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Una escritura autoficcional

Julia Musitano
Facultad de Humanidades y Artes, UNR

La literatura presenta un sistema complejo y dinámico de géneros literarios que se


encuentran en permanente cambio. Los relatos legitimadores se desplazan
constantemente en beneficio de nuevas formas, hacia la hibridación y la mezcla de
géneros. Así, el orden social de comienzos del siglo XXI, caracterizado por el
debilitamiento de las fronteras entre lo público y lo privado, muestra un estado de
cultura literaria atravesado por discursos mediáticos en el que el énfasis está puesto en
el registro de lo individual y en la tematización de las experiencias personales.
Biografías, autobiografías, diarios íntimos, confesiones, autoficciones dan cuenta de esa
obsesión del escritor por dejar huellas, rastros e inscripciones y por poner el énfasis en
su singularidad. Formas que reaparecen en diferentes soportes, virtuales y en papel,
manifestaciones de este retorno actualizan “el imaginario hegemónico contemporáneo:
la vibración, la vitalidad, la confianza en los (propios) logros, el valor de la aventura la
otredad del sí mismo y la apertura al acontecimiento (del ser) como disrupción”
(Arfuch, 2007:58). Surge una nueva tendencia hacia la asunción del yo, interesada en
contar las vidas reales con la voz testimonial del protagonista que hace oscilar más de
una vez el orden de la ficción. La insistencia por mostrar públicamente la intimidad de
vidas célebres o comunes traza nuevas figuras de la subjetividad contemporánea
(Arfuch, 2007:18-31). La literatura funciona alrededor del sujeto que problematiza y
dramatiza su subjetividad. El autor se vuelve “personaje de autor” de tal modo que su
vida determine el sentido de sus textos.
Para dar cuenta de este estado de cosas, Leonor Arfuch propone abordar las
prácticas y escrituras biográficas en su dispersión, es decir, abarcar la multiplicidad de
formas que despliega la narrativa vivencial y que superan las fronteras de los géneros


el presente artículo es el resultado del trabajo realizado en la PUC-Rio con la dirección de la Profesora
Marilia Cardoso Rothier, en el marco de mi Proyecto de tesis doctoral: “Experiencia y autoficción en la
narrativa de Fernando Vallejo”.
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autobiográficos canónicos. Para esto, erige un macro género que alberga una colección
de formas de narrar una vida - teniendo en cuenta la definición bajtiniana de géneros
discursivos y su heterogeneidad constitutiva, por la cual no existen formas puras, sino
constantes mezclas e hibridaciones- que denomina espacio biográfico. Si los géneros
canónicos están obligados a respetar cierta verosimilitud de la historia contada, otras
variantes de este espacio pueden producir un efecto desestabilizador, y sin renunciar a la
identidad autor narrador, plantearse otro juego, disolver la propia idea de la
autobiografía, desdibujar sus umbrales (Arfuch, 2003:52). La autoficción es una de las
formas que se desprenden de la ampliación de este espacio, forma que apuesta a una
lectura ambigua, paradójica, equívoca, en la que los márgenes entre vida y literatura
dejan de ser claros y ya no es posible diferenciar inequívocamente realidad y ficción.

Un estado de la cuestión
Los relatos autoficticios son relatos ambiguos porque no se someten ni a un pacto
de lectura verdadero, ya que no hay una correspondencia total entre el texto y la realidad
como la que postula el pacto referencial, ni ficticio, porque se mantienen en ese espacio
fronterizo e inestable que desdibuja las barreras entre realidad y ficción. Constituye un
subgénero híbrido o intermedio que comparte características de la autobiografía y de la
novela. Las autoficciones se presentan como novelas aunque se sostenga la identidad
entre autor, narrador y personaje. En ellas se alteran las claves de los géneros
autobiográficos y de los novelescos. En la autoficción, el pacto se concibe como el
soporte de un juego literario en el que se afirman simultáneamente las posibilidades de
leer un texto como ficción y como realidad autobiográfica. Por esto, me interesa
adentrarme en la teoría sobre el pacto autobiográfico de Philippe Lejeune para pensar el
concepto de autoficción desde sus orígenes y recorrer las posteriores discusiones
teóricas sobre el género, prestando especial atención a los modos en que las distintas
tentativas de conceptualización se relacionan con el factor de inestabilidad inherente a la
nueva forma.
Como se sabe, Philippe Lejeune define el género autobiográfico, en su tesis sobre
el pacto autobiográfico, desde fuera del texto, como un contrato de lectura. Plantea la

