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Padre Jean-Dominique, O. P.

De Eva a María
La madre cristiana

(PORTADA)
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(2ª. DE FORROS)
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Padre Jean-Dominique, O. P.

De Eva a María
La madre cristiana

Ediciones du Saint Nom.


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(COPY RAIGH)
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Un prelado que asistía al entierro de su madre expresó así el fondo de su pensamiento:


“Dios hizo el corazón del hombre de tal forma que no pueda nunca resolverse a ver morir a su
madre”. Esto traducía el sentimiento de admiración y de amor que evoca a toda alma de hijo el
nombre de su madre. ¿Cómo puede morir aquella que me dio la vida? ¿Cómo puede agotarse la
fuente de tantos bienes y tanta abnegación? Detrás del rostro de su madre, el hijo presiente un pozo
sin fondo, un tesoro inagotable. La maternidad será siempre un misterio admirable para él.
Este temor reverencial suscitado por el sólo nombre de “madre” aparece siempre en las
horas cruciales de la existencia. ¿Quién no ha oído el relato de algún bandido retenido en el camino
del crimen por el recuerdo de su madre? En el mismo momento de cometer el acto irreparable había
brillado en los ojos del malhechor el rostro de su mamá, el espectáculo de sus virtudes secretas y
sus sacrificios.
Una madre ocupa tal lugar en la vida de un hombre y en la de la sociedad que conviene
detenerse un poco para tratar de escrutar el secreto. Este trabajo es urgente, más aún cuando la
sociedad contemporánea parece manifestar un gran desprecio por la maternidad. La caída del índice
de natalidad, el aborto y los medios contraceptivos, el ritmo de vida de muchas mujeres, el aspecto
de la vestimenta y las costumbres, todo contribuye a desnaturalizar y desvalorizar la vocación de la
mujer. Es por tanto necesario devolver a las madres cristianas y a las jovencitas que se preparan
para esta misión, la noción exacta, el amor y el orgullo de su vocación.
Ahora bien, para profundizar en este tema, la Santas Escrituras son una ayuda preciosa.
Ellas presentan, en efecto, los dos ejemplos más eminentes de la maternidad cristiana, el de la
primera esposa y primera madre, Eva, luego el de la Santísima Virgen María, la Santa Madre de
Dios “bendita entre todas las mujeres”. Ella nos revela así, los grandes ejes de la vocación de la
mujer y de la madre cristiana.
No se trata aquí de hablar sobre la vida de la madre de familia ni de dar todos los consejos
prácticos que podría esperar, sino de aclarar gracias a la luz de fe católica la grandeza y los deberes
de la maternidad cristiana.
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PRIMERA PARTE

La primera Eva
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1. La Formación de Eva

Gn 1, 27 Crió, pues, Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le crió; criólos varón y
hembra.

La primera vez que se menciona a la mujer en las Escrituras es en el contexto de la creación.


Ahí está dicho que la mujer como el hombre fue creada a “imagen de Dios”.
Esta primera observación del Génesis merece un examen particular, pues da tono a todo lo que
va a seguir. La primera definición de la mujer, su primera misión es ser, como su marido, la imagen
de Dios. La cual significa dos cosas.
Ser “a la imagen de Dios”, en primer lugar, es parecerse a Dios por la gracia sobrenatural,
pensar como Él, amar como Él, actuar como Él, reproducir los rasgos de Dios en una vida humana,
ser un espejo de Dios. Ahora bien, si Dios ha creado el hombre a su imagen, si ha querido hacer de
él un espejo de su propia belleza, es, antes que nada, para Él mismo, es para tener la alegría de
encontrar en sus creaturas algo de su propia bondad. Decir que la mujer fue creada, como el
hombre, a la imagen de Dios, es verla completamente orientada hacia Dios. La misión fundamental
de la mujer es estar dirigida hacia Dios es ser una hija de Dios, ser la alegría de su Padre, ser un
espejo de Dios para la alegría de Dios.
Por lo tanto, el primer deber de la mujer indicada por las Escrituras es el de la santidad y la vida
contemplativa.
Por otro lado, esta expresión implica para la mujer un segundo deber, el de “ser a la imagen
de Dios”, de ser un espejo de Dios para su esposo y sus hijos. Los esposos cristianos tienen por
misión ser el uno para el otro un reflejo de la vida de Dios, una ocasión de santidad y un estimulante
de la unión a Dios. Si está dado al marido ser a los ojos de su mujer une espejo de prudencia y
estabilidad de Dios, corresponde sobre todo a la mujer, reflejar la misericordia y la paciencia de
Dios. Lo cual deja adivinar el nivel de relaciones que unirán más tarde al hombre y a la mujer.
Antes de hablar de sus relaciones específicamente conyugales, Dios los muestra habitando en su
propia luz. Su unión mutua no será más que la consecuencia de la unión de sus almas en Dios1.
En fin, el tono particularmente solemne de este versículo de la Santa Escritura, es una
lección “Él los creo hombre y mujer” el autor sagrado mostraba con esto que la distinción entre el
hombre y la mujer no fue fruto del azar, sino que fue directamente querida, promulgada y creada
por Dios. Ella corresponde a una mirada y a un amor particular de Dios sobre el uno y el otro. ¿Cuál
fue la idea de Dios? ¿Cuál fue el motivo de esta distinción? El texto del Génesis nos lo revela de
golpe.

1-San Pedro dijo a este sujeto: “Maridos, vosotros igualmente habéis de cohabitar con vuestras mujeres, tratándolas con
honor y discreción como a sexo más flaco, y como a coherederas de la gracia, o beneficio de la vida eterna, a fin de que
nada estorbe el efecto de vuestras oraciones”. (I Pe. 3,7).
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2. La maternidad

28 Y hechóles Dios su bendición y dijo: Creced y multiplicaos, y henchid la tierra…

El primer deber que está fijado al hombre y a la mujer unidos y bendecidos por Dios es el
de la fecundidad. Se les dijo en otros términos “Yo no les he unido para que se miren el uno al otro
o para que busquen su propio bienestar. El primer objetivo de vuestra unión es la procreación”. La
primera fuente de la unidad del hogar había sido más alta. Debía ser la mirada común del hombre y
la mujer hacia Dios. La segunda fuente de esta unidad vendría de su mirada común hacia el niño
que va a nacer. Toda la vida del hogar encontrará su orden y su vitalidad en la consagración común
de los esposos a este fin primero.

¿Cuáles fueron las consecuencias de este orden divino para la mujer? Después de haber
presentado a Eva en su vida contemplativa, Dios la definió en su relación con el hijo. La vocación
de la mujer es la maternidad. Ahora bien, ésta, sea natural o espiritual 2 moviliza todas las
cualidades de la madre para la misión tan alta de la transmisión y el cuidado de la vida. Todo el ser
de la mujer ahí está como imantado por el interés de otro, por el servicio de un destino que la
sobrepasa. La vocación a la maternidad realiza a la mujer consagrándola a un fin que es exterior, su
hijo.

Esto aparece de una manera sorprendente en la maternidad física, donde la mujer no se


contenta con dar algo sino que se da ella misma. Ella forma a su pequeñito de su propia sangre y lo
alimenta de su propia leche; y, desde el primer pecado, va incluso a veces hasta poner en peligro su
propia vida en el embarazo. Basta a cada uno para persuadirse de esto, acordarse de su propia
madre, de las proezas de renunciamiento, de paciencia, de apoyo en los fracasos y las humillaciones
que supo extraer de su corazón de madre. La vocación de la mujer aparece, en primer lugar, como
un don de sí porque es una obra de amor.

He aquí una preciosa indicación sobre el lenguaje que hay que tener con las jovencitas que
se preparan a su misión de mujer. La maternidad no deja ningún lugar a la fantasía, al
sentimentalismo y al egoísmo. Es un olvido de sí en todos los instantes. Es por esto que la jovencita
hará muy bien en comenzar muy temprano a iniciarse en esta ley de la generosidad, en particular
por las obras de misericordia espiritual (obras de educación, catecismo, apostolado) y corporal
(cuidado de pequeños, de viejitos y de pobres) y de aprender a encontrar ahí su alegría. Pues la
vocación de la madre, ya que es una participación de la obra de Dios, es la fuente de una gran
felicidad. Dios, que llama a la mujer a una gran abnegación, enriquece al céntuple a las que respetan
y aman Su Santa Voluntad.

2- Esta distinción aparecerá claramente a la luz de la vocación de la nueva Eva, la Santa Virgen María.
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3. El trabajo de la mujer

…y enseñoreaos de ella, y dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los
animales que se mueven sobre la tierra.
Después del deber de la unión a Dios y del de la procreación, Dios fijó una tercera ley a la
vida conyugal y por lo tanto, a la mujer misma, la del trabajo. En efecto, no basta traer al mundo a
los hijos, es necesario alimentarlos y cuidarlos. A este fin, Dios puso los minerales, las plantas y los
animales al servicio del hombre para que éste los utilice para el bien de su alma. El trabajo que
asegura a la familia su subsistencia juega entonces un gran rol en la vida del hogar.
Desde luego, se plantea aquí una cuestión: ¿Dios le dio indistintamente el deber del trabajo
al hombre y a la mujer? ¿Conviene a la mujer el trabajar igual que su marido?
Numerosos textos permiten responder a esta cuestión tan delicada. Pero el versículo del
Génesis que acaba de ser citado, lanza una fuerte luz sobre este tema. Este deber de trabajo se nos
presenta aquí, en efecto, inmediatamente seguido al de la procreación y dependiendo de él. Es
entonces que, mirando al rol respectivo del hombre y de la mujer en la obra de la vida, aparecen sus
roles respectivos en el trabajo de la familia.
Mientras que el padre da la vida a título de fuente, la madre la acoge, la adapta y la
desarrolla. Su cuerpo está concebido como un nido donde la vida va a florecer, donde el hijo estará
protegido y amado, alimentado y calentado, donde él podrá abandonarse con toda seguridad al
refugio del corazón de su madre. Ahora bien, la vocación de la madre quedará marcada para
siempre por tan bello comienzo. La misión de la mujer y la parte en el trabajo de su marido,
consiste en construir el medio donde la vida se llevará a cabo. La esposa es verdaderamente la reina
del hogar. Ahí es donde ella encuentra de manera privilegiada su zona de influencia y donde pone al
servicio de la vida su delicada sensibilidad, su dulzura intacta. Es en el cuadro familiar sobretodo,
que la mujer brilla por su gusto de lo bello, por su bondad pacificadora y por su alegría. Ella actúa
principalmente por la atmósfera que crea alrededor de ella y donde las almas toman su vuelo.
Puede suceder que la mujer vaya a trabajar fuera del hogar, pero esto no debe ser más que
bajo el peso de una necesidad inexorable. Las llamadas de atención del Papa Pío XII son todavía
referentes a la actualidad:
“¿Cómo están vigilados, cuidados, educados, instruidos los hijos que Dios les manda en
estos tiempos? Se les ve, no diremos que abandonados, pero muy seguido confiados a manos
extrañas, desde el principio, formados y guiados más bien por otros que por su mamá, retenida
lejos de ellos por su profesión. ¿Debemos asombrarnos si el sentido de la jerarquía familiar se
debilita y termina por perderse? ¿Si la autoridad del padre y la vigilancia de la madre no vuelven
la vida familiar ni alegre ni querida? (…)
A la mujer Dios le ha reservado los dolores de la concepción, las penas de la lactancia y de
la primer educación de los hijos, para quienes los mejores cuidados de personas extrañas no
valdrán nunca los afectuosos cariños de amor maternal 3”

3- Pío XII, Alocución a los jóvenes esposos, 10 sept. 1941, EPS Educación, n.388.
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La razón es simple. El lazo de la mujer a su hogar no es el hecho de una civilización, o el


capricho de un tiempo cumplido. Está ligado a la naturaleza misma de las cosas y a la psicología
profunda de la mujer:
“¿No es acaso una verdad antigua y todavía nueva verdad que tiene su fundamento en la
constitución física de la mujer, verdad inexorablemente proclamada por experiencias del pasado
más lejano y por las experiencias más recientes de nuestra época de industrialización
desenfrenada, de reivindicaciones equitativas como de concursos deportivos- no es acaso la mujer
quien hace el hogar y lleva su cuidado, y que el hombre nunca sabría reemplazarla en esta labor?
Es la misión que le está impuesta por la naturaleza y por su unión con el hombre por el
bien mismo de la sociedad. Llévenla, atráiganla fuera de su familia por uno de sus tantos incentivos
que se esfuerzan por ganarla y retenerla: la verán descuidar su hogar, y ¿qué pasará sin esta
flama? El aire de la casa se enfriará; el hogar dejará prácticamente de existir y se convertirá en un
refugio precario de unas cuantas horas; el centro de la vida diaria se desviará para su marido,
para ella misma, para los hijos4”
¿Es decir que la mujer debe quedarse desocupada? El testimonio de tantas madres de
familia dedicándose con amor a su hogar basta para responder que no. Por otra parte, el modelo de
la mujer que dan las Escrituras no deja duda alguna:

“¿Quién podrá hallar una mujer fuerte? Mayor que las perlas es su precio. Confía en ella
el corazón de su marido el cual no tiene necesidad de tomar botín a otros. Le hace siempre bien y
nunca mal todos los días de su vida. Busca lana y lino y trabaja con la destreza de sus manos. Es
como navío de mercader, trae de lejos su pan. Se levanta antes que amanezca, para distribuir la
comida a su casa y la tarea a sus criados. Pone la mira en un campo y lo compra; con el fruto de
sus manos planta una viña. Se ciñe de fortaleza, y arma de fuerza sus brazos. Ve gustosa las ricas
ganancias; no se apaga su lámpara durante la noche. Aplica sus manos a la rueca; y sus dedos
manejan el huso. Abre su mano al pobre y la alarga al mendigo. No teme por su familia a causa de
la nieve, pues todos los de su casa tienen vestidos forrados. Lava ella alfombras de fino lino; y
púrpura es su vestido. Conocido en las puertas es su marido; cuando se sienta entre los senadores
del país. Fabrica telas y las pone en venta, vende ceñidores al mercader. Fortaleza y gracia forman
su traje, y está alegre ante el porvenir. Abre su boca con sabiduría, y la ley del amor gobierna su
lengua. Vela sobre la conducta de su familia, no come ociosa el pan. Álcense sus hijos, y la llaman
bendita. La ensalza también su marido. “Muchas hijas obraron proezas; pero tú superas a todas”.
Engañosa es la belleza, y un soplo la hermosura. La mujer que teme a Jahvé, esa es digna de
alabanza. Dadle del fruto de sus manos, y sus obras sean su alabanza ante el pueblo5” (Prov. 31,
10-31)”.

4- Pío XII, Alocución a los jóvenes esposos, 25 de febrero de 1942, EPS, El problema femenino, n.106.
5 -Epístola de la misa de una santa mujer. En un lenguaje más moderno se podría escribir: la mujer debe ser a la vez
cocinera, costurera, lavandera, enfermera, diseñadora, jardinera, institutriz, chofer de taxi, hotelera, secretaria, e incluso
experta contable cuando el señor está ausente.
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Por otro lado, encontramos en el Evangelio la justificación de toda la belleza del trabajo de
la mujer en el hogar. La nobleza y la afición de esta consagración aparecen, en efecto, en la profecía
impresionante del último juicio. Al final de los tiempos, Nuestro Señor aparecerá y “se sentará en
el trono de Su Gloria” entonces dirá a los elegidos: “Entonces el rey dirá a los que estarán a su
derecha: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino celestial, que os está preparado
desde el principio del mundo: porque yo tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de
beber; era peregrino y me hospedasteis; estando desnudo me cubristeis, enfermo y me visitasteis,
encarcelado y vinisteis a verme y consolarme.” (Mt. 25, 34-36). Consideremos con atención las
actividades aquí mencionadas: cocinar, beber, ordenar una casa y preparar una recámara, coser,
curar enfermos. Ahora bien, ¿Éstas no son las actividades principales de una mujer en el hogar? ¿Y
quiénes son los principales beneficiados? Los más pequeños y los más frágiles. Entonces ¿Cuál es
el sentido profundo de la actividad de la madre en el hogar? “Y el Rey, en respuesta, les dirá: En
verdad os digo: Siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo
lo hicisteis” (Mt. 25, 40). La fe sobrenatural y la caridad dan a los trabajos menesterosos una
nobleza y una belleza desconocida por los no creyentes, que hace la admiración de los ángeles.
En definitiva, el primer pasaje del Génesis que hace alusión a la mujer indica las tres
primeras leyes de la vida conyugal: el deber de la santificación, el deber de la procreación y en fin,
el del trabajo. Sin embargo, estos deberes son presentados aquí como comunes al hombre y a la
mujer. Es necesario reportarse al segundo relato de la creación para precisar el rol de cada uno en el
hogar.
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4. La misión de la esposa

Gn 2, 18 Dijo asimismo el Señor Dios: “No es bueno que el hombre esté solo: hagámosle
ayuda y compañía semejante a él”.
“Ayuda y compañía semejante a él”. Esta rica expresión resume el pensamiento de Dios
sobre la mujer casada. Dos palabras lo componen: la esposa es parecida a su marido, y ella es una
ayuda para él.
La semejanza del hombre y la mujer fue manifestada de golpe por el relato de su primera
misión común, la de ser un espejo de Dios para la alegría de Dios y del prójimo. La mujer tiene
como su marido, un alma espiritual y libre, ella es hija de Dios por la gracia sobrenatural y está
llamada a colaborar con su marido en la gran obra de la procreación.
Ahora bien, es precisamente el modo de esta colaboración que las Escrituras quieren poner
a la luz por esta palabra central: la mujer es una ayuda de su marido. A él sólo, este término
responde a dos posiciones erróneas. Unos en efecto, quisieran reducirlo al rol de sirvienta o incluso
de esclava. Otros, al contrario, rechazan toda distinción y jerarquía en el hogar y reclaman una total
autonomía para la mujer.
La revelación queda como cumbre por encima de estos dos puntos de vista: una ayuda, en
efecto, es cualquier cosa menos una esclava, sin ser, por lo tanto una dueña. Ella es una estrecha
colaboradora y una asociada. Pedirle ayuda a alguien, es invitarlo a participar en nuestros objetivos
y a poner lo mejor de él mismo en una obra común, es querer conjugar nuestros talentos y por ahí,
hacer un honor y una alegría a la persona considerada. Sin embargo, aquel que busca una ayuda
comprende guardar la responsabilidad de su acción. El colaborador juega un papel real, a veces
incluso indispensable, pero subordinado.
La participación
Así, decir que la mujer es una ayuda para su marido, es asignarle un lugar muy preciso: en
la obra maravillosa de la transmisión de la vida y de la vida del hogar, ella es la verdadera asociada,
la colaboradora inteligente y amada de su marido. Está invitada a participar en la paternidad de su
marido y reside por este hecho bajo su dependencia. Es este término de participación que nos parece
el mejor para definir la misión de la mujer en relación a la de su marido. La mujer vivirá todas las
etapas de la infancia y de la educación a nombre de su marido, como un otro, como su segunda
mitad6. Lo que el Papa Pío XII resumía en una expresión muy bella: “La mujer es para su marido
una asociada sumisa”.

