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ANDRÉLOUF

A
MERCED
DE SU GRACIA
Prapuestas de oración

3ª EDIOÓN

~-
111"111;;. narcea, s. a. de ediciones
Louf, André
A merced de su gracia : propuestas de oración -· la ed. 2a
reimp. - Buenos Aires: Agape Libros, 2013.
176 p. ; 19x14 cm (Eusebeia; 17)
Traducido por: José Femández de Retana
ISBN 978-987-1204-89-2
l. Espiritualidad. 2. Oraciones. l. Femández de Retana,
José, trad. II. Título
CDD 242
Nada obsta a la Fe y Moral católicas para su publicación.
Pbro. CRISTIAN JOSE RAMIREZ.
Censor
Puede Imprimirse.
S. E. R. Mons. JOAQUIN MARIANO SUCUNZA
Obispo Auxiliar y Vicario General
del Arzobispado de Buenos Aires.
Buenos Aires, 23 de julio de 2007
Otros títulos publicados por André Louf en Narcea:
-El espíritu ora en nosotros
-Mi vida en tus manos. El itinerario de la gracia
© NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2000
Dr. Federico Rubio y Galí, 9. 28039 Madrid
www.narceaediciones.es
© UITGEVERIJ LANNO, TIELT, 1984
© Agape Libros, 2007
ISBN: 978-987-1204-89-2
Título original: Inspelen op genade
Traducción: José Femández de Retana
Diseño de tapa: María Julia Irulegui
Diseño y diagramación de interior: Equipo Editorial Agape
1 ª edición: julio de 2007
1ª reimpresión: marzo de 2012
2ª reimpresión: marzo de 2013
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723
AGAPE LIBROS
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(1419) Ciudad Autónoma de Buenos Aires
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Impreso en Argentina - Printed in Argentina
,
lndice

EN ESTADO DE CONVERSIÓN .... ........... ... .... ... ...... ... ..... ... .... ..... .. . .5
Entre la cólera y la gracia ................................................. 5
Siempre convirtiéndose ....... ........................................... 10
Incluso el pecador empedernido ...................................12
NUESTROS fooLos Y D ios ........................... ........................ :.... 19
La esposa infiel ................................................................19
¿Y los falsos dioses de hoy? ................................. ..........24
Maldecir a Dios ................................................................ 26
Las posibilidades de Dios ............................................... 31
El Dios conocido de oídas ..................................... .........34
EL PODER DE LA FE ...... ....... .. .. .. ... ....... .. ... ... ..... ... .. ........ .. ......... . 37
¿Cómo hablar de la fe? .. .................................. .. ............. 37
El asombro de Jesús ........................................................40
Consentimiento y abandono ......................................... .43
La fe que hace maravillas ............................................ ...44
CRECER A TRAVÉS DE LA TENTACIÓN ... ... ........ ..... ..... .. .... ... ..... . 49
La carne es débil ............................................,.................50
La fuerza de Dios en la debilidad ................................. 54
Reconciliarse con la debilidad .......................................57
E NTRE LA DEBILIDAD Y LA GRACIA ...... .. ... ... ... .. .. .. ......... ..... .. .. .. 61
Una virtud evangélica ..................................................... 61
¿Fariseo o publicano? ............ .......................................... 66
La Buena Nueva .............................................................. 70
3
LA CONTRICIÓN O EL CORAZÓN QUEBRANTADO ....................... 73
Culpabilidad y arrepentimiento .................................... 75
El monje y el publicano .................................................. 79
¿Y la ascesis? ..................................................................... 81
La ascesis de la debilidad ...............................................86
El hombre restaurado .....................................................93
AcoMPAÑAMIENTO FSPIRITUAL ................................................ 97
Detectar la vida ................................................................99
Manifestar los deseos .................................................... 107
La censura interior.........................................................111
El Dios espejo .................................................................118
El Dios verdadero para el hombre libre..................... 121
Momentos importantes del acompañamiento ..........124
ALGUNOS FRUTOS DEL ESPÍRITU ..........•••.......•...•.........•....•...•.131
La alegrfa .........................................................................131
Recogimiento y silencio ................................................141
Crecer hacia adentro ..................................................... 145
El amor humilde ............................................................148
ÜRAR: RESPIRAR A MERCED DE LA GRACIA ............................. 153
A propósito de la oración ............................................. 153
Orar en la impotencia ................................................... 157
La oración: un grito .......................................................163
Unificarse desde dentro ................................................168
Libertad en el Espíritu ..................................................170
EPÍLOGO ...... ......•..•.......•.....•..•.•....••.•......•. ..•.•.•.•..•.......•.•...••.•.. 173
En estado de conversión

Entre la cólera y la gracia


Cuando a uno lo invade la gracia por primera vez, se
habla de conversión; la persona se considera convertida
o en camino de convertirse. En el lenguaje corriente, se
trata de un acontecimiento muy importante, aunque
transitorio, que tiene que ocurrir o que ha sucedido ya
hace mucho tiempo. Nadie parece creer que la conver-
sión es necesaria más que en caso de apostasía. El con-
cepto derivado, convertido, sólo atañe a una categoría
muy concreta de creyentes: aquellos que recibieron la fe
a una edad avanzada. De ahí se sigue que el niño bau-
tizado, que ha recibido la fe desde su más tierna edad
-y esto nos ocurre a la mayoría- nunca será llamado
convertido. A•Rarentemente no tendrá nunca nada que
ver con la conversión.
Sólo los que viven fuera de la fe o no viven según
su fe, sino en pecado, deberían preocuparse de su con-
versión, pero no el creyente de siempre, y sobre todo el
creyente fervoroso.
Hay que notar, sin embargo, que la Biblia habla a
menudo y muy explícitamente, de conversión y de la
conversión de cada uno. La primera Buena Nueva, que
escuchamos de los labios de Juan Bautista, se resume en
esta llamada vigorosa: "Conviértanse, porque está cerca el
5
A merced de su gracia

Reino de los cielos" (Mt 3,1). 1 Esta proximidad es lo que


hace tan necesaria la conversión. Porque, dice Juan a los
fariseos y a los saduceos que acuden a él para ser bautiza-
dos, la cólera y la venganza de Dios están cerca:
"Raza de víboras, ¿quién les ha enseñado a
escapar de la condena que llega? Muestren frutos
de un sincero arrepentimiento [conversión] y no
piensen que basta con decir: Nuestro Padre es
Abraham; pues yo les digo que de estas piedras
puede sacar Dios para Abraham. El hacha ya está
apoyada en la raíz del árbol: árbol que no pro-
duzca frutos buenos será cortado y arrojado al
fuego. Yo los bautizo con agua en señal de arre-
pentimiento, pero detrás de mí viene uno con más
autoridad que yo, y yo no soy digno de quitarle
las sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y
fuego. Ya empuña la horquilla para limpiar su co-
secha: reunirá el trigo en el granero, y quemará la
paja en un fuego que no se apaga" (Mt 3,7-12).

Juan Bautista relaciona la conversión y la presencia de


Jesús, y también el Juicio que viene, y el fuego encendido
por la cólera de Dios de la que debemos libramos. Atri-
buidas a Dios, la cólera y la venganza, no son nociones
fáciles. Y todavía menos la imagen del hacha en la raíz del
árbol. Consciente o inconscientemente, las hemos relega-
do al Antiguo Testamento, como si pudiesen desaparecer
del horizonte y hubieran perdido su razón de ser con la
venida de Jesús.

1
Las citas bíblicas son tomadas de La Biblia de Nuestro Pueblo, Biblia del
Peregr_ino, América Latina, Ediciones Mensajero, Agape Libros, 2007.

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André Louf

Sin embargo, en el atrio del Nuevo Testamento, la


venida de Jesús se anuncia por esta vieja imagen: en la
persona de Jesús, Dios ha tomado la horquilla y está listo
para limpiar su cosecha. Éste es el bautismo que trae Jesús,
bautismo para la conversión, pero también bautismo en el
fuego y en el Espíritu Santo.
Lo que precede parece indicar que todavía tenemos, en
cierto modo, que confrontarnos con la cólera de Dios. Y
también que esto sólo puede hacerse en Jesús. ¿He encon-
trado ya la cólera de Dios en mi vida? Si no, ¿necesito
todavía la gracia? ¿No se refiere la gracia a la cólera de la
que me libra en todo instante? En Jesús ¿no estoy sin cesar
expuesto a la cólera y a la gracia, preso entre las dos, allí
donde podría situarse la conversión?
Tiempo después de que Jesús muriera y resucitara,
Pablo escribe a los romanos, al comienzo de su gran sínte-
sis teológica sobre la gracia: "La cólera de Dios se revela"
(Rom 1,18).
En otros lugares, Pablo anuncia también que la glo-
ria de Dios debe revelarse (Rom 8,18), pero esta gloria
va precedida por la cólera ... "Por naturaleza" dirá san
Pablo, "destinados, como los demás a la cólera" (Ef 2,3).
El amor y la gracia son excepciones respecto de la cólera
y suponen que hemos sido escogidos de manera especial
para ser libres de ella. El estado de gracia es de excepción
respecto del estado de cólera que, de hecho, es nuestro
primer estado: excepción llena de amor por Jesucristo, el
Hijo de Dios.
En varios lugares del Nuevo Testamento encontramos
algo más sobre esta cólera de Dios, en especial que no se
sitúa en el pasado, sino que aún tiene que venir. No se sitúa
en el pasado, sino que nos espera en el futuro. Pablo emplea
a menudo la expresión: "la cólera viene" (Ef 5,6; Col 3,6),

7
A merced de su gracia

mientras que Juan prefiere hablar de la cólera que ya ha


venido, pero que sigue pesando entre nosotros On 3,36). El
Apocalipsis habla del "gran día de la cólera", el día en que
Dios "dará a los pueblos la copa del vino del furor de su
cólera" (Apoc 16,19). La imagen de la copa de la cólera que
Dios tiene que darnos a beber está muy cercana a otra copa
de la que habla la Escritura: la copa de la pasión de Jesús.
En las manos de Jesús la copa de la cólera se convierte en la
copa de la salvación. El brebaje mortal de la cólera se con-
vierte en un brebaje de amor. Como Jesús, también noso-
tros recibimos esta copa de la mano de Dios para beberla.
Y también para nosotros, esta copa es de venganza o de
ternura. Estamos ebrios de la cólera de Dios o del amor de
Dios. El paso
,. de una a otra no se puede hacer sino con Jesús
y gracias a El. Por esto nuestro cáliz de sufrimiento no será
diferente al de Jesús. Porque sólo Él, que ha apurado esta
copa hasta las heces, puede libramos de la cólera de Dios.
Sólo Él puede hacer que la copa de la cólera se convierta,
también para nosotros, en copa de salvación.
Hay un largo camino antes de que esto suceda. Aunque
san Pablo nos anime a mirar con confianza la cólera que
viene, nada está asegurado.
"Ahora· bien, Dios nos demostró su amor en
que, siendo aún pecadores, Cristo murió por noso-
tros. Con mayor razón, ahora que su sangre nos ha
hecho justos, nos libraremos por él de la condena.
Porque si siendo enemigos fuimos reconciliados
con Dios por la muerte de su Hijo, con mayor
razón, ahora ya reconciliados, seremos salvados
para su vida" (Rom 5,8-1 O).

En otro lugar, Pablo dice también que es Jesús "el que


nos libra de la cólera venidera" (1 Tes 1,10). Hemos sido
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André Louf

liberados una primera vez de la cólera cuando nuestros


pecados fueron borrados en el bautismo, pero henos aquí
confrontados de nuevo con esta misma cólera de Dios que
está todavía ante nosotros. Por eso el momento presente
es tan importante. Es el kairos, el tiempo de salvación en el
que vivimos y en el que se nos concede el hacer la elección
decisiva, con el poder de la muerte y resurrección de Jesús.
Pues lo que ocurrirá mañana ya nos es dado hoy, aunque
todavía en esperanza, una esperanza que crece si~mpre
hasta la realización del fin de los tiempos.
Esta elección decisiva entre la cólera y la gracia, que
es la elección de mañana pero también ya la elección de
hoy, y la elección de hoy para mañana, es lo que precisa-
mente llamamos conversión. Así se traduce la palabra neo-
testamentaria metanoien, que trata de expresar la palabra
hebrea shub. Esta última raíz semítica significa sencilla-
mente volverse, volver sobre sus pasos y sólo por derivación,
convertirse. El acento se coloca, pues, sobre el cambio total
que se produce. La palabra griega metanoien precisa esta
vuelta. Se emplean pues dos raíces, de las cuales la pri-
mera, como en.hebreo, subraya la conmoción en el sentido
de ponerlo todo al revés. La segunda raíz nos muestra
lo que ha cambiado por esta vuelta: el nous, es decir, el
fondo espiritual, nuestro corazón más profundo. Se trata
pues de una revolución en el interior de nosotros mismos.
Metanoien se traduce a veces por penitencia, contrición, tér-
minos menos felices que conversión. Sin embargo, incluso
la palabra conversión, tan usada corrientemente, parece
también demasiado débil. Por otra parte, en un contexto
idéntico, la Biblia habla de metanoien kaí epistrepheín (Hech
3,19): dejarse conmover totalmente, revolucionarse, p~a
volverse hacia algo o hacia alguien. Se trata de un cambio
radical por el cual una persona vuelve sobre sus pasos
para comprometerse en una nueva dirección.
9
A merced de su gracia

Siempre convirtiéndose
Aquí surge de nuevo la pregunta planteada al comien-
zo de este capítulo: ¿En qué sentido tenemos todavía hoy
necesidad de conversión? ¿No la recibimos, para siempre,
en el bautismo? Sería pues cosa hecha y estaríamos ahora
en camino, con altos y bajos, es cierto, con caídas y recti-
ficaciones, hacia la perfección y la santidad. He aquí en
efecto la imagen que nos hacemos del camino por el que
avanzan todos los cristianos.
En sustancia, este camino estaría dividido en tres eta-
pas. En primer lugar, la increencia y el pecado; luego el
paso decisivo de la conversión; finalmente la búsqueda de
la perfección. Espontáneamente nos colocamos -y no sin
cierto candor- en alguna parte de la tercera etapa, en una
situación más o menos avanzada. '
La realidad no es ni tan sencilla ni tan complicada, pues
la gracia es la simplicidad misma. La dificultad reside más
bien en el hecho de que la vida en el Espíritu Santo no es
fácil de discernir. Se entrecruzan sin cesar líneas de fuerza
diferentes, y por eso son posibles la confusión y también la
ilusión: no siempre es fácil distinguir tres líneas. En efecto,
el pecado, la conversión y la gracia no son simplemente
tres etapas consecutivas. En la vida cotidiana, a veces se
superponen; se cruzan con cierta dependencia entre sí. No
estoy nunca totalmente en una u otra. Estoy continuamen-
te en las tres a la vez. El pecado, la conversión y la gracia
son mi pan y mi lote de cada día. Incluso en el Reino de
los Cielos, aunque ya haya venido aquí abajo, sucede así
y no de otra manera, dice el mismo Jesús. Tampoco allí
faltan los pecadores. Al contrario: los publicanos y las
prostitutas pasan por delante y preceden a los demás (cf.
Mt 21,28-32).
10
André Louf

Estas tres etapas no representan tres grados de una escala


de valores. No pasarnos de una a otra, como si subiéramos
los peldaños de una escalera. No son tres galones que cose-
mos uno detrás de otro en nuestra manga. No. Antes de la
muerte, nunca decimos adiós del todo a ninguna de las tres.
Seguimos siendo pecadores, estarnos siempre convirtién-
donos, y en esta conversión somos continuamente santi-
ficados por el Espíritu de Dios. No podemos pertenecer a
esa categoría de gentes de las que Jesús ha dicho "que no
necesitan conversión" (Le 15,2) porque se creen justos. En
ese caso no necesitaríamos ya de Jesús. Tal vez estaríamos
todavía en camino hacia Dios, pero solos, irremediablemen-
te solos, cayendo continuamente sobre nosotros mismos,
bajo una apariencia de santidad que intentaríamos en vano
realizar. Nos sentiríamos cada vez más frustrados porque
no habríamos encontrado nunca el verdadero amor.
Es ilusorio creerse convertido de una vez para siempre.
Siempre seguimos siendo pecadores, pero pecadores per-
donados, pecadores en perdón, pecadores en conversión.
No puede darse otra santidad aquí abajo, pues la gracia
no puede actuar de otra manera. Convertirse es volver a
empezar ese re.tomo interior, por el que nuestra pobreza
humana -lo que Pablo llama la carne- se vuelve hacia la
gracia de Dios. De la ley de la letra, pasa a la ley del Espí-
ritu y de la libertad; de la cólera a la gracia. Este retomo
no se termina nunca, pues siempre está comenzando.
Antonio el Grande, patriarca y padre de todos los monjes,
lo decía de manera lapidaria: "Cada mañana me digo: hoy
empiezo" y el abad Poimen, el segundo entre los padres
del desierto, el más ilustre después de Antonio, cuando
lo felicitaban en su lecho de muerte por haber vivido una
vida feliz y virtuosa, y por poderse presentar totalmente
confiado ante Dios, respondía: "Debo empezar todavía,
apenas he empezado a convertirme". Y lloraba.
11
A merced de su gracia

En efecto, la conversión es asunto de tiempo. El hom-


bre necesita tiempo, y Dios quiere también necesitar tiem-
po con nosotros.
Partiríamos de una imagen totalmente errónea del
hombre, si pensásemos que las cosas importantes de la
vida humana pudiesen realizarse imriediatamente y de
una vez para siempre.
El hombre está hecho de tal manera que necesita tiem-
po para crecer, madurar y desplegar todas sus capacida-
des. Dios lo sabe mejor que nosotros. Por eso espera, no
abandona nunca. Es indulgente, generoso.
Dios nos espera como un pescador paciente, como
escribía un poeta. To chreston tou Theou eis metanoiean se agei
(Rom 2,4), escribe Pablo: "La bondad de Dios te impulsa a
la conversión", no la cólera, sino al contrario to chreston, su
ternura, su dulzura, su paciencia. En el prólogo de su R.egla,
san Benito hace un comentario de esto, que llama la aten-
ción: Dios sale cada día al encuentro de su obrero, dice, y
el tiempo que nos da es ad inducias, una espera, un don, un
tiempo de gracia que se nos concede gratuitamente.
Es un tiempo que podemos utilizar para encontrar a
Dios una vez más y encontrarlo mejor en su admirable
misericordia. Más tarde, después de la muerte, podremos
vivir fuera del tiempo, y-para siempre. Hoy se nqs da el
tiempo para conocer cada vez mejor a.Dios. Es siempre un
tiempo de conversión y de gracia, don de su misericordia.

Incluso el pecador empedernido


Dios se ocupa así de nosotros todos los días. Nos llama
a la conversión: "Si escuchan hoy mi voz, no endurezcan
su corazón" (Sal 94). Dios nos habla de muchas maneras:
por su Palabra, por los hombres con quiene~ vivimos, por
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André Louf

toda clase de acontecimientos, felices o penosos. Estos últi-


mos son los que tememos. Sabemos demasiado bien que
Dios tiene algo que decirnos por la prueba, la enfermedad,
la muerte, la contradicción. Si este temor habita en nuestro
corazón, es porque sólo la cólera de Dios está presente en
nuestro espíritu. No estamos todavía en condiciones de
discernir, detrás de este signo aparente de cólera, el amor
infinito de Dios. Lo hemos visto más arriba: en Jesús, la
cólera de Dios se ha cambiado en amor; dicho de otra
manera: se ha visto muy claro que su cólera no és más
que una tentativa provisional para hacernos comprender
su amor.
Si tememos las intervenciones de Dios, si las interpre-
tamos como una expresión de su cólera, estamos todavía
anclados en lo provisional. No hemos experimentado el
amor de Dios, su ternura conmovedora.
Tal vez alguien puede decir que este miedo es precisa-
mente la señal de que somos culpables, el testimonio de
los reproches que nuestra conciencia nos hace y del cas-
tigo que merecemos de Dios. Sólo los pecadores deberían
temer la cólera de Dios, y el que la teme muestra por ello
que es pecador.
Un razonamiento así no es tan evidente, aunque refleje
bien la reacción habitual del creyente medio hoy. En efec-
to, para el que recorre el Evangelio, no es evidente que el
pecador tenga que temer. Al contrario: ¿No ha repetido
continuamente Jesús que él ha venido no para los justos
sino para los pecadores? (cf. Mt 9,13).
Por otra parte no está en modo alguno probado que
sólo los pecadores temen a Dios. De hecho, hay muchos
creyentes y muchos justos -para emplear un término bíbli-
co- que consideran con tanta incertidumbre como temor
su eventual encuentro con Dios. Hacen todo lo que pueden
13
A merced de su gracia

para conjurar este malestar a fuerza de generosidad y


virtud. Cuanto más ~o consiguen -y este logro es siempre
relativo-más posibilidad tienen, piensan, de evitar la cóle-
ra de Dios y de merecer su amor.
En efecto, hay dos categorías de personas que deben
temer la cólera de Dios: por una parte los pecadores empe-
dernidos; por otra, los justos empedernidos. El pecador
empedernido, es decir, el que no quiere en modo alguno
oír hablar de cambio total, tendrá que confrontarse con la
cólera de Dios, incluso si consigue hábilmente escamo-
tearla en la vida diaria. Pero tenemos que pensar que, de
hecho, hay muy pocos pecadores empedernidos.
Por el contrario, hay sin duda muchos justos empeder-
nidos -si se puede hablar así-, personas que no conocen la
misericordia de Dios, y que tratan de portarse mejor sen-
cillamente porque tienen miedo de la cólera de Dios. Se
libr~án más o menos de ese miedo en la medida que lle..
guen a realizar su ideal en la vida cotidiana. A la larga esto
se les puede hacer soportable, aunque vivan con un pobre
consuelo. Por ello son muy poco convincentes y mucho
menos contagiosos. Porque no conoce!l todavía el amor, y
el poco que vive en ellos viene más bien de un cierto con-
tentamiento de sí, por lo que corren el peligro de aislarse a
menudo de los demás. Han recibido ya su recompensa (cf.
Mt 6,2). Como no han oído hablar de la gracia, no esperan
nada más. Su vida no tendrá perspectiva ni salida si la
palabra empedernido, empleada tanto para los pecadores
como para los justos, insinuase un estadio definitivo. Sin
embargo, todo es provisional ~n la vida del hombre, y
ligado al tiempo. En este sentido tanto los pecadores como
los justos viven en el tiempo, tiempo que es un don de
Dios para ellos, un tiempo de gracia, y por ello un tiempo
abierto a la conversión. Ni el pecador empedernido ni el
justo empedernido permanecerán así para siempre. Están
14
André Louf

llamados a ser pecadores en conversión. Esto es Jo que trata-


rnos de desarrollar a lo largo de este libro. Lo cual no es
inmediatamente evidente ni fácil de explicar. No se puede
fijar en una definición, sino únicamente tratar de descri-
birlo a partir de una experiencia personal, necesariamente
limitada, y de la experiencia de aquellos con quienes uno
ha podido entrar en contacto. Finalmente, es más fácil
decir lo que no es, porque es mucho más confortable vivir
como pecador empedernido o como justo empedernido
que como pecador en conversión. Sin embargo, la 'gracia
de Dios nos empuja día tras día a esta vuelta total. Dios
nos toca de muchas maneras para llevarnos a este estado
de conversión. Nosotros sólo podemos preparamos para
que Dios nos toque.
Tendrán que ocurrir muchas cosas fuera de nuestra
buena voluntad o de nuestra generosidad natural. Esta
vuelta total no implica tan sólo que seamos heridos inte-
riormente, sino también que se cuarteen nuestros cimien-
tos. Habrá rotura y pedazos. Algo en nosotros tiene que
venirse abajo. Como una construcción de hormigón en la
que hubiéramos trabajado muchos años con gran cuida-
do, y que en un m~ento dado, funciona como un escu-
do contra nuestro yo más profundo, y contra los demás,
corriendo así el peligro de protegemos contra la misma
gracia de Dios.
Este hundimiento no es más que un comienzo, aun-
que lleno ya de esperanza. No hay que tratar de volver
a edificar lo que la gracia ha destruido. Hay en ello algo
que tenemos que aprender, pues es grande la tentación
de construir un andamio ante la fachada que se bambolea
y volver al trabajo. Tenemos que aprender a permanecer
junto a nuestras ruinas, a sentamos ante los escombros, sin
amargura, sin dirigimos reproches y sin acusar tampoco
a Dios. Tendremos que apoyarnos sobre estos muros en
15
A merced de su gracia

ruina, llenos de esperanza y de abandono, con la confian-


za de un niño que sueña con que su padre lo arreglará
todo, porque sabe que todo puede reedificarse de otra
manera, mucho mejor que antes. Como el hijo pródigo
para quien tantas cosas se habían hecho jirones: dinero,
honor, corazón; que había perdido todo lo que podía espe-
rar de las criaturas y que, sin embargo, lleno de confian-
za, toma la resolución de volver a casa de su padr~. Por
adelantado sentía instintivamente que además del criado
que esperaba llegar a ser, podría también seguir siendo
hijo. El que ha sido hijo una vez, lo sigue siendo siempre.
En el mismo momento en que el hijo perdido se reconcilia
con sus escombros, está ya en su casa,_en casa junto a su
padre. Por el contrario, el que lucha-contra sus propios
escombros, lucha contra su padre y contra su Dios; sigue
estando expuesto a la cólera: no es capaz de reconocer el
amor. El que se abandona hasta el punto de alegrarse y de
permanecer contento con su propia miseria, está ya rendi-
do al amor liberador.
Sólo podemos permanecer en la conversión gracias a
Jesús, encaminados y fortificados por el Espíritu de Dios.
En nosotros se va a realizar lo que le sucedió a Jesús en el
misterio de su muerte y de su resurrección. La confianza
y el abandono de Jesús a su Padre, a través de la muerte,
ha hecho ineficaz la cólera de Dios para siempre. Nos
hacen capaces, con él, de reconocer el amor del Padre
por encima de las muertes y renuncias, y esto en nuestra
más profunda debilidad. Porque estar en conversión es
pasar continuamente al misterio del pecado y de la gra-
cia. Noten bien que no es pasar del pecado a la gracia,
sino al misterio del pecado y de la gracia. Esto significa
el abandono de toda justificación, de toda justicia propia,
y el reconocimiento de nuestro pecado para abrirnos a la
gracia de Dios.
16
André Louf

Esta maravilla del pecador en camino de conversión


es la que el mismo Jesús reconoce que corresponde a la
mayor alegría del Padre en los cielos:
"Les digo que, de la misma manera habrá más
fiesta en el cielo por un pecador que se convierta
que por noventa y nueve justos que no necesitan
convertirse" (Le 15,7).

El maravilloso hombre pascual, que continuamente


muere en Jesús y resucita, constituye la alegría y el orgu-
llo del Padre. Es una maravilla que se renueva cada día
sin terminar nunca. En efecto, mientras estamos en la vida
presente, Dios está siempre actuando. Porque el tiempo y
la duración de nuestra vida representan una forma de la
gracia en nuestra carne: el Amor ilimitado e indefectible
de Dios. Podemos así, cada día, establecernos en la con-
versión con el corazón lleno de acción de gracias. Un paso
fuera de este estado de conversión significaría un paso
fuera de Dios y de su amor. Esto, aunque pensemos en
Dios, hablemos de él, lo anunciemos. Incluso la oración
dirigida a Dios se haría imposible, pues no hay verdadera
oración fuera de una continua conversión.
Fuera de la conversión estarnos fuera del Amor. En
este caso no le quedarían al hombre más que dos posi-
bilidades: la satisfacción de sí y la justicia propia, o una
profunda insatisfacción y la desesperación.
Fuera de la conversión no podemos estar en la presencia
del verdadero Dios, pues no estaríamos junto a Dios sino
junto a uno de nuestros numerosos ídolos. Además, sin
Dios, no podernos permanecer en la conversión, porque
no es nunca el fruto de buenas resoluciones o del esfuerzo.
Es el primer paso del amor, del Amor de Dios más que
del nuestro. Convertirse es ceder al dominio insistente de
17
A merced de su gracia
Dios, es abandonarse a la primera señal de amor que per-
cibimos como procedente de Él. Abandono en el sentido
de capitulación. Si capitulamos ante Dios, nos entregamos
a Él. Todas nuestras resistencias se funden ante el fuego
consumidor de su Palabra y ante su mirada; no nos queda
ya más que la oración del profeta Jeremías: "Haznos vol-
ver a ti, Yavé, y volveremos" (Lm 5,21; cf. Jr 31,18).

18
Nuestros idolos y Dios

Estar en estado de conversión es la condición indis-


pensable para llegar al Dios único y verdadero, el Dios de
Jesucristo. Si no, al pertenecer todavía a nuestros ídolos,
no sabríamos hablar con Dios. Es lo que quiere subrayar
san Juan en su primera carta. Su mensaje tiende ante todo
a enseñar cómo" amar a Dios y al que ha enviado, Jesucris-
to" Gn 17,3). Juan concluye así su carta:
"Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y
nos ha dado inteligencia para conocer al que es
Verdadero. Y nosotros permanecemos en el que
es Verdadero y con su hijo Jesucristo. Él es el Dios
verdadero y la vida eterna" (1 Jn 5,20).

La esposa infiel
Ya Pablo, en su primera carta a los tesalonicenses, había
felicitado a los creyentes porque les había sido dado aban-
donar a los ídolos para convertirse al Dios verdadero (cf.
1 Tes 1,9-10). En este pasaje, Pablo considera esta primera
etapa de la conversión, que comienza por el bautismo.
Juan se dirige a creyentes que habían recibido el bautismo
hacía largo tiempo. También a ellos los exhorta a cuidarse
de los ídolos; lo que no pueden hacer, dice, sin conocer al
Dios verdadero en Jesucristo. Guardarse de los ídolos y
confesar al Dios verdadero son constitutivos de la existencia
19
A merced de su gracia

del creyente. Éste está continuamente en el retomo de la


conversión, abandonando los ídolos para convertirse al
Dios único y verdadero.
Poco a poco se le hizo patente a Israel que no había más
que un solo Dios. En los textos más antiguos de la Biblia
aparece con evidencia que cada pueblo posee su Dios
propio. Israel tiene derecho a su Dios, como los demás
pueblos tienen el suyo. Con el tiempo, consiqeran que
esos otros dioses no son más que ídolos sin ningún alcan-
ce, y que el Dios de Israel es el Dios único y universal, un
Dios para todos, el Dios verdadero y siempre fiel, fuera
del cual no hay Dios: "Escucha Israel: Yavé nuestro Dios
es el único. Amarás a Yavé tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu fuerza" (Dt 6,4-5). Es un
Dios que supera tanto nuestros pequeños dioses, que no
podemos hacemos una imagen de él. No se puede conce-
bir ni fijar en formas ligadas al espacio. Pero existe para
Israel por su amor y por su fuerza: "Yo soy El que soy"
(Ex 3,14), su Nombre no puede emplearse en vano (cf. Ex
20,7), ni siquiera puede ser pronunciado. Tanto es así que
hoy ignoramos la manera exacta de pronunciarlo (la pro-
nunciación corriente de Yavé no es más que una modesta
hipótesis, no probada desde el punto de vista científico).
Es el Inexpresable y el Inefable, que no se puede experi-
mentar sino en el interior de la Alianza firmada con su
pueblo. Una Alianza eterna, que atravesará los siglos, y
en la que la fidelidad y la paciencia de Dios superarán
siempre la infidelidad de los hombres.
Sin embargo, Israel siempre tendrá la gran tentación de
apartarse de este Dios lejano e invisible, para volverse a
formas mucho más concretas del culto de las naciones cir-
cundantes. Durante siglos la conversión de Israel se juega
a este nivel, porque esa será su mayor tentación. ¿Va a
ser Israel fiel a la palabra dada a Yavé o -para emplear el
20
André Louf

rudo lenguaje de los profetas- va a prostituirse y correr


tras los !dolos? Israel tendrá continuamente necesidad de
los profetas para poner el dedo sobre esta llaga y atraer su
atención sobre el hecho de que cede de nuevo, a menudo
inconscientemente, a la tentación. El vaivén entre Yavé y
los ídolos es mucho más fácil que permanecer con firmeza
junto a un Dios aparentemente tan irreal, cuyas grandes
obras amenazan caer en el olvido. Además, los ritos de las
religiones naturales son mucho más atrayentes que la fe
desnuda en el Inaccesible.
Por eso la idolatría permanece siempre como una
corriente subterránea en el pueblo creyente. Idolatría de
la que Israel debe liberarse continuamente, pues existe el
gran peligro de que se aparte del verdadero Dios, y que
sea solicitado por los ídolos. De vez en cuando interviene
enérgicamente un profeta para levantarse entre los dos.
Así Ellas desafía a Yavé y a Baal en el monte Carmelo.
Pues era el tiempo de que Dios dijese claramente ante todo
el pueblo si era el Dios vivo y verdadero, o sólo un Dios
somnoliento, ausente o tal vez incluso muerto.
En la mayoría de los casos, antes que la situación se
volviese insostenible, Dios interviene personalmente. Él
mismo dibuja el marco de su intervención en nuestra vida.
De una u otra manei:a corresponde a la dinámica de toda
conversión, tal como la describió el profeta Oseas: "Por
eso yo cerraré su camino con espinos, lo cercaré con seto y
no encontrará más sus senderos; perseguirá a sus amantes
y no los alcanzará, los buscará y no los hallará. Entonces
dirá: "Voy a volver a mi primer marido, que entonces me
iba mejor que ahora" (Os 2,8-9). Voy a volver es la noción
veterotestamentaria que expresa la conversión, y que el
griego de los setenta traduce por metanoien. El relato sim-
bólico de la esposa infiel que vuelve sobre sus pasos para
encontrar' de nuevo a su primer marido expresa de manera
21
A merced de su gracia

precisa lo que la Biblia entiende por conversión: "Sucederá


aquel día -oráculo de Yavé- que ella me llamará 'Marido
Mío', y no me llamará más 'Baal mío'. Yo quitaré de su
boca los nombres de los Baales y no se mentarán más por
su nombre. Yo te desposaré conmigo para siempre, te
desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en
compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tu conoce-
rás a Yavé" (Os 2,18-19.21-22).
Después de los numerosos profetas del Antiguo Tes-
tamento, Jesús, el mayor de entre ellos, interviene tam-
bién para librar a su pueblo prisionero del ritualismo. La
dificultad era doble. En primer lugar, venía para traer
la Buena Nueva definitiva, para la que el judío medio
no estaba preparado. Además, su revelación t~nía lugar
en un momento de la historia en la que al menos una
parte del Pueblo de Dios no esperaba esta intervención.
Jesús debería revelar el misterio más profundo de Dios:
el Amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Quería
también revelar la liberación definitiva y final del Pue-
blo de Dios y realizarla por su vida y su muerte frente
a la clase dirigente del pueblo que, por su suficiencia,
permanecía cerrada a Dios y parecía haber perdido toda
esperanza del cumplimiento de las promesas. Se jactaban
de sus títulos históricos: ''Somos hijos de Abraham" 0n
8,39) y de su eminente conocimiento de la Torah: "Esa
gente que no conoce la Ley" 0n 7,49), lo que les valió una
mordaz respuesta de Jesús: "de estas piedras puede sacar
Dios hijos para Abraham" (Le 3,8), lo que es igual que
decir: _n o importan los derechos o los títulos que se crean
tener sobre el amor de Dios, sino el amor mismo de Dios.
Sólo la gracia importa. De hecho, el mensaje de Jesús era
muy sencillo; era la continuación de lo que los profetas
habían anunciado antes que él. Sin embargo, Jesús teiúa
que morir a causa de este mensaje. Porque al Yavé de los
22
André Louf

judíos de su tiempo, al que honraban con un culto casi


fantástico, lo habían convertido hasta tal punto en un
falso dios, que eran totalmente incapaces de reconocerlo
en Jesús y en su Padre.
Incluso la joven Iglesia de Jesús deberá luchar contra
esta tentación. Apenas el cristianismo había echado rafees
en los corazones y la Buena Nueva apenas empezaba a
dar fruto, y ya surgía la tentación de desviarse hacia toda
clase de idolatrías. San Pablo tuvo que luchar contra ellas,
poner continuamente a sus fieles en guardia contra una
interpretación demasiado legalista de la Torah y expli-
carles por qué la Ley no puede traerles la salvaciórt. Las
razones que da expresan su profunda convicción, y sin
duda también su experiencia personal "para que la gracia
sea gracia" (Rom 4,16; 11,6). Incluso entre los recién bau-
tizados, convertidos del paganismo, aparece el peligro de
una vuelta al culto religioso que acaban de abandonar por
amor a Jesús. Se han convertido a Jesús, pero el antiguo
culto permanece como una ilusión seductora en un sub-
consciente religioso. Pablo aparece irritado y con un tono
ligeramente conmovido intenta explicarles cómo, de esta
manera, reniegan del verdadero Dios que están empezan-
do a conocer:
"Antes, cuando no conocían a Dios, veneraban
a los que realmente no son dioses. Ahora que
reconocen a Dios, mejor, que Él los reconoce,
¿por qué se vuelven de nuevo a esos débiles e
indigentes poderes?, ¿por qué quieren otra vez
volver a venerarlos?¡ Respetar ciertos dias, meses,
estaciones y años! Francamente me temo haber
trabajado inútilmente por ustedes" (Gál 4,8-11 ).
"Ustedes iban tan bien: ¿quién les cortó el paso
para que no siguieran la verdad?" (Gál 5,7).
23
A merced de su gracia

¿Y los falsos dioses de hoy?

