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Cuando oímos hablar de la Iglesia, a una gran mayoría de las personas les viene a la

mente una agrupación formada por los obispos, sacerdotes, religiosas y frailes, que
ofrece a la sociedad cosas como obras de beneficencia o actos que alimentan el
sentimiento religioso. También se suele pensar que se trata de una organización que
dispuso en el pasado de un poder que hoy ha perdido, y por eso constantemente
pretende imponer su doctrina sobre lo que es bueno y lo que es malo. Esta concepción
de Iglesia viene alimentada por la presentación que hacen de ella los medios de
comunicación social, que lo hacen a veces por un desconocimiento de lo que es en
realidad la Iglesia, y a veces por una intención maliciosa de presentarla como algo
lejano a las “personas normales”.

¿Cuánto hay de verdadero en esa concepción de Iglesia? Eso es lo que trataremos de


explicar en este artículo, basándonos no en tópicos, sino en lo que la Iglesia dice de sí
misma, tal y como viene explicado en el Compendio del Catecismo de la Iglesia
Católica (números 177 – 193). Creemos que, para saber quién es alguien, lo más
razonable es preguntarle primero a él.
1. Quiénes son los miembros de la Iglesia
Los miembros de la Iglesia son todos los que han recibido el bautismo. En efecto, la
Iglesia es un cuerpo que tiene a Cristo por cabeza, y a cada uno de nosotros, los
bautizados, por miembros. Cada cual en su función, todos somos necesarios para el
buen funcionamiento del organismo entero. Una persona a la que le falte un riñón, por
ejemplo, o una pierna, podrá seguir viviendo, pero su calidad de vida se verá mermada.
Del mismo modo, Dios ha pensado, desde antes de crearnos, un lugar para cada uno de
nosotros en la Iglesia, de cara a realizar único fin por el que la Iglesia existe: llevar la
salvación de Dios a todos los hombres. Si faltamos en nuestro lugar, el cuerpo entero se
resiente, y la realización de la misión de la Iglesia se ve mermada.
Así pues, todos los bautizados son miembros de pleno derecho en la Iglesia. Todos
tenemos dentro de ella una importantísima misión. Ninguno tiene mayor dignidad que
otro, pues todos somos hijos de Dios. Ahora bien: ¿significa esto que todos
desempeñamos en la Iglesia el mismo cometido? Salta a la vista que no, pues
observamos que no es igual la función del párroco que la de la misionera o la del padre
de familia. Siguiendo con la comparación del cuerpo humano, el ojo no hace lo mismo
que el pulmón o la mano, aunque todos son necesarios. De esto es de lo que trataremos
a continuación: de las diferentes condiciones en la que los bautizados (llamados también
“los fieles”) realizamos nuestra cooperación a la misión de la Iglesia.
2. Las clases de fieles
Podemos hablar de tres clases de fieles: los ministros sagrados, los laicos, y las personas
consagradas.
· Los ministros sagrados son aquellos que han recibido el sacramento del Orden
Sacerdotal. Constituyen lo que se llama la jerarquía eclesiástica, que Cristo instituyó
para el cuidado del Pueblo de Dios. Forman parte de ellos, en primer lugar, los obispos,
que tienen por cometido el servicio a la Iglesia en nombre y en la persona de Cristo
Cabeza, en un triple oficio:
- el de enseñar fielmente y con autoridad el Evangelio;
- el de santificar con su palabra, oración, ejemplo, y sobre todo con la celebración
de los sacramentos, de manera especial la Eucaristía;
- el de gobernar en nombre de Cristo, modelo de Buen Pastor, su iglesia particular
(por ejemplo, la de Madrid), en comunión con los otros obispos. Todos los obispos
unidos forman el llamado colegio episcopal, compartiendo la solicitud por la Iglesia
entera. A la cabeza de dicho colegio está el Papa, que es el fundamento de la unidad del
mismo, y de la unidad de toda la Iglesia.
Los presbíteros (que comúnmente se llaman “sacerdotes”), colaboran con su obispo en
el triple oficio, bajo su guía y en comunión con él.
Los diáconos asisten a los sacerdotes y obispos en sus funciones.
· Los laicos son los fieles que no han recibido el sacramento del Orden. Su
cometido propio es el de ordenar e iluminar las realidades terrenas según Dios, para que
el Reino de amor que nos trae Jesús alcance su realización en la familia humana.
- Participan del sacerdocio (misión de santificar) de Cristo, a su modo propio. Este
modo consiste en ofrecer su propia vida, con todas sus obras, oraciones e iniciativas
apostólicas, su vida familiar y el trabajo diario, las molestias de la vida sobrellevadas
con paciencia, así como los descansos físicos y consuelos espirituales. De esta manera,
ofrecen a Dios el mundo mismo.
- Participan también de la misión profética (de enseñanza) de Cristo, acogiendo
por la fe su doctrina y testimoniándola con su palabra y su vida.
- Por último, participan de la misión regia (de gobernar), cuando reciben de Cristo
el poder de vencer el pecado en sí mismos y en el mundo. Los laicos ejercen diversos
ministerios al servicio de la comunidad, e impregnan de valores morales las actividades
temporales del hombre y las instituciones de la sociedad.
· La vida consagrada es un estado de vida, una respuesta libre a una llamada
particular de Cristo, mediante la cual los consagrados se dedican totalmente a Dios y
tienden a la perfección del amor a Él y al prójimo. Esta consagración se caracteriza por
la práctica de los consejos evangélicos: pobreza, virginidad y obediencia. Los
consagrados pueden ser sacerdotes, religiosos o laicos, que desarrollan su vida en una
plena entrega a Cristo y a los hermanos, dando testimonio de la esperanza del Reino de
los Cielos.
3. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia
Hemos visto que la Iglesia es un cuerpo, compuesto de diversos miembros. Ahora bien:
todo cuerpo necesita de un principio que lo anime, que le dé vida. Ese alma de la Iglesia
es el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad,
cuya propiedad personal es ser el Amor eterno entre el Padre y el Hijo. Dios Padre nos
dona su mismo Amor, por medio de la humanidad del Hijo encarnado, para que toda
nuestra vida se desarrolle animada por ese Amor.
La presencia del Espíritu Santo en nosotros es lo que llamamos la gracia. Por eso es tan
importante vivir en gracia: porque lo que hagamos sin estar en gracia, se quedará en una
obra material, que pasará y quedará en el olvido. Sin embargo, todo lo que hagamos
estando en gracia, será una obra hecha en colaboración con el Amor omnipotente de
Dios y, aunque parezca una obra pequeña, en realidad es el bien más grande que puede
hacerse.
Por ejemplo: si un político firma un tratado internacional en el que están en juego
billones de euros, será un acontecimiento muy notorio ante los ojos humanos, pero si no
vive en gracia, todo lo que haga en realidad no servirá para nada: no mejorará el mundo,
no hará que crezca el amor de los hombres hacia Dios y entre ellos. En cambio, si una
ancianita enferma vive en gracia, y ofrece sus sufrimientos a Dios por la salvación de
los hombres, estará haciendo una obra que impresionará a todos los ángeles que la vean,
pues estará colaborando con Dios a la creación de un mundo en el amor. Así es: de una
manera misteriosa, el que realiza sus obras cotidianas en gracia, y ofreciéndoselas a
Dios, hace crecer el amor en los corazones de los hombres y mujeres.
1. La vocación de cada uno