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identidad real ineludible que se establece entre autor, narrador y personaje dentro de
este tipo de textos, la necesidad de un elemento de referencialidad como la firma o el
nombre propio para que se cumpla ese contrato. El pacto autobiográfico, entonces, es la
afirmación en el texto de esa identidad. Lejeune postula además de éste, tres pactos más:
el novelesco, en el que autor y personaje no tienen el mismo nombre y hay atestación de
ficción; el referencial, en el que se incluyen los textos que pretenden informar sobre una
realidad extratextual y se someten a una prueba de verificación; y el fantasmático,
forma indirecta del pacto autobiográfico en el que aparecen los fantasmas reveladores
de un individuo.
Ahora bien, la autoficción hace su primera aparición (a escondidas) en aquel
cuadro de doble entrada por el que Lejeune intenta explicar la relación de identidad
entre el nombre del personaje y del autor y la naturaleza del pacto al que pertenece. En
una de las casillas vacías, excluida de toda posibilidad, porque el crítico no puede
pensar en un ejemplo en el que el héroe de la novela tenga el mismo nombre que el
autor1, el escritor francés Serge Doubrowsky concibe por primera vez la autoficción2.
Llena la casilla con un neologismo de su creación en las advertencias de su novela Fils.
El concepto original de Doubrovsky, que con los años fue mutando, programa una doble
recepción, referencial respecto al pasado del héroe-narrador, y ficcional, respecto al
marco narrativo que justifica la evocación memorial.
Autobiohraphie? Non. (…) Fiction d´ évenements et des faits
strictement réels ; si l´on veut autofiction, d´avoir confié le langage
d´une aventure a l´aventure du langage, hors sagesse et hors syntaxe
du roman traditionnel ou nouveau. (Doubrovsky, 1977)

Esa aventura del lenguaje se refiere a una sola cosa, al psicoanálisis. El héroe y
el analista dialogan imitando una sesión de análisis. El análisis justifica la pulsión
autobiográfica y la ordena. Levanta las censuras que presenta la memoria y pone en