Pablo no bromea; habla con seriedad. Debemos


preguntarnos si esa exhortación se nos puede aplicar a
nosotros, todavía hoy. Tal vez pensamos que al menos
en nuestro país, veinte siglos ininterrumpidos de cris-
tianismo nos han apartado definitivamente el peligro
de la idolatría. Pero hay distintas clases de ídolos, y
los más peligrosos no son los que nosotros construimos
con nuestras manos, sino los que llevamos inconsciente-
mente en nuestro corazón. ¿Acaso no existe todavía hoy
una piedad que tiene muy poco que ver con la acción
del Espíritu en nosotros? Una religiosidad más o menos
natural o innata que, por eso mismo, no facilita el reco-
nocimiento del verdadero Dios en Jesús. También noso-
tros nos podemos desviar, a veces imperceptiblemente,
hacia prácticas o posiciones que no tienen nada que ver
con la Buena Nueva de Jesús, y sobre las cuales actúa
muy poco la gracia, e incluso, por el contrario, tal vez
paralizan la gracia en nuestro corazón. Esta tendencia
a la idolatría, tan pertinaz entre los judíos del Antiguo
Testamento, también aparece entre nosotros. Es como
una enfermedad de la que llevamos el microbio muy
activo, aunque invisible y poco conocido, pero que de
pronto, cuando menos lo esperamos, puede actuar sobre
la Palabra de Dios en nosotros.
Todos llevamos en nosotros mismos gérmenes de cul-
tos naturales, de observancias legalistas, de ritualismos.
La mayoría de los hombres experimentan un sentimiento
vago y universal de Dios. Existe un Dios panteísta, como
existe un Dios romántico. Hay también un Dios para
los fariseos -ese Dios al que Jesús se opuso tan sin pie-
dad- gracias al cual podemos poner toda nuestra certeza
y confianza en nosotros mismos y nuestras obras.
24
André Louf

Este Dios nos cierra el camino y nos impide ver al


verdadero Dios y descansar sólo en él. Incluso lo mejor
puede deformarse. Todo puede ponerse al servicio de
nuestros ídolos domésticos. Hasta la gracia puede des-
viarse de manera sutil para ser ofrecida -al mismo tiempo
que se reduce a nada- a nuestro ídolo. Incluso la Palabra
de Dios puede ser perjudicada; Pablo se atreve a escribir
que a veces es falsificada (2 Cor 4,2). La Palabra puede
convertirse en una escapatoria, un pretexto para abste-
nemos de un compromiso con Dios. Podemos manejar
y manipular la Palabra de Dios con tanta facilidad que
puede convertirse en un muro fortificado a través del cual
la gracia no puede abrirse camino. Ser consciente de este
peligro es bueno: en este terreno las ilusiones son frecuen-
tes. La virtud, la generosidad, los deseos de perfección o
de santidad, la liturgia, las técnicas de oración, inch¡.so lo
que consideramos nuestra oración más íntima, incluidos
los principios sacrosantos de la moral, pueden convertirse
en una manera de huir de Dios, en un esfuerzo desespe-
rado para no escuchar su voz, para ocultamos lejos de su
Rostro y de lo que él nos quiere decir. Lo que hacemos
por los demás y por la Iglesia de Jesús también puede
convertirse en una especie de expediente, muy alejado de
nuestro yo más profundo, muy alejado también de Dios y
de su voz en nuestro corazón. Hasta el ejercicio teológico,
moderno o clásico, puede ser una huida que nos arrastra
a un mundo irreal de ideas y de conceptos de los que no
brota una vida verdadera.
"¿Eres teólogo?";preguntó un monje del Monte Athos
a un monje de Occidente que se presentó a él como tal.
Y añadió: "Un santo es una verdadera flor. Pero un teó-
logo, comparado con un santo, no es más que una flor
artificial. Imita el color, pero no derrama perfume y no
dará ningún fruto".
25
A merced de su gracia

Reconozcamos honradamente que todos corremos


este peligro. E incluso más: que hemos cedido a veces a
la ilusión, quemando de vez en cuando algunos granos
de incienso ante nuestro ídolo. Y sin embargo, también
esto es una gracia, y para algunos de nosotros, la primera
gracia que nos toca inevitablemente: poco a poco caemos
en la cuenta de que durante largas etapas de nuestra vida,
hemos vivido con esa ilusión, apartados de la gracia y por
tanto también de Dios, mientras inmolábamos numerosos
sacrificios a nuestro ídolo doméstico.
Sin embargo, esto no tiene nada de trágico. En primer
lugar porque sucede corrientemente, tan corrientemente
que se puede decir que para la mayor parte de la gente,
esta ilusión constituye una etapa normal. Además, Dios lo
permite así; lo admite provisionalmente y esta provisiona-
lidad puede durar cierto tiempo. Por, otra parte, no llama-
ríamos ídolo a lo que no tuviese nada que ver con Dios ni
fuese su reflejo o su huella aquí abajo, lo que nos puede
llevar a un mal camino, pero eventualmente también al
bueno. Desde hace siglos, Dios está incansablemente ocu-
pado en mostrarnos el camino hacia él en su creación. Lo
hacía ya con los paganos en el pasado y lo hace también
ahora con el pagano de nuestros días y hasta con el paga-
no que se oculta detrás de nosotros bajo la capa de la fe.

Maldecir a Dios
Dios nos sorprende con una paciencia que nos des-
arma, permitiendo que ese estado dure años, hasta que
interviene en nuestra vida irrumpiendo en ella para des-
tronar de un solo golpe todos los ídolos y hacerlos peda-
zos. Es lo mejor que nos puede ocurrir. Es también lo peor.
Los comienzos son duros: tentación penosa y desamparo.
Cuanto menos conscientes éramos de sacrificar a nuestro
26
André Louf

ídolo, más aflora la peor de las blasfemias que jamás haya


surgido en nuestro corazón: Dios no existe, Dios ha muer-
to, Dios era una ilusión. Efectivamente: este Dios a quien,
durante tantos años, hemos quemado incienso, ese Dios
no existe. No ha existido nunca; sólo en la imaginación.
Ese Dios ha muerto. Y mientras no muera, habrá que vigi-
lar para hacerlo morir algún día, permitiéndonos estable-
cer contacto con el único Dios verdadero y estar atentos a
Él. Yo mismo había modelado y edificado este ídolo. No
era más que "obra de mis manos" como dice la Biblia (Cf.
por ejemplo Is 40,19-20), una placa de oro, un fragmento
de piedra, un conjunto de ritos. Todo esto era el reflejo
de buenas intenciones, sin duda, pero cuando se trata de
disponerse a la gracia para descubrir al Dios vivo y verda-
dero, no es suficiente.
Una vida de fe, comprometida con el Reino de Jesús,
puede inconscientemente estar acompañada de idolatría
y, sin saberlo, no ser más que obra de nuestras manos.
Meél.imos esta vida por el ideal que nos hemos fijado, o
que nos imponemos a nosotros mismos y a los demás,
por el cual estamos dispuestos a gastarnos, proyectando
continuamente realizar lo mejor. El estudio atento de
las Plegarias universales de la liturgia actual, sobre todo
cuando son espontáneas, ofrecen muchos ejemplos de esta
forma sutil de idolatría, sin excluir el culto de sí mismo...
De vez en cuando tenemos la impresión de que este ideal
es demasiado elevado para nosotros, y que termina por
escapársenos. ¡Graci:as a Dios! Se nos escapa y se nos
debe escapar. No nos pertenece imponem.os al verdadero
Dios. Dios no está a nuestro alcance. Que se nos escape
la virtud, y Dios con ella, es una señal llena de esperanza
que nos hace presentir que hay algo más allá de este ídolo
que perseguimos ciegamente. La pena que se sigue y la
impresión constante de fracaso que nos aplana constituyen
27
A merced de su gracia

la pequeña fisura, apenas visible, a través de la cual la


gracia trata de deslizarse en nosotros. Pobres de nosotros,
si tratamos de taponar esta fisura para probarnos a noso-
tros mismos y a Dios por enésima vez, creyendo que nos
queda todavía una posibilidad de acertar, a condición, es
verdad, de obrar todavía mejor, lo mejor posible... Hasta
que la barca haga agua de nuevo y una nueva fisura dé
otra posibilidad a Dios y a su gracia.
El paso del ídolo al verdadero Dios crea siempre cierto
malestar, en el que estamos expuestos a la penosa tenta-
ción de creer que Dios tal vez haya muerto o, si existe, que
no es Dios, sino un tirano espantoso. Nos encontraremos
así acorralados en el sacrilegio y en la blasfemia. Pero, cosa
maravillosa, esto es el meollo de la Biblia. En algunos de
sus libros, la blasfemia está muy presente. Lo mismo que
la Biblia conoce la idolatría, también conoce la tentación
de la rebelión contra Dios: la blasfemia y el sacrilegio. El
Libro de Job es el ejemplo más llamativo. Vibra y explota
en blasfemias. Por tanto, podemos concluir que las .blasfe-
mias no son del todo extraftas a Dios. Si aparecen en nues-
tras vidas, tienen de una manera o de otra, alguna relación
con el Espíritu Santo que ha inspirado la Biblia. Tal vez la
blasfemia es un primer medio muy imperfecto, o más bien
un medio a contrapelo, de decir algo que se acerque un
poco a la verdad de Dios.
Job no era capaz de reconocer a Dios en la tentación
que lo asaltaba, porque entre Job y Dios había un muro, el
muro de la buena teología de su tiempo. Job pensaba que
siendo justo, deberían ahorrársele todas las pruebas pues
esa era la imagen que se hadan de Dios en esa época: Dios
sólo castiga a los pecadores. En cambio a los justos los
recompensa con la prosperidad. Una visión muy estrecha
de Dios, es verdad, que tenía más que ver con la idolatría
que con el Dios de Israel qu e, un día, someterla a prueba a
28
André Louf

su propio Hijo. Por eso Job está totalmente desorientado.


Protesta ante Dios y trata de probarle su inocencia.
Ni su mujer ni sus amigos le sirven de ninguna ayuda,
porque también están petrificados en los manuales de
teología de su tiempo. Se desvelan en probarle que Dios
es justo, de acuerdo con la justicia más convencional de la
época. "Dios te castiga", dicen a Job. "Se preocupa de ti, y si
le parece bien tratarte así, es señal de que lo necesitas. Dios
quiere convertirte y corregirte. Si reconoces sencillamente
que eres un pecador, te serán devueltos todos tus bienes".
El Dios del que hablan es un Dios muy aceptable, sin para-
doja. Es el Dios de un sistema, a la medida humana, fácil
de consolar y de aplacar, pero también fácil de embaucar
y engañar. Es un Dios al que podemos poner de nuestra
parte y hacérnoslo favorable. Es también el Dios gracias al
cual Job puede colocar a sus amigos teólogos en su puesto,
como ellos lo hacen con él, y atribuirse el primer premio.
Es el Dios que neces~amos para ser dignos de admiración.
El Dios de los aplausos con el que siempre podemos con-
tar. A condición, es verdad, de que hagamos bien todo lo
posible, lo mejor que podamos.
Las blasfemias de Job están totalmente emparentadas
con el Dios ha muerto, que encontramos a menudo en la
literatura e incluso en la teología de hace veinte años. Jean-
Paul Sartre, por ejemplo, lo mismo que Job, era un eterno
rebelde contra Dios. De vez en cuando expone su punto de
vista amargo y no siempre falso sobre ciertas deformacio-
nes de la figura cristiana de Dios. Por otra parte, siempre
es más fácil rastrear al ídolo que al verdadero Dios. Sartre
tiene una frase asesina, en Las Palabras, que es su autobio-
grafía, para definir la actitud religiosa de su abuelo: "Mi
abuelo era demasiado buen comediante como para no
tener necesidad de un Gran Espectador, al que llamaba
Dios" . El ídolo de Job es de la misma especie. Job necesita
29
A merced de su gracia

un Dios que lo apruebe y lo felicite, que lo aplauda por el


bien que hace. Si Dios le falla, Job lo acusa y lo amenaza
con un proceso público:
"¿He caminado con el engaño~ han corrido
mis pies tras la mentira? Que me pese Dios en
balanza sin trampa y comprobará mi honradez.
¡Ojalá hubiera quien me escuchara! ¡Aquí está mi
firma! Que responda el Todopoderoso, que mirival
escriba su alegato: lo llevaría al hombro o ·me
lo pondría como corona; le daría cuenta de mis
pasos y avanzaría hacia él como un príncipe" (Jb
31,5-6.35-40).

La respuesta de Dios está llena de una ironía agria y


mordaz:
"Si eres hombre, muéstrame tu valentía, voy a
interrogarte y tú responderás. ¿Te atreves a decir
que soy injusto o a condenarme para salir tú ab-
suelto? Si tienes un brazo como el de Dios tu voz
atruena como la suya, vístete de gloria y majes-
tad, Cúbrete de grandeza y esplendor. Entonces yo
también pronunciaré tu alabanza: Tu brazo te ha
dado la victoria" (Jb 40,7-10.14).

Estas palabras de Dios son perfectamente verdaderas,


porque en definitiva Job querría ser su propio salvador.
¿Acaso Job tiene necesidad de Dios, si su mano derecha
puede salvarlo? Inconscientemente, Job querría ser su pro-
pio redentor y por tanto su propio Dios, con sólo un peque-
ño ídolo doméstico a su servido. Dios puede estar muy
contento si cuenta todavía con él. Pero cuando Dios vivo y
verdadero se revela, tiene que ver con esta actitud incons-
ciente de Job, y con el ídolo que sólo él puede romper. Por
30
André Louf

eso Dios insiste tanto. Job mismo dice que Dios interviene
de manera desconcertante, que lo asalta. Grita su queja:
"Vivía yo tranquilo cuando me destrozó, me
agarró por la nuca y me descuartizó, hizo de mí
su blanco; de todos lados me dispara, me atra-
vesó los riñones sin piedad y derramó por tierra
mi hiel. Me abrió herida tras herida y me asaltó
como un guerrero. Sepan que es Dios el que me
ha trastornado envolviéndome en sus redes. Él
me ha cerrado el camino y no tengo salida, ha
llenado de tinieblas mi sendero. Ha demolido mis
muros y tengo que marcharme, ha sacado de raíz
mi esperanza como un árbol. Llegan en masa sus
escuadrones, se abrieron camino hasta mí y han
acampado cercando mi tienda" (Jb 16, 12-14;
19,5-8, 10-12).

Las posibilidades de Dios


¿Cómo reacciona Job y cómo reaccionamos nosotros
ante el desafío de Qios? Nos da tanta pena abandonar
nuestro ídolo para convertirnos al verdadero Dios, que no
hay más que dos salidas posibles: negar a Dios o negamos
a nosotros mismos. La blasfemia o el suicidio. O "Dios
ha muerto" o "si no hubiera nacido" . Tal es nuestro des-
concierto cuando se rompe nuestro ídolo y tan grande es
nuestra vulnerabilidad ante el verdadero Dios, que nos
parece más fácil negarlo a él que negamos a nosotros mis-
mos -si Dios existe, vale más que desaparezcamos noso-
tros- o arriesgamos a un verdadero encuentro con él.
"Entonces Job abrió la boca y maldijo su día
diciendo: i Desaparezca el día en que nací, y la

31
A merced de su gracia

noche en que se dijo: Han concebido un varón!


Que ese día se vuelva tinieblas, que Dios desde lo
alto se desentienda de él, que sobre él no brille la
luz" (Jb 3, 1-4).

Job tiende hacia la muerte y lo reconoce. La busca como


otros buscan una fuente de agua viva. Que Dios le reduzca
a la nada, que le extermine:
"Sería un consuelo para mí: aun torturado sin
piedad, saltaría de gozo, por no haber renegado de
las palabras del Santo" (Jb 6, 1O).

Esta unión de pena y alegría en Job puede comprender-


se muy bien. Si Dios atentase co11-tra la vida de Jób, se haría
culpable y daría prueba de su error. Por su múerte inocen-
te cuya responsabilidad sólo sería de Dios, Job se vengaría
de Dios y quedaría como el más grande y el mejor.
Hablábamos hace un momento de la literatura moder-
na. Las blasfemias de Job hacen pensar en Jean-Paul Sar-
tre, aunque no fuera creyente como Job. Sartre no es cre-
yente y quiere justificarlo. Pero sin que se dé cuenta, sus
esfuerzos lo acorralan en el dilema en que Job está ence-
rrado. El Dios que rechaza Sartre es también un ídolo, un
dios que debería aplaudir al que hace el bien y castigar el
mal. Un dios que probaría que no existe si Sartre pudiera
probar que el hecho de ser bueno o malo no tiene ninguna
importancia, porque el bien y el mal, según Sartre, serían
nociones contradictorias.
Sartre, trata de probarlo en la obra El diablo y el buen
Dios, donde presenta a un caballero de la Edad Media lla-
mado Goetz que es no creyente y, para probarlo, decide no
hacer más que el mal. Con gran sorpresa suya no lo consi-
gue. Porque por más que trata de hacer el mal, mejores son
32
André Louf

los efectos. Decide ir más lejos en el camino de la rebelión


contra Dios. Toma la resolución de no hacer más que el
bien y convertirse en un santo. Pero también el efecto es
contrario, pues todo el bien que hace da malos resultados.
De esta manera, Goetz se figura haber probado que el bien
y el mal no existen y, por tanto, que no hay Dios. Goetz
termina gritando a un sacerdote:
"El cielo ignora hasta su nombre. Me pregun-
taba cada minuto lo que era a los ojos de Dios.
Ahora conozco la respuesta : nada. Dios no me
ve, Dios no me escucha, Dios no me conoce. Dios
es ese agujero en la tierra que está mirando. El
silencio es Dios, la ausencia es Dios. Dios es la
soledad de los hombres. No hay más que yo. Sólo
yo he decidido sobre el mal. Sólo yo he inventado
el bien. Soy yo el que ha hecho trampas, yo el que
ha hecho milagros. Si Dios existe, el hombre es
nada. Si el hombre existe..."

Sartre se detiene aquí. De su pluma no salió: Dios es


nada. Y con razón. El que lea esta página como lee las blas-
femias de Job en la Biblia, adivinará la confesión de Dios
más conmovedora que la literatura de nuestro siglo haya
producido Tras la expresión de esta teología tan negativa
se esconde una evidente experiencia de Dios.
Como reconoce en su biografia, sólo una vez Sartre
habría encontrado a Dios, pero estima que este breve
encuentro bastó para apartarle para siempre a Dios. Fue
con ocasión de un incidente que ocurrió mientras era
todavía niño; estaba jugando con cerillas en el cuarto de
baño de sus padres. El fuego prendió una alfombra y en
un instante le pareció que el cuarto de baño iba a arder. En
su angustia tuvo la intuición de que Dios lo miraba:
33
A merced de su gracia

"De pronto, Dios me vio. Sentí su mirada en el


interior de mi cabeza y de mis manos. Me movía
de aquí para allá, horriblemente visible, converti-
do en un blanco vivo".

Sartre estima que en ese momento dijo no a Dios, y 11

Dios no me volvió a mirar nunca jamás".


La mirada de Dios se le hizo entonces insoportable,
como para Job que, mucho antes que Sartre, hacía repro-
ches a Dios:
"¿Qué es el hombre para que le des impor-
tancia, para que te ocupes de él? ¿Por qué no
me perdonas mi delito y alejas mi culpa? Si muy
pronto me acostaré en el polvo, me buscarás y ya
no existiré" (Jb 7, 17.21).

Lo mismo que Sartre se creía el blanco vivo de Dios, así


también Job acusa a Dios de hacer de él el blanco de su
acción desconcertante. Dios es un monstruo a sus ojos, un
guardián inhumano. Esta última palabra es tal vez la blas-
femia más horrible que Job haya podido inventar. Tergi-
versa las mismas palabras de Dios, para dispararlas luego
contra Él. Porque en la Biblia a Dios se lo llama Noser
Israel, el guardián de Israel, el que con una mirada atenta
y paternal observa a su pueblo. Job no puede soportar esa
mirada de amor. Sin que pueda explicarlo, esa mirada lo
hiere de muerte.

El Dios conocido de oídas


Esta mirada es también la que puede restablecer a Job y
finalmente curarlo. Después de interminables blasfemias,
el libro de Job termina con un desenlace liberador. A tra-
34
André Louf

vés del extravío y de la desesperación, Job ha aprendido


algo. Ha podido adivinar el verdadero rostro de Dios:
"Job respondió al Señor: Es cierto, hablé de
cosas que no entendía, de maravillas superan mi
comprensión. Tú has dicho: Escúchame, que voy
a hablar, voy a interrogarte y tú responderás. Te
conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos"
(Jb 42, 1-6).

El libro de Job no dice cómo Job llegó a esa conclusión,


pero estas pocas palabras bastan para adivinarlo. job no
conocía al verdadero Dios. No esperaba más que un ídolo
doméstico, modelado por él mismo, a su medida y según
sus gustos, obra de sus propias manos. No conocía más
que al Dios severo o al Dios indulgente. Y de pronto, en
el centro de la prueba a la que su ídolo no puede apor-
tar solución, se encuentra con el verdadero Dios que es
fuego consumidor. Esto dura semanas, meses y exige
interminables discusiones con sus amigos, antes de que
sea capaz de reconocer a Dios y de sostener por fin su
mirada de amor. Porque la mirada de Dios es muy dife-
rente de lo que él esperaba. Es una mirada que ni aprueba
ni condena. Deja a Job toda su libertad. Esa mirada es una
mirada de amor, y cte amor infinito. Dios permanece siem-
pre cerca de Job, en la mala como en la buena fortuna, en
la enfermedad como en la muerte. Dios no tiene medida
humana. No responde a los deseos de Job, ni a sus temo-
res. Dios escucha a Job y lo toma tal como es. No escucha
solamente sus buenas intenciones y sus deseos. Escucha
también sus blasfemias, sus gritos sacrílegos, su desespe-
ración. Escucha con atención y amor. Dios comprende esta
desesperación, mucho más fácilmente que la seguridad
primera de Job. Ahora los ojos de Job pueden abrirse. Sólo
la desesperación podía enseñar a Job algo sobre Dios.

35
A merced de su gracia

Tampoco nosotros conocemos a Dios más que de


oídas, a veces incluso durante muchos años. En la prueba
también reaccionamos como Job. El verdadero Dios viene
a quebrar algo en nosotros y tratamos de defendemos.
Dios quiere romper nuestros ídolos. Hay en nosotros una
seguridad a la que estamos prontos a agarrarnos hasta la
desesperación, y contra la cual Dios no encuentra reme-
dio. Su objetivo es quitarnos esta seguridad; esto duele
y quedamos tan decepcionados de Dios, que preferimos
maldecirlo y blasfemar; incluso llegamos a veces a dudar
de su existencia. Querríamos vengamos de Dios. Esto no
es grave. Pues incluso en nuestras más amargas blasfe-
mias seguimos gritando nuestra fe. En cada blasfemia se
oculta la verdadera figura de Dios, aunque se presente al
revés. Es Dios mismo quien nos toma de la mano, para
desposeernos de aquello que conocemos mejor y a lo que
estamos apegados en cuerpo y alma: el pequeño ídolo
doméstico que llevamos con nosotros desde hace años y
al que ofrecemos el mismo culto que al verdadero Dios.
Estamos al pie del muro: como Sartre, como Job, nos
hemos convertido en el blanco vivo que Dios quiere romper
para volver a construir otra cosa. Porque es él "el que hiere
y venda la herida" (Jb 5,18). Tendremos que aceptarlo con
una tranquila confianza y un humilde abandono. Tendre-
mos que esperar con una alegría secreta pero profunda:
poco a poco Dios nos abre los ojos. Su mirada libera la
nuestra. Hasta ahora, no lo habíamos conocido más que
de oídas. Pronto, muy pronto, lo veremos con nuestros
propios ojos.

36
E1 poder de 1a fe

Los lectores de este libro serán en su mayoría creyentes,


lo que en nuestro vocabulario quiere decir: personas ligadas
a la fe cristiana. Las palabras fe y creyente nos parecen tan
claras que no nos plantean preguntas. Lo mismo sucede con
bastantes palabras del vocabulario religioso corriente. Con
ello se corre el peligro de que, al cabo de un cierto tiempo,
dejen de usarse matices fundamentales o que acepciones
secundarias jueguen un papel mucho más importante que
en el origen. Por eso es bueno someter de vez en cuando
nuestro vocabulario habitual a un examen crítico.

¿Cómo hablar de la fe?


En lo que toca a la palabra fe una primera dificultad
surge del empleo de dos adjetivos derivados: creyente
e increyente. Los emplearnos comúnmente para indicar
dos grupos sociales bien definidos. En todas partes se
encuentran creyentes y no creyentes. La mayoría de la
gente no vacila en decir a qué grupo pertenece. Es un
poco corno una profesión, una nacionalidad o un estado
civil. Casi se podría cm;1Signar en el carnet de identidad
o en la declaración de la renta, como ocurre de hecho en
algunos países.
Mencionemos algunas expresiones derivadas de la
palabra fe que podrían llevarnos a error: creíble y crédulo.
Decirnos que algo es creíble cuando parece razonable. Sin
37
A merced de su gracia

quererlo, insinuamos así que la fe tiene algo que ver con


una verosimilitud objetiva. Una cosa no creíble es por
tanto inverosímil. La misma ambigüedad lleva consigo
el uso de crédulo e incrédulo. Un Tomás incrédulo es uno
que, según nosotros, concede demasiada importancia a las
normas de la verosimilitud, a quien no se le puede hacer
creer, mientras que por el contrario, una persona crédula
es quien no da a eso más que muy poca importancia, y
que roza la ingenuidad. La misma raíz creer se emplea así
en contextos que tienen poco que ver con la fe de la que
habla el Evangelio.
Cuando hablamos de la fe, pensamos espontáneamente
en las verdades de la fe. Esta asociación orienta el concep-
to de la fe en una dirección intelectualista y en parte la
cierra. El que habla de verdades de fe piensa inmediata-
mente en un manual de teología o de catequesis, en donde
la Palabra de Dios se expone de manera didáctica. Esta
expresión didáctica de la fe tiene mucha importancia y es
deseable que se haga con gran esmero. Pero es también
muy importante acentuar la diferencia fundamental entre
la fe y un manual, incluso realizado de manera ejemplar.
Puedo saber mucho del tema de la fe, y también compartir
mucho este conocimiento con los demás, sin dar nunca el
paso decisivo de la fe que implica siempre un abandono
existencial en Jesús.
La dificultad puede venir en parte del hecho de que,
según el uso actual de la Iglesia, la mayoría de nosotros
hemos sido bautizados en nuestra primera juventud y
por ello hemos recibido la fe desde nuestra infancia. Con-
fesamos que, en el bautismo, hemos recibido el don de la
fe. Por eso creemos que desde nuestro bautismo pertene-
cemos a la categoría de creyentes de una vez para siem-
pre. Esto es sólo en cierta medida. Sin querer cuestionar
los usos actuales de la Iglesia, hay que hacer notar que
38
André Louf

la fe recibida en el bautismo no constituye más que un


comienzo. En modo alguno puede dispensarnos de un
encuentro personal con Jesús. Cuando fuimos bautizados
de niños, fue gracias a la fe de la Iglesia representada
por nuestros padres y padrinos que se comprometieron
a sostener la fe que se daba, pero que era todavía ip.cons-
ciente en el niño o ahijado, y a acompañar su desarrollo
hasta un verdadero encuentro de fe con Jesús. Sin este
compromiso de los padres, del padrino y la madrina, la
Iglesia no permitiría nunca conceder el bautismo a niños
de poca edad porque, sin catequesis, la fe del recién
bautizado continuará dormida indefinidamente en su
corazón y terminará por extinguirse.
Se puede uno preguntar si esta fe inconsciente no
duerme durante largo tiempo en muchos cristianos, por-
que nadie los ha ayudado a desarrollar la gracia recibida
o porque la ayuda era tan extraña a la gracia que los
frutos apenas eran visibles. En muchos casos, no se ha
hecho más que añadir a esta fe inconsciente un sistema
de verdades puramente intelectual, mientras que en el
plano de acción concreta se han añadido algunos princi-
pios de saber-vivir cristiano, llamados moral. Pero muy
raramente se ha enseñado cómo ajustarse concretamente
a esta fe recibida, cómo estar atento a la vida de la gra-
cia y cómo vivir y amar según esta vida. Por eso cuando
llegue el tiempo de transmitir esta fe a los más jóvenes,
seremos totalmente incapaces.
El que no ha descubierto nunca el camino de la gracia
en él porque no se lo han enseñado nunca, no podrá tam-
poco nunca enseñarlo a sus propios hijos; se contentará
con transmitir un conjunto más o menos correcto de ver-
dades sobre la fe, al mismo tiempo que se esforzará por
dar ejemplo de una vida leal e irreprochable en la que la
gracia tiene muy poca parte.
39
A merced de su gracia

El asombro de Jesús
La fe no es cosa fácil, ni puede convertirse en pretexto
para evasivas. No es tampoco un camino rápido; son nece-
sarios tiempo y paciencia: "Creo, Señor, pero ayuda mi
incredulidad" (Mt 9,23). Para comprender mejor la fe, es
bueno volver al evangelio, y más especialmente a la perí-
copa en la que Jesús alaba la fe de alguien como no lo hace
en ninguna otra parte. Se trata de la fe de un centurión
romano que asombra tanto a Jesús que llega a decir que no
ha encontrado nunca una fe igual ni siquiera en Israel (Mt
8,10). En los sinópticos no hay más que dos circunstancias
en las que Jesús muestra cierta admiración: se sorprende
de la fe del centurión y de la falta de fe sus compatriotas
de Nazaret. Marcos lo dice explícitamente: "Se extrañó de
su falta de fe" (Me 6,6). Y añade que no pudo hacer allí
ningún milagro.
Detengámonos un momento ante ese público que no
cree en Jesús. Su falta de fe es extraña. Se trata de compa-
triotas, gente de Nazaret, tal vez vecinos de Jesús y por
lo tanto de gente que lo conocía desde hacía años. Eran
muy cercanos a Jesús. Posición excepcional, tal vez pen-
semos, para conocerlo y sondearlo. Quizás nos sintamos
a veces movidos a pensar que la fe hubiera sido más fácil
si también nosotros hubiéramos sido contemporáneos y
compatriotas de Jesús. El evangelio sugiere precisamente
lo contrario. Y Jesús subraya además como si fuese lógico:
"A un profeta sólo lo desprecian en su patria, entre sus
parientes y en su casa" (Me 6,4). Cuanto más cercano a
Jesús, humanamente hablando, más difícil creer en él.
Aun más extraño es pensar que los habitantes de Naza-
ret que encuentra Jesús el sábado en su sinagoga son los
judíos más creyentes de la época. No sólo conocen la Ley,
40
André Louf

sino que además frecuentan la sinagoga, prueba de que


son creyentes fervorosos. Aunque creen en la Palabra de
Dios, no llegan a creer en Jesús. Al contrario se escanda-
lizan ante sus palabras, lo que prueba que pertenecen a
la categoría que podríamos llamar de los "devotos". El
que no hubiera estado pronto a sacrificar todo por su
religión no se hubiera escandalizado ante las palabras de
Jesús. Hubiera sonreído o se hubiera alzado de hombros,
pero no se hubiera escandalizado ni mucho menos habría
intervenido. Sin duda alguna se trataba de gente fervorosa
y profundamente religiosa. Sin embargo, no reconocieron
a Jesús, ni confiaron en sus palabras, ni creyeron en sus
milagros. Algo los tiene bloqueados y son incapaces de
abrir el cerrojo. Parece incluso que cuanto más cerca están
de Jesús, más lealmente confiesan su religión y cumplen
generosamente las prescripciones, más difícil les resulta
entregarse a las palabras y a la persona de Jesús con la fe
que les pide. De hecho, a lo largo del evangelio, son los
menos recomendables, publicanos, pecadores o extran-
jeros, los que en este terreno van con mucho, muy por
delante de judíos creyentes y piadosos.
El centurión, cuya fe admira tanto Jesús, es precisa-
mente una de estas figuras. No sólo es no creyente y
extranjero, sino que además no es un extranjero neutro
sino oficial del ejército ocupante, por lo tanto, un ene-
migo. Sin embargo, parece que tiene una cierta simpatía
por lo judío. Bajo el uniforme conservaba un corazón de
oro; uno de los evangelistas señala incluso que habría
hecho construir una sinagoga (Le 7,5). Pero no es un
judío creyente. Sin embargo, parece que está dispuesto
a dar su corazón y su confianza a Jesús. Ha recibido esa
fe rara que Jesús deseaba tan ardientemente. Estudiando
más de cerca este episodio, se nos revelará algo de la fe
del centurión.
41
A merced de su gracia

Lo que llama la atención en primer lugar en este


hombre es la conciencia de su pequeñez. Es cierto que el
centurión se encuentra en una situación penosa y tiene
necesidad de ser ayudado: tiende la mano hacia Jesús;
un criado al que ama mucho está enfermo. Hubiera
podido actuar de manera distinta. Como oficial superior
del ejército de ocupac.::ión, hubiera podido -reivindicar de
otra manera la ayuda de este taumaturgo. ¿Por qué no
hacer valer su autoridad y exigir una intervención? Pero
se pone en camino todo un día de viaje para encontrar a
Jesús. Además, siente que no tiene el menor derecho sobre
Jesús, que ni siquiera puede exigir su visita. No es más que
un profano. Cuando Jesús le anuncia, como cosa lógica,
que tiene intención de-desplazarse para curar a su criado,
su reacción espontánea es: "Señor, yo no soy digno". Es un
incircunciso, un no creyente, y aunque ha hecho cons~uir
una sinagoga, no forma parte del pueblo elegido. Se pone
en el último lugar, en el atrio y confiesa su pequeñez ante
Jesús: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa".
El segundo elemento que llama la atención en la acti-
tud del centurión es su confianza ilimitada en Jesús. ¡Hay
tantos judíos que tienen Por el contrario, él cree
firmemente que Jesús puede curar y curará de hecho. Una
convicción tan firme sólo es posible porque presiente que
existe un lazo personal entre Jesús y él. Ha comprendido
que Jesús iba a hacer esto por él. Es mucho más que creer
en el poder de curación de Jesús o en el mensaje que trae.
Creer que Jesús lo hará, porque está bien dispuesto para
con él, muestra que su corazón se ha abierto a Jesús. Se
trata de un comienzo de amistad. Esa confianza le impacta
a Jesús. Le es cada vez más difícil rehusar su intervención,
porque se le acaba de dirigir una llamada personal.
Finalmente el centurión es consciente del poder de la
palabra de Jesús: "Di una sola palabra y mi criado queda-
42
And ré Louf

rá salvo" . Piensa que es inútil que vaya Jesús en persona.


Basta que dé una orden. Por otra parte esta reacción es
típica en un oficial que sabe por experiencia lo que signi-
fica una orden y la obediencia. Basta una palabra: "Ven y
viene. Vete y va" . El centurión con su sensibilidad típica
de soldado romano, se acerca muchísimo al abandono y
a la obediencia de fe con que todo judío trata de vivir la
Palabra de Dios y el poder que en ella se esconde. La fe
judía consistía en el abandono total a la palabra de Uno
en quien se tenía plena confianza; era un "sí" a la Palabra
de Dios.

Consentimiento y abandono
En hebreo, la palabra fe, emunah, deriva del radi-
cal emeth, fiel, Dios es misericordioso y fiel (Gn 24,27).
Podríamos decir también: Ternura y solidez, porque emeth
sugiere la imagen de la roca en la que uno se puede apo-
yar y sobre la que se puede construir. Dios no va a fallar.
Podemos siempre contar con él. Cr_eer es apoyarse sobre
esta solidez de Dios. Amén viene también de la misma raíz.
Decir creer hasta lo último, asentir a la solidez de Dios
tal como se nos impone en su Palabra o en la de Jesús.
También de Jesús se dice en el Apocalipsis que es a la vez
amén y pistos, fiel (Apoc 3,14). Lo es en dos sentidos: en
primer lugar Jesús puede apoyarse sin medida, e incluso,
casi temerariamente en su Padre, porque puede contar de
manera absoluta en su poder y en su solidez. Se hace pues
para nosotros el vigor y el poder por excelencia, contra los
cuales podemos apoyamos sin medida ní vacilación.
La fe del centurión brota de la necesidad. Sin embargo,
era antes que nada confianza en Jesús y abandono en su
Palabra, y esto hasta la obediencia total. La fe no es pues
sólo, o al menos no en primer lugar, un consentimiento a

43
A merced de su gracia

verdades de fe que se refieren a Jesús, sino la aceptación


del mismo Jesús con el poder que ha recibido de su Padre,
lo que incluye un abandono total de nuestra persona en
su favor. Lo importante no es que creamos, por ejemplo,
que Dios existe, o que creamos a Dios cuando nos dice
algo, sino que creamos en Dios o también hacia Dios en
el sentido del acusativo griego o latino, de movimiento,
tal como se ha conservado en el Credo (pisteuein eis ton
Theon; credere in Deum). Porque nuestra fe es un movi-
miento hacia Dios, es una fe que nos pone en movimiento
y nos arrastra. Una fe que es un éxodo de sí y una entrada
en Dios. Ésta fue la fe del centurión. Cada día puedo afe-
rrarme a las palabras de Jesús que salva y decirle: "Di una
sola palabra y seré curado".
Esta fe constituye una vuelta radical. Se invita al hombre
a salir de sí mismo. Aprende a olvidarse y a abandonarse
para dejarse alcanzar por la Palabra viva y omnipotente de
Dios, con todas las consecuencias que esto lleva consigo.
Una de estas consecuencias, es que, por la fe, recibimos el
poder mismo de Dios~ Porque la fe no es tan sólo el camino
por el que podemos adherirnos a Dios y alcanzarlo. La fe
es también el camino que Dios abre a su poder a su fuerza,
para hacer maravillas en todo el mundo.

La fe que hace maravillas


Acabamos de leer en el evangelio que Jesús no pudo
hacer milagros en su patria por la falta de fe de los habi-
tantes de Nazaret. Jesús no estaba despojado de su poder,
pero lo tenía como debilitado, resquebrajado por la falta
de fe. Jesús no puede intervenir en nuestra vida si no nos
entregamos totalmente a Él, a partir de nuestra debilidad
pero con plena confianza. Jesús está ante el hombre con
toda la plenitud de su amor y de su poder, aunque la
44
André Louf

mayoría no empalman con él. Por eso no puede intervenir.


Jesús busca nuestra mayor pobreza al mismo tiempo que
nuestro abandono a ciegas. En ese terreno, con su poder y a
través de nuestra fe, va a hacer hoy maravillas. En el evan-
gelio, Jesús se muestra dichosamente sorprendido ante la
fe que descubre en uno u otro. "Vete", dice al centurión, "y
que te suceda como has creído" (Mt 8,13). No es la única
vez que Jesús atribuye su acción de taumaturgo a la fe de
sus oyentes. Los milagros no parecen ser obra de él sólo,
sino que están al alcance de los que piden los milagros.
Muchas veces Jesús admite que la curación se atribuya a
la fe del enfermo: "Tu fe te ha curado" (Mt 9,22; Le 8,48;
17,19; 18,42 y passim). Da incluso la impresión de que cede
y capitula ante la fe profunda de la cananea: "Mujer, ¡qué
fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos". Jesús
. cede hasta obedecer a la fe de quien suplica. Así como la
falta de fe lo paraliza, la fe libera el poder de Jesús.
Éste es el maravilloso diálogo de fe entre Dios y el hom-
bre. Dios es el primero en hablar y espera que nosotros
nos abandonemos a su Palabra en cuanto hayamos sido
captados por ella. Apenas sucede esto, Dios se convierte
en el humilde servidor del que ha abandonado todo por
él. Desde ese momento, Dios no es ya el único omnipo-
tente: el que cree y se entrega a esta omnipotencia lo es
tanto como él. María fue la primera en abandonarse así a
la Palabra de Dios dirigida por el ángel Gabriel: "Hágase
en mí según tu Palabra" (Le 1,38). En el centro del diálogo
de fe, Dios da la vuelta a esta frase y nos la devuelve: "Que
se cumplan tus deseos" (Mt 15,28). De este modo, nuestra
fe es comparable a un seno fecundado por el poder de la
Palabra de Dios, que a su vez participa del poder de Dios
desde que esta Palabra se recibe en un abandono total.
Entonces ya nada es imposible. Al contrario: "Todo es
posible para quien cree", dice Jesús (Me 9,22).
45
A merced de su gracia

La fe basta sobradamente. El centurión había dicho a


Jesús: "Pronuncia una palabra y mi muchacho quedará
sano" (Le 7,7). Pero incluso a esta petición le da la vuelta
Jesús: "No temas, solamente ten fe y se salvará" (Le 8,50);
con una fe no mayor que un grano de mostaza (Mt 17,2), el
milagro se hará. Ahora vemos claro que el objeto de nues-
tra fe no es ante todo un conjunto de verdades que tene-
mos que expresar y confesar. Esto se hará en la siguiente
etapa que brota de nuestra misma experiencia de fe. El
objeto de la fe es en primer lugar el maravilloso poder de
Dios, presente para nosotros y para todos en la Palabra
de Dios, en los signos de salvación que se producen en
la Iglesia, y ante todo en el Señor Resucitado, Jesucristo.
Tenemos que creer en el poder liberado para siempre por
la res~ección de Jesús, poder que, a través de nuestra fe,
salta sobre cada uno de nosotros y el mundo entero.
Por nuestra fe, el poder de la resurrección de Jesús se
pone a disposición de todos:
"Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el
Padre de la gloria, les conceda un Espíritu de sa-
biduría y de revelación que les permita conocerlo
verdaderamente. Que él ilumine sus corazones
para que ustedes puedan valorar... la grandeza
extraordinaria de su poder a favor de nosotros los
creyentes, según la eficacia de su fuerza podero-
sa; poder que ejercitó en Cristo resucitándolo de
la muerte y sentándolo a su derecha en el cielo"
(Ef 1,17-20).

