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ANTIPODA 15

JULIO - DICIEMBRE 2012

ANTROPOLOGÍA Y LITERATURA

REVISTA DEL DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA DE LA FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES


UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
BOGOTÁ, COLOMBIA
ANTIPODA
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
B O G O TÁ , CO L O M B I A
R E V I S TA D E A N T R O P O L O G Í A Y A R Q U E O L O G Í A
N º 15 , J U L I O - D I C I E M B R E 2 012
I S S N 19 0 0 – 5 4 07 – h t t p: //a n t i p o d a . u n i a n d e s . e d u . c o

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PUBLICACIÓN SEMESTRAL DEL DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA, FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
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• AIO – Anthropological Index Online – Royal Anthropological Institute (Reino Unido), 2005
• CAB Abstracts (www.cabi.org, Estados Unidos), 2011
• CIBERA – Biblioteca Virtual Iberoamericana (German Institute of Global and Area Studies, Alemania), 2007
• CLASE – Citas Latinoamericanas de Ciencias Sociales y Humanidades (UNAM, México), 2007
• CREDI – Centro de Recursos Documentales e Informáticos (OEI – Organización de Estados Iberoamericanos), 2008
• DIALNET – Difusión de Alertas en la Red (Universidad de La Rioja, España), 2007
• DOAJ – Directory of Open Access Journals (Lund University Library, Suecia), 2007
• EP Smartlink Fulltext, Fuente Académica, Current Abstract, TOC Premier, Académica Research Complete (EBS-
CO Information Services, Estados Unidos), 2005
• HAPI – Hispanic American Periodicals Index (UCLA – Latin American Institute, Estados Unidos), 2008
• HLAS – Handbook of Latin American Studies (Library of Congress, Estados Unidos), 2009
• IBSS – International Bibliography of the Social Sciences (Proquest, Estados Unidos), 2008
• Informe Académico, Academic OneFile (Gale Cengage Learning, Estados Unidos), 2007
• LatAm – Studies, Estudios Latinoamericanos (International Information Services, Estados Unidos), 2009
• Latindex – Sistema Regional de Información en Línea para Revistas Científicas de América Latina, el Caribe,
España y Portugal, 2008
• OCENET (Editorial Océano España), 2003
• PRISMA – Publicaciones y Revistas Sociales y Humanísticas (Proquest, Estados Unidos), 2005
• PUBLINDEX– Índice Nacional de Publicaciones (Colciencias, Colombia) desde 2008. Actualmente en cate-
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• RedALyC – Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal (CLACSO, UAEM,
México), 2007
• SciElo - Scientific Elextronic Library Online (Colombia), 2010
• Sociological Abstracts and Language Behavior Abstracts (CSA – Cambridge Scientific Abstracts, Proquest,
Estados Unidos), 2008
• Ulrich’s Periodicals Directory (Proquest, Estados Unidos), 2005

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ANTIPODA
Antípoda-Revista de Antropología y Arqueología del Departamento de Antro-
pología (Facultad de Ciencias Sociales) de la Universidad de los Andes (Bogotá,
Colombia) llega semestralmente a sus lectores desde el año 2005.
Antípoda conforma un foro abierto y plural en donde se publican artículos y tra-
bajos que permitan adelantar discusiones en la frontera del conocimiento antro-
pológico y de otras disciplinas afines de las ciencias sociales. El criterio para la
publicación de trabajos es el de su calidad y pertinencia intelectual, así como su
contribución en la discusión y el debate en la comunidad académica nacional e
internacional. Los responsables editoriales de Antípoda garantizan una evalua-
ción seria y profesional de todos los materiales sometidos a su consideración por
parte de pares de reconocida solvencia intelectual, académica y ética. Antípoda
tiene un enfoque regional latinoamericano, con un interés especial en difundir
y compartir las experiencias del trabajo antropológico tanto de Colombia como
de las antropologías del mundo.
A partir del nombre “Antípoda”, como una metáfora de la alteridad, la Revista
pretende presentar las diversas visiones de los temas sobre los cuales trata la disci-
plina. Las secciones se organizan desde las siguientes alegorías espaciales:
Meridianos: en esta sección se señala la orientación del número. Aquí se
publican artículos originales, resultados de investigaciones que están direc-
tamente relacionadas con el tema central. Igualmente, se presentan trabajos
de investigadores reconocidos en la disciplina, los cuales hacen referencia al
tema central y que en algunos casos se traducen para hacerlos accesibles al
público hispanoparlante.
Paralelos: tienen lugar en esta sección artículos que están relacionados
con el tema central del número, no necesariamente de una manera directa pero
sí a través de aportes tanto teóricos como empíricos.
Panorámicas: una sección amplia y abierta que recoge escritos con temas
de actualidad y que no necesariamente se relacionan directamente con el tema
central del número.
Reseñas: presenta reseñas bibliográficas de nuevas publicaciones u otros
trabajos de interés para la Revista y sus lectores.
Documentos: sección que ofrece a los lectores trabajos inéditos, que pue-
den ser escritos, fotografías u otros documentos de carácter histórico.
Antípoda - Revista de Antropología y Arqueología
agradece la colaboración de las siguientes
personas como árbitros de este número

Adolfo Caicedo, Universidad de los Andes, Colombia


Alcida Rita Ramos, Universidade de Brasília, Brasil
Álvaro Andrés Villegas, Universidad Nacional, Colombia
Betty Osorio, Universidad de los Andes, Colombia
Carmela Zanelli, Pontificia Universidad Católica del Perú, Perú
Carmen de Mora Valcárcel, Universidad de Sevilla, España
Catalina Cortés, Universidad de los Andes, Colombia
Cecilia Esparza, Pontificia Universidad Católica del Perú, Perú
Claudia Steiner, Universidad de los Andes, Colombia
Diana Paola Guzmán, Universidad de Antioquia - Universidad Santo Tomás, Colombia
Efrén Giraldo, Universidad Eafit, Medellín
Erna von der Walde, Seminario Andrés Bello del Instituto Caro y Cuervo, Colombia
Fabio Jurado, Universidad Nacional, Colombia
Fernando Urbina, Universidad Nacional, Colombia
Jon Landaburu, Centre National de la Recherche Scientifique, Francia
Juan Álvaro Echeverri, Universidad Nacional, Colombia
Juan Carlos Orrego, Universidad de Antioquia, Colombia
Juan Moreno, Universidad del Valle, Colombia
Luis Fernando Restrepo, University of Arkansas, Estados Unidos
Margarita Serje, Universidad de los Andes, Colombia
Mario Barrero, Universidad de los Andes, Colombia
Pablo Montoya, Universidad de Antioquia, Colombia
Roberto Pineda, Universidad Nacional, Colombia
Rory O’Bryen, University of Cambridge, Inglaterra
Sandra Turbay, Universidad de Antioquia, Colombia
ANTIPODA
A N T ÍAPNOTDÍ PA ONDºA1 2N |º 1E1N |E RJ UO L -I OJ U- NDI O

Í N D I C E
I C I2E0M1 1B R E 2 0 1 0

15

Nota Editorial........................... 11
P r e s e n t a c i ó n.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 5
M e r i d i a n o s.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 9
Mito, magia, mimesis
E d u ardo Subir ats · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 31
Contrapuntos entre ficciones y verdades
C a r men Bernand · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 67

Paralelos.................................. 87
Leer a Silva a contrapelo:
De sobremesa como novela tropical
F e l i pe Martínez Pinzón· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 89
La fisura irremediable: indígenas, regiones y nación
en tres novelas de Mario Vargas Llosa
M a r ía de l as Merc edes Ortiz R odríguez · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 111
Entre la entelequia y el mito:
la traición de la Revolución Mexicana
y de su reforma agraria
E r n esto Mäc hler Tobar · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 137
De la ilegibilidad de lo ajeno. Lectura mágica
y escritura mimética en Alfred Döblin
S v e n Werkmeister · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 169
Entre filología y antropología:
Fernando Ortiz y el Día de la Raza
A n k e Birkenmaier · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 193

P a n o r á m i c a s.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 2 1
Kirigaiai:
los géneros poéticos de la cultura Minika
S e l nic h Vivas Hurtado · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 223
La ilusión del hermano: expedición a las mitografías
antropológica y literaria del Yurupary
J u a n C amilo González Galvis
y N atalia Loz ada Mendieta · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 245

D o c u m e n t o s.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 7 1
Los límites de la solidaridad:
etnografías de salvación, novelas de perdición,
y la selva de Matavén
C h r istopher Brit t Arredondo · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 27 3
ANTIPODA
A N T Í P O D A N º 1 12 | JE UNLEI ROO - - DJ IUC NI EI O

C O N T E N T S
M B2R0E1 12 0 1 0

15

Editorial Note........................... 11
P r e s e n t a t i o n.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 5
Meridians.................................. 29
Myth, magic, mimesis
E d u ardo Subir ats · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 31
Fictions and truths in counterpoint
C a r m en Bernand · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 67

P a r a l l e l s.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8 7
Reading Silva against the grain:
De sobremesa a tropical novel
F e l i pe Martínez Pinzón· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 89
The irreparable fissure: indians, regions
and nation in three novels of Mario Vargas Llosa
M a r ía de l as Merc edes Ortiz Rodríguez · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 111
Between entelechy and myth: the betrayal
of the Mexican Revolution
and its land reform
E r n e sto Mäc hler Tobar · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 137
The illegibility of the foreing. Alfred Döblin,s
magic reading and mimetic writing
S v e n Werkmeister · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 169
Between philology and anthropology:
Fernando Ortiz and "Día de la Raza"
A n k e Birkenmaier · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 193

Panoramics............................... 221
Kirigaiai:
the poetic genres of Minika culture
S e l n ic h Vivas Hurtado · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 223
The illusion of the brother: an expedition
to the mythographies anthropologic
and literary, of the Yurupary
J u a n C amilo González Galvis
a n d Natalia Loz ada Mendieta · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 245

D o c u m e n t o s.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 7 1
The limits of solidarity: ethnographies
of salvation, novels of perdition
and the jungle of Matavén jungle
C h r i stopher Brit t Arredondo · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 27 3
ANTIPODA
A N T ÍAPNOTDÍ PA ONDºA1 2N |º 1J12U L| I JEOUNL-EI RD

Í N D I C E
OOI C- -IDEJ IM
UCBNI ERI O
M
E B2R0 E1 12 0 1 0

15

Nota Editorial........................... 11
Apresentação ............................ 15
M e r i d i a n o s.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 9
Mito, magia, mimesis
E d u ardo Subir ats · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 31
Contrapontos entre ficções e verdades
C a r men Bernand · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 67

Paralelos.................................. 87
Ler Silva ao contrário:
de sobremesa como romance tropical
F e l i pe Martínez Pinzón· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 89
A fissura irremediável: indígenas, regiões
e nação em três romances de Mario Vargas Llosa
M a r ía de l as Merc edes Ortiz R odríguez · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 111
Entre a enteléquia e o mito: a traição
da revolução mexicana e sua reforma agrária
E r n esto Mäc hler Tobar · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 137
Sobre a ilegibilidade do estranho.
leitura mágica e escrita mimética em Alfred Döblin
S v e n Werkmeister · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 169
Entre filologia e antropologia:
Fernando Ortiz e o dia da raça
A n k e Birkenmaier · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 193

P a n o r á m i c a s.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 2 1
Kirigaiai:
Os gêneros poéticos da cultura minika
S e l nic h Vivas Hurtado · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 223
A ilusão do irmão: expedição às mitografias
antropológica e literária do Yurupary
J u a n C amilo González Galvis
y N atalia Loz ada Mendieta · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 245

D o c u m e n t o s.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 7 1
Os limites da solidariedade:
etnografias de salvação, romances do perdição
e selva Mataven
C h r istopher Brit t Arredondo · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 27 3
Nota Editori a l

T
A ntropologí a y Liter atur a

anto la literatura como la antropología com-


parten una experiencia similar: el encuentro con “el otro” y la preocupación
por describir y narrar su mundo. Desde antes que la disciplina antropológica
existiera como tal, la literatura ya le había abierto las puertas a la imaginación
europea sobre seres y mundos que existían más allá de sus fronteras cultu-
rales. Basta con recordar a Robinson Crusoe, el personaje creado por Daniel 11
Defoe a comienzos del siglo XVIII, quien se convirtió en un mito que aun hoy
es recreado con fuerza en el cine y la literatura. Una pervivencia que para la
antropología es también importante, en la medida en que nos permite cono-
cer cómo y por qué representaciones del mundo no europeo, transmitidas por
personajes de ficción, han servido para establecer relaciones de diferencia, o
en ocasiones de cercanía, con esos “otros” que habitaban los territorios que
los imperios colonizaban. Si el héroe europeo de Defoe viajaba por las cos-
tas americanas, más adelante, en el siglo XIX Haggard lo ubicaría en el África
durante la época victoriana. Las narraciones de estos escritores, entre otros, no
sólo alimentaron la imaginación popular europea sino que también sirvieron
de referencia a los científicos de la época. Recordemos a Malinowski, perso-
naje mítico él también, y quien más explícitamente evidenció su cercanía con
la literatura. En su muy citada frase, en la cual hizo referencia a que Rivers era
el Rider Haggard de la antropología y él sería el Conrad, mostró, una vez más,
su admiración por Conrad, quizás el novelista más citado y analizado por los
antropólogos. Sin embargo, no deja de ser una declaración problemática, en la
medida en que contrapone las dos disciplinas de forma poco diferenciada. Esta
relación cercana ha sido resaltada en más de una ocasión. Según Robert Hamp-
son, estudioso de Conrad, la posición de este novelista era similar a aquella que
enfrentaban los antropólogos cuando regresaban a sus países a escribir sobre su
investigación. Porque es precisamente en ese momento cuando, ya lejos de sus
zonas de investigación, los antropólogos deben narrar y realizar el proceso de

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol. No. 15, Bogotá, julio-diciembre 2012, 312 pp. ISSN 1900-5407, pp. 11-14
A N T Í P O DA N º15 | J U L I O - D I C I E M B R E 2012

la escritura con las formas de representación exigidas por su disciplina. ¿Cuáles


son estas formas de representación? En el caso de América Latina, donde la
relación entre el etnógrafo y “el otro” adquiere una dimensión diferente, ¿cómo
se da la intersección entre antropología y literatura?
Éstas y otras preguntas que apuntan a problematizar el vínculo entre las
dos disciplinas son el tema del presente número. En su notable presentación,
nuestros editores invitados, Juan Carlos Orrego y Margarita Serje, hacen una
importante reflexión del tema a través de un detallado recorrido sobre la histo-
ria de esta relación, a la vez que se refieren a otras formas narrativas influencia-
das por el quehacer antropológico.
La obra del artista Miler Lagos tiene una gran relevancia para este número.
Algunas de sus obras parten de un profundo interés por explorar uno de los ele-
mentos claves para la narración escrita: el papel. A la vez, utiliza este material para
construir piezas que nos remiten al encuentro, a través de los libros, con otras
formas de creación. Es difícil no pensar, cuando vemos su hermoso iglú de libros,
en la película documental de Robert Flaherty hecha en 1922, Nanook of the North.
12 Evocamos la inolvidable y hermosa secuencia que muestra la construcción de un
iglú por parte de Nanook en el Ártico canadiense. A la vez, de nuevo constatamos
la versátil relación entre la antropología, el arte, el cine y la literatura.
Para nuestros editores invitados, así como para los autores que aparecen
en este número, un agradecimiento muy especial. Para Miler Lagos también
nuestros agradecimientos, no sólo por permitirnos utilizar sus fotograf ías sino
también por su generosidad al compartir sus ideas y opiniones sobre los temas
de los que trata su obra. .

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol. No. 15, Bogotá, julio-diciembre 2012, 312 pp. ISSN 1900-5407, pp. 11-14
Miler Lagos

Por José Roca*

El artista colombiano Miler Lagos ha trabajado primordialmente


en escultura, usualmente reelaborando el material para contradecir sus propie-
dades intrínsecas. Un ejemplo de esta aproximación es su serie Cimiento, que,
de acuerdo con Lagos, es “un reflejo del soporte, el origen, la raíz o la base sobre
el cual la humanidad ha representado sus ideas”.
Lagos llegó a este proyecto cuando trabajaba en una serie de esculturas
inspiradas por las máquinas de guerra de Leonardo da Vinci. Las esculturas
debían ser separadas por una “trinchera” hecha de pilas de papel impresas con
los bocetos de Leonardo. Al cortar el papel con una sierra eléctrica notó que
éste olía a madera quemada, y esto lo llevó a pensar que el papel, a pesar de su
estatus histórico como producto cultural, aún conserva muchas propiedades de 13
la materia de la cual se origina.
Para el siguiente proyecto el artista se enfocó en el conjunto de grabados
en madera de Alberto Durero, titulado Apocalipsis (1480), como una manera
de establecer una conexión entre el tema y el medio con que es representado
(la xilograf ía). Los grabados de Durero fueron hechos en un período de confu-
sión espiritual, cuando el fin del mundo parecía cercano e inevitable. Lagos es
un artista que vive y trabaja en un país donde se desarrolla una guerra civil no
declarada en la densa selva, de modo que la relación entre las visiones deses-
peranzadas de Durero y su encarnación en la forma de un tronco talado parece
ser particularmente apropiada.
Cada uno de los troncos de la serie Cimiento de Lagos es creado a partir
de una pila de seis mil hojas impresas con los grabados de Durero. El artista
corta con cuidado la pila de papel, dándole la forma con un bisturí, y luego la
pule con una lijadora eléctrica, la cual quema la punta del papel, que le da el

* Curador Adjunto de Arte Latinoamericano Estrellita B. Brodsky en la Tate Gallery en Londres, y Director
artístico de FLORA ars+natura, espacio de creación contemporánea en Bogotá, Colombia. Manejó por una
década el programa de artes del Banco de la República en Bogotá, Colombia. Fue cocurador de la I Trienal
Poli/gráfica de San Juan, Puerto Rico (2004); la 27 Bienal de São Paulo, Brasil (2006); el Encuentro de
Medellín MDE07 (2007); del proyecto de intervenciones artísticas en Cartagena de Indias, Colombia (2007),
y curador de numerosas exposiciones en América Latina, Estados Unidos, Europa y Asia. Fue jurado de la 52
Bienal de Venecia (2007), director artístico de Philagrafika 2010, un evento trienal de gráfica contemporánea
en Filadelfia (2010), y Curador General de la 8a. Bienal de Arte de Mercosul en Porto Alegre, Brasil (2011).
joseroca1962@gmail.com

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol. No. 15, Bogotá, julio-diciembre 2012, 312 pp. ISSN 1900-5407, pp. 11-14
color y olor de la madera. Los cortes diagonales revelan las “vetas”, mientras que
los dibujos, repetidos en cada hoja, aparecen tridimensionalmente a través del
cuerpo entero del “tronco”. Cada tronco es una pieza original, hecha con un gra-
bado diferente. En algunos, el observador es animado a despegar una hoja, un
gesto que reproduce la democratización del conocimiento que ha fomentado la
impresión múltiple desde sus comienzos.
Lagos, quien cuando comenzó el proyecto sólo había visto los grabados
de Durero reproducidos en libros, viajó a Núremberg a visitar la casa donde
nació el grabador, encontrándose con que no había originales en el museo –solo
reproducciones–, debido a razones de conservación. En un ritual personal de
homenaje al maestro alemán –y a la historia misma del grabado–, colocó una
de sus impresiones escultóricas al frente de la casa-museo y dejó que el viento
se llevara las hojas, en un gesto poético que celebraba, desde su punto de ori-
gen, el inicio de la distribución de conocimiento a través de material impreso,
hace ya más de quinientos años. .

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Pr esentación

A N T ROP OL O GÍ A Y L I T E R AT U R A :
T R AV E SÍ A S Y C ON F LU E NC I A S

Juan Carlos Orrego*

E
languidamente@gmail.com
Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia

M a r g a r i ta S e r j e **
mserje@uniandes.edu.co
Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia

l vínculo entre antropología y literatura surge,


curiosamente, mucho antes de que se formalizaran las ciencias sociales 15
a finales del siglo XIX. Se podría incluso decir que la antropología, como
reflexión sobre la unidad y la diversidad humana, nace desde muy temprano
en la historia moderna en el seno de una tradición literaria en particular: la
de los relatos de viaje. Las descripciones y reflexiones de los viajeros en la
llamada “era de los descubrimientos”, que fueron centrales para la consti-
tución del orden mundial moderno, al tiempo que transformaron la litera-
tura (donde fundan nuevos temas e incluso nuevos géneros, como el de la
utopía), dan forma a una serie de problemas alrededor de los cuales se va a
estructurar, mas tarde, la antropología. En esta forma narrativa –que viene
de una larga tradición en Occidente que se remonta hasta los tiempos de
Herodoto– confluyen las travesías de peregrinos, mercaderes, aventureros,
misioneros y conquistadores. Sus crónicas recogen, además de las noticias
del viaje, la experiencia de la alteridad en la que se expresan las relaciones de
poder sobre las que se forja la relación colonial. Los relatos de viaje no sólo
constituyen el corpus que dio base a las primeras reflexiones de la antropología
como disciplina y a los tropos con los que constituye su retórica: prefiguran

* Doctorado en Literatura, Universidad de Antioquia, Medellín. Colombia.


** Doctora en Antropología Social y Etnología de la École des Hautes Études enSciences Sociales, París, Francia.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.01

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también los dilemas que presenta el trabajo de campo como método y como
estrategia espacial, centrales para el desarrollo de la etnograf ía como práctica
constitutiva de la disciplina.
Los comienzos de la relación formal entre ambas tradiciones estuvieron
marcados por las convulsiones del nacimiento del siglo XX. Durante el cambio
de siglo había surgido un nuevo interés por el “primitivismo” en los medios cul-
turales, literarios y artísticos europeos: Victor Segalen, por ejemplo, se propone
al regreso de su viaje por Oceanía el proyecto de escribir su Ensayo sobre el exo-
tismo, en 1904. Picasso sitúa el momento de su “iluminación” en el museo etno-
gráfico del Trocadero, en 1907. Ambos expresan la forma que asume ahora el
interés por lo otro: como eje y como posibilidad de ruptura de la experiencia y de
las formas de hacer modernas (por lo menos en el arte, la literatura, la cultura).
Este interés va a ser expresado en la relación de una serie de movimientos
de vanguardia que nacen de la mano con la etnología, la que a su vez adopta
como referente muchos de los dilemas de las vanguardias. La relación entre
las vanguardias y la etnología marca de manera indeleble los vínculos entre la
16 antropología y la literatura: su proximidad histórica se expresa no sólo en sus
objetos de indagación (las culturas y las artes de las sociedades no modernas),
sino en cuanto a las prácticas (en particular, las prácticas narrativas) y las for-
mas de aproximarlos. Mientras que en el mundo anglosajón este interés no va
más allá de la inclusión de ciertas piezas de la literatura oral en las coleccio-
nes folclóricas de la antropología cultural de las primeras décadas del siglo XX
–piénsese, entre los trabajos canónicos, en El arte primitivo (1927) de Franz
Boas–, y sólo tardíamente se advirtió lo que hermanaba a ambas disciplinas,
esta relación toma formas muy particulares en Francia y en América Latina.
Desde la antropología reflexiva francesa, varios autores han señalado
y debatido las peligrosas relaciones entre surrealismo y etnograf ía (Jamin,
1986; Clifford, 1988; Richardson, 1993). El vínculo que unió a los etnólogos
del Musée de l’Homme y del Institut d’Ethnologie y a los miembros del movi-
miento surrealista fue la certeza de que es en el encuentro con lo otro, que
desnaturaliza y relativiza lo propio, donde se puede dislocar y desestabilizar el
orden vigente. Vale la pena señalar aquí el rechazo compartido que tuvieron al
viaje exótico y al carácter de los “objetos primitivos”. Por su parte, la etnología
–que busca en este momento consolidarse como disciplina a partir del trabajo
de campo– se opone no sólo a la “antropología de sillón” sino al viaje del tour: a
su mirada a vuelo de pájaro y su gusto superficial por el color local. Los surrea-
listas expresan también su rechazo al viaje romántico, que Aragon en el Mani-
fiesto Surrealista denuncia como una de las “pequeñas nostalgias burguesas”.
Este rechazo común lleva a que del encuentro entre surrealistas y antropólogos

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surjan prácticas narrativas textuales y visuales de carácter experimental, orien-


tadas a transgredir los formatos y los límites tradicionales, con el fin de dislocar
el lenguaje cotidiano. Ello se expresó particularmente en la revista Documents,
dirigida por Georges Bataille como un espacio de pensamiento experimental
que, de acuerdo con Clifford (1988), representa el principio del relativismo cul-
tural y expresa tanto el impulso etnográfico del surrealismo como el principio
surrealista de la etnograf ía. En esta revista se plasma también una confluencia
alrededor de los objetos de la cultura material: del “arte primitivo”, proponiendo
enfoques etnográficos en los que se traslapan los debates de la etnología con los
dilemas del arte y la literatura del momento.
Por su parte, los movimientos de vanguardia latinoamericanos agruparon
durante las primeras décadas del siglo XX una serie de propuestas políticas y
culturales multifacéticas que surgieron a lo largo y ancho del continente, dirigi-
das a la construcción de formas de hacer nacionales, latinoamericanas y ame-
ricanistas. Las vanguardias latinoamericanas se definieron a sí mismas como
precursoras y nunca dudaron en presentarse como catalizadoras e incluso
como germen de los movimientos modernistas europeos (Unruh, 1994). Se 17
consolidaron, más que como un conjunto de trabajos y de autores (tanto en
las artes como en la literatura, el teatro y, en general, en la cultura), como una
actividad política que surgió a lo largo y ancho del continente dedicada a explo-
rar, recrear y reorientar el sentido y la naturaleza de la cultura latinoamericana.
Estos movimientos congregaron no sólo artistas, poetas y escritores, sino a los
primeros antropólogos que por esos años estaban en el proceso de instituciona-
lizar la disciplina en el continente, quienes participaron activamente en movi-
mientos como la Antropofagia brasilera; Amauta, en Perú; los Muralistas y los
Estridentistas, en México, o el Grupo Minorista cubano, entre muchos otros1.
Estos grupos tuvieron en común el objetivo de redefinir la naturaleza y
la función social del Arte, la Historia y la Cultura en el continente, así como
experimentar nuevas formas de representación artística y literaria. Su queha-
cer se centró, sobre todo, en proponer una crítica a la modernidad latinoa-
mericana: a sus expresiones sociales, económicas, políticas, culturales (Unruh,
1994). Buscaron trazar un proyecto original de modernidad a partir ya no de
una espiritualidad indígena idealizada, sino del reconocimiento de su disloca-
ción y su desmembramiento. La visión indigenista de Antonio García Nossa

1 De acuerdo con Vicky Unruh (1994), los diferentes grupos y sus posiciones estéticas se identificaron muchas
veces con el nombre de la revista Martín Fierro en Buenos Aires, Contemporáneos en México, Amauta en
Perú, Revista de Avance en La Habana, Klaxon y Revista de Antropofagia en Brasil), o con un “-ismo”: como el
estridentismo en México o el ultraísmo y neocriollismo en Argentina. En algunos casos, el -ismo era el proyecto
estético de un individuo (como el creacionismo de Vicente Huidobro).

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en Colombia, de José Carlos Mariátegui en Perú, o la creación de una figura


como Macunaíma por Mário de Andrade en Brasil, logran repolitizar y desafiar
la negación y la destrucción implícitas en la caracterización de lo americano y
lo amerindio como “Otro”, buscando forjar una mirada y una visión americana
–latinoamericana– amerindia sobre el logos occidental.
Es precisamente de este quehacer de las vanguardias que surgen, no
solamente nuevos objetos (de arte, de indagación, de reflexión) que van a ser
decisivos para la antropología latinoamericana, sino nuevas formas narrati-
vas. Los movimientos de vanguardia ponen en escena una serie de objetos de
investigación etnográfica –fundamentalmente latinoamericanos– que van a
ser centro de atención en las nacientes antropologías nacionales: el mes-
tizaje, el indigenismo, la identidad latinoamericana, las identidades nacio-
nales, el etnocidio, la historia colonial. Pero quizá lo que va a ser central
es el hecho de que su aproximación a la cultura y la historia americanas
surge como un modo novedoso de indagación y reflexión, donde se borran
las líneas interdisciplinarias entre los lenguajes (tanto verbales como pictó-
18 ricos), la historia, la etnología y la sociología. Al mismo tiempo, se diluye la
línea que separa las preocupaciones estéticas de las políticas, y en las que
se buscan nuevas formas narrativas. Estas aproximaciones se expresan en
trabajos cruciales de la antropología latinoamericana durante la primera
mitad del siglo XX, como Casa Grande y Senzala (1933) de Gilberto Freyre,
el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) de Fernando Ortiz o,
más tarde, Maíra (1976) de Darcy Ribeiro. Trabajos que no sólo experimen-
tan con nuevas formas narrativas, sino que ponen además en cuestión ideas
fundacionales de la antropología metropolitana como el evolucionismo o el
difusionismo, mediante conceptos críticos como el de “transculturación” de
Ortiz o el de “transfiguración étnica” de Ribeiro.
La sospecha de que los antropólogos, así como los literatos, construían
mundos figurados con palabras tuvo el tamaño de un cisma en las llamadas
“antropologías del norte”, sólo en 1967, cuando la viuda de Bronislaw Malinowski
autorizó la publicación de los viejos papeles de campo de su marido bajo el título
de A Diary in the Strict Sense of the Term (Un diario en el sentido estricto del
término). En esos documentos, el antropólogo polaco había consignado crudas
reflexiones sobre sus depresiones maniacas, su invencible lujuria y, sobre todo,
el profundo desprecio que por momentos le inspiraban los nativos de Kiriwina;
revelaciones, ésas y otras muchas, que produjeron en Clifford Geertz una crítica
implacable con visos de despecho: el antropólogo norteamericano escribió que
su colega eslavo era un “narcisista rezongón, preocupado por sí mismo e hipo-
condríaco” (Geertz, citado por Stanton, 1998: 507). Por supuesto, lo que estaba

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en juego era algo más que la franqueza desmañada propia de todo diario: el gran
corolario de esas confesiones era que los magníficos tratados etnográficos de la
época dorada del funcionalismo –el primero de todos, Los argonautas del Pací-
fico occidental (1922)– habían sido, en algún grado, simulaciones de una interac-
ción limpia y objetiva entre un etnógrafo capacitado y unos buenos salvajes hos-
pitalarios. En otras palabras, Malinowski había descorrido el velo que ocultaba la
naturaleza ficticia de la distancia científica.
No es gratuito que en la década de los setenta –es decir, en los años
que siguieron a la publicación de A Diary in the Strict Sense of the Term–
una nebulosa de publicaciones hiciera visible el interés de los antropólogos
por los cruces de su disciplina con la literatura. De acuerdo con un inven-
tario establecido por James Clifford, entre 1972 y 1979 vieron la luz once
trabajos que “se adentran en el campo de lo literario en la antropología”, entre
ellos, obras tan canónicas como La interpretación de las culturas (1973) de
Geertz y El lenguaje perdido (1973) de Jean Duvignaud (Clifford, 1991: 29).
Con todo, será en la década siguiente cuando la conciencia de la intersección
entre ambos discursos se consolide, propiamente, como un campo de estudio; 19
en concreto, el que define como su objeto la naturaleza literaria de la escri-
tura de los antropólogos. Dos hechos académicos lo ilustran con suficiencia:
el ya célebre El antropólogo como autor (1988) de Geertz, libro empeñado en
examinar la entraña retórica de un puñado de clásicos antropológicos espe-
cialmente “persuasivos”; y, antes de eso, el seminario que tuvo lugar en 1984
en la School of American Research, en Santa Fe (Nuevo México), y cuyas
memorias engrosaron el volumen Writing Culture: The Poetics and Politics of
Ethnography (1986), editado por George E. Marcus y James Clifford, y tradu-
cido al español en 1991 como Retóricas de la antropología. En la introducción
de esa compilación, es justamente Clifford quien mejor define lo que, por
entonces, más interesaba a los antropólogos en la coyuntura discursiva en que
se cruzan su disciplina y la literatura: “La etnograf ía es un fenómeno inter-
disciplinar emergente. Su influjo, y hasta su retórica, se expande abarcando
aquellos campos en donde la cultura es un problema nuevo que amerita de
una descripción y una crítica” (Clifford, 1991: 27-28). Por supuesto, más que
la propia etnograf ía, el escenario real de la convergencia interdisciplinar es la
práctica narrativa en que, necesariamente, deviene el gesto etnográfico; de ahí
su encuentro con la literatura y todos los discursos empeñados en forjar imá-
genes representativas de la cultura. Fiel reflejo de esa complejidad, Writing
Culture se configura como un libro diverso, al mismo tiempo que unificado,
de acuerdo con un balance de Clifford: “Muchas de las contribuciones aquí
recogidas funden la teoría literaria con la etnográfica. Algunas se arriesgan

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en su aproximación a los límites de la experimentación, para acercarse, no sin


cierto peligro, a un esteticismo que acerca sus posiciones a las institucional-
mente aceptadas. Otros, llevados de un alto grado de entusiasmo, desembo-
can en formas experimentales de escritura. Pero en sus vías diferentes [...]
contemplan, los ensayos aquí recogidos, la escritura acerca de lo etnográfico
como una experiencia de cambio e inventiva” (Clifford, 1991: 28).
La intersección entre antropología y literatura volvió a ser centro de debate
académico en la última década del siglo xx, cuando en la Universidad de Córdoba
(España), un grupo de profesores de antropología social propuso la experiencia
metodológica de la etnoliteratura. Se trataba, con ello, de reconocer la obra lite-
raria como un campo sui géneris para la práctica antropológica; un reconoci-
miento de la literatura como objeto de la antropología, y no, como en el caso de
los investigadores reunidos en Santa Fe, de la literatura como modo forzoso de
la expresión antropológica. Así lo señala Manuel de la Fuente Lombo –la cabeza
visible de esa corriente disciplinar– en el abrebocas del libro en que se divulgaron
los trabajos presentados en un seminario basal de 1993, Etnoliteratura. Un nuevo
20 método de análisis en antropología: “El seminario ha preguntado, y ha tratado
de responder, si es posible una Etnoliteratura como método antropológico, es
decir, una Antropología desde la literatura, no una Literatura antropológica ni
una Etnografía literaria” (Fuente Lombo, 1994: 6).
En contraste con esta perspectiva, cabe destacar dos líneas de trabajo que
se han venido desarrollando desde (y sobre) los pueblos indígenas de América
Latina. Ambas parten de cuestionar la proyección de las categorías modernas
–como la de “literatura”– al aproximar las prácticas narrativas y textuales de las
sociedades no modernas. De esta manera, se han cuestionado, por una parte,
las herramientas textuales usadas por la lingüística, el folklore y la etnología
mediante las cuales se recogen las narrativas indígenas, al tiempo que las “fijan”
separándolas de sus contextos enunciativos y las reducen mediante el uso de
categorías occidentales –cargadas de contenidos y significados en la historia del
mundo moderno–, como la de “mito”. Así, se ha reconocido que resulta proble-
mático pensar que el concepto de mito pueda ser el traductor universal de una
multiplicidad de formas narrativas indígenas. Se ha propuesto, además, que el
corpus de textos, relatos y narraciones –muchas veces inscritos en la memoria
colectiva de los pueblos–, más que un conjunto indiscriminado de diferentes
tipos de “mitos” que pueden ser interpretados en sí mismos, no se puede desligar
de un conjunto de prácticas, eventos, objetos, lugares, paisajes, narrativas, que
movilizan significados y sentidos que tienen una fuerza ilocutoria o performa-
tiva. Entre estas propuestas, se pueden destacar en el caso colombiano trabajos
como los de Landaburu y Pineda (1981), Echeverri (2002) y Urbina (2010).