6 -La expresión es de San Agustín: “un amigo es la mitad del alma de una persona. Bene quidam dixit de amico suo,
dimidium animae suae”. (Confesiones, 1. 4, c. 6. Citado en Santo Tomas de Aquino, S.T. I-II, q. 28, a.1).
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El respeto
De este principio general se desprende el sentimiento que habita en toda esposa auténtica, el
del respeto.
¿De qué se trata? La palabra “respeto” tiene la misma raíz que “espectáculo”, “aspecto”, es
ante todo una mirada. Respetar a una persona, es ver en ella, a través de la corteza a veces rugosa de
su naturaleza o de sus defectos, la nobleza del alma, la dignidad de la misión que Dios le ha
confiado. Respetar a su marido, es por lo tanto, para la mujer, reconocer en él la autoridad de Dios,
es ver en él el jefe de familia y la fuente humana de la vida; es admirar sus virtudes y hacer crecer
su talento7.
Por otra parte, el respeto y el amor que la esposa brinda a su marido deben transparentarse a
la vista de sus hijos por su comportamiento, por su manera de hablar del papá cuando está ausente,
por el cuidado que tiene de recordar a los hijos su existencia, por la atención con la que rodea lo que
le pertenece. En todas las ocasiones, ella hace sentir a los niños que, a través de ella, es el papa
quien dirige la casa, quien recompensa o castiga. Como cuando la Virgen María dijo al Niño Jesús,
cuando lo hubo encontrado en el templo después de tres días y tres noches de una búsqueda
angustiante: “Hijo mío, ¿por qué actuaste así? Tu padre y yo te hemos buscado muy afligidos. (Lc.
2, 48). Ella dejaba la prioridad a San José.
Enfrente de la gente, la esposa cristiana es particularmente cuidadosa de no criticar nunca a
su marido. Y no sería inútil agregar que ella debe la más grande discreción sobre todo lo que tenga
que ver a la vida íntima del hogar. Por el matrimonio, la mujer ha sido llamada a participar en la
vocación de su marido. Bajo este aspecto, ella no hace más que uno con él, ella se ha convertido en
una íntima asociada, su confidente, ella está dentro de sus secretos. Ella debe entonces, recubrir con
un velo de silencio y respeto todo lo que se relaciona al misterio de la vida y a la fecundidad del
hogar.

7- Notemos que aquellos que ensucian la reputación de un hombre al lado de su mujer hieren fuertemente esta ley natural
de respeto y de obediencia de la mujer a su marido. Haciendo esto, incluso con la mejor intención del mundo, destruyen el
principio de autoridad, y con él la unidad de la familia. Desgraciadamente, los ejemplos de hogares destruidos a causa de
estas habladurías o calumnias no son pocos, siendo más nocivos cuando vienen de gente más cercana.
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En fin, el respeto de la mujer se manifiesta de una manera muy concreta al lado de su


marido mismo. Lejos de ser celosa de su misión de jefe de familia y de su lugar privilegiado, la
esposa se esfuerza en engrandecer a su marido, en hacerlo mejor. Más exactamente, ella engrandece
su autoridad moral atrayéndolo al bien, ella lo sostiene en su papel de padre de familia y en sus
obras. Es así que ella toma una parte importante de la felicidad y éxito de su esposo. Frédéric Le
Play relaciona a este tema una característica de la sociedad china de su tiempo. “En China escribe,
cuando un funcionario ha dado pruebas extraordinarias de celo y habilidad, el soberano no se
conforma con recompensarlo: al mismo tiempo da a su mujer honores especiales. El diploma
confiriendo este testimonio de la satisfacción imperial expone, en estas consideraciones, que la
mujer así distinguida ha rendido al estado un servicio eminente, dándole a su marido una vida feliz
y duplicando con esto las fuerzas que ha podido dedicar al servicio de sus funciones8”.
Esta buena influencia de la mujer sobre su marido fue realzada por San Pedro mismo.
“Asimismo las mujeres sean obedientes a sus maridos, a fin de que con eso si algunos no creen por
el medio de la predicación de la palabra, sean ganados sin ella por solo el trato con sus mujeres”
(1 Pe. 3, 1). El primer Papa precisa claramente que esta influencia de la mujer sobre su marido no es
la de enseñar, que sería el hecho de la autoridad. La mujer no es la mamá de su marido. Se trata más
bien del resplandor del ejemplo, de la influencia de un espejo que transmite una belleza que viene
de otra parte.

La pureza resplandeciente
Otro pasaje de las Escrituras expresa la virtud santificante de la esposa a la vista de su
esposo:
“Dichoso el marido de una mujer virtuosa; porque será doblado el número de sus años. La
mujer fuerte o varonil es el consuelo de su marido, y lo hace vivir en paz los años de su vida. Es
una suerte dichosa la mujer buena (…) Ora sea rico, ora pobre, tendrá contento el corazón, y se
verá alegre en todo tiempo su semblante (…) Es cosa que no tiene precio una mujer discreta y
amante del silencio, y con el ánimo morigerado. Gracia es sobre gracia la mujer santa y
vergonzosa. No hay cosa de tanto valor que pueda equivaler a esta alma casta” (Si. 26, 1-20).
Se habrá remarcado la insistencia del Autor Sagrado sobre la virtud que es la fuente del
resplandor de la mujer sobre su marido, la pureza. Un hombre entregado a la pasión es un hombre
disminuido es esclavo de sus humores, está llamado a la cólera, a la injusticia y a la inconstancia. Él
decae de su bella misión de jefe, entonces purificarlo, es restituirle la dignidad y la autoridad moral
que le es debida. Ahora bien, ¿quién dudará que la mujer no tenga un considerable poder sobre la
virtud de su marido? Ella está para muchos en la nobleza de sus relaciones, su pureza es
comunicativa y mejora a su esposo.
Entonces, la mujer es en verdad para su marido, “una ayuda y compañía semejante a él”,
que participa en su misión de padre, contribuyendo a su felicidad y al bien de la familia. Entre más
sea el hombre padre, más su compañera será madre. Ella será el corazón cuando él será la cabeza, él
será fuerte cuando ella será pura. Estas verdades están confirmadas de una manera muy concreta por
el texto del Génesis que sigue.

8 - Le Play Frédéric, La Reforma social en Francia, Tours, Mame, 1887, t. 1, p.425.


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5. Un sólo cuerpo

(…) 19 Formado, pues, que hubo de la tierra el Señor Dios todos los animales terrestres, y
todas las aves del cielo, los trajo a Adán, para que viese cómo los había de llamar: y en efecto
todos los nombres puestos por Adán a los animales vivientes, ésos son sus nombres propios. 20
Llamó, pues, Adán por sus propios nombres a todos los animales, a todas las aves del cielo, y a
todas las bestias de la tierra; mas no se hallaba para Adán ayuda o compañero a él semejante. 21
Por tanto el Señor Dios hizo caer sobre Adán un profundo sueño; y mientras estaba dormido, le
quitó una de las costillas, y llenó de carne aquel vacío. 22 Y de la costilla aquella que había sacado
de Adán, formó el Señor Dios una mujer: la cual puso delante de Adán. 23 Y dijo o exclamó Adán:
Esto es hueso de mis huesos, y carne de mi carne: llamarse ha, pues, hembra, porque del hombre
ha sido sacada. 24 Por cuya causa dejará el hombre a su padre, y a su madre, y estará unido a su
mujer: y los dos vendrán a ser una sola carne.
Este pasaje muestra de varias maneras la autoridad natural del hombre sobre la mujer. En
primer lugar, Adán da un nombre a su esposa. Ahora bien, imponer un nombre significa tomar
posesión de un hombre o una cosa, y confiarle una misión. Es más, el nombre mismo que Adán
escogió para su mujer indica muy bien una relación de dependencia. Ella se llamará Isch-a porque
fue tomada de Isch, el hombre. Su nombre le recordará sin cesar su origen. El hecho de que Dios
haya querido sacar a la mujer del cuerpo del hombre indica claramente esta intención de la
providencia. La mujer no es fuente de vida, sino que la recibe. Una vez más, la misión de la mujer
es una participación de la del hombre.
Por otra parte, otros hechos manifiestan la relación tan especial que une a la mujer a Dios, y
así la originalidad de su vocación. De un lado, el creador hace caer en un sueño profundo a Adán,
esto último no es debido a la formación de Eva. Ella no es una creatura de él. Del otro lado, si el
cuerpo de la mujer salió del cuerpo de Adán, es Dios quien lo forma, quien le da su constitución
física y su alma. La mujer, cuerpo y alma, es una obra particular de Dios. Dios coloca sobre la
mujer una mirada, un amor y una intención que son diferentes a las que tiene sobre el hombre.
Hablamos realmente de una vocación propia de la mujer.
Ahora bien, esta diferencia providencial entre el hombre y la mujer llama a una
complementación expresada por las Escrituras: “Ellos se volverán una sola carne”. Esta expresión
hay que entenderla no solamente en un sentido físico, sino de solidaridad y unión de esposos en
todas las obras de la vida de familia. El hombre y la mujer forman un cuerpo. Su unión tendrá la
solidez que une los miembros del cuerpo, será indestructible como el cuerpo mismo. Ahí está el
origen de la indisolubilidad del matrimonio. Esto puede compararse a un nacimiento. Es la llegada
al mundo de un nuevo ser, de un cuerpo moral, ciertamente, pero real. El hombre y la mujer casados
constituyen un todo, una unidad que no será destruida sino por la muerte.
¿Cuál fue entonces la vida de esta primera sociedad familiar? El Génesis lo revela por una
expresión muy simple que nos hace penetrar en la intimidad de Adán y Eva.
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6. La primacía de la contemplación

La primera mención de la mujer en el Génesis la describía como hecha “a imagen de


Dios”. La vida de la mujer había estado presentada, en principio, como una unión a Dios, como una
vida contemplativa. Ahora bien, esta verdad se encuentra confirmada por un hecho significativo.
Dios había dado a Adán y a Eva el deber de reproducirse y poblar la tierra. Sin embargo, es cierto
que entre el momento de su creación y el primer pecado, los dos primeros esposos no consumaron
su matrimonio. ¿Cuánto tiempo se quedaron en este estado de virginidad? Nadie lo sabe, pero es
cierto. Adán y Eva comenzaron su vida conyugal por un tiempo de continencia. Vivieron primero en
la virginidad.
Esto no significa que la unión de los cuerpos haya sido para ellos alguna cosa mala o
incluso deshonrada. Al contrario, eso formaba parte de su deber de estado. La obra debida era el
medio querido por Dios para que ellos alcanzaran el fin primero del matrimonio. Más aún cuando
este acto era entonces el medio elegido por Dios para la transmisión no solamente de la vida natural,
sino de la vida sobrenatural. Adán y Eva habían sido creados en el estado de la gracia sobrenatural y
habrían transmitido esta vida sobrenatural por la generación, sin el intermediario de un rito como el
de la circuncisión o el del bautismo. El acto conyugal habría estado entonces revestido de una
nobleza proporcionada a tal fin.
¿Por qué Adán y Eva retardaron su unión carnal? Se permite dar una respuesta bien simple:
porque ellos se sentían llamados ante todo a una obra más urgente, porque querían dar la prioridad a
la vida contemplativa y la vida del espíritu, porque querían, en primer lugar unir sus almas, sus
inteligencias y sus voluntades en un mismo amor de Dios, antes de unir sus cuerpos. El grito de
alegría de Adán cuando ve a Eva por primera vez: “Esta es hueso de mis huesos y carne de mi
carne”, es un grito de alegría espiritual. Adán al fin encontró a quien compartir lo que más le
importa, la vida del alma.
Así, la unión de los esposos debe de ser ante todo una unión espiritual, la unión de almas en
la misma vida espiritual. Como decía un Padre de la Iglesia, la familia cristiana es un “cuerpo
místico” o, según otro, “una Iglesia en miniatura9”.
La castidad conyugal de Adán y Eva fue ciertamente facilitada por el hecho de que estaban
perfectamente libres de toda servidumbre de pasiones: “Ambos estaban desnudos, Adán y su mujer
sin tener vergüenza”. Su amor no estaba oscurecido por la concupiscencia desordenada, era puro y
noble. Ciertamente, la unión de su corazón habría tenido que expresarse algún día en la unión de su
cuerpo con vistas a la generación, pero su amor, por ser todo puro, era ya perfecto.

9-Los esposos cristianos tendrán interés en leer y meditar los textos de San Pablo donde habla de la Iglesia: “Nosotros no
hacemos más que un solo cuerpo en Cristo” (Ro. 12, 5); “Todos estamos bautizados en un solo espíritu para formar un
solo cuerpo” (1 Co. 12, 13); “ustedes son el cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno por su parte” (ibid. V. 27). Esta
enseñanza se aplica al hogar cristiano, con las consecuencias prácticas de respeto, caridad y pureza en quien se deriva.
24

Bossuet da un ejemplo que muestra una lejana imagen de la belleza del amor virginal de
Adán y Eva. Una historia narrada por el gran obispo de Tours, San Gregorio10 (siglo V):
“Decía que dos personas de condición y de la primera nobleza de Auvergne, habiendo
vivido en el matrimonio con una continencia perfecta, pasaron a una vida más feliz y que sus
cuerpos fueron sepultados en dos lugares bastante alejados. Pero sucedió una cosa extraña: ellos
no pudieron quedarse mucho tiempo en esta separación y todo el mundo se sorprendió cuando se
encontraron de pronto sus tumbas unidas, sin que nadie haya metido mano. Cristianos, ¿qué
significa este milagro? (…) Dios permitió que se acercaran para mostrarnos por esta maravilla que
no son más bellas las llamas que aquellas donde la codicia se mezcla; sino que dos virginidades
bien unidas por un matrimonio espiritual producen bienes más fuertes y parece, que pueden
conservarse bajo las cenizas de la misma muerte. Por eso Gregorio de Tours, quien nos describe
esta historia, agrega que los pueblos de esta comarca llaman ordinariamente estos sepulcros los
sepulcros de los dos amantes, como si estos pueblos hubieran querido decir que eran amantes
realmente, porque se amaban por el espíritu11”.
Ciertamente, este ejemplo de abstinencia perfecta responde a un llamado rarísimo de Dios.
Sin embargo, lanza una bella luz sobre la vida del hogar cristiano, que quiere restaurar por la gracia
del sacramento, la belleza de la unión de nuestros primeros padres. Los esposos son un efecto
unidos primeramente por la vida de la gracia. Su primer deber consiste en profundizar cada día la
unión de sus almas por la vida de la oración. Es entonces que se amarán mutuamente en
profundidad y en verdad; es así que su vida común hará crecer su dignidad.
La virginidad en Adán y Eva, no significaba para nada frialdad o desprecio del cuerpo. Era
al contrario, el lugar de un amor más fuerte y más generoso.

10 - Historia. Franc., Lib. I, n.42.