La fe nos abre al poder de Dios. Nos libra de nosotros


mismos y salva nuestro corazón. Es como si Dios corriese
un cerrojo en nuestro yo profundo, y abriese una puerta
por la cual puede precipitarse un torrente que nos inunda
46
André Louf

y nos arrastra al amor y nos hace revivir la omnipotencia,


a imagen de lo que sucedió la mañana de Pascua, cuando
Jesús resucitó de entre los muertos por la omnipotencia
de la gloria del Padre. La fe es este acontecimiento sor-
prendente que conmueve no sólo nuestra inteligencia,
sino todo nuestro ser. Nos hace pequeños, corno perdidos.
Pequeños para con nosotros mismos, para con los demás
y para con Dios; sin embargo, nunca aplastados. Al con-
trario: más bien liberados por esa confianza ilimitada
en "Aquél que tiene poder para realizar todas las• cosas
incomparablemente mejor de lo que podernos pedir open-
sar" (Ef 3,20). Y siempre disponibles para los milagros que
el Señor Jesús realizará de nuevo a través de nuestra fe.
También hoy. No queda la menor duda de que Dios
actúa sin cesar en la Iglesia y el mundo. Sólo nuestra fe
puede descubrir estos milagros continuos y terminar
viviendo corno rodeada de milagros. No hay otro medio
de alcanzar la obra de Dios que la fe. Los cristianos están
llamados a hacer visibles los milagros de Dios en la Iglesia
de hoy. Todo cristiano puede permitir al poder y a la fide-
lidad de Dios realizarse en la vida. Su propia fe constituye
por otra parte la primera maravilla de Dios, corno el centu-
rión mismo era un milagro de Dios, mucho antes de que su
siervo fuese curado. Nuestra fe lleva pues a Dios, a aquél
al que la Biblia define corno el Testigo fiel por excelencia
(Apoc 1,5) que permanece indefectible e inquebrantable a
nuestra mirada, la roca contra la cual podernos apoyarnos
y el cimiento sobre el que podernos edificar.
Cada vez que Dios nos hace comprender en lo más
profundo de nosotros mismos que los milagros están rea-
lizándose en nosotros y a nuestro alrededor, es señal de
que empezamos poco a poco a creer. Porque Dios no hace
solamente milagros para que se crea, sino porque algunos
creen y se han abierto con confianza a su omnipotencia.
47
A merced de su gracia

Los milagros brotan de su fe, se escapan sin darse cuenta


de su mano, antes de que puedan dudar. La fe no es otra
cosa sino esta experiencia, siempre a tientas, del amor
omnipotente de Dios, que se sabe ella misma un milagro
de este poder y, en cuanto que Dios lo desea, un signo
luminoso para todos los hombres.

48
Crecer a través
de la tentación

En el capítulo precedente hemos visto que Dios nos es


inquebrantablemente fiel. Esta fidelidad se manifiesta de
una manera luminosa en el momento de la tentación. No
hay fe que no sea probada, como no hay árbol que no deba
ser podado para que dé más fruto (d. Jn 15,2). ¿Acaso no
repite la Biblia que la fidelidad de Dios se afirma, se rea-
liza, sobre todo en la tentación? También nos es necesario
atravesar la tentación para crecer en la fe. Dice san Pablo:
"Ustedes no han tenido hasta ahora ninguna
prueba que supere sus fuerzas humanas. Dios es
fiel y no permitirá que sean probados por encima
de sus fuerzas, al contrario, con la prueba les
abrirá una salida para que puedan soportarla" (1
Cor 10, 13).

Es famoso el texto con el que Santiago comienza su


carta de manera abrupta:
"Hermanos míos, estimen como la mayor felici-
dad el tener que soportar diversas pruebas. Ya sa-
ben que, cuando su fe es puesta a prueba, ustedes
aprenden a tener paciencia, que la paciencia los
lleve a la perfección, y así serán hombres completos
y auténticos, sin que les falte nada" (St 1,2-4).

49
A merced de su gracia

La carne es débil
Sin embargo, ¿soporta el hombre permanecer en la
tentación, para convertirse así en milagro continuo de la
gracia de Dios? El evangelio muestra de muchas maneras
que nuestros progresos en este camino rara vez se hacen
eri línea recta. La noche anterior a la Pasión, cuando Jesús
hizo discretamente alusión a la manera poco consecuente
con la que, desde el primer momento, los discípulos trata-
rían de huir, Pedro, como de costumbre, protestó enérgi-
camente: "Aunque todos fallen esta noche, yo no fallaré".
Cuando Jesús le recordó que estaba a punto de negarlo,
Pedro no vaciló en apuntar todavía más arriba: "Aunque
tenga que morir contigo, no te negaré" (Mt 26,30-33). Poco
después caía a pesar de la doble advertencia de Jesús:
"Estén atentos y oren para no caer en la tentación. El espí-
ritu está dispuesto, pero la carne es débil" (Mt 26,41).
Nadie puede excluirse de estas palabras de Jesús. Aun-
que nuestro espíritu esté más o menos ferviente, nuestra
carne permanece incurablemente débil. Y nadie puede
escapar a esta falta de armonía que llega hasta una verda-
dera lucha entre los dos. En la experiencia cristiana, hay
que vivir así: escindido entre el fervor y la debilidad; es
decir: vivir en tentación. Pedro, que será el principal tes-
tigo de la resurrección de Jesús y sobre el que se edificará
la Iglesia, es también el primero en enfrentarse a la tenta-
ción. El primero que falló y cayó. La negación de la noche
de la Pasión tiene algún precedente. No es el primer mal
paso de Pedro. Cuando Jesús anunció por primera vez su
Pasión y Resurrección, Pedro se las ingenió para disuadir-
lo de esas negras ideas:
i Dios no lo permita, Señor! No te sucederá
11

tal cosa! Él se volvió y dijo a Pedro: ¡Retírate,


50
André Louf

Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas como los


hombres, no como Dios" (Mt 16,21-23).

SólÓ más tarde, cuando el Padre ayude a Pedro de mane-


ra especial, llegará incluso a confesar que Jesús es el Cristo,
el Hijo del Dios vivo, revelación que olvidó totalmente
cuando se dejó guiar por la carne y la sangre (Mt 16,17), es
decir, mientras se apoyó en puntos de vista humanos.
Para precedemos en la Iglesia y en el amor de Jesús,
Pedro debe primero precedemos en la tentación. El lazo
entre los dos fue expresado claramente por el mismo Jesús
cuando anunció la negación de Pedro:
"Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido
permiso para sacudirlos como se hace con el trigo.
Pero yo he rezado por ti para que no falle tu fe. Y
tú, una vez convertido, fortalece a tus hermanos"
(Le 22,31-32).

En estas palabras de Jesús volvemos a encontrar los


temas ya tratados en los primeros capítulos de este libro:
la tentación, la fe puesta a prueba y la conversión que
sigue a la tentación. Sólo después de que Pedro haya
resistido hasta el extremo en esta tentación y en este pro-
ceso de conversión, podrá, gracias a su propia experiencia,
afirmar y guiar a sus hermanos en la misma prueba. Por
su experiencia, Pedro puede saber cómo la debilidad y la
gracia van parejas y se ajustan una y otra en todo discípulo
de Jesús.
Conviene subrayar que, para nombrar un jefe, Jesús no
buscó un modelo de virtud y de perfección al que los cris-
tianos de todos los tiempos pudiesen contemplar e imitar
según sus posibilidades. Si fuese así, Pedro no podría ser
tenido en consideración. Los pocos rasgos que de él nos
51
A merced de su gracia

han dejado los evangelios nos lo describen de manera


transparente y pintoresca: un hombre excelente, rudo pes-
cador, impetuoso y atolondrado, que no siempre c;Iomina
sus sentimientos. Con toda evidencia ama. a Jesús al que
está perdidamente unido. Cuantas más faltas comete y
más se hace reprender por Jesús, más lo ama. No, Pedro
no es un modelo de virtud. Pero es capaz de transmitir la
experiencia que él mismo ha vivido por amor a Jesús y
de la que podrá dar siempre testimonio. Es verdad que la
tentación lo ha hecho caer, pero en lo más profundo de su
caída ha sido maravillosamente liberado por Jesús.
En realidad, esto comenzó con su vocación, cuyo relato
deja transparentar el diálogo entablado entre la debilidad
de Pedro y la fuerza de la gracia (cf. Le 5,1-11). Al principio,
Pedro apenas participa en el acontecimiento. Ha pasado
una mala noche. No es que haya dormido mal, es que no
ha dormido en absoluto, porque ha estado intentando pes-
car toda la noche. Y sin pescar nada. No debía estar de muy
buen humor mientras examinaba sus redes no lejos de este
joven maestro, ocupado en anunciar un mensaje a sus oyen-
tes. Si Pedro estaba escuchando, lo hacía muy distraído. No
conocía todavía a Jesús que parecía no haberse fijado tam-
poco en Pedro. Sin embargo, Jesús da el primer paso. Entra
en la barca de Pedro y le pide que se aleje de la orilla. Como
la muchedumbre lo rodeaba quería hablarle desde la barca,
a cierta distantia. A Pedro le chocó que Jesús acudiese a él.
Jesús le habla de hombre a hombre. Requiere un servicio.
Pedro, consiente a la petición y se ve obligado a prestar
atención a las palabras de Jesús. Viene luego el segundo
paso de Jesús. Terminado el discurso, invita a Pedro a pes-
car: "Entra mar adentro y echa las redes para pescar"•.
cierta simpatía ha nacido entre Jesús y Pedro. Pedro difícil-
mente puede rehusar, aunque sabe que no hay peces en ese
lugar. Protesta un poco indicando el fracaso de la noche,
52
André Louf

pero acaba por rendirse a la propuesta de Jesús. ¿Presiente


que Jesús puede remediar este fracaso? En cualquier caso
se dirige ahora a Jesús de una manera totalmente personal,
casi íntima. Aunque no haya peces: "En tu palabra, echaré
la red". Este comienzo de confianza permite a Jesús hacer
un nuevo gesto: el milagro de la pesca. Pedro pesca tantos
peces como nunca lo hubiera podido esperar, incluso más
de los que puede contener la red. Tiene necesidad de ayu-
da; y las dos barcas se llenan hasta el punto de hundirse.
Pedro podía dar gracias a Jesús por el prodigio inesperado,
pero le ha sucedido algo. La pesca milagrosa no sólo le ha
hecho olvidar su mala noche. A través del milagro, Jesús
ha tocado de pronto el pecado de Pedro: "Al verlo, Simón
Pedro, cayó ante las rodillas de Jesús, diciendo: Aléjate de
mi, Señor, que soy un hombre pecador".
Perp no dice: Rabbi, Maestro, sino Kyrios, Señor. Es el
nombre reservado a Dios. En Jesús, Pedro ha reconocido a
Dios. En el mismo instante toma conciencia de que no es
más que un pecador. Es el orden normal de las cosas. En
cuanto Jesús se revela, nuestro pecado se hace evidente.
Y a la inversa: nos es imposible ver de verdad nuestro
pecado mientras no estamos en la luz de Jesús. Pedro se
ve confrontado con su propio fracaso, que intenta descu-
brir a Jesús. Lleva en sí el fracaso, el más oculto, el más
lamentable. De pronto se da cuenta de que no es más que
un pobre diablo, nada más que un pecador. En cuanto
pecador piensa que no tiene nada que ver con Jesús, y
Jesús tampoco tiene nada que ver con él: "Aléjate de mí,
que soy un pobre pecador".
¡Sorpresa! Precisamente lo contrario es lo verdadero:
la confesión de Pedro es la que permite a Jesús dar un
último paso para acorralarlo. A menos que no haya sido
Jesús el que haya acorralado la confesión de Pedro. Por el
reconocimiento y confesión del pecado, los dos se recono-
53
A merced de su gracia

cen vencidos. En cuanto Pedro confiesa su pecado, Jesús


puede actuar y perdonar. Cuando se descubre la herida
Jesus puede ejercer su poder de curación y, por decirlo de
alguna manera, reconstruir a Pedro, recrearlo: "En ade-
lante serás pescador de hombres". No es del todo extraño
que en el mismo momento en que Jesús llama a Pedro, éste
tropiece con su pecado. Jesús no busca ninguna cualidad
excepcional entre sus primeros discípulos. Lo que busca
es su debilidad; sus fracasos inconscientes, sus defectos
insospechados, los lugares enfermos de cada hombre que
necesitan su amor, que no pueden ser captados y sobre-
llevados más que por el amor, y sobre los cuales su amor
puede intervenir con su omnipotencia. Jesús ha venido
a nosotros para cargar con nuestra debilidad y transfor-
marla en fortaleza. Ha muerto de una vez para siemfre al
pecado, y ha sido resucitado de entre los muertos por su
Padre para una vida nueva. ·

La fuerza de Dios en la debilidad


Una de las profesiones de fe de la Iglesia más antiguas
y convincentes, citada por san Pablo en su segunda carta
a los corintios, expresa claramente esta tensión saludable
entre la tentación y la victoria, entre la debilidad y la fuer-
za, y la aplica incluso a la Pascua de Jesús: "Fue crucifica-
do en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de
Dios" (2 Cor 13-14). Jesús fue crucificado y murió por la
debilidad del hombre, debilidad que tomó sobre sí hasta el
extremo. Pero partiendo de esa debilidad, resucitó y vive
ahora por el poder de Dios. En esta debilidad, que es la
nuestra, Jesús ha encontrado el poder de Dios, y a partir
de esa debilidad Dios lo ha resucitado a una vida nueva.
Para Jesús también la debilidad del hombre fue el camino
que le permitió volver a encontrar el poder de su Padre.
54
André Louf

Por eso el discípulo que quiere servir a Jesús en su


camino hacia él, debe necesariamente aceptar también su
debilidad, y por tanto la tentación. Desde que Jesús sufrió
nuestra debilidad y murió para resucitar, el poder de Dios
está oculto en el fondo de la debilidad humana como una
semilla que germinará a través de la fe y del abandono.
Mientras nos opongamos de mil maneras a nuestra debi-
lidad, el poder de Dios no podrá obrar en nosotros. Pode-
mos hacer un esfuerzo para corregir, aunque sólo sea un
poco, nuestra debilidad, pero de hecho eso no sirve p ara
nada. Porque la maravilla del poder de Dios y la maravilla
de nuestra conversión no están a nuestro alcance. Trata-
mos de resolver nuestros problemas con buena voluntad
y generosidad. Hacemos lo posible para vivir una vida
virtuosa y justa. Nos apoyamos en buenas resoluciones y
en nuestra energía natural, tratamos de acertar partiendo
de nuestra lealtad, de nuestra generosidad. Todo esto
dura hasta que amenazamos ruina y estamos al borde de
hundirnos. Gracias a Dios, porque sin esto no podríamos
convertirnos y permaneceríamos al servicio de nuestras
ilusiones y de nuestros ídolos, ignorando la verdadera fe,
aunque sea tan pequeña como un grano de mostaza. Será
preciso que un día nos hundamos, para que experimente-
mos concretamente nuestra debilidad, debilidad en la que
podrá desplegarse el poder de Dios. Como le sucedió a
Pedro, que no podía reconocer a Jesús mientras se creía
entre los justos, pero que cuando Jesús se le revela ver-
daderamente, se sitúa entre los pecadores. Jesús no viene
para los justos -como lo dijo con toda claridad- sino tan
sólo para los pecadores (cf. Mt 9,13).
Es este un dato esencial en la experiencia cristiana y,
sin duda, la única condición para ser tocado por la gracia
y poder consentir en ella. San Pablo expresa este dato poco
más o menos en los mismos términos; obligado por sus

55
A merced de su gracia

adversarios a enumerar sus títulos, con la esperanza de


hacer aceptar su tes~onio, comienza por presumir de
todo lo que ha recibido y que lo coloca en buena posición
frente a los que dudan de su misión. Pero al fin, prefiere
presumir de sus debilidades:
11
Ahora bien, para que no me envanezca me
han clavado en las carnes una e~pina, verdadero
delegado de Satanás que me abofetea. A causa de
ello rogué tres veces al Señor que lo apartara de
mí. Y me contestó: ¡te basta mi gracia!; la fuerza
se realiza en la debilidad. Así que muy a gusto me
gloriaré en mis debilidades, para que se aloje en
mí el poder de Cristo. Por eso estoy contento con
las debilidades, insolencias, necesidades, persecu-
ciones y angustias por Cristo. Porque cuando soy
débi 1, entonces soy fuerte" (2 Cor 12,7-1 O).
No nos interesa saber ahora en qué consiste ese dele-
gado de Satanás encargado de abofetear a Pablo. De todas
maneras, parece según el texto, que se trataba de una
forma de tentación en la que Pablo era confrontado de
manera aguda con su debilidad, hasta el punto que bus-
caba un refugio en la oración y suplicaba al Señor que lo
librase de ella. ¿Tuvo miedo san Pablo ante su debilidad?
¿Le era intolerable su imagen? Jesús no cede, sin embargo.
No se le suprime la tentación a Pablo, porque le es mucho
más provechoso permanecer en ella para que aprenda lo
que el poder de Dios es capaz de hacer en el corazón de
la debilidad. Ni la fuerza de Pablo, ni su victoria personal
tienen importancia, únicamente su perseverancia en la
tentación, y al mismo tiempo en la gracia. La gracia no
viene a injertarse en nuestra fuerza o nuestra virtud, sino
sólo en nuestra debilidad. Entonces ella sola es suficien-
te. Somos fuertes cuando nuestra debilidad se nos hace
56
André Louf

evidente. Es el lugar bendito en el que la gracia de Jesús


puede sorprendemos e invadirnos.

Reconciliarse con la debilidad


Lo que acabamos de decir no es inmediatamente evi-
dente en la experiencia cotidiana de la vida espiritual. La
mayoría de nosotros estamos inquietos, incluso desampa-
rados tan pronto como, de manera más o menos brutal,
se nos da a conocer nuestra debilidad. Algunos incluso
huyen; es preciso tener cierta experiencia del amor de
Dios para atreverse a permanecer en la debilidad y reconci-
liarse con el pecado. Algunos no acertarán jamás a recono-
cer la menor sombra de debilidad en sí mismos. Lo cual es
muy grave. La vida de esas personas puede parecer muy
generosa, pues hacen grandes esfuerzos; pero siempre
será un poco rígida y forzada, es una vida en la que no
puede brotar el verdadero amor y se encuentran al borde
del endurecimiento, cerca de la ceguera espiritual.
Gracias a Dios, no ocurre esto muy a menudo. Cono-
cemos bien nuestra debilidad, pero no sabemos cómo
manejarla. Hiere inconscientemente nuestra imagen ideal,
la que llevamos con nosotros mismos. Pensamos incons-
cientemente que hay que buscar la santidad en la direc-
ción opuesta al pecado, y contamos con Dios para que su
amor nos libre de la debilidad y del mal, y nos permita
así alcanzar la santidad. Pero Dios no actúa con nosotros
de esa manera. La santidad no se encuentra en el extremo
opuesto de la tentación, sino en el corazón mismo de la
tentación. No nos espera más allá de nuestra debilidad,
sino en el interior mismo de ella. Escapar de la debilidad
sería escapar del poder de Dios que sólo actúa en ella.
Tenemos que aprender a permanecer en nuestra debili-
dad al mismo tiempo que entregados a la misericordia de
57
A merced de su gracia

Dios. Sólo en nuestra debilidad somos vulnerables al amor


de Dios y a su poder. Permanecer en la tentación y en la
debilidad es el único camino para entrar en contacto con
la gracia y para convertirse en milagro de la misericordia
de Dios.
Es lo que le sucedió a Pedro. Apenas había renegado de
su Maestro por tercera vez cuando:
"El Señor se volvió y miró a Pedro; éste recordó
lo que le había dicho el Señor: Antes de que cante
el gallo, me habrás negado tres veces. Salió afuera
y lloró amargamente" (Le 22,61-62).

No podemos imaginar lo qué esta mirada significó


para Pedro. Ciertamente no fue una cond~na. "Porque
no he venido para condenar", dijo el mismo Jesús CTn
12,47). Tampoco fue una reprensión, sino un amor tierno
y ardiente: Yavé es clemente y compasivo, lento a la,cóle-
11

ra y lleno de amor... como la ternura de un padre con sus


hijos" (Sal 103). Precisamente en el momento que Pedro
reniega de Jesús y se sorprende en flagrante delito de trai-
ción, la mirada de amor de Jesús lo toca y lo hiere, y en
ese mismo instante le ofrece un perdón de amor. Y no sólo
le concede su perdón sino que llama a Pedro a una vida
nueva. Porque, desde ese instante, Pedro se ha convertido
en otro hombre. Su ser profundo zozobra; su corazón se
derrite en sus entrañas. Ahora sabe lo que es el amor: "La
prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo noso-
tros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rom 5,8).
Pedro se echa a llorar: lágrimas que dan testimonio de la
herida que le ha infligido la mirada de Jesús. Fueron lágri-
mas amargas, recalca Lucas. Sin duda habrán dado esta
impresión a los que sorprendieron a Pedro sollozando.
Podemos también pensar que, en lo más profundo de su
corazón, fueron lágrimas de alegría y de agradecimiento.
58
André Louf

Porque Jesús, por esta mirada de amor, no lo abandonó en


su sufrimiento y desesperación, sino que le dio en perso-
na, e inmediatamente, una nueva señal de amor.
No será ésta la última vez que la mirada de Jesús per-
turbará a Pedro de manera tan saludable. La ocasión más
conmovedora tuvo lugar el mismo día de Pascua, aunque
los evangelistas no nos han dejado ningún detalle del
encuentro de Pedro y Jesús resucitado, sino sólo un breve
testimonio, que constituye tal vez el kerigma o el anuncio
más antiguo de la Resurrección: "Verdaderamente ha
resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Le 24,34) .
Igualmente Pablo, cuando da la lista de las apariciones
del Resucitado, pone en primer lugar a Pedro: " ... fue
sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; se
apareció a Cefas y luego a los Doce" (1 Cor 15,4-5). Según
otros testimonios, parece que Jesús se apareció primero
a María Magdalena (Me 16,9) y luego a dos discípulos
"cuando iban de camino a una aldea" (Me 16,12). Precisa-
mente estos dos, a los que conocemos gracias al relato de
Lucas, como los discípulos de Emaús (Le 24,13-35) vuel-
ven esa misma tarde de Pascua a Jerusalén para conocer
la buena nueva de la boca de los apóstoles: Jesús se ha
aparecido a Pedro.
Pedro estaba bajo la impresión de su cobardía y su
negación de hace dos días. Jesús había muerto y había
sido enterrado, no sólo por él, sino también por los demás
apóstoles, pero Pedro se sentía culpable. Lejos de seguir
a Jesús hasta la muerte, como lo había anunciado no sin
alguna temeridad, lo había abandonado en el momento
más crítico. Al amanecer de la mañana de Pascua, se
habló del sepulcro vacío; Pedro corrió con Juan para ver y
constatarlo. Era cierto: el Señor había desaparecido y nadie
sabía decir quién lo había tomado o dónde se lo habían
llevado. Para Pedro esto era todavía más desconcertante.
59
A merced de su gracia

Hasta que de pronto... esa misma voz cálida, esa misma


mirada desbordante de amor: Pedro perdonado instantá-
neamente y para siempre; y en el mismo momento, curado
d~ su debilidad y volviendo a encontrar su puesto a causa
de esta debilidad. Las lágrimas brotaron de nuevo, pero
sin duda de alegría y de agradecimient(?. Jesús amaba a
Pedro tan intensamente que 'v ino a buscarlo en su nega-
ción y traición, para volverlo a encontrar en profundidad.
En la radiante mañana de Pascua, Pedro fue el primer peca-
dor perdonado.
Juan reservó el epílogo de esta aventura para el final
de su evangelio. Se trata de una escena íntima y conmove-
dora en la que Jesús pregunta por tres veces a Pedro si lo
ama más que los demás (cf. Jn 21,15-17). Tres veces tam-
bién Pedro le puede declarar su amor como antes Io•había
negado tres veces: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que
te amo". Según las apariencias, como en esa otra pecadora
del evangelio, María Magdalena, Pedro ama ahora mt,Jcho
más que antes. Porque también a él se le ha perdonado
mucho (cf. Le 7,47). Jesús saca la conclusión: "Apacienta
mis ovejas". Quien ha podido sqportar un brote así de
amor y de misericordia, será también testigo qel amor:
"Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos"
(Le 22,32).

60
Entre la debilidad
y la gracia

Este capítulo se tituló primero: La virtud y la gracia.


Después de algún tiempo me di cuenta de hasta qué punto
este título podía prestarse a confusión. Decir algo sobre la
virtud y sobre la obra de la gracia en nosotros, sin parecer
apoyar el vicio, es una empresa ardua.
Hay muchas maneras de aplicarse a la virtud, que
pueden excluirse unas de otras. Grosso modo se puede
decir que existe una virtud que no puede corresponder
a la gracia; y otra que sólo puede brotar de la gracia. Es
importante distinguir entre las dos, porque si no el uso sin
matices de la palabra virtud tiene graves inconvenientes.
El título del capítulo se convirtió finalmente en: Entre la
debilidad y la gracia, porque, como veremos, la virtud ver-
daderamente evangélica tiene tanto que ver con nuestra
debilidad como con la gracia.

Una virtud evangélica

El equivalente de la palabra virtud (arelé) no aparece en


los labios de Jesús y muy raramente en el Nuevo Testamen-
to (Fil 4,8; 2 Ped 1,5). El discípulo de Jesús no está llamado
a la virtud, sino a la santidad, y a una santidad que no es
suya más que en Jesús. Lo que no excluye que se haya dicho
mucho a propósito de la virtud y de la perfección por todos
61
A merced de su gracia

aquéllos que han hablado de la experiencia cristiana. A los


ojos de un profano, los cristianos pasan a veces por ser las
personas virtuosas por excelencia. Y es difícil que ocurra
de otra manera. El que quiere describir la experiencia de
la fe y de la gracia queda marcado necesariamente por los
esquemas de pensamiento y vocabulario de su tiempo que
se refieren a la perfección.
No habría sin embargo que ser víctima de ello. Siempre
es difícil hablar de una experiencia espiritual con palabras
humanas. Sin embargo, aunque las palabras resulten inade-
cuadas, los creyentes deben servirse de palabras, cosa que
por otra parte han hecho desde hace tantos siglos. Cuando
los autores espirituales hablan de la vida de la gracia en el
hombre, emplean fácilmente expresiones ~como "avanzar",
"progresar", "subir más arriba" . Aparecen así como tribu-
tarios de los esquemas filosóficos o humanistas relativos
a la perfección, que son los de su cultura. Los mayores
pensadores se han representado de buena gana la perfec-
ción del ser humano como un progreso continuo, como
una ascensión más o menos peligrosa, fruto del esfuerzo
humano. Si toda perfección supone cierta ascesis, la técni-
ca de esta ascesis la inventa el hombre mismo y queda al
alcance de su generosidad. Una vez alcanzada la cima, el
esfuerzo se transformará por sí mismo en una maravillosa
libertad, una libertad por la que el hombre habrá tenido
que pagar muy caro.
Vale la pena notar cómo este esquema de perfección
está en contradicción con lo que propone el evangelio.
Jesús expresó esta contradicción de manera lacónica pero
penetrante, en una pequeña frase que repite varias veces
en contextos diferentes: "El que se ensalce será humillado;
y el que se humille, será ensalzado" (Mt 23,12; Le 14,11;
18-14). Estos dos modelos del esfuerzo espiritual, Jesús
los plasmó en la persona del fariseo y del publicano. El
62
André Louf

fariseo representa el camino de una perfección humana y


secularizada; el publicano, el camino específicamente cris-
tiano del arrepentimiento y la conversión, que el hombre
no puede descubrir por sí mismo, sino hacia la cual Dios
lo lleva suavemente como fruto de una elección gratuita y
de la maravilla de la gracia.
Entre estos dos caminos hay siempre peligro de conta-
minación. Para describirse, la experiencia cristiana necesi-
ta del lenguaje de la perfección humanista, que es la única
que tiene a su disposición. A pesar de que los autores
cristianos se esfuerzan en purificar lo que expresan las
palabras e incluso las desvían en otra dirección, parece
que han adoptado a menudo un esquema humanista. Los
autores espirituales no tienen más remedio que emplear
términos e imágenes tales como: progreso, ascensión o
subida. Se ven obligados a hablar de grados y de una
cima. Su vocabulario corre sin embargo peligro de ser mal
comprendido. Hasta el punto de que el contraste entre el
fariseo y el publicano surge de hecho a través de toda la
espiritualidad cristiana y monástica. Esto no es extraño y
hace aparecer una tensión fundamental que no se limita
sólo al vocabulario, sino que refleja una inclinación natu-
ral del corazón humano, tal vez la tentación más sutil
para el que busca de verdad a Dios. Tentación que sólo se
puede vencer con una continua conversión del corazón.
Los antiguos autores eclesiásticos usan ya ciertas imá-
genes, tomadas por otra parte de la Escritura. Se sube al
monte Sinaí hasta la nube en la que se encuentra el Señor;
al monte Carmelo donde el profeta Elías pudo contemplar
algo de Dios. Y también al monte Sión, donde el Señor hizo
construir el Templo, y sobre todo al Tabor, en el que Jesús
glorificado se reveló a sus discípulos. La idea de la ascen-
sión aparece también con la imagen de la escala: la escala
vista por Jacob en ·un sueño, que unía la tierra al cielo, la

63
A merced de su gracia

emplearon los autores antiguos para describir el progreso


en la vida espiritual. Esta escala tiene grados diversos,
que con ánimo se puede tratar de subir. En el siglo IV, un
cierto Juan, llamado Clímaco, lo que quiere decir "de la
escala", presentó la vida monástica como la ascensión de
una escala que contaba nada menos que treinta y tres gra-
dos. En su Regla, san Benito, del que hablaremos pronto,
presenta también una escala de la humildad limitada a
doce grados.
Estas imágenes expresan bien lo que sentimos. Dan la
impresión de que se trata ante todo de hacer progresos,
subiendo siempre más arriba: excelsior. Importa mucho,
sin embargo, elegir nuestra escala. Porque hay también
escalas inadecuadas: la de virtudes que sólo fueran huma-
nas, por ejemplo. Y no hay más que una escala buena, la
de la humildad. San Benito parece haber sido consciente de
la ambigüedad que se oculta bajo la palabra grado, cuando
la usa para expresar los progresos en la humildad, porque
añade inmediatamente que a esta escala se sube bajando,
y que se baja tan pronto como se trata de alcanzar la cima.
Hay que subir bajándose y bajarla elevándose: Exaltatione
descendere et humilitate ascendere. La cima de esta escala
coincide con la cima de la humildad y la exaltación que
puede aportar en el futuro no se alcanza más que por la
humildad de la vida presente. Por otra parte nadie puede
ponerse a la obra si no es llamado por Dios. Sólo la vocatio
divina puede establecer los grados de la escala y permitir
alcanzar la cima. No existe otro camino ni otra actitud
para el cristianismo, sino este abajamiento en la pequeñez
y en la pobreza.
Sin embargo, la tentación de una perfección legalista
rebrota continuamente, sobre todo en períodos de rela-
jación cuando el peligro es real para las formas de fe
comprometidas, como el monaquismo, la vida religiosa,
64
André Louf

la fe militante. La obediencia, la ascesis, la misma oración,


pueden apartarse del Dios vivo para ponerse al servicio
de un ideal de perfección que, en el fondo, apenas difiere
de una ética profana. No se trata más que de una obra
humana comparable a una muralla con la ayuda de la
cual se defiende uno contra los demás y a veces incluso
contra Dios. Si este sistema de justicia por las obras cede
un lugar a la contrición, ésta sólo es un ejercicio más y no
esa maravilla de la gracia que transforma al ser de arriba
abajo, el umbral que hay que franquear imperativamente
para renacer a una vida nueva y ser totalmente libre ante
el poder atractivo del Espíritu Santo.
Ésta fue sin duda la vida monacal que Lutero se esforzó
penosa y generosamente en realizar y cuya imagen inten-
tó, equivocadamente, generalizar a partir del momento en
que tuvo que pagar su experiencia con un fracaso total.
"La humilde empresa de la obediencia se había conver-
tido, en el monaquismo, obra meritoria de los santos",
escribe Dietrich Bonhoeffer. "La negación de sí del que
obedece a Jesús se revelaba como la última afirmación de
sí mismo. El mundo había penetrado con fuerza en medio
de la vida monacal en la que actuaba peligrosamente. A
través de la evasión monástica fuera del mundo se podía
distinguir una de las formas más sutiles del amor del
mundo. En este fracaso de la última posibilidad de llevar
una vida piadosa, Lutero captó la gracia. Vio en la caida
del mundo monacal la mano salvadora de Dios tendida en
Jesucristo. Se adueñó de ella, seguro de que todas nuestras
obras son vanas, incluso en la mejor de las vidas" (Dietrich
Bonhoeffer, Nachfolge, Haiser Verlag, Munich, 1937).
Estas palabras en Bonhoeffer suponen un verdadero
desafío para cualquier forma de fe comprometida. Estig-
matizan en especial a un monaquismo degenerado en una
obra y unas empresas únicamente humanas, erguidas
65
A merced de su gracia

contra Dios y contra su gracia. Esta vida monástica no es


solamente una caricatura de la pluma de Lutero, sino que
sigue siendo un escollo posible, y tal vez la tentación más
solapada de nuestra época. ¿Podría ser de otra manera
para un monaquismo que tiende a secularizarse hasta en
su ser más profundo? Sólo la verdadera contrición puede
liberar al monaquismo de esta quimera y convertirse en su
salvación, porque sólo a través de una intensa experiencia
de contrición puede el monje descubrir qae la ascesis y el
amor de Dios están fuera del alcance del hombre y no pue-
den nunca ser el resultado de sus propios esfuerzos. Son
únicamente opus Dei, la obra de Dios, en un corazón total-
mente entregado a su propia miseria y a la superabundan-
te misericordia de Dios. Si queremos volver a encontrar
en el evangelio las huellas de esta ambigüedad, nos basta
volver a la parábola del fariseo y del publicano.

¿Fariseo o publicano?
En esta parábola se trata de la buena escala y dela mala,
de la verdadera virtud y de la virtud fingida. De la verda-
dera y de la falsa acción de gracias. El fariseo está en pie
y expresa una solemne acción de gracias a la manera de
las acciones de gracias oficiales de la liturgia de la época:
"¡Dios mío, te doy gracias... !", pero da gracias a Dios por
su propia virtud. Piensa que es mejor que los demás: ni
rapaz, ni injusto, ni adúltero, y ciertamente no como "ese
publicano de ahí". El fariseo se coloca evidentemente en
lo alto de la escala y felicita a Dios por lo que estima ser
verdadera virtud en sí mismo.
Se puede uno encontrar en la mala escala, uno o dos
grados más abajo, pero siempre en la mala escala. Éste
es el caso cuando, por ejemplo, la toma de conciencia de
nuestra pobreza espiritual o de nuestra bajeza, nos vuelca
66
André Louf

sobre nosotros mismos y hace subir toda clase de senti-


mientos negativos: insatisfacción, desaliento, envidia y tal
vez desesp_eración. Envidiamos a los demás o lo que toma-
mos por virtud y nos sentimos inconsolables por nuestra
propia mediocridad. Estos sentimientos y otros semejan-
tes, como estar contento o descontento, juzgar O envidiar
a los demás, son señales de que estamos en la mala escala,
la del fariseo, y que la subimos al revés.
Como el fariseo no tenía ojos más que para su propia
virtud, observa al publicano y en un abrir y cerrar de ojos
lo juzga. El publicano, al contrario, no parece que se haya
dado cuenta de la presencia del fariseo, ni escuchado su
oración. Sólo mira a Dios y a sí mismo en cuanto se ve bajo
la luz de Dios: es pecador. No se siente en modo alguno
aplastado por su pecado, porque no se acuerda de él sino
para descubrirlo a la misericordia de Dios: "Dios mío, ten
piedad de mi que soy un pecador" . No se le ocurre pensar
en avanzar, progresar o subir más arriba. Al contrario, a
la luz de Dios, está contento de su pequeñez. Ésta es su
verdad profunda, que le permite presentarse sin máscara
ante Dios. Le gustaría cavar y profundizar todavía más en
esta verdad, pero siempre bajo la mirada del maravilloso
poder de la misericordia que le basta y lo hace feliz. Al lle-
gar a este punto pensamos en las expresiones de algunos
místicos flamencos de los siglos XIV y XV: anonadarse, no
ser nada y permanecer en esta nada, aferrarse a la propia
debilidad y pecado, para que Dios sea Dios con noso-
tros. El místico puede así ser totalmente él mismo: nada y
pecado; y Dios puede también ser él mismo: misericordia,
amor superabundante. El publicano se encuentra en la
buena escala y avanza en la buena dirección: humiliando
ascendit, humillándose asciende.
El fariseo y el publicano, que Lucas nos muestra frente
a frente en el capítulo 18 de su evangelio, representan dos
67
A merced de su gracia

actitudes espirituales de las que Jesús habla continuamen-


te. Por un lado, los fariseos, los saduceos y doctores de la
ley, la virtud oficial. Por otro, los publicanos, samaritanos,
prostitutas; en una palabra: los pecadores. Dos tipos de
personas entre las que hay tensión y contradicción. Por
otra parte, Jesús no hace nada por acercarlos. Al contrario:
da la impresión de que mantiene conscientemente esta
tensión. Para terminar, los fariseos tienen envidia de su
preferencia por los pecadores y publicanos; acusación que
aparece sin cesar en sus discusiones con Jesús. Jesús es por
otra parte bastante duro y severo con ellos, mientras que
es increíblemente bueno e indulgente para con los otros.
Jesús ha agotado el repertorio de invectivas contra los fari-
seos; son para él hipócritas (Mt 23,13), víboras y engendro
de víboras (Mt 12,34), sepulcros blanqueados, que por
fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de
toda inmundicia (Mt 23,27), ciegos que guían a ciegos (Mt
15,14) que parecen justos a los ojos de los hombres, pero
que por dentro están llenos de hipocresía y de iniquidad
(Mt 23,28). La principal queja de Jesús respecto de ellos es
"que presumen de ser justos" (Le 18,9): no se consideran
pecadores y piensan que Dios sólo se interesa por el grupo
de hombres al que pertenecen. Aquí reside el malenten-
dido y es cruel: Jesús no ha venido para los justos, sino
para los pecadores (Mt 9,13). Y el que no presienta hasta
qué punto es pecador no puede encontrar a Jesús. Sólo los
pecadores y las prostitutas nos precederán en el Reino de
Dios (Mt 21,31).
Jesús se opone con tal vigor a los fariseos porque
entre ellos ha encontrado el verdadero pecado que no se
encuentra donde se lo suele buscar, como se ve en otra
discusión entre Jesús y los fariseos, conservada por Juan
en el capítulo 9 de su evangelio, después de la curación
de un ciego de nacimiento. No es el ciego de nacimiento
68
André Louf

el verdaderamente ciego, dice Jesús, pues está a punto de


recobrar la vista. Sino el que pretende ver, como hacen
los fariseos, hasta tal punto que se condena a permane-
cer ciego.
Los mismos fariseos habían relacionado la ceguera y el
pecado: "Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para
que sea ciego?" Gn 9,2). Los fariseos aplican el pecado a
todo el mundo. El ciego es culpable porque ha nacido
ciego. Jesús es pecador porque curó en sábado. Los oyen-
tes son también unos malditos porque no conocen la Ley
Gn 7,49). Es evidente que los fariseos se colocan entre los
justos y desprecian a los demás. Ellos conocen la Ley, pero
esa gente que rodea al Maestro, no la conoce. Saben que
este hombre, Jesús, no puede venir de Dios, porque Dios
no escucha al pecador que no respeta el sábado. ¿Cómo
iban a aceptar una lección de quien acababa de ser curado
de su ceguera?: "Has nacido todo entero en pecado, ¿y nos
das lecciones a nosotros? Y lo echaron fuera" Gn 9,34). A
los fariseos no les impacta Jesús porque no puede llegar a
ellos ni hacer nada por ellos. Viven encerrados en la torre
de marfil de su suficiencia y de su justicia personal. Por-
que Jesús no busca a los que ven, sino a los ciegos, a los
pecadores, a los que tienen más posibilidades de entrar sin
hacer trampas en el Reino. Por decirlo de alguna forma,
necesita pecadores para cumplir su tarea de Salvador y
Redentor. Éste es el juicio que anuncia y para el que ha
venido. Quien conoce su pecado y lo confiesa puede ser
curado y levantado, pero el que lo enmascara olvida que
no escapará al juicio. Jesús lo dice con otras palabras que
concluyen la curación del ciego de nacimiento: "Para un
juicio he venido a este mundo: para que los que no ven,
vean; y los que ven, se vuelvan ciegos" Gn 9,39). No podía
expresarlo de manera más paradójica, pero los fariseos
comprendieron que la paradoja iba contra ellos: "Algunos
69
A merced de su gracia

fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "Y


nosotros, ¿estamos ciegos? Jesús les respondió: Si estu-
vieran ciegos, no tendrían pecado; pero, como dicen que
ven, su pecado permanece" Gn 9,40-41). Esto es lo que está
claro: el verdadero pecador es el que pretende que no está
ciego. No es el hecho de estar ciego lo que es grave porque
un ciego puede ser curado, sino el hecho de pretender ver.
Ése es el único pecado.

