y respetado en Buenos Aires, donde fue regidor perpetuo y dueño virtual del Cabildo. Su influencia era
tan grande que se atribuye la elección de su primo, fray Pedro Carranza, carmelita sevillano, como primer obispo de Buenos Aires en 1620, a sus
gestiones en el Consejo de Indias.
Se conoce el testamento de Juan de Vergara, publicado por el historiador Raúl A. Molina. Tenía varias casas en Buenos Aires
“lujosamente amuebladas”, una gran estancia en Luján “donde tropas de esclavos bajaban la viña, plantaban la huerta y cuidaban los ganados”, y
otras treinta y ocho estancias al norte, sur y oeste de la ciudad que cubrían más de cien leguas cuadradas en la antigua extensión de las
“chácaras” dadas por Garay. En la ciudad poseía cinco tiendas “con sus trastiendas” donde se ejercía el comercio, y sobre todo la lujosísima
mansión de la calle del Cabildo (hoy Hipólito Yrigoyen), de puerta de madera maciza que daba entrada al gran salón cubierto de “payneles”
rosados de Flandes y tapices de la India, bandas de tafetanes rojos de Milán, doseles de terciopelo con flecos de oro, estrado de jacarandá
cubierto por una alfombra gruesa, azul, de Oriente; sillones de jacarandá tapizados de damasco rojo con coxines de terciopelo carmesí con borlas
de oro; un retablo al óleo de la Anunciación, cubierto por una cortina de tafetán azul de Castilla, dos reclinatorios de caoba y terciopelo de

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Génova, arcones de roble y caoba para guardar el menaje (en uno se conservaba, como preciosa reliquia, el hábito de fray Luis de Bolaños),
candelabros grandes de plata, y mesas de jacarandá y palo negro de Paraguay. Los dormitorios tenían cuxas de nogal labrado y torneado,
sábanas de hilo de Holanda, “fresadas” de Castilla, sobrecamas de cumbe (tejido de vicuña peruano) y en cada uno —eran cinco— “santos de
cera con sus vidrieras”, “bujetas” de variado tamaño (en la del señor guardábase “lienzo” labrado y pequeñeces de marfil). El comedor tenía
chimenea, lámpara votiva de plata, mesa y sillas de jacarandá, y arcones con lencería de hilo de Holanda y menaje de plata labrada del Perú para
el servicio. En la biblioteca, en un andén, libros de fray Luis de Granada, Política para corregidores de Bobadilla, obras de Hevia Bolaños y
otros tomos de jurisprudencia y derecho que sumaban “setenta libros grandes y medianos de leyes y comentarios”; en otro andén “historias
divinas y humanas y otras cosas sueltas y curiosas” que no describe; en el tercer andén “otros libros de mi devoción y uso” que tampoco
describe. Más allá el escritorio o “pieza secreta” con una caja de caudales de tres llaves donde guardaba las joyas de la familia: una cruz grande
esmaltada; cinto de ante cuajado de estrellas de oro; cadena y brazalete de perlas con peso de ocho onzas; botonadura de jubón con veintitrés
botones de oro; varios zarcillos de oro y perlas y sortijas de oro y esmaltadas; tres cadenas de oro “valor de mil patacones cada una”;
“menudencias de oro y plata torneadas que pesaban en conjunto 125 marcos (treinta kilos), bolsa de raso listado con monedas de oro “para
arras”. En una cajuela, “escudos y onzas de oro” cuya cantidad no dice; en un arcón “de casi un palmo de altura” monedas de plata acuñadas y
macuquinas, sin decir la cantidad; en un “armario” de roble trabajado, espadas de Toledo, puñales de Guadalete, ballestas de Ginebra para
“ballestear” perdices y arcabuces para caza mayor. Más allá, en el segundo patio, las piezas de servicio y habitaciones de esclavos, con la cocina
amplia “donde —comenta Molina— diestros cocineros, los mejores de la ciudad, preparábanle delicadas viandas y sabrosos manjares en
costosos hornos”. Luego las cocheras, caballerizas y corral. Molina entiende que esta riqueza demuestra cómo en el Buenos Aires de principios
del siglo XVII “se hermanaba la propiedad a la familia, como el fundamento básico de una sociedad forjada en una sólida moral solidaria”.
Otra gran fortuna dejó María de Vega, hija de Diego de Vega, cuyo testamento ha publicado Torre Revello: Casa-morada de catorce
habitaciones, con techo de tejas; chacras y estancias en Matanzas, Magdalena, valle de Santa Ana, y “al otro lado del Riachuelo”. En una de las
estancias, casa de recreo de cuatro habitaciones alhajadas y cocina. En la descripción de sus muebles figuran sillas de espaldares de vaqueta
negra, escritorio de jacarandá marquetado de marfil, cajas de la India, bufetes y sillas de jacarandá con espaldares de vaqueta negra, “cuxa”
grande de granadillo con pabellón de quijos. Fuentes, platillos, cucharas, tenedores (un lujo de la época) y candelabros de plata.
Contrasta este lujo con las chozas de madera de sauce y barro con piso de tierra apisonada, techadas de cañas y pajas y cercadas con matas
de tunales, donde vivían los vecinos “accioneros” reducidos a las clásicas chácaras de las orillas. Su mobiliario eran catres de loneta, mesa y
sillas de cedro tucumano y algún “armario” de madera del Paraguay para guardar los cuchillos granadinos, que atados con firmes tientos de
cuero en el extremo de una caña tacuara formaban las lanzas para desfilar los alardes tras el estandarte real, seguramente llevado por el regidor
Juan de Vergara, o salir en los apellidos a defender de indios las propiedades de dona María de Vega. En sitio de honor colgaría, si las
necesidades no la habían llevado al “armario” de Vergara a cambio de algunas monedas, la espada de fina hoja de Toledo que trajo el padre
cuando vino con Garay, y habría heredado del suyo, compañero de Mendoza.

REFERENCIAS

Actas del extinguido Cabildo de Buenos Aires.


LUIS A. CANDIOTTI, Hernandarias.
MANUEL V. FIGUEREDO y ENRIQUE DE GANDÍA, Hernandarias de Saavedra.
ADOLFO GARRETÓN, La municipalidad colonial. Buenos Aires desde su fundación hasta el gobierno de Lariz.
RAÚL A. MOLINA, Hernandarias, el hijo de la tierra.
— Juan de Vergara, señor de vidas y haciendas en el Buenos Aires del siglo XVII.
DIEGO LUIS MOLINARI, La trata de negros.
ERNESTO PALACIO, Historia de la Argentina (t. I).
VICENTE D. SIERRA, Historia de la Argentina (t. II).

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VII
LAS REPÚBLICAS INDIANAS
1. Evolución del municipio castellano.
2. El municipio indiano.
3. Las “repúblicas de españoles”.
4. La dominación sobre el indígena.

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1. EVOLUCIÓN DEL MUNICIPIO CASTELLANO

Orígenes.

Alrededor de un burgo o castro (en romance castello) surge hacia el siglo XI la ciudad castellana. No es el
municipio romano; es algo nuevo, de población distinta y modalidades diferentes.
Constantemente sobre las armas, la ciudad castellana parece un cuartel siempre listo para el combate. La habitan
soldados y la gobiernan capitanes. Su perímetro es solamente el castello, la fortaleza erigida en lo alto de una colina
como en la ciudad antigua lo era la urbs, el acrópolis, la ciudad santa de los griegos y romanos, a la vez templo y
protección. No importa que en busca de esa protección levanten sus casas junto al castello español los cristianos que no
son soldados. No pertenecen a la ciudad; son minores, menores, tolerados que no admitidos a la comunidad. Como en la
ciudad griega lo fueron el plethos y en la latina la plebe de los extranjeros refugiados bajo la protección de la urbs.
La ciudad castellana, como la antigua greco-latina, es una milicia: la forma la hueste o mesnada conquistadora que
tomó el burgo a los moros; la manda el cabdillo, “cabeza” que al erigirse en gobernante recibe el nombre romance de
señor (“senior” mayor). La hueste ha sido de astures o gallegos venidos del norte, que una vez dueños del castello se
reparten las tierras y “encomiendan” los rústicos. Su profesión ha sido la guerra, y seguirá siéndolo en la ciudad. Antes
conquistaba, ahora defenderán. Tienen la obligación de acudir al apellido en que el señor convoca a la milicia para
defender el castello y sus tierras circundantes o al fonsado para combatir en lejanas regiones. Su moral es la moral de
los guerreros: han sido enseñados a combatir y bien morir, y tienen al coraje y la lealtad por las virtudes supremas, así
como desprecian la cobardía y la felonía como los pecados más despreciables. Custodian las tierras que trabajan los
payeses o rústicos encomendados, y se cobran con una parte (generalmente la mitad) de los beneficios. Se consideraban
dueños de las tierras y anteponen orgullosamente la palabra Dominus (“dueños”) o su abreviatura Don, a sus nombres.
Generalmente se los llama caballeros porque combaten a caballo. Sus hijos serán hijodalgos, hidalgos. Con la parte de
sus beneficios en la tierra levantan su casa junto al castello, y mantienen caballos, armas y arreos de guerra para sí y los
escuderos a sus órdenes.

El gobierno del castello.

El señor fue el primer jefe de la ciudad, militar y político a la vez; cuando faltó, la milicia eligió sucesor. Puede
rastrearse esa elección en las antiguas beheterías castellanas que sobrevivieron hasta el siglo XIV; las había de linaje,
donde la elección estaba limitada en la familia o “linaje” del señor; y de mar a mar, donde podía designarse a cualquier
capitá, aun sin ser vecino de la ciudad.
El señor no es absoluto en su gobierno; la hueste hecha milicia está junto a él y casi siempre sobre él. Si el señor
atina a manejarse a su satisfacción, las cosas andarán bien; si no lo hace, la milicia tiene derecho a despojarle. Por regla
decapitándole.
Al finalizar el siglo XI los señores ya no gobiernan las ciudades: la milicia lo hace exclusivamente. Anualmente se
junta en Consejo (del latín concilium, reunión), para nombrar las autoridades que por un año desempeñarán su s
funciones: los regidores (del latín regere, gobernar) encargados del orden municipal, los alcaldes (del árabe al Cadi,
juez) para distribuir justicia, y los alféreces (también del árabe al Feriz, el jinete o caballero) jefes militares. El conjunto
de regidores, alcaldes y alféreces recibirá el nombre de “pequeño consejo”, luego Cabildo (del latín capitulum, a la
cabeza).
Todavía los caballeros son los únicos en acudir al Consejo. Los minores, o infantes (menores) —también llamados
omes livres para distinguirlos de los payeses, sujetos a la servidumbre de la gleba—, pero son considerados
“ciudadanos” más que agregados o protegidos. O bien descienden de la primitiva población cristiana del burgo, o de
mozárabes escapados del sur por las guerras taifas. Ganan sus vidas con las artes, que no son viles, de menestrales,
barberos o cirujanos, o profesan las letras como bachilleres o licenciados. No ejercen, sino por excepción, el comercio
reservado para los judíos de la judería. Aunque no acuden todavía al Consejo los infantes, forman ya parte de la ciudad
pues prestan el servicio de milicias de a pie, como peones, pues milicia y ciudadanía son sinónimos. Por eso tienen en el
Cabildo un representante: el Caballero Síndico (si no fuera “caballero” no podría entrar al Cabildo), a quien acuden los
“omes livres” en sus peticiones y quejas, y “lleva voz” de ellos a los señores.

La “República de españoles”.

A fines del siglo XII ocurre una segunda revolución. Es recrudecimiento de las guerras y, tal vez, el empleo de las
nuevas armas (arcos y ballestas), da preponderancia o por lo menos igualdad a la infantería con la caballería. Los
minores participan en la guerra activamente, y al hacerlo adquieren su pleno derecho de ciudadanos. Ahora se les
llamará francos (libres) pues no se los tiene por inferiores.
En le siglo XIV encontramos ya la “República” (sinónimo de “ciudad autónoma”) compuesta por el común de
caballeros y francos. Aquéllos y sus segundones los hidalgos son los propietarios de la tierra que trabajan los payeses
por una parte de los beneficios. Pero la tierra no es exclusividad de la riqueza; la fortuna mobiliaria ahora es tan
importante como la inmobiliaria congelada por rentas fijas y trabada por frenos feudales (dificultad en la enajenación,
imposibilidad del crédito, existencia de mayorazgos y vinculados). Los francos son ahora más fuertes que los
caballeros.

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El Consejo es la reunión del “común”. Ha dejado anualmente de elegir Cabildo, y se junta sólo en ocasiones
extraordinarias: una guerra, una contribución, la designación de “procuradores a Cortes”. También ha perdido su
nombre, y ahora se lo llama “cabildo abierto” por contraposición al ordinario o “cerrado”.
La ciudad está gobernada por el Cabildo, a la vez “regimiento” y “justicia”. Como “regimiento” se compone de
regidores, generalmente veinticuatro: doce caballeros y doce francos, y por eso en Andalucía la palabra “veinticuatro”
es sinónimo de regidor; tiene la administración y la defensa de la ciudad y entiende en apelación las sentencias dictadas
por los alcaldes. Uno de los regidores (necesariamente un caballero), es alférez y lleva a caballo el estandarte comunal.
Otro caballero, que mantiene el viejo nombre de síndico procurador, tiene la misión de representar el conjunto de la
ciudad: no es un “veinticuatro”, ni acude a las juntas del Cabildo; su función es estudiar y presentar, por escrito, las
peticiones particulares, y hacer de fiscal acusador —como representante del “común”— en las causas criminales.
La “justicia” está constituida por dos o cuatro alcaldes, caballeros y francos por igual, que juzgan en la primera
instancia las causas civiles y criminales. Uno de ellos, el elegido en primer término, es el alcalde de primer voto, y
preside la reunión conjunta del “regimiento” y “justicia” como primera autoridad municipal.
No pertenecen al “común” los comerciantes o banqueros de la judería o artesanos de la morería, que como los
“minores” del XI son tolerados que no admitidos en la ciudad, pues el trueque y el arte son necesarios para la
convivencia. Pero como no son cristianos no guerreros, no forman parte de la milicia; y no tienen, por lo tanto, derecho
a la ciudad.
Esta es la organización típica de una ciudad castellana libre del siglo XIV. Claro que las constituciones municipales
varían según las costumbres o los fueros donde el monarca selló la autonomía. Además de las ciudades libres, las hubo
en Castilla de realengo, señoriales y de abadengo; que no tuvieron autonomía por pertenecer al rey, a un noble o a una
orden religiosa o de caballería. En algunas el señor (rey, noble u orden religiosa) ponía la justicia y el regimiento; en
otras el común elegía su cabildo, pero un alguacil (Al Uazir, el lugarteniente) representaba al señor, y también corregía
sus decisiones y sentencias. Por eso, también, se lo llamaba corregidor.

Avance hacia el sur.

La reconquista española fue, materialmente, una carrera al sur de segundones y francos pobres para hacerse, con la
guerra, un nombre, una propiedad y linaje; impulsados por la fe religiosa, afán de aventuras y espíritu guerrero que
idealizaron el propósito. Quien tuviera el coraje suficiente se alistaba en una hueste tras un cabdillo y se iba a tierra de
moros a correr aventuras que le darían riqueza, tierras, vasallos y nombre. Sus hijos segundones seguirían su camino,
siempre al sur, “ensanchando Castilla al paso de su caballo”.

Decadencia de las “Repúblicas de españoles”.

Fuertes en el siglo XIV, las comunidades castellanas languidecen en le XV. La guerra contra los moros ha quedado
paralizada, y la “milicia” ya poco va a la guerra: banda de “estables” o “soldados” (guerreros a sueldo) reemplazan las
huestes comunales de caballeros e infantes que habían hecho la Reconquista.
Los reyes despojan, poco a poco, los privilegios de las ciudades. Los monarcas ya no son simples jefes de ligas de
castellos cristianos como en los tiempos primitivos. Más allá del patriotismo municipal se ha levantado un patriotismo
nacional encarnado en la persona del rey. Ante su fortaleza ceden las “repúblicas”: la libertad es privilegio de fuertes, y
las comunidades ya no lo son en España del siglo XV.
Militares de nombramiento regio, los sayones, toman la jefatura de las agónicas milicias comunales; jueces
nombrados por el rey —los merinos y corregidores (de “correctores”) — juzgan en apelación las sentencias del
Cabildo. La Santa Hermandad, milicia formada en sus orígenes por las ciudades de Castilla la Nueva para vigilar el
yermo con facultades de justicia sumaria, cede sus privilegios y cuadrillas al monarca. También el rey nombra
recaudadores, depositarios y contadores reales encargados de percibir, custodiar y fiscalizar los impuestos antes
comunales. Corregidores, sayones y oficiales de la Real Hacienda tendrán el derecho de asistir a las juntas del Cabildo,
votar en él, y hasta vetar en nombre del rey las resoluciones comunales contrarias al principio centralizador. En
reemplazo de los alcaldes de 1er. Voto, los corregidores acabarán por presidir los cabildos, como máximos funcionarios
judiciales.
Inútilmente protestan las ciudades libres contra la intromisión real. Aun en 1447 era grande el prestigio de las
“repúblicas”; por un ruego a Juan II de los procuradores de Valladolid en las Cortes para no intervenir en las cosas
comunales, el monarca salva su autoridad pero contesta que “así lo haría, salvo quando otra le pugliera mandar”. Ante
análogo pedido de la villa de Madrid a Felipe II introduce la institución de los regidores perpetuos designados por el
monarca en sustitución de los “veinticuatro” de nombramiento anual y comunal.
Tal era la situación y condición de los municipios españoles al producirse el poblamiento de Indias. De ese modelo
tomarán los letrados del Consejo Supremo la organización teórica de las ciudades indianas. Pero la realidad que surgió,
fue muy otra.

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2. EL MUNICIPIO INDIANO

Trasplante de instituciones.

El municipio español del siglo XVI, con su libertad foral inexistente y menguada autonomía, corregidores y
oficiales reales, regidores perpetuos, milicias centralizadas y hacienda controlada por la Corona, fue el modelo para
organizar las poblaciones que se fundaban en ultramar. La España del siglo XVI se trasplantaba a las Indias, pero
inesperadamente dio un salto atrás de cinco siglos
En las capitulaciones entre Colón y los Reyes Católicos concluidas en Santa Fe en 1492, se facultaba al Almirante
para designar, en nombre de los Reyes, los alcaldes que distribuirían justicia y los alguaciles que comandarían las
milicias en las poblaciones de las islas de la mar Océana. El Almirante como justicia mayores reservaba la “corrección”
de las sentencias y como virrey el mando superior político y militar.
Nunca fue acatada la organización de Santa Fe. Una cosa era gobernar y administrar justicia a los súbditos
pacificados de la península, y otra imponerse a un puñado de aventureros díscolos en las tierras lejanas donde el coraje
y la destreza lo eran todo. Las viejas huestes de la Edad Media renacieron en la gente de la Isabela, y una palabra
olvidada —caudillo— resurgió de la antigua historia castellana. Alonso de Ojeda podía más que el Almirante con todas
sus capitulaciones, títulos y honores: la sublevación de la Isabela en 1495 fue sobradamente elocuente.
No aprenderían inmediatamente la lección los secretarios o consejeros de Indias que informaban al monarca de las
cosas indianas. No era fácil a letrados comprender, como dije, algo fuera de Salamanca, y durante más de un siglo
copiaron el régimen de los municipios españoles del XVI para aplicarlo a las difíciles “repúblicas” que nacían en Indias.
Pero las leyes resultaron letra muerta; la realidad que afloraba en los campamentos del Nuevo Mundo, pomposamente
bautizados de “ciudades”, no era la tranquila armonía de los españoles del XVI, sino el combate cotidiano de los
castellanos del XI. Y serían los reyes quienes comprenderían esa diferencia sobreponiéndose al espíritu leguleyo de sus
consejeros. Transaron con los pobladores y reconocieron a “la gente” la prioridad del manejo de las cosas.

Provisión del Bosque de Segovia, comparándola con las fundaciones de Córdoba y Santa Fe en 1573.

Solórzano cita una “provisión del Bosque de Segovia” del 13 de julio de 1573 donde Felipe II, a solicitud del
Consejo de Indias, da instrucciones sobre poblamiento de ciudades: el “Fundador debería poner el Consejo, oficiales y
miembros de ella, según se declara en el Libro de la República de Españoles”; un corregidor de nombramiento regio
dictaría justicia compartiendo con el Regimiento “la administración de la República”. Este Regimiento sería compuesto
por regidores nombrados a perpetuidad por el virrey o gobernador “no estando por Nos nombrados, con tanto que
dentro de cuatro años los que se nombraron lleven confirmación y provisión Nuestra”.
Tal era la ley escrita en España. Pero otra muy diferente, la realidad que surgía de Indias. El mismo año 1573 Juan
de Garay fundaba Santa Fe, junto a un brazo del Paraná, disponiendo que se gobernaría por seis regidores y dos alcaldes
cadañeros elegidos por el Cabildo saliente entre el común de vecinos “como Dios mejor les diere a entender”; idéntica
constitución daba ese mismo 1573 Gerónimo Luis de Cabrera a Córdoba, que fundaba en las extensas tierras de la
Nueva Andalucía.
La realidad indiana acabó por imponerse sobre la ley española. Córdoba y Santa Fe se gobernaron a sí mismas,
aunque otra cosas decía la Provisión del Bosque de Segovia. Las ciudades de ultramar nacían con una independencia
que no podían entender los consejeros reales pero tampoco pudieron amenguar los gobernantes llegados de España.
Pese a los textos, la independencia indiana fue un hecho que perduraría a lo largo de toda la dominación española. Y
que las leyes de Indias acabaron por reconocer.

Un salto atrás.

Los municipios indianos no se parecieron a los españoles que les sirvieron de modelos. En cambio, y mucho, se
asemejaron a los castellos de la España medieval con sus huestes conquistadoras, milicias defensivas, caudillos
prestigiosos, alcaldes que distribuían justicia según los usos lugareños, y regidores elegidos por el común. En una
palabra, pese a la letra de las leyes españolas que se quiso imponer las Repúblicas de los vetustos fueros del siglo XI
resurgió en las Indias el XVI.
Se produjo este salto atrás por la situación análoga de las Indias en el XVI con Castilla en el XI. Los conquistadores
indianos como sus bisabuelos que reconquistaron Castilla, venían de tierras remotas a asentar en lugares peligrosos que
exigían el constante ejercicio de las armas. La ciudad indiana tuvo que ser ciudadela, como lo había sido el castello
castellano siempre dispuesto al combate. Los fundadores del Nuevo Mundo como los del mundo viejo ganaban a punta
de espada su derecho a ser dueños de su bastión avanzado de la cristiandad.
La misma ley histórica que había dado origen a la libertad foral de los castellos, dio la autonomía vecinal a las
ciudades indianas. A ambas las poblaron guerreros y las mandaron capitanes: milicia y caudillos fueron, en unas y otras,
la gran realidad. Contra ellos poco pudieron los adelantados o los gobernadores reales que venían de una España donde
el último aliento comunero se acababa de abatir en Villalar. Diríase que los fantasmas de Juan de Padilla y Juan Bravo
se levantaban en el Plata a los veinte años de su ajusticiamiento en Segovia. No debió ser por mera coincidencia que los
tumultuarios de Asunción de 1542, devolvieron al rey al adelantado Cabeza de Vaca en un navío al que pusieron por

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nombre Los comuneros. Con el adelantado iba una “humilde súplica” explicando la deposición del representante del rey
“hasta que otra cosa no se le ocurriese a S.M. mandar”. Que no se le ocurrió.
Los reyes comprendieron que las Indias debían manejarse con precauciones y toleraron los tumultos indianos si los
acompañaban “humildes súplicas”. Poco importaba que sus reales ordenanzas no fueran acatadas si eran
“reverenciadas”. Lo importante era conservar el respeto al rey, símbolo de la unidad española.

Gente y caudillos.

En las capitulaciones de los adelantados, la “gente” no era tomada en cuenta como factor de gobierno. Todo ocurría
entre el monarca y el adelantado. Pero la vida indiana con sus heroicidades y sacrificios daría a la “gente” y a su
conductor el “caudillo” el puesto preponderante en la conquista.
La realidad de la conquista fueron la “gente” y los “caudillos”, no los adelantados, ni los gobernadores. Pudo
ocurrir, y ocurrió a menudo, que el rey nombrase gobernadores a los caudillos; podía suceder que algún adelantado
(como Alonso de Ojeda) tuviese pasta de caudillo. Pero lo corriente era que regresasen desilusionados, si no
engrillados, por hallarse impotentes para conducir una realidad que los superaba.
Gente y caudillos hicieron la conquista y la población de las Indias. En el distante y difícil Río de la Plata, Don
Pedro de Mendoza era un cortesano del Renacimiento que leía a Erasmo mientras agonizaba en su lecho de enfermo, y,
por supuesto, fue incapaz de llevar a término la empresa capitulada con Carlos V. Tal vez la habría logrado Juan Osorio
si no se le hubiera ajusticiado en Río de Janeiro, precisamente por el prestigio logrado ante la gente; quizá Juan de
Ayolas, esforzado y leal, si no hubiera muerto al regreso de su entrada a la sierra de la Plata. Pero la gente acabó por
encontrar en Domingo Martínez de Irala al conductor, y éste fue quien dio estabilidad a la gobernación del Plata. Fundó
Asunción —la ciudad que no el real de Salazar— donde la gente tuvo vecindad y fue dueña de una “república” que
oponer a los funcionarios reales.
Cuando el último adelantado Vera y Aragón renunció a las ilusorias preeminencias del título, y se volvió a España
para no seguir en obediencia de la gente y sus caudillos, el Río de la Plata será agregado —más nominal que
efectivamente— al Virreinato de Lima. Pero siguió con su independencia. Su historia será la historia de sus caudillos,
Irala, Garay, Hernandarias.

3. LAS “REPÚBLICAS DE ESPAÑOLES”

Los vecinos.

Como los caballeros que conquistaron los castellos castellanos, los pobladores serán originalmente los únicos en
gobernar la ciudad, poseer sus tierras y encomiendas y formar en la milicia municipal. Es la idea feudal que sobrevive, o
mejor dicho renace, en el siglo XVI; la propiedad de la tierra y la encomienda de minores significa obligación de
defenderlos y por lo tanto el señorío para gobernarlos.
Los pobladores reciben el nombre de vecinos. Es un título trasmisible a sus descendientes: el hijo del vecino tiene
privilegio por nacimiento como los fijodalgos españoles.
Se es vecino por el hecho del nacimiento, pero otros requisitos son necesarios para alcanzar la plenitud del derecho
de vecindad. Al alcanzar la mayoría de edad podrá solicitar mercedes de tierras, reparto de indios, o en Buenos Aires
(siempre que descienda de los primeros pobladores) gestionar una “permisión de accionar” contra los cimarrones. Al
contraer matrimonio y tener casa poblada, estará en condiciones de integrar el Cabildo como alcalde o regidor.
La vecindad puede adquirirse. El Cabildo otorga “carta de vecindad” a quien acredite residencia, aptitud militar,
buen concepto social y fuese padre de familia.

En los Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires (I, 61) puede leerse una petición de vecindad:
“Bartolomé Ramyrez, residente en esta ciudad de Buenos Aires, digo que yo a muchos años que estoy en ella y pienso vibir y asistir en
ella, y para que pueda gozar de la tierra, así de los potros como de lo demás Della, a Vuesas Mercedes pido y suplico sean servidos de admitirme
como Vezino Della, y ponerme en el Libro del Cabildo para que pueda gozar de la vecindad, y en ella recibiré bien y merced como es justicia.
”Estando —sigue el acta del Cabildo del 14 de mayo de 1590— juntos los Señores, pareció Bartolomé Ramyrez, estante en esta ciudad, y
presentó la petición transcripta. E vista por Sus Mercedes dixeron que por sus merecimientos le resebían por tal Vezino a el dicho Bartolomé
Ramyrez conforme a las ordenanzas de su Magestad y costituciones del Fundador”.

No era necesaria una información de “solar conocido” para obtener la vecindad: bastaba como ejecutoria suficiente
encontrarse en la conquista. En el caso inverso, no eran bastantes los pergaminos de la nobleza española para dar la
hidalguía criolla: Don Frances de Beaumont y de Navarra como Don Enrique Enríquez de Guzmán o Don Juan de
Bracamonte, hidalgos españoles que llegaron a Buenos Aires hacia 1600 muy orgullosos de firmarse con el “Don”
antepuesto al nombre, debieron allanarse a pedirle al Cabildo los tuviera como vecinos en mérito a haber casado con
hijas de vecinos, para gozar los mismos privilegios del poblador Pedro Luys (que no anteponía el Don), vecino poblador
y feudatario de la ciudad.
Las leyes de Indias equiparaban la nobleza indiana de los vecinos con la peninsular de los hidalgos. Los pobladores
tenían el derecho de pedir ejecutoria de su título.

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“A los q. se obligaren a hazer la dha. población y la huviesen poblado y cumplido con su assiento, por honra de sus personas y sus
descendientes y q. dellos quede memoria loable, los hazemos hijo-dalgos de solar conocido a ellos y sus descendientes legítimos, para q. en el
pueblo que poblaron y en otra cualquier parte de las Indias sean por tales havitados y tenidos, y puedan gozar de todas las honras y
preeminencias de todos los hombres hijodalgos y cavalleros de los Reynos de Castilla, según fuero, leyes y costumbre (SOLÓRZANO, II, ley 4)

Ninguno hizo la información. En Indias surgía otra aristocracia, y los hijos de vecinos pobladores se tenían como
suficiente “hijodalgos de solar conocido”.

Privilegios de la vecindad.

Al cumplir quince años el vecino integra la milicia. Concurre a las reseñas de la Plaza Mayor, a los alardes que
ejercitan en el campo, y a los apellidos cuando se forma el orden de batalla por estar próxima una invasión de piratas o
indios. Debe “aderezarse” de caballo, armas y escuderos a su costa. Es un señor feudal y debe defender la tierra y los
habitantes encomendados a su custodia; si se ausenta de la ciudad, o estuviese enfermo, tiene que poner “escudero” que
lo reemplace. Como defiende lo suyo no limita su obligación al comparendo de su persona: si es vecino feudatario
(propietario y encomendero) se presenta con “peones” o escuderos pagados a su costa como cabdillos de los fonsados
castellanos.
El derecho de vecindad le permite tener tierras para poblar e indios que la trabajen en encomienda. Pasa entonces a
ser vecino feudatario.
Ambos términos son sinónimos. Un vecino lo era por el hecho de nacimiento, y adquiría feudalidad al heredar tierras y encomiendas, o ser
beneficiado por un “repartimiento” del Cabildo o de gobernador.

Si el vecino es fundador, o desciende de ellos, se lo llama poblador. Esto tuvo importancia en algunas ciudades,
como Buenos Aires, donde los permisos de “accionar” contra los animales cimarrones los podían solicitar los vecinos
pobladores.
Los animales yeguarizos que había en la zona de Buenos Aires provenían de los traídos por Mendoza y alzados del primitivo real. A los
yeguarizos se los llamaba generalmente potros o también baguales (de la pronunciación india casual, caballo). Los vacunos (nombrados
cimarrones) aparecieron más tarde, y provinieron de los escapados de las chácaras del Buenos Aires fundado por Garay.
El Cabildo de Buenos Aires entendió que tanto baguales como cimarrones no podían considerarse como “animales sin dueño”; pues
pertenecían de derecho a los primeros pobladores. Debe recordarse que al pregonar Garay en Asunción el poblamiento de Buenos Aires ofreció
a la gente, además de los consabidos beneficios de vecindad, propiedad de la tierra y encomienda de indios, la exclusividad de los potros
alzados.

Finalmente los vecinos pobladores tenían en Buenos Aires las “permisiones de navegar frutos”: el derecho de
exportar sus producciones (cuero, harina, astas, etc.) a Brasil, y traer en retorno las mercaderías para su uso, como lo
estableció la real cédula de 1602.

Estantes.

Así como en las ciudades castellanas hubo caballeros y francos, en las indias encontramos vecinos y estantes
(llamados también restantes o domiciliados). Eran hombres libres, que carecían del derecho de la ciudad. No podían
adquirir propiedades, ni tener encomiendas de indios, ni formar parte del Cabildo, ni integrar la milicia. Para lograrlo
deberían enrolarse en una jornada y fundar otra ciudad, o solicitar, en virtud de los méritos contraídos, la “carta de
vecindad”.
Los estantes ejercían el comercio y las profesiones de letrados, escribanos, sujuranos o maestros de primeras letras;
también de maestros y menestrales de los talleres de artesanía, comerciantes al menudeo, o se contrataban como
jornaleros en las chácaras de Buenos Aires cuando escasearon los indios encomendados y no bastaron, o no sirvieron,
los esclavos de Guinea traídos del Brasil. También fueron “soldados” o “estables” al servicio del Presidio
gubernamental.
No era deshonroso ser estante. Lo era el gobernador —que por ley del siglo XVII no podía ser vecino—, los
oficiales reales y la mayor parte del clero. En Buenos Aires obtuvieron en 1674 el privilegio de integrar la milicia
formando un cuerpo de infantería de comerciantes y menestrales.

Jurisdicción.

Más extenso que el de la ciudad castellana, el alfoz o jurisdicción de la ciudad indiana comprendía un radio de
cincuenta o más leguas alrededor de su casa comunal
Primero estaba la planta urbana con solares de un cuarto de cuadra en las inmediaciones de la plaza y que llegaban
a cuadra en las afueras. Después del ejido para ensanche de la planta, y por el momento tierra de aprovechamiento
común “adonde las gentes pueden salir a recrearse, y salir los ganados sin q. hagan daño”; más allá las chácaras, las
dehesas y el “despoblado” de estancias “para los bueyes de labor, y para los cavallos, y para los ganados de las
carnecerías, y para el número de ganado que los pobladores deban tener por Ordenanza q. serán tantas como solares
puede aver en la población”. Y finalmente la extensión del yermo donde vagaban en Buenos Aires los cimarrones y

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baguales y corrían los indios. Solamente al mermar el ganado cimarrón a fines del siglo XVII, y hacerse necesaria la
cría del doméstico, empezó a colonizarse el yermo.

El Cabildo.

Las disposiciones de las Leyes Indias sobre el régimen municipal no se aplicaron de manera uniforme. En su origen
cada fundador había dado “constituciones” a su buen saber y entender, el transcurso del tiempo creado usos y
modalidades propias. Tomaré como tipo el Cabildo de Buenos Aires en su funcionamiento originario.
El Cabildo gobierna la ciudad. Se compone del Regimiento y la Justicia. El Regimiento es el conjunto de
“regidores” (Buenos Aires tuvo seis) a cuyo cargo corre la administración de la ciudad. Además de sus funciones como
“cuerpo”, cada regidor cumple una determinada: el de primer voto es el alférez real que tiene el honor de pasear el
estandarte de la ciudad en las fiestas, otro es el defensor de menores, otro de pobres; la vara de fiel ejecutor se turna
entre las restantes.
El alférez había sido en los comienzos el jefe de las milicias comunales, pero el tiempo redujo su función al
exclusivo paseo honorífico del estandarte. Como la ciudad es real, a lo menos nominalmente, el alférez agrega el
aditamento real a su nombre, como también el estandarte no es llamado comunal sino “real”, a pesar de lucir —al
establecerse definitivamente en el siglo XVII— las armas de la ciudad. El regidor defensor discierne las tutelas, hace
las cuentas particionarias en las sucesiones con menores, los defiende en juicio, atiende al asilo y está encargado de
velar por las escuelas comunales, llamadas “del Rey” para distinguirlas de las religiosas o “de Dios”. El regidor
defensor de pobres los representa en juicio y atiende el cuidado de los hospitales. El regidor fiel ejecutor vigila el
mercado, fiscaliza los precios y calidad de las mercaderías y cela por la corrección de las pesas y medidas.
Todas las medidas de los regidores pueden revocarse en junta del Cabildo que se reúne dos veces por semana. El
caballero síndico procurador (que no es regidor) tiene el derecho de peticionar a nombre del común.
Como justicia, los dos alcaldes ordinarios se turnan cada mes en el conocimiento de los pleitos civiles. Fuera de
ellos, el alcalde de primer voto atiende exclusivamente los asuntos criminales, y el de segundo voto los de menores, con
asistencia del caballero síndico procurador que ejerce como fiscal la acción pública, y de los regidores defensores de
menores y pobres. Anualmente el Cabildo designa alcaldes de hermandad (en Buenos Aires a partir de 1609 pues antes
los alcaldes ordinarios eran también de “hermandad”) para vigilar el yermo, hacer en él justicia “sumaria” en los delitos
criminales y resolver como jueces pedáneos (que dictan sentencias de pie, sin sujeción a los formulismos procesales) las
“diferencias leves” de los vecinos rurales; tienen a su cargo la partida, réplica criolla de la “cuadrilla” de la Santa
Hermandad española.
El caballero síndico procurador (llamado también “procurador general”, o “personero del común”) representa al
común, la ciudad entera sin distinción de vecinos y estantes, libres, encomendados o esclavos. Recibe y examina las
peticiones particulares que tiene facultad de desechar o elevar a consideración del Cabildo, y como personero del
común acusa en los juicios criminales. No se lo considera miembro del Cabildo —pues no es regidor ni alcalde y por lo
tanto no vota en las juntas bisemanales.
Dependen del Cabildo los oficios concejiles: el escribano, que anota y autoriza las resoluciones del cuerpo y las
sentencias de los alcaldes, también da fe como notario de los convenios particulares (con el crecimiento de la ciudad se
crearon los notarios de registro encargados de la misión); los oficiales de la renta: un depositario encargado de
recaudarla, un tesorero de custodiarla, y un contador para llevar las cuentas; el mayordomo de propios administrador de
los bienes comunales; el mayordomo de hospital (o de los hospitales cuando hubo dos: uno de hombres y otro de
mujeres); el portero encargado de las casa del Cabildo, que también hace los pregones públicos y en los días iniciales
corrió con la limpieza de las calles y plaza; los alguaciles (llamados “menores” para distinguirlos del alguacil mayor,
funcionario provincial) que tenían a su cuidado la vigilancia de la ciudad; el alcalde que custodia la cárcel; etc.
Los oficios concejiles eran vitalicios. Fueron designados por el Cabildo, hasta que en el siglo XVII se introdujo la
modalidad de venderlos en remate público a beneficio del rey. Pero siempre el Cabildo conservó la facultad de aceptar a
los adquirentes o dejarlos cesantes por mal desempeño de sus funciones. Otros oficios que se crearon según las
necesidades de la población fueron las de maestro de primeras letras, cirujano, barbero, etc.

¿Cómo se nombraba un Cabildo?

El Cabildo saliente elige al entrante. En Buenos Aires se hizo originariamente la elección el 24 de junio, tal vez en
homenaje al santo del fundador; más tarde quedó fijada en el 1 de enero como en las demás ciudades de Indias.
Era un acontecimiento de gran ceremonia. El Cabildo se juntaba bajo la presidencia del gobernador o su teniente
(desde 1778 el virrey o su representante), quien tomaba a los integrantes formal juramento “de que no venían
gobernados ni ablados de persona alguna, sino que estarán y harán aquellos que Dios les diera a entender, y votarán por
quien les pareciese que será en pro y provecho desta República”. Luego los cabildantes elegían cada cargo por
separado: a los alcaldes primero, a los regidores después; de allí viene la expresión de alcalde de primer voto, de
segundo voto, regidores de primero, segundo, tercer voto, etc. Podía sufragarse por todo vecino que fuera del orden
común(es decir; con exclusión de religiosos), afincado y padre de familia. Para ser alcalde era necesario, además, saber
leer y escribir.
El presidente no votaba; sólo en caso de empate “arrimaba” su voto. La reelección no era admitida hasta pasados
dos años; hubo casos en que se prescindió de esta prohibición a unanimidad de votos y aceptación del presidente. Éste

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podía vetar a los electos que no reunieran las condiciones formales; era le “veto de la causa”; en el siglo XVIII se hizo
práctica que los presidentes reales observaran los nombres por simple “no conveniencia”; pero ante la insistencia del
Cabildo, la autoridad real debía allanarse.
Hecha la elección, proclamaba y confirmaba el presidente. El portero invitaba a los electos a “tomar escaño”; los
elegidos se hacían presentes y prestaban juramento trazando una cruz en el aire con la mano y asegurando “usar dichos
oficios bien y fielmente, sin afición de ninguna persona, y guardar lo tratado en Cabildo”.
No podían rehusar. Quien lo hiciere tenía pena de multa y prisión. Fue lo ocurrido a Francisco Muñoz en el Buenos
Aires de 1614.
“Dixo qe. Es tan pobre que no puede hacetar el dicho cargo de Regidor pues tiene necesidad de acudir a su hacienda qe. la tiene en frontera
de yndios de guerra, qe. si no asiste la perderá, y en la qual tiene muger y yjos. E abiendo bisto su rrespuesta la Justicia y Regimiento mandaron
que por segundo apercibimiento se le notifique qe. acete el dicho cargo, qe. no lo aciendo se probeerá en justicia. El Capitán Francisco Muñoz
dixo qe. por las causas dichas y descargo de su concencia y juramento qe. mande tomar, non lo puede azetar. Lo qual bisto por los dichos
Justicia y Capitulares dixeron qe. por tercero y último apercibimiento se le notifique qe. acete dicho cargo. El qual dixo qe. apelaba de dicho
mandato. Después de aber apelado el Capitán Mateo Leal de Ayala, Justicia Mayor desta ciudad, acordó que se lo apremie con prisión y pena
pecuniaria sin embargo de las rrespuestas dadas, porque sería dar lugar a qe. otras personas se quieran excusar en los oficios en qe. fueran
electos”.

Presidencia.

La más alta autoridad real de la ciudad presidía el Cabildo. En Buenos Aires lo debería hacer el teniente de
gobernador, o justicia mayor y luego el gobernador al crearse la Provincia separada de Asunción. Pero se hizo práctica,
sobre todo a partir de 1600, que el presidente concurriese tan sólo —personal o por un representante— el día de las
elecciones. La presidencia efectiva pasó entonces a su más alta autoridad comunal, el alcalde de primer voto sustituido
por el de segundo voto.
El Cabildo de Buenos Aires sesionaba dos veces por semana en junta plena, como lo hemos dicho, sin perjuicio de
las audiencias diarias que deberían dar los alcaldes y regidores por sus funciones especiales.

Funciones.

Toda la vida corriente de la ciudad era del resorte del Cabildo.


1) Justicia. Los alcaldes ordinarios distribuían justicia civil y criminal en primera instancia, y entendían en
apelación de las sentencias sobre “diferencias leves” resueltas por los alcaldes de hermandad y barrio. De las sentencias
de los ordinarios se apelaba en Buenos Aires —según la constitución de Garay— al justicia mayor, funcionario
designado por el gobernador. Más tarde, al acrecer la autonomía municipal indiana, desaparecieron los justicias
mayores, y un regidor asistido por dos “expertos” hizo de juez de segunda instancia. Si los fallos fueran contradictorios
y la cuantía del pleito lo permitía, podía apelarse en tercera instancia a la Audiencia (de Charcas primero, de Buenos
Aires luego). En la aplicación de la pena de muerte podía recurrirse al gobernador, que fallaba asistido por un letrado o
“experto”.
Ya hemos dicho que el síndico procurador tenía a su cargo la acción pública como fiscal.
2) Policía de mercado. El fiel ejecutor cumplía la “baja policía” de la fiscalización de los mercados, tiendas,
pulperías, tahonas, etc.
3) Militares. Todo vecino, desde los quince años formaba parte de la milicia comunal. En el siglo XVIII esta
obligación se extenderá a todos los hombres libres. Los domingos de la estación propicia se hacían los alardes y
reseñas. En ocasiones bélicas, el apellido.
El regidor de primer voto —alférez real— fue el primer jefe de la milicia; más tarde se limitó a llevar el estandarte,
mientras la instrucción y jefatura pasó a un comandante de armas asesorado por maestres de campo y capitanes.
4) Edilicias. El Cabildo en junta cuida la conservación y aseo de las calles y plazas, y por medio de los alcaldes de
hermandad del buen estado de los caminos de acceso y las huellas (exageradamente llamadas “caminos reales”) que
atravesaban el despoblado. En Buenos Aires era de su incumbencia todo lo referente al puerto. También preparaba las
festividades religiosas o cívicas.
5) Asistencia social. A cargo del regidor defensor de pobres. El Cabildo mantiene a lo menos un hospital (en
Buenos Aires hubo dos: de hombres y mujeres), y un asilo para huérfanos o abandonados; también “casas de
recogimiento” para mujeres y ancianos. Contrataba los servicios de cirujanos (para sangrías y ventosas), boticarios,
sacamuelas, etc., que prestaban gratuitamente sus servicios a quienes carecían de medios.
6) Instrucción primaria. A cargo del regidor defensor de menores, que contrataba los maestros de primeras letras
para las escuelas llamadas del “Rey”.
7) Policía de seguridad. Un cuerpo de alguaciles al mando de un regidor hace la ronda de la ciudad y cuida de su
orden; en el despoblado cumple la misión una “cuadrilla” de cuatro soldados del alcalde de hermandad del “partido”, en
la Casa del Cabildo está la cárcel, a cargo del alcaide.
8) Funciones consultivas. Si el Cabildo es de ciudad “metropolitana” (cabeza de una provincia), el gobernador debe
requerirle su consejo en las funciones de gobierno; también lo hacían los virreyes, sobre todo en los asuntos militares y
económicos, pues el Cabildo era dueño de la milicia y la expresión del pueblo gobernado.
9) Funciones legislativas. Era tan grande el poder de los cabildos que podían dejar sin efecto dentro de su
jurisdicción, hasta las reales cédulas emanadas del monarca. En esos casos, el presidente del Cabildo se ponía la cédula

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sobre la cabeza diciendo “reverenciarla pero no acatarla por creerla contraria a los intereses del Rey y de la República”;
y por lo tanto la devolvía al monarca “hasta que otra cosa se le ocurriese mandar”. En caso de insistencia, la cédula
debería cumplirse.
Hernandarias, gobernador de Buenos Aires en 1606, consultó al Cabildo la real cédula que obligaba a reembarcar los estantes portugueses
llegados “sin licencia ni horden de Su Magestad”. Previo dictamen del obispo, fray Martín Ignacio de Loyola, el Cabildo resolvió el 3 de abril
de 1606 que por el…
“…gran daño que a esta rrepública, ziudad y puerto, le venía en embarcar a dicha gente por ser los mas dellos casados con jijas de vezinos,
y ser oficiales algunos de oficios útiles y provechosos, y los demás labradores, y ser éste dicho puerto y ziudad muy pequenno y de poca gente…
fue acordado reverenciar y no acatar dicha Real Cédula, y que se de aviso a Su Magestad en el Real Consejo de Indias, y al dicho Gobernador”.

10) Funciones de gobierno provincial. En las vacancias del cargo de gobernador, si éste no había dispuesto otra
cosa, el Cabildo de la ciudad metropolitana asumía el mando como Cabildo-Gobernador.
En el siglo XVIII encontramos Juntas Provinciales de representantes de los distintos municipios de una
Intendencia que deliberan sobre asuntos de interés general.

Recursos financieros.

El nombre genérico de los recursos comunales era propios: la renta de los bienes privados del Cabildo (alquiler de
“cuartos” en la casa del Cabildo para oficinas privadas, ganancias del molino o tahona municipal, derecho de cortar leña
en los montes comunales, etc.; en Buenos Aires fue un propio el porcentaje pagado por los “accioneros” por cada cuero
o quintal de crines de cimarrones); también eran propios las “medias anatas” (la mitad del primer sueldo anual de un
oficio concejil), el derecho de pregón para dar un aviso a la población, etc.
Se dio el nombre de arbitrios a los recursos extraordinarios votados por tiempo determinado y necesidades de
guerra; pero algunos quedaron permanentes, como la sisa al tránsito de carretas o animales, la alcabala que gravaba las
ventas, la licencia para abrir comercios, pulperías y talleres, las permisiones para vaquear o exportar fuera del
municipio; y a veces, aunque no era un derecho comunal, el almojarifazgo o derecho aduanero a la introducción de
mercaderías extranjeras.

Cabildos abiertos y Juntas de Guerra.

Para disponer la defensa de la ciudad, el envío de una expedición lejana y el arbitrio que habría de costearla, se
convocaba a la milicia en la plaza mayor: ésta daba su parecer, que prevalecía sobre el Cabildo y el gobernador. Su
reunión se llamó “cabildo abierto”; a diferencia de las reseñas, la milicia acudía a ellos a pie y sin armas. En “cabildo
abierto” se elegía también al comandante de armas de la ciudad y a los grados de la milicia; de allí nacieron los
“comicios” de sufragio universal que en los primeros tiempos de la independencia eligieron a los gobernadores-
caudillos.
Las dificultades de reunir la milicia, hizo que en los casos no graves se dejase de consultar la tropa, y se hiciera
exclusivamente con los jefes. Éstos se reunían en Junta de Guerra en la sala del Cabildo; pero sus atribuciones fueron
solamente tácticas y no tenían la facultad de votar jefes ni arbitrios.

Distintos tipos de cabildos.

Deben distinguirse los cabildos virreinales, metropolitanos y sufragáneos presididos —nominalmente— por un
virrey, un gobernador o un teniente de gobernador, según fuese la ciudad capital de virreinato, de gobernación, o
simplemente sufragánea. Un cabildo virreinal podía asesorar al virrey en negocios de toda su jurisdicción, un
metropolitano al gobernador de una provincia, un sufragáneo solamente a un teniente-gobernador.
Además de los cabildos de ciudades, están los de villas (poblaciones con menos de treinta familias) reducidos a un
alcalde ordinario y cuatro regidores, uno de los cuales cumple las funciones de síndico; y los de lugares (con menos de
diez familias) análogos a los de villas. Ni villas ni lugares tenían milicias, y para su defensa dependían de la ciudad
próxima a cuyo Cabildo se hallaban militarmente subordinados (como Luján respecto a Buenos Aires).
También las reducciones de indios tienen cabildos como las villas y lugares (es decir; sin autonomía miliar)
elegidos por sus habitantes. Sus resoluciones son válidas previa aprobación de un corregidor español. Las misiones se
diferenciaban de las reducciones por tener un cura rector con las funciones de un corregidor, designado por la Orden
religiosa que gobernaba las misiones. Al corregidor lo nombra el gobernador de la provincia.

Los regidores perpetuos.

Al iniciarse el siglo XVII encontramos la novedad de los regidores perpetuos en sustitución de los cadañeros;
Felipe III implantó en Indias la venta de varas capitulares, que Felipe II había empezado en los cabildos peninsulares.
Primero se vendieron “los oficios concejiles” (escribanos, alguaciles, mayordomos, etc.) en beneficio de las arcas
reales. Hubo protestas de los cabildos, pero se llegó a una transacción: el rey daría algunas franquicias económicas a los
municipios (en Buenos Aires los permisos de “navegar frutos” de 1602) en compensación. Luego se da a los oficios
reales (depositario, tesorero y contador) encargados de percibir la renta de la Corona, el derecho de asistir a las juntas
del cabildo y votar en las elecciones. Éste, después de una resistencia, termina por aceptarlos, pero no los considera

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regidores y no les da voto fuera del acto electoral: solamente pueden “llevar la voz” en los asuntos en que estuviere
interesada la Real Hacienda. En 1618 se venden en Potosí las seis varas de regidores por orden del virrey del Perú,
príncipe de Esquilache, y el Cabildo —previo asesoramiento de dos abogados— y no obstante la protesta de los viejos
vecinos y algunos regidores cadañeros que cesarían, los incorpora: desde entonces, y hasta el siglo XVIII en que se
volvió a los cadañeros, los cargos de regidor fueron vitalicios y comprables.

Este episodio, en lo que respecta a Buenos Aires, fue una maniobra política del partido de los confederados (contrabandistas y tratantes
ilegales de esclavos) contra los beneméritos (antiguos vecinos) cuyo caudillo era Hernandarias. Las seis varas de regidores de Buenos Aires
fueron compradas por el poderoso vecino Juan de Vergara, uno de los ejecutivos locales de la fuerte asociación contrabandista y traficante cuya
sede estaba en Ámsterdam y sus tentáculos por todas partes.

Los hombres “de posibles”.

La institución de los “perpetuos” fue establecida en España por Felipe II como medio de dominar las cosas
municipales y al mismo tiempo acrecentar las arcas reales con la venta de los cargos. Si lo mismo quiso hacer Felipe III
con los “perpetuos” indianos, en realidad sólo conseguiría lo último: los regidores vitalicios no significaron un
predominio real sobre los municipios.
En Buenos Aires, los “perpetuos” de 1619 no respondieron al rey ni a los funcionarios reales, sino a la poderosa
organización internacional contrabandista que por medio de Juan de Vergara había comprado en Potosí todas las varas
de regidores. Por otra parte, también adueñada del gobernador y los oficiales reales. El dominio político pasó de la clase
de vecinos, a la confederación de intereses mercantiles ilícitos. Es cierto que los regidores “perpetuos” también eran
vecinos —Juan de Vergara, además, capitán de milicias— pero no vivían del trabajo de sus chacras sino asociados o
asalariados con los introductores de negros de Guinea y géneros de Holanda, portugueses de nacimiento y sospechosos
de origen judío. Muchos de estos “portugueses” ricos casaron con hijas de vecinos pobres y obtuvieron del Cabildo
título de vecindad; otros ni siquiera pasaron por el trámite del casamiento aristocrático para lograrlo. Y será
exclusivamente entre estos nóbiles —nuevos—, que reemplazaron al viejo patriciado de los conquistadores, que se
distribuyeron las varas de regidores y los cargos de alcaldes.
Otra condición se agregó, pues, a la de vecino, afincado y padre de familia para ocupar un escaño en el Cabildo:
tener “posibles” que permitieran comprar la vara comunal. O depender de quienes los tuvieran.
En las ciudades del interior las varas fueron adquiridas generalmente por vecinos ricos que compraban el honor de
regir la ciudad y la libertad defenderla desde un cargo inamovible. En ellas la perpetuidad fue una ventaja para la
autonomía comunal, pues los regidores vitalicios indianos resultaron más fuertes que los sayones reales de
nombramiento precario: los gobernadores periódicos tenían que actuar con miramiento ante los perpetuos “señores”
vecinales, sus necesarios acusadores en los juicios de residencia.
En Buenos Aires los “perpetuos” fueron instrumento de los domiciliados contrabandistas. Más tarde los hijos de los
contrabandistas —ahora convertidos en honrados mercaderes o estancieros, y solos en el derecho de vecindad—
postularían y detentarían exclusivamente los cargos vitalicios. Una nueva manera de vivir sucede en el siglo XVII a la
heroica del XVI. Corre el dinero y las mercaderías de contrabando, mientras se desvalorizan los productos de las
chácaras. Ya no habrá vecinos y domiciliados, sino ricos y pobres: clase “principal”, también llamada “sana y decente”,
y clase “inferior”. Los principales dueños del dinero sustituyen a la vieja aristocracia basada en el coraje; la burguesía
mercantil al feudalismo militar. Una burguesía que para olvidar sus turbios orígenes traficantes, se hace propietaria de la
tierra, cuando el yermo se distribuirá entre “mercedes de estancias” al hacerse necesaria la cría de ganado doméstico por
extinguirse los cimarrones, y perder en consecuencia el viejo patriciado el último privilegio económico que le quedaba:
el derecho a accionar en vaquerías.

4. LA DOMINACIÓN SOBRE EL INDÍGENA

El problema de la esclavitud de los indios.

La institución de la esclavitud, con su compra y venta de seres humanos para hacerlos servir en beneficio de un
propietario, había desaparecido legalmente de Europa desde el advenimiento del cristianismo en el siglo IV, por no
condecir con la doctrina del Evangelio de “no haber libres ni esclavos y todos son iguales a los ojos del Señor”. Se
llamaba “esclavos”, no obstante, a los cautivos o prisioneros de guerra de religión musulmana —pese a la oposición de
algunos Padres de la Iglesia—, pero no podían venderse, ni adquirirse por otro medio que el bélico, quedando siempre
sujetos al rescate de sus connacionales. Además de las Leyes de Partidas disponían que el cautivo “infiel” que aceptase
el cristianismo, quedara liberado de la servidumbre.
Al ocurrir el viaje de Colón se habían extendido en las ciudades comerciales del Mediterráneo y en Portugal otro
tipo de esclavitud: las familias ricas de Venecia y Génova tenían negros de Nubia adquiridos en los mercados orientales,
que hacían de lacayos más por su presencia exótica que por una real servidumbre. También los exploradores
portugueses de las costas africanas habían traído a Lisboa algunos contingentes de negros de Guinea sometidos a
idéntica servidumbre doméstica. No puede decirse que la esclavitud había sido aceptada por las costumbres y la
legislación vigente, sino tolerada por hábitos de algunos señores que presagiaban el Renacimiento.

