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Este es el Congreso en pleno en una sesión en 1996, el mismo año en el que el expresidente
Ernesto Samper fue absuelto por los parlamentarios por el sonado Proceso 8.000. / Archivo
Ahora lo llaman "mermelada". La semana pasada, la Corte Suprema de Justicia abrió
investigación preliminar contra prácticamente todo el Congreso por aprobar proyectos
de ley impulsados por el Gobierno, supuestamente a cambio de "mermelada": puestos de
trabajo, cupos indicativos o contratos. La denuncia apunta a que el alto tribunal determine si
legisladores o funcionarios incurrieron en conductas de cohecho, concusión o tráfico de
influencias, entre otras. En pleno proceso electoral, el asunto promete ruido mediático y
detonante para que la política y la justicia multipliquen audiencias.
Sin embargo, la historia reciente prueba que no hay un debate más trillado en Colombia
que comprobar cómo el ejecutivo encontró la fórmula idónea para influir en las
decisiones del Congreso, deformando de paso el sistema político con las prácticas
clientelistas. El reparto de ayudas a los legisladores o la opción de permitirles intervenir en
la aprobación de partidas presupuestales, que tuvo nombre propio: los auxilios
parlamentarios. Una manera expedita de limitar la independencia de los poderes públicos
utilizando políticamente los recursos del Estado.
A lo largo del siglo XX, bajo la figura de la iniciativa legislativa de gasto público para
financiar obras en las regiones, los congresistas encontraron el camino para ayudar a su gente
o también meterle la mano al presupuesto; y los gobiernos para hacer democracia o inducir
el apoyo de los legisladores. Un asunto que se desvió tanto de su propósito inicial, que
para 1945, a través de una reforma constitucional, se restringió para los congresistas. El
objetivo fue tratar de imponer la planeación y la participación ciudadana como los ejes contra
el ejercicio de la politiquería.
A través del artículo 355, quedó prohibido que cualquier rama u órgano del poder decretara
auxilios o donaciones a favor de personas naturales o jurídicas de derecho privado. Casi de
inmediato quedó planteada la disyuntiva, pues los expertos no demoraron en advertir que
esos auxilios habían quedado vivos en favor de personas de derecho público, es decir,
municipios, departamentos o institutos descentralizados; y que, al contrario de lo que venía
sucediendo en Colombia, la Carta de 1991 le había devuelto al Congreso la iniciativa en
materia de gasto.
En medio del alboroto mediático, las listas de políticos inmersos en el escándalo ocuparon
las primeras planas de los diarios y los titulares de radio y televisión. Telésforo Pedraza,
Ricaurte Lozada, Omar Mejía o Jorge Durán Silva encabezaban el listado. Pronto se sumaron
Julio César Sánchez, Julio César Turbay Quintero o Germán Vargas Lleras. Unos y otros
corriendo bases para explicar su conducta, aunque el peso mayor del escándalo recayó sobre
el alcalde Juan Martín Caicedo Ferrer y sus secretarios de Hacienda Marcela Airó y Luis
Ignacio Betancur.
El plato fuerte sobrevino cuando el alcalde Caicedo fue privado de la libertad junto a sus
exsecretarios, lo que provocó que el final de su mandato lo desarrollara Sonia Durán de
Infante, convertida en la primera alcaldesa de Bogotá, aunque en calidad de encargada. Con
el paso de los días, los políticos señalados fueron quedando a salvo, todos absueltos, mientras
que a Caicedo le tocó enfrentar un largo viacrucis judicial para demostrar su inocencia. Diez
años después, la Corte Suprema de Justicia lo absolvió de todo cargo y en nada quedó el
cuento de los auxilios en el Distrito.
En agosto de 2001, cuando la Corte Suprema ratificó la absolución del exalcalde Caicedo,
éste expidió invitó a una reflexión pública sobre el tratamiento de los escándalos judiciales.
En su cuenta de cobro, Caicedo criticó el proceder “temerario” de algunos jueces y del fiscal
De Greiff para promover “una farsa judicial”, y de paso pidió a los periodistas que, después
de kilómetros de cuartillas, carátulas o centenares de horas de transmisión en radio y
televisión cuando estalló el escándalo, le dieran una mínima compensación por el daño
irreparable a su buen nombre.
Como sucede en Colombia, pronto el ruido de los auxilios en el Concejo de Bogotá fue
olvidado, entre otros factores porque también fue la época de la cacería final a Pablo Escobar,
y porque a la vuelta de la esquina se asomaba el escándalo que polarizó a Colombia: la
narcofinanciación de la campaña de Ernesto Samper a la Presidencia en 1994 y el conexo
proceso 8000, promovido para cortar los nexos entre narcotráfico y política. Dos años de
galería judicial, con sucesión de políticos y personajes públicos esposados, rumbo a la
Fiscalía convertida en baluarte nacional.