La Buena Nueva
Por el contrario, he aquí la Buena Nueva de Jesús:
somos pecadores, pero nuestro pecado está perdonado.
A veces nos hemos figurado que la Buena Nueva consis-
tía más bien en llevar cuenta de nuestro pecado y hacer
todo posible para no caer en él. Por tanto, tener cuidado
en saber dónde comienza el pecado y dónde termina, lo
que está permitido y lo que está prohibido. Pero esto
no es en modo alguno el objetivo principal de la Buena
Nueva. Sería una Buena Nueva para los fariseos, pero
no la de Jesús. Al contrario, la Buena Nueva de Jesús
consiste en esto: nuestro pecado, cualquiera que sea, está
perdonado. Nuestra única e inmensa alegría es ser peca-
dor perdonado: la única seguridad que nos queda aquí
en la tierra ante Dios es fuente de loco agradecimiento.
La gracia que Jesús nos quiere dar y que apenas empe-
zamos a sospechar es sabernos pecadores. Saberlo es la
señal de que nuestros ojos se abren por fin, y que estamos
a punto de ser curados de nuestra ceguera. Es la señal
cierta de la gracia, de nuestra única gracia en la tierra,
que es también la única alegría del cielo: "De igual modo,
habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierta que por noventa y nueve justos que no tengan
necesidad de conversión" (Le 15,7).
70
André Louf

Por este camino del arrepentimiento nos atrevemos a


ser la alegría de Dios. Porque Dios ha querido revelar su
amor a través de una pedagogía del pecado y de la gracia.
En dos lugares Pablo habla sobre esto de manera vigorosa:
"Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para
usar con todos ellos de misericordía" (Rom 11,32). "Pero,
de hecho, la Escritura encerró todo bajo el pecado, a fin de
que la Promesa fuera otorgada a los creyentes mediante la
fe en Jesucrísto" (Gál 3,22). Encerrados bajo el pecado para
ser prisioneros de la red de la misericordía. Es el único
camino que lleva a Dios, o más bien por el que Dios viene
cada día a nuestro encuentro: el camino de la felix culpa, de
la dichosa culpa, esta culpa que es nuestra mejor posibili-
dad, porque sólo ella nos descubre la gracia de Dios.
Por eso el pecador no es extraño para Dios. Al contra-
rio, Dios no quiere conocer más que al pecador que es, a
su vez, el único que sabe algo acerca de Dios. El novelista
inglés Graham Greene, del que se ha dicho que el único
tema de sus novelas era la contemplación de los peca-
dores, recalca en una de sus obras el siguiente texto de
Péguy: "El pecador está en el centro mismo de la cristian-
dad. Nadie es tan competente en materia de cristiandad
como el pecador. Nadie, a no ser el santo". Por eso, en
cierto momento, ya no hay diferencia entre el pecador y el
santo, porque el santo no es más que un pecador converti-
do y es esto antes que cualquier otra cosa. Y todo pecador
es un santo en potencia.
Examinar este camino del pecado y de la misericordía
desde varios puntos de vista es el objeto de este libro. Este
camino es el lugar privilegiado para entrar en la intimi-
dad de Dios y apoyarse en su gracia maravillosa. La breve
oración del publicano, conocida en una cierta tradición
bajo el nombre de oración de fesiís, lo expresa perfectamen-
te: "Señor Jesús, ten misericordia de mí, pecador". Jesús

71
A merced de su gracia

asegura incluso al punto el perdón y la justificación, es


decir, la santidad: "El publicano bajó a su casa justificado
y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado;
y el que se humille será ensalzado" (Le 18,13-14).
El monje que se encuentra en el grado superior de la
escala de la humildad según san Benito, tiene la oración
del publicano como única oración. Celebra esta liturgia
ininterrumpida de su corazón, donde quiera que vaya o
se encuentre, sentado o de pie, sin atreverse a mirár al
cielo, y repitiendo continuamente la misma oración en su
corazón: "Señor, ten misericordia de mí, pecador" (Regla
de San Benito c. 7).
En esa breve oración, Oriente y Occidente se vuelven a
encontrar, pues es tan conocida por los monjes bizantinos
como por los monjes occidentales. Recuerdo una visita a
un eremitorio al norte de Moldavia, cerca de la frontera
rumano-rusa, ocupado todavía hoy por un centenar de
monjes. Toda la región es monástica desde hace siglos; es
una especie de monte Athos rumano. El skyt se ocultaba
en el bosque a mil metros de altitud. Un poco más lejos,
bajo una pared rocosa alta y escarpada, se encontraba el
eremitorio. Sobre la puerta, una mano desconocida había
escrito la oración del publicano: "Señor Jesús, ten piedad
de mí, pobre pecador''. Se había convertido en la divisa
de este ermitaño, su grito en el corazón de la Iglesia. Es
también el grito de la Iglesia, esposa de Jesús, compendio
y resumen de toda oración. Pues al fin y al cabo sólo hay
este grito, y más allá el amor, el abrazo entre el Padre y
el hijo pródigo, entre Jesús y el publicano, la unión largo
tiempo esperada entre el abismo de nuestro pecado y el
abismo de la misericordia de Dios.

72
La contrición
o el corazón quebrantado

El título de este capítulo podrá parecer extraño y un


poco inusitado. El sinónimo moderno y más corriente de
arrepentimiento les puede parecer preferible a algunos.
Palabras como contrición y compunción han desaparecido
prácticamente de nuestro vocabulario aunque no son
más que la traducción literal de las expresiones latinas:
contritio cordis y compuctio cordis tan a menudo usadas
por los Padres.
La ventaja de estos términos antiguos es doble. En
primer lugar, no están tan gastados como la palabra arre-
pentimiento. Además describen con más· exactitud lo que
sucede en la experiencia espiritual de que tratamos, mejor
que lo haría una definición abstracta.
Contritio viene de conterere, moler, aplastar, hacer peda-
zos, queriendo significar que nuestro corazón de piedra
del que habla la Biblia, se rompe. Compunctio viene de
compungere, picar. En un momento dado, nuestro corazón
es definitivamente herido y, por decirlo de alguna manera,
traspasado. De esta herida en el corazón brotará el agua de
las lágrimas del arrepentimiento.
Tal vez sea ventajoso utilizar estas dos imágenes anti-
guas para hablar del arrepentimiento, pues en nuestros días
abordar el tema del arrepentimiento es difícil, como lo es
el de la humildad. Estas dos palabras suscitan oposición y
73
A merced de su gracia

desconfianza. ¿De qué arrepentimiento y de qué humildad


se tra ta? He aquí una pregunta útil a la que no es fácil res-
ponder. La dificultad no está solamente en que es siempre
delicado hablar de una experiencia espiritual como ésta
del arrepentimiento y abordarla intelectualmente y desde
fuera. Esta dificultad sigue siendo la misma. Pero en nues-
tra época, se complica por dos razones.
Por una parte, hasta hace veinte años, los sentimien-
tos de culpabilidad y de temor, al ir acompañados de
grandes frustraciones, jugaban un papel predominante
en el esfuerzo moral, incluido el interior de la experien-
cia espiritual.
Por otra, en nuestros días se educa evitando las coac-
ciones, tanto interiores como exteriores. Este sentimiento
ha llevado al hombre moderno a reaccionar con la espe-
ranza de recobrar a cualquier precio su libertad, incluso
aunque la permisividad en el terreno de la moral tenga
peligro de despejar cualqujer idea de pecado. Como un
adolescente alocado por su miedo, que se precipita sobre
cualquíer apariencia de libertad sin haber tenido tiempo
para pagar su precio, y sin haber sabido esperar la hora de
la madurez, así el hombre moderno, incluído el cristiano
y el religioso, se encuentra mal preparado para dejar que
se desarrolle en su corazón la flor del verdadero arrepen-
timiento evangélico. Y si por casualidad, y por gracia,
consigue aflorar, cuesta mucho que dé fruto.
La diacrisis o discemi.miento es especialmente difícil.
No se puede realizar más que con la ayuda del Espiritu
Santo, pues nuestra psicología está llena de escollos que
corren peligro de hacer fracasar el arrepentimiento. En
todas las épocas, los autores espirituales han señalado
el peligro de la falsa humildad, esa búsqueda ansiosa de
abajarse, de la que .Fénelon decía qu e no es a menudo más
74
André Louf

que orgullo disfrazado. La falsa humildad es la expresión


desafortunada de un vago sentimiento de culpabilidad
que no deja ninguna posibilidad a la verdadera humildad.
Encadena el corazón y lo paraliza, gracias a los artificios
de que dispone para ahorrarse el momento de la verdad,
el único que permitiría la toma de conciencia del verda-
dero pecado. Como reacción contra el sentimiento de
culpabilidad hoy, con una falsa libertad, se querría elimi-
nar, desafortunadamente, la confrontación con el pecado.
En los dos casos, inconscientemente se busca escapar del
sentimiento de fracaso y de la aceptación del pecado.
La alternativa entre falsa culpabilidad y falsa libertad
sólo se puede superar por el verdadero arrepentimiento
evangélico, es decir, por el corazón quebrantado y con-
trito, que es pura gracia del Espíritu Santo. Sólo así el
hombre consigue su verdad ante Dios y descubre el
verdadero amor. Porque sólo el amor es fuente de ver-
dadera libertad.

Culpabilidad y arrepentimiento

"El que conoce su pecado es más grande que


el que resucita a un muerto. El que llora una hora
sobre sí mismo es más grande que el que enseña
al mundo entero... El que conoce su debilidad es
más grande que el que ve un ángel... El que sigue
a Cristo en secreto y con arrepentimiento es más
grande que el que goza de una gran reputación en
las Iglesias".

Con estas paradojas san Isaac el Sirio pone el dedo en


la llaga sobre el carácter específico del arrepentimiento
cristiano (Logos n. 34).

75
A merced de su gracia

Porque hay que decir claramente que en ninguna otra


parte ni en ninguna otra religión se trata del arrepenti-
miento como lo entiende la tradición cristiana. Sólo se
encuentra en el evangelio. El arrepentimiento cristiano no
se puede comparar a ninguna otra experiencia religiosa
natural. Cualquier esfuerzo para "hacer como si" se con-
vertiría en ridículo. El arrepentimiento es fruto del Espíri-
tu Santo y la huella más segura de su acción en un alma.
Nadie puede conócer su pecado sin conocer al mismo
tiempo a Dios. No antes ni después, sino en el mismo ins-
tante, en una sola y misma intuición de la gracia.
El que cree estar preparado para conocer su pecado
fuera de este encuentro con Dios es un iluso. Confunde el
arrepentimiento con un sentimiento de culpabilidad, más
o menos felizmente desarrollado, con el que todo hombre
normal tiene algo que ver. O bien ajusta su conducta a una
lista. de obligaciones y prohibiciones, con la preocupación
de estar en regla. Pero no tiene ni idea de su verdadero
pecado porque no conoce a Dios.
En el mismo instante en que el pecador es perdonado,
acogido por Dios y restaurado en gracia, el pecado -¡oh
maravilla de las maravillas!-, se convierte en el lugar en
que Dios entra en contacto con el hombre. Hay que ir
todavía más lejos y decir que no hay otro lugar donde
encontrar de verdad a Dios y donde reconocerlo, sino en
la conversión.
Ant~s Dios no era más que una palabra, un concepto
analóg¡co, un presentimiento o vago deseo el Dios de los
fl1 f /
óso os Y de los poetas, pero no el Dios que se revela
en un amor sin límites. Porque el Señor ha "venido para
!,
1amar a los pecadores", para "morar y comer" con ellos,
no con los justos", para "buscar lo que se había perdi-
do" (Mt 913, ; 18,11). Por eso Dios se da a conocer perdo-
76
André Louf

nando. Y el pecador, al escrutar el abismo de su pecado,


descubre al mismo tiempo lo infinito de la misericordia,
en el mismo instante en que los dos se compenetran y la
una devora al otro.
Esta experiencia es la primera y fundamental de cual-
quier vida que pretenda seguir el Evangelio. Es la de los
pequeños y de los pobres de espíritu, de los pecadores
sobre todo,, de las prostitutas y publicanos que preceden
a todos los demás en el Reino de Dios (cf. Mt 21,31). Es en
ellos y en los que se parecen a ellos donde Dios ha deci-
dido encontrar al hombre y salvarlo. No hay ninguna otra
situación humana en la que Dios esté presente de manera
tan personal y tan acorde con la salvación.
En este momento de gracia, el pecado y el perdón se
revelan al mismo tiempo en el corazón del hombre. Fuera
de esto no se da más que un conocimiento fragmentario
sobre Dios y sobre el hombre. Entonces no alcanzamos
más que medias verdades,, valores parciales, que como
alternativas parecen excluirse. Por parte del hombre, nos
encontramos con infidelidades que se multiplican y aca-
ban por ser de consecuencias graves,, o en una apariencia
de virtud por la que el hombre parece mejor de lo que es
en realidad. ¿Este hombre es pecador o justo? De parte
de Dios,, vacilamos entre su poder y su mansedumbre,
entre su cólera y su amor. ¿Se muestra Dios como poder
o como Dios de ternura? Estas dos definiciones de Dios
se encuentran en la Biblia. Sólo son contradictorias para
nuestra inteligencia, y esta contradicción sólo puede ser
superada por el que permanece en este nivel. Sólo quien
experimenta concreta y existeneiahnente la ternura de
Dios acaba por percibir que se confunden una y otra.
Sin poder explicarlo, sabe intuitivamente que Dios es
al mismo tiempo cólera y amor, verdad y misericordia.
Nadie puede experimentar la cólera de Dios sin que al
77
A merced de su gracia

mismo tiempo presienta que ésta es una exigencia de


su amor. Nadie podrá descansar en el amor de Dios sin
recordar, en cada instante, que el celo de Dios se puede
encender en cólera. Dios no es un déspota caprichoso,
pero tampoco un abuelito inofensivo. Es sencillamente
Otro, y no puede ser encerrado en nuestras categorías y
nuestras imágenes. Misterio y contradicción que supe-
ran nuestra comprensión superficial. Misterio que no se
puede captar y que sólo muy progresivamente lo puede
hacer aquél a quien le es dado volver a encontrar a Dios
en la conversión y en el amor.
La conversión -lo hemos visto más arriba- es un vol-
verse totalmente, es una conmoción del corazón. Desplie-
ga en lo más profundo un proceso espiritual, gracias al
cual el corazón se libera de toda dureza y rigidez; aban-
dona el egoísmo y la ambición. Se libera de sí y se aban-
dona a Dios. Acepta ser al mismo tiempo objeto de su
cólera y de su amor. Cuando un corazón se entrega así a
Dios, la cólera de Dios se transforma en el mismo instan-
te en un brasero de amor y de ternura. Dios se convierte
entonces con toda verdad en un "fuego devorador" (Dt
4,24) . Quien permanece así en la conversión, adquiere
el verdadero conocimiento de Dios. Porque conoce en
primer lugar su pecado. Se ve confrontado con la cólera
de Dios, pero al mismo tiempo descubre la grandeza y el
peso del amor de Dios. No dejará nunca de conocer su
pecado para poder anunciar la misericordia de Dios. Este
reconocimiento no es sólo confesión, sino también acción
de gracias, eucaristía. Sus lágrimas no son lágrimas de
pena, sino de amor sin límites. Su arrepentimiento es su
alegría y su única alegría es su arrepentimiento. Ha creí-
do en el amor, se ha entregado al amor (Cf. 1 Jn 4,16) . O
a este Jesús cuya primera tarea es "librarnos de la cólera
que viene" (1 Tes 1,10).
78
André Louf

El monje y el publicano

Se podría objetar que esta experiencia está reservada


al verdadero pecador, es decir, al que antes de encontrar
a Jesús tenía la conciencia gravemente cargada. Pero ¿qué
ocurre con los cristianos comprometidos que no tienen
más que pecadillos y que por otra parte se comportan de
manera ejemplar? Esta objeción traiciona un presupuesto
inconsciente: seguimos dividiendo los hombres en peca-
dores y justos, y nos colocamos espontáneamente entre
los justos.
Ésta es precisamente la actitud que Dios quiere curar-
nos. El pecado se nos debe revelar a cada uno de nosotros,
al mismo tiempo que su misericordia. Nadie se escapa de
esta necesidad. Tampoco el que quiere seguir a Jesús de
cerca. Ni tampoco el creyente comprometido y militante.
Tampoco el monje al que la antigua tradición monástica
siria llama ahíla, que quiere decir llorón, el que llora su
pecado. En la Regla de san Benito, que acaba por impo-
nerse al conjunto del monaquismo occidental, el monje se
caracteriza por el arrepentimiento y la compunción del
corazón. Detengámonos un instante en ello.
Desde el Prefacio de su Regla, Benito coloca a su discí-
pulo entre la cólera y el amor, entre el iratus Pater y el pius
Pater (encolerizado o misericordioso Padre) alternativa
que el monje no puede superar si no es manteniéndose
en la humildad de la conversión que le abre al perdón de
Padre. Para que ocurra esta maravilla, Dios se hace infini-
tamente paciente e indulgente. Nos concede el tiempo de
nuestra vida como plazo, pues el tiempo no es más que
una trampa inventada por el amor de Dios. Dios tiene
necesidad del correr del tiempo terrestre para permitir
que se despliegue su misericordia.
79
A merced de su gracia

La misericordia sólo puede desplegarse totalmente


mediante la paciencia y la benevolencia de Dios -quia
pius est, porque es misericordioso-, que nos concede cada
día un nuevo plazo y que vela silenciosamente para que
encontremos el camino de la conversión. La respuesta del
monje se encuentra en la humildad con todos sus matices.
Ya la atención interior, considerada por san Benito como
el primer grado de humildad, define la manera como
tratamos de responder a esta aparente debilidad' de Dios.
Dios concede un plazo y da una posibilidad que el monje
deberá aprovechar. Procurará no olvidar a Dios. Estará
atento. Velará interiormente sobre sus inclinaciones y
deseos. Esta atención a los pensamientos constituye un
preludio de la pureza del corazón, la que pondrá el último
toque a la imagen del obrero de Dios, cuando el monje haya
alcanzado el último grado de la escala de la humildad
según san Benito y goce de su benevolencia: iam mundo a
vitiis et peccatis, porque estará en adelante libre de vicios
y pecados.
La evolución del monje sigue la experiencia del arre-
pentimiento del cristiano tal como la hemos descrito. En
el monje, también la humildad cristiana se encuentra en el
origen y en el corazón de todo lo que se vive interiormente.
Al comienzo de su vida monástica, era como la piedra de
toque de su vocación: incluso antes de su entrada, no le fal-
tarán humillaciones para probar su celo (c. 58). Se convertirá
luego en el todo de su vida y de su experiencia. Incluso la
obediencia, ese trabajo por excelencia del monje, por el cual
va a Dios (c.71), se propone como un estado de humildad,
el primus humilitatis gradus, primer grado de humildad, por
el cual la relación entre Dios y el hombre pecador se sitúa
correctamente. Cualquier distinción o jerarquía en el inte-
rior de la vida monástica se medirá con la medida de esta
gracia fundamental. La preferencia del abad irá hacia los
80
André Louf

más humildes (c.2), e incluso los sacerdotes en el monaste-


rio deberán preceder a sus hermanos con el ejemplo de una
gran humildad (c.60). Para describir por último el punto
culminante de la experiencia monástica, Benito recurre a la
imagen clásica del publicano, tal vez la más evangélica de
todas. El humilde y confiado reconocimiento del pecado
no es solamente como una oración que brota de una fuente
que no cesa nunca de correr. Se expresa también por la acti-
tud exterior y por el estilo de vida. El monje perfecto será
el más oculto, tanto ante los demás como ante sus propios
ojos, el que no desespera nunca de la misericordia de Dios
(c.7). Cuando, humanamente hablando, se encuentra en el
escalón más bajo de la grandeza terrena y no hay ninguna
esperanza para él -incurvatus et humiliatus usquequaque- es
precisamente entonces cuando se encuentra más cerca de
Dios, lanzado hacia adelante por un inexpresable deseo de
ternura y de amor. Con lo cual verificamos una vez más
que no hay otro camino para buscar y alcanzar a Dios más
que la humildad por la cual el corazón, liberado de la rigi-
dez del amor propio, se volvió un día incondicionalmente
hacia la gracia, y se vio confirmado en una conversión que
no termina jamás.

¿Y la ascesis?

Aquí surge la pregunta del sentido de la ascesis y del


esfuerzo humano. Si no tenemos que contar más que con
la misericordia de Dios, ¿qué podemos hacer nosotros por
nosotros mismos? ¿No vendrá el esfuerzo del maligno?
A esta pregunta podemos responder que, en efecto, cual-
quier ascesis que no termine en el quebrantamiento del
corazón no tendrá valor. Peor todavía: en lugar de poner-
nos en el camino que lleva a la gracia de Dios, nos alejaría
de él de manera trágica.
81
A merced de su gracia

El tema de la ascesis ha sido tachado de ambigüedad


y requiere ser tratado con circunspección. Se impone una
vuelta a las fuentes del evangelio. No se trata de renunciar
a cualquier esfuerzo espiritual o ascesis, sino de aprender
a practicar la ascesis de la única manera por la que nos
puede poner en contacto con la gracia.
Nuestra sensibilidad moderna puede ayudarnos a ello.
En nuestros días nos planteamos de buena gana preguntas
sobre una ascesis que se limitaría a una generosidad pura-
mente natural. Esta ascesis lleva a un comportamiento de
tipo espartano o nietzscheano, en el que todas las energías
disponibles se ponen al servicio de cierto ideal, expresión
más o menos acertada de un sutil humanismo. Si este fuese
el caso, la ascesis sería el terreno preparado para un orgullo
más o menos disfrazado. El éxito no sería más que temporal.
Porque el esfuerzo así requerido del asceta está en contradic-
ción con su ser profundo. Gasta en pequeños plazos el psi-
quismo más sólido y puede llevar, en muy poco tiempo, a la
depresión. Nadie puede impunemente prejuzgar de la gracia
que se le ofrece en cada instante. Nadie puede ir más allá de
la gracia y jugar a la ascesis por sus propias fuerzas.
Otra ilusión sería el deseo enfermizo, bajo pretexto
de ascesis, de compensar un sentimiento exagerado de
culpabilidad. Esta ascesis puede permitir un consuelo
artificial y pasajero de la presión inconsciente sentida así
por la personalidad, pero el equilibrio conseguido de esta
manera es también precario. Y lo que es más grave: el pro-
blema sigue sin ser descartado. Al contrario, enmascara el
verdadero fondo de la personalidad. Esta ascesis impide
al asceta la ocasión de entregarse totalmente a Dios y a su
amor misericordioso.
¿Dónde encontrar pues la verdadera ascesis, la que
pondrá realmente en contacto con la gracia? Digamos en
82
André Louf

primer lugar que es normal que el cuerpo participe en la


aventma espiritual a la que somos llamados. No puede
haber verdadero compromiso espiritual sin alguna partici-
pación del cuerpo. Mientras estoy en la tierra, necesito de
un cuerpo para expresar lo que pasa en mi ser más profun-
do. Se puede incluso decir que necesito tanto un cuerpo
como las facultades espirituales para entrar en contacto
con mi vida interior. Del mismo modo, el desarrollo de
esta vida interior será tributario de mi cuerpo.
Esto vale para cualquier esfuerzo espiritual, incluso
sin referencia a la fe. Por eso las formas corrientes de vida
ascética son más o menos idénticas en todas las religiones:
pobreza, silencio, ayunos, vigilias. Esta participación del
ruerpo en el esfuerzo espiritual es todavía más necesaria
en un clima cristiano. Notem.os en primer lugar que no sólo
el espíritu, sino también el cuerpo está marcado por esta
debilidad innata al hombre que la Biblia llama pecado. Es
cierto que el bautismo nos ha santificado hasta nuestras
raíces, pero no ha borrado totalmente las consecuencias del
pecado, ni en nuestro espíritu ni en nuestro cuerpo. Los
dos han conservado las huellas del pecado como una pen-
diente peligrosa a lo largo de la cual nos deslizamos fácil-
mente. El cuerpo también forma parte del terreno sobre el
cual la gracia debe enfrentarse al pecado. Debe poco a poco
ser asumido por la gracia y puesto a disposición de nues-
tra libertad profunda. En el terreno del cuerpo es donde
la gracia da el golpe de gracia al pecado. Es decir, que mata
al pecado en nuestro cuerpo, para que se haga disponible
por una transfiguració~ que será a la vez transformación
y glorificación. Porque toda mortificación -término bíblico
de la ascesis- debe desembocar en una transfiguración. Así
como la muerte de un creyente no es más que el preludio,
el primer acto a1 que siguen natural y necesariamente la
resurrección y la vida nueva en Jesucristo.
83
A merced de su gracia

En efecto, hablando de ascesis no podemos olvidar


la Pascua: la muerte y resurrección de Jesús. Porque en
el fondo la ascesis no es más que una participación en el
misterio de la Pascua de Jesús, participación provisional y
parcial, en espera de la muerte que nos agregará totalmen-
te a ella. Cualquier esfuerzo de ascesis nos pone así en el
camino del misterio de la Pascua y debe, de una manera
o de otra, abrir un camino a la gracia pascual, a través de
nuestro cuerpo, que será un día transformado a imagen y
semejanza de Jesús.
Jesús también disponía de un cuerpo que había asumi-
do para estar en situación de realizar nuestra salvación.
Tomó carne, una carne que era verdaderamente la nues-
tra, para atacar en ella el poder del pecado y vencer a éste
por su vida y su muerte. Según Pablo, Jesús ha vencido
al pecado en su carne (cf. Ef 2,14). También nosotros, en
nuestra propia carne, siguiendo a Jesús, podemos matar
el pecado y dar a la vida recibida en el bautismo todas las
posibilidades de conseguir la victoria final.
Las prácticas o técnícas de ascesis nos introducen de
manera concreta en el misterio pascual de Jesús y nos
conceden progresar en él. En este sentido, se puede decir
que cualquier forma de ascesis posee una eficacia que le
pertenece como propia. Existe por otra parte una ascesis
natural que, por su propia estructura, puede tener un
efecto determinado sobre el hombre. Por ejemplo, es evi-
dente que el silencio, sea interior o exterior, unido a cierta
soledad, naturalmente favorece el recogimiento que, a su
vez, despierta al hombre en su interioridad. Igualmente
las horas de la noche favorecen la meditación apacible. El
ayuno suscita hambre de alimento espiritual. El celibato
crea un vacío afectivo que invita a realizarse a nivel más
profundo y universal. Se habla incluso a veces de una mís-
tica natural en la que las técnicas no son del todo extrañas
84
André Louf

a las de la mística cristiana y cuyos adeptos dan testimonio


de que. encuentran en ella una plenitud espiritual que no
se da siempre, o por lo menos no tan real, en los cristianos
de nuestros días. Hay que pensar también que, en lo que
toca a las técnicas de meditación y de concentración men-
tal, los cristianos tienen a menudo algo que aprender de
las tradiciones no cristianas.
Además hay que saber, y decirlo con claridad, que esta
ascesis, a pesar de ciertos resultados conseguidos efectiva-
mente, no es la ascesis que Cristo espera de sus discípulos,
a saber: una ascesis que pone en contacto con la gracia y
deja desarrollar la vida del Espúitu Santo en nuestro cora-
zón. Porque siempre habrá un espacio infranqueable entre
el esfuerzo humano, por generoso y perfecto que sea, y el
don de la gracia que nos es concedida por Jesucristo y en
Jesucristo. Y esto de manera totalmente gratuita. He aquí
e] dato fundamental de la experiencia de fe, a la que la
ascesis no puede sustraerse. Si lo lograse, no sería ya una
ascesis cristiana, sino una mala imitación de la moral y de
la mística paganas. Dios no se deja vencer en la medida en
que tratamos de doblegarlo por nuestros esfuerzos. Recor-
démoslo: Jesús no ha venido "a llamar a los justos, sino a
los pecadores" (Le 5,32). No sabe qué hacer con la virtud
que pensamos tener. Busca ante todo nuestro punto más
débil, el único lugar donde su poder se puede desplegar
de manera ilimitada (cf. 2 Cor 12,9). La ascesis no puede
ser practicada más que en Jesucristo. Lo que significa, en
primer lugar, que ha de ser practicada según el ejemplo
que él nos ha dejado. No por azar, la mayoría de las for-
mas de ascesis cristiana practicadas a lo largo de los siglos
llevan a las que Jesús practicaba cuando vivía en la tierra.
Fue obediente hasta la muerte (el autor de la carta a los
Hebreos dice incluso que el cuerpo de Jesús le fue dado
para permitir esta obediencia: Hb 10,5-9). Vivía casto. No
85
A merced de su gracia

tenía ni una piedra donde descansar la cabeza (cf. Le 9,58).


Ayunó severamente durante cuarenta días (cf. Le 4,2). Se
retiraba regularmente de noche a la soledad para orar allí
hasta el alba (cf. Me 1,35; Le 6,12). La vía ascética del cris-
tiano saca su fuerza y sus posibilidades, hoy también, de
la fuerza con la que Jesús la invistió por su propia práctica
durante su vida terrena. El cristiano trata de imitar a Jesús
con la mirada fija en él. Los signos concretos de la ascesis
de hoy siguen siendo los mismos que los de la ascesis de
Jesús y la fuerza con la que el cristiano puede vivirlos es la
misma que sostenía a Jesús, sobre todo cuando se transfor-
maron en tentaciones y pruebas de las que salió vencedor
el primero de todos.
Pretender que la ascesis no puede practicarse más que
en Jesucristo significa además que la ascesis no puede llegar
a ser ascesis en Jesús sino en la medida en que, habiendo
agotado todas sus posibilidades humanas, termina inevi-
tablemente en una especie de fracaso. Porque es ahí, en
el corazón de este agotamiento y de este fracaso, donde
podrá ser asumida y sustituida por la fuerza de Jesús. La
única ascesis que puede apelar al evangelio es la ascesis de
pobreza y de debilidad.

La ascesis de la debilidad

Precisemos en primer lugar lo que entendemos por


ascesis de debilidad. Cualquier esfuerzo natural está des-
tinado, desde el principio, a despegarse de sí mismo y a
agotarse, para alcanzar un punto cero en que el hombre no
puede ya avanzar ni incluso dar un paso más en el camino
hacia Dios. En ese punto cero, este esfuerzo deberá morir a
sí mismo para que se haga capaz de abrirse y abandonarse
al poder de la gracia de Dios. El esfuerzo del asceta cris-
tiano está pues, por su naturaleza, llamado al agotamiento
86
André Louf

y a la muerte, sin poder jamás alcanzar su objetivo. Pero


es precisamente en este punto cero, cuando todo esfuerzo
humano fracasa, donde el poder de Dios toma el relevo y
lo lleva a un resultado que el hombre nunca hubiera podi-
do esperar alcanzar con sus propias fuerzas.
El agotamiento del que aquí tratamos evidentemente
no tiene nada que ver con un agotamiento físico, como
si la ascesis debiera continuarse hasta el límite extremo
de las fuerzas físicas. Se trata de un agotamiento moral o
espiritual que se nos impone cada vez que constatamos
que el esfuerzo ascético supera nuestra generosidad y
nuestras fuerzas. O también, cada vez que la respuesta
esperada de Dios no nos llega automáticamente, ni según
nuestros esfuerzos.
Este agotamiento puede ir muy lejos. En los antiguos
textos monásticos se denomina akedia, palabra difícil de
traducir en una lengua moderna. La acedia representa
la tentación última que ataca a la persona hasta en sus
raíces y fundamentos. Esto les ocurre a los monjes más
adelantados, sobre todo a los ermitaños que se han retira-
do al desierto y han renunciado a todo consuelo humano.
Evagrio Póntico analizó esta crisis con gran perspicacia.
Describe la acedia como un estado de desconcierto total
en el que se pone en cuestión hasta la misma vida monás-
tica. Puede abatir todo, incluso cegar los ojos del corazón
(Prakticos 23). "Lleva consigo todas las pruebas" (Comen-
tario sobre el salmo 139,3). No ataca al cuerpo sino al alma y
no sólo a una parte del alma, como lo haría la ez:ividia por
ejemplo, sino "aprieta al alma entera y ahoga al espíritu"
(Prakticos 36). En este sentido la acedia no es una herida
puntual o una crisis pasajera. Es una enfermedad crónica
del corazón o, si se quiere, un estado de espíritu que ame-
naza todo lo que penetra y toca. Es peligrosa: cuanto más
dura más sutil se hace. En un estadio avanzado, la acedia
87
A merced de su gracia

se desvanece por entero ante los ojos del que la padece:


"la acedia oscurece la luz divina en los ojos" (Antirrhetikos,
VI, 16). Este desconcierto toma formas cada vez más gra-
ves. Obsesionado por sus murmullos, el monje olvida la
oración de alabanza y arruina su oración. Durante las
vigilias, la fuente de las lágrimas se seca. La regla pierde
su sentido y parece inhumana. El porvenir está hermética-
mente cerrado. "¿Para qué servir esta vida sin porvenir?",
piensa. ¿Acaso no dejó el mundo por debilidad o por
miedo? ¿Sus motivos eran sanos y honrados? Sería más
útil a sus parientes y a sus amigos, viviendo en el mundo.
¿Acaso pide verdaderamente Dios una pureza de corazón
tan exigente como se la han presentado ante sus ingenuos
ojos de novicio? ¿No le basta a Dios la sencilla fe de los
seglares? Por otra parte, no responde a estas preguntas.
Incluso los ángeles lo han abandonado para entregarlo al
demonio. Nada parece que pueda ya sacarlo de este calle-
jón sin salida. "¿Acaso la paciencia podría llevar a Dios a
tener piedad de mí?" (Antirrhetikos, VI, 18). La acedia lleva
así al asceta hasta su límíte:
"El alma languidece y sufre, sucumbe a la
amargura de la akedia. Sus fuerzas ceden al sufri-
miento. Su perseverancia vacila ante la violencia
de un demonio tan poderoso. Está desorientado y
se comporta como un niño que derrama lágrimas
desesperadas y aspira al consuelo sin esperanza"
(Antirrhetikas, VI, 38).

Esta mención de la vuelta a la conducta infantil es sig-


nificativa. Tales síntomas, inesperados en un gran asceta,
revelan el peligro de regresión psicológica. Permiten ver
hasta qué punto la vida espiritual puede ser sacudida
por la acedia. He aquí al monje acorralado en sus límites
de hombre.
88
André Louf

Más o menos pronto, todo asceta encalla en este calle-


jón sin salida. La acedia no es otra cosa que el sentimiento
de vértigo que se experimenta ante el vacío entre Dios
y el alma, y la incapacidad de franquearlo o soportarlo.
Esta descripción sugiere incluso que el asceta roza con la
locura. Lo cual no debe sorprender. Es sin duda normal
que una prueba así, que cuestiona nuestras actitudes con
respecto a Dios, habitualmente tan tranquilizadoras, nos
acometa y nos toque en el punto más íntimo y vulnerable
de nuestra debilidad.
¿Qué actitud adoptar en el corazón de esta crisis? Todos
los Padres antiguos, a los cuales alude Evagrio, dan un
mismo consejo: persevera, no cedas, no abandones tu celda
a ningún precio. Más de uno sin duda preguntará: Ante una
crisis tan profunda, ¿con qué derecho se puede insistir en
la perseverancia? La respuesta es sencilla, siempre según
Evagrio: Lo que seguirá no ofrece ninguna duda. Cuando la
angustia alcanza su punto extremo, la gracia de Dios viene
a morar en el hombre que, aunque no sabe a qué santo
encomendarse, no desespera: "No tengas miedo y no trates
de evitar este período de lucha y verás las grandes obras
de Dios: su ayuda, su preocupación por ti y toda plenitud
de cara a tu salvación" (Hypotyposis VI). El que persevera
en la soledad, por amor de Jesús, verá "un estado de paz
y de alegría inexpresables en el alma, que reemplazan al
demonio de la acedia" (Praktikos 12). Basta "creer en Dios",
"confiar en él", "contar con él", "perseverar en la confianza
en Dios", "permanecer tranquilo, solo y silencioso", para no
perder a Dios (Antyrrhetikos VI, 12, 40, 41). Lo mismo que
para Job, cuya humilde y paciente silueta se transparenta
en todo el pasaje de Evagrio: "Es Dios el que hiere... y luego
cura con su mano" 0b 5,18, citado en Antyrrehtikos VI, 31).
Tal vez Evagrio debe esta descripción tan concreta de
la acedia a su padre espiritual y maestro en el desierto de
89
A merced de su gracia

Egipto, el célebre Macario el Grande. Probablemente fue él


quien primero empleó el término de contritio cordis, que-
brantamiento del corazón, en su Carta a los discípulos de la
que transcribimos aquí algunos pasajes. Macario explica
en ella que la ascesis no parece fácil más que al comienzo.
Muy pronto, le parece al monje que supera sus fuerzas:
"El monje llega a tal punto que no le parece
posible ayunar, vencido por el cansancio de su
cuerpo y por el peso del tiempo. Sus pensamien-
tos le soplan al oído: «¿Cuánto tiempo podrás so-
portar todavía este trabajo?». O bien: «¿Te puede
perdonar Dios tus enormes pecados?». Le inspiran
deseos impuros. El alma se siente sumamente
débil y el corazón vacila de tal manera que el
monje llega a la convicción de que la carga del
celibato no es para él. Las tentaciones hablan de
la vida que parece de una duración infinitamente
larga, de la virtud tan difícil y del peso tan pesado
y finalmente insoportable. Le hablan también de
su cuerpo, tan endeble y tan débil por su natural
humano ... Se puede comparar esti; monje a un
navío sin timón que tropieza continuamente con
las rocas. Su corazón está como desecado. A cada
tentación parece abandonar... "

¿Por qué permite Dios en la crisis ser sacudidos sin


piedad? ¿Será la única manera de abrimos a la gracia?
Macario prosigue:
"Finalmente, el benevolente Dios le abre los
ojos del corazón para que comprenda que es él
quien le da la fuerza. Y entonces es cuando este
hombre es capaz de alabar a Dios con toda verdad
Yhumildad. Como decía David: "Mi sacrificio es un
90
André Louf

corazón contrito y humillado" (Sal 51, 19). De este


duro combate proviene la humildad, la contrición
del corazón, la benevolencia y la mansedumbre".