1
“El héroe de una novela, ¿puede tener el mismo nombre que el autor? Nada impide que así sea y es tal
vez una contradicción interna de la que podríamos deducir efectos interesantes. Pero, en la práctica, no se
me ocurre ningún ejemplo. Y si el caso se da, el lector tiene la impresión de que hay un error…”
(Lejeune, 1975)
2
Aunque hay discusiones sobre si en realidad fue Jerze Kosinsky el primero en usar el término en 1966
para definir su novela L´Oiiseau Bariolé, Doubrowsky fue el primero en usarlo con el sentido que hoy le
damos.
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funcionamiento la anamnesis que desborda al sujeto. A partir de la estrategia
psicoanalítica, se crea una lengua propia para contar una vida.
Sin embargo, como a Doubrowsky le interesa distinguir la autoficción de la
autobiografía y de la novela autobiográfica, tiende a despejar el terreno de la
ambigüedad propia del género (novela y autobiografía simultáneamente) e inclina la
novela autobiográfica hacia la ficción convirtiendo a la autoficción en una versión
posmoderna de la autobiografía, y es así como pone el acento en el pacto referencial del
fenómeno cancelando toda inestabilidad. A partir de esta definición, surgieron varias
aproximaciones a la nueva forma literaria, incluyendo un texto posterior de Lejeune, El
pacto autobiográfico (bis) en el que propone una relectura de algunos aspectos de su
teoría y aprovecha para explicar el caso Doubrowsky. La primera observación que hace
sobre el primer texto, y que vale la pena resaltar, se refiere al concepto de identidad. La
identidad, había escrito, se cristaliza en un todo o nada, existe o no existe, no hay
gradaciones, es o no es. En este segundo texto, admite las posiciones intermedias e
introduce la idea de juego que está íntimamente ligada a la de identidad. También revisa
las casillas vacías del cuadro de doble entrada admitiendo que aunque aceptó la
indeterminación, rechazó la ambigüedad. Pudo observar la aproximación de los límites
entre novela y autobiografía, pero sigue dudando sobre las condiciones en las que el
nombre propio del autor pueda ser percibido por el lector como ficticio o ambiguo y
sobre hasta qué punto la novela Fils tiene su parte ficcional. Y en El pacto
autobiográfico, 25 años después, en el que se desdice de lo que se desdijo en el (bis),
deja en claro que a pesar de haber aceptado las ambigüedades y las transiciones que
pueden surgir en el orden de la identidad narrativa, estuvo inteligente en haber adoptado
el punto de vista del lector. En la recepción de los textos, la identidad existe o no existe.
La autoficción, por lo tanto, es leída como autobiografía.
Gérard Genette, por su lado, esboza un acercamiento a la autoficción a partir de
una fórmula: “Yo, autor, voy a contaros una historia cuyo protagonista soy yo, pero que
nunca me ha sucedido”, que señala la contradicción inherente del género (aunque se
podría pensar no como contradicción sino como paradoja, ya que supone la afirmación
de los dos sentidos a la vez sin exigir distinción). Sin embargo, habría que tener en

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cuenta que el autor francés propone dos tipos de discursos: el factual, donde hay
identidad entre autor y narrador, y el de ficción donde no la hay. Entonces, su definición
de autoficción contradice su tesis principal ya que en un relato de ficción, según él, la
identidad nominal es indefendible. Y es esta justamente la apuesta de la autoficción: A
es +/- N (disociación + identidad).
Vincent Colonna, discípulo de Genette, define la autoficción como la invención
literaria de una existencia, la ficcionalización del yo, es decir, hacer del yo un elemento
literario, un sujeto imaginario. Sin embargo, entiendo que en el proceso autoficcional se
trata justamente de lo inverso: “mi” existencia se hace ficción, invento porque confieso.
Mi existencia no se convierte en imaginaria, sino que se trata de una confesión ficticia
sobre el carácter real de mi existencia. Se establece la identidad canónica autobiográfica
entre autor, narrador y personaje, pero al mismo tiempo se rompe con ella, al
presentarse como ficción, verdadero y falso simultáneamente. Lo que importa, a mi
modo de entender, no es si lo que se cuenta es mentira o si el contenido es realmente
autobiográfico, sino que la ficción de la autonovela se funda en la irrealidad de la propia
mención. Nuevamente esta tentativa teórica inclina la balanza, pero hacia el modo
ficcional, es decir, incompatible con la definición original de Duobrowsky. Aquí,
Colonna plantea la identidad nominal entre autor y héroe, pero como una proyección del
primero en situaciones imaginarias. La denomina autofabulation porque la concibe
como una historia irreal, indiferente a la verdadera, es decir, exige una ausencia total de
referencia autobiográfica, restringiendo, de esta manera, el campo de la autoficción.
También autores como Philippe Gasparini o Marie Darrieussecq se aproximan al
estudio del nuevo género. El primero recupera el concepto de novela autobiográfica, no
para distinguirla de la autoficción, sino para considerar la última como una novela
autobiográfica posmoderna. Y la segunda, discípula de Genette, piensa a la autoficción
como una variante subversiva de la novela en primera persona ya que se transgrede el
principio de no identificación entre narrador y autor al utilizar el mismo nombre propio.
Manuel Alberca, crítico español que recientemente publicó El pacto ambiguo. De
la novela autobiográfica a la autoficción, logra darle un giro a la discusión, plateando la
autoficción como un pacto ambiguo o como un antipacto, sin decantar hacia ninguno de