11 - Bossuet, Discurso sobre San José, DMM, p.12
25

7. El pecado de Eva

Gn 3 Era, empero, la serpiente el animal más astuto de todos cuantos animales había hecho
el Señor Dios sobre la tierra. Y dijo a la mujer: “¿Por qué motivo os ha mandado Dios que no
comieseis de todos los árboles del paraíso?”
El libro del Génesis presenta un episodio doloroso, después de estos bellos pasajes, el
pecado de Eva, que trastornó no solamente la vida de nuestra primera madre, sino la de todas las
mujeres. Ya que, si el pecado de Eva envuelve a todos los cristianos porque es el primero y así el
prototipo de todos los pecados de los hombres, concierne muy especialmente a las mujeres. En
efecto, es notable que la primera madre no fuera solamente infiel al mandamiento de Dios, sino
también a su misión de esposa. A este tema, este acontecimiento hace aparecer en negativo la
vocación de la mujer y precisa sus tareas.
Es conveniente poner de nuevo este episodio en su contexto. Eva fue dotada por Dios de
todos los dones de la naturaleza y la gracia. Ella ama a Dios con todo su corazón y quiere quedar
fiel a la bella vocación que le fue confiada. Acercándose a Eva, el demonio tiene consciencia de que
se está acercando a una santa. ¿Cómo le hará? ¿Cómo la astuta serpiente hará caer a la primera
mujer de la historia? Entablando con ella una conversación: “¿Por qué motivo os ha mandado
Dios…?”. Es notable que el demonio no ataque a Eva de frente, invitándola a cometer una gran
falta. Ella habría huido. Al contrario, el tentador se contenta con hacer una pregunta aparentemente
insignificante. Lo siguiente da la explicación.
2 A la cual respondió la mujer: Del fruto de los árboles, que hay en el paraíso sí comemos;
3 más del fruto de aquel árbol que está en medio del paraíso, mandónos Dios que no comiésemos,
ni le tocásemos siquiera, para que no muramos.
La respuesta de la mujer es aparentemente inocente: rectifica lo que había de falso en la
pregunta de la serpiente, y afirma la autoridad de Dios pero, si miramos más de cerca, es fácil
adivinar la falla con la cual el demonio se va a introducir a esta alma. En este momento Eva no peca
directamente contra Dios, ya que defiende su honor, sino contra su vocación de esposa.
Comprendiendo el tono desafiante de la serpiente que ponía en duda la probidad de Dios, Eva
hubiera debido dirigirse a su marido. Dios había dado a Eva a Adán por jefe, por protector, por
maestro de verdad y de virtud. Ahí, en la dependencia dócil de su marido, la mujer hubiera estado
segura. Adán hubiera desbaratado la astucia del maligno.
Pero no, Eva prefiere responder por ella misma. Acepta el juego de la discusión. Busca su
magisterio, por así decirlo, fuera de la fuente natural que Dios le impartió, y sale de la dependencia
debida a su marido. Es entonces que el demonio puede estar seguro de ganar.
4 Dijo entonces la serpiente a la mujer: ¡Oh! Ciertamente que no moriréis; 5 Sabe, empero,
Dios que cualquier tiempo que comiereis de él, se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses,
conocedores de todo, del bien y del mal.
La respuesta de la serpiente es muy esclarecedora. Hace unos instantes, Eva era una santa
todavía, un alma noble y generosa. Y ahora frente a ella, con plena seguridad, la serpiente puede
afirmar que Dios es mentiroso y celoso. ¡Imaginemos que el diablo haya propuesto tal afirmación a
una Santa Teresa de Ávila o a una Santa Catalina de Siena! Y si lo hace él “el más astuto de los
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animales”, está seguro de no perder su presa, está seguro de haber ganado. El demonio sabe que
puede permitirse tal audacia porque Eva, de lo fuerte que era, se hizo débil. ¿Y por qué? Porque
había dejado su protección natural y providencial, la zona bienhechora de la autoridad de su marido.
Desde entonces el demonio puede fundirse sobre su presa.
¿Cuál fue entonces el origen del pecado de Eva? La primera mujer de la historia quiso
emanciparse, no aceptó más los límites naturales que Dios le había asignado y que significaban para
ella seguridad, felicidad y belleza, ella quiso hacerse su propia dueña, quiso hacer su vida bajo la
apariencia de bien, al principio claro está, pero al desprecio de la sabiduría de la dependencia. A este
preciso momento, la primera esposa quiso pasar por alto a su marido, hablar directamente con la
serpiente. Eva demuestra aquí como negativa la sabiduría del plan de Dios. La autoridad natural del
hombre sobre la mujer no es en absoluto una humillación, un rebajamiento para la mujer. Es, al
contrario, una ocasión de progreso y de estabilidad. Es por eso que una mujer bien nacida
comprende por ella misma que necesita de las grandes espaldas de su marido, y que en esta
dependencia afectuosa encontrará su realización y su felicidad.
Es necesario leer con atención el texto de San Pablo con referencia a las relaciones de los
esposos cristianos para comprender la profundidad y ver como el lugar ofrecido a las mujeres es
noble y entusiasta:
“Las casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor; por cuanto al hombre es cabeza
de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo místico, del cual él mismo es
salvador. De donde así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres lo han de estar a sus
maridos en todo. Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a su Iglesia, y
se sacrificó por ella, para santificarla, limpiándola con el bautismo de agua con la palabra de vida,
a fin de hacerla comparecer delante de él llena de gloria, sin mácula, ni arruga, ni cosa semejante,
sino siendo santa e inmaculada. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus
propios cuerpos. Quién ama a su mujer, así mismo se ama. Ciertamente que nadie aborreció jamás
a su propia carne; antes bien la sustenta y cuida, así como también Cristo a la Iglesia. Porque
nosotros que la componemos somos miembros de su cuerpo, formados de su carne y de sus huesos.
Por eso está escrito: dejara el hombre a su padre y a su madre, y se juntara con su mujer, y serán
los dos una carne. Sacramento es éste grande, mas yo hablo con respecto a Cristo y a la Iglesia.
Cada uno pues de vosotros ame a su mujer como así mismo; y la mujer tema y respete a su
marido.” (Eph. 5, 22-23).
Una simple lectura de este texto inspirado permite constatar a qué altura San Pablo concibe
el matrimonio cristiano. Las relaciones entre los esposos ahí son presentadas como la imagen de
aquellas de Cristo y su Iglesia. Es la unidad del cuerpo místico que se trata de formar. De este
hecho, la sumisión respetuosa de la mujer a su marido, lejos de ser para ella un ---------, es al
contrario la puerta abierta hacia un amor superior y delicioso y hacia todos los bienes que su esposo
puede prodigarle, bienes que la cabeza quisiera distribuir al corazón. Al comando “Mujeres, sed
sumisas a sus maridos” corresponde “Maridos, amad a sus mujeres,… dense a ellas,… rodeándolas
de cuidados…”
Es justo contra este bello misterio de la unión de esposos que la primera mujer pecó.
Las consecuencias inmediatas de esta mala acción muestran por otra parte la gravedad.
Ciertamente, el relato es penoso al leerlo, pues se trata de nuestra primera abuela que tiene derecho
por este título, de nuestra gran afección, pero que esta es la consecuencia lógica de lo que precede.
27

6 Vio, pues, la mujer que el fruto de aquel árbol era bueno para comer, y bello a los ojos y
de aspecto deleitable, y cogió del fruto y comióle: dio también de él a su marido, el cual comió.
Eva se dejó seducir por el demonio, desobedeció a Dios y comió del fruto prohibido. Ahora
bien, este acto, de por sí repugnante, mostró toda su fealdad en sus consecuencias inmediatas.
¿Cuál fue la primera iniciativa de Eva después de haber pecado? Tienta a su marido: “Ella le dio a
su marido”. Es necesario medir la gravedad de este gesto. La mujer había sido dada al hombre como
“una ayuda semejante a él”. Lo que quiere decir, entre otras cosas, que ella debía ser para el hombre
el espejo de Dios, una ocasión de virtud, una fuente de alegría espiritual. Ahora bien, he aquí que
Eva, justo después de su falta, se torna a su marido y le representa las mismas muecas, la misma
tentación que el demonio le acababa de hacer. En lugar de ser el espejo de Dios, la mujer se hizo
espejo del demonio, se hizo tentadora, ocasión de pecado12.
Sin embargo, si Eva fue la primera en pecar e indujo a su marido a la tentación, la falta de
Adán es más grave que la de su esposa. El tenía en efecto un grado de gracia y de conocimiento
superior al de Eva, él era responsable de la suerte de la humanidad y tenía el cuidado de su mujer. A
él le correspondía corregir a su esposa y ponerla de nuevo en el buen camino. La falta de Adán fue
no solamente una grave desobediencia a Dios, sino una falta contra su deber de esposo.
Aparece entonces que el primer pecado no tocó a Eva solamente como persona individual,
sino que ella misma hirió profundamente su feminidad. Uno de los frutos envenenados del primer
pecado de Eva consiste precisamente en lo que la mujer puede convertirse muy fácilmente en la
tentadora del hombre. En lugar de ser una ocasión de santidad y vida, ella puede convertirse si ella
consiente, en un instrumento de muerte. Lo vemos demasiado en las mujeres que quieren ser hijas
de la “vieja Eva” y rechazan ser hijas de la “nueva Eva” la Santa Virgen María.

12 –No obstante, si Eva pecó primero y puso a su marido en tentación, la falta de Adán es más grave que la de su esposa.
Había en efecto un grado de gracia y de conocimiento superior al de Eva, el era responsable de la suerte de la humanidad
y tenía que cuidar de su mujer. A él le correspondía corregir a su esposa y llevarla de vuelta al camino correcto. La falta de
Adán no fue solamente una grave desobediencia a Dios, sino una falta contra su deber de esposo.
28
29

8. La pena
Gn 3, 8 Y habiendo oído la voz del Señor Dios que se paseaba en el paraíso al tiempo que se
levanta el aire después de medio día, escondióse Adán con su mujer de la vista del Señor Dios en
medio de los árboles del paraíso (…) 16 Dijo asimismo a la mujer: Multiplicaré tus trabajos y
miserias en tus preñeces; con dolor parirás los hijos y estarás bajo la potestad o mando de tu
marido, y el te dominará.
Como buen pedagogo, Dios castiga a sus hijos, y lo hace de una manera adaptada a la falta
de cada uno. La serpiente que pecó por orgullo, “caminará sobre su vientre y comerá del polvo
todos los días de su vida”. El hombre, pecó primero como jefe de familia, negando a su mujer el
sostén y la fuerza. Es entonces en su vida cotidiana de jefe de familia en donde la pena lo alcanzará.
“Tu comerás el pan con el sudor de tu frente”. ¿Cuál será la pena reservada para la mujer? Las
Santas Escrituras la dividen en tres categorías: los sufrimientos generales y cotidianos de la mujer;
los relacionados con la crianza; y en fin, los que se refieren a las relaciones de la mujer con su
marido. Todos los aspectos de la vocación de la mujer encontrados hasta aquí están así tocados.
Todos están marcados por la pena y el sufrimiento.
El sufrimiento ordinario de la mujer
Es mucho más fácil soportar un dolor agudo, violento pero corto que la repetición de penas,
tal vez menos fuertes, pero repetidas e interminables. Es por eso que el verbo empleado por Dios
pudo asustar a Eva. “Yo multiplicaré…”, al infinito, se sobreentiende. Ahora bien, no se trata aquí
de pruebas muy fuertes, que son extraordinarias (la muerte de su marido o de un hijo, la esterilidad
en ciertos casos, un hijo gravemente discapacitado, etc.), sino de la sucesión interminable de
molestias y renunciamientos de todos los días. De hecho, la vida de la mujer está como tejida de
dolores poco visibles pero que constituyen su pan de cada día. La dedicación, para el buen
funcionamiento de su hogar tomó un carácter nuevo, se ha convertido penoso, secreto, desconocido,
y a veces despreciado. Va contra la naturaleza que reclama más libertad y comodidad, es monótono
y sin sabor, requiere una fuerza de carácter y un don de sí en todos los instantes. Y que, muchas
veces no será pagado a cambio más que por la indiferencia o incluso la ingratitud de los suyos.
Ejemplo de estas vidas inmoladas sobre el altar del deber de estado. El Papa Pío XII recordaba con
emoción el de la madre de san Juan Bosco: “En casa de Becci, mamá Margarita no multiplicaba
las exhortaciones del trabajo, pero desde la desaparición del jefe de familia, la valiente viuda ponía
ella misma la mano en el arado, la guadaña, el horno y, por su ejemplo, fatigaba a los jornaleros
mismos en tiempos de cosecha y trilla13”. La vida de la mujer parece más un camino de cruz que un
camino de gloria.
Los dolores de la crianza
La pena del deber humilde y oscuro no está reservada a la mujer. También se encuentra en
el hombre, de cierta manera. Por eso la mujer debía recibir de más una pena que tocó directamente
su vocación propia, que la alcanzó en lo que hace su grandeza, son los dolores que acompañan de
cerca o de lejos la llegada al mundo de un niño. En adelante, a causa del pecado original, no habrá
más fecundidad sin sufrimiento.

13 - Pío XII, Alocución a esposos jóvenes, 31 de enero 1940 EPS-educación, no. 377.
30

Esta pena física se entiende mejor cuando se considera la naturaleza misma de la


generación, que es ante todo una obra de amor, amor de esposos que se dan mutuamente la alegría
de la posteridad, amor de la mujer que da al hijo el gran bien de la existencia, amor por la
humanidad y por la Iglesia que satisface a su continuidad.
Ahora bien, si la generación es una obra de amor, es un don de sí, está orientada más hacia
otro que hacia sí mismo. No es para ella misma que la mujer concibe y lleva un hijo, sino para este
último. Ella no es madre para “aprovecharse de su hijo” sino para darlo a su marido, a su familia, a
la sociedad y a Dios.
Nuestro Señor da en el evangelio un motivo muy significativo de la alegría de un
nacimiento: “La mujer, cuando da a luz, sufre porque su hora ha llegado, pero cuando ha dado a
luz no se acuerda de sus dolores por la alegría que tiene de que un hombre vino al mundo”. (Jo.16,
21).
En consecuencia, la maternidad no puede realizarse en adelante sino en el sacrificio, en el
renunciamiento a sus propios intereses. Toda obra de amor es como un bello castillo que no puede
construirse más que sobre las ruinas del egoísmo. Ahora bien, a causa del pecado original, la mujer
se vuelve fácilmente posesiva, es llevada a querer a su hijo para ella misma, a retenerlo como una
cosa de ella. Entonces, no puede haber ahí generación sin el renunciamiento a esta tendencia innata,
sin una separación violenta, sin un sacrificio voluntario, o al menos aceptado, y que se traduce
precisamente por los dolores de la crianza. En resumen, la generación es, sobre todo del punto de
vista de la mujer, una obra de amor, es entonces una obra de olvido de sí que se realiza en el
sufrimiento.
La dependencia de su marido
La tercera pena impuesta por Dios a la mujer toca a esta en sus relaciones con su marido.
“Estarás bajo la potestad o mando de tu marido, y el te dominará”
La autoridad del marido sobre su mujer, concierne a la ley natural, y no es una pena debida
al pecado.
Pero Dios ata a este orden general un carácter doloroso. La mujer, que había pecado por
independencia, debía sentir el peso de la dependencia. Ahora bien, si este dolor se hace sentir
particularmente cuando el marido es poco delicado, rudo o irrespetuoso, ella se vuelve más amarga
todavía cuando al revés, el hombre carece de autoridad. Puede llegar a pasar en efecto, que la mujer
que acepta voluntariamente la autoridad de su marido, incluso cuando se hace pesada, y que
quisiera ver en su esposo un jefe, un maestro, una referencia, un buen ejemplo, un sostén, una
invitación a la virtud, resulta decepcionada en sus esperas. Pues si el pecado original tocó a la mujer
en su feminidad, tocó al hombre en su virilidad. En consecuencia, pasa a veces que el hombre no
esté a la altura de su vocación, que sea negligente de ser el jefe de familia que debiera a ser, que
dimita su autoridad sobre su esposa y sus hijos. Lo que es para la mujer de buena voluntad la
ocasión de grandes sufrimientos. A este estado de cosas, no hay remedios universales, las
situaciones son variadas. A veces, la mujer tendrá que suplir ella misma las deficiencias de su
marido, sobre todo en lo que toca a la vida espiritual y a la educación de sus hijos.
31

Ella deberá probar una delicadeza y una fuerza fuera de lo común para ejercer al lado de su
marido a la corrección fraternal, que nos dice Santo Tomás de Aquino14, es el acto más alto de la
caridad fraterna15. Siempre, la mujer mostrará una gran paciencia y un gran respeto 16, con la fuerte
convicción de que solo la bondad puede hacer milagros y puede ejercer sobre el corazón del hombre
una profunda influencia.
En definitiva, la sentencia divina sobre Eva y sus hijas muestran claramente que el
sufrimiento acompaña a la mujer toda su vida de esposa y madre. Lo que exige de ella dos
cualidades particulares: la inteligencia y la generosidad.
La mujer cristiana es bastante inteligente para ver en los sufrimientos ordinarios o
extraordinarios de la vida la justa pena de la falta de nuestra primera abuela, de todas sus hijas, y de
sus propias faltas. Y puesto que toda su vida ha estado elevada al orden sobrenatural por la gracia,
ella sabrá hacer de sus sufrimientos una herramienta de redención. Es el sentido de la palabra de
San Pablo: “Verdad es que se salvará por medio de la buena crianza de los hijos, si persevera en la
fe y en la caridad, en santa y arreglada vida”. (1 Tim. 2, 15). En los dolores del embarazo y en las
penas de la educación, ella ve el precio a pagar para la vida de la gracia y de gloria que Dios ha
reservado a su hijo17. En los dolores íntimos debidos a una eventual desunión del hogar, ella ve la
parte de la cruz que debe llevar para la salvación de su marido y en reparación por la tragedia de
tantos hogares divididos.

14 – Suma Teológica, II-II, q.33.