Este texto es uno de los más antiguos de la tradición


monástica de la que se ha dicho a menudo que habría con-
tribuido a la formación de una espiritualidad de hazañas
voluntaristas. Pero este texto basta de sobra para rechazar
esta interpretación. No puede haber ascesis ni esfuerzo o
compromiso cristiano que no conduzca infaliblemente a la
contrición de corazón; en ese punto cero el poder pascual
de Cristo despliega todas sus posibilidades y hace mara-
villas en la bajeza y la humildad del asceta o del militante,
maravillas que superan sus más generosos esfuerzos. En
ascesis resulta inútil hablar de heroísmo o de hazañas. No
hay más que maravillas, verdaderos milagros. Esto vale
para todas las formas de ascesis cristiana, tanto para el
celibato y el ayuno como para la obediencia y la entrega
al servicio de los demás. Es Dios quien hace en nosotros,
a menudo cuando menos lo esperamos, y cuando la expe-
riencia nos ha enseñado que supera totalmente nuestras
posibilidades. Basta entonces prestarse al milagro entre-
gándose a su poder, con la alegría inexpresable del cora-
zón quebrantado y contrito que se atreve a confiar en el de
Dios hasta la locura.
Volvamos un instante al sentido de la palabra ascesis,
en su uso cristiano y evangélico. En el griego clásico la
palabra significa: ejercicio, entrenamiento. ¿Para qué se
entrena uno en la ascesis? ¿Quiere decir que probamos
fuerzas para comprobar los límites del camino de la asce-
sis? Ciertamente no. La ascesis cristiana no da ninguna
importancia a la cuestión de saber hasta dónde llega nues-
tro aguante. Todo lo contrario. Sé trata más bien de probar
en nuestra propia carne cuán débiles somos. Entonces, ¿en
91
A merced de su gracia

qué nos entrenamos con la ascesis? No en nuestras fuer-


zas, sino en la gracia de Dios, en gustar sµ gracia.
Porque lo más importante en la ascesis es sentir qué
gracia se me concede en cada instante. Si puedo sentir
esta gracia y, por decirlo así, palparla, puedo compro-
meterme sin vacilar: celibato, ayuno, vigilias, etc. La
presencia de la gracia es la señal de que Dios me llama a
ello, y que su gracia no me faltará nunca. Pero si no estoy
seguro de esta gracia, ¿con qué derecho puedo obligar
a Dios a intervenir con un milagro? Sería una locura y
temeridad. Nadie puede practicar la ascesis sólo por su
propia autoridad, fervor o generosidad, sin estar interior-
mente seguro de que Dios le ha destinado de verdad esa
gracia. Entrenarse y rendirse a la gracia de Dios significa
estar en cada momento atento a la inclinación interior
que el Espíritu Santo despierta en nosotros en esta o
aquella dirección. Podemos estar seguros de que tales
inclinaciones nos son continuamente sugeridas por el
Espíritu, siempre de cara a hacernos más conformes con
Jesús y a su misterio pascual, pero hay que discernirlas e
identificarlas correctamente.
Por una parte, cada uno de nosotros recibe una gracia
personal muy precisa. La gracia de uno no nos enseña
nada sobre la gracia de otro. Lo que uno recibe no debe
necesariamente ser imitado por otro, si no le está desti-
nado. No sirve de nada querer superar la medida que
se ha recibido. También sería lamentable quedarse por
debajo de esta medida, lo cual sucede muy a menudo. Sin
embargo, Dios no cesa de distribuir su gracia pues nunca
se queda corto (cf. Is 59,1) cuando quiere renovar sus
maravillas con su pueblo.
Ahora surge una pregunta inevitable: ¿Cómo discernir
la medida de mi propia gracia? Esta pregunta plantea el
92
André Louf

problema capital de la diakrisis o discernimiento de espíri-


tus. Es evidente que el principiante en la experiencia espi-
ritual no es apenas capaz de hacerlo. Por esta razón, la
tradición rodea las prácticas ascéticas de condiciones muy
precisas. Ante todo subraya la necesidad de un director
espiritual que sea capaz de percibir alguna huella de la
gracia en nosotros y que nos ayude a vivir y a dialogar con
ella. Pues nada es más fácil que engañarse sobre la calidad
de las aspiraciones o inspiraciones interiores y atribuir a la
gracia lo que no es más que una ilusión de nuestro orgu-
llo o de nuestro egoísmo. Querer a todo precio seguir el
camino de la ascesis, sin haber sido invitado a ello por sig-
nos indudables de la gracia, sería exponemos a dar pasos
falsos y poner a prueba a Dios. Volveremos más adelante
sobre el acompañamiento espiritual.

El hombre restaurado

Acabamos de leer transcripto por la pluma de Evagrio


que la akedia debe transformarse en "un estado de paz y
una alegría inexpresable". Es el estado de acabamiento
humano y espiritual en el que no cesamos de crecer: la
medida del hombre perfecto en Jesucristo (Cf. Ef 4,13).
Evagrio y toda la tradición de los padres griegos le dan el
nombre de apatheia. Juan Casiano la llama integritas, integri-
dad. Esta última expresión es tal vez mejor, porque no se
trata de un estado en el que las pasiones del hombre estén
anonadadas, sino que por el contrario vuelven a encontrar
la integridad que tenían en su origen. Es el estado primitivo
cuando el alma no estaba todavía herida por las pasiones
que la desgarran en todos los sentidos. Los poderes y los
deseos del alma que en el origen han sido desorientados
por el pecado y que, bajo la violenta tempestad de la acedia,
93
A merced de su gracia

amenazaban con desintegrarse, vuelven a encontrar su


unidad. El hombre puede de nuevo ser todo de Dios.
No hay que olvidar sin embargo que esta gracia se
concede en lo hondo de la acedia y de la desesperación, en
un momento en el que la oración sube de profundis, de lo
profundo de una insondable angustia. No hace más que
desplegar esta angustia. Pide socorro e implora perdón.
Pero a medida que se purifica el corazón por la oración,
alcanza poco a poco el descanso y se reconcilia con la
debilidad y el pecado. Más aun: acaba por apartar los
ojos de su propia miseria para no contemplar más que el
rostro de la misericordia de Dios. La contrición se trans-
forma insensiblemente en alegría humilde y apacible, en
amor y acción de gracias. No se niega ni excusa ninguna
falta ni ningún pecado, pero son ahogados y sepultados
en la misericordia. Donde abundaba el pecado, super-
abundó la gracia (cf. Rom 5,20). Todo lo que el peca-
do había quebrado es restaurado por la gracia mucho
mejor que antes. La oración lleva todavía las hueflas del
pecado y de la miseria, sin duda para siempre, pero la
falta se convierte en adelante en una feliz falta, una felix
culpa, como cantamos en la Vigilia Pascual, una culpa-
bilidad que se entierra en el amor. Entre la contrición y
la acción de gracias no hay ya casi diferencia. Las dos
se compenetran y las lágrimas del arrepentimiento son
también lágrimas de amor. Poco a poco este sentimiento
alegre de contrición es el que predomina en la expe-
riencia espiritual. De esta ascesis de pobreza -patientia
pauperum- surge cada día un hombre nuevo, todo paz,
benevolencia y dulzura. Queda para siempre marcado
por el arrepentimiento, pero un arrepentimiento lleno de
alegría y de amor que aflora por todas partes y siempre,
y permanece en segundo plano de su búsqueda de Dios.
Este hombre ha alcanzado ya una paz profunda, pues
94
André Louf

fue ~uebrantado y reedificado en todo su ser por pura


gracia. Apenas se reconoce. Es diferente. En el mismo
instante en que tocó el abismo profundo del pecado, fue
precipitado al abismo de la misericordia. Ha aprendido
a entregar las armas ante Dios, a no defenderse ante él.
Está despojado y sin defensa. Ha renunciado a la justicia
personal y no tiene proyectos de santidad. Sus manos o
están vacías o sólo conservan su miseria, que se atreve a
exponer ante la misericordia. Dios se ha hecho verdade-
ramente Dios para él y nada más que Dios. Eso es lo que
quiere decir Salvator, Salvador del pecado. Incluso está
casi reconciliado con su pecado, como Dios se ha recon-
ciliado con él. Es feliz y agradecido porque es débil. No
busca su propia perfección. "Todos somos como impu-
ros, como paño inmundo todas nuestras obras justas"
(Is 64,5). Su justicia la tiene en Dios. No le quedan más
que sus heridas, cuidadas y curadas por la misericordia.
Ya sólo sabe dar gracias y alabar a Dios que realiza en él
sus maravillas.
Para sus hermanos y prójimos se ha convertido en un
amigo benevolente y dulce que comprende sus debili-
dades. No tiene ya confianza en sí mismo, sino sólo en
Dios. Vive totalmente invadido por el amor de Dios y
por su omnipotencia. Por eso es pobre también -pobre
de espíritu- y cercano a todos los pobres y a cualquier
forma de pobreza, espiritual y corporal. Es el primer
pecador -así lo piensa-, pero pecador perdonado. Por
eso sabe abrirse, como a un igual y a un hermano, a
todos los pecadores del mundo. Se siente cercano a ellos,
porque no se cree mejor que los demás. Su oración pre-
ferida es la del publicano, que se parece a su respiración
y al latir del corazón d~I mundo, su deseo más profundo
de salvación y curación: "Señor Jesús, ten piedad de mí,
pobre pecador".
95
A merced de su gracia

Sólo tiene un deseo: que Dios lo ponga tina vez más a


prueba para descubrir mejor su,@ercanía. Para urm vez más
poder abrazar la humilde paciencia con más amor todavía:
esta paciencia y esta humildad que lo hacen semejante a
Jesús y permiten a Dios que renueve en él sus maravillas.

96
Acompañamiento espiritual*

La conclusión del capítulo precedente señalaba la nece-


sidad de ayuda o acompañamiento para aprender a vivir
en contacto y armorúa con la gracia.
El capítulo presente va a tratar de las relaciones entre
dos personas, de las que una se esfuerza en enseñar a la
otra cómo buscar a Dios y vivir con él. Se le llama hoy, con
una expresión que parece menos autoritaria y más respe-
tuosa, acompañamiento espiritual.
El paso de una a otra expresión revela ya una de las
paradojas de nuestra época sobre la experiencia espiritual.
Por una parte, se constata cierta reticencia ante nociones
tales como padre espiritual y dirección espiritual, que se
evitan habitualmente con cuidado, sobre todo por todos
aquellos que durante mucho tiempo fueron obligados a
someterse a ella. No hablar de ello no es causa de objeción.
Algunos descubrimientos modernos, parecen invitarnos a

• Este capítulo apareció bajo el título "Geestelijke Begeleiding voor van-


daag'' en Benediktijns Tijdschrift XL, 1979, p. 122-136. También ha sido
publicado en Vie Consacrée, 1980, n. 6, p. 323-325 y 1981 , n. 1, p. 32-43 bajo
el título: "L'accompagnement spiritual aujourd'hui". Es la traducción de una
conferencia dada en neerlandés a los maestros y maestras de novicios de la
Orden de San Benito en Zundert (Países Bajos).

97
A merced de su gracia

este prudente silencio. ¿No debe ser cualquier creyente


responsable de su propia aventura espiritual? ¿Por qué
permanecer dependiente del juicio de otro? Otro que, en
el mejor de los casos, será siempre un extraño que habla
desde fuera y que, en el peor de los casos -lo que constitu-
ye siempre un peligro- violenta la conciencia de su inter-
locutor en vez de promover un espacio en el que pueda
desplegar la libertad del Espíritu Santo.
Sin embargo, nunca hasta ahora la petición de ayuda
espiritual ha sido tan grande ni tan urgente como hoy entre
los jóvenes y menos jóvenes. Son muchos los que en la Igle-
sia y fuera de ella, se sienten atraídos por alguna aventura
espiritual y buscan una guía o maestro, importunando a los
responsables de la Iglesia con sus preguntas. Sacerdotes,
religiosos, padres, laicos experimentados han tenido que
escuchar semejantes preguntas por parte de aquéllos y son
numerosos los que van a la búsqueda de una Palabra -un
rhema- como decían los Padres antiguos, en el sentido más
profundo del término. Muchos de nosotros no hemos sabido
responder a estas preguntas. Conocemos algunos principios
que nos enseñaron en el pasado o algunas recetas baratas que
hemos experimentado nosotros mismos con más o menos
éxito. Somos capaces de dar algunos golpecitos en la espalda
y evitar_con algún desplante responder a una pregunta un
poco profunda. Pero en el fondo, no tenemos verdadera res-
puesta, no por falta de sabiduría sino sencillamente por falta
de experiencia personal. ¿Cómo hablar de la gracia de Dios si
no la hemos experimentado en nosotros mismos?
Que tales preguntas no reciban respuesta o reciban
medias respuestas aparece como un punto sensible en
nuestra Iglesia de hoy. ¿Cómo extrañarse de que algunos
vayan hacia otras Iglesias cristianas, por ejemplo, aunque
su patrimonio respecto a este tema no sea diferente del
nuestro? O también hacia las tradiciones no cristianas de
98
André Louf

Oriente, que nunca han puesto en duda que la experiencia


interior no puede ser despertada y transmitida sino por la
intervención de un Maestro.
Un apotegma atribuido a san Antonio el Grande reco-
nocido por todos como el Padre de los monjes, circulaba
entre los primeros monjes del siglo IV, dice así:
"Conozco numerosos monjes que, a pesar de
vivir con una gran ascesis, han caído porque no
han tenido en cuenta el precepto que dice: Pre-
gunta a tú Padre, y él te lo enseñará".

Antonio recurre a la Palabra de Dios (Dt 32,7) para justifi-


car la necesidad de la dirección espiritual e insinuar que una
experiencia espiritual sin acompañamiento corre peligro.

Detectar la vida

¿De qué naturaleza es esta aventura espiritual que no


es privativa de los monjes, que en esto no se distinguen
de los demás creyentes, sino de la de todo bautizado que
quiere tomarse en serio el germen de vida depositado por
la gracia en el fondo de su ser? Se trata de un germen, de
una semilla. Por tanto, de una vida, es decir, de algo que,
en su mismo principio, debe moverse, crecer y desarrollar-
se, so pena de marchitarse y morir. La vida nunca es está-
tica. Evoluciona en un sentido u otro. Ahora bien, tomar
en serio una vida, es cultivarla, ponerse a su escucha,
rodearla de cuidados y quitar los obstáculos, alimentarla
y dejarla abrirse, desarrollarse plenamente.
Mucho más sencillo sería que la vida cristiana se redujese
a una catequesis, a la enseñanza de algunas verdades senci-
llas y absolutas. Bastaría entonces memorizarlas para sacar
de ellas, oportunamente, las consecuencias que se imponen.
99
A merced de su gracia

Igualmente, si la fe cristiana estuviese principalmente


constituida por un código de prohibiciones y de preceptos
al cual bastaría conformarse, o si consistiese en un gran-
dioso proyecto de acción o de conquista. Pero se trata de
mucho más, aunque la fe se exprese necesariamente en un
cuerpo de doctrina, engendre obligatoriamente un cierto
comportamien!o moral y empuje también al creyente a
un compromiso efectivo y concreto al servicio del Reino
desde aquí abajo. Pero antes que todo esto, y mucho más
profundamente, es una vida -la vida de Dios en nosotros-,
que puede ser ahogada por nuestros miembros de carne,
como se expresa la Biblia, es decir, por el orgullo de nues-
tro corazón y por un cuerpo indisciplinado: una vida que
debe abrirse un camino para progresar. Por otra parte, no
es en un docente, ni en un catequista, ni en un profesor
de moral -ni aun menos en un vigilante de moral-, ni
siquiera en un manager de grandes empresas espirituales,
en quien piensa el que busca una ayuda espiritual. Es en
primer lugar en una persona que conoce esta vida por
experiencia y que es capaz de transmitirla.
Pero la transmisión de una vida es un asunto de vida.
Nada más natural, nada menos sofisticado para la vida
que desarrollarse y propagarse. Se hace espontáneamen-
te transparencia, actúa por ósmosis. Entre los primeros
monjes, en los siglos IV y v, en el que el acompañamiento
espiritual constituía la pedagogía fundamental, circulaba
un apotegma o dicho bajo varias versiones. He aquí un
ejemplo del abad Poemen, uno de los más célebres abades
del desierto de Egipto:
"Un monje preguntó: «Viven conmigo varios
hermanos, ¿debo darles órdenes?» «En modo
alguno -respondió el abad-. Obra tú ·como de-
bes ; si quieren vivir de verdad, te verán». Pero el
100
André Louf

hermano respondió: «Pero ellos desean que les


dé órdenes precisas». Poemen respondió : «Bajo
ningún concepto. Sé para ellos un modelo, no un
legislador»".

Este rasgo de la tradición monástica cristiana recuerda


extrañamente a otro dicho tomado de la tradición hasí-
dica del judaísmo, en que un discípulo explica que le ha
bastado ver a su maestro atarse la sandalia para quedar
edificado. Un único gesto basta para entregar el mensaje.
Porque el guía es mucho más que el maestro; él mismo es
la enseñanza, su vida entera constituye el mensaje. La vida
despierta la vida. El anciano _o el acompañante se presta a
este misterio de vida no con lo que sabe y todavía menos
con lo que puede decir, sino sencillamente por lo que es y
lo que puede transmitir, en el sentido más fuerte de este
término, por la calidad de su ser que irradia sin que él lo
sepa y por las palabras que se le siguen.
El acompañamiento espiritual alcanza un grado de
profundidad de lo que se llama relaciones humanas, de las
que constituye un caso privilegiado, pues se trata de dos
seres que se enfrentan, llamados a hacer juntos un trozo de
camino y entre los que tiene que ocurrir un hecho impor-
tante. Una chispa de vida brotará de uno hacia otro. No
una vida cualquiera, sino la vida misma de Dios, la luz y
la fuerza de su Espíritu.
Acontecimiento espiritual que en ningún momento
podrá separarse de la densidad de la relación que une a
los dos. Esta densidad se encuentra al servicio del misterio
de la Palabra de Dios que una vez más se realizará, como
siempre, encarnándose en los hombres que somos. Por ello
es de importancia capital, en materia de acompañamiento
espiritual, la calidad de esta relación. Esta calidad de la
experiencia vivida en común permitirá al acontecimiento
101
A merced de su gracia

manifestarse y no su cantidad -como serían la frecuencia


de los contactos, el número y la longitud de las cartas o
encuentros- que, al contrario, en algunos casos, impedirán
que suceda algo y mantendrán a los dos compañeros en
una inmovilidad inoperante.
¿Es el acompañamiento espiritual una de las formas
más elevadas de la relación humana? Según el filósofo
danés Kierkegaard, el padre espiritual es más que un
amigo; Dante, hablando de Virgilio, su guía espiritual,
confiesa que para él es más que un_padre. La vieja pala-
bra céltica ananchara significa padre de mi alma; el lenguaje
budista usa la expresión lama, madre incomparable. Se puede
evocar también el término griego ortodoxo que designa al
monje como kaloiros, es decir, hermoso anciano, imagen que
sugiere a la vez sabiduría y calor.
¿Cuál es esta calidad de ser, al contacto de la cual brota la
vida? No tiene más que un nombre: se llama ágape, amor a
imagen de Dios y de su Hijo entre nosotros, con el que el que
acompaña a un hermano tiende a convertirse en un ícono.
Sobre el rostro de un hombre y a través de su obrar se termi-
na por percibir el amor de Dios con todo lo que connota de
ternura y firmeza. Uno se siente conmovido, transformado.
Parece como si una profundidad desconocida fuera cavada
en nosotros. A veces tenemos la impresión de saber por fin
lo que somos y para qué somos. Se nos revela un nuevo
nombre, el nuestro, el verdadero. Es como un renacer, un
engendrarnos a la verdadera vida. La fuerza de tal conmo-
ción explica por qué, desde las primeras generaciones cris-
tianas, se utiliza para describirlo los términos de paterrúdad
y materrúdad. Sin embargo, Jesús parecía haber pedido lo
contrario: "No se hagan llamar padre, ni maestro ... uno sólo
es el Padre de ustedes, uno sólo es el Maestro". Ya san Pablo,
en varios pasajes de sus cartas, describe su actividad de após-
tol como la de un padre e incluso como la de una madre.
102
André Louf

Es padre, pretende, porque por el evangelio ha engendrado


hijos en Cristo Jesús (cf. 1 Cor 4,14-16). Pero es madre tam-
bién porque, corno confiesa en otra parte, sufre en su cuerpo
dolores de parto hasta que Cristo se forme en sus hermanos
(cf. Gál 4,19). Padre y madre a la vez, a imagen de Dios que es
padre por encima de toda paternidad y madre también por
encima de toda maternidad de aquí abajo.
Jesús pedía sólo no hacerse llamar padre. Y ésta es la con-
dición esencial para un acompañamiento fructuoso. Nadie se
arroga una paternidad por sí mismo. Sucede precisamente
lo contrario. No es el padre el que elige a su discípulo, sino el
discípulo el que elige a su padre, a veces después de haberlo
buscado mucho tiempo. En cierto sentido se puede incluso
decir que pertenece al hijo hacer brotar una paternidad y
al discípulo permitir al maestro que se revele. Habrá pues
una actitud de discípulo absolutamente indispensable para
que el acontecimiento pueda producirse. Esta actitud será
de total disponibilidad, de apertura, de espera que consiga
despertar en otro al guía y maestro que duerme todavía. Un
dicho de los antiguos monjes decía un poco abruptamente:
"¿Por qué los monjes de hoy no tienen ya palabras que ofre-
cer?". Dicho cristiano que recuerda un dicho hindú: "Cuan-
do el discípulo está pronto, aparece el maestro".
Existe, en efecto, una cierta correlación y una muy sutil
reciprocidad entre el discípulo y el maestro. La clave de
nuestro ser profundo, la llevarnos en nosotros mismos, pero
somos incapaces de desarrollarla por nosotros mismos.
Necesitarnos una palabra venida de fuera que repercuta
en nosotros y despierte una armonia, un acorde profundo.
Es lo que el discípulo espera del maestro. Espera ver su
propio misterio desvelado por otro. Esta capacidad de des-
velamiento la adivina y la presiente en el que está a punto
de elegir corno guía, porque, coincide con su más secreta
profundidad, con lo mejor de sí mismo que no conoce más
103
A merced de su gracia

que confusamente. Por esta razón cada uno está destinado


a tener un maestro y no otro. Porque lo que el maestro dirá
-incluso sin expresarlo-, lo que hará experimentar y aflo-
rar en el espíritu de su discípulo, brotará en realidad de su
mismo corazón. Por eso, las palabras o los gestos del maes-
tro no son importantes por su contenido objetivo; incluso
podrán ser simbólicos. Lo que importa es la clave interior de
cada uno, el maestro interior despertado en el corazón del
discípulo, por el cual su ser profundo recibe vida y forma.
Hablamos de una experiencia de la vida de fe, es decir,
regida por los principios dinámicos de la fe. La clave
interior, o el maestro interior del que se trata aquí, es un
creyente. ¿Quién es, si no el Espíritu Santo, en persona,
infaliblemente presente, dado de antemano y antes de cual-
quier veleidad espiritual, el que progresivamente dirige
el proceso interior y lo orienta según el designio de Dios?
La acción del Espíritu Santo no dispensa sin embargo del
testigo exterior que está para testimoniar su acción y para
ayudar a discernirla correctamente.
La razón de ser de la paternidad espiritual es favorecer el
nacimiento de esta vida nueva, de la nueva criatura en el Espí-
ritu Santo. Se trata de acompañar atentamente el paso pro-
gresivo de aquél que el Nuevo Testamento llama el "hombre
viejo" hacia el "hombre nuevo". La psicología ha iluminado
el proceso análogo que se desarrolla a nivel psicológico. Lle-
gar a ser adulto supone un paso continuo del "yo" superficial
al "yo" profundo, así como una profunda integración del
inconsciente en la vida diaria consciente. En todo hombre se
esconde un tesoro secreto del que debe adquirir conciencia,
que debe ser purificado y asumido para que pueda fructifi-
car. Así es como la vida crece en nosotros, como un árbol que
cada año da numerosas flores y nuevos frutos. Se libera en
nosotros una verdad más profunda, que debe integrarse en
nuestra vida y hasta en nuestra manera de vivir el amor. Esta
104
André Louf

evolución continua es el índice de que la vida sigue actuando


en nosotros, que no está ni paralizada ni inmovilizada, sino
que siempre es capaz de dar nuevos frutos.
La vida nueva en el Espíritu Santo progresa y se desa-
rrolla de la misma manera. Como decía san Pablo: hasta
alcanzar la estatura "del hombre perfecto, la madurez de la
plenitud de Cristo" (Ef 4,13). El crecimiento de este hombre
nuevo estará ligado a la realidad psicológica de cada uno;
y esto es difícil de controlar. El guía espiritual lo tendrá en
cuenta. No podrá nunca discernir claramente entre lo que
es puro dato psicológico y lo que viene del Espíritu Santo.
Un cirujano puede distinguír entre un nervio, un músculo
y una vena. Cuando se trata de la vida interior, este dis-
cernimiento no es posible. Todo dato es en primer lugar
psicológico, pero al mismo tiempo está en armonía o en dis-
cordancia con el Espíritu. Lo que quiere decir que la acción
del Espíritu Santo puede apoyarse tanto en los elementos
oscuros como sobre los elementos luminosos de la persona-
lidad. El equilibrio psicológico no es nunca condición sine
qua non de progreso espiritual, y un handicap psicológico no
es nunca un obstáculo insuperable. Lo importante es discer-
nir cómo los elementos oscuros y los luminosos trabajan y
en qué dirección se desarrollan, positiva o negativamente y
si están al servicio del amor
Éste es el desafío de la paternidad espiritual, que trata
de acompañar este proceso e iluminarlo. En otras palabras,
se trata del descubrimiento de lo que hoy se llama interio-
ridad, presente en cada hombre, su ser y su realidad más
profundas, su mismo fundamento. Somos incapaces por
nosotros mismos de hacer aflorar este fondo, de despertar
esta nueva sensibilidad para los valores espirituales.
Hay que estar sobre el camino. Necesitamos una pala-
bra que ilumine esta nueva situación, para que podamos

105
A merced de su gracia

descubrir y reconocer en ella la mejor parte de nosotros


mismos. En ese sentido, el acompañamiento espiritual se
acerca a lo que Sócrates llamaba la maieutica. Podría tam-
bién llamarse obstetricia espiritual; el guía se parece un
poco a una comadrona.
Thornas Merton, en uno de sus últimos escritos (Final
Integration. Towards a monastic Therapy), propone corno obje-
tivo de la vida monástica ser fully born, ser nacido totalmente.
Por esto entiende ser capaz de vivir a partir de la experiencia
interior, que se discierne y se siente brotar del ser profundo.
Cuando esta integración tiene lugar, se convierte en fuente
de gran madurez y de prudencia. Porque la profundidad del
hombre es más universal que el yo empírico y superficial.
Cuando el hombre ha tocado el fondo de su ser, ha adquiri-
do una dimensión cósmica, se ha hecho hombre perfecto, ha
alcanzado una identidad integral más amplia que la de su
pequeño yo limitado que no es más que un fragmento de su
ser verdadero. Entonces ya puede identificarse con todos los
hombres y participar de su vida. Se ha hecho hombre univer-
sal, fuente de amor para todos, porque es capaz de sentir el
amor y el sufrimiento de cada uno y sin embargo permanecer
libre de todos. Ha tocado en el fondo de su ser la fuente de la
verdadera libertad que es el Espíritu Santo. No se guía ya por
su generosidad exterior o por nobles sentimientos, ni tampo-
co por la fría inteligencia. En adelante sabe vivir espontánea
y gratuitamente a partir de su interioridad y de su fuente
profunda, allí donde Dios lo habita y lo conduce. La esponta-
neidad interior es señal de libertad interior. En este sentido
hay que entender la palabra de Agustín: Ama et Jac quod vis,
arna y haz lo que quieras. Basta amar cada día más.
Ahora nos resulta fácil responder a una pregunta que
se nos plantea a menudo: ¿Se puede prescindir del acom-
pañamiento espiritual? Ciertamente. Dios siempre puede
conducir a alguíen directamente, pero de ordinario no
106
André Louf

actúa así. Al que desea penetrar sinceramente en el espesor


de la experiencia espiritual, se le impone un cierto acompa-
ñamiento por otro hermano. Y no sólo al comienzo donde
se concibe más fácilmente la necesidad de cierta iniciación,
sino también más tarde y sobre todo cada vez que, bajo la
acción del Espíritu Santo, somos invitados a dar un paso
adelante en el camino hacia Dios. Porque es como un techo
que hay que superar, como un nuevo escalón de la vida
al que hay que llegar. Alrededor del promontorio que hay
que doblar, se amontonan las mismas dudas, se levantan
las mismas trampas; hay que aportar ilusiones, evitar arre-
cifes y siempre, en el dédalo de las innumerables y sutiles
reacciones de nuestro orgullo asombrado y herido a la vez,
pronto herido de muerte, detectar ese hilo tenue de la gra-
cia, la suave y casi imperceptible moción del Espíritu para
abrirse, dejarse prender por ella y ser llevado allí donde no
se pensaba, donde muy a menudo no se hubiera querido ir,
hacia lo que el ojo no ha visto, ni el oído escuchado, hacia lo
que nunca ha subido al corazón del hombre.
Pero cada vez -y esto es una certeza de fe- el guía estará allí.
Si estamos prontos, Dios nos lo pondrá en nuestro camino. El
más pobre, el último de nuestros hermanos o hermanas puede
darnos la sorpresa de la Palabra de Dios, a condición de que
sepamos esperar.

Manifestar los deseos


Como acabamos de ver, la calidad del acompañamiento
espiritual depende de la calidad de la relación humana y
la calidad de toda relación humana refleja en buena parte
la calidad del diálogo que se establece entre dos personas.
La tradición es unánime en este punto: el acompañamien-
to tiene por base el diálogo. El discípulo pregunta a su
padre y espera de él una palabra que éste está obligado a
107
A merced de su gracia

darle. El contenido de este diálogo está bien determinado:


se le llama a menudo apertura del corazón o manifestación de
los pensamientos: ¿De qué se trata?
Ante todo precisemos que conviene mantener sepa-
rados acompañamiento espiritual y sacramento de la
reconciliación. Al sacerdote, ministro del sacramento, se
le confiesan los pecados cometidos de los que se pide la
absolución. Al padre espiritual, fuera de todo contexto
sacramental, puesto que nada impide que sea un laico, se
le manifiestan los deseos y tendencias que aparecen en el
corazón y la imaginación, aunque no se haya cometido
ningún pecado, ni interior, ni exterior. La confesión puede
ser el punto de partida de un encuentro que eventualmen-
te puede seguirla, pero no es indispensable. La confesión
queda terminada con la absolución.
El encuentro espiritual no necesariamente debe conti-
nuarse con la confesión. En la mayoría de los casos no es
así. Por eso no es necesario que el guía espiritual sea sacer-
dote. El acompañamiento espiritual no tiene nada que ver
con el sacerdocio. Un laico, hombre o mujer, que tenga
experiencia personal de la vida del Espíritu Santo, puede
encargarse tan bien corno un sacerdote, y ciertamente
mejor que uno que no tenga experiencia o tenga muy
poca. A un guía espiritual no se le dicen en primer lugar
los pecados cometidos, sino más bien lo que los ancianos
llaman pensamientos o logismoi. La traducción es ambigua.
No se trata tanto de lo que pensarnos, sino más bien de lo
que sentimos, de aquello hacia lo que tendemos: sentimien-
tos, deseos, inclinaciones que surgen incontroladas en el
corazón y la imaginación, aunque no nos lleven o muy
raramente lo hagan, a verdaderos pecados.
El término "confesión" es pues en este contexto erró-
neo, sobre todo en su significado sacramental. Se trata
108
André Louf

únicamente de sacar a la luz, de descubrirse en presencia


del interlocutor. El que abre así su corazón no pide una
absolución, ni tampoco un aliento ni una palabra confor-
tadora, aunque lo parezca. Volveremos a hablar de ello.
Pide ante todo ser aceptado; poder expresar a otro deseos
y sentimientos tanto tiempo reprimidos y rechazados es
para él un acontecimiento extraordinario, que en sí mismo
representa un alivio enorme porque ya no está solo con
ellos. Le es posible confiarlos a otro, que los acoge apaci-
blemente y con amor. En efecto, acoger los sentimientos de
los demás, es ante todo una cuestión de amor.
Los primeros momentos del encuentro, cuando los
sentimientos más difíciles salen por fin a la superficie, son
siempre los más importantes. La calidad y autenticidad del
amor en el acompañante (y se puede decir aqui en el padre)
se ponen a prueba. Muchos guías cometen la grave falta de
hablar demasiado pronto, para censurar o para confirmar.
En el capítulo siguiente explicaremos en qué consiste este
error táctico. Basta subrayar aqui que la escucha atenta
y benevolente de lo que se confía tiene una importancia
determinante para la continuación de la relación. Una vez
más, no se trata en modo alguno de aprobar o de condenar
las inclinaciones o deseos que se despiertan. Se trata única-
mente de aceptar a esta persona tal como se presenta, inclu-
so afligida por sentimientos que no puede expresar más que
con dificultad. Tiene el derecho de ser tal como es, tal como
se siente y tal como se muestra. Con sus deseos; el que sean
buenos o malos no debe de tenerse en cuenta de momento,
aunque se expresen en un lenguaje muy confuso.
Éste es el problema más delicado del acompañamiento
espiritual: detrás de esta confusión, aparentemente inacep-
table, se ocultan sentimientos humanos insatisfechos y
difíciles de expresar que, no sólo son fundamentales, sino
vitales y profundamente sanos. Que esos deseos se expresen
109
A merced de su gracia

de momento de una.manera confusa no es más que un mal


relativo que se explica, la mayoría de las veces, por la torpe-
za y la falta de experiencia, unidos a accidentes del pasado
y a las malformaciones resultantes de ello y de las que nin-
guna responsabilidad alcanza a la víctima. Lo que hay de
profundamente sano en la persona en primer lugar debe ser
francamente reconocido a través de la confusión de algunos
deseos o fantasmas, escuchado y, en la medida posible,
aprovechado en su verdad profunda._Ésta es la única posi-
bilidad de ponernos en contacto con la misericordia de Dios
y con la gracia que aprovechan al hombre, hasta en su más
profunda debilidad, hasta curarlo si es necesario.
Es conocido el consejo que san Benito da al abad: odiará
los defectos, pero amará a los hermanos; oderit vitia, diligat
fratres (Regla de san Benito c. 64,11). El hermano debe sentirse
amado por el abad, a pesar de su debilidad y en el corazón
mismo de su debilidad. Es amable tal como es, sin más. No
hay condiciones impuestas para tener derecho al amor, ni
faltas imperdonables que hagan perder el amor. Con Dios
tampoco. El padre espiritual se convierte en el ícono del
Padre de los cielos que hace salir el sol sobre malos y bue-
nos (d. Mt 5,45). Ícono de Jesús también, que no ha venido
a llamar a los justos, sino a los pecadores (d. Me 2,17).
El hecho de que sentimientos y deseos largo tiempo repri-
midos puedan por fin llegar a la superficie en el encuentro
espiritual es importante por una razón todavía más pro-
funda: tal vez sea la primera vez que estamos a punto de
conocer nuestros deseos más profundos, lo que es absoluta-
mente necesario, si queremos que la gracia dé un día frutos
en nosotros. Porque nuestros deseos más profundos no son
de tipo racional; no se sitúan tampoco a nivel de nuestra
voluntad o de nuestras facultades de obrar. La gracia des-
ciende mucho más profundamente en el hombre. Alcanza
a sus deseos más secretos y donde todavía están totalmente
110
André Louf

sin manifestar, donde se siente más vulnerable y ha sido de


hecho más herido, donde se sabe increíblemente débil. Allí
donde, según san Pablo, la carne lucha contra el Espíritu y
el Espíritu contra la carne (cf. Gal 5,17). La carne, según san
Pablo, debe entenderse en el sentido amplio de nuestros
deseos profundos. Éstos constituyen el punto de contacto
entre la gracia de Dios y la persona humana, el punto de
impacto en el que el Espíritu y la carne se enfrentan con
deseos contrarios. Pero es también el lugar donde podemos
estar absolutamente seguros de encontrar la gracia. Para
escuchar en nosotros los deseos del Espíritu, primero deben
salir a superficie los deseos de la carne y hacerse percep-
tibles. Allí donde la carne no se percibiese, ¿cómo podría
percibirse el Espíritu que lucha sin cesar contra la carne? He
aquí por qué es de tanta importancia enfrentarse a los deseos
más profundos, atreverse a mirarlos de frente, sin miedo y
también sin temeridad, para que el impulso profundo del
Espíritu pueda, también él, surgir y manifestarse. Esta es la
intención del padre espíritual: acercarnos a sentimientos y
deseos más profundos, para acercarnos al Espíritu Santo.

La censura interior

Hemos visto más arriba que el papel del acompañante


consiste en despertar en su discípulo al Maestro interior,
es decir, en el caso que nos ocupa, al Espíritu Santo. Antes
de llegar ahí, entrara inevitablemente en conflicto con
una instancia interior que, en cada uno de nosotros, es
el enemigo jurado del Maestro interior. Llamamos a esta
instancia la censura interior o el gendarme interior. Uno
de los primeros papeles del acompañante, a lo largo del
encuentro, será desenmascarar este gendarme interior.
El lector que tenga nociones de psicología habrá ya
comprendido lo que apuntamos con la expresión: gendarme
111
A merced de su gracia

interior. Se trata del super-ego, estructura necesaria de


toda psyqué humana, que juega un papel preponderante
en nuestra vida moral. Nadie escapa de su influencia y
el resultado puede ser paralizante o liberador. El super-
ego también debe ser apropiado y curado por la gracia.
Actúa como una instancia inconsciente que ejerce cierta
autoridad sobre nuestras opciones concretas. Es como la
cristalización de los recuerdos que la autoridad ejercida
sobre nosotros, sobre todo en nuestra primera infancia,
nos ha dejado. Hoy todavía escuchamos, sin saberlo, el
eco desaprobador o alentador de órdenes, de mandatos
o prohibiciones recibidas, de castigos que se nos impusie-
ron y sentimientos de culpabilidad que nos han aplastado.
Resulta inútil decir que la figura de nuestro padre, o más
bien las huellas que nuestro padre, con razón o sin ella,
ha dejado en nosotros, han jugado un papel determinante
en la formación de este super-ego. Pero también las hue-
llas de todos aquellos que han ejercido alguna autoridad
sobre nosotros: docentes, responsables de movimientos
de juventud, sacerdotes, nos han dejado su marca para
bien o mal. Corno en otro tiempo bajo el control más o
menos severo de mi padre, así me encuentro hoy bajo la
influencia también apremiante de esta instancia interior a
la que llamarnos gendarme interior. Juega un papel de un
espantapájaros que me prohfbe ciertas cosas, me impide
acertar y a veces me hace fracasar. Me amenaza y me ins-
pira temor, me castiga y abofetea, suscita el sentimiento de
falta y de vergüenza.
Si tenernos dificultad en desvelar nuestros sentimien-
tos y nuestros deseos, en primer lugar no es porque sean
malos, sino porque nos sentimos inconscientemente juz-
gados en ellos por nuestro gendarme interior. Sentirse
intimidado o avergonzado ante el consejero espiritual pro-
viene de atribuirle juicios de valor que nosotros sufrimos
112
André Louf

a cada instante por el hecho de nuestra censura interior.


