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DIABLO

El sargento de ejército Toribio Aniceto Alegría del Señor Pavón (sin segundo apellido) era
instructor militar en la Escuela de Sub-oficiales. Era ya legendario su rigor; tan duro resultaban su
estilo y sus ejercicios que lo apodaban “Diablo”. Y si así lo llamaban los propios, ¡puede uno
imaginarse lo que sería para los extraños!

Además de instructor, era torturador.

Según cuenta la historia, gozaba mucho con su trabajo. Estaba hondamente convencido que
torturar enemigos políticos era un aporte para su patria. Lo creía con toda el alma, y si alguien le
hubiese dicho que la tortura es una práctica cruel y reprobable, seguramente se habría encogido
de hombros afirmando que se hacía por el bien del país.

No mentía. Estaba convencido que así era, por eso lo hacía con tanto ahínco, con tanta pasión.

En el medio de la guerra civil que ensangrentaba al país, siendo una pieza absolutamente funcional
para el clima de represión que se vivía en ese entonces, un día de tantos pidió la baja. Por
supuesto, eso dejó estupefactos a todos, a superiores y subalternos. En principio no se la quisieron
dar, más aún por lo misterioso de la decisión. Encerrándose en que no quería seguir haciendo
más lo que había hecho hasta entonces de tan buena gana, se obstinó y no dio el brazo a torcer.
Los ruegos de compañeros y oficiales no lograron hacerlo cambiar de parecer, y finalmente fue
pasado a retiro un año antes de lo que le hubiera correspondido por escalafón.

Hoy día anda taciturno, casi todo el tiempo sentado en una de las tantas plazas de la capital,
solitario y prácticamente sin hablar con nadie. En más de una ocasión se lo ha visto acariciar a
niños que juegan cerca de su banca y regalarles maíz para alimentar las palomas. Sus ojos más
de una vez se descubren enrojecidos. Ese cambio de conducta tan grande ha hecho decir a
muchos que mantiene un pacto con el demonio.

Pero, según pudo saberse, el motivo de esa tan enorme transformación fue otra. De acuerdo a lo
que nos contó el soldado P. (pidió que mantuviéramos en reserva su nombre) la historia fue la
siguiente:

En los momentos más álgidos del conflicto bélico, cuando trabaja muy poco en la instrucción militar
con los ingresantes y pasaba la mayor parte del tiempo (hasta 14 horas diarias) en los
interrogatorios, un jueves por la noche trajeron a un detenido que sería el motivo del posterior
cambio, de la tragedia que sobrevendría en su vida, del “pacto con Lucifer” que algunos le
atribuían.

Para ese entonces casi no veía a su familia. Se había casado ya algo viejo (al menos, para las
tradiciones del país): 31 años. Con su esposa habían estado buscando varios años el primer hijo;
finalmente, no sin dificultades, llegó después de cinco años de matrimonio. Fue el único, y por
tanto, amado como un tesoro. Era un varón, que para el momento del incidente que vamos a
relatar tenía 18 años. Pedrito -así lo llamaba siempre el sargento Pavón- era lo más querido que
tenía en la vida. Quizá lo único que quería. Hoy día se lamentaba que por el trabajo que le tocaba
hacer casi no podía verlo, ni a él ni a su esposa. Vivía aconsejándolo, diciéndole que no tomara
decisiones equivocadas, que se cuidara de las malas mujeres y de los subversivos ateos que
desangraban la patria.
Era todo lo fiel que podía ser un suboficial de ejército en un país como ese; es decir: tenía alguna
que otra escapadita sentimental por ahí, pero en última instancia era un convencido defensor de

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los valores familiares. Su esposa no sabía exactamente que oficiaba de torturador. Él simplemente
decía que su trabajo era duro…, pero necesario para la patria. Y no daba mayores explicaciones.

Los domingos -cuando el trabajo se lo permitía- iba a misa.

Ese jueves del año 19…, a eso de las siete y media de la noche, trajeron al detenido con una
capucha en la cabeza y las manos amarradas con una soga.

La única indicación que le dieron a Pavón fue que había sido capturado haciendo pintadas
callejeras contrarias al régimen.