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Durante su segundo viaje, Colón mandó a España en 1495 una carabela cargada de indios a su representante de
Sevilla, el florentino Juanoto Berardi, con instrucciones de venderlos como esclavos. Por una primera cédula —del 12
de abril de 1495— los Reyes permitieron al arcediano Fonseca, encargado de las cosas de Indias, su venta en
Andalucía; pero cuatro días después, una duda tomó a los monarcas católicos: ¿era conforme al cristianismo vender y
comprar seres humanos? Por una nueva cédula —del 16 de abril— postergaron la venta hasta “una información de
letrados, teólogos y canonistas” sobre el problema.
La información resultó contraria a la esclavitud, y por cédula del 20 de junio de 1500 se ordenó la libertad de los
indios y su reintegro al Nuevo Mundo, tarea ejecutada por Bobadilla, encargado también de sumariar a Colón. En las
instrucciones que se dan a Nicolás de Ovando, a quien se encarga restablecer el orden en la Española alterado por la
poca capacidad gubernativa de Colón, se dispone que los indios son libres y deben respetarse como “buenos y leales
servidores” de la Corona, encargándose a los sacerdotes su conversión al cristianismo.

La doctrina cristiana como medio de pacificación.

La imposición del pueblo conquistador sobre el dominado se hizo la prédica religiosa: el catolicismo era la base de
la unidad española y debía ser también el factor de unidad con las Indias. No “conquista”, ya lo hemos visto, sino
“pacificación”; a lo menos mientras los dominados se dejasen pacificar.
Las instrucciones de los misioneros prevenían contra una imposición superficial del cristianismo a los indios
adultos por la sola aspersión del agua y algunas palabras en latín. Un acto así, si bien podía salvar las almas, no
redundaba en “pacificación”: los indios seguían tan extraños a la religión y a los españoles como antes de bautizarse. Si
ésta fue la manera los primeros años des descubrimiento, debido a la ignorancia de las lenguas vernáculas de los
misioneros y al recelo con que fueron recibidos por los naturales, desde las instrucciones dadas a Ovando de 1503 se
dejará de lado la conversión de los adultos para especializarse en el adoctrinamiento de los niños. En esa política el rey
Fernando recomendaba en 1509 a los españoles de Cuba “que recojan a los niños y los eduquen para formar cristianos
prácticos y no de mero renombre”.
El indígena adoctrinado en el cristianismo dejaba de ser un enemigo. La “doctrina” fue un instrumento precioso de
dominación: se “encomendaba” al indio no para enseñarle la “doctrina”, sino que se enseñaba la “doctrina” para
encomendarlo pacíficamente. Enseñaban los misioneros que un Dios bondadoso había creado a todos los hombres,
indios y blancos, que por lo tanto deberían conducirse como hermanos amándose los unos a los otros. Nada de guerras,
ni siquiera ante la injusticia: paz y resignación, que si las cosas no andaban del todo bien por este mundo, ya se
arreglarían en el otro donde la virtud encontraba su recompensa y el vicio su castigo. No era que los misioneros
predicaran la mansedumbre a sabiendas de fomentar una no resistencia de los naturales al domino español. Eran santos
varones en su mayoría y su propósito fue sinceramente apostólico: entendían enseñar la Verdad eterna y la salvación
definitiva, pero lo cierto fue que solamente donde se extendió la “doctrina”, pudo llegar el dominio español. Anexas a la
instrucción religiosa, se enseñaban costumbres civilizadas de los españoles y la manera decente de vestir. Se formaba
así una población de minores que servía admirablemente de clase proletaria a la naciente sociedad indiana.
No puede criticarse el procedimiento. La “doctrina” impedía el aniquilamiento de los vencidos haciéndoles aceptar
resignada y voluntariamente el dominio de los vencedores; que de no ser así, habría ocurrido inexorablemente como
pasó en la América inglesa.

Los “repartimientos”.

Los indios cristianados (y fueron casi todos, menos entre nosotros los indómitos matacos, araucanos, guaycurúes y
pampas, a quienes por negarse a aceptar la “doctrina” era lícito —pero difícil— someter a la servidumbre) estaban
considerados como vasallos de la Corona al igual que de los blancos. Pero necesitaban tutela a la manera de los
minores del antiguo derecho castellano. En los primeros tiempos los conquistadores de las Antillas se “repartían” los
indios como un bien mostrenco, sólo para beneficiarse con su servidumbre; era una imposición violenta no sujeta a
disposición legal. Poco a poco la legislación empezó a ordenar los repartos, e hizo surgir —o mejor dicho resurgir del
viejo derecho castellano— la institución de la encomienda. Era el “pacto feudal” clásico, llamado en Castilla de
comenda institutio, o “encomienda”, necesario por el estado de inseguridad de Europa entre los siglos IX y XII: por él
los trabajadores de la tierra se “encomendaban” a un señor, a quien daban una parte de los beneficios del suelo a cambio
de la seguridad de defenderlos en sus vidas y bienes. El señor debería combatir por ellos, y para eso tendría caballos y
huestes de guerra apropiados, asó como levantaría un castillo que pudiera servir de refugio a los encomendados en caso
de peligro. De este primitivo pacto surgirá la complicada armazón del feudalismo al pasar el señor de simple protector
de los dueños de la tierra, a propietario eminente de ella, soberano político y distribuidor de justicia social.

La encomienda indiana.

Por la institución indiana un grupo de indígenas con su propia organización, caciques, tribus, etc., era
“encomendado” a la protección de un “encomendero”. En nombre de los indios, un funcionario real expresaba su
presunta voluntad de trabajar a las órdenes y en beneficio del español, debiendo éste como contraprestación velar por su
instrucción doctrinaria —con ayuda del sacerdote doctrinero pagado con su peculio— y responder de su integridad
física y seguridad personal. Variaron mucho en el tiempo las características y formalidades de la encomienda, así como

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la vigilancia de los oficiales reales sobre los procederes de los encomenderos: en un principio las encomiendas fueron
temporales, reintegrándose los indios a la Corona una vez vencido el plazo. Luego adquirieron carácter vitalicio, a lo
menos mientras no se probasen excesos del encomendero; después surgió la práctica —se llamó vía de disimulación—
que los indios no volviesen a la Corona a la muerte del encomendero, sino que siguieran en beneficio de la viuda e
hijos. Una real provisión de 1513 sanciona esta práctica, otorgándose desde entonces las encomiendas por dos vidas,
luego extendidas a tres.
Sobre las encomiendas hubo y hay polémicas que alcanzaron un grado de inusitada incomprensión, como la célebre
entre el padre Las Casas, enemigo de ellas (y partidario de la esclavitud de africanos), y el jurista Ginés de Sepúlveda.
Los contrarios a la institución mostraban los excesos de algunos encomenderos, y los partidarios argumentaban con la
imposibilidad de establecer otro régimen más apropiado al trabajo indígena y cuidado de los naturales. Hubo
reglamentaciones protectoras; hasta se llegó —por las Leyes Nuevas de 1542— a suprimir las encomiendas, medidas
que provocaría insurrecciones en el Perú culminadas con la muerte violenta del virrey Blasco Núñez de Vela. Luego se
reemplazó el servicio personal por un tributo pagado por los indios al encomendero, medida que no se pudo aplicar en
toda la extensión de las Indias. Después de 1609 las encomiendas personales se empezaron a abolir, y quedaron
prácticamente extinguidas cien años después.

El tributo.

Los tributos, que reemplazaron las prestaciones personales, se pagaban en dinero o en especias. Se las llamo, por
costumbre, “encomiendas”. En el Perú los indios que cultivaban la tierra —los yanaconas— entregaban al encomendero
una parte de lo producido a la manera de los siervos de la gleba medievales; en otras, el tributo era en dinero —
circulante o en especie— y pagado según tasación que los visitadores hicieran de las condiciones económicas de los
sometidos; generalmente fue de un peso plata por año y por cabeza.

La mita: las ordenanzas de Alfaro.

En el sud de América, luego extendida a México, la encomienda de origen castellano se mezcla con una antigua
institución indígena llamada la mita, propia del trabajo de las minas. Las condiciones del laboreo en los socavones
exigían un “turno” (mita) de mineros para no llegarse al desgaste físico extenuante. Un pueblo de mitayos dividía sus
hombres aptos en diez turnos, cada uno de los cuales trabajaba en la mina una décima parte del año; ese turno se
subdividía en otros tres, que descendían al socavón ocho horas diarias cada uno.
De la mita minera se pasó a la mita pastoril y agrícola y aun de servicio doméstico. Un pueblo indígena se sorteaba
para pastorear durante tres o cuatro meses del año los ganados del “encomendero”; también para servir en sus casas en
turnos de quince días. Tenían derecho a salario fijado por los visitadores, y debería pagársele los jornales de ida y
regreso a sus pueblos. En la mita agrícola se turnaban los indios por terceras partes para cultivar la tierra; el
encomendero como contraprestación daba lotes a los indios para sus cultivos propios, y debía sostener servicios de
doctrina, hospital y justicia. Por las Ordenanzas de 1611 debidas al oidor Alfaro de la Audiencia de Charcas el trabajo
mitayo fue reglamentado con minucia: turnos de cuarenta días por año en el laboreo de las minas, jornada de ocho
horas, especificaciones de salario y tipo de alimento a darse, etc.

Las encomiendas en el territorio argentino.

La creación de un proletariado indígena, más o menos protegido, y defendido contra las expoliaciones de terceros,
era el objetivo de las distintas formas de encomiendas. En realidad era el objetivo fundamental de la conquista, porque
el español no arriesgaba su vida para ejercer en el Nuevo Mundo funciones subalternas o burocráticas. Venía a ser
señor, que para trabajar la tierra directamente podía haberse quedado en España.
En la extensa zona de Tucumán este propósito pudo cumplirse, no obstante las sublevaciones de los calchaquíes e
invasiones de los chaqueños. Al finalizar el siglo XVI habitaban siete ciudades del Tucumán setecientos españoles, de
los que trescientos eran encomenderos. Formaban la clase alta de la sociedad; la “media” eran los cuatrocientos estantes
que ejercían oficios, poseían letras o esperaban simplemente su turno para emprender la jornada y tener a su vez
propiedades y encomiendas. El proletariado lo constituían los 14.000 indígenas que laboraban o pastoreaban las tierras
de sus señores. Los demás —pueblos no adoctrinados— no contaban.
Contrasta esta desproporción del Tucumán con la de Buenos Aires. Para 2.730 habitantes de 1620 en el “puerto”,
hay 600 vecinos y no más de 4.900 indios, casi todos en reducciones. Aun así, éstos desaparecerán a mitad del siglo. Es
que en Buenos Aires no arraigaron las encomiendas por el carácter indócil de los pampas. Por lo tanto, la función de
proletariado debieron cumplirlas los estantes blancos o los hijos desposeídos de los antiguos pobladores; la introducción
de negros africanos no dio resultado apreciable. De allí el carácter más igualitario de la sociedad porteña comparándola
con la del interior: en una “estancia” bonaerense del siglo XVIII el patrón convivía con los peones, sus iguales de raza,
idioma, religión y costumbres; en una “finca” tucumana de la misma época, los peones viven apartados del patrón y
conservan, entreverados con las nuevas enseñanzas, resabios de su lengua vernácula (en algunas partes, ésta
predominan sobre el español), cultos primitivos, traje típico y costumbres y música nativa.

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Primera sublevación de los calchaquíes (1630-1635).

No obstante la prédica de la “doctrina”, los indios del Tucumán no se dejaron dominar fácilmente. En parte por los
excesos de las encomiendas, en parte por los errores de los funcionarios en el trato con los caciques, pero sobre todo por
la exportación de indios tucumanos que se sacaban para el Alto Perú, se produjeron cruentas sublevaciones.
En 1630 empieza la primera por una humillación impuesta a unos caciques por el gobernador Felipe Albornoz.
Rápidamente se extiende a toda la sierra, y resurgen los antiguos guerreros con sus flechas y lanzas. Se arrasan los
fortines (puestos avanzados de una decena de soldados) que protegían las ciudades, incendian las fincas y amenazan
seriamente las poblaciones. Londres debe ser abandonada, refugiándose sus habitantes en La Rioja; Madrid y Talavera
desaparecen por la inseguridad de guarnecerlas.
La guerra dura cinco años, debiendo el gobernador pedir refuerzos a Buenos Aires, Charcas y Chile. La
“pacificación” no fue muy sangrienta, tal vez como precaución ante un nuevo levantamiento.

Segunda sublevación (1660-1665).

Un aventurero andaluz, Pedro Bohorquez, posiblemente gitano, filtrado pese a las prohibiciones, fue el culpable de
la segunda sublevación del Tucumán. Diciéndose descendiente de los Incas, alcanzó gran prestigio entre las tribus e
hizo caer en sus mañas al mismo gobernador Alonso de Mercado y Villacorta, al que prometió una parte del tesoro de
su abuelo Atahualpa, cuyo paradero conocía. Cuando Mercado comprendió el engaño, el presunto descendiente de los
Incas huyó a las sierras y reinició la rebelión.
La guerra fue tremenda. Mercado con 500 soldados entró a sangre y fuego en el valle calchaquí pero no consiguió
imponerse a los insurrectos. Hasta 1665 debió seguirse la lucha pese a que Bohorquez se entregó con promesa de
perdonarle la vida, que se cumplió, pero fue a dar a un calabozo de Charcas. Una vez sofocada y para impedir nuevos
levantamientos, Mercado repartió a los calchaquíes en otras regiones: ciento cuarenta familias fueron a dar a Esteco,
trescientos cincuenta a La Rioja y Catamarca para el servicio de los algodonales, otras tantas a Córdoba y Buenos Aires
a fin de construir fortificaciones. Las destinadas a Buenos Aires pertenecían al pueblo de los quilmes, y vivieron en la
reducción de este nombre al sur de la ciudad.
Tras los calchaquíes llegaron los guaycurúes del Chaco, tribus indómitas y guerreras atraídas por la posibilidad de
pillajes. Resultó inútil perseguirlas, pues se escondían en la selva, desde donde invadieron periódicamente. En 1686 sus
desmanes en Esteco obligaron a abandonar la población; en 1690 llegan a San Miguel del Tucumán. Después vendrían
los matacos que causaron desmanes en el siglo XVIII.

La guerra con el indio en la pampa.

Fue inútil repartir indios en encomienda en la zona de Buenos Aires. Garay intentó hacerlo, pero no obtuvo
resultado apreciable; apenas si las tribus de los caciques Bagual y Tubichaminí aceptaron reducirse momentáneamente
para sublevarse casi enseguida. Estos pampas eran los dueños de la llanura, y a ella volvieron; no eran un peligro mayor
en los primeros tiempos, fuera de una que otra ratería o la muerte de algún español que incursionara solitario.
Pero tras el ganado silvestre llegaron a principios del siglo XVII los araucanos de Chile con su larga historia de
guerras y su magnífica disciplina bélica. Dominaron o se mezclaron con los indios de la llanura. No fueron en un
principio un peligro mayor para los españoles porque los indios perseguían al caballo —el bagual— base de su
economía, pues se alimentaban de su carne, bebían la leche de las yeguas y sus cueros los proveían de vestido y
habitación; mientras los españoles buscaban la vaca —el cimarrón— en procura de la corambre y las astas. Hubo un
acuerdo entre los araucanos que habitaban en la zona serrana de Buenos Aires, y los españoles que habían expediciones
a las Salinas Grandes, situadas al sudoeste de la actual provincia de La Pampa, en procura de la sal. Nadie atacaría a
nadie y por el contrario se prestaban mutua ayuda.
Se trató de catequizarlos, pero los indios resultaron reacios a la “doctrina”: las misiones jesuitas establecidas al pie
de la sierra —en la laguna de los Padres— no tuvieron éxito; algo más duraría, penosamente, la de Concepción a orillas
del Salado. Los niños indios aprendían que los blancos eran peñi, hermanos, y deberían ser respetados como hijos de un
Dios muy bueno que los había creado a todos. No les parecía mal, pero exigían que los blancos respetasen también a los
indios y no trataran de modificar sus costumbres ni su tipo de vida, ni se escandalizaran porque invocasen a Gualicho.
Las cosas cambiaron cuando mermó el ganado cimarrón y empezaron a amojonarse las estancias. Los indios no
podían entender que la tierra fuera apropiada, como tampoco que una marca de hierro en un animal impidiera su
apoderamiento. Dios había creado los animales y la pampa como el aire y el agua para que todos respirasen, bebiesen,
comiesen y galoparan. Solamente podía decirse suya la tierra donde estaba la toldería, o el propio animal enlazado o
desjarretado; lo demás les resultaba ininteligible.
Hacia 1737 los cimarrones habían desaparecido, mientras las estancias que se extendían hasta el Salado y Arrecifes
rebosaban de ganado doméstico. Los indios se adentraron a Arrecifes en agosto de ese año sin reparar en mojones y
arrearon los animales que pudieron sin importarles que estuvieran marcados. Cuando los blancos quisieron impedirlo,
los ultimaron convencidos de su derecho a galopar o desjarretar. Una expedición salió con órdenes severas de recobrar
el ganado y vengar el ultraje. Los capitanes entraron en la primera toldería que encontraron, y al saludarlos
confiadamente el anciano cacique Tolmichiyá lo mataron de un pistoletazo; mataron a todos los hombres de guerra y se
llevaron cautivas a las mujeres.

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¡Nunca lo hicieran! Los indios llamaron en su ayuda a sus hermanos, más guerreros, de Chile: los peñi se habían
convertido en huincás (ladrones) que robaban animales, tierras y mujeres. Contra ellos había que desatar el malón (la
guerra). Dos mil indios de laza al mando del cacique Cacapol, entraron por el pago de la Magdalena talando, saqueando,
incendiando y llegaron a cuatro leguas de Buenos Aires; por el oeste su hijo Cangapol destruía Luján con cuatro mil
guerreros, se apoderaba de las mujeres y los animales y mataba a los hombres.
Esa guerra iniciada en 1738 había de durar siglo y medio. Buenos Aires debió defenderse como pudo: lo hizo con
tributos pagados a los indígenas, restitución de cautivas y promesas de respetar en adelante las tolderías. Si consiguió
detener por la diplomacia la formidable guerra de 1738, debió prepararse para una contienda inevitable. Se creó una
línea de fuertes y fortines: los primero servidos por lanceros veteranos llamados blandengues (por blandir las lanzas),
los otros por las milicias rurales. Tres compañías de blandengues formó el gobernador Andoanegui en 1752: la
“Valerosa”, que cubría el santuario de Luján y las florecientes estancias del partido; la “Invencible” que custodiaba al
Salto, y la “Atrevida”, que situada en la desembocadura del Samborombón defendía al extenso pago de Magdalena.

Dominación del indio en otras ciudades.

En Cuyo no hubo problemas con los pacíficos y trabajadores huarpes; por el contrario, su docilidad hacía que se los
llevase a trabajar a Chile, poblado de indios montaraces. Cuyo fue una cantera proveedora de brazos eficientes y
pacíficos para otras regiones. Pero fue necesario, advenido el siglo XVII, cuidar las fronteras del sur de los malones de
los indómitos araucanos.
En Santa Fe debieron precaverse de los tobas y mocovíes chaqueños, reacios a la civilización, y cuidar se
mantuvieran más o menos tranquilos los indios reducidos; también hubo compañías de blandengues para cuidar las
fronteras. En Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental no había mayores peligros, fuera de una discreta vigilancia a
los convertidos que podían reaccionar contra los excesos de los blancos.

REFERENCIAS

ROBERTO MARFANY, El indio en la colonización de Buenos Aires.


RODOLFO PUIGGRÓS, De la colonia a la Revolución.
JOSÉ MARÍA ROSA, Del municipio indiano a la provincia argentina.
CLAUDIO SÁNCHEZ ALBORNOZ Y MENDUIÑA, Ruina y extinción del municipio romano en España e instituciones que le reemplazaron.
—En torno a los orígenes del feudalismo.
—Una ciudad española en el siglo X
VICENTE D. SIERRA, El sentido misional de la conquista de América.
JORGE JUAN Y ANTONIO ULLOA, Noticia secretas.

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VIII
LOS REINOS DE INDIAS

1. Leyes de Indias.
2. El monarca.
3. Consejo Supremo de Indias.
4. Casa de Contratación.
5. Audiencias.
6. Virreyes y otros funcionarios reales.
7. Iglesia indiana y Real Patronato.

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1. LEYES DE INDIAS

Recomendaciones mejor que leyes.

Las leyes de Indias no eran obligatorias no eran obligatorias por el solo hecho de haber sido ordenadas y selladas.
No las dictaron teóricos que esperaban inventar o reformar una sociedad con una ley escrita, sagrada e inmutable: el
culto a la letra de la ley no caracterizada a los juristas españoles de los siglos XVI y XVII, ni tampoco tenían estimación
exagerada de sus genios legislativos, ni una adherencia irreflexiva a las teorías, ni, sobre todo, un desapego de las
modalidades propias y apego a las foráneas que en el fondo la característica de quienes buscan reformas integrales.
Las leyes de Indias surgieron a lo largo de tres siglos de dominación española en América como normas dictadas
para casos particulares, elevadas luego a disposiciones generales si cumplieron el efecto perseguido. Más que una
legislación, es la acepción contemporánea del término, era una jurisprudencia en constante perfección: prudente, jurista
y casuística. Sobre la base del derecho español del siglo XV, los doctores de Salamanca o Alcalá que integraban el
Consejo de Indias plasmaron las normas a regir en el Nuevo Mundo; las corrigieron con su experiencia los “prácticos”
que fueron oidores en México, Lima o Charcas y el buen juicio de los gobernantes que interpretaban la conveniencia de
los gobernadores y el porvenir del Imperio español. Doctores, prácticos y políticos buscaron un solo objeto con sus
ordenanzas y provisiones: captar la realidad indiana, movediza, cambiante como toda realidad, pero sujeta a un
determinismo histórico que le daba estabilidad y orientación. En comprender la diferencia entre lo cambiante y lo
estable, y atinar con la oportunidad de los cambios en aquello perecedero, o las correcciones en las líneas estables,
consistió la gran inteligencia de los legisladores indianos.
Las leyes de Indias no pretendían imponerse sobre la realidad, sino interpretarla; de allí que no fueran coercitivas
sino recomendativas. Los magistrados y funcionarios podían dejar de cumplirlas si las consideran perjudiciales, aunque
estuviesen selladas con el gran sello del rey. Tenían un derecho de veto, que hoy no se comprendería en subordinados;
“Reverencio pero no cumplo” era la fórmula sacramental del incumplimiento, poniéndose el funcionario la ley sellada
sobre la cabeza en señal que al desacatarla no lo hacía con agravio para el monarca: claro es que asumía la plena
responsabilidad pues debería dar cuenta del incumplimiento en su juicio de residencia. La ley era devuelta con sus
observaciones para que el rey resolviera definitiva e irrevocablemente; pocas veces se dio una disposición reverenciada
e incumplida fuese insistida por el monarca o los doctores del Consejo.
En los tres siglos de dominación española no fue siempre el mismo carácter de las leyes indianas ni el espíritu que
las dictaba. No era idéntica la España imperial del siglo XVI que de decadente del XVII o la anti-España afrancesada
del XVIII. Si hubo “reformas” en Indias que trataron de amoldar que trataron de amoldar la realidad a una teoría,
ocurrirían en la etapa extranjerizante que no en la nacional: las teorías en política consisten en cambiar lo nacional por
lo extranjero, aunque se expresen con otras palabras. Así como hubo “reformas” en la España de los alumbrados que
reflejaban en el siglo XVIII los destellos extranacionales, las hubo también en Indias como la afrancesada “Ordenanza
de Intendentes” a aplicarse en nuestro virreinato, violento contraste con la realidad americana que nunca pudo cumplirse
a derechas.
Si apartamos el siglo XVIII, tomando como solas las leyes indianas las de Recopilación de 1680, como es correcto
hacerlo para separar la etapa brillante de los “reinos de Indias” de la opaca de las “colonias de América”, puede decirse
que los legisladores de Indias acertaron a hacer leyes para un pueblo y huyeron de hacer un pueblo para las leyes. Su
constante preocupación fue captar la realidad que surgía en el Nuevo Mundo, y aunque algunas veces se les escapase,
acabaron en definitiva por interpretarla y traducirla en su magnífica Recopilación de 1680.

Distintos tipos de leyes indianas.

Ocupan el primer rango las dictadas en nombre del monarca encabezadas por la fórmula “Yo el Rey hago saber…”,
y selladas con un gran sello real. No emanaban del rey sino por excepción: las dictaba el Consejo de Indias o las
autoridades indianas que tenían el uso del sello real. El monarca intervenía sometiendo el proyecto al estudio del
Consejo —como las Leyes Nuevas de Carlos V— o aprobando los proyectados por éste. Así ocurrió con Carlos V y
Felipe II; pero a partir de Felipe III (1598) fue regla que el Consejo se limitara a informar al monarca.
Estas disposiciones que tenían el nombre común de “ordenanzas reales” eran: las Reales Pragmáticas sugeridas por el
rey, que contenían disposiciones generales y permanentes; las Reales Provisiones, también disposiciones generales
tomadas por el Consejo o por un virrey en nombre del rey con uso de su sello, las Reales Cédulas, cuya iniciativa podía
ser del monarca o del Consejo (nunca un virrey) y disponían medidas particulares o de emergencia; y los Reales
Decretos, preparados por el Consejo, para reglamentar las Provisiones y Cédulas.
Hubo otras disposiciones que con las reales formaron el cuerpo de las leyes indianas: las Resoluciones del Consejo, los
virreyes, Audiencias o funcionarios menores que no necesitaban sellarse con las armas reales: se las llamaba también
“ordenanzas” a secas, sin el aditamento de reales (las “Ordenanzas de Alfaro” emanadas de la Audiencia de Charcas);
los Autos, sentencias definitivas del Consejo en tribunal; y finalmente las Cartas, instrucciones o recomendaciones que
enviaba el Consejo a los gobernantes del Nuevo Mundo.

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La Recopilación de 1680.

Las leyes indianas no formaban un cuerpo orgánico: eran disposiciones casuísticas aplicadas en regiones distintas y
en constante modificación que seguían el crecimiento de las nuevas poblaciones. De allí la necesidad de separar las
leyes vigentes de las anuladas o caídas en desuso; y también establecer cuales regían o no regían en cada uno de los
reinos de Indias. La elaboración de un código que así lo dispusiera fue larga y accidentada.
En Méjico se había hecho una primera recopilación parcial en el siglo XVI. El Consejo ordenó al virrey Don Luis
de Velazco que preparase un código de las leyes en vigencia sobre trato de indios, y el virrey encomendó la tarea al
licenciando Puga, oidor de su Audiencia, que extendió su trabajo a otros aspectos de la vida de Nueva España. En 1563
terminó su trabajo Cédulas, ordenanzas y otras disposiciones dictadas para la expedición de los negocios y
administración de justicia y gobierno, y para el buen tratamiento de los indios, desde 1525 a 1563. Poco después ante
idéntica comisión del Consejo, el virrey del Perú Francisco de Toledo reunió un cuerpo de ordenanzas sobre régimen de
los indios que llevará su nombre, y sería incorporado más tarde a la Recopilación general.
Para informar sobre la legislación indiana vigente y la marcha del Consejo Supremo, Felipe II comisionó en 1567
al licenciado Juan de Ovando, miembro del Consejo de la Inquisición, a fin de inspeccionar el Consejo como Visitador
real. Encontró deficiente la suprema autoridad indiana porque informa “que ni el Consejo ni en las Indias se tienen
noticias de las leyes y ordenanzas por donde se rigen y gobiernan”; en consecuencia, el rey le encargará en 1570 el
ordenamiento de las provisiones, cédulas y resoluciones dictadas para aclarar las dudosas, concordar las dispares y
llenar las omisiones. Ovando trabaja con diligencia y produce la Gobernación espiritual y temporal de las Indias al año
siguiente, obra en siete libros. Pero solamente el segundo, que trata del régimen del Consejo y sus ordenanzas, fue
editado y declarado obligatorio por la real cédula de septiembre de 1571; los demás quedaron inéditos y sin fuerza
legislativa.
Años después, en 1596, el oficial mayor del Consejo de Indias, Diego de Encinas, publicó por su cuenta una
Recopilación de Cédulas, Pragmáticas y Provisiones en cuatro tomos; obra desordenada e incompleta. Continuándola,
se encargó oficialmente a Diego de Zorrilla en 1603 la vasta tarea de coleccionar las leyes indianas, seguida a su muerte
en 1608 por el licenciado Rodrigo de Aguiar y Acuña. Zorrilla alcanzó a reunir nueve libros con disposiciones a
menudo contradictorias y en desuso; para remediarlo Aguiar obtuvo del Consejo la autorización de expurgar lo carente
de vigencia y resumir en “disposiciones generales” la obra legislativa indiana que ya llevaba una centuria. Así se le
concede, “debiendo someter a resolución del Consejo las dudas que tuviese”. Veinte años trabajará Aguiar en la tarea y
publica en 1628 una pequeña, pero bien lograda, síntesis con el nombre de Sumario. Como la labor de recopilar y
depurar todas las leyes exigía la colaboración de un jurista diligente, se designó ese año a Antonio de León Pinelo (en
breve ministro del Consejo) para que asociado a Aguiar concluyese el trabajo; se logra siete años después, en 1635,
cuando ya Aguiar había fallecido. El Consejo ordena a otro jurisconsulto de nota, Antonio de Solórzano Pereira,
también consejero de Indias y antiguo oidor de Lima, que la revise y corrija; éste se entrega cotidianamente a la labor
durante dos años, y en 1637 pone fin a su trabajo con nueve tomos. Por celos entre ambos juristas, el Consejo no se
decidió a aprobar las enmiendas de Solórzano ni el proyecto de Pinelo, y solamente diecisiete años después, a la muerte
del primero en 1655, una resolución del Consejo vuelva a actualizar la Recopilación, encomendando a Pinelo la tarea de
finiquitarla. El nombrado contesta airado “que hacía veintidós años la tenía terminada”, pero el Consejo no se decide a
aprobar el proyecto sin las modificaciones introducidas por Solórzano. A la muerte de Pinelo en 1660 se nombra una
comisión, presidida por el licenciado Fernando Ximénez y Panyagua y otros para informar sobre los proyectos de
ambos juristas fallecidos. La comisión trabaja sin apuro otros veinte años: no modifica sustancialmente el trabajo de
Solórzano y finalmente el 12 de abril de 1680 el Consejo informa al monarca —Carlos II— que se ha dado término a la
Recopilación de las leyes de Indias en nueve libros, aprobada y declarada obligatoria por el rey por la real cédula del 18
de mayo de ese año. Se había trabajado ciento trece años, pero lo conseguido era precisamente lo que se buscaba.
Los nueve libros de la Recopilación de Indias contienen las siguientes materias 1º) De la Santa Fe Católica (Real
Patronato, tribunales eclesiásticos, censura de libros, universidades, etc.); 2º) De la Justicia (organización y funciones
del Consejo Supremo y las Audiencias; prelación de las leyes, debiendo aplicarse a falta de las indianas las leyes de
Toro y el Ordenamiento de Alcalá); 3º) Del dominio y jurisdicción real (virreyes y otras autoridades reales; cuestiones
de guerra y fortificaciones); el 4º) se refiere a los gobernados (descubrimiento, pacificación y fundaciones en el Nuevo
Mundo, régimen municipal, propiedad de la tierra y minas, establecimiento de cecas y casas de moneda, régimen de
aguas, etc.); el 5º) a procedimientos judiciales; el 6º) al régimen de indios; el 7º) al derecho penal; represión de faltas,
sistema carcelario y policial; el 8º) a la Real Hacienda, y el 9º) al comercio terrestre y marítimo, Casa de Contratación,
Consulados, régimen de flotas, etc.

Los comentaristas.

Tres grandes figuras, dos del siglo XVII y la tercera del XVIII, tuvo la ciencia jurídica indiana:
Antonio de León Pinelo, que se supone nacido en Córdoba, Argentina, a fines del siglo XVI, por lo menos allí
residió durante su niñez. Viajó por todas las Indias; fue oidor de la Casa de Contratación de Cádiz y relator del Consejo
de Indias. Intervino fundamentalmente en la Recopilación de Indias, que no alcanzó a ver aprobada. De un talento
universal, escribió sobre derecho, moral, teología, historia natural, geografía e historia; su libro más importante es el
Tratado de Confirmaciones Reales de encomienda, oficios y cosas que se requieren para las Indias Occidentales,
publicado en Madrid en 1630.

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Juan de Solórzano Pereira. Nació en Madrid en 1575; se doctoró en ambos derechos en Salamanca, donde reveló
sus condiciones en el estudio y la enseñanza del derecho romano. A los 36 años pasó a Indias como oidor de la
Audiencia de Lima; más tarde fue consejero del Supremo de Indias y también del Consejo de Castilla. Durante su
estada en el Perú escribió algunos comentarios de derecho indiano, y en 1629, ya en España, dio a la estampa en latín su
monumental Indianarum jure, traducido por él mismo al español y ampliado en 1647 con el título de Política indiana,
libro fundamental para la comprensión de las leyes de Indias.
Juan de Bovadilla publicó en Madrid en 1775 Política para corregidores, sabia guía para el buen desempeño de los
cargos públicos en el Nuevo Mundo. Tiene sentencias de gran sabiduría (“las leyes que se dieren contra derecho y
perjuicio de partes, no valgan y sean obedecidas y no cumplidas”).

Carácter de las magistraturas indianas.

Un funcionario de Indias debería gobernar “en buen servicio del rey y de las gentes” sin que le fuera lícito
excusarse con el rigor, levedad o inexistencia de las leyes, no siquiera con el estricto cumplimiento de órdenes
superiores. Su mejor consejero “era su recta conciencia” —salvo en el “Real Acuerdo” de las Audiencias— amenguase
su exclusiva responsabilidad. Pero si su poder no estaba limitado por barreras infranqueables, lo cercenaba la
certidumbre de rendir cuentas en el juicio de residencia al finalizar su actuación, o explicar a los visitadores que podían
llegar en cualquier momento las causas del descontento de los gobernados. Salus populus suprema lex esto (“la
salvación del pueblo es la suprema ley”) era la regla inexcusable de conducta política a quienes desempeñaban un cargo
en Indias.

2. EL MONARCA

Significado.

En el siglo IX había sido en Castilla un comité (conde), caudillo de huestes a quien los “castellos” federados
encomendaban la defensa común; en el X, a semejanza de los reyes de León y Aragón se titula rex de Castiella y
transmite el título por herencia; en el XII equilibra su poder creciente con la federación de señores, clérigos y ciudades
reunidos en las Cortes; el “reino” que prevalece sobre el feudalismo. Su dominio es un rasero nivelador de los
estamentos de la sociedad feudal, y su gobierno “absoluto” en el XVI significaría, en cierta manera, un socialismo de
Estado anteponiendo la Nación a los privilegios de clase de los señores, abades y burgueses. Llegado a ser, sobre todo,
el símbolo de la Nación española, pues una acertada política de uniones matrimoniales ha hecho coincidir en Isabel y
Fernando las diversas coronas de las casas de Castilla y Aragón. La unidad total de la península al incorporarse Portugal
se logrará con Felipe II en 1580, para perderse con Felipe IV en 1640.

El rey como símbolo de la Nación.

En el siglo XVI el rey es la encarnación en España; es la “patria” con su pasado tenazmente conseguido, presente
brillante y porvenir soñado. Como el rey era España misma, su persona merecía el respeto que se debe a ésta; nadie
podía acercársele sin descubrirse, ni nombrarlo sino de pie, descubierto y con el aditamento a quien Dios guarde.
Las deficiencias del símbolo nada restaban a su valor. Carlos el Hechizado fue un ente enfermizo, de vida vacilante
y voluntad ausente, pero ningún español se hubiera permitido menospreciarlo. Habría sido una profanación además de
una deslealtad: era el rey puesto por Dios y simbolizaba a España. Poco importa la materia física de que estén hechos
los símbolos: Carlos era España, y a la patria no se la aprecia, se la venera.
No es fácil a un americano de este siglo comprender al español o al indiano de otros tiempos, y explicarse el
vínculo que lo unía al monarca; tenemos otras modalidades constitucionales, otros símbolos impersonales y otro
lenguaje político. La palabra “patria” nos despierta una vieja prevención antimonárquica originada en la Revolución
Francesa; no comprendemos el vocablo “majestad”, ni la sucesión hereditaria en el gobierno, ni el derecho divino de los
reyes, ni el culto que les rodeaba. No resulta fácil a ciudadanos ponerse en la situación de súbditos.
Tal vez nos acerquemos al compararlo con nuestros símbolos patrios. El argentino ve en su bandera la
representación de la patria sin mirar la calidad del paño no la perfección del colorido; se descubre ante ella
sometiéndose al más fuerte de los vínculos sociales: la comunidad nacional. Le agravia que la ofendan, más que una
afrenta personal. La bandera significa la Nación, su pasado y su porvenir, nosotros, nuestros padres y nuestros hijos, la
tierra que pisamos, los horizontes familiares, los afectos más caros; todo aquello que no se razona pero es el espíritu de
una comunidad, una ligazón que ennoblece la vida y justifica se la entregue a su defensa.
Así era el rey para los españoles e indianos.

El rey como gobernante.

Pero además de símbolo de Nación el rey es el monarca, el jefe del Estado.


Su poder es, contradictoriamente, inmenso y limitado. En principio lo puede todo; las leyes emanan de su Real
Orden, la justicia se distribuye en su Augusto Nombre. Pero una compleja organización burocrática y una legislación

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corregida por la experiencia de generaciones, aseguran la recta administración de la Orden y el Nombre por los reales
Consejos.
En éstos (de Castilla para la administración europea, de Indias para el imperio extraeuropeo, de Hacienda y de
Guerra para sus funciones técnicas) descansó la realidad del gobierno monárquico. Los consejeros redactaban en
primera persona —“Yo el Rey”— y sellaban con las armas regias las Reales Órdenes, Cédula y Providencias de valor
legislativo, los Reales Decretos que designaban funcionarios, organizaban las recaudación e inversión de los impuestos
o reglamentaban la instrucción de las milicias; los múltiples actos, en fin, de la administración española. Los consejeros
eran varones prudentes y versados —letrados y clérigos— advenidos a la alta función después de amontonar
experiencia en la larga carrera administrativa, o probar sus condiciones en la cátedra, el libro o el púlpito.
No se entienda por eso que el monarca era solamente un sello. El rey estaba presente en las cosas del Estado; la
política no es solamente administración y a los técnicos escapa, por regla, la visión general de los negocios, y muchas
veces, enredados en leyes y costumbres, les falta sensibilidad para intuir lo justo. Hay cosas que son captadas mejor por
un hombre o una mujer común que por un erudito en pragmática jurisprudencia. Isabel la Católica era una mujer simple,
pero acertó con la ruta de occidente contra todos los sabios de Salamanca; Carlos V no era un letrado, pero su “visita” al
Consejo de Indias en 1542 produjo las Leyes Nuevas de ese año, cuya necesidad escapaba a los doctores.
La misión del monarca, como jefe de Estado, era la del hombre común que aportaba a los técnicos atiborrados de
cosas viejas; y rutinarios por deformación profesional, la conciencia de los hombres comunes que formaban el imperio
español. Todo el arte de ser rey estaba en humanizar la burocracia fría de los consejeros y acercarla al pueblo
gobernado.
Claro que la gran falla del sistema estaba en que no siempre gobernaba un hombre común. Si el rey se desentendía,
por incapacidad o indolencia, de las cosas del Estado, el mal no era tan grave: la máquina funcionaba fríamente, pero
funcionaba. Pero si un Valido poderoso —el duque de Lerma con Felipe III, el conde-duque de Olivares con Felipe
IV— tomaba el lugar del monarca, entonces resultaba gravísimo. Tras un brillante comienzo sobrevendría la inevitable
crisis, pues la presuntuosidad del Valido se sustituye a la experiencia de los letrados, el favor de los cortesanos a la
justicia de los jueces, y ya no es el hombre común que trae la voz del pueblo sino el ministro que planea con genialidad
y generalmente fracasa con estrépito.

Las “visitas”.

El rey no concurría habitualmente al Consejo, pero hacía saber su opinión de dos maneras: por vía de “consulta”
cuando el Consejo elevaba a su aprobación el nombramiento de un alto funcionario o alguna disposición legislativa, y
por “visita” cuando el monarca se llegaba al Consejo para someterle alguna idea que tuviese. Aunque los poderes del
monarca eran absolutos, en la “visita” no daba una orden sino que emitía una proposición para ser discutida, analizada y
modificada por los consejeros. Así ocurrió con las Leyes Nuevas de 1547 que humanizaban el trato de los indios,
surgidas del la “visita” que hizo Carlos V al Consejo ese año.

3. CONSEJO SUPREMO DE INDIAS

Consejo de Castilla.

Los primeros Consejos Reales fueron “comisiones permanentes” de las Cortes que aconsejaban o controlaban los
actos de los reyes al entrar en receso el cuerpo deliberativo. En el siglo XIV se estabiliza el Consejo de Castilla de doce
vocales, cuatro por cada uno de los tres brazos de las Cortes (nobles, eclesiásticos y ciudades libres). La preponderancia
que adquirirá el rey sobre las Cortes, hará que el monarca y no ellas, designe a los consejeros. Los Reyes Católicos
compondrán el Consejo con un presidente y doce vocales (nueve entre los letrados y clérigos, y tres “caballeros de capa
y espada”), con jurisdicción en todos los reinos de Europa.
El Consejo de Castilla usaba el sello real y sus actos eran válidos como si emanaran del monarca. Intervenía en los
nombramientos administrativos, la alzada suprema en los pleitos, la legislación, los reglamentos, y tenía
superintendencia sobre los demás Consejos especializados que había en España (de Guerra, de Hacienda, las Audiencias
y Chancillerías, etc.).
Como gobernaba la totalidad de los dominios españoles, excepto las Indias, acabará por suprimir en tiempos de
Felipe II el aditamento de Castilla y llamarse Consejo Real.

Las Cortes. Aunque ya no tuvieron importancia en el siglo XVI, debemos dar una referencia de esta institución del derecho político
español, ya que de ella emanó el Consejo de Castilla. Formadas por tres brazos o estamentos (nobles, eclesiásticos y “procuradores” de las
ciudades libres) las Cortes eran convocadas principalmente para votar pechos e servicios, recibir el juramento al nuevo monarca y reglar el
orden de sucesión. Desde el siglo XII se convocaron regularmente en León y Castilla hasta el XVII en que perdieron sus antiguos privilegios.
En Aragón y Cataluña existieron instituciones semejantes: las Generalidades. Con más atribuciones que las Cortes leo-castellanas, la
Generalidad aragonesa podía presentar greuges o agravios contra los actos del rey o los funcionarios reales, y designar un funcionario —el
justicia mayor— encargado de velar, aun contra el mismo rey, por sus resoluciones.

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El “Plenum” de Indias (1509).

La reina Isabel manejó los asuntos relacionados con el descubrimiento por uno de sus secretarios, el obispo de
Burgos Juan Rodríguez Fonseca, sin participación del Consejo de Castilla. Había sido una empresa privada de la reina,
y por lo tanto no tenía intervención el Estado.
Pero a la muerte de Isabel, su esposo Fernando como regente de Castilla, nombrará en 1509 a Fonseca vocal del
Consejo de Castilla encargándole entender, exclusivamente, en los negocios del Nuevo Mundo. La complejidad de
ellos, y el hecho de haber perdido Fonseca valimiento ante el cardenal Cisneros, regente de España poco después,
obligará a formarse dentro del Consejo de Castilla una comisión encargada especialmente de Indias: el Plenum
Consilium Indiarum.
En 1517 muere Cisneros y adviene el futuro Carlos V como regente de su madre Juana la loca (pero con título de
rey de España); Fonseca vuelve a entender en los asuntos indianos encargándole la presidencia del Plenum. En 1522 lo
reemplaza el dominico Jerónimo de Loayza.

Fundación del Consejo de Indias (1524).

Dos años más tarde —1524—, por sugestión de Loayza, Carlos V separa el Plenum del Consejo de Castilla
constituyéndolo en Consejo Supremo de Indias.
Está compuesto, en esa época, por un presidente (Loayza), cinco ministros y un fiscal, todos letrados o clérigos, sin
caballeros de “capa y espada”, que acompaña a Carlos V, Felipe II y Felipe III en los distintos asientos de la corte:
Toledo, Madrid, Valladolid. En 1609 se quedará definitivamente, como los demás Consejos Reales, en Madrid fijada
como capital del reino.
Por real ordenanza de Felipe II de 1571 el número de consejeros se aumenta a doce (como el de Castilla, ya
entonces llamado Real). Al igual que éste admitirá legos, nobles o militares, con el nombre de “caballeros de capa y
espada”, cuyo número no podría pasar de cuatro.
Dependen del Consejo como oficiales salariados: un gran canciller custodio del sello real, dos secretarios (de
Justicia y Gobierno), un cronista encargado de recopilar las crónicas e historia de Indias, un cosmógrafo que velaba por
las buenas mediciones de los grados, un contador responsable de la hacienda, un agente del patronato (con residencia
en Roma y encargado de las relaciones con el Pontífice emergentes del patronato), etc.

Caballeros de capa y espada se llamaba a los consejeros que no eran letrados ni clérigos. Originariamente habían sido nobles cuando el
Consejo de Castilla era una diputación permanente de los tres brazos de las Cortes; la costumbre mantuvo esta denominación a los legos que
integraban, como hombres de buen sentido, un tribunal. Las leyes indianas establecían que en las Audiencias hubiera oidores “de capa y espada”
junto a los letrados.
Los oficiales salariados no integraban el Consejo, y su número varió según el tiempo y las exigencias.

Los consejeros de Indias.

Deberían ser “personas aprobadas en costumbres y limpieza de linaje, temerosos de Dios y escogidos en letras o
prudencia” (ley 8ª, tít.2º, de la Recopilación de Indias). Los cargos de consejeros, como también los oficios salariados,
eran vitalicios y no pudieron comprarse como ocurriría en casi todos los cargos burocráticos y militares españoles.
Generalmente se proveían con quienes hubiesen desempeñado magistraturas en Indias o dignidades en la Iglesia
indiana. Eran la culminación de una carrera administrativa o religiosa.

Jurisdicción y competencia.

El Consejo tiene jurisdicción en todas las Indias (que además de América comprende Filipinas y las islas de
Oceanía). En política y justicia su competencia es exclusiva; no así en guerra y hacienda, que la compartía con los
organismos similares del imperio español.
En política dicta la legislación en forma de reales ordenanzas, y las reglamentaciones reciben el nombre de
decretos reales. Propone a los magistrados civiles cuyo nombramiento corresponde al monarca (consejeros de Indias,
virreyes, oidores, capitanes generales, gobernadores, etc.), los vigila por medio de visitadores y sumaria por
pesquisidores; evacua sus consultas; tiene superintendencia sobre la Casa de Contratación; ejerce el patronato
“presentando” a Roma los arzobispos, obispos y superiores de las Órdenes; crea nuevas diócesis, vigila el cumplimiento
del “vicepatronato” conferido a los magistrados residentes en Indias (nombramiento de canónigos de los cabildos
eclesiásticos, curas párrocos, autoridades locales de las Órdenes, provisión de beneficios, etc.); da el “pase” a las bulas,
breves y rescriptos papales, sin cuyo requisito no pueden cumplirse. Un funcionario del Consejo reside en Roma a estos
efectos (el agente para las Indias).
En justicia entiende en los recursos extraordinarios contra las sentencias de las Audiencias (“segunda suplicación”,
y más tarde “nulidad e injusticia notoria”), y en grado de apelación en los recursos de fuerza contra las decisiones
eclesiásticas en las cuestiones regidas por la ley canónica. Ordena la instrucción de los sumarios de residencia y falla en
plenario sobre ellos.
En hacienda y guerra la coordinación del imperio exigió “consejos mixtos”. La Junta de Real Hacienda para
Indias, que establecía el régimen tributario y vigilaba la recaudación y custodia de las rentas, está formada en partes

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iguales por vocales del Consejo español de Real Hacienda y ministros del de Indias. De la misma manera la Junta de
Guerra para Indias se integra, también por partes iguales, con vocales del Consejo de Guerra español y consejeros de
Indias.

Decadencia.

La época de mayor esplendor del Consejo fue el siglo XVII, en cuyo transcurso votó (1680) la Recopilación de
Indias, que codificaba y depuraba la legislación de casi dos siglos. El siglo XVIII fue de decadencia: después del tratado
de Utrecht (1713) y advenimiento de la dinastía Borbón perdería sus atribuciones políticas más importantes, deque
pasaron a los ministros del rey. En 1810 es apenas un fantasma de lo que había sido.

4. CASA DE CONTRATACIÓN

Casa del Océano.

Desde los primeros viajes de Colón hubo en Sevilla una “Casa del Océano” cuya principal función parece haber
sido la vigilancia de las expediciones que iban a Indias, percepción del quinto real en los metales preciosos aportados, y
dar las enseñanzas y sugestiones necesarias para quienes se embarcaban a Indias.

Ordenanza de 1503.

Por real cédula de 1503, dada por sugestión de Fonseca, se creó la Casa de Contratación con sede en Sevilla, por
entonces principal puerto para el armamento de las expediciones al Nuevo Mundo. Estaba integrada por un tesorero, un
contador y un factor encargados de recibir los metales que venían de Indias, deducir el quinto real y los demás
impuestos (almojarifazgo, avería, etc.) que gravaban la introducción de mercaderías de Indias. En 1508 se creó el cargo
de piloto mayor (el primero fue Américo Vespucio, luego Juan Díaz de Solís, después Sebastián Gaboto), que
examinaba a los aspirantes a pilotos, y más tarde ordenaría la confección de mapas —había un mapa oficial en la Casa,
que se corregía con cada nuevo descubrimiento y al cual deberían ajustarse los cosmógrafos— y dictaría, a partir de
1552, una cátedra de Cosmografía.
En 1524, establecida en la Casa de Cádiz, se creó el correo mayor encargado de disponer el transporte y
distribución de la correspondencia entre España y las Indias. Desde 1588, al tiempo de producirse el desastre de la
Armada Invencible y por lo tanto la necesidad de la flota anual de galeones, la Casa de Contratación corrió con la
formación de estas flotas, distribución de sus cargas, defensa, etc.

5. AUDIENCIAS

Chancillerías en España.

En tiempos de los Reyes Católicos había en Castilla dos tribunales superiores de justicia con sede, respectivamente,
en Valladolid y Granada. Indistintamente se los llamaba Chancillerías o Audiencias. Se componían de ocho oidores
(seis letrados y dos de “capa y espada”), un regente o presidente, y dos fiscales, uno en lo civil y otro en lo criminal.
Entendían en apelación de las sentencias de los alcaldes y corregidores o merinos reales; y por fuero, en única instancia,
de las causas llamadas de Corte (crímenes mayores, traición, falsificación de moneda, causas en que los magistrados
fueran parte) y las resoluciones sobre hidalguía y mayorazgo. Carecían de funciones políticas.

La Audiencia de Santo Domingo.

La conveniencia de reducir los privilegios dados en las capitulaciones de Santa Fe a Colón, la proliferación de
pleitos por sus herederos y entre los primeros descubridores, y la distancia de las Chancillerías españolas, movió a los
Reyes Católicos a establecer en 1511 una Real Audiencia en Santo Domingo copiada de la Chancillería de Granada. Se
esperaba que la presencia de jueces en el Nuevo Mundo con la jerarquía de oidores, sirviera de freno a la prepotencia de
gobernantes y anarquía de gobernados.
Hubo quejas contra la Audiencia, que al decir de los pobladores sólo servía para aumentar los pleitos. Fue
suprimida al poco tiempo; pero quedó restablecida en 1526 dándosele una función política que no tenían las
Chancillerías de la península: la de nombrar jueces visitadores que inspeccionaran a los gobernantes de las islas del
Caribe, y jueces pesquisidores que instruyesen los sumarios en los juicios de residencia. Un año antes —1525— se
había establecido, con semejantes poderes, la primera Audiencia en Nueva España (Méjico) con jurisdicción en el
continente. Suprimida al poco tiempo, quedó definitivamente restablecida en 1531. Hasta la instalación del Virreinato
de Nueva España, cuatro años más tarde, ambas audiencias fueron la más alta autoridad del Nuevo Mundo.

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Diversos tipos de Audiencia.

Hubo audiencias pretoriales y provinciales. Las primeras instaladas en la capital de un “reino” junto a un virrey (de
allí “pretoriales”, de pretorio, palacio) y presididas por éste, desempeñan primordialmente funciones judiciales, pero
tienen también una intervención política asesorando al virrey por el real acuerdo, o asumiendo sus poderes como
“Audiencia gobernadora” en caso de vacancia. Las provinciales establecidas en una cabecera de la provincia no son
menos importantes: como tribunales superiores de justicia tienen jurisdicción en determinada zona y sus sentencias se
apelan —como las pretoriales— directamente al Consejo de Indias; como cuerpos políticos intervienen en la
administración de esa zona por la vigilancia, por medio de visitadores, de sus gobernantes, dictando de ordenanzas,
nombramiento de gobernadores interinos cuando los cargos están vacantes, y la facultad de suspenderlos en caso de mal
ejercicio de sus funciones.
La Audiencia de Charcas y su jurisdicción en el Río de la Plata. En la ciudad altoperuano de La Plata, cabecera de la provincia llamada
primeramente “de los Charcas” y después “Chuquisaca” (de allí el empleo de los tres nombres para la misma ciudad; así se decía Audiencia de
Charcas, gobernador de Chuquisaca, arzobispo de La Plata), fue instalada una audiencia con jurisdicción en el Alto Perú y Tucumán, y
después en el Río de la Plata. De ella dependieron los gobernadores del Tucumán y Buenos Aires, que deponían y nombraban con una simple
notificación al virrey de Lima (pues Buenos Aires y Tucumán pertenecían al “reino” del Perú hasta la creación del Virreinato del Río de la Plata
en 1776) y al Consejo de Indias. En 1610 el oidor de Charcas Alfaro “visitó” Buenos Aires y Paraguay, y de esa visita surgieron las Ordenanzas
de Alfaro que reglamentaron el trabajo de los indios.
Audiencias virreinales, pretoriales y subordinadas. Una clasificación corriente divide las audiencias en virreinales, pretoriales y
subordinadas según presida el virrey, un capitán general o un gobernador. Esta clasificación es arbitraria y equívoca; no pueden llamarse
“subordinadas” las audiencias provinciales que no estaban en el orden judicial, y en el político gozaba de mayor ingerencia que las llamadas
“virreinales”. Nombrar “virreinales” a las “pretoriales” de las leyes Indias es arbitrario, como lo es también introducir una categoría especial
para las presididas por un capitán general. Mientras el capitán general fue un gobernador dependiente del virrey, la audiencia que tenía junto a sí
fue una audiencia “provincial”. Durante el siglo XVII no puede hacerse una distinción ente el capitán general y gobernador de Chuquisaca que
preside la Audiencia de Charcas y junto con ella tiene jurisdicción sobre el Tucumán, Buenos Aires y Paraguay, del capitán general y
gobernador de Chile que preside la audiencia de Santiago y maneja las distintas provincias o corregimientos de su jurisdicción. Cuando en el
siglo XVIII algunos capitanes generales, entre ellos el de Chile, se emanciparon de los virreyes en el orden político, las Capitanías Generales
fueron jurisdicciones semejantes a un reino o virreinato, aun sin tener esta designación, y las atribuciones de los capitanes generales fueron
iguales a las atribuciones de los virreyes, salvo —lógicamente— el uso del sello real. Sus audiencias pasaron a ser “pretoriales” con iguales
características e igual “real acuerdo” que las presididas por un virrey.
Audiencias de Buenos Aires. La primera Audiencia en territorio argentino fue la provincial de Buenos Aires, establecida en 1662 con
jurisdicción judicial y política extendida al Paraguay y el Tucumán. Duró nueve años hasta 1671.
En 1785 quedó instalada por el virrey Loreto la audiencia pretorial necesaria por la reciente creación del virreinato del Plata. El primer
virrey, Don Pedro de Cevallos, había gobernado, nominalmente, con intervención de la Audiencia de Charcas; lo mismo que su sucesor, Vértiz.