Esta identificación del gendarme interior con el padre
espiritual que sin saberlo hace el discípulo, encierra en sí,
por una parte, la posibilidad de una verdadera liberación
y por otra, el peligro de un fracaso sin ninguna esperanza.
Peligro considerablemente agravado a poco que el acom-
pañante ocupe inconscientemente el lugar del gendarme
interior, agrandando y reforzando la influencia nefasta de
este último, aunque sea con la mejor intención.
Esto sucede muy pronto y más a menudo de lo que
se piensa y en la mayoría de los casos mucho antes de lo
que uno se figura. Por otra parte, si la entrevista espiritual
nos lleva a la libre manifestación de los deseos y de los
sentimientos más profundos, hay pocas posibilidades de
éxito. Consideremos el desarrollo clásico de un encuentro
espiritual tal como ocurría hace algunos años, sin que por
ello neguemos que haya dado a menudo fruto. Era grande
el peligro de que el acompañante ocupase el lugar el lugar
de gendarme interior.
Se trataba ante todo de inculcar algunas fuertes convic-
ciones al hijo espiritual. El acompañante proponía pues un
ideal atractivo. La juventud, ¿no debe soñar con un ideal
y aplicarse a llevarlo a cabo? La voluntad del candidato
era poderosamente estimulada. Si caía, se lo animaba. Si
daba un resbalón o paso en falso, se le recordaba el reper-
torio clásico de amenazas, en el que el concepto de pecado
mortal ocupaba un lugar obligado e irremplazable. En el
mejor de los casos y para favorecer la curación, se trazaba
un plan concreto de mortificación en el que la práctica de
entrenarse en cosas penosas y difíciles para no volver a
caer en la tentación ocupaba la mayor parte. Todo esto,
es verdad, con la ayuda de la gracia de Dios, que se supo-
nía siempre, pero que se destacaba muy poco a través de
semejante estrategia.
113
A merced de su gracia

El punto neurálgico de un acompañanúento espiritual


de este tipo es que el acompañante toma el relevo del
super-ego, del gendarme interior de su discípulo. Juntos
corren el peligro de no alcanzar nunca al Maestro interior,
ni la gracia del Espíritu Santo, fuente de la verdadera
libertad. Este acompañante no sólo no hará nunca desper-
tar a la vida, sino que aumentará la ansiedad y fortificará
la censura interior, incluso aunque tenga a menudo la
palabra libertad en la boca. Porque el concepto de libertad
puede también emplearse bajo el tono de obligación, lo
que haría la situación más confusa todavía.
Adoptar el papel de gendarme interior a lo largo de
una entrevista es cosa relativamente frecuente y de difícil
prevención. Éste es el caso del acompañante que se per-
núte decir: "Otra vez es culpa tuya", "debería darte ver-
güenza", "tu debilidad no adnúte excusa". Pero lo núsmo
ocurre, y con un efecto tan funesto, si aprueba o confirma
generosamente: "Bravo", "muy bien", "no hay nada malo
en eso", "tu intención era buena", "hoy esto está pernúti-
do", pues tales palabras le van muy bien al super-ego. Si
el acompañante se deja arrastrar, siempre estará preso en
la núsma trampa. Le faltará perspectiva y se colocará en el
papel del que decreta lo que puede o no puede hacerse, lo
que está pernútido o prohibido. Toma pura y simplemente
el relevo del gendarme interior.
El caso del escrupuloso es típico. Este hombre se encuen-
tra literalmente aplastado bajo la censura interior, incapaz
de elegir entre el bien y el mal. Una sola cosa le resulta
posible: ejecutar con temor y temblor los imperativos de la
instancia interior, eventualmente incluso en contra del sen-
tido común, lo que percibe a menudo con evidencia. Para
ayudar a este hombre es inútil apaciguar sus escrúpulos
con palabras como éstas: "eso no es malo", "no has queri-
do verdaderamente hacer eso", "no eras totalmente libre
114
André Louf

en ese momento". La experiencia enseña que la tregua es


de corta duración. No es extraño. Hablando de esta mane-
ra el acompañante se identifica con el gendarme interior.
Allí donde éste ordinariamente condena, pronuncia ahora
una absolución. Pero la calma relativa que sigue no dura.
Apenas se da la vuelta, vuelve la angustia a galope; el ver-
dugo interior vuelve a trabajar y todo vuelve a empezar
desde el principio. ¿Cómo ayudar a la persona que está
bajo la coacción de su gendarme interior, incluso aunque
no sea siempre tan fuerte como es el caso del escrupuloso?
Lo primero que importa es la calidad de la relación, lo que
supone una verdadera dosis de verdadero amor. En el dis-
cípulo, el afecto se manifiesta por una profunda confianza.
En el acompañante, por su objetividad y por su capacidad
de escucha y de evaluación. Sólo entonces el lazo afectivo
entre el maestro y el discípulo podrá gradualmente con-
trapesar el lazo que encadena al discípulo a su super-ego,
porque este último lazo, por muy tejido de culpabilidad
y de temor que esté, está también investido de afecto. Lo
que antes nos estaba mandado o prohibido por nuestros
padres, o por cualquier autoridad, se relacionaba con el
afecto que recibíamos de ellos. Detrás de todo sentimiento
de angustia inculcado por el gendarme interior, resuena el
eco de lo que se había percibido antes implícitamente en
las órdenes recibidas: "Si no te portas como te digo, no te
querré más" . Por eso el lazo afectivo en la relación entre
acompañante y discípulo tiene tanta importancia. Porque
sólo un verdadero amor podrá cuestionar la posición de
fuerza ocupada por el gendarme interior.
Apoyándose en ese afecto, el acompañante tendrá que
neutralizar al gendarme int_erior del discípulo. Por otra
parte, sabe de antemano que este gendarme acabará por
tomarla con él. Primero tratará de atraerlo, de cederle el
puesto. Como hemos visto más arriba, el acompañante
115
A merced de su gracia

procurará no caer en la trampa. Evitará todo lo que pueda


llevarlo a ella. Cuidará su lenguaje o su vocabulario evi-
tando frases como: "En suma, deberías ... ", "así es como
deberían ser las cosas" .
No suscitará angustia ni culpabilidad, pero tampoco
excusará. De esta manera, tendrá posibilidad de que la cen-
sura interior afloje su dominio sobre la víctima. Su dinámi-
ca se debilitará y morirá. Ya sólo golpeará en el vacío.
Vendrá un tiempo en el que el acompañante podrá, en
el centro mismo de la relación, dar el golpe de gracia al
gendarme interior del otro y desestimarlo. ¿De qué mane-
ra? Imposible describirlo, pero de hecho es lo que sucede.
Esto ocurre sencillamente en el caminar de la vida y escapa
a la previsión del acompañante; chispa de vida y libertad
que se comunica al otro. Viene sencillamente de la vida
y de un comienzo de verdadera libertad que desborda al
acompañante. Se le concede de pronto apartar al gendar-
me interior y llegar a un nivel mucho más profundo de
la personalidad, allí donde la verdadera vida se oculta
detrás de esa pantalla de vergüenza y de angustia. Su arte
consiste en liberar esa vida y confirmar lo que se oculta
tras ese escrúpulo que, a primera vista, parecía ser un mal.
Porque el mal absoluto es raro entre los hombres. En la
mayoría de los casos, el mal no es más que un bien retor-
cido y deformado. El arte del padre espiritual consiste en
enderezar con amor lo que está torcido. Tan pronto corno
se endereza la distorsión, el mal se desvanece y puede
brotar libremente la verdadera vida. Entonces es evidente
que el pecado no estaba allí donde teníamos la costumbre
de ponerlo. Igualmente, el bien no se encontraba siempre
allí donde lo buscábamos habitualmente. El bien y el mal
estaban en otra parte. No en la superficie de nuestra per-
sonalidad, sino mucho más profundamente. En un lugar
donde Dios está presente en nosotros. Sin la luz y la rnira-
116
André Louf

da de Dios, no seríamos capaces de identificarlos en noso-


tros mismos y todavía menos en los demás: "No juzguen
para no ser juzgados" (Mt 7,1).
Lo que acabamos de describir no sucede de golpe desde
el primer encuentro. Compromete el proceso de toda una
vida. El padre espiritual no es el actor principal; se presta
solamente al trabajo del poder de Dios en él. El golpe de
gracia dado a esta malformación será finalmente el fruto de
la Palabra de Dios, de su Espíritu, de su Amor increíble. Ser
acogido tal como uno .es en el afecto del padre espiritual,
con todos los pecados y la debilidad, es el signo -nos atre-
vemos a decir el sacramento- de la acogida que nos hace la
misericordia de Dios. Allí donde se encuentra el amor, se
encuentra también una alegría inexpresable. Allí también
volvemos a encontrar el auténtico penthos, el arrepenti-
miento según el evangelio. Nada hay más liberador ni más
constructivo que el verdadero arrepentimiento que no tiene
nada en común con los sentimientos de culpabilidad que
despierta el gendarme interior. Este último es el que, sin
duda alguna, cierra el camino al verdadero arrepentimien-
to. El sentimiento psicológico de culpabilidad y el conoci-
miento evangélico de nuestro pecado son dos cosas radi-
calmente diferentes. El verdadero arrepentimiento se acoge
en el amor y con infinita gratitud en el corazón de nuestra
debilidad y de nuestro pecado. Porque la fuerza de Dios no
se manifiesta en otra parte, sino en nuestra debilidad.
Una vez fuera de combate el gendarme interior, el
acompañante puede sin dificultad hacerse cargo de la
situación. Hay que escuchar al verdadero acompañante,
el Espíritu Santo, ante el cual el guía humano podrá muy
pronto retirarse. Esto se podrá hacer sin peligro cuando el
discípulo haya establecido contacto con el Espíritu y haya
aprendido, a partir de ese contacto, a vivir como hombre
libre. Estamos entonces en la fuente de la conciencia cristiana
117
A merced de su gracia

de la verdadera libertad: "Todos los que son guiados por


el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rom 8,14).

El Dios espejo
Junto al gendarme interior, llevamos dentro de nosotros
otro ídolo que nos impide vivir según la gracia y que un
acompañamiento espiritual desafortunado podría reforzar.
Se trata de la imagen idealizada de sí, imagen que se refleja
como en un espejo, que uno se ha creado a Jo largo de los
años, y a la cual se puede estar tan apasionadamente ape-
gado como avasallado por el gendarme interior.
Todo el mundo recuerda el mito de Narciso, enamorado
de su propia imagen reflejada en un estanque y ahogado
porque quiso abrazarla. Este mito es la expresión simbólica
de un elemento fundamental de nuestra condición humana.
La imagen ideal de nosotros mismos es siempre más bella
que la realidad, ideal humano, pero también a veces espiri-
tual, llevado a las nubes. Todo lo que hago o dejo de hacer,
todo aquello en lo que acierto o no acierto, pasa inconscien-
temente a la cuenta de esta imagen reflejada de mí mismo.
Deseoso a cualquier preci_o de Jo que no soy en realidad,
rehúso a ser tal como soy. Mi imagen-espejo es el consuelo
fácil por el que trato como puedo de enfrentarme a la vida.
Incluso si apenas es exitosa, me queda siempre el consuelo
de atisbar esta imagen-espejo a la que apunto.
El acompañante se encuentra aquí ante una delicada rea-
lidad. Corre de nuevo un peligro de ser un guía espiritual
demasiado cándido que favorezca la influencia de la imagen
espejo. Inconscientemente la asumirá e intervendrá a partir
de ella: aplaudirá cuando actúe de acuerdo con su imagen,
censurará en el caso contrario. Por otra parte no es culpa suya
asumir la imagen reflejada de su discípulo. Desde el comien-
118
André Louf

zo, éste se ha arreglado inconscientemente para que así sea.


Se ha presentado a su guía, espejo en mano, con los rasgos de
esta imagen idealizada que se ha creado para su uso. Y como
no hay nada más tranquilizador para los dos compañeros de
diálogo, el acompañante no tarda en caer en la trampa. A
partir de ese momento se pone al servicio de la imagen-espe-
jo y se anexiona a la problemática de su dirigido.
Pero la pedagogía de Dios va precisamente en sentido
inverso. Dios se empeña en romper el espejo y la imagen.
Cuando esto sucede, puede tener consecuencias graves.
Fue preciso que san Pablo cayese en tierra y quedase ciego
durante tres días; para ser apóstol, no podía ya vivir mirán-
dose en el espejo de la perfección judía. Al contrario, tenía
que reconciliarse con su debilidad y sus límites, e incluso
con la ambigüedad de su pecado. Esto no hubiera podído
suceder antes de que encontrase a Jesús, pero ocurrió sin tar-
danza en el mismo instante en que se le apareció. Como para
Pablo y otros muchos convertidos, en el momento en que
el espejo y la imagen se rompen, se abre una crisis terrible.
Nos parece haber perdído todo punto de apoyo y estamos
como sacudídos hasta nuestros cimientos. Es como si el
suelo desapareciese bajo nuestros pies, ese suelo sobre el que
habíamos edificado nuestra personalidad. En esos momen-
tos, la experiencia espiritual puede alcanzar el hundímiento
psicológico. Peligro que no se puede conjurar sino por lo que
se nos revela en el mismo instante: el amor y la misericordía
infinitos de Dios. En una palabra, la gracia. A partir de esta
experiencia, Pablo podrá afirmar más tarde con convicción:
"Por la gracia de Dios soy lo que soy" (1 Cor 15,10).
En este instante decisivo, el papel del acompañante se
limita a trabajar para favorecer el encuentro con Dios o al
menos para mantener abierto el camino. Porque desde que
el espejo y su imagen idealista se rompen, el camino ya está
realmente abierto. Resistirá a la tentación de reunir los trozos

119
A merced de su gracia

de este ídolo para intentar restaurarlo. Nada sería más funes-


to aunque su interlocutor encontrase en el primer momento
un notable alivio. No hay que reconstruír un nuevo ídolo bajo
ningún pretexto. Al contrario, debe aprender a permanecer
junto a los trozos de su primer ídolo, sin amargura, apacible
y totalmente abandonado, con el corazón pronto, desbor-
dante de agradecimiento y de esperanza. En la mayoría de
los casos, en esta crisis, la paz, el abandono y la afectuosa
comprensión de su guía lo ayudarán a ello.
En efecto, ésta será la primera señal del amor de Dios y
el canal por el que se manifestará al discípulo desampara-
do. Cuando el espejo con su imagen idealizada está hecho
pedazos, queda abierto el camino hacia Dios. Y eso es lo
más importante porque el misterio profundo del hombre
no descansa más que en la imagen idealizada que se ha
formado él mismo. Se abisma mucho más profundamente
en él y sólo puede serle revelado por otro en un clima de
amor. A menudo es el padre espiritual a quien encuentra en
su camino. Mucho dependerá del contacto que establezca
con él. A través de las palabras de su guía, reflejadas en
su mirada y por su amor, podrá asumir su ser profundo.
No para perderse en el guía, sino para ser asumido por
él, comprendido y confirmado en lo mejor que tiene en su
identidad real.
Entonces, será posible decir una palabra, una verdadera
palabra e incluso será imperativamente requerida. Hemos
dicho más arriba cómo en los primeros momentos de la entre-
vista entre el dirigido y su guía debían utilizarse las palabras
con circunspección. En general estorban al diálogo, si no lo
interrumpen definitivamente. Cuando se ha instaurado el
clima de confianza y de amor, y cuando se han manifestado
los sentimientos y deseos, liberados ya de la angustia y de
la vergüenza, entonces es la hora de decir una palabra, tan
discreta como sea posible, capaz de dar fruto. Una sola pala-
120
André Louf

bra, dicha con amor y en el tono justo, en la mayoría de las


veces es suficiente. En los labios del padre, la palabra vuelve
a encontrar la fuerza primitiva que debería tener siempre. Es
creadora, portadora de vida, como la Palabra de Dios. Posee
la fuerza de despertar un hombre nuevo.
Esta palabra nos llega a la fuente misma de nuestra
libertad, que es también la fuente de todo amor. Cava
y despeja nuestra libertad. Y a la luz de esta libertad así
adquirida, todo lo demás será evaluado en su justo valor.
En adelante será posible discernir correctamente dónde
se esconde eventualmente el pecado, lo que a menudo no
ocurre sin sorpresas. Lo que parecía mal, aparece totalmente
inocente. Lo que se tomaba por virtud, se descubre que
es un engaño. Se revela de pronto, de manera inesperada,
mucho orgullo escondido; una falta de amor sobre todo y
de confianza filial en Dios. Pero el que es capaz de evaluar
el pecado en su justa medida, está también pronto a dejarse
inundar por la misericordia y a encontrar su alegría más
profunda en las lágrimas del arrepentimiento. Nada hay
más liberador que las lágrimas. No sin razón los autores
espirituales, desde los más antiguos, han comparado las
lágrimas del arrepentimiento al agua de un segundo bau-
tismo, en el que tenemos que ser bautizados de nuevo para
que el primero dé todos sus frutos.

El Dios verdadero para el hombre libre


Según san Benito, el padre espiritual debe velar cuida-
dosamente sobre el novicio para ver "si busca verdadera-
mente a Dios" (si vere Deum quaerit, Regla de san Benito 58,7).
Se podría también formular así esta exigencia: "si busca al
verdadero Dios". Se trata de saber si no está a la búsqueda de
un falso dios, del que llevaría en sí la imagen. Siendo así que

12 1
A merced de su gracia

debe alcanzar al verdadero Dios, el que lo libera por un solo


encuentro. El guía debe haber encontrado a este verdadero
Dios y poseer el sentido y el gusto de una libertad auténtica.
La libertad es el reflejo de Dios en el hombre. El acompañante
debe ser capaz de discernir ese reflejo en el otro, y de com-
prender lo que le pasa descubriendo los lugares a los que
sigue encadenado o amenazado de replegarse, a pesar del
fervor exterior y no menos evidente. Vigilará sobre todo al
gendarme interior así como la influencia ejercida por la ima-
gen idealizada. Aquí es donde el discernimiento de espíritus
o diacrisis es absolutamente necesario. El Dios verdadero no
es el de nuestras convicciones o el de nuestra generosidad,
sino -como dice Ruysbroeck de manera penetrante- "el Dios
que nos llega del interior hacia el exterior", el Dios al que hay
que acoger en lo más íntimo de nosotros mismos.
Puede ser importante saber interpretar los síntomas de
una falta de libertad en los demás. Al que le falta liber-
tad, sólo puede desarrollar una parte de su persona; la
otra parte es evanescente. Es un tipo de persona que se
encuentra a menudo hoy. En ella las relaciones sociales
se encuentran en primer plano, al mismo tiempo que la
razón, la voluntad y la generosidad, a menudo interpreta-
das como signos de una actitud de fe. Otras fuerzas están
replegadas a un segundo plano, a menudo reducidas al
silencio, arrojadas o al menos fuertemente censuradas:
son las fuerzas vitales, las que deberían dar la vida. Se
sospecha y se desconfía de ellas. Las rodean sospechas
nunca claramente expresadas pero de gran peso. Citemos
la mansedumbre y el amor, a menudo confundidos con
erotismo y sensualidad. El espíritu de decisión y eficacia,
confundidos con falta de delicadeza y tacto. La energía
confundida con la dureza. El amor a la belleza confundido
con el lujo superfluo. La confianza en uno mismo confun-
dida con el orgullo.
122
André Louf

Estas fuerzas vitales son las riquezas del hombre. Dios


es su autor y deberían estar disponibles para su Reino.
Importa pues no mantenerlas bajo cerrojo, sino hacerlas
disponibles para una purificación. Pero son a menudo
sospechosas, sin que se reconozca su valor positivo, su
capacidad de ser llevadas en el dinamismo del Espíritu,
que se encargará de desplegar todavía más ampliamente
sus posibilidades en su amor y en su fuerza.
Éstos son algwí.os rasgos de esta división interior que
se encuentra tan a menudo. Ésta representa un fardo muy
pesado para el interesado, pues lleva consigo una gran pér-
dida de energía. Sin darse cuenta, el hombre agota su energía
rechazando todas las potencias de vida en él. Allí donde el
ego y la estructura psicológica de la persona afectada sean
frágiles, el consumo de energía comportará incluso peligros.
Felizmente, en la mayoría de los casos, se encuentra un com-
promiso viable. La persona en cuestión parece que vive libre,
pero su humanidad se encuentra disminuida. Está cerrada al
amor y se repliega sobre cierto número de funciones para-
lelas que exigen mucha energía y acaban por eliminar cual-
quier peligro de un amor y de una vida verdadera.
Sería fácil enumerar todavía otros síntomas que indican
la no coincidencia con el ser profundo y que no se actúa
a partir de su fuente profunda. Algunos extremismos,
por ejemplo: ser muy progresista o muy conservador,
muy espiritual o muy secularizado; éstos :p.o son más que
nombres para la imagen idealizada o para la coacción del
super-ego. La enfermedad o una fatiga crónica pueden ser
señal de una tensión demasiado fuerte. También tareas que
uno se inventa y que no se le piden o trabajos pedidos que
se llevan a cabo febrilmente. En todos los monasterios se
encuentran monjes que están más ocupados que el Papa.
Algunas formas de activismo -la imposibilidad de recha-
zar algo, de detener el trabajo, de descansar, de acostarse
123
A merced de su gracia

a la hora- son sólo síntomas de tensión interior. También


algunos ritos en los que uno encierra su vida y por amor de
los cuales se gasta mucho tiempo. Los compañeros juzgan
a menudo estos síntomas con una ironía feroz, pero que da
en el clavo. Se puede decir de alguno: "Si se le quita ese
trabajo, morirá". O de un enfermo: "Si se cura, morirá". O:
"Si el médico le suprime sus remedios, caerá enfermo". De
alguno especialmente virtuoso: "Es un dragón de virtud".
O de alguno que se impone a sí mismo y a los demás un
ritmo endiablado: "Es un verdugo del trabajo". O "se mata
a trabajar". Habría que preguntarse quién es la víctima y
quién el verdugo. Cuando un monje es calificado de "regla
viva", merece sin duda respeto, a condición, claro está, de
que además de esta regla viviente, viva además en él otra
cosa. Visto desde fuera este estilo de vida puede parecer
satisfactorio hasta cierto punto y por un cierto tiempo.
Además suele ser objeto de alabanza. Sin embargo, la vida
está ahogada en estas personas. No llegan nunca a hacerse
adultas. Nunca están contentas, ni felices, se acurrucan en
sí mismas. En sus relaciones, no son abiertos a los demás y
son incapaces de darse gratuitamente. Tal vez son héroes
del deber -o, quién sabe, víctimas del deber- pero no trans-
miten vida. Son estériles y apenas sobreviven, porque tie-
nen necesidad de toda su energía disponible para mantener
y controlar el proceso en curso. Sólo la muerte los librará,
a menos que corran un día el peligro de enfrentarse a su
debiJidad, en presencia y con la ayuda de un hermano o de
una hermana que los acoja tal como son, con amor.

Momentos importantes del acompañamiento

Tenemos que aplicar ahora a tres casos concretos estas


condiciones generales relativas al diálogo espiritual, tres
casos en los que se revela a menudo como indispensa-
124
André Louf

ble. Se trata de tres momentos decisivos en todo caminar


espiritual: el discernimiento de la voluntad de Dios; el
descubrimiento de nuestra interioridad; el aprendizaje del
actuar de Dios en nosotros y de nuestro obrar en él.
En primer lugar, el discernimiento de la voluntad de Dios
ya se trate de opciones fundamentales, la elección de una
profesión, por ejemplo, o de una vocación o de un compa-
ñero de vida, o ya se trate de una de esas múltiples deci-
siones a las que la vida nos lleva sin cesar, pero ante las
cuales nos sentimos muy a menudo solicitados en direc-
ciones opuestas. Querríamos elegir bien, es decir, elegir
según Dios y según su designio; en estos casos incluso el
que no consulta de ordinario a un padre espiritual, puede
hacerlo para pedir luz.
No es que el otro hermano, incluso aunque tenga cos-
tumbre de escuchamos, tenga la solución por su sabiduría
personal o como si hubiese recibido revelaciones sobre
nosotros y estuviera a punto de damos no sólo un consejo,
sino casi una orden de parte de Dios. Al revés, lo contra-
rio es lo verdadero. El padre espiritual no tiene ninguna
solución; la llevamos nosotros mismos. Se nos concede por
adelantado en lo más profundo de nuestro ser, gracias
al Espíritu Santo que nos es dado. Esto quiere decir muy
concretamente que lo que buscamos como voluntad de
Dios se encuentra ya en alguna parte de nosotros y que,
en resumidas cuentas, no debería ser tan difícil percibirlo.
De hecho, encontramos muchas dificultades para hacerlo
y, por otra parte, sabemos por experiencia que en tal o cual
elección crucial nos hemos equivocado. Lo que deseába-
mos, lo que creíamos incluso ser la voluntad de Dios, se
ha revelado como un engaño, una dolorosa ilusión, man-
tenida en nosotros por un deseo o tendencia más o menos
confesable, que no habíamos visto claro.
125
A merced de su gracia

La voluntad de Dios en nosotros hace misteriosamente


cuerpo con el sistema complejo de deseos y de aprensio-
nes de las que acabamos de hablar. Este conjunto no cons-
tituye sin embargo lo más profundo de nuestro ser en una
zona más superficial, es como una especie de chapa que
hace difícil la transparencia de la voluntad de Dios.
El papel del padre espiritual no es quitar esta chapa.
Nadie sería capaz de hacerlo e incluso, si alguien lo fuese,
esta operación produciría un desconcierto tan total que
más valdría la pena ahorrarnos esta prueba. El padre
espiritual primero nos escuchará; a través de los deseos y
veleidades superficiales de nuestro corazón, tal como los
sentimos y expresamos, le es posible al que es fino de oído
-y al corazón puro- percibir el deseo de Dios que yace
en el fondo de nuestro corazón, su voluntad constitutiva
de nuestro ser. Cuando haya percibido alguna huella, no
nos la dictará como para imponerla. Una vez más, esto no
servirá para nada sino que nos ayudará para que haga-
mos nosotros mismos la elección, por ejemplo trayendo
algunos puntos de interrogación o corúrontando nuestros
deseos con la luz de la Palabra de Dios. Nos hará tomar
conciencia de lo que diferencia el deseo de Dios en noso-
tros de nuestros pequeños deseos personales. Porque en
cuanto seamos capaces de ver claro todo lo que obstacu-
liza la entrada de nuestro corazón y obstruye la voluntad
de Dios, al punto estaremos deseando renunciar a ello sin
grandes sufrimientos. La voluntad de Dios, cuando nos
afecta verdaderamente, se impone por sí misma con una
fuerza a la vez suave e irresistible que, sin ninguna vio-
lencia, arrastra suavemente nuestra libertad. En efecto, la
voluntad de Dios forma parte de lo más íntimo de nuestro
ser. De ella depende todo lo que somos y es ella la que nos
lleva hacia nuestro pleno desarrollo.
126
André Louf

Otro punto crucial de la experiencia espiritual es el


descubrimiento de nuestra interioridad. La oración es a menu-
do el lugar donde se produce este descubrimiento. A veces
bastante pronto, a veces sólo a lo largo de muchos años.
En este último caso, la oración no es ya una desconocida
para nosotros porque ya hemos explorado cierto número
de caminos y ensayado muchos métodos. Uno u otro nos
ha ido bien por algún tiempo. Tal vez estamos habitua-
dos a una pequeña rutina que nos basta de momento: un
punto de lectura, un poco de reflexión o de meditación,
algunas invocaciones. En nuestros días mejores, el esbozo
de un buen propósito. ¿Por qué no ser feliz, sobre todo en
los tiempos que corren, o al menos contentarse con ello,
sin querer hacer lo difícil?
Pero llega un día en que Dios no se contenta ya. Para
sacarnos de esta rutina e invitarnos a ir más adentro, Dios
sólo dispone de un medio: cortar la corriente y cerrar los
grifos. Al mismo tiempo, inteligencia, imaginación y cora-
zón se encuentran de pronto secos y hay que enfrentarse
con un incoercible aburrimiento, a veces con la desespe-
ración. ¿Acaso han fracasado todos nuestros esfuerzos
de cara a la oración, fracaso amargamente saboreado por
nuestro amor propio acorralado? Al revés; lejos de ser un
fracaso y el anonadamiento de toda esperanza, se nos pre-
senta la oportunidad de Dios, la verdadera esperanza que
se nos ofrece y que habría que saber captar. Porque es Dios
el que toma en su mano las cosas, el que aprieta el paso
y querría ver acelerar el nuestro. Al precio, es verdad, de
alguna prueba y de algún desasosiego.
Estamos sin embargo en el umbral de un misterio que no
dejará de fascinarnos cuando hayamos dado el paso. Pero
¿qué paso? La expresión sigue siendo inexacta: no hay que
dar ningún paso porque, ¿cómo seríamos capaces de darlo?
No hay más que dejar caer lo que llena nuestras manos y
127
A merced de su gracia

nuestros corazones, ceder y por tanto hacer mucho menos,


para dejarnos bascular y abandonarnos en nuestra interio-
ridad, en ese mundo nuevo en lo más hondo de nuestro
ser, esa parcela mejor de nosotros mismos, que desemboca
misteriosamente en Dios: profundidad vertiginosa que
tenemos dificultad de entrever y que, una vez entrevista,
nos atrae y nos da miedo a la vez.
Aquí también debe intervenir otro; no para empujamos
para ir a la fuerza a donde no estamos decididos a ir, sino
para ayudarnos a tomar conciencia de este vértigo interior
al que bastaría con abandonarse, para que se pacifiquen
tensiones inútiles y se suavice la crispación de nuestros
sentimientos. Porque Dios mismo es este vértigo en lo más
hondo de nuestro corazón y la fuente de la oración que
trata de liberarse. Dichoso el corazón en el que ha podido
brotar libremente esta fuente después de una palabra o de
una mirada de un hermano amigo.
Un tercer punto crucial de toda experiencia espiritual
consiste en aprender el obrar de Dios en nosotros y una nueva
manera de colaborar con él. Lo mismo que, en un momento
dado de nuestra vida, tenemos la tentación de reinventar
por nosotros mismos los caminos de la oración, igualmente
estamos expuestos a querer trazar nosotros mismos las con-
diciones de nuestra militancia al servicio del Reino. Como
es Dios el que trabaja y nosotros los que estamos a su servi-
cio nos convendría aprender a identificar esta actividad de
Dios en nosotros y en torno a nosotros, para que pudiera
tomar el relevo de nuestras propias obras.
Esto supone una transformación progresiva pero
consecuente de nuestra manera de obrar habitual. Dios
quisiera enseñarnos a que nos prestásemos eficazmente a
la fuerza que, como un huracán, se desencadena continua-
mente sobre el mundo y su Iglesia. Pero nosotros apenas
128
André Louf

sabemos captar esta fuerza divina porque nos encontra-


mos en una longitud de onda totalmente distinta o porque
trastornamos el obrar de Dios con nuestras propias emisio-
nes y actividades intempestivas. Habría que detenerse un
momento para hacer silencio a fin de que el obrar de Dios
pudiese emerger en nuestro corazón. Una vez percibidos
los signos que nos enmascaran su forma de obrar, sería
preciso que nos entregáramos en cuerpo y alma. En suma,
se trata de pasar de un activismo bien intencionado pero
inconsiderado, a una cierta pasividad en la misma acción
que permita a Dios trabajar en cada uno de nosotros.
Este paso implica a menudo una crucifixión, una ver-
dadera Pascua, de la que inconscientemente tratamos de
apartar el cáliz el mayor tiempo posible. Sin embargo,
a Dios le sobran medios para hacernos tirar las armas y
llevarnos a una rendición sin condiciones. A menudo no
sabemos reconocer estas intervenciones de Dios, sobre
todo cuando se oponen a las nuestras; cuando más nos
convendría aminorar e incluso parar, más nos agitamos.
El obrar de Dios nos desconcierta extrañamente. Antes de
transformarse en roca sobre la que tenemos que edificar
sólidamente, nos resulta escándalo y escollo. Sin embargo,
sólo el poder de Dios nos permite, estando corno estarnos
enfermos, emprender el trabajo en Aquél que nos conforta,
pero cuya fuerza no se despliega más que en la debilidad,
es decir, en esta pasividad soberanamente activa de nues-
tra paciencia humilde y fiel. También aquí necesitarnos la
mirada y la palabra de otro a la vez experto en los caminos
de Dios y en la debilidad personal, que halla sorprendido
a Dios en su propia vida escribiendo recto sobre líneas
torcidas y que a la vez esté reconciliado con su propia
insignificancia y con las maravillas que Dios hace por
encima de los límites del hombre, e íncluso a pesar de los
artificios que a menudo tratarnos de desplegar para actuar
129
A merced de su gracia

mejor que Dios en su propio terreno. Sobre todo en mate-


ria de acompañamiento espiritual no trataremos nunca
de obrar mejor y más pronto que Dios, ni a presumir de
la gracia. Debería bastar al discípulo mirar cómo trabaja
su padre espiritual con él para ver de qué manera única
puede un hombre ser llamado a colaborar con la gracia.
Colaborar con la gracia de Dios es también colaborar
con la alegría del hombre. Esto es finalmente lo que se
juega en el acompañamiento espiritual. La medida de la
puesta por obra y el test de su éxito, si es posible hablar de
éxito en este terreno, será la alegría. Así como Dios está al
acecho de la alegría del hombre -porque hay alegría en el
cielo por un pecador q~e vuelve a su Padre- así el padre
espiritual está al acecho de la alegría que se incuba en el
corazón de su discípulo. Alegría secreta, imperceptible
de momento, alegría de Dios en un hombre, vacilante
todavía, pero destinada ya a invadir ·t odo su ser, cuerpo,
alma, psicología, profundidades del espíritu y del cora-
zón. Percibir esta alegría bastará para perseguirla, el padre
espiritual y el discípulo, casi a ciegas, pero con una suave
obstinación y a través de todo.
Cuando la alegría de Dios está en el corazón del padre
espiritual y cuando la alegría de Dios está en el corazón
del discípulo, todo resulta posible, porque Dios ama al
que da con alegría.