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los dos (ni el referencial ni el novelesco); la piensa en su propio mestizaje. La
autoficción genera la ilusión de que el relato de la propia vida es real aunque no lo sea.
La ambigüedad es constante porque se presentan hechos ficticios, otros reales y otros
que no pueden ser incluidos en ningunos de los dos planos. Las novelas del yo llevan
consigo la mezcla, la alteración, se constituyen en relación a los dos grandes géneros, y
entre los dos crecen, tomando de aquí y de allá, libremente y en porcentajes variables.
Alberca la llama “Tierra de nadie” entre el pacto autobiográfico y el novelesco, o
resultado de un experimento de reproducción literaria asistida, que consistió en tomar
genes de los dos grande géneros narrativos y mezclarlos en la matriz de la casilla vacía
de Lejeune.
Por otro lado, autores como Julio Premat, en Héroes sin atributos, o Cláudia
Viegas, en “A invenção de si na escrita contemporânea”, plantean la autoficción no
como la puesta en escena de la identidad paradójica de una primera persona gramatical
que vuelca en papel su vida en clave ficticia—hay un nombre propio en la portada del
libro que coincide con el personaje en el texto—sino como la puesta en escena del gesto
de invención de sí mismo. Según esta perspectiva, no importa tanto el contenido del
texto a pesar del cual se puede discutir sobre la ambigüedad propia del relato, ya sea que
se lo lea como realidad autobiográfica o como ficción, sino una postura del que escribe,
las estrategias de autorrepresentación que aparecen en y fuera del relato. Viegas, por
ejemplo, alega que la autoficción, en vez de reflejar la vida de un autor, participa de la
creación de un mito de escritor, una imagen de autor que se construye en el juego entre
los textos y su vida pública (Viegas, 2006:11-24). Para Premat, también, la definición
de la nueva forma autoficticia es la invención de un personaje que se crea en el
intersticio del yo biográfico y el espacio de recepción de sus textos. La autoficción ya
no es entendida en tanto género, sino como la construcción de un autor como figura,
imagen pública que cruza toda una obra en circulación. Autores que crean un mito
personal en el texto y que lo hacen para ganarse un lugar de escritor en la literatura
(Premat, 2009). Los estudios literarios actuales focalizan en la lógica de los vínculos
entre escritores, sus modos de dedicarse a la profesión, la manera en que se construyen
para sí mismos posiciones en los campos de la literatura y de la cultura.

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También sería interesante volver sobre la definición que da Viegas sobre la nueva
forma. La autora plantea que la autoficción establece un pacto fantasmático con el
lector, en vez de autobiográfico, cuyo contrato de lectura no promete la revelación de
verdades, pero sí el desdoblamiento del autor en varios personajes (Viegas, 2006:11-
24). Sin embargo, el desdoblamiento del que habla Viegas es un procedimiento usado
en las escrituras del yo en general—que explicaré más abajo— y, por ende, en la
autoficción, pero no la constituye como género.
Estas diversas tentativas de teorización son algunas de las aproximaciones a la
nueva forma autoficticia. Todas son exhaustivas y precisas, pero todas tienden a mediar
entre realidad y ficción, todas tienden a estabilizar algo que por naturaleza es inestable e
impreciso: la literatura. Los últimos dos autores, por ejemplo, explican la construcción
de una imagen de autor en y fuera de los textos de manera clara, pero confunden esa
estrategia de autofiguración con un género literario. Entonces, ¿toda la literatura podría
ser autoficcional?
Me interesa pensar al género a partir del encuentro entre literatura, vida y
experiencia, más allá de la hibridez entre realidad y ficción o el borramiento de las
fronteras entre literatura y vida.