Cuando todo apuntaba a un inédito proceso judicial contra más de 111 parlamentarios, en la
agonía de 1998 la congresista Viviane Morales Hoyos -hoy candidata presidencial- interpuso
una tutela contra la decisión de la Corte Suprema, argumentando vulneración al derecho al
debido proceso y en defensa de la inviolabilidad de los votos y opiniones emitidos por los
congresistas. Los magistrados del alto tribunal replicaron defendiendo su derecho a
investigarlos y señalaron que, en este caso, la tutela era utilizada como inadmisible
intromisión a sus facultades.
El 29 de enero de 1999, a través de una sentencia dividida, la Corte Constitucional dejó sin
efectos el proceso que se adelantaba en la Corte Suprema de Justicia y ordenó que en 48
horas fuera archivada. A nombre de la inviolabilidad parlamentaria, se puso fin a la intención
del juez de los congresistas a examinar qué motivaciones habían incidido para el fallo
absolutorio en favor de Ernesto Samper. En uno de los salvamentos de voto, el magistrado
Eduardo Cifuentes calificó lo sucedido como un menoscabo de la constitución por impedir
que se supiera la razón de esos votos.
Pero el escándalo pasó, hubo revelo en la Casa de Nariño y, antes de lo pensado, los
congresistas estaban de nuevo en la mira de la Corte Suprema de Justicia. En esta ocasión
porque la Red de Veedores Ciudadanos los denunció por presuntos delitos de concusión,
interés ilícito en celebración de contratos y abuso de autoridad. El detonante de la denuncia
fue una publicación del periódico El Tiempo sobre un inusitado e inexplicable incremento en
la planta de personal de defensores públicos en la Defensoría del Pueblo, producto de
amañadas recomendaciones de los parlamentarios.
Una vez más, la lista de los congresistas denunciados se acercó al centenar, y el ruido
mediático se vio acompañado por los primeros lances del proceso de paz emprendido por
la administración Pastrana en la región del Caguán (Caquetá). El 24 de agosto de 1999,
en una decisión de escasas diez páginas, la Corte Suprema de Justicia se inhibió de abrir
instrucción penal contra los legisladores y dejó peculiares consideraciones de fondo. En
primer término, que la sola existencia de recomendaciones de los parlamentarios a terceros
no constituía conducta delictiva alguna.
“No puede deducirse que, por un hecho tan común en las relaciones sociales y públicas
propias del ejercicio de la actividad política, que el legislador intervenga en la tramitación,
aprobación o celebración de contrato, sea con violación del régimen legal de inhabilidades e
incompatibilidades”, concluyó la Corte Suprema. En este caso, agregó el tribunal, “la
denuncia mostró una visión sesgada del ejercicio de la actividad política de los
congresistas, al suponer que toda recomendación o referencia de una persona para acceder a
un cargo público, sea una conducta delictiva”.
Apenas pasó un año para que un grupo de congresistas y funcionarios volviera a compartir
el ojo del huracán. En este caso, porque seis representantes a la Cámara fueron señalados por
la Fiscalía de irregularidades en contratos de prestación de servicios, cobro de porcentajes a
contratistas, adjudicación de negocios a empresas fachada y sobrecostos. La petición a la
Corte Suprema de Justicia para que fueran investigados involucró al presidente de la
Cámara, Armando Pomárico Ramos y a otros miembros de la mesa directiva de esta
corporación.
En la trasescena del escándalo, quedó bajo sospecha el llamado Fondo Interministerial, una
figura jurídica creada para girar dineros desde el gobierno para la realización de obras
públicas. En medio de las pesquisas, el entonces director administrativo de la Cámara, Saúd
Castro Chadid se convirtió testigo de la Fiscalía, y reconoció que ese Fondo Interministerial
no representaba cosa distinta al pago de favores entre el Congreso y el Ejecutivo y que, si
bien había sido creado para atender eventuales calamidades, se había utilizado para entregar
dinero a los congresistas a cambio de aprobar las leyes impulsadas por el gobierno.
“La relación que existe entre el Ejecutivo y el Legislativo permite que pulule la corrupción
en el Congreso. La costumbre hace que el Ejecutivo le entregue dineros para que le vaya
tramitando los proyectos”, detalló Castro Chadid en su confesión. Y agregó: “Es normal ver
cómo en la Cámara, los parlamentarios presionan a su turno al Ejecutivo, amenazándolo con
no aprobarle sus proyectos de ley, si no les asignan los situados presupuestales que ellos
exigen”. Los congresistas encausados y algunos funcionarios públicos fueron condenados,
pero el hábito siguió de largo.