15 – Las
observaciones que la mujer debe hacer a veces a su marido no son ni un castigo (sólo la autoridad puede castigar),
ni una venganza, ni una reivindicación sindicalista. Más bien son inspiradas por el amor que le tiene, así como por su
preocupación del bien común. Éstas no serán justas y eficaces si no están hechas con calma y paciencia, “sin ninguna
arrogancia ni dureza, sino al contrario con mucha dulzura y respeto”, en el lugar conveniente (no en presencia de los
demás), en el momento oportuno (no después de un largo día de trabajo), y con las formas que inspiran el amor y la
indulgencia (deben ser secretas, breves y contadas). En resumen, la corrección fraterna ejercida por la mujer a su marido
debe ser respetuosa, constructiva y delicada.
16 –Es impresionante acordarse de que mientras San Pablo predicaba a los cristianos el respeto de la autoridad y la
obediencia, el emperador de Roma era nada más que el tirano Nerón: “Toda persona esté sujeta a las potestades
superiores: porque no hay potestad que no provenga de Dios; y Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo”
(Ro. 13, 1-2). La primera encíclica del primer Papa, San Pedro, aborda también el tema: “Vosotros los siervos estad
sumisos con todo temor y respeto a los amos, no tan solo a los buenos y apacibles, sino también a los de recia condición.
Pues el mérito está en sufrir uno por respecto a Dios que le ve, penas padecidas injustamente. (…) Pero si obrando bien
sufrís con paciencia los malos tratamientos, en eso está el mérito para con Dios”. (1 Pe. 2, 18-20). Y en su tercer capítulo
que trata las relaciones entre el hombre y la mujer, dice explícitamente: “Finalmente, sed todos de un mismo corazón,
compasivos, amantes de todos los hermanos, misericordiosos, modestos, humildes. No volviendo mal por mal, ni
maldición por maldición, antes al contrario, bienes o bendiciones; porque a esto sois llamados, a fin de que poseáis la
herencia de la bendición celestial.” (1 Pe. 3, 8-9).
17 –Tal es el caso de Santa Mónica, festejada el 4 de mayo, que convirtió a su hijo Agustín por sus lágrimas y sus
oraciones.
32

Por otra parte, si ella quiere verdaderamente corresponder a su vocación, la mujer debe ser
generosa. La maternidad cristiana está hecha, en efecto, de renunciamiento y abnegación que
pueden ir hasta el heroísmo, y que no deje ningún lugar para una vida fácil, cómoda y blanda. Así,
cuando el día de su boda una jovencita pronuncia “si quiero” que la une para siempre a su marido o
más ampliamente cuando una mujer comprende y acepta su vocación a la maternidad (física o
espiritual, según el plan de Dios sobre ella), ese “sí” es pesado en todas las pruebas relacionadas
con traer al mundo vida. La hija de Eva se vuelve entonces realmente la hija de la Santa Virgen
María. Esta generosidad, esta aceptación consiente del sufrimiento, da a la madre una nobleza
particular y la hace admirable18. Cantada por Charles Péguy en su largo poema “Eva”:

Y yo os amo tanto, madre de nuestra madre,


Vos habéis llorado tanto las lágrimas de vuestros ojos.
Vos habéis levantado tanto hacia los más pobres cielos
Una mirada inventada por otra luz.

Vos habéis llorado tanto vuestra primera fuerza.


Vos habéis velado tanto la mirada de vuestros ojos.
Vos habéis levantado tanto hacia los más pobres cielos
Vuestra voz indecisa al umbral de la oración.

Y yo os amo tanto, abuela plebeya.


Vos habéis lavado tanto la mirada de vuestros ojos.
Vos habéis inclinado tanto bajo la furia de los cielos
Vuestra nuca y vuestros riñones temblorosos de miseria.

Y yo os saludo, ¡Oh! La primera mujer


Y la más desgraciada y la más decepcionante
Y la más inmóvil y la más decepcionante,
Abuela de largos cabellos, madre de Nuestra Señora.

18 –El hijo más pequeño de una familia católica manifestó un día a su madre su admiración y su gratitud de una manera
conmovedora que traducía el fondo del corazón de todo hijo o de toda hija digna de su nombre. El joven muchacho se
acercó a su madre con ánimo y le dijo con un fervor inacostumbrado: “¡Gracias mamá, gracias mamá!”Ella, al no
recordar haberle hecho algún regalo recientemente, le manifestó su sorpresa: “Pero, ¿de qué cariño?” Ella escuchó este
grito del corazón: “De ti, mamá”.
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9. La esperanza

El libro del Génesis revela las características de la vocación de la mujer. La primera mujer
fue creada “a la imagen de Dios”, adornada de todo el edificio de la gracia y las virtudes. Luego
fue llamada a la gran vocación de la maternidad, y a este fin a ser para Adán, “una ayuda semejante
a él”, pura, alegre, radiante de virtud y de belleza. Pero he aquí que, por su falta, la magnífica obra
de Dios fue quebrantada, o por lo menos, profundamente dañada. En consecuencia, Adán y Eva
perdieron el estado de gracia y las virtudes sobrenaturales; sus relaciones mutuas fueron
profundamente deterioradas, en particular por la codicia y la concupiscencia, que querían en
adelante ensuciar su amor. De este inmenso desperdicio, Eva podía a justo título tenerse por la
primera responsable. ¡Qué sentimientos debieron llenar su alma! Los de la culpabilidad, el miedo, la
angustia.
Hubiera sido contar sin la bondad paternal de Dios e ignorar su pedagogía tan delicada.
Pues, justo antes de imponer a Adán y a Eva las penas pesadas, pero bien merecidas, Dios hizo
surgir en su corazón de culpables la llama de la esperanza:
Dijo entonces el Señor Dios a la serpiente: Por cuánto hiciste esto, maldita tú eres o seas
14
entre todos los animales y bestias de la tierra; andarás arrastrando sobre tu pecho, y tierra
comerás todos los días de tu vida. 15 Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu raza y la
descendencia suya; ella quebrantará tu cabeza, y andarás acechando a su calcañar.
¡Cómo debió ser la consolación de Eva cuando escuchó la sentencia! No, no estaba todo
perdido, el mal no sería el más fuerte, el diablo no tendría la última palabra. Sobre todo, Eva había
escuchado bien: se trataba de una mujer y su descendencia. Por una misericordia divina, la
feminidad y la maternidad, que habían sido tan profundamente heridas en Eva y por ella iban a
convertirse en instrumentos de redención. Es por una mujer y por una madre que Dios quería vencer
al maligno. Dios iba a intervenir en la vida humana por una mujer como intermediaria, “Bendita
entre todas las mujeres”. En esta mujer, la maternidad iba a ser maravillosamente restaurada e
incluso transfigurada. San Fulgencio dijo a este tema: “María ha sido la restauradora de la mujer
quien fue librada por ella de la ruina de la primera maldición19”.
“Yo pondré enemistades entre ti y la mujer”, esta declaración solemne de Dios iba a resonar
en el corazón de Eva hasta el fin de su vida como una dulce melodía. En adelante sería su razón de
vivir y su ideal: ser la madre o la abuela de la mujer por la cual Dios vencería el mal, transmitir la
vida, educar a sus hijos, preparar las condiciones de pureza, inteligencia, de paz y orden que
permitirían la venida de esta mujer y de su fruto bendito, he aquí el soplo que aliviaría en adelante
la vocación de la mujer.

19 -“Facta Maria restauratio feminarum, quae per ipsum a ruinae maledictionis probantur esse substractae” (San Fulgencio, De
laudibus Mariae, in Cornelius a Lapide, comm. Lc. 1, p.35).
34

De hecho, esta bella esperanza se transmitía de madre a hija a lo largo de la historia sagrada.
Estos son los ejemplos emotivos de Sara, mujer de Abraham, de Rebeca, mujer de Isaac, de Ruth,
mujer de Booz, el abuelo de David y sobre todo de Santa Ana, mujer de San Joaquín. Todas estas
mujeres fueron animadas por una misma esperanza y tenían una idea grandiosa de su vocación.
Ellas habían comprendido bien que en adelante su maternidad y su vida toda entera no les
pertenecían ya, que se habían convertido en los instrumentos de Dios para su plan de salvación. Se
trataba para ella de antemano, de parecerse a aquella que sería “bendita entre todas las mujeres”, y
participar en su misión. La Santa Virgen María vivía ya en el corazón de todas las mujeres del
antiguo testamento como un modelo a imitar, como la estrella de la mañana que había que seguir.
Ahora bien, esta nota de esperanza determina la vocación de toda mujer cristiana. Con
María, la madre trabaja a la venida al mundo de Jesús en sus hijos, que son los hermanos de Jesús
por la gracia. Con María, ella vive en la pureza y en la oración para no molestar nada la obra del
espíritu Santo. Con María, se queda al pie de la cruz y en el cenáculo para rezar.
35

10. El vestido

Puede parecer un poco mezquino, dejar de lado, el evocar el vestido de la mujer en un


estudio sobre la maternidad. El tema sería bastante concreto y secundario para que valiera la pena
ser mencionado.
Sin embargo, es fácil constatar que la mujer, y esto desde la edad de dos años, lleva un
interés muy pronunciado por su vestimenta. No le es para nada indiferente vestirse de tal o cual
manera, y aquel que se aventurara a hacerle un comentario descortés sobre esto se daría
rápidamente cuenta. El vestido juega un papel importante en la psicología de la mujer y sería un
error ignorarlo.
Por otra parte, un versículo muy discreto de la Escritura nos invita a considerar esta
cuestión con atención.
En el origen, Dios había creado a Adán y a Eva en el estado de inocencia. Ellos no llevaban
entonces ningún vestido y no sentían la necesidad: “Y ambos, a saber, Adán y su esposa, estaban
desnudos, y no sentían por ello rubor ninguno” (Gn. 2, 25).
Desde el primer pecado, al contrario, ellos sintieron el fuego de la concupiscencia: “Luego
se les abrieron a entrambos los ojos; y como echasen de ver que estaban desnudos, cosieron o
acomodáronse unas hojas de higuera, y se hicieron unos delantales o ceñidores” (Gn. 3, 7).
Ahora bien, es el Génesis, es Dios mismo que nos da estas precisiones sobre el vestido de
nuestros primeros padres. No se trata entonces de un detalle.
Pero que sorpresa es leer lo que sigue: “Hizo también el Señor Dios a Adán y a su mujer
unas túnicas de pieles, y los vistió” (3, 21).
Habiendo resentido ellos mismos el desorden de la concupiscencia, Adán y Eva buscaron
remediarlo, se confeccionaron unos delantales con hojas de higo20.Ahora bien, viendo este vestido
de fortuna, Dios tuvo un gesto remarcable. Hizo largas túnicas con pieles de bestias y los revistió a
Adán y a Eva.
¿Está permitido ver desde entonces en el vestido un detalle insignificante de la vida
humana? Si Dios tres veces santo, que vive en la beatitud eterna de su trinidad, se ocupa de un
elemento aparentemente secundario, es que esto le importaba particularmente, más aún cuando Dios
hubiera podido enseñarle a nuestros primeros padres a confeccionar ellos mismos vestidos mejores.
Pero no Dios preparó Él mismo sus vestidos y los impuso solamente a los hombres. Ahí había una
voluntad expresa de Dios que interviene aquí con la misma autoridad que entonces de la formación
de la tierra y los astros.

20 – ¡Se trata de mucho más que la pobre hoja de viña que ciertos artistas conceden a nuestros primeros padres!
36

Es entonces a la luz del misterio de la creación, como complemento de la creación que el


vestido debe ser comprendido. Después del pecado original, un hombre completo para Dios, es un
hombre vestido. El vestido pertenece en alguna forma a la integridad física del hombre, es un don
de Dios a los hombres21, íntimamente asociado al cuerpo para formar con él y con el alma la unidad
de la persona.
Habría ciertamente mucho que decir sobre el sentido del vestido cristiano, pero conviene
limitarse aquí al que concierne directamente a la mujer.

Una rehabilitación
La intervención particular por la cual Dios impuso una túnica a nuestros primeros padres se
sitúa en un contexto muy preciso. Justo después del pecado, Dios pronunció a la serpiente, a Eva y a
Adán sus respectivas penas. Ahora bien, en la sentencia misma de condenación del demonio, el
creador había abierto a nuestros primeros padres y a Eva en particular, un horizonte maravilloso.
No, el mal no sería el vencedor. No, la naturaleza humana no estaba muerta, el hombre no estaba
reducido al nivel de la bestia. El alma, aunque enferma, permanecía espiritual y, por la gracia,
estaba de nuevo invitada a participar de la naturaleza divina. Por otro lado, Eva había recibido una
nueva y espléndida vocación: ser la abuela de María y Jesús. Justo después del pecado, Dios había
restaurado en Eva, la dignidad de la maternidad que ella misma había mancillado.
Ahora bien, tal grandeza debía aparecer de una manera concreta, en el vestir en particular.
La imposición de una túnica a Eva significaba una rehabilitación pública de la maternidad. Esta
vestidura solemne y misteriosa, como una ceremonia litúrgica, imponía solemnemente a Eva una
misión oficial, y llamaba al comienzo de una vida nueva. El vestido mostraba en adelante a Adán y
a Eva que ellos deberían vivir según el espíritu, que estaban investidos de una vocación elevada.
Renunciar a este vestido, equivaldría en adelante a una especie de dimisión. La mujer que se viste
sin pudor reniega a esta rehabilitación, renuncia por no haber entendido su bella vocación.
La túnica llena esta función en tanto que es una protección del pudor y que es una obra de
arte.

El Pudor
Para vivir según el espíritu, para volver a poner las cosas en su lugar, para que las relaciones
del hombre y la mujer encuentren otra vez su belleza y su pureza originales, para que su unión sea
primero y antes de todo la unión de inteligencias, voluntades y de corazones, hace falta que se calle
el fuego de la concupiscencia. Lo que no puede tener lugar sin que el uno y el otro no se vistan
correctamente.

21 –
Es por eso que las épocas y los artistas (el paganismo decadente y el Renacimiento) que preconizan un hombre sin
Dios lo representan desnudo.
37

Por eso las Escrituras se ocupan de decirnos de una manera concreta que Dios hizo a
nuestros primeros padres, no cualquier vestido sino túnicas, es decir, vestidos amplios y largos. Dios
quiere que el hombre y la mujer respeten su propio cuerpo y el del otro, ocultando aquello que
podría perturbar la imaginación y el corazón.
Los espíritus “iluminados” y “superiores” de nuestro tiempo sonreirán a estos detalles sin
duda, que desprecian como puritanismo. Se oponen no solamente al sentido común, sino también al
texto revelado que presenta la molestia que llevó a nuestros primeros padres a vestirse como algo
bueno. El pudor es un sentimiento muy noble. Hoy en día se pretende que esto se trate del hecho de
una civilización o una época. Al contrario, el pudor está inscrito en la naturaleza de las cosas. Es la
traducción, en el dominio moral, de la vergüenza que representa para el alma humana la
desobediencia de la carne. Profundamente inculcada en la psicología humana que exige la perfecta
sumisión del cuerpo al alma, el pudor es como la reticencia natural del espíritu delante de la
mentira, el mal, la muerte, posee una dimensión metafísica.
Así. el sentimiento de vergüenza cara a cara del cuerpo desnudo es una buena cosa, es un
signo de buena salud psicológica y moral del hombre. Este sentimiento vuelve entonces al hombre y
a la mujer, precisamente porque son seres humanos inteligentes, pero destronados de su primera
dignidad, de ocultar lo que puede despertar la concupiscencia.
Por otra parte este sentimiento de vergüenza tiene una influencia sobre los individuos
mismos recordándoles que son antes de todo, un alma espiritual que debe gobernar su cuerpo
herido. A este tema, el pudor juega el rol de salvaguardia (protección) de la virtud, así como el
párpado protege el ojo de cuerpos extraños. El es el “compañero de la pureza y el cual hace la
castidad más segura22”.

Una obra de arte


Sin embargo, más que una protección contra las inclemencias, incluso más que una
salvaguardia de la virtud, el vestido posee una dimensión positiva. Es ciertamente, una realidad
material, hecha de tela o de piel de animal, pero tiene por misión traducir una realidad interior, es
una obra de arte. Tiene por objetivo, en efecto, expresar con medios materiales las realidades
espirituales, por lo visible, las cosas invisibles: “per visibilia ad invisibilia”.
Ahora bien, tal es la misión del vestido de la mujer. No tiene por objetivo poner en valor el
cuerpo, que es material y por sí mismo visible, ni de llamar la atención haciendo de la mujer un
imán de atracción. Sino todo lo contrario, la mujer, por su manera de vestir, prueba a su entorno que
posee un alma espiritual y una misión muy alta que le da relaciones privilegiadas con Dios. Un
vestido es bello cuando predica la enorme vocación de la mujer.

22 –San Ambrosio, De off., I, 20, citado en la Carta de la Sagrada Congregación del Concilio sobre la modestia del
vestido, 15 de agosto 1954, Documentos pontificios de su Santidad Pío XII, Ediciones Saint- Augustin, Saint Maurice,
Suisse, t. XVI, p. 304.
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Un curso sobre el arte cristiano muestra cómo la túnica y los vestidos por su amplitud, sus
pliegues, su largo, son un medio muy apropiado para traducir esta espiritualidad del alma y las
relaciones de la mujer con Dios, que nacen de su vocación a la maternidad, relaciones de reserva, de
atención recogida, de confianza apacible. Es el pliegue del vestido el que da a las estatuas romanas
o góticas, a los mosaicos de Ravenne, a ciertas estatuas o mosaicos paganos su ligereza, un carácter
aéreo y espiritual. Observándolas, uno se encuentra realmente en presencia de un alma. Esto llama a
la experiencia personal de cada quien. Un vestido largo y amplio expresa una cierta nobleza e
inspira respeto y pureza. Al contrario, un vestido que moldea las formas del cuerpo, incluso si las
deja cubiertas, pone la carne en valor y hace olvidar el alma.
El vestido es entonces un lenguaje que expresa una actitud interior, un estado de alma, la
dignidad propia de la mujer. Ahora bien, este lenguaje se dirige todo a la vez a Dios, a los hombres
y a aquella que lo porta. Así, cuando las Escrituras nos hablan del vestido de la mujer, subraya
siempre el hecho que traduce, pero también que favorece las virtudes interiores23. Ciertamente el
vestido no hace todo, como el hábito no hace al monje, pero la disposición interior no hace tampoco
todo. Debe expresarse exteriormente por elementos materiales como lo exige la naturaleza humana.
He aquí algunos pasajes particularmente expresivos:
“El adorno de las cuales no ha de ser por fuera con los rizos del cabello, ni con dijes de
oro, ni gala de vestidos. La persona interior escondida en el corazón, es la que debe adornar con el
atavío incorruptible de un espíritu de dulzura y de paz, lo cual es un precioso adorno a los ojos de
Dios. Porque así también se ataviaban antiguamente aquellas santas mujeres, que esperaban en
Dios, viviendo sujetas a sus maridos” (1 Pe. 3, 1-6).
“Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, alzando las manos limpias, o puras de
toda maldad, exentos de todo encono y disensión. Asimismo oren también las mujeres en traje
decente, ataviándose con recato y modestia, o sin superfluidad, y no inmodestamente con los
cabellos rizados o ensortijados, ni con oro, o con perlas, o costosos adornos; sino con buenas
obras, como corresponde a mujeres que hacen profesión de piedad. Las mujeres escuchen en
silencio las instrucciones y óiganlas con entera sumisión, pues no permito a la mujer hacer de
doctora en la iglesia, ni tomar autoridad sobre el marido; mas estese callada en su presencia” (1
Tim. 2, 8-12).
“Asimismo que las ancianas sean de un porte ajustado y modesto, no calumniadoras, no
amigas de mucho vino, que den buenas instrucciones, enseñando el pudor a las jóvenes, a que
amen a sus maridos, y a cuidar de sus hijos, a que sean honestas, castas, sobrias, cuidadosas de la
casa, apacibles, sujetas a sus maridos, para que no se hable mal de la palabra de Dios o del
Evangelio” (Tito, 2, 3-5).