Literatura y vida
La autoficción, género paradójico por excelencia, vacila entre dos mundos, el de
la realidad y el de la ficción. Cuando escritura y vida se encuentran ocurre algo del
orden de lo incierto: la escritura incitando el despliegue de la vida y la vida forzando su
inscripción en la escritura. Sabemos que escribir no es imponer una forma a una materia
vivida, que la autobiografía afirma la imposibilidad de cumplir su más profunda
promesa: presentar la verdad de una vida reunida en una trama narrativa. Por ejemplo,
las nociones de verdad e identidad que Lejeune define en la década del setenta, no
tienen más validez ni responden a los criterios del pensamiento actual, porque hoy la
verdad se descompone en numerosas verdades, la identidad, en numerosas identidades y
los géneros, en textos y discursos. ¿Quién decide las condiciones de la verdad? El
principal problema de la teoría de Lejeune es que su modelo de veracidad está dado por

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el dominio de lo factual, la referencia externa al texto. Y, sin embargo, la verdad del
recuerdo que toma forma en la escritura está inmersa en el proceso semiótico de la
escritura. La vida no se define por lo que es, sino por lo que puede ser, por el poder de
afectar y de ser afectado. Una vida está en exceso respecto de la vida que la contrae
dentro de los límites de una identidad, porque siempre hay más posibilidades de vida
(Giorgi, 2009:22). La identidad del sujeto autobiográfico—esa que existe o no existe,
que es todo o nada entre el autor empírico, real del texto, el narrador y el personaje—
propuesta por el teórico francés para diferenciar autobiografía y novela autobiográfica,
una como hecho empírico, y la otra como discurso ficcional, ya no puede servirnos si
pensamos a la subjetividad siempre en devenir, como una vida que excede los límites
del sujeto individual. La vida es siempre potencial de devenir, virtualidad pura, no
puede ser nunca reducida a un sujeto ni a una identidad. El pensamiento homogéneo,
monocausal, estático y binario es reemplazado, en la posmodernidad, según explica
Alfonso De Toro, por uno más plural, híbrido y disperso. Por esto, hay que entender las
diversas manifestaciones discursivas múltiples que se encuentran y se separan para
luego ser anuladas en una síntesis, sino caminos diferentes que se cruzan y engendran
lo disperso, sin formar unidades reales, bien definidas, sino entidades flexibles y
contaminadas (De Toro, 1997). La escritura de la propia vida no es posible de
representación, sino por el contrario, habita la región de lo indecible, de lo imposible,
donde el lenguaje deja de ser, o no es simple mediación de contenido, y se encuentra en
la intersección del silencio con la palabra, de la expresión con su imposibilidad (Duque-
Estrada, 2009:20).
El sujeto autobiográfico pretende una presencia de sí o de un estar
inmediatamente presente a sí mismo, pretensión claramente ilusoria porque justamente
lo que se nos presenta es su propia ausencia, la imagen de esa presencia. “Yo no soy
otra cosa que una fantasía de presencia detrás de la significación, necesariamente
perdida desde el momento en que estamos sujetos a un sistema de signos” (Giorgi,
2009:17). Como explica Agamben, el problema de la escritura no es el de la expresión
de un sujeto, sino que el sujeto que escribe no termina de desaparecer porque la marca
del autor está sólo en la singularidad de su ausencia. “El mismo gesto que niega toda