Composición de una Audiencia.

Estaba integrada por jueces llamados oidores, nombrados por vida. Era uno de los cargos más altos de la
magistratura indiana y los rodeaba un gran respeto. No era imprescindible que fueran letrados sus integrantes; se
admitía —luego se hizo regla— que hubiese oidores de “capa y espada”, es decir, legos. Su número variaba: en Lima
había ocho, en Buenos Aires cinco (tres letrados y dos de “capa y espada”), en Charcas tres.
La presidía la más alta autoridad española: el virrey o el capitán general en las audiencias pretoriales; el gobernador
en la provinciales. Pero las presidencias de las Audiencias eran más honoríficas que reales; y en el trabajo cotidiano la
cabeza del cuerpo era el regente.
Los fiscales (uno en lo civil y otro en lo criminal) integraban la Audiencia. En un principio estuvieron en situación
inferior a los oidores, y tomaron asiento más bajo que ellos en el tribunal; más tarde serían equiparados en rango, sueldo
y asiento. Como los oidores, vestían la garnacha, toga para dictar justicia, y se cubrían con el birrete.
Los funcionarios asalariados (secretarios, cancilleres, oficiales) eran designados por el tribunal para asistirles en sus
tareas. Solamente podían litigar en las audiencias un número limitado de abogados, llamados “abogados de la Real
Audiencia”, que formaban una jerarquía dentro de la profesión.

Funciones judiciales.

Como tribunal superior de justicia, las Audiencias entendían en apelación las causas por los Cabildos y los
gobernadores, en fuerza las resoluciones de los tribunales eclesiásticos, y en primera instancia los pleitos llamados “de
corte”, que en Indias eran los relativos a altos funcionarios (el virrey excluido), crímenes de falsificación de moneda o
alta traición. En algunas ciudades cabeceras de Audiencia (como en Charcas), un oidor como juez provincial fallaba en
primera instancia, apelándose a la Audiencia en pleno.
Los presidentes (virreyes, capitanes generales o gobernadores) no podían estar presentes en las sesiones de la
Audiencia como tribunal de justicia.

Funciones políticas.

La más importante de las funciones políticas de las Audiencias pretoriales era el “Real acuerdo” que prestaban a las
medidas importantes del virrey o capitán general. Era simplemente consultivo y no obligaba al funcionario, pero le
permitía compartir responsabilidades en el juicio de residencia.

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Las instituciones políticas españolas estaban organizadas a semejanza de un ejército, donde el virrey o capitán
general era el comandante en jefe y las Audiencias el Estado Mayor que asesoraba al jefe sin obligarlo. De las
resoluciones tomadas por el virrey sin acuerdo de la Audiencia pretorial, podía apelarse a ésta; pero en caso de
insistencia del virrey pedía acuerdo a la Audiencia provincial de la jurisdicción del nombrado.
Una Audiencia provincial asesoraba al gobernador de la provincia de su residencia, y vigilaba la conducta de los
gobernadores en su jurisdicción.
Las Audiencias, pretoriales o provinciales, tomaban el juicio de residencia a los funcionarios de su jurisdicción.
Las decisiones de las Audiencias dadas en “carta sellada” deberían cumplirse perentoriamente por cualquier
funcionario menos el virrey.

Responsabilidad de los oidores.

Funcionarios vitalicios, los oidores estaban sujetos al juicio de residencia, hecho en el lugar de sus funciones por
pesquisidores del Consejo de Indias y resuelto por el cuerpo supremo en caso de haber sido trasladados a otra
jurisdicción. Pero ante denuncias concretas el Consejo disponía “pesquisas” en secreto: el oidor podía perder el cargo y
ser condenado a una pena aflictiva.

6. VIRREYES Y OTROS REALES

Los “visorreyes”.

En el viejo derecho español un visorrey (apocopado luego en virrey) gobernaba un reino o principado perteneciente
al monarca a título personal y con independencia del de Castilla: así hubo virreyes en Barcelona, Nápoles y Lisboa,
cuando el rey de España, que era también príncipe de Cataluña, fue rey de las Dos Sicilias y de Portugal.
Eran funcionarios de gran categoría. Representaban al rey (de allí su nombre que significa “reemplazante del rey”),
y el monarca los trataba de Alter Nos (“otro nosotros”). Gozaban de sus mismas preeminencias y se les debía idéntico
respeto. Como “otros reyes” usaban el sello real teniendo sus decisiones selladas el mismo valor de las del monarca.
A Indias se trasladó la institución para gobernar “como si la misma Persona Real lo hiciera y cuidara si se hallara
presente”. El primer virrey fue Antonio de Mendoza para el “reino” de Nueva España en 1535; en 1544 llegaría Blasco
Núñez de Vela para el “reino” del Perú o Nueva Castilla.

Atribuciones.

El virrey era omnipotente en principio como el mismo rey. Disponía del sello real, y las provisiones y ordenanzas
donde lo estampaba deberían cumplirse sin otro trámite; sólo podían revocarse por otras selladas con el sello real del
Consejo de Indias como si el mismo rey revocase por contrario imperio sus propias resoluciones. El poder de una
provisión sellada con las armas reales era tan grande, que un virrey podía empezar una guerra, como lo hizo Pedro de
Cevallos contra Portugal en 1776.
Este enorme poder descansaba enteramente en las condiciones del magistrado. Lo restringía la periodicidad de sus
funciones —que fueron vitalicias en un principio— y el juicio de residencia donde debía dar cuenta de su desempeño.
Sus funciones eran:
a) Administrativas. Como jefe supremo de la administración nombraba y revocaba los prebendados y empleos
menores, proponía los gobernadores al rey poniéndolos a cargo mientras no llegase la confirmación; podía suspenderlos
por mal desempeño y pedir al rey su destitución. Era corriente que pidiese acuerdo a las audiencias provinciales
tratándose de gobernadores de su jurisdicción, y a los cabildos en casos de prebendados menores.
Resolvía las causas contencioso-administrativas con apelación ante la Audiencia pretorial; no conformándose con
el parecer de ésta podía recurrirse al Consejo de Indias.
Otorgaba mercedes de tierras, minas y repartimiento de indios, con consejo y a propuesta de los gobernadores y
cabildos.
Presidía la Audiencia pretorial, a quien solicitaba dictamen —el “real acuerdo”— en los asuntos graves. Este
acuerdo no lo obligaba, pero lo corriente era aceptarlo.
Presidía nominalmente al cabildo metropolitano. En la práctica lo hacía solamente cuando la elección de las
capitulares para ejercer su derecho de observar o vetar los electos. También le solicitaba “acuerdo” cuando lo creía
prudente.
b) Legislativas. Por Reales Provisiones, autorizadas por el sello del rey, dictaba medidas legislativas previo “real
acuerdo” de la Audiencia (solamente con motivos muy urgentes solía prescindirse) y a veces del Cabildo metropolitano.
Una Real Provisión sellada por un virrey solamente podía dejarse sin efecto por otra sellada por el Consejo de Indias.
c) Militares. El virrey tenía el mando superior de los cuerpos estables: daba grados, disponía los cuarteles y
fortalezas, resolvía expediciones contra los indios y las guerras internacionales. Generalmente procedía con
instrucciones el Consejo de Guerra español. De él dependían los gobernadores, que en sus provincias eran capitanes
generales en lo militar. Por regla el virrey era militar. Los de Buenos Aires lo fueron todos: de ejército los primeros
desde el teniente general Cevallos hasta el mariscal de campo Sobremonte, y marinos los dos últimos: el capitán de
navío Liniers y el almirante de mar Cisneros.

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d) Judiciales. Si no era letrado (en Buenos Aires ninguno lo fue), no obstante presidir la Audiencia no intervenía en
los asuntos jucidiciales.
Como representante del rey podía ejercer “la gracia” e indultar penas.
e) Hacienda. Vigilaba la percepción de la renta por los “oficiales reales”: un tesorero, un contador y un depositario
en cada unidad, y un Tribunal de la Real Hacienda, que presidía, en la cabecera del reino.
f) Religiosas. Ejercía el vicepatronato eclesiástico conforme a las disposiciones de la Iglesia indiana. No podía ser
excomulgado por un obispo (aunque hubo casos) por su doble condición de representante del rey —a quien sólo podía
excomulgar expresamente el Pontífice— y de vicepatronato con funciones de vicario eclesiástico.
Un secretario acompañaba al virrey en su gobierno; y un asesor letrado lo asistía. Como el rey, tenía una “casa
militar” de edecanes y jefes de escolta y una “casa civil” de empleados y familiares.

Las leyes de Indias y el Virrey.

Considerado imagen del soberano, los reyes y consejeros de Indias pusieron la mayor atención en los
nombramientos de tan poderosos magistrados. Según Solórzano deberían tener como principal virtud la paciencia “que
es la mayor parte de la justicia”, ser “afables, clementes, benévolos, sufridos, fáciles y agradables” con los gobernados,
no tener “mucha presunción y confianza en sí mismos”, no disponer nada sin la debida reflexión y sin asesorarse de
personas prudentes, y sobre todo no considerarse “genios de innovar y mudar todas las cosas y costumbres”.

Ceremonial.

Se buscaba revestir al cargo de gran pompa para dar idea de la grandeza del poder real. Siendo el virrey la
representación del rey, se le debían guardar las consideraciones debidas al monarca: en toda ciudad que visitase tenía
que ser recibido bajo palio con una procesión de autoridades eclesiásticas, militares y civiles; si iba a una iglesia, los
clérigos debían esperarlo a la puerta y acompañarlo; en las ceremonias religiosas tenía un sitial con estrado en el
presbiterio de “almohadas cubiertas con tapetes de seda y brocado”. Vivía en las Casas Reales o Palacios revestidos del
ornato posible y guardando la etiqueta de un monarca; deba audiencia en un trono con tarima y dosel; dictaba sus
providencias en plural —Nos proveemos y mandamos— como si fuera el rey, y tenía el tratamiento de “Excelencia”.

Prohibiciones.

Como todo funcionario real, el virrey no podía tener propiedades ni encomiendas de indios en su jurisdicción.
Tampoco vincularse socialmente con los gobernados, ni casarse, él o cualquiera de su familia, en el reino. En todo
debería parecer superior y equidistante como un monarca.

Duración.

Los primeros virreyes fueron vitalicios como los adelantados; luego se nombraron por cinco años como los
gobernadores del siglo XVI. El período no era estricto y el rey podía reemplazarlo en cualquier momento. No deberían
abandonar el puesto hasta la llegada de su sucesor, a quien informaban en una “Memoria” del estado del reino y sus
principales problemas. En caso de ausencia lo reemplazaba el secretario o funcionario que designase; en el de
fallecimiento, la Audiencia pretorial, que tomaba el nombre de Audiencia gobernadora sin no había previsto un sucesor
interino en el llamado “pliego de mortaja”.

Inspecciones y juicio de residencia.

Estaba sujeto a inspecciones de visitadores del Consejo de Indias. Ninguna medida, fuera de la libertad para
informarse, podían tomar los visitadores, pues un virrey mantenía íntegro su poder mientras permaneciese en sus
funciones. Sus órdenes debían cumplirse aunque fuesen injustas o absurdas, mientras el Consejo de Indias —con el
informe del visitador a la vista— no le nombrase reemplazante.
Terminado su gobierno con la llegada del nuevo virrey, éste o un pesquisidor del Consejo de Indias abrían el
“juicio de residencia”: los damnificados presentaban sus quejas y luego se daba vista al virrey saliente o a su apoderado.
En caso necesario se recibían las pruebas de cargo y descargo por el pesquisidor, y después el expediente se elevaba al
Consejo para su resolución. El virrey podía ser absuelto o condenado. Absuelto, tenía el derecho a una promoción en la
carrera que podía ser un virreinato de mayor categoría o una vocalía en el Consejo Supremo; condenado, perdía su
carrera y sufría penas pecuniarias o corporales. En ciertos casos excepcionales y honrosísimos, como ocurrió con Vértiz
en el Río de la Plata, el Consejo prescindió del juicio de residencia.
El vocablo “Virreinato” es una corrupción introducida en el siglo XVIII; el correcto es “reino” tratándose de la jurisdicción de un virrey: el
reino de Nueva España, el reino del Perú (o a veces en plural los reinos), gobernados por un virrey a nombre y en representación del rey
ausente. “Virreinato se refiere al tiempo en que un virrey ejerció sus funciones: el virreinato de Vértiz, del marqués de Loreto, etc.

Además de Nueva España (Méjico) y Perú, los dos reinos clásicos de Indias establecidos en el siglo XVI, hubo virreyes
en Nueva Granada (Colombia) y Buenos Aires en el XVIII.

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Los capitanes generales.

En su origen los funcionarios que en el siglo XVIII recibieron el nombre de capitanes generales (y “Capitanías
Generales” a su jurisdicción) eran presidentes de Audiencias provinciales encargadas de la superintendencia política de
una parte de un reino, como lo hemos visto al tratar de ellas. En el XVIII algunas de estas Audiencias provinciales
lograron cierta independencia de los virreyes. Surgen así las Capitanías Generales de Venezuela (desprendida de Nueva
Granada), Chile (del Perú) y Guatemala (de Méjico). Aunque llegaron a manejarse con autonomía política, se
consideraban parte de los “reinos” originales y debieron consultar con los virreyes los casos graves”.
Posiblemente el origen de las Capitanías Generales estuvo en las Audiencias de Santo Domingo (transferida más
tarde a La Habana) y Manila, en las Filipinas, que gobernaban con independencia las islas del Caribe y las de Oceanía
respectivamente. El sistema isleño fue adoptado en tierra firme para descentralizar los extensos reinos.
Un capitán general no es lo mismo que un virrey: es el presidente de una Audiencia ante todo, y no dispone de
sello real. Como huella de la época en que gobernaba ésta en forma colegiada, el capitán general no puede prescindir
del “acuerdo”, que en cambio es facultativo pedir al virrey; pero como el capitán general es ya algo más que un simple
presidente de Audiencia, puede como el virrey dejar de lado el parecer de los oidores.

Las “provincias”.

El término no fue preciso en tiempos de la conquista (a veces se llamaron “provincias” a los reinos, adelantazgos,
capitanías generales y aun distritos internos), pero a partir del siglo XVII se llaman Provincias Reales, o simplemente
“provincias”, las divisiones locales de un reino o una capitanía. Se las denominó también gobernaciones,
corregimientos o intendencias según fuera un gobernador, un corregidor o un intendente quien la administrara.
Dentro del actual territorio argentino, y hasta la creación de los virreyes, fueron provincias: Tucumán, que se
extendía a Tucumán, Santiago del Estero, Córdoba, La Rioja, Catamarca, Salta y Jujuy, administrada por un
gobernador dependiente del virrey del Perú y vigilado por la Audiencia de Charcas; Buenos Aires, que comprendió la
actual provincia de ese nombre, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y toda la Patagonia hasta el polo. Fue parte
del adelantazgo del “Río de la Plata”, bautizado “Nueva Vizcaya” por Ortiz de Zárate (nombre que no prevaleció), y al
terminarse el régimen de adelantados, formó, con Paraguay y la Banda Oriental, la Provincia del Río de la Plata, con un
gobernador de residencia nominal en Asunción pero virtual en Buenos Aires. Después se escindió den la provincia del
“Río de la Plata”, más conocida por Buenos Aires, cuya capital fue la ciudad de este nombre, y la de Guayrá o
Paraguay, con cabecera en Asunción. Su gobernador, como el de Tucumán, dependió del virrey del Perú y era vigilado
por la Audiencia de Charcas. En cuanto a Cuyo (Mendoza, San Juan y San Luis) fue un “Corregimiento” dependiente de
la “Capitanía General de Chile e inspeccionado por la Audiencia de Santiago.

Funciones del gobernador.

En un principio lo designaba el rey a propuesta en una lista por el Consejo de Indias, si el virrey no había elevado
un candidato. Este era el gobernador prioritario o real. Mientras no llegase, el virrey o la Audiencia a quien estaba
subordinada la provincia, podían llenar provisionalmente la vacante. El gobernador duró originalmente cinco años,
luego tres. No podía abandonar el cargo hasta la llegada de su sucesor. Intervenía en los cuatro ramos clásicos de la
administración española: guerra, política, hacienda y justicia.
a) En guerra era, bajo la dependencia del virrey, comandante de las tropas estables de su jurisdicción —el
Presidio—, con facultades para pedir a los cabildos que convocasen la milicia comunal.
b) En política, administraba la “provincia” resolviendo, con apelación al virrey, las cuestiones administrativas.
Proponía al virrey los funcionarios o empleados de su dependencia; los podía nombrar interinamente y suspenderlos
hasta la decisión virreinal. Tenía el derecho de presidir el Cabildo metropolitano, pero solamente lo hacía el día de las
elecciones para vetar u observar los elegidos.
c) En hacienda presidía el Tribunal de la Real Hacienda.
d) En justicia sus atribuciones variaron con el tiempo. En un principio era también Justicia Mayor ante quien se
apelaban las sentencias, tanto civiles como criminales, de los Cabildos; luego se limitó a entender en apelación las
causas criminales si era letrado, o tenía un secretario letrado. De sus fallos se recurría a la Audiencia.

Los “presidentes”

Si el gobernador administraba una provincia de Audiencia (como Charcas en el Alto Perú), era presidente de ella.
Sus actos administrativos debían tener acuerdo (el “acuerdo provincial”) del tribunal, aunque podía prescindir de los
oidores y asumir la plena responsabilidad. También en su calidad de presidente tenía superintendencia (compartida con
los oidores) en las demás gobernaciones de la jurisdicción.

“Acuerdo provincial” de los Cabildos.

Si era gobernador de una provincia sin Audiencia, debería asesorarse con el Cabildo de su capital. También pedía
opinión a los demás cabildos en los actos que interesaban a ellos, y al nombramiento de funcionarios en su jurisdicción.

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Juicios de residencia.

La Audiencia nombraba por sí, o a pedido del virrey, jueces visitadores que investigaran pública o secretamente la
actuación del gobernante, levantasen sumario de su conducta, etc.; si había causa podían suspenderlo y llamarlo a juicio.
Se le daba vista del sumario, y agregada su defensa la Audiencia fallaba. Podía absolverlo, en cuyo caso debería ser
repuesto o trasladado a otra gobernación; o condenarlo a perder su puesto, y a penas pecuniarias o corporales.
Todo gobernador era sometido a juicio de residencia al terminar su mandato por jueces pesquisidores de la
Audiencia. Durante los primeros tiempos de la conquista el gobernador entrante “pesquisaba” y fallaba el juicio de
residencia, llegando a veces (como Abreu con Jerónimo Luis de Cabrera en el Tucumán del siglo XVI) a aplicar la pena
de muerte. Pero al estabilizarse el derecho indiano, los juicios de residencia de los gobernadores competieron a las
Audiencias con apelación al Consejo de Indias.

Condiciones para ser gobernador.

No debería ser vecino de la provincia, ni tener propiedades, ni repartimiento de indios; tampoco casarse él o sus
familiares dentro de la jurisdicción. Las leyes de Indias eran meticulosas en la designación de los gobernadores
buscando hombres de experiencia, reposados y enérgicos a la vez, sin exagerado concepto de sus condiciones y
enemigos de las modificaciones bruscas.

Tenientes de gobernadores.

Los gobernadores designaban tenientes en las ciudades sufragáneas de la provincia. Fuera de presidir su Cabildo en
los días de elecciones para ejercer el veto o la observación, no tenían ingerencia en las cosas municipales. Su función
era exclusivamente provincial como agentes del gobernador; también se los llamó corregidores, justicias mayores y
alguaciles mayores en distintas épocas y según usos y costumbres lugareños. Conviene aplicar estos nombres que
corresponden a “tenientes” de distintas atribuciones:
Corregidor era en España el juez que “corregía” en nombre del rey las sentencias de un Cabildo. En Indias los
tenientes usaron el nombre de “corregidores” por corregir como jueces de segunda instancia las resoluciones de los
alcaldes de las ciudades sufragáneas, así como el gobernador como “justicia mayor” lo había en la metropolitana. Había
“corregidores” de ciudades, de reducciones de indios; y también en los distritos menores que no alcanzaban a ser
provincias. Así, Cuyo fue hasta el siglo XVIII un “corregimiento” dependiente de la Capitanía General de Santiago de
Chile.
Justicia mayor no es exactamente sinónimo de “corregidor”, aunque ambos sean jueces de segunda instancia. El
“justicia mayor” tiene más categoría —como el merino español—, pues se desempeña en un reino, un adelantazgo o
una provincia. Tanto el virrey como el adelantado o el gobernador eran hasta el siglo XVII “justicias mayores” en sus
respectivas jurisdicciones.
Los alguaciles mayores fueron en su origen funcionarios exclusivamente militares, sin funciones judiciales,
dependientes del gobernador o adelantado. En las ciudades sufragáneas tomaron funciones políticas o judiciales al
representar a los gobernadores. En realidad todo “teniente” de una ciudad sufragánea era también “alguacil mayor”
como jefe militar de ella, pero no todo “alguacil mayor” era “teniente”, pues el de la ciudad metropolitana ejercía tareas
exclusivamente militares junto al gobernador.
Los tenientes generales, abreviadamente “generales”, eran los sustitutos del gobernador o del adelantado con
competencia en toda su jurisdicción. Los designaban éstos y obraban en su nombre y responsabilidad: Juan de Garay, al
fundar Buenos Aires en 1580, era “general” del ausente adelantado Vera y Aragón. Cuando su interinato cubría una
vacancia y no una ausencia, usaban de preferencia la designación de “justicia mayor”.
Finalmente, los intendentes o gobernadores intendentes fueron creados para el Plata al finalizar el siglo XVIII.
Tuvieron atribuciones mayores que los antiguos gobernadores en las provincias por invadir aspectos que antes fueron
municipales. Duraron hasta 1820, bien entrada la independencia, en conflicto con los cabildos y sus milicias.

Facultades militares.

Un gobierno tenía el mando de los cuerpos permanentes de una provincia. Éstos eran: el presidio, encargado de
custodiar las fortalezas, compuesto de soldados contratados, generalmente españoles, o condenados a servir las armas,
la partida, que acompañaba a los alcaldes de hermandad en vigilancia del descampado, cuya designación y jefatura
superior se dio en el siglo XVII a los gobernadores por imitar, tal vez, lo ocurrido en España con las “cuadrillas” de la
Santa Hermandad (de las cuales eran réplica), que de comunales pasaron a depender directamente del rey. Pero los
cabildos protestaron por ingerencia y sostuvieron un largo pleito, ganado en el XVIII, y desaparecieron en consecuencia
los “alcaldes provinciales” que a nombre del gobernador mandaban las partidas. Los cuerpos “estables” eran: el fijo,
regimiento de soldados contratados peninsulares: el “Fijo” de Buenos Aires tenía su bandera de enganche en Galicia. Su
objeto era tener una fuerza veterana, no criolla, que en caso necesario pudiera oponerse a las milicias locales; los
blandengues, veteranos nativos de caballería a lanza, creados en el siglo XVIII para custodia de las fronteras con los
indios (se los llamó así porque “blandían” sus lanzas); y finalmente los cuerpos de artillería, independientes del
“presidio”, creados en el siglo XVIII.

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Fuera de su jurisdicción sobre los cuerpos estables, el gobernador podía solicitar del Cabildo la convocatoria de la
milicia o parte de ella, para que sirviera a sus órdenes en una guerra contra indios, portugueses o piratas.

7. IGLESIA INDIANA Y REAL PATRONATO

Espíritu de la conquista.

La empresa de la conquista fue misionera; lo dispusieron desde el momento inicial las capitulaciones de 1492 y lo
confirmaron las medidas de gobierno en los tres siglos de la dominación española. Los Reyes Católicos, campeones de
su fe en Europa, la llevaban más allá del mar: la cruzada de los siete siglos que había sido la Reconquista no concluyó
con la rendición de Granada en enero de 1492; seguiría en agosto con la empresa de Colón.
En la conversión de los indios al cristianismo hubo, no puede negarse y en nada perjudica la voluntad misionera de
sacerdotes y reyes, un propósito de política nacional: se los incorporaba espiritualmente a España al hacerlos cristianos.
La enseñanza de la “doctrina” era el arma excelente de la pacificación.

El Real Patronato.

Los papas del siglo XV, desde Calixto III en 1456, habían conferido a la portuguesa Orden de Cristo la jurisdicción
espiritual de las islas y costa firme que descubriesen los navegantes lusitanos en la costa de África. El gran maestre de
la Orden proveería los beneficios eclesiásticos y como vicario apostólico tendría la vigilancia de la religión. Al poco
tiempo el cargo de gran maestre recae en el rey de Portugal y permanece hereditario en sus sucesores. Desde entonces
los reyes de Portugal serían los vicarios apostólicos de sus colonias en la costa de África.
Al ocurrir el viaje de Colón, el papa Alejandro VI distribuye el Nuevo Mundo entre los reyes de Portugal y España
en diversas bulas dictadas en 1493. Una de ellas —la Eximiae—, al confirmar el dominio español en las islas y tierra
firme de occidente, confiere también el espiritual “con todas las gracias, privilegios, excepciones, facultades, libertades,
inmunidades, etc., dada a los reyes portugueses en las tierras e islas de ellos”. Ese Vicariato Apostólico es confirmado al
crear el papa Julio II tres diócesis en Santo Domingo (el arzobispado y dos obispados) sin intervención de los reyes de
España. Estos retuvieron la bula por entenderla contraria a sus derechos y solicitaron de Roma su anulación. Advertido
el pontífice del error, confirmó el privilegio concedido por Alejandro VI en una nueva bula del 28 de julio de 1508. Los
reyes de España, como fundadores de la Iglesia temporal en el Nuevo Mundo, gozarían —ellos y sus sucesores a
perpetuidad— del derecho de:
a) crear y fijar la jurisdicción de las diócesis;
b) “presentar” a Roma los candidatos a arzobispos, obispos, debiendo el papa otorgar la investidura solamente a
los presentados;
c) Ejercer el Vicario Apostólico, usando el derecho de “retener” las bulas, breves o reinscritos de la autoridad
pontificia que solamente regirían en el Nuevo Mundo con el “pase” de la autoridad real.
En posteriores bulas el patronato fue extendido a las órdenes religiosas, que necesitaron autorización patronal para
establecerse en Indias (Adriano VI, en 1522). Los reyes reglamentaron su privilegio en la real cédula de junio de 1574,
declarando de su exclusiva incumbencia —“irrenunciable e imprescriptible”— la provisión de todos los beneficios y
prebendas eclesiásticos, los nombramientos de priores y guardianes de conventos; provinciales de las órdenes, erección
de catedrales, iglesias parroquiales y votivas, monasterios, hospitales “y todo lugar pío y religioso”, comprendidos las
universidades, colegios y seminarios; el rey o sus representantes designarían los tesoreros o sacristanes que los
administrasen. Los arzobispos u obispos serían “presentados” en Roma antes del año de ocurrir la vacancia, y puestos
inmediatamente en posesión de sus diócesis como vicarios hasta recibir la confirmación pontificia.

Tribunales religiosos.

Los arzobispos y obispos, como pastores de sus diócesis, eran jueces de primera instancia —personalmente o por
representantes— en los pleitos originados en el derecho de familia, regido entonces por cánones eclesiásticos
(matrimonios, divorcios, anulaciones, tenencia de hijos); en la protección de los desvalidos (defensa de indigentes,
viudas, huérfanos, indios). Por fuero eclesiástico entendían en los pleitos civiles o criminales donde fuese parte del
clérigo. De sus resoluciones podía apelarse a las audiencias laicas por el recurso de fuerza.
Había también los jueces conservadores nombrados especialmente para juzgar un pleito donde una Orden religiosa
fuese parte, con facultades de penar las injurias contra éstas o sus miembros. Sus resoluciones eran inapelables, y se dio
el caso en Buenos Aires que un juez conservador condenase en 1620 a destierro en África nada menos que a un
visitador del Consejo de Indias. Abusos como éste hicieron que los “jueces conservadores” desapareciesen a mediados
del siglo XVII.
En el territorio argentino no llegó a establecerse un Tribunal del Santo Oficio encargado de “inquirir” (de allí su
nombre corriente de Inquisición) y reprimir los delitos contra la ortodoxia religiosa. El gobernador Martín Negrón lo
solicita a principios del siglo XVII, tal vez para molestar o alejar a los negreros “portugueses” de Buenos Aires, a
quienes se atribuía practicar en secreto la religión mosaica.

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A falta de tribunal de Santo Oficio, hubo emisarios del cuerpo establecido en Lima para instruir sumarios en las
gobernaciones del Plata, Tucumán y corregimiento de Cuyo. Carecían de facultad para arrestar a los inculpados,
debiendo limitarse a hacer el sumario y elevarlo a Lima, que dispondría la formación o no de la causa.

Los misioneros

La prédica de la doctrina cristiana entre las aborígenes fue encomendada a las órdenes religiosas, en un principio:
franciscanos, dominicos y mercedarios, que con abnegación se lanzaron a la conquista espiritual. No los hacía
desfallecer la posibilidad de morir a manos de los indios; por lo contrario: con fervorosa fe buscaron muchas veces
deliberadamente el martirio. Su obra fue tesonera e inmensa: aprendieron las lenguas vernáculas para facilitar la prédica
y recorrían arriesgadamente zonas desconocidas. Con palabras y ademanes suaves supieron imponerse a las tribus más
feroces. San Francisco Solano recorrió el Tucumán y el Chaco ayudándose con su violín para suavizar a los indios, que
movidos por su dulzura, vida austera y palabras sensatas, adoptaron en gran número la religión cristiana y cesó su
resistencia bélica. Fray Luis de Bolaños ejerció piadosamente su apostolado en las regiones del Plata, principalmente
Paraguay y Corrientes, donde fundó la reducción de “Nuestra Señora de Itatí”.
No todos los pueblos pudieron ser ganados por los misioneros: los pampas y los indios del Chaco permanecieron
reacios. Si bien aceptaron a los “padrecitos”, oyeron misas y se bautizaron, la noción del cristianismo no prendió en sus
mentes indómitas. Siguieron fieles a sus dioses primitivos de la misma manera que se mostraron en todo refractarios al
dominio de España y a cualquier forma de “encomienda”.
Por real cédula de 1608, Felipe III dio orden de incrementar la labor misionera. Una nueva y poderosa asociación
religiosa había sido fundada por San Ignacio de Loyola: la Compañía de Jesús, encargada de propagar la doctrina
cristiana. A ella confió Hernandarias la formación de misiones en Paraguay y Corrientes en cumplimiento de la
recomendación real.
Las primeras misiones jesuíticas fueron tres: entre los guaycurúes al noroeste de Asunción, los guaraníes al sur y
los tapes al oeste. Las más prósperas fueron las últimas. Hacia 1609 se habían instalado las reducciones de San Ignacio
Guazú, y poco después las de Concepción y San Nicolás, San Javier y Yapeyú. En el capítulo correspondiente las
estudiaremos en detalle.

REFERENCIAS

J. M. OTS CAPDEQUI, El Estado español en Indias.


JOSÉ MARÍA FUNES, Consejo Supremo de Indias.
JUAN AGUSTÍN GARCÍA, La ciudad indiana.
RICARDO LEVENE, Historia del derecho argentino.
M. GARCÍA MEROU, Magistratura indiana.
JOSÉ MARÍA ROSA, Del municipio español a la provincia argentina.

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IX
GOBERNADORES Y CORREGIDORES

1. Gobernadores de Buenos Aires (después de Ruiz de Baigorri).


2. Gobernadores del Tucumán (posteriores a Fernando de Zárate).
3. Corregidores de Cuyo.
4. Misiones guaraníes.

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1. GOBERNADORES DE BUENOS AIRES
(después de Ruiz de Baigorri).

Alonso de Mercado y Villacorta (1660-1663), literato y militar (después “marqués de Villacorta”), fue nombrado
por Felipe IV en 1658 y dos años después tomó posesión. Había sido gobernador del Tucumán y combatido a los
calchaquíes sublevados por el aventurero Bohorquez, tal vez para no luchar contra los “portugueses” ni plegarse a ellos.
No contento con Buenos Aires gestionó y obtuvo su traslado en 1663 al Tucumán.
Juan Martínez de Salazar (1663-1674), capitán general y caballero de Santiago, nombrado por Felipe IV. Durante
su gobierno se inauguró, y extinguió, la primera y efímera Audiencia del puerto. Creó con indios calchaquíes la
reducción de los quilmes al sur de la ciudad. Hizo un censo de la población.
Andrés de Robles (1674-1678), caballero de Santiago, nombrado por Carlos II dos años antes. Tuvo conflictos con
el Cabildo porteño y se le probó participación en el contrabando. Por seguir la norma, también se enemistó con el
obispo Azcona Imberto, y fue devuelto a España.
José de Garro (1678-1682), nombrado por el virrey del Perú Baltasar de la Cueva mientras durase la ausencia de
Robles. Se llamó “el santo” por su piedad. Durante su gobierno los portugueses ocuparon la isla San Gabriel y fundaron
la Colonia Sacramento, que Garro hizo desalojar. Debió pasar a Chile a ocupar la presidencia y dejó en el cargo a José
de Herrera y Sotomayor (1682-1691), general de artillería de guarnición en el Fuerte de Buenos Aires. Entró en
conflicto con el Cabildo de Buenos Aires, que objetó su designación y puso en posesión al teniente de gobernador
Pacheco de Santa Cruz; pero el gobernador de Tucumán, Mendoza Mate de Luna, aconsejó mantener a Herrera. Debió
devolver la Colonia del Sacramento a los portugueses. También sufrió acusaciones de participar en contrabandos, pero
fue absuelto en el juicio de residencia.
Agustín de Robles (1691-1698), maestre de campo y de la orden de Santiago, designado por Carlos II en 1690. Se
hizo cargo el año siguiente. Persiguió el contrabando. En previsión de la guerra con Francia, reforzó la guarnición de
Buenos Aires con guaraníes traídos de las Misiones jesuíticas. Fundó la Casa de Recogimiento para mujeres.
Manuel de Prado y Maldonado (1698-1702), tras un viaje accidentado desde España —que motivó interinatos— se
hizo cargo en 1700. Preparó la defensa de Buenos Aires para la guerra de Sucesión.
Alonso Juan de Valdés Inclán (1702-1708), designado por la Corte de Madrid en nombre de Felipe V, Recuperó la
Colonia del Sacramento. En su época se establece el asiento francés en Buenos Aires para la venta de esclavos.
Juan de Velazco y Tejada (1708-1712), licenciado en Derecho, nombrado por Felipe V. Toleró la extracción
clandestina de plata para Francia y tomó parte de los negocios de contrabando contra los Franceses. La misma
Compañía del asiento se quejó de sus exacciones a Madrid, y un juez pesquisidor —Juan José de Mutiloa y Andueza—
lo exoneró al comprobar los delitos.
Juan Alonso de Arce y Soria (1714), compró en 1712 en Madrid el cargo por 18.000 pesos, pero el pesquisidor de
Mutiloa se negó a darle posesión. Solamente será reconocido el 19 de mayo de 1714, para fallecer a los cinco meses sin
hacer nada notable. Hubo un grave conflicto por su sucesión interina entre el sargento mayor Bermúdez de Castro,
designado en pliego de mortaja por Arce, y el alcalde de primer voto, González de la Quadra, nombrado por el Cabildo.
Llevado el arbitraje al obispo, Gabriel de Arregui, falló salomónicamente dando a Quadra el gobierno político y a
Bermúdez el mando militar. La solución disgustó a todos, y el comandante de caballería Barranco Zapian se hizo
reconocer gobernador por las fuerzas de caballería y parte de la infantería; Bermúdez se encerró en e Fuerte con la
artillería y remanente de la infantería. Por mediación del obispo no hubo derramamiento de sangre. Finalmente, por
intervención de la Audiencia de Charcas, Bermúdez conseguirá mantener la gobernación.
Baltasar García Ros (1715-1717) quedó mientras se nombraba el titular de España. De profesión militar, había sido
gobernador de Paraguay. Debió cumplir el tratado de Utrecht y empezar la instalación del asiento inglés de esclavos
conforme a sus disposiciones. También devolver la Colonia a los portugueses.
Bruno Mauricio de Zabala (1717-1735), Felipe V había nombrado gobernador al marqués de Salina, que no se hizo
cargo, no obstante haber pagado 18.000 pesos, porque el Consejo de Indias no lo creyó con capacidad militar para
afrontar el conflicto con Portugal. Se le devolvieron los pesos y se lo mandó a otra parte. El Consejo elevó una terna de
candidatos al rey, pero éste no eligió a ninguno. Después de ofrecerlo a varios militares, designó a Zabala en febrero de
1716, que tomó posesión al año siguiente. Su período fue el más largo, y tal vez el más movido de los gobernadores
rioplatenses. Trajo la primera imprenta, en 1724 desalojó a los portugueses que se habían establecido en Montevideo y
fundó la ciudad del mismo nombre, debió luchar contra los comuneros paraguayos y correntinos, tomó posesión de las
Misiones jesuíticas, que desde entonces carecieron de autonomía. Morirá en Santa Fe en el desempeño de su cargo.

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Gerónimo Luis de Cabrera (1660-1662), nativo de Córdoba, sobrino de Hernandarias y nieto del fundador de la
ciudad natal. Nombrado por el virrey del Perú conde de Alba de Aliste. Había sido gobernador de de Buenos Aires
(1641-1646) y luego comandante general de armas del Tucumán. Envió una expedición a Buenos Aires ante el peligro
de una invasión holandesa. Murió en el cargo.
Pedro de Montoya (1663-1664), caballero de Santiago, nombrado por Felipe IV en 1660, sólo podrá hacerse cargo
tres años después. En 1664 fue transferido a la gobernación de Valdivia en Chile.
Alonso de Mercado y Villacorta (1664-1670), nombrado por segunda vez por Felipe IV en atención a sus gobiernos
anteriores en el Tucumán y Buenos Aires. Acabó por reducir a los calchaquíes y fortificó el territorio. Por sus buenos
servicios pasó a la Presidencia de la Audiencia de Panamá y obtuvo el título de marqués de Villacorta.
Ángelo de Peredo (1670-1674), de la Orden de Santiago y ex presidente de la Audiencia de Chile, nombrado por
Carlos III. Inició las expediciones al Chaco; castigó excesos de los encomenderos y redujo la servidumbre de los
calchaquíes impuesta por su antecesor.
José de Garro (1674-1678), del hábito santiaguino y maestre de campo, nombrado por Carlos II. Hizo tres
expediciones al Chaco para escarmentar a los guaycurúes que habían iniciado sus interminables y devastadores malones
sobre el Tucumán. Pasó luego a la gobernación de Buenos Aires.
Juan Diez de Andino (1678-1681), ex gobernador del Paraguay nombrado interino por el virrey del Perú Baltasar
de la Cueva. Hizo otra entrada a los indios del Chaco.
Fernando de Mendoza Mate de Luna (1681-1686), nombrado por Carlos II. Fundó la ciudad de Catamarca y
trasladó San Miguel del Tucumán a su actual emplazamiento. Reprimió las invasiones chaqueñas. Debió abandonar, a
causa de los guaycurúes, la ciudad de Esteco.
Tomás Félix de Argandoña (1686-1691), nombrado por Carlos II; concluyó la catedral de Santiago del Estero con
su dinero propio. En 1690 debió imponerse a los guaycurúes que llegaron hasta San Miguel.
Martín de Jáuregui (1691-1696), durante su gobierno quedó destruida por un terremoto la ciudad de Talavera, ya
bastante despoblada por las guerras calchaquíes y las invasiones de los indios chaqueños.
Juan de Zamudio (1696-1701), en su período se trasladó la silla episcopal a Córdoba, que también fue asiento de
los gobernadores, aunque prefirieron residir en Salta.
Gaspar de Barahona (1701-1707), designado en “pliego de mortaja” por el titular José de la Torre Vela que había
comprado el cargo en España y murió antes de embarcarse. Al mismo tiempo el gobierno de Madrid —eran los tiempos
de la guerra de Sucesión— designó otro titular, Esteban de Urízar y Arespagochega, a quien Barahona no quiso dar
posesión. Se siguió un largo pleito, demorado en la metrópoli por la guerra y solamente resuelto en 1707. Se acusó a
Barahona de aprovechar el gobierno para negociados.
Esteban de Urízar y Arespagochega (1707-1724), nombrado por Felipe V en 1701; solamente pudo hacerse cargo
seis años más tarde, pero en cambio lo desempeñó hasta su muerte, diecisiete años después. Combatió a los indios del
Chaco, construyó fortines en la frontera y restauró los antiguos. En 1711 se le había nombrado sucesor a José de
Arregui, que había comprado el cargo; pero Felipe V, a pedido de los cabildos de la gobernación, anuló el
nombramiento y dejó “hasta nueva orden” a Urízar, que se mantuvo hasta su muerte. Se facultó que Arregui, con
derecho a nombrar sucesor, lo ocuparía después de Urízar. Fue éste un gobernador laborioso, que construyó obras
públicas a sus expensas, pues tenía gran fortuna personal: entre ellas el templo de La Merced en Jujuy y el Colegio de
los jesuitas en Salta. Residió en Salta, desde entonces asiento virtual del gobierno —el nominal era Córdoba—. Murió
en mayo de 1724. Su muerte abriría un período de inestabilidades y revueltas por la incomprensión de los gobernantes:
había empezado la época de “las colonias de América”.
Isidro Ortiz, marqués de Haro (1724-1726), nombrado interino por la Audiencia de Charcas. Se lo acusó de
indolencia por dejar abandonadas las fronteras del Chaco —tan custodiadas por Urízar— y de disponer a su arbitrio de
las rentas reales. Fue depuesto por una rebelión de las milicias de Salta y Jujuy, apoyadas por La Rioja. El virrey del
Perú, marqués de Castelfuerte, confirmó la deposición. Fue la primera rebelión de los municipios tucumanos contra el
gobierno central, a la que seguirían muchas.
Alonso de Alfaro (1726-1727), maestre de campo, designado interino por la Audiencia de Charcas mientras llegaba
el titular de Madrid. Murió en el desempeño del cargo.
Baltasar de Abarca y Velazco (1727-1730), comendador de Santiago y teniente general de los reales ejércitos,
nombrado por Felipe V. Disgustado por no dársele suficiente tropa para proteger la frontera contra las incursiones de
matacos y guaycurúes, pues las milicias comunales se enemistaron con él por su carácter arrogante y poco político,
acabaría por renunciar.
Manuel Félix de Areche (1730-1732), había sido teniente de gobernador de Urízar, y contaba con el apoyo de los
cabildos (y por lo tanto de las milicias). El virrey del Perú, marqués de Castelfuerte, le encargó el gobierno a la renuncia
de Abarca. Areche con el apoyo de las milicias consiguió rechazar a los indios chaqueños. Murió en el desempeño del
puesto. Fue un funcionario “de quien todos estaban muy prendados”, al decir del padre Lozano.
Juan de Armasa y Arregui (1732-1735), su designación tiene una larga historia: aquél José de Arregui que había
comprado en Madrid en 1711 el cargo de gobernador del Tucumán —y no pudo ocuparlo porque Felipe V mantuvo
“vitalicio” a Urízar— lo había dejado por “pliego de mortaja” a su yerno Fernando de Armasa, que lo renunció en su
hijo Juan de Armasa y Arregui. Éste era natural de Buenos Aires, aunque residía en Madrid. Protestó ante el rey porque
en 1727 se había designado a Abarca contra sus derechos, y obtuvo por real cédula que se lo tendría por gobernador
finalizado el período de éste. En 1730 el marqués de Castelfuerte, virrey del Perú, no quiso ponerlo en posesión “por
falta de experiencia, ser criollo y sospechoso y haber comprado el empleo”: lo de sospechoso porque era sobrino de los

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obispos de Buenos Aires, Gabriel y Juan de Arregui, a quienes se vinculaba con el partido de los comuneros
paraguayos. Pero nada más lejos del ánimo de Armasa que apoyar al partido criollo. La información de Castelfuerte y la
resistencia del cabildo de Salta demoraron su asunción: fue reconocido por el cabildo de Córdoba, mientras el de Salta
quería mantener a Areche. La muerte de éste facilitó la toma de posesión de Armasa. No supo manejarse con tino y tuvo
la resistencia de los cabildos que se negaron a facilitarle milicias para la defensa de las fronteras, como habían hecho
con Abarca. Los matacos aprovecharon la crisis para hacer en 1734 la invasión más penosa habida hasta entonces,
arrasando estancias de Salta y Jujuy en donde murieron o fueron cautivadas más de quinientas personas. Hubo una
sublevación de las milicias salteñas que lo acusaron de incapacidad militar. Finalmente el virrey Castelfuerte con
acuerdo de la Audiencia de Lima lo destituyó.
Matías de Anglés Gortari y Lizarazu (1735-1738), era teniente gobernador de Córdoba, cuando la Audiencia de
Charcas, con acuerdo del virrey Castelfuerte y la Audiencia de Lima, lo puso al frente de la gobernación por destitución
de Armasa y el peligro de la invasión de los matacos. Anglés encontró el apoyo de las milicias, y al frente de ellas
expulsó a los indios e hizo tres entradas en el Chaco como represalias. Preparaba una cuarta, que a su entender habría de
ser definitiva, cuando fue reemplazada por un gobernador de nombramiento real.
Juan de Santiso y Moscoso (1738-1743), sargento mayor, designado por Felipe V en sustitución de Armasa.
Convocó una Junta General o Congreso Provincial de representantes de todos los municipios de la gobernación, que
tuvo lugar en Salta en 1739 (con ausencia deliberada de los representantes de Córdoba), a fin de arbitrar recursos y
hombres para la “entrada” al Chaco proyectada por Anglés. Este Congreso creó un impuesto de sisa a la exportación de
diversos productos (entre ellos las mulas), resistida por Córdoba, principal centro que las producía. No obstante, la
expedición al Chaco se hizo, fueron rescatadas muchas cautivas y hacienda robada, y se tomaron prisioneros. Los
matacos aceptaron la paz (que resultó definitiva), fijándose una frontera que no podían ultrapasar indios ni cristianos.
Con protesta del obispo porque “no se adelantó un solo metro en la difusión de la religión”.
Juan Alonso Espinosa de los Monteros (1743-1749), nombrado por Fernando IV. El teniente gobernador de
Córdoba —de nombramiento “real”— Manuel Esteban y León, causó por su carácter arrogante muchos disturbios en
esta ciudad que se prolongaron hasta 1752. En cambio, Espinosa de los Monteros fue un gobernador querido y activo,
aunque no lo apoyaba su estado de salud y edad avanzada. En 1747 se produjo una grave invasión de abipones que
asoló la campaña de Santiago del Estero y Córdoba, terminada dos años más tarde por la paz con el cacique Alaikin,
“tan notable por su candor como por su intrepidez y valentía”, que aceptó reducirse, fundando con los suyos la
Reducción de la Purísima Concepción.
Juan Victorino Martínez de Tineo (1749-1754), teniente coronel de infantería, nombrado por Fernando VI. Ante el
buen resultado de la reducción de abipones, el nuevo gobernador quiso seguir la obra con los demás pueblos del Chaco:
hizo mandar de Salta a las nuevas “reducciones” ovejas, vacunos, maíz, etc., y el resultado fue excelente; hasta los
indómitos tobas pidieron “reducirse” si se les mataba el hambre. Surgió así San Ignacio de Ledesma. Pero ocurrió que
muchos indios, después de comercien y “despedirse de los padres misioneros llorando” —como dice el informe de
éstos—, abandonaban las reducciones “sin saberse más motivo que el de la estimación que hacen de su miserable
libertad”. Se los castigaría con nuevas “entradas”. Los grandes gastos, primero para las reducciones y después para las
“entradas”, produjeron un malestar en las ciudades exteriorizado violentamente por la sublevación de la milicia
catamarqueña en 1752, apoyada enseguida por la tucumana y riojana. Mientras en Córdoba el permanente conflicto
entre el teniente gobernador Esteban y León con el cabildo y los vecinos, había llegado a su punto culminante con la
detención y despojo de su cargo del comandante de armas de la milicia. Desengañado, Tineo presentará su renuncia.
Juan Francisco de Pestaña Chamucero (1754-1757), señor de Zedeiros y coronel de infantería, nombrado
interinamente por el virrey del Perú conde de Superunda, al tiempo de ascender a coronel a Tineo en desagravio. Puso
orden en la provincia apoyándose en las milicias comunales. Para salvar la disciplina “reprendió enérgicamente” a los
instigadores de la rebelión catamarqueña, les dijo que eran “merecedores de la horca”, pero no tomó medidas porque
“era fundada la causa de su resentimiento”. Gobernó prudente y pacíficamente, y se hizo estimar por todos. Fue
ascendido a presidente de la Audiencia de Charcas.
Joaquín Espinosa y Dávalos (1758-1764), teniente coronel, natural de Lima. Tras el corto interinato de un vecino
dejado por Chamucero —José de Cabrera, salteño—, se hizo cargo por nombramiento de Carlos III del año anterior.
Debió hacer frente a otra sublevación de la milicia riojana, que siguió el ejemplo de la catamarqueña en los años del
gobernador Tineo. Espinosa aceptó sus pretensiones que consistían en no ser llevadas lejos de la ciudad, y que las
milicias defendían exclusivamente la jurisdicción de sus municipios. Espinosa, en lo demás, un buen administrador que
puso orden en las cajas reales y castigó a los ladrones de dineros públicos.
Juan Manuel Fernández Campero (1764-1769), nombrado por Carlos III. Apenas recibido del gobierno, en
Córdoba en febrero de 1764, entró en conflicto con el cabildo de esta ciudad, y a poco con todos los cabildos de la
provincia. Era hombre escasamente discreto, muy poseído por ser “el gobernador de S.M.” y nada contemporizador con
el elemento comunal. Reunió un Congreso provincial en Salta que votase arbitrios para hacer nuevas “entradas” en el
Chaco contra los guaycurúes, pero encontró la resistencia de los municipios. Sus conflictos llevaron a una verdadera
guerra civil entre las fuerzas veteranas de Campero y las milicias comunales dirigidas por el alférez del cabildo de
Córdoba, Juan Antonio de Bárcena, que —a pesar del apoyo al gobernador del obispo Manuel de Abad e Illana—
consiguieron apresar a Campero y remitirlo a la Audiencia de Charcas para adelantarle su “residencia” (1768). Ésta
ordenaría su reposición, y Campero consiguió, en medio del caos imaginable, terminar su período custodiado por las
fuerzas veteranas, y hasta ser agraciado con el hábito de Santiago “por sus méritos”. Que no serían precisamente de tino
político. Se quejó de los habitantes del Tucumán, que “no tienen celo por los intereses y honor del Rey y la Nación…

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sólo porque lo han oído creen que tienen Rey… cada uno quiere vivir con independencia”. Durante su gobierno se
cumplió la expulsión de la Compañía de Jesús, de la que Campero había sido su defensor; se lo acusó de aprovechar la
incautación de sus bienes.
Jerónimo Matorras (1769-1775), comerciante de Buenos Aires, nombrado por el virrey Amat del Perú con
oposición del obispo Abad e Illana y la facción de goda del ex gobernador Campero, que consiguieron llevar a Matorras
en 1770 ante la Audiencia de Lima a levantar los cargos que le dedujeron. Fue absuelto, volvió a Córdoba, consiguió
pacificar la provincia y reforzar las fronteras descuidadas por las luchas intestinas. Murió en ejercicio de su cargo.
Francisco Gabino Arias (1775-1777), vecino de Salta y comisionado de fronteras de su antecesor; fue nombrado
por la Audiencia de Charcas a la muerte de Matorras mientras llegaba Antonio Arriaga, corregidor de Canas, a quienes
se había conferido el gobierno. Reunió en 1776 un Congreso Provincial para resolver otra entrada en el Chaco, que no
pudo cumplirse por el reemplazo de Arias. Más tarde el virrey de Buenos Aires, Vértiz, le encomendaría una expedición
a la vez punitiva y pacificadora al Chaco.
Antonio Arriaga (1777-1778), se hizo cargo por designación de la Audiencia de Charcas. No alcanzó a ejercer un
año —intrascendente—, pues fue sustituido por Andrés Mestre.
Andrés Mestre (1778), el último gobernador de Tucumán, y primero en la Intendencia de Salta, creada ese mismo
año al organizarse el Virreinato de Buenos Aires.

3. CORREGIDORES DE CUYO.

Mendoza, San Juan de la Frontera y San Luis de la Punta, integraban la provincia o corregimiento de Cuyo
dependiente de la Capitanía General de Chile. El mando superior estaba en un funcionario con el título de corregidor y
justicia mayor, más conocido por la abreviatura de “general”. El nombramiento era por real cédula, en principio, pero
solamente en el siglo XVIII hubo corregidores por designación del rey; la mayor parte fueron nombrados por el capitán
general de Chile (se designaban lugartenientes de capitán general) o por el virrey del Perú de quien dependía la
Capitanía General chilena. Primero residió en Mendoza, luego en San Juan y después nuevamente en Mendoza.
Hubo numerosos corregidores en Cuyo, la mayoría simples lugartenientes del capitán general de Chile, que
gobernaron solamente un año, la duración de un cabildo. Me limitaré a los principales nombres:
Pedro de Escobar Ibacache. Maestre de campo; era lugarteniente en Mendoza hacia 1620. Preparó y realizó una
expedición a los Césares, pagando al mito sudamericano.
Juan de Adaro y Arrósola. Nombrado lugarteniente hacia 1631 debido al levantamiento de los huarpes que
impulsados por sus vecinos calchaquíes estuvieron a punto de acabar con San Juan. Venció a los indios, que se hicieron
fuertes en el valle de Guadancol (perteneciente a La Rioja). Gobernó seis años, y fue sustituido en 1637.
Juan de la Guardia Perberana. Vecino de San Juan, gobernaba en 1640. Trasladó la ciudad de San Luis al sitio que
actualmente ocupa.
Melchor de Carvajal y Saravia. Maestre de campo, entró a gobernar en 1657. Debió resistir un ataque de los
pehuenches del sur. Hizo una entrada hasta el río Atuel. Gobernó hasta 1662.
Juan de Roa. Gobernaba en 1662 como corregidor y alcalde mayor de Minas y Registros de la Provincia de Cuyo.
Fue el primero en llevar este título, que siguieron usando sus continuadores.
Juan Carreteri de la Vega. Gobernaba en 1664 cuando se produjo un formidable ataque de los puelches aliados a
los araucanos, que llegaron hasta las inmediaciones de Mendoza.
Antonio de la Maza. Sanjuanino. Gobernó en dos ocasiones: en 1668 y en 1670. Murió asesinado y se atribuyó su
muerte a sus convecinos, los Jofré de San Juan.
Luis Jofré de Arce. También sanjuanino; igualmente ocuparía dos veces el corregimiento, en 1670 y en 1673.
Acusado de la muerte de Maza, fue a Chile y obtuvo sobreseimiento.
Juan Bautista de Oro y Bustamante. Sanjuanino como sus predecesores, administró también el corregimiento en
dos ocasiones. Era hombre aceptado por las dos facciones en que se dividía San Juan, residencia entonces de los
corregidores. Gobernó en 1668 y en 1674.
Pedro Giraldez de Rocamora. Gobernó igualmente en dos ocasiones: de 1704 a 1707, y otra vez en 1711. Debió
resistir otra acometida de los pehuenches que consiguieron sublevar a los pacíficos huarpes. En 1713 resistirá una
invasión de pampas, que pondrán fuego a San Luis.
Juan de Oro y Santamaría. Sanjuanino e hijo del antiguo corregidor del mismo apellido. Gobernó hasta 1720, y su
gobierno, como el de su padre, fue modelo de administración.
Tomás de Larrena. Corregidor entre 1720 y 1722. Durante su período llegaron a las fronteras de Mendoza y San
Luis los temibles ranqueles, desprendimiento de los araucanos que se establecieron en la actual provincia de La Pampa
y llevaban malones contra Cuyo, Córdoba y Buenos Aires.
Juan Antonio de Ovalle. Se hace cargo en 1748 por real cédula de Felipe V fechada ocho años atrás. Su obra fue
sobre todo edilicia. Es el primer corregidor por nombramiento real. Dura en el cargo hasta 1752.
Félix José de Alvarado. Por nombramiento de Fernando IV ocupa el corregimiento en 1759. Vive en Mendoza,
donde se interesa por los cultivos de vid y el regadío.
Juan de Risco Alvarado. Nombrado por Carlos III se hace cargo en 1764. Debe hacer frente a los indios del sur.
Prosigue con las obras de riego en Mendoza y dicta el Reglamento de Regadío. Muere en el cargo en 1770.