Con todo el profesionalismo del caso, sabiendo que lo que más aterrorizaba a los recién llegados
era escuchar sus gritos, empezó a insultarlo vociferando. Sin quitarle la capucha, comenzó con
algunas patadas en la tibia. Eso dolía mucho e inmovilizaba de inmediato. El trabajo de Pavón
consistía en “ablandar” a los interrogados; no era un exquisito que le gustara preguntar sutilezas.
Su trabajo era bastante más bestial: preparar las condiciones para que otros interrogaran. En su
ya dilatada carrera como torturador había inventado varias técnicas, un par de ellas imitadas en
otros países latinoamericanos. Dolorosas y brutales por cierto.

Si le decían “Diablo” por el rigor que imprimía en el trato con los candidatos a suboficiales en la
escuela militar, el mote era mucho más adecuado aún viendo su faceta de torturador. Era un
auténtico diablo, desalmado, frío, tenaz, violento como nadie. Nada le provocaba asco, compasión
o duda: las misiones que le encargaban las tomaba como órdenes terminantes que debía cumplir,
y hasta no tener debidamente “ablandados” a los “subversivos” que ponían en sus manos, no daba
por terminado el trabajo. Era implacable en el cumplimiento de su deber. Era, en definitiva, un buen
soldado.

Ese jueves de septiembre, caluroso y húmedo, ya estaba cansado cuando trajeron al último
detenido. Como cosa poco habitual, lo llevaron con la boca cubierta con una cinta adhesiva, por
lo que no podía hablar una palabra. El sufrimiento que le provocaban los golpes se veía así
aumentado al no poder descargar el dolor por medio de gritos.

Después de unos minutos de golpes y humillaciones, la sangre ya empapaba la capucha. Eran


tres los militares que estaban desarrollando la tarea. En un momento, uno de ellos decidió ir a
buscar la picana eléctrica a la habitación contigua. El otro -un subteniente- aprovechó la ocasión
para ir a orinar. Prefirió no hacerlo sobre el torturado, como sí lo hacían en otras oportunidades.
Fue en ese instante que el Diablo quedó solo con el detenido, y ahí decidió quitarle la capucha
para ver cómo iba su obra de “ablande”.

Casi cae de espaldas cuando logró verle el rostro. No dijo ni una palabra, pero rápidamente volvió
a cubrirle la cabeza. Cuando volvieron los otros dos compañeros de faenas, Pavón insistió -no sin
cierta sorpresa para ellos- en dejar ahí el interrogatorio, porque el “hijo de la gran puta ya estaba
para morirse, y en ese estado no hablaría”, proponiendo continuar al día siguiente. Le hicieron
caso, y el detenido fue metido en un execrable calabozo donde apenas cabía. En ningún momento
le quitaron la capucha, que a esas alturas ya estaba totalmente ensangrentada y pegajosa por los
vómitos.

Nunca se supo cómo se las ingenió Pavón para sacar de allí al detenido. Lo cierto es que lo hizo.
Algunos dicen que lo destazó y lo sacó por partes en varios viajes esa misma noche. Eso nunca
pudo comprobarse, y además, según cuentan -cosa que nuestro confidente no nos pudo asegurar,
pues él no vio el cuerpo- hay quienes dicen que el cadáver estaba calcinado cuando se lo encontró.

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Como haya sido, lo importante es que para sorpresa de todos, el torturado desapareció de su
celda.

Se supo que tres días después apareció el cuerpo no muy lejos de la base militar donde había
sido torturado, en estado de putrefacción. Nunca nadie sospechó nada del sargento Pavón. Lo
curioso es que apenas pasados unos días del incidente, pidió la baja.

Parece ser que el torturado era Pedrito, su hijo. Desoyendo los consejos paternos, el muchacho
se había vinculado a un grupo político de izquierda en el sindicato de albañiles donde se había
acercado, dado su trabajo en el gremio de la construcción como ayudante. La noche anterior a su
tortura había sido detenido haciendo esas pintadas en un sector céntrico de la capital.

Pavón no soportó lo sucedido, y menos aún hubiera podido soportar enfrentarse a su esposa para
contarle los hechos. Por eso prefirió desaparecer a su hijo de la base militar; desaparecidas las
evidencias, era como que no había sucedido nada.

Dicen que se quiso meter a cura, pero por su edad no fue admitido. Aunque eso no ha podido
confirmarse.

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