130
A1gunos frutos de] Espíritu

Debemos la expresión frutos del Espíritu al apóstol


Pablo, que se esfuerza en hacer comprender a los prime-
ros cristianos que tienen que vivir no ya a partir de la Ley,
sino según e] Espíritu que acaban de recibir. Por eso tiene
necesidad de indicar los signos por los que se reconocerá
que viven bajo la acción del Espíritu. Estos frutos del Espí-
ritu, como él los llama, aparecerán en cualquiera que viva
de la libertad interior dada por el Espíritu. En Gál 5,22-23
se nos da la lista: "El fruto del Espíritu es amor, alegría,
paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia.,
dominio de sí".
El presente capítulo tratará de algunos de estos frutos
ya que constituyen el terreno en el que aprendemos a vivir
a merced de la gracia. Nos limitaremos a tres: alegria,
1 recogimiento y amor.

j La alegría

1 El mayor deseo de Jesús es que nuestro corazón este ale-


f gre y que nadie nos pueda arrebatar esta alegría (cf. Jn 16,22).
Ésta es la intención de la oración de petición; "Hasta ahora no
han pedido nada en nú nombre; pidab y recibirán, para que
1 su alegría sea completa" (Jn 16,24). Ésta es también la razón
de la venida de Jesús. Viene a traer la vida y la alegría: "Yo
1 vine para que tengan vida y la tengan en abundancia// On
10,10). Ya el anuncio de su nacimiento a los pastores fue una
131
A merced de su gracia

buena noticia y un mensaje de alegría: "No teman. Miren, les


doy una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pue-
blo" (Le 2,10). Es cierto que Jesús nos trae la alegría en pleni-
tud. Su venida es la buena nueva por excelencia; él mismo no
dejará en toda su vida de derramar la alegría. En él, el amor
y la bondad de Dios han aparecido sobre la tierra. Según el
testimonio de los evangelistas todo lo hizo bien y derramó
el bien por todas partes (cf. Me 7;37). Jesús es extraordinaria-
mente humano en medio de los hombres: cura a los enfer-
mos y resucita a los muertos. No hace mal a nadie, es fuente
de alegría y de consuelo para todos los que encuentra. Son
sobre todo sus discípulos los que se unen a él sin dificultad.
Siempre está cercano. Levanta su ánimo cuando están can-
sados; los lleva a un lugar apacible y retirado donde puedan
descansar. Cuando Jesús se hace presente, hay fiesta, porque
es el Esposo que aleja toda tristeza. Por eso los discípulos
no ayunan: "¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda
mientras el novio está con ellos?" (Me 2,19).
La tristeza, o la penitencia que la expresa, es señal de
que Jesús no está, o de que no está ya presente. Por eso
Jesús deja de ayunar después de la resurrección, como
dan testimonio los relatos evangélicos: llama la atención
constatar cómo se parte el pan y se come una y otra vez
(cf. Le 24,30-35; Jn 9,13). El Esposo ha vuelto y el discípulo
de Jesús tiene el derecho a recibir el céntuplo prometido
por Jesús aquí abajo (cf. Me 10,30). ¿Por qué no? Según las
palabras de Jesús: "Alégrense de que sus nombres estén
escritos en los cielos" (Le 10,20).
Sin embargo, la pregunta debe plantearse -incluso aunque
la hubiéramos querido evitar se nos habría impuesto- ¿de
dónde viene esta alegría? ¿Qué relación hay entre ella Y la
alegría que el mundo puede dar? Es difícil responder mien-
tras no hayamos experimentado la alegría dada por Jesús.
Por eso las opiniones son bastante divergentes, incluso entre
132
André Louf

los teólogos de profesión. Unos insisten en el hecho de que la


alegría de este mundo es ya un reflejo y un gusto anticipado
de la alegría futura del Reino. Quieren decir con ello que la
alegría de este mundo no puede ser ignorada y ya tiene su
importancia. Contiene ya la alegría futura. Otros al contrario
ponen el acento sobre la necesidad de renunciar a las alegrías
pasajeras de este mundo, fijos los ojos en la alegría que viene.
Se encuentran las dos tendencias en la historia de la espiri-
tualidad. Unos insisten entre la que se da ahora y la que se
dará en el más allá mejorada. Otros subrayan el paso hacia la
luz y la ruptura provocada por este paso. Para estos últimos,
no hay ningún denominador entre la alegría de este mundo
y la alegría de Jesús.
En este terreno no es siempre necesario llegar a una sín-
tesis teológica perfectamente satisfactoria. Basta saber vivir
con nuestras sencillas alegrías y velar cada vez más para
recibirlas de manos de Jesús, a través del Espíritu Santo.
Si lo conseguimos, algo transformará nuestra alegría, por
mundana y egoísta que fuese en sus orígenes. Si Jesús está
interesado por cada una de nuestras alegrías, creceremos en
la alegría, incluso aunque raramente suceda sin ruptura o
desgarro: es la señal de una vida que crece y de una alegría
cada vez más profunda que rebota cada vez más alto.
Esta misma tensión entre hoy y mañana, entre el pre-
sente y el pasado, entre lo que viene y lo que permanece
se encuentra también en el evangelio. Continuamente
nos habla de alegría. Sin embargo, no nos libramos de la
impresión de que la alegría de hoy es siempre limitada y
que tiene fin. La alegría perfecta y completa de la que habla
Jesús no es idéntica a las alegrías del mundo. Parece como si
no pudiésemos ir de éstas a la alegría futura sin que suceda
algo turbador, incluso a escala planetaria. El Reino de Jesús
no es de este mundo (cf. Jn 18,36), aunque la semilla esté ya
sembrada y crezca de manera misteriosa.
133
A merced de su gracia

En la vida de Jesús y en la de sus discípulos, hay momen-


tos en los que parecen apoyarse en un punto muerto. Podría-
mos llamarlos momentos de desierto. Un ejemplo: Jesús
anuncia la Palabra con éxito. Se reúne una multitud, ganada
por su Palabra. Lo siguen dos, tres e incluso cuatro días con
entusiasmo, hasta un lugar perdido en el desierto. De pronto,
se dan cuenta de que se acerca la noche, que la gente tiene
hambre y que no hay nada para alimentarla. Sin embargo,
su confianza no quedará defraudada. Jesús multiplica los
panes, provocando un nuevo entusiasmo en la multitud que
se decide a hacerlo su Rey. Jesús se encuentra en el umbral de
una carrera política, pero en ese preciso momento se retira y
huye, porque no puede tomar ese camino. Su Reino está en
otra parte, lejos de este éxito y de la fidelidad que el mundo
y sus discípulos le ofrecen. Jesús acepta acoger el favor de la
multitud y se sirve de él para el servicio de la Palabra; incluso
un éxito mundano puede servir para el anuncio de la Buena
Nueva. Pero en el momento decisivo, cuando el éxito inme-
diato amenaza acapararlo todo, incluida la persona de Jesús,
se aparta de cualquier éxito temporal hacia algo totalmente
diferente. Algo que nos parece extraño, tan extraño que
incluso Pedro, al primer anuncio de la Pasión, se opondrá
abiertamente. La experiencia de Pascua se presenta de la
misma manera. A primera vista parece un fracaso definitivo
y el fin de toda alegría. Jesús muere al mundo para volver en
el colmo de la alegría donde su Padre, dejándonos una vaga
promesa de vuelta.
La relación entre Jesús y nuestra alegría de este mundo
no es fácil de detectar. Cuando queremos seguir a Jesús en
el camino de su alegría, siempre aparece la gran tentación
de apartarnos de ella y buscar nuestras pequeñas alegrías
provisionales y limitadas, corriendo así el peligro de perder
para siempre la verdadera alegría. Es como si la alegría de
Jesús avanzase en espiral hasta un punto central. Creemos
134
André Louf

seguir la curva de esta espiral lo más fielmente posible, pero


al mismo tiempo nos sentimos tentados continuamente a
tomar la tangente, para salir de la espiral y proseguir solos.
Entonces se da el gran peligro de apartarnos del Reino de
Dios, del centro de la espiral, para extraviarnos temporal
o definitivamente en nuestras pequeñas alegrías huma-
nas. Vuelve a surgir la pregunta: ¿debemos renunciar a
la alegría para seguir a Jesús? En caso afirmativo, ¿en qué
medida? O al contrario, ¿la penitencia y la mortificación no
significan pasar por el camino de Jesús para alcanzar la per-
fecta alegría, la alegría en plenitud (cf. Jn 15,11)? Igual que
existe un amor llevado al extremo, que pasa por la muerte
de Jesús (cf. Jn 13,1), ¿no podría haber una alegría llevada al
extremo, a través de esta muerte y resurrección?
Antes de seguir adelante, subrayemos que la alegría
verdadera no es un sentimiento de exaltación. No hay que
confundir la alegría con sus diferentes expresiones: se-da el
placer, el confort, la alegría intelectual y artística, la alegría
del trabajo bien hecho o de la empresa con éxito. Hay sobre
todo las innumerables alegrías de las relaciones humanas y
entre ellas la alegría del amor que debe acompañar al hom-
bre durante toda su vida. Sin embargo, estas experiencias
no son más que formas exteriores de la alegría. Cuanto más
importantes son estas formas, más profundas son sus raíces.
La verdadera alegría se encuentra a gran profundidad, y
deberíamos cavar profundamente en nosotros para permitir-
le que brote. Éste es sin duda el sentido de la expresión que
empleamos para expresar una gran felicidad: Soy profunda-
mente feliz. Por eso toda gran felicidad es también silenciosa.
No se puede expresar. Es inefable. Raramente aflora a la
superficie y seríamos incapaces de alardear de ella. Nuestra
alegría habita en lo más profundo de nuestro ser.
La alegría es el terreno de cultivo en el que to~a vida
raíces para ser capaz de vivir. Sin alegría no podríamos v1vrr,
135
A merced de su gracia

o mejor, no podríamos sobrevivir. La alegría brota especial-


mente con ocasión de momentos existenciales excepciona-
les, cuando se nos concede experimentar nuestra realidad
profunda, la belleza o la vida. Pensemos en la alegría que
puede procurar un objeto de arte: A thing of beauty is a joy
far ever (una cosa bella es una alegría para siempre). En el
gozo artístico brota la verdadera alegría porque, gracias
al arte, descubrimos mejor el ser de las personas y de las
cosas, y en cierto modo, las tocamos. Es algo que no pode-
mos observar por el camino ordinario de los sentidos. La
realidad profunda de los demás es habitualmente inefable,
pero la alegría que experimentamos al contacto con un ser
es siempre la señal de que se da en nosotros una profunda
comunión con él. Esta alegría crece en la medida que crece
nuestro ser. Porque la alegría es la característica de un ser
vivo y en crecimiento, de un ser que se desarrolla hacia un
ser más. La alegría está siempre ligada a la dinámica de los
hombres y de las cosas. Encierra un ritmo que es importan-
te para nuestro propio desarrollo de adhesión. La alegría
que yace en la fuente de nuestro ser nos empuja también
hacia adelante. Su tarea es hacemos crecer en el ser. Sólo la
alegría es capaz de ello.
Donde la vida crece, brota una nueva alegría. El ejem-
plo más evidente es la alegría ligada a la paternidad y a
la maternidad, a partir de la concepción, cuyo placer es
señal de una alegría y de un amor que viene de más arriba
que lo humano. En todas partes donde el hombre partici-
pa en la creación brota una alegría nueva y desconocida.
Del mismo modo también la alegría está ligada al proceso
de crecimiento espiritual. Sobre todo cuando uno puede
acoger una vida nueva de parte de Dios. Así es la alegría
profunda del arrepentimiento, cuando Dios nos recrea en
su amor misericordioso. Sin duda uno de los momentos
existenciales más intensos en nuestra vida consiste en ser
136
André Louf

tocados por la gracia y la misericordia de Dios, para vivir


de nuevo en él. Así es también el caso de la amistad cuan-
do nos sentimos aceptados por otro con nuestro ser más
profundo, el que está todavía oculto provisionalmente a
nuestros ojos, pero que es sin embargo reconocido por
el amor del otro. En la amistad verdadera, el encuentro
no lleva consigo ninguna amenaza. Estamos autorizados
a ser plenamente nosotros mismos, más profundamente
que las apariencias. Por eso decimos de la amistad que nos
"hace bien". Con lo que queremos decir que nos sostiene y
ayuda a desarrollar lo mejor de nosotros mismos.
La alegría es pues una característica del ser, por el que
éste crece y amplía sus fronteras. En cierto sentido, nuestra
alegría precede siempre un poco al lugar en el que estamos
presentes. Es una llamada y un desafío. Es alegría en la
medida en que aceptamos estar situados más lejos, en otro,
o en Dios, más lejos de lo que nos encontramos ahora. Pero
en la medida en que la alegría nos hace entrar en la espiral
de la felicidad, existe también el peligro de desviarse y de
extraviarse hacia otra felicidad. Sobre las huellas de la ale-
gría encontramos a veces bifurcaciones donde es posible
tomar la tangente hacia una felicidad estrecha y limitada,
en la cual, a la larga, corremos el peligro de quedar atra-
pados. Esta alegría inmediata no viene necesariamente del
maligno. No es, sin embargo, nuestra alegría de hoy, la
alegría que responde a nuestro ritmo profundo, a la hora
presente. Aunque preciosa, nos separa de nuestra dinámica
interior. Podríamos estar más lejos y más cerca de la alegría
absoluta, en el centro de la espiral. Porqq.e vivir es crecer y
crecer siempre más. Vivir es desarrollarse. Una vida que no
se desarrolla está muerta. Por esto la verdadera vida supo-
ne cierto desgarramiento, para ir hacia un renacer continua-
mente más profundo. Este desgarramiento es comparable a
los dolores y a la alegría del parto.
137
A merced de su gracia

La única ascesis que puede imponerse a la alegría se


abraza a su ritmo. Es el movimiento de la espiral que
abandona cada vez más los círculos exteriores para ple-
garse hacia su centro más íntimo. La ascesis de la alegría
es la misma alegria. La verdadera alegría -como el verda-
dero amor- lleva en sí su propia purificación. Para puri-
ficar una alegría no hay que limitarla desde fuera. Basta
seguirla sobre sus propias huellas, abrazar la espiral. Será
imposible entonces que evitemos la purificación porque
reside en la misma alegría. Para salvar la verdadera ale-
gría, tenemos que desprendemos de lo que no es más que
una expresión provisional. En cada momento, tenemos
que estar preparados para abandonar una pobre felicidad
limitada, para cavar hasta una alegría más profunda, hasta
la alegría suma, que coincide siempre con el sumo amor.
Hablar de ascesis o de penitencia no puede hacerse
más que de cara a la alegría. La penitencia no debe nunca
a tacar a nuestra alegría, como si toda alegría fuera sospe-
chosa y no pudiera vivirse más que con mala conciencia.
Como si la alegría debiera ser restringida desde fuera. La
ascesis es entregarse a la vida verdadera y a la alegría
profunda que nos habitan. En ese sentido no es un agere
contra, un "hacer contra", sino más bien un agere secundum,
"un hacer según" la alegría, en armonía con nuestro ser
profundo. Si quisiéramos acentuar todavía más el dina-
mismo particular de la alegría, la ascesis no puede ser más
que un agere ultra, un "ir más lejos", una superación de la
alegría provisional y limitada que se nos da para ayer y
hoy, y que mañana será totalmente nueva.
Por eso, la verdadera ascesis tiene poco que ver con la
fuerza de voluntad y no debe nunca llevar a la crispación.
Por el contrario, la ascesis es un abandono cómodo y ágil
ante la al~~ía que nos habita, un alivio y una apertura
que pernutrrá a la vida derramarse sin obstáculo y casi
138
André Louf

sin pena. Es la liberación y el nacimiento de un hombre


nuevo. La ascesis recuerda extrañamente lo que se llama
parto sin dolor. Cuanto más ansiosa y tensa está la futura
madre, más oposición hace inconscientemente al proceso
fisiológico que se realiza en ella y mayores serán los dolo-
res del parto. Al contrario, cuanto más se relaja, más se
entrega con facilidad al fruto maduro de la vida, a la que
abre un camino a través de su cuerpo. Cuanto más apa-
ciblemente se entrega a la alegría de la maternidad, más
probabilidades tiene de que el parto se realice sin dolor.
El parto sin dolor es la más hermosa imagen de la
ascesis, que implica a la vez alegría y dolores. Expresa
la única ascesis posible para una óptica cristiana: ascesis
que se apoya sobre la alegría y que se entrega a ella. La
medida de la ascesis será la de la alegría, si su alcance es
ser sin dolor. Es necesariamente alegre penitencia (Concilio
Vaticano II, Perfecta Caritatis 7) porque se trata de la vida
de Jesús que está naciendo en nosotros y que a través de
nuestro cuerpo y nuestro corazón se abre un camino para
adueñarse totalmente de nuestro ser.
Jesús emplea esta imagen del parto sin dolor al hablar de
los sufrimientos inevitables del fin de los tiempos, que sin
embargo serán fuente de alegría profunda y definitiva:
"Les aseguro que ustedes llorarán y se la-
mentarán mientras el mundo se divierte; estarán
tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo.
Cuando la mujer va a dar a luz, está triste, por-
que le llega su hora. Pero cuando ha dado a luz
a su criatura, no se acuerda de la angustia, por la
alegría que siente de haber traído un hombre al
mundo. Así ustedes ahora están tristes; pero los
volveré a visitar y se llenarán de alegría, y nadie
les quitará esa alegría" (Jn 16,20-23).
139
A merced de su gracia

La mujer que da a luz sufre por la vida que crece en


ella. Pero al mismo tiempo, está llena de alegría a causa
del niño del que va a ser madre. Cuanto más se acerca
su alumbramiento, menos sufrirá y más fácilmente podrá
abandonarse con agradecimiento a la alegría y a la vida
que nacen de ella.
El discípulo de Jesús, en quien la vida de Jesús debe cre-
cer sin cesar, está, como este alumbramiento, entregado a la
pena y a la alegría del crecimiento. Vive de esta alegría, es
decir: a partir de la plena estatura de la talla adulta en Jesu-
cristo hacia la cual tiende. Por eso su ascesis es siempre ale-
gre, y su única medida buscar la alegría que le es dada por
el Espíritu Santo. San Benito dice en su Regla que la ascesis
o mortificación extraordinaria sólo tiene valor cuando
puede ser ofrecida a Dios con la alegría que viene del Espí-
ritu Santo (Regla de san Benito c. 49,6). Es pues importante
que los discípulos de Jesús se adhieran a su alegría. Hay
dos maneras de dañar la alegría que perjudican al mismo
tiempo la vida de Dios en uno mismo. O bien se apunta más
alto que la alegría que se ha recibido, o se queda uno más
bajo en la alegría que se nos ha destinado.
En el primer caso, incluso privados de alegría, nos esfor-
zamos. Es el ejemplo típico de una ascesis que no está guiada
por el impulso del Espíritu Santo, cuyo fruto sensible es la
alegría. Esta ascesis es nula y poco grata a los ojos de Dios.
No es más que esfuerzo pagano y la mayoría de las veces
está mezclada de orgullo y suficiencia; se pueden encontrar
tendencias masoquistas, que se satisfacen con prácticas de
penitencia sospechosas. Todo esto poco o nada tiene que ver
con la gracia. En el mejor de los casos, aparece en ello una
señal de buena voluntad, que Dios por otra parte no deja
sin respuesta, pero de la que no tiene, de hecho, ninguna
necesidad. La ascesis pagana nos hace apuntar por encima
de lo que nos es dado como medida de gracia en la alegría
140
André Louf

del Espíritu. A la larga, podría incluso apagar esta alegría y


embotar peligrosamente nuestra sensibilidad espiritual.
Pero más a menudo ocurre que apuntamos por debajo de
la alegría que se nos da perjudicando a la gracia y a la vida
de Jesús en nosotros. Por miedo al sufrimiento que acom-
paña siempre a todo proceso de crecimiento, nos quedamos
apegados a nuestra pequeña felicidad limitada, que puede
incluso parecerse a una alegría realmente espiritual, ya sea
consuelo en la oración o éxito en el apostolado. Porque
también es posible apegarse a una alegría espiritual, hasta
el punto de que no nos permita avanzar hacia una alegría
más profunda. Por eso es bueno orar de vez en cuando para
descubrir en nosotros esta alegría profunda, o mejor todavía:
para que se adueñe verdaderamente de nosotros algún día.
Cuando la ascesis esté plenamente de acuerdo con la alegría,
será libre, feliz y radiante. No será ya necesario agarrarse a
ninguna felicidad pequeña y pasajera. La alegría misma de
Jesús se aferrará a nosotros y nos arrastrará mediante la mor-
tificación hacia su resurrección y la vida nueva.

Recogimiento y silencio
El silencio, en relación con la interioridad y el recogi-
miento, es también un terreno eminente de encuentro con
la gracia porque solamente ella puede atraernos dentro de
nosotros mismos, y apaciguarnos junto a la Palabra de
Dios, para expresar así ante Dios, sin palabras, nuestro
ser y el del mundo. Por otra parte, el silencio tiene siempre
relación con la palabra. O bien aparece junto a una palabra
que estamos llamados a acoger, o bien es el espacio en el
que tomamos nosotros mismos la palabra.
Antes de que ocurra así, el silencio aparece con cierta
ambigüedad. Puede ser expresión de impotencia y de peca-
do, pero también de plenitud y de fecundidad. En el libro del
141
A merced de su gracia

Génesis, antes del pecado, Adán es un hombre que habla y


toma parte activa en la creación. Dios lo invita incluso a dar
nombre a las criaturas y él mismo viene en persona a charlar
con el hombre a la caída del día, con la brisa de la tarde. Este
diálogo se rompió con el pecado. Adán y Eva se ocultaron
de vergüenza, no atreviéndose a recibir a Dios. También se
rompe el diálogo entre ellos. Eva tienta a Adán y Adán acusa
a su mujer ante Dios. Su palabra no expresa ya el amor, sino
la impotencia y el odio. Ya no será de bendición; ahora es
capaz de maldecir. La confusión de lenguas de la torre de
Babel es imagen de la división que reina desde entonces
entre los hombres hasta en el lenguaje cuya diversidad estor-
ba considerablemente la armonía recíproca. En el interior del
hombre reina también la división y la confusión. No es ya
capaz de ser leal a su palabra. El hombre se ha hecho menti-
roso y puede perjudicar a la verdad con su lengua. Porque de
la abundancia del corazón habla la lengua, como dirá Jesús
(cf. Mt 12,33-37). El corazón del hombre se ha hecho malo.
Por eso su palabra es ambigua. Puede hacer el bien como
puede hacer el mal. Es un instrumento con el cual podemos
alabar a Dios tanto como perjudicar a hermanos, escribe San-
tiago en un pasaje de su carta, en el que insiste en los peligros
a los que expone la lengua (cf. St 3,1-12).
Una primera razón para estar atento al uso de las pala-
bras y también para callarse cuando es necesario es nuestra
impotencia y nuestra pobreza. A menudo vale más guar-
dar silencio, porque hablando se corre peligro. El mismo
Jesús nos ha dicho que seríamos juzgados por toda palabra
inútil (cf. Mt 12,37), veredicto que subraya tanto el valor
de la palabra como su ambigüedad. Esta primera forma de
silencio no parece positiva. Sin embargo, nos ayuda más a
menudo de lo que pensamos. Es bueno vivir como hombres
vulnerables, que conocen sus puntos flacos y que con su
actitud muestran que buscan curación.
142
André Louf

Este mismo silencio a partir de nuestra impotencia, reina


a veces entre Dios y nosotros, sobre todo a la hora de la
oración. No es el silencio que nos capta desde el interior
cuando la Palabra de Dios surge de pronto como una luz
en nuestro corazón. Por el contrario es un silencio que nace
de la enorme distancia entre Dios y nosotros, un silencio
sin embargo que está lleno de esperanza y de espera, que
puede purificarnos verdaderamente en profundidad. Cree-
mos que Dios borrará un día nuestros pecados y que será
él el primero en tomar la palabra para darnos una señal de
pura gracia. Nuestro mutismo expresa esta esperanza así
como nuestro deseo de decir nuestra insatisfacción presen-
te. Es el silencio del mendigo que no cesa de tender la mano,
lo que incluye el rechazo de todo lo que podría distraer de
Dios. El verdadero pobre es aquel que está persuadido de
que sólo Dios lo puede salvar y que sólo su Palabra puede
realizar maravillas.
Fsta maravilla se dio ya en la vida de Jesús. Jesús vino a la
tierra, no tanto para callarse cuanto para reanudar el diálogo
roto entre Dios y Adán. Él hace desaparecer la disonancia
por la que nuestro corazón está impedido de entrar en ver-
dadero diálogo con Dios. Jesús lo hace con mayor facilidad
porque es a la vez Dios y hombre. Como Dios, es la Palabra
viva y perfecta del Padre que nos es posible escuchar clara-
mente. Como Dios, Jesús es a la vez la respuesta del Padre
hasta el punto de que, en cuanto hombre, era el único capaz
de restaurar el diálogo entre la humanidad y Dios.
En primer lugar Jesús es la Palabra que el Padre nos dirige.
Fsto apareció claramente en lo que dijo el Padre en la Transfi-
guración: "Éste es mi Hijo, mi elegido; escúchenlo" (Le 9,35).
De hecho, Jesús recordó a menudo que él era solamente la
Palabra del Padre. Es el enviado del Padre y sólo puede trans-
mitir lo que ha recibido del Padre. A los judíos que se extrañan
de verlo presentarse como Maestro, les dice explícitamente:

143
A merced de su gracia

"Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" On 7,16).


Que Jesús pueda hablar así supone en él una intensa apertura
y un abandono total a su Padre, lo que es también una fonna
de silencio, de interioridad. Para ser solamente Palabra del
Padre, Jesús debe, hasta en su humanidad, ser únicamente
silencio, atención y escucha del Padre. Para ser resonancia de
lo que el Padre le quiere comunicar es necesario que Jesús esté
impregnado de reserva, que abrace una actitud que es esen-
cialmente de escucha totalmente concedida al Padre. Jesús es
capaz de ser Palabra de Dios hasta en su humanidad, porque
en el fondo de su ser reina un infinito silencio.
Sin embargo, Jesús es a la vez respuesta del Hombre
Dios. Gracias a su silencio y a su Palabra ha sido restaurado
el diálogo, roto por Adán. Estos aspectos de Jesús-Palabra,
los expresa san Pablo de manera sucinta en 2 Cor 1,19-20:
"Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que no-
sotros con Silvano y Timoteo les predicamos, no
fue un sí y un no; en efecto, en él todas las pro-
mesas de Dios cumplieron el sí, y así nosotros por
él respondemos amén a la gloria de Dios".

Precisamente porque Jesús fue desinteresado y transpa-


rente a la Palabra del Padre, ha sido también la mejor y más
afirmativa respuesta del hombre. Ha sido el primer Amén con
el que aceptamos y señalamos nuestro acuerdo en cada litur-
gia: Amén, Alleluia. El silencio esencial e infinito de la humani-
dad de Jesús estaba lleno hasta el borde por el sí de la huma-
nidad, por el Amén del cielo tanto como por el de la liturgia
terrestre. Amén es también el nombre que Juan da a Jesús en
el Apocalipsis: "Así habla el Amén" (3,14). Para decir y ser
siempre el Amén, Jesús tuvo que abandonarse a la Palabra, a
la Voluntad y al Amor del Padre: "No lo que yo quiero, sino
lo que quieras Tú" (Me 14,36-39). En ese instante decisivo, la
voluntad humana de Jesús se calló, por decirlo así, y alcanzó
144
André Louf

la paz absoluta. Hoy, el silencio del creyente se vincula a estas


palabras de Jesús. Porque necesitamos tiempo y paz para ser
capaces de pronunciar pausadamente estas mismas palabras
ante el Padre. Y porque, en un momento dado, estas palabras
bastarán para siempre: "¡Amén! ¡Alleluia!".

Crecer hacia adentro

Como las motivaciones del silencio podrían ser ambi-


guas, su práctica necesita un cierto acompañamiento. No
podrá crecer más que un poco a la vez.
Hubo un período de nuestra vida en la que guardamos
un silencio absoluto vivido intensamente y en el que mutis-
mo y crecimiento rápido se confundían. Era el tiempo en que
no disponíamos todavía de la palabra, antes y después de
nuestro nacimiento. En este silencio obligado, se dio un des-
cubrimiento progresivo de la palabra que balbuceamos un
día, dirigida a nuestros padres. Este silencio sin embargo era
relativo, porque, desde el principio, el contacto con nuestros
padres fue muy intenso. El intercambio era incesante y la
experiencia no hacía más que crecer. Desde el primer día des-
pués de nacer, el contacto con la madre se estableció a través
del cuerpo y de la piel. Pronto supimos reconocer a nuestros
padres por la mirada; entonces hubo un lenguaje visual
entre ellos y nosotros. Semanas después dimos un paso más:
la sonrisa. Por la sonrisa hemos hecho saber que los recono-
cíamos, confirmando así la relación entre ellos y nosotros.
En ese momento éramos capaces de registrar sus palabras
y, en cierta medida, comprenderlas. La primera palabra que
hemos dominado y, por así decirlo, inventado, fue la palabra
"mamá" o "papá". Confirmación y llamada, maduradas
en un largo silencio. Era ya entonces la mejor expresión de
nosotros mismos, tal como nos sentíamos, presos en el amor
de nuestros padres. Pero antes han sido necesarios meses

145
A merced de su gracia

de silencio, una lenta y paciente excavación de esa nueva


capacidad. Sin duda también mucho sufrimiento. El primer
fruto fue una palabra de amor, palabra rica de sentido, una
verdadera palabra. Mucho más tarde, cuando hemos sabido
dominar el lenguaje, nos hemos visto también sorprendidos
por las palabras. Eran superiores a nosotros. No fueron siem-
pre verdaderas y claras. Hemos aprendido por experiencia
cómo un hombre era capaz de emplear una palabra en
desacuerdo con su propia verdad, detrás de la que se podía
ocultar. Cualquier hombre puede ser mentiroso. La palabra
le sirve entonces de defensa, separándolo del prójimo, de sí
mismo y a veces también de Dios. Las palabras pueden no
ser más que formalismo y convención, una máscara detrás
de la cual permanecemos invisibles.
Esto nos puede hacer ávidos de silencio, pero de un silen-
cio que es el de una cierta impotencia. Quisiera deshacerme
de la máscara superficial por la que engaño a los demás y a
mí mismo. Para ser verdaderamente fecundo, el silencio debe
ser más que eso y revelarme el deseo que vive en mí, oculto
bajo mucho ruido y palabras. Debe ayudarme a conseguir una
hondura en mí, en la que se encuentra la fuente del verdadero
silencio. Nos llevará mucho tiempo avanzar hasta el corazón
de nuestra interioridad, allí donde nos espera el Padre de
quien toda paternidad toma nombre (d. Ef 3,15), cuyo nombre
tratamos de articular. Porque en lo más profundo de nosotros
mismos se encuentra otra relación de amor, signo de la que
nos ligaba a nuestros padres: la relación con el Padre, en el
Hijo y por el Espíritu. El Espíritu es el que nos hace balbucear
"Abba, Padre" (Rom 8,15). Es la misma palabra que fue nues-
tra primera palabra de hombre; la balbuceamos de nuevo más
allá de un silencio que no es más que plenitud de amor.
Se establece así un vaivén entre el silencio que nos impo-
~emos del exterior y el silencio interior o interioridad, cuya
msondable profundidad empezamos a discernir y no hemos
146
André Louf

terminado todavía. Poco a poco esta interioridad ocupará el


lugar del silencio exterior que está llamado a transformarse
en interioridad. La interioridad es un silencio que respira la
vida, porque ella misma es vida, vida interior, vida espiri-
tual, vida eterna. Isaac el Sirio dice que el silencio es la len-
gua del ~undo venidero. Para favorecer esta interioridad,
no sólo es necesario el silencio exterior sino también el inte-
rior, mucho más importante que el primero, aunque mucho
menos conocido. Nuestro universo interior no está espontá-
neamente de acuerdo con Dios, salvo su núcleo profundo,
que es el lugar donde nuestro ser se recibe de las manos de
Dios. Este núcleo está recubierto de una chapa de deseos y
pensamientos que impide el contacto directo con Dios que
nos habita. Al igual que nuestro cuerpo, nuestro ser interior
conserva huellas del pecado. Por eso es necesaria siempre
una vigilancia interior, para no ceder al primer deseo que
se presente. Cierta pobreza o sobriedad de pensamientos y
deseos abrirá un vacío en nosotros, cavará una profundidad
a través de la cual la vida del Espíritu podrá surgir, como
una fuente irreprimible en lo hondo de nuestro corazón.
La fuente es tal vez la mejor imagen del silencio, puesto
que éste tiene siempre que ver con el Espíritu. Por otra
parte es una imagen tomada de Jesús:
''Quien tenga sed venga a mí; y beba quien crea
en mí. Así dice la Escritura: de sus entrañas bro-
tarán ríos de agua viva. Se refería al Espíritu que
debían recibir los que creyeran en él" (Jn 7,37-39).

Gracias al silencio y al recogimiento, el Espíritu Santo


ahonda en nosotros un vacío y una profundidad que serán
el espacio que permita brotar a la fuente. Esta fuente es el
mismo Espíritu; hemos nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn
3,5), de un agua que mana en el mismo instante en que cede
espacio al silencio. Ahondar resulta entonces inútil. Porque

147
A merced de su gracia

es el verdadero silencio, el de dentro, el que sustituye al silen-


cio impuesto desde el exterior. El agua ahonda por sí misma
su lecho cada vez más profundamente. Basta dejarla correr.

El amor humilde
Nada revela mejor a un ser que su capacidad de amar.
Incluso aunque sea evidente que esta capacidad no está
inmediatamente disponible. Después de un proceso de
maduración, que puede durar años -a veces incluso toda
la vida-, llegamos a liberar progresivamente el amor ence-
rrado en nuestro corazón. Nuestro desarrollo espiritual y la
experiencia adquirida juegan un papel importante. Porque,
en el fondo, el amor es un asunto con Dios -pues Dios es
amor- y sólo podemos amar en la medida en que hemos
podido experimentar un poco el amor de Dios y su gracia.
Lo hemos visto muchas veces en este libro: en medio de
la tentación y de la conversión aprendemos a entrar en con-
tacto con la gracia y a vivir a su merced. Allí encontramos
la misericordia desbordante de Dios. En la medida en que
el amor es el fruto en nosotros del Espíritu, esta experiencia
de nuestra impotencia y de la misericordia, realizada en el
momento de la conversión, repercute necesariamente en
nuestra capacidad de entrar en contacto con los demás por
amor. Porque ella libera en nosotros un amor que va mucho
más lejos de lo que podría ir nuestro amor natural, un amor
que se parece al amor del Padre de los cielos, del que dice
Jesús que hace salir el sol sobre malos y buenos (cf. Mt 5,45).
Jesús desea que este amor se extienda no sólo a los que nos
aman -pues eso también lo hacen los paganos-, sino a
aquellos que nos odian, y hasta nuestros enemigos (d. Mt
5,44). Es ésta una misión imposible de concretar mientras
nos movamos sólo con nuestra generosidad. Sólo una larga
costumbre de gracia, o más bien de la manera cómo la gra-
148
André Louf

cia actúa en nosotros, paciente y generosa al mismo tiempo


que suave y fuerte, nos enseñará a amar cada vez mejor. No
es fácil hablar del amor como experiencia espiritual. Hasta
hace poco tiempo el aspecto sensible del amor les creaba
molestias a algunos. Desde entonces, se ha escrito mucho
sobre este tema, pero no es cierto que la situación haya evo-
lucionado tan rápidamente como la oleada de palabras y
escritos podrían dejar suponer. Ruidosas proclamas, inclu-
so bienintencionadas, no bastan para inflamar un corazón y
la precipitación con la que se habla de una cosa traiciona, en
general, el malestar que nos aflige en ese tema
No es mi intención alargarme sobre esta dificultad. Qui-
siera solamente recordar una doble deformación del amor,
que vuelve a aparecer a veces en nuestros días, y cuyo origen
se remonta tal vez a la actitud que las generaciones prece-
dentes adoptaron frente a la ternura y al amor sensible. Una
primera deformación se refiere al hecho de que el amor ha
sido a menudo desviado hacia un servicio activo. Para amar,
no sería importante sentir algo, sino al contrario, hacer algo.
La segunda deformación acentúa de una manera unilateral
los aspectos sociales del amor, en detrimento de los aspectos
personales. Se nos pide más fácilmente amar a un pueblo,
a una clase, a una buena causa, a la misma Iglesia, que al
individuo que encontramos de improviso en un rincón de la
calle. Esta doble desviación hace correr riesgos al amor.
Ni qué decir tiene que el amor nos llevará a preocu-
parnos por los que están de verdad necesitados. Todo el
evangelio está ahí para proclamarlo. Sin embargo no hay
que olvidar que en todo amor verdadero, lo que importa en
primer lugar es que yo no me sienta indigente. Mi propia
pobreza en amor juega un papel tan importante como la
necesidad material o espiritual de mi prójimo. A primera vis-
ta, esto parece egoísta. Pero es un error: si me preocupo muy
pronto del servicio que tengo que hacer al otro, omito una
149
A merced de su gracia

etapa importante de la amistad. Tal vez la etapa esencial. Es


incluso posible que esta omisión no cueste menos incons-
cientemente. Es en el fondo más agradable hacer algo por
otro, que aceptar que él venga a mí como hacia un pobre.
Y, sin embargo, es esencial al amor que primero sea yo
herido por el otro. Es preciso darle la ocasión y el tiempo
para que me haga esta herida. Cuando amo, surge en mí una
necesidad, que sólo la puede colmar el ser amado. Amar es
decir a uno: "Tú eres mi alegría. Sin ti no puedo vivir. Nece-
sito de ti". El amor despierta una necesidad, hace indigente
y pobre, incluso hace depender del otro. El amor me abre al
otro, me enseña a escuchar, me hace receptivo. En este sen-
tido el amor no puede estar nunca disociado de la verdade-
ra humildad. Es sobre todo el amor lo que me hace humilde
respecto de aquel hacia quien me siento tan poderosamente
atraído. Ahí está tal vez lo más difícil de la amistad; no es el
carácter demasiado sensible del amor y los problemas que
plantea, sino el hecho de que el amor nos lleva a reconocer
que necesitamos del otro, un otro que es el único que nos
puede dar lo que nos falta, en la medida en que nos aban-
donamos a él. Se puede comprender que muchos opongan
inconscientemente resistencia a lo que puede parecer una
debilidad o cobardía y hagan todo lo que puedan por
apartar esa prueba. Una actividad generosa es entonces a
menudo la salida más honorable que halagará a nuestro
amor propio. Este amor pretendidamente desinteresado
es una manera fácil de esquivar el amor verdadero y sobre
todo la humildad verdadera del amor. Mostrarse heroico
en el amor al prójimo es relativamente sencillo. "Héroe de
la caridad" es una curiosa expresión que ha encontrado
pronto derecho de ciudadanía. Este heroísmo tiene poco
que ver con el verdadero amor, que apunta más bien a la
vulnerabilidad y a la fragilidad del_ser amado. No decimos
héroe de la amistad, ni amor conyugal heroico. El amor no
150
André Louf

tiene que engendrar heroísmo porque podría ser un amor


que aplastase. El amor es amor y se basta a sí mismo.
Otra manera de esquivar la confrontación con nuestra
debilidad sería orientar nuestro amor a grupos. Se entrega
uno activamente a los demás (en plural), a la parroquia, a la
Iglesia, a la Patria, a los países subdesarrollados. ¡Es tan fácil
amar en plural, con un amor abstracto e idealizado que no
hace daño a nadie, ni a nosotros mismos, ni a los demás, pero
que tampoco hará ningún bien a ninguna persona concreta!
Podemos estar muy ocupados con nuestro prójimo lejano
y estar reñido con todos los colegas del trabajo. Ésta es una
forma de escapar del amor verdadero que se practica siem-
pre en singular. No se ama un grupo, sino primero a una
persona, a alguien que nos puede herir, ante quien se acepta
perder y a quien se hace el honor de ser el único capaz, en
determinado momento, de salvarnos de la angustia.
Esta capacidad de ser heridos por el amor, esta debilidad
que surge en toda relación de amor, no la aprendemos más
que de Dios y de su gracia que nos dejó el ejemplo absoluto
de su amor en su acción redentora, cuyo amor, cada día, se
ocupa de nosotros. ¿F.s que no amó tanto al mundo que nos
entregó a su Hijo único? (d. Jn 3,16). Su Hijo dijo que él, el
buen pastor, abandonará a noventa y nueve ovejas en el
desierto para buscar la oveja perdida (d. Le 15,4). Se com-
paró con el Padre que cada día acecha el camino para correr
hacia su hijo pródigo y abrazarlo cuando lo vea aparecer en
el horizonte (d. Le 15,20). Cuando la víspera de su Pasión,
quiso dar una señal de su Amor infinito, se quitó el vestido
y, como un esclavo, se arrodilló ante sus discípulos, inclui-
do Judas, para lavarles los pies (d. Jn 13,5). Tan grande es
la vulnerabilidad de Dios ante el hombre, tan intenso es su
deseo de él, y tal es el precio que está dispuesto a pagar,
que no hay alegría más grande en el cielo que la que un solo
pecador es capaz de dar a Dios cuando vuelve a su Padre
151
A merced de su gracia

(cf. Le 15,7). El amor de Dios no aplasta nunca. Al contrario.


Es discreto y humano, manso, humilde y agradecido.
El amor humilde, humilis caritas, es tal vez la virtud
evangélica por excelencia y mucho más rara que lo que el
uso del amor hoy en día podría dejar suponer. Es el amor a
imagen de Dios: generoso, paciente, dulce para con todos,
tanto para con el prójimo cercano como para el que está
lejos, para el amigo y para el enemigo, el amor que se da al
recién llegado. Un abad cisterciense del siglo XII, Guerrico
de Igny, lo ha expresado a su manera: "Lo propio de la
amistad es hacerse pequeño respecto de sus amigos". Pro-
pium est amicitiae, humillare pro amicis.
Las personas así son una gran gracia para la Iglesia y
para el mundo. En general, son fáciles de reconocer, porque
el amor verdadero atrae a los demás sin saberlo. A veces,
viven ocultas y apartadas, pero una sola de sus palabras
proferida en el umbral de su eremitorio puede bastar para
confundirnos y derribarnos por tierra, como le ocurrió a san
Pablo, y para hacemos saborear algo de la gracia de Dios.
Quisiera terminar este capítulo sobre los frutos del Espíritu
Santo, con el recuerdo personal de una peregrinación a los
ermitaños del monte A_thos. Hay pocas cosas que decir, sólo
que me los había figurado totalmente diferentes: tal vez
como seres frustrados, rudos y duros, héroes de la ascesis
y de la soledad, reticentes a todo contacto humano. La rea-
lidad fue totalmente diferente. Rara vez he experimentado
un amor igual, amor manso y humilde, por el que me sentí
inmediatamente acogido en su oración y arrastrado a pesar
mío hacia Dios. Rara vez me he sentido también tan cerca
de los hombres en el corazón mismo de este mundo, que no
deja de latir para Dios y que tan pocos saben escuchar.

152
Orar: respirar
a merced de la gracia

Las veces que hemos tratado de la gracia en los capí-


tulos precedentes, hemos terminado instintivamente en la
oración. Difícilmente podía ser de otra manera. Al orar,
caminamos con la gracia, o más bien, es la gracia la que
nos escolta y camina con nosotros. Orar es sencillamente
vivir y respirar a merced de la gracia. En este último capí-
tulo, quisiéramos volver sobre ello más explícitamente.