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Juan Manuel Ruiz. Designado por el capitán general de Chile, Morales y Catejón, en 1771. Hizo una entrada contra
los indios sureños. Levantó el fuerte de San Carlos, hoy ciudad del mismo nombre. Estableció una fábrica de pólvora en
Mendoza para proveer a los fuertes y fortines fronterizos. Tuvo un “parlamento” con los araucanos donde consiguió una
paz que no sería duradera.
José Sebastián de Sotomayor. Riojano. Fue el último corregidor de Cuyo dependiente de Chile, nombrado por la
Audiencia de Santiago en 1774. Debió resistir el ataque de los indios, sublevados por no haberse cumplido la paz
concertada con el corregidor Ruiz, que llegaron a veinte leguas de Mendoza después de asaltar y tomar el fuerte San
Carlos. Consiguió hacer una paz con los naturales que esta vez resultó definitiva.
No obstante la creación del cargo de virrey de Buenos Aires, y la jurisdicción que se le otorgó comprensiva de la
provincia de Cuyo, como no se había organizado la administración (sólo se hará cargo en 1783 con la Ordenanza de
Intendentes), Cevallos nombró corregidor para Cuyo a Jacinto de Camargo Loayza, que ejerció hasta crearse la
Intendencia de Córdoba del Tucumán con jurisdicción en los tres municipios cuyanos además de Córdoba (la sede del
gobierno) y La Rioja.

4. MISIONES GUARANÍES.

Los jesuitas.

Hernandarias y el oidor Alfaro apoyaron a los sacerdotes jesuitas, llegados en gran número al Río de la Plata desde
fines del siglo XVI. Venían a proseguir la obra evangelizadora iniciada por los franciscanos —San Francisco Solano,
fray Luis de Bolaños—, y les fue encomendada la reducción de los indígenas aún no sometidos: guaraníes del alto
Paraná y Paraguay, tapes del Uruguay y actual Río Grande, guaycurúes y matacos del Chaco, pampas de Buenos Airee.
Por la unidad y disciplina de su Compañía, valor personal y sentido misionero de sus sacerdotes, los jesuitas no tardaron
en prosperar. Además de las reducciones, formaron residencias y colegios en las principales ciudades (en Córdoba la
Universidad).

Las Misiones guaraníes.

Las reducciones en los pampas y chaqueños fracasaron por lo indómito de estos indios. No ocurrió lo mismo entre
los guaraníes y tapes pese a su carácter bravío: los jesuitas cumplieron el cometido y alzaron reducciones, o
administraron antiguas misiones franciscanas en Loreto, Candelaria y Limpia Concepción. El P. Roque González de
Santa Cruz penetró por el Uruguay, fundó Yapeyú, más tarde Candelaria del Yvahy en la región de los “tapes”, para
acabar su vida muerto por éstos. Le sucedieron otros —entre ellos el P. Juan del Castillo—, también matados por los
naturales. Pero finalmente la dulzura y mansedumbre de los sacerdotes acabará por ganar a los indígenas que aceptaron
reducirse, y bajo su dirección levantaron treinta pueblos o misiones.

Un “pueblo” misionero.

Todas las aldeas eran de planta similar. Alrededor de una plaza estaban la iglesia (“casa de Dios”), la residencia de
los sacerdotes, la escuela, el almacén y el cabildo o “casa de los hombres”. En algunos el taller. Más allá se alzaban las
casas de los indígenas blanqueadas y muy aseadas, con corrales para animales y aves domésticas y telares de labores
femeninas; después venían los corrales para caballos, bueyes y mulas de la comunidad, y finalmente la tierra de
labranza.
El gobierno estaba, aparentemente, en manos de los mismos indios y consistía en un cabildo de alcaldes y regidores
presididos por un corregidor, que penaba las faltas a la convivencia, distribuía justicia y disponía la administración.
Usaban sus componentes vistosos uniformes en las festividades religiosas, y bien adornadas varas y mazas como
emblemas del cargo. Claro que sus actividades debería aprobarlas el padre rector.

“Aunque no se lo tome en serio —dice V. F. López, nada sospechoso de simpatía hacia los jesuitas— al simulacro de vida municipal que
se practicaba en cada Misión, no es menos cierto que los indios transformados en alcaldes y regidores se dignificaban al llenar su papel… el
aparato mismo, la comedia si se quiere, era una enseñanza de buena cultura en el trato y en el porte”.

La realidad política y administrativa descansaba en los sacerdotes de la “Residencia”. Eran, el rector encargado del
gobierno, el doctrinero de la escuela y enseñanza religiosa, el despensero que tomaba cuenta de las cosechas y
distribuía los alimentos y ropas, el coadjutor para el trato directo con los indios. En Candelaria residía el padre
superior, y los visitadores que inspeccionaban los treinta pueblos.
Después de la destructora invasión de los bandeirantes en 1630, Felipe III autorizó la organización militar y el uso
de armas de fuego. En cada pueblo se formó una “milicia” convenientemente instruida por oficiales contratados por la
Compañía: sus funciones iban más allá de la defensa de las aldeas y en caso necesario podían llevar invasiones lejanas.
Se dijo que el superior de las Misiones podía poner en pie de guerra un ejército de 50.000 hombres perfectamente
armados.

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Trabajo

Cada padre de familia tenía la obligación de labrar una chacra que era propiedad de la comunidad. Hacía el trabajo
con su mujer e hijos en comunidad. Vigilados por el coadjutor, salía al amanecer de la aldea la columna al son de
cánticos; el regreso a la puesta del sol se hacía de idéntica manera en tiempo de labranza. En otro, trabajaban en el
almacén o el transporte.
La producción principal era la yerba-mate, estimulante que los jesuitas consiguieron imponer en los mercados
americanos; además cultivaban maíz, tabaco, mandioca, recogían algodón y aprovechaban las maderas regionales.
Fuera de estas faenas agrícolas, los indios que demostraban condiciones trabajaban en talleres de metalurgia, alfarería y
carpintería. Algunos, de dotes excepcionales, producían excelentes tallas en madera de imágenes religiosas.
Todo dependía de la dirección sacerdotal, que sólo una entidad de la extraordinaria disciplina de los jesuitas podía
mantener.

“La buena economía y gobierno de estos Padres —escribe el P. Altamirano en 1752 al volteriano marqués de Valdelirios— conociendo
por experiencia que el indio no tiene cabeza, economía ni gobierno, y por consiguiente que lo que puede durarle un año con buena
administración, puesta en sus manos y a su arbitrio no le dura ni un mes, porque todo lo destruye y reparte… todos los días se da a cada indio
dos o tres veces la yerba que precisamente ha de gastar en el día; del mismo modo se reparte la carne, el maíz y demás semillas para sembrar se
les reparte a su tiempo”.

La enseñanza.

En cada pueblo había una escuela que enseñaba doctrina cristiana y primeras letras. Se ha acusado que la enseñanza
se hacía en guaraní con la idea de emancipar algún día el Imperio Guaranítico del dominio español, manteniéndolo
separados de las gobernaciones occidentales de lengua y cultura castellana. No pueden juzgarse las intenciones, que en
todo caso no alcanzaron a cumplirse; pero no es cierto del todo que se olvidase la lengua española. Se editaron en las
imprentas de las misiones muchos libros en guaraní y en español (al ser expulsados se encontraron en las bibliotecas de
sólo 19 pueblos, nueve mil volúmenes, de ellos mil en guaraní), aunque puede suponerse que aquéllos serían para uso
de los indios y éstos de los sacerdotes todavía no familiarizados con la lengua vernácula.

La lengua guaraní fue impuesta a los tapes y payaguás, que olvidaron la suya.

El “Imperio Guaraní”.

La crítica contra las Misiones y los jesuitas ha sido despiadada, y en otro lugar encontraremos sus fundamentos. Es
cierto que las ganancias no se distribuyeron exclusivamente entre los indios ni en las Misiones: no entendían los padres
hacer de ellas una entidad separada de la Compañía. Los excedentes se emplearon en estancias, comercio, bancos y
otras empresas comerciales y financieras, tanto en América como en Europa; pero no en la proporción que dijeron sus
enemigos y servirían para dar los fundamentos de su expulsión. Pero el orden y la prosperidad logrados se basaron
exclusivamente —como anota el P. Altamirano en la relación transcripta— en la vigilancia y acción personal de los
padres de la Compañía.

“Faltando los Padres —dice Altamirano a Valdelirios quince años antes de la expulsión y cuando nada la hacía prever— faltará sin duda el
buen orden y gobierno, y por consiguiente se pierden los indios y los pueblos; porque dejándose toda la hacienda en la casa, los indios sin
cabeza y ya sin temor al azote que los contiene, a la hora o antes entrarán en la casa a saco”.

Las misiones fueron “un Imperio de otro Imperio”, pero no es verdad que sólo dejaron las magníficas ruinas de sus
iglesias cubiertas por la selva, que en definitiva se impuso, y la belleza de sus tallas religiosas que consiguieron salvar.
Un cristianismo arraigado con lazo firme y el idioma guaraní que se fue extendiendo a Paraguay y a Corrientes quedó
de la cultura de los tiempos jesuíticos; se ganó la selva del alto Paraná y Paraguay a los bandeirantes, que sin los
jesuitas y las milicias indígenas hubieran establecido allí (como lo consiguieron en gran parte en el siglo XIX por su
obra diplomática) el dominio brasileño; y quedaron los arbustos de yerba mate y las plantas de algodón para que los
agricultores del XX hiciesen renacer la gran riqueza misionera.

REFERENCIAS

GUILLERMO FURLONG CARDIFF S. F. J., Las Misiones jesuíticas.


PABLO HERNÁNDEZ, Misiones del Paraguay, organización social de las doctrinas guaraníes.
MANUEL LIZONDO BORDA, El Tucumán de los siglos XVII y XVIII.
ERNESTO PALACIO, Historia de la Argentina (t. I).
VICENTE D. SIERRA, Historia de la Argentina (ts. II y III).
JOSÉ TORRE REVELLO, Los gobernantes de Buenos Aires (1617-1777).
ANTONIO ZINNY, Historia de los gobernadores.

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X
SOCIEDADES INDIANAS

1. La ciudad
2. La campaña
3. La economía
4. La instrucción y la cultura

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1. LA CIUDAD

La sociedad urbana porteña en los siglos XVII y XVIII

Ya no rige la exclusiva de los “vecinos” para poseer la propiedad y el gobierno. Desde principios del siglo los
“estantes” de posibles —“portugueses” negreros o sus “aportuguesados” socios— han igualado y enseguida superado a
los descendientes de los viejos pobladores. Ahora la tenencia de dinero —los posibles— da la preeminencia social.
Las etapas de esta revolución social pueden señalarse así: 1) Llegan, traídos por el comercio negrero, legal o
clandestino, “portugueses” y “flamencos” monopolistas del tráfico de esclavos, que arriendan sus habitaciones y
almacenes, pues no pueden adquirir la propiedad por carecer de derecho de vecindad. 2) Dueños del dinero, en tiempos
que falta el numerario, prestan a los pobladores con garantía hipotecaria sobre sus casas, chácaras y estancias, o se
casan con hijas de pobladores pobres: de ambas maneras presionan o se vinculan a los viejos vecinos y obtienen del
Cabildo el derecho de vecindad; algunos, como el “portugués” Diego de Vega, para disfrazar sus actividades negreras o
tener el rango social que daba la propiedad de la tierra y el ejercicio de la milicia, acumulan tierras y arman sus peones
sin ser ni labriegos ni guerreros. 3) En 1614 se apoderan por fraude del Cabildo, y manejan el corregimiento y la
justicia; hacia 1620 consiguen que se vendan en Potosí al mejor postor las seis varas de regidores: el negrero Juan de
Vergara las adquiere para él, sus familiares y allegados, y así elige a los alcaldes. 4) No solamente los estantes de
“posibles” obtienen la vecindad por carta del Cabildo dominado por ellos; hacia 1674 se admite que los “dependientes”
del comercio, es decir, los allegados de los nuevos ricos, formen un tercio de infantería en las milicias; la obligación de
servir las armas los constituye ciudadanos, y en adelante se llamaron indistintamente “vecinos” al igual que los
principales. La denominación no significará en el siglo XVIII un privilegio feudal, sino mera relación de convivencia.

Los “principales”.

Esta aparente igualdad política entre vecinos y estantes produce una gran desigualdad. Al advenir una clase
dominante por el dinero, Buenos Aires no será gobernada por los patricios que encuentran en los fundadores y primeros
pobladores su tronco originario, sino por nóbiles —nuevos— que poseen el dinero, y adquieren los rangos principales
en la sociedad. Se forma una oligarquía mercantil, de oscuro origen, como clase privilegiada, mucho más exclusiva que
la otra: la gente principal o de posibles, también llamada “sana del vecindario” o gente decente. Enriquecidos por el
comercio ilícito, o allegados a él, tendrán la hegemonía social. Habitan en el centro de la ciudad, la antigua “planta”,
pues han desalojado de sus solares a los viejos pobladores y construido en vez de los ranchos de barro y sauce de éstos,
casas de ladrillo cocido con pisos también de ladrillo.
La ciudad en adelante, serán ellos exclusivamente: los demás poco o nada cuentan. A la clase principal pertenecen
los regidores perpetuos y los alcaldes —ordinarios o de hermandad— elegidos por éstos, los oficios vendibles del
municipio, la administración real, y los cargos del ejército permanente. Su poder es absoluto y los gobernadores, como
más tarde los virreyes, deben tenerlos propicios para contar con su testimonio favorable el día que lleguen los
pesquisidores del juicio de residencia.
Forman en la clase “principal” los funcionarios, los “tenderos” los hacendados (muchas familias de origen
mercantil han adquirido “mercedes de estancias”, más por la idea feudal de dar la tierra honra, que por conveniencia),
los “profesores de derecho o medicina” (que ejercen la “profesión” de litigar o curar), los clérigos y los oficiales de la
fuerza veterana. Como ocurre en toda la clasificación social basada en el dinero, su sola tenencia no da título para
ingresar o permanecer en ella: es necesario convivir y alternar en el medio; por lo tanto, debe habitarse “en el centro” y
amoldarse a las costumbres lugareñas. El dinero es imprescindible, o por lo menos la apariencia del dinero; las virtudes
militares no han perdido toda su antigua valía, pero no son ya del rango distintivo; el abolengo no cuenta.
No basta con la tenencia o apariencia del dinero. La educación a fin de amoldarse al medio es imprescindible. Los enriquecidos
(bolicheros prósperos, “profesores” advenedizos, “quinteros” laboriosos y ahorrativos) encontraban resistencias para entrar en la clase principal.
Como aparentaban usos sociales que no les eran familiares, necesariamente los exageraban: toda imitación es mala y la de ellos resultaba
estrepitosa. A estos nuevos ricos que se desvivían por ocupar un rango principal en la sociedad se los conocía con el nombre de guarangos,
palabra de posible etimología pampa (de guaran, bullicioso, ruidoso). Si les era difícil a los “guarangos” escalar posiciones sociales, no ocurría
lo mismo con sus hijos educados en el colegio de la Compañía.
Vicente Fidel López (Historia argentina, X, 346) describe la “clase principal” en los comienzos de la Revolución: “En ese tiempo Buenos
Aires seguía viviendo todavía dentro del molde que le había dado el gobierno colonial. La ciudad tomada en su masa total, y salvo detalles
secundarios, se componía de dos grandes grupos de población, caracterizados, no por la variedad de sus especies, sino por el modo y la forma de
su respectiva habitación. En le centro, ubicado en redor de la plaza de la Victoria, vivían en mansiones solariegas los rentistas, los letrados de
crédito, los comerciantes capitalistas, los del menudeo y sus numerosos dependientes conocidos con el nombre peculiar de tenderos. La primera
clase eran en general gentes bien nacidas, de hogar antiguo o de fortuna ya consolidada; los demás eran sus cooperadores subalternos,
naturalmente atraídos al orden de los intereses que servían… Este conjunto de padres de familia y de gentes acomodadas habían ido tomando
poco a poco (y por efecto de los disturbios revolucionarios) el nombre característico de gente decente, en contraposición a los alborotos que
tantas veces habían promovido los corifeos populacheros removiendo y poniendo en acción las clases de nivel inferior, de filiación más plebeya,
ubicadas en el ejido; clases que los franceses, con una acepción política más correcta, llaman de la banlieu, y nosotros, con menos corrección,
“orillas”, “orilleros”.

Dependen de la clase principal, y como ellas habitan en el centro, los dependientes de comercio, que han adquirido
urbanidad por su roce con las familias principales aunque no posean dinero para optar a cargos políticos ni a un rango
preeminente, que ya lo tendrán al encontrarse a su vez al frente de “tiendas”, y los esclavos “morenos” (negros) que
realizan las faenas domésticas en las casonas de familia, iglesias, conventos y dependencias administrativas.

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Los “inferiores”.

Sin gravitación política ni social en la ciudad-puerto está la multitud de los inferiores.


En primer término los orilleros que viven en las “quintas” de las orillas de la población, parcelas de lo que fue el
ejido o las antiguas “chácaras” repartidas por el Fundador a los primeros pobladores. Los orilleros son sus
descendientes, desposeídos ahora de importancia social, política y económica. Las testamentarías han subdividido las
chácaras, que apenas tienen una cuadra o dos de extensión. Allí malviven como matanzeros del matadero, “peones” de
arreos o vaquerías (peones de a caballo pese a la contradicción gramatical), o medran del producto de las huertas
trabajadas exclusivamente por la mujer e hijas pues la labranza es despreciable para el varón. De su antigua jerarquía
feudal mantienen el privilegio del caballo, fácil de conservar donde un caballo vale menos que una gallina, y el derecho
de formar en la milicia urbana.
Casi siempre analfabetos, pues no eran necesarias las letras para faenar una res, y carecer de tiempo y dinero para
mandar a sus hijos a las escuelas del centro, han perdido hasta el recuerdo de la antigua preeminencia y aceptan
resignados su posición inferior en la ciudad fundada por sus abuelos. Solamente les queda una vaga conciencia de ser
los verdaderos patricios, y un gran amor a la tierra y al medio.
Vicente Fidel López llama plebe equivocadamente a estos patricios empobrecidos. Dice (Historia argentina, VIII, 115): “al llamarle plebe estoy muy
lejos de confundir a esa clase de nuestra antigua población con la gente menesterosa y baja que vaga por las calles de las ciudades populosas viviendo
del ocio o de los trabajos serviles del jornal… El «cívico porteño» era propietario rural, enteramente libre e independiente de patrones: tenía caballo
(circunstancia digna de notarse), hogar y medios propios de subsistencia en las orillas y barrios embrionarios de la ciudad. Pero como vivía a sus
anchas entre los abiertos eriales llamado las orillas tenía una cultura intermedia y deficiente: era soberbio porque estaba poseído de su individualidad:
predispuesto a los alborotos, unido por un espíritu de cuerpo a su medium social y poco simpático a las clases dirigentes cuyas casas ocupaban las
calles del urbano centro. Era una clase hoy desaparecida, de origen europeo, y que como se ve ofrecía una saltante analogía con la plebe romana, tan
fiel como ella al patriotismo locas y del mismo modo rebelde a la aristocracia que dominaba. Dorrego fue su Graco: Rosas… su César”.

Después encontramos a los artesanos, poco numerosos en Buenos Aires en relación con las ciudades del interior.
Trabajan las materias primas del puerto (platería, cuero) y habitan la última calle de la planta, limitando con el ejido: la
calle de San Cosme y San Damián, más conocida por “de las Artes” (hoy Carlos Pellegrini y Bernardo de Irigoyen). Es
instructivo que muchos empobrecidos descendientes de pobladores, adquirieran maestría en algún arte y vivieran de sus
manos sin perder por eso su orgullo de “accioneros”, su grado en la milicia comunal y tal vez su íntimo desprecio a los
“judíos” del centro: Juan de Gribeo, nieto de Domingo de Gribeo, que fue regidor en Buenos Aires antes de 1614 y uno
de los beneméritos en lucha contra la oligarquía portuaria, era en tiempos de Bruno Mauricio de Zavala “maestro” en la
calle de las Artes y capitán de la tropa municipal; en ese carácter lo vemos ir a Asunción a apaciguar en nombre del
gobernador a sus iguales los comuneros de Antequera.
Tanto zapateros, como plateros y lomilleros están agremiados y mantienen los tres rangos del trabajo medieval:
maestros, oficiales y aprendices. Hasta fines del siglo XVIII su trabajo fue “libre”, es decir, no existieron gremios ni
reglamentos fiscales. Eso perjudicaba la acción y el buen crédito de los artesanos. Los primeros en darse una
reglamentación, aunque sin constituirse formalmente en “gremio”, fueron los sastres hacia 1733, año en que el Cabildo
designó dos “maestros” que examinasen a las personas de su profesión, capacitadas por su pericia y honradez, para ser
maestros u oficiales. Solamente un “maestro” tenía derecho a abrir una sastrería como patrón, y solamente un “oficial”
podía emplearse en ella. En 1788, por bando del intendente de la Real Hacienda se intentó organizar el gremio de
plateros formado por “aprendices” que trabajaban en un taller sin retribución y al cabo de cinco años pasaban a
“oficiales” asalariados; después de ejercer durante dos años y previo examen de “obra maestra” rendido ante el
Hermano Mayor —jefe del gremio— optaban a “maestros” y abrían talleres, tenían oficiales asalariados y enseñaban
aprendices.
En el bando, el cuerpo propondría al virrey al Hermano Mayor, a los “maestros” examinadores, al tesorero y
apoderado. Aunque no llegó a establecerse formalmente, existió una reglamentación para ingresar y examinarse y hubo
Hermanos Mayores que lo dirigieron y representaron. Lo mismo ocurrió con los zapateros. Hubo también “cofradías”, a
la vez organizaciones religiosas y asociaciones de socorros mutuos de artesanos. Para ser aprendiz y entrar en un taller,
conforme a las disposiciones generales españolas era necesario acreditar “limpieza de sangre”, aunque no parece que
fuera estrictamente observada en Buenos Aires pues encontramos “libertos” negros o mulatos en los censos comunales.
Tal vez se acreditase solamente la ausencia de “mala raza”, mora o judía; de todos modos la información de “limpieza
de sangre” quedó abolida para todos los reinos españoles por real cédula de 1782.
Más allá, cerca del matadero del alto de San Pedro Telmo, de la “plaza de las Carretas” junto a los corrales de
Miserere, y del embarcadero de “la Boca”, o las quintas “de Palermo”, estaban los bolicheros del menudeo, casi
siempre asturianos o gallegos recientemente advenidos que empezaban una brega que habría de llevarlos, cuando
comprasen casa en el centro y sus hijos hubieran pasado por el colegio de la Compañía, a ingresar en la clase principal.
Ningún orillero de ley tendrá “boliche”, actividad que desprecia, y por lo tanto no podrá elevar su rango social.
En el arrabal de Monserrat, llamado “barrio del tambor”, vivían los morenos libertos. Sus mujeres se ocupaban de
industrias rudimentarias (trenzados de paja, pabilos de vela) o confección de alimentos (empanadas, mazamorra,
dulces); los hombres son changadores (jornaleros), soldados en el “presidio” y otros cuerpos estables, o “menestrales”
(oficiales de artes mecánicas, sin rango gremial).

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Las ciudades del interior.

La revolución social que transformó a principios del siglo XVI a Buenos Aires, de una república de “vecinos” en
una república “de pudientes”, no se cumplirá en el interior en la forma radical ocurrida en el “puerto”.
Si bien la clase principal de las ciudades mediterráneas no está formada, a fines del XVII, exclusivamente por
descendientes de pobladores o vecinos con “carta de vecindad”, pues algunos comerciantes o artesanos mayores
(carpinteros de ribera en el litoral, destiladores de alcoholes en Cuyo) han ascendido a ella; el dominio de suelo no ha
salido todavía de las antiguas familiar, y es lo único que da jerarquía social. En el noroeste no hubo animales alzados;
los pobladores se dedicaron a la cría de domésticos o a las plantaciones (viña y trigo en Cuyo, olivos en Catamarca y La
Rioja, algodón en Tucumán) trabajadas por los indios encomendados. Sus fundos, más extensos que las reducciones
chácaras porteñas, fueron más prósperos y permanecieron mayor tiempo en poder de sus descendientes. Al subdividirse
por las sucesiones, no llevaron necesariamente a un aniquilamiento económico y social.
Hacia principios del XVIII la prosperidad del comercio en algunas ciudades del litoral (Asunción, Corrientes, Santa
Fe) o del “camino del Perú” (Córdoba, Tucumán, Salta) crearon una poderosa clase de mercaderes. Educados en los
colegios de la Compañía, apoyados por los jesuitas y por los funcionarios reales, se lanzaron a la conquista del poder.
Los descendientes de los pobladores, empobrecidos ahora por la preeminencia que el tráfico había tomado sobre la
producción, los llamaron despectivamente los gallegos por la región donde nacieron sus padres (muchos ocultaron
como “gallego” un origen portugués y “sospechoso de fe”); en Asunción les dirán contrabandos, calificativo
sobradamente expresivo; en Corrientes, jesuitas o ajesuitados, por educarse con ellos y mantener vínculos con los
padres de la Compañía. Enlazados por matrimonio con familias fundadoras pero empobrecidas (como había ocurrido en
Buenos Aires cien años atrás), se encontraron en condiciones de tomar el poder. El advenimiento de esta clase de
“nuevos ricos” provocó hondas luchas sociales y políticas, de las cuales son un ejemplo las ocurridas en 1742 en
Córdoba entre el teniente real Esteban y León y los ‘mercaderes’, contra los antiguos vecinos dirigidos por el alcalde
Bárcena; y sobre todo las revoluciones de los comuneros en Asunción en 1732 y de la Vecindad correntina en 1764.
La clase inferior de las ciudades mediterráneas tuvo una composición social distinta a la porteña: los “orilleros” no
eran antiguos pobladores venidos a menos, sino indios o mestizos dedicados a la artesanía: de la madera los hombres,
del tejido las mujeres. Sus talleres adquirieron nombradía y les permitieron vivir con cierta holgura. Económicamente
no hubo mucha diferencia entre los vecinos “principales” de fortuna escasa y la ninguna pobreza de los “inferiores”;
aunque, socialmente, quienes trabajaban con sus manos no pueden aspirar a igualarlos. Los “libertos”, negros o mulatos,
viven en sus barrios como changadores, soldados del “presidio”, o de la confección de alimentos y dulces las mujeres.
Al revés de lo que ocurre en Buenos Aires, hay en las ciudades mediterráneas un desprecio de los “principales” sobre
todo los de vieja data, al negro o mulato, cuya causa tal vez esté en la parte de sangre india que les venía por sus abuelas
“princesas incásicas”. Si por un lado la exhibían orgullosos ante los “gallegos” tenderos, recién llegados, por el otro
trataban de diferenciarse de los mulatos de piel tan oscura como la suya.

Las razas.

La mezcla del español con el indígena fue considerable en la zona mediterránea y el alto litoral; no así en Buenos
Aires. Entre los primitivos pobladores del puerto, traídos por Garay, hubo “mancebos de la tierra” que no encontraron
ocasión de renovar su parte de sangre autóctona con las indómitas indias pampas: casaron con blancas puras, como
también lo hicieron sus nietos. En el Buenos Aires del XVIII la población blanca prevaleció: lo fueron los principales
descendientes de emigrantes advenidos de España o de portugueses comerciantes, los orilleros con filiación en los
primeros pobladores, los soldados gallegos del Fijo, los artesanos andaluces o catalanes de la calle de las Artes y los
asturianos minoristas que atendían los boliches.
La raza negra, más o menos mezclada, de esclavos y libertos, tenía sus jerarquías: estaban los minas de Guinea, los
más codiciados por su fortaleza física; después las “naciones” de Angola, aunque la mezcla de pueblos africanos fue
corrientes. No hay en la ciudad mayor cantidad de indios o mestizos.
En la campaña el tipo blanco se mantuvo casi puro: pocos indígenas en las reducciones y escasos mestizos en sus
cercanías (Baradero, Quilmes); casi ningún negro, salvo en la cercanía de los conventos (San Pedro, etc.), que no
pueden competir en las tareas rurales con el “gaucho” blanco descendiente de andaluces. Indios pampas apenas si los
hay, diezmados por el alcohol y las epidemias, en las poco sólidas reducciones de fronteras; por excepción algunos
estancieros los han experimentado, sin resultado apreciable, en las tareas rurales.
En cambio, en el interior la mezcla de las razas autóctonas con la española fue cosa corriente. El español de la
conquista se unió con la mansa india guaraní o quichua, y en las familias principales se tuvo a honra la abuela “princesa
incásica” casada con el abuelo conquistador, rasgo que distingue a los viejos pobladores de los gallegos o asturianos
recientemente llegados y se precia como ejecutoria de nobleza criolla; aunque el legítimo matrimonio de los abuelos y
el rango nobiliario de la “princesa” fuesen discutibles. En las clases populares, donde el predominio indígena en la
mestización fue mayor, ya no fue la abuela india sino el bisabuelo español el motivo de orgullo. Hay algunos mulatos y
pocos negros, salvo en Córdoba, donde fue mucha su afluencia para el servicio doméstico de las comunidades
religiosas.

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2. LA CAMPAÑA

El “yermo” de Buenos Aires.

Garay repartió a los pobladores solares en la “planta” de un cuarto de cuadra a una cuadra, y chácaras para
labranza de 300 varas de frente al río por una legua de fondo, más allá de la legua destinada a ejido que era de común
aprovechamiento. Más tarde, entre 1583 y 1587 se otorgan en el “despoblado” mercedes de suertes de estancias media
legua por legua y media) destinadas a dehesas de animales domésticos. Con mucha posterioridad se darán mercedes de
mayor extensión en los pagos alejados.
La zona poblada no iba en el siglo XVII más allá de Magdalena al sur y Baradero al norte, formando una estrecha
franja junto al río. Aun así, las estancias concedidas no fueron pobladas o quedaron abandonadas debido al fracaso de
las encomiendas indígenas y sobre todo al crecimiento a partir de 1608 del ganado vacuno silvestre que hizo innecesario
el doméstico. Buenos Aires no se extendió al “yermo”, sino que el yermo tomó las estancias; la ciudad, estrechada, fue
comiéndose el ejido comunal que acabaría repartido en “quintas” de labranza de propiedad privada.

Baguales y cimarrones.

Aquellos baguales y yeguas abandonados o alzados a los expedicionarios de Mendoza en 1536, acabaron por cubrir
la pampa apenas de acostumbraron al medio y aprendieron a sortear sus peligros. Eran tantos en 1580 que Garay, como
hemos visto, concedió “los potros” en propiedad a quienes lo acompañaron en su jornada fundadora.
Los yeguarizos silvestres (que los españoles llamaban potros, y los indios baguales) permitieron el mantenimiento
de Buenos Aires en el inhóspito río de la Plata de 1580. Su carne dulzona podía suplir la de los ausentes vacunos y
ovinos y alejaba el fantasma de la hambruna, compañera inseparable de quienes habitaron las márgenes del estuario.
Además daban sebo y crines que podían exportarse (el cuero no contaba todavía), y eran aptos para servir de transporte
o arma militar.
El Cabildo firmó el derecho de los pobladores el 16 de octubre de 1589 al invocar la Orden de los Mercedarios
privilegios del rey sobre los animales mostrencos para servir a la redención de cautivos. La decisión de los capitulares
fue ratificada por el Consejo de Indias en 1591.
La propiedad exclusiva de los potros fue desdeñada por los vecinos cuando hizo su aparición, hacia 1606, una gran
cantidad de vacunos cimarrones de mejor aprovechamiento. Nadie saldrá a matar caballos pudiendo matar vacas, y
aquéllos acabaron por ser de aprovechamiento común: cada habitante, sin distinción de ser vecino o no, quedó dueño
del potro que en lazaba y podía domar o tusar para quedarse con su crin. La “cacería libre de colas” no quedó ceñida a
reglamentación alguna.
El ganado yeguarizo silvestre, extendiéndose por la pampa, fue causa que los indios araucanos dejasen sus valles
andinos y traspusieran la cordillera en su persecución. Se apoderaron de la pampa, mezclándose o exterminando a los
primitivos aucas, para aprovecharse de los baguales. El caballo llegó a ser la base de su economía: con sus cueros
hicieron toldos, botas, delantales y tientos, su carne dulce les servía de alimento, y la leche de las yeguas alimentaba a
sus niños. Se hicieron consumados jinetes y nadie igualó su pericia en “domar de abajo” (sin jinetear), que requería
mayor paciencia pero hacía más dóciles a los animales. El caballo fue su medio de transporte, y sobre todo su gran arma
de guerra.
En un principio no chocaron con los españoles: la pampa era inmensa y el yermo no había sido repartido en
mercedes amojonadas. Además cada cual buscaba objetivos distintos: caballos el indio, vacas el español.

Los cimarrones; la “acción de vaquear”.

Si bien hubo vacunos alzados en las cercanías de todas las ciudades indianas, en parte alguna serían tan abundantes
como en Buenos Aires. No solamente por la fertilidad de sus pastos que permitieron multiplicarse hasta el prodigio a los
animales escapados de los corrales porteños, sino porque la fatal de indios encomendados hizo difícil la tarea de
pastorear y encerrar los rebaños domésticos.
Un cuarto de siglo después de la fundación de Garay ya existen vacunos mostrencos en las inmediaciones, pues el
30 de octubre e 1606 la Orden de los Mercedarios solicita, conforme al privilegio que hemos mencionado, el derecho de
apropiarse de ellos para emplear sus productos en la redención de cautivos. El Cabildo lo concede, reservando los
“potros” a los vecinos como lo había establecido Garay. Pero dos años más tarde, se presenta el vecino Melchor Maciel
al Cabildo pidiendo “tomar del ganado mostrenco que está en la comunidad” el número de vacas que se le habían
alzado. Previa información del alzamiento, el Cabildo le permite el 28 de enero de 1608 cazar un número equivalente de
“cimarrones”. Fue la primera licencia de vaquear concedida en Buenos Aires.
Al año siguiente —1609—, tal vez porque los cimarrones se habían reproducido en cantidad, o porque los
contrabandistas portugueses estimulaban su matanza clandestina, Hernandarias resuelve de acuerdo con el Cabildo, que
los vacunos alzados pertenecían exclusivamente a los primeros pobladores y en proporción al número de domésticos
introducido por ellos o sus padres, que se les hubiesen alzado. De esa manera entregaba a los pobladores una riqueza
pretendida por los comerciantes portugueses. El 22 de abril de 1609 se reglamentó el derecho de vaquería y se
confeccionó la matrícula de accioneros con exclusividad sobre el ganado mostrenco: eran cuarenta con privilegio de

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matar anualmente 1.405 animales; de 10 a 150 reses cada uno. La integraban vecinos y cofradías religiosas según la
cantidad de alzamientos; la matanza era permitida entre enero y junio de cada año.
La proporción de 1609 fue guardada en adelante. Se aumentó el número de cabezas permitidas a medida que crecía
el ganado cimarrón y la demanda de la exportación legal. La proporción que tocaba a cada vecino “descendiente de los
primeros pobladores” se llamó acción de vaquear y podía transmitirse por herencia o dote pero no venderse. Los
vecinos descendientes de los pobladores fueron conocidos con el nombre de vecinos accioneros.
Se llamaba vaquería la expedición para matar el número de cimarrones correspondiente a cada “acción”, extraerles
la corambre y el sebo (la carne no podía conservarse). Requería un número de carretas suficiente y el servicio de peones
a caballo para enlazar, matar y trabajar la res. Coni calcula un capital necesario de 10 a 30 mil pesos en los tiempos de
las grandes matanzas. Los accioneros debieron recurrir a la usura de los mercaderes portugueses para ejercer su
derecho.

Accioneros, registreros y contrabandistas.

Más de un autor clama contra el “enorme privilegio” que Hernandarias dio a los descendientes de pobladores. No
fue tanto ni sirvió de mucho a la verdad. Cubrían las exportaciones ilícitas de los “navíos de registro”, que no eran las
más numerosas; las otras —las clandestinas estimuladas por el contrabando— no necesitaban acciones de vaquear ni
concesiones de licencias. “(Nuestro privilegio) se vende a los navíos de permiso, y faltando éstos —clama un
accionero— hemos de perecer de hambre o pasar desnudos y descalzos”. Ni siquiera el escuálido beneficio del
comercio lícito, aun dejando la parte del león a los prestamistas que hacían factible la “vaquería”, quedó en pleno goce a
los descendientes de pobladores. En 1614, como hemos visto, el Cabildo cayó bajo el control de los mercaderes
portugueses y los permisos de vaquear no serán repartidos en estricto derecho: en 1674 la distribución de 40.000 cueros
a transportar por los navíos de registro se hará con tanta injusticia, que los accioneros se quejarán dolidos al gobernador:
Esteba de Esquivel protesta por haberse hecho el reparto “a costa de la penalidad y miseria de los pobres”; doña
Potenciana de Añasco clama haber sido olvidada “por ser pobre, siendo así que me dan acción mis parientes, y si
reparar en otros que no tienen acción y los han puesto con cantidades de cuero”.
Ya no había diferencia entre pobladores viejos y nuevos, o vecinos accioneros y no accioneros: sólo entre pobres y
ricos. Estos últimos —que tenía el Cabildo— no se limitaron al estropicio del derecho de accionar para apoderase del
privilegio de los viejos pobladores; más ganancia encontraron en la diferencia entre el precio que pagaron la corambre
a los accioneros y su venta a los exportadores.

“Según noticias generales y pública voz —dice el Consulado de Sevilla en 1678—, los magnates del Cabildo (de Buenos Aires) quieren
hacer monopolio de esta mercancía del corambre, queriendo ellos en género de estanco hacer un cuerpo de toda la corambre de los vecinos
pobres comprándosela al precio de la tierra, para volver a venderla a los dueños de los navíos al precio que quieren”.

Los mercaderes y registreros consiguen del Consejo de Indias en nombre de la libertad que se pueda comprar el
cuero a quienes no fuesen accioneros “para que en todos los vecinos sea común la libertad de vender cada uno la
corambre que tiene, al precio que pueda concertar”, que estimulaba las matanzas clandestinas. Empieza la “libertad de
comercio” arruinando las pocas vaquerías que podían hacer los viejos pobladores. Tanto el monopolio de la exportación
como el de vaquear quedó prácticamente en mano de los mercaderes.
Una petición de los accioneros para que sólo pudiese comprarse a ellos, es desestimada por el Consejo de Indias en
1695 por “ir contra el derecho de gentes”. Pero la exageración de los registreros restablecería el privilegio: en octubre
de 1695 el capitán Gallo y Serna ha podido cargar a su navío con la corambre comprada “a las personas que le pareciese
y que con más conveniencia se la pudieron dar”, en tanta cantidad que prosperaría una solicitud de los accioneros al
Consejo de Indias para el restablecimiento del privilegio y la fijación del justo precio de venta a los registreros. Así se
acordó al año siguiente, 1696.

“Por la presente —dice la correspondiente cédula— concedo facultad al Cabildo secular de ella (Buenos Aires) para… hacer los
repartimientos de cueros entre sus vecinos accioneros… (y) pueda también sólo el dicho Cabildo, y no otro alguno, abrir y ajustar los precios
con los dueños o capitanes de los navíos de registro”.

Relativamente terminaron “las auras de libertad”, que según Julio V. González hubo entre 1677 y 1696, pues el
Cabildo no procedió con estricta justicia. Pero ya había pocos cimarrones, mermados más por la matanza clandestina
que por la escasa de los accioneros. En 1689 se suspendieron las “acciones de vaquear” por seis años, dejando la
matanza sólo a los clandestinos; en 1700 fueron cerradas nuevamente las vaquerías por cuatro años. No había más
cimarrones. La libertad a los registreros de comprar “a quien pudieran sin ponerle gravamen alguno”, que el Consejo
restablecerá en 1732, ya no podía perjudicar a los accioneros, incapacitados de accionar. Desde 1715 no se concedieron
más licencias de vaquear, y un agente del asiento inglés de Buenos Aires recorrió la pampa hasta el Tandil sin encontrar
un solo ternero.

La propiedad de la tierra en Buenos Aires.

Las “dehesas” rurales de una suerte de estancia (de media legua de frente por legua y media de fondo) que
circundaban las “chácaras” y el ejido primitivo de Buenos Aires, no fueron pobladas en su totalidad por falta de

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encomendados. Tampoco las estancias mayores del “despoblado”; o después de pobladas no tardaron en ser
abandonadas por la misma causa. Apenas si en algunas “dehesas” y “chácaras” se producían bueyes para el acarreo,
unas pocas vacas para el consumo de la ciudad y los caballos imprescindibles para el transporte y la guerra. La gran
riqueza estuvo en la mina de cuero de los ganados alzados; y su medio de explotación fueron las vaquerías formales o
clandestinas.
A fines del siglo XVII empiezan a mermar, como he dicho, el ganado cimarrón obligando al cierre temporario —
por seis, cuatro o dos años— de las vaquerías a fin de salvar la riqueza única o proteger a los matanzeros clandestinos.
Contemporáneamente se extiende la cría de ganado doméstico. El Cabildo, titular eminente de la tierra municipal,
otorga mercedes de estancias, pero no lo hace más allá del “despoblado” distribuido por Garay y abandonado por sus
propietarios. Luego se recurrirá al dominio realengo del yermo, y el rey entregará en composición la tierra.
Nace la estancia, cuyas dimensiones fueron mayores de la “suerte” de media legua por legua y media dada por
Garay; las hubo de cinco, diez y más leguas en la reducida franja de diecinueve leguas de oeste a este por sesenta de
norte a sur, que fue el “despoblado” municipal; las habría mayores en el yermo que se extendía más allá. Los
propietarios —los estancieros— no fueron los descendientes de los primeros pobladores, que quedaron en las chácaras
de reducida extensión del cinturón u orillas de la ciudad o se contrataron de peones con los nuevos estancieros; serían
gentes “de posibles”, salidas de las familias de mercaderes —la “clase principal y sana”— cuya hegemonía social y
política era completa al empezar el siglo XVIII.
La propiedad del suelo se adquiría por merced o composición: por donación o por compra del rey. Una y otra
consistían en trámites burocráticos largos y costosos: denuncia del bien vacante, vistas fiscales, informaciones,
mensuras, tasaciones, pregones, remisiones a España, impuestos, etc., que no estaban al alcance de todos. La compra de
particular a particular se hacía por poco dinero en 1700: una merced de una legua por legua y media valía 250 pesos
plata en Luján y 180 en Magdalena, pero aun este bajo precio no podía ser pagado por los descendientes de los viejos
pobladores. Su resultado fue acumular las tierras en pocas manos. Por otra parte, la compra debía aprobarla el Cabildo
formado por los vecinos de la clase principal.

La estancia: patrón, mayordomo y peones.

La estancia recuerda una comunidad primitiva. El estanciero cumple las múltiples funciones de un jefe en las
sociedades antiguas: es capitán de la milicia formada por los peones, legislador que dicta los reglamentos camperos,
juez que da a cada uno lo suyo y pena las faltas a la convivencia con azotes o cepo, sacerdote que reza el rosario a la
“oración” haciéndole coro familiares y peones, y casa y bautiza mientras no se haga presente el párroco de la lejana
iglesia rural, médico que conoce las yerbas y sus propiedades curativas, y desde luego, gerente de la entidad económica
que es la explotación pecuaria.
La mayoría de las estancias no estaban administradas por sus propietarios sino por mayordomos que ejercían en su
nombre las funciones patronales. Apenas si el propietario las visitaba en la estación propicia o al celebrarse los grandes
acontecimientos rurales, como la fiesta de la yerra para la marcación de los terneros y potros propios y aparte de los
ajenos, que daba pretexto para visitas de vecinos, corridas de sortijas, juegos del pato y otros festejos camperos. El
propietario, para mantener su rango social en la ciudad, debía poseer casa en ella y habilitarla lo más del año: si no
tuviera casa en “el centro” y dejase de alternar con la sociedad urbana, perdería su rango decente. Solamente pocos
estancieros se resolvieron a vivir en sus estancias y administrarlas directamente, sin dejar por eso de tener casa poblada
en la ciudad, donde vivían la mujer y los hijos menores. Formaban una clase de gente arraigada al suelo —el
patriciado— y con prestigio en la clase popular: de ellos saldrían los caudillos rurales del siglo XIX.
Componen la población de la estancia, los “peones” (el nombre subsistió no obstante pastorear a caballo), que
podían ser permanentes para las tareas habituales o “agregados” (jornaleros) en las extraordinarias. Eran blancos puros,
de origen orillero y descendientes de los primeros pobladores. No hubo, generalmente, mestización ni mulataje en la
pampa, por las condiciones indómitas del indio y porque el negro no resultó apto para las tareas de pastoreo. En el siglo
XIX se lo llamará gaucho (el término tuvo origen despectivo). El hijo de un peón permanente era también peón por
derecho de “querencia” y cumplía las funciones pastoriles o formaba en la milicia de la estancia; acataba la autoridad
del “patrón” (y en su ausencia del mayordomo), ejercía a título patriarcal, pues la ligazón de la “querencia” lo ataba con
lealtad a la estancia y su jefe; la igualdad de orígenes raciales contribuyó en el litoral a esta lealtad.
Cuando soltero era “peón de trabajo” y habitaba en la casona de la estancia; casado pasaba a “puestero”,
construyendo un rancho de barro y paja —el puesto—, para cuidar mediante aparcería un rebaño vacuno o una majada
de ovejas. No era agricultor, tarea que tenía en menosprecio, y la escasa huerta de la estancia o puesto era cultivada por
las mujeres, como también era el trabajo femenino el tejido y las labores de artesanía doméstica. Su alimento era la
carne, yerba mate y zapallos de la tierra; desdeñaba las gallinas, y los reglamentos camperos prohibían la tenencia de
estos “bichos sucios e inútiles”.

Pagos, poblados, parroquias y partidos. El alcalde la hermandad.

Llamábase pago, originariamente, una determinada y extensa porción de la campaña sin poblaciones de
importancia; el pago de la Magdalena, el pago de la Matanza, son mencionados desde el siglo XVII. No eran divisiones
administrativas no judiciales, sino simples referencias de lugar en tiempos en que el yermo, o el “despoblado” de las
primitivas estancias de Garay, era zona de vaquerías. Más tarde con las estancias del siglo XVIII empezaron a surgir

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los poblados o aldeas pampeanas. Fueron núcleos formados alrededor de un reducto de indios mansos (en Quilmes y
Baradero), un convento (San Pedro), un fortín de fronteras o una posta del camino. Las habitaban “blandengues”,
“pulperos” (derivados del mejicanismo pulqueros, expendedores de pulque, aunque los pampeanos vendían ginebra
holandesa traído de contrabando), que también negociaban con la venta de mercaderías al menudeo y la compra de
cueros y cerdas, y algunos pequeños propietarios. Más tarde al crearse las parroquias llegaría el cura estable en vez del
trashumante que recorrió hasta entonces las estancias y pagos; también vinieron núcleos de población, embrión de
sociabilidad pampeana con sus ranchos, fortín, barracas e iglesia.
Después vendrán los alcaldes de hermandad. En su origen fueron dos magistrados nombrados, desde 1606, por el
Cabildo para vigilar con una partida de cuatro soldados el despoblado, y facultad de dictar justicia sumaria a recta
conciencia” sin más formalidad que informar verbalmente al Cabildo. Tenían en un principio asiento en la ciudad y
jurisdicción en toda la campaña: eran jueces nómades que recorrían el yermo o acudían al llamado de los habitantes de
los pagos. Desde 1766 se les fijó “partido” judicial, es decir, jurisdicción a cada uno en determinados pagos de la
campaña al mismo tiempo que se aumentaba su número a cuatro y se establecía su asiento en algún poblado. Más tarde
aumentaría el número de alcaldes y de “partidos” hasta llegar a diecisiete en vísperas de la Independencia.
Los alcaldes de hermandad fueron por antonomasia “la autoridad” en los pagos de la campaña cuando el cuidado
del orden y la distribución del derecho exigían mano firme y cabeza responsable. El Reglamento de la Justicia de
Hermandad de Buenos Aires dado por la Audiencia en 1789 les señala las funciones de “celar los pecados públicos,
vigilar a los vagos, prender a los delincuentes tomados en flagrante delito e instruirles la sumaria que debería remitirse a
la ciudad con el detenido”. Como el alejamiento de la justicia civil hizo que los habitantes sometieran sus “diferencias
leves” a los alcaldes, la Audiencia les dio competencia en los juicios comunes de menor cuantía a la manera de los
jueces pedáneos españoles. Estaba a su cargo la cuadrilla, que la costumbre empezaba a llamar “la partida”; y eran
ayudados por los estancieros o mayordomos designados tenientes, para cumplir “por delegación” sus funciones.
Estancieros por regla, militares a veces, los alcaldes de Hermandad y sus tenientes fueron hombres de buen sentido que
sabían unir la llaneza criolla de su trato con la solemnidad de los procedimientos rituales y el altísimo concepto que
tenían de su ministerio. A sus funciones primitivas añadieron las de presidentes de las municipalidades de los pequeños
poblados, comisarios de policía, y escribanos que otorgaban poderes y daban fe de lo ocurrido. Distribuían a ciencia y
conciencia la justicia vecinal, penaban con presidio, azote o enganche las faltas a la convivencia aldeana y nadie les iba
a pedir cuentas si aplicaban “justicia sumaria” para evitar trámites. Tuvieron los poderes más inmensos, pero debe
decirse que mantuvieron la honrosísima tradición de un cargo que encontraba sus raíces en la Santa Hermandad
española. Fueron verdaderos omes buenos como los buscados por las Partidas del Rey Sabio, que ejercieron
paternalmente su total absolutismo. Nunca hubo nada contra ellos ni la sospecha de un peculado, y si tuvieron flaquezas
humanas y algunas veces cerraron los ojos ante la evidencia, sus convecinos lo atribuyeron a la bondad de corazón que
no a parcialidad de juicio.

La vida rural en el interior.

De características distintas a la bonaerense fue la campaña del interior. Las “mercedes” eran más extensas por la
ausencia de indios bravos, y la mano de obra resultó abundante por el régimen de las encomiendas. Como la tierra era
trabajada por los encomendados, pudieron prosperar las plantaciones (viña, trigo, oliva, maíz) que no se hizo en Buenos
Aires por los motivos expresados. Pero el gran negocio fue la cría de mulas para el transporte al Alto Perú y a través de
la cordillera. Desaparecida la encomienda como obligación personal, se mantuvieron sus modalidades a pesar de la
relación entre patrones y asalariados que la sustituyó desde principios del siglo XVII.
Como el peón del interior —éste sí “peón” a pie— era de raza y hábitos diferentes al patrón, no hubo en el predio
rural la unidad comunitaria del litoral. La “finca” era la residencia del propietario que se limitaba a vigilar por sí o sus
mayorales el trabajo de los peones sin convivir con ellos, ni hablar su lenguaje y muchas veces ni participar de su culto
que mantenía los resabios del paganismo antecolombino. Eran dos sociedades distintas, donde el patrón fue el
“conquistador” más temido que respetado. Esta regla tuvo sus excepciones en algunos propietarios que hablaron el
aimará, el quichua o el guaraní para entenderse con sus subordinados y llegaron a interesarse y connaturalizarse con
ellos hasta el grado de convertirse en sus naturales jefes.

3. LA ECONOMÍA

La producción.

Los conquistadores impusieron su modalidad y economía feudal a la tierra dominada. Los indios cumplían las
funciones de proletarios, trabajando la tierra o hilando el algodón en beneficio de los encomenderos, esta forma
“cerrada”, sin mayor intercambio de productos, no duraría mucho. Hacia principios del siglo XVII, y paralelamente a la
abolición del régimen de encomiendas que se hizo a partir de 1609, la América española vivirá una etapa de
florecimiento industrial que llegará hasta los tiempos de la Independencia y la libertad de comercio.
Las Indias se bastaron a sí mismas, por lo menos en las necesidades esenciales. Fuera de la zona “del contrabando”,
que no pasaba de Buenos Aires y la Banda Oriental, casi todo lo que se consumía en el resto de la América española era

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producción vernácula: los alimentos, el vestido, la habitación, la mensajería, los medios de transporte; hasta las joyas y
artículos de lujo. De Castilla veía poco o nada.
La causa de la autarquía indiana estuvo en las limitaciones del comercio a una flota anual de galeones. Inglaterra y
Francia hicieron de sus “colonias de América” mercados productores de las materias primas y víveres que necesitaban y
consumidores de las manufacturas metropolitanas. Fueron verdaderas colonias, lo que no puede decirse de la América
española, por lo menos hasta el tratado de Utrecht. En los dominios hispanos —los Reinos de Indias — España se
llevaba la plata y el oro sin traer nada, o muy poco, en su retorno. Por eso, paradójicamente, se producirá el
desenvolvimiento industrial y por lo tanto la riqueza hispanoamericana.
El régimen de galeones fue establecido por causas militares: en 1558 el poderío marítimo español se derrumbaba en
el desastre se de la Armada Invencible, y España quedaba en la curiosa situación de ser un imperio trasatlántico
poderoso y no tener naves para intercambiar sus productos. Todavía las Indias estaban en la etapa de la conquista y
solamente se sacaba de ellas oro y plata; es presumible que de no haber ocurrido el desastre de 1588, España hubiera
convertido sus posesiones de ultramar en “colonias” para abastecerse de algodón, cacao, tabaco, azúcar, maderas y
demás materias primas y víveres, y colocar en ellas sus producciones elaboradas. No ocurrió así, y las Indias reducidas
al solo contacto comercial de la flota de galeones, debieron necesariamente producir lo que de España no llegaba. Por
eso no fueron colonias, ni económica ni políticamente. Cuando se las quiso convertir, después del tratado del Utrecht,
sería tarde; se dictaron medidas artificiales para desenvolver la agricultura y matar la industria americana, al tiempo de
fortalecer la producción de América —el mercantilismo borbónico—, sistema económico que encontró su paralelo en el
centralismo político que se pretendió imponer. La respuesta de las llamadas “colonias de América” será la guerra de la
Independencia.

El régimen de galeones.

El régimen de galeones duró de fines del siglo XVI a principios del XVIII y tuvo por objeto custodiar, por mares
infectados de corsarios y bucaneros, la plata y el oro trasladado a España. Los buques provenientes de Veracruz,
Portobello y demás puertos del Caribe se reunían en La Habana, y de allí partían a Sevilla (más tarde a Cádiz),
convenientemente custodiados. El viaje de retorno se hacía de Cádiz a La Habana, con “efectos de Castilla” que en su
mayor parte eran holandeses, genoveses, ingleses o franceses. Ya de por sí, la reducción del comercio hispano-indiano a
una flota anual de galeones, y hubo años que no partió, hacía imposible la dependencia a España de la economía
indiana. Los “efectos de Castilla” eran pocos, poquísimos, y llegaban hasta Potosí a precios fabulosos.
A la dificultad y merma del transporte se unió otra causa: la idea cundida en España de ser el encarecimiento
extraordinario de las mercaderías en el siglo XVI (del que nos ocupamos) una directa consecuencia de su exportación a
Indias. Ya en 1548 los procuradores a las Cortes de Valladolid explicaban el alto precio de los paños, sedas y
cordobanes como resultado del los “grandes envíos” a Indias, y aconsejaban detenerlos mediante el fomento de
manufacturas indianas: precisamente lo opuesto a toda la política de una metrópoli con sus colonias, en 1557 el oidor de
Charcas Juan de Matienzo, en Gobierno del Perú, sustenta la misma idea y señala idéntico remedio.
Lo real es que España llegó poco, y años hubo en que la flota vino en lastre por falta de mercaderías. Entonces las
Indias debieron bastarse a sí mismas y se llenaron de obrajes primero, y de fábricas después, para satisfacer sus
necesidades internas.

Las zonas proteccionistas y librecambistas.