Esperamos que lo que hemos explicado haya sido lo bastante comprensible. Pero queda
por responder una pregunta: ¿cómo afecta todo esto a mi vida? La respuesta la debe
buscar cada uno, buscando el silencio, situándose con sinceridad ante Dios, y
preguntándole como San Pablo: “¿Qué quieres que haga?”
Quizás tú, que te encuentras en una situación de alejamiento de la Iglesia, escuches
cómo Dios te llama a su cercanía, para hacerte ver que eres muy importante para Él, y
que Él no se olvida de ti aunque tú vivas como si no existiera. Quizá escuches que está
esperándote, para compartir contigo ese proyecto que tiene pensado para ti desde que te
creó.
O posiblemente tú, que llevas una vida en la que te limitas a “cumplir con los mínimos”
en lo que a Dios se refiere, te sientas llamado a vender todo lo que tienes, en un sentido
espiritual. O sea, renunciar a las costumbres o actitudes cómodas que te apartan de
Dios, y optar por ponerte por entero a disposición de Dios y del hermano necesitado.
Para esto no hace falta irse al tercer mundo con una ONG: puedes empezar por hacer el
bien a tus familiares, amigos, compañeros...
O tal vez tú, que estás en un momento decisivo en tu vida, en el que tienes que decidir
qué rumbo vas a tomar, oigas a Cristo llamándote a una entrega total a Él, en la vida
sacerdotal o la vida consagrada. No creas que la llamada de Dios se produce con rayos,
truenos y apariciones. Dios suele actuar de manera suave, sin violentarnos. El sencillo
hecho de que te sientas atraído por este género de vida, es una señal de que Dios te está
llamando: la ayuda de un sacerdote, en la dirección espiritual, será el mejor modo por el
que podrás discernir en qué consiste concretamente esa llamada. No dudes en responder
a Dios que sí, sin miedo, porque Él sabe muy bien todas tus aspiraciones y deseos más
íntimos, y lo único que quiere es colmarlos para hacerte feliz.

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