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Por otra parte, se ha venido realizando una serie de investigaciones


que buscan explorar, tanto desde la antropología como desde los estudios
literarios, la práctica de la escritura en pueblos indígenas. Aunque estos pue-
blos se han caracterizado muchas veces como “pueblos sin escritura” o como
“culturas orales”, desde tiempos coloniales se han apropiado de la escritura,
interpelando a la Ciudad Letrada, mediante la producción de diferentes tipos
de textos. El contrapunto entre este campo se puede ejemplificar con trabajos
como el de Adorno (1986) sobre El primer nueva corónica y buen gobierno de
Felipe Guamán Poma de Ayala, y en el caso colombiano, con los trabajos de
Rappaport (2005, 2012) o Espinosa (2009) que exploran las prácticas textua-
les indígenas en el contexto más amplio de la memoria y la política.
Por supuesto, este balance temático no podría aspirar a pensarse completo
–así sea nada más que de modo relativo– si no considerara la visión que los lite-
ratos pueden tener de la vecindad de la antropología; máxime si, como creemos,
ésa es la perspectiva que ha dominado en América Latina en las coyunturas en
que se ha manifestado la conciencia del vínculo referido. La sugerencia procede
del crítico cubano Roberto González Echevarría, quien en Myth and Archive. A 21
Theory of Latin American Narrative (1990) ha establecido que una parte impor-
tante de la narrativa continental –aquella particularmente interesada en explicar o
justificar los orígenes y la singularidad de las culturas regionales– ha mimetizado
el discurso de la antropología, cuyas recopilaciones e interpretaciones de las cos-
movisiones alternativas han alcanzado un apreciable estatus enunciativo en un
momento de quiebre de la hegemonía racionalista occidental. En otras palabras,
lo anterior equivale a decir que, al imitar la escritura antropológica, la literatura
ha buscado “autorizar” sus representaciones de la cultura. Por lo demás, así lo
prueban los esfuerzos de escritores cercanos a la antropología, tal cual ocurre con
Miguel Ángel Asturias, estudiante de etnología en París y autor de una saga de
relatos y novelas en que la ficción amplía el alcance explicativo de los mitos mayas;
o con José María Arguedas, doctorado en etnología en la madurez de su vida y
autor de una obra narrativa en que la cosmovisión andina logra expresarse vigoro-
samente, en su alteridad, por medio de una traducción al código estético occiden-
tal. No obstante, por tratarse del trabajo relativamente insular de escritores y no
de proyectos consolidados en tradiciones académicas, esas fusiones legítimas de
la literatura y la antropología latinoamericanas no suelen incluirse en los estados
del arte del vínculo interdisciplinar.
En efecto, la producción literaria basada en el saber antropológico no figura
en el balance del encuentro entre antropología y literatura que Joan Frigolé define
como “una relación multifacética” (Frigolé, 1996: 229). Para el antropólogo cata-
lán, son cuatro las modalidades en que se materializa el cruce discursivo, todas

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ellas definidas desde la expectativa académica: la emergencia del “yo etnográ-


fico”, cuya expresión superlativa serían las “novelas etnológicas” producidas por
algunos antropólogos; las aplicaciones del método etnoliterario promulgado
en la Universidad de Córdoba; el uso de obras literarias como fuentes de datos
etnográficos convencionales; y los estudios antropológicos que, como apoyo del
trabajo de interpretación crítica, iluminan los contextos culturales en que han
sido producidas las obras literarias (Frigolé, 1996: 229-231). Recientemente, Joan
Mira ha reafirmado esa posición subalterna reservada para la literatura, enten-
dida como fuente de los datos que sólo a la antropología corresponde interpretar;
pues toda obra narrativa, “incluyendo la más elaborada y literaria de las novelas
contemporáneas, es rigurosamente indígena y nativa” (Mira, 2007: 562). Según
ese punto de vista, al escritor corresponde el rol del informante en el proceso
de exégesis de la cultura. Pero, como creemos que ha quedado claro, esa pre-
sunta primacía interpretativa del antropólogo obedece al hecho simple de que ha
sido ésa la posición enunciativa desde la que, unilateralmente, se ha reconocido y
delimitado como campo de estudios eso que aquí hemos llamado “vínculo entre
22 antropología y literatura”. De hecho, no es gratuito que, al construir esa estructura
gramatical conjuntiva, situemos adelante el nombre de la ciencia que representa-
mos. Mientras tanto, la literatura se sabe autosuficiente como proyecto de com-
prensión de la condición humana.
El primer artículo que recoge el número es un trabajo provocador que
abre el debate: “Mito, magia, mímesis” de Eduardo Subirats, quien propone
una reflexión sobre las comunes fuentes del mito y ciertas formas narrativas
modernas –entre ellas, la novela latinoamericana de tema indígena–, relatos
referidos, por igual, a la memoria de una realidad primordial.
Este artículo se contrapone al trabajo de Carmen Bernand, “Contra-
puntos entre ficciones y verdades”, que hace parte en la modalidad de los
estudios interesados por los procesos culturales que tienen una manifesta-
ción singular –si no exclusiva– en la literatura, o mejor, que arraigan espe-
cialmente en ella; en este caso específico, el proceso de identificación que
lleva al campesino andino a reconocerse en las figuras familiares y triunfan-
tes del imaginario histórico y regional.
Otros artículos que componen este número de Antípoda reproducen,
por fuerza, el estado de cosas del “vínculo” según se ve desde la antropolo-
gía. En un grupo muy definido se ubican cuatro artículos interesados por
las representaciones literarias de la cultura, es decir, trabajos que llaman
la atención sobre la pugna que antropólogos y escritores han sostenido en
torno a unos referentes comunes. Por un lado, Felipe Martínez Pinzón pro-
pone, en “Leer a Silva a contrapelo: De sobremesa como novela tropical”,

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cómo las representaciones espaciales ofrecidas por la literatura pretenden la iden-


tificación tópica de los sujetos sociales; eso sí, la única novela del poeta bogo-
tano dejaría ver un paradójico orden de cosas en que dichas imágenes significan
tanto la divulgación de un imaginario etnográfico y geográfico nacional como su
comentario crítico. Por su parte, en “La fisura irremediable: indígenas, regiones y
nación en tres novelas de Mario Vargas Llosa”, María de las Mercedes Ortiz Rodrí-
guez estudia cómo en la ficción del nobel peruano –concretamente en La casa
verde, El hablador y Lituma en los Andes– se abona a la vigencia de la imagen
colonial y evolucionista del indio salvaje, reducido a las antípodas de la moderni-
dad. Asimismo, Ernesto Mächler Tobar se interesa por la representación literaria
de la discriminación del indio en el proceso de reforma agraria de la Revolución
Mexicana; su artículo, “Entre la entelequia y el mito: la traición de la Revolución
Mexicana”, muestra cómo la narrativa mexicana previa al boom aportó a la memo-
ria de una reivindicación étnica que, nacida como consigna política, jamás pudo
realizarse de facto. Finalmente, en “De la ilegibilidad de lo ajeno. Lectura mágica
y escritura mimética en Alfred Döblin”, Sven Werkmeister problematiza la noción
de la “cultura como texto”, en boga en la antropología posmoderna; con base en las 23
imágenes etnográficas de la trilogía Amazonas del escritor alemán Alfred Döblin,
el autor muestra cómo la renuncia a la domesticación hermenéutica de la alteri-
dad puede significar su más legítima comprensión.
Con una perspectiva distinta, propia de los estudios interesados por el
vigor antropológico de los estudios literarios, Anke Birkenmaier estudia –en su
artículo “Entre filología y antropología: Fernando Ortiz y el Día de la Raza”–
cómo el antropólogo cubano logró forjar conceptos significativos de cultura y
raza con base en el estudio de las expresiones lingüísticas y folclóricas caribeñas.
Esta edición monográfica se cierra con dos estudios que, por concentrarse
en fenómenos verbales reconocidos como enunciaciones nativas –el mito, los
cantos, la tradición oral–, pueden definirse como clásicos en el contexto del
vínculo entre antropología y literatura. Con una perspectiva muy definida en
términos etnográficos, Selnich Vivas Hurtado estudia, en “Kirigaiai: los géneros
poéticos de la cultura minika”, la especificidad literaria de dos géneros poéticos
de una cultura del río Igaraparaná, en el Amazonas colombiano; su artículo
permite cobrar conciencia de la particularidad de una tradición verbal que no
es sensible al instrumental crítico de la lingüística y la crítica literaria ortodo-
xas. En “La ilusión del hermano: expedición a las mitograf ías antropológica y
literaria del Yuruparí”, Juan Camilo González y Natalia Lozada establecen los
puntos de contacto entre las exégesis originalistas que antropólogos y estudio-
sos de la literatura han hecho del Yuruparí, como forma narrativa representa-
tiva de los grupos tucano y arawak del noroeste amazónico.

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Aunque el proyecto académico al que se adscribe la revista se centra en el


género del ensayo, hemos optado por incluir un trabajo literario de expresión
antropológica: un artículo de Christopher Britt que experimenta con diversos
registros narrativos para presentar las condiciones y el contexto de un pue-
blo indígena en Colombia. Con estas contribuciones, que proponen reflexio-
nes sobre los espacios de intersección entre antropología y literatura, se ponen
en evidencia tanto la forma en que la literatura ha alimentado el pensamiento
antropológico como la manera en que la antropología y, en particular, la etno-
graf ía se han constituido como prácticas narrativas. .

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Meridianos
MITO, MAGIA, MIMESIS
Eduardo Subir ats 31

CONTRAPUNTOS ENTRE FICCIONES Y VERDADES


C armen Bernand 67
M I TO, M AGI A , M I M E SI S
Eduardo Subirats*
eduardosubirats@msn.com
Universidad de Nueva York, Estados Unidos

R e s u m e n Los temas desarrollados en este ensayo son: memoria


mitológica y la subsistencia de culturas tradicionales. El colonialismo
y la destrucción de memorias mitológicas. La conversión cristiana y
el colapso del cosmos americano. La oposición de mythos y logos
a lo largo de la historia occidental. El anhelo de Occidente por sus
raíces míticas y los fundamentos mitológicos del poder político. Una
crítica “mitológica” de la civilización occidental: Marx, Nietzsche,
Freud. Este ensayo también se enfoca en las definiciones estéticas,
antropológicas y filosóficas de la mimesis. Su tesis es que la mimesis
no puede ser identificada con la imitación. Esto incluye una aguda
crítica de la definición avant-garde de mimesis. Este ensayo analiza 31
la relación entre mimesis y la posesión en la historia de las religiones.
La relación entre mimesis y catarsis y entre mimesis y magia son
temas adicionales del ensayo. También me enfoco en la presencia de
mitos americanos en la literatura clásica latinoamericana: Mário de
Andrade, Juan Rulfo y João Guimarães Rosa.

PAL AB R A S C L AVE:

Mito, posesión, catarsis, colonialismo, avant-garde, literatura


moderna latinoamericana.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.02

* Doctorado en Filosofía, Universidad de Barcelona, España..

Artículo recibido: 16 de febrero de 2012 | aceptado: 20 de julio de 2012 | modificado: 15 septiembre de 2012
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Myth, magic, mimesis Mito, magia, mimesis

A B S T R AC T The topics developed in this RESUMO Os temas desenvolvidos


essay are: Mythological memory and the neste ensaio são: memória mitológica, a
subsistence of traditional cultures; colonialism subsistência de culturas tradicionais. O
and the destruction of mythological colonialismo e a destruição de memórias
memories; Christian conversion, and the mitológicas. A conversão cristã e o colapso
collapse of the American cosmos. The do cosmo americano. A oposição entre
opposition of mythos and logos thorough mythos e logos ao longo da história
Western history. Western longing for mythical ocidental. A saudade do Ocidente de suas
roots and the mythological founding of raízes míticas e a fundação mitológica do
political power. A “mythological” critique poder político. Uma crítica "mitológica"
32 of Western civilization: Marx, Nietzsche, da civilização ocidental: Marx, Nietzsche,
Freud. It also focuses on the aesthetic, Freud. Também focaliza as definições
anthropological and philosophical definitions estéticas, antropológicas e filosóficas da
of mimesis. Its thesis is that mimesis cannot mimesis. A tese é que a mimesis não pode
be equated to imitation. The analysis offers ser identificada como imitação, o que leva a
a sharp critique of the avant-garde definition uma crítica severa da definição avant-garde
of mimesis. This essay analyses the relation de mimesis. Analisa a relação entre mimesis
of mimesis and possession in the history of e a possessão na história das religiões. São
religions as well as the relationship between temas adicionais a relação entre mimesis e
mimesis and catharsis and between mimesis catarse e entre mimesis e magia. Focaliza
and magic. I also focus on the presence of igualmente a presença de mitos americanos
American myths in modern classical Latin- na literatura clássica latino-americana:
American literature, in particular the work Mário de Andrade, Juan Rulfo e João
of Mário de Andrade, Juan Rulfo, and João Guimarães Rosa.
Guimarães Rosa.

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

Myth, possession, catharsis, colonialism, avant- Mito, possessão, catarse, colonialismo, avant-
garde, modern Latin-American literature. garde, literatura moderna latino-americana.

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M I TO, M AGI A , M I M E SI S

Eduardo Subir ats

L La p alabra originaria

os nombres quechuas para designar el mito son:


hatun karu willakuy. Hatun quiere decir grandioso, profundo y sagrado. Karu
se traduce como lo distante e inconmensurable. Willakuy significa relato. Car-
los Huamán comenta: “No es una invención, sino una realidad que orienta y
explica el pasado, el presente y el devenir” (Huamán, 2004: 121).
El canto Tupã Tenondé de la cultura guaraní, recogido por Egon Scha-
33

den, enuncia:

Habiéndose erguido
De sabiduría contenida en su propia divinidad,
Y en virtud de su sabiduría creadora,
Parió la esencia de la palabra-alma
Que iba a expresarse: el humano […]
Creó nuestro Padre el fundamento del linaje-lenguaje humano
E hizo que se pronunciase como parte de su propia divinidad […]

La palabra guaraní tu significa sonido. Su sentido es corporal y físico. Es


un sonido primordial. Pã define la totalidad de lo que existe desde un punto de
vista sustancial y metamórfico. Tenondé designa el origen de todo lo que es. Tupã
Tenondé es la voz primordial vinculada al origen de la totalidad de lo existente.
La tradición guaraní utiliza la palabra ñe’eng para designar tanto la voz
humana como el canto de los pájaros y el susurro de los insectos. Pero ñe’eng sig-
nifica también la “porción divina del alma humana”. El mito, de acuerdo con esta
tradición lingüística, es la palabra que emite la voz humana, pero comprende tam-
bién los sonidos de los animales y las voces de los vientos unidos a esta “porción
divina” de la existencia humana (Schaden, 1994: 55).
Esta palabra mítica no es cualquier relato, ni es simplemente una narración
o fábula. Mucho menos se puede equiparar con el significado contemporáneo de

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ficción. Y no es una representación. El mito es la palabra, la voz y la imagen ligadas


a una disposición originaria del ser. En el mito lo real se “funde” con lo ideal, según
una definición clásica de Karl Otfried Müller (Müller, 1825: 67 y 170).
La palabra mítica es la voz de la memoria oralmente transmitida por los
ancianos de las tribus. Es la palabra ligada a los orígenes de la naturaleza y de la
vida, y al mismo tiempo al fundamento de la comunidad humana. Por ello, por
encontrarse en los fundamentos del ser, la palabra y el relato mitológicos poseen
una función ritual y una consistencia sagrada. La palabra creadora y la palabra
poética restituyen su memoria de los orígenes en el tiempo presente, a la vez que
proyectan este presente a la edad de sus ancestros, a la dimensión arcaica de un
tiempo primordial.
Cuando un viejo xavante cuenta una historia, se transforma, comentó un
grupo de sabios ancianos de la comunidad Pimentel Barbosa. En su cuerpo frágil
brota una fuerza nueva. Crea gestos y sonidos, expresiones y movimientos. Trans-
porta a quien lo está escuchando a un tiempo y espacio mágicos. Revive en cada
narración el tiempo arcaico de la creación de los seres. Trae a nuestra existencia
34 aquí y ahora los inicios primordiales en que se originaron todas las cosas. Incor-
pora su fuerza (Sereburá, Hipru, Rupawê, Serezabdi, Sereñimirãmi, 1997: 10).
El mito “es la ‘palabra’ de lo que es actualmente cósico [tatsächlich] […]”,
escribió también en este sentido Walter F. Otto. “Es la ‘palabra’ como testimonio
inmediato de lo que era, es y será. La palabra como autorrevelación del ser en un
sentido reverencial-arcaico, que no distingue entre las palabras y las cosas” (Otto,
1951: 58 y ss.).
El mito es una palabra real, una palabra actualizada a través del relato, el
canto y la danza, una palabra vinculada a la acción realizada en el sentido dramá-
tico del dromenon griego. Palabra colectiva, emocional y mágicamente real. Jane
Ellen Harrison lo definía como una realidad no solamente formulada y reformu-
lada a través de los relatos orales, sino al mismo tiempo preejecutada y reejecu-
tada, y vinculada a una presencia emocional intensa, y dotada, además, de una
intención y una fuerza mágicas. Mito, drama y magia constituyen en esta misma
medida una tríada indivisible (Harrison, 1912: 330).
Esta palabra mítica no es subjetiva. No puede considerarse ni siquiera como
una palabra individual, incluso si tenemos en cuenta que la pronuncia necesaria-
mente una persona determinada que recrea y transforma su expresión, su relato y
los momentos constitutivos de su presentación ritual de una manera individual y
psicológicamente idiosincrásica. La palabra mítica vincula las voces individuales
en un grupo humano solidario. Es la palabra que une esta colectividad a través de
un vínculo cósmico y sagrado. Esta unión o vínculo solidarios entraña una dimen-
sión ética y normativa para la comunidad humana. Pero no es moral porque no

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comprende normas fundadas en una voluntad subjetiva elevada a principio racio-


nal universal, en el sentido de la areté aristotélica o el principio moral categórico
de Kant. Mucho menos puede identificarse con una norma jurídica sancionada
por un principio de violencia y poder. La solidaridad, la unión y el vínculo mitoló-
gicos comprenden más bien la forma original del ser sagrado compartido ética y
religiosamente por una comunidad humana.

E l lo go s d e la c o lo ni z ación
Ninguna situación histórica puede esclarecer el significado del mito como funda-
mento de la comunidad y garante del ser de una manera más dramática que el
conflicto colonial. Ninguna situación histórica puede esclarecer mejor este carácter
fundacional del mito. Pero la explica y aclara desde la perspectiva negativa de la
destrucción y el vaciamiento del orden mitológico de la comunidad humana y del
ser. El proceso colonial envuelve ante todo guerras y genocidios, la destrucción de
ciudades y formas de vida, y la implantación de un sistema económico y político
basado en el expolio de recursos naturales y en la opresión humana. Pero el logos o
la teología de la colonización que distinguen históricamente la expansión universal 35
del Occidente cristiano comprenden, en primer lugar, su choque violento con los
mitos y los rituales religiosos, y con los conocimientos y las formas de percepción
de la realidad ligados a esos rituales y mitos. El logos colonial comprende aquel
sistema teológico y jurídico ligado a una violencia militar, misionera y económica
capaz de destruir, desarraigar, hibridar y manipular semióticamente los fundamen-
tos mitológicos de un sistema comunitario y, con ellos, el orden mismo del ser.
En el códice maya Chilam Balam de Chumayel se dice: “Los ‘muy cristia-
nos’ llegaron aquí con el verdadero Dios; pero ese fue el principio de la miseria
nuestra, el principio del tributo, el principio de la ‘limosna’, la causa de que saliera
la discordia oculta, el principio de las peleas con armas de fuego, el principio de
los atropellos, el principio de los despojos de todo, el principio de la esclavitud por
las deudas […]”. Se destruyeron ciudades, formas de organización y reproducción
humana. Se liquidaron lenguas, conocimientos y cultos. Se eliminaron la “sabidu-
ría” y la “razón”. “No había Alto Conocimiento, no había Sagrado Lenguaje –pro-
sigue este códice–, no había Divina Enseñanza en los sustitutos de los dioses que
llegaron aquí. ¡Castrar el sol! Eso vinieron a hacer aquí los extranjeros”1.
Pero el proceso colonial o civilizador de las Américas no sólo revela con mil
casos, documentos y testimonios, tanto antiguos como contemporáneos, el signi-
ficado profundo de esta disolución general de una forma histórica y comunitaria

1 Libro de Chilam Balam de Chumayel (1979: 17 y 26); The Book of Chilam Balam of Chumayel (1933: 34 y ss.).

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de ser. Este proceso de destrucción culmina con su suplantación por las normas
morales, jurídicas, tecnológicas y políticas del sistema colonizador. Se corona con
el establecimiento de una gramática y una lingüística coloniales, y su instauración o
imposición como logos universal. Esto quiere decir que el proceso de transforma-
ción interna de las culturas sometidas a la violencia colonizadora se distingue esen-
cialmente como destrucción, a la vez que sustitución de un orden mitológico por
un sistema lingüístico, teológico y jurídico elevado a logos universal. La oposición
de mythos y logos, y la profanación y secularización de las memorias mitológicas
de los pueblos, y su suplantación por la racionalidad civilizadora, atraviesan cen-
tralmente el proceso colonizador. Y quiero subrayar, una vez más, que este proceso
colonizador recorre, en una continuidad sin fisuras, tanto las formas primitivas
del imperialismo teocrático representado por los grandes misioneros de la Propa-
ganda fide –como Joseph de Acosta– como sus expresiones seculares y científicas y
modernas representadas por las filosofías de Bacon o de Locke, y sus descendientes
positivistas y estructuralistas2.
Existe un relato escriturado de este proceso. Relato que ilumina resplande-
36 cientemente el postulado profanador inherente al proceso colonial. Se trata del
inusual encuentro de los primeros doce misioneros cristianos de América con
los últimos sacerdotes aztecas, poco después de la devastación de Tenochtitlán
por Hernán Cortés. Estos sacerdotes comprendieron que el objetivo final de la
conquista cristiana no era sólo arrebatarles su gobierno a los monarcas aztecas,
privarlos de sus riquezas y sus tierras, y esclavizar por igual a hombres y muje-
res. Los últimos sacerdotes de Tenochtitlán comprendieron que el objetivo de los
colonizadores –y, por consiguiente, la finalidad inherente al logos colonial– era
también la demonización, la subsiguiente hibridación y manipulación, y la final
eliminación de sus dioses, sus memorias y conocimientos, y sus formas de vida.
Era la destrucción del orden mitológico del ser en nombre del Verbo y del Logos.

[…] Estamos perturbados, estamos espantados, porque nuestros progenitores,


los que vinieron a ser, a vivir en la tierra […] nos dieron su norma de vida,
tenían por verdaderos, servían a los dioses […] los dioses son por quien se vive
[…] ellos nos dan nuestro sustento, nuestro alimento, todo cuanto se bebe, se
come, todo lo que es nuestra carne […] ellos son a quienes pedimos el agua, la
lluvia […] ellos poseen las cosas, son dueños de ellas […] ellos dieron el señorío,
el mando, la gloria, la fama […] Ellos nos llevan, nos guían, dicen el camino.
Son los que ordenan cómo cae el año […] Y ahora, nosotros, ¿destruiremos la
antigua regla de vida? (León-Portilla, 1986: 138 y ss., y 148 y ss.)

2 La reconstrucción conceptual e histórica de la teología política del proceso colonial americano es el nervio
central de El continente vacío (Subirats, 1993). Esta crítica ha sido censurada por el nacionalcatolicismo español,
por el partido de la “Teología de la liberación” latinoamericana y por la escolástica “posestructuralista” más
antiesclarecida del hispanismo norteamericano.

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El mito es el fundamento de la “antigua regla de vida”: “huehue tlmaniti-


liztli”. Y la profanación y la eliminación del orden mitológico significan el vacia-
miento y la destrucción de estas normas sagradas que dirigen el concierto de
la existencia humana, considerada en un sentido tanto f ísico como espiritual, y
tanto individual como colectivo, con los ciclos naturales de la reproducción de
los vegetales y animales, y los ciclos cósmicos del cielo. Los últimos sacerdotes
aztecas definieron el logos de la destrucción cristiana de los dioses mesoame-
ricanos que regulaban el cultivo de la tierra, la reproducción de las semillas
según los ciclos del sol, la luna y las aguas, o el carácter sagrado de plantas
y animales determinados, y de los propios ciclos vitales del humano, bajo las
categorías de perturbación y espanto, y bajo la conciencia de la disolución de
sus formas de vida y del orden del ser. El formalismo estructuralista, el racio-
nalismo positivista y empírico-critico antes que él, y el concepto misionero de
logos y de modernidad según lo formularon los dos grandes misioneros de las
Américas –Acosta y Sahagún–, han rechazado por igual como fundamenta-
lismo, esencialismo o superstición esta resistencia de la memoria cultural y los
equilibrios sociales con una naturaleza activa y una materia metamórfica. Más 37
aún, esa protesta prestada de la reducciones epistemológicas de las filosof ías
del esclarecimiento (Aufklärung, enlightenment) y del esclarecimiento en las
religiones permite vendar los ojos del logos teológico, del discurso científico y
de la racionalidad del proceso civilizatorio frente a los waste land y Trümmer
auf Trümmer que recorren su sangrienta expansión a lo ancho de la historia
universal y global (Eliot, 2001: 9; Benjamin, 1974: 625).

M y t h o s y lo go s
Este choque inherente al proceso civilizador se ha representado innúmeras veces
como conflicto entre mythos y logos. Y se ha confundido con una oposición entre
razón versus irracionalidad. Pero los significados griegos de mythos y logos eran
colindantes. Ambos comprendían el habla. Ambos designaban un fundamento del
ser. Ambos señalaban en la dirección de una arché y una genealogía. El logos como
discurso reflexivo sobre el ser confunde sus límites con el mythos como palabra
ligada a los orígenes de este mismo ser. También se mezclan los poderes políticos y
religiosos generados a partir de este principio mito-lógico.
Paradójica o significativamente, esta proximidad semántica entre mythos
y logos se ha transformado, a lo largo de la historia de la filosofía occidental, en
una enconada oposición. Mythos es la palabra pronunciada o cantada ritualmente.
Logos designa el discurso sistemático y calculado. Como palabra de los orígenes o
palabra arcaica, el mito se distingue del discurso lógico o simplemente de la palabra
verdadera. Dos momentos históricos ponen de manifiesto esta relación conflictiva:

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la condena de los mitos griegos por los padres fundadores del cristianismo, y el
rechazo de sus dioses y relatos como ídolos por la epistemología científica moderna.
Orígenes escribió: “Nosotros respondemos al judío: ‘Los ejemplos que tu
aduces nosotros también los tenemos por mitos; pero negamos absolutamente que
sean mitos las aserciones de las Escrituras, que nos son comunes a ambos y que
ambos veneramos’” (Orígenes, 1967: 423, 133). El cristianismo instauraba con ello
una frontera dogmática entre el logos theos y los mitos de Homero, deponiendo con
ello los ritos y las memorias sagradas de los templos griegos a título de ídolos falsos.
Al mismo tiempo, disolvía los significados genealógicos del mito en la autoridad
y el poder de una arché solidificada como origen absoluto. La epistemología cien-
tífica reformula este desplazamiento de la memoria genealógica de los mitos bajo
el postulado de una “crítica de los ídolos” (Heinrich, 1981: 30 y ss.). “The idols and
false notions which are now in possession of the human understanding, and have
taken deep root therein, not only so beset men’s minds that truth can hardly find
entrance, but even after entrance is obtained, they will again in the very instauration
of the sciences meet and trouble us, unless men being forewarned of the danger
38 fortify themselves as far as may be against their assaults” (Bacon, 1620: XXXVIII).
Estas localizaciones y demarcaciones teológicas y epistemológicas del mito, y
las subsiguientes estrategias de salvaguarda del logos son, en última instancia, tau-
tológicas. El mito comprende, de acuerdo con esta logística, todo aquel enunciado
cognitivo o reflexivo basado en la memoria genealógica que se encuentre por fuera
de la jurisdicción teológica y epistemológica de la verdad revelada y la razón cientí-
fica. El mito es la memoria que se resiste al monoteísmo cristiano, y la amenaza de
los valores sagrados del formalismo epistemológico de la tecnociencia. (Al mismo
tiempo, es su fundamento. De Durkheim a Horkheimer y Adorno, la historia del
logos se ha reconstruido como proceso de interiorización del mito).
Desde un punto de vista tanto teológico como epistemológico, este vere-
dicto contra el mito se identifica con la punición ascética de su proximidad a
la sensibilidad y la fantasía, y con la condena de sus liasons dangereuses con las
formas de vida y memorias de las culturas primitivas. La condena teológica del
mito como representación falsa, su adelgazamiento epistemológico a la cate-
goría de ficción y su reducción gramatológica a texto lo relegan a un a-logon.

E l r e t o r no a l m i to
“La mitología –escribió Johann Gottfried Herder– es un mundo animado.
Sólo con un estremecimiento puedo recordar cuánto espíritu, cuánto sentido y
ánimo ha puesto la mitología en sus fisonomías fugaces y en las cambiantes formas
de la naturaleza a la vista de todos los humanos, y para su enseñanza y formación.
Quien es capaz de exhortar un bello poema en nuestro ánimo a partir de las anti-

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guas mitologías y enseñanzas de la naturaleza ha trasplantado en nuestro jardín


una flor de la corona de la Madre de los dioses” (Herder, 1991: 241 y ss.). El huma-
nismo esclarecido de Vico y Herder abrió una perspectiva intelectual enteramente
nueva con respecto al dogmatismo metafísico cristiano y la reducción de la expe-
riencia humana de lo real a las redes lingüísticas de la producción tecnocientífica
de conocimiento. El primero puso de manifiesto la centralidad de las mitologías en
la configuración de las culturas. A Herder y Goethe les debemos una integración
de las memorias y los saberes mitológicos en un concepto crítico de ciencia y en un
concepto literario de Humanidad, diferenciado, si no opuesto, de las definiciones
teológicas, tecnocientíficas y jurídicas de conocimiento y cultura.
Pero cuando Nietzsche retomó este significado del mito, y cuando descubrió
en los ritos y misterios dionisíacos el origen de la tragedia griega, y cuando Freud
reveló la constelación mitológica de Edipo en la raíz de la personalidad neurótica
de nuestro tiempo, y cuando Erich Neumann puso de manifiesto la relación íntima
de los diversos aspectos que configuran las diosas femeninas de la vida y la muerte
desde edades remotas con las normas culturales antiguas y modernas de la huma-
nidad, todos ellos hicieron mucho más que extender aquella mirada hermenéutica 39
y humanista formulada por Vico, Herder o Goethe. Los pioneros del psicoanáli-
sis, y Nietzsche antes que ellos, partieron de las mitologías antiguas como medio
de esclarecimiento de la vida humana y de la historia de las culturas. Todos ellos
revalorizaron la memoria mitológica como fundamento de la comprensión de las
pasiones y sentimientos humanos, y de la interpretación del arte y la cultura. A
Nietzsche y al psicoanálisis debemos la revelación de la memoria mitológica como
sustrato profundo y creador de la experiencia humana.
Nietzsche contemplaba una constelación social y culturalmente quebrada.
La llamó decadencia. Frente a ella, las memorias mitológicas no entrañaban sólo
una clave hermenéutica. Significaban, sobre todo, un verdadero impulso crítico y
una alternativa al empobrecimiento vital de una civilización que había disuelto sus
mitos de origen bajo la moral de la culpa y la teología de una interioridad vacía, y
bajo su secularización epistemológica y científica. Nietzsche construyó su crítica
de la decadencia a partir de representantes mitológicos, ya sea el védico Agni, el
griego Dionisos o el Anticristo cristiano. Este punto de partida mitológico le per-
mitió formular –en su obra El nacimiento de la tragedia– la crítica psicológica
y metafísica de la “destrucción del mito” y sus secuelas: un “humano abstracto”
carente de “un originario asiento firme y sagrado”, y su “educación abstracta” y su
“abstracta eticidad” (Sitte). La defensa hermenéutica del mito como memoria cul-
tural y esclarecimiento filosófico arrancaba de su rechazo del “derecho abstracto”
y de un “abstracto estado”, y de la conciencia de una “pérdida del mito, la pér-
dida de la morada mítica y del mítico seno materno”. Su conclusión fue elocuente:

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“Y de pronto tenemos a ese humano desmitificado, eternamente hambriento,


cavando y revolviendo bajo todos los tiempos pretéritos en busca de raíces […]”
(Nietzsche, 1954, t. I: 125).
La fascinación del mito no es idéntica a la ofuscación fundamentalista. Ni
la reconstrucción genealógica de las mitologías significa la instauración filológica
de una identidad primordial, dogmática e irreflexiva. La búsqueda de la arché
mítica tampoco coincide con la instauración del poder de un archos. Una misma
raíz etimológica de “origen” y “poder” delata el fundamento lógico de todo sistema
de dominación en un principio originario de identidad sustancial. Pero nunca la
mirada hermenéutica sobre esos principios primordiales puede detenerse en un
único origen unívoco y ciego. Sucede todo lo contrario. La reconstrucción her-
menéutica del mito desenmascara la pretensión absoluta de la arché y sus prin-
cipios primordiales como ilusión dogmática. Lo hace incluso, o precisamente, allí
donde la razón tecnocientífica se legitima deductivamente a partir de un principio
lógico de identidad que presupone aquella misma arché. La crítica hermenéutica
la disuelve a partir de las genealogías mitológicas. Así como el descubrimiento del
40 origen religioso de la tragedia griega le abrió a Nietzsche el camino para su crí-
tica genealógica de la moral de la culpa, así también permitió analizar el proceso
de empobrecimiento de la experiencia humana en la civilización moderna. El ori-
gen ritual del drama griego, la genealogía moral del nihilismo cristiano y la crítica
del ascetismo lógico-trascendental de la razón pura son aspectos centrales de este
esclarecimiento genealógico a partir de los mitos y de la crítica de la civilización.
Este programático retorno al mito no sólo comprende un trabajo hermenéu-
tico. Frente a una civilización occidental que Nietzsche definía como decadente, la
conmoción mítica de la experiencia musical debía transformar la fuerza visionaria
de nuestros ojos de tal modo que ya no nos detuviéramos en la apariencia sensi-
ble de las cosas, en el sentido de esta “gnoseología inferior” bajo cuya categoría
Baumgarten (y en general, la teoría estética moderna del siglo XVIII y el esteti-
cismo posmoderno del siglo XX) ha rebajado la experiencia sensible y emocional,
la aisthanesthai. Nietzsche concebía esta experiencia y este conocimiento míticos,
más bien, como el medio que permitía sumergir la presencia física de los seres en
sus ritmos vitales profundos, y participar de su voluntad y su conciencia, y de sus
emociones e instintos. “El fluir de las pasiones, la lucha de los intereses, el bullir de
las voluntades y la inconsciencia de las pulsiones” (“Strom der Leidenschaft, Kampf
der Motive, Wallungen des Willens, unbewusster Regungen […]”); ésas son las
categorías que señalan el resurgimiento del mito en la tragedia musical, así como
en las grandes obras de la literatura y el arte modernos (Nietzsche, 1954: 120).
Recuperación hermenéutica, literaria y artística, y también psicológica, de
las mitologías como conocimiento genealógico de una memoria profunda, no

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como construcción propagandística o lógica de un principio absoluto y opaco, que


regule y se manifieste en todas las cosas en un eterno síndrome de repetición neu-
rótica; hermenéutica mitológica entendida como anamnesis y genealogía; escla-
recimiento mitológico como proceso de purificación y liberación de ese mismo
“fluir de las pasiones”: ésos fueron, asimismo, los puntos focales de la etiología de
las neurosis, de la interpretación de los sueños, así como de la teoría del incons-
ciente y la crítica de la cultura desarrollados por los pioneros del psicoanálisis.
En 1897 Freud escribió a Wilhelm Fliess en este sentido: “[…] se comprende la
arrolladora influencia de Edipo Rey […] la saga griega capta una compulsión que
todo el mundo reconoce por haber sentido su existencia en sí mismo. Cada uno
de los espectadores ha sido alguna vez un tal Edipo de manera embrionaria y en
su fantasía, y todos se estremecen frente a esta realización onírica [Traumerfü-
llung] presentada en la realidad, con todo el peso de la represión que separa su
estado infantil del actual” (Freud, 1986: 293 [15-10-1897]). Una nueva perspectiva
reflexiva se abría con este sencillo descubrimiento.

*** 41
La fascinación y el retorno al mito han abrigado muy diferentes aspectos a lo
largo de la historia moderna de Occidente. Uno de ellos es el restablecimiento
terapéutico del poder inherente a la unidad originaria del discurso y el ser, el afán
desesperado por enraizar al moderno humano-sin-carácter en una arché sagrada
donde poder fundar y fundamentar (gründen und begründen) un renovado orden
social y psicológico, político y filosófico. Klaus Heinrich señaló a este propósito
el “fundamento mitológico” en el que se sustentaba el concepto de existencia de
Heidegger. Y subrayaba un aspecto que el heideggerianismo rara vez ha puesto
en cuestión: la declaración en Sein und Zeit de que el “alejamiento del origen”,
todo lo que sea un desprendimiento y separación del ser arcaico, significa una
“degeneración ontológica”. Su consecuencia se encuentra al alcance de la mano:
es necesario y urgente volver a las fuentes puras de los orígenes para restaurar el
perdido sentido del ser.
Uno de los significados ostensibles que adquirió esta fascinación de los orí-
genes míticos en el contexto de las guerras europeas del siglo pasado, y de los
nacionalismos imperialistas que alimentaron, fue un letal fanatismo. En su crítica
de esta “caída” en el fundamentalismo mítico de los orígenes, y en su análisis de
la función fundadora y fundamentadora del mito, Heinrich señalaba el culto del
“Blut und Boden”, de la “sangre y la tierra”, en el nacionalsocialismo alemán. Y
puso de manifiesto la relación íntima, a la vez política y metafísica, entre la funda-
mentación mitológica del ser y del poder de los orígenes, y la identidad de raza y
territorio y poder (Heinrich, 1983: 22 y ss.).