No toda América española se vio en la imposibilidad o dificultad de comerciar con Europa. Junto al tráfico
permitido surgió el ilegal en forma de contrabando de géneros, alcoholes y esclavos negros.
Existió contrabando en todos los puertos del Atlántico. Pero el del Caribe fue restringido por la vigilancia y falta de
mercado y no alcanzó la intensidad del de Buenos Aires. Desde el momento mismo de su fundación, Buenos Aires fue
“la boca falsa del Perú” por donde salía la plata altoperuana y entraban los géneros holandeses y los esclavos de Guinea,
traídos y llevados, aquellos y éstos, a y de Potosí. Ese comercio intérlope, inaugurado en 1558 por el obispo de
Tucumán y fray Francisco Victoria, alcanzaría un desarrollo extraordinario y fue —como veremos más adelante— una
fuente de corrupción de funcionarios españoles y ganancias ilícitas por mercaderes “portugueses” que llegaron a ser la
clase predominante en el medio porteño —la gente de posibles— y dieron a Buenos Aires características sociales
diferentes del las demás ciudades indianas.
Como veremos, el contrabando acabó por ser endémico pues nadie lo podía combatir. En 1622 se creó una aduana
en Córdoba —la llamada aduana seca— encargada de impedir la entrada al norte de los géneros, mercaderías, alcoholes
y esclavos que se colaban libremente por Buenos Aires, y cuidar la salida de plata potosina. Hubo una verdadera zona
franca entre Buenos Aires y Córdoba, donde las producciones extranjeras entraron con facilidad para cobrarse con los
cueros de los cimarrones de la pampa, de Córdoba, para arriba hubo una considerable producción industrial: tejidos,
carpintería, alcoholes, etc., y de Córdoba para abajo apenas algunas lomillerías, tahonas y contadas platerías. Todo lo
necesario venía de Europa, especialmente de Holanda: hasta la bebida espirituosa, no fue en Buenos Aires el
aguardiente español ni la aloja indígena sino la ginebra holandesa.

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Técnica de la producción.

En la provincia del Tucumán y corregimiento de Cuyo debemos distinguir dos períodos: el que va de la fundación
de las ciudades y repartimiento de indios en encomiendas; es decir, de 1553, en que se fija definitivamente Santiago del
Estero con sus 86.000 indios repartidos, hasta poco después de 1609, cuando las encomiendas quedan abolidas aunque
se prolongan en una servidumbre semi-feudal bajo la apariencia de un trabajo a salario. Y el posterior a esa fecha que
llegaría hasta la libertad de comercio de 1809.
En el primer período la producción es doméstica y su centro el fundo rural. Los indios de ambos sexos plantan
viñas y olivas, siembran trigo, maíz (“el trigo americano”), cebada, porotos y demás; los varones pastorean caballos,
burros, vacas, cabras y algunas ovejas, mientras las mujeres cuidan cerdos y gallinas. A cargo de los varones están las
tareas que exijan fuerza o destreza: levantar casas de adobe, cavar pozos y acequias, moler en las tahonas, acarrear con
mulas y llamas. Las mujeres recogen el algodón que hilan o tejen en sus chozas, raras veces emplean la lana de guanaco
u oveja; no aprovechan todo el algodón, cuya producción es copiosa, y el excedente es llevado a Cochabamba, centro
fabril del Alto Perú. La industria varonil por excelencia fue la carpintería, especializada en la construcción de carretas
“sin una punta de hierro”.
No hay intercambio de productos: “En esta ciudad —dice un poblador de Santiago del Estero en 1586— y en las
desta gobernación ni ay plaza pública donde se venda pan ni bino no carne ni las demás cosas que son menester para el
sustento de una casa, porque cada uno come lo que tiene de su cosecha”. La sola moneda que circula es la bala de
algodón (“el algodón es una plata de esta tierra”, dirá el gobernador Ramírez Velazco). Una india producía por jornada
una onza de hilado, que hacían al año sesenta varas de lienzo cuyo precio era de treinta pesos. Hilaba o tejía dos meses
al año, y el resto trabajaba en las sementeras.
Las recuas de mulas o tropas de carretas que llevaban el algodón, en rama o tejido, y las maderas que constituían la
gran riqueza tucumana, traían en retorno algunos “efectos de Castilla” (cuyo precio era fabuloso, no sólo por el
transporte desde la feria de Portobello, sino por comprarse en Potosí, donde la plata valía poco), menajería potosina
trabajada en plata, muebles de Cochabamba o géneros y ropa de confección limeña.
En el siglo XVII le economía cerrada comienza a abrirse. Empiezan los primeros boliches, donde se despachan
géneros, vino y aguardiente. Se inician los obrajes, talleres de tejido y carpintería exclusivamente de varones,
organizados según el tipo artesanal con sus maestros oficiales y aprendices. El tipo étnico de artesano es
predominantemente indígena, pero ya hay muchos mestizos; los negros, esclavos o libertos, sólo cumplen funciones
domésticas. Y hacia el siglo XVIII encontramos fábricas, empezadas con molinos harineros donde un patrón
propietario dirige o hace dirigir por un capataz la labor de los obreros.
La manera de trabajar el campo en Buenos Aires fue distinta por la poca o ninguna mano de obra indígena, hemos
visto que la estancia de los siglos XVII y XVIII era una organización capitalista donde la renta se incorporaba como
mejora del capital, aunque mantiene modalidades “feudales” en la vinculación íntima del patrón y los peones creadas
por el aislamiento de la vida pastoril y la necesidad de defenderse de los indios.

4. LA INSTRUCCIÓN Y LA CULTURA

Enseñanza primaria.

Ya hemos dicho que los cabildos cuidaban, por medio del regidor defensor de menores, la contratación y salarios
de los maestros de primeras letras. Éstas funcionaban en las salas anexas al Cabildo, y se las conocía por Escuelas del
Rey.
La enseñanza primaria consistía en lectura, escritura, y a veces a contar. El primer maestro del que se tiene noticia
en Buenos Aire fue Felipe Arias de Mansilla, “mancebo estudiante” que por licencia del Cabildo enseñaba en 1608 a
leer por cuatro pesos y medio y a escribir por nueve, pagaderos por tercios, en moneda de plata. En 1614 el precio se ha
reducido mucho, pues Juan Cardoso Pardo obtiene la plaza enseñando a leer por medio peso, a escribir por uno, y a
escribir y contar por peso y medio.
Cardoso era portugués, y fue separado por resultar sospechosa su fe, pues, según la información levantada por el Cabildo, “no sabía rezar
el Credo”. Lo que no impidió que por recomendación del poderoso contrabandista Juan de Vergara, notario del Santo Oficio y tesorero de la
Santa Cruzada, se le nombrase en 1617 defensor de la Real Hacienda.

Todos los cabildos estaban encargados de contratar un maestro de primeras letras. Además de esa enseñanza,
diríamos oficial, hubo maestros que enseñaban particularmente, posiblemente en sus casas o casas de los alumnos.
Las escuelas de Dios funcionaban en los conventos de franciscanos y dominicos, y en los colegios de los jesuitas
más tarde. Además de leer, escribir y contar, instruían en la doctrina cristiana. Eran gratuitas, lo que no ocurría con las
del rey.
La enseñanza no era obligatoria, pero en muchas actas de los cabildos encontramos compulsiones a los padres para
que envíen a sus hijos “no obstante vivir en el campo”, haciéndose cargo el cabildo de los gastos escolares. Pero en
general, quienes enseñaban las primeras letras y doctrina cristiana eran los padres en el seno de sus hogares.

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Enseñanza secundaria.

Surgió en los conventos franciscanos y dominicos, y sobre todo en los colegios de jesuitas, como una preparación
para los estudios sacerdotales; pero era permitido asistir a los seglares. Consistían en cursos de Gramática, latina y
castellana, completados por Filosofía comprensiva de la ciencia en general, que empezaron a dictarse a comienzos del
siglo XVII.
Fuera de los seminarios conciliares, que dictaron estos cursos como preparatorios de estudios superiores, los
jesuitas fundaron varios institutos de enseñanza secundaria: el Colegio Monserrat de Córdoba, anexo a Estudios
Mayores o Universitarios; el Colegio de la Compañía de Buenos Aires, luego llamado Real Convictorio de San Carlos
(o Carolino) después de la expulsión de la Compañía. La enseñanza diocesana era gratuita, porque a los profesores se
les pagaba con el producto de los diezmos eclesiásticos.
Hubo también profesores de Gramática y Filosofía, o de ambas, en casi todas las ciudades, que daban clase
mediante un estipendio pagado por los padres de los alumnos.

Enseñanza superior

El primer Seminario donde se dictaron cátedras superiores de Teología para formación del clero se abrió en la
desaparecida ciudad de Nueva Madrid de las Juntas en 1597; pero antes de 1606 había sido trasladado a Santiago del
Estero, sede de la diócesis del Tucumán. Fue ampliado en 1611, llamándose Colegio Seminario de Santa Catalina; dos
años más tarde la mayoría de los profesores fueron trasladados a Córdoba, dejando en Santiago solamente un curso de
latín “para una docena de estudiantes que están en el servicio de la catedral”. En esa fecha —1613— los jesuitas
instalaron en Córdoba el Convictorio de San Francisco Javier, que duró cuatro años. En 1622, el obispo fray Hernando
de Trejo y Sanabria dotó de su peculio personal las cátedras superiores que llamaron Estudios Mayores —regenteadas
por catedráticos jesuitas— y serían el germen de la Universidad de Córdoba, que empezó a llamarse así desde 1800.

REFERENCIAS.

GUILLERMO FURLONG CARDIFF, S. J. (diversas obras sobre cultura colonial).


JUAN AGUSTÍN GARCÍA, La ciudad indiana.
JULIO V. GONZÁLEZ, Historia argentina.
RICARDO LEVENE, Historia económica del virreinato del Río de la Plata.
RODOLFO PUIGGRÓS, De la colonia a la Revolución.
JOSÉ MARÍA ROSAS, Del municipio indiano a la provincia argentina.
VICENTE D. SIERRA, Historia de la Argentina (t. III).
JOSÉ TORRE REVELLO, Las clases sociales: la ciudad, la campaña. Sociedad colonial.
Etc.

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XI
DE LOS REINOS DE INDIAS A LAS COLONIAS DE AMÉRICA

1. La cuestión de la “Colonia del Sacramento”


y el reparto de Utrecht.
2. España y el Río de la Plata después de Utrecht
(1713-1766).
3. El “común” de Asunción.
4. La “Vecindad” de Corrientes.
5. Expulsión de los jesuitas.
6. Las Malvinas y los ingleses.
7. Las “colonias” de América.

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1. LA CUESTIÓN DE LA “COLONIA DEL SACRAMENTO” Y EL REPARTO DE UTRECHT

Disolución española durante el reinado de Felipe IV.

El período de Felipe IV (1621-1665) fue desastroso para España. La crisis económica que se arrastraba desde el
descubrimiento de América, la inteligente política de Francia conducida por los cardenales Richelieu (hasta 1642) y
Mazarino (1642-1661), y de Inglaterra gobernada por Cromwell (1649-1658), y sobre todo los desaciertos del ministro
español Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares (1621-1643), produjeron una situación interna que disgregaría la
unidad ibérica. En 1640 se sublevaron los portugueses y catalanes con propósitos de independizarse; poco después hubo
una intentona andaluza dirigida por el duque de Medina-Sidonia, pariente del ministro Olivares. No obstante el apoyo
prestado por los franceses, catalanes y andaluces no consiguieron su propósito; no ocurriría lo mismo con los
portugueses, protegidos de los ingleses.

Independencia de Portugal.

El duque de Braganza, gobernador de armas de Lisboa a nombre del rey de España, impulsado por su esposa Luisa
de Guzmán, hija del duque de Medina-Sidonia, se puso al frente de la sublevación portuguesa en diciembre de 1640
proclamándose rey con el nombre de Juan IV. Invocaba descender, si bien por rama bastarda, de la dinastía de Avís
extinguida en 1580. Fue reconocido por Francia, Países Bajos y Suecia, en guerra con España, que le dieron ayuda
militar y financiera. Mediante esas ayudas —a las que se agregaría luego la decisiva de Inglaterra— pudo consolidarse
la independencia portuguesa en 1668.
Como Francia había terminado su guerra con España en 1659, y prometido en el tratado de los Pirineos de ese año
desentenderse de Portugal y Cataluña mediante compensaciones territoriales en el Rosellón y el Artois, el rey de
Portugal buscó el apoyo de Inglaterra. El 23 de junio de 1661 Carlos II, rey de Inglaterra, se comprometió a ayudar a los
portugueses “contra todos sus enemigos presentes y futuros, tanto en Europa como en sus colonias”, al tiempo de
casarse con la infanta portuguesa Doña Catalina. Desde entonces Portugal sería un verdadero protectorado inglés,
consolidado más tarde en “colonia económica” —1702— con el desigual tratado comercial de Methwen (del apellido de
su negociador), por el que los tejidos y paños ingleses entraban sin trabas en Portugal, a cambio de dar Inglaterra
preferencia aduanera a los vinos portugueses sobre los franceses.
Según una conocida definición, una colonia económica “es un Estado que importa de otro Estado dominante las mercaderías
manufacturadas y exporta al mismo materias primas y víveres”. A esa situación, agravada por una estrecha alianza política y militar con
Inglaterra, quedó reducido Portugal bajo los Braganza.

Repercusión en América de la “independencia” portuguesa: los “bandeirantes”.

La guerra hispano-portuguesa tuvo, en Brasil, la consecuencia de formarse expediciones irregulares que se


internaban en busca de metales preciosos o indios que reducir a esclavitud. Atraídos por la prosperidad de las misiones
guaraníticas y la riqueza en vaquerías de la Banda Oriental, organizaron bandas de pillaje en contra de ellas. Su centro
de irradiación era la antigua misión jesuítica de San Pablo, convertida en próspera ciudad.
El nombre bandeirantes viene de la forma de reclutar las expediciones. El jefe o caudillo levantaba una bandera de enganche en San
Pablo, San Vicente u otra ciudad brasileña.
Los bandeirantes descubrieron la riqueza aurífera de Minas Gerais, se apropiaron de las excelentes tierras de Santa Catalina y Río Grande
(de pertenencia legal española), exploraron y colonizaron Matto Grosso al norte de Paraguay, y se internaron por los grandes ríos ecuatoriales.
Brasil les debe su expansión territorial más allá de la línea de Tordesillas.

Carlos “el Hechizado”.

Felipe IV murió en 1665, dejando el trono a su hijo de cuatro años Carlos II llamado “el Hechizado”, por atribuirse
su constitución enfermiza a un embrujamiento. Nadie dudaba de su próxima muerte, y las potencias europeas tomaron
previsiones para repartirse la gran herencia española. Pero Carlos II prolongó su agonía treinta y cinco años.
Luis XVI de Francia, el más poderoso monarca europeo, empezó a incautarse de las posesiones del “Hechizado” en
la inicua guerra de Devolución; luego, por el leonino tratado de Nimega de 1678 se hizo reconocer la soberanía del
Franco Condado y de varias ciudades flamencas de dominio español. Quería poner ante el “hecho consumado” a los
demás reyes europeos que esperaban el colapso final español.
Con el mismo propósito, el infante Don Pedro, regente de Portugal, llamado el Pacífico —que había tomado el
poder y la esposa a su hermano Alfonso VI—, en el año de la paz de Nimega (1678) designó al maestre de campo
Manuel Lobo capitán de general de Río de Janeiro para que expedicionase al Río de la Plata y fundase en su margen
izquierda una población. Su propósito era doble: apoderarse de la Banda Oriental y establecer una base de contrabando
para el comercio inglés.

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ajena, pues le importó poco ser gobernada por un rey traído por los franceses o por los otros. El duque de Anjou
consiguió ser reconocido en Castilla, pero su rival el archiduque Carlos de Austria (hijo segundo de Leopoldo, que tomó
el nombre de Carlos III) fue proclamado en Barcelona y Valencia. La guerra fue cruentísima y tuvo como escenario
toda Europa y América. En España los ingleses se apoderaron de Gibraltar, pero los franceses triunfaron en Villaviciosa
(1710). En América, los de Buenos Aires recuperaron la Colonia en 1704.
Después de doce años de guerra, los contendientes resolvieron hacer la paz y repartirse amigablemente España por
los tratados de Utrecht firmados entre 1713 y 1715 y el de Ralstadt de 1714.

El reparto de Utrecht.

Por esos tratados el antes poderosos imperio español fue repartido entre sus enemigos como si fuera un pastel.
Inglaterra se quedó con Gibraltar, a la que agregaría después Menorca; se hizo dar por Francia, Acadia y Terranova
en las puertas del Canadá; obtuvo la concisión por treinta y años, luego prorrogada de diez asientos de negros en
diversos puertos americanos del Atlántico, entre ellos Buenos Aires; la concisión de un “navío de registro” con
mercaderías inglesas que concurriría a la feria anual de Portobello; una rebaja en los derechos de introducción de
mercaderías inglesas a Cádiz; y el reconocimiento de la reina Ana como soberana contra los derechos hasta entonces
sostenidos por Francia y España del pretendiente católico Jacobo Estuardo.
Austria recibió las posesiones que el rey de España aún tenía en Flandes (la actual Bélgica).
Portugal, la Colonia Sacramento.
Saboya, la Sicilia con el título de “rey” para su duque, que más tarde cambiaría por Cerdeña. Desde entonces el
duque de Saboya fue rey de Cerdeña y aspirará a unificar Italia.
Brandenburgo consiguió para su margrave el título de “rey de Prusia” (una de sus posesiones), disponiéndose
igualmente a unificar Alemania desde allí.
Y Francia se quedó con el resto de España —“los despojos de un naufragio”—, poniendo en el trono de Madrid al
príncipe Felipe de Anjou, Felipe V. A su lado la influyente Princesa de los Ursinos quedó encargada de mantener la
hegemonía francesa.

Consecuencias de los tratados de Utrecht.

Utrecht es un hito que separa en dos la historia de España en sus Indias. Sus consecuencias fueron grandes en todos
los órdenes: político, cultural, económico, internacional.
En el político, acabó el centralismo paternalista de los Austria para reemplazarlo el burocrático de los Borbones.
Las Indias dejaron de ser consideradas “reinos” personales del monarca, para ser “colonias” dependientes de la
administración española.
Culturalmente, la influencia francesa domina en las clases ilustradas españolas. Cunde el “iluminismo” francés en
quienes se llamarán alumbrados en España. Hay en este afrancesamiento un despego hacia lo hispánico que no
ocultaron los funcionarios “alumbrados” que vinieron a América. Se usó el término “América” empleado hasta entonces
por portugueses, franceses e ingleses para designar el mundo llamado Indias por Colón.
Económicamente, será cada vez más fuerte la influencia comercial británica pese a las tentativas de favorecer la
producción artesanal española. Desaparecerán las flotas de galeones, reemplazadas por los “navíos de registro”, y la
puerta cerrada del tráfico con Europa se entornará. Preocupado el gobierno español por restablecer a la metrópoli de su
marasmo, inicia una política cuya finalidad sería convertir a América en mercado productor de materias primas y
víveres para la península, mientras ésta elaboraría manufacturas cuyos excedentes irían al Nuevo Mundo. Es el
mercantilismo español del siglo XVIII que no pudo cumplirse sino en parte mínima.
Internacionalmente, España pasó a ser una potencia de segundo orden atada a Francia o a Inglaterra según las
fluctuaciones internacionales. A pesar de los ambiciosos propósitos de Isabel Farnesio, segunda esposa de Felipe V,
que por un momento pareció devolver a España —por lo menos en el juego de intrigas diplomáticas— el papel de rector
de otros tiempos.

El “asiento” inglés de negros en Buenos Aires.

Por los tratados, Inglaterra obtenía el monopolio de la introducción de esclavos negros en América española
entregando un cuarto de los beneficios a España, dejándose sin efecto el “asiento” de Buenos Aires concedido en 1702 a
los franceses. El gobierno inglés traspasó el privilegio a la Compañía de los Mares del Sur (South SeaCompany),
siempre con la participación de un cuarto al gobierno español. En cada uno de los diez puertos se cedería un terreno
para el asiento, donde los ingleses levantarían casas, harían galpones y corrales para depositar los esclavos y las
mercaderías (Inglaterra había querido tener también bases militares, pero Francia se opuso). Los ingleses del “asiento”
podían circular libremente sin las trabas para extranjeros, ejercer su culto, etc.
En Buenos Aires el asiento estuvo en la franja deshabitada que iba de la actual plaza San Martín a la plaza Vicente
López: se lo llamó el “retiro de los ingleses”, abreviadamente Retiro. El mercado para la venta de esclavos estaba entre
Arenales, Suipacha, avenida Alvear y Libertad.
El asiento porteño podía introducir 1.200 negros anuales, 400 se internarían en Tucumán, Paraguay y Chile. En la
práctica se introdujo muchísimos más. En retorno los navíos llevarían productos del país (los famosos cueros

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cimarrones, en vías de agotarse por el intenso tráfico de los contrabandistas holandeses), pero especialmente la
codiciada plata de Potosí. Junto con la entrada legal de negros, y encubierta por ella, hubo otra de mercaderías
manufacturadas inglesas.
El asiento, suprimido varias veces a causa de las guerras contra Inglaterra, duraría hasta 1760.

Sigue Colonia en poder de los portugueses. Montevideo.

Colonia, con la isla de San Gabriel, fue devuelta a Portugal, con la condición de no avanzar más allá del alcance de
una bala de cañón disparada desde sus murallas. Era solamente una base militar y comercial. Para vigilarla e impedir
que los portugueses se extendieran más allá de la línea, el gobernador español levantó en la desembocadura del río San
Juan una fortaleza. El “nido de contrabandistas” es esta tercera ocupación, estaría en sus manos por cuarenta años, hasta
1761. Lo perdería, volvería a recobrarlo por cuarta vez y nuevamente a perderlo, esta vez definitivamente en 1777.
Los portugueses no se contentaban con una base en el río de la Plata. Ansiaban el dominio de la Banda Oriental, y
aprovechando las dificultades de España por la política de Isabel Farnesio y su ministro Albertoni con la cortes
francesa, inglesa, austriaca y holandesa (como veremos en el próximo capítulo) —que desembocarían en una guerra
breve—, ocuparon la península de Monte Ovidio o Montevideo en 1723. Pero el gobernador de Buenos Aires, Bruno
Mauricio de Zavala, los desalojó en enero de 1724. En el mismo sitio, Zavala erigió el 26 de diciembre de 1726, con
pobladores porteños y emigrantes traídos de las Canarias y Galicia, la ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo.

2. ESPAÑA Y EL RÍO DE LA PLATA DESPUÉS DE UTRECHT


(1713-1766)

Hegemonía inglesa.

Después de los tratados de Utrecht, hubo en Europa un período de preponderancia británica como consecuencia del
advenimiento de los Hanóver al trono en 1713 —que consolidó el dominio de los whigs en el parlamento y gabinete— y
acrecentado por la muerte de Luis XIV en septiembre de 1715.
Inglaterra fue la ganadora un Utrecht. Consiguió el reconocimiento de la reina Ana y por lo tanto la legitimación de
la revolución parlamentaria de 1688 (Ana morirá en 1713 y Jorge de Hanóver fue llamado al trono); se redondeó con
Gibraltar, y luego con Menorca, en Europa y consiguió los diez asientos de Hispanoamérica, mercados para la
introducción ahora monopolizada de negros esclavos, y el comercio de contrabando cuya hegemonía heredaba de
Holanda. Y, de paso, logró que las coronas de Francia y España no se reunieran en una misma cabeza.
El tráfico de negros esclavos. El dominio de Inglaterra sobre Portugal, la hizo después de 1640 dueña de los cazaderos de negros de
Angola. Debe notarse que la “esclavitud” era uno de los principios básicos del liberalismo triunfante, aunque parezca contradictorio. Locke, el
padre del liberalismo, hablaba de “la libertad de ser esclavo, y de la libertad de tener esclavos”, como de órbita individual donde el Estado no
podía ni debía entrometerse.
En 1702, al iniciarse la guerra de Sucesión, los franceses habían tenido un “asiento” de negros esclavos en Buenos Aires. En 1715 por uno
de los tratados de Utrecht se transfirió el monopolio a los ingleses. Que lo mantuvieron durante todo el siglo XVIII: para convertirse en el XIX
en los campeones de la abolición de la esclavitud cuando comprendieron que los únicos competidores para su producción a máquina eran los
países esclavistas con su producción barata de mano servil.

El dominio “whig” en Europa.

Después de la muerte de la reina Ana en Inglaterra en 1713, el Parlamento inglés llamó al trono a Jorge I de
Hanóver. Esta usurpación dinástica llevó a los revolucionarios jacobistas de 1714 y 1715, apoyadas por Francia.
Cambió el gabinete inglés, cayó el tory Bollingbroke y vinieron los whigs con Robert Walpole, John Methwen (el autor
en 1702 del tratado comercial con Portugal) y James Stanhope, que mantuvieron a su partido en el poder durante medio
siglo.
Los whigs consiguen en el último tratado de Utrecht (1715) que Francia no apoye al pretendiente jacobita, y por lo
tanto pueda afirmarse la nueva dinastía. Van más allá: en 1715 muere Luis XIV y alientan al duque Felipe de Orleáns a
apoderarse, con el apoyo del Parlamento de París, de la regencia única contra el testamento del rey que establecía un
Consejo de Regencia. El “golpe parlamentario” de Francia de 1715 fue una secuencia del “golpe parlamentario” de
Londres de 1713, que dio la corona a Jorge de Hanóver y el poder a los whigs. Francia, por algún tiempo, seguirá a
Londres: el escocés Law funda en París sus compañías comerciales a semejanza de las grandes empresas inglesas, y se
establece un sistema de gabinetes políticos —la polisinodia— que trataba de imitar el gobierno deliberativo británico.
Un eje Londres-París, con cabecera en Londres, maneja a Europa.

Isabel Farnesio, reina de España: la tentativa de Alberoni (1715).

Esta hegemonía whig, consolidada por el tratado de Utrecht, recibirá la inesperada amenaza de una mujer: Isabel
Farnesio, reina de España.
María Luisa de Saboya, esposa de Felipe V de España, había muerto en 1713, y era dueña del ánimo del débil rey
la francesa duquesa de los Ursinos (María Luisa de la Tremouille). Para mantener su influencia y extender el dominio

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en la corte de Madrid a Italia concertó el casamiento de Felipe V con la joven Isabel Farnesio, heredera del minúsculo
ducado de Parma. Fue un tremendo error de la de Ursinos; Isabel, enérgica, ambiciosa y política de la escuela de
Maquiavelo, no tardó en devolver a París a su benefactora y dominar completamente a su marido. En 1715 llamó a su
compatriota Julio Alberoni, hasta entonces embajador de Parma en París, a quien hará cardenal, primer ministro y
grande de España. Alberoni tenía condiciones para una política a la manera de sus colegas Richelieu y Mazarino: falta
de escrúpulos, sobra de audacia, facilidad en el engaño, pero también lealtad con la tierra y el príncipe que servía. Era,
como Isabel, un personaje del Renacimiento italiano gobernado en la España del siglo XVIII. Supo aconsejar a la reina
y no vacilaría, llegado el momento, en servirle de “chivo emisario” de culpas comunes.
Mediante Alberoni, Isabel prepara un juego de intrigas tendientes a devolver a España el prestigio de los tiempos
de Carlos V y Felipe II. Solamente que España no estaba para tanto. Empezaron, Isabel y Alberoni, por ponerse en
contacto en París con los príncipes legítimos (hijos de Luis XIV y madame de Montespan), excluidos del gobierno por
el golpe de Felipe de Orleáns al proclamarse, con el apoyo del Parlamento de París, regente único. En Inglaterra intrigan
con los tories de Bollingbroke en oposición desde la muerte de la reina Ana, y con el pretendiente jacobita para una
insurrección —a la vez católica y tory— que expulsara a los Hanóver y a los whigs. En su vasto juego buscan el apoyo
de Rusia, Suecia y Turquía, que no obstante sus profundas disensiones entre ellas anhelaban en común sacudir la tutela
del eje Londres-París. Hacia 1718 los hilos de la trama estaban listos para la caída de la hegemonía whig.

Fracaso de Isabel (1720).

La demasiada ambición de la reina la llevó al fracaso. Isabel quería desalojar a Austria de Italia a fin de dar los
ducados italianos de los Habsburgos a sus hijos, que no podían heredar el trono español excluidos por los primogénitos
—Luis y Fernando— del matrimonio anterior de Felipe. Despechado, Carlos VI de Austria se pondrá del lado de
Inglaterra. El descubrimiento de un complot en París para restablecer a los príncipes legitimados en el poder, tramado
por el embajador español Cellamare, puso al regente y a Stanhope en la necesidad de eliminar a Isabel como factor
político. Una poca oportuna expedición española contra Cerdeña será el pretexto de una rápida guerra llamada de la
Cuádruple Alianza (Francia, Inglaterra, Holanda y Austria) contra España. Alberoni debió sacrificarse por su soberana,
y se hizo responsable único de la intriga, aunque no convenció a los aliados, sobre todo a Stanhope. Isabel se halló
obligada a incorporarse de mal grado al eje triunfante (tratadote Cambray de 1720). Como compensación le dieron a su
hijo Carlos los ducados de Plasencia y Toscana, que agregaría a Parma; y una vaga promesa de Stanhope —nunca
cumplida— de devolver Gibraltar a España. Hubo además algo en Cambray no asentado en el papel: la abdicación de
Felipe V en su hijo Luis I, a quien se casaría con una hija del regente. De esta manera se eliminaba a Isabel, y la
influencia del eje quedaría restablecida plenamente en Madrid.

La segunda tentativa de Isabel: Riperdá (1727).

La abdicación de Felipe era el medio de alejar a Isabel de España, dejándole en compensación Toscana y Plasencia
que administraría durante la menor edad de su hijo Carlos. Cuesta creer que no se haya comprendido hasta ahora el
carácter semiforzado de la abdicación de Felipe V, que la ambiciona —y además muy hábil y astuta— Isabel trató de
impedir, y consiguió demorar hasta enero de 1724, cuando el regente y Stanhope habían muerto. Luis I, el nuevo rey de
España, había casado conforme al tratado de Cambray con Luisa Isabel de Orleáns, hija del fallecido Regente, que no
representaba ya ninguna influencia. Luis I era, como todos los Borbones españoles, indolente y falto de voluntad y su
madrastra lo manejó a su arbitrio, y hasta consiguió desacreditar a Luisa Isabel. No alcanzaría a reinar siete meses; en
agosto de 1724 moría tan repentina y extrañamente que hizo sospechar de la reina italiana. Fue proclamado Felipe V
como heredero de su hijo, en vez de Fernando, el hijo segundo, e Isabel recuperó así el poder e influencia.
Ahora la reina se valdrá del holandés Juan de Riperdá para sus propósitos. Quizá hubo pocos mejor dotados para
una intriga que este aventurero sin escrúpulos ni lealtad, que serviría y traicionaría a todos los gobiernos (había
empezado su carrera como embajador de Holanda en Madrid, y la terminó de consejero del sultán de Marruecos),
sucesivamente holandés, español, inglés y marroquí, protestante, católico, protestante otra vez y musulmán finalmente.
Pero poco menos dotados para una “política” que exigía patriotismo y consecuencia. Las condiciones parecían
favorables a Isabel: el nuevo Regente francés, duque de Borbón, no tenía las condiciones de Orleáns, y en Inglaterra el
complaciente Juan Carteret había reemplazado al enérgico Stanhope. Las formidables crisis financieras de 1724 en París
y en Londres, con los desastres de las compañías de Law y de la empresa de los Mares del Sur, acababan de hundir
económicamente a la burguesía de ambas ciudades. Era el momento de dar el golpe definitivo al eje; e Isabel buscó
mediante Riperdá la alianza de Holanda y Austria. Un eje paralelo, Madrid -Viena, pareció establecerse con la
complacencia de Suecia, Rusia y Dinamarca, enemigas naturales de Inglaterra y Francia. El propósito fracasaría por la
llegada al gobierno inglés de un político de las condiciones de Carlos Towsend que consiguió aliar el eje Londres- París
con el poderoso Francisco Guillermo de Prusia, el Rey Sargento, dueño del ejército mejor adiestrado de Europa, y por la
deshonestidad de Riperdá que se vendió a los ingleses. Isabel, para impedir una rencorosa invasión británica al Nuevo
Mundo que habría costado el dominio de las Indias, debió romper su alianza con Holanda y Austria. Encarcelaría al
venal Riperdá (que consiguió escapar a Inglaterra) para comprender finalmente que ya no podía manejarse a Europa
desde Madrid.

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El Pacto de Familia 1733.

Sin embargo todavía conseguirá Isabel romper el eje enemigo introduciéndose en sus filas. El alejamiento de
Riperdá la ha acercado al abate Claudio Fleury, ministro del joven Luis XV, que aunque aliado a Inglaterra recela de la
influencia inglesa. Isabel y Fleury conciertan en 1733 el Primer Pacto de Familia, estrecha unión de los Borbones en
Francia, España e Italia contra el poder británico. Es la renuncia española al manejo de Europa, pero otra cosa no podía
hacerse. Desde París, Fleury manejaría el Pacto en provecho de Francia, y España deberá limitarse a las migajas.
En compensación Fleury dejó a Carlos, el hijo mayor de Isabel, el reino de Nápoles, pasando el ducado de Parma a
su hijo segundo Felipe.

Bárbara de Braganza: la influencia inglesa (1746).

Se quebró el eje Londres-París, y España quedó junto a Francia. Hasta la muerte de Felipe V en 1746, en que
bruscamente cambiarán las cosas. El nuevo rey, Fernando VI (hijo segundo del matrimonio de Felipe con María Luisa
de Saboya, y casado con la infanta portuguesa Bárbara de Braganza), no sería una excepción entre los Borbones
españoles. Se dejó manejar por su mujer, que impuso la influencia del poderoso ministro portugués marqués de Pombal,
a través del español Carvajal, hijo de madre inglesa. Por medio de ambos España caería por algún tiempo en la órbita
británica.

El Tratado de Permuta y la guerra guaranítica (1750).

La Colonia del Sacramento había perdido su importancia como base de contrabandistas ingleses al instalarse el
asiento británico en Buenos Aires por el tratado de Utrecht. Pombal, valido de Carvajal y doña Bárbara, se propuso
cambiarla por las florecientes Misiones Orientales compuesta por los siete pueblos misioneros de la parte portuguesa en
Río Grande y Santa Catalina hasta ese momento discutida de los españoles. Eso, y una estrecha alianza con Portugal,
fue objeto del Tratado de Permuta de 1750.
Isabel, que esperaba retomar el gobierno porque Fernando y Bárbara no tenían hijos, y la sucesión de España
recaería necesariamente en el hijo de ella, Carlos, rey de Nápoles, hizo protestar a éste por el “inocuo despojo”. De paso
alentó a la Compañía de Jesús a resistir la entrega de las Misiones Orientales, que llevó a la guerra guaranítica de los
indios misioneros contra los ejércitos españoles y portugueses, prolongada de 1754 a 1756.
No obstante las cláusulas del Tratado de Permuta, pretextando la guerra de los guaraníes Portugal no devolvió la
Colonia.

Carlos III: Nuevamente Isabel y la influencia francesa (1759).

En 1759, con poca diferencia, murieron Fernando y Doña Bárbara de Braganza. Carlos de Nápoles se apresuró a
abdicar el trono napolitano en su segundo hijo Fernando, y con el mayor, Carlos (futuro Carlos IV de España), fue a
Madrid a recoger su herencia. Mientras llegaba, nombró regente a su madre, Isabel.
Carlos tampoco sería una excepción entre los Borbones. Fue dominado por la terrible Isabel, a quien los años no
habían quitado la energía ni el talento. Rompió la alianza que sujetaba a España, por medio de Portugal, con Inglaterra;
en cambio concluyó con Francia en 1761 el Segundo Pacto de Familia que unía a Luis XV con los Borbones de España,
Parma y Nápoles, hijos los dos primeros y nieto el último, de Isabel. El pacto significaba la entrada de España en la
guerra sostenida por Inglaterra y Prusia contra Francia, Austria y Rusia (llamada de los Siete Años por durar de 1756 a
1763); pero Isabel se proponía recobrar Gibraltar y Menorca de los ingleses y la Colonia de los portugueses y no vaciló
en hacerlo. A Pedro de Cevallos, gobernador de Buenos Aires, se le dieron órdenes de apoderarse de la Colonia, que
haría fácilmente es año 1761. Marchó luego a Río Grande a tomar las avanzadas fortalezas portuguesas de San Miguel y
Santa Teresa, que también pudo cumplir.
Pero el Tratado de París de 1762, que puso fin a la guerra de los Siete Años, obligó a España a devolver la Colonia
y las fortalezas a cambio de otras compensaciones. Pero Isabel consiguió demorar la devolución, conseguida solamente
por los portugueses, mediante la fuerza en 1776, diez años después de la muerte de la poderosa reina (ocurrida en 1766).

3. EL “COMÚN” DE ASUNCIÓN

Las guerras sociales del siglo XVIII.

El factor desencadenante de las rivalidades que agitaron al interior en el siglo XVIII, y se tradujeron en los
tumultuarios de las ciudades tucumanas que ya hemos visto, los comuneros de Asunción y los vecinos de Corrientes,
fue el centralismo de los funcionarios que consideraban y trataban como colonias de América a los reinos de Indias. En
su prepotencia peninsular chocaron con el orgullo de las “repúblicas” municipales y la fuerza de sus milicias
comunales. La resistencia de los vecinos tomó la forma de un sentimiento patriótico —la Patria era la ciudad— y una
idea política: la del Común de ciudadanos colocado por encima del mismo rey. Los funcionarios reales, apoyados en

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los jesuitas y en la “clase de posibles” de la población, luchó contra estas manifestaciones revolucionarias y plebeyas de
los criollos.
El vocablo criollo (derivado del créole francés: mestizo de sus colonias dado a la mala vida) empieza a usarse después del advenimiento
de los Borbones como un despectivo de los funcionarios reales contra los pobladores nativos. Éstos lo aceptaron y reivindicaron, con orgullo.

Este factor desencadenante obró en un terreno trabajado por una intensa oposición social. La misma lucha que
enfrentó en el Buenos Aires de Hernandarias a los confederados, contrabandistas, con los beneméritos, pobladores,
llegará cien años después a las ciudades mediterráneas en la forma de tumultuarios contra leales en el Tucumán, y
comuneros contra contrabandos en Asunción. Es la masa criolla conducida por los propietarios o poseedores del suelo,
contra los comerciantes sostenidos en los gobernadores reales. Los descendientes de pobladores habían conseguido
arraigar en un patriciado mientras los comerciantes, “gentes de posibles” advenidos hacía poco, creían defender los
supremos intereses del rey defendiendo su hegemonía basada en el dinero. Las mismas fuerzas que intervinieron en el
Buenos Aires de confederados y beneméritos —el clero y los funcionarios— las encontramos en las luchas del siglo
XVIII, pero en campos opuestos. El clero secular y las órdenes religiosas más antiguas, franciscanos y dominicos,
tomarán partido, a veces con el obispo a la cabeza, por los criollos, mientras la poderosa Compañía de Jesús será aliada
a de las gentes de posibles y opositora de tumultuarios y comuneros. Y si en el siglo XVII la conciencia de los
funcionarios reales, dejando de lado a quienes vendieron su conciencia, estuvo con Hernandarias, Marín Negrón y
Céspedes junto a los pobladores; en el XVIII los virreyes y gobernadores serán todos enemigos de los criollos.

Asunción en 1721.

El viejo espíritu de autonomía en los tiempos de Irala se mantuvo latente en Asunción, y su arma fue la cédula de
Carlos V que permitía al Común asunceno elegir gobernador a falta de un nombramiento real. En 1645 el obispo
Bernardino de Cárdenas, de la Orden franciscana, elegido por el Común, resistió con las milicias al visitador de Charcas
que apoyado por la Compañía de Jesús pretendía asumir el gobierno. Todo quedaría solucionado a la postre, pero los
asuncenos salvaron su derecho.
La crisis sobrevendría apenas los funcionarios reales pretendieran imponerse al Común, pues en los tiempos
regalistas del siglo XVIII el Común era un anacronismo. Ese año gobernaba Asunción un español y comerciante, Diego
de los Reyes, apoyado por los comerciantes como él, y sobre todo por la Compañía de Jesús. Sus procederes y
arrogancia le habían enajenado el vecindario, propietarios o no: era vieja la rivalidad entre las Misiones de la Compañía
y la gobernación de Paraguay, y mal queridos los jesuitas a quienes se atribuía una influencia decisiva en la clase “de
posibles” desde su colegio de Asunción.
Los asuncenos se quejaron a la Audiencia de Charcas. Imputaron muchas faltas al gobernador: aprovecharse del
cargo para sus negocios particulares y ayudar a los contrabandos (llamaban así despectivamente a los comerciantes),
haber apresado sin causa a varios vecinos respetables de Asunción y, desde luego, apoyar a los jesuitas contra los
intereses de “la Patria” asuncena. La Audiencia mandó como pesquisidor al licenciado neogranadino José de Antequera,
con instrucciones de averiguar los cargos y asumir el gobierno en caso necesario. Así los hace Antequera el 14 de
setiembre (de 1721). No solamente depone a Reyes sino que lo encarcela.
Hasta aquí es un episodio corriente en la historia burocrática colonial: un pesquisidor de la Audiencia que
interviene una gobernación y procesa al gobernador. Pero ocurre que los jesuitas ayudan a Reyes a fugarse y lo
esconden en Misiones, quejándose a su vez ante el virrey del Perú, marqués de Castelfuerte, de la parcialidad del
pesquisidor. Como llegan rumores a Asunción que el marqués ha sido convenientemente tocado y ordenará la
reposición de Reyes, éste prepara en las márgenes del Tebicuary (límite de Misiones y Paraguay) —con el apoyo de la
Compañía— un ejército de indios guaraníes. A su vez los asuncenos movilizan sus milicias por las dudas, que colocan
frente a las misioneras, Tebicuary por medio.
A este encaramiento sin lucha sigue el conflicto entre el virrey y la Audiencia de Charcas. Antequera ha elevado su
informe a la Audiencia —donde la culpa de proceder de Reyes se echa a los jesuitas— y ésta lo ha aprobado; pero el
virrey lo tacha de "parcial y arbitrario” y ordena el 7 de junio la reposición sin más trámite de Reyes. El coronel
Baltasar García Ros, antiguo gobernador de Buenos Aires, es encargado de cumplir la orden virreinal.
Pero el Cabildo de Asunción se niega a dejar a Ros, que deberá limitarse a hacerle llegar sus documentos. Ros
entiende que la actitud es un desacato contra el virrey, y por lo tanto contra el rey, y da cuenta al marqués del
alzamiento. Éste ordena al gobernador de Buenos Aires, Bruno Mauricio de Zavala, se imponga a los asuncenos por la
fuerza y remita al pesquisidor a Lima para su juzgamiento. Zavala encomienda la misión a Ros: le da una pequeña
fuerza, que el coronel aumentará con los dos mil indios misioneros que están en el Tebicuary. Al frente de ella intima la
rendición a los paraguayos.

La guerra (1724).

Antequera explica al Cabildo su doctrina de la resistencia al príncipe: “El pueblo puede oponerse al príncipe que
no procede ex aequo et bono (por equidad y bondad)”.
El Cabildo la acepta y contesta a Ros el 7 de agosto (de 1724) con una formal aceptación de la guerra. Toma un
tono heroico de epopeya: si el ejército de Ros llegase a cruzar el Tebicuary “extinguiremos en esta ciudad al Colegio de

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la Compañía de Jesús porque no queremos entre nosotros personas que nos aborrecen y persiguen y que tienden a
consumir y aniquilar a los naturales de esta región”. Como los asuncenos mediante un ardid se han apoderado de Reyes
y lo mantienen de rehén, anuncian que su derrota la cobrarán con la muerte del ex gobernador “y la de toda su
generación” (sus hijos); de paso, pues se viven horas heroicas después de una larga siesta colonial, agregan que matarán
“a nuestras mujeres e hijas para salvarlas de la afrenta”, pues ha llegado el rumor que los jesuitas las entregarán a los
indios como despojos de la victoria.
Se da la batalla en las márgenes del Tebicuary, y Antequera al mando de las tropas asuncenas derrota a Ros. No lo
persigue, limitándose volver a Asunción con los prisioneros, entre ellos dos padres jesuitas, para ser recibido en triunfo.
Se oye por primera vez el grito ¡Viva el Común!
Castelfuerte reitera la orden a Zavala. Ha corrido sangre, y el rey ha sido vencido: debe ponerse personalmente a la
tarea de desagraviarlo. El gobernador de Buenos Aires sale a principios de diciembre con ciento cincuenta soldados, e
incorpora a su paso por Santa Fe y Corrientes las milicias comunales; el superior de las Misiones le da seis mil indios
misioneros. Pero a pedido del obispo de Asunción, fray José de Palos, que se presenta como mediador, Zavala entrará
en Asunción con sólo el destacamento de Buenos Aires. Así ocurre el 29 de abril de 1725; Antequera —cuya cabeza ha
sido pregonada por el virrey en 4.000 pesos— se ha presentado en Charcas junto con Juan de Mena, alguacil mayor de
Asunción, haciéndose ambos responsable de todo. Tras un proceso de cinco años sustanciado en Lima, ambos serán
condenados a muerte, degollándoselos en la Plaza Mayor de la ciudad virreinal el 5 de julio de 1731.

Fernando Mompó y la doctrina del Común (1730).

Zavala liberta a Reyes pero no lo repone; deja en el gobierno al vecino de Santa Fe Martín de Barúa, y devuelve a
los jesuitas su colegio.
Pasan cuatro años de relativa tranquilidad, mientras se sustancia en Lima el proceso de Antequera y Mena. En Julio
de 1730 llega a Asunción el abogado Fernando de Mompó de Zayas, que había trabado relación con Antequera en la
cárcel de Lima, y éste había dado recomendaciones para establecer un bufete. Será el ideólogo de los comuneros:
sostiene que “el Común de cualquier aldea, villa o ciudad era más poderoso que el Rey… que en manos del Común
estaba admitir la ley o el gobernador que gustasen; aunque se los diese el Príncipe, si el Común no quería, podía
justamente resistirse y dejar de obedecer”. Era ir más allá de las doctrinas de Antequera.
Las ideas de Mompó tenían sus fuentes en las del P. Mariana que ponía al pueblo encima del monarca y daba a aquél el derecho al
“tiranicidio”. Carlos Pereyra, tan agudo en otras observaciones, se deja arrastrar por su absolutismo porfirista al decir: “En el fondo había causas
económicas que vigorizaban el movimiento ideológicamente articulado por Mompó. Se trataba de establecer la supremacía del encomendero
contra todo propósito de intervención de la regia majestad. El agente de ésta era el misionero jesuita”. Las encomiendas estaban reducidas en
1730 a “tributos” que algunas personas ancianas, casi siempre sin otro medio, mantenían en “tercera vida” como recuerdo del esplendor de sus
abuelos pobladores; carecían de mayor importancia económica, social y política. Tampoco era el misionero jesuita un “agente” de la regia
potestad: trabajaba en beneficio de su Compañía que no tardaría en entrar en conflicto con la Corona.

Al tiempo de llegar Mompó y empezar su prédica comunera, se supo que el virrey Castelfuerte, por sugestiones de
la Compañía según se dijo, había nombrado gobernador a Ignacio de Soroeta, contrabando ligado a los jesuitas. La
mayoría del Cabildo asunceno, poniendo en práctica las ideas de Mompó, redactó un Memorial al virrey oponiéndose a
Soroeta por “parcial de los jesuitas y amigo de Don Diego de Reyes” , y exhortó al nuevo gobernador (que estaba en
camino) a detenerse hasta tanto no dijesen en Lima la última palabra. Ocurre un “tumulto” frente al Cabildo dirigido por
Mompó: se pide la prisión de algunos regidores que no habían querido firmar el Memorial, y se metiese en la cárcel a
Soroeta si pisaba Asunción; pero a la mayoría y al gobernador Barúa le parece excesivo. Al día siguiente de hacerse
cargo Soroeta, 6 de abril de 1731, los vecinos dirigidos por Mompó lo expulsan ignominiosamente: “Señor Provisor —
le habría dicho Mompó—, ¿Qué quiere decir Vox populi, vox Dei? Usted responderá lo que quisiere, pero sepa que eso
es el Común”.

El gobierno comunero (enero de 1732).

Sin embargo, el dominio del Común no llega a consolidarse, pues a Mompó le faltaron energía y astucia para ser un
caudillo. Es solamente un doctrinario, y no sabe que hacer después de incitar a los vecinos a expulsar al representante
del virrey. También los capitulares tienen miedo: el alcalde de primer voto, José Luis Bareyro, que ha asumido
interinamente el gobierno, se apodera de Mompó y lo entrega en las Misiones a los jesuitas, que lo remiten a Lima vía
Chile considerando poco segura la del Alto Perú.
Sabedores los asuncenos de la prisión de Mompó, y que su llegada a Lima significaría su muerte, resolvieron libertarlo. Salió un verdadero
comando tras las huellas del caudillo. En un despoblado de Mendoza consiguieron rescatarlo, y lo condujeron ocultamente a Colonia con la idea
de llegar a Asunción.

Bareyro, tras la prisión de Mompó, quiere apresar a los principales jefes populares, pero las milicias de campaña se
sublevan (27 de agosto) y se apoderan de la ciudad al grito comunero “¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!”. Bareyro,
los principales contrabandos y algunos vecinos que sin serlo temían los desmanes de la plebe, se asilan “en sagrado”. El
entusiasmo popular es grande: se celebra un tedeum de acción de gracias por el triunfo del Común, se ordena el rescate

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“por cualquier medio” de Mompó (que ya hemos visto) y se proclama justicia mayor —y por lo tanto encargado del
gobierno— al alcalde de primer voto Antonio Ruiz Arellano (1 de enero de 1732).
Llega en enero la noticia de los ajusticiamientos de Antequera y Mena ocurridos en Lima el 5 de julio anterior. La hija de Mena se
presenta en la plaza vestida de blanco diciendo que “no debía llorarse ni vestir luto por quienes murieron por la Patria”.

Sublevación de Corrientes (mayo).

El 19 de febrero el Cabildo, por presión de los comuneros —cuyo cuerpo es la milicia y su lugar de deliberaciones
es la plaza—, decreta la expulsión de los jesuitas que se cumple inmediatamente. El 8 de mayo, las milicias correntinas
convocadas por el teniente gobernador Jerónimo Fernández para unirse a la represión de los paraguayos, se sublevan en
Itatí al grito “¡Común!¡Común!”; enseguida se apoderan de la ciudad y destierran a los comerciantes y funcionarios
reales prominentes. Eligen maestre de campo al prudente Juan José de Ballejos, y se ponen en comunicación con los
asunceños.
“(Estas milicias) estaban prontas a seguir su ejemplo (de Asunción) —escriben los correntinos al maestre de campo de Asunción—,
auxiliarla en sus aprietos a la menor insinuación que se le hiciese, y reconocerle por cabeza si su propio gobernador, Don Bruno, no aprobase lo
que habían ejecutado, porque en tal caso estaban resueltos a desmembrarse de su gobierno y unirse con el Paraguay y confederarse para la ruina
de los pueblos indios que doctrinan los jesuitas”.

Poco duró el gobierno revolucionario de Corrientes. Ballejos no quería usar la palabra Común, que sonaba a
sedición contra el rey, y prohibió proferirla; también se negó a expulsar a los jesuitas. El 8 de noviembre, por gestiones
del obispo de Buenos Aires, fray Juan de Arregui, Zavala acepta el sometimiento —perdón jurídico, lo llamó— sin
pedir a nadie cuenta de lo ocurrido. Pero el germen había sido sembrado.

Caída del gobierno comunero (marzo de 1734).

Las cosas no andaban mejor en Asunción. Faltaba el caudillo que atinase a interpretar el movimiento y conducirlo
con firmeza. No Ruiz de Arellano ni Bernardino Martínez —maestre de campo y jefe inmediato de las milicias— ni el
ausente Mompó, tenían conciencia clara de la manera de llevar las cosas; menos los capitulares, que se limitaban a ir a
la zaga de la presión popular. Y la efervescencia se fue diluyendo. Tanto que un gobernador nombrado por el virrey —
Manuel Agustín de Ruyloba— será recibido por el Cabildo el 27 de julio (de 1733) sin resistencia alguna.
Ruyloba no era tampoco un hombre prudente. Engañado por la apariencia de la tranquilidad, reintegra el colegio a
los jesuitas; esto produce otro alzamiento de las milicias en el campamento de Guayaibiti, al mando otra vez del
maestre de campo Cristóbal Domínguez de Obelar. Al ir Ruyloba a reprimirlo, será muerto al grito consabido: “¡Viva el
Rey y muera el mal gobierno!”.
Se hallaba en Asunción el obispo de Buenos Aires, fray Juan de Arregui, venido a consagrarse con el obispo de
Asunción; los revolucionarios, invocando la cédula de Carlos V, lo eligen gobernador (27 de septiembre) y Arregui
acepta para llevar una solución como la conseguida en Corrientes. Pero nada puede contra la anarquía reinante, y dejará
el cargo a los sesenta días. En marzo (de 1734), Zavala, que cumple órdenes expresas y severas del virrey, entre en
Paraguay al frente de seis mil indios misioneros y trescientos cuarenta españoles. Los comuneros, reducidos a
doscientos treinta, resisten y son masacrados en Tapaby (14 de marzo).
Zavala ocupa Asunción, nombra gobernador a Martín de Echaurim y devuelve el colegio y los bienes de los
jesuitas. Queda un año en la ciudad reprimiendo con energía todo el conato de insubordinación: dispone la pena de
muerte a los principales jefes y de prisión con pérdida de bienes a los demás. El Cabildo, bajo su sugerencia, ordena la
quema de los documentos del gobierno del Común “para borrar hasta el recuerdo de semejante iniquidad” (17 de julio).
Mompó, que se disponía a llegar a Asunción a través del Matto Grosso, deberá quedarse en Río de Janeiro. Vivirá
oscuramente del pequeño comercio y morirá en el más completo olvido.

4. LA “VECINDAD” DE CORRIENTES

Estado social de Corrientes.

Treinta años después, la sublevación comunera renacerá en Corrientes. Había allí los mismos bandos que dividían
Asunción; los criollos que vivían del campo, de antigua raigambre, apoyados en el clero secular y las órdenes
mendicantes, contra los comerciantes “introductores de extranjería”, con los jesuitas y funcionarios reales. Ya hemos
visto que el Común asunceno de 1732 encontró en Corrientes el eco de una sublevación desatinada de la milicia,
prontamente corregida por la habilidad del gobernador Zavala y la mediación del obispo Arregui. En 1750, las
actividades comerciales del teniente-gobernador Nicolás Patrón, ligado con los jesuitas, y su arrogancia y prepotencia
con los vecinos, especialmente con la prestigiosa familia de los Casajús, llevó a una situación difícil; pero en 1759,
designado teniente Bernardo López Luján, éste se supo manejar con mayor tino y la efervescencia pareció diluirse.

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Sublevaciones de la milicia en 1762 y 1763.

En junio de 1761, Carlos III ha entrado en guerra con Portugal y resuelve retomar Colonia y atacar Río Grande.
Pedro de Cevallos, gobernador de Buenos Aires, será el jefe de la expedición: por su orden doscientos milicianos
correntinos son mandados al río Pardo, en las Misiones, a integrar un a división mandada por el coronel Antonio Catani.
Éste comete el error de entreverar correntinos con misioneros, que indigna a aquéllos; para peor, no recibían paga, y
según dijeron los empleaban en tareas ajenas a la milicia en beneficio de las misiones jesuíticas. El resultado fue la
deserción de setenta y cuatro, que obligó a Catani a licenciar el resto.
Decía con despecho el pasaporte que les entregó Catani: “Por el presente despido del Real Servicio unos infames correntinos que faltando
a la ley que deben al Rey Nuestro Señor, intentaban levantarse y hacer fuga haciendo burla de las órdenes que en nombre de mi General les
comunicaba… en su marcha, vía recta, se les dará auxilio a que son acreedores hasta llegar a su Patria que es la referida ciudad de Corrientes en
donde se les debe considerar, como en todas partes, traidores al Rey, inquietadores de los que no lo son, y perniciosísimos para servir con los
indios”.

En diciembre (1762) los dados de baja llegaban a Corrientes sin que nadie los perjudique. Pero Cevallos da órdenes
a José de Barrenechea, comandante de armas de Corrientes, para reemplazarlos con otros doscientos milicianos; éste
incluye algunos licenciados y se pone en marcha con ellos sin decirles el destino. No irá lejos: en Arerenguá, a
veinticinco leguas de Corrientes, la tropa enterada de su destino se amotina dirigida por Francisco González de Alderete
(21 de mayo); apresa a Barrenechea y vuelve a la ciudad. Parlamenta con el Cabildo: exigen no ir a río Pardo, que se
ratifique la deposición de Barrenechea, se nombre comandante de armas a Diego Fernández, y se les dé cartas de “haber
procedido correctamente”. El Cabildo, a ruegos del corregidor José Ponciano Rolón, cree que “debe accederse por estar
la plebe irritada… la ciudad está en un estado deplorable”, y acepta el petitorio. Informa a Cevallos, quien —según el
deán Funes— dio “por respuesta un silencio más duro que la represión amarga”.