23 –Es, por ejemplo, el sentido de portar el velo. Fue considerado en las grandes civilizaciones como el símbolo de la
maternidad, y se portaba con orgullo como un título de nobleza. El velo expresa no solamente la dependencia de la mujer
con relación a su marido (leer este tema 1 Co. 11, 2-12. ¡Una mujer que porta un velo afirma que es la mujer de su marido
y que es muy feliz!), sino también la dignidad de la vocación de madre, reservada a Dios en vista de la vida a transmitir.
39

El magisterio de la Iglesia, bajo la pluma del Papa Pío XII, retoma esta enseñanza revelada,
subrayando la dimensión apostólica del vestido: “que todos puedan ver resplandecer en su manera
de vestir y de actuar, la belleza de las costumbres cristianas; que sus ojos brillen de la inocencia
interior de su alma, que sus palabras y sus acciones despidan el olor de la virtud: entonces
solamente ellos podrán portar en efecto más fácilmente las otras por sus consejos persuasivos a
vestirse dignamente y convenientemente y a actuar bien24”.
Por eso los santos animaban con frecuencia a los cristianos y cristianas a vestirse con buen
gusto y belleza. San Francisco de Sales escribía: “en cuanto a mí, yo quisiera que mis devotos
fueran siempre lo mejor vestidos a una concurrencia, pero de una forma sobria y sin refinamiento,
adornados de gracia, de decencia y de dignidad25”.
Una historia emotiva hace aparecer el lazo íntimo que existe entre la dignidad de la mujer y
su vestimenta. La hermana pequeña del rey Luis XVI, Elizabeth de Francia, fue asesinada por la
guillotina revolucionaria el 10 de mayo de 1794. Aunque estaba sobre el patíbulo con las manos
atadas, la pañoleta que le cubría los hombros y el cuello caía al suelo. La gran cristiana de 30 años
miró severamente al verdugo y le ordenó: “En el nombre de su madre señor, cúbrame26”.
“En el nombre de su madre”, acuérdese de la admiración que usted le tenía a mi hermana
vuestra madre. Notificar al verdugo esta solidaridad ¿no era abrirse paso al único camino todavía
posible para tocar este corazón de bruto?

24 – Pío XII, Carta de la Sagrada Congregación del Concilio sobre la modestia del vestido, 15 agosto 1954, p. 307.
25 – San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III° parte, cap. 25.
26 – Padre Charton, Los santos de la familia capetiana, Paris, Librería Saint Paul, 1939, p. 272.
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11.- La generación

Cuántos acontecimientos ocurrieron desde el instante en el que Dios manifestó su intención


de crear humanos “hombre y mujer” (Gn. 1, 27) Desde el comienzo, el pequeño que nace había
sido el fin primero del matrimonio, “sed fecundos y multiplicaos”, pero la ejecución de esta orden
divina había sido atrasada todavía. Pronto, sin embargo, iba a llegar la hora de convertirse en madre
para la primera mujer.
He aquí como la Escritura presenta el acontecimiento:
Gn 3 20 Y Adán puso a su mujer el nombre de Eva, esto es, Vida, atento a que había de ser
madre de todos los vivientes.
Adán viene de entender la pena impuesta por Dios al demonio y a su mujer, y viene de
recibir su propia sentencia y condenación. Ahora bien el primer padre comprendió muy bien el
mensaje de Dios. La hora no estaba dada a la desesperación ni a la pasividad. Sino al contrario, en
adelante se tenía que actuar, reparar, preparar la venida del Salvador. Adán entonces se volvió a su
mujer y le impuso un nombre nuevo. Ahora bien, el hecho de dar un nombre nuevo significa, como
se sabe, imponer, por el nombre de Dios, una nueva misión. Al mero comienzo de la historia, Adán
había dado a su mujer el nombre de “Ischa” la que ha salido del hombre, para manifestar su origen y
el lazo indisoluble que en adelante los unía. Ahora bien, justo después de la caída y después del
anuncio de la Redención por el ministerio del hijo de la mujer, Adán comprendió que había llegado
el tiempo para su esposa de concebir y cumplir así la bendición divina. Eva debía transmitir la vida;
ella iba a convertirse en la madre de todos los vivos.
Este gesto de Adán indica muy bien la parte respectiva del hombre y de la mujer en la
generación. El hombre dará la vida en principio, la mujer llevará y criará a los hijos en el nombre de
su marido. La maternidad es una participación de la paternidad.
Ahora bien, el autor sagrado tomó el cuidado de describir el primer nacimiento de toda la
historia y la reacción de Eva, mostrándonos así los sentimientos espontáneos de la primera mamá de
la humanidad al nacimiento de su primer hijo.
Gn 4 1 Adán, empero, conoció a Eva su mujer, la cual concibió y parió a Caín, diciendo: He
adquirido un hombre por merced de Dios 27.
Exclamación de alegría y admiración que se renueva después del nacimiento de Seth:
4 25 Adán todavía conoció de nuevo a su mujer, la cual parió un hijo, a quien puso por
nombre Set, diciendo: Dios me ha sustituido otro hijo en lugar de Abel, a quien mató Caín.

27 – Lo que a veces se traduce: “Dios me ha dado un hijo”.


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El autor de la vida
La primera madre de la familia humana resume aquí en palabras muy simples el secreto de
la maternidad. Por su observación recta e inteligente, ella remonta de golpe al Rey del Universo. Es
Dios el autor principal de la generación.
Igualmente fue el profundo pensamiento de la madre de siete héroes que perecieron en la
guerra de los Macabeos:
“La madre, extremadamente admirable y digna de una ilustre memoria, (…) exaltando con
ardor viril su alma femenina, decía a sus hijos: Yo no sé como ustedes aparecieron en mis entrañas;
no fui yo quien les dio el espíritu y la vida; no fui yo quien dispuso los elementos de su cuerpo. Así
como el creador del mundo, que dio forma a la generación de los hombres y que garantiza la
generación de las cosas les dará su misericordia y el espíritu y la vida, porque ahora se desprecian
a ustedes mismos a causa de sus leyes” (1 Mac. 7, 20-23).
La nobleza de esta alma remonta de un vistazo al principio: la maternidad no es únicamente
una obra humana, ella exige la intervención de Dios.
Es lo que también aparece en la emotiva bendición litúrgica de las mujeres encintas.
Después de haber recordado la intervención de Dios en la maternidad de nuestra señora, en la de
Santa Isabel, el sacerdote reza así:
“Recibid el sacrificio de una corazón contrito y el ferviente deseo de vuestra sierva que le
suplica humildemente la conservación del hijo que le has hecho concebir: guardad vuestra herencia
(custodi patrem tuam), y defendedlo de toda artimaña y de todo perjuicio del cruel enemigo, a fin
de que por la mano obstetricia de vuestra misericordia (ut, obstreticante mano misericodiae tuae)
su bebé llegue felizmente a luz y sea conservado para la santa generación (el Bautismo) (…)”.
De la concepción al nacimiento, esta antigua oración ve por todos lados la acción de Dios.
La maternidad pone en juego de una manera especial la fuerza del Altísimo.
Para comprenderlo basta regresar a una verdad muy simple: La maternidad es la
transmisión de la vida. ¿Quién puede dar la vida, sino el autor de la vida? Y más precisamente
¿Cómo una vida humana puede aparecer sin la intervención inmediata de Dios, que no solamente
organiza la materia, sino que crea el alma espiritual? Parece entonces que Dios es el agente
principal de la maternidad que es una obra sagrada a la cual los padres son asociados a títulos de
causa segunda. Más precisamente la maternidad es la obra de Dios en la mujer. El cuerpo de ésta es
como un templo, el “templo secreto”, dicen los japoneses, donde Dios va a crear un alma eterna y
formar así un hombre. Aquí, estamos muy lejos de la vulgaridad sensual que quisiera ensuciar todo
en estos días, hasta el hogar cristiano.
Esta mirada sobre la generación nos revela la nobleza de la maternidad y el respeto con el
cual hay que rodear esta obra de vida. La mujer fue elegida por Dios para ser el teatro de su
actividad creadora. Lo que establece relaciones únicas con Dios creador que resume bien el término
de “reserva”. Lo quiera o no, la mujer está reservada a Dios para la maternidad. Y este estado innato
de reserva a Dios se alimenta y se traduce por la reserva moral, por el comportamiento de la mujer
que se llama modestia, humildad, silencio, mesura, discreción en los gestos y palabras.
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Una obra de amor


¿Quiere decir que la mujer es puramente pasiva en la generación? ¿Es ella la simple
espectadora de la obra divina que se cumple en ella?
Para saber, es suficiente considerar lo que pasa en un hogar. ¿Qué vemos? De un parte, un
hombre que desea y que ama a un hijo que va a nacer. Por otra parte, una mujer que, como él, desea
y ama a este pequeño. Ahora bien, es la unión del amor paternal y maternal que da lugar a la
generación. Todo hijo es entonces el fruto de la unión de estos amores que no hacen más que uno.
De este punto de vista, la maternidad es la comunión del corazón de la mujer al amor del futuro
padre para su descendencia, al menos posible.
Si miramos ahora las cosas de más alto, es decir, según su exacta dimensión, constatamos la
intervención de Dios, descubrimos que el amor común de los padres está unido a un amor mucho
más elevado, el del Altísimo por este pequeño hombre que quiere llamar a la existencia. Ya que la
maternidad es la obra especial de Dios en la mujer, ella es también, de una forma privilegiada, la
unión del corazón de la mujer a la de Dios. Ella es asociada de la fecundidad de amor de creador.
Para ella se trata en unión con su marido y dependiendo de él, de comulgar al amor eterno de Dios
por el hijo que va a nacer. “Dios es amor” (1 Jo. 4, 8), y si Él da la vida, no puede ser más que por
amor. Ahora bien Dios quiere encontrar un eco de este amor en el corazón de la madre. Es por eso,
sin duda, que la mirada de una mamá en su hijo parece venir de tan lejos. Está como cargado de
todo el amor de Dios, de su benevolencia, de su dulzura, de su paciencia y su beneficencia. Atrás de
estos ojos tan profundos, el hijo presenta un lago de bondad inagotable que lo calienta, lo
engrandece y lo enriquece.
Una pequeña anécdota lo muestra muy bien. Cuando ella venía de besar a su hijo y de
apagar la luz de tu cuarto, una mamá escuchó, una noche, al pequeño que gritaba: “¡Mamá, mamá
no te vayas!” La mamá prendió la luz, se acercó al pequeño y se sentó sobre el borde de la cama
“¿Qué pasa, mi amor?” “Quédate conmigo, mamá, porque cuando tú no estás yo soy, yo soy- el
hijo no encontrando sus palabras- cuando tú no estás yo soy pobre”.
¿Podríamos explicar mejor la amplitud y el poder que da al corazón de la madre su unión al
corazón de Dios?
En consecuencia, otra exigencia aparece en la mujer que considera la grandeza de su
vocación, la virtud de la pureza. Pues si la obra de la maternidad es una obra de amor, si es la
comunión de la mujer al amor de Dios, exige en ella una perfecta correspondencia a la mirada de
Dios sobre el hijo. La mujer debe, de una cierta manera, dilatar su corazón a la medida del corazón
de Dios. Es lo que Santa Teresa del Niño Jesús expresaba con simplicidad: “Yo sé muy bien que el
buen Dios ha repartido algo del amor de su corazón desbordado en el corazón de las madres 28”.
Entonces la impureza y todo lo que hace que el corazón se encoja, se encierre en sí mismo,
la satisfacción de las pasiones, lo hace incapaz de un amor verdadero y de la alegría que es el
perfume. La mujer que quiere corresponder al plan de Dios sobre ella, y la jovencita que se prepara
a ello, debe hacer la guerra de romanticismo a los afectos turbios y a la fantasía que paralizan el don
de sí y nos hacen egoístas. La mujer debe hacer la guerra a los enemigos del amor. Podemos incluso
decir, de una cierta manera que se tiene la fecundidad de su pureza. Mientras más es puro un
corazón, en efecto, menos pone obstáculos a la acción de Dios, y más él recibe la generosidad de
Dios. La pureza es la medida de la fecundidad.
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12. La educación

Un último pasaje del génesis considera una nueva dimensión de la vocación de la mujer
cristiana, la maternidad espiritual. Eva, en efecto, aprendió de una forma muy dolorosa que no basta
con traer al mundo a los hijos, aunque sea con mucho amor y generosidad, sino que es necesario
educarlos. Hay que ser madres de almas.
Gn 4 2 Y parió después al hermano de éste, Abel. Abel fue pastor de ovejas y Caín
labrador. 3 Y aconteció al cabo de mucho tiempo que Caín presentó al Señor ofrendas de los frutos
de la tierra. 4 Ofreció asimismo Abel de los primerizos de su ganado, y de lo mejor de ellos; y el
Señor miró con agrado a Abel y a sus ofrendas. 5 Pero de Caín y de las ofrendas suyas no hizo
caso; por lo que Caín se irritó sobremanera, y decayó su semblante. 6 Y díjole el Señor: ¿Por qué
motivo andas enojado?; ¿y por qué está demudado tu rostro? 7 ¿No es cierto que si obrases bien,
serás recompensado; pero si mal, el castigo del pecado estará siempre presente en tu puerta o a tu
vista? Mas de cualquier modo su apetito o la concupiscencia estará a tu mandar, y tú le dominarás,
si quieres.
8Dijo después Caín a su hermano Abel; Salgamos fuera. Y estando los dos en el campo,
Caín acometió a su hermano Abel y lo mató.
Ese texto inspirado es rico en lecciones. Contiene por ejemplo un verdadero tratado sobre
la pedagogía de Dios hacia este hijo difícil y mal dispuesto que era Caín. Sin embargo, conviene
aquí leer este pasaje con los ojos de Eva. ¿Cómo fue que la primera madre de la historia se enteró
de este drama? Las Escrituras no lo dicen: ¿Qué lecciones aprendió sobre su vocación y la vocación
de todas las madres de familia? Al menos las dos siguientes: de una parte, la maternidad física se
debe prolongar a una maternidad espiritual. De otra parte, ésta es más dolorosa que la primera.
La primera impresión que se desprende de este episodio es la de un dolor inmenso. Por
primera vez Eva descubría la muerte; y tenía que ser la de su propio hijo Abel. Su hijo preferido,
que estaba en plena juventud, tan bueno, tan afectuoso, tan prometedor.
¿Qué puñalada debió atravesar su alma a la vista del cadáver de su hijo tan amado? Ahí,
más que nunca, Eva sintió el peso y la frialdad de su propio pecado. El horror de la muerte y la
amargura de este desgarrón le mostraban la gravedad de la ofensa hecha a Dios. Ella podía una vez
más sentirse responsable, y esta vez responsable de la muerte de su hijo inocente, ya que era ella la
primera que había pecado. Está permitido imaginar que delante del primer cadáver de la historia,
una madre tan noble debió decir muy dulcemente a su hijo ahora ausente: “Abel, yo te pido
perdón”.
Sin embargo ¿cuál fue el motivo más profundo del dolor de Eva? Ciertamente no fue la
muerte física de su hijo Abel, sino un mal mucho más grave, la muerte espiritual de su primogénito
Caín.
Encontrarse delante del cadáver de un hijo muerto por un accidente, es una cosa
terriblemente dolorosa. Pero ¿qué decir cuando este hijo amado ha sido asesinado por su propio
hermano? El primogénito es el orgullo de los padres, la herencia de Adán quien mató a su hermano
menor. ¡Qué desastre! ¡Qué fracaso para los primeros padres! El futuro de la vida de Caín no hará
más que agravar la pena de su madre. Ella comprendió todo el horror con su corazón de madre.
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Comprendió que su maternidad no se limitaba a la vida del cuerpo, que debía tender a la vida del
alma. La suerte de Abel, muerto a causa de su inocencia, es mucho mejor, aún con el corazón de la
mamá destrozado, que el estado de Caín vivo, en el pecado mortal. Eva vivió ahí una experiencia
que vale para todas las madres de la tierra: la maternidad no está completa más que cuando está
lograda por la educación. Se trata no solamente de engendrar cuerpos vivos, sino más aún almas
transformadas por la vida de la gracia y de las virtudes. Es por eso que traer al mundo9 un hijo
representa una responsabilidad muy pesada, hacer todo para conducirlo a la vida plenamente
cristiana. La maternidad física debe doblarse en una maternidad espiritual.
Ciertamente, el mismo tipo de maternidad espiritual está realizado por la vida religiosa. No
obstante, la misión de la mujer casada no se limita al orden de la naturaleza.
El matrimonio es un sacramento que tiene como objetivo poblar el cielo, y entonces formar
hombres y mujeres profundamente cristianos. El término de la maternidad no se detiene a la vida
natural, es el Bautismo y el adulto cristiano. Toda madre cristiana puede retomar las palabras de San
Pablo y decir a sus hijos: “Hijitos míos, por quienes segunda vez padezco dolores de parto hasta
formar enteramente a Cristo en vosotros.” (Gal. 4, 19).
Ahora bien, este segundo embarazo, como lo indica San Pablo, exige nuevos sufrimientos.
De hecho por esos dos hijos Eva tuvo que sufrir mucho. Su dolor a la vista de su hijo muerto fue el
precio que tuvo que pagar por la entrada de Abel el justo en la gloria. Y la pena inmensa que le
provocó el monstruoso pecado de Caín fue su participación a la redención de ese crimen. La madre,
se dice, salva a sus hijos por el mal que le hacen.
Este nuevo aspecto muestra también la intimidad tan particular entre la madre cristiana y
nuestra señora. El dolor inmenso de Eva a la vista de su hijo muerto, y la vista del pecado de su hijo
mayor, asesino de su propio hermano, hacen pensar espontáneamente a un caso similar más
insoportable todavía. Se encuentra en la historia de la humanidad otra madre que debió soportar la
vista del cuerpo inmerso de su hijo amado, asesinado por su hermano, es Nuestra Señora al pie de la
cruz. Si hubo un hijo amado, santo e inocente, es Nuestro Señor. Además los asesinos de Jesús
fueron sus hermanos, Judas, los judíos, los hombres pecadores.
La semejanza entre Eva y María es sorprendente en este acontecimiento, y muestra como la
vocación de la madre cristiana, es una cierta participación y una imagen lejana de la vocación de la
madre de Dios, como aparecerá por lo siguiente. Así, para conducir a sus hijos hasta la santidad y a
la perseverancia, la madre cristiana debe estar lista a muchos sufrimientos. Serán con frecuencia la
ingratitud de sus hijos, su resistencia a la gracia o incluso sus infidelidades29.
Ella debe mantenerse de pie virilmente al pie de la Cruz, con María, unirse tanto como Dios
lo quiera al sacrificio de Jesús para sus hijos.