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La construcción del mito como origen primordial, los cultos de una arché
mitológica y el regreso regenerador o redentor a la arché mítica, los signos de
identidad que sostienen mágicamente la integridad de un ser originario y la resis-
tencia fanática contra todas aquellas fuerzas, ideas e instancias que atenten contra
el poder fundamentalista de este principio primordial vuelven a ser hoy fenóme-
nos tan extendidos como los cultos del Blut und Boden del siglo pasado. Son fenó-
menos sociales que se alimentan de la angustia ante la pérdida de identidad y de
ser ligada a los procesos de internacionalización o globalización que atraviesan la
modernización y racionalización tecnológicas, el control administrativo/electró-
nico de todos los aspectos de la existencia humana y la expansión transterritorial,
transnacional y transcultural de los poderes financieros, militares y mediáticos del
capitalismo corporativo. El “humano abstracto” carente de “un originario asiento
firme y sagrado”, su “educación abstracta” y su “abstracta eticidad”, el “derecho abs-
tracto” y el “abstracto estado” configuran aquella estructura interiormente vacía
que la sociología y el psicoanálisis de comienzos del siglo XX diagnosticaban como
neurótica. Y ese “humano desmitificado, eternamente hambriento, que cava y
42 revuelve bajo todos los tiempos pretéritos en busca de raíces” y su conciencia de
una “pérdida del mito, la pérdida de la morada mítica y del mítico seno materno”
–por recordar una vez más las palabras de Nietzsche–, encuentra de pronto en
estos fundamentos y fundamentalismos míticos la prueba sagrada de su autentici-
dad existencial, y una última garantía de su identidad y entidad.
Todo ello puede aducirse, y se aduce efectivamente, en contra del mito,
contra la memoria mitológica, contra la síntesis de literatura y mito, y contra la
reflexión filosófica, artística y literaria en la mitología y a través de ella. Todo ello
se ha invocado a favor de las racionalidades formales, ficcionales y funcionales, y
todo ello se ha invocado en beneficio de la reducción y control gramatológicos de
las memorias mitológicas y de las formas de vida ligadas a estas memorias. Todo
ello se ha argumentado contra la memoria genealógica y las posibilidades esclare-
cedoras del mito (Heinrich, 1983: 98).
En la correspondencia entre Karl Kerényi y Thomas Mann de los años de las
guerras europeas del siglo pasado, uno de los motivos dominantes era esta doble
faz del mito como principio fundamentalista de identidad y, al mismo tiempo,
como hermenéutica y genealogía de la cultura moderna y de su crisis. En una de
esas cartas, Mann formuló todo un programa en este sentido: “Es preciso arreba-
tarle el mito al fascismo intelectual y darle una nueva función humana”. Es muy
relevante este mot d’ordre, justo por su actualidad: poner en cuestión hermesia-
namente los mitos del “fascismo intelectual”. Este fascismo intelectual –que hoy
construye el poder global de una economía electrónica y un deslumbrante espec-
táculo global materialmente suicidas– es precisamente aquel punto de conver-

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gencia del sistema deductivo binario del logos civilizatorio con la órbita de una
“razón mitológica” como arché gramatológicamente construida y virtualmente
ritualizada de un poder universal y absoluto. Repito las palabras de Mann: “Es pre-
ciso arrebatarle el mito al fascismo intelectual” para recuperar prometeicamente
su fuego robado bajo “una nueva función humana”.
Thomas Mann formuló, asimismo, la necesidad de asociar la literatura, la
psicología y la ciencia de las religiones para conseguir semejante transformación
reflexiva y humanizadora del mito. Ésta era, en primer lugar, la asociación que, en
aquellas circunstancias históricas de los fascismos industriales y sus guerras, cris-
talizaba como vínculo de simpatía y colaboración intelectuales entre Carl Gustav
Jung, Karl Kerényi y el propio Thomas Mann. Pero el vínculo de unión entre la
psicología profunda, las ciencias de la naturaleza o la ciencia de las religiones y,
al mismo tiempo, la literatura y el arte es lo que define el concepto y la tradición
hermenéuticos de la filosofía moderna desde Vico y Herder. Se trataba de rescatar
al mito y reformularlo hermenéutica y hermesianamente como medio de huma-
nización de la cultura. “Desde hace tiempo ya no hago otra cosa”, concluyó Mann
(Mann y Kerényi, 1960: 100). 43
El punto de partida negativo de Mann eran el recorte, el adelgazamiento
y la anulación de la conciencia individual en la cultura corporativa y totalitaria
del siglo XX. Su punto de partida era el “rencor contra el desarrollo del cerebro
humano”. Mann describía una “autonegación” (Selbstverleugnung) del individuo
y hacía una seria advertencia sobre “un movimiento hostil a lo intelectual” (eine
intellektfeindlichen Bewegung), probablemente más actual hoy que ayer. Al mismo
tiempo, anticipaba que las últimas consecuencias de este antiintelectualismo
serían “brutalmente antihumanas”. Frente a este proceso de “degeneración” del ser
de la existencia, del “Sein des Daseins”, también Mann señalaba un retorno al mito
como su propio y real camino literario: justo en la época en que escribía su novela
de un moderno Hermes: Felix Krull.
Thomas Mann formulaba este retorno al mito en cuanto a un abandono
de lo que llamaba “individualidad burguesa”, es decir, de la degeneración de
esa “conciencia moderna” que ya habían anunciado anteriormente Nietzsche
y Freud. Pero también señalaba una dimensión ulterior: había que abandonar
a este viejo sujeto “burgués” para poder crear la forma literaria y artística de
una existencia humana que fuera afirmativa, erótica y radiante. Concibió una
forma literaria que fuera la epifanía resplandeciente de una nueva conciencia
hermesiana. El retorno al mito no significaba para él, como tampoco lo fue
para Arguedas, Mário de Andrade o Juan Rulfo, ni una regresión esencialista y
dogmática a un principio petrificado del ser, ni tampoco el recurso y el método
de una cocina literaria realmaravillosa. Significaba, por el contrario, el camino

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reflexivo en busca de una realidad plástica y creadora en la que pudiera desa-


rrollarse o formarse (bilden) la dañada existencia humana.
Lo mítico es lo universal y es lo supraindividual. Pero lo es en un sentido
humano, en un sentido que abraza la totalidad de la existencia individual y de la
humanidad. Y lo es en un sentido genealógico, reflexivo y esclarecedor. Mito no
es la construcción virtual de una arché quintaesencial dotada de falsos poderes
mágicos y sistemas eficientes de control y dominación capaces de reducir el
mundo a un principio universal y absoluto de repetición técnica y compulsiva
indefinida bajo la bandera de un final de la historia y de otros finales. En lo
mítico buscamos un fundamento genealógico, dinámico y metamórfico para
nuestro ser; buscamos el reconocimiento creativo y reflexivo de nuestra huma-
nidad; y buscamos una fuerza capaz de transformar nuestra condición histórica
en un sentido humano. No otra es la función de la verdadera obra musical,
literaria y artística (Mann y Kerényi, 1960: 40 y ss.).
Pero esta concepción reflexiva de las mitologías como símbolos, expresio-
nes y acciones dramáticas que comprenden la totalidad de la existencia humana,
44 y el retorno al mito como autoesclarecimiento del sujeto o de la “individualidad
burguesa” hasta la plena disolución de su falso principio de identidad y poder,
han sido preventivamente eliminados por la racionalidad estructuralista y poses-
tructuralista, y por las epistemologías de la razón instrumental. Y existen agendas
más ocultas todavía que tienden a disolver administrativamente aquella unidad
reflexiva y poética de psicología, estética y religión que formulaba Mann.

***
Ni Vico, ni Herder, ni Freud contemplaban el mito como ficción, representación
o relato, y mucho menos como signo, texto o estructura gramatical, y nunca
como representación falsa o conocimiento incompleto de la realidad. Tampoco
estudiaron los mitos como construcciones absolutas de una esencia arcaica y un
poder primordial. Por el contrario, a lo largo de su trabajo hermenéutico todos
ellos restablecían una relación genealógica y anamnésica entre mito y los estratos
más remotos de la historia cultural de la humanidad, entre mito y la profundidad
de la psique humana, y entre mito y el orden metaf ísico y cosmológico del ser.
Es de nuevo Nietzsche quien señala en dirección a esta dimensión reflexiva del
mito: “Una especie de omnisciencia, como si la fuerza visual de sus ojos ya no
fuera meramente una superficie, sino que pudiera penetrar en lo interior, y como
si, con ayuda de la música, pudiera ver la efusión de la voluntad, la lucha entre
motivos y la corriente agitada de las pasiones de una manera sensible, cual caudal
de líneas y figuras en movimiento, y como si, en fin, pudiera sumergirse en la pro-
fundidad de los más delicados secretos de las pulsiones inconscientes”. Éste era,

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en primer lugar, el significado de la arché mitológica como fundamento creador


de la cultura, del mito como forma de pensamiento y del mito como “iluminación
[leuchten] de la vida” (Nietzsche, 1954, t. I, p. 120; t. III, p. 334).
No estamos frente a una falsa ciencia, ni ante una ficción arbitraria. Nos
encontramos en medio de emociones, símbolos y acciones, y junto a sus expre-
siones artísticas capaces de revelar la historia genérica del ser humano. Su sig-
nificado es al mismo tiempo genealógico, anamnésico y etiológico porque los
mitos establecen un vínculo profundo entre la obra de arte y literaria, y las
memorias culturales de los pueblos, y, a través de ellas, con la propia existencia
humana considerada psicológica, filosófica e históricamente.
Una de las primeras definiciones genealógicas del mito bajo esta perspectiva
a la vez psicológica y esclarecedora la formuló Karl Abraham en 1909: los mitos
debían interpretarse lo mismo que los sueños, eran al mismo tiempo los relatos
de la historia emocional profunda del individuo y la memoria viva de la especie
humana (Abraham, 1913: 12 y ss.). Su interpretación del mito de Prometeo
puede destacarse en este sentido. No fueron menos ejemplares los estudios de
Otto Rank sobre los mitos del héroe, los de Erich Neumann sobre los cultos de 45
la Gran Madre, así como la amplísima investigación de Carl Gustav Jung. En
todos estos análisis, los relatos míticos han proporcionado modelos de inter-
pretación de la realidad, y son un necesario punto de partida metodológico
para la comprensión de transferencias emocionales y simbólicas profundas, y
el fundamento hermenéutico para la anamnesis y terapia clínicas.
No sólo no se denunciaba ahora el mito como una fantasía y un principio
resistente a la luz del logos, y a la objetividad y universalidad de la construcción
científica de la realidad. Lo que el psicoanálisis llevó a cabo en este sentido fue
la inversión de aquella ecuación común a la teología cristiana y la epistemología
positivista según la cual el mito era una ficción arbitraria y una falsa ciencia. A
partir del psicoanálisis del círculo de Freud, los mitos se han reintegrado en el
orden del logos, revelaban su historia reprimida y oculta, señalaban los límites
de su legitimación epistemológica y cuestionaban el carácter opresivo, empo-
brecedor y decadente del proceso civilizatorio. El mito se convertía en el punto
de partida de una crítica de los límites de la razón instrumental y su destino,
y esta reflexión en y a partir del mito ponía de manifiesto, por vez primera, el
carácter “mítico” de la racionalidad tecnocientífica, en aquel mismo sentido
negativo de la palabra que la teología cristiana y su secularización raciona-
lista habían esgrimido en su contra: la resistencia de la episteme científica a la
reflexión hermenéutica de sus propias premisas, de sus propios presupuestos y
de sus propias prepotencias lógicos, antropológicos, económicos o culturales;
la obstrucción del logos a su propia anamnesis simbólica, emocional y mito-

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lógica; y la opacidad de principios fundamentales y absolutos de poder y de


imperio necesariamente vinculados a esta resistencia antirreflexiva de los
presupuestos arcaicos de la razón.
La crítica del fetichismo de la mercancía de Karl Marx constituye a este
propósito un modelo hermenéutico tan revolucionario como el que cristalizó
más tarde en el psicoanálisis. Das Kapital desentrañó el significado misterioso
y místico de una categoría fundamental en la economía política moderna: el
valor de cambio. En su visión de los procesos racionales de separación del
obrero de la comunidad humana y de la naturaleza, y de subordinación a una
disciplina coercitiva, y en su análisis de la volatilización final de su trabajo y
su existencia individuales en la trascendencia secularizada de un virtual valor
monetario y la acumulación de capital, Marx puso de manifiesto una subes-
tructura ritual. Su crítica del valor “sacramental” del dinero y del misticismo
que rodeaba el concepto científico de valor de cambio (valor sacramental y
misticismo del dinero de hondas raíces en la Institutio Christianae Religionis
de Calvino y del subsiguiente legado monetarista del calvinismo) ponía al
46 descubierto el fundamento del sacrificio ritual en el centro de la racionalidad
económica capitalista: sacrificio del ser en aras de una redención trascen-
dente en un reino de valores tan intangible como el credo y el crédito mone-
tario universal (Kurnitzky, 1974: 133 y ss.).
La redefinición crítica del mito en la filosof ía, el psicoanálisis, la antropo-
logía y las ciencias de las religiones no sólo lo ha liberado de su confinamiento
teológico y epistemológico en el reino de las tinieblas, sino que ha despertado
sus memorias dormidas como punto de partida de la crítica de la civilización
industrial. En el análisis de la propaganda totalitaria y de la organización ins-
trumental de las masas que Horkheimer y Adorno expusieron en Dialektik der
Aufklärung, mito y logos ya no se oponen como categorías excluyentes, sino
que definen un campo de mutuos intercambios. El mito de Ulises y las sirenas
señala la subestructura mitológica de racionalización de un proceso civilizato-
rio represivo sobre la memoria y la sensibilidad humanas. Los procesos instru-
mentales de uniformización y manipulación sociales ponen al descubierto el
orden tecnocientífico de la sociedad capitalista como una racionalidad sacrifi-
cial y un logos patriarcal. Aquel mismo carácter ilusorio y opaco que la teología
de Orígenes y la epistemología de Bacon atribuyeron a los mitos –respectiva-
mente, como ídolos ficticios y enemigos reales, ya fuera del verbo divino, ya del
logos empírico-crítico– se volcaba ahora contra ellos, poniendo en cuestión sus
respectivas limitaciones hermenéuticas, o su misma falsedad.
Klaus Heinrich ha conducido este detournement de la “dialéctica de
mito y logos” a su última consecuencia: la reconstrucción crítica del principio

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elemental de esta racionalidad científica, la lógica deductiva, como una dis-


frazada genealogía mito-lógica: “El núcleo de esta lógica es la genealogía,
y esto quiere decir: esta lógica se fundamenta en la constitución espiritual
de los orígenes míticos” (1983: 13). A partir de esta perspectiva genealógica
Heinrich expone la formación del logos occidental, desde Parménides y Pla-
tón hasta Husserl, como una titánica empresa de construcción de un princi-
pio abstracto del ser, una arché absolutamente inmune al concepto mitoló-
gico de la vida y la muerte como mezcla de todo lo que existe, se transforma
y perece. En esta misma medida desnuda el logos occidental a partir de su
principio excluyente de identidad y de ser, que paga su carácter absoluto al
precio de reprimir (verdrängen, en el sentido psicoanalítico de un proceso
de desplazamiento y exclusión de representaciones y procesos psíquicos) la
reflexión sobre la existencia humana inmersa en los procesos dinámico y
creador de la historia y la naturaleza de los que da cuenta el pensamiento
genealógico del mito.
Semejante crítica del logocentrismo no significa elevar a todos y cua-
lesquiera mitos al principio opaco de las cosas divinas y humanas, ni mucho 47
menos otorgarles el significado de un firme principio. El objetivo de la crítica
genealógica es esclarecedor, en el mismo sentido en que es esclarecedora la
anamnesis de Freud o la genealogía de Nietzsche. Parte de las mitologías y los
mitologemas, y sus expresiones religiosas, literarias y artísticas como memo-
ria, reflexión y experiencia de la existencia humana en un sentido ontológico
e histórico, y en un sentido psicológico y artístico. Es este propósito reflexivo
y crítico el que permite desentrañar el carácter excluyente y unilateral del
logos teológico o epistemológico. El pensamiento genealógico comprende las
mitologías, y sus expresiones literarias y artísticas, como aquella memoria de
la humanidad capaz de explicar y dar a comprender los límites y los conflictos
inherentes al logos de la civilización, en una época en la que sus legitimacio-
nes epistemológicas han entrado, lo mismo que ayer sus dogmas teológicos,
en abierto conflicto con el desarrollo humano y con su supervivencia misma
(Heinrich, 1983: 19, y Heinrich, 1981: 57).

M i m e si s ve rs u s i m i tati o

Los significados de mimesis


Mimesis se traduce como imitatio (Platón, Leyes, 798 d; República, 597 D, 603-
605). En la República y en el Sofista, Platón explicó el significado de mimesis
en los términos de semejanza, en cuanto a la forma, el color y el sonido. En su
Poética, Aristóteles equiparó al pintor y al poeta con el eikonopoiós, el “produc-

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tor de imágenes”, y definió a ambos indistintamente como mimetés, en el sen-


tido de imitadores o simuladores (Aristóteles, Poética, 1460 b). La concepción
y la construcción ideal de la obra de arte según Leonardo o Durero, ya se tra-
tara de la teoría de la perspectiva o de la creación de una proporción áurea del
cuerpo humano, giraban en torno a las leyes geométricas y matemáticas de la
percepción visual y su reproducción imitativa. En la obra literaria de Zola o en
la pintura de Ingres este concepto imitativo de lo mimético se institucionalizó
como realismo científico o positivista.
Las llamadas vanguardias históricas del siglo XX radicalizaron esta reduc-
ción de mimesis a una imitación simple definida como reproducción inme-
diata de la apariencia sensible o del reflejo especular de las cosas. La teoría de
la abstracción radicalizó esta identidad de mimesis e imitación por vía de su
negación. En su ensayo sobre el cubismo, Guillaume Apollinaire dictaminó que
el arte había sido hasta entonces imitativo, pero que el nuevo artista creaba a
partir de la nada. Pintores como Malevich o Mondrian opusieron diametral-
mente este poein artístico, confundido con la concepción mitológica y teológica
48 de una creatio ex nihilo, a la mimeisthai considerada como imitación simple.
Para estos autores y autoridades, la nueva estética no partía de una experien-
cia “mimética” sino de una “producción poietica”, unilateralmente opuesta a
aquélla. Críticos como Daniel-Henry Kahnweiler y pintores como Juan Gris
suplantaron este principio abstracto de la creación artística por la concepción
de la obra de arte como síntesis trascendental de formas geométricas y cate-
gorías visuales puras. Con ello rebajaban el concepto estético de mimesis a la
expresión más trivial de una reproducción inmediata o “mecánica” de lo real3.
No había que abrazar “un arte imitativo, sino un arte conceptual”, rezaba
el eslogan antiestético de Apollinaire, luego reiterado ad nauseam por la
máquina académica a lo largo de todo el siglo XX (Apollinaire, 2004: 25). Lo
que este dictado de la abstracción escondía bajo la mesa no es menos impor-
tante que su exaltación de un orden absoluto de formas puras: la degrada-
ción de la experiencia individual y artística, necesariamente vinculada a una
experiencia sensible, f ísica y expresiva, pero también intelectual y espiritual.
El rechazo de este concepto mutilado de mimesis ha sido la conditio sine qua
non de las antiestéticas del siglo XX. Y cómplice del ascetismo antiartístico
desde Duchamp hasta Derrida.
La cruzada antiestética contra la mimesis no puede comprenderse en
toda su eficacia y profundidad sino es a partir de su relación íntima con un

3 Kahnweiler fue el primero en formular sistemáticamente esta concepción lógico-trascendental de la nueva


estética antimimética (Kahnweiler, 1920: 20).

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principio de abstracción que define per essentiam el arte civilizatoriamente


investido de moderno. Contra la mimesis degradada a función reproduc-
tora, las vanguardias modernas invocaban programáticamente el postulado
absoluto de la abstracción como forma inmaterial y lenguaje por derecho
propio. El arte, según Apollinaire, o bien era imitativo como los monos, o
bien era conceptual y abstracto como los dioses. Y el nuevo artista no tenía
otra opción que compararse con esos dioses creadores a partir de la nada
que anunció pomposamente en el “Prólogo” de su manifiesto cubista. La
antiestética posmodernista no añadió a este dictado de la avant-garde con-
tra la mimesis más que los constituyentes de una retórica de arrière-garde:
la mimesis fue redefinida, una vez más, bajo el absurdo concepto de una
“reproducción mecánica”, a la que la estética gramatológica oponía la “repre-
sentación sin referente” y la “producción de nuevos referentes”: las realida-
des virtuales anunciadas por la teoría cubista del collage y el montage como
técnica f ílmica de producción industrial de simulacros financieros y comer-
ciales, y propaganda totalitaria (Ulmer, 1983: 87 y ss.).
Filippo Tommaso Marinetti ya había proclamado las “parole in libertà”: 49
una poética de palabras liberadas de toda función gramatical y de signos sin
referente. André Breton introdujo un referente delirante a los signos visua-
les del cartesianismo constructivista y neoplasticista en la llamada escritura
automática. La lógica analítica de Frege y Wittgenstein, así como el estruc-
turalismo, reinstauraron las categorías de un lenguaje sedicente de lo real,
pero constituyente de realidad. Todo ello relegaba la experiencia mimética
a una categoría cognitiva inferior y descartable. Mimesis era imitación; se
identificaba con el naturalismo y el realismo de la literatura y la pintura del
siglo XIX, y sus dimensiones locales y funciones subalternas se postulaban
como superadas y suprimidas por las categorías visuales puras, y los lengua-
jes universales y globales de la abstracción cubista, neoplasticista o cons-
tructivista, del collage y el montage f ílmicos de realidades virtuales, de las
estéticas y esteticismos del espectáculo, y de las ficciones realmaravillosas,
como su última expresión poscolonial.

***
¿Pero son sinónimos mimesis e imitatio? ¿Deben oponerse entre sí la abstrac-
ción y la mimesis como categorías antagónicas? ¿No presupone esta identifica-
ción de mimesis y realismo una limitación de la experiencia estética y, con ella,
del significado del arte y la literatura? ¿No designa mimesis una relación íntima
en la que el ser perceptor y la realidad percibida confluyen en una unidad fun-
damental en la que las separaciones de sujeto y objeto, de signo y referente, de

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sistema categorial y realidad objetiva, simplemente no tienen lugar? ¿No perte-


nece el concepto de mimesis a una esfera de la experiencia humana en la que lo
sensible y lo suprasensible, lo ritual y lo intelectual, y lo mítico y lo mágico, se
integran creativamente en medio de la experiencia ejemplar de la propia exis-
tencia humana y de la realidad?
La definición común de mimesis como imitación de la realidad ignora la
complejidad que envuelve el concepto de realismo en la historia de la filosof ía
occidental. Ya las epistemologías científicas modernas –y la filosof ía trascen-
dental de Kant debe mencionarse en primer lugar– pusieron unívocamente de
manifiesto que tal cosa como una imitación simple de lo real es una falacia. El
realista más apasionado tiene que admitir las formas, los esquemas, las categorías
y las epistemes diferentes por medio de los cuales lo “real” ha sido “imitado” a
lo largo del tiempo, ya sea en las artes plásticas, en la literatura o en las ciencias
empíricas. En su obra clásica sobre la mimesis en la historia literaria de Occi-
dente, Erich Auerbach había precisado por este mismo motivo diferentes “niveles
de representación”, una categoría que permite incluir una infinidad de formas
50 literarias tan dispares entre sí como el relato de su experiencia con peyote de
Aldous Huxley, en un extremo, y las escrituras digitalizadas y automáticas, en el
extremo opuesto. Auerbach se refería también a una experiencia mimética de la
realidad intensamente cambiante y expansiva en el mundo y la vida modernos.
Esta historicidad del concepto, así como de las prácticas culturales y cultuales de
la mimesis de lo real, y sus respectivos cambios y diferencias de intensidad, reco-
rren sus expresiones artísticas y rituales, y afectan por igual a las más variadas
construcciones categoriales y sistémicas a lo largo de la historia de las ciencias
y las epistemologías científicas poscopernicanas, y a lo largo de la historia de las
formas musicales, plásticas y literarias (Auerbach, 1968: 554 y ss.).
El concepto mismo de realidad está subordinado a un sistema de categorías
epistemológicas, valores morales y principios metaf ísicos. Es radicalmente dife-
rente el sentido cognitivo, expresivo y espiritual de la realidad que formularon las
filosofías de Spinoza o Goethe, del modelo lógico-matemático de conocimiento
inspirado por Descartes, Newton o Kant. Los primeros comprendieron el mundo
natural y humano como una realidad fluida y dinamizada por la energía de una
anima mundi. La realidad de la física newtoniana era mecánica. La de la filosof ía
trascendental es objetiva. El naturalismo concibe una realidad sensible, especu-
lar e intelectual y expresivamente plana. El realismo psicológico de Rembrandt
posee una dimensión espiritual a flor de piel que el realismo político de Grosz
desencaja y transforma en un mundo mitológico grotesco y expresionísticamente
atormentado. El realismo plástico de estos pintores capta una dimensión espiri-
tual y psicológica de la realidad sensible que es intangible e inimitable.

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Gustave Courbet, Mujer con papagayo (129,5 X 195,6 cm).
Metropolitan Museum, Nueva York.

La pintura de Courbet representa la culminación del realismo del siglo


XIX europeo. La intensidad de este realismo se manifiesta en las texturas de sus
paisajes y figuras, en la intensidad expresiva y la variedad tonal de su colorismo
y en la lógica constructiva de sus composiciones. Pero la luminosidad vibra a
flor de piel en sus desnudos femeninos, y ello les otorga una intensidad erótica
misteriosa. Al mismo tiempo, esta misma luz ilumina desde su interior el agua,
el aire y la tierra que rodean a estas figuras. Sus cuadros son re-presentaciones
realistas. Pero la construcción plástica de sus texturas, colores e intensidades
luminosas les otorga una autonomía y fuerzas propias, por oposición a la cons-
trucción objetiva de la naturaleza newtoniana o kantiana. Mimesis es la capta-
ción sensible de esta fuerza seductora o energía vital que reconocemos en una
fuente de agua, en las crestas espumosas de una ola marítima o en la sensuali-
dad de los senos desnudos de una diosa. La experiencia mimética comprende
su percepción a la vez emocional y espiritual, y sensible e inteligible, en un sen-
tido ontológicamente diferente de la reproducción mecánica de un fenómeno
natural, su determinación objetiva a partir de categorías lingüísticas y esque-
mas formales, o bien su imitación especular como pura apariencia sensible.
En su legado didáctico y ensayístico, Klee insistió en el carácter abstracto de
su pintura y en la estética de la abstracción que rige sus técnicas, materiales y cate-
gorías formales. Son célebres sus aforismos que definen la pintura como visuali-

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zación de lo invisible y que insisten sobre el carácter temporal del espacio y sobre
la naturaleza constructiva de la pintura (Klee, 1976: 118 ss., 130). Sin embargo, no
es un pintor surrealista, ni mucho menos constructivista o deconstructivista. Su
concepto de abstracción y de construcción formal no parte del mito creacionista
de una realidad ficcional y ficticia de simulacros o de lenguajes sin referente, sino
“de los caminos del conocimiento de la naturaleza”. Su concepto de abstracción y
construcción estéticas no supone un principio lógico-trascendental de constitu-
ción de una segunda naturaleza como realidad técnica o simulación imaginaria,
al contrario de Mondrian y de Breton. La teoría de la abstracción de Klee arranca
de la experiencia mimética (Klee, 1956: 63).
El concepto de mimesis comprende una experiencia al mismo tiempo
sensible y suprasensible, y material y espiritual. Percibimos sensorialmente la
presencia f ísica de las cosas y, al mismo tiempo, participamos ontológicamente
de su misma realidad sustancial. Nuestra visión ocular es aérea y luminosa. En
esta misma medida, está desprovista de la materialidad táctil de lo cósico. Pero
esta percepción visual no puede deslindarse de la materialidad de la naturaleza
52 y el cosmos. La captación intelectual de formas, ritmos y equilibrios tonales, y
la configuración de un orden geométrico y musical, no pueden separarse de su
percepción mimética, y la mimesis de esos colores, ritmos y formas está indi-
solublemente vinculada, a su vez, a una comprensión abstracta y metaf ísica de
nuestra experiencia.
No llamamos mimesis a la percepción de una realidad que se presenta
de una manera inmediata a su percepción sensible. Esa percepción y com-
prensión intelectual “inmediata” y “f ísica” o “sensible” simplemente es impo-
sible porque la percepción sensorial no constituye un departamento lógico-
trascendentalmente o gramatológicamente segmentado, separado y segre-
gado de nuestra imaginación y nuestra comprensión intelectual del mundo.
Tampoco llamamos mimesis a aquella percepción sensible mediada por las
categorías racionales de tiempo y espacio, y causa y efecto, que instauraron
la f ísica de Newton, la epistemología científica de Kant y la fenomenología
de Husserl. Mimesis es más bien aquella experiencia a la vez sensible e inte-
lectual de la realidad de los seres que nos estremece emocionalmente con
una intensidad específica, experiencia que es interna a nuestra existencia
individual, y que reconocemos al mismo tiempo como más profunda que
nuestra conciencia individual. La reducción de la experiencia mimética a una
pura actividad sensorial, mecánica y especular, desprovista de toda dimen-
sión emocional, cognitiva o espiritual, es una invención de la antiestética de
la avant-garde tecnocéntrica del siglo XX y de la arrière-garde antiestética
de su etapa terminal.

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Los ritos llamados de “contigüidad” y la magia “simpatética” son un aspecto
esencial de la experiencia mimética (Malinowski, 1948: 56; Mauss, 1972: 93).
Pero lo que vincula a ésta con la magia no es tanto esta “contigüidad” y “sim-
patía” en el original sentido alquímico de esas palabras como el “nexo esencial”
entre el sujeto y el objeto en el que se fundan. Este nexo es al mismo tiempo sen-
sible y suprasensible, y material y espiritual. La magia es un sistema de cono-
cimientos y acciones humanos que tratan de comprender, utilizar y modificar
esta relación esencial y sustancial, y f ísica y espiritual, que une al humano con
los seres de la naturaleza y el cosmos. Y la mimesis es la experiencia esencial
de esta interacción que atraviesa las fronteras de lo sensible e inteligible, de lo
subjetivo y objetivo, y de lo individual y lo cósmico.
En un ensayo sobre el origen chamánico de la orfebrería antigua de la región
amazónica y las montañas colombianas, Gerardo Reichel-Dolmatoff explicaba la
fuerza mágica de sus joyas, espejos y lentejuelas de oro a partir de una concepción
mitológica y una experiencia ritual que pueden ayudar a esclarecer el significado
de este concepto de mimesis. Hasta el día de hoy, las cosmologías colombianas 53
precoloniales y, por extensión, las culturas andinas y amazónicas relacionan ener-
gética y mitológicamente el oro y su misterioso brillo con el resplandor solar. El
culto milenario del oro de sus culturas es inseparable del culto solar, así como del
orden mágico del cosmos ligado a ese culto. Este vínculo se pone de manifiesto
a través del mito de un oro femenino fertilizado por el rayo fálico del sol en un
espacio sagrado asignado para esta unión mágica. La palabra contemporánea “oro
santo” designa precisamente el resultado de esta fecundación cósmica cristalizada
en las placas de la orfebrería áurea colombiana y andina.
Pero Reichel-Dolmatoff describe también la situación en la que esta unión
sexual sagrada de la luz solar con el oro se celebra ritualmente como iluminación
mágica de la comunidad humana que la asiste: “El proceso de adornarse mutua-
mente dura varias horas y se efectúa en presencia de cuatro sacerdotes menores
quienes personifican a los Señores de los Puntos Cardinales. Finalmente se extinguen
los fogones y todos permanecen en silencio, en la oscuridad. Es entonces cuando los
dos personajes que representan Sol y Luna, y los Cuatro Señores de los Puntos Car-
dinales consumen simultáneamente un alucinógeno. En ese instante, según cuentan,
se ilumina el interior del templo de una gran luz, no la de los fogones, sino la ilumi-
nación individual interna causada por la droga. –Es entonces cuando comienza a
brillar el oro, dicen los indios. –Se ven brillar los colmillos de oro de las máscaras, los
brazaletes, los pendientes. Después de un rato desaparece la visión, y en la oscuridad
y el silencio sigue luego un baile solemne acompañado por un canturreo casi inaudi-
ble, que se continúa hasta el amanecer” (Reichel-Dolmatoff, 1988: 19).

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El concepto de mimesis define este vínculo fundamental con los seres a


partir del cual es posible establecer y comprender la relación mágica, el fenómeno
del trance y otras expresiones religiosas del espíritu humano. Y el relato de Rei-
chel-Dolmatoff no puede ser más esclarecedor en cuanto a sus momentos consti-
tuyentes. La vibración luminosa del oro en la oscuridad de una situación ritual que
revela su sagrado origen solar por medio de la ingestión de una sustancia vegetal, la
ayahuasca –que posee la capacidad de estimular aquella percepción a la vez sensible
y suprasensible, e interna y externa de la realidad–, es lo que llamamos experiencia
mimética. Es una visión interior, individual y subjetiva, pero es también una expe-
riencia objetiva, porque es compartida comunitariamente. Es una Urbild o imagen
primordial, y una Abbild, una imagen presencial reproducida, para parafrasear la
teoría del conocimiento de Goethe. Pero se podrían o se deberían recordar otras
referencias más importantes todavía. El “sol de medianoche” y la “luz ilimitada”
son experiencias iniciáticas relacionadas con los misterios, de las que Apuleyo dejó
constancia. También podría recordarse en este contexto la filosofía mística de la
luz de Suhrawardi. El resplandor de ese oro santo es al mismo tiempo material y
54 corpóreo, y es una “luz viva y al mismo tiempo autoconsciente porque es una luz
por sí misma”, por recordar sus palabras (Suhrawardi, 1999: 86).
Es frecuente descartar esta experiencia mimética en nombre de su carácter
“étnico”, y privarla bajo este título de toda dignidad estética. Ya había sido repudiada
y proscrita como rito diabólico por los misioneros coloniales mucho antes de que la
tradición racionalista la excluyera como superstición, y la antropología cartesiana
la clasificara como artefacto lingüístico. Aceptamos de mejor grado llamar mimesis
a la re-presentación sensible de este “oro santo” como objetos de una genérica y
aséptica “orfebrería” en las vitrinas de un banco nacional, y a su inerte reproducción
fotográfica en los catálogos y carteles publicitarios de instituciones semejantes. Pero
incluso esta versión empobrecida de la experiencia mimética no podría entenderse
en cuanto a su concepto más riguroso sino es a partir de aquella dimensión ritual,
física y metafísicamente más profunda de la experiencia religiosa.

L a p a nto m i m a sa gr a d a
En la historia de las ideas, la palabra mimesis posee significados ambiguos. El pro-
pio Aristóteles estableció una serie de distinciones nominales en cuanto al objeto, al
modo y al medio de esa llamada imitación mimética. Su definición de metáfora y de
analogía interpuso, además, una subsiguiente mediación en la teoría de la mimesis
entendida como “imitación”. Y en la discusión sobre la superioridad de la tra-
gedia sobre la epopeya, este filósofo criticaba el exceso de aparato de la primera
y comparaba la exageración en los gestos de los actores con la famosa mimesis o
imitación de los monos, lo que constituye un ulterior atributo de este concepto.

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Pero hay dos aspectos en la Poética de Aristóteles que, por sí solos, plantean
serias dudas sobre la unilateralidad de la traducción de mimesis como imitatio. Por
una parte, el filósofo asociaba la mimesis con dromenon, una acción “dramática”
cuyo origen histórico se remonta al ditirambo y los cantos fálicos, es decir, a una
manifestación de carácter ritual y mistérico; en segundo lugar, relacionaba la mime-
sis trágica con la purificación ritual, la katharsis. Son referentes intrigantes.
Sobre el origen del teatro griego a partir del culto a Dionisos, y de las dan-
zas y la música ligadas a sus rituales religiosos, debemos a Jane Ellen Harrison
un fascinante análisis. Pero quiero subrayar solamente su punto de partida: la
continuidad histórica y formal entre la acción ritual y la representación dramá-
tica. “It is the primitive art and poetry that come straight out of ritual, out of
actual ‘things done’, dromena”.
Harrison distinguió las cuatro mutaciones que comprende esta transición del
ritual al drama en la genealogía del teatro griego. Primero examinó la transforma-
ción física y funcional de su centro simbólico, la orquestra. Ésta era originalmente
un espacio circular de carácter sagrado que posteriormente se transformó en el
hemiciclo dedicado específicamente al coro. La segunda modificación espacial del 55
teatro griego afecta al escenario propiamente dicho, en el que inicialmente se ves-
tían los hierofantes, pero más tarde se convirtió en el espacio de la re-presentación
dramática propiamente dicha. El tercer cambio que da nacimiento al teatro griego
en su forma clásica afecta a sus participantes. Éstos no se distinguían, en la situación
ritual primitiva, entre actores y espectadores. Semejante diferenciación es un resul-
tado tardío, cuya expresión arquitectónica es la configuración del escenario como
espacio dramático específico, y la correspondiente separación física entre actores y
espectadores. Por último, estos cambios espaciales y físicos se traducen en la trans-
formación de la acción ritual primitiva (dromenon) en la moderna representación o
drama (Harrison, 1918: 36, 60 y ss.).
La orquestra era el lugar en el que se celebraban la danza y la música
ditirámbica a las que se refería Aristóteles. Y esta música y danza estaban aso-
ciadas con los cultos mistéricos, la posesión divina y el éxtasis místico. En este
contexto arcaico, mimesis no significaba imitación o re-presentación imitativa.
Por el contrario: estaba ligada a la acción ritual y a la experiencia transforma-
dora del trance. El hierofante no representaba a un dios. Era este dios mismo.
Sus movimientos se llamaban miméticos porque se confundían con la posesión
demónica y, por consiguiente, con la epifanía divina. La mimesis era la emana-
ción objetiva y la expresión subjetiva de esta realidad sustancial en la cual no
puede establecerse una separación entre lo humano y lo divino. Es la emana-
ción objetiva y la expresión subjetiva de una realidad primordial que asociamos
con el mito y la experiencia de lo sagrado.

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Walter F. Otto escribió respecto a esto: “En verdad, estas danzas eran ori-
ginalmente la expresión espontánea de una conmoción (Ergriffenheit) en la que
lo conmovedor y lo conmovido devenían uno. El dios o el poder demónico,
acompañado del animal sagrado y apareciendo incluso bajo su figura, trans-
formaba a los danzantes en imagen de sí mismo y en la revelación de su propia
divinidad a través de su presencia tremenda en la fiesta” (Otto, 1959: 413). En
estas danzas la mimesis no estaba ligada al significado estricto de reproducción
o representación de una realidad o una acción dadas, sino a la posesión demó-
nica, al éxtasis y a la transformación mágica.