El teniente-gobernador Ribera Miranda.

Tal vez la guerra no había permitido a Cevallos tomar enseguida una actitud enérgica. La demora será peor, porque
los correntinos se creyeron impunes. Cuando se hizo el nombramiento del encargado de la represión (el nuevo teniente-
gobernador), tampoco se eligió con tino al candidato.
Fue Manuel José de Ribera Miranda, arrogante español de profesión comerciante, que se hizo cargo en junio de
1764. Venía resuelto a que los correntinos “conozcan la autoridad y jurisdicción real, el lugar que represento y que no
soy como mis antecesores”. Empezó por rodearse de los llamados ajesuitados, que era la “gente de posibles” de origen
comercial, enemiga de los campesinos. Tomó actitudes de una violencia estúpida: apresó a Alderete, al anciano Pedro
Bautista Casajús y a Diego Fernández, no pudiendo hacerlo con el hijo del primero, el regidor Sebastián Casajús, por
haberse acogido “en sagrado”; y arrestó a los vecinos de Saladas tenidos por “patriotas”. No paró allí; el 6 de
septiembre llamó a “reseña” a la totalidad de la milicia, con pena de cien pesos de multa y destierro de seis años en
Montevideo: a los detenidos por “patriotas” les hizo dar “carreras de baquetas” (pasar entre dos filas de soldados que
castigaban con correas), pena infame sólo aplicada como máximo correctivo en la milicia. El 24, por bando, declaró
traidores al rey, y por lo tanto posibles de última pena, a quienes hablasen mal de él; el 25 de octubre otro bando
ordenaba que al estampido de un cañón todos los vecinos “aunque fuesen clérigos y religiosos” deberían acudir a la
plaza, y mantenerse cerradas —bajo pena de vida— “las puertas y ventanas para que no se asomasen mujeres ni
muchachos”.

La revolución del 29 de octubre de 1764.

Un hijo de Pedro Bautista Casajús, el párroco y maestro de Saladas, José de Casajús, desde Empedrado preparó la
deposición de Ribera Miranda, “pulpero judío” que no podía mandar en Corrientes a su entender. No hay constancia
que Ribera Miranda fuese cristiano nuevo; pero los viejos pobladores consideraban “judíos” a todos los comerciantes.
La revolución se hizo la noche del 29 de octubre (de 1764). Diecisiete conjurados dirigidos por Casajús, Ramón
Paredes y Gaspar de Ayala, entraron en la ciudad; contaban con el apoyo de los frailes de San Francisco y Santo
Domingo, y el beneplácito del cura párroco Antonio Martínez de Ibarra que les había transmitido —según se dijo— la
aprobación del obispo de Buenos Aires, Manuel Antonio de la Torre. A los gritos “¡Ea, hermanos! ¡Ya es tiempo de
libertar a nuestra Patria!”, proferidos por Paredes, se respondió con la vieja aspiración comunera “¡Viva el Ray y
muera el mal gobierno!”. Los centinelas fueron reducidos —uno quedó muerto— y Ribera Miranda sacado de la cama
en camisa y calzoncillos, amarrado de pies y manos, golpeado y conducido a la cárcel del Cabildo. Inútilmente los
oficiales ordenaron hacer fuego contra los revolucionarios, a quienes se había reunido una inmensa multitud, pues los
soldados se pusieron de parte de éstos. Los apresados en la cárcel, entre ellos Alderete, responsable de la sublevación de
1762, fueron liberados.
El miércoles 31 se reunió el Cabildo, al que concurrió Alderete en nombre de los sublevados solicitando que por
haberse hecho tirano y por lo mismo intolerable Ribera Miranda, se confirmase su deposición, y procediera al
nombramiento de un nuevo teniente-gobernador “en Cabildo pleno donde ha de concurrir todo el vecindario”, los
regidores no eran los ajesuitados, pero no querían comprometerse en una aventura disparatada y temían los excesos “de
la plebe irritada, que camina día a día a su peor precipicio, cometiendo los excesos que se pueden esperar de un

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licencioso despecho”, como dijo uno de los capitulares (tal vez para salvar su posición cuando llegase la hora de las
responsabilidades). Con prudencia respondieron a Alderete que el nombramiento y deposición de los tenientes era de
incumbencia exclusiva del gobernador.
Como el Cabildo no quiere convocar a cabildo abierto, los sublevados —asistidos por la milicia— se proclaman
Gobierno de la Vecindad y hacen jefe a Alderete con el título de maestre de campo y capitán de guerra. El jefe exige al
alcalde de primer voto del Cabildo, “en nombre y voz de todos los vecinos e hijos de nuestra Patria de San Juan de
Vera de las Corrientes”, se justifique el levantamiento, tomándose las declaraciones necesarias, “porque como tirano y
cruel como Nerón (Ribera Miranda), sin guardar, ni observar en la justicia ni en la piedad, derecho, ley, ni estatuto, ni
orden alguno, nos era inaguantable”. Se hace el sumario con todas las formalidades, que se eleva al gobernador de
Buenos Aires.
Para celebrar el advenimiento de la Vecindad (no emplean la palabra “común”) se canta el domingo 4 un tedéum,
se hacen juegos públicos y hay fuegos artificiales.

Gobierno de la Vecindad.

El Cabildo no ha sido disuelto, pero no era tomado en cuenta por los vecinos que no hacían caso de sus
representaciones reclamando la libertad de Ribera Miranda o que se permitiese al alcalde de primer voto, León Pérez,
asumir el gobierno. Alderete lo trata con cortesía, pero no acepta intromisiones. El 1 de enero se presenta un problema
difícil a los capitulares: deben elegir nuevo cabildo, y debe presidir el teniente-gobernador o su representante para
confirmar o vetar los electos. Intiman a Alderete “pusiese en libertad al teniente, por no constarle a este ayuntamiento
las causas judicialmente que haya para mantenerlo detenido”; el maestre de campo les dice que se arreglen como
puedan, pero no suelta a Ribera Miranda. Los capitulares resuelven continuar en sus funciones “por carecer de las
necesarias facultades para elegir otros”. Como temían se les hiciera responsables del alzamiento, ya que seguían
administrando justicia y vigilando los propios arbitrios comunales, el 21 de enero dejan —prudentemente sólo en
actas— constancia que “el vecindario libertosamente ha atropellado la jurisdicción Real… el poco respeto que nos han
guardado”. El 28, “ante la actitud de la gente plebe sublevada”, intiman a Alderete —siempre en el recato de las actas,
para salvar su posición cuando llegue la hora de las responsabilidades— ponga presos “ a los que la noche del 29 de
octubre habían agredido a aquél, y se asegurase la persona del teniente para evitarle nuevos atentados”; el 4 de febrero
“con el mayor sigilo” prohíben a los mercaderes que tuviesen armas y pólvora las vendiesen a la plebe sublevada bajo
la imputación de “traidores al rey”. Preparan, en el secreto de las actas, su defensa para cuando vuelva el orden.
La verdad es que no ocurren los temidos excesos de la plebe. Alderete —hombre de 64 años, de escasa instrucción
por falta de recursos no obstante descender de los primeros pobladores— se condujo con mesura a la espera que fuese
aprobada por Cevallos la deposición del teniente. Se limitó a dar bandos de buen gobierno encabezados Nos, la
Vecindad. No tomó medida contra los partidarios de Ribera Miranda ni perturbó al Cabildo, y hasta mantuvo cordiales
relaciones con los jesuitas del colegio.
El Cabildo convence a Alderete que conviene dar libertad a Ribera Miranda, y aquél convoca a la Vecindad para el
10 de marzo, que acude “toda armada de trabucos y garrotes” a escuchar las razones del maestre de campo y de los
regidores para soltar al tirano. Hay “mucho tumulto, con vocería y amenazas tratando a este ayuntamiento
indignantemente”; Alderete es acusado de ser “un traidor contra su Patria” y despojado del mando. Se elige otro jefe,
Pedro Nolasco Pabón.
Pabón obrará con mayor energía. Da un bando que castiga al “osado de mentar la palabra Común” (usada como
despectiva por los enemigos), destierra a los principales ajesuitados, prohíbe las comunicaciones epistolares con
Buenos Aires, y pone a la ciudad en estado de asamblea con rondas que recorren las calles. Se ha sabido que Cevallos
prepara una expedición para “restablecer la autoridad Real”. El Cabildo en sesión secrete dispone que “cuando fuese la
ocasión”, los alcaldes de la hermandad salieran al encuentro de las tropas reales para expresarles la fidelidad del cuerpo.
No ha habido entre el Cabildo y la Vecindad ningún incidente importante después de la reunión conjunta del 10 de
marzo. Pero el 18 los capitulares resuelven los festejos a San Juan, patrono de la ciudad, entre ellos el correspondiente
paseo del estandarte por el alférez real. Pabón perentoriamente les notifica que será él, como jefe de la Vecindad, y no el
alférez, quien paseará el pendón real. Los capitulares “por obviar disputas y escándalo” deben someterse.
Pasa el tiempo y nada se sabe de las tropas reales. Mientras tanto la Vecindad, falta de quehacer, empieza a
desmoronarse. Se fuga Ribera Miranda, y Pabón es acusado por sus compañeros de haberlo facilitado: lo deponen y
encierran en la cárcel. Los vecinos recorren la ciudad en tumulto y cometen desmanes contra la facción contraria, que
debe refugiarse “en sagrado” con sus familias. La capacidad de las iglesias se colma. El 6 de septiembre “en voz de uno
todo el vecindario” es elegido un tercer jefe, Gaspar de Ayala, de noble familia pero tan poco instruido y falto de
patrimonio como sus antecesores (y toda su clase social): acepta “para conservar su Patria sin desórdenes hasta que el
señor Gobernador y Capitán General dispusiese lo que gustase”. El 8 destierra a todos “los mercaderes forasteros”,
luego la emprende con quienes —militares, seglares o religiosos— “han sido causa de estos alborotos, porque siendo
Padres de la república no contuvieron a Don Manuel de Ribera, o lo despacharon a S. Excia., que entonces no
hubiéramos tenido necesidad de usar de nuestras armas para defender nuestra tierra.

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La derrota de la Vecindad (abril de 1766).

Hacia mediados de septiembre llegan noticias exageradas de Buenos Aires. Cevallos, apenas lo permita la guerra
con los portugueses, mandaría un juez “a pasar a degüello a los correntinos y sólo dejaría a los niños menores de doce
años”. Con la ingenuidad de todos sus actos, los vecinos quieren segregar Corrientes de Buenos Aires e incorporarla a
Paraguay, “de quien fue su hija en un principio y no sé como se sujetó al domicilio de la posterior Buenos Aires”.
Formalmente lo hacen, dirigiéndose al gobernador Fulgencio Yegros y al Cabildo paraguayo, notificándoles “que
necesitan protección y desean volver con su madre, pues Corrientes fue hija en un principio de Asunción”. Yegros
contesta el 14 de octubre que una resolución semejante es “dependiente del Rey Nuestro Señor… no me es facultativo
condescender a la súplica de ese vecindario… puede esa Vecindad ocurrir donde competa, así a buscar remedio como a
solicitar la disolución de su actual domicilio”. El Cabildo asunceno contesta el 16 a “los señores vecinos” que no habría
inconveniente en su pedido “siempre que ocurriese ante el Rey”.
Por fin Cevallos, libre de guerras, encara el problema de la Vecindad correntina. En enero (1766) ordena al coronel
Carlos Morphy, que se halla en Río Pardo, pasase a Corrientes acompañado de una escolta de ochenta soldados de
infantería y cien dragones; irá con él un auditor de guerra, Juan Manuel de Labardén, a instruir el proceso.
Ni Ayala ni la Vecindad tienen propósito de resistir. Creen haber actuado en derecho, y se van a someter a Morphy,
al aproximarse éste, el maestre de campo de la Vecindad le expresa su acatamiento; no obstante, Morphy pregona el 9
de abril, sin entrar por prudencia a la ciudad, un tremendo bando donde exige la rendición incondicional bajo pena de
tener a los vecinos “por rebeldes al Rey, castigados irremisiblemente con la pena de muerte afrentosa”. Era inútil: al día
siguiente, Ayala con 360 vecinos van a su campamento a deponer las armas “dispuestos a padecer cualquier castigo
viniendo por mano de su Rey”.

Castigo de los vecinos.

El 14 de abril llega Ribera Miranda al campamento de Morphy, y con éste y Labardén hace su entrada triunfal en la
ciudad, siendo recibidos por los capitulares, a quienes los oficiales reales “dieron las gracias por la constancia y
sufrimiento con que se han mantenido resistiendo el tumulto de los sediciosos”. Después hay un agasajo en el colegio
de la Compañía.
Para evitar inconvenientes, no se repone prudentemente a Ribera Miranda. Lo desagravian solemnemente con la
entrada triunfal, pero lo dejarán cesante por comprobarle negociados. Morphy asume el gobierno y Labardén se pone en
la tarea de levantar el sumario. Apresa a casi todos los varones mayores de edad de Corrientes, comprometidos directa o
indirectamente en la Vecindad. Ninguno demostró abatimiento. Preguntado Ayala por el nombre de sus compañeros,
dijo no poder señalar especialmente “porque todos eran uno”; lo mismo repiten los demás: “para decir lo que sienten
todos eran uno”. Juan Almirón, comandante de armas depuesto por la Vecindad, la acusa de nombrar jefes criollos.
Albarden presenta su dictamen, donde se ensaña con los procesados. El fiscal —Rocha y Rodríguez— pide pena de
muerte para los tres maestres de campo de la Vecindad (Alderete, Pabón y Ayala), junto con diez principales vecinos, y
diversos castigos a los demás: dice en su dictamen, con agravio, que los implicados “estaban convencidos de que la loca
Señoría de su Común es la que manda sobre todos”.
Para 1767 las cosas tienen un cambio total. Cevallos ha sido reemplazado, y su sucesor Bucarelli, en cumplimiento
de instrucciones de Carlos III, expulsa a los jesuitas. Esto tendrá repercusión en el juicio; la mayoría de los procesados
son puestos en libertad, pese al dictamen fiscal; sólo quedan sujetos a juicio ocho vecinos. Labardén, llamado a
dictaminar nuevamente, entiende haber “sobrado motivo” para el levantamiento con la tiranía de Ribera Miranda,
aunque era “inexcusable” el proceder del 29 de octubre. No encuentra delito de usurpación en que Alderete asumiese el
mando porque “de no restituir a Ribera ni tomar providencias el Cabildo, están persuadidos (los acusados) que la
facultad es de la Comunidad”. No obstante, pide por “tumulto y desmanes” la horca para cuatro (entre ellos Gaspar de
Ayala), y penas de destierro de Corrientes a los otros cuatro (entre ellos Alderete); no se pronuncia sobre Pabón, muerto
en la cárcel. Además de los vecinos castigados por acción, Labardén pide un castigo por omisión a diversas penas
pecuniarias a los oficiales de las milicias por “abandono de sus obligaciones”, y a los miembros del Cabildo “por
inacción”. El fiscal Aldao aconseja que la pena de muerte “se difiriese al Rey, pues todo vino del incomparable
despotismo y opresión” de Ribera Miranda.
Los procesados son remitidos a Buenos Aires a esperar la sentencia del gobernador Bucarelli, que se pronuncia en
1768 de conformidad al dictamen del fiscal. No hay condenas a muerte porque el rey, a quien se elevó el proceso, no lo
permitirá.

5. EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS

En Europa.

La Compañía de Jesús estaba a mediados del siglo XVIII en la cumbre de su poderío, cuando se produjo
repentinamente su desmoronamiento:
1759. El ministro portugués José Sebastián Carvalho, futuro marqués de Pombal (con cuyo nombre es conocido en
la historia), después de apoderarse de los colegios de los jesuitas e incautarse de sus bienes acusándolos de un atentado

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al rey José I, los declara “desnaturalizados, proscritos y exterminados”, y los expulsa de Portugal, Brasil y las colonias
de Asia y África.
1762. Choiseul, ministro de Luis XV, los expulsa de los dominios franceses, incautándose sus bienes.
1767. Carlos III de España toma idéntica medida; lo siguen inmediatamente sus parientes de Nápoles, Parma y
Plasencia.
1773. El papa Clemente XIV por el breve Dominus ac Redemptor decreta extinguida la Compañía de Jesús.

Las causas.

La persecución a los jesuitas se explica por las mismas causas que la de los “templarios” en el siglo XIII. Habían
llegado a ser fuertes y su poderío internacional prevalecía sobre el principio nacional.
La Compañía de Jesús nació en el siglo XVI como reacción contra la reforma protestante. Su objeto era propagar la
fe católica, defender la Iglesia y robustecer la autoridad del papa, por medio de misiones doctrinales y sobre todo la
enseñanza media y superior (fueron los creadores de aquella). Sus integrantes, ligados por férrea disciplina establecida
en las constituciones del fundador, San Ignacio de Loyola, formaban un bloque macizo de eficaz acción social, como
tenían dispensas para ejercer el comercio y la banca por sus actividades misioneras, y eran buenos administradores de lo
suyo, disponían de un inmenso patrimonio.
Se les ha imputado que para cumplir sus fines se valieron de todos los medios. La crítica no es valedera, pues toda
persona o asociación que aspire a imponerse en los campos políticos o comerciales debe usar los mismos
procedimientos que se emplean contra ella a riesgo de quedar en inferioridad, y el maquiavelismo no fue invención de
los jesuitas. Se ha dicho que su influencia estuvo exclusivamente en la clase privilegiada; no puede negarse, pero era
una consecuencia de la época y del objeto que se proponían: querían formar en sus colegios futuros dirigentes, y
necesariamente se dirigían a los nobles ricos con quienes mantenían, después de egresados, una relación constante.

Sus enemigos.

Una entidad internacional como la Compañía de Jesús, de estricta disciplina, donde cada integrante debía
“obedecer hasta cadáver”, dueña de inmensas riquezas, monopolizadora de la enseñanza media y superior de las clases
dirigentes, con jefes de la talla de San Francisco de Borja, Claudio Acquaviva, Juan Pablo Oliva, Francisco Retz o
Lorenzo Ricci, tenía necesariamente que despertar la animadversión de muchos.
1º) De los reyes, encarnación en el siglo XVIII de la “monarquía absoluta de origen divino” dentro de los límites
nacionales, que naturalmente se oponían al internacionalismo “ultramontano” (es decir, romano) de los jesuitas. Y con
los reyes los políticos nacionalista, o regalistas como se decía.
2º) De Inglaterra, cuya hegemonía comercial y política avanzaba en el siglo XVIII, y era enemiga de la Compañía
por el doble motivo de haber apoyado al pretendiente Estuardo y de ser su rival mercantil.
3º) De los alumbrados, que anteponían la ciencia a la revelación divina y eran opuestos a todo lo religioso. Quienes
seguían a Voltaire profesaban el escepticismo y consideraban norte de su acción “aplastar a la Infame”, como llamaban
a la Iglesia católica: pertenecían a la parte culta de la sociedad y muchos de ellos habían sido discípulos de los jesuitas.
4º) Del clero secular y las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, mercedarios), más nacionalistas que la
Compañía y además celosos del poderío de ésta.
5º) De los jansenistas, movimiento teológico que tuvo importancia en Francia y llegó a contar con grandes
espíritus, Pascal entre otros, que sostenían la supremacía de la gracia divina sobre las obras humanas (vieja polémica
que también había llevado a la “reforma” luterana), y naturalmente fueron combatidos por los jesuitas especializados en
“obras humanas”.
6º) En América, de los viejos pobladores, en parte celosos del buen orden y prosperidad de las misiones jesuíticas,
y sobre todo por el apoyo de la Compañía a los comerciantes, sus enemigos en la sociedad colonial. Esta oposición se
tradujo en movimientos revolucionarios, como el Común de Asunción en 1732 y la Vecindad de Corrientes en 1764.
7º) Finalmente la masonería, sociedad secreta que perseguía los fines opuestos a los jesuitas por procedimientos
semejantes: secreto impenetrable, obediencia pasiva, ayuda mutua, apoderamiento de los puestos claves de la enseñanza
y la política (a lo que agregaron la propaganda). La “masonería” se extendió en España a mediados del siglo XVIII,
entre militares y comerciantes. Se atribuye a las logias del XVIII una dirección secreta británica; nada puede decirse,
pero lo cierto es que la ideología de los “masones” —el liberalismo— favorecía la propagación del comercio británico.

Expulsión de los jesuitas en el Río de la Plata.

El pretexto fue el motín llamado “de las capas” ocurrido en Madrid contra el ministro Esquilache: movimiento
popular de oposición a un decreto que reglamentaba el uso de chambergos y el largo de las capas (22 de septiembre de
1766), cuyos disturbios se atribuyeron a los jesuitas.
El decreto de extrañamiento de la Compañía en España e Indias fue firmado por Carlos III el 27 de febrero de
1767; la Real Pragmática de incautar las “temporalidades” (los bienes materiales) al mes siguiente, 27 de marzo. El
ministro conde de Aranda —conocido “alumbrado” en correspondencia con Voltaire— remitió a los gobernantes de
América las instrucciones pertinentes, que llegaron a Buenos Aires el 21 de mayo (de 1767); gobernaba Francisco de
Paula Bucarelli, a quien se encargó el cumplimiento en su jurisdicción, en el Tucumán y en Paraguay.

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Bucarelli obró con sigilo para impedir que los jesuitas ocultaran los bienes. Dispuso que la expulsión e incautación
se cumpliera en las tres gobernaciones el mismo día (21 de julio), par alo cual dio anticipadamente, y en forma
reservada, instrucciones a los gobernadores y tenientes-gobernadores. Como la noticia de la expulsión se llegó a
conocer, apresuró el apoderamiento en Buenos Aires para el 2 de julio: ese día se incautó de los dos colegios de los
jesuitas y puso en seguridad sus 42 clérigos; en Córdoba el apoderamiento del colegio de la Compañía se cumplió el 12
de julio; en las demás ciudades en distintas fechas del mismo mes.
Hubo la oposición de algunos vecinos de la “clase principal” ligados a la Compañía:
Ramiro de Maetzu dice en Defensa de la hispanidad que la expulsión “produjo en numerosas familias criollas un horror a España, que al
cabo de siete generaciones no se ha desvanecido todavía”. Respecto al Río de la Plata, su afirmación no es valedera: en Asunción y Corrientes
—lo hemos visto—, el sentimiento criollo era de repudio a los jesuitas. Hubo, sí, en Buenos Aires oposición de los comerciantes de la “clase
principal que intentaron una huelga de protesta —como cuenta el P. Olcina— hasta que Bucarelli dio las “órdenes más precisas para que
abriesen todas las tiendas de mercaderes bajo severas penas”. También hubo protestas, que llegaron a vías de hecho, en Salta y Jujuy.

La expulsión en Misiones.

Bucarelli temió un levantamiento colectivo de los indios misioneros, como la guerra guaranítica de 1750 al
cumplirse el tratado de Permuta. Pidió previamente a la expulsión que viniesen a Buenos Aires un cacique y un
corregidor de cada pueblo, a quienes agasajó y acabó por tener de su parte. No fue difícil la ocupación de las Misiones,
porque los sacerdotes no intentaron resistir. Reemplazó los misioneros jesuitas por franciscanos, dominicos y
mercedarios, y dividió el territorio en cuatro jurisdicciones bajo funcionarios reales.
La expulsión dio mal resultado. Los sacerdotes que reemplazaron a los jesuitas no tenían la experiencia de éstos, ni
la disciplina, ni organización para llenar el cometido. Las Misiones decayeron, hasta desaparecer prácticamente.

Las “temporalidades”.

Los bienes caudales de la Compañía fueron incautados por la Corona y administrados con el nombre de
“temporalidades” por funcionarios reales: un tesorero, un factor, un contador y un veedor.
Se atribuyó mala administración de las temporalidades, manejadas a dirección por los burócratas coloniales.

6. LAS MALVINAS Y LOS INGLESES

Primeros descubrimientos.

Relativa importancia tiene el “descubrimiento” de las Malvinas, porque su mero hecho —y menos sin arraigar en
colonización— no puede fundar derecho contra los títulos españoles sobre América del sur. Poco se sabe en concreto de
quienes avistaron por primera vez el archipiélago malvinero: Américo Vespucio, en sus fantasiosas cartas a Florencia,
asegura haber tocado en 1501 una isla que por su situación correspondería mejor a Nueva Georgia; los españoles de la
San Antonio, que se separó de la flota de Magallanes en 1520, las entrevieron sin desembarcar; los piratas ingleses
Davies y Hawkins que atravesaron el estrecho dejaron la relación de una isla que llamaron Pepys, pero por su
dimensión y distancia del continente no puede ser ninguna de las Malvinas; el holandés Sebaldo de Weert llegó a ellas,
sin duda alguna, en 1600, pero no desembarcó; sólo dejó un nombre —Sebaldas o Sebaldinas— que no prosperaría;
también anduvieron por allí los franceses De la Roche y Beauchenne en 1675 y 1701 respectivamente, sin tomar
posesión.

Bougainville y el establecimiento francés en las Malvinas.

Fue el ministro de Luis XIV, Choiseul, quien resolvió posesionarse de las islas y formar un establecimiento francés
que en parte compensara a Francia de la pérdida de Canadá y Luisiana por la paz de 1763. La expedición se hizo, no
obstante el Pacto de Familia que aliaba a Francia con España, y se confió al capitán Antonio Luis de Bougainville,
nacido en Saint-Malo. Zarpado de ese puerto en septiembre de 1763, llegó a destino el 31 de enero siguiente: tomó
posesión del archipiélago en nombre de Luis XV dándole el nombre de Malouines (de allí “Malvinas”) por su ciudad
natal, y echó las bases de un fuerte y pequeña población que llamó Port-Louis.
Al enterarse el gobierno español, elevó una formal protesta, Choiseul propuso la compra de las islas, que los
españoles rechazaron. Entonces, no queriendo rozar a su aliado, envió al mismo Bougainville a Madrid para concertar el
traspaso de la colonia a España pagándose los gastos, más una indemnización fijada en seiscientas mil libras tornesas.

España toma posesión de las Malvinas.

Según el convenio, Bougainville pasó a Buenos Aires y se puso de acuerdo con el gobernador Bucarelli para el
traspaso de la colonia y reconocimiento del dominio español en el archipiélago. El 28 de febrero de 1767 zarpó de
Buenos Aires la flota franco-española con Felipe Ruiz Puente, designado gobernador; el 1 de abril se realizó en Puerto

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Soledad (como se llamaría la población en adelante) la ceremonia de arriar la bandera francesa e izar la española.
Algunos franceses quedaron, embarcándose los más de regreso a Saint-Malo.

Los ingleses.

Inglaterra tenía con España una cuenta por un compromiso arrancado al arzobispo de Manila, en las Filipinas, de
pagar cuatro millones de pesetas. España se negaba a hacerlo porque no podía responder de las obligaciones de un
arzobispo, y porque el compromiso la había sido exigido por la fuerza al prelado al apoderarse y saquear los ingleses a
Manila en la guerra terminada en 1763.
Resueltos a cobrarse los cuatro millones, buscaron los ingleses un valor de cambio que obligara a España. Y
encontraron la fabulosa isla Pepys, de la cual no se había vuelto a hablar. Al mando de John Byron (abuelo del poeta)
sale una expedición en junio de 1764 a posesionarse “de isla de S. M. B.” que inútilmente buscaron por las costas
patagónicas. Después de recalar en Puerto Deseado y visto lo inhallable que era Pepys, Byron resuelve establecer una
base en las islas descubiertas por Sebaldo de Weert que supone abandonadas. Diversas peripecias lo demoran, y
solamente el 11 de enero (de 1765) avista la Malvina Occidental, que llama Falkland; establece un fortín en una caleta,
denominado Port-Egmont en homenaje al Primer Lord del Almirantazgo. Ho hay constancia que tomara posesión de “la
isla”, sino simplemente que estableció una base a la espera de lo que saliera. Poco después el comodoro Mac Bride,
sucesor de Byron, al explorar las islas descubre la colonia de Port-Louis, todavía en poder de los franceses: se vuelve a
Inglaterra a informar a los superiores, quienes se limitaron a instruirle de mantener la base de la isla occidental sin
inmiscuirse en lo que pasaba en la oriental.
Mientras tanto España ha tomado posesión de Puerto Soledad, y reclama por intrusión, después de averiguar si la
isla Falkland donde decían haberse establecido los ingleses correspondía a alguna de las Malvinas. Pitt se limita a decir
—el 22 de noviembre de 1766— que abandonaría Port-Egmont a condición de pagarse el rescate del arzobispo de
Manila y darse a Inglaterra libertad de navegar el Pacífico (considerado “mar español” por unir Filipinas a Méjico y
Perú). España no acepta; Bucarelli ordena la expulsión de los intrusos y envía (mayo de 1770) una escuadrilla al mando
del capitán Juan Ignacio Madariaga a cumplirla. Tras un corto combate el 6 de junio, los ingleses se rinden. La base
queda a cargo de un oficial español.

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Soledad (como se llamaría la población en adelante) la ceremonia de arriar la bandera francesa e izar la española.
Algunos franceses quedaron, embarcándose los más de regreso a Saint-Malo.

Los ingleses.

Inglaterra tenía con España una cuenta por un compromiso arrancado al arzobispo de Manila, en las Filipinas, de
pagar cuatro millones de pesetas. España se negaba a hacerlo porque no podía responder de las obligaciones de un
arzobispo, y porque el compromiso la había sido exigido por la fuerza al prelado al apoderarse y saquear los ingleses a
Manila en la guerra terminada en 1763.
Resueltos a cobrarse los cuatro millones, buscaron los ingleses un valor de cambio que obligara a España. Y
encontraron la fabulosa isla Pepys, de la cual no se había vuelto a hablar. Al mando de John Byron (abuelo del poeta)
sale una expedición en junio de 1764 a posesionarse “de isla de S. M. B.” que inútilmente buscaron por las costas
patagónicas. Después de recalar en Puerto Deseado y visto lo inhallable que era Pepys, Byron resuelve establecer una
base en las islas descubiertas por Sebaldo de Weert que supone abandonadas. Diversas peripecias lo demoran, y
solamente el 11 de enero (de 1765) avista la Malvina Occidental, que llama Falkland; establece un fortín en una caleta,
denominado Port-Egmont en homenaje al Primer Lord del Almirantazgo. Ho hay constancia que tomara posesión de “la
isla”, sino simplemente que estableció una base a la espera de lo que saliera. Poco después el comodoro Mac Bride,
sucesor de Byron, al explorar las islas descubre la colonia de Port-Louis, todavía en poder de los franceses: se vuelve a
Inglaterra a informar a los superiores, quienes se limitaron a instruirle de mantener la base de la isla occidental sin
inmiscuirse en lo que pasaba en la oriental.
Mientras tanto España ha tomado posesión de Puerto Soledad, y reclama por intrusión, después de averiguar si la
isla Falkland donde decían haberse establecido los ingleses correspondía a alguna de las Malvinas. Pitt se limita a decir
—el 22 de noviembre de 1766— que abandonaría Port-Egmont a condición de pagarse el rescate del arzobispo de
Manila y darse a Inglaterra libertad de navegar el Pacífico (considerado “mar español” por unir Filipinas a Méjico y
Perú). España no acepta; Bucarelli ordena la expulsión de los intrusos y envía (mayo de 1770) una escuadrilla al mando
del capitán Juan Ignacio Madariaga a cumplirla. Tras un corto combate el 6 de junio, los ingleses se rinden. La base
queda a cargo de un oficial español.

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Port-Egmont es devuelto a los ingleses.

La expulsión repercute en Londres. Jorge III exige de España la desautorización de Bucarelli y devolución de Port-
Egmont, o de lo contrario iría a guerra “por ofensa inferida”. Por consejo de Luis XV, aliado de España que no quería la
guerra, Carlos III se compromete a “desagraviar a Jorge III” con la devolución de Port-Egmont, bajo el compromiso de
retirarse los ingleses por sí solos de la base (22 de enero de 1771). Así, el 13 de septiembre, por pura fórmula, se
devuelve Port-Egmont.

Retirada de los ingleses.

Los ingleses demoran el cumplimiento del abandono. Y cuando, estrechados, lo hacen —el 20 de mayo de 1774—,
dejan en el lugar una plancha de hierro con la leyenda que “la isla Falkland con este fuerte, los almacenes, puertos,
bahías y cabos le pertenecen”, eran de pertenencia de Jorge III. El virrey Vértiz ordena la destrucción de la placa, que se
cumple en febrero de 1781.

Tranquila posesión española.

Desde que Bougainville dio posesión al gobernador español en el entonces Port-Louis en 1767, los españoles
mantuvieron el pleno goce de las islas Malvinas, confirmado por el abandono de la base inglesa (nunca pasó de allí) de
Port-Egmont en la isla occidental. La población española —Puerto Soledad— fue sede de los gobernadores españoles,
dependientes del gobernador de Buenos Aires y luego del virrey del mismo título. Se contaron once gobernadores entre
1774 y 1810.

7. LAS “COLONIAS” DE AMÉRICA

La política de los Borbones.

En su primera centuria (1492-1588), desde el Descubrimiento hasta la destrucción de la Armada Invencible, las
Indias fueron para España sólo una cantera de metales preciosos. Nada más se buscó y nada más podían darle. Las
instituciones políticas que trasplantaron los conquistadores, tomaron a causa de la guerra con los indios, la defensa
contra los piratas, la naturaleza hostil y la distancia de la metrópoli, modalidades especiales que el dieron fisonomía
distinta a España. Las Indias eran una aventura para sacar oro, y en ella mandó la “gente” y sus caudillos como ocurre
en las empresas aventureras. Mientras viniera oro y plata en los galeones, y se respetara aunque no se acatase la persona
del rey, podía pasarse por alto que los funcionarios reales volvieran atados de pies y manos como Álvar Núñez.
De no ocurrir el desastre de la Invencible y encontrarse las Indias cortadas comercialmente de España, es de
suponer que la metrópoli hubiera desarrollado la economía indiana, una vez pasada la fiebre de la plata, como un
complemento de la suya: hacer que proveyera materias primas que no tenía España y complementaran su deficiencia en
víveres, recibiendo el retorno del excedente de la producción artesanal española. Es decir, de conquistas, hacerlas
colonias. Pero las cosas no ocurrieron así; las Indias se encontraron cortadas de España y debieron desarrollar su propia
economía. Mientras España se hundía en una tremenda crisis, el Nuevo Mundo se desenvolvió por su cuenta sin deberle
ni prestarle nada, fuera de los metales de los galeones. El resultado fue que las Indias, espiritualmente independientes,
lo fueron también por su economía aislada. Los años que corrieron entre la Invencible y el tratado de Utrecht (1558-
1713) vieron desarrollarse esta independencia espiritual y material indiana, solamente perturbada por factores no
españoles: piratas ingleses, contrabandistas holandeses y negreros “portugueses”.
Después de Utrecht, los Borbones tratarán de establecer el coloniaje del Nuevo Mundo para salvar al Viejo. Tenían
ante sí el espectáculo de una España miserable, que era la consecuencia de la conquista de Indias. Era justo que éstas
restablecieran la salud de la metrópoli.
Empezó la reina Isabel Farnesio y sus ministros extranjeros, demasiado ocupados en recobrar el lugar “al sol” que
España había perdido en Europa: en 1720 se toman las primeras medidas para proteger la exportación española a
América. En el reinado de Fernando VI se siguió mirando hacia Indias con el fomento de las construcciones navales
para disponer de mayor tonelaje y aumentar el comercio con ultramar. Seguirán los ministros de Carlos III,
especialmente el asturiano Gaspar de Campomanes, con su propósito de hacer de España un emporio industrial que
abastecería el consumo del Nuevo Mundo, y paralelamente hacer del Nuevo Mundo por el fomento de la agricultura y
riquezas primarias, y desde luego el abandono de su producción artesanal, el emporio de materias primas y víveres del
Viejo. Es decir, hacer de las Indias los que debieron hacer siempre: verdaderas colonias de España.
Después de Utrecht, acabado el peligro de bucaneros, disminuido el tráfico de metales y suprimida la flota de
galeones, era el momento de fomentar el intercambio entre España y sus “posesiones” de la manera como se
desenvuelven las relaciones de una metrópoli y sus colonias en todas partes del mundo. Vino a ayudar el
afrancesamiento de la cultura y la convicción para los españoles de la península por ser los “dueños” de ultramar, como
lo eran los franceses de Canadá y habían sido de Luisiana explotadas por compañías comerciales. Por ver las cosas
desde París, los españoles afrancesados usaron el vocabulario francés: llamaron colonias en los documentos oficiales a
los que en derecho eran “reinos”, usaron la palabra española (y hasta antiespañola) América para designar a la tierra

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llamada Indias por Colón, y calificaron despectivamente como criollos a los nativos de su raza en el Nuevo Mundo,
como llamaban los franceses créoles a los nacidos en Luisiana de los confinados penales y las mujeres deportadas por
razones de moralidad.

El centralismo borbónico.

Las ideas políticas francesas sustituyeron a las españolas. En tiempos de los Reyes Católicos, la unidad había sido
nacional más que política: los reyes caso todo lo podían, en principio, aunque nada hacían sin el asesoramiento de sus
propios Consejos y sin rozar las costumbres regionales traducidas en los “fueros”, solamente dejados de lado cuando se
mantenían en la letra pero habían desaparecido en la realidad viva. Los monarcas españoles podían decir “la nación soy
yo”, pero no gobernaban por su sola autoridad y voluntad. En Indias, la primera limitación estuvo en los municipios,
que consiguieron a poco de la conquista privilegios medievales y los mantuvieron con celo: las “repúblicas” indianas
respetaban al rey pero con derecho a no acatarlo. Los “reinos” se consideraban unidos al monarca por el vínculo
personal representado por un virrey que ocupaba su lugar. Era grande la unidad del “imperio” español, en cultura, en
lengua, en propósitos, pero cada uno en su lugar en lo que tocaba a administrarse. El rey era de España e Indias; España
tenía sus leyes, sus consejos, sus autoridades; Indias las suyas. El Nuevo Mundo no era “dominio” ni “pertenencia” del
Mundo Viejo, repetían cuidadosamente las Leyes Indias.
El advenimiento de los Borbones trajo, entre otras consecuencias que señalan una diferencia fundamental entre
antes y después de Utrecht, que el centralismo “imperial” de España fuese sustituido por un centralismo político. El rey
Borbón podía decir como su abuelo Luis XIV “el Estado soy yo”: el “Estado”, la organización política, que no la
“Nación”, el espíritu patriótico. El rey, aunque fuera tan débil de carácter como Felipe V o Fernando VI, era toda la
administración en principio, y ante su voluntad omnímoda, ejercida en su nombre por ministros poderosos, no había
consejos, ni leyes, ni costumbres, ni fueros, ni estamentos que prevalecieran.
El Consejo Supremo de Indias siguió actuando, pero reducido a tribunal de justicia y órgano de consulta. No
intervino en el nombramiento de funcionarios, ni siquiera —salvo que creyera conveniente oír su consejo el Secretario
del Despacho para Indias— en la elaboración de cédulas y decretos. Tampoco los funcionarios que llegaban a
“América”, como se empezó a llamar a Indias, gobernaron a los “americanos” como lo habían hecho sus antecesores.
Antes hubo, y muchos, gobernadores venales, sobre todo en Buenos Aires. En su mayoría caballeros de Santiago y
héroes de Flandes, débiles ante la formidable conjura de los contrabandistas “portugueses” dueños del cabildo, unidos al
obispo, los vecinos “de posibles” y la Compañía de Jesús. “Su valor era para otras cosas”, dice Ernesto Palacio con
gracia y exactitud; acabaron por aceptar la corrupción ambiente y esa formidable conjura de intereses, tal vez para
salvarse de las calumnias y persecuciones de no hacerlo, y de paso llenarse de patacones el resto de sus vidas.
Posiblemente estuvieron convencidos que los recursos de la empresa dueña del tráfico clandestino compraría a los
jueces de su residencia. En eso, se equivocaron. Los vecinos de la gobernación, los regidores del cabildo, el obispo, los
padres de la Compañía y los frailes de las órdenes mendicantes no pudieron salvarles. Los pesquisidores resultaron
inflexibles y no tuvieron en cuenta que la complacencia de los gobernadores era una consecuencia —en Buenos Aires,
el puerto era corrompido— del ambiente general.
Después de Utrecht las cosas cambiaron. Ya no hubo corrupción, sino alejamiento de los gobernados de los
gobernantes. Ni el “juicio de residencia” tuvo caracteres de antes, ni llegaron visitadores, sino por rara excepción, a
instruirla: se reducía a acumularse en España los cargos, clasificarlos con benevolencia y pasarlos en vista al
residenciado. Éste pudo fácilmente descargarse atribuyéndolos a la animosidad criolla. Pues no tenían buen concepto de
los “americanos” los ministros del Despacho ni los consejeros supremos; España y “América” empezaban a andar cada
una por su lado.

Las sublevaciones.

Índice de este divorcio fueron las sublevaciones contra los funcionarios reales en el siglo XVIII.
En el Tucumán los tumultuarios deponen al gobernador, marqués de Haro, a poco de Utrecht; es un levantamiento
de las milicias de Jujuy u Salta apoyadas por las de La Rioja contra un funcionario que no cumplía con sus obligaciones
y dejaba desguarnecida la frontera. Algo semejante a los movimientos del siglo XVI, cuando los adelantados no habían
comprendido que en las Indias lo importante era contar con “la gente”: el marqués de Haro recorre el camino de Cabeza
de Vaca. No pasaron las cosas a mayores porque el virrey Castelfuerte —todavía un hombre a la antigua— da razón a
las milicias y confirma la deposición. Tras Haro vendrá Baltasar de Abarca, cortesano de Felipe V e indudablemente de
nuevas ideas: choca con las milicias, pero no espera que éstas lo depongan, pues atina a comprender que todavía el
poder estaba en los criollos, y se va. Lo mismo le ocurrió al tercero: Armasa y Arregui, que debió aguantarse la
sublevación de las milicias salteñas y será separado por Castelfuerte; e igual al cuarto, Martínez de Tineo, con las
milicias tucumanas y riojanas. Todos los gobernadores de nombramiento real resultaban un fracaso. A excepción del
prudente Juan de Santiso y Moscoso, que gobernó entre 1738 y 1743; en cambio los designados por la Audiencia y el
virrey (Alonso de Alfaro, Manuel de Areche, Matías de Anglés, Juan de Pestaña Chamucero) gobernaron con
prudencia. Aquellos, los reales, se manejaron por regla con desprecio e ignorancia de los gobernados; éstos en cambio
lo hicieron a la antigua, sintiéndose intérpretes de una comunidad y, por lo tanto, acomodando sus actos a la voluntad
general.

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Port-Egmont es devuelto a los ingleses.

La expulsión repercute en Londres. Jorge III exige de España la desautorización de Bucarelli y devolución de Port-
Egmont, o de lo contrario iría a guerra “por ofensa inferida”. Por consejo de Luis XV, aliado de España que no quería la
guerra, Carlos III se compromete a “desagraviar a Jorge III” con la devolución de Port-Egmont, bajo el compromiso de
retirarse los ingleses por sí solos de la base (22 de enero de 1771). Así, el 13 de septiembre, por pura fórmula, se
devuelve Port-Egmont.

Retirada de los ingleses.

Los ingleses demoran el cumplimiento del abandono. Y cuando, estrechados, lo hacen —el 20 de mayo de 1774—,
dejan en el lugar una plancha de hierro con la leyenda que “la isla Falkland con este fuerte, los almacenes, puertos,
bahías y cabos le pertenecen”, eran de pertenencia de Jorge III. El virrey Vértiz ordena la destrucción de la placa, que se
cumple en febrero de 1781.

Tranquila posesión española.

Desde que Bougainville dio posesión al gobernador español en el entonces Port-Louis en 1767, los españoles
mantuvieron el pleno goce de las islas Malvinas, confirmado por el abandono de la base inglesa (nunca pasó de allí) de
Port-Egmont en la isla occidental. La población española —Puerto Soledad— fue sede de los gobernadores españoles,
dependientes del gobernador de Buenos Aires y luego del virrey del mismo título. Se contaron once gobernadores entre
1774 y 1810.

7. LAS “COLONIAS” DE AMÉRICA

La política de los Borbones.

En su primera centuria (1492-1588), desde el Descubrimiento hasta la destrucción de la Armada Invencible, las
Indias fueron para España sólo una cantera de metales preciosos. Nada más se buscó y nada más podían darle. Las
instituciones políticas que trasplantaron los conquistadores, tomaron a causa de la guerra con los indios, la defensa
contra los piratas, la naturaleza hostil y la distancia de la metrópoli, modalidades especiales que el dieron fisonomía
distinta a España. Las Indias eran una aventura para sacar oro, y en ella mandó la “gente” y sus caudillos como ocurre
en las empresas aventureras. Mientras viniera oro y plata en los galeones, y se respetara aunque no se acatase la persona
del rey, podía pasarse por alto que los funcionarios reales volvieran atados de pies y manos como Álvar Núñez.
De no ocurrir el desastre de la Invencible y encontrarse las Indias cortadas comercialmente de España, es de
suponer que la metrópoli hubiera desarrollado la economía indiana, una vez pasada la fiebre de la plata, como un
complemento de la suya: hacer que proveyera materias primas que no tenía España y complementaran su deficiencia en
víveres, recibiendo el retorno del excedente de la producción artesanal española. Es decir, de conquistas, hacerlas
colonias. Pero las cosas no ocurrieron así; las Indias se encontraron cortadas de España y debieron desarrollar su propia
economía. Mientras España se hundía en una tremenda crisis, el Nuevo Mundo se desenvolvió por su cuenta sin deberle
ni prestarle nada, fuera de los metales de los galeones. El resultado fue que las Indias, espiritualmente independientes,
lo fueron también por su economía aislada. Los años que corrieron entre la Invencible y el tratado de Utrecht (1558-
1713) vieron desarrollarse esta independencia espiritual y material indiana, solamente perturbada por factores no
españoles: piratas ingleses, contrabandistas holandeses y negreros “portugueses”.
Después de Utrecht, los Borbones tratarán de establecer el coloniaje del Nuevo Mundo para salvar al Viejo. Tenían
ante sí el espectáculo de una España miserable, que era la consecuencia de la conquista de Indias. Era justo que éstas
restablecieran la salud de la metrópoli.
Empezó la reina Isabel Farnesio y sus ministros extranjeros, demasiado ocupados en recobrar el lugar “al sol” que
España había perdido en Europa: en 1720 se toman las primeras medidas para proteger la exportación española a
América. En el reinado de Fernando VI se siguió mirando hacia Indias con el fomento de las construcciones navales
para disponer de mayor tonelaje y aumentar el comercio con ultramar. Seguirán los ministros de Carlos III,
especialmente el asturiano Gaspar de Campomanes, con su propósito de hacer de España un emporio industrial que
abastecería el consumo del Nuevo Mundo, y paralelamente hacer del Nuevo Mundo por el fomento de la agricultura y
riquezas primarias, y desde luego el abandono de su producción artesanal, el emporio de materias primas y víveres del
Viejo. Es decir, hacer de las Indias los que debieron hacer siempre: verdaderas colonias de España.
Después de Utrecht, acabado el peligro de bucaneros, disminuido el tráfico de metales y suprimida la flota de
galeones, era el momento de fomentar el intercambio entre España y sus “posesiones” de la manera como se
desenvuelven las relaciones de una metrópoli y sus colonias en todas partes del mundo. Vino a ayudar el
afrancesamiento de la cultura y la convicción para los españoles de la península por ser los “dueños” de ultramar, como
lo eran los franceses de Canadá y habían sido de Luisiana explotadas por compañías comerciales. Por ver las cosas
desde París, los españoles afrancesados usaron el vocabulario francés: llamaron colonias en los documentos oficiales a
los que en derecho eran “reinos”, usaron la palabra española (y hasta antiespañola) América para designar a la tierra

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llamada Indias por Colón, y calificaron despectivamente como criollos a los nativos de su raza en el Nuevo Mundo,
como llamaban los franceses créoles a los nacidos en Luisiana de los confinados penales y las mujeres deportadas por
razones de moralidad.

El centralismo borbónico.

Las ideas políticas francesas sustituyeron a las españolas. En tiempos de los Reyes Católicos, la unidad había sido
nacional más que política: los reyes caso todo lo podían, en principio, aunque nada hacían sin el asesoramiento de sus
propios Consejos y sin rozar las costumbres regionales traducidas en los “fueros”, solamente dejados de lado cuando se
mantenían en la letra pero habían desaparecido en la realidad viva. Los monarcas españoles podían decir “la nación soy
yo”, pero no gobernaban por su sola autoridad y voluntad. En Indias, la primera limitación estuvo en los municipios,
que consiguieron a poco de la conquista privilegios medievales y los mantuvieron con celo: las “repúblicas” indianas
respetaban al rey pero con derecho a no acatarlo. Los “reinos” se consideraban unidos al monarca por el vínculo
personal representado por un virrey que ocupaba su lugar. Era grande la unidad del “imperio” español, en cultura, en
lengua, en propósitos, pero cada uno en su lugar en lo que tocaba a administrarse. El rey era de España e Indias; España
tenía sus leyes, sus consejos, sus autoridades; Indias las suyas. El Nuevo Mundo no era “dominio” ni “pertenencia” del
Mundo Viejo, repetían cuidadosamente las Leyes Indias.
El advenimiento de los Borbones trajo, entre otras consecuencias que señalan una diferencia fundamental entre
antes y después de Utrecht, que el centralismo “imperial” de España fuese sustituido por un centralismo político. El rey
Borbón podía decir como su abuelo Luis XIV “el Estado soy yo”: el “Estado”, la organización política, que no la
“Nación”, el espíritu patriótico. El rey, aunque fuera tan débil de carácter como Felipe V o Fernando VI, era toda la
administración en principio, y ante su voluntad omnímoda, ejercida en su nombre por ministros poderosos, no había
consejos, ni leyes, ni costumbres, ni fueros, ni estamentos que prevalecieran.
El Consejo Supremo de Indias siguió actuando, pero reducido a tribunal de justicia y órgano de consulta. No
intervino en el nombramiento de funcionarios, ni siquiera —salvo que creyera conveniente oír su consejo el Secretario
del Despacho para Indias— en la elaboración de cédulas y decretos. Tampoco los funcionarios que llegaban a
“América”, como se empezó a llamar a Indias, gobernaron a los “americanos” como lo habían hecho sus antecesores.
Antes hubo, y muchos, gobernadores venales, sobre todo en Buenos Aires. En su mayoría caballeros de Santiago y
héroes de Flandes, débiles ante la formidable conjura de los contrabandistas “portugueses” dueños del cabildo, unidos al
obispo, los vecinos “de posibles” y la Compañía de Jesús. “Su valor era para otras cosas”, dice Ernesto Palacio con
gracia y exactitud; acabaron por aceptar la corrupción ambiente y esa formidable conjura de intereses, tal vez para
salvarse de las calumnias y persecuciones de no hacerlo, y de paso llenarse de patacones el resto de sus vidas.
Posiblemente estuvieron convencidos que los recursos de la empresa dueña del tráfico clandestino compraría a los
jueces de su residencia. En eso, se equivocaron. Los vecinos de la gobernación, los regidores del cabildo, el obispo, los
padres de la Compañía y los frailes de las órdenes mendicantes no pudieron salvarles. Los pesquisidores resultaron
inflexibles y no tuvieron en cuenta que la complacencia de los gobernadores era una consecuencia —en Buenos Aires,
el puerto era corrompido— del ambiente general.
Después de Utrecht las cosas cambiaron. Ya no hubo corrupción, sino alejamiento de los gobernados de los
gobernantes. Ni el “juicio de residencia” tuvo caracteres de antes, ni llegaron visitadores, sino por rara excepción, a
instruirla: se reducía a acumularse en España los cargos, clasificarlos con benevolencia y pasarlos en vista al
residenciado. Éste pudo fácilmente descargarse atribuyéndolos a la animosidad criolla. Pues no tenían buen concepto de
los “americanos” los ministros del Despacho ni los consejeros supremos; España y “América” empezaban a andar cada
una por su lado.

Las sublevaciones.

Índice de este divorcio fueron las sublevaciones contra los funcionarios reales en el siglo XVIII.
En el Tucumán los tumultuarios deponen al gobernador, marqués de Haro, a poco de Utrecht; es un levantamiento
de las milicias de Jujuy u Salta apoyadas por las de La Rioja contra un funcionario que no cumplía con sus obligaciones
y dejaba desguarnecida la frontera. Algo semejante a los movimientos del siglo XVI, cuando los adelantados no habían
comprendido que en las Indias lo importante era contar con “la gente”: el marqués de Haro recorre el camino de Cabeza
de Vaca. No pasaron las cosas a mayores porque el virrey Castelfuerte —todavía un hombre a la antigua— da razón a
las milicias y confirma la deposición. Tras Haro vendrá Baltasar de Abarca, cortesano de Felipe V e indudablemente de
nuevas ideas: choca con las milicias, pero no espera que éstas lo depongan, pues atina a comprender que todavía el
poder estaba en los criollos, y se va. Lo mismo le ocurrió al tercero: Armasa y Arregui, que debió aguantarse la
sublevación de las milicias salteñas y será separado por Castelfuerte; e igual al cuarto, Martínez de Tineo, con las
milicias tucumanas y riojanas. Todos los gobernadores de nombramiento real resultaban un fracaso. A excepción del
prudente Juan de Santiso y Moscoso, que gobernó entre 1738 y 1743; en cambio los designados por la Audiencia y el
virrey (Alonso de Alfaro, Manuel de Areche, Matías de Anglés, Juan de Pestaña Chamucero) gobernaron con
prudencia. Aquellos, los reales, se manejaron por regla con desprecio e ignorancia de los gobernados; éstos en cambio
lo hicieron a la antigua, sintiéndose intérpretes de una comunidad y, por lo tanto, acomodando sus actos a la voluntad
general.

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El gobernador Fernández Campero, nombrado por Carlos III en 1764, demuestra en su Memoria publicada por Juan
Gutiérrez, que se siente representante del poder —el del rey— en lucha contra “tumultuarios” criollos que osan
levantarse contra su majestad. Debió sufrir atropellos y hasta fue remitido de mala manera a la Audiencia de Charcas.
No era un funcionario deshonesto y tenía lealtad al monarca; pero no podía entenderse con los criollos que a su juicio
“no tienen celo por los intereses y honor del Rey… sólo porque lo han oído creen que tienen un rey… cada uno quiere
vivir con su independencia”. Debió honrárselo por su lealtad con el hábito de Santiago, pero separarlo de la gobernación
sublevada.
Lo que ocurría con los tumultuarios de Tucumán, limitado por la prudencia del virrey y la Audiencia, se hará
cataclismo en Asunción con los comuneros de 1732, y en Corrientes con los vecinos de 1764, donde juega un elemento
que no pesó tanto en Tucumán: la Compañía de Jesús enfrentada al elemento nativo, no tanto por estar con los oficiales
reales sino por acompañar a los “hombres de posibles”, su mejor apoyo. El Común fue aniquilado y sus jefes murieron
en el patíbulo, porque en el siglo XVIII no podían alzarse contra el gobierno gritando ¡Viva el Rey! Como en los
tiempos en que el rey era una cosa y el gobierno otra. Los caudillos de la Vecindad correntina no corrieron la misma
suerte, solamente porque habían pedido sus condenas a muerte.
Esos alborotos, demostrativos del divorcio del pueblo con los gobernantes, eran presagio de una crisis. Alguna vez
comuneros o tumultuarios llegarían al triunfo. Habrían de ser orilleros de Buenos Aires reunidos en el cuerpo de
Patricios, quienes con el grito comunero ¡Viva Fernando VII y muera el mal gobierno! Iniciarían la Independencia en
mayo de 1810.

REFERENCIAS.

CAMILO BARCIA TRELLES, El problema de las islas Malvinas.