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relevancia a la identidad del autor, afirma, sin embargo, su irreductible necesidad”
(Agamben, 2005) El gesto—que es lo que permanece inexpresado en todo acto de
expresión—se manifiesta cuando la vida fuerza su inscripción en la escritura. Se
manifiesta cuando una potencia impersonal impulsa a la escritura, potencia que
Agamben llama genius. Genius es la parte impersonal y preindividual de todo hombre,
la personalización de lo que en nosotros nos supera y nos excede. Se escribe para
devenir impersonal, para devenir genial, pero paradójicamente todo intento de
aproximarse a genius está destinado a fallar. Y en esa tensión irreductible entre el deseo
y el pánico por lo impersonal, en la manera de alejarnos de él—porque jamás podrá
genius asumir la forma del yo—, allí aparece la mueca, la marca que deja sobre el rostro
del yo, rostro que es y no es el nuestro. El gesto impersonal aparece cuando más se lo
quiere reducir, y así, se nos presenta el autor en el texto. La vida se nos aparece sólo a
través de aquello que la imputa y la distorsiona hasta convertirla en una mueca. El gesto
o la mueca es lo que Maurice Blanchot llama la voz que se presenta en su singularidad,
como siempre diferente. El tono es la fuerza por la cual quien escribe desaparece,
porque aquello que excede al lenguaje señala al autor como fantasma, en la singularidad
de su ausencia (1992:21).
En la literatura, que es informe e inacabada, se descubre esa potencia del
impersonal, en ella nace una tercera persona que nos despoja del poder de decir yo.
Escribiendo la propia vida siempre se deviene otro y ese devenir no se alcanza por
imitación o por representación. No se trata de relatar recuerdos, sueños, viajes y un
propio pasado, se trata más bien de descubrir la potencia del impersonal de una vida,
que no es otra cosa que la singularidad del autor (Deleuze, 2006: 13-22). Porque, como
dice Agambem, hay experiencias que no nos pertenecen, que no son nuestras, que no le
pertenecen al sujeto, sino al Ello, a la tercera persona, a un Es (Agambem, 2007: 54).
¿Quién soy yo cuando no soy yo, cuando no me reconozco? Se trata de tener presente lo
que uno no es, lo que no ha sido ni ha vivido. La vida es lo que nunca le ha pasado a
uno y lo que nunca le pasará a uno (Pardo, 2004:171). Porque la experiencia—diferente
de la vivencia que es lo que le ha ocurrido a alguien, es decir, que se afirma como tal

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por sus vivencias—sin ser de nadie, ocurre sólo en alguien, es simultáneamente íntima e
impersonal.
Entre mí y yo hay una distancia irreductible, como en el sueño, dice Blanchot, en
el que el que sueña se aleja del que duerme. Distancia que, en definitiva, lo que
representa es la proximidad de lo lejano y el contacto con el alejamiento,
simultáneamente. En el sueño, se muestra alguien que no asiste en persona y no tiene
estatuto de sujeto presente, un ser en la proximidad inaccesible de la imagen, presente
con una presencia que no es la suya. El presente del sueño es la no-presencia de la
escritura. Contamos nuestros sueños para apropiárnoslos, para constituirnos en dueños
de ese ser parecido que fuimos nosotros en el sueño. Lo mismo sucede cuando se
escriben los recuerdos. Aquel que recuerda se distancia de aquel del recuerdo. Porque el
tiempo le impide ser únicamente presente: en todo momento además de ser lo que soy,
soy lo que fui y lo que seré. El momento de la alteridad da tiempo al hacer que el yo se
multiplique en otro y esa alteridad es el tiempo mismo (Pardo, 2004:164-170). El yo se
desdobla en otro para apropiarse del momento en que fue otro.
En la narración de la propia vida, la linealidad temporal se desarma y las
temporalidades se articulan de manera compleja: el pasado coexiste con el presente que
todavía está por pasar. Los procesos autobiográficos están más orientados hacia el
futuro que a la reconstrucción de un pasado. El autobiógrafo no se recuerda como fue,
sino como está siendo lo que fue, según lo que quizás será. La temporalidad retroactiva
enigmatiza la relación entre “aquello que deseamos ser (ahora), aquello que desearíamos
ser (en el futuro) y aquello que deseamos haber sido (en el pasado)” (Rosa, 2004:55). La
inquietud con la que el pasado asalta al presente proviene del futuro. Hay en el recuerdo
un poder alucinatorio del deseo que cuestiona una realidad. Los hechos son recordados
tal como nunca ocurrieron y allí es donde aparece lo incierto, lo impersonal (Rosa,
2004:55). Se recuerda como se sueña. Se escribe como se recuerda y como se sueña. La
memoria tiende a olvidar que el pasado coexiste con el presente y el recuerdo pone en
evidencia que el pasado está pasando y está por pasar, vuelve a pasar. Por esto, dos
grandes impulsos narrativos se ponen en tensión en el momento de narrar la propia vida:
la retórica de la memoria y la escritura de los recuerdos (Giordano, 2006). La primera es