We translate mimesis by “imitation,” and we do very wrongly –concluye Harri-


son–. The word mimesis means the action or doing of a person called a mime.
Now a mime was simply a person who dressed up and acted in a pantomime or
primitive drama. He was roughly what we should call an actor, and it is signifi-
cant that in the word actor we stress not imitating but acting, doing, just what
the Greeks stressed in his words dromenon and drama […]. (Harrison, 1918: 19)

56 En la Poética de Aristóteles se dice también que mythos es el fin (telos), el ori-


gen (arché) y el alma (psyche) de la tragedia. Pero este relato mítico o acción narrativa
de la tragedia tampoco puede reducirse a una imitación. Por el contrario, está atra-
vesado por la gravedad de fuerzas y conflictos que llamamos sagrados porque vincu-
lan las expresiones humanas bajo cualesquiera de sus formas y lenguajes individua-
les con una realidad general, profunda y primordial, que por eso mismo llamamos
divina. Sus actores y sus máscaras no son performáticos. Son sagrados. Están ligados
a las acciones rituales y a los fenómenos de posesión y trance divinos inherentes al
ritual. En la narración o actuación míticas la voz y la palabra, el movimiento cor-
poral, e incluso el atuendo y el gesto unen necesariamente lo emocional a lo real, lo
individual a lo comunitario, lo profano a lo sagrado, y lo sensible a entidades supra-
sensibles. Ninguna de estas características de la mimesis trágica puede subsumirse
bajo la categoría de imitación o re-presentación.
Es importante recordar que en sus Leyes Platón analiza la mimesis en relación
con las danzas rituales de las ninfas y los panes, y de los sátiros y silenos, y que define
de modo expreso una mimesis ligada a rituales de purificación e iniciación. Sin
embargo, una danza iniciática y purificadora no puede considerarse con rigor como
una re-presentación, y menos aún como una copia o una performance. La purifica-
ción y la iniciación entrañan una transformación del iniciando en un ser divino. Este
vínculo es ontológico. No es lingüístico, ni representativo, ni gramatológico.
En Ion, Sócrates ensalza al poeta y al hierofante como seres poseídos por los
dioses y distingue la experiencia de esta posesión (katekho) bajo la categoría del
entusiasmo (entheos) (Ion, 534 b). Sus himnos y sus ritmos son la expresión divina

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en un sentido que anticipa el concepto mistérico y místico del eros demónico, la


epopteia, y de su transformación en visión eidética en el Symposion. Tampoco esas
acciones dramáticas, ni esos himnos y rituales, ni las correspondientes experiencias
de trance, ni la visión noética asociada a ellos pueden reducirse a los constituyentes
de una imitatio (Jeanmaire, 1978: 306; Platón, Ion, 533 d y ss.).
Pero todavía hay que considerar un segundo tema estrechamente relacio-
nado con la definición aristotélica del drama griego: la katharsis. “La tragedia es la
mimesis de una praxis proba y perfecta […] que genera la catarsis de las afecciones”,
se dice en la Poética (Aristóteles, Poética, 1449 b). Esta catarsis se ha comprendido
predominantemente en un sentido psicológico, e incluso terapéutico y pedagógico.
Su reformulación freudiana ha acentuado todavía más esta dimensión psicoló-
gica, higiénica y clínica como purificación emocional y sublimación instintiva. Sin
embargo, la purificación ritual en la Grecia antigua, y los ritos de purificación en
todas las religiones, constituyen más bien un requisito para participar en los miste-
rios y poder manipular los objetos sagrados.
Esta dimensión ritual pone de relieve un aspecto diferente de la catarsis y, por
consiguiente, de la mimesis dramática llamada a suscitarla como su último propó- 57
sito. No se trata de una purificación y sublimación en un sentido psicológico o higié-
nico, aunque las prácticas de abluciones e inmersiones, o de abstinencias sexuales y
alimentarias, constituyan uno de sus aspectos simbólica y físicamente más ostensi-
bles. Ante todo, los rituales de purificación son la condición de la divinización y la
consagración humanas. La catarsis es el medio de la presencia humana de lo divino
o de posesión humana por lo divino. Y mimesis es la experiencia de esta unidad de
nuestra existencia con lo real en su aspecto sagrado o divino.
En el mimo o la pantomima sagrados, estas dos entidades, la catártica y la
transformadora, y la mimesis ligada a la realidad presencial de los seres, se funden en
una entidad única. Cierto que estas pantomimas entrañan la imitación más o menos
simple de un objeto, y comprenden los disfraces y las representaciones en un sentido
rigurosamente imitativo. Pero esta imitación, como todavía sucede en los rituales
hindúes en los que intervienen la música y la danza, estaba ligada a la ebriedad, al
éxtasis sexual y al trance. La pantomima constituía un ritual mimético que, a través
de la imitación de determinados ritmos musicales, movimientos corporales, colores
y sensaciones táctiles, posibilitaba la posesión mágica y, con ella, la transformación
del humano en un ser divino (Harrison, 1908: 156 y ss; 474 y ss.).

L a t r av e sí a d e l se r
João Guimarães Rosa define la mimesis como experiencia sensible del paisaje:
una realidad tangible, audible y visible. “Eu ficava escutando – o barulho de coi-
sas rompendo e caindo, estralando surdo, desamparadas, lá dentro. Sertão!”. Esta

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mimesis traza los límites de un universo objetivo y exterior. Al mismo tiempo, la


captación de esta realidad exterior es una percepción y comprensión interiores.
“Mas só se sai do sertão é tomando conta dele dentro […]”, dice en Grande Sertão.
El paisaje, o más exactamente, la experiencia de este “sertão”, comprende la unidad
de una realidad sensible y suprasensible, e interior y exterior.
El sujeto y el objeto de esta experiencia intercambian entre sí diferentes
intensidades emocionales y ontológicas. Guimarães Rosa señala: “O sertão […]
se esconde e acena. Mas o sertão se estremece, debaixo da gente […] ele tira ou
dá, ou agrada ou amarga, ao senhor, conforme o senhor mesmo [...]”. La experien-
cia mimética puede captar un objeto que al mismo tiempo se comporta como
una sustancia metamórfica que se nos oculta, nos persigue y nos sorprende. Y
que es externa. Pero que al mismo tiempo “con-forma” su presencia objetiva a las
características existenciales del individuo humano. Por otra parte, esta dimensión
subjetiva de la experiencia mimética de un paisaje exterior recorre un largo pro-
ceso de desarrollo, crecimiento y transformación de su protagonista y narrador. La
mimesis es la experiencia de una realidad cuya metamorfosis en el tiempo modi-
58 fica su conciencia al transformarse a sí misma. A la continuidad sin fin de este
doble proceso activo y pasivo, subjetivo y objetivo, que se duplica indefinidamente
y se condiciona mutuamente, podemos llamarla “con-formación” mimética. Es el
proceso de una creación infinita que comprende simultáneamente la transforma-
ción de los seres y de la acción humana en su medio.
Por tratarse de una realidad misteriosa, Guimarães Rosa la define repetidas
veces como precaria, incomprensible e incluso peligrosa. Y por ser una mimesis
cambiante, su gran significante son el viaje, la aventura y la travesía. Una travesía
cuyo curso coincide con el desarrollo de una individualidad determinada. Pero
que, a diferencia del concepto esclarecido de formación y de imaginación (Bil-
dung, Einbildung), comprende la naturaleza como una realidad que nos impregna
e incluye. Es el “sertão” en su definición rosiana: la unidad del ser que nos com-
prende y conmueve o con-forma como existencia consciente de sí en una totalidad
dinámica y cambiante: “O sertão está em toda parte [...] Sertão: é dentro da gente”
(Guimarães Rosa, 1984: 472, 260).
La experiencia de esta unidad mimética del ser es mágica porque nos comu-
nica con una realidad primordial que abarca a todos los seres; una realidad que
percibimos como interior, sustancial y misteriosa. Esta comunicación y comunión
sustanciales se pueden formular también mediante el concepto de wakan tanka
de la nación lakota, el supremo misterio del ser identificado con la “fuerza vital
unificadora que florece en y a través de todos las cosas –las flores de las plantas,
los vientos y las rocas, los árboles, pájaros y animales– y la misma fuerza inspirada
en el primer humano” (Clarke, 1994: 26). Es también un motivo común de las

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filosofías orientales. La experiencia de la mimesis, en las fronteras entre el ritual


sagrado y la experiencia estética, nos comunica con una realidad que puede des-
cribirse, asimismo, con las palabras que definen el concepto de Brahma: lo que
“existe dentro y fuera de los seres, y constituye al mismo tiempo la creación ani-
mada e inanimada. Y en razón de su sutileza es incomprensible. Se encuentra al
alcance de la mano y al mismo tiempo se encuentra distante” (Radhakrishnan,
1973, XIII: 15). Es también un aspecto central de concepciones metafísicas que
ocupan un lugar intermedio entre Oriente y Occidente, como la de Plotino. “No
estamos separados del Uno, no estamos separados de Él […] respiramos y conser-
vamos nuestro fundamento porque el Supremo no da y luego desaparece, sino que
da para siempre mientras sea lo que es” (Plotinus, 1988: 706 y ss. [VI, 9]).

M i m e si s y si m ulati o
La mimesis comprende el vínculo que relaciona al humano con los seres en una uni-
dad sensible y suprasensible y misteriosa. Pero mimes comprende también la simu-
latio y el simulacrum. Este significado de lo mimético como simulación e imagen,
y como mera imitación o copia, ha sido la acepción más ostensible que la poética 59
de Aristóteles asignó al concepto de mimesis. El arte es concebido como “imitación
de la naturaleza” o como una técnica simuladora: mimetica techne (Fisica 194 a 21;
199 a 15). En la óptica del siglo XVII o en el realismo literario y artístico del siglo
XIX prevalece esta segunda acepción imitativa y simuladora del arte y la literatura
como una “tecnología mimética”. El positivismo literario de Zola y el naturalismo
fotográfico de Ingres son ejemplos paradigmáticos de esta reducción de mimesis
a reproducción mecánica o simulación fenoménica. Y, como he subrayado ya, la
estética de la abstracción y el formalismo estructuralista ligados a ella han preten-
dido clausurar terminante y terminalmente el concepto de mimesis bajo esta acep-
ción estrictamente imitativa, que es ontológica, psicológica y estéticamente vacía.
Ninguno de estos diferentes aspectos funge como entidad separada y deli-
mitada en la obra de arte y en la experiencia estética. Es, por el contrario, el con-
junto de estas dimensiones chamánicas, mágicas o mistéricas y, al mismo tiempo,
imitativas, representativas o simuladoras, lo que define tanto la experiencia artís-
tica en su forma moderna como el ritual sagrado y su origen arcaico. Esto significa
también que realismo y ficción, naturalismo y surrealidad, hiperrealismo y abs-
tracción, no son entidades claramente delimitadas entre sí. Son más bien aspectos
que coinciden y convergen, o se oponen y sobreponen en una variedad de formas,
ritmos y expresiones estéticas y rituales.
La santería es un ejemplo importante en este sentido porque el estado
de trance, identificado con la “bajada del santo”, el “meterse el santo dentro”
y el “tener” o “estar con santo”, se acompaña, en las ocasiones festivas y en los

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espacios sagrados en los que su experiencia tiene lugar, de vestuarios, máscaras,


objetos rituales, e incluso de acciones específicas de carácter performático e imita-
tivo. La fiesta del santo y el ritual del trance en la santería y el candomblé son una
experiencia de posesión, pero también comprenden la imitación, y constituyen
una representación. Es precisamente esta interacción entre lo imitativo y lo sus-
tancial lo que define esta “fiesta” sagrada y lo que distingue la acción dramática de
una re-presentación, performance o espectáculo audiovisual.
En su fundamental aunque marginado libro sobre la santería, Lydia Cabrera
subrayó en este sentido la relación estrecha entre ambos momentos, el imitativo,
representativo y simulador y, al mismo tiempo, la experiencia de posesión, puri-
ficación y transformación rituales. La “sugestión autónoma, provocada o franca-
mente simulada”, o sea, la representación de la santería, se encuentra un poco por
todas partes. Pero la posesión en un sentido no simulador está atravesada por un
proceso, unas marcas y unas potencias específicas e inconfundibles. “‘Subirle el
santo’ a uno o ‘bajarle el santo’ o ‘estar montado’ por el santo […] consiste en que
un espíritu o una divinidad tome posesión del cuerpo de un sujeto y actúe y se
60 comporte como si fuese su dueño verdadero […] el santo desaloja, valga la expre-
sión, reemplaza al Yo del ‘caballo […]’ se mete dentro de éste, y ese hombre o esa
mujer que le entra Santo ya no es quien es: es el santo mismo”. Y a lo largo de las
bellísimas historias de posesiones que recoge su libro, Cabrera nos confronta con
las graves y a menudo tenebrosas consecuencias que estas posesiones y transfor-
maciones llevan consigo (Cabrera, 2000: 32 y 28).
Pero el problema de la mimesis no sólo nos interesa en función de las expe-
riencias mágicas y del trance espiritual que comprende. Menos aún se trata aquí
de deslindar una “estética antropológica” o una “antropología estética”, por citar
un penúltimo prejuicio colonial y racista de la teoría estética. El objetivo que per-
sigo es más bien la definición de una experiencia literaria y una forma artística
que se encuentra más allá de las fronteras epistemológicamente instauradas entre
un sujeto de la apercepción y el conocimiento, y un objeto de la representación o
performance imitativos de la realidad.

Po e s í a y m e m o r i a
En el Himno de los Muertos de la cultura guaraní se canta:

[…] He de hacer que la voz vuelva a fluir por los huesos […]
Y haré que vuelva a encarnarse el habla […]
Después que se pierda este tiempo y un nuevo tiempo amanezca […]

Éste es el mito de Takúa Vera Chy Eté, que capta la visión de un tiempo
de resurrección y de la reencarnación de la palabra anunciadora de la verdadera

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salvación de la humanidad (Cadogan, 1951: 201). Son versos que transmiten


esperanza. Pero el principio de esperanza que sustentan no se confunde con la
expectación del cumplimiento del ser a partir del sacrificio del ser en aras de su
trascendencia. No estamos aquí ante el concepto cristiano de esperanza en el más
allá, ni de su secularización como u-topía. El himno guaraní canta la confianza en
una voz que vuelve a fluir en el tiempo cíclico de la vida y de un habla que se reen-
carna en el ser. Una voz poética y sagrada. La voz verdadera que no representa,
relata o significa las cosas, sino que revela y restablece la unidad de la existencia
humana con la totalidad de lo que siempre es, ha sido y será. Unidad con el ser que
se metamorfosea y permanece. Esta palabra verdadera es el mito.
El tercer verso de este Himno es significativo en cuanto a su función no
solamente hermenéutica, sino también esclarecedora:

Después que se pierda este tiempo […]

Después del tiempo lineal y finito de la Historia amanecerá nuevamente el


tiempo cíclico e infinito, el tiempo autorregenerador, que es un tiempo primordial. 61
La concepción guaraní del cosmos anuncia el retorno de un tiempo mítico a través
de la anamnesis del ser.
¿Podemos hablar aquí de una “fascinación del mito”? ¿Podemos referirnos a
un sentimiento de nostalgia y a un vínculo emocional con esta arché mitológica?
¿Nostalgia de una palabra primordial y purificadora, por oposición a una escritura
embrollada en un sistema de abstracciones y realidades virtuales, y de lenguajes
audiovisuales semióticamente decodificados, corporativamente manipulados y
vaciados de ser? ¿Podemos hablar de un final para ese humano plenamente des-
mitificado, integralmente administrado y “eternamente hambriento, cavando y
revolviendo bajo todos los tiempos pretéritos en busca de raíces […]” que describía
Nietzsche? ¿Podemos decir, con los chamanes guaraníes, “después que se pierda
este tiempo […]”? ¿Podemos hablar de anhelo de un tiempo fuera del tiempo indus-
trialmente determinado? ¿Anhelo de un tiempo primordial? ¿Podemos expresar
nuestra fascinación artística y estética por un mundo mítico, mágico y mimético
en el que la vida humana y el cosmos resplandezcan nuevamente en su unidad
originaria? ¿La fascinación por un estado paradisíaco en medio de nuestro mundo
completamente desencantado y devastado por crisis económicas, guerras y catás-
trofes generadas industrialmente? ¿Fascinación entendida como estado de pose-
sión que impide apartar nuestros ojos de su objeto, y que literalmente nos arrebata
nuestra propia mirada, y la libera de su fijación en la temporalidad de la existencia,
para sumergirla en otra realidad que es ontológicamente más esencial y más real,
porque espiritualmente es más intensa, y más placentera, en un sentido psicológico

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y metafísicamente profundo del goce estético y del concepto filosófico de belleza?


(Vernant, 1985: 418 y ss.).
Guimarães Rosa hablaba de la palabra poética como de una “puerta abierta al
infinito”. Y decía que la literatura, y su novela Grande Sertão: veredas, en particular,
servían para “liberar a vida, o homem, von der Last der Zeitlichkeit”: una poesía
para liberar al humano, al sujeto de la modernidad, del “lastre de la temporalidad”.
El humanista brasileño añadió: “E exatamente isso que eu queria conseguir. Que-
ria libertar o homem desse peso, devolver-lhe a vida em sua forma original” (en
Lorenz, 1983: 83 y ss.). ¿Devolver la vida humana a esta “sua forma original” no es
otra manera de expresar aquella nostalgia y fascinación por la experiencia de una
realidad primordial que encierra el mito?
Esta nostalgia y fascinación adquieren una intensidad extraordinaria en las
grandes obras literarias latinoamericanas del siglo XX. En la novela y los cuentos de
Arguedas esta voz primordial es la Pachamama, la Madre Tierra andina. Y lo es en
un doble sentido: nostalgia psicológica por la madre empírica, y anhelo de un cos-
mos armónico y animado, nítida y críticamente confrontado con los conflictos y la
62 agonía humana impuesta por el orden colonial. En la novela Hijo de hombre de Roa
Bastos tenemos la transformación humana, la humanización religiosa y la transgre-
sión del Cristo eclesiástico y del cristianismo colonial, en un auténtico mesianismo
de inspiración a la vez bíblica y guaraní. La inmersión en un universo cosmológico
sagrado, el anhelo de un vínculo primordial de unidad con la Madre Tierra, el deseo
de restablecer una relación armónica con el cosmos, la Tierra y los humanos son
aspectos centrales del humanismo latinoamericano del siglo XX que cristalizó en
obras tan diversas formalmente como Macunaíma de Mário de Andrade y Hom-
bres de maíz de Miguel Ángel Asturias, los óleos de Tarsila do Amaral, el proyecto
de cultura popular cristalizada en la arquitectura de Lina Bo o la antropología del
hambre y sus vínculos con la vida de la naturaleza explorados por Josué de Castro.
Proyectos fulminados por las estrategias imperiales de la Guerra Fría global y por
los waste lands que la coronaron.

* **
El mito es el relato de una realidad primordial fuera del tiempo contingente. La
creación poética es el descenso de la memoria a esa arché mítica, al misterio de lo
que ha sido, es y será. Mnemosyne, la madre de las musas, señala el nexo de la poesía
y el mito.
Es importante la distinción entre lo que podemos llamar mneme –una
memoria historiográfica y objetiva que esgrime arrogantemente la bandera de una
antiesclarecida cientificidad– y la anamnesis entendida como la memoria existen-
cial, comunitaria y artística de un tiempo primordial y de una realidad vivida. Esta

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última no trata de definir objetivamente los eventos humanos en un orden lineal


del tiempo de acuerdo con un criterio de objetividad. La memoria mítica, por citar
a Vernant, “se abre a las profundidades del ser para descubrir la original, la primor-
dial realidad a partir de la cual surgió el cosmos y desde la cual es posible com-
prender el devenir como totalidad” (citado por Eliade, 1998 [1963]: 120). Vernant
describe la búsqueda de esta memoria primordial con una metáfora iniciática: el
descensus ad inferos, el descenso a un submundo que reúne las dimensiones de
la muerte, la memoria y la perpetuación de la vida; un mundo subterráneo que es
al mismo tiempo un reflejo del mundo contingente de los humanos y el deposita-
rio de sus memorias más antiguas e inconscientes. En una civilización enferma de
abstracciones, en la que la disociación del logos y la existencia humana, y el desga-
rramiento de la racionalidad económica y política de la misma supervivencia del
planeta han llegado hasta el paroxismo de la desintegración de ambos, en una civi-
lización que consume hasta la saciedad suicida realidades virtuales, esta anamnesis
traza un auténtico horizonte alternativo: la solidaridad con la Tierra y con todos los
seres que la habitan. Éste es su significado humano y humanizador.
La anamnesis mitológica y la inmersión en las profundidades arcaicas de la 63
conciencia definen la intuición estética fundamental de una serie de obras clásicas
de la literatura latinoamericana del siglo XX. Pedro Páramo de Juan Rulfo y Los
ríos profundos de José María Arguedas son ejemplares desde este punto de vista.
Ambas son testigos de la desintegración del mundo político y social, de la disolu-
ción de los valores y de la desesperación humana. En ambas obras se despliega una
búsqueda poética del reencuentro de las raíces de una morada espiritual. En ambas,
esta experiencia estética tiene lugar a partir de las tradiciones literarias orales y
sus memorias culturales. El descenso al inframundo es tan ostensible en el viaje
iniciático que recorre el protagonista de Pedro Páramo como en el simbolismo de
la inmersión en “los ríos profundos” de Arguedas.
En todas estas obras la mitología funge como una anamnesis y una genealo-
gía. En ellas, los mitos son el medio de expresión y reflexión tanto históricas como
civilizatorias. Su inmersión en una realidad mítica cristaliza como medio de resis-
tencia literaria frente a los fenómenos de destrucción y degradación sociales inhe-
rentes a la teología política de la colonización, y a su inacabado proceso de destruc-
ción de las memorias culturales y de los vínculos solidarios entre los humanos que
ellas sustentan. A través de esta recuperación del mito asistimos a la formulación
de una nueva poética y a la constitución de un nuevo humanismo. “El mundo será
el hombre, el hombre el mundo […]”, escribió Arguedas. “En este mundo estoy […]
sobre un lomo de fuego […] los astros son mi sangre […]” (Arguedas, 1972, t. V: 220
y ss.). Esta unidad mimética del yo y el mundo cierra la visión metafísica de esta
palaba poética y mitológica..

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C ON T R A PU N TO S
E N T R E F IC C ION E S Y V E R DA DE S
Carmen Bernand*
carmen.bernand@orange.fr
Universidad de París-Ouest Nanterre-La Défense.
Laboratorio CERMA-MASCIPO (EHESS-París).
Institut Universitaire de France

R e s u m e n Las fronteras ambiguas entre la ficción y la verdad son


tratadas a través de referencias literarias cotejadas con los datos
etnográficos recogidos por la autora en Pindilig (Ecuador). En ambos
casos, lo que está en juego es la identificación (y no el mimetismo). 67
La cuestión poscolonial de las “otras voces” es examinada a la luz
de los textos españoles del siglo XVI, y en particular, en la obra La
Florida del Inca del Inca Garcilaso de la Vega.

PAL AB R A S C L AVE:

Inca Garcilaso de la Vega, identificación, “otras voces”,


globalización, etnografía.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.03

* Doctora en Ciencias Sociales, Universidad de la Sorbona, París.

Artículo recibido: 06 de febrero de 2012 | aceptado: 29 de mayo de 2012 | modificado: 05 de septiembre de 2012
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Fictions and truths in Contrapontos entre ficções e


counterpoint verdades

A B S T R AC T This paper deals with the RESUMO As fronteiras ambíguas entre


ambiguous boundaries between fictions and a ficção e a verdade são tratadas através
truths. Some literary texts are compared de referências literárias cotejadas com os
with ethnographical data from the author’s dados etnográficos levantados pela autora
68 field work in Pindilig (Ecuador). In both cases em Pindilig (Equador). Em ambos os casos,
the identification (which is not mimetism) is o que está em jogo é a identificação (e não
at stake. Then, the post-colonialist question o mimetismo). A questão pós-colonial das
about the “other voices” is seen through "outras vozes" é examinada à luz dos textos
the spanish texts of the 16th century, when espanhóis do século XVI e, em particular, na
modern novel and anthropology were born, obra La Florida del Inca, do Inca Garcilaso
especially in the Garcilaso de la Vega’s work, de la Vega.
La Florida del Inca.

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

Inca Garcilaso de la Vega, Identification, Inca Garcilaso de la Vega, identificação,


“Other Voices”, Globalisation, Ethnography. “outras vozes”, globalização, etnografia.

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C ON T R A PU N TO S
E N T R E F IC C ION E S Y V E R DA DE S

H
Carmen Bernand

ace ya muchos años (en 1977, para ser exacta), en


el pueblo indomestizo de Pindilig (Ecuador), una mujer muy humilde y ya muy
mayor, con la mirada perdida en la cordillera Oriental, me dijo:

Yo, por ahí, siendo ave, he de alzar el vuelo y me he de ir.


69

No era ésta la única frase poética que escuchaba en una región que se me
antojaba comparable a Macondo. Me encontraba en ese pueblo desde hacía ya
tiempo, para proseguir una investigación antropológica sobre el tema de la con-
ceptualización del mal y de la enfermedad. El comentario de Mama Hortensia
no respondía a ninguna de mis preguntas; era la afirmación espontánea de un
deseo, surgido en el curso de una conversación sin rumbo, llevada por el mero
placer de la charla. Esta mujer se sentía muy sola en ese pueblo “dejado de la
mano de Dios”, ya que sus hijos habían emigrado a Guayaquil, en busca de un
porvenir. Podría haber dicho: “quisiera irme yo también”, pero recurrió a una
metáfora literaria. La simplicidad de la frase, el tono, la imagen que esas breves
palabras despertaban en mí, me impidieron traducir esa información en térmi-
nos “objetivos”, para integrarla en el capítulo sobre las migraciones campesinas.
No me propongo retomar aquí el debate abierto por personalidades tan emi-
nentes como James Clifford (1988, 1997) y Clifford Geertz (1988), en el cual se
denuncia el artificio de la descripción antropológica. Artificio que, por cierto,
se presta a una interpretación ambigua, puesto que, para James Clifford, implica
que el texto etnográfico es en cierto modo una falsificación, cuando para Geertz, la
construcción del texto es una manera de interpretar datos culturales que contienen
ya una interpretación hecha por el que los enuncia. Pero como lo afirma el para-
digma durkheimiano, el conocimiento científico de las actividades humanas pasa
necesariamente por la construcción del “objeto”, o por una modelización, como

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los “tipos ideales” de Max Weber, y, ulteriormente, las estructuras de Lévi-Strauss,


o el sistema de redes sociales. Estas discusiones han tenido gran repercusión en
el ámbito académico y hacen parte de la formación universitaria de los jóvenes
antropólogos. Recientemente Vincent Debaene ha hecho un excelente balance de
los aportes y límites de las teorías posestructuralistas relativas a la “escritura de la
cultura”, al cual remitimos (Debaene, 2005: 220-227).

Cr e e n c i a, r e pr e se nta c ión, ficción, objet ividad


Las relaciones estrechas entre la antropología, la literatura, la poesía, la
música y la psicología ocupan un lugar importante en Francia desde los tra-
bajos de Marcel Mauss. Esto se debe a la especificidad de la etnología francesa
y a sus vínculos con la filosof ía, pero también a la importancia que tiene (o
tenía) en ese país la literatura como disciplina formativa de la nación, como
forja de la “cultura general”. Tres académicos de diferentes horizontes crearon
en 1960 L’Homme, la revista de antropología más importante de Francia: el
antropólogo Claude Lévi-Strauss, el lingüista Émile Benveniste y el geógrafo
70 Pierre Gourou. Desde el inicio, la revista se dedicó a la difusión de textos plu-
ridisciplinarios, exigiendo que los autores se ciñeran, en lo posible, a verter
sus análisis en una prosa “literaria”, o en todo caso esmerada. En su libro más
conocido, Tristes Tropiques, cuya primera edición es de 1955, Lévi-Strauss
inauguraba su descripción de los Caduveos con una larga frase, de estilo
proustiano, en la cual explicaba que las costumbres de los pueblos no eran
arbitrarias y estaban organizadas en sistemas. Esos sistemas no existían en
modo ilimitado, y si se pudiera hacer el inventario de todas las costumbres
efectivamente observadas, o imaginadas en los mitos, o evocadas en los jue-
gos infantiles, en los sueños de personas sanas o enfermas, o presentes en los
comportamientos psicopatológicos, se podría establecer un cuadro análogo
“al de los elementos químicos”, en el cual todas las costumbres reales, imagi-
nadas o virtuales estarían agrupadas en familias (Lévi-Strauss, 1955, cap. XX:
205). De ahí que la literatura, la psicología infantil, la estética, el psicoanálisis,
las ciencias y la antropología puedan tener puntos de contacto. Las corres-
pondencias entre todos estos registros aparecen a lo largo de su obra. En su
última publicación, este autor rinde un bello homenaje a las relaciones entre
la pintura, la música y la literatura (Lévi-Strauss, 1993).
Para Lévi-Strauss, la unidad entre manifestaciones oníricas, lúdicas,
narrativas o míticas está constituida por una manera de pensar la diversidad del
mundo mediante categorías sensibles (color, olor, sonoridad, sabor, textura, con
sus matices y contrastes), operación que conlleva comparaciones metafóricas
o metonímicas entre elementos que nuestra racionalidad separa. Para Michel

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CONTR APUNTOS ENTRE FICCIONES Y VERDADES | CARMEN BERNAND

Leiris, escritor surrealista y antropólogo, vinculado con el Musée de l’Homme


de París –institución que fue un centro de resistencia durante la ocupación
alemana–, los ritos de posesión africanos deben ser entendidos como represen-
taciones dramáticas y “teatrales” de una relación entre los espíritus y los hom-
bres. En estos ritos y mascaradas, que no son exclusivos de África, encontramos
reunidos el artificio y la naturalidad, la verdad y la mentira o la simulación. Con
razón, Jean Jamin (Jamin, 2005: 172) insiste en la necesidad de distinguir tres
términos que aparecen muchas veces confundidos: la creencia, que está más
allá de la verdad y de la mentira; la representación, que supone un público y un
juego sutil entre ilusión y verdad, y la ficción, que es característica del relato y
de la literatura, pero que no implica la obligación social de creer.
Si traslado estas categorías a mi experiencia etnográfica de campo en el
mundo andino (Bernand, 1992 y 1995), los campesinos –por lo menos en los
años 1970-1980– creían en la existencia de Dueños de los cerros, aunque nadie
los hubiera visto, pero tampoco nadie había visto a Dios ni a la Virgen, y no por
eso se los cuestionaba. La representación era la actividad de los curanderos que
“hablaban con las huacas”, remedando ante el público reducido al paciente y, even- 71
tualmente, a algún familiar, la voz de estas entidades. La ficción correspondía a los
“cuentos”: relatos diversos que incluían fragmentos de lo que nosotros llamamos
mitos. Estos “cuentos” no eran falsos en sí, pero la veracidad de las historias estaba
debilitada por una transmisión antigua y confusa, el “dizque dicen” de los campe-
sinos, que no se pronunciaban personalmente sobre el valor de las narraciones.
Si me apoyo en este material –que obviamente es la interpretación que
me brindaron los campesinos de Pindilig de su “cultura” y que yo reduzco a
conceptos positivistas–, debo aclarar que la creencia (en los Dueños de los
cerros, por ejemplo) no podía ser enunciada directamente por unos campe-
sinos que se definían como “católicos, apostólicos y romanos”. Hacía falta una
mediación, el “dizque dicen”, expresión deliberadamente vaga, que era eco de
otra : “desde tiempos inmemoriales” (los del origen del pueblo, de las familias,
de las costumbres). Otra posibilidad para el enunciante, la más frecuente, a fin
de referirse a esas entidades telúricas, consistía en desviarse del tema religioso
y hablar del cuerpo y de la enfermedad. Discutir sobre los “postemas del arco”,
mal inexistente en la patología científica, implicaba la existencia de una entidad
telúrica y maléfica, el arcoiris. La patología era la afirmación de la creencia:
“al que no cree, no le coge el arco”, frase destinada para mí, lo cual confirma el
aspecto social de la creencia.
En lo que respecta a la representación, la relación con la “verdad” es más
ambigua, puesto que la superchería es visible en muchos casos, y las voces que
se oyen son las que profiere el curandero. Representar es alimentar una duda

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y una ilusión, avivadas por el remedo de las “voces” que hace el curandero. En
el cuento, la vocalización y las onomatopeyas son recursos retóricos indispen-
sables. La palabra es performativa y sugerir algo –los campesinos de Pindilig
decían “ir avanzando”– equivale a producirlo. Insinuar es sacar a la luz algo no
revelado por la palabra, y activarlo.

Fr on te r a s te nue s e ntr e ficción y realidad


La ambigüedad de la ficción aparece en otros contextos y, en muchos casos, lo
que comenzó siendo el fruto de la imaginación de un escritor o de un artista se
impone como realidad: tal es el caso de Macondo, prototipo de un pueblo per-
dido, envuelto en sus leyendas y en su magia; del condado Yoknapatawpha, en el
Big South de Faulkner, o del Buenos Aires orillero de Borges. Y, ni qué decir tiene,
los fabulosos Eldorados, Manoas, Cíbolas, Césares y Paititis, que atraen aún hoy
a los aventureros y buscadores de tesoros. También forman parte del imagina-
rio ambiguo las escalinatas de Odessa, por las cuales rueda el cochecito de un
niño, filmadas por Eisenstein en El acorazado Potemkin, y que se superponen a la
72 imagen actual. En ciertos casos, la construcción misma de una novela evoca una
temática antropológica, como en La vorágine de José Eustasio Rivera, cuya trama
evoca un descenso iniciático hasta el infierno verde de la selva. En lo que a mí
respecta, la lectura de ese libro me condujo a estudiar antropología.
Otro ejemplo de plasticidad entre los dos géneros, la literatura y la des-
cripción “objetiva” de la realidad, lo constituyen aquellos personajes históri-
cos que pasan al mundo de la ficción, por la truculencia de sus aventuras o
por su personalidad. Uno de ellos, quizás el más célebre de las Américas, es el
conquistador Lope de Aguirre, estudiado exhaustivamente por Ingrid Galster
(2011), cuyas hazañas son recordadas y transformadas por la tradición oral, la
literatura y el cine, hasta tal punto que la trama de la película que le dedica Wer-
ner Herzog, a pesar de no corresponder exactamente a la realidad histórica, se
impone a ésta por la magia del entorno crepuscular del Marañón y la presencia
de Klaus Kinski.
La literatura realista muchas veces se inspira en una sólida documentación
etnográfica. En 1986, la célebre colección etnográfica “Terre Humaine”, dirigida
por Jean Malaurie, publicó las notas de campo de Émile Zola, quien exploró
pueblos mineros, tiendas, granjas, organización ferroviaria y otros ámbitos para
recoger elementos objetivos destinados a la construcción de la serie Les Rougon-
Macquart, concebida como un panorama general de la sociedad francesa de
finales del siglo XIX. Las observaciones del escritor son dignas del mejor etnó-
grafo, y muchas de ellas, sobre todo las que tratan de la vida cotidiana, superan,
por su concisión y su poder de evocación, las descripciones antropológicas. Por

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ejemplo, en el capítulo relativo a la mina y a los mineros, el novelista consigna


una información escueta y evocadora: “La mariée est en robe noire” (Zola, 1986:
484), es decir, la novia vestida de negro en Anzin (región minera donde trans-
curre Germinal), es una observación concreta pero vista por la imaginación del
escritor, para el cual esa imagen es el símbolo de la condición minera. O bien, y
por contraste con el polvo de carbón que se filtra en las casas, la obsesión por el
agua corriente y la limpieza: “Ils lavent trop, à grande eau. Humidité” (Zola, 1986:
476)1. Sus observaciones en la modalidad de la narración ulterior apuntan a crear
en el lector una identificación sensible, emocional, con gentes diferentes, que no
pertenecen a su círculo social. Este tratamiento singular de la alteridad no nece-
sita de un análisis riguroso de la diferencia cultural.
Encontramos otro ejemplo significativo de la interpenetración de la fic-
ción con la realidad en el film documental A Film Unfinished de Yaël Hersonski,
rodado en 2009 y presentado en el canal público “Arte” de la televisión francesa
el 8 y el 14 de diciembre de 2010, bajo el título Quand les nazis filmaient le
ghetto. Durante varias décadas se consideró que Das Ghetto (mayo de 1942) era
la reproducción fiel de la vida cotidiana de los judíos de Varsovia (calles, mer- 73
cados, ritos, restaurantes), realizada por los nazis, hasta que, a fines de 1990,
fue hallada una bobina con los rushes suprimidos en el montaje. De hecho,
estos documentos revelaban que los propios judíos del gueto estaban obliga-
dos a actuar en escenas de ficción, con fines propagandísticos. La filmación,
que muestra escenas casi normales (tiendas de abastecimiento, comidas, ritos),
precedió a la deportación masiva y al exterminio. En este ejemplo, las fronteras
entre ficción y realidad son más tenues: todo lo que se ve es auténtico, y sin
embargo se trata de una superchería.

F i c c i o ne s e hi sto r i a s de la p rimera
m un di ali z a c i ó n m o d e r na
Toda discusión sobre las relaciones entre antropología y literatura conlleva un
concepto de verdad, en oposición con el de ficción, palabra que, como bien
sugiere Debaene (2005: 225) refiriéndose a James Clifford, introduce una sos-
pecha sobre la veracidad de lo que se escribe, a pesar de que la mayoría de
los autores insisten en el significado de fingere como construcción. Las teorías
poscolonialistas que denuncian la ficción literaria de la descripción antropoló-
gica aparecen en la escena académica en los últimos decenios del siglo XX,
época que coincide con el fin del comunismo, el rechazo de las grandes teo-
rías totalizantes como el marxismo y el estructuralismo, y la importancia de

1 “Lavan demasiado, con mucha agua. Humedad”.