MIGUEL V. FIGUEREDO, Historia de Corrientes.
GREGORIO FUNES, Ensayo de la historia civil de Buenos Aires, Tucumán y Paraguay.
PAUL GROUSSAC, Les îles Malouines.
JUAN MARÍA GUTIÉRREZ, Un cuadro al vivo del estado social y del gobierno de una provincia argentina entre los años 1764 y 1769 (en “Revista del
Río de la Plata”).
PABLO HERNÁNDEZ, El extrañamiento de los jesuitas en Buenos Aires y en el Paraguay.
FEDERICO IBARGUREN, Lecciones de historia argentina.
RAÚL DE LABOUGLE, Historia de los comuneros.
— Litigios de antaño.
ANDRÉS LAMAS, Los comuneros de Corrientes (en ibídem).
GERÓNIMO DE USTARIZ, Teoría y práctica de comercio y de marina.
PIERRE MURET, La preponderancia inglesa.
ERNESTO PALACIO, Historia de la Argentina (t. I).
VICENTE D. SIERRA, Historia de la Argentina (t. III).

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XII
EL VIRREINATO

1. Creación del virreinato de Buenos Aires.


2. Organización del virreinato.
3. Los virreyes hasta Sobremonte.
4. Fracaso del mercantilismo español.
5. Tupac-Amaru.
6. Sociedad y cultura.
7. Organización militar (hasta 1807).

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1. CREACIÓN DEL VIRREINATO DE BUENOS AIRES

La política inglesa en Sudamérica después de 1763.

La guerra de los Siete Años (1756-1763) entre Austria, Rusia y Francia contra Prusia e Inglaterra, en que a la postre
se habían envuelto España con aquéllos y Portugal con éstos, concluyó en los tratados de París (1762) y Hubertsburg
(1763). España recobraba La Habana y Manila, apoderadas por los ingleses, pero debía cederles Florida (en
compensación, Luis XV dejaba Nueva Orleáns, y parte de Luisiana a Carlos III), devolvía a Portugal la Colonia del
Sacramento, cedía a los ingleses el derecho a cortar palo tintóreo en la costa atlántica de Guatemala (de lo cual surgiría
el problema de “Honduras Británica”) y renunciaba al derecho de pesca del bacalao por los vascongados en el banco de
Terranova.
Con el tratado de París, la alianza anglo-portuguesa se reforzó considerablemente. Portugal era, desde su
independencia y el tratado de Methwen (1702) —que hemos visto anteriormente—, un protectorado británico.
Inglaterra exigió en París la devolución de la Colonia, que había llegado a ser una base comercial —y militar—
británica contra Buenos Aires bajo la bandera del rey José de Portugal. El paso siguiente sería apoderarse de las
posesiones españolas del Atlántico: para Inglaterra, España era un “hombre enfermo”, y había que tomarle la herencia
antes que llegaran otros. Empezó con el establecimiento inglés en Puerto Egmont (Malvinas)… que estuvo por desatar
una guerra evitada por los franceses como hemos visto; continúo con el reforzamiento político y militar de Brasil con
vistas al apoderamiento de Buenos Aires, o por lo menos de la Banda Oriental y las Misiones; en 1763 se creó el
Virreinato de Brasil unificando las posesiones portuguesas en Sudamérica, y se llevó la capital desde Bahía a Río de
Janeiro para operar mejor en el sur.
Pombal, el hombre fuerte de Portugal, apoyaba su poderío en el respaldo inglés. Tuvo algún momento de euforia
por la expulsión de los jesuitas y triunfo contra los nobles, y pensó sacudir la tutela británica que frenaba el desarrollo
económico del reino lusitano recostándose en España y Francia, pero a la postre no persistió en ella o no pudo persistir.
Dejó que su país fuese el chacal de Inglaterra alimentándose de sus despojos. En esa política dio orden de empezar una
“guerra sorda” contra las posesiones españolas de Río Grande y Chiquitos (en la frontera de Matto Grosso).

La “guerra sorda” (1763-1778).

Por el acuerdo de Cevallos con los portugueses del 6 de agosto de 1763, complementario de la paz de París, los
españoles se comprometieron a desalojar la parte que ocupaban de la provincia brasileña de San Pedro de Río Grande,
no obstante pertenecerles en derecho; pero con la condición de conservar la fortaleza de Río Grande en la boca de la
laguna de los Patos.

Para Cevallos, Río Grande era una posición estratégica de primer orden, pues impedía a los portugueses correrse hacia Misiones y Banda
Oriental y compensaba en algo la devolución obligada de la Colonia.

Sin declarar la guerra, los portugueses atacan por orden de Pombal la fortaleza de Río Grande en mayo de 1767,
pero no consiguen tomarla por la gallarda defensa del comandante José Molina. Este ataque sorpresivo —que coincide
con el establecimiento, también en plena paz, de los ingleses en las Malvinas— no fue contestado por los españoles con
la misma arrogancia que usó Bucarelli para echar a los ingleses de las Malvinas.

La causa fue una intriga diplomática de Pombal, en la que cayó el ministro de Estado español Jerónimo Grimaldi. Pombal agitó en Madrid
el señuelo de encontrarse dispuesto a dejar la alianza inglesa y entrar en la franco-española, pues decía que los jesuitas (expulsados de España,
Francia y Portugal) intrigaban en Inglaterra. Grimaldi pensaba dar a los portugueses lo que quisiesen “con tal que Portugal se una con España
para defensa de todos los recíprocos dominios” (instrucciones al embajador Almodóvar de Lisboa). No había tal propósito de romper la alianza
inglesa sino una astucia, de las tantas, del hábil Pombal par aganar tiempo y aumentar los refuerzos militares de Brasil. Grimaldi escribiría a
Almodóvar seis meses después: “…hemos acabado por conocer a esa Corte comprendiendo desde ahora para lo sucesivo… cuán dependiente
será siempre de Inglaterra y cuán inseparable de seguir el sistema de unión con aquella potencia”.

Los armamentos de Brasil quedan completados en 1772. Un general alemán —Juan Enrique Böhm— es contratado
para los 10.000 hombres que se dispone, y un almirante inglés —Juan Mac-Donald— para mandar la escuadra, mientras
Grimaldi se ha enredado en una absurda guerra con Marruecos, que dos años después será la causa de su caída. En
América, Grimaldi se limita a ordenar a Vértiz, gobernador de Buenos Aires, que impida las correrías portuguesas en
Misiones hechas con el pretexto curioso de ampara a los tapes “abandonados” por la expulsión de los jesuitas. Vértiz no
tiene tropas ni dinero, pero cumple en lo posible: en enero de 1774 se apodera de la fortaleza de Santa Tecla y ocupa el
río Pardo. Su situación parece insostenible ante el avance de Böhm y Mac-Donald.

La rebelión de las colonias norteamericanas y la “guerra sorda” sudamericana.

Un hecho imprevisto impide la guerra abierta de Inglaterra y Portugal contra Francia y España. Ha ocurrido, en
1770, la “masacre de Boston”, preliminar de la insurrección de loas colonias angloamericanas, y en 1774 se reúne en
Filadelfia el Congreso Continental, de franco propósito secesionista. No es el momento para Inglaterra de lanzarse a
una lucha en Europa, y el gabinete inglés aconseja a Pombal que se limite a mantener en Río Grande la “guerra sorda”
con la apariencia de un conflicto de fronteras entre el virrey de Brasil —marqués de Lavradío— y el gobierno de

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Concluye la “guerra sorda” (junio de 1777).

La flota de Cevallos, en numerosos buques mercantes y transportes, se dio a la vela en Cádiz el 13 de noviembre de
1776. El destino aparente era Montevideo; pero Cevallos, por instrucciones de Floridablanca, varía el rumbo y ocupa
sin resistencia Santa Catalina el 25 de febrero de 1777. La escuadra de Mac-Donald no combate y escapa a refugiarse en
Río de Janeiro.

Estando en Santa Catalina, supo Cevallos de la muerte del rey José de Portugal ocurrida en Lisboa el 22 de febrero. Significaba la caída de
Pombal, nada grato a la reina María I apegada a Carlos III, de quien era sobrina carnal. Podía suponerse la terminación de la “guerra sorda”: esto
hizo que Cevallos apresurase los hechos consumados antes que llegara de Madrid la orden de cesar las hostilidades.

De Santa Catalina se dirige a la Colonia. Tras un breve sitio, el gobernador portugués, Francisco Da Rocha, se
rinde el 5 de junio. Cevallos arrasa las fortificaciones y anega el puerto para que, si alguna vez la diplomacia obligase a
devolverlo, careciera de valor militar o comercial.

Tratado de San Ildefonso (1 de octubre de 1777).

Como era de preverse, la reina María de Portugal se apresuró a pedir la paz. No era posible seguir la guerra “sorda”
—ni la escuadra de Mac-Donald ni las tropas de Böhm ofrecían combate— e Inglaterra no estaba en condiciones de
ayudar a Portugal en una guerra abierta: el 4 de julio (de 1776) el Congreso Continental norteamericano había adoptado
la declaración de independencia, y la lucha se intensificaba. España, que proyectaba intervenir con Francia en ayuda de
los rebeldes, quiso separar a Portugal de su alianza inglesa y no continuó la conquista de Río Grande, y tal vez de Río
de Janeiro como estaba en las instrucciones de Cevallos.
El tratado se firmó en el Real sitio de San Ildefonso, cerca de Segovia, el 1 de octubre. Portugal renunciaba a
Colonia y los puntos ocupados en el río de la Plata (islas Martín García, San Gabriel y Dos Hermanas), las Misiones
Orientales y cedía la isla Fernando Poo en el golfo de Guinea; España devolvía Santa Catalina y renunciaba a la zona
selvática del Amazonas. Como la situación inglesa se agravaba en Norteamérica —en octubre Washington gana la
batalla de Saratoga— fue fácil a Floridablanca inclinar a Portugal a un tratado de amistad, comercio y garantías el 11
de marzo (1778) que aliaba al reino lusitano, por el momento, con el eje París-Madrid.

Cevallos virrey de Buenos Aires: “la libre internación” (noviembre de 1777).

Poco tiempo quedará Cevallos en Buenos Aires en su flamante cargo de Virrey: un extraño virrey cuya Audiencia
virreinal estaba en Charcas, y no podía darle el cotidiano real acuerdo para sus actos. El 6 de noviembre autoriza la
libre internación a Chile y Perú de las mercaderías entradas por Buenos Aires; esta medida iba en perjuicio de las
manufacturas vernáculas, y tenía por objeto acabar con ellas y favorecer la entrada de géneros europeos, españoles o
franceses.

Francia había creado en el siglo XVIII, bajo Luis XIV y Colbert, manufacturas de sederías, porcelanas, tejidos, espejos, etc. Las
reglamentaciones españolas de los tiempos del Pacto de Familia buscaron protegerla contra los similares del gobierno inglés y holandés. Su
introducción a América no dio el resultado previsto: las producciones americanas de tejidos eran de tan buena calidad y más baratas que las
francesas; las porcelanas de Limoges y sederías de Lyon no encontraron en América, a pesar de no tener similares, la aceptación que se
esperaba.

También pregonó Cevallos bandos que aconsejaban el cultivo del cáñamo y lino necesarios en España, conforme a
la política ce los Borbones de convertir América en productora de materias primas y víveres para el abastecimiento
metropolitano; persiguió, en la misma política, a los matadores clandestinos de reses que exportaban el cuero de
contrabando.
Sólo estuvo en el gobierno ocho meses: desde el 15 de octubre de 1777 al dar por terminada su campaña militar e
instalarse en el Fuerte de Buenos Aires, hasta el 28 de junio del año siguiente, cuando entregó el mando a su sucesor,
que era precisamente su antecesor Juan José de Vértiz. La administración virreinal no estaba organizada: no había
audiencia virreinal, ni delimitación de los gobiernos provinciales. El virrey de Buenos Aires se manejaba solamente con
el sello real, como un monarca absoluto.

2. ORGANIZACIÓN DEL VIRREINATO

Estabilidad.

“El peligro portugués había pasado y sin embargo el Virreinato permanecía —dice Gil Munilla—. Es que Portugal
era solamente el peldaño en la guerra que se adivinaba próxima con Gran Bretaña, de la que se había ganado la primera
batalla, y en la que el Virreinato del Río de la Plata debía ser el muro protector del Mar del Sur y de los dominios
meridionales de Hispanoamérica”.

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La creación del virreinato era una necesidad militar más que administrativa. No lo comprendieron en el Perú y Alto
Perú: aquel, por cuanto el centro administrativo y comercial de Sudamérica se trasladaría de Lima a Buenos Aires; éste
porque sujetaba el culto y rico altiplano a un puerto extranjerizado y comercial. Quedó la esperanza que la capital en
Buenos Aires sería solamente provisional: el visitador de la Audiencia de Lima, José Antonio de Areche, escribe a
Bucarelli el 19-12-1777 que a su juicio “la Real Cédula da a entender que la división será mientras el Sr. Cevallos esté
en Buenos Aires”; otra carta publicada por Céspedes del Castillo dice “que únicamente trayendo a Buenos Aires el
arzobispo de Charcas con todas sus rentas, la Audiencia, rentas públicas para la Universidad y demás adherentes, podrá
tener efecto el virreinato en Buenos Aires; de lo contrario contemplo a cien brazas semejantes establecimiento”.
Cevallos, no obstante su estadía precaria aconsejó la permanencia de la nueva creación, que Floridablanca impuso
desde Madrid. Es cierto que Buenos Aires era un “puerto” sin tradición, sin arzobispo, sin Universidad y sin Audiencia,
y no podía competir con Charcas como centro cultural, político y religioso; pero el virreinato nacía para proteger el
Atlántico de enemigos poderosos necesitaban tener allí su cabeza. Todavía el 15 de julio de 1791 el Cabildo de
Chuquisaca pide que se llevase allí la capital, invocando el ejemplo de Nueva Granada cuya sede era Bogotá y no el
puerto de Cartagena, y con consideraciones sobre la distancia del Alto Perú al Río de la Plata. El Consejo de Indias lo
desechó, pero propuso en compensación erigir al Alto Perú en Capitanía General autónoma a la manera de la de Chile y
Venezuela, con capital en Chuquisaca. Pero el gabinete no aceptó (1 de diciembre de 1802).
Charcas, Chuquisaca y La Plata son distintos nombres de una misma ciudad (hoy llamada Sucre). “Chuquisaca” es la ciudad, “Charcas”
la provincia y “La Plata” la arquidiócesis, pero los tres nombres se empleaban indistintamente para designar la población. Oficialmente se decía
Universidad de Charcas, ciudad de Chuquisaca, arzobispado de La Plata.

Ordenanza de intendentes (28 de enero de 1782).

El intendente era un funcionario creado por el derecho francés para representar al rey frente de los gobiernos
locales. Sus extensas atribuciones le habían permitido dejar en un segundo plano a los municipios de origen burgués o
señorial. Había sido una pieza importante en la política del centralismo borbónico de Luis XIV.
Los políticos afrancesados españoles tomaron la institución para servir en América al mismo propósito. En la
metrópoli no era necesaria, pues los ayuntamientos habían perdido sus privilegios, como he dicho, por un lento proceso
de nacionalización. Pero en Indias las “repúblicas” habían tomado en los siglos XVI y XVII características autónomas,
y el centralismo borbónico necesitaba abatirlas. El procedimiento no sería la sustitución violenta de los cabildos por
funcionarios reales que hubiera dado lugar a reacciones peligrosas, sino el mismo de Luis XIV: poner en las provincias
delegados reales con intervención en funciones municipales, que poco a poco fueran sustituyéndose los organismos
urbanos. El ministro José Gálvez será el promotor de la iniciativa.
Como en muchas cosas americanas, la creación del cargo precedió a la institución. Así como en 1777 hubo en
Buenos Aires un virrey sin Virreinato, en 1778 una Real orcen nombraba a Manuel Ignacio Fernández Intendente de
todos los ramos de la Real Hacienda en Buenos Aires, destinado a aliviar al virrey y a los cabildos del cobro, custodia y
empleo de la renta. No anduvo bien Fernández: entró en conflicto con Vértiz, pues como decía éste bastaba al
intendente negar los fondos, para que las iniciativas del virrey no pasaran de proyectos.
Mientras se sustanciaba este pleito se dictó la Real Ordenanza de Intendentes el 28 de enero de 1782 dividiéndose
el virreinato en ocho gobernaciones-intendencias: Buenos Aires, Asunción, Tucumán (con sede en San Miguel de
Tucumán), Mendoza (con el territorio de Cuyo), Santa Cruz de la Sierra, La Paz, Charcas y Potosí. Vértiz demostró los
inconvenientes de esta división, y se estableció otra por Real Cédula de 5 de agosto de 1785, que (excepto la
incorporación de la Intendencia de Puno al virreinato del Perú, en 1796) sería definitiva. Eran nueve gobernaciones,
llamadas comúnmente “Intendencias” por “estar a cargo de un Intendente”:
Intendencia de Buenos Aires. Regida por un “Superintendente General” (asumió este cargo el virrey en 1788).
Comprendía las actuales provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones, República Oriental del
Uruguay y nominalmente la Patagonia y la Pampa. En “Montevideo” residía un gobernador-delegado con atribuciones
militares; más tarde se crearía otro gobernador-delegado en “Misiones”.
Intendencia de Paraguay. Actual República del mismo nombre. Cabecera Asunción.
Intendencia de Córdoba y Tucumán. Las actuales provincias (entonces municipios) de Córdoba, La Rioja,
Mendoza, San Juan y San Luis. Cabecera en Córdoba.
Intendencia de La Paz. Con la provincia del mismo nombre. Capital: La Paz.
Intendencia de Charcas. Que abarcaba su arquidiócesis, menos la villa de Potosí, que formaba otra Intendencia.
Capital: Chuquisaca. Había un gobernador-delegado en “Chiquitos”.
Intendencia de Potosí. Comprendía los distritos de Potosí, Chayanta, Tarija (discutida con Salta), la puna de
Atacama y zona de Antofagasta en el Pacífico. Capital: Potosí.
Intendencia de Cochabamba. Provincias de Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra y distritos de Moxos. Capital:
Oropesa (más conocida por Cochabamba). Un gobernador-delegado actuaba en “Moxos”.
Intendencia de Puno. Con los distritos de este nombre al norte del lago Titicaca. Capital: Puno. Al crearse en 1787
la Audiencia de Cuzco, se le dio jurisdicción sobre estos distritos que se encontraban en la curiosa situación de
depender en lo político de Buenos Aires y en lo judicial de una Audiencia del virreinato de Lima. En 1796 se resolvió
incorporarla definitivamente al virreinato de Lima.

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Concluye la “guerra sorda” (junio de 1777).

La flota de Cevallos, en numerosos buques mercantes y transportes, se dio a la vela en Cádiz el 13 de noviembre de
1776. El destino aparente era Montevideo; pero Cevallos, por instrucciones de Floridablanca, varía el rumbo y ocupa
sin resistencia Santa Catalina el 25 de febrero de 1777. La escuadra de Mac-Donald no combate y escapa a refugiarse en
Río de Janeiro.

Estando en Santa Catalina, supo Cevallos de la muerte del rey José de Portugal ocurrida en Lisboa el 22 de febrero. Significaba la caída de
Pombal, nada grato a la reina María I apegada a Carlos III, de quien era sobrina carnal. Podía suponerse la terminación de la “guerra sorda”: esto
hizo que Cevallos apresurase los hechos consumados antes que llegara de Madrid la orden de cesar las hostilidades.

De Santa Catalina se dirige a la Colonia. Tras un breve sitio, el gobernador portugués, Francisco Da Rocha, se
rinde el 5 de junio. Cevallos arrasa las fortificaciones y anega el puerto para que, si alguna vez la diplomacia obligase a
devolverlo, careciera de valor militar o comercial.

Tratado de San Ildefonso (1 de octubre de 1777).

Como era de preverse, la reina María de Portugal se apresuró a pedir la paz. No era posible seguir la guerra “sorda”
—ni la escuadra de Mac-Donald ni las tropas de Böhm ofrecían combate— e Inglaterra no estaba en condiciones de
ayudar a Portugal en una guerra abierta: el 4 de julio (de 1776) el Congreso Continental norteamericano había adoptado
la declaración de independencia, y la lucha se intensificaba. España, que proyectaba intervenir con Francia en ayuda de
los rebeldes, quiso separar a Portugal de su alianza inglesa y no continuó la conquista de Río Grande, y tal vez de Río
de Janeiro como estaba en las instrucciones de Cevallos.
El tratado se firmó en el Real sitio de San Ildefonso, cerca de Segovia, el 1 de octubre. Portugal renunciaba a
Colonia y los puntos ocupados en el río de la Plata (islas Martín García, San Gabriel y Dos Hermanas), las Misiones
Orientales y cedía la isla Fernando Poo en el golfo de Guinea; España devolvía Santa Catalina y renunciaba a la zona
selvática del Amazonas. Como la situación inglesa se agravaba en Norteamérica —en octubre Washington gana la
batalla de Saratoga— fue fácil a Floridablanca inclinar a Portugal a un tratado de amistad, comercio y garantías el 11
de marzo (1778) que aliaba al reino lusitano, por el momento, con el eje París-Madrid.

Cevallos virrey de Buenos Aires: “la libre internación” (noviembre de 1777).

Poco tiempo quedará Cevallos en Buenos Aires en su flamante cargo de Virrey: un extraño virrey cuya Audiencia
virreinal estaba en Charcas, y no podía darle el cotidiano real acuerdo para sus actos. El 6 de noviembre autoriza la
libre internación a Chile y Perú de las mercaderías entradas por Buenos Aires; esta medida iba en perjuicio de las
manufacturas vernáculas, y tenía por objeto acabar con ellas y favorecer la entrada de géneros europeos, españoles o
franceses.

Francia había creado en el siglo XVIII, bajo Luis XIV y Colbert, manufacturas de sederías, porcelanas, tejidos, espejos, etc. Las
reglamentaciones españolas de los tiempos del Pacto de Familia buscaron protegerla contra los similares del gobierno inglés y holandés. Su
introducción a América no dio el resultado previsto: las producciones americanas de tejidos eran de tan buena calidad y más baratas que las
francesas; las porcelanas de Limoges y sederías de Lyon no encontraron en América, a pesar de no tener similares, la aceptación que se
esperaba.

También pregonó Cevallos bandos que aconsejaban el cultivo del cáñamo y lino necesarios en España, conforme a
la política ce los Borbones de convertir América en productora de materias primas y víveres para el abastecimiento
metropolitano; persiguió, en la misma política, a los matadores clandestinos de reses que exportaban el cuero de
contrabando.
Sólo estuvo en el gobierno ocho meses: desde el 15 de octubre de 1777 al dar por terminada su campaña militar e
instalarse en el Fuerte de Buenos Aires, hasta el 28 de junio del año siguiente, cuando entregó el mando a su sucesor,
que era precisamente su antecesor Juan José de Vértiz. La administración virreinal no estaba organizada: no había
audiencia virreinal, ni delimitación de los gobiernos provinciales. El virrey de Buenos Aires se manejaba solamente con
el sello real, como un monarca absoluto.

2. ORGANIZACIÓN DEL VIRREINATO

Estabilidad.

“El peligro portugués había pasado y sin embargo el Virreinato permanecía —dice Gil Munilla—. Es que Portugal
era solamente el peldaño en la guerra que se adivinaba próxima con Gran Bretaña, de la que se había ganado la primera
batalla, y en la que el Virreinato del Río de la Plata debía ser el muro protector del Mar del Sur y de los dominios
meridionales de Hispanoamérica”.

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La creación del virreinato era una necesidad militar más que administrativa. No lo comprendieron en el Perú y Alto
Perú: aquel, por cuanto el centro administrativo y comercial de Sudamérica se trasladaría de Lima a Buenos Aires; éste
porque sujetaba el culto y rico altiplano a un puerto extranjerizado y comercial. Quedó la esperanza que la capital en
Buenos Aires sería solamente provisional: el visitador de la Audiencia de Lima, José Antonio de Areche, escribe a
Bucarelli el 19-12-1777 que a su juicio “la Real Cédula da a entender que la división será mientras el Sr. Cevallos esté
en Buenos Aires”; otra carta publicada por Céspedes del Castillo dice “que únicamente trayendo a Buenos Aires el
arzobispo de Charcas con todas sus rentas, la Audiencia, rentas públicas para la Universidad y demás adherentes, podrá
tener efecto el virreinato en Buenos Aires; de lo contrario contemplo a cien brazas semejantes establecimiento”.
Cevallos, no obstante su estadía precaria aconsejó la permanencia de la nueva creación, que Floridablanca impuso
desde Madrid. Es cierto que Buenos Aires era un “puerto” sin tradición, sin arzobispo, sin Universidad y sin Audiencia,
y no podía competir con Charcas como centro cultural, político y religioso; pero el virreinato nacía para proteger el
Atlántico de enemigos poderosos necesitaban tener allí su cabeza. Todavía el 15 de julio de 1791 el Cabildo de
Chuquisaca pide que se llevase allí la capital, invocando el ejemplo de Nueva Granada cuya sede era Bogotá y no el
puerto de Cartagena, y con consideraciones sobre la distancia del Alto Perú al Río de la Plata. El Consejo de Indias lo
desechó, pero propuso en compensación erigir al Alto Perú en Capitanía General autónoma a la manera de la de Chile y
Venezuela, con capital en Chuquisaca. Pero el gabinete no aceptó (1 de diciembre de 1802).
Charcas, Chuquisaca y La Plata son distintos nombres de una misma ciudad (hoy llamada Sucre). “Chuquisaca” es la ciudad, “Charcas”
la provincia y “La Plata” la arquidiócesis, pero los tres nombres se empleaban indistintamente para designar la población. Oficialmente se decía
Universidad de Charcas, ciudad de Chuquisaca, arzobispado de La Plata.

Ordenanza de intendentes (28 de enero de 1782).

El intendente era un funcionario creado por el derecho francés para representar al rey frente de los gobiernos
locales. Sus extensas atribuciones le habían permitido dejar en un segundo plano a los municipios de origen burgués o
señorial. Había sido una pieza importante en la política del centralismo borbónico de Luis XIV.
Los políticos afrancesados españoles tomaron la institución para servir en América al mismo propósito. En la
metrópoli no era necesaria, pues los ayuntamientos habían perdido sus privilegios, como he dicho, por un lento proceso
de nacionalización. Pero en Indias las “repúblicas” habían tomado en los siglos XVI y XVII características autónomas,
y el centralismo borbónico necesitaba abatirlas. El procedimiento no sería la sustitución violenta de los cabildos por
funcionarios reales que hubiera dado lugar a reacciones peligrosas, sino el mismo de Luis XIV: poner en las provincias
delegados reales con intervención en funciones municipales, que poco a poco fueran sustituyéndose los organismos
urbanos. El ministro José Gálvez será el promotor de la iniciativa.
Como en muchas cosas americanas, la creación del cargo precedió a la institución. Así como en 1777 hubo en
Buenos Aires un virrey sin Virreinato, en 1778 una Real orcen nombraba a Manuel Ignacio Fernández Intendente de
todos los ramos de la Real Hacienda en Buenos Aires, destinado a aliviar al virrey y a los cabildos del cobro, custodia y
empleo de la renta. No anduvo bien Fernández: entró en conflicto con Vértiz, pues como decía éste bastaba al
intendente negar los fondos, para que las iniciativas del virrey no pasaran de proyectos.
Mientras se sustanciaba este pleito se dictó la Real Ordenanza de Intendentes el 28 de enero de 1782 dividiéndose
el virreinato en ocho gobernaciones-intendencias: Buenos Aires, Asunción, Tucumán (con sede en San Miguel de
Tucumán), Mendoza (con el territorio de Cuyo), Santa Cruz de la Sierra, La Paz, Charcas y Potosí. Vértiz demostró los
inconvenientes de esta división, y se estableció otra por Real Cédula de 5 de agosto de 1785, que (excepto la
incorporación de la Intendencia de Puno al virreinato del Perú, en 1796) sería definitiva. Eran nueve gobernaciones,
llamadas comúnmente “Intendencias” por “estar a cargo de un Intendente”:
Intendencia de Buenos Aires. Regida por un “Superintendente General” (asumió este cargo el virrey en 1788).
Comprendía las actuales provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones, República Oriental del
Uruguay y nominalmente la Patagonia y la Pampa. En “Montevideo” residía un gobernador-delegado con atribuciones
militares; más tarde se crearía otro gobernador-delegado en “Misiones”.
Intendencia de Paraguay. Actual República del mismo nombre. Cabecera Asunción.
Intendencia de Córdoba y Tucumán. Las actuales provincias (entonces municipios) de Córdoba, La Rioja,
Mendoza, San Juan y San Luis. Cabecera en Córdoba.
Intendencia de La Paz. Con la provincia del mismo nombre. Capital: La Paz.
Intendencia de Charcas. Que abarcaba su arquidiócesis, menos la villa de Potosí, que formaba otra Intendencia.
Capital: Chuquisaca. Había un gobernador-delegado en “Chiquitos”.
Intendencia de Potosí. Comprendía los distritos de Potosí, Chayanta, Tarija (discutida con Salta), la puna de
Atacama y zona de Antofagasta en el Pacífico. Capital: Potosí.
Intendencia de Cochabamba. Provincias de Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra y distritos de Moxos. Capital:
Oropesa (más conocida por Cochabamba). Un gobernador-delegado actuaba en “Moxos”.
Intendencia de Puno. Con los distritos de este nombre al norte del lago Titicaca. Capital: Puno. Al crearse en 1787
la Audiencia de Cuzco, se le dio jurisdicción sobre estos distritos que se encontraban en la curiosa situación de
depender en lo político de Buenos Aires y en lo judicial de una Audiencia del virreinato de Lima. En 1796 se resolvió
incorporarla definitivamente al virreinato de Lima.

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Funciones de los intendentes.

Tenían atribuciones en los cuatro ramos clásicos: política, guerra, hacienda y justicia. En política reemplazaban a
los antiguos gobernadores, y administraban las ciudades subalternas, conjuntamente con los cabildos, por subdelegados;
en guerra, eran jefes directos de las fuerzas veteranas (blandengues, presidios, dragones de caballerías, tropas de
artillería, etc.) y las superiores de las milicias urbanas subordinadas a los cabildos; en hacienda, recaudaban
directamente las rentas reales por la “Junta Real de Hacienda”, e indirectamente, ellos o los subdelegados, los propios y
arbitrios municipales asistido de una “Junta Municipal” (un alcalde, el síndico y dos regidores) con independencia del
cabildo en la confección de los presupuestos (en 1788 se suprimieron estas “Juntas” por conflicto entre los cabildos y
los intendentes, y se estableció un régimen donde los cabildos, con intervención de los intendentes, recaudaban la renta
y disponían su distribución); y en justicia, entendían en apelación —tenían un secretario letrado asesor— las sentencias
civiles y criminales de los cabildos.
Aunque los cabildos no desaparecían, quedaron en la letra de la ordenanza reducidos a una función decorativa; los
intendentes tuvieron, en apariencia todo el poder. Las “provincias reales” se imponían a los municipios indianos.
Además de los cuatro ramos clásicos de la administración española, los intendentes deberían, a lo menos en los
propósitos de la Ordenanza reformadora de 1786, “aumentar la agricultura, preservar el comercio, excitar la industria,
favorecer la minería y procurar en suma por cuantos medios quepan a su arbitrio… la felicidad de aquellos vasallos”.

Modificaciones de la ordenanza de intendentes.

El nuevo régimen inaugurado en el Río de la Plata fue extendido después a todas las posesiones americanas y a
Filipinas. La ordenanza de Buenos Aires sufrió algunas modificaciones: en 1789 se suprimió el Superintendente de
Buenos Aires reuniendo sus funciones a las del virrey, y se extinguieron las “Juntas Municipales”. En 1792 se dio
atribución a los virreyes para suspender a los intendentes de las gobernaciones y a los subdelegados de las ciudades
sufragáneas.

La Audiencia Virreinal (8 de agosto de 1785).

Cevallos fue presidente de la Audiencia de Charcas al tiempo que virrey con sede en Buenos Aires, porque
necesariamente un virrey debía presidir una Audiencia. Nunca fue a Charcas, y era imposible remitir los expedientes a
Charcas para que lo oidores prestasen el real acuerdo. Planteó el problema en enero de 1778 y pidió la creación de una
Audiencia Virreinal en Buenos Aires. Por diversas causas fue demorada y los virreyes se pasaron sin el real acuerdo. El
decreto de creación de una Audiencia es del 14 de abril de 1783 gobernando Vértiz: estaría integrada por el virrey como
presidente, un regente, cuatro oidores y un fiscal. La instalación hará se solamente el 8 de agosto de 1785 bajo el
gobierno del marqués de Loreto.
Desde ese momento quedó definitiva y completamente instalado el virreinato de Buenos Aires con virrey,
Audiencia y gobernadores-intendentes.
¿Virreinato de Buenos Aires? He dicho antes que el nombre “virreinato” es un error gramatical: correctamente debiera ser “reino”
gobernado por un virrey en representación del rey ausente. Pero la costumbre acabó por imponer esa designación, y dar el de reino o reinos a
regiones no gobernadas por un virrey: así se decía virreinato de Buenos Aires, reino o reinos de Chile, etc.
El nombre oficial era “virreinato de Buenos Aires”, pero también se dijo “del Río de la Plata” en documentos oficiales. Como Virreinato
del Perú o de Lima, indistintamente; de Méjico o Nueva España. La excepción es el virreinato de Nueva Granada, que nunca se lo denomina
por su capital: Santa Fe de Bogotá.

3. LOS VIRREYES HASTA SOBREMONTE

No obstante ser todos militares —con grados de mariscales de campo o tenientes generales— su obra fue
preponderantemente edilicia. El primero (1777-1778), ya vimos, fue el mariscal de campo don Pedro de Cevallos Cortés
y Calderón, del hábito de Santiago y capitán general de Madrid.

Vértiz: segundo virrey (1778-1784).

Juan José de Vértiz y Salcedo, nacido en Yucatán (Méjico) en 1718, se hizo cargo el 26 de junio de 1778 y gobernó
hasta marzo de 1784. Su principal preocupación, que también sería la de sus sucesores fue hacer de Buenos Aires una
“digna capital de virreinato”.
El Cabildo había solicitado la permanencia de Cevallos y protestando por la designación de Vértiz en términos que el rey entendió
ofensivos y castigó con destierro a las Malvinas. El nuevo virrey, que no era rencoroso, intercedió por los capitulares; en retribución le dejaron
intervenir en las cosas edilicias por las cuales Vértiz sentía vocación. No era un militar de vuelo (Cevallos lo llama “anticuado”) ni un estadista,
ni un mediano político. Pero fue un gran intendente municipal de Buenos Aires que le quedó muy agradecida; sobre todo cuando usó las rentas
reales, que debían emplearse en todo el virreinato, en mejoras urbanas de la capital.

Fue el “virrey de las luminarias” que puso candiles de aceite de potro (reemplazados después por faroles de velas
de sebo) en las esquinas céntricas, levantó veredas de tierra sobre el nivel de la calzada, construyó “pasos de piedra” en

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las esquinas de las calles céntricas, mandó hacer un teatro —la “Casa de Comedias”— en la Ranchería (Perú entre
Moreno y Alsina) e hizo construir el primer paseo público: la Alameda, que daba sobre el río (actual calle Leandro
Alem de Rivadavia a Cangallo) y mejoró la apariencia del Fuerte, que era residencia Virreinal.
Otro problema para Vértiz fue el de la moralidad de la capital. Buenos Aires era un puerto donde arribaban muchos
buques después de la Ordenanza de libre internación, y tenía las modalidades de una población litoral con sus negras
mulatas que no eran precisamente un modelo de castidad, tabernas y lugares de “esparcimiento” que al recatado virrey
no le parecieron propios de la dignidad de la capital de un virreinato.
Durante sus tiempos de gobernador, Vértiz había combatido “el escandaloso desarreglo de las costumbres que domina en aquella ciudad
(Buenos Aires)”, ordenando tapiar los baldíos que “sirven de noche para abrigo de… maldades…”, y prohibido por bando los fandangos de
mulatas y marineros.

Ahora, virrey y obligado a celar más que nunca las costumbres de una corte virreinal dará los bandos para prohibir
los bailes ultra familiares de carnaval (menos aquellos de la Casa de Comedias, garantizados por su presencia), no
permitir mujeres de color en las calles después de las diez de la noche aunque fuesen acompañadas, y crear la Casa de
Corrección o cárcel de mujeres públicas.
También se le debe el Protomedicato para vigilar el ejercicio de la medicina y dar títulos habilitantes a los
“profesores” (quienes profesaban el arte de curar). Habilitó la casa de Niños Expósitos financiada con la imprenta que
había sido de los jesuitas en Misiones y después estuvo en Córdoba; hizo levantar un censo municipal de Buenos Aires
que dio 24.750 habitantes a la ciudad y 12.925 a la campaña; mejoró los fortines que guarnecían Buenos Aires. En fin,
fue un gobernante “progresista” como decían los alumbrados de entonces. Fuera de la ciudad se fundaron las primeras
villas entrerrianas por Tomás Rocamora (Gualeguay, Gualeguaychú y Concepción del Uruguay), y el puerto de Carmen
de Patagones junto al Río Negro como defensa contra un ataque inglés.
Durante su administración empezó a aplicarse la Pragmática de Comercio Libre de 1778, y tuvo lugar la
sublevación indígena de Tupac-Amaru (1780-1783) a las que nos referiremos más adelante.
La guerra de la independencia norteamericana (1775-1783), que ya mencionamos, acabó por arrastrar a Francia y a España.
Floridablanca, pese a sus recelos de estimular la independencia de colonos que podría ser un mal ejemplo para los de España, acabó por declarar
la guerra a Inglaterra el 23 de junio de 1779 movido por el deseo de “aplastar” a ésta y recuperar Gibraltar, Menorca, Florida y arrojarlos de
Honduras. España llevó las hostilidades con brío: hubo una tentativa de desembarcar en Plymouth e ir a dictar la paz en Londres, fracasada por
falta de coordinación en los aliados. Mejor resultado se tuvo con Menorca, que se reconquistó, en la toma de varios fuertes de Florida y
expulsión de los ingleses de Honduras. El asedio de Gibraltar, que hubiese producido la caída del peñón, no pudo culminarse por los deseos de
Francia y de los norteamericanos de aceptar la propuesta inglesa de paz. Ésta se firmó en Versalles el 3 de septiembre de 1783. Fue el único
tratado, en los dos últimos siglos, favorable a España: consiguió la devolución de Menorca, las dos Floridas, y expulsó a los ingleses de
Honduras.
El conde de Aranda, al firmar el 3-9-1783 el tratado como embajador ante la corte de Luis XVI, se mostró receloso de los Estados Unidos:
“Esta república federativa ha nacido pigmea, por decirlo así, y ha necesitado el apoyo y fuerza de dos Estados tan poderosos como España y
Francia para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante, y aun un coloso temible en aquellas regiones.
Entonces olvidará los beneficios que ha recibido… el primer paso será apoderarse de las Floridas… aspirará a la conquista de Nueva España
que no podremos defender… luego seguirá Cuba, Santo Domingo y toda la América Meridional…”. Proponía como remedio la formación de un
imperio español dando independencia a México, Costa Firme y Perú bajo la forma de monarquías con infantes españoles y tomando Carlos IV
el título de emperador: entre los cuatro príncipes habría una unión y alianza íntima. En otra carta de 1786 dirigida a Floridablanca, sugiere la
independencia de Buenos Aires con un infante español en su trono, y la cesión de Perú a Brasil a cambio de Portugal “porque me he llenado la
cabeza de que la América Meridional se nos irá de las manos, y ya que habrá de suceder, mejor es un cambio que nada”. A lo que Floridablanca
responde (6-4-1786) que “ese sueño es más para deseado que para conseguido”.
La guerra con Inglaterra tuvo poca repercusión en el Plata, por la buena defensa que Cevallos había dispuesto. Vértiz puso a Buenos
Aires, Montevideo y las Malvinas en estado de alarma; se construyeron baterías en Maldonado y Ensenada y se internó a los ingleses residentes
en Buenos Aires. En 1780 hubo el rumor de un ataque inglés a Buenos Aires combinado con una sublevación de indígenas; se pusieron atalayas
en Tigre, San Isidro, Olivos y Palermo al norte, y Quilmes, Atalaya y Punta Lara al sur, reforzándose las baterías del Riachuelo, la Residencia y
Retiro en la ciudad. El virrey pasó a la Banda Oriental a dirigir las defensas de Montevideo y Maldonado. La sublevación de Tupac-Amaru en
1780 (que se propagó hasta Jujuy) y el amago de un ataque de los indios de La Pampa, hicieron suponer el cumplimiento del plan inglés.
Las informaciones llegadas de España eran verídicas: Inglaterra preparó un ejército de 1.500 ingleses y 2.000 cipayos indios para operar
contra el Río de la Plata, que llevarían 15.000 armas de fuego a los indios sublevados. Como Holanda se declaró contra Inglaterra, ésta prefirió
dejar, por el momento, la conquista del Río de la Plata.

Loreto: tercer virrey (1784-1789).

Nicolás Cristóbal del Campo, marqués de Loreto, reemplazó a Vértiz el 7 de marzo de 1784. Había nacido en
Sevilla y era hombre, según Vértiz, “afecto a las buenas letras”. Continuó la obra edilicia de su predecesor: empedró la
calle del “Correo” (hoy Florida), que por eso se llamó del empedrado, para facilitar el tránsito de carretas con
mercaderías; cuidó los precios y las pesas del comercio al menudeo, tareas que antes hacía el fiel ejecutor del Cabildo;
trató de fomentar el cultivo de trigo, y la exportación de harina a Cuba y España, dentro del mercantilismo español que
ya hemos expuesto, pero se precisaba algo más que bandos para convertir a los pastores en labradores; inició, por
órdenes del ministro Gálvez, con la sal de Patagones y las arquerías para barriles traídas de España, los primeros
ensayos de conservación de carnes en saladeros.
Durante su administración se estableció la Audiencia virreinal, y quedó abolido el cargo de superintendente de
Buenos Aires cuyas funciones pasaron al virrey.

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Arredondo: cuarto virrey (1789-1795).

Carlos IV, que había sustituido a su padre Carlos III en 1788, designó al año siguiente a Nicolás Antonio
Arredondo virrey en sustitución de Loreto; se hizo cargo en diciembre.
La convocación de los Estados Generales en Francia, y la toma de la Bastillas el 14 de julio de 1789 tuvieron repercusión en Buenos Aires.
No tanta como han creído algunos. Por orden de España se retuvieron en las aduanas de América las “estampas, papeles, impresos o
manuscritos” que aludiesen a la situación francesa (reales órdenes de 18-9-1789 y 1-10-1789), “especies de mucha falsedad y malignidad”. En el
proceso llamado de los franceses, fueron acusados en 1790 algunos individuos de esa nacionalidad de difundir propaganda revolucionaria: el
instructor fue el alcalde de 1er. Voto Martín de Álzaga, que empleó la “cuestión extraordinaria” sin encontrar nada de importancia fuera de unos
papeles introducidos por curiosidad por individuos que nada tenían que ver con los revolucionarios franceses, como Santiago de Liniers y su
hermano el conde Luis Liniers, realistas a ultranza. No hubo condenas personales, y sólo uno de los implicados fue desterrado a España.

La obra del virrey Arredondo fue edilicia principalmente, como la de sus predecesores: continuó el empedrado,
rodeando la Plaza Mayor e iniciando el de algunas calles céntricas; ordenó rondas de vecinos que celasen la moralidad,
dispuso la vigilancia para impedir la matanza clandestina de animales (hecha por gestiones de los exportadores).
Durante el gobierno, en 1795, se instaló el Consulado al que nos referiremos luego.
En 1794 el intendente de Salta del Tucumán, Ramón García de León Pizarro, marqués de Casa Pizarro fundó la última ciudad argentina
levantada en tiempos españoles; San Ramón Nonato de la Nueva Orán, conocida con el nombre de “Orán”; fue poblada con 150 familias de
Salta y Jujuy.
En Febrero de 1792 cayó (y fue apresado) Floridablanca, reemplazado por el conde Aranda hasta noviembre, en que también sería
apresado y sustituido por Manuel Godoy.

Melo: quinto virrey (1795-1797).

Pedro Melo de Portugal y Villena, de la Orden de Santiago y Primer Caballerizo de la Reina, nacido en Badajoz en
1733, fue designado por su influyente paisano Manuel Godoy (nacido también en Badajoz), favorito de la reina María
Luisa y dueño de la voluntad de Carlos IV. Melo había sido antes gobernador-intendente de Paraguay.
Dispuso el abastecimiento de agua de la ciudad, reglamentando la función de los carros aguateros que la traían
desde río: será su sola medida de importancia.
En 1795, por la paz de Basilea (que dará a Godoy el título de Príncipe de la Paz), España da un vuelco de 180 grados en su política y pasa
de enemiga a aliada de Francia (la del Directorio).

Se teme un ataque inglés, y el virrey Melo pasa a la Banda Oriental a organizar la defensa. Muere repentinamente
en Pando el 15 de abril de 1797; se hace cargo interinamente Antonio Olaguer Feliú (1797-1799), gobernador-delegado
de Montevideo hasta entonces, cuyas actividades fueron la defensa militar y superación del bloqueo de los ingleses. Se
establece el “comercio con neutrales” en 1797. En Madrid renuncia Godoy en 1797, momentáneamente desplazado por
Gaspar Jovellanos, hasta 1801.

Avilés: sexto virrey (1799-1801).

Gabriel de Avilés y Fierro, marqués de Avilés, era capitán general de Chile al ser promovido por Jovellanos. Se
hace cargo el 14 de marzo de 1799.
La guerra seguía, y la preocupación fundamental del virrey fue la defensa del Río de la Plata contra el siempre diferido ataque inglés. Pero
Napoleón ha tomado el poder en Europa, y las cosas no andan bien para que los ingleses se arriesguen.

No obstante sus buenas condiciones militares, y el peligro del ataque inglés, no puede sustraerse el virrey a seguir
la obra de embellecimiento de la capital de sus predecesores: continúa el empedrado de las calles; demuele la vieja
plaza de toros de la plazuela de Monserrat (avenida 9 de Julio entre Moreno y Belgrano) y dispone la construcción de
una nueva en Retiro (plaza San Martín). También se preocupa por los indios misioneros, cuyo gobierno provincial
organiza repartiéndoles tierras en propiedad. Vigila el trazado de las fronteras con Brasil.
Se opuso a la entrada semiclandestina de géneros ingleses, que se hacía por apelaciones a la Audiencia de las
resoluciones virreinales y “vistas” a la Aduana y Consulado convenientemente “tocados”. Tal vez por eso duraría poco
en el gobierno.
En su breve gobierno, el español Francisco Antonio Cabello y Mesa, abogado y periodista, fundó el semanario
Telégrafo Mercantil, Rural, Político e Histórico del Río de la Plata el 1 de abril de 1801, primer periódico aparecido en
Buenos Aires (Cabello y Mesa acabó como agente de los ingleses durante la ocupación de Montevideo en 1807;
posiblemente ya lo era en 1801)-
Avilés dejó el cargo al ser promovido a virrey de Perú.

Pino: séptimo virrey (1801-1804).

Lo sucede Joaquín del Pino, capitán general de Chile y antiguo funcionario en el Río de la Plata, casado con una
santafesina, Rafaela de Vera y Pintado.

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Godoy retoma influencia en España y destierra a Jovellanos en 1801. Hay guerra contra Portugal (llamada “de las naranjas”): Godoy
marcha al frente del ejército español e invade varios distritos portugueses; a su vez los brasileños ocupan las Misiones Orientales. El virrey
encomienda al marqués de Sobremonte, subinspector de las tropas regladas y milicias, la expulsión de los invasores; pero llegan noticias de
haberse concluido la paz el 6 de junio (1801) con la entrega por Portugal de la plaza de Olivenza en Europa. Los brasileños continúan la
ocupación de las Misiones Orientales, que ni el virrey mi el subinspector se preocupan de desalojar (Sobremonte lo querrá intentar en 1805
siendo virrey). En definitiva, las Misiones Orientales seguirán (salvo un breve período durante la guerra de 1826) en poder de facto de los
brasileños. Rosas reclamará su devolución, y ésta será una de las causas de guerra con Brasil en 1851. Finalmente por los tratados de Río de
Janeiro, ratificados por Urquiza después de la batalla de Caseros, se reconocerá definitivamente el dominio brasileño.

Pino es un virrey preocupado por la cultura más que por la guerra, no obstante su grado militar; creó las cátedras de
Anatomía y Medicina en el Protomedicato (de esta última fue titular el Dr. Cosme Argerich), abrió una escuela de
pintura y una academia de francés.
Se quejará de la complacencia de los oidores y otros altos funcionarios en la introducción semiclandestina de
mercaderías inglesas, acusándolos de participación dolosa. En plena guerrea con Gran Bretaña las mercaderías inglesas
eran admitidas por recursos leguleyos; irregularidad que continuará, pese a los esfuerzos del virrey, después de la paz de
Amiens entre España e Inglaterra (1802).
Murió en su cargo de modo que pareció sospechoso, el 11 de abril de 1804. Por pliego de mortaja quedó a cargo el
subinspector marqués de Sobremonte, confirmado como titular el 10 de noviembre.

Sobremonte: octavo virrey (1804-1807).

Rafael de Sobremonte y Núñez Carrasco, tercer marqués de Sobremonte, era nacido en Sevilla en 1745. En 1779 es
secretario de Vértiz, luego durante catorce años intendente de Córdoba, donde hace una eficaz obra de embellecimiento
edilicio y construye fortines de defensa en la frontera (se le deben Río IV y La Carlota). En 1797 es subinspector de
tropas regladas y milicias, el más alto cargo militar del virreinato: como tal va a la Banda Oriental a defenderla de los
portugueses que se han apoderado de las Misiones Orientales; recupera éstas por hacerse la paz.
Sobremonte se inicia como virrey con un bando de aseo y limpieza de la ciudad, blanqueo de edificios, etc. Difunde
la vacuna antivariólica descubierta por Jenner, funda el pueblo de San Fernando (cuyo nombre es un homenaje al
Príncipe de Asturias, futuro Fernando VII) y empieza la construcción de su canal. Traslada la Casa de Comedias de la
Ranchería a su nuevo edificio en la actual esquina de Cangallo y Reconquista, donde quedará muchos años con el
nombre de Coliseo o Teatro Argentino.
De honradez administrativa y vida privada intachable, acertará a malquererse con todo el mundo; no es que tuviera
enemigos, lo que no encontró fueron amigos. Su limitada comprensión, arrogancia o falta de tino, y la influencia
preponderante de la marquesa, su esposa, le llevará a disputar con el Cabildo por cuestiones de protocolos, y después
con todo el mundo.

Se molestó con estrépito, y lo hizo saber a voces destempladas, en el salón del “trono” de la Fortaleza, porque el Cabildo en vez de acudir
en corporación a agasajar a la virreina el día de su onomástico, envió sólo una delegación; siguió un pleito por reglas de ceremonial, con
intervención de los oidores, por entonces sus únicos partidarios. En ocasión de un luto familiar, hizo saber a los capitulares que debían concurrir
en pleno al velorio y entierro, a lo que éstos se negaron y plantearon la cuestión protocolar en España.
Más razón tuvo Sobremonte en la cuestión de las Misiones Orientales. El 22 de septiembre de 1805 solicitó el apoyo del municipio para un
“ataque repentino” aprovechando la guerra entre España e Inglaterra: sería una guerra sorda como la de tiempos de Cevallos para quitar a los
brasileños del territorio ocupado ilegalmente en 1801 que no habían devuelto. El Cabildo, movido por su enemistad al virrey, le niega el 1 de
octubre el apoyo: “No consentiremos semejante acción ni aprobaremos de manera alguna que los portugueses sean atacados por cuando estamos
en paz y amistad. Si los portugueses se han adelantado por nuestras fronteras… debe V.E. solamente emplear la buena disciplina de nuestras
tropas fronterizas para que la cuiden…” (y después de advertir a España había declarado la guerra a Gran Bretaña por haberse apoderado en
“papel de verdugo ejemplar” de cuatro fragatas españolas en plena paz, agrega el Cabildo): “¿Quiere acaso V.E. asumir también el papel de
verdugo ejemplar cometiendo la misma acción sin motivo contra Portugal?”.

Todos acabarán por no hacerle caso: la “Reconquista” de agosto de 1806 se hizo apresuradamente para que no
reclamase el mando de las tropas; será separado del mando militar por el “Congreso general” del 14 de agosto de 1806,
y destituido al año siguiente —10 de febrero— en un acto revolucionario por sus errores en al defensa, o no defensa, de
Montevideo en la segunda invasión inglesa. Al mismo tiempo, el 24 de febrero, lo destituían en España.

En marzo de 1810 lograría del Consejo de Regencia de Cádiz se anulase su destitución y se lo sobreseyese de culpa y cargo; confirmado
en 1815 por el Consejo Supremo de Guerra. Se ordenaría pagarle los sueldos atrasados y ascenderá a mariscal de campo en desagravio.

4. FRACASO DEL MERCANTILISMO ESPAÑOL

El “mercantilismo español”.

El mercantilismo europeo, que sucede al criso-hedonismo de acaparar metales, tenía por finalidad el
desenvolvimiento favorable del tráfico comercial. El ideal de los mercantilistas era exportar más e importar menos, que
significaba pagar menos y cobrar más y por lo tanto atraer y fijar los metales en el país. Si no era posible mantener una
balanza comercial favorable, por la tendencia al equilibrio de las exportaciones con las importaciones, por lo menos

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exportar manufacturas caras e importar materias primas y víveres baratos. Hacer en el país y vender afuera aquello que
requiriese un grado relativo de cultura, y comprar afuera lo hecho con mano servil o inferior.
El desarrollo del mercantilismo llevaría a la existencia de países industrializados y dueños del comercio, y países
que producirían sólo materias primas y víveres. A éstos era necesario imponer la dominación para mantener baratas sus
producciones: habría, pues, imperios y colonias mercantiles, tema que desenvolveremos más adelante en el tomo II.
Holanda fue la creadora del mercantilismo en el siglo XVI, pero Inglaterra le arrebató el dominio en el siglo
siguiente con el Acta de Navegación que significaría el desarrollo de la industria inglesa, todavía artesanal, de tejidos, y
la creación de una marina mercante. Francia siguió sus huellas, a distancia, con la obra de Colbert. En el XVIII de los
Borbones, parecerá llegado el momento de España; no podía pretender el mercado mundial, pero podría ganar su
mercado interno: hacer de sus colonias verdaderas colonias que produjesen materias primas y víveres para la metrópoli,
y consumieran el excedente de la producción industrial metropolitana. Para lograrlo, lo hemos visto con anterioridad,
era necesario desindustrializar a América quitándole sus talleres artesanales, fomentar la agricultura y mantener su
ganadería y trabajos mineros como sola producción. En consecuencia, siempre que se alejase el contrabando, la
metrópoli se convertiría en un emporio industrial salvándose del marasmo producido por la afluencia de metales en el
XVI. Claro que una política semejante sólo podía imponerse por una completa sujeción política de las colonias y una
vigilancia atenta para que no se filtrase en ellas la producción artesanal no española. Ése fue el sueño de los
“mercantilistas” españoles del XVIII, desde los tiempos de Isabel Farnesio a Campomanes, José de Gálvez y
Jovellanos. Ya hemos visto sus primeras medidas, hasta la Pragmática de Libre Internación de 1777. En adelante el
esfuerzo sería coordinado y continuo, aunque no maduraría el triunfo: América no llegaría jamás a ser una colonia
económica de España.

Pragmática del comercio libre (1778).