29 –
Ver el caso de una educación particularmente difícil en Marie Baudoin-Croix, Léonie Martin, une vie difficile, Paris,
Cerf, 1989.
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Por otra parte, la obra de la educación es igualmente un misterio gozoso, pues, dice San
Pablo, “Y si nosotros hemos muerto con Jesu-Cristo, creemos firmemente que viviremos también
conjuntamente con Cristo” (Ro. 6, 8). Si la madre de familia debe educar a sus hijos en el
sufrimiento, si ella se une a Nuestra Señora de los dolores, conocerá la inmensa alegría de ver el
alma de sus pequeños abrirse a la gracia, crecer en la fe, poner en obra, los tesoros de generosidad
y de oración que el buen Dios deposita en sus corazones. La vida de la madre de familia está
salpicada de consolaciones profundamente cristianas que le pagan ampliamente los sacrificios que
debe hacer. Las penas del trabajo están pronto seguidas de la alegría de la cosecha. “Debet in spe
qui arat arare, dice San Pablo, el que trabaja debe trabajar en la esperanza” (1 Co. 9, 10). Es la
divisa de todo educador.
Esta maternidad espiritual da una nueva nobleza a la vocación de la mujer. Ella se
convierte, si lo quiere en la asociada de Dios en la obra de la Redención, unida al amor del padre
para sus hijos adoptivos, tomando algo de la grandeza de la maternidad de Nuestra Señora y de las
almas consagradas.
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Conclusión

Ya que nada es más elocuente que un corazón de hijo para hablar de una madre, una historia
verídica concluirá estas reflexiones sobre la vocación de Eva. Mostrará la profunda gratitud que un
hijo digno de ese nombre tiene a su madre, y un aspecto bastante inesperado de la persona de Eva.
El episodio se desarrolla en una familia católica. Una mamá que enseña el catecismo a su pequeño,
acaba de explicar la lección del pecado original. El hijo tomó un aire sombrío y con aflicción dice:
“¡Pobres Adán y Eva! ¡Pobres Adán y Eva!...” La mamá creyó que el niño veía a nuestros
primeros padres en el infierno. Ella quiso entonces corregir su error: “pero no querido, Adán y Eva
se convirtieron. Se arrepintieron de su pecado, pidieron perdón al Buen Dios y vivieron bien en
adelante”. Y el pequeño le contestó: “No mamá, no es eso lo que quiero decir. Pobre de Adán y Eva
de pronto fueron grandes… ¡Ni siquiera tuvieron mamá!
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SEGUNDA PARTE

La nueva Eva
49
50

Si la maternidad cristiana encuentra su punto de partida con la primera mujer de la historia,


encuentra su coronación en la que fue “bendita entre todas las mujeres”, la Santa Virgen María.
Después de haber considerado a Eva, conviene entonces el ejemplo de la Santa Madre de Dios. La
nueva Eva responderá al principio una pregunta delicada: ¿Cómo una jovencita debe prepararse a su
misión de mujer cristiana? Luego el ejemplo de Nuestra Señora pondrá en evidencia la herencia que
hace la belleza y la variedad de la maternidad. Revelará por fin a las mujeres el sentido profundo
del sufrimiento y de la alegría.
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1. Santa Ana, ¡oh buena madre!

La tradición oral informa el nombre de los padres de la Santa Virgen María, San Joaquín y
Santa Ana, que se festejan en la Iglesia el 16 de agosto y el 26 de julio respectivamente. En un
magnífico sermón sobre la natividad de Nuestra Señora, San Juan Damasceno (+749) expone la
virtud muy especial del padre y la madre de esta niña privilegiada. Apoyándose en la enseñanza de
Nuestra Señor - “por sus frutos los conoceréis” (Mt, 7, 20)- el padre de la Iglesia se dirige a los
padres de Nuestra Señora: “Vivieron casta y santamente, vosotros produjeron el tesoro de la
virginidad. ¡Oh pareja tan casta de tórtolas razonables! Habiendo guardando la castidad según las
leyes de la naturaleza, merecieron recibir aquella que está por encima de la naturaleza, y después
de haber sembrado la justicia, recogieron el fruto de la vida30”.
El gran tesoro que representa la Inmaculada Concepción fue traído al mundo según las leyes
de la naturaleza, ciertamente, pero debía nacer, crecer y estar protegida en un medio de santidad
completa. La Santa Virgen María fue iniciada a su misión extraordinaria por sus padres ejemplares,
sobre todo por su buena madre, Santa Ana.
Por otra parte, la hija de Joaquín y Ana fue conducida, hacia la edad de cuatro años, al
templo de Jerusalén y confiada a santas mujeres y sacerdotes para ser instruida de las verdades de la
religión. Es en esta sociedad ocupada al culto del templo, a los sacrificios y al canto de salmos que
el alma de María abre y se prepara para convertirse en la Santa Madre de Dios.
Aparece claramente que la Providencia prevé con el más grande cuidado la educación de
Nuestra Señora. Una vocación tan elevada no podía ser librada al azar ni confiada a personas
incompetentes.
Este ejemplo responde, por analogía, a la pregunta de la formación de la mujer cristiana.
Reservada a Dios para la obra de la vida, asociada, sumisa y compañera fiel del jefe de familia, la
madre cristiana tiene una misión muy elevada.
¿En qué escuela aprenderá lo necesario para tal vocación? En principio y delante de todo
será, como la Virgen María, de su propia madre, después, si es posible, cerca de almas consagradas.

30 – San Juan Damasceno, Sermo 1 de Nativ. Deiparae, maitines del 16 de agosto.


53

La misión irremplazable de la madre de familia


Frédéric le Play (1806-1882) confirma esta primera respuesta. Las encuestas minuciosas del
hombre de ciencia a través de toda Europa le permitieron descubrir las constantes del orden natural
y los vestigios de la cristiandad que habían sobrevivido a las borrascas revolucionarias. El concluyó
netamente: la educación de las jovencitas debe hacerse en el seno de la familia. “Para hacerse
capaces de gobernar un día su hogar, las hijas deben desde la edad más tierna y a medida que sus
facultades se desarrollan, secundar a su madre en lo que concierne a la educación, cuidado de los
niños pequeños, el trabajo diario, el cuidado de enfermedades, la dirección de los servidores y los
otros detalles de la admiración interior”.
El autor da el ejemplo de los países del norte donde “la madre es el principal maestro de los
niños pequeños y donde el hábito de lecturas hechas en común y la aptitud musical dan mucha
dignidad y gracias al conjunto de la población”, y el de Francia donde aparece claramente “el
concurso dado por las mujeres francesas a las brillante cualidades de nuestra raza”. La razón es
clara: “este fenómeno se explica fácilmente, desde que se percibe la extraordinaria influencia que la
mujer ejerce sucesivamente en la existencia del niño y en la del hombre hecho31”.
Es entonces cerca de su madre que la joven se inicia en las virtudes femeninas, que aprende
a hacer pasar mucho amor e inteligencia en sus pequeñas acciones, a hacer maravillas de tan
pequeñas cosas, a conocer a los hombres y sus temperamentos, a amar la obscura y desinteresada
abnegación, a disponer de todas las cosas con gusto para hacer del hogar un santuario feliz.
Esta obra de educación exige una gran atención. La madre de familia deberá, para educar,
hacer suscitar en su hija el espíritu de iniciativa, a hablarle seguido de la belleza de esta vocación y
sobre todo a dar el ejemplo de una vida cristiana profunda y feliz. Es gracias a conversaciones
íntimas y confiadas con su madre que el corazón de la jovencita encuentra su madurez afectiva y su
estabilidad32.
Preciosas Auxiliares
El método de trabajo de F. Le Play es interesante, en la medida en que procede por la
observación de la vida concreta de los pueblos. Sin embargo queda muy limitada y no podía hacerle
suponer la existencia de otra escuela de la maternidad33. Nuestro autor da en efecto a su
descubrimiento la fuerza de un principio universal: “la educación de las jóvenes debe hacerse
exclusivamente en el seno de la familia”, ignorando de hecho la sabiduría de San Joaquín y Santa
Ana que conducían a su hija al templo, y de padres cristianos que los imitan confiando sus hijas a
almas consagradas. Los institutos religiosos que tienen pensionados, ¿serán superfluos o incluso
peligrosos? Muchos ejemplos nos muestran lo contrario, entre otros, el de cinco niñas de la familia
Martin, en la cual nació Santa Teresa del Niño Jesús, quien en el momento de la Reforma Social en
Francia Le Play conocía sus primeros éxitos, frecuentaban sucesivamente los internados de Mans
(Visitadinas) y de Lisieux (Benedictinas) y ahí recibían la mejor influencia.

31 – Federico Le Play, La Reforma Social, t. 2, 1. 5, c. 47, p. 397-398.


32 – Se leerá con provecho Padre Piat, Historia de una familia; Marie de Sainte Hermine, Una familia de tunantes en 1793.
33 – Federico Le Play fue un autodidacta que no reencontró la práctica de su infancia hasta tres años antes de su muerte.
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El juicio categórico de Frédéric Le Play contradice la sabiduría de la Iglesia que siempre ha


bendecido y animado las órdenes enseñantes que saben adaptar sus constituciones a su alta misión.
Las congregaciones religiosas consagradas a la educación de las jovencitas son, en efecto,
auxiliares eficaces de las madres de familia. La espiritualidad y la experiencia de estas religiosas las
hacen incluso guiar, en sus internados, el despertar de la psicología femenina y el aprendizaje de su
vida futura. El ejemplo de la virginidad consagrada y el clima sobrenatural de sus casas apagan las
sensibilidades y ennoblecen los corazones. Además, lejos de desviar a las muchachitas del hogar
maternal, las religiosas las disponen a él. Pues el servicio que brindan a las familias no sabrá
reemplazar la influencia de la madre en el hogar.
Esta colaboración cuando puede hacerse, resulta más necesaria aún a la vista de dificultades
inherentes a la instrucción, a las cuales las familias no sabrán satisfacer. Frédéric Le Play mismo
subraya con justicia la necesidad en la mujer de una formación intelectual solida. Rinde testimonio,
sin saberlo, a los méritos de las casas religiosas que enseñan a jovencitas: “Los hombres que se
distinguen por sus talentos y sus virtudes deben para la mayor parte su superioridad a las primeras
lecciones de su madre y a los consejos de sus mujeres (…). La cultura de las aptitudes intelectuales
de la mujer es una necesidad social tan imperiosa como el de sus aptitudes domésticas (…). Es así
que la mujer casta donde la inteligencia está cultivada, crea las buenas costumbres y la emulación
intelectual en el grupo del cual ella es el centro34”.
He aquí quien realza otra vez la nobleza de la maternidad. La madre en su hogar es la
educadora de las naciones. Ella es la obrera discreta y la colaboradora privilegiada de su marido, en
vista de la extensión de la civilización cristiana.

34 – Ibid. T, 1, p. 445, 446.


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56

2. El Fíat

La historia de Eva y el nacimiento de su primer hijo liberan el secreto de la maternidad


natural como se ha visto antes, este es el fruto del amor común del marido y su esposa para el hijo
que va a nacer, unido al de Dios autor de la vida. Una palabra resume la actividad fundamental de la
mujer que va a ser madre “fíat”, es decir un “si” generoso a la vida que debe recibir y alimentar,
“si” a los sufrimientos providenciales ligados a la transmisión de la vida, “si” a toda la voluntad de
Dios sobre este hijo.
Ahora bien, la vida que Dios quiere traer al mundo no se limita a la naturaleza. Por la
encarnación, Dios quiso que naciera su propio hijo aquí en la tierra y por la gracia santificante,
quiere crear en el mundo hijos e hijas adoptivos que participen sobrenaturalmente a la vida de su
Hijo único. Ahora bien, como para la generación natural Dios quiere realizar sus creaciones por la
colaboración de una mujer. La transmisión de la vida, que sea natural, divina o espiritual, será la
obra de una madre.
Es entonces en la distinción de estas tres clases de vidas que llaman tres “fíat” diferentes,
que funden la distinción y la jerarquía de la maternidad. Por encima de la maternidad natural de la
mujer casada está la maternidad espiritual, realizada sobre todo por las religiosas, que se encuentra
ella misma sobrepuesta, como una cima vertiginosa, por la maternidad divina de María siempre
Virgen. El o la que quiera comprender la grandeza de la maternidad cristiana, debe considerar
atentamente estas dos últimas maternidades.
María Virgen y Madre
¿En qué consistió la maternidad divina de Nuestra Señora? Es necesario para comprender,
elevar la mirada de la fe hasta la vida misma de Dios. En su eternidad perfecta y feliz, Dios Padre
comunica su única sustancia divina a un Hijo. El Verbo que engendra por una fecundidad de
naturaleza. Luego, mientras El decretaba la Encarnación, Dios prepara una jovencita, preservada del
pecado original y “llena de gracia” para que se convierta en la Madre Virginal de su Hijo. Para que
su maternidad fuera auténtica, la Santa Virgen María debía comulgar al amor del Padre Eterno para
su Hijo, Ella debía amarlo como una madre. Lo que fue el fruto del Espíritu Santo. Antes de
concebir al Hijo de Dios en su cuerpo, lo concibió en su alma. Bajo la inspiración del Espíritu de
Verdad y de Amor, La Virgen dijo su “fíat” generoso y total, Ella se volvió en verdad la Madre del
Hijo Eterno de Dios, elevando la dignidad de la maternidad a un nivel grandioso. María es en
verdad “bendita entre todas las mujeres”, la madre, el orgullo y el modelo de todas las mujeres.
Ahora bien, esta maternidad divina, única e inigualable, encuentra una reproducción lejana
en la maternidad espiritual. Pues más allá de la fecundidad de natura por la cual el Padre Eterno
engendra a Su Hijo en la unidad de su substancia, Dios posee una fecundidad de caridad y de
misericordia que da origen a sus hijos adoptivos.
Ahora bien, la llegada al mundo de estos hijos de Dios reclama igualmente una madre. Así,
como la Santa Virgen fue asociada por su “fíat” a la fecundidad de naturaleza, ciertas mujeres
fueron asociadas por Dios a su generación de misericordia. Son en particular, las religiosas35.
35 –
Es así que se comprende igualmente la misión de las mujeres que se quedan solteras. Ellas pueden convertirse en
madres de numerosas almas por la aceptación amorosa de su situación y por su abnegación hacia los indigentes.
57

Las religiosas, vírgenes y madres


Un estudio sobre la maternidad cristiana no puede pasar bajo silencio la vocación de éstas
millares de mujeres que desde hace dos mil años, consagraron su virginidad a Dios para convertirse
en madres de almas. Una consideración como esta se impone no solamente porque lanza una bella
luz sobre la vocación de la madre de familia, sino porque es despreciada en nuestros días.
Mientras que una jovencita anuncia a su entorno que ella entra al convento, los mundanos
dicen o piensan inmediatamente “Pobre: ¿se va a encerrar en esa oscuridad?; ¡ella que quiere
tanto a los niños y se ocupa de ellos tan bien!”.La impresión que habita en estos buenos consejeros
es la de una disminución de la persona, de una violencia hecha a fuerzas de la vida y del amor, la de
una vida desperdiciada.
Ahora bien, la verdad es completamente otra. La maternidad espiritual, realizada
especialmente por las religiosas, es una maternidad auténtica que expande largamente los recursos
de la psicología femenina. Mejor aún, da a la religiosa que está llamada a eso y que vive
generosamente su vocación, de ser más madre que las madres de la tierra. Ella encuentra ahí no una
carencia sino una plenitud.
El fruto de esta maternidad no es visible, lo que puede inducir al error a los que no tienen la
fe. Se trata aquí, en efecto, de crear hijos e hijas adoptivos de Dios, de hacerlos nacer a la gracia. Tal
fue, por ejemplo, la misión de Santa Teresita del Niño Jesús que afirmaba haber entrado al Carmelo
para ser “la madre de las almas36”.
La conversión y el dar a luz almas a la vida de la gracia no puede ser obra más que de Dios
que “opera en nosotros el querer y el poder” (Fil. 2, 17). Pero el Salvador quiere asociar ciertas
almas a esta paternidad, los retira del mundo, los hace llevar una vida escondida de miradas
profanas, los reserva en vista de una generación invisible. La maternidad entonces, toma ahí un
carácter despojado y secreto, ya que se desarrolla únicamente en el mundo de la fe, pero no menos
auténtico que la maternidad carnal. A la imagen de María, la religiosa es puesta a parte para
comunicar a la generación de misericordia, para “amar a las almas como Jesús las ama El mismo37”,
posar sobre ellas una mirada de madre. La unión del amor del Redentor con el de la consagrada
lleva, las almas a la vida sobrenatural. Ahora bien, nosotros estamos bien ahí en el corazón de una
maternidad auténtica. Por su profesión religiosa y por el fíat renovado a lo largo de sus jornadas, la
religiosa es verdaderamente esposa de Cristo y madre de sus hijos.
Por eso tendrá que acompañar al Salvador más que cualquier otro en el camino de la cruz.
Ya que el sufrimiento es la ley de toda maternidad el alumbramiento de almas no escapará. “Veo
que sólo sufrimiento puede criar almas38”.
36 – Vertambién: carta a Sor Genevieve del 24 de febrero de 1896: “Es por él solo que Celina criará almas (…)”
Teresa de Lisieux, obras completas, Cerf, 1992, p. 531. Y su poema de octubre de 1895 “Jesús, mi Bien Amado,
acuérdate: Soy virgen, ¡oh Jesús! Sin embargo, qué misterio, uniéndome a Ti, soy madre de almas” p. 698. Carta a Celina
del 15 de agosto de 1892. “Formar obreros evangélicos que salvarán miles de almas de las cuales nosotras seremos
madres” p. 449.