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las minorías étnicas y sexuales en Estados Unidos. En ese contexto, las cons-
trucciones occidentales son tachadas de “colonialistas” porque enuncian un
discurso general que oculta las otras voces. Quizás estas “voces distintas” no
sean demasiado diferentes de las de los intérpretes o relatores procedentes de
otros lugares de enunciación, en cuanto al contenido. Lo que sí difiere es la
perspectiva y, sobre todo, la legitimidad que las “other voices” (y su “verdad”)
reivindican. Esta “verdad” se basa fundamentalmente en emociones, viven-
cias y sentimientos que no tienen cabida en los relatos de vocación científica.
La subjetividad de aquellos que han sido hasta ahora “objetos de discurso” se
funda principalmente en elementos o rasgos que la literatura (y no la etnogra-
f ía) ha tenido siempre en cuenta.
Si bien la subjetividad de los “Otros” se impone a partir de los años
1970, y anticipa la mundialización contemporánea, eso no significa que apa-
rezca por primera vez en las postrimerías del siglo XX. Las “otras voces” de
hoy (o quizás las de un ayer cercano, suplantado por las nuevas tecnologías
y la comunicación universal) tuvieron el mérito de hacerse oír por encima de
74 un tipo de discurso dominante y positivista. Algo comparable sucedió en el
siglo XVI, en el curso de la primera mundialización moderna llevada a cabo
por España y Portugal. En el mundo ibérico, el siglo XVI, que podemos pro-
longar hasta el primer tercio del XVII, está también caracterizado por el desa-
rrollo de las letras y por el interés que despiertan los usos y costumbres de
los pueblos recién descubiertos. Los límites peninsulares se expanden, como
lo muestra la imagen simbólica de las columnas de Hércules, trasladadas al
estrecho de Magallanes y posteriormente a las Filipinas y a las islas Salomón.
La historia etnográfica de los cronistas de América, la ilusión de los senti-
dos y la novela como reflexión social y metaf ísica son temas fundamentales
en ese “largo siglo XVI”. Al tiempo que los Reyes Católicos expulsaban a los
moros de Granada, Colón descubría a América y las tropas del Gran Capitán
(Gonzalo Fernández de Córdoba) conquistaban el reino de Nápoles, “a descu-
brirse empezó/ el uso de la comedia, porque todos se animasen/ a emprender
cosas tan buenas”. Éstas son las palabras con que Agustín de Rojas, en su “Loa
de la Comedia”, ensalza la obra teatral de Juan del Encina (Cotarelo y Mori,
1901: 15). El papel que este poeta atribuye a la representación teatral (que
para Encina es también música, canto, danza y espectáculo, donde se mezclan
los temas religiosos y los sainetes “humanos”) muestra la importancia de un
género que en ningún modo puede considerarse “menor”.
Contemporáneo de Encina es el Amadís de Gaula, quizás el libro de
caballería más leído de la época, atribuido a Garci Rodríguez de Montalvo,
y publicado en 1508. Amadís se prolonga en las Sergas de Esplandián, a la

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manera de los folletines televisivos de hoy, y las descripciones de mons-


truos, de amazonas y de encantos alimentan la imaginación de los conquis-
tadores: Bernal Díaz del Castillo compara México-Tenochtitlán con las ciuda-
des encantadas del Amadís. También en la misma época, en 1498, el fraile jeró-
nimo Ramón Pané, por orden de Cristóbal Colón, recopila una serie de datos
sobre los indios Taínos de La Española, bajo el título de Relación de Fray Ramón
Pané acerca de las antigüedades de los Indios: éste se puede considerar el pri-
mer relato etnográfico de un pueblo americano y la primera información sobre
el tabaco y los extraños objetos de culto llamados “cemes”. Aparentemente, la
representación teatral y sus invenciones, la ficción literaria y la relación objetiva
de un pueblo desconocido hecha por un testigo ocular son tres géneros bien
delimitados. Sin embargo, las fronteras entre unos y otros son menos claras.
Las “historias mentirosas” de los libros de caballería (Leonard, 2006 [1949]:
79-80) pretenden basarse en un pseudomanuscrito, y esa fuente las acredita
como ciertas. Este recurso fue empleado también en El Quijote, puesto que
Cervantes afirma que las aventuras del ingenioso hidalgo estaban puestas en
un manuscrito escrito por el moro Cide Hamete Benengeli, calificado de ver- 75
dadero historiador, a pesar de que “de los moros no se podía esperar verdad
alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas” (Cervantes,
1998, parte II, cap. III: 646-647). Por otra parte, la narración, con sus personajes
y situaciones, se impone a la realidad y la modifica: “Pensativo además quedó
don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba oír las nuevas
de sí mismo puestas en libro”. Don Quijote y Sancho se comportan como lo
requieren sus personajes, y se mezclan los caminos del mundo y de los libros
(Foucault, 1966: 223). 
“Historia” o “Crónica” son nombres que se aplican tanto a los textos realis-
tas como a las ficciones. Pero desde el comienzo, los cronistas de Indias afirman
con vehemencia que sus relaciones nada tienen que ver con la ficción: “Vínome
gran deseo de escribir […] de lo que yo por mis propios ojos había visto y tam-
bién de lo que había oído a personas de más crédito”. “Y si no va esta historia
escrita con la suavidad que da a las letras la ciencia, ni con el ornato que reque-
ría, va a lo menos llena de verdades” (Cieza de León, 1984, I, Proemio: 3-6).
El Inca Garcilaso de la Vega es también enemigo de ficciones, de historias
imaginadas (Garcilaso, 1606, L. II-1, cap. 27: 191-192). La verdad de sus relatos
(La Florida del Inca, los Comentarios reales de los Incas) es correlativa de su
condición de mestizo. Como él lo repite en varias ocasiones, esas verdades “las
mamó en la leche”, y eso es lo que lo distingue de otros cronistas apreciables,
como Cieza de León. Garcilaso encarna las voces de los otros, como lo escribe
explícitamente en los distintos proemios de sus obras.

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L a F lo r i d a d e l Inc a
Publicada en Lisboa en 1606, La Florida del Inca, contrariamente a lo que dicen
varios artículos académicos, no es una novela de caballería cuya acción trans-
curre en América, aun cuando la épica ocupe un lugar destacado, sino el relato
fascinante de un fracaso. El texto se basa en la historia de la conquista de Flo-
rida por Hernando de Soto, entre 1539 y 1543, a partir de la narración oral que
le hiciera Gonzalo Silvestre, un conquistador viejo y enfermo que participó en
la campaña, después de haber pasado varios años en Perú. Podemos fácilmente
imaginar las tertulias cordobesas de estos dos hombres de distinta generación,
carcomidos por la nostalgia, el uno hablando y el otro apuntando y puliendo
las anécdotas de su achacoso interlocutor. La edad avanzada del amigo le hace
tomar la decisión de escribir esa historia,

cresciéndome con el tiempo el desseo, y por otra parte el temor, que si alguno de
los dos faltava perescía nuestro intento, porque, muerto yo, no avía él de tener
quién le incitasse y sirviesse de escriviente, y, faltándome él, no sabía yo de quién
podría aver la relación que él podía darme. (Garcilaso, 1986, Proemio: 63)
76
El guerrero y el escritor, mancomunados en esa tarea, encarnan la ambi-
güedad de las armas y de las letras, puesto que no existe el uno sin el otro.
En ese sentido, el Inca Garcilaso antecede la posición de Cervantes-Benengeli,
quien al final del Quijote dice: “Para mí sola [la pluma] nació don Quijote, y yo
para él: él supo obrar, y yo escribir” (Cervantes, 1998, II, cap. 74: 1223).
Garcilaso no sólo redacta –en un castellano digno de los escritores más
importantes del Siglo de Oro español– las historias de su amigo Gonzalo Sil-
vestre, sino que, a pesar de no haber estado jamás en América del Norte,
se siente legitimado en esa tarea por el hecho de ser “americano” y haber
mamado en la leche la singularidad del Nuevo Mundo. Nadie puede mejor
que él, como “indio” y “criollo”, verter en palabras la verdad de aquella expe-
dición. Su voz tiene una doble legitimidad, porque su condición mestiza le
permite comprender dos realidades contrastadas, en sus relaciones recípro-
cas. Más aún, la fama personal que puede alcanzar en su empresa de escritor
redunda en favor de los suyos –indios, criollos y mestizos–, considerados por
la Compañía de Jesús indignos de transmitir la verdad evangélica. Escribir,
como lo repite en todos sus proemios, es demostrar la vanidad de las críticas
españolas hacia los hombres del Nuevo Mundo. Garcilaso se presenta como
el portavoz de los que no pueden hablar.
La Florida es un libro controvertido, considerado como una obra de ficción,
más que una crónica histórica rigurosa, a pesar de que el autor insiste en la vera-
cidad del texto. Incluso, pese a alabar la memoria de Gonzalo Silvestre, confronta

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los datos con el manuscrito apolillado de Juan Coles, siguiendo la tradición hispá-
nica de sus predecesores y contemporáneos. La Florida no es una fábula sino una
historia verdadera que se apoya en las versiones de los testigos (Rodríguez Vec-
chini, 1982: 614-618). Mientras que los cronistas portugueses que participaron
en la expedición floridana, como Luis Hernández de Biedma o Rodrigo Ranjel, se
limitan a contar sobriamente la avanzada de los conquistadores, las emboscadas
que les tienden las tribus indígenas, las múltiples refriegas y la muerte del adelan-
tado a orillas del Misisipi, Garcilaso conduce al lector a lo largo de un itinerario
trágico, desde el desembarco en Tampa hasta el desenlace final, manteniendo a lo
largo de toda la relación una expectativa y un interés que el tiempo no ha limado.
Las tropas de Soto penetran tierra adentro por los Apalaches hasta Arkansas,
pero lo que Soto y sus capitanes consideran una “progresión” se transforma rápi-
damente en un descenso aterrador, porque en aquel espacio inestable, en aquellos
“montes cerrados” salpicados de ciénagas y atravesados por ríos inmensos, es
muy fácil desorientarse, y al perder el rumbo los hombres pierden también los
últimos sentimientos morales que les quedan. Los miembros descuartizados de
los españoles muertos cuelgan de los árboles. Acechantes, los indios, invisibles 77
por lo general, se esmeran en extraviarlos, sabiendo que el invierno que se acerca
acabará con las ínfulas de los soldados. A la altura de lo que será mucho más
tarde Little Rock, el frío diezma la tropa y Soto muere de fiebres. Sus hombres
lo entierran a medianoche, furtivamente, temiendo que los indios se enteren y
profanen su sepultura. Pero el secreto se difunde y entonces los conquistadores
desentierran al adelantado, cortan un árbol, lo ahuecan, colocan en esa barca el
cadáver y la arrojan al río. Es el comienzo del fin.
Garcilaso es probablemente el único cronista de la época que describe
de manera tan sugerente el naufragio de un proyecto, causado por el acoso de
los indios, “que no quieren ser esclavos de los cristianos”, y por la naturaleza
indómita que los rodea. La wilderness de América del Norte, aparentemente
anodina, se revela inquietante, unheimlich, hasta convertirse en “sepulcro de
los españoles”. Es un laberinto sin realismo mágico.
La Florida es también uno de los raros textos, quizás el único, produ-
cido por el descentramiento del narrador. La expedición de Soto está con-
tada por un nativo del Nuevo Mundo que utiliza conceptos y expresiones
propios de su tierra de origen, el Perú, para elaborar la versión “acertada” de
los hechos. De ahí que insista en su perspectiva personal de indio peruano,
para dar cuenta de la realidad compleja de esa comarca. Las diversas tribus
–Creek, Cherokees, Chickasaw y Natchez– son descritas en términos “incai-
cos”. El cautivo Juan Ortiz huye por el “camino real” como si los pantanales
de Florida estuvieran surcados por calzadas empedradas al modo de las de

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Perú (Garcilaso, 1986, II-1, cap. 6: 128). Los caciques son “curacas”, ya que
Garcilaso se resiste a utilizar el término genérico de Santo Domingo, “pues yo
soy indio del Perú […] se me permita que yo introduzca algunos vocablos de
mi lenguaje en esta mi obra, porque se vea que soy natural de aquella tierra y
no de otra” (Garcilaso, 1986, II-1, cap. 10: 142). El cazador de scalps llamado
Patofa es un apu, es decir, un personaje eminente en la sociedad incaica (Gar-
cilaso, 1986, III, cap. 5: 290). El Inca emplea expresiones típicamente que-
chuas, como “diez y diez veces” para significar “varias veces”, o bien un estilo
interrogativo propio de la lengua general del Perú: “podría ser que estuviese
cerca y podría ser que estuviese lejos” (Garcilaso, 1986, III, cap. 12: 314, cap.
13: 319-320). Las canoas que surcan el Misisipi le brindan la ocasión de abrir
un inciso sobre los puentes, las balsas y los propulsores de los Incas (Garci-
laso, 1986, VI, cap. 2: 528-530).
Como en Perú, los indígenas del norte de América veneran a sus antepa-
sados, y también al Sol y la Luna. A falta de oro, buenas son perlas, encontradas
a granel en el templo de la Señora de Cofachiqui. Se podrían multiplicar los
78 ejemplos de “peruanización” de Florida y de transformación de esas sociedades
de guerreros en pueblos de “policía”, ajenos al “pecado nefando” y la antropofa-
gia. La transposición cultural que opera Garcilaso tiende a indicar, sin necesidad
de insistir pesadamente, que esos pueblos del Norte no deberían ser sometidos
porque no cometen actos contrarios al derecho natural. El filtro incaico le per-
mite destacar las características comunes a todos los indios del Nuevo Mundo,
que escapan a los peninsulares. Allí donde los españoles sólo ven salvajes, él
descubre un ethos colectivo. Esta percepción del nativo del Nuevo Mundo como
entidad general no es banal, y es varios siglos anterior a la segunda declaración
de Tiahuanaco (de 1983), que lanza el movimiento panindígena iniciado varios
años antes en Bolivia. A comienzos del siglo XVII, la posición de Garcilaso es sin-
gular, y su posición es una manera de subvertir la expresión hispánica corriente
desde el Descubrimiento, según la cual todos los indios eran iguales: “visto un
indio, visto todos”. El Inca construye una América indígena opuesta a la visión
de los cronistas españoles, porque su perspectiva es el resultado de la tensión,
las mezclas y los puntos de contacto entre su lengua materna (el quechua) y la
lengua de Castilla, la de las letras.

Pe r s o na je s: c a ud i llo s, rúst icos, señores


d e la gue r r a
En principio, el personaje principal, el “héroe” de esta narración, es el adelantado
Hernando de Soto, “gobernador y capitán general del reino de la Florida”, título
enfático e irrisorio, como se desprende de la lectura del libro. Soto es un caudillo,

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pero distante con sus soldados, y sólo adquiere humanidad al final de su entrada
y en la adversidad. Temiendo que sus hombres exigieran regresar a Cuba –Soto
se ha deslizado entre las sombras de la noche para sorprender rumores de defec-
ción– y viendo que su “ejército se deshacía”, el adelantado decide con soberbia
obstinación internarse hacia el norte para alejarse de la costa y de la única vía de
escape que le quedaba. Curiosamente, aquel conquistador que logró tanta fama
en Perú, y que no tembló en presencia del Inca Atahualpa, se sume en una pro-
funda depresión: “desde aquel día [...] nunca más acertó a hazer cosa que bien le
estuviese, ni se cree que la pretendiese, antes, instigado por el desdén, anduvo
de allí en adelante gastando el tiempo y la vida [...] caminando [...] sin orden ni
concierto, como hombre aburrido de la vida, deseando se le acabase”. Claro está
que ese estado de ánimo tiene consecuencias muy graves, ya que “causó que se
perdiesen todos los que con él habían ido a ganar aquella tierra” (Garcilaso, 1986,
III, cap. 33: 379-380). En definitiva, y a pesar de su valentía, Soto es demasiado
humano y vulnerable para ser un buen caudillo.
El subtítulo de La Florida del Inca alude también a otros heroicos caballeros
españoles e indios; éstos son los verdaderos protagonistas. Entre los españoles, 79
además de Gonzalo Silvestre y otros caudillos que no pueden ser considerados
hidalgos, los “rústicos” desempeñan un papel importante por el ingenio y la gra-
cia de sus actos y dichos, que contribuyen a la desmitificación de la Conquista.
Esto puede sorprender en un autor que siempre se jactó de sus orígenes linaju-
dos. Uno de esos rústicos es Juan Ortiz, superviviente de la expedición anterior
a Florida (al mando de Pánfilo de Narváez), que había sido esclavizado durante
largos años por un cacique cruel. Las vicisitudes de ese hombre podrían servir de
trama al relato, probablemente porque los lectores se identifican más fácilmente
con él, que con el distante y depresivo Soto. Juan Ortiz ha convivido tanto tiempo
con los indios que ya se ha vuelto como ellos, “sin nada que lo distinga”: ser indio,
para Garcilaso, es vivir como tal, y no el tener tez oscura o rasgos aindiados.
Cuando Ortiz se topa por casualidad con un soldado de la expedición de Soto, no
sabe qué decir, pues ya no puede expresarse en castellano. In extremis balbucea la
palabra “Sevilla” y el otro lo reconoce como español.
Juan López Cacho, otro de estos personajes secundarios, agotado por la
pelea, cae muerto de sueño en el momento de huir y Silvestre lo carga en su
caballo, guiándolo por las riendas. Días más tarde, apenas recuperado de sus
trabajos, una helada lo deja al borde de la muerte; sus compañeros lo calientan
pasándolo por una hoguera y lo atan a su montura “como se había hecho con el
Cid Ruy Díaz, que salió de Valencia muerto y a caballo” (Garcilaso, 1986, III, cap.
39: 398-399). Juan Vego, otro rústico, teje esteras de cáñamo, como solía hacerlo
en su pueblo, para que los soldados aguanten el frío (Garcilaso, 1986, III, cap. 39:

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398-399). Los caudillos visten capas de marta, tomadas a los indios, pieles
magníficas que la lluvia y el lodo convierten en estopa. Uno de los capitanes
se llama Gómez Suárez de Figueroa, homónimo de Garcilaso y mestizo como
él –su madre era una india de Cuba–, “cuyo ánimo era tan extraño y esquivo
que nunca jamás quiso recibir nada de nadie” (Garcilaso, 1986 II-1, cap. 11:
145). El contraste entre la mezquindad del conquistador Calderón y la gene-
rosidad del cacique amigo, Mucozo, es fuerte. Mientras que al primero sólo
le importa saber si los hombres, deshechos por las batallas y las marchas,
han hallado oro, el segundo se preocupa por el estado f ísico de los hombres.
La superioridad, ya sea militar o moral, no está en el campo de los españoles.
Los caballos desempeñan un papel de primer plano, al igual, o más, que los
que los montan, y el lector comparte el pánico de las bestias, espantadas por
la corriente del Savannah y del Tennessee. Al final, cuando los supervivientes
logran construir una balsa para bogar, río abajo, hasta el mar, al embarcar
deben abandonar a los caballos heridos, y los lloran como si fueran sus pro-
pios hijos (Garcilaso, 1986, VI, cap. 5: 536).
80 Entre los indios, ya sean amigos u hostiles, los héroes no faltan. Mucozo,
el cacique magnánimo que salvó de la muerte a Juan Ortiz, puede servir de
ejemplo a los soberanos cristianos: “Que los príncipes fieles se esfuercen a le
imitar y sobrepujar, si pudieren, no en la infidelidad, como lo hacen algunos
indignos de tal nombre, sino en la virtud y grandezas semejantes a que por la
mayor alteza de estado que tienen y están más obligados” (Garcilaso, 1986, II-1,
cap. 4: 124-125). Alusión apenas velada a sus contemporáneos, Felipe II o Juan
de Austria. Mucozo, hombre corpulento y hermoso, se expresa con “discerni-
miento y amor”, mientras que el guerrero Vitachuco es la encarnación del furor.
Este cacique es quizás el personaje más imponente del libro, por su intransi-
gencia y su amor a la libertad. Es también un hombre capaz de dominar los ele-
mentos naturales y utilizarlos para sus designios, un chamán cuyas maldiciones
provocan el desastre final:

Unas veces enviaba a decir que cuando fuesen a su provincia, habría de hacer
que la tierra se abriese y los tragase a todos. Otras veces, que había de mandar
que por do caminasen los españoles se juntasen los cerros y los cogiesen en
medio y los enterrasen vivos. Otras que pasando los españoles por un monte
de pinos y otros árboles muy altos y gruesos que había en el camino, mandaría
que corriesen tan recios y furiosos vientos que derribasen los árboles y los
echasen sobre ellos y los ahogasen todos. Otras veces decía que había de man-
dar pasase por la cima de ellos gran multitud de aves con ponzoña en los picos
y la dejasen caer sobre los españoles para que con ella se pudriesen y corrom-
piesen, sin remedio alguno. Otras, que les había de atosigar las aguas, hierbas,
árboles y campos y aun el aire, de tal manera que ni hombre ni caballo de los

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cristianos pudiese escapar con la vida porque en ellos escarmentasen los que
adelante tuviesen atrevimiento de ir a su tierra contra su voluntad. (Garcilaso,
1986, II-1, cap. 21: 172-173)

Las mujeres, aun siendo personajes subalternos, están presentes bajo


distintas formas en el relato, ya sean las hijas de caciques o la bella “Señora”
de Cofachiqui “de gran discernimiento y de corazón varonil”, que entrega (con
amor) a Hernando de Soto un collar de perlas, u otras, anónimas, dóciles o
ariscas, como cierta dama de Córdoba, a quien Garcilaso pregunta por qué
razón las leyes son siempre rigurosas con las mujeres. Ésta le contesta que las
leyes las hacían los hombres, “como temerosos de la ofensa, y no ellas, que si
las mujeres las hubiesen de hacer de otra manera fueran ordenadas” (Garcilaso,
1986, III, cap. 34: 384).
Para Garcilaso, mantener un equilibrio entre los españoles y los indios es
una obligación contraída por su condición de mestizo. La retórica de los caciques
de La Florida puede sorprender como “inauténtica”, pero es un recurso necesario
“porque comúnmente son tenidos por gente simple, sin razón ni entendimiento”
(Garcilaso, 1986, II-1, cap. 2: 192). La Florida es también un canto a la libertad, 81
porque los indios prefieren morir a ser sometidos. Los españoles, diezmados, se
ven forzados a restañarse las heridas con la grasa –el unto– de los cadáveres: “Mi
mala ventura me trajo a estos desesperaderos”, exclama un veterano de las cam-
pañas de Italia, Francisco Sebastián (Garcilaso, 1986, IV, cap. 8: 423).
Cuando al cabo de muchas zozobras los supervivientes logran llegar a
México, las aventuras se transforman en narración, como sucede con don Qui-
jote y Sancho una vez publicada la primera parte de las aventuras (Garcilaso,
1986, VI, cap. 19: 573-575). El virrey y su corte, así como los habitantes de “esa
ciudad ilustre”, escuchan con fervor los distintos episodios contados por los
desarrapados, suspendidos de las tribulaciones de Juan Ortiz, maravillados de
la belleza y discreción de la Señora de Cofachiqui, aterrados por los gritos y los
estruendos de la batalla de Mauvila, admirados de la furia sin límites de Vita-
chuco, palpitantes ante los innumerables escollos que tienen que sortear los
sobrevivientes río abajo, y emocionados hasta las lágrimas por los dos entierros
del adelantado Hernando de Soto.
La identificación de los oyentes con los personajes y las situaciones que
estos viven es posible porque todos ellos son singulares y escapan al estereo-
tipo de la época. Los caciques de Garcilaso suelen ser justicieros, y los con-
quistadores, usurpadores; los hidalgos tienen menos nobleza e ingenio que los
rústicos, los caballos humanizan a los soldados, los elementos desencadenados
por Vitachuco son quizás el castigo de Dios. “Vivir para contarla”, dice Gabriel
García Márquez, y así es, no sólo en México sino en la campiña cordobesa,

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desde donde Gonzalo Silvestre transmite su experiencia existencial a un hom-


bre de otra generación, intentando preservarla del olvido. Al Inca le habría gus-
tado tener la “facundia historial” de César para poder narrar con más talento la
gesta de esos hombres y deplora la desventura de esos caballeros cuyas hazañas
fueron relatadas por la pluma torpe de un indio. Suma ironía de esta crónica,
disimulada bajo una falsa modestia, que sirve al Inca de absolución.

I d e n t i fi c a c i o ne s
Por tradición académica, la etnografía se centra en las identidades, reduciéndo-
las a formas estereotipadas: los jefes, los chamanes, los guerreros, las clases de
edad… Esta operación no es únicamente propia del antropólogo, sino también
de aquellos que tratan de transmitirle su interpretación personal de la diversidad
social que los rodea. En Pindilig, que nos sirve aquí de referencia etnográfica, los
campesinos distinguen varios grupos, y si bien se dicen “indígenas”, prefieren el
término de “naturales” que oponen al de “indios” (los pueblos más aislados, más
pobres, más incultos). Se trata de un esquema rígido, utilizado sobre todo para
82 valorarse ante un extranjero.
La literatura y la ficción en general producen identificaciones. Éstas son
el resultado de un proceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila un
aspecto, una propiedad, un atributo de otro, y se transforma total o parcialmente
en función de su modelo. Para los psicoanalistas, la personalidad se constituye
mediante una serie de identificaciones. Para Freud, la identificación no se con-
funde con la imitación o la reproducción mimética que Homi Bhabha y otros
pensadores poscoloniales atribuyen al colonizado. Es una apropriación que se
funda en la pretensión de una etiología común. Como hemos visto en este texto,
la identificación requiere participación emocional, y éste es el objetivo que cum-
ple la literatura a través de sus descripciones subjetivas y de sus personajes, cuyo
destino nos importa porque reconocemos en él algo que también es nuestro.
Sin embargo, la etnograf ía también nos da la ocasión de toparnos con
“personajes” que focalizan los afectos de unos y otros. De nuevo recurriremos
a los campesinos de Pindilig. Junto con algunos hacendados que pueden ser
considerados como “personajes”, por sus actos y por su conducta, se destaca la
figura de un indígena del siglo XIX, Tayta León Sayco, cuya vida (real, compro-
bada por la documentación de los registros parroquiales) se confunde con la
ficción. Generalmente se le mencionaba cuando yo preguntaba sobre las cos-
tumbres del pasado. Tayta León era el prototipo de los “antiguos”, de los cam-
pesinos que vivían antes de que se perdieran las tradiciones, es decir, el respeto,
el quechua, los mitos, los trajes, las fiestas, la reciprocidad. La evocación de
ese ilustre personaje producía invariablemente una digresión muy animada en

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torno a dos o tres episodios de su vida: su llegada al pueblo como muchacho


muy pobre, su casamiento con la vieja Mama Machico, “Dueña de los ‘oros’”, y
el carácter insólito de la sexualidad entre dos seres de edad tan dispar; su enri-
quecimiento y encumbramiento y, por último, su nuevo matrimonio con una
indígena un poco simple.
En todos los casos, la persona que relataba una versión de la historia de
Tayta León indicaba indefectiblemente que éste era un “abuelo”. Desde luego, no
todos los campesinos de Pindilig eran bisnietos de ese hombre, como pude des-
cubrirlo consultando las genealogías de los registros. ¿Por qué entonces tal iden-
tificación? Sin entrar en los detalles de una historia compleja (Bernand, 1995), el
personaje de León Sayco encarnaba la improbable ascensión social de un indí-
gena y sus consecuencias: el miserable joven llegado de tierras extrañas se vuelve
rico al casarse con una anciana, la cual, como las divinidades telúricas femeninas
de la región (Mama Huaca, Mama Guardona), es la dueña de los “oros”, es decir,
de huacas de oro en forma de animales. Gracias a los dones de su mujer, León se
vuelve rico y puede ocupar cargos administrativos importantes. Cuando su mujer
muere, León se viste “como un blanco”, pule su castellano y aprende los códigos de 83
la sociedad dominante; por lo tanto, decide trasladarse a la ciudad. Pero su nueva
esposa, una campesina bonita aunque rústica, no se quita las prendas tradicio-
nales, ni logra aprender el castellano; cuando la pareja llega a la ciudad, la cultura
indígena de la mujer de León es una barrera que repercute sobre la reputación de
su esposo. La moraleja es simple: uno puede volverse rico por arte de magia pero
en algún momento el desequilibrio tiene que ser compensado por un mecanismo
“inmanente” de regulación. Identificarse con León era una manera para cada uno
de expresar el anhelo de “salir” del pueblo (es decir, de volverse “blanco”), sueño
posible puesto que el ancestro León lo había realizado. Para mí, que escuchaba
todas esas historias destinadas a probar que uno de ellos había conseguido vol-
verse como yo, León me permitía introducirme, por empatía, en la vida trágica de
un campesinado condenado por la modernidad a la desaparición. .

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Referencias
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1992. Pindilig, un village des Andes équatoriennes. París, Ed. du CNRS.
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1982. Don Quijote y la Florida del Inca, Revista Iberoamericana 48, pp. 587-621.
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1986. Carnets d’enquêtes. Une ethnographie inédite de la France, Textes établis et présentés par Henri Mitterand
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Paralelos
LEER A SILVA A CONTRAPELO:
DE SOBREMESA COMO NOVELA TROPICAL
Fe l i p e M a r t í n e z P i n zó n 89

LA FISURA IRREMEDIABLE: INDÍGENAS, REGIONES


Y NACIÓN EN TRES NOVELAS DE MARIO VARGAS LLOSA
María de l a s Mercedes Ortiz Rodrígue z 111

ENTRE LA ENTELEQUIA Y EL MITO:


LA TRAICIÓN DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
Y DE SU REFORMA AGRARIA
E r n e s to M ä c h l e r To b a r 137

DE LA ILEGIBILIDAD DE LO AJENO. LECTURA MÁGICA


Y ESCRITURA MIMÉTICA EN ALFRED DÖBLIN
Sv e n W e r k m e i s t e r 169

ENTRE FILOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA:


FERNANDO ORTIZ Y EL DÍA DE LA RAZA
Anke Birkenmaier 19 3
L E E R A SI LVA A C ON T R A PE L O :
DE S OBR E M E S A C OMO NOV E L A T ROPICA L
Felipe Martínez Pinzón*
felipe.martinez@nyu.edu
College of Staten Island, City University of New York-CUNY, Estados Unidos

R e s u m e n A través de la fantasía civilizatoria de Fernández


en De sobremesa José Asunción Silva relee la imaginación
espacial de las élites sobre el trópico para parodiar las metáforas
espaciales de acuerdo con las cuales las alturas andinas son
el epicentro civilizado de la nación. Con este texto, Silva
desenmascara a los geógrafos y etnógrafos como viajeros 89
inmóviles, profetiza las consecuencias de concebir el trópico
desde parámetros de zonas templadas y se burla de la posibilidad
de una cultura nacional concebida como un producto “natural”.

PAL AB R A S C L AVE:

De sobremesa (1925), José Asunción Silva (1865-1896), literatura y


etnografía en Colombia, clima y cultura en Colombia, Modernismo.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.04

* Ph.D. en Literatura, Universidad de Nueva York.

Artículo recibido: 02 de febrero de 2012 | aceptado: 05 de mayo de 2012 | modificado: 03 de septiembre de 2012
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Reading Silva against the grain: Ler Silva ao contrário:


De Sobremesa a tropical novel De sobremesa como romance
tropical
A B S T R AC T Fernández’ civilizatory fantasy
in J.A. Silva’s De Sobremesa provides a RESUMO A fantasia civilizatória de
position from which to re-read discourses Fernández em De sobremesa, de José
about space and place written by elite Asunción Silva, é um ponto de partida
Colombian geographers and ethnographers. para se reler os discursos espaciais das
From a vantage point infused in parody, this elites escritos por geógrafos e etnógrafos
fantasy deploys the metaphorical arsenal colombianos. Como paródia, essa fantasia
90 used by elites to encode the Colombian lança mão do arsenal metafórico usado
tropics. Thus, Silva unmasks contemporary pelas elites para codificar os trópicos
intellectuals as travelers whose spatial colombianos. Assim, Silva desmascara seus
imagination was literary, prophesizes the contemporâneos intelectuais como viajantes
consequences of conceiving the tropics cuja imaginação espacial era literária,
from a temperate worldview, and mocks the profetiza as consequências de conceber
possibility of conceiving national culture as os trópicos com a perspectiva das zonas
a natural product. temperadas e faz pouco da possibilidade
de conceber a cultura nacional como um
produto natural.

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

De sobremesa (1925), José Asunción Silva De sobremesa (1925), José Asunción Silva
(1865-1896), Literature and Ethnography in (1865-1896), literatura e etnografia na
Colombia, Climate and Culture in Colombia, Colômbia, clima e cultura na Colômbia,
Colombian Modernism. modernismo colombiano.

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L E E R A SI LVA A C ON T R A PE L O :
DE S OBR E M E S A C OMO NOV E L A T ROPICA L

C
Felipe Martínez Pinzón

omo muchos intelectuales latinoamericanos en


Europa durante el siglo XIX –exiliados, de negocios o en funciones consulares–,
el colombiano Rafael Núñez desplegó en su momento narrativas de salvación
para Colombia a partir de lo que observaba en Europa. Convencido de que tenía
que volver para cambiar el país y que para hacerlo debía retornar a sus funciones 91
políticas, mientras está en Francia escribe, en carta a su amigo Salvador Cama-
cho Roldán: “Me pregunta Ud. si deseo regresar i categóricamente le responderé:
Sí!! Porque no deseo otra cosa, pero yo no puedo regresar sino a virtud de una
elección para el Congreso, o en caso de gran conflicto político. Creo que ud. me
dará la razón. En cualquiera de las dos eventualidades no vacilaría un instante en
abandonar estas latitudes” (Del Castillo, 1987: 71). Casualmente, las elecciones
y el “gran conflicto político” son las dos variaciones del plan que José Fernán-
dez, protagonista principal de la novela De sobremesa (publicada póstumamente,
en 1925) de J. A. Silva (1865-1896), contempla para llegar al poder; un plan que
concibe en Interlaken (Suiza) y sobre el cual escribe una entrada en su diario
europeo que leerá a sus amigos una vez vuelva al trópico americano. En esta muy
comentada entrada, volviendo sobre el tópico del “regreso patriótico” (Martínez,
2002: 336) para salvar al país desde Europa, José Fernández fantasea un plan para
civilizar el trópico americano en tiempos (y esto es importante) del fracaso de
la construcción del Canal de Panamá –entonces, parte de Colombia–, a cargo
de Ferdinand de Lesseps. Entiéndase por “civilizar”, en la parodia de Silva, euro-
peizar en su más tosco sentido: trasplantar Europa al trópico americano, literal-
mente, a pesar del clima, de sus gentes y de su vegetación, en suma, de su historia,
para dejarlo “convertido en una nueva Suiza” (Melgarejo, 2010: 114).
Esa fantasía ha sido tildada al mismo tiempo de protofascista y de infantil
(Camacho Guizado, 1996), de satírica (Gutiérrez Girardot, 1996) y de subversiva
del pensamiento político de la Regeneración de Núñez y Miguel Antonio Caro

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(Melgarejo, 2010). Más allá de su encasillamiento, me parece que la narrativa


ahí desplegada es un pastiche cuya fuerza centrípeta es la parodia no solamente
del pensamiento del liberalismo económico del siglo XIX, como lo han sos-
tenido todos los autores arriba citados y muchos más1, sino del discurso geo-
gráfico naturalizado como científico por las élites decimonónicas colombianas,
desde Francisco José de Caldas, a comienzos de siglo, hasta Carlos Cuervo
Márquez, a finales. Me parece que la trasposición que hace Silva del discurso
geográfico nacional al literario hace posible ver la factura ficcional de aquél,
y, en ese sentido, al interrumpir su asimilación, nos permite entender su veta
ideológica, filtrada a través de un discurso estético donde se aliena manifiesta-
mente la naturaleza de la cultura, desarraigando a Colombia de su especificidad
espaciotemporal al quererla convertir en una Neoeuropa (Crosby, 1986). En la
fantasía civilizatoria de Fernández se ponen en funcionamiento todas las metá-
foras espaciales con las que las élites se refirieron al trópico americano: la altura
de clima benéfico como lugar del conocimiento, el movimiento vertical civiliza-
torio desde arriba hacia abajo del mapa etnoclimático caldasiano2, la feracidad
92 inexplotada de las tierras tropicales y el ansia por domesticar el territorio para
su control y su dominación económica (y de sus habitantes, se entiende).

Si lv a fr e nte al m a pa e tnoclimát ico de C aldas


Huyendo de los placeres, el lujo, y también de sí mismo, Fernández sube a las
alturas de los Alpes suizos a “un sitio inaccesible donde no llegan turistas, una
garganta salvaje de monte”, donde decide recluirse, viviendo fuera de todo lujo
en “una casucha de madera tosca, habitada por una pareja de viejos campesi-
nos” (Silva, 1996a: 342). En esa evasión campestre donde pretende Fernández
desintoxicarse, Silva escenifica la tensión entre degeneración y regeneración,

1 La copiosísima crítica sobre la novela de Silva ha sido en parte compilada por Juan Gustavo Cobo Borda en dos
tomos editados con motivo del centenario de la muerte del poeta, en Leyendo a Silva (1996).
2 Por mapa etnoclimático me refiero a aquel que el criollo neogranadino Francisco José de Caldas esbozó en
su texto fundacional “Del influjo del clima sobre los seres organizados”, de 1808. En él Caldas propuso una
imagen espacial que perduraría en la mentalidad de las élites andinas colombianas –indistintamente liberales
y conservadoras– durante todo el siglo XIX, el XX, y hasta hoy. Construyendo el paradigma ideológico domi-
nante para leer el espacio nacional, Caldas organizó las castas en la geografía intertropical colombiana de una
forma casi botánica: los blancos y los mestizos en el clima “benéfico” de las alturas andinas, los mulatos en
los valles y hoyas de los ríos de la zona tórrida de baja altura, los negros y los indios en las selvas húmedas. La
distribución de cuerpos por climas tiene en Caldas un correlato que obedece a la organización teleológica de
la modernidad. Se baja desde la civilización de las tierras frías al salvajismo de las tierras calientes que las élites
decimonónicas aún entendían como “el verdadero trópico”, por su vegetación y clima. Así, el viaje abajo de los
Andes también se plantea en Caldas, sin decirlo, como un viaje en el espacio-tiempo: de Europa a África y del
presente al pasado. De esta manera, en la geografía de Colombia los Andes serían el lugar privilegiado de la
historia nacional, y la llanura o la selva tropical su revés arcaico (Serje, 2005). La Cultura, única e incontestable,
en mayúsculas, solamente puede darse a partir de cierta altura barométrica sobre el nivel del mar, después de
la cual, supuestamente, comienzan a prosperar “los blancos”.