A propósito de la oración
Es tal vez útil recordar en primer lugar lo que enten-
demos por oración. Existen en efecto numerosas formas
de oración: oración vocal y silenciosa, oración exterior e
interior, oración litúrgica y privada. Con el movimiento
carismático, han aparecido nuevas formas de oración,
como por ejemplo, la oración en lenguas.
No es mi propósito elegir entre ellas o expresar alguna
preferencia. Hay en efecto muchos caminos que llevan a
la oración. Lo que es importante en ellos es que todos des-
embocan en el acontecimiento que capta al hombre entero
cuando brota en él la oración profunda. Cualquier forma
de oración debe llevar a esta oración profunda que es la
única verdadera. La oración supone que algo sucede al
que ora. Es siempre un aconteci,niento en el sentido fuerte
del término. Es el acontecimiento de la oración.
153
A merced de su gracia

¿Qué sucede exactamente en la oración? Tenemos que


renunciar provisionalmente a dar una definición de la
oración, para tratar en primer lugar de describir el aconte-
cimiento exterior con la ayuda de algunas imágenes fami-
liares. Imágenes y símbolos pueden ser más sugestivos
que una definición.
En primer lugar, el acontecimiento de la oración nos
encuentra desprevenidos, nos sorprende de improviso. Lo
que nos sorprende así no es algo extraño o profano, sino
más bien algo familiar. Nos sentimos sorprendidos por lo
que estaba ya hace tiempo en nosotros, que llevábamos sin
saberlo y de pronto aparece en la superficie y toma por ente-
ro posesión de nosotros. Quedamos captados por él. En el
primer momento nos parece un extraño, pero muy pronto,
sentimos que se encuentra bien entre nosotros, que le per-
tenecemos, que es incluso un aspecto distinto, un aspecto
todavía desconocido de nuestro propio yo. No es un aspecto
oscuro, sino un aspecto luminoso. No es una parte que duer-
me, sino la parte más dinámica, una fuente de fuerza viva
y de vida. Es nuestra parte más profunda, la mejor, nuestra
parte de eternidad que se anuncia y se manifiesta.
La segunda imagen que permite captar mejor esta ora-
ción-acontecimiento es la de una toma de conciencia. Orar, es
hacerse consciente de una cosa largo tiempo inconsciente en
nosotros. En todo hombre, hay un largo período en el que
la oración permanece inconsciente. Estaba ahí, pero no lo
sabíamos. Orar es hacer consciente en nosotros esta oración
inconsciente. Hacerse consciente de lo que había permaneci-
do inconsciente dentro de nosotros será una etapa importante
de nuestra vida, como en toda terapia. Porque una terapia
apunta precisamente a hacer surgir lo que estaba inconsciente
en nosotros, en confrontarnos con ello. Luego debemos acep-
para integrarlo de manera equilibrada en nuestra vida
diaria, en nuestros hechos y gestos, en nuestros pensamientos,
154
André Louf

en nuestros afectos. La oración es el lado divino que se hace


consciente y debe integrarse suavemente en nuestra vida.
Otra imagen que podría describir la oración-aconteci-
miento es la de una fuente que ha estado mucho tiempo
obstruida por una piedra. La fuente existía desde siem-
pre, pero estaba sellada, taponada. En cuanto se quita la
piedra, el agua brota espontáneamente. Es una fuente de
agua viva, de acuerdo con la imagen empleada por Jesús
en el evangelio para describir la vida del Espíritu (cf. Jn
4,10). El agua viva mana sin esfuerzo. Posee el raro poder
de arrastrar, propulsar, cavar. Cuando un dique se rompe
y se produce una inundación es de temer lo peor.
Un dique que se rompe. La oración-acontecimiento
tiene algo que ver con una ruptura súbita, con algo que
cede o que se abre con violencia. Es a la vez algo violento
y muy tierno. Más que de ruptura, habría que hablar de
desarrollo. El acontecimiento tiene relación con la violen-
cia del huracán de Pentecostés. En su holandés, a veces
tan lírico, Ruysbroe~k compara la oración a un orewoet,
fogosidad de los orígenes como la de un huracán irresis-
tible. No podemos hacer otra cosa que entregarnos a esta
tempestad, ceder ante ella y dejarla seguir su curso.
La oración es finalmente comparable a un nacimiento,
a la venida al mundo de una vida nueva. Los dolores de
parto acompañan al nacimiento, pero también una alegría
profunda porque un nuevo ser está a punto de venir al
mundo. La oración-acontecimiento es como un nuevo
nacimiento. La vida profunda que llevábamos desde
hacía mucho tiempo, que germinaba y crecía en nosotros,
se revela súbitamente y a veces de manera tumbativa.
¿En qué consiste esta vida hasta ahora desconocida y
que de pronto se manifiesta? ¿Quién es este hombre nuevo
que viene al mundo, este lado inconsciente de nosotros
155
A merced de su gracia

que se hace consciente? La respuesta a esta pregunta es la


misma para todos los místicos: Orar es percibir nuestra rea-
lidad más profunda, ese pünto preciso de nuestro ser en el
que, inconscientemente, insensiblemente, sin jamás haberlo
visto, llegamos a Dios, nos derramamos en Dios, tocamos a
Dios. Los escritores bizantinos llaman a veces a este punto
el topos tou theou, el lugar donde Dios está presente en noso-
tros. La única diferencia entre los místicos se refiere al nom-
bre que dan a este lugar: nous, mens, cor, el fondo del ser, lo
recóndito, el núcleo, el abismo del alma, la cima del alma,
la cima del espíritu. Espontáneamente recordamos los céle-
bres versos de un poeta flamenco, el abad Guido Gezelle:
Estoy lejos de ti,
mientras que tú, dulce fuente
de todo lo que es vida
o de todo lo que hace vivir
eres para mí el prójimo más próximo.
Tú envías, sol muy amado, a mi hondura
más profunda
tu fuego devorador que todo lo atraviesa.

Dios nos toca al crearnos, como lo pintó Miguel Ángel


en su célebre Creación. El dedo del Padre apenas toca el
dedo de Adán, pero no lo deja ya nunca. Podemos pre-
guntarnos: ¿Sería posible captar en la conciencia humana
este contacto creador entre Dios y el hombre?
Dios, al recrearnos después de la caída, nos toca mucho
más profundamente en su Hijo que permanece en nosotros Y
con nosotros, y en el Espíritu derramado en nuestros corazo-
nes cuyo murmullo o gemido, en lo más profundo de noso-
tros mismos, antecede nuestra oración, mucho antes de que
comencemos a orar conscientemente. La fuerza de los textos
de Pablo sobre este tema no deja nada que desear (cf. Rom
8,26). De nuevo surge la pregunta: ¿Es perceptible esta ora-
156
André Louf

ción dada por adelantado en lo más profundo de nosotros?


¿Puede hacerse consciente? ¿Si es así, cómo sucede esto?

Orar en la impotencia

La respuesta es difícil. Nuestra experiencia de oración


es generalmente limitada y más bien desgraciada. En un
momento dado, se hace incluso profundamente frustrante.
Comprobamos entonces que no sabemos cómo orar. Ensaya-
mos varios métodos, pero en vano la mayoría de los casos.
Algunos métodos usan la imaginación. Recomiendan
representarse escenas tomadas del evangelio o imágenes
de la iconografía corriente. Este camino es excelente. Lugar
privilegiado debe tener el ícono de Jesús de Oriente o de
Occidente -la santa faz del Redentor- figura sacramental del
Kyrios glorificado. Así como Dios ha dejado su Palabra a
nuestra disposición bajo la forma de las palabras humanas
de la Biblia, su Ser invisible se ha hecho visible bajo los ras-
gos humanos del rostro de Jesús. "El que me ve, ve al Padre"
dice el mismo Jesús On 14,9). Según la tradición secular, el
arte cristiano ha guardado fielmente los rasgos auténticos del
rostro de Jesús, conservando la fuerza espiritual invisible del
misterio de Salvación. De aquí el importante papel que tie-
nen los íconos y los retablos en la liturgia y en la experiencia
espiritual, por lo menos hasta el comienzo de este siglo. La
liturgia algo famélica antes del Vaticano II, unida a la crisis
de las artes figurativas, nos han privado de la experiencia
concreta y vivificante de imágenes sagradas.
En cualquier caso, el centro de esta experiencia sé encar-
na en la fuerza espiritual encerrada en el icono o en la sacra
imago o imagen santa, como se dice en Occidente. Esto per-
mite al que contempla al ícono no quedarse en la imagen
misma o en su propia imaginación, sino que, a través de
157
A merced de su gracia

la imagen, el corazón se siente tocado; igual que la Palabra


de Dios en la Biblia no se dirige en primer lugar a nuestro
entendimiento, sino que debe herir nuestro corazón. Es
pues muy importante que el uso de las imágenes no nos
encierre en lo imaginario. Las imágenes podrían distraer-
nos de lo esencial. Si, por ejemplo, he peregrinado a Tierra
Santa y trato de representarme los Lugares Santos durante
la oración, no estaré seguro de no ir más allá de los recuer-
dos de un viaje instructivo por cualquier otra parte. ¿Pero
estoy seguro de alcanzar así la persona de Jesús?
Las imágenes deben llevarnos a la experiencia. Y de
nuevo se plantea la pregunta: ¿qué experiencia? Con la
ayuda de una imagen, uno puede despertar en sí toda
clase de sentimientos: de alegría, de amor, de confianza, de
agradecimiento. Puede uno incluso complacerse en estos
sentimientos, encontrar en ellos una cierta satisfacción;
tal vez no la primera vez, pero sí la siguiente o la tercera.
Nuestros sentimientos no son inagotables. Son limitados y
fuertemente dependientes de nuestro humor, de nuestras
buenas resoluciones o de lo que parecen deseos espirituales.
Incluso cuando se acierta en este camino, porque se dispone
de una rica afectividad, ¿dónde estamos en el fondo? ¿Me
hiere Dios, me toca en el fondo de mi afectividad cuando
estoy ocupado en atizar mis sentimientos como si fueran
carbones ardientes que amenazasen apagarse? Pronto que-
daría saturado. No porque me falte generosidad o perseve-
rancia, sino por la sencilla razón de que mis sentimientos no
son inagotables. Sólo Dios es inagotable en mí. Pero ¿cómo
alcanzar en nosotros a ese Dios inagotable?
Otros piensan que les irá mejor tomar un camino racional.
Dejan hablar a su inteligencia. El término, todavía en uso, de
meditación indica esta dirección. En el peor de los casos, se
tratará de consideraciones abstractas sobre la verdad y en el
mejor estas reflexiones llevaban a una visión más clara de las
158
André Louf

cosas o a una convicción más fuerte. Convicción tal vez capaz


de despertar nuestros sentimientos religiosos. Sin embargo,
las palabras de la Escritura no están en principio destinadas
a ser meditadas intelectualmente. Están ahí para herirnos y
forzar así el camino hacia nuestro fondo más íntimo. Se diri-
gen ante todo a nuestro corazón, no a nuestra inteligencia. Si
se detuvieran en nuestra inteligencia, no serían más que un
golpecito de aliento en la espalda, como para decir: "Ya ves,
tenemos la sartén por el mango. Sigue pues haciendo todo lo
posible". Caricaturizo un poco, pero habrán adivinado que
siguiendo este camino, corremos el peligro de deslizarnos en
poco tiempo hacia un moralismo sospechoso. Porque hasta
entonces no ha pasado nada ni nunca ocurre nada. El camino
está sencillamente cerrado y lo mantenemos así. Nos conten-
tamos con hacerlo lo mejor posible y eso es precisamente lo
estéril. Si hiciésemos un poco menos de esfuerzo, encontra-
ríamos más fácilmente el único lugar donde nos espera Jesús
y donde el verdadero encuentro es posible.
Podemos describir este lugar como un punto muerto,
un callejón sin salida. Inevitable y necesario callejón sin
salida. Allí aprendemos, a costa nuestra, que no pasa nada
en nuestra razón, ni en nuestra imaginación, ni en nuestra
sensibilidad superficial. Algo sucederá, es verdad, pero en
otra parte. El callejón sin salida nos debe llevar a abandonar
todas estas pistas tan familiares. Importa pues detenerse y
mantenerse eri un silencio interior profundo y esperar allí,
con toda sencillez, hasta que suceda algo; no una idea, ni un
sentimiento, ni una imagen. Algo diferente: una presencia
silenciosa, insensible, sin imagen, sin pensamiento. No algo
diferente, sino Uno diferente, Otro, el Otro absoluto.
Tratamos de describir una etapa muy importante de la
oración, etapa que todos tememos. La inutilidad de nues-
tros esfuerzos nos hace tomar conciencia de que la oración
es imposible. Entonces algunos se debaten y se esfuerzan
159
A merced de su gracia

por hacer todo lo posible en generosidad, fervor o entrega


a los demás. Cualquier cosa es más fácil que experimentar
nuestra radical impotencia ante Dios.
¿Qué hacer en este punto muerto? La respuesta es fácil:
no agitarse, sino sencillamente permanecer en el callejón sin
salida. Esto quiere decir: no huir bajo ningún pretexto. Es ahí,
en ese callejón sin salida en el que nos debatimos sin gloria,
donde seremos liberados y curados de nuestra impotencia. Ser
liberados, en pasiva, lo cual es esencial. No se trata de libe-
rarse uno mismo, sino de ser liberado por otro. Esto quiere
decir: no ser capaces de dominar la situación y permanecer
en nuestra impotencia, para que sea allí, y no en ninguna
otra parte, donde nos tome la fuerza de Dios. Porque la ora-
ción es también experiencia de salvación y debe convertirse
e~ ilustración concreta de las palabras de san Pablo: "Pues
cuando estoy débil, es cuando soy fuerte, porque el poder de
Dios se desarrolla en la debilidad" (2 Cor 12,10).
Este proceso a veces es de larga duración. Se trata de
aprender progresivamente a abandonarse en profundidad.
Nuestro proyecto personal de oración, de una manera
imperceptible pero con seguridad, debe ser sustituido por
la acción de Dios para, en cierto, modo perderse en ella. A
Dios le toca tomar la iniciativa. A nosotros dejarlo obrar.
A nosotros también abandonamos a su acción en nosotros.
Este abandono no es fácil. A veces resistimos mucho tiempo
y a menudo incluso con cierta obstinación, con un celo bien-
intencionado pero totalmente inútil y nefasto. Dios, que nos
conoce mejor que nosotros mismos, nos deja hacer por un
cierto tiempo. Tolera nuestras resistencias para con él. Nos
deja a veces creer que hacemos progresos en la oración...
Pero por poco tiempo.
De hecho, lo que Dios nos pide ahora es especialmente
penoso. Nos quita la oración, sin más, de manera que tene-
160
André Louf

mos la impresión de perder lo que pensábamos haber gana-


do. Quizás habíamos conseguido un cierto resultado en la
oración; por lo menos eso nos parecía. Pero ahora todo se
ha bloqueado de pronto, parece nulo y sin valor. No hay ya
respuesta. No hay que atribuir esta desventura a un fallo o a
falta de generosidad por nuestra parte. Es el mismo Dios el
que, en la mayoría de los casos, lo quiere así. Quiere hacer-
nos saber que nos espera en otra parte. La oración todavía
se nos da, pero a un nivel mucho más profundo. Antes
deseábamos este don de Dios que se llama gracia para ser
capaces de orar. Pero teníamos también la impresión de que
poseíamos ya un poco la oración., que éramos dueños. Nues-
tros esfuerzos no habían sido inútiles. Ahora Dios prefiere
plantear el problema de otra manera. La oración a la que nos
invita es la oración suya. Es pura gracia. No tenemos nin-
gún poder sobre ella. Lo único que podemos hacer es abrir
nuestras manos y nuestro corazón para que la oración brote
como un don del Señor allí donde él quiere dárnosla.
Perseverar en el punto muerto también quiere decir no
volver sobre nuestros pasos., no aferrarse a los métodos
que en otro tiempo nos habían servido con más o menos
éxito. Más concretamente: no quedarnos en nuestro
entendimiento., en nuestra imaginación., en nuestros senti-
mientos. Estas facultades deberán apaciguarse., descansar,
quedarse tranquilas., estar por decirlo así desconectadas.
Cuanto mayor esfuerzo hagamos, menos posibilidades
tiene la oración de brotar en nosotros: el camino está obs-
truido por un obstáculo. Sigue habiendo una piedra que
bloquea la fuente.
La palabra perseverar comporta un matiz de volunta-
rismo que no expresa perfectamente lo que debe ocurrir
en el callejón sin salida. El lenguaje antiguo de la Biblia y
los Padres utilizaban la palabra hypomenein con el sustan-
tivo hypomoné; literalmente: permanecer debajo. Se podría
161
A merced de su gracia

traducir como acurrucarse en el callejón sin salida y per-


manecer en él esperando que nos suceda algo.
El hecho de estar desconectado de toda actividad
interior generalmente es causa de cierta oscuridad, de
un sentimiento de aridez, de desolación, incluso tal vez
de una impresión de vacío, de profundidad vertiginosa.
A veces también tenemos la impresión de sufrir hambre
y sed. Estos sentimientos aparentemente negativos son
señales eminentemente positivas. Nos hacen caer en la
cuenta de que tocamos ya algo más allá de nuestro mun-
dillo familiar. Pero sin saberlo, porque no estamos abso-
lutamente habituados a ello. Y esto es precisamente buena
señal. Permaneciendo en el callejón sin salida, sin saberlo,
penetramos ya, de cierto modo, en el mas allá. En adelante
puede ocurrimos el acontecimiento.
Cuando Jesús quiere hablar de la vida del Espíritu en
nosotros, emplea la imagen de la fuente que mana. La com-
II
para al agu~ viva que viene a nosotros como una fuente
que brota para la vida eterna" Gn 4,14). La oración es esta
fuente profunda en nosotros. Se encontraba allí desde siem-
pre, como el soplo del Espíritu Santo que sin cesar oraba en
nosotros. Pero no éramos conscientes de ello. Sin saberlo
habíamos acumulado un montón de piedras en el manan-
tial. Cada fuente tiene su propia presión que se puede estor-
bar de manera artificial o, al contrario, dejarle libre curso
y abandonarse a ella. Esta presión se convierte en nuestra
propia fuerza, mientras que nuestros violentos esfuerzos
no le pueden añadir nada. Hay que tener cuidado, pues sin
quererlo nosotros, estos esfuerzos podrían ser precisamente
las piedras que impiden que la fuente brote naturalmente.
Para orar más y mejor, es preciso hacer menos por
nosotros mismos, renunciar a nuestras buenas intenciones
Y limitarnos a entregarnos al impulso interior del Espíritu,
162
· André Louf

tan pronto como éste brota en nosotros y trata de arrastrar-


nos. Nuestros esfuerzos y métodos de oración nos deben
finalmente conducir a nada y desaparecer, para que el
Espíritu de Jesús pueda dar una posibilidad a su oración
en nosotros.

La oración: un grito

Mientras permanecemos en el callejón sin salida, experi-


mentamos incertidumbre, angustia, incluso desesperación.
¿Dónde estamos? ¿Quién vendrá a sacarnos? Espontánea-
mente surge la llamada de socorro: "¡Desde lo hondo a ti
grito, Señor!" (Sal 129,1). Y así la forma más primitiva y
elemental de oración viene a los labios: el grito. Estoy tenta-
do de gritar mi angustia. ¿No sería mejor no ceder a lo que
puede parecer una debilidad? Al contrario, porque estamos
en el instante de mayor importancia: cuando me atrevo a
expresar por un grito mi desgracia ante el rostro de Dios.
Gritar es una actividad profundamente humana. Fue lo
primero que aprendimos al llegar al mundo. Nuestros pul-
mones estaban todavía cerrados y, al primer contacto con el
medio ambiente, apenas salidos del seno materno, teníamos
peligro de ahogamos. Entonces inventamos el grito. Era un
grito vital que nos salvaba. Porque, al gritar nuestra angustia,
hemos abierto nuestros pulmones para permitir al aire que se
precipite en ellos. Fue el grito de nuestros orígenes, nuestro
primer grito -el grito "primal" según una cierta escuela- que
nos salvó de la muerte y nos dio la vida.
El recuerdo de este primer grito quedó grabado en
nuestra psyqué y en nuestro cuerpo. Nos marcó para
siempre. Cada vez que nos encontramos en una situación
difícil, el eco de este grito vuelve a la superficie. Poder gri-
tar nuestra angustia es un gran alivio y, en ciertos casos,
163
A merced de su gracia

constituye el primer paso para la curación. Una reciente


escuela de psicoanálisis ha hecho de él una técnica tera-
péutica, que consiste en dejar gritar y llorar al paciente,
para darle la ocasión de expresar y liberar el sufrimiento
inconsciente que lo paralizaba desde hacía años.
Nacemos en un grito. Vivimos también gritando, aun-
que a menudo de una manera inconsciente. Jesús murió
gritando: "Dando un fuerte grito" (Le 23,46). Gritó frente a
su Padre su dolor mortal pero también su amor y abando-
no: "En tus manos pongo mi espíritu" (Le 23,46). Su muer-
te fue a la vez una llamada de angustia y de confianza,
una verdadera oración. Fue también un Pentecostés como
lo sugiere san Juan, que emplea la expresión "entregar el
espíritu" en un doble sentido: dar el último suspiro y, al
mismo tiempo, dar el Espíritu a sus discípulos. El último
grito de Jesús fue la fuente de toda oración.
La Biblia contiene numerosísimos gritos lanzados hacia
Dios en el salterio, por ejemplo. Pero sobre todo el libro de
Job no es más que un grito de desesperación y de rebel-
día. Job está en un callejón sin salida, y nadie, ni siquiera
un amigo, puede sacarlo. Job grita para protestar contra
Dios. Protesta que gira poco a poco hacia la maldición:
Job maldice a Dios por haberle dado la vida con todos sus
sufrimientos. Un callejón sin salida puede llevarnos muy
lejos de la oración. Dios no vaciló en tomar en cuenta esos
gritos de maldición de Job, que son parte de la Escritura
inspirada. Estas maldiciones se han convertido en Palabra
de Dios para nosotros. Dios conoce nuestra desesperación
y, a través de Job, desea escuchar una vez más ese grito
y darnos la ocasión de expresárselo. Obra así para com-
partir nuestra desesperación. Espera nuestro grito, como
esperaba los gritos de Job y los de su hijo Jesucristo. Ese
grito y ese callejón sin salida son el único camino por el
que puede salvarnos.
164
André Louf

Cuando se recorre la literatura monástica, impresiona ver


que esos gritos son la oración habitual de los primeros mon-
jes. Sus gritos estaban la mayoría de las veces sacados del
evangelio: "Ten piedad de nosotros; sálvanos; cúranos; que
vea; ten piedad de mí, pobre pecador''. Eran gritos que bro-
taban de un callejón sin salida y de una profunda desgracia.
Saber gritar esta angustia es una etapa importante. Al
hacerlo nos familiarizamos poco a poco con ella, lo cual es
totalmente positivo. No rechazamos nuestra miseria, sino que
por el contrario nos identificamos tanto con ella que nos hace-
mos capaces de expresarla en un grito que es ya oración
Un grito no es solamente el muestrario de una desgra-
cia. Se dirige siempre a alguien siendo éste un elemento
esencial de la oración. Si me dirijo a alguien salgo de mí
mismo para acudir a otro. No es tan fácil como parece a
primera vista, sobre todo cuando estoy ocupado en orar.
Sólo una situación de urgencia nos fuerza, por decirlo así,
a salir de nuestro corazón para acudir a otro.
No es esto lo que sucede siempre en el tiempo de la
oración. Puedo estar ocupado con ideas edificantes y sobre
Dios. Las hay con profusión. Puedo también cultivar sen-
timientos, tomar buenas resoluciones, hacer proyectos de
santidad o de compromiso para el servicio de los demás y
seguir ocupado de mí mismo, de mis sentimientos, de mis
resoluciones. Sólo un grito es capaz de abrirme. Aunque
el Otro parezca ausente e incluso aunque yo tantee entre
tinieblas, sé que él me escucha y tengo confianza en que me
escuchará. No tengo necesidad de verlo. Mi grito le ha llega-
do y eso basta. En cierto sentido mi grito me lo hace incluso
presente. Gracias a esta llamada que he lanzado, no me he
replegado sobre mí mismo, ni sobre mi propia experiencia.
Aunque sumergido en la oscuridad, estoy concertado con
él, puedo estar disponible, a merced de su gracia.
165
A merced de su gracia

En el fondo de mí mismo, soy ese grito que pide cura-


ción. Y también el grito por el que voy a curar. En milla-
mada, repercuten otros muchos gritos. Está mi primer grito,
el de mi nacimiento. Están los gritos de mi pecado y de mi
impotencia. También las vociferaciones de Job y los gritos
del Salmista. Finalmente el grito de angustia y de abandono
de Jesús en la cruz. A través de todos esos gritos, penetro
hasta el grito más fundamental en mí, el grito que no he
sabido nunca escuchar bien, el del Espíritu Santo: ¡Abba,
Padre! San Pablo lo dice explícitamente: en el fondo de mi
corazón el Espíritu de Dios, que es también el Espíritu de
Jesús, clama sin cesar: "¡Abba, Padre!" (cf. Gál 4,6). Este
grito del Espíritu se hará poco a poco mi grito. Es la prueba
de que nos hemos hecho verdaderamente hijos de Dios.
Tengo derecho a hacerlo mío. Nos es dado balbucear con el
Hijo: ¡Abba, Padre! en alguna parte del corazón de Dios, en
el seno de las tres Personas de la Trinidad. ¿No es la oración
esta tendencia a abrirnos al Espíritu y dejar brotar su susu-
rro en nosotros? Dichoso el que ha podido percibir su eco y
lo ha sabido asumir en la oración.
En cuanto nos ponemos realmente a la escucha de Dios,
el peligro de repliegue sobre uno mismo, de una fusión
entre Dios y nosotros, se evita de verdad. Porque Dios no
se repliega sobre sí mismo, ni sobre nosotros. Permanece
abierto a toda la creación. San Pablo interpreta el susurro
del Espíritu en nosotros como el gemido de la creación que
gime con dolores de parto, a punto de ser recreada y pasar
al mundo nuevo de la resurrección. En la oración, recoge-
mos un eco de este gemido creador. El Espíritu intercede
por el mundo entero, por el mundo material y por el mundo
espiritual. Orar es dejarse arrastrar a la nueva creación que
crece lentamente en Jesucristo hasta su plenitud. Orar es
coincidir con el brote de esta vida nueva en nosotros, que es
la vida de la resurrección. Orar es esperar impacientemente
166
André Louf

que esa vida me atraviese y me llegue: ¿ Usquequo D01nine?


¿Hasta cuándo Señor? 1-Marana tha! ¡Ven, Señor Jesús!
El mejor grito, la mejor oración, es el nombre de Jesús,
resumen por excelencia de la Palabra de Dios. Los mon-
jes se acostumbraron muy pronto a emplear este nombre
11
como jaculatoria: ¡Jesús, ayúdame! ¡Jesús, sálvame! ¡Jesús
misericordia!". El uso oriental, del que se encuentran tam-
bién huellas en Occidente, de añadir al nombre de Jesús la
oración del publicano, es hoy suficientemente conocido y
practicado por muchos: "¡Señor Jesús, Hijo de Dios, ten
misericordia de nú, pecador!". Este grito se eleva de nuestra
miseria más profunda, de la toma de conciencia del pecado
que nos aparta del amor verdadero. No hay otra oración
posible para el cristiano que la que brota de la conciencia
de su pecado. Conciencia que sólo Dios puede dar en el
instante mismo en que perdona el pecado y acoge al peca-
dor en su amor. Por eso la oración de Jesús no es tan sólo
un primer paso en el camino de la oración, es una cima:
recuerdo del Padre misericordioso que sin cesar nos espera
y nos permite caer en sus brazos. Para algunos, la repetición
ferviente al ribno de la respiración, de la oración de Jesús
basta. El nombre que está por encima de todo nombre, el
nombre abreviado de Dios, expresa para ellos todos los
sentimientos posibles: arrepentimiento lo mismo que amor,
confesión de la falta e íntima comunión. El nombre de Jesús
acaba por hacerse dulce susurro, que recubre lentamente
los demás ruidos del corazón. Con el tiempo, el orante
planta ahí su tienda. Habita en el Nombre, permanece en el
amor sentado al borde de la fuente, en lo más profundo de
su corazón, cuyo abismo desemboca en Dios.
La repetición incesante del nombre de Jesús es una
aventura que se hace vertiginosa y cuyo vértigo es Dios
en persona, oculto en nuestro corazón. Basta ceder a este
vértigo para abandonarse sin cesar en Dios.
167
A merced de su gracia

La oración nos lleva así al centro más profundo de


nuestro ser. Nos unifica. Nos entrega a Jesús, pero al
mismo tiempo cura nuestro yo, restaura nuestra unidad
interior. Mientras repetimos el nombre de Jesús, aprende-
mos nuestro propio nombre, el nombre que él solo conoce
y que continuamente trata de enseñarnos. Mientras tra-
tamos de reconocer en la noche los rasgos de su rostro,
volvemos a encontrar los nuestros. Y mientras que nos
entregamos a su Amor, aprendemos a amarnos realmente
a nosotros mismos y para siempre.

Unificarse desde dentro


Tan pronto como encontramos en la oración nuestro ser
profundo, somos capaces de vivir a partir de esta profun-
didad. Largo tiempo, como san Agustín, habíamos buscado
al Señor fuera de nosotros. Ahora sabemos por experiencia
que está dentro de nosotros: intimior intimo meo. Es nuestro
oergrond, nuestro fondo primitivo, nuestro yo oculto. Su
vida sube a nosotros desde el interior. Jesús viene a nuestro
encuentro desde el interior hacia el exterior, dice Ruysbroeck.
Allí es donde debemos buscarlo, orientados hacia el interior.
Tenemos que aprender a vivir de cara a nuestro interior, a reco-
gernos. Tan pronto como hayamos establecido contacto con
nuestra interioridad, notaremos que esta realidad íntima es
no sólo su núcleo y centro de gravedad, sino también la fuen-
te capaz de reestructurar nuestro ser. Una fuente de tuerza, de
luz, de vida. Todo se nos da a partir del interior; el conjunto
de nuestras facultades no podrá funcionar bien sino en la
medida en que estén relacionadas con este mundo interior. El
hombre nuevo es fecundado desde dentro, por su interiori-
dad, y es conducido por el Espíritu a partir del interior.
Para describir este proceso de unificación y de reestructu-
ración, la tradición bizantina dispone de una expresión irna-
168
André Louf

ginada: la inteligencia (el nous) desciende al corazón. Quiere


decir que la inteligencia abandona momentáneamente sus
investigaciones independientes y se une al corazón, donde se
encuentran las facultades afectivas e intuitivas del hombre.
Esta unión de la inteligencia y del corazón crea en el hombre
una paz profunda, incluso en·el plan natural.
Pero hay más. Como hemos visto más arriba, el cora-
zón es el lugar en el que Dios está presente en el hombre.
Es ahí donde éste puede tocar a Dios y adherirse a él. Que
la inteligencia baja al corazón significa que todo su ser ha
entrado en la vida de Dios, y se ha integrado en la acción
del Espíritu, que se convierte así en factor de unificación
por excelencia de la totalidad del ser.
El hombre puede entonces volver a encontrar sus
facultades sin ninguna excepción. Más arriba hemos tra-
tado del ayuno de las potencias, de las facultades que
deberían ser desconectadas. Era algo temporal. En la
oración no desaparece nada del ser humano. Al contrario.
La inteligencia puede apoyarse sin peligro en un corazón
totalmente dominado por el fuego del Espíritu y que ha
vuelto a encontrar su profundidad, que es el terreno de
la oración. Está iluminada desde el interior por la oración
a la vez que por el amor y posee una perspicacia nueva,
pues está fecundada por el amor.
El amor se ha hecho inseparable del conocimiento y el
conocimiento inseparable del amor. El amor se ha hecho
conocimiento, porque es la fuenté del conocimiento verda-
dero. La célebre fórmula frecuente en la literatura mística
de Occidente, desde Gregorio el Grande, adquiere toda
su importancia: Ipse amor notitia est. El amor mismo se ha
hecho conocimiento., no porque sustituya al entendimien-
to, sino porque abraza al entendimiento desde el interior,
como el fuego que se incuba bajo la ceniza.
169
A merced de su gracia

Lo que vale para el entendimiento, vale también para


las demás potencias, y en especial para el amor al pró-
jimo. La vida se alimenta ahora con esta nueva realidad
que la oración libera en las profundidades de nuestro
ser. La oración se hace ambiente discretamente caluroso:
es como el fondo musical sobre el que la vida cotidiana
puede desarrollarse intensamente. Tal vez incluso más
intensa y eficazmente, porque por fin hemos alcanzado la
fuente misma de nuestro ser y actuamos sólo a partir de
ella. Es como una dulce y casi imperceptible melodía que
nada ni nadie puede turbar, que crea un clima del que no
podemos desprendernos. Una dulcis memoria, como la lla-
man los escritores antiguos: un recuerdo dulce y caluroso
del Amado que impregna nuestra experiencia y cubre los
ruidos extraños.

Libertad en el Espíritu
El que hace la experiencia del amor perfecto, puede
llegar a ser perfectamente libre. La verdadera libertad es
el reflejo activo del amor de Dios en el hombre. Cuando la
oración no es más que una progresiva toma de conciencia
de la vida de Dios en nosotros, está muy cerca de la fuente
de nuestra libertad. La experiencia de la oración se hace,
día tras día, la norma determinante de nuestras palabras y
de nuestras acciones, la ley espiritual que nos anima desde
el interior. Es como si llevásemos un fuego dentro de noso-
tros del que podemos transmitir el calor a los demás.
Aprender a obrar a partir del interior constituye una
importante mudanza en la vida del creyente. Hasta ahora
había sido muy activo. Sin embargo, actuaba desde su
generosidad espontánea y natural, sabiendo por experien-
cia que ésta no lo llevaba muy lejos y mostraba pronto seña-
les de agotamiento. En otros el sentido innato del deber
170
André Louf

juega un papel importante. El sentido del deber, cuyo


factor determinante es la prescripción moral, debe ser
también analizado cuidadosamente. ¿Qué sucede en mí
cuando me aplico solamente a ser concienzudo? Sabemos
por experiencia que ese esfuerzo puede hacerse a la larga
insoportable y que la vida verdadera no pasa por ahí.
Por el contrario, quien ha recibido la gracia de estar a
la escucha de su corazón en la oración inmediatamente
se hace sensible al suave impulso del Espíritu Santo en
él. Sin que lo veamos, ni tampoco lo sintamos, el Espíritu
nos empuja actuando como un instinctus interior en cada
uno de nosotros. El que es así guiado por el Espíritu,
instintivamente busca no lo mejor o lo más virtuoso en
sí, sino aquello hacia lo que lo empuja el Espíritu, lo que
el Espíritu le pide en ese momento concreto. Nada más,
pero tampoco nada menos. Sabe escuchar al Espíritu. Vive
libremente conectado a esta longitud de onda y capaz de
captar los signos del Espíritu, a merced de su gracia.
Es lo que san Agustín llama Magister interior, el "Maes-
tro interior". Es la unción interior de la que habla san Juan
en su primera carta y que no falta a ningún creyente:
"Ustedes han recibido la unción del Espíritu,
y todús tienen la misma sabiduría ... Les escribo
estas cosas pensando en aquéllos que tratan de
engañarlos. Ustedes conserven la unción que reci-
bieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que
nadie les enseñe; porque su unción, que es verda-
dera e infalible, los instruirá acerca de todo. Lo que
les enseñe, consérvenlo." (1 Jn 2,2.26-27).

171
A merced de su gracia

echó por tierra golpeándose el pecho con un gesto solem-


ne y vigoroso. En esta postura humilde y suplicante lo
presentan la mayoría de los pintores.
Jesús rompió el silencio y se dirigió a Jerónimo desde
lo alto de la cruz:
-Jerónimo, ¿qué tienes para darme? ¿Qué voy a recibir
de ti?
La voz de Jesús bastó para devolver el ánimo a Jeróni-
mo que pensó inmediatamente en algún regalo que pudie-
se ofrecer a su amigo crucificado.
-La soledad en la que me debato -respondió-.
-Excelente, Jerónimo -respondió Jesús-. Te lo agradez-
co. Has hecho todo lo que podías, ¿pero tienes algo más
que ofrecerme?
Jerónimo no vaciló un momento. Evidentemente tenía
una multitud de cosas que ofrecer a Jesús:
-Naturalmente, Señor: mis ayunos, el hambre, la sed;
no como más que al ponerse el sol.
De nuevo Jesús replicó:
-Excelente, Jerónimo, te doy las gracias por ello. Haces
todo lo mejor posible: ¿Pero tienes algo más que darme?
Una vez más Jerónimo pensó en lo que podría ofrecer
a Jesús; mencionó sus vigilias, la larga recitación de los
salmos, el estudio asiduo de la Biblia, de día y de noche,
el celibato que intentaba como podía, la falta de confort, la
pobreza, los visitantes imprevistos a los que se esforzaba
en recibir con una cara no demasiado desagradable, en fin,
el calor del día y el frío de la noche...
Jesús lo felicitaba y le daba las gracias por cada cosa.
Jerónimo intentaba hacer todo lo mejor posible. Pero cada
174
Epilogo

Cuando los pintores creyentes del siglo xv y XVI qui-


sieron decir algo sobre la fe militante, recurrieron a un
acontecimiento poco ordinario de la vida de san Jerónimo;
la mayoría de los museos, y también algunas iglesias, han
conservado el recuerdo. El relato de este acontecimiento que
no puede ser más elocuente, nos servirá de conclusión.
Mucho antes de que se convirtiese en un exégeta sabio
y famoso, brillante director de señoras de la alta sociedad
romana, Jerónimo había intentado vivir como ermitaño en
una gruta del desierto de Judá. Con la presunción propia de
la edad, el joven Jerónimo se había entregado con ardor a las
múltiples formas de ascesis usuales entre los monjes. Pero
los frutos se hacían esperar. El tiempo le hizo comprender
que su vocación estaba en otra parte y que su estancia entre
los monjes de Palestina no era más que el preludio.
Jerónimo tenía mucho que aprender; el joven novicio
se encontraba inmerso en la desesperación. A pesar de
sus generosos esfuerzos, no obtenía ninguna respuesta del
cielo. Iba a la deriva, sin timón en medio de sus tempesta-
des interiores; las viejas tentaciones familiares no tardaron
en levantar cabeza. Jerónimo estaba desanimado. ¿Qué
había hecho mal? ¿Dónde encontrar la causa de este corto-
circuito entre Dios y él? ¿Cómo restablecer el contacto con
la gracia?
Jerónimo estaba así cavilando cuando descubrió un cru-
cifijo pendiente de las ramas secas de un árbol. Jerónimo se
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1-
André Louf

vez, con una sonrisa traviesa, lo apretaba un poco más


preguntándole de nuevo:
-Jerónimo, ¿tienes algo más que darme?
Al fin, habiendo enumerado todas las buenas obras que
recordaba y como Jesús le volvía a hacer la misma pre-
gunta, un poco desanimado y no sabiendo ya a qué santo
encomendarse, Jerónimo balbuceó:
-Señor, te lo he dado todo, no me queda verdaderamen-
te nada.
Entonces se hizo un gran silencio en la gruta y en los con-
fines del desierto de Judá, y Jesús replicó por última vez:
-Jerónimo, has olvidado una cosa: dame tus pecados,
para que te los pueda perdonar.

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