37 – Santa Teresa del Niño Jesús, manuscritos autobiográficos, Paris, Seuil, 1962, p. 258.
38 – Ibid. p. 200.
58

Es sobre la cruz que Jesús quiso salvarnos, es en la abnegación cotidiana y generosa que la
religiosa se unirá a la obra redentora. Sin embargo, su sacrificio materno está animado por una
profunda alegría que le da un adelanto del gusto del cielo. Pues según las promesas del Evangelio:
“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que hace penitencia que por noventa y nueve
justos que no tienen necesidad de convertirse” (Lc. 15, 10). Así reencontramos en la consagración
religiosa los elementos esenciales de toda maternidad.
Ésta aparece entonces como una realidad analógica y jerarquizada. En su cima se mantiene
la maternidad divina de la Santa Virgen María. Luego se encuentra, muy cerca de la primera, la
maternidad espiritual de la religiosa que trae al mundo a los hijos adoptivos de Dios. Por último está
la maternidad de la mujer casada que encuentra en los dos primeros un modelo y palabras de ánimo.
Pues, como se dijo, la misión de la madre de familia no se limita a la generación natural. Ella se
prolonga en la educación cristiana que consiste en definitiva a hacer crecer a Jesús en las almas de
los hijos. La madre cristiana coopera, por las alegrías y las penas de la vida de todos los días, por su
fiat confiado y generoso a la voluntad de Dios, a la santificación de las almas que Dios, a la
santificación de las almas que Dios les ha confiado. Ella ejerce, también una cierta maternidad
sobrenatural en ella y cerca de las almas que están alrededor de su hogar.
59
60

3. El Stábat

El Fiat misterioso de la Santa Virgen María y la concepción silenciosa del Niño Dios son
misterios de fe impresionantes. No se comprenden bien sino a la luz del Viernes Santo, la Madre de
Jesús al pie de la cruz. El stábat de María responde como eco a su fíat mostrando toda la grandeza.
Ciertamente, Nuestra Señora dio a luz al Hijo de Dios sin dolor, pero la pena la acompañó toda su
vida hasta esperar su paroxismo en el desgarro del Calvario que cumplió la profecía del viejo
Simeón: “una espada le atravesará el corazón” (Lc. 2, 35).
La actitud enérgica de la Santa Madre de Dios al pie de la cruz revela a la mujer cristiana el
lugar del sufrimiento en su vida. Para ser en verdad la hija de María, la madre de familia debe mirar
de frente los dolores que le esperan y aman su cruz.
Ciertamente, la joven adolescente no sueña más que con el príncipe encantado, con un amor
todo rosa, con la unión perfecta de los corazones, con fecundidad, con niños bonitos y bien
portados, todo según la ley de Dios, que es bueno, en la pureza y la generosidad. Y está muy bien
así. El día de su boda se le desea una inmensa felicidad y que “pueda ver a los hijos de sus hijos
hasta la cuarta generación”, lo cual está también muy bien. Sin embargo, la vida no es un sueño, y
la realidad es muy a menudo otra. Esta es parecida al agua de un torrente, que, vista del exterior es
encantadora, toda pura, cayendo alegremente sobre las piedras de la montaña, atravesando cantando
praderas de flores. El torrente es bello, sí, pero cuando uno se sumerge, el agua es glacial.
Si la vocación de la mujer le reserva alegrías muy profundas y una verdadera felicidad
interior, no es, sin embargo, sin dolores que pueden volverse muy amargos. La mujer no puede no
encontrar sufrimiento en su camino. ¿Hace falta cerrar los ojos, voltear la página, hacer como quien
no ve, aturdirse para olvidar? No, la política del avestruz no es cristiana. El cristiano ama la verdad
y no tiene miedo de mirarla de frente. Ama y abraza la voluntad de Dios sobre él.
La pena que Dios impuso a Eva y a sus hijas señalaba lo que podemos llamar los
sufrimientos “ordinarios” de la mujer. Estos son los dolores del parto, la autoridad de su marido que
se vuelve pesada, a las que se agregan las penas de la vida doméstica, los problemas y las fatigas de
la educación de los hijos.
El stábat de María en el Gólgota llama la atención sobre los sufrimientos “extraordinarios”
de la mujer, que no golpea sino a algunas de ellas.
Como los sufrimientos muy particulares de la jovencita que no encuentra marido 39, de la
esposa en un hogar estéril, de la madre de un hijo gravemente discapacitado o de la que vive la
muerte de su pequeño, y en fin de la viuda. Estos sufrimientos son tan agudos e íntimos que sería
pretensioso quererlos describir. Además, gracias a Dios, ellas no es el caso de todas (aparte de la
viudez que toca tarde o temprano a la gran mayoría de las mujeres) y no son deseables a nadie.
Pero, ¿quién no tiene una hermana, amiga o conocida que haya pasado por tales desgracias y que
pueda presumir de haber encontrado las palabras justas para consolar ese corazón moribundo?

39 – Ver René Bazin, Magnificat.


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Además, si estos sufrimientos no tocan a todas las mujeres, sí les concierne a todas. Ellos
dan en efecto una luz particular sobre la vocación de la mujer, de todas las mujeres, una nota de
gravedad, de fuerza y de nobleza. Al pie de la cruz de Jesús se encontraban con la Santa Virgen
María, las santas mujeres del Evangelio: “Stábat mater… cerca de la cruz de Jesús estaba su madre
y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena” (Jo. 19, 25). Igualmente,
San Lucas nombra a propósito de la sepultura de Jesús: “las mujeres que venían de Galilea con
Jesús, habiendo acompañado a José (de Arimatea), consideraron el sepulcro, y la manera en la que
el cuerpo de Jesús había sido colocado. Habiéndose entonces regresado, prepararon aromas y
perfumes: y el día del Stábat, ellas permanecieron en descanso, según el precepto” (Lc. 23, 55).
Mantenerse al pie de la cruz con María, ser un poco más su hermana, comulga plenamente
al sufrimiento corredentor de Nuestro Señor con su presencia en el Gólgota, ser asociada de una
manera inmediata a la obra de la Salvación, tal es el sentido del sufrimiento extraordinario de la
mujer.
La Esterilidad
El sufrimiento de la esterilidad es para los esposos una de las cruces morales más duras que
un hombre o una mujer pueden llevar. Santo Tomás de Aquino no dudaba al decir que es más
doloroso que el día del parto. Se le objeta, en efecto, que la pena impuesta por Dios a Eva no cierne
a todas las mujeres ya que no todas se convierten en madres. Los dolores del parto no pueden
entonces estar considerados como penas del pecado original. La respuesta del santo doctor tradujo
un hecho que ninguna mujer que ha tenido la experiencia puede contradecir: “Si una mujer que no
concibe ni da a luz, sufre el mal de la esterilidad: que es más pesado que las penas de las que
hemos hablando más arriba (las del nacimiento40”.
Esto se comprende bien cuando uno se acuerda de la misma naturaleza del matrimonio.
Toda vida conyugal está en efecto orientada, no solamente físicamente sino psicológica y
moralmente, hacia los hijos. Los padres que no tienen posteridad, sin culpa de su parte, son privados
de una alegría, de una realización afectiva y moral de la que tenían derecho de esperar de su vida
conyugal. Sienten en ellos una fuerza de vida, una capacidad de amor y de abnegación que quedan
sin emplear, y que presentan un gran riesgo de transformarse en una amargura destructora. El
peligro del hastío y del rencor acecha a estos esposos infelices.
Ahora, comparando los dolores de la esterilidad con los dolores del parto, Santo Tomás de
Aquino da a los hogares sin hijos una preciosa indicación.
Les invita a ver este sufrimiento íntimo como una pena, no forzosamente de una falta
personal sino del pecado original. Es pues a la luz de la reparación y de la redención que hay que
considerarla. Lejos de destruir su vida y su mutuo amor, la esterilidad es una invitación a un amor
superior. “Deben saber primero que son invitados por el hecho mismo de la esterilidad, a soportar
esta pena en espíritu de reparación y a sacar de ahí un triunfo de la caridad, una victoria espléndida
del amor santo de la caridad41”.

40 – Suma Teológica, II-II q. 164, a. 2, ad 3.


41 –
Chanoine Lallement, El sentido cristiano del sufrimiento, conferencias de 1935-1936. Ver también La unión conyugal
mientras Dios pide el sacrificio de la descendencia, conferencia del 16 de enero de 1939.
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Depende de ellos de hacer sin cesar de esta prueba la ocasión renovada de un amor superior,
de una vida conyugal nueva, grande y bella. Este sufrimiento no es vano, no es una reducción ni un
rechazo de la parte de Dios, sino la puerta abierta hacia la santidad y hacia una fecundidad superior.
Esto aparece muy claramente en el Antiguo Testamento. Muy a menudo las mujeres que
tuvieron un rol particular en la preparación de la venida del Mesías conocieron la prueba de
esterilidad. Ellas concibieron a una edad muy avanzada por una intervención milagrosa de Dios. Por
ejemplo Sara, mujer de Abraham42, Ana la madre de Samuel43, Santa Ana, madre de la Virgen
María, Isabel, madre de San Juan Bautista. Estos ejemplos hacen aparecer la mirada particular de
Dios sobre la esterilidad. La mujer que es golpeada por este aparente fracaso es invitada a jugar un
rol único en la obra de la Salvación.
Por otra parte, la esposa probada de esta forma predica a su entorno una verdad muy
olvidada: la vida es un don de Dios y un don puramente gratuito. La fecundidad no es un derecho de
los esposos, es un derecho de Dios que lo usa como El quiere. El hogar sin hijos que lleva
valientemente esta cruz adora y ama el misterio de la fecundidad de Dios. Canta de frente a los
ángeles que Dios es el dueño de la vida44. Los esposos se acuerdan también que la Providencia de
Dios es soberanamente sabia y amorosa. Esta prueba es una misericordia de Dios sobre ellos de la
cual no medirán su valor sino en la eternidad45.
Un testimonio personal hará comprender mejor que todos los discursos, el favor que está
hecho en hogares sin hijos. Una mujer que tuvo que llevar esta cruz escribió a una conocida lejana
una carta de ánimo. En ella resumía muy bien la riqueza de tal prueba para los esposos
profundamente cristianos46.
Amiga mía,
Tal vez estarán ustedes sorprendidos de recibir esta carta, pero como ustedes, también
conocí la cuna vacía, yo también tuve que hacer desaparecer día tras días la esperanza de este
pequeño ser dulce y cálido que nos habla de Dios, entonces me creí autorizada para venir a
hablarles, esperando que mis palabras no les hagan mucho mal.
Usted tiene ciertamente entre sus amigas mujeres que huyen de los hijos de otros, que
parecen siempre llevar el duelo de aquella que no tuvo y delante de las que no se atreven, desde
hace días, a dejar aparecer la alegría de vuestra espera.

42 – Sobretodo, Gn. 16, 1-6; 18, 9-15.


43 –
El relato del primer libro de los reyes (Samuel) hace sentir muy bien el dolor de esta santa, la delicadeza de su marido
que hace todo lo que puede para consolarla (“Ana, ¿Por qué lloras y por qué no comes? ¿Por qué tu corazón está triste?
¿Qué no soy yo para ti más que los hijos?”), y la amplia bendición de Dios sobre este hogar puesto a prueba.
44 – Esel mismo mutans mutandis de las mamás que pierden su hijo antes de haberlo llevado a término, por lo tanto, sin el
bautismo. Estos niños cantan en el limbo, en una felicidad natural perfecta, la gratuidad del orden sobrenatural. Ellos
acentúan la grandeza de la misericordia, se alegran tanto como la conocen, de la beatitud de los otros que ellos no
disfrutan.
45 –Ellos encontraran tal vez una pequeña luz, aunque corta y puramente negativa, en los pasajes de la Escritura que
afirman: “no desees tener muchos hijos inútiles, ni te complazcas en hijos impíos. Por muchos que tengas, no te alegres
de ellos si no tienen el temor del Señor” (Eccli. 16, 1).
46 – In El llavero de oro, n° 2-3-4, 1945.
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¿Está usted condenada a no ser más que uno de esos “fantasmas”? Usted no quiere ni su
rebelión estéril, ni su triste resignación; usted no quiere que el amor en su hogar se seque, es un
egoísmo amargo, consumido por el rencor.
No creo que haya otro medio de evitarlo que abordar, con voluntad, este estado de vida al
cual Dios la ha llamado.
Y sin embargo, tan plena como sea su aceptación, no podrá no poder preguntarse por qué
Dios permite la esterilidad que priva a los hogares de hijos que se desean y que los prive Él mismo.
La cuestión es demasiada vasta y no pretendo resolverla con mis pobres conocimientos de teología,
pero ¿no cree usted que es verdad pensar que si los hogares fecundos son asociados por Dios a su
obra creadora, los otros, los nuestros, son para Él colaboradores de la Redención? Parecemos
golpeados injustamente como Cristo mismo; ¿no es porque somos llamados como Él a llevar y
expiar los pecados de otros y más especialmente los pecados contra el amor de la fecundidad? ¿no
cree también que Dios negándonos hijos de nuestra carne nos invita a romper el círculo estrecho de
nuestro hogar y a alargar nuestro corazón a la medida de la humanidad entera?
Esta concepción de la vocación del hogar sin hijos, nosotros la adquirimos poco a poco, mi
marido y yo, por medio de las lecturas, conversaciones, meditaciones, experiencias. Fue necesario,
primero, retomar fuerzas, calmar el sufrimiento de sus horas donde las bases mismas del hogar
parecen quebrantadas, comprender que había que construir uno nuevo, buscar sobre qué apoyarse.
Muy rápido, comprendimos que no debíamos otorgar ni un solo instante a nuestro dolor,
sino abrirnos enteramente a la alegría. A mí más especialmente, Dios me hizo entender que lo
debía hacer, primero por mi marido, porque su sufrimiento venía del mío. Lo debía hacer también
por los otros, para no ser ese “fantasma” que da miedo, yo debía ir a ellos y sobre todo a los niños,
con una franca sonrisa.
Sin duda, esto fue duro al inicio, pero Dios nos socorrió. Después de haber luchado tanto
por la conquista de la alegría, entró en nuestra vida y la descubrimos cada día más bella y alta. Así
que nosotros nos encontramos en el umbral de un mundo desconocido donde brota la alegría.
Delante de tales alegrías y riquezas, cada día nos parece más imposible guardarlos para
nosotros solos, y que nuestra gran libertad de hogar sin hijos es una invitación a dar sin medida.
Sentimos muy fuertemente la necesidad de consagrarnos, mi marido y yo, a una obra común, fruto
de nuestro amor y fuente de su profundidad. ¿Hay que hacer de nuestro hogar un remanso de paz y
de reposo, recibiendo a todos los que Dios nos enviará? ¿Hay que ir a esos miserables
innombrables de los cuales la destreza llama tan fuerte? ¿Hay que adoptar a pequeños
abandonados como nos lo invita la palabra de Cristo que retuvo frecuentemente en nuestros
corazones “Los que hicieran a uno de estos hijos me lo hacen a Mí”?
Admito que nosotros no sabemos todavía lo que Dios espera de nosotros y si tendremos
alguna vez la fuerza bastante para responder a su deseo, pero ahora estamos lejos de la ida
estrecha, inútil, a la cual nos hubiéramos podido creer condenados para siempre. Y ahora la gran
seguridad que todo amor es fecundo ilumina nuestra vida. No piense, le pido, que esta carta busca
imponerles un camino; no quiero más que aportarles un testimonio o una confidencia.
Yo espero sin embargo que pronto pueda decir con el apóstol: “yo me alegro de mis
sufrimientos por ustedes, y lo que falta a la Pasión de Cristo, lo termino en mi carne para su
cuerpo que es la Iglesia”
64