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LEER A SILVA A CONTR APELO: DE SOBREME SA COMO NOVEL A TROPIC AL | FELIPE MARTÍNEZ PINZÓN

espacializándola entre la ciudad enervante y la estadía terapéutica en el campo


(Fernández-Medina, 2006: 69). Irónicamente, como lo han visto Melgarejo y
Beckman, será en este lugar donde Fernández, un degenerado, “desenmascara
al regenerado mostrándole que está en un momento de delirio no asumido”
(Melgarejo, 2010: 114). Es en el locus regenerativo de la campiña Suiza donde
Fernández cae en un rapto escriturario –que no tiene nada de calmante, sino de
enervante– para escribir, de un solo envión, lo que María del Pilar Melgarejo ha
denominado felizmente el “pasaje nacional” (2010: 281) y Ericka Beckman ha
llamado una “export reverie”3 (2005: 36).
Tal vez en ninguna otra parte como en el “pasaje nacional” se muestra en
todo su esplendor y en toda su teatralidad4 “la virtud imitativa de Silva” (Sanín
Cano, 1985). Las montañas de Suiza, y en particular las de Interlaken, son refe-
rencias espaciales para releer el viejo tópico caldasiano de la escritura y del
pensamiento como actividades que se dan desde la altura para iluminar las tie-
rras bajas tropicales, lugares refractarios a la civilización (Caldas, 1966 [1808]:
116). Al desnacionalizar el lugar de la escritura del plan civilizatorio, Silva está
haciéndonos extraña (ostranenie) la convención caldasiana de la altura de clima 93
benéfico como lugar privilegiado del conocimiento y de la cultura en el trópico
colombiano. Un tópico que, sin las connotaciones climistas, ya había inaugu-
rado Humboldt, seguido por Bolívar y Bello (Pratt, 1992; Beckman, 2005: 219).
La altura del “picacho” donde Fernández no tiene “más libros que unos estudios
de prehistoria americana, escritos por un alemán y unos tratados de botánica”,
actualiza el observatorio astronómico de Caldas en Bogotá sólo para borrarlo,
haciéndolo superfluo, innecesario. Burlonamente, se vuelve el haz envés:
Europa es el único sitio desde donde se puede pensar el futuro del trópico. Le
devuelve así la carne al maniquí del pensamiento eurocéntrico: la altura como
lugar del pensamiento es una idea europea. Con este gesto de Silva, la altura
andina, asemejada a Europa por pensadores de impronta caldasiana como los
hermanos José María y Miguel Samper, vuelve a ser lo que siempre había sido:
apenas otra parte del trópico vista desde Suiza. Por eso es que el plan civilizato-
rio de Fernández se piensa primero para las provincias –la abrumadora mayo-
ría de ellas en las tierras bajas–, para luego concretarse en la capital, la cual
será el último destino del plan, un lugar que recibirá desde afuera los designios
exteriores, en vez de propagarlos (Silva, 1996a: 346).

3 Como lo reconoce Beckman, la formulación “export reverie” está inspirada en las “industrial reveries” que Mary
Louise Pratt en Imperial Eyes (1992) ha identificado como características del discurso de los viajeros extranjeros
en África y América Latina.
4 Para un acertado análisis de la teatralidad, no sólo en esta novela de Silva, sino como arsenal estético del
modernismo, muchas veces ignorado, ver Sarah J. Townsend (2010).

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Mary Louise Pratt ha notado cómo “the solemnity and self-congratulatory


tone of the monarch-of-all- I survey scene are a virtual invitation to satire and
demystification” (1992: 204). Con su Fernández, encumbrado en Suiza como el
monarca de todo lo que contempla, Silva lleva la burla a un punto de fruición
al escribir en el “pasaje nacional” las páginas más devastadoras en contra del
proyecto civilizatorio durante el siglo XIX. Fernández camina por las montañas
suizas hasta encontrar “una colina que domina el paisaje” (1996a: 343), desde la
cual se despliega “la naturaleza” como un mar (1996a: 343). La visión de la natu-
raleza como un paisaje liso, tal como el mar (Deleuze y Guattari, 1987: 340),
presto a ser escrito y en ese sentido dominado ex nihilo, es una narrativa cuyo
linaje es tan viejo que se retrotrae a Colón, para el caso americano. Esa narra-
tiva no es otra cosa que una práctica preparatoria para la invasión y la domina-
ción, como lo ha sabido hace tiempo la crítica cultural (Pratt, 1992; Serje, 2005).
El cielo como el mar y el mar, a su vez, como las montañas son los espa-
cios en donde Fernández concibe su plan civilizatorio. Cita así otro procedi-
miento caldasiano: mirar el suelo en el cielo para no tener nunca que bajar la
94 mirada. El plan civilizatorio se le insinúa primero en medio del Atlántico,
en la popa de un buque, mientras todos los pasajeros duermen. En ese lugar
“el mar calmado y el cielo de un azul sombrío y purísimo se confundían en el
horizonte” (1996a: 345). Fernández lee el texto de las constelaciones y en él, no
en el suelo de la historia, ve el futuro, su plan, que se le va insinuando en una
prosa que cede a un discurso más propio de la magia5 o de la religión que de la
ciencia o de la matemática. El rapto de Fernández en medio del Atlántico está
descrito en estos términos:

En la primera hora de quietud pensativa volvieron a mi mente escenas del


pasado, fantasmas de los años muertos, recuerdos de lecturas remotas; luego
lo particular cedió a lo universal, algunas ideas generales, como una teoría de
musas que llevaran en las manos las fórmulas del universo, desfilaron por el
campo de mi visión interior. Luego cuatro entidades grandiosas, el Amor,
el Arte, la Muerte, la Ciencia, surgieron en mi imaginación, poblaron las som-
bras del paisaje, visiones inmensas suspendidas entre dos infinitos del agua y
del cielo. (1996a: 345)

5 Un razonamiento mágico, podríamos llamarlo, existe en Caldas respecto a talar la selva como mecanismo para
hacerla habitable. Éste será un mecanismo que recorrerá todo el siglo XIX, el XX y lo que va del XXI en Colombia.
La despolitización de la deforestación tomará una veta casi mágica. Para referirse a la tala de bosques como
remedio para las altas temperaturas, pensadores civilizadores como F. J de Caldas y Rafael Núñez –cuya obra
traza el arco del siglo XIX colombiano– usarán una misma expresión mágica: “por encanto”. Para encontrar
repetida esta expresión en el mismo contexto, cuando han pasado casi cien años, ver “Del influjo del clima…”
de Caldas (1966 [1808]: 116), y en Núñez, “Necesidad de concierto” (1944: 351).

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Luego de contemplar esta visión, Fernández se funde “en un éxtasis pan-


teísta de adoración sublime” (1996a: 345). Similar a un éxtasis como éste, igual-
mente “producido por la grandiosidad de la escena”, es la experiencia por medio
de la cual se le “aparece” el plan civilizatorio, subiendo los Alpes suizos, en una
economía de altitudes donde sube la montaña para que baje sobre él la paz que
antecede a la “aparición” del plan civilizatorio: “bajó sobre mí [sobre Fernán-
dez] una suprema paz en las horas pasadas en el picacho adonde subo” (Silva,
1996a: 345). Sin embargo, la escena de la concepción del plan civilizatorio no
copia simplemente las coordenadas espaciales de Caldas como ese orden visto
en el cielo que se quiere copiar en el suelo (Nieto, 2007). El pasaje nacional, otra
vez, cita el tópico común para deshacerlo. Desde la altura, Fernández ve la natu-
raleza como un mar, pero después, al aguzar la mirada, encuentra la naturaleza
completamente tecnologizada, habitada y puesta a producir: hay molinos de
viento y animales domesticados. La luz lo va precisando todo, al punto que
Fernández lleva la mirada desde lo lejano hacia aquello que lo rodea inmedia-
tamente, para escribir algo que en las fantasías climatológicas de Caldas y otros
ilustrados es impensable: el lugar mismo desde el cual escribe6: 95

Miro a mi alrededor y en primer término, cerca de la verdura amarillenta y


aérea de un grupo de sauces, diviso el viejo molino cuya gran rueda, al girar
contra lo negro del paredón enmohecido por la humedad, convierte el chorro
de agua que la mueve en hilos y gotas de cristal transparente de impalpable
vapor […] [donde] [p]asa a los pies del molino el camino de cabras que trepa a
la cima […]. (1996: 343)

Así como lo cercano está poblado, mediatizado por el trabajo, aquello


que está lejos también está transformado por el hombre, al punto que el tra-
bajo y el comercio interconectan ambos espacios, la altura del picacho y el
camino de las llanuras bajas. Así, con su Fernández Silva despeja la incógnita
que los pensadores caldasianos siempre ocultaron: el mapa nacional no nece-
sariamente estaba calcado sobre las rutas agroexportadoras hacia Europa
sino sobre rutas verticales que siempre han conectado las alturas andinas con
las tierras cálidas de cultivo.

L a N eo e ur o pa tr o pi c al
Del hostal cosmopolita en Interlaken donde concluye “el pasaje nacional” a “una
casa rodeada de jardines y de bosques de palma” en el trópico (1996a: 55), el plan

6 Santiago Castro-Gómez (2005) ha llamado hybris del punto cero a la prerrogativa que los ilustrados neograna-
dinos se concedieron a sí mismos de describir el cuerpo de otros –mestizos, negros, mulatos, zambos–, mientras
que sus cuerpos permanecían por fuera de cualquier signo de inscripción, incluso, fuera del texto científico.

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civilizatorio de Fernández es una empresa cuyo objetivo es trasplantar –en el


más puro sentido de la palabra– la biota europea al trópico americano. Un tras-
plante de fauna, flora y hombres que se debe materializar en el reemplazo de la
historia de la América tropical por la de Europa bajo la forma, por una parte, de
una biblioteca donde se hermanen los textos americanos y europeos y, por otra,
de un paisaje tropical jardinizado, un invernadero sin vidrio, muy parecido a la
casa de El Cabrero de Rafael Núñez en Cartagena (Melgarejo, 2010). Ése será
el lugar privilegiado por el texto fundacional de esta Neoeuropa7 tropical que
concibe Fernández desde Europa. Allí, desde ese espacio, se podrá “contemplar
el desarrollo […] de una novela nacional y de una poesía que cante las viejas
leyendas aborígenes, la gloriosa epopeya de las guerras de emancipación, las
bellezas naturales y el provenir glorioso de la tierra regenerada” (1996a: 353).
Ese lugar del trópico jardinizado, la posibilidad burlonamente distópica de una
Neoeuropa tropical8, es fruto precisamente de la borradura de la geograf ía tro-
pical a través una horizontalización del espacio producida por una revolución
en el transporte, por la muerte “de miles de infelices indios” y por la invasión
96 biogeográfica del trópico de agricultura vertical. Ahí está la ironía suprema del
“pasaje nacional”: el texto fundacional de la cultura nacional también será un
producto planificado, industrializado, fruto de las últimas tecnologías del tras-
plante de fauna y flora, y de las más avanzadas armas con las cuales adelantar
el genocidio sobre la población nativa del trópico. Sin duda, un comentario
oscuro sobre la “cultura nacional” como orquídea de invernadero, un producto
“natural” de la sociedad en un determinado espaciotiempo.
En efecto, la fantasía civilizatoria de Fernández concluye, materialmente,
en un hostal cosmopolita de Interlaken que tiene su correlato, inmaterial, fan-
taseado, en una hacienda tropical que es el invernadero sin vidrio, un mundo
donde se cumplen las fantasías que el escritor J. M. Samper –otro de los paro-
diados por Silva– tuvo al visitar los jardines de clima controlado del Crystal

7 En su interesante, pero problemático texto, Ecological Imperialism: The Biological Expansion of Europe (900-1900),
Alfred W. Crosby sostiene que dondequiera que el clima no se oponía a los europeos, éstos colonizaron estos
lugares, convirtiéndolos, a pesar de estar lejos de sus moradas originales, en Neoeuropas. Ignorando los procesos
culturales y esencializando la raza, por tanto, Crosby sostiene que en latitudes donde el clima operaba para convertir
el territorio en lugares parecidos a los europeos occidentales –como el sur de Suramérica y África, Australia y Nortea-
mérica— los europeos pudieron adaptar y, en muchos casos, trasplantar, su biota, reproduciéndose y eliminando a
las poblaciones nativas gracias a sus armas y a las enfermedades que los acompañaron. En el trópico americano de
baja altura –en el de alta él hace una excepción con Costa Rica, en donde se consiguió una relativa neoeuropeización
tropical– se dio un proceso, dice él, no de neoeuropeización, sino de neoafricanización, debido al clima, la hume-
dad y las enfermedades de estos lugares: “The results are today’s Neo-African and mixed societies: not temperate
Montreal, where the ranges of race and culture are so narrow […] but tropical Rio de Janeiro, where mulattos and
zambos and allegedly pure Portuguese dance the African samba on the eve of Lent” (Crosby, 1986: 141).
8 Valga anotar que para Crosby, una Neoeuropa tropical es una contradicción en los términos, por consideracio-
nes climistas que, según él, siguen un patrón histórico.

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Palace de Londres9: un trópico sin gente (de color) (Viajes, tomo II, [1862]). Es
el invernáculo de clima controlado parisino o londinense convertido de súbito
en un mundo real. Esa continuidad entre los Alpes y el trópico es el trayecto de
la fantasía de Fernández, una linealidad horizontal para unificar Europa y Amé-
rica con “el aplastante rodillo denominado modernización” (Parsons, 1992: 52).
Esta horizontalidad pasa, en primer lugar, por una revolución en los transpor-
tes del trópico de altura y su interruptora verticalidad. Ante un espacialidad
textualizada como espesa y detenida: “el suelo pantanoso, nido de réptiles y fie-
bres” (1996a: 352), Fernández se propone obliterarlos mediante la introducción
de “blancos y rápidos vapores que anulen las distancias” (1996a: 352). Anular10
las distancias, que es otra manera de borrar el espacio, paradójicamente, no
logra hacer del trópico de altura una economía integrada sino todavía dividida,
donde se dan, sin integrarse, al parecer, todas las producciones del mundo, ree-
ditando de nuevo el viejo tópico caldasiano de la feracidad del trópico neogra-

9 Me refiero, específicamente, a los invernáculos londinenses que visita el político y escritor liberal colombiano
José María Samper (1828-1881) en su primer viaje a Europa (en 1858), en Viajes de un colombiano en Europa 97
(de 1862), un texto que seguramente leyó Silva, entre otras razones, porque su padre, Ricardo Silva, compartía
negocios –entre ellos, una librería– con Samper. Los invernáculos son lugares privilegiados para observar las
conflictivas relaciones de las élites liberales colombianas con la naturaleza tropical de su propio país. Para
Samper el único lugar en el que el trópico no es un obstáculo para el progreso son los invernáculos del Crystal
Palace de Londres. Como espacios despoblados donde el capital aparece camuflado de naturaleza a través de
la tecnología, los invernáculos son heterotopías (Foucault, 1986) donde fantasear un espacio nacional sin gente
(de color). Al desactivar su carácter amenazante, es decir, su potencia histórica, pues en los invernáculos no
hay habitantes sino visitantes blancos europeos o americanos, estos lugares se representarán en Samper como
utopías para imaginar un trópico europeo o europeizable, un espacio de confort desde donde fantasear un país
sin conflictos étnicos ni disensos políticos; y por lo tanto, sin interrupciones para el movimiento teleológico del
progreso. Lo cual equivale a decir una Colombia poshistórica, vegetativa y distópica. Véase un artículo mío,
de próxima publicación en la Revista Hispánica Moderna, llamado “Los invernáculos de José María Samper:
utopías espaciales fuera y dentro del trópico” (Martínez Pinzón, 2012).
10 Muchos textos del fin de siglo seguían tomándose en serio las fantasías civilizatorias de las que Silva se burlaba.
Escrito originalmente en inglés y publicado en París, De Bogotá al Atlántico (1897) de Santiago Pérez Triana
lleva la idea de modernidad consigo, la transporta, rompiendo el cerco de la ciudad para reconciliar a Colombia
con las ideas liberales de Occidente. Así se imagina Pérez Triana esas “soledades” de la llanura y la selva, luego
de que un gobierno verdaderamente moderno –no conservador, pues el liberal Pérez Triana huía del gobierno
de Miguel Antonio Caro– decida ocuparse de esas tierras por las que él parte hacia el exilio: "Pensábamos que
esas selvas y esos bosques encierran riquezas abundantes para remunerar todos los esfuerzos del hombre, y
soñábamos, finalmente, con el día en que gobiernos ilustrados y enérgicos hagan surcar esas aguas por raudos
bajeles que lleven la civilización de una orilla a la otra y establezcan en sus bosques, en donde hoy impera una
naturaleza bravía y agresiva, centro de civilización y libertad" (1945 [1897]: 187).
La sistematización de la naturaleza vía la modernización que lleva a una apropiación discursiva de lo no euro-
peo, de lo no urbano, desde lo europeo-urbano logra disciplinar los ríos como vehículos de comercio y los árboles
como capital para hacer empresa. La lectura de la naturaleza bajo una gramática capitalista está, claro, desprovista
del determinismo geográfico de quienes, como J. M. Samper, encuentran que una determinada localización geo-
gráfica es condición sine qua non de la modernidad. Sin embargo, es igualmente peligrosa. La naturaleza se mide
como capital por amasar, lo cual sirve a su vez a un fin que no le es opuesto: exterminar a quien a ello se oponga.
Pérez Triana entra perfectamente dentro de la reapropiación del discurso europeo en tierras “descolonizadas”,
para llevar a cabo proyectos capitalistas que pueden terminar en genocidio, como lo mostraría luego J. E. Rivera.

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nadino. Sobre el trópico de altura, Fernández literaliza, como lo querían Caldas


y sus émulos, una economía cosmopolita donde se dan todos los productos de
la biota planetaria, pero de forma segmentada:

En aquellos climas [de los Andes tropicales] que van desde el calor de Mada-
gascar, en los hondos valles equinoxiales, hasta el frío de Siberia, en los lumi-
nosos páramos donde blanquea la nieve perpetua, surgirán, incitados por
mis agentes y estimulados por las primas de explotación, todos los cultivos
que enriquecen, desde el banano cantado por Bello en su oda divina hasta los
líquenes que cubren las glaciales rocas polares; todas las crías de animales
útiles desde avestruces que pueblan las ardiente llanuras de África, hasta los
rengíferos del polo. (1996a: 350)

Hacer de los Andes tropicales una reunión de todas las producciones del
mundo es el paso previo para aclimatar en ellos a los inmigrantes, convirtiendo
al trópico no en una Neoáfrica o Neoasia, sino en una Neoeuropa donde los
europeos –y no los nativos americanos, porque el cambio se fantasea desde
98 Europa para los europeos– reconocerán su lugar de procedencia. En la fantasía
de Fernández, la única manera en que el trópico puede convertirse en Europa
es dejar de ser, anularse y convertirse en “el risueño home” donde recibir al
“extranjero adornada [la ciudad] con todas las flores de sus jardines y las verdu-
ras de sus parques” (1996a: 352).
El cambio de la biota tropical para convertir el Trópico americano en Europa
pasa luego por un cambio de las ciudades. La capital transformada “como trans-
formó el barón Haussman a París” (1996a: 352) lleva, asimismo, a decorar la ciudad
con “las estatuas de sus grandes hombres [europeos]” (1996a: 352), para terminar
erigiendo en ella “bibliotecas y librerías que junten en sus estantes los libros euro-
peos y americanos que ofrecerán nobles placeres a su inteligencia” (1996a: 353).
El corolario de este continuum entre la historia europea y la americana se sellará,
luego de esta radical transformación –que es un verdadero genocidio ecológico
y cultural–, con la escritura de los textos nacionales que tengan un “sabor neta-
mente nacional”. Esa novela nacional –que es una verdadera orquídea de clima
artificial– es el fruto del genocidio racial y, como tal, naturaliza la violencia como
génesis de algo que llamamos cultura nacional.

Si lv a , le c to r d e J o sé M aría Samp er
Como vemos, Fernández quiere trasplantar a la realidad las metáforas privilegia-
das de la conciencia alienada del pensamiento geográfico nacional. Por eso es tan
importante, y en nada aleatorio, que Silva –cultivado en los textos geográficos de
José María Samper, pero también en otros de escritores no sólo nacionales sino

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extranjeros como Élisée Reclus11– haya decidido que Fernández conciba su plan
en Suiza, y no en otro lugar. Durante todo el siglo XIX hizo carrera la comparación
entre la geografía de Suiza –y también Suiza como modelo político12– y los Andes
colombianos. En su viaje a Suiza –y en los escritos que desde ahí produce– José
María Samper se da cuenta de que las montañas de Suiza “nos harán evocar a cada
momento la imagen querida de la patria” (Viajes, tomo II, [1862]: 8), y desple-
gando un lenguaje calcado de la descripción caldasiana de los Andes intertropica-
les, pero sin la variedad climática, escribe: “[Suiza ofrece] los más variados paisajes
de topografía y vegetación, desde el profundo valle y la ondulosa planicie hasta
las agujas graníticas, negras y completamente abruptas, y las cúpulas de nieves
eternas que se pierden en los abismos de la atmósfera, casi jamás holladas por el
hombre” (Viajes, tomo II: [1862], 26).
Al hacer una lectura queer de la voz de Fernández a través de sus lecturas
y reescrituras de la voz de Maria Bashkirtseff, Sylvia Molloy emplea el término
“voice snatching” para evidenciar un “slippage between quoting and impersona-
ting” (1997: 18). Con su Fernández, Silva no sólo ventrilocuiza a Bashkirtseff, sino
también a J. M. Samper. En Viajes de un colombiano en Europa (de 1862) Samper 99
relata su paso por Interlaken –el lugar más “cosmopolita” de Europa (Silva, 1996a:
360), de acuerdo con Fernández, quien sigue los pasos del político liberal, tal como
el propio Silva– describiéndolo como “un pedazo de algunos de esos elegantes
arrabales compuestos de palacios y quintas que se ven en los alrededores de Lon-
dres, París y Berlín” (Viajes, tomo II, 1862: 155). Esta cita de Samper deja ver un
deseo encubierto: la posibilidad de una ciudad europea sobre las montañas, una
fantasía que promete materializar, a su vez, un largo sueño de las élites colom-
bianas: la Europa andina, un espacio utópico que Samper sólo insinúa, pero que

11 En su monumental Geographie Universelle (1874-1894), publicada por tirajes en el espacio de veinte años,
Reclus dio a conocer sus apuntes –en otras partes también publicados como libro (sobre su visita a la Sierra
Nevada de Santa Marta en 1861, por ejemplo)– sobre su estadía en la Nueva Granada. En 1893 el geógrafo
colombiano F. J. Vergara y Velasco publicó sus traducciones de algunos capítulos referidos a esa estancia de
Reclus. Significativamente, allí se encuentra el tópico (pero acuñado por un europeo) de igualar la tierra inter-
tropical de altura con Europa y, especialmente, los Andes con Suiza. Escribe Reclus al respecto: “Estas diversas
especies, a pesar de la altura a que crecen, presentan fisonomía tropical, pero en la cercanía de los niveles, más
arriba de los 4.000 metros, casi la mitad de las plantas recuerdan la flora de los Altos Alpes de Europa; en cier-
tos punto el Viejo creía estar en los elevados valles de la Engadina” (1983: 118). Es posible que Silva conociera
textos de Reclus, no solamente por esta traducción, pues él manejaba el francés, sino porque sus textos eran de
recibo dentro de los círculos letrados de entonces, por cuanto confirmaban muchas de las apreciaciones de los
intelectuales conservadores y liberales de la época sobre la espacialidad del país. A pesar de sus ideas políticas,
Reclus ponderó muy positivamente en su momento el Ensayo sobre las revoluciones políticas (de 1862) de
Samper, reseñándolo como “el primer tratado comprensivo sobre Colombia” (Langebaek, 2007: 205).
12 En su texto “El programa de un liberal”, escrito desde Suiza para la Constituyente radical de 1863, Samper enal-
tece a Suiza como modelo federativo para Colombia: “la fórmula democrática que se acerca más a la justicia y
la naturaleza de las cosas es la que existe en Suiza. Sin embargo, debemos modificarla, por la composición de
nuestra sociedad” (1861: 20).

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Silva capta para hacerlo manifiesto en el plan a través del cual Fernández busca
convertir el trópico en Europa.
De esta manera, el “voice snatching” de Samper en Fernández y su deforma-
ción, en un discurso afiebrado por el progreso, “literaturizan” la ahistorización des-
encadenando la parodia y, en ese sentido, produciendo un efecto opuesto: la histo-
rización de la literatura, lo cual nos permite ver el material político del cual están
hechos los textos. Por ejemplo, donde Samper escribe: “¿Para qué las fortificaciones,
si lo que más deseamos es que nos invadan legiones de inmigrantes, de ingenieros,
artesanos, agricultores y negociantes?” (Ensayo, 1862: 123), Fernández lo copia, pero
lo deforma, exagerándolo, con un: “[la inmigración] afluirá como un río de hombres,
como un Amazonas cuyas ondas fueran cabezas humanas y mezcladas con las razas
indígenas […] poblará hasta los últimos rincones de estos desiertos” (1996a: 351).
En un gesto modernista, Silva interrumpe el discurso de la modernización a través
del “voice snatching” desplegado en el “pasaje nacional”. Con esta interrupción nos
hacemos conscientes de que el lenguaje es “una casa dotada de un pasado y una
materialidad en el presente” (González, 1987: 25), una materialidad que adopta las
10 0 formas y los espacios de la tradición para mostrarnos a la literatura trasplantando,
cooptando, otros discursos, en este caso geográficos y políticos, como una máquina
epistemológica que opera a través de la citación y la parodia.

Si lv a y sus pr e c ur so r e s
La crítica temprana sobre Silva lo inventó como un hombre sin tradición, es decir,
sin suelo fértil desde el cual construir su propia obra en territorio colombiano. Su
amigo Emilio Cuervo Márquez compara a Silva con una orquídea: “Entre la hostil
maraña del bosque tropical, como enjambre de mariposas convertidas en flores por
la voluntad de un Genio, cuelga la orquídea su penacho de pétalos exóticos […] Así
fue Silva […] Silva no se parece a nadie. Él fue solo. No tiene parentesco intelectual
con ninguno de los bardos hispanoamericanos” (1915: 421). Desde entonces ha
hecho carrera dentro de la crítica, pero también dentro de los textos biográficos
sobre el poeta, la visión de un Silva “rodeado de un vacío cultural” (Smith-Soto,
1996: 576) en la Colombia de fines del siglo XIX. Sin embargo, una lectura tanto de
su correspondencia como de De sobremesa prueba lo contrario. Silva no solamente
mantenía, como se sabe, estrechos vínculos intelectuales con ensayistas como Bal-
domero Sanín Cano, escritores como Jorge Isaacs o políticos liberales como Rafael
Uribe Uribe, sino con personajes que en principio no tenían nada que ver con el
mundo de las letras. Me refiero, por una parte, a su correspondencia con el médico
y geógrafo antioqueño Manuel Uribe Ángel, y, por otra, a la evidencia que existe en
las cartas suyas sobre la lectura hecha por Silva de los textos de Prehistoria y viajes
(de 1893) del hermano de su amigo Emilio –citado más arriba–, Carlos Cuervo

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Márquez, geógrafo, etnógrafo y general conservador colombiano del fin de siglo13.


Quiero proponer a Silva como lector y a la vez como re-escritor que hace burla de
estos textos etnográficos escritos por figuras contemporáneas suyas.
En 1882, Jorge Isaacs, en su informe al gobierno regeneracionista sobre los
territorios de la Sierra Nevada de Santa Marta y de la península de La Guajira, Las
tribus indígenas del Magdalena, desnudó el sustrato literario del discurso espacial
de las élites a través del reporte personal de los accidentes geográficos de esa zona.
El texto de Isaacs se lee como una crítica sardónica al cientificismo de autoprocla-
mados geógrafos –como el expresidente Santiago Pérez o Federico Lleras T.14– que
describían lugares que nunca habían visitado, y lo hacían a través de la lectura de
textos literarios como Las elegías de varones ilustres de Juan de Castellanos o
de relatos de viajeros extranjeros en Colombia:

Por carecer el señor [Santiago] Pérez de pormenores exactos acerca de tales


montañas, acogió los de Mr. May, sin vacilación ni desconfianza mínima, y
cualquiera habría hecho lo propio en su lugar. De ahí que las suponga comple-
tamente desiertas o visitadas más por algunas tribus semibárbaras; de ahí que
acepte lo de la hermosura de las mesas. Hay en ello de verdad las inducciones 101
del señor Pérez, no bastantes a premunirlo de errores. (Isaacs, 1967 [1882]: 53)

El de Isaacs es un demoledor y divertido ejercicio de lectura comparativa,


entre el discurso geográfico y la experiencia personal, cuya conclusión es elocuente:
los geógrafos colombianos eran viajeros inmóviles cuya imaginación espacial era
literaria. Eran lectores de la geografía nacional desde un invernadero. El ejercicio de
lectura de Isaacs, en ese sentido, deja marcas incluso ortográficas que desnudan la
impostura de aquellos a quienes Isaacs critica. Citando a Santiago Pérez, Isaacs inter-
viene el texto y lo transcribe de la siguiente forma: “La temperatura del Valle de Upar

13 En carta del 10 de noviembre de 1894, durante la reescritura de De sobremesa, que lo ocuparía hasta el fin
de sus días, Silva le escribe a su amigo Jorge Roa pidiéndole que le preste algunos libros para su lectura. En
esa carta se evidencia la variedad de sus lecturas. Pide novelas de Anatole France, pero también las memo-
rias de O’Leary. Le pide también el que sería seguramente Prehistoria y viajes (de 1893) de Carlos Cuervo
Márquez: “¿Usted tiene el libro último de Carlos Cuervo sobre Prehistoria con unos viajes por el Tolima?”
(Cartas, 1996b: 182).
14 Federico Lleras T. fue el autor del manual escolar de geografía con el que seguramente estudiaron en el colegio
J. A. Silva y toda su generación. Su Tratado completo de geografía universal (texto aprobado por el consejo
académico de instrucción pública de Colombia, adoptado por el gobierno como oficial y por varios colegios
particulares), como consta en su portada, es de 1881, en su segunda edición, pero de 1874 en su primera.
Como si no hubieran transcurrido décadas desde la publicación de “Del influjo del clima sobre los seres orga-
nizados”, Lleras escribe sin sonrojo: “[…] en los valles bajos y en las costas despliega la naturaleza toda su
magnificencia intertropical, extendiéndose sobre los Andes en Pasto y Popayán y sobre su rama orientan en C/
marca, Boyacá y Santander, inmensas y fértiles planicies, de clima frío y sano todo el otoño (sic) […], en donde
la raza caucásica prospera en toda su belleza y vigor europeos con exclusión de la africana, que naturalmente
busca los valles y las costas ardientes” (1881 [1874]: 31).

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es fría y suave (19), […] La proximidad de este país a Europa, su historia romántica
(…!) y tradiciones fascinadoras, constituirían al ser verdadera y simplemente repre-
sentada, una atracción irresistible para los emigrantes europeos […]” (1967 [1882]:
51) (cursivas, puntos suspensivos y exclamación en el original). Poniendo en cursiva
las apreciaciones que encuentra falsas, a partir de su observación personal, o llana-
mente introduciendo signos de exclamación para comentar aquellas que le parecen
inmotivadas, Isaacs reescribe estas citas para desinscribirlas, deslegitimándolas y
desnudando el sustrato ideológico de los textos geográficos nacionales.
Mientras Isaacs nos hace conscientes del sustrato literario desde el discurso
geográfico, Silva realiza con el “pasaje nacional” una operación similar, donde des-
nuda el sustrato literario de los discursos etnográficos y geográficos pero de forma, a
su vez, literaria. Sus lecturas de Carlos Cuervo Márquez y de su antecesor, Ezequiel
Uricoechea, rezuman su influencia en la escritura de la entrada de Interlaken, pero
también de toda la estructura narrativa de De sobremesa. Tanto en el Uricoechea de
la Memoria sobre las antigüedades neogranadinas (de 1856) como en los sucesivos
relatos de viajes que trabajaron sobre sus ideas –como es el caso de Prehistoria y
102 viajes de Cuervo Márquez– hace carrera una idea que ya estaba instalada desde
los textos de Humboldt sobre la historia prehispánica del trópico colombiano, y
que correría en la tradición hasta el surgimiento de la arqueología y etnología aca-
démicas en Colombia durante la década de 1930 (Botero, 2006: 63). Siguiendo un
pensamiento claramente climista, se representaba a las comunidades chibchas de
altura como más “avanzadas”, pacíficas y dóciles que las comunidades caribes de las
cuencas riberanas y de las planicies de baja altura15. A su vez, se escenificaba esta
fragmentación en oposición bélica. Los caribes acechaban a los chibchas constan-
temente con la amenaza de invadirlos. Escribe Carlos Cuervo Márquez:

Ni la raza pampeana de la región oriental, ni los pueblos de la raza andina que


ocupaban el interior, pudieron resistir el empuje formidable y sostenido por
siglos de la invasión caribe. De estos pueblos, sobre todo los andinos, unos fue-
ron totalmente destruidos o devorados por los invasores antropófagos; y otros,
como los chibchas, cediendo el terreno, tuvieron que encastillarse en las altas
mesetas de la cordillera oriental, siendo muy excepcionalmente que parece
haberse producido una fusión de las dos razas. (1956 [1893]: 219).

Así, la historia de la civilización en la altura y del salvajismo en las tierras bajas


–como han anotado Serje (2005), Botero (2006) y Langebaek (2009)– es construida,

15 Escribe Langabaek que Felipe Salvador Gilij, en su Ensayo de historia americana, escrito en 1748, se interesó
por el tema del pasado indígena de la Nueva Granada. Como lo habrían de hacer sus sucesores, segmentó el
territorio tropical andino en climas, ocultando su agenda política: “[Gilij] hizo una observación que luego tendría
un notable impacto en la elite criolla santafereña y su visión del pasado prehispánico: en todo el continente ‘las
cortes de los indios habían estado en tierra fría’” (Langabaek, 2006: 46)

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con pretensiones científicas, como una narrativa cuyos antecedentes se localizan,


de acuerdo con la imaginación espacial letrada, en las culturas prehispánicas. Esta
dicotomía climista que divide irremediablemente a los caribes de los chibchas,
poniéndolos en guerra, le servirá a Silva para leer la dicotomía entre la línea paterna
de los Fernández de tierra fría, místicos y anacoretas, frente a los llaneros Andrade,
lúbricos y enérgicos guerreros16. Los primeros copian la representación divulgada
por las élites andinas sobre los chibchas, los segundos, la caribe.

Ca r lo s Cue r v o Már q uez y el regreso del


p a s a d o atá v i c o
La lectura de Prehistoria y viajes de Cuervo Márquez es esclarecedora, una vez se
la lee con De sobremesa al lado17. Es evidente que el “pasaje nacional”, como vimos,
no solamente se lee como “a stunning parody of nineteenth-century political and
economic discourse” (Beckman, 2005: 210), sino como una relectura literaria de
discursos espaciales dominantes sobre la nación. Silva usará la figura de Carlos
Cuervo Márquez para que sobre ella Fernández, su personaje, ejercite muchas de
las tácticas civilizatorias que piensa, desde Interlaken, practicar sobre el trópico 103
americano. Fernández copia a Cuervo Márquez como maestro del atuendo. Tal
como Fernández pretendía hacer pasar a “los ingenieros y sabios ingleses” por
buscadores de orquídeas “frente a mis compatriotas” (1996a: 347), cuando en rea-
lidad eran ingenieros, Cuervo Márquez pretende ser un botánico y geógrafo que,
escudándose en relaciones barométricas y en disquisiciones pseudocientíficas, no
es más que un buscador de oro por los territorios del Tolima. En su relación de
viaje aparecen, repetidamente, apreciaciones como ésta: “aguas abajo seguimos
examinándolo con atención, y en todas partes encontramos oro de muy buena
calidad, pero en cantidades muy pequeñas” (1956 [1893]: 16).
En su esclarecedora lectura del fin de siglo latinoamericano, Ángel Rama,
en Las máscaras democráticas del modernismo, ha notado cómo, en medio de un
ambiente carnavalesco, “los modernista asumieron con desparpajo democrático
las máscaras europeas, [y] dejaron que fluyera libremente una dicción americana,
traduciendo en sus obras refinadas un imaginario americano” (1984: 169). Cuando
el poeta Fernández asume la máscara de civilizador liberal en el “pasaje nacional”,
es cuando logra desnudar a generales conservadores como Cuervo Márquez de las

16 Silva saca el lenguaje para referirse a la línea de los Andrade de la manera en que Cuervo Márquez se refiere a
las tribus caribes: “[los caribes tuvieron] siempre el gusto por las emociones rudas y fuertes. Las sensaciones
suaves les eran desconocidas porque no les encontraban sabor” (Cuervo Márquez, 1956 [1893]: 214-215).
17 Incluso el nombre de José Fernández aparece en los textos de viaje de Cuervo Márquez, asociado también a la
figura religiosa de un cura. “A nuestra llegada a Toribío nos relacionamos con el doctor José Fernández, cura de
estos pueblos, anciano y vigoroso e inteligente, de fisonomía severa y respetable, de mirada penetrante y de una
actividad increíble” (1956 [1893]: 5). Es posible que Silva lo haya sacado de ahí.