Las primeras medidas para favorecer la industria metropolitana se tomaron en 1720, con las rebajas impositivas a
las exportaciones a América y el palmeo, gravamen que tenía en cuenta los palmos cúbicos de bodegas y no la calidad
de mercaderías exportadas, y favorecía la salida de España de géneros finos. Se hacen venir a España maestros y
artesanos para desarrollar las industrias internas, se construyen caminos (en tiempos de Floridablanca fueron habilitadas
395 leguas) que favorecen la circulación y comercio de productos, se crea el Banco de San Carlos, la Compañía de
Filipinas, etc. Pero los principales esfuerzos se dirigieron a ganar el mercado americano.
El 12 de octubre de 1778, para consolidar “un comercio libre y protegido entre españoles europeos y americanos,
que pueda restablecer la agricultura, la industria y la población a su antiguo vigor”, Carlos III amplía la libre internación
con un régimen de aranceles y reglamentaciones del comercio hispanoamericano. El comercio es libre permitiéndoselo
a todo buque español que saliera de determinados puertos de la península, y protegido por fomentar el transporte de
manufacturas españolas. Los puertos americanos se dividen en mayores o menores: en aquellos (en el río de la Plata:
Buenos Aires, Montevideo y Maldonado) los productos españoles pagarían un arancel del 3% y los extranjeros del 7%;
en los “menores”, para fomentarlos, se reducen al 1 ½ y 4% respectivamente. Por diez años son libres de derecho las
manufacturas españolas de algodón, lana, lino o cáñamo, y las exportaciones americanas de carnes saladas, lana de
vicuña, algodón, lino, pieles y yerba mate. Si los buques llevasen todos sus productos españoles, tendrían una rebaja del
1/3 en los aranceles; si las dos terceras partes, la rebaja sería del quinto.
Se esperaba que renaciera una industria metropolitana que encontrase su mercado de consumo en América. Los
primeros resultados parecen favorables: en 1778 el valor de los géneros españoles introducidos en Méjico fue de
1.431.000 pesos contra 2.314.000 extranjeros; diez años después, de 7.900.000 contra 7.120.000 (datos de Humboldt en
Ensayo político sobre el reino de Nueva España). El volumen del tráfico demuestra un avance de la producción
europea, española o no, sobre la industria criolla sacrificada a un pequeño beneficio de la española sobre la extranjera.

Prohibiciones a la producción nativa.

Un factor obstaculizaba la política mercantilista y era el estado de guerra endémico con Gran Bretaña que hacía
inseguros los viajes como en tiempos de los piratas y bucaneros. La guerra disminuye el tráfico, aumenta las primas de
seguros, y por lo tanto encarecen los géneros europeos. En esas condiciones, pese a la acción coordinada de virreyes e
intendentes para eliminar las industrias vernáculas que compitieran en el mercado americano con las españolas, y a
veces la misma agricultura si hacía sombra a la metropolitana, la producción manufacturada española no podía sustituir
a la nativa. De allí que se extremarán las medidas prohibitivas.
En las instrucciones al marqués de Loreto se le recomienda la prohibición de labrar paños y plantar viñas y olivares dentro de su
jurisdicción (luego se llegaría a la tala de los árboles para no perjudicar la producción española de aceite). Se le dice: “He sabido que no sólo no
se ha tenido la mano tan apretada en esto como se conviniera, sino que, como si no hubiera prohibición, se ha excedido notablemente en ello, y
más en particular en lo de las viña que van en gran aumento”.

Aduana de Buenos Aires; su Reglamento protector de la industria (1779).

Desde los tiempos de Bruno Mauricio de Zavala —en 1729— funcionaba la llamada Guardia del Riachuelo que
vigilaba el contrabando e imponía el arancel. En 1778 —es virrey Vértiz— las nuevas condiciones de tráfico marítimo
obligan a la creación de un cuerpo con mayores funcionarios y mejor local, y se instala la Aduana con un administrador,

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un contador, vistas y oficiales. Sus atribuciones eran amplias. No solamente recaudaban impuestos, sino que
reglamentaban las leyes y ordenanzas y asesoraban a las autoridades. Al año siguiente el administrador, Francisco
Jiménez Mesa, dicta el Primer Reglamento de Aduana en el cual, posiblemente por motivos fiscales, considerando que
“por sólo el 3% y el 7% no pueden ni deben andar (los productos traídos al puerto) las mil leguas que se cuentan hasta
Lima” les aplicaba además del arancel fijado por la Pragmática, derechos de internación y de Alcalaba por “primera
venta”. Para obtener una mayor recaudación fiscal, y tal vez para fomentar el contrabando del que era activo asociado,
el administrador gravaba la introducción europea protegiendo sin quererlo la producción criolla. Pero el Reglamento de
Mesa se aplicó poco tiempo. Sustituido el administrador en 1790, a raíz de haberse descubierto sus actividades (estaba
asociado con el fuerte contrabandista Domingo Belgrano Peri, de origen genovés), el virrey Melo dictaría otro, cuatro
años después, aboliendo las trabas.

Desarrollo industrial del virreinato.

Pese a la política del mercantilismo, la industria española no pudo sustituir a la nativa. En 1796, en parte debido a
la guerra y en parte al arraigo de la industria criolla, el mercado interno es provisto casi exclusivamente por los talleres
vernáculos. Cochabamba —el gran centro fabril del Alto Perú— vende bayetones y lienzos al “puerto”; Corrientes
produce lienzos y tejidos de lana en cantidad, que exporta a todas partes.
Dice el Telégrafo Mercantil de 22-8-1801 sobre la industria correntina; “Aunque no tengan el brillo de los de Europa por carecer de
utensilios para ello, suplen y reparan la falta de aquellos.

En Catamarca, informaba el “diputado” al Consulado: “no hay casa ni rancho… que no tenga uno o dos telares con
su torno para hilar y otro para desmotar el algodón… tejen y bordan paños finos, manteles… y bayetitas de algodón que
exceden en duración a las de España… hasta los clérigos se visten con estos bayetones negros”; Tucumán produce
algodón, trabajado en sus talleres y obrajes o llevado a Cochabamba; en Córdoba y San Luis la piel de los cabritos,
convenientemente preparada, era exportada a España para la confección de guantes; los sombreros de vicuña del Alto
Perú y noroeste argentino eran un lujo exigido por los elegantes de Londres y París. Para destruir esta industria se
pretendió aclimatar las vicuñas en España sin resultado, y finalmente se encargó a los intendentes acopiar y mandar a la
metrópoli toda la lana de vicuña, así las fábricas indígenas carecería de materia prima.

Instalación del Consulado de Buenos Aires (1794).

Los agentes naturales del mercantilismo español fueron los virreyes y los intendentes. Aquellos recibían
instrucciones de acabar con los productos que pudieran competir con los metropolitanos, y éstos monopolizaban las
materias primas (entre nosotros el algodón, lino, cáñamo, lanas burdas y finas) con el doble propósito de exportarlas a
las fábricas españolas e impedir su manufactura por los talleres americanos.
Una nueva institución se pretendió sumar a estos agentes, aunque resultaría contraproducente para el
desenvolvimiento del mercantilismo español: fue el Consulado establecido por real cédula de 30 de enero de 1794, e
instalado en Buenos Aires el 2 de junio. No fue una medida aislada, pues contemporáneamente se creaban consulados
en los puertos abiertos al tráfico con España. Fundamentalmente los consulados eran tribunales de comercio
compuestos de: un prior, dos cónsules, nueve consiliarios y un síndico elegidos por los comerciantes cada bienio, y
tenía también un secretario, contador y demás empleados. Como tribunal de comercio resolvía las diferencias
mercantiles.
El prior con los cónsules entendían en las compraventas comerciales, seguros, cambios, fletes, etc., después de oír a las partes verbalmente
y examinar la prueba aportada. Su sentencia hacía cosa juzgada si el monto fuese inferior a mil pesos; si era mayor se apelaba ante un tribunal
formado por el oidor decano de la Audiencia asistido por dos comerciantes designados por las partes.
Fuera de Buenos Aires, los pleitos comerciales eran resueltos por el diputado del Consulado (un comerciante residente en la ciudad)
asistido por dos comerciantes. Se apelaba al Consulado.

Pero además tenía funciones de Junta Económica, reuniéndose ordinariamente cada quincena para tratar los
problemas de la vida económica dando su parecer al virrey. Previo informe del síndico y deliberación de los
consiliarios, la Junta resolvía.
Entre las funciones de la “Junta Económica” estaba, por la ordenanza de su creador, el fomento de las materias
primas y víveres. De allí la necesidad de integrarlo también con hacendados. Así se dispuso por real cédula de 1797; los
hacendados y comerciantes “en igual número” se repartían cada bienio los cargos. Como veremos, los consiliarios, en
vez de ser agentes del mercantilismo español, obraron en su contra: se dividieron en contrabandos partidarios del libre
comercio “con todas las naciones” y criollos que defendían la producción nativa. Muy pocos estuvieron con los
intereses de la Metrópoli.

Manuel Belgrano, hijo de Domingo Belgrano Peri, es secretario del Consulado en 1796. Se expresaba, es posible por la índole de su cargo,
como un entusiasta mercantilista pro-español. Al reclamar ese año la presencia de hacendados (que el gobierno español otorgó al siguiente)
decía: “deberemos presentarle (a España) todas nuestras materias primas pasa que nos la dé manufacturadas y prontas a nuestros servicios.
Constituyámonos labradores y que la Península sea la industriosa”.

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Para apoyar estas ideas, y servir a la obra que el Consulado debería realizar, Belgrano escribe en el Semanario de
Agricultura y Comercio fundado en 1802 por Hipólito Vieytes.

Vuelve el “contrabando ejemplar”: la Ordenanza de Comercio con neutrales (1797).

En 1797 se está en guerra con Gran Bretaña y hace años que el puerto se halla bloqueado. Faltan algunos productos
de lujo, pero en lo esencial el Virreinato se abastece a sí mismo. Esto perjudica al “mercantilismo” y en España se dicta
la Ordenanza del Comercio con neutrales el 18 de diciembre, para suplir la falta de comunicación entre la metrópoli y
sus colonias que fortalecía la industria nativa. Se deja llevar y traer “mercaderías permitidas” en buques neutrales con
la condición de retornar a puertos españoles.
Llega a Montevideo una zumaca portuguesa, la San José y San Antonio, con aguardiente, alquitrán y negros. No
eran “mercancías permitidas” y el virrey —Olaguer Feliú— niega el desembarco. Los hábiles abogados de los
introductores apelan ante la Audiencia, que da vista al administrador de la aduana, José Izquierdo. Éste se pronuncia
con consideraciones sobre libertad de comercio y aconseja se admita la carga. Se da vista al Consulado: por mayoría se
pronuncia a favor de la descarga siempre que se “retornase cargados con frutos del país”.

La oposición la hizo el consiliario de los hacendados Juan Esteban de Anchorena (“se ayudaría a los enemigos ingleses… nada falta en el
país por la guerra salvo artículos de lujo… la gente de poco caudal se viste con la ropa de la tierra, (hay) lienzos razonables que vienen del Perú,
y muchos miles de piezas de Catamarca, Paraguay y Misiones fuera de las que aquí se fabrican; sobran para abrigar a la gente de trabajo que
viste sin aparato al paso que los alimentos de carne, pan y verdura se hallan abundantísimos en esta plaza”); y del Síndico Vicente Anastasio
Murrieta (“si no se ha ampliado la Cédula de 1797 ha sido porque S.M. no lo ha tenido por conveniente).

La Audiencia, con el apoyo del Consulado y de la Aduana, resuelve con un seco “Vistos: se revoca la providencia
apelada y entréguense los efectos a los interesados”. Era evidente, como lo sospechaba Anchorena, que escondidos tras
el aguardiente, alquitrán y negros portugueses, venían los géneros y muselinas inglesas. La zumaca era una nave de
ensayo para ver hasta donde alcanzaba la influencia del comercio británico y los recursos de sus hábiles abogados y sus
elementos de corrupción.

Lo dirá el virrey del Pino al acusar a la Audiencia y a altos funcionarios que hacían inútiles las prohibiciones de los virreyes, pues bastaba
apelar a la Audiencia y el tribunal “por las implicaciones, relaciones y conexiones de los ministros por los interesados”, y previas sospechosas
“vistas” para diluir responsabilidades, revocaba la medida. El virrey Pino morirá sospechosamente como dos siglos atrás había ocurrido con el
gobernador Martín Negrón.

Fue una lucha de los industriales nativos (defendidos curiosamente por un hacendado que tenía evidentemente
intereses opuestos, aunque lo unía su amor a la tierra) aliados circunstanciales con los exportadores españoles, contra
los comerciantes que se beneficiaban con el libre comercio. Fue inútil que desde España se mantuviese la prohibición
(por cédula del 20 de abril de 1799), cuyo bando fijado por el virrey Avilés será arrancado por manos anónimas. Avilés
comunicará la reiteración al Consulado, pero el síndico, ahora Antonio de la Cagiga, arrastraría a la mayoría de los
consiliarios a favor del comercio libre que había aumentado las recaudaciones de la aduana y no se debería prohibir
“por un miedo que el dinero vaya al enemigo”.
A fines del siglo XVIII había ocurrido en Inglaterra la revolución industrial de incorporar la máquina a la producción, especialmente de
hilados y tejidos. Se producía mucho y barato, y era necesidad vital colocarlo en el exterior. Veremos más adelante las consecuencias políticas y
económicas de la revolución industrial inglesa.

En esa ocasión estuvieron con las prohibiciones los comerciantes monopolistas Martín de Álzaga y Martín de
Sarratea, ligados al “mercantilismo español”, y el hacendado Manuel Arana por los mismos motivos que lo había estado
anteriormente su colega Juan Esteban de Anchorena.

“Registreros” y “contrabandistas”.

La producción nativa era defendida por los hacendados, que estaban fuera del debate, solamente por amor a la
tierra. La cuestión era entre “registreros” monopolistas ligados al comercio de Cádiz, y contrabandos (se ufanaban de
serlo) vinculados con los introductores y exportadores británicos. Resultaron inútiles las prohibiciones de las reales
cédulas apoyadas por el celo de los virreyes y el interés de los monopolistas. Los contrabandos eran prestanombres, y
los intereses administrados por ellos disponían de grandes recursos y contaron con la Audiencia y la Aduana para
desembarcar más o menos libremente sus géneros.

5. TUPAC-AMARU

El visitador Areche y el impuesto de Alcalaba.

Carlos III habían enviado a Méjico a un hombre del valer de José de Gálvez a dejar en orden la Real Hacienda.
Quiso hacer lo mismo en Perú designando en 1776 a José Antonio Areche, la persona menos indicada para una labor de
buen sentido y comprensión del medio.

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Areche no pondría orden, ni parece habérselo propuesto: sólo quiso aumentar la renta y herir la industria doméstica
que estaba en manos indígenas. El impuesto de alcalaba (que gravaba las ventas de producciones europeas) había sido
fijado en el 6%; y entendió que debía aplicarse no sólo a la compraventa de mercaderías de Castilla (que tenía el 12%)
sino a las provenientes de la industria territorial dando, por lo tanto, un golpe de muerte a ésta. Creó también estancos
de tabacos, alcoholes, naipes, etc. Aun así, quizá nada habría pasado si la pésima política del visitador no hubiese
perseguido su cobro exclusivamente en las clases bajas de la población, sobre todo en los indios sujetos a
“repartimientos”.

Los repartimientos eran monopolios de los corregidores de pueblos indígenas (todavía no habían sido creadas las Intendencias) para
vender a los indios de su jurisdicción las mercaderías que necesitasen y comprar las producidas por ellos. El nombre ha confundido a algunos
que suponen se mantenían las encomiendas personales —también llamadas así— a fines del siglo XVIII. Subsistían, sujetas a las
reglamentaciones que hemos visto, las mitas para el trabajo minero y los yanaconazgos para la agricultura: ni unas ni otros, tocados por Areche.

El visitador exige a los indios el gravamen del 6% a las compras y ventas que hacían por intermedio de los
corregidores. Éstos obligaban a los indios a comprar una determinada cantidad de mercaderías; sobre ella y sobre los
consumos —carne, leche, queso, harina— cargaron el 6%, descontándolo en los tejidos y bordados que debían pagar a
los indios. Inútilmente el virrey Guirior, del Perú, ordenó en 1778 que la Alcalaba no debía cobrarse a los productos “de
la tierra”; Areche se impuso como visitador y obtuvo de Grimaldi, en Madrid, que confirmase su interpretación.

Para que no hubiese evasión de tributos, el visitador ordenó el empadronamiento de quienes vivían en los corregimientos. Fue un error
psicológico: los mestizos y cholos (cuarterones) se consideraban españoles, y a su vez los indios puros despreciaban a los mestizos. Al verse
empadronados juntos, el resentimiento fue de todos. Y sirvió, de paso, para unificarlos como criollos en la resistencia que vendría.

Las primeras sublevaciones.

La primera manifestación de rebeldía ocurrió en La Paz el 12 de marzo de 1780; la ciudad pertenecía al


recientemente creado Virreinato de Buenos Aires, pero las facultades de Areche habían sido extendidas para la
jurisdicción del antiguo Perú. La fiscalización rigurosa de la alcalaba en los mostradores al menudeo encarecían la coca,
yerba, chalona (charque) y bayetas, consumidas por el pueblo bajo. El indígena “Gremio de Viajantes” inició la
resistencia: dos viajantes indios, José Chino y Eugenio Quisque, se pusieron a la cabeza.

Se fijaron pasquines en los lugares céntricos. Uno de ellos —reproducido por Lewin— decía: “¡Viva la Ley de Dios y la pureza de María y
muera el rey de España y se acabe el Perú… si el monarca no sabe como tiene hostigados a los pobres! ¡Viva el rey y mueran los ladrones
públicos!... Con éste van dos avisos… Correrá sangre por calles y plazas de La Paz; cuenta, al que no defienda a los criollos”.

El 12 de marzo, unos enmascarados tocan a rebato las campanas de las iglesias. La ciudad, ya atemorizada, se
sobresalta: hay cabildos abiertos y vecinos y autoridades suspenden la Alcalaba del 6%, cierran la aduana (creada por
Areche) y entregan la recaudación como antes a las Cajas Reales. El corregidor de La Paz debe consentir pero informa
al visitador y al virrey del Perú que los tumultos tenían por fin “sacudir enteramente el yugo” al rey y a España. Al día
siguiente, 13, sin vinculación con lo ocurrido en La Paz, estalla un motín más grave en Arequipa: la aduana es asaltada
y el administrador salva a duras penas su vida. También como en La Paz los vecinos suspenden la Alcalaba “para evitar
desórdenes” y consiguen el traslado del administrador y los suyos. En Cuzco se fijan pasquines a fines de marzo, pero el
corregidor detiene a los presuntos culpables y procede con energía: ordena la horca de cinco plateros (entre ellos el
maestro Farfán de los Godos) y condena a veinte al presidio. La reacción será inevitable: en Cochabamba el 6 de abril
aparecen volantes con el grito comunero “¡Viva el rey y muera el mal gobierno!”.

“¡Fuera cobardía! —dice uno de ellos—… No vamos a morir sujetos a dos ladrones pícaros (el tesorero y el oficial mayor de la aduana);
mejor es que de una vez quitemos a estos indignos la vida, y después que venga el más sangriento cuchillo que inventó la tiranía… Sabremos
resistirlo, quitando la vida a cuantos se opusieren, sea el Corregidor, sea el Alcalde, sean vecinos, clérigos o frailes, forasteros o patricios… de
sangre tintos han de correr los arroyos… ¡Muera la Aduana!, ¡mueran sus ministros!, ¡muera el traidor Tesorero y muera Blasito! (oficial mayor
de la aduana).

El corregidor de Cochabamba, Félix Villalobos, sabe que esa noche estallará la subversión, y pide consejo a los
vecinos. Éstos se reúnen en cabildo abierto, e igual que en La Paz y Arequipa, suspenden la Alcalaba, cierran la aduana,
alejan sus funcionarios, informando al visitador hacerlo “a causa de no haber suficientes fuerzas de vecinos leales”. En
Charcas, Chuquisaca, Moqueguá, también aparecen pasquines y como medida de prudencia se suspenden los tributos;
en Gayllona estalla el motín, apaciguado por el corregidor con la rebaja a los deudores del fisco de la tercera parte de
sus deudas; en Huanuco igualmente debe suprimirse el aumento. El estado de la zona cercana al Titicaca, muy poblada
de indígenas, es gravísimo. Así estaban las cosas cuando hace su aparición José Gabriel Condorcanqui, de la sangre
imperial de los Incas, llamado por los suyos Tupac-Amaru.

Tupac-Amaru.

Era cacique por derecho hereditario de Tinta (Bajo Perú) y rico propietario. Había recibido buena instrucción en su
villa natal, completada por los jesuitas en el Colegio de Cuzco. Dedicado al negocio de las arrias, había recorrido el
Bajo y el Alto Perú, logrando fortuna y amigos. Vivía, al decir de sus historiadores, como un príncipe, rodeado de

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servidores y un capellán a su servicio. Vestía lujosamente, a la española: gregüescos de terciopelo negro, medias de
seda, hebillas de oro, camisa bordada, chaleco de tisú de oro, sombrero de castor; sobre el traje llevaba el untu, bordado
de oro, insignia de su condición caciquil.
Su rebeldía fue súbita. Una noche —el 4 de septiembre de 1780— encuentra en una fiesta de cumpleaños del rey al
corregidor de Tinta, Antonio Arriaga, con quien discute por la represión de Cochabamba y cobro de los
“repartimientos”. Tupac-Amaru lo espera a la salida con sus parciales, lo apresa y hace escribir una carta a su cajero
pidiendo dinero que distribuye a los indios. Sin misericordia ahorca al infeliz en la plaza de Tungasuca.
Al grito de Tinta responden los pueblos cercanos del Bajo Perú. José Gabriel no puede controlar el movimiento que
se extiende al Cuzco. Cada “corregimiento” lo interpreta a su manera: en San Pedro de Bella Vista los indios pasan a
degüello a los blancos, hombres, mujeres y niños; en Calca agregan a los mestizos. El grito, que había sido la rebelión
contra los malos administradores, toma tonalidades raciales. Se habla del Inca redivivo. Aquello es desordenado y
absurdo, y Tupac-Amaru ve cómo los excesos van a desvirtuar su pronunciamiento y llevarlo a una derrota segura. El
15 de noviembre quiere poner orden asumiendo la jefatura. Dará satisfacción a los suyos proclamándose Rey Inca.
Lanza un Manifiesto de acusación al régimen español:

Por cuanto… los Reyes de Castilla me han tenido usurpada la corona y (el) dominio de mis gentes cerca de tres siglos… pensionándome
los vasallos con sus insoportables gabelas, tributos, lanzas, sisas, aduanas, alcalabas, catastros, diezmos… Virreyes, Audiencias, Corregidores y
demás puja… a quien más da… también los empleos, entrando en esto los empleos eclesiásticos. Sin temor de Dios, estropeando como a bestias
a los naturales de estos reinos… Por esto y porque los justos clamores han llegado al Cielo: en el nombre de Dios Todopoderoso, Ordenamos y
Mandamos: …que ninguna de las pensiones dichas se paguen, ni se obedezca en cosa alguna a los ministros europeos, intrusos y de mala fe…”.

Un ejército de quince mil hombres sale de Lima al mando de Gaspar de Avilés (luego virrey en Buenos Aires y
Perú). El Inca ordena el ataque a Cuzco, perola acción es apresurada, y aunque cuenta más hombres, no tienen éstos el
armamento ni la instrucción suficiente: se estrella contra las fortificaciones y artillería de la ciudad, y debe retirarse en
desastre. Se entrega en Tinta a Areche, escribiéndole el 5 de marzo: le dice que ha obrado “en alivio de los pobres
provincianos, españoles e indios, buscando el sosiego de este reino, el adelantamiento de los reales tributos y que no
tenga en ningún momento opción de entregarse a otras naciones infieles”; espera se modifique el régimen tributario, y
se ofrece como único responsable de la rebelión: “Aquí estoy para que me castiguen solo, al fin de que otros queden con
vida y yo solo con el castigo”.

Las naciones infieles; era por Inglaterra, entonces en guerra con España (la llamada de “independencia de los Estados Unidos” que
terminaría en 1783). Inglaterra, como hemos visto, preparaba una expedición a Sudamérica con armas para entregar a los indios. Es posible, y
todo lo hace suponer, que agentes ingleses tuvieron contactos con Tupac-Amaru, pero el descendientes de los Incas no aceptó aliarse con ellos y
apresuró el ataque al Cuzco, y después su entrega a Areche como único responsable.

El visitador le pregunta el nombre de los demás conspiradores. Contesta con gallardía: “Nosotros somos los únicos
conspiradores; Vuestra Merced por haber agobiado al país con exacciones insoportables, y yo por haber querido libertar
al pueblo de semejante tiranía”.
El 15 de marzo el visitador dicta sentencia. No se limita a la pena de muerte por degüello, con espada, como
hubiera correspondido a un noble; ni la reduce al jefe que se ha declarado único responsable. Areche es absurdamente
cruel: a Tupac-Amaru le arrancarán la lengua “por los vituperios contra los ministros del Rey”, después será atado
vivo por cada pie y mano a cuatro potros que tirarán en opuestas direcciones hasta despedazarlo; sus miembros serán
exhibidos en la picota de los pueblos rebelados. A su mujer, Micaela Bastida, también le arrancarían la lengua, dándole
garrote vil a ella y a la cacica de Acós; seis compañeros serían ahorcados. Fernando, hijo del cacique, de doce año,
debía contemplar la tortura del padre y permanecer el resto de la vida en presidio. Lo mismo, harán con los hermanos
del cacique, a pesar de no haber tomado parte en la rebelión.

No pudo cumplirse la sentencia al pie de la letra; los potros no consiguieron despedazar a Tupac-Amaru, que debió ser decapitado; a
Micaela Bastida no pudo cortársele la lengua, y fue al garrote con ella. Fernando morirá de privaciones en la prisión.

La rebelión se extiende al Alto Perú. Sucesos de Jujuy y La Rioja.

Al tiempo de capturarse al jefe, la rebelión se ha extendido al Alto Perú. En Oruro los criollos se han apoderado en
ero del cabildo, unidos con los indios contra los españoles; pero las masacres del Bajo Perú contra los blancos, han
hecho que el jefe de la rebelión, el criollo Jacinto Rodríguez, que al hacerse cargo del gobierno el 10 de febrero ha
vestido ropas indias y reconocido a Tupac-Amaru como monarca, atemorizado se pase a los españoles y coopere en
luchar contra los indios. En Tupiza, las milicias levantadas por el corregidor, García del Prado, se rebelan por influjo del
sargento criollo Luis Lasso de la Vega; dan muerte al corregidor, y el sargento en nombre del Rey Inca se apodera de
los pueblos de la provincia. Sabida la entrega de Tupac-Amaru, de la Vega hace lo mismo el 17 de marzo junto con su
secretario. Ambos serán ejecutados.
El estado de conmoción del Alto Perú mueve al virrey Vértiz a mandar tropas de línea. No lo hace con las milicias
porque tiene dudas de su fidelidad, como escribe José de Gálvez el 30-4-1781:

“… en estos parajes reconozco, si no una adhesión a las turbulencias que hoy agitan al Perú, a lo menos una frialdad e indiferencia… (las
milicias se muestran) disgustadas, y vacilante su obediencia por imitar a las gentes del Perú”.

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En Jujuy el comandante, Gregorio de Zegada, sabe que un mestizo, José Quiroga, lenguaraz de la reducción de San
Ignacio, solivianta a los reducidos y prepara el ataque a la ciudad contando con el apoyo “de la plebe”. El comandante
pone a la ciudad a la defensiva y al producirse el ataque el 28 de marzo consigue rechazarlo; tres días después en Zapla
aplasta definitivamente a los sublevados. Condena a Quiroga a ser atado a la cola de un caballo y arrastrado por la plaza
de Jujuy; después morirá en la horca con diecisiete de sus compañeros, los demás irán a integrar los presidios. La
cabeza y manos de Quiroga se distribuyen para escarmiento, como las de Tupac-Amaru, en los pueblos cercanos.
Zegada informa el 1 de abril a Vértiz que Quiroga levantaba a los indios “diciendo que los pobres quieren defenderse de
la tiranía del español, y muriendo éstos todos, sin reserva de criaturas de pecho, sólo gobernarán los indios por
disposición de su Rey Inca”.
Simultáneamente se produce una invasión de matacos contra Salta. El gobernador Mestre convoca las milicias de la
provincia (aun en jurisdicción del Tucumán, pues no había sido dictada la Ordenanza de Intendentes): las riojanas se
alzan contra el comandante Villafañe, entran en la ciudad, asaltan los recién inaugurados estancos de tabaco y obligan a
vender los cigarros al precio anterior. Villafañe en su informe les atribuye pasquines con estos versos:

“Ya en el Cuzco, con empeño


quieren sacudir, y es ley,
el yugo de ajeno Rey
y coronar al que es dueño”.

La perturbación se extiende a Cuyo. Tampoco, como en La Rioja, son los indios sino los criollos blancos quienes
protestan contra los impuestos y su manera de cobrarlos. Se quema en público un retrato de Carlos III y se viva al Rey
Inca. Se ordena un sumario, pero nada en concreto se saca: nadie ha visto nada, nadie sabe nada. En Santiago del Estero
se fija un pasquín que anuncia un levantamiento general y amenaza de muerte a los administradores de la Real
Hacienda; con prudencia los capitulares santiagueños “por cortar alborotos y no abrir los ojos al Común que estaba
ignorante y exponernos a una sublevación inopinada”, no quieren investigar sus posibles autores. En Salta el procurador
del Común, Agustín de Zuviría, el 9 de junio de 1781 pide al Cabildo que se obtuviera del virrey la “rebaja de las
aduanas a los efectos de Castilla, de la tierra y además frutos que ella produce para el abasto de los pueblos”, y la
supresión del estanco del tabaco porque “ha sido a toda plebe sensible de privación que se le ha hecho de cosecharlo en
ella” para evitar que resultara el general desagrado de la plebe. Así se hace, y la “plebe” permanece tranquila. El 8 de
junio el Cabildo de Córdoba pide y obtiene lo mismo.

Resultado de la sublevación de Tupac-Amaru.

Tras las tremendas represiones, tanto Vértiz como el virrey del Perú obran con prudencia. Obtienen de Madrid la
cesantía de Areche y que se deje sin efecto el alza de las alcabalas. “No era brillante ganancia —dice un comentarista—
cobrar unos pesos más a cambio de tales revoluciones”.
La conmoción se tranquiliza y diluye. Los indios quedaron escarmentados, y no se moverían más. Pero los criollos,
blancos y mestizos, añorarán el breve y turbulento gobierno del Rey Inca que no pudo estabilizarse por el desenfreno
popular y el cariz racial; treinta y cinco años más tarde —en el Congreso de Tucumán de 1816— Belgrano con el apoyo
de los diputados altoperuanos propondría la coronación con Rey Inca al hermano de Tupac-Amaru, que envejecido y
enfermo permanecía prisionero en las casamatas de Cádiz.

Algunos historiadores mencionan una inquietud de los negros entusiasmados por la revolución “igualitaria” francesa inculcada por los
franceses residentes en Buenos Aires. Nada surge del proceso de “los franceses” que instruyó el alcalde Álzaga en 1802: no hubo en el Río de la
Plata algo semejante a la sublevación de negros plantadores de Coro (Venezuela) en 1795, motivada como la de Tupac-Amaru por los crecidos
gravámenes, que llegó a declarar “la ley de los franceses”, es decir, la liberación de la esclavitud. La “república” de cincuenta negros que se
estableció en una isla del Yi en la Banda Oriental, es algo más afín a los “quilombos” (comunidad selvática de negros fugados de la esclavitud)
de Brasil, que a las revoluciones populares.

6. SOCIEDAD Y CULTURA

Buenos Aires al empezar el siglo XIX.

Las características sociales del “puerto”, poco habían variado desde los tiempos en que los confederados se
impusieron sobre los beneméritos. Tal vez las familias de la clase principal no eran las mismas. “En parte alguna —dirá
el capitán Juan Francisco Aguirre en su Diario escrito en 1783— se cumple como aquí (Buenos Aires) el refrán el
padre mercader, el hijo caballero, el nieto pordiosero”. Pero el concepto de ser el dinero lo más importante, no había
variado desde el tiempo en que portugueses y aportuguesados tomaron el lugar prócer en la sociedad porteña. Vinieron
después españoles de tercera emigración (gallegos, asturianos, catalanes o navarros) que prosperaron con sus boliches al
menudeo, más tarde abrirán “tiendas” y “registros” en el centro y mandaron sus hijos al colegio de los jesuitas. Esta
clase, que Vicente Fidel López llama de los enriquecidos con disputable conocimiento, tenía lugar importante en la
ciudad convertida por Cevallos en corte de un virreinato.

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"Los enriquecidos —dice López— forman una clase social muy diversa de la clase de los ricos. El enriquecido está demasiado cercano al
punto inferior desde donde se ha levantado y conserva todos los resabios de la ignorancia de cuyo seno sale, de la avaricia y mezquino egoísmo
con que ha acumulado su capital pieza por pieza. Antes de que esta clase de enriquecidos se eleve a las esenciales de una aristocracia se
requieren cuatro o cinco generaciones, salvas las excepciones de los que nacen con distinción personal y que son tan pocos”.

Los “enriquecidos”, llamados despectivamente gallegos por los desplazados caballeros "criollos” que descendían
de portugueses, acabaron por ser dueños de los cargos públicos.

En Montevideo y Buenos Aires —dice en 1797 un informe— casi hace lunar el criollo y se pueden señalar con el dedo. Las tiendas, los
resguardos, las oficinas, las calles y las plazas desbordan de gente de Europa. A excepción de los clérigos y frailes y algunas pocas familias, el
restante vecindario todo es español. Los cargos concejiles no salen de las manos de éstos. Hay años en que en los ayuntamientos todos los
regidores y alcaldes son españoles.

Hace notar López que al llegar Vértiz “los enriquecidos vivían en Buenos Aires sin veredas, sin caminos, sin calles
practicables, sin alumbrado y sin ninguna de aquellas mejoras o solaces reclamados por la cultura social. No se les había
ocurrido cotizarse para gastar un candil por la noche al frente de sus casas; y no era porque no necesitaran de todo eso,
sino porque antes de poner su contingente poderoso en común para beneficiar a los que no eran enriquecidos, esta clase
prefiere siempre cerrar los ojos sobre lo que sufren todos y aun ellos mismos”.

La fortuna de los enriquecidos —agrega— es cobarde porque es nueva, infantil: desconfiada porque es inestable, y mezquina porque casi
siempre ha procedido de una eventualidad personalísima o de una acumulación estrecha y hambrienta; por eso es siempre indiferente y avara.

Con esa gente, Vértiz hará el público de la Casa de Comedias y el personal de las recepciones en el Fuerte. “Los
honrados tenderos (y algunos que no lo son tanto) —dice Palacio— se hacen traer pelucas de Francia y empiezan a
ensayar grotescas reverencias. Ya aprenderán; si no ellos, sus hijos”. Pero los hijos caballeros dejarán la tienda a
dependientes gallegos, y serán éstos quienes, enriquecidos a su vez, tendrán hijos caballeros y nietos pordioseros en la
rueda loca de la sociabilidad portuaria.
En las afueras viven los chacareros y quinteros, los orilleros. Son “vecinos” y forman el tercio de la caballería por
su origen fundador, pero ya no aprenden a leer y escribir y malviven de matanzas o labranzas. Algunos se protegen de la
inseguridad con el apoyo de los comerciantes del centro; crean vínculos, haciéndoles sacar de pila a sus hijos: serán los
compadres, “clientes” de casas ricas, al modo de la clientela romana atadas a la espórtula, dependiendo de la
generosidad de un “señor” con tienda abierta; y las comadres, orilleras con derecho a entrar, si no al salón, al patio de la
casa grande y servir a las “señoras” trayendo y llevando los chismes de la menuda vida aldeana.
No todos los orilleros fueron compadres de los principales, generalmente ociosos y hombres de acción al servicio
de sus mandantes. Hubo otros que altivamente quedaron en sus charcas sin mezclarse, ni menos “deberles favores” a los
gallegos que habían conocido pulperos o a los decentes con bisabuelos de dudosa fe. De ellos surgiría en 1810 el
fermento revolucionario.

Campaña bonaerense.

Las características del campo bonaerense las hemos visto con anterioridad. Sólo agregaremos que el estanciero, a
pesar de su origen mercantil, se mantuvo más estable, quizá por las condiciones de la vida rural: las mismas familias
quedaron en posesión de la “estancia” varias generaciones, y eso creó un vínculo con la tierra y una solidaridad con los
peones, blancos como ellos, que formaron con el patrón una verdadera unidad.
La producción de cueros no fue mayor que antes; algunos lo han creído por las cifras de la exportación legal que
sube de 150.000 a un millón anuales por haber más número de bodegas legítimas debido a la Ordenanza de Libre
Comercio. Hacia fines del siglo XVIII empieza a usarse una palabra nueva —gaucho— aplicada al hombre de campo.

Gaucho fue en su origen un vocablo despectivo: llamábase así, en la línea fronteriza entre la Banda Oriental y Río Grande, a los hombres
“sin Rey y si Ley”, cuatreros que vivían de robar ganado en las estancias orientales y venderlo en los puertos brasileños (llegó un momento que
éstos exportaron tanto cuero como Buenos Aires y Montevideo). En Río Grande se llamaban gaúchos (acentuado en la u) esta clase de gentes,
de quienes un informe de 1794 sobre Los campos de Buenos Aires y Montevideo dice: “son solteros regularmente y proceden de un regimiento
donde desertaron, de un navío en que navegaron de marineros o polizones, de una cárcel que quebrantaron, de una partida de contrabandistas, de
algún pueblo portugués o finalmente de los mismos gaúchos que vinieron al mundo viendo hacer esta vida a sus padres y vecinos, y no les
enseñaron otra”.

Al empezar el siglo XIX se llaman gauchos en la campaña de Buenos Aires a los trabajadores a caballo del campo;
antes llamados changadores (del aimará chango, muchacho) o gauderios (de origen romance). “Changadores” serán en
adelante los trabajadores libres de la ciudad; gauchos, estables o arrimados, los del campo.

El interior.

El comercio ha invadido las ciudades del interior, motivando la lucha entre vecinos y contrabandos que hemos
visto en Asunción y Corrientes. No es sólo del litoral; tanto en las ciudades de la “carrera del Perú”, Córdoba, San
Miguel del Tucumán, Salta, Jujuy, como en las urbanas del “camino a Chile”, Mendoza y San Juan o La Rioja, la

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rivalidad entre comerciantes enriquecidos, llamados gallegos en el Tucumán y godos en cuyo, con los viejos pobladores
empobrecidos, llegó a ser intensa.

La cultura.

Vértiz ha ampliado el antiguo colegio de los jesuitas, ahora Real Convictorio Carolino, bajo la dirección del
presbítero Juan Baltasar Maciel, y hecho gestiones para traer la Universidad. Pero su obra de cultura estuvo
principalmente en la Casa de Comedias, donde el teatro afrancesado del siglo XVIII (Moratín especialmente) ilustró a la
sociedad portuaria, y en las recepciones del Fuerte o los bailes del “teatro” donde el virrey y su corte hacían cátedra de
sociabilidad y enseñaban buenas maneras. Hubo en el Buenos Aires de Vértiz un brote de cultura —Labardén, autor de
tragedias en cinco actos y verso, que se trataron de representar en la Ranchería; Manuel Basavilbaso, que entre sus
actividades de negrero y jefe de Correos, encontraba tiempo para componer versos; el canónigo Maciel, director del
Convictorio Carolino y postulante a la diócesis, también poeta en sus ratos perdidos—, que habría de florecer en la
generación siguiente en Vicente López o fray Cayetano Rodríguez. Ayudaba la imprenta de los Niños Expósitos a la
difusión de libros, y contribuían a la ampliación de conocimientos el Telégrafo Mercantil de Cabello y Mesa y el
Semanario de Agricultura de Vieytes y Cerviño.
Con todo, Buenos Aires no era un centro de cultura equiparable a Charcas, ni siquiera a Córdoba: en esta última el
marqués de Sobremonte había creado en su Universidad en 1797 las primeras cátedras de jurisprudencia. Aunque el
entusiasmo portuario de Vértiz le había arrebatado la imprenta, seguía siendo el foco de luz —de “luz negra” decían los
volterianos— de las provincias de abajo.

7. ORGANIZACIÓN MILITAR (hasta 1807).

Los cuerpos veteranos.

El virreinato había sido una creación militar pero su fuerza nunca resultó suficiente, salvo cuando Cevallos se vino
en 1777 con un ejército, que se fue con él.
La preocupación constante de los mariscales de campo o brigadieres de los Reales Ejércitos que se sucedieron en el
virreinato fue dotarlo de una capacidad bélica suficiente. Por lo menos para defenderse. No podían hacerlo con tropas
reclutadas en América, poco disciplinadas y reacias a quedar en las filas, salvo los presidios de negros y condenados en
Fortaleza y la Residencia. En 1799 los cuerpos veteranos eran: un regimiento de infantería (el Fijo), otro de Dragones
de caballería, los blandengues de las fronteras en Buenos Aires, Santa Fe y Banda Oriental, un cuerpo de artilleros y
otro de ingenieros. En total 1.323 hombres. Sin contar las partidas policiales de los alcaldes de la Hermandad.

El Fijo tenía su bandera de enganche en La Coruña, Galicia, a cargo del capitán Pedro García. Como la guerra no permitió en 1799 la
remesa de gallegos enganchados, se trató de suplirlos con criollos. No dio resultado.

Estas fuerzas estaban acantonadas en las diversas ciudades. El cuartel mayor era el de Montevideo, con 727
soldados, el punto más vulnerable en un ataque enemigo. No lo era tanto en Buenos Aires, por la escasa profundidad del
río: con la batería de la Ensenada, algunos trenes volantes de artillería a caballo y pocas compañías del Fijo y dragones
se estimaba suficientemente protegida de tropas veteranas. Lo demás se dejaba, teóricamente, a milicias sin instrucción
ni armas.
Otros acantonamientos eran Martín García, Maldonado, los fuertes tomados a los portugueses de Santa Teresa y
San Miguel en la Banda Oriental, Mendoza, Santa Fe, Asunción, Salta, Oruro, Charcas, Potosí y La Paz. En Buenos
Aires el Fijo tuvo su cuartel en el edificio de las Temporalidades, antigua residencia de los jesuitas, actual calle Perú
entre Moreno y Alsina (Facultad de Ciencias Naturales); los Dragones en Florida entre Córdoba y Viamonte (galería
Pacífico); la artillería y el parque en el Retiro (plaza San Martín) junto a la reciente construida “Plaza de Toros”.

Las milicias.

Se dividían en urbanas y rurales. Ya no dependían directamente de los cabildos, pues los gobernadores-intendentes
nombraban a su comandante. El “Consejo de Guerra” de Madrid la inspeccionaba por el subinspector de tropas
regladas y milicianas, y el virrey distribuía los grados y hacía las promociones. Prácticamente no se las convocaba a
alardes ni reseñas ni se la ejercitaba, pues la guerra de Tupac-Amaru había demostrado que eran peligrosas.
Las rurales, generalmente peones de las estancias bajo la capitanía de su patrón, sólo recibían el adiestramiento y
las armas que éste les daba. Eran encargados de cooperar con los blandengues veteranos en la defensa contra los indios.
En Buenos Aires, teóricamente, los rurales del norte tenían su centro en Las Conchas (Tigre), y los del sur en Quilmes o
San Vicente.
Los urbanos, no se reunían sino por excepción: carecían de adiestramiento y no tenían armas de fuego. En Buenos
Aires existía un cuartel o depósito de las milicias de caballería en la plaza Monserrat, donde se guardaban las chuzas o
lanzas y se les daba algunas somera instrucción, más para pasear el Real estandarte que para la guerra. De esta
“caballería ligera” saldrían los húsares criollos de las invasiones inglesas. Más importancia, tenían los urbanos del

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comercio, tropa de infantería formada por los mercaderes y sus dependientes, que debían hacer alardes y reseñas,
instruirse y comprar armas de fuego a su cargo. Por regla eran peninsulares de absoluta fidelidad hacia las autoridades.
De los “urbanos del comercio” surgirían los cinco tercios: catalanes, montañeses, gallegos, vizcaínos y andaluces, que
se distinguieron en las invasiones inglesas.

REFERENCIAS

F. DE AZARA, Viaje por la América meridional.


J. BEVERINA, Organización militar del virreinato del Río de la Plata.
M. CERVERA, Historia de la ciudad y provincia de Santa Fe.
GREGORIO FUNES, Ensayo de la historia civil de Buenos Aires, etc.
B. LEWIN, Tupac-Amaru, el rebelde.
V. LÓPEZ, Historia de la Revolución Argentina.
MACAULAY, Historia política de Inglaterra.
Memoria de los virreyes.
A. SALVADORES, El momento histórico del virreinato del Río de la Plata.
V. D. SIERRA, Historia de la Argentina.
L. TRENTI ROCAMORA, La cultura en Buenos Aires hasta 1810.
D. VALCÁRCEL, La rebelión de Tupac-Amaru.
J. C. ZURETTI, Historia de la educación.

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INDICE

I. ANTES DE ESPAÑA

1. LOS PRIMEROS
Los habitantes de las barrancas; Los pampeanos; Los australoides.
2. LOS INDIOS DE LA CONQUISTA
Importancia de su estudio; Clasificación
3. HABITANTES DE LAS SIERRAS
Diaguitas; Los huarpes; Comechingones y sanabirones; Atacamas o atacameños; Omaguacas; Tonocotes y
lules.
4. HABITANTES DEL LITORAL
Los guaraníes; Los chanás.
5. HABITANTES DE LA LLANURA
Los pampas; Araucanos; Sus ideas y mitos religiosos; Los araucanos invaden territorio argentino.
6. HABITANTES DE LOS MONTES
Los matacos; Los guaycurúes.
7. HABITANTES DEL SUR
Los tehuelches; Los onas.

II. LA MADRE PATRIA

1. ESPAÑA DUEÑA DEL MUNDO


Hegemonía española al finalizar el siglo XV; Conformación social de España; Cultura; Fuerza militar;
Seguridad; Formación histórica; El alma española.
2. LA RUTA DE OCCIDENTE
Revolución en el arte de navegar; conocimientos geográficos; Las obras de imaginación sobre la India;
Viajeros de Oriente: franciscanos y comerciantes; la mar Océana y sus islas legendarias; Viajes por la mar
Océana anteriores a Colón; la necesidad de las especias; La falacia de la “tierra plana”; El “fin” de Occidente.
3. COLÓN, EL VISIONARIO
Cuna, educación y profesión; La ruta de Occidente; El rey de Portugal rechaza la propuesta; Colón en España;
La Junta de Salamanca (1486-1487); Las capitulaciones; La partida; Diario de navegación; Toma de posesión;
El regreso; Otros viajes del Almirante y su muerte.

III. EL NUEVO MUNDO

1. DESCUBRIMIENTO DEL CONTINENTE AUSTRAL


Colón rumbo al continente (1496); “Grandísimo mudamiento en el cielo y en las estrellas”; Las proximidades
del Edén; El impulso místico de Alonso de Ojeda (1499); Alonso Niño y la cosecha de perlas (1499); Yáñez
Pinzón y Diego de Lepe fracasan en su búsqueda del Edén (1499); Bastidas (1500); Pedro Cabral: el
descubrimiento portugués (1500); Américo Vespucio; América.
2. ESPAÑOLES Y PORTUGUESES
El dominio de la mar Océana; Las bulas de Alejandro VI y la partición del mundo; El tratado de Tordesillas (7
de junio de 1494).
3. EL MAR DULCE
La circunnavegación de “Tierra Firme” y la limitación de los derechos portugueses; Solís; El descubrimiento
del Mar Dulce (1516); El extraordinario viaje de Alejo García a las sierras de la Plata (1521).
4. ABANDONO DE LA RUTA DE OCCIDENTE
La expedición de Magallanes (1519); En América del Sur; Hacia el “Maluco”; El desgraciado viaje de Loayza.
Abandono de la “ruta de occidente”.
5. EN BUSCA DEL REY BLANCO
La ilusión del paso de occidente; La Expedición de Diego García (1526); La expedición de Sebastián Gaboto
(1526); Hacia el Imperio de la Plata (1527); Sancti Spiritus (9 de junio de 1527); Por el alto Paraná y el

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Paraguay; Diego García en el Plata; El viaje de Francisco César (1521-1528); Destrucción de Sancti Spiritus
(septiembre de 1529) y regreso a España; Expedición portuguesa de Martín Affonso de Souza (1531).

IV. LA CONQUISTA

1. LA MALDICIÓN DE LA PLATA Y EL POBLAMIENTO DE INDIAS


La crisis española; El patrón “plata”; La inundación de plata; La emigración de monedas y la moneda de
vellón; La maldición de la plata; Alza de los precios; La agonía económica; El despoblamiento; Las
emigraciones de Indias.
2. LOS ADELANTADOS
La institución; La expedición: “capitulación”, “asiento” “jornada” y “gente”; La “pacificación”; El
“poblamiento”; Funciones: las consultas; Facultades administrativas; Facultades legislativas; Capitán general y
justicia mayor; Los “reales” y “ciudades” del adelantazgo; La sublevación de la “gente”; Los “caudillos”.
3. EL “POBLAMIENTO” DE CIUDADES
El pregón indiano; Fundación.

V. LOS CONQUISTADORES

1. PEDRO DE MENDOZA, EL ENFERMO ILUSIONADO


Don Pedro de Mendoza; Las capitulaciones de Toledo (mayo de 1534); Empresa militar; Explicación del viaje
de Mendoza; Los capitanes y la “gente” (agosto de 1535); Malestar entre la “gente”; Muerte de Osorio (3 de
diciembre); Fundación de Santa María del Buen Aire (febrero de 1536); ¿Dónde estuvo emplazada “Santa
María del Buen Aire”?; Santa María del Buen Aire; El real; La vida en Santa María del Buen Aire; Combate
de Luján (15 de junio); El viaje de Ayolas río arriba (abril a julio); Río arriba (agosto); Más allá (octubre);
Regreso y muerte del adelantado (junio de 1537).
2. IRALA, EL CAUDILLO
Entrada de Ayolas al norte (octubre); Juan de Salazar; El “real” de Asunción (agosto de 1537); Alonso de
Cabrera; Real cédula de autonomía (12 de septiembre de 1537); Muerte de Ayolas (1538); Despoblamiento de
Buenos Aires (junio y julio de 1541); Se funda la ciudad de Asunción (septiembre); Álvar Núñez; La
capitulación de Álvar Núñez (diciembre); El segundo adelantado. Necesidad de un puerto en el Plata;
Dificultades con la “gente”; Asunción, el “paraíso de Mahoma”; Nuevas “entradas” al Perú; La Gran Entrada
(septiembre de 1543) Levantamiento de la “gente” (abril de 1544); Nuevo gobierno de Irala. Definitiva
“entrada” al Perú; Convulsiones en Asunción (1548); Los Sanabria, adelantados que nunca llegaron. Doña
Mencia Calderón; La aventura de Doña Mencia Calderón; Irala gobernador “real”. La expedición de Orúe.
Nueva tentativa de fundar Buenos Aires (1552).
3. ENTRADAS POR EL TUCUMÁN Y CUYO
La leyenda de la ciudad de los Césares; La empresa de Diego de Rojas y Francisco de Mendoza (1543); Núñez
del Prado. Fúndase la “Ciudad del Barco” (1550); Conflictos de jurisdicción con Chile. Traslados de la
“Ciudad del Barco”; Francisco de Aguirre (1553); Nuevas fundaciones en el Tucumán; La región de Cuyo;
Autonomía del Tucumán. La real cédula de 1564; Fundación de San Miguel del Tucumán (mayo de 1565);
Deposición y reposición de Aguirre; Jerónimo Luis de Cabrera, segundo gobernador del Tucumán (1571);
Fundación de Córdoba. “La Nueva Andalucía” (julio de 1573); Cabrera en el litoral (septiembre); Gonzalo de
Abreu, tercer gobernador del Tucumán. Ejecución de Cabrera (agosto de 1574); Política de Abreu; Expedición
de Abreu a los Césares; El licenciado Lerma, cuarto gobernador del Tucumán; Fundación de Salta; La diócesis
de Tucumán; Ramírez de Velazco, quinto gobernador de Tucumán.
4. JUAN DE GARAY, EL FUNDADOR
Sucesores de Irala; El éxodo asunceno de 1564; El adelantado Juan Ortiz de Zárate (1569); Tumultos en
Asunción (1571); Juan de Garay hacia el Plata (1573); Garay funda Santa Fe (noviembre de 1573); Angustias
de Ortiz de Zárate: su testamento (noviembre); Muerte de Ortiz de Zárate: su testamento (1576); Intrigas por el
testamento de Ortiz de Zárate; Juan de Garay; Fundación de Buenos Aires (junio de 1580); Escudo de ciudad;
Se informa a España; Tumultos en Santa Fe y Asunción (1580); La “entrada” a los Césares (noviembre de
1581); Muerte de Garay (marzo de 1583); Las vicisitudes del último adelantado; Fundación de Concepción del
Bermejo (abril de 1585); Se hace cargo el “adelantado” Vera; Fundación de Corrientes (abril de 1588);
Abandono del “adelantado” (1590); El “adelantazgo” se convierte en Provincia Real (1592).

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5. LA PATAGONIA
El adelantado Simón de Alcazaba (1535); La expedición del obispo de Plasencia, Trapalanda (1539); Juan
Ladrillero y el cierre del estrecho; Sir Francis Drake (1578); La constante mala suerte de Sarmiento de
Gamboa; Cavendish (1587); Los holandeses; Los misioneros.

VI. EL PUERTO CONTRA EL PAÍS

1. HERNANDARIAS, EL PROTECTOR
Un caudillo; Su lucha; Sus gobiernos; El gobernador Fernando de Zárate; Entrada de esclavos por Buenos
Aires; Los “portugueses”; Intentos de reprimir el tráfico; Se abre el puerto; Hernandarias gobernador; La
Cédula de Permiso de 1602; Las misiones y el trato de indios; Expedición a los Césares (1604); Expedición a
la Banda Oriental.
2. “BENEMÉRITOS” Y “CONFEDERADOS”
Expulsión de los “portugueses”; La pesquisa de Pedrero de Tejo y Juan de Vergara (1605); El gobernador
Martín Negrón (1609); El “contrabando ejemplar” y la corrupción de los honrados funcionarios reales; Los
“confederados”; La amenaza de la Inquisición; Muerte de Martín Negrón (1613); Mateo Leal de Ayala ocupa
el gobierno; El primer fraude electoral en Buenos Aires (1614); Un visitador de la Audiencia de Charcas;
Interinato de don Frances de Beaumont y Navarra (1615); Otra vez Hernandarias (1615); El inmenso proceso;
Se divide la provincia: la nueva gobernación “de Buenos Aires” (1617); El gobernador Diego de Góngora
(noviembre de 1618); Los regidores perpetuos (1618); Persecución a los “beneméritos”; Un visitador del
Supremo (1619); Los navíos de “permiso” y la aduana “seca” de Córdoba (1622); El pesquisidor Oyón (1622);
El tráfico legal de esclavos; El oidor Pérez de Salazar: reivindicación de Hernandarias; Francisco de Céspedes;
Conflicto de Céspedes con el obispo Carranza; Sigue la historia.

VII. LAS REPÚBLICAS INDIANAS

1. EVOLUCIÓN DEL MUNICIPIO CASTELLANO


Orígenes; El gobierno del castello; La “República de españoles”; Avance hacia el sur; Decadencia de las
“Repúblicas de españoles”.
2. EL MUNICIPIO INDIANO
Transplante de instituciones; Provisión del Bosque de Segovia, comparándola con las fundaciones de Córdoba
y Santa Fe en 1573; Un salto atrás; Gente y caudillos.
3. LAS “REPÚBLICAS DE ESPAÑOLES”
Los vecinos; Privilegios de la vecindad; Estantes; Jurisdicción; El Cabildo; ¿Cómo se nombraba un Cabildo?;
Presidencia; Fundaciones; Recursos financieros; Cabildos abiertos y Juntas de Guerra; Distintos tipos de
cabildos; Los regidores perpetuos; Los hombres “de posibles”.
4. LA DOMINACIÓN SOBRE EL INDÍGENA
El problema de la esclavitud de los indios; La doctrina cristiana como medio de pacificación; Los
“repartimientos”; La encomienda indiana; El tributo; La mita: las ordenanzas de Alfaro; Las encomiendas en el
territorio argentino; Primera sublevación de los calchaquíes (1630-1635); Segunda sublevación (1660-1665);
La guerra con el indio en la pampa; Dominación del indio en otras ciudades.

VIII. LOS REINOS DE INDIAS

1. LEYES DE INDIAS
Recomendaciones mejor que leyes; Distintos tipos de leyes indianas; La Recopilación de 1680; Los
comentaristas; Carácter de las magistraturas indianas.
2. EL MONARCA
Significado; El rey como símbolo de la Nación; El rey como gobernante; Las “visitas”.
3. CONSEJO SUPREMO DE INDIAS
Consejo de Castilla; El “Plenum” de Indias (1509); Fundación del Consejo de Indias (1524); Los consejeros de
Indias; Jurisdicción y competencia; Decadencia.
4. CASA DE CONTRATACIÓN
Casa del Océano; Ordenanza de 1503.

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