La muerte de un hijo
Hemos dicho que la esterilidad es uno de las pruebas más difíciles de sufrir de las mujeres
casadas. Esto es verdad de una cierta manera. No es menos verdadero que la madre puede conocer
una cruz todavía más sensible, la muerte de su propio hijo. Frente a una prueba tal, vale más, sin
duda, callarse y adorar el misterio de Dios, más oscuro aún, si se puede decir, en su actuar que en su
ser. Este sufrimiento no se comprende, más que a la luz de la redención47. La única luz que puede, si
no es consolar a la mamá tocada por esta herida, al menos fortalecerla para mantenerse de pie y
continuar a consolar y ayudar a su marido y a sus otros hijos, es el rostro de María al pie de la cruz.
La más bella de las criaturas, la más inocente, la más sensible, el corazón de madre más amoroso es
el de María que asistió a la muerte de su Hijo Santísimo, la muerte más terrible. Y esto
voluntariamente, para asociarse tanto como una creatura podía hacerlo a la obra de la redención.
Esta prueba en verdad no se le desea a nadie pero lo vemos tanto en el Antiguo como en el
Nuevo Testamento que ciertas mujeres “privilegiadas” fueron llamadas a parecerse a Nuestra
Señora de una forma muy particular, a consolarla con su presencia en este valle de lágrimas, y a
obtener una fecundidad sobrenatural que no podrá ser medida sino en el cielo.
Como se vio más arriba la primera madre que perdió a su hijo fue precisamente la primera
de la historia de la humanidad, la primera mujer, Eva. Las condiciones de esta muerte dan a Eva
arrepentida una semejanza singular a la “nueva Eva”. Eva se encuentra delante del cadáver de su
hijo preferido Abel, asesinado por su propio hijo Mayor Caín. ¡Qué desgarramiento debió haber
habido en el corazón de esta madre que, además, comprendió inmediatamente su parte de
responsabilidad en este drama! ¡Cómo no debió haber sido la fuerza de su esperanza para no
derrumbarse y caer en la desesperación! ¡Cuál debió haber sido su fuerza de carácter para
sobreponerse o sobrellevar su propio dolor a fin de consolar a su marido Adán y darle después un
hijo (Seth), que debería de remplazar a aquel que habían perdido! (Gen. 4, 25)
El Antiguo Testamento nos da otro ejemplo de una madre que debió asistir a la muerte no de
uno de sus hijos, sino de siete niños. Se trata de la madre de los hermanos Macabeos (2 Mach. 7). El
heroísmo, la simplicidad y el espíritu de fe de esta mujer son impresionantes. A presentación que
nos hace la Escritura es un verdadero tratado sobre la vocación y sobre las virtudes de esta mujer 48,
y una profecía sobre el rol de María corredentora. Si queremos penetrar un poco en el secreto del
corazón de María al pie de la cruz o a la cuarta estación del camino de la cruz, basta leer lentamente
la historia de la madre de los siete hebreos. Esta madre heroica es una prefiguración de Nuestra
Señora de la Compasión que acompaña a su hijo no para llorar sobre su propia suerte, ni siquiera
sobre la suerte de su Hijo, sino para animarlo a morir, a portar su cruz, a cumplir su misión hasta el
final.
Desde el principio del Nuevo Testamento, las madres jóvenes fueron asociadas de una manera cruel
e inesperada al misterio de la redención de los hombres que debía ser realizada por la muerte injusta
de un hijo bien amado, son las madres de los santos inocentes. Este acontecimiento lanza una luz
sobre el misterio de la maternidad divina de Nuestra Señora y de la maternidad cristiana. Cuanto
más cerca se está de María, más se está asociado por Dios a su misión de corredentora y más se le
debe parecer. Es la ley del amor, sobretodo tal vez del amor tan especial de una hija por su madre.
47 – Ver Marcel de Corte, Deviens ce que tu es.
48 –Este acto de heroísmo fue reproducida casi a la carta en el tiempo de los primeros mártires cristianos por Santa
Felicidad (+162, festejada el 23 noviembre) y sus siete hijos (festejados el 10 de julio).
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El sacrificio de las madres de los santos inocentes fue seguido por la larga procesión de
madres cristianas que fueron llamadas por Dios a ofrecer la muerte de sus hijos. Son las madres
inconsolables de los soldados muertos en la guerra, aquellas de los mártires, y aquellas de las
víctimas de la tontería o crueldad humanas49. Todas fueron a título privilegiado las hijas de María,
Nuestra Señora de la Compasión para la gloria de Dios, para la Iglesia y para la Cristiandad.
A esta procesión de mujeres heroicas se agregan las madres con hijos muertos por accidente
después de su bautismo. Este caso más extendido amerita una mención especial. Como todos los
otros sufrimientos de la madre cristiana, este no se comprende bien más que a luz de la cruz. Si no
hay crianza sin dolor en el orden natural, esto vale bastante más para la vida sobrenatural. Así, la
mamá que debe vivir la muerte de su hijo es llamada a participar en la redención de su pequeño, a
pagar con Jesús el precio de la gloria actual de su hijo. Por así decirlo, se le da este honor de poder
criar a su hijo a la gloria. En la pena inmensa que la golpea, ella puede pensar en el bello día de su
boda donde su marido y ella pronunciaron un si generoso a la voluntad de Dios sobre sus hijos, que
es una voluntad de amor, de santidad y de gloria. La decisión de Dios de hacer sufrir más a tal o
cual de sus hijas es una elección de amor, un llamado a una vida y a una beatitud superior. La mujer
cristiana puede abrazar valientemente la cruz que le es dada. Es sin duda más tarde, cuando la calma
regresa a su corazón, que la madre comprenderá el gran honor que se le ha hecho, la especial
intimidad con Nuestra Señora en la cual le es dado vivir la beatitud que le espera en el cielo, ella, su
marido y su descendencia. Una tal madre es simplemente admirable y merece un gran respeto.
Charles de Foucauld subraya el fruto de un sufrimiento tal en una carta a su hermana que
acababa de perder a un hijo pequeño:
Nazaret, 12 de febrero 1900.
Mi querida Mimi, acabo de recibir la noticia ayer… tu haz debido tener pena de la muerte
de este hijo, y yo también la tengo cuando pienso en la tuya, pero admito que tengo también una
admiración profunda y que entro en una forma de pensar llena de reconocimiento cuando pienso
que tu, mi pequeña hermana, tu, pobre viajera y peregrina sobre la tierra, ya eres madre de un
santo, que tu hijo, al que le diste la vida, está en el bello cielo al cual nosotros aspiramos, por el
cual nosotros suspiramos… Convertido en un instante, el mayor de sus hermanos, el mayor de sus
padres, el mayor de todos los hombres mortales; ¡oh! ¡Como el más sabio que todos los sabios!
Todo aquello que nosotros conocemos como enigma, él lo ve claramente; todo aquello que nosotros
deseamos, él lo disfruta; la meta que nosotros perseguimos tan penosamente al precio de una larga
vida de combates y de sufrimientos, él la ha alcanzado desde el primer paso.
…Todos los otros niños caminan penosamente hacia esta patria celeste, esperando
alcanzarla, pero no teniendo la certeza y pudiendo ser excluidos de ella para siempre; ellos no
llegaran ahí, sin duda, sino por el precio de muchas luchas y dolores en esta vida, y tal vez después
de un largo purgatorio: él, este querido angelito, protector de tu familia, en un aleteo voló hacia la
Patria, y sin pena, sin incertidumbre, por la liberalidad del Señor Jesús disfruta por la eternidad de
la vista de Dios, de Jesús, de la Santa Virgen, de San José y de la felicidad infinita de los elegidos.
¡Cómo debe amarte¡ tus otros hijos podrán contar, igual que tu, con un protector muy tierno;
¡Tener un santo en su familia, qué fuerza; ser madre de un habitante del cielo, qué honor y qué
felicidad!

49 – Ver Gertrud von Le Fort, Los cirios apagados.


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Es a esta altura que debe mantenerse la madre cristiana para guardar la esperanza y la paz
en la tormenta, y para sacar la fuerza para consolar a su marido y a su entorno. Su hijo, en el
cielo, le sonríe tiernamente. Su Madre, Nuestra Señora, se mantiene a su lado, quien le ha
preparado una corona de gloria.
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4. El Magníficat

La vocación de la madre cristiana aparece repetidas veces como un camino escarpado y


estrecho, hecho de renuncias, de fracasos, de sacrificios a veces muy dolorosos. Eva y María
presentan a sus hijas un programa exigente. Ahora bien, si la maternidad es una participación
generosa al Fiat de la Madre de Dios, si es un Stábat doloroso al lado de la Madre de los Dolores,
es también una comunión cotidiana al Magnificat. La vida de la mujer cristiana está dominada por
una alegría simple y pura cuando ella comprende la belleza de su vocación. Esta alegría es necesaria
para la misma madre para ayudarla a llevar con ligereza el peso de los días, pero también porque
ella debe ser para los suyos un sol de alegría. Es cerca de su esposa que el marido encontrará, en la
noche de una jornada de trabajo y combates agotadores, la paz y la alegría que necesita. Es en el
corazón de su madre que los hijos obtendrán la alegría y el ánimo que les ayudará a soportar las
penas inherentes a su crecimiento y a su vida. La mujer cristiana es en su hogar madre de la alegría
y reina de la paz, la verdadera hija de Nuestra Señora de la Alegría.
Ahora bien, esta alegría que hace la consolación profunda de la madre de familia encuentra
su expresión más elevada en el Magnificat de Nuestra Señora (Lc 1, 46-55). Es sucesivamente la
alegría de la unión a Dios por la oración, la alegría de poder colaborar a la obra de Dios por la
transmisión de la vida, y la alegría de dar a la Iglesia y al mundo los santos y los héroes que
necesita.
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha
mirado la humillación de su esclava.
Magnificat, magnificare, magnum facere, significa hacer grande, dar todo el lugar,
establecer una persona como la causa de todos los bienes. Eva y María enseñaron a sus hijas
que la fuente de su alegría y de su fecundidad es Dios, El Señor, El Salvador. Es Él quién
será entonces la gran felicidad de su vida. El primer deber y la primera alegría de la madre
son entonces su vida contemplativa, su vida de unión a Dios, su vida bajo la mirada de
Dios. Ella es feliz en la medida que se mantiene en su pequeñez bajo los ojos del Altísimo,
si ella comprende y ama la mirada de Dios sobre ella la grandeza y la belleza de su
vocación a la maternidad.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes
por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los
poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide
vacíos.

La segunda gran alegría de la madre cristiana es la de colaborar con Dios a la obra de la


vida. Si, la mujer que es fiel a su vocación, en religión o en el mundo, será la admiración de
todas las generaciones. Pero lo que le importa, lo que la consuela de todas sus penas, es
saber que todo lo que pasa en ella, todo lo que hace bien, la vida que ella contribuye a
transmitir, son dones del Todopoderoso y del tres veces Santo. Todo, en ella, es obra de
misericordia. La vida no se fabrica, ella no es una invención humana ni mucho menos un
producto de los grandes de este mundo. La vida es un don gratuito de Dios, no puede más
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que recibirse. Es por eso que, a la imagen de María, la madre cristiana se reviste
voluntariamente de humildad, de modestia, de simplicidad y de confianza en Dios para ser
el receptáculo de la vida más digno posible. Y mientras toma conciencia del honor que se le
ha hecho de poder colaborar de tan cerca a este gran don de Dios, exulta de gratitud y de
generosidad.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros
padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
Con la Santísima Virgen María, la madre cristiana alarga su mirada. Después de haber
pensado en el gran honor y la gran alegría que le son ofrecidos, piensa en la Iglesia, en la
sociedad que la rodea, en el mundo entero. La gran alegría de la mujer es dar un hijo al
mundo en el estricto sentido de la palabra. Ella tiene clara conciencia de que la gran misión
de transmitir la vida, que es la suya, no es egocéntrica. La madre se alegra de dar a la Iglesia
y al mundo a aquellos que recibió de Dios. Piensa en el bien que harán sus hijos alrededor
de ellos en el tiempo y en la eternidad. Ella pone todo su corazón con alegría y competencia
a llenar su misión de madre y de educadora.
Al mismo tiempo que es un Fiat y un Stábat, la vida de la madre cristiana es un Magnificat.
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CONCLUSIÓN

La bendición nupcial
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La oración que el sacerdote recita en el curso de la misa de matrimonio da testimonio del


honor que la Iglesia otorga a la maternidad. La oración resumirá las reflexiones que preceden sobre
la misión de la mujer cristiana.
“Oh Dios que con la fuerza de vuestro poder lo creasteis todo de la nada, y que, creado ya el
universo, establecisteis para el hombre, formado a imagen de Dios, la ayuda insuperable de
la mujer; Vos, que del cuerpo del varón formasteis el de la mujer para enseñarnos que jamás
es lícito separar lo que quisisteis procediese de un solo principio, oh Dios, que habéis
consagrado el matrimonio simbolizando la unión de Jesucristo y de la Iglesia; oh Dios, por
quien la mujer ha sido unida al varón, y quedáis a su íntimo enlace una bendición tan
privilegiada que ella sola ha sido la que jamás fue entredicha al género humano, ni por el
castigo que le fue impuesto por el pecado original, ni por la sentencia del diluvio universal,
que contra él fue pronunciada; mirad favorablemente a esta vuestra sierva que, próxima a
unirse a su marido, implora vuestra gracia y protección, haced que este su yugo sea de paz y
de amor; haced que, casta y fiel se despose en Cristo; que siga constantemente el ejemplo de
las mujeres santas; sea amable a su marido como Raquel, prudente cual otra Rebeca, fiel y
longeva como Sara, nada halle en ella el diablo, cumpla vuestra ley y vuestros
mandamientos, y unida a sólo su marido, huya de todo trato ilícito; defienda su flaqueza con
la austeridad de su vida; sea grave por su modestia, respetada por su recato, instruida en la
celestial doctrina; sea fecunda, firme y pura, y llegue, así al descanso del reino del cielo.
Haced que ambos vean los hijos de sus hijos hasta la tercera y cuarta generación, y lleguen a
la deseada ancianidad. Por Nuestro Señor Jesucristo”.
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Bibliografía

André-Delastre Louise, Maman Marguerite, mère de saint Jean Bosco, Résiac, Montsurs, 1984.
(Ver también del mismo autor: Azélie Martin, mère de sainte Thérese de l’Enfant Jésus; la
bienheureuse Aleth, mère de saint Bernard; Marguerite Sarto, mère de saint Pie X.)
R.P. Piat Stéphane Joseph, S.J., Histoire d’une famille. Une école de sainteté, Office central de
Lisieux, 1946.
De Corte Marcel et Marie, Deviens ce que tu es, Léon notre fils, 1937-1955, Éditions Universitaires,
Paris-Bruxelles, 1956.
Richomme Agnes, Mamans de tous le temps, S.O.S., 1956.
Bazin René, Magnificat, Calmann-Lévy, Paris, 1931.
Von Le Fort Gertrude, Les cierges éteints, Seuil, 1956.
Baunard Mgr, Histoire de sainte Monique, Poussielgue, Paris, 1901.
Quennec Anne, Sainte Monique, Bonne Presse, 1946.
De Fosseux Madeleine, Que mon fiat devienne magnificat, Téqui, Paris, 2002.
De Sainte-Hermine Marie, Une famille de brigands en 1793, Éditions de Choletais, 2002.
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Índice

Primera parte- La primera Eva

1. La formación de Eva…………………………………………..9

2. La maternidad…………………………………………………11

3. El trabajo de la mujer…………………………………………13

4. La misión de la esposa………………………………………...17

a) La participación
b) El respeto
c) La pureza

5. Un solo cuerpo………………………………………………..21

6. La primacía de la contemplación……………………………23

7. El pecado de Eva………………………………………….….25

8. La pena……………………………………………………….29

a) El sufrimiento ordinario de la mujer


b) Los dolores de la crianza
c) La dependencia de su marido

9. La esperanza…………………………………………………33

10. El vestido……………………………………………………...35

a) Una rehabilitación
b) El pudor
c) Una obra de arte
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11. La generación………………………………………………….40

a) El autor de la vida
b) Una obra de amor

12. La educación…………………………………………………..44

Segunda parte- La nueva Eva

1. Santa Ana, oh buena madre………………………………52

2. El Fiat………………………………………………………56

3. El Stabat…………………………………………………...60

a) La esterilidad
b) La muerte de un hijo

4. El Magnificat………………………………………………68
Conclusión……………………………………………………..70
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(Contraportada)

De Eva a María
La madre cristiana

Tal vez sin saberlo, las “feministas” que


pretenden borrar las diferencias entre el
hombre y la mujer, hacen a ésta un gran daño
ofendiendo aquello que hace su grandeza y la
fuente de sus más profundas alegrías.
Meditando los conmovedores ejemplos de la
primera madre y de aquella que fue “bendita
entre todas las mujeres”, este libro contribuirá
a darle de nuevo a la mujer cristiana el orgullo
y el amor de su vocación de madre. Aquí se
traduce la admiración y la gratitud de todos
los hijos de la tierra por la mujer que los trajo
al mundo.

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