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suyas propias. El Fernández de Silva es un poeta enmascarado de civilizador que


hace una crítica americanista, desde una novela pretendidamente eurocéntrica, a
textos que impostan un americanismo de charanga y pandereta, como los de un
Cuervo Márquez haciéndose pasar por botánico y geógrafo.
Confirmando que “el arte vive de paradojas” (Rama, 1984: 169), como la
que arriba anotamos, Silva desenmascara proyectos militares que, como los de
Cuervo Márquez, son de invasión pero se camuflan como científicos. La espa-
cialidad militar del general Cuervo Márquez mira el terreno desde tres ópticas:
el clima (para asentamientos), la riqueza (para su explotación) y su localización
estratégica para la guerra. Al viajar por tierras de Tolima y Huila, pero tam-
bién por el Guaviare, Cuervo Márquez nota constantemente cómo éstas son
tierras desaprovechadas por las comunidades indígenas que viven ahí. Sus cli-
mas supuestamente refractarios al progreso podrían ser atemperados, sostiene
el general, una vez las selvas sean taladas y se usen para el cultivo las dehesas
resultantes. Con un razonamiento parecido al “por encanto” de Caldas, donde
se propone talar la selva como mecanismo “higiénico”, Cuervo escribe: “el clima
10 4 no es malo, como generalmente se cree, y él irá mejorando día por día, a medida
que el cultivo vaya conquistando el terreno feracísimo ocupado hoy por la selva
secular” (1956 [1893]: 71). El discurso de raza también viene a sumarse al del
clima –como siempre–, dando el retrato de las comunidades nativas de estas
tierras como personas arruinadas por el ambiente, de tal manera que “en poder
de una raza más laboriosa [se refiere a la suya], Huila sería el asiento de una gran
ciudad que, alimentada por las bellas, ricas y extensas vegas del San Vicente y
del Páez, sostendría comercio activo con los valles del Magdalena y del Cauca”
(1956 [1893]: 42). El envión para infundir de comercio esos territorios se apa-
lanca en tácticas bélicas que se esconden tras consideraciones científicas sobre
el clima: la infiltración en el territorio a través de su cambio ambiental, la inva-
sión de gentes foráneas y el engaño a sus comunidades nativas.
La militarización del discurso de la inmigración como invasión, presente
en Cuervo Márquez, la retoma Silva cuando imagina cómo llegarán los inmi-
grantes “en colosales steamers […] como un Amazonas cuyas ondas fueran
cabezas humanas [para mezclarse] con las razas indígenas, con los antiguos
dueños del suelo que hoy vegetan sumidos en oscuridad miserable con las tri-
bus salvajes” (1996a: 351). La invasión inmigratoria del “pasaje nacional” copia,
a su vez, la invasión militar que Fernández, desde Interlaken, pretende desen-
cadenar sobre la capital desde las provincias; una invasión de tropas conser-
vadoras que se producirá desde las tierras bajas hacia las altas para tomarse el
gobierno central, comandadas por el propio Fernández, convertido ahora en
general y acompañado de sus primos los Monteverdes, llaneros “salvajes”:

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Veo mentalmente la transformación del país en los personajes que me acompaña-


rán en cada época y en cada escena de la tarea, desde la entrada a la capital, a sangre
y fuego, entre el estallido de las bombas y las descargas de la fusilería del ejército
vencedor, mandado por lo más selecto de la aristocracia conservadora, mis primos
los Monteverdes, atléticos, brutales y fascinadores, improvisados generales en los
campos de batalla, debido a sus audacias de salvajes [en el Llano]. (1996a: 355)

Silva viste a Fernández –en otra de sus máscaras desenmascaradoras– de


militar al mando de un ejército, para concluir, mediante la guerra, su plan civili-
zatorio. Guerra y civilización se hermanan, haciendo eco paródico, en términos
pesadillescos, de un doble movimiento en el discurso de Cuervo Márquez sobre la
geografía y la historia nacionales. Para el Cuervo Márquez que “historiza” la geo-
grafía política prehispánica, los caribes, tenidos por razas inferiores que habitan los
climas tórridos de las tierras bajas, estaban a punto de invadir y arrasar las comu-
nidades de altura andina chibchas, más “civilizadas”. Sin embargo, otra invasión,
ésta benéfica, salvó a los chibchas de retrogradar en el circuito del progreso. Esta
invasión, dice Cuervo Márquez, fue la conquista española:
105
Si el descubrimiento [por los españoles] de los reinos de Tunja y Bogotá se
hubiera retardado un siglo, probablemente la nación chibcha habría corrido
la misma suerte de los pueblos andinos de Antioquia; eso es, habría sido des-
truida por los vecinos caribes, panches, muzos y colimas, y mucho sería que
se hubieran salvado del desastre general los pueblos de la cordillera al oriente
de la sabana. En ese caso apenas se habrían conservado vagas y dudosas tra-
diciones relativas a la nación indígena más culta y más importante de las que
poblaban el territorio colombiano. (1956 [1893]: 238)

La conquista española se representa, así, como un movimiento militar que


evitó la amenaza bárbara de los caribes, una invasión que podía sacar del curso del
progreso a los chibchas de las altiplanicies, es decir, amenazar con degenerarlos.
Esta palabra, en este contexto, no nos debe sonar extraña. La visión de la conquista
española, anacrónicamente, como un movimiento regenerador estaba en textos
contemporáneos de De sobremesa. Por ejemplo, para Manuel Uribe Ángel (1822-
1904), médico y geógrafo, y amigo de Silva, la conquista española “había sido un
inmenso movimiento de regeneración social” (Botero, 2006: 96). No nos debe
parecer raro, entonces, que el final del plan civilizatorio de Fernández se proponga
dejar “la tierra regenerada” (1996a: 353).
Estos materiales ideológicos, que operan sobre visiones del espacio, son
retomados por Silva en “el pasaje nacional” para escenificar el movimiento militar
civilizatorio de Fernández sobre la capital, en realidad, como una vuelta del pasado
atávico de los caribes –y sus rendiciones criollas en los llaneros Monteverdes y

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Andrades– que cumple la pesadilla de Cuervo Márquez: la invasión de las tierras


calientes de los bárbaros sobre las tierras frías de los civilizados. El plan de Fernán-
dez, como lo ha notado Melgarejo, es ideado por un degenerado entre regenera-
dores (2010: 93), pero también porque ha sido construido para parodiar el ideario
civilizatorio que despliega el “pasaje nacional”; un plan que se da desde la guerra y
la invasión, y que muestra la identidad entre civilización y barbarie. La parodia del
discurso de Cuervo Márquez en Silva, en definitiva, es un lugar privilegiado para
observar la crítica del discurso geográfico nacional como un momento de indiscu-
tible modernidad en la obra del poeta bogotano.

L a f lor d e e sto s pr o gr esos


Una vez la guerra haya traído la civilización (o, lo que es lo mismo, una vez la civi-
lización haya traído la guerra), dice Fernández en su plan que, “como flor de esos
progresos materiales”, podremos “contemplar el desarrollo de un arte, de una cien-
cia, de una novela que tenga sabor netamente nacional” (1996a: 353). La novela
nacional, entonces, es un ejercicio calculado, una receta preconcebida que no cons-
10 6 truye imaginarios sino que es construida, cuidadosamente, por ellos. El trayecto
hacia la escritura de la novela nacional pasa por la guerra de la civilización europea
en contra del trópico. Así, la invención de la “cultura nacional” no solamente es
un ejercicio a través del cual Silva empapa a los productos culturales de su carga
ideológica, historizándolos, sino que es un comentario, sazonado con altas dosis
de humor negro, sobre la habitabilidad del trópico de baja altura. La escritura de la
literatura nacional mientras se está rodeado de “jardines y bosques de palmas” –no
de selvas– es el resultado de horizontalizar la geografía y hacer del trópico alto y
bajo una horizontalidad continua. Ésta es una fantasía que se cumple únicamente
a través de un acto de violencia absoluta: el trópico se puede europeizar, es decir,
puede entrar al espaciotiempo del progreso, en cuanto sea eliminado como tal.
Trasplantar Europa a América equivale a arrancar el trópico de raíz.
De esta manera, la geografía de la Neoeuropa tropical cumple a cabalidad con el
diagnóstico que Germán Márquez, en Mapas de un fracaso: naturaleza y conflicto en
Colombia (2004), hace sobre la manera en que se ha manejado el trópico colombiano
desde patrones culturales de las zonas templadas del globo. Hoy en día, el trópico de
Colombia “resulta de la destrucción para extraer recursos, sanear el clima y abrir las
tierras para adecuarlas al modelo imperante, europeo o norteamericano, capitalista,
de extensos campos de cultivo y cría adaptados a la producción homogénea de bie-
nes demandados por las economías de escala, sin tener en cuenta la heterogeneidad
real” (Márquez, 2004: 91). Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que la fantasía
civilizatoria de Fernández, la utopía de Occidente, se ha convertido en distopía real
en Colombia más de cien años después de ser descrita en De sobremesa. .

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L A F I SU R A I R R E M E DI A BL E : I N DÍGE NA S ,
R E GION E S Y NAC IÓN E N T R E S NOV E L A S
DE M A R IO VA RGA S L L O SA
María de las Mercedes Ortiz Rodríguez*
maria.ortiz.r@correounivalle.edu.co
Universidad del Valle, Cali, Colombia

R e s u m e n En sus novelas La casa verde (1966), El hablador


(1987) y Lituma en los Andes (1993) Mario Vargas Llosa refuerza
las visiones dominantes sobre la Sierra y la Selva peruanas que
las muestran como los reinos de la barbarie y el salvajismo,
respectivamente, mientras que la Costa se presenta como el
centro civilizado de la nación. Reactiva en ellas desde tópicos
coloniales como el canibalismo y la extirpación de idolatrías 111
hasta el evolucionismo lineal del siglo XIX, para caracterizar una
vez más a los indígenas como salvajes, caníbales, atrasados y
paganos, los cuales constituyen un obstáculo para el desarrollo
del Perú en un mundo neoliberal y global.

PAL AB R A S C L AVE:

Vargas Llosa, Perú, nación, topografía moral, pueblos indígenas,


exclusión.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.05

* Doctora en Literaturas Hispánicas, The University of Iowa, Estados Unidos.

Artículo recibido: 04 de octubre de 2011 | aceptado: 14 de marzo de 2012 | modificado: 28 de septiembre de 2012
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The irreparable fissure: indians, A fissura irremediável: indígenas,


regions and nation in three regiões e nação em três romances
novels of Mario Vargas Llosa de Mario Vargas Llosa

ABSTRACT In his novels The Green House RESUMO Em seus romances La casa verde
(1966), The Storyteller (1989) and Death (1966), El hablador (1987) e Lituma en los
in the Andes (1996), Mario Vargas Llosa Andes (1993), Mario Vargas Llosa reforça as
reinforces the dominant visions in which the visões dominantes sobre a Serra e a Selva
Peruvian Andes and jungle are portrayed peruanas que as mostram, respectivamente,
as the realms of barbarism and savagery como os reinos da barbárie e da selvageria,
11 2 respectively—as opposed to the Coast, enquanto a Costa é apresentada como o
which is considered the civilized center of centro civilizado da nação. Nesses romances,
the nation. I discuss how he resuscitates ele reativa desde tópicos coloniais, como o
topics like cannibalism and the extirpation canibalismo e a extirpação de idolatrias, até
of idolatries in colonial times, clearly o evolucionismo do século XIX, para, mais
employing the linear evolutionism of the uma vez, caracterizar os indígenas como
nineteenth century. He uses these familiar selvagens, canibais, atrasados e pagãos que
tropes and images to characterize, as did his obstruem o desenvolvimento do Peru num
predecessors, indigenous people as savages, mundo neoliberal e global.
cannibals and pagans who constitute an
obstacle for the development of Peru in a
neoliberal and global world.

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

Mario Vargas Llosa, Peru, Nation, Moral Vargas Llosa, Peru, nação, topografia moral,
Topography, Indigenous People, Exclusion. povos indígenas, exclusão.

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L A F I SU R A I R R E M E DI A BL E : I N DÍGE NA S ,
R E GION E S Y NAC IÓN E N T R E S NOV E L A S
DE M A R IO VA RGA S L L O SA

L
María de las Mercedes Ortiz Rodríguez

eídas en conjunto, las novelas La casa verde (1993a),


El hablador (1987) y Lituma en los Andes (1993) de Mario Vargas Llosa nos
revelan una nación deseada e imaginada como mestiza y homogénea, puesta
al servicio de los intereses neoliberales en un mundo globalizado. Las obras se 11 3
ocupan de la Selva y los Andes o Sierra peruanos y sus poblaciones indígenas,
tradicionalmente excluidas de la nación, y de las relaciones de estas regiones
con la Costa, el centro de poder político del país. Al romper los límites entre
las novelas mediante la circulación de personajes e historias comunes y al crear
personajes indígenas dotados de cierta voz, Vargas Llosa parece querer abolir
la tradicional separación entre las distintas regiones del Perú, prefigurando de
este modo un proyecto de nación inclusivo que dé participación a los perma-
nentemente excluidos1.
A través de las historias de algunos personajes que se mueven a lo largo
y ancho de la geograf ía nacional como el sargento Lituma, que aparece en
La casa verde y en Lituma en los Andes, el autor capta una serie de fenóme-
nos sociales que han roto en Perú, en las últimas décadas del siglo XX, con

1 En 2010, se publicó la última novela de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, en la que se narra la vida de Sir
Roger Casement (1864-1916), patriota y nacionalista irlandés, poeta, revolucionario, defensor de los derechos
humanos y funcionario del Foreign Office británico. Casement investigó y denunció por encargo del Gobierno
británico el genocidio y las atrocidades cometidos con pueblos nativos en la explotación del caucho tanto en
el Estado Libre del Congo (1904), que estaba bajo el poder colonial belga, como en la región amazónica del
Caquetá-Putumayo, zona limítrofe y en litigio entre Colombia y Perú en aquella época y que en la actualidad
pertenece a Colombia. Los indígenas de las etnias huitoto y andoque de esta región fueron explotados y casi
exterminados por la Peruvian Amazon Company, compañía cauchera dirigida por Julio Arana, la cual contaba
con capital inglés. En El sueño del celta, Vargas Llosa retoma la problemática de los indígenas amazónicos pero
trasciende el marco de la representación de la nación peruana, objetivo de mi análisis en este artículo, y nos
ubica en un marco global y transnacional en el que se evidencia la brutal explotación a la que el capitalismo
industrial y el colonialismo del momento sometían a las poblaciones nativas de distintos continentes, que los
proveían de materias primas, en este caso el caucho.

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el aislamiento regional, tales como el narcotráfico, la emergencia del grupo


guerrillero Sendero Luminoso y las migraciones desde los Andes hacia la
costa y la selva. Estas transformaciones no implican, sin embargo, la equidad
para los indígenas dentro de la nación; ya que Vargas Llosa revive y reutiliza
en estos nuevos contextos culturales y sociales toda una gama de imaginarios
discriminatorios que han sustentado a lo largo de la historia las posiciones
excluyentes de las élites criollas hacia los grupos indígenas amazónicos y los
campesinos quechuas.
No obstante, el mundo que refrendan estas novelas se encuentra en un
proceso de desmoronamiento, debido a una paulatina pérdida de poder social.
Tal fenómeno obedece a la pérdida de control de la antigua oligarquía, a la
emergencia de las mujeres como figuras centrales en los movimientos sociales
y la política, y a que las clases y grupos subalternos, suprimidos y manipulados
por largo tiempo, han estampado su huella, no sólo en la cultura del Perú sino
en sus instituciones y posibilidades futuras (Klarén, 2000: xv). Desde esta pers-
pectiva, los mensajes contenidos en la narrativa de Vargas Llosa serían en la
11 4 actualidad mensajes residuales de un mundo en extinción.

U n a to po gr a fí a m o r al
Perú ha sido históricamente una nación estructurada alrededor de la Costa, con-
siderada como el núcleo “civilizado” del país, de la cual han sido excluidas la Sie-
rra y la Selva. Dentro de esta topograf ía moral, noción que tomo de Michael
Taussig (1987), la Sierra, que constituye una frontera interior en términos étnicos
y culturales, goza, sin embargo, del prestigio de una ocupación milenaria y del
glorioso pasado incaico, así se menosprecie y margine al campesinado quechua
actual. Además, desde la perspectiva geográfica, Perú ha sido definido como un
país andino, y aunque las tierras selváticas ocupen un 60% del ámbito peruano y
hayan sido probablemente el lugar de origen de la civilización andina, han sido
concebidas en los imaginarios dominantes como la región más marginal del país,
como el más allá de la civilización (Klarén, 2000: 4).
Hacia mediados del siglo XIX, la selva era un territorio ignoto, una tierra
por conquistar ocupada por grupos indígenas cuya historia y cuyas culturas se
ignoraban, y que eran considerados como los salvajes por excelencia. El Estado
peruano sólo se interesó, al menos teóricamente, por la selva tras la Guerra del
Pacífico con Chile (1879-1884), viéndola como una esperanza para el futuro de
la nación (Santos-Granero y Barclay, 2000: 59). Entre 1880 y 1920, la Amazo-
nia, en toda su extensión, fue sometida a una frenética extracción de caucho
–el así llamado boom del caucho–, a fin de satisfacer la necesidad que tenían
de esa materia prima los países industrializados del momento. El boom trajo

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consigo epidemias, esclavitud y muerte para los grupos selváticos del Perú, en
particular para los del actual departamento de Madre de Dios. A partir de esta
catastrófica experiencia, diversas comunidades selváticas tomaron la decisión
de vivir aisladas, evitando todo contacto con la sociedad nacional (Huertas
Castillo, 2004: 21-29).
Durante los dos períodos de gobierno de Fernando Belaúnde Terry (1964-
1968 y 1980-1985) se impulsaron proyectos tendientes a integrar la Selva alta
(montaña) y la Selva baja a la economía del país, ya que esta región se veía como
la panacea de los problemas agrarios de la Sierra y como la despensa que podría
alimentar a los peruanos. En consecuencia, se iniciaron planes de coloniza-
ción y construcción de vías de acceso como la Carretera Marginal de la Selva
(Rosengren, 1987: 47). Miles de campesinos andinos sin tierra se lanzaron a la
región amazónica, afectando gravemente tanto el ecosistema como los grupos
indígenas que allí vivían, cuyos territorios no estaban protegidos legalmente
(Chirif, 1983: 57-61).
En el caso de la Sierra, después de la independencia de España, la gran
mayoría indígena que habitaba en esta región permaneció excluida de la nueva 115
república (Klarén, 2000: 136). La novel nación evolucionó así como una nación
dividida de manera tajante, tanto geográfica como económica y culturalmente,
entre Costa y Sierra, al interior de la cual, según Alberto Flores Galindo, era
imposible la comunicación entre la clase alta –la oligarquía de comerciantes,
banqueros y modernos terratenientes de la Costa– y los campesinos andinos. En
sus palabras: “La búsqueda de un consenso nacional era imposible” (1987: 229).
Durante la segunda década del siglo XX se presentaron en la Sierra una
serie de intensas aunque fallidas rebeliones del campesinado indígena. El orden
imperante en la región empezó a tambalearse hacia los años sesenta, en la
medida en que los campesinos serranos comenzaron a exigir tierras, escuelas
y pago salarial, y los colonos de las haciendas se sublevaron, organizados en
sindicatos. Ambos grupos llevaron a cabo invasiones de tierras cada vez más
frecuentes y masivas, y como consecuencia de esta agitación agraria el poder
de los terratenientes, y en general de los poderes locales de la Sierra, se debilitó
(1987: 300-318).
En 1968 los militares peruanos, cansados de la ineficacia del gobierno
de Belaúnde Terry para llevar a cabo las reformas que el país necesitaba con
urgencia, y alarmados por el reciente surgimiento de grupos guerrilleros que
seguían el modelo de la Revolución Cubana, se tomaron el poder bajo el mando
del general Juan Velasco Alvarado, quien gobernó hasta 1975 (Klarén, 2000:
336-340). Bajo su gobierno se llevó a cabo una reforma agraria que afectó un
60% de las tierras agrícolas del país; los más beneficiados fueron, sin embargo,

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los campesinos de las haciendas de la Costa (un 10% del total del campesinado).
Sus contrapartes, los comuneros y colonos de la Sierra, poco o nada ganaron
con la reforma, y por ello apoyaron en la década de los ochenta al grupo insur-
gente Sendero Luminoso (2000: 342).
Velasco se ocupó también de la selva, y en 1974 promulgó la Ley de
Comunidades Nativas, que reglamentaba los derechos de los indígenas de
la Amazonia peruana a sus territorios, ley que sin embargo dejó un ancho
margen para la futura colonización de esta región. Los gobernantes que
sucedieron a Velasco se han preocupado de facilitar la inversión de gran-
des capitales en la Amazonia peruana, con la finalidad de integrarla lo más
rápidamente posible a la economía de un mercado globalizado (Rosengren,
1987: 48-50).
Este conflicto agrario, que afectó profundamente las estructuras econó-
micas, sociales, políticas y culturales de Perú, aparece de manera tangencial,
o no figura en absoluto, en las tres obras de las que me ocupo en este ensayo.
La casa verde –en la que la costa y la selva se imbrican gracias a la historia
11 6 de la pareja conformada por el sargento Lituma, oriundo de la ciudad cos-
tera de Piura, y Bonifacia, una indígena aguaruna de la Selva alta– permanece
totalmente al margen de la problemática agraria, ya que la narración se sitúa
durante la Segunda Guerra Mundial, época en la cual se produjo un segundo
y ef ímero boom del caucho, debido a que los Aliados, dada su imposibilidad
de acceder al látex asiático, demandaron el del Amazonas, según señala M. J.
Fenwick (1981: 59).
En el caso de El hablador, obra que trata de la suerte de los matsigenka,
un grupo arahuaco de la Selva alta peruana, se menciona la llegada de colonos
serranos a los territorios de estos indígenas; sin embargo, la novela sólo toca
brevemente el problema agrario en la Sierra que precipitó esta colonización,
la cual, junto con otras empresas económicas impulsadas por el Estado, como la
explotación de maderas y de petróleo, ha puesto en peligro la existencia de los
matsigenka y de otros grupos indígenas.
Lituma en los Andes se desenvuelve en la parte sur de la Sierra central,
subregión a la que los limeños denominan despectivamente La Mancha India
(Klarén, 2000: 370). Publicada en 1993 –es la más reciente de las tres novelas
que analizo–, se desarrolla en la década de los ochenta del siglo XX, durante el
apogeo del movimiento guerrillero Sendero Luminoso, agrupación que desem-
peña un rol importante en la obra. Para tratar de entender un fenómeno como
el de esta guerrilla, Vargas Llosa desdeña por completo su relación con el con-
flicto agrario que ha marcado la historia contemporánea peruana y apela, sin la
menor reflexión histórica, a la explicación de una supuesta barbarie intrínseca

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de las culturas andinas y selváticas como fundamento último de la existencia


del grupo guerrillero y de la violencia que azotó al Perú en las décadas de los
ochenta y noventa del siglo pasado2.

De s i e r to s c i v i li z a d o s y selvas sin hist oria


En Historia secreta de una novela (1971), publicada cinco años después de La
casa verde (1966), Vargas Llosa hace una reflexión a posteriori de la génesis de
esta novela, en la que devela los parámetros evolucionistas y el manejo del tiempo
que animaron su proceso creativo. Explica así que La casa verde fue concebida
como el movimiento entre dos polos opuestos de desarrollo, la ciudad costera de
Piura y la minúscula factoría amazónica de Santa María de Nieva:

Piura es el desierto, el color amarillo, el algodón, el Perú español, “la civiliza-


ción”. Santa María de Nieva es la selva, la exuberancia vegetal, el color verde,
tribus que no han entrado a la historia, instituciones y costumbres que pare-
cen supervivencias medievales. (1971: 9)

Aunque el autor ironiza su comentario al poner la civilización entre comi- 117


llas –y aunque en la novela muestra que hay lugares en Piura, como el barrio de
la Mangachería, que no se ajustan precisamente a lo que se considera progreso y

2 Vargas Llosa tuvo un breve contacto con la situacion creada en la Sierra peruana por el PCP Sendero Luminoso
y las fuerzas del orden cuando presidió en 1983 una comisión, nombrada por el presidente Belaúnde Terry, para
que investigara los asesinatos de ocho periodistas de distintos diarios peruanos, acaecidos en la población andina
de Uchuraccay, de 470 habitantes, situada a 4.000 metros de altura, en la provincia de Huanca (Ayacucho). Desde
1981 habían entrado en la región fuerzas del PCP Sendero Luminoso, las cuales no recibieron el apoyo de las auto-
ridades indígenas tradicionales y se ganaron la animadversión de la población cuando asesinaron al presidente de
la comunidad, Alejandro Huamán, y al comunero Venancio Auccatoma. A partir de estos asesinatos, la población
de Uchuraccay se organizo para enfrentar de manera violenta a los miembros de Sendero Luminoso, y mató
efectivamente a varios de ellos, acciones que contaron con el aplauso y el apoyo del propio presidente Belaúnde y
altos mandos militares. El 26 de enero de 1983, los comuneros de Uchuraccay asesinaron a los ocho periodistas de
medios limeños y ayacuchanos, porque creyeron que eran terroristas, es decir, miembros de Sendero Luminoso,
ya que los sinchis, un cuerpo especial militar, les habían dicho que cualquiera que viniera por tierra era terrorista
y debía ser asesinado. La comisión presidida por Vargas Llosa llegó a la población tres semanas después del
asesinato de los periodistas y dialogó con sus habitantes por tres horas con ayuda de un traductor, pues ninguno
de sus miembros hablaba quechua. Los campesinos reconocieron que habían sido los autores del asesinato de
los periodistas e insistieron en que habían sido autorizados por los sinchis para matar a los “terroristas”, exigieron
garantías y declararon su apoyo incondicional al presidente Belaúnde. La comisión regresó ese mismo día a Lima
y la comunidad quedó librada a su suerte y expuesta a los continuos ataques de Sendero, en venganza por lo
sucedido a los periodistas. Las rondas civiles y los militares tambien se ensañaron con la población, asesinándola,
de manera que todos los sobrevivientes tuvieron que huir, y el pueblo de Uchuraccay quedó totalmente desierto.
Murieron 135 personas en una comunidad que en 1981 tenía 470 habitantes. La interpretación que la comisión
presidida por Vargas Llosa dio a los hechos fue altamente controvertida, ya que planteó la profunda escisión entre
un Perú urbano y moderno y un Perú rural, congelado en el tiempo; en palabras de Vargas Llosa, “atrasado y tan
violento”, con hombres que viven “todavía como en los tiempos prehispánicos” (Informe final de la Comisión de la
Verdad y la Reconciliación, 2004: 151). Reprodujo así los parámetros de civilización y barbarie, mediante los cuales
los indígenas han sido constantemente excluidos de la nación peruana. La preeminencia de estas visiones sobre
los indigenas en Lituma en los Andes se muestra en mi análisis de la novela en este artículo.

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modernidad–, la cita anterior, imbuida de una notoria tendencia hispanizante,


privilegia una visión de la nación gestada desde el centro y caracterizada por
un marcado etnocentrismo, puesto que cataloga de bárbaro todo lo que se dife-
rencia de ella.
Vargas Llosa sitúa asimismo a los indígenas selváticos en otro tiempo, en
este caso la prehistoria, ya que más adelante habla de un Perú de la Edad de Pie-
dra. El escritor utiliza aquí una idea que el antropólogo Johannes Fabian ha desa-
rrollado como el concepto de “negación de la contemporaneidad” (denial of coe-
valness), una tendencia mediante la cual la antropología se ha permitido colocar a
las culturas que estudia en un tiempo distinto al presente del investigador, conci-
biéndolas así como “primitivas”, “campesinas”, “tribales” o “subdesarrolladas”. De
este modo, liga su práctica con situaciones de dominación colonial o neocolonial
(Fabian, 1983: 30-31, 96). Esta noción no sólo impregna la narrativa de Vargas
Llosa sino que ha circulado tradicionalmente entre los sectores que detentan el
poder en Perú, quienes han justificado así la imperiosa necesidad de “civilizar” a
los indígenas para rescatarlos de su barbarie e incorporarlos a la nación.
11 8 Entre estos sectores se destaca la Iglesia católica. Andrés Ferrero, un
misionero dominico que trabajó activamente en pro de la evangelización de
los matsigenka, publicó en 1967 un libro titulado Los machiguengas: tribu sel-
vática del sur-oriente peruano, en el cual los presenta como seres arcaicos, pri-
mitivos e infantiles3. En la introducción a esta obra, que fue una de las fuentes
consultadas por Vargas Llosa para escribir El hablador, el Obispo titular de
Bapara invita a los lectores a conocer a los matsigenka como la imagen viviente
de nuestro propio pasado: “Y así como al ver a un niño tenemos delante un
retrato más o menos fiel de nuestro ayer, en la vida de un pueblo primitivo
encontramos la imagen de aquel del que nosotros venimos” (Ferrero, 1967: 8).
La negación de la contemporaneidad de los indígenas es contundente en estas
frases que justifican la labor evangelizadora de la Iglesia y la concomitante des-
trucción de las culturas indígenas.
Incluso prominentes políticos –como Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-
1979), el fundador de APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), par-
tido que en una época agitó banderas antiimperialistas y de solidaridad con
todos los pueblos y clases oprimidos del mundo– colocan igualmente en sus
discursos a los indígenas en otro tiempo y reiteran, como en su caso específico,
el tópico del canibalismo:

3 El actual departamento Madre de Dios, donde viven los matsigenka, entre otros grupos amazónicos, fue ele-
vado, a principios del siglo XX, a la categoría de Prefectura apostólica gracias a un acuerdo entre la Santa Sede
y el Gobierno peruano, y el Gobierno de los grupos indígenas que allí moraban le fue encomendado a la orden
de los dominicos (Huertas Castillo, 2004: 30).

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Within our borders we have everything, from the cannibal and the barbarian
to the little lord living his civilized life. We are citizens with the campa and
fellow countrymen of the feudal mountain lord. Once, I said that anyone wan-
ting to travel history has only to make the trek between Lima and the eastern
jungle. Given this kind of reality, what could a state be in a legal sense? (Haya
de la Torre, 2005: 241)4

La casa verde transcurre sinuosa, como los ríos de la selva por sus mean-
dros, entre la corroboración de estos universos ideológicos o en discrepancia
con ellos, es decir, se convierte en un campo de tensiones ideológicas en el que
se critican y reafirman, a la vez, realidades y visiones de mundo colonialistas.

U n a se lv a po r c o nq ui st ar
En La casa verde, Vargas Llosa liga entre sí mundos usualmente separados
mediante el matrimonio del cabo Lituma, oriundo de la costa, y la indígena
aguaruna Bonifacia5. A la manera de un etnógrafo, cuya labor es similar a la de
un traductor, ya que emprende la dif ícil tarea de hacer inteligible una cultura a
los ojos de otra, el escritor informa a sus lectores de los mundos y las culturas 11 9
de la selva amazónica, los cuales, valga la aclaración, son desconocidos para la
mayoría de los peruanos. Me interesa explorar entonces cuál es la traducción
cultural que subyace en la obra y el tipo de inteligibilidad que Vargas Llosa pre-
senta sobre la selva al Perú y al mundo6.
Según explica el escritor en Historia secreta de una novela (1971), la
selva amazónica es el Perú de la “Edad de Piedra” que se le reveló cuando
conoció en un corto viaje al alto Marañón una zona habitada por aguaru-
nas y huambisas, donde queda Santa María de Nieva, una pequeña localidad
que pertenece al departamento del Amazonas, en la que se desarrolla parte
de la novela. El viaje fue organizado en 1958 para el antropólogo mexicano
Juan Comas por la Universidad de San Marcos y el Instituto Lingüístico
de Verano. Este último, cuyo trabajo lingüístico se ha orientado, desde su

4 “Dentro de nuestras fronteras tenemos de todo, desde el caníbal y el bárbaro hasta el pequeño señor que vive
su civilizada vida. Somos conciudadanos del campa y compatriotas del señor feudal de la montaña. Una vez
dije que cualquiera que quisiera viajar por la historia, sólo tendría que hacer la caminata entre Lima y la selva
oriental. ¿Dado este tipo de realidad, como podría ser [el Perú] un Estado en un sentido legal?”. [Mi traducción]
5 De acuerdo con el Atlas Etnolingüístico del Perú, los aguaruna pertenecen a la familia lingüística jíbaro. En 1985,
su población se calculaba en 25.000 personas, que habitaban en los departamentos de Amazonas, Loreto y San
Martín (Ravines y Avalos de Matos, 1988: 49).
6 La relación entre la literatura latinoamericana contemporánea y la antropología en lo que respecta a sus desa-
rrollos sobre el lenguaje y el mito ha sido ampliamente analizada por Roberto González Echevarría en Myth
and Archive (1998), en donde examina cómo la novelística latinoamericana ha sido moldeada –en momentos
claves de la historia latinoamericana– por discursos no literarios y culturalmente hegemónicos como los de la
ley, la ciencia y la antropología.

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fundación, a promover el proselitismo religioso entre los indígenas, ha sido


objeto de severas críticas por una labor que muchos consideran de destruc-
ción cultural (Vargas Llosa, 1971: 24-25).
En Santa María de Nieva, Vargas Llosa se enteró de la explotación y opre-
sión que sufrían los indígenas a manos de religiosos, comerciantes y caucheros,
como el caso de las niñas aguarunas raptadas por monjas españolas para ser
“civilizadas” y cristianizadas, o el de Jum, un jefe aguaruna torturado por las
autoridades por fundar una cooperativa con su gente, con el fin de obtener
mejores precios por el caucho que recogían.
Estos episodios y personajes fueron incluidos luego en la novela que Var-
gas Llosa forjó, además, con la paciente lectura de toda clase de libros sobre la
Amazonia que llevó a cabo durante un año en bibliotecas y librerías de París,
ya que le era casi imposible reconstruir la selva a partir de un viaje que le había
dejado solamente “unos cuantos hechos, ciertas situaciones, algunos rostros y
un puñado de anécdotas” (1971: 61). Es evidente que el novel “etnógrafo” no
había ejercido una larga e intensa convivencia con las culturas selváticas, el lla-
120 mado trabajo de campo que fue inaugurado en la segunda década del siglo XX
por Bronislaw Malinowski como piedra angular del oficio del etnólogo, según
explica Mercedes López-Baralt (2005: 54). Braulio Muñoz, quien describe a
Vargas Llosa como un turista en su propio país, plantea que su limitado cono-
cimiento de la realidad peruana ha influido en la reproducción que hace en sus
obras de clichés y estereotipos sobre los habitantes nativos de la Sierra y la Selva
(Muñoz, 2000: 46). En este caso, además del desconocimiento, hay que enfati-
zar ante todo la adhesión del escritor a los imaginarios de las clases dominantes
sobre los indígenas peruanos.
En La casa verde, la selva es presentada como una frontera en expansión,
movilizada en este caso por la explotación del caucho durante la Segunda Guerra
Mundial. La novela ejemplifica de manera admirable esta situación al mostrar de
modo explícitamente crítico la relación de la sociedad nacional con los grupos
indígenas de la Amazonia, la brutalidad con que éstos son tratados y la explota-
ción a la que son sometidos por parte de los agentes que constituyen las avanzadas
del poder central en la selva: autoridades políticas y militares, comerciantes, colo-
nos y religiosos. Cuestiona, además, la eficacia de la integración de los indígenas a
una sociedad y una cultura racistas que se niegan a aceptarlos y que los ubican en
los estratos más bajos y marginales de la pirámide social.
La casa verde tiene el mérito de que se desarrollan en ella personajes indí-
genas a los que se les da voz creando para ellos un lenguaje que logra asimilar con
éxito ciertas formas propias del referente, en este caso el español regional hablado
por los indios. Sin embargo, la visión crítica de la obra y sus aspectos novedosos

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son minados desde su interior por las descripciones del narrador omnisciente
sobre los nativos, en las que se reiteran los paradigmas de civilización y barbarie
al presentarlos como seres inferiores y salvajes, similares a animales.
La obra arranca con un episodio de enorme violencia en el que se narra
el secuestro de unas niñas aguarunas mediante el uso combinado de regalos
de baratijas y fuerza bruta para llevarlas a un internado, con el fin de evange-
lizarlas y “civilizarlas”. Dos monjas, el sargento Lituma y tres de sus hombres,
armados con fusiles, llegan a un poblado aguaruna con el fin de reclutar a
las niñas y se encuentran con que la población ha huido atemorizada ante la
llegada de los blancos. Al poco rato, una canoa de desprevenidos aguarunas,
que estaban de viaje, desembarca en el poblado –una anciana, dos hombres,
dos jovencitas y un niño–, convirtiéndose instantáneamente en el blanco de
monjas y soldados.
El narrador omnisciente describe a estos indígenas cómo f ísicamente
repulsivos, apelando para ello a imágenes previamente consagradas en La
vorágine (de 1924 [2002]), la novela fundacional sobre el Llano y la Selva
en la literatura latinoamericana. Así, la descripción de la anciana aguaruna 121
como “vieja melenuda” y de sus senos (“dos tubos de carne blanda y oscura
penden hasta su cintura”) (Vargas Llosa, 1993a: 12) reproduce la descripción
de una indígena sikuani en la famosa obra de José Eustasio Rivera7. Los hom-
bres son descritos como seres “sin edad, ventrudos, de piernas esqueléticas”,
y el niño, similar a una araña y tostado cual una hormiga (1993a: 13-14).
Cuando la monja se acerca para tranquilizar a los aterrorizados aguaruna,
hablándoles en su propia lengua, la referencia a ésta no puede ser más des-
pectiva: “Y la Madre Angélica da un gruñido, escupe, lanza un chorro de
sonidos crujientes, toscos y silbantes […]” (1993a: 12-14). Vargas Llosa cali-
fica aquí la lengua de los aguarunas como inferior, y hará lo mismo con el
quechua en Lituma en los Andes.
Las monjas les ofrecen a los aguarunas adultos baratijas, tales como espe-
jitos, collares y cuentas de colores, como hizo Colón con los taínos en el Caribe,
con el fin de intercambiarlos por las niñas. Cuando los indígenas comprenden
la transacción que está en juego y se desprenden de los regalos, los soldados los
encañonan y raptan a las jovencitas, en una escena tensa y dramática. Aunque
este episodio contiene un potencial crítico, puesto que devela el reiterado uso
de violentas prácticas coloniales contra los indígenas en estas regiones de fron-
tera, la representación que se ofrece de ellos como seres inferiores y salvajes

7 En La vorágine se describen de la siguiente manera dos mujeres sikuani de edad: “seniles, repugnantes,
batiendo al caminar los flácidos senos, que les pendían como estropajos” (Rivera, 2002: 201).