En su demanda, Uribe argumentó que esas partidas realmente estaban destinadas a hacer
política con dineros públicos, y que los congresistas que hacían uso de las mismas lograban
una ventaja comparativa ante el electorado a través de esta práctica ilegal. Luego recalcó que
los auxilios parlamentarios constituían una amenaza para la independencia del Congreso
frente al gobierno, por tratarse de halagos presupuestales, burocráticos o contractuales, que
lo único que hacían era desaparecer el derecho a ejercer el control político que el Congreso
debía realizar al gobierno.
El 6 de noviembre de 2001, con ponencia del entonces magistrado Eduardo Montealegre, y
en decisión dividida, la Corte Constitucional rechazó la demanda de Uribe. Su conclusión
fue que las partidas denunciadas no vulneraban la Carta Política porque constituían legitimas
opciones para el desarrollo regional y no configuraban auxilios parlamentarios. La Corte
Suprema recalcó que los proyectos financiados con esas partidas debían ser evaluados por
entidades del orden nacional, y que lo importante era que le dieran cumplimiento al Plan
Nacional de Desarrollo.
Los magistrados Alfredo Beltrán, Rodrigo Escobar y Clara Inés Vargas se apartaron de la
decisión mayoritaria, y argumentaron que el delicado equilibrio que los sistemas
presidenciales de gobierno se esfuerzan en mantener, “se rompe en mil pedazos cuando el
Ejecutivo, con el consentimiento del legislador, se sitúa en la posibilidad de condicionar la
actividad del Congreso, a través de la utilización, poco menos que discrecional, de partidas
del presupuesto para la definición de cuyo destino se puede convocar, en cada caso concreto,
a los congresistas”.
Como se sabe, Álvaro Uribe ganó la Presidencia en 2002 y una de sus primeras iniciativas
fue proponer un referendo ciudadano contra la corrupción. De 18 preguntas, al final fueron
aprobadas 15, y la décima planteó que el artículo 355 de la Carta Política que prohíbe los
auxilios, fuera adicionado para que se extendiera esa negativa a cualquier forma de concesión
con recursos de origen público, cuyo fin fuera apoyar campañas políticas, agradecer apoyos
o comprometer la independencia de los miembros de las corporaciones públicas de elección
popular.
El referendo fue votado en octubre de 2003, pero apenas fue aprobado un punto, los demás
no pasaron el umbral. La idea adicional de que aquellos servidores públicos que trataran de
vulnerar la independencia del Congreso fueran destituidos e inhabilitados para el ejercicio de
funciones públicas, quedó en el aire. Lo mismo que la exigencia a los legisladores de
sustentar debidamente en el Plan Nacional de Desarrollo los presupuestos que buscaban
incluir para sus regiones. En el fondo, la eliminación determinante de los auxilios nunca
prosperó.
Tuvieron que pasar siete años para que la justicia se encargara de equilibrar penalmente lo
sucedido respecto a los funcionarios del gobierno. Alguien había entregado los puestos a
Yidis Medina o Avendaño, para que la reelección presidencial sorteara el momento más
difícil de su trámite. En abril de 2015, fueron condenados los exministros Sabas Pretelt y
Diego Palacios, así como el exsecretario general de la Presidencia, Alberto Velásquez. Los
alfiles de Uribe fueron sentenciados por cohecho, al demostrarse que, a través de entregar
esos cargos, lograron el voto crucial de la reelección.
La historia de la pelea política entre Uribe y Santos es conocida, pero en 2014, cuando el
expresidente y su sucesor ya estaban en orillas contrarias por el proceso de paz con las Farc,
de las toldas del primero salió el calificativo para revivir el recurrente debate: la mermelada.
Entonces, ante la Corte Suprema de Justicia, a través de dos voceros de organizaciones no
gubernamentales, fue interpuesta una denuncia para tratar de demostrar que, en el proyecto
de ley para la aprobación presupuestal de 2013, el gobierno de Juan Manuel Santos estaba
entregando dádivas a los congresistas.
En medio del debate, el entonces senador Juan Lozano manifestó que la política colombiana
había perdido su capacidad de interpretar a los ciudadanos porque había entrado a depender
del alimento burocrático procedente del Ejecutivo. Los denunciantes ante la Corte Suprema
insistieron en que, a través de presuntas conductas de cohecho y concusión, la Unidad
Nacional de Santos administraba la mermelada en varios sabores: “A contratos, a torta
burocrática, a pedazos enteros del Estado, o a la tradicional presentación de auxilios
parlamentarios llamados cupos indicativos”.