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la que se encarga de transformar la vida en relato, de ordenar, de dar sentido a una
historia. La memoria permite que el relato de una vida se transforme en un
encadenamiento verosímil de momentos verdaderos. Implica una pulsión
sistematizadora, una urgencia constructiva. La segunda, en cambio, opera
detalladamente. Se inscribe una imagen, una escena. Los recuerdos irrumpen como
desprendidos de la voluntad de persuasión, se inscriben cuando la escritura deja de
responder a las demandas del otro. Hay una insistencia por el recuerdo de ciertos
momentos que se le impone a la voluntad sistematizadora del autobiógrafo. La literatura
es justamente ese salto de la retórica, salto sin voluntad, sin impulso, sin persuasión
donde deviene lo incierto, lo intransitivo y nada responde a la voluntad moral.

§§§

El principal problema de la teoría sobre autoficción, como dije antes, es que tiende
a mediar entre realidad y ficción, entre literatura y vida, cuando en esa ambigüedad sin
mediación alguna reside la esencia, lo más potente del género. La mayoría de los
autores, incluido el propio Doubrovsky, cancelan esta inestabilidad inclinándola hacia lo
referencial o lo ficcional, algo inconveniente porque la autoficción es un conjunto de
fuerzas en tensión, una mezcla—y con mezcla no me refiero a un híbrido, es decir, a la
resolución del acto de mezclar dos elementos. La autoficción se halla en el acto de
mezclar mismo, como configuración de fuerzas en tensión que inciden unas sobre otras.
No hay resolución, mediación o dialéctica posible entre realidad y ficción o entre verdad
y mentira; hay alteración, superposición y tensión irreductible de diferencias entre
dominios incompatibles: entre vida y obra, entre vivencia y experiencia, entre la lógica
de representación de los hechos y el flujo de la recordación, entre el yo y lo otro del yo,
entre el pasado, el presente y el futuro.
Lejeune, como aclaré más arriba, duda si el lector de las autoficciones puede leer
la ambigüedad de la identidad del autor, es decir, si es posible ver en ellas un autor
ficticio y no leerlas directamente como una autobiografía en la que la identidad está
intacta. Entiendo que, como lectores, de autoficciones, no consideramos al autor

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(nombre propio de la portada externo al texto) como ficticio o ambiguo, sino justamente
como un autor real que construye su carácter real de manera ficcional, a través de una
historia de vida que no sabemos si es o no real por la puesta en tensión constante de los
elementos. Es una confesión ficticia sobre el carácter real de una existencia.
Evidentemente, la identidad no puede ser nunca fija—multiplicidad de identidades,
fantasmas, máscaras—; el carácter autobiográfico o referencial del texto estará dado y
legitimado siempre por la escritura y la posibilidad de diferenciación entre realidad y
ficción es negada. ¿Pacto con el lector? Adhiero más a la idea de antipacto que propone
Alberca, no un género sino un entre géneros. Un antipacto porque la autoficción excede
la posibilidad de un contrato de lectura fijo y acabado con el lector, está más allá de la
presentación de una identidad y de una verdad.
La autoficción es la forma literaria que conviene al deseo de presentar la propia
vida como un proceso paradójico en el que lo personal y lo impersonal, lo factual y lo
inventado se afirman simultáneamente, significaciones sucesivas que se acumulan sin
cancelarse ni volverse homogéneas.

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Cuadernos de Intercambio Rosario-Río de Janeiro Vol. IV (ISSN 1852-4567) Pp. 81-87


VIEGAS, Ana Cláudia (2006), “A invenção de si na escrita contemporânea” en José
Luís Jobím e Silvano Peloso (orgs.), Identidade e literatura, Rio de Janeiro/Roma, de
Letras/Sapienza.
TORO, Alfonso de (1999), “La nouvelle autobiographique posmoderne ou
l´impossibilité d´une histoire a la première personne : Robbe-Grillet, Le miroir qui
revient et de Doubrovsky Le livre brisé », Conférence, Faculté de Philologie de
l´Université de Leipzig.

Cuadernos de Intercambio Rosario-Río de Janeiro Vol. IV (ISSN 1852-4567) Pp. 81-87

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