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no hace sino repetir el discurso que sustenta tales prácticas. En este sentido,
la novela se ajusta a los conceptos de civilización y barbarie presentados por
el mismo Vargas Llosa en Historia secreta de una novela, en donde se expresa
despectivamente respecto de las culturas indígenas8.
El siguiente episodio de la novela narra la rebelión acaudillada por Boni-
facia, una joven aguaruna que ha sido criada en el internado de las monjas en
Santa María de Nieva, quien ayuda a escapar a las nuevas cautivas traídas por el
sargento y las monjas y, junto con ellas, al resto de las pupilas. Bonifacia posee
unos ojos verdes como la selva y, de alguna manera, es una encarnación de la
misma, de su poder y resistencia. El episodio le da voz a esta indígena, y resulta
plausible que la muchacha hable español, ya que le ha sido enseñado, junto
con la religión cristiana y la cultura de los “blancos”, durante sus varios años de
reclusión en el internado al que fue llevada cuando era una niña.
Bonifacia, ante la consternación de las monjas, asume con orgullo su
acto, enfatizando que no ha sido un descuido sino una decisión de su parte,
ya que se conmovió ante las nuevas cautivas que le solicitaron su ayuda. Les
12 2 revela, además, que ella ha continuado hablando “pagano”, es decir, su pro-
pia lengua, ya que no la olvidó al seguirla escuchando en boca de las niñas
que engrosaban las filas del internado. Esta validación de una lengua indí-
gena pone por supuesto en entredicho uno de los pilares fundamentales de
la nación peruana forjada por las élites, cual es la lengua española, así en el
país se hable extensamente el quechua, así como el aimara, y en la Amazonia
exista una enorme diversidad de lenguas.
Las religiosas, apelando a la historia personal de Bonifacia, quien resultó
muy dif ícil de “civilizar”, interpretan el episodio de la fuga de las internas como
una vuelta a la indecencia, el pecado y el salvajismo (Vargas Llosa, 1993a: 40).
Le recuerdan a la muchacha los malos instintos que la animaban cuando ella
llegó a la misión desnuda (1993a: 38) y recalcan que “era como un animalito” y
que ellas le habían dado hogar, familia, nombre y Dios (1993a: 39). Este corto
sermón justifica plenamente la misión civilizadora de las madres al presentar
a las niñas como seres sin ningún lazo social y, por consiguiente, sin cultura,
y peor aún, sin Dios, a la par que tiende un velo sobre la violencia de la que
han sido víctimas al ser separadas por la fuerza de sus familias y comunidades.
Bonifacia, con su rebelión, ha revertido por completo este proyecto civiliza-
dor, y la novela muestra entonces la posibilidad de que los indígenas puedan

8 Así, cuando comenta en Historia secreta de una novela sobre la posibilidad de que las pupilas de las monjas
regresen a sus comunidades: “Ellas difícilmente podrían adaptarse a vivir como antes, semi-desnudas, ado-
rando serpientes o árboles, a ser una de las dos o tres mujeres-esclavas de un cacique” (Vargas Llosa, 1971: 29).
Esta descripción resulta por lo demás rudimentaria y de una enorme pobreza.

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resistirse a los proyectos que buscan exterminarlos culturalmente con el fin


de asimilarlos e integrarlos a la nación; de hecho, después de que soldados y
autoridades se movilizan en busca de las fugitivas, éstos no logran capturar de
nuevo a las dos aguarunas recientemente raptadas.
El lector no puede menos que contrastar los discursos de las monjas sobre
el bien que les hacen a sus pupilas con el violento episodio del rapto de las
niñas aguarunas con el que se inicia la novela, lo cual le permite confrontar
los paradigmas de civilización y barbarie y preguntarse quiénes son realmente
los salvajes en este caso. Sin embargo, en este nuevo episodio los indígenas y
sus lenguas se asocian de nuevo con lo “primitivo” y lo “salvaje”. Bonifacia, por
ejemplo, es descrita como poseedora de una expresión “entre huraña e indo-
lente”, sus pies semejan “dos animales chatos, policéfalos” (1993a: 23), y su len-
gua, gruñidos de animal (1993a: 41). Así, aunque la novela critica los métodos
violentos empleados por las monjas y las autoridades peruanas, los indígenas
siguen siendo confinados en el estadio del salvajismo, sin que se desarrolle en la
obra una actitud de respeto y comprensión hacia sus culturas.
En castigo por su rebelión, Bonifacia es expulsada del internado y queda 12 3
sin ningún asidero, puesto que no tiene un lugar al que pueda llamar suyo, y
tampoco una comunidad y una familia a las que pueda regresar, porque ya no
sabe quiénes la conformaban ni dónde están. El práctico Nieves, o sea el guía de
la región, y su mujer la recogen y se la llevan a su casa. Le presentan al sargento
Lituma, con quien la muchacha acaba contrayendo matrimonio, y viaja luego a
la ciudad costera de Piura, dejando atrás la selva.
Una vez en Piura, Bonifacia se ve sujeta a todas las dificultades que trae
consigo para los indígenas el proceso de integración a una sociedad racista que
se niega a aceptarlos y que los discrimina continuamente. Lituma deja de ser
afectuoso con ella y empieza a maltratarla y a despreciarla porque la muchacha
no se adapta a la ciudad. El grupo de amigos más cercanos del sargento, los
llamados inconquistables, la consideran una especie de animalito porque no
entiende nada sobre este nuevo medio ambiente y pregunta por todo, e inten-
tan además seducirla (1993a: 223). La “peruanidad” se vuelve un bien inalcan-
zable para la muchacha, atropellada por la ignorancia, el etnocentrismo y el
machismo de Lituma y sus amigos. Algo de su fuerza y de su antigua rebeldía
subsisten sin embargo todavía en ella, cuando afirma que jamás sentirá ver-
güenza de su tierra, algo que se supone debería sentir para poderse integrar al
mundo de la costa, que encarna la nación (1993a: 290).
Hacia el final de la novela, cuando Lituma es encarcelado por haber dado
muerte a un hombre en una pelea, Bonifacia, carente de medios de subsisten-
cia, se hace amante de Josefino, un amigo del sargento, y comienza a trabajar

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como prostituta en La casa verde, el prostíbulo que le da el nombre a la novela,


en donde la llaman la Selvática. Gracias a una conversación sostenida entre
ella y Don Anselmo, el afamado arpista dueño de la primera y legendaria Casa
Verde, nos enteramos de que el hombre es oriundo de la Selva, y que su prostí-
bulo no es verde por azar, ya que significa el entronque entre ésta y la Costa, el
fin del aislamiento entre estas dos regiones.
Al final de la obra, Bonifacia ha culminado su proceso de asimilación, y su
resistencia ha sido quebrantada; la muchacha opta, en consecuencia, por negar
la realidad de su origen, pretende ignorar su lengua y se refiere a la selva como
un lugar donde hay bastantes blancos y donde los chunchos –término despec-
tivo para nombrar a los indios de aquélla– casi ni se ven. El ingreso a la nación
le ha exigido a la muchacha un total despojo de sí misma, incluido su propio
cuerpo, y es evidente que este proyecto de nación centrado en un prostíbulo
no deja de resultar altamente irónico. El destino de Bonifacia, signado en parte
por la rebelión y el desaf ío, culmina un ciclo que ya se preveía en los primeros
capítulos de la novela, y que Vargas Llosa mismo señala en Historia secreta de
124 una novela, cuando escribe que las niñas indígenas criadas en las misiones ter-
minaban de sirvientas y prostitutas.
En La casa verde no existe un camino de negociación para los indígenas
con las nuevas realidades que enfrentan, y el costo que pagan por la asimilación
es la degradación social y la pérdida de sus historias, culturas y lenguas. Si bien
este proceso es presentado aún de manera crítica en esta novela, así se enfatice
el supuesto salvajismo y primitivismo de los indígenas, Vargas Llosa se apartará
finalmente de todo cuestionamiento en El hablador al plantear la extinción cul-
tural de los mismos como una necesidad ineludible para alcanzar el desarrollo
y la modernización del Perú.

De s e l v a s pr í sti nas
El hablador se publicó en 1987, es decir, veinte años después de La casa verde,
cuando tanto la selva como la sociedad peruana y el mismo Vargas Llosa habían
experimentado notables transformaciones. Hacia finales de los años ochenta, la
selva que Vargas Llosa había conocido en 1958 ya había sido conectada al resto
del país mediante la Carretera Marginal de la Selva, continuaba recibiendo emi-
grantes serranos que disputaban sus territorios a los nativos y había sido sometida
a la modernización del narcotráfico y a los planes económicos de los inversio-
nistas extranjeros. El escritor, por su parte, había dejado de ser un intelectual de
izquierda para convertirse en un ardiente defensor del neoliberalismo.
El hablador está estructurado con base en dos narradores que manejan
dos registros literarios distintos, intercalados a lo largo del texto. Uno es un

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escritor limeño, alter ego de Vargas Llosa, antiguo estudiante de la Facultad de


Letras de la Universidad de San Marcos en la década de los cincuenta, quien nos
narra la historia de su amigo Saúl Zuratas, un estudiante de etnología de origen
judío, apodado Mascarita por causa del enorme lunar morado que cubría su
cara. El otro es un hablador o contador de historias matsigenka, quien estruc-
tura su relato a manera de una reelaboración literaria de los mitos e historias de
la tradición oral de este grupo arahuaco de la selva peruana.
Ambos relatos transcurren de manera paralela y supuestamente indepen-
diente, y sólo hacia el final de la novela descubrimos que el etnólogo es el habla-
dor y que la obra es la historia de su conversión en matsigenka. En realidad, no
hay una voz indígena, una de las características que más alabó la crítica en la
recepción inicial de la novela, y lo que tenemos es la voz del escritor limeño en
el proceso de escribir sobre un hablador en su labor de contar historias, como
explica Jean O’Bryan-Knight: “Instead of having a single narrator for two para-
llel narrative situations, we have two narrators on different diegetic levels, the
second of which is the creation of the first” (1995: 78)9.
A diferencia de La casa verde, la asimilación de los indígenas deja de ser 125
presentada como un proyecto brutal y sin sentido en El hablador y se propugna,
por el contrario, su desaparición cultural, para que el Perú pueda entrar plena-
mente en el camino de la modernización en un nuevo orden mundial global. Los
matsigenka ya no caben en el orden neoliberal, y la conversión de Raúl Zuratas
(Mascarita) en hablador matsigenka es vista como una salida quijotesca sin razón
de ser en el mundo moderno, que se puede interpretar como una alegoría del sin
sentido de la existencia de los grupos selváticos en el mundo actual.
En los capítulos III, V y VII, dedicados al hablador –figura que, como
explica Lúcia Sá, no existe entre los matsigenka (2004: 271)– y sus relatos, se
nos presentan una selva y unos indígenas casi prístinos, por fuera del tiempo y
de la historia, aislados y marginales dentro de la nación peruana, envueltos en
el aura de la nostalgia que suscita lo que se da por perdido. En esta selva se des-
envuelve la historia del hablador, un individuo aislado y solitario también, cuyo
grupo es presentado como minúsculo, fragmentado y vulnerable: “Las fotos
mostraban con elocuencia cuán pocos eran […] su aislamiento, su arcaísmo, su
indefensión” (Vargas Llosa, 1987: 9). Los matsigenka son despojados dentro de
la novela de contemporaneidad y ubicados en la prehistoria, un tiempo obvia-
mente distinto al del narrador-escritor occidental, situación que contribuye a su
vez a alejarnos, como lectores, de ellos. Al distanciar de la contemporaneidad

9 “En vez de tener un solo narrador para dos situaciones narrativas paralelas, tenemos dos narradores en distin-
tos niveles diegéticos, uno de los cuales es la creación del primero”. [Mi traducción]

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los capítulos dedicados al hablador, la tradición oral y la cultura de los matsi-


genka pierden vida y fuerza y terminan asumiendo el carácter petrificado de
piezas de museo.
Desde la primera página, Vargas Llosa introduce una imagen de los indíge-
nas hecha de lugares comunes, estereotipos y clichés que se fijan en el texto para
no salir ya nunca de él, imágenes que adquieren fuerza mediante una estrategia
textual que las coloca repetitivamente a lo largo de la cadena sintagmática. Esta
repetición no sólo las refuerza entre sí, sino que corrobora y reivindica a la vez
un imaginario colectivo que ha reafirmado por siglos la discriminación contra los
“salvajes” que habitan la selva. El primer párrafo de la novela presenta a los matsi-
genka que aparecen en una exposición fotográfica como unos seres débiles y exó-
ticos, asimilables a plantas: “Los anchos ríos, los corpulentos árboles, las frágiles
canoas, las endebles cabañas sobre pilotes y los almácigos de hombres y mujeres,
semi-desnudos y pintarrajeados, contemplándome fijamente desde sus cartulinas
brillantes” (1987: 7). Descritos como almácigos, los matsigenka son asimilados al
mundo vegetal10; luego se afirma que están semidesnudos, y de ahí se sigue al des-
126 pectivo término de pintarrajeados, es decir, se refuerzan los lugares comunes de
un imaginario negativo sobre los indígenas que posee una gran fuerza de inercia
y que es prácticamente inconsciente. La selva prístina donde moran los matsi-
genka se encuentra amenazada, no obstante, por empresas económicas de diversa
índole, entre ellas las madereras y petroleras11, que condenarán a aquéllos, en un
futuro no muy lejano, a una extinción que la novela plantea como ineludible:

Si el precio del desarrollo y la industrialización, para los dieciséis millones


de peruanos, era que esos pocos millares de calatos tuvieran que cortarse
el pelo, lavarse los tatuajes y volverse mestizos –o, para usar la más odiada
palabra del etnólogo: aculturarse– pues, qué remedio. (1987: 24)

U n a tr ansc ultur a c i ó n marginal

El contrapunteo entre los dos narradores, el escritor –portavoz de Occidente


que propugna la extinción cultural de los matsigenka– y el etnólogo –quien, por
el contrario, defiende el derecho de estos indígenas a su cultura y territorios–,
constituye el eje de la novela, que parece resistir el impacto modernizador sobre

10 Los almácigos son semilleros donde se crían las plantas que luego han de trasplantarse, y son también árboles
de la isla de Cuba.
11 Beatriz Huertas Castillo documenta la frenética extracción de madera de caoba en lo que hoy es el departa-
mento de Madre de Dios en el Perú, en territorios de pueblos indígenas, así como la prospección de fuentes de
petróleo (2004: 66-78).

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la selva al apelar creativamente a elementos de la cultura que sufre el choque,


en este caso la tradición oral matsigenka. El choque se remonta a tiempos colo-
niales, cuando, según el misionero dominico Andrés Ferrero, los matsigenka
tuvieron contacto con expedicionarios españoles y misioneros jesuitas, agusti-
nos y dominicos. Desde mediados del siglo XIX, los cascarilleros o recolectores
de quinina, primero, y los caucheros, después, comenzaron a incursionar en su
territorio para esclavizarlos y explotarlos como mano de obra, gracias a la impu-
nidad de la ley “calibre 44”, es decir, la ley impuesta por la fuerza de las armas de
fuego, al margen del Estado y las leyes que gobernaban la nación12. En los inicios
del siglo XIX, el actual departamento de Madre de Dios fue declarado Prefectura
Apostólica y entregado a la orden de los dominicos. En 1902, los religiosos fun-
daron la misión matsigenka de Santo Domingo de Chirumbia, la cual terminó
constituyéndose en una amenaza para los caucheros que dependían de la mano
de obra matsigenka para explotar el caucho (Ferrero, 1967: 42-48).
La labor de Mascarita, quien se ha asimilado a la cultura matsigenka,
recuerda la del grupo de intelectuales y escritores latinoamericanos a quienes
Rama llama los transculturadores, los cuales, bajo el impacto modernizador 127
de la década de los treinta, actuaron como intermediarios, a fin de negociar
el efecto de este impacto en las culturas regionales cuyos valores tradiciona-
les estaban siendo agredidos (Rama, 1982: 68). Sin embargo, el proceso de
transculturación que se desarrolla en la novela pierde toda fuerza, puesto que
Raúl Zuratas (Mascarita) se presenta en ella como una figura aislada, solita-
ria y marginal, casi carente de importancia intelectual, al contrario de lo que
sucede con los transculturadores analizados por Rama, a quienes el crítico
les concede una importancia capital dentro de la cultura latinoamericana. En
efecto, el etnólogo es configurado en la obra como un personaje doblemente
marginal en su condición de manchado y judío, marginalidad que es precisa-
mente la que lo conecta con los indígenas, siendo ambos representados como
un estigma y un estorbo para la nación:

Ambos [Mascarita y los matsigenka] eran una anomalía para el resto de los
peruanos; su lunar provocaba en ellos, en nosotros, un sentimiento parecido
al que en el fondo alentábamos por esos seres que vivían, allá lejos semides-
nudos, comiéndose los piojos y hablando dialectos incomprensibles. (Vargas
Llosa, 1987: 30)

De modo deliberado, el narrador-escritor desvaloriza la actividad trans-


culturadora de Mascarita, es decir, su negociación con la cultura matsigenka,

12 Calibre se refiere al diámetro interno del cañón de cualquier arma de fuego.

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y rechaza asumir él mismo la función de mediador entre el impacto moderni-


zador y la cultura local, distanciándose de manera crítica de la figura del estu-
diante de etnología, cuya historia elabora literariamente, llevando a cabo una
labor de zapa permanente contra sus ideas en defensa de los matsigenka.
Mientras que Rama concede una gran importancia a los valores tradicio-
nales de las culturas regionales que les permiten resistir y negociar creativa-
mente los impactos modernizadores, el narrador-escritor las presenta conti-
nuamente como arcaicas, indefensas, débiles y marginales, apelando de nuevo
al esquema evolucionista. A su juicio, ellas constituyen la barbarie que el Perú
debe eliminar, imponiendo para tal fin la supremacía de la Costa civilizada.
Ahora bien, ¿para qué crear una obra cuya validez es socavada, por así decirlo,
desde su interior mismo? ¿Para qué reelaborar literariamente la tradición oral
de los matsigenka plasmándola en una obra que ha circulado por Perú y el
mundo? ¿Para qué ocuparse de una cultura local que se considera debe ser asi-
milada para convertir al Perú en una nación homogénea? El sentido último de
la obra es lo que se podría llamar una actitud museográfica, en la medida que
128 comparte el afán que guiaba a la llamada antropología de rescate a documentar
apresuradamente la cultura de grupos al borde de la extinción y coleccionar
objetos producidos por los mismos como testimonio último de su existencia.
De hecho, en la obra se lamenta con tristeza la pérdida de la cultura de
los matsigenka, a la par que se promueve su irremediable asimilación, según
explica Misha Kokotovic. Renato Rosaldo acuñó el término “nostalgia impe-
rialista” para describir ese anhelo que los modernos sienten por las culturas
desaparecidas y vencidas, y cuya destrucción se consideraba una consecuencia
irremediable e inevitable de la modernización (Kotovic, 2005: 1). La obra crea
así una fisura irremediable entre las regiones y culturas en Perú al negar toda
posibilidad de que los indígenas selváticos –representados por los matsigenka–
intervengan en la nación como un potencial cultural valioso e importante, con
derecho a resolver su propio destino. Esta fisura se hace extensiva al campe-
sinado quechua de la Sierra en Lituma en los Andes, donde aparece descrito
como preso de un barbarismo atávico que sólo causa violencia y destrucción
en este país. En dicha novela, esta Sierra inmutable y por fuera de la historia se
contrapone a una selva que, a diferencia de la de El hablador, ya no es marginal
a la nación sino que posee, por el contrario, una gran importancia económica
gracias al tráfico de drogas que la ha insertado en la economía global ilegal.

U n a se lv a “nar c o ti z ad a”
Lituma en los Andes nos presenta una selva “neoliberal”, conquistada y moder-
nizada por la economía del narcotráfico y su violencia. Parte de la acción de la

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novela se desarrolla en Tingo María, población ubicada en el valle de Huallaga,


en donde en la década de los ochenta se cultivaba un 40% de la producción
total de coca del mundo (Kawell, 2005: 426). La novela nos sitúa ante una selva
dinámica en la que bulle la vida con gentes y culturas de las más variadas pro-
cedencias, dinero, actividad y violencia. En Lituma, la Selva ya no es marginal
a la nación ni aparece situada en otro tiempo; está, por el contrario, inmersa en
la vorágine de las economías ilegales actuales y reviste una importancia fun-
damental para las mismas. Esa vorágine envuelve asimismo a los personajes
de la novela, quienes se ven compelidos a desplazarse por toda la geograf ía
peruana, dejando retazos de su historia en distintos lugares y actuando como
vasos comunicantes que enlazan diferentes fenómenos políticos y culturales de
la realidad peruana.
En la novela, esta nueva época de la selva aparece encarnada en la pareja
conformada por el guardia serrano Tomás Carreño y la prostituta costeña
Mercedes, quienes se conocieron en Tingo María cuando aquél trabajaba
como guardia personal de un narcotraficante cuya amante era Mercedes. El
sargento Lituma, quien aparece por primera vez en La casa verde raptando a 129
la fuerza niñas aguarunas para llevarlas al internado de las monjas, reaparece
luego en la Sierra como protagonista de Lituma en los Andes. Allí, gracias a
las historias de su asistente, el guardia Carreño, entra en contacto con una
selva incorporada al narcotráfico. Mercedes, la amante del narcotraficante
apodado el Chancho, de la cual se enamora el joven guardia, es, al igual que
Lituma, oriunda de Piura, pero los avatares de la vida la lanzan primero a
Lima, luego a Tingo María, y hacia el final de la novela, a la Sierra, adonde va
en busca de Carreño. Al verla, Lituma se da cuenta de que la muchacha es una
prostituta que él había conocido en Piura.
La novela ejemplifica así el hecho de que el narcotráfico, como fenómeno
social y económico, ha logrado romper el aislamiento tradicional entre las dis-
tintas regiones del Perú. Sin embargo, nos corresponde a nosotros, como lec-
tores, reconstruir este rompecabezas de personajes e historias que saltan de un
texto a otro, y desentrañar sus significados e importancia en cuanto a la nación
como comunidad imaginada.

D e i d o la tr í a s r e no v a d as
En Lituma en los Andes, la Sierra figura como una variante del discurso
evolucionista que hemos visto en La casa verde y en El hablador. No es
posible, sin embargo, mirar la Sierra como un territorio vacío que debe ser
conquistado, ni hay manera de caracterizar a esta población, descendiente
de los incas, como totalmente primitiva y ubicada en la Edad de Piedra.

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Se la considera, sin embargo, como una población atrasada que nunca ha


logrado alcanzar la civilización y que no ha sido “conquistada” del todo, ya
que persiste en el uso de una lengua y unas creencias extrañas y ajenas al
mundo “civilizado” de la Costa. La novela se constituye así en una réplica
continuada del discurso de las élites criollas que responsabiliza perma-
nentemente al campesinado quechua de las desgracias del Perú. Para gran
parte de las élites, el país estaba atrapado en el problema insalvable del indio
serrano; insalvable en la medida que parecía casi imposible occidentalizarlo
y encaminarlo por la vía del progreso.
El protagonista de la novela, el sargento Lituma, llega a un poblado de la
Sierra para esclarecer el misterio de tres asesinatos. Esta misión lo enfrenta, por
primera vez en su vida, al complejo mundo cultural andino, en el que domi-
nan una lengua y unas creencias que él tiende a rechazar y despreciar pero
que a la vez lo desconciertan. Lituma expresa reiteradamente en la novela los
estereotipos con los que se suele estigmatizar a los campesinos quechuas, y es
interesante que Vargas Llosa se haya valido de un personaje que evidentemente
130 no pertenece a la élite para mostrar que las clases dominantes parecían haber
logrado imponer su visión del indio de la Sierra como parte de su hegemonía
cultural sobre buena parte de la población peruana.
El costeño evidencia constantemente la imposibilidad de relacionarse
con esos serranos herméticos e impenetrables con los cuales no se puede
entrar en diálogo; dicho de otra manera: construir la nación. La novela releva
la diferencia lingüística como uno de los elementos que delimita significa-
tivamente la división entre la Sierra y la Costa, y que funciona como una
marca de alteridad. Así, en la primera página de la obra, el sargento Lituma
se refiere al quechua despectivamente, tal como lo hace el narrador omnis-
ciente de La casa verde al aludir a la lengua aguaruna: “La india repitió esos
sonidos indiferenciables que a Lituma le hacían el efecto de una música
bárbara. Se sintió de pronto muy nervioso” (Vargas Llosa, 1993b: 11). Los
serranos, a su vez, tienen dificultades con el español de la Costa: “No todos
entendían el español costeño apocopado y veloz del oficial” (1993b: 85). A la
barrera lingüística se suma la valoración diferencial del quechua y el espa-
ñol, la cual constituye el fenómeno de la diglosia, que remite, como explica
Martín Lienhard:

a la coexistencia, en el seno de una formación social, de dos normas lingüís-


ticas de prestigio social desigual. Una de ellas, la norma alta, es la usada por
los sectores sociales dominantes y es un idioma de tradición escrita, en este
caso el español. La otra, la norma baja, corresponde a los sectores populares o
marginados y es una lengua de tradición oral. (Lienhard, 1996: 72)

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Si la obra de José María Arguedas representa el titánico esfuerzo de


mediar entre estas barreras lingüísticas y culturales, éste no es el caso de Var-
gas Llosa. Aparte de unas pocas palabras en quechua que salpican la novela, el
narrador en tercera persona es totalmente impermeable a la existencia de la
norma lingüística considerada como inferior. Esta primera diferencia se une a
otra, la cultural, es decir, las creencias propias de los serranos que Lituma con-
sidera un sartal de embustes, “cosas que no se cree ya nadie en un lugar civili-
zado” (1993b: 105), y que comenta de una manera tal que termina delineando el
panorama sombrío de unos hombres que viven supuestamente amedrentados
por las fuerzas sobrenaturales que pueblan los cerros, o por los pishtacos, que
chupan la grasa y la sangre de los seres humanos.
Este tipo de descripción corresponde claramente a lo que una antropolo-
gía evolucionista rotulaba como primitivo, seres débiles frente a las fuerzas de
la naturaleza que tenían que acudir a la magia y la superstición, en un intento
de controlarlas. Incluso, el paisaje es descrito por Lituma en términos igual-
mente sombríos, ya que siente “la presencia aplastante y opresiva de las monta-
ñas macizas, del cielo profundo de la sierra” (1993b: 103). 131
A medida que Lituma avanza en la investigación de los asesinatos, la ima-
gen de los serranos se torna cada vez más negativa. En efecto, éste va descu-
briendo que bajo su aparente cristianismo, los campesinos de la región siguen
conservando rituales antiquísimos, y que fueron ellos quienes mataron a las
tres personas para ofrecerlas como sacrificios humanos a sus dioses tutelares,
los apus, y evitar así desgracias en la carretera que pudieran dejarlos sin tra-
bajo. Y no solamente los han ofrendado a sus dioses sino que, además, los han
consumido en sus “bárbaros ritos”. Estos campesinos manejan, entonces, un
doble código cultural, que Martín Lienhard analiza como normas altas y bajas,
aplicando el concepto de diglosia a la realidad social. Si bien éstos han asu-
mido el cristianismo oficial que les ha sido impuesto como la norma alta, siguen
utilizando sus creencias tradicionales como una norma baja que practican en
relativa clandestinidad y, según sea el caso, eligen la norma que consideran más
adecuada (Lienhard, 1996: 74-76). El sargento Lituma apunta a esta situación
cuando comenta el asunto de los tres sacrificados:

¿Cómo era posible que estos peones, muchos de ellos acriollados, que habían
terminado la escuela primaria por lo menos, que habían conocido las ciudades,
que oían radio, que iban al cine, que se vestían como cristianos, hicieran cosas
de salvajes calatos y caníbales? (Vargas Llosa, 1993b: 205)

Lituma vincula aquí a los serranos con los selváticos salvajes y se lamenta
de su abominable conducta. Es claro que está interpretando la situación como

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efecto de un cristianismo superficial practicado por falsos creyentes, es decir,


como de idolatría y herejía, lo cual no permite entender que el uso de una u otra
norma cultural revela, por el contrario, una gran riqueza y la posibilidad de tomar
decisiones de acuerdo con las conveniencias de los actores sociales. Por eso, la
ofrenda humana no pasa de ser presentada en el libro como un acto de salva-
jismo ejecutado por seres intemporales, ya que reproduce comportamientos de
los más remotos tiempos. En este caso, se trata de los sacrificios que los huan-
cas –un grupo preincaico que habitaba el centro de Perú– practicaban antes de
la Conquista, según le explica a Lituma un profesor de arqueología. El sargento
utiliza esta información para descifrar el misterio de los asesinatos al relacionar,
de manera inmediata y sin mediación, este vetusto pasado con el presente, como
si las sociedades y culturas de la Sierra fueran inmunes al paso del tiempo.
Sin embargo, Lituma no logra permanecer ajeno al medio que lo rodea.
De alguna manera, comienza a dudar si tales creencias son ciertas o no, y ter-
mina aceptando algunas de las que tanto ha rechazado: “¿Sería cierto que la
bruja de Doña Adriana había matado a un pishtaco?” (1993b: 67). Y cuando sale
132 vivo de la avalancha o huaico da las gracias como lo hubiera hecho un serrano:
“Gracias por salvarme la vida, mamay, apu, pachamama o quien chucha seas”
(1993b: 209). Su permeabilidad resulta, sin embargo, insignificante en el con-
texto de una novela que carece de personajes transculturadores que puedan
mediar entre los dos mundos antagónicos de la Costa y la Sierra.
Los dos mediadores que aparecen en la novela, el cantinero Dionisio y
su mujer Adriana, quienes fueron los que impulsaron a los peones serranos a
realizar los sacrificios rituales, vinculan entre sí a la Sierra con la Selva y repre-
sentan la idea muy extendida del poder que esta última tiene en cuanto a cha-
manismo, curación y brujería. Doña Adriana es una bruja capaz de adivinar el
futuro en las cartas astrológicas, los naipes y las hojas de coca, es decir, maneja
diversos repertorios culturales, tanto así que “se contaba que venía de la región
de Parscambamba, una región entre serrana y selvática” (1993b: 38). De Dioni-
sio se decía que “había sido criado por una comunidad de idólatras en las altu-
ras de Huanta y que había vivido en la selva, entre chunchos caníbales” (1993b:
243). Estos mediadores son revestidos, sin embargo, de un carácter negativo, ya
que su papel consiste en utilizar las malas artes, aprendidas posiblemente en la
selva, para convencer a unos serranos idólatras de realizar unos actos bárbaros
que los acaban identificando con los chunchos.
Al final de la novela, Lituma saldrá hacia la selva amazónica en calidad
de jefe del puesto del Ejército en Santa María de Nieva, y el único recuerdo
que llevará consigo será el del acto de canibalismo, mediante el cual la Sierra
y la Selva se engarzan simbólicamente en las últimas páginas de la obra. Este

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recuerdo no es vano ni carece de significado, ya que la imagen del canibalismo


ha pendido como un terrible estigma sobre los pueblos indígenas desde la Con-
quista, imagen que Oswald de Andrade, el escritor modernista brasileño, logró
subvertir tan brillantemente en su Manifesto antropófago (1928) al celebrar la
antropofagia como una salida al problema de la identidad brasileña y como un
antídoto contra el colonialismo.
La novela establece un paralelo entre este mundo de idólatras y chun-
chos y las actuaciones de Sendero Luminoso, en el sentido de que tanto los
unos como los otros ejercen una violencia irracional –los primeros mediante
sus creencias ancestrales y los segundos a través de su ideario político–, pero
en ningún momento relaciona la apelación a la violencia con los profundos
desequilibrios sociales y económicos que caracterizan a la sociedad peruana.
Si bien es cierto que se admite que los “terrucos”, es decir, los miembros del
PCP Sendero Luminoso, castigan ciertos abusos que se cometen en la Sierra,
en ninguna parte se tratan problemas tan fundamentales como la tenencia de
la tierra. Los “terrucos” hablan quechua y muchos de ellos son indígenas, y lo
que la novela muestra es que se puede pasar de un bando a otro con facilidad, 133
de un “salvajismo” de vieja data a uno de nueva data. En este sentido, el final
de la novela es bien desalentador, porque pareciera que no hay ninguna salida
para un Perú amenazado por estos salvajes de viejo y nuevo cuño; ni siquiera la
región costera, postulada como el núcleo de la nación peruana, parece poseer
la fuerza suficiente para cohesionar entre sí las fuerzas centrífugas de la Selva,
la Sierra y Sendero Luminoso.

Suturar la fisura
En las novelas que he analizado, Vargas Llosa se ha servido de una amplia gama
de discursos, correspondientes a distintos períodos de la historia peruana, para
proponer la nación que él desea e imagina: una nación mestiza y homogénea
que no ofrezca ningún tipo de resistencia al nuevo orden neoliberal y global.
Estas obras son un muy interesante ejemplo de cómo un autor puede hacer
uso de un capital imaginario, acumulado a través del tiempo en contra de los
indígenas; para responder a las nuevas circunstancias mundiales, los discursos
coloniales sirven así para defender los nuevos intereses, justificando la elimina-
ción cultural de los indígenas, con el fin de que se pueda acceder a los recursos
existentes en sus territorios.
La contraparte más notoria de Vargas Llosa sería Arguedas, quien tam-
bién tenía en mente su propia idea de nación: una nación abierta y pluralista
que aceptara el valor de las culturas indígenas y mestizas y las acogiera como
elementos fundamentales en el conjunto del país. Mientras que Arguedas

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incorpora en sus obras los movimientos sociales más importantes que sacudie-
ron al Perú hasta que él vivió, Vargas Llosa los ignora o los acoge muy superfi-
cialmente. Hay una especie de inercia en esa obra suya que no hace sino dispo-
ner de manera distinta, cual un caleidoscopio, las mismas ideas una y otra vez, lo
cual sólo refleja las variantes de una clase dirigente que ha sido incapaz de gestar
una nación que pueda progresar y ofrecer una mejor vida a sus habitantes.
Irónicamente, sin embargo, la modernización tan anhelada por Vargas
Llosa ha traído consigo lo que el sociólogo peruano Aníbal Quijano denomina
la “cholificación” del Perú. La “cholificación” constituye un proceso en el cual
grandes masas de población indígena –vinculada a los nuevos trabajos abiertos
por los procesos de industrialización del Perú, y desplazada a las grandes ciuda-
des y los centros agrícolas, pesqueros y mineros– rechazan la asimilación total
a la cultura criolla occidentalizada y la pérdida de sus culturas indígenas de
origen. En un movimiento sin precedentes en la historia peruana, estos secto-
res de población indígena –los cuales constituyen sectores sociales y culturales
intermedios emergentes– persisten, a través de las generaciones, en mantener
13 4 por libre decisión los elementos de la cultura indígena que forman parte de su
mundo cultural (Quijano, 1980: 70-71).
La “cholificación” constituye un rechazo rotundo a la asimilación e inte-
gración del indio que propugnan las élites y Vargas Llosa como la solución de
los problemas del Perú. Según Quijano, implica el surgimiento de una nueva
vertiente cultural dentro de la sociedad peruana: el cholo no es, por lo tanto,
solamente un nuevo grupo social en emergencia sino también el portador de una
cultura en formación, al cual Quijano ve como uno de los más activos agentes de
cambio dentro de la sociedad peruana actual (Quijano, 1980: 73, 77). En este pro-
ceso cultural, el cholo ha logrado negociar el mundo occidental criollo y el indí-
gena contemporáneo, sin que este último desaparezca sino que, por el contrario,
sea afirmado decididamente, adaptándolo a las nuevas realidades. Ha logrado
suturar entonces la fisura irremediable y se ha salvado de la asimilación abyecta
a la que es condenada Bonifacia en La casa verde, marcando su impronta sobre
el conjunto del Perú, cuya sociedad tuvo que enfrentar la violencia desatada por
Sendero Luminoso y el Ejército peruano, violencia atribuida absurdamente
por Vargas Llosa a una supuesta barbarie atávica de los indígenas peruanos. .

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E N T R E L A E N T E L E QU I A Y E L M I TO :
L A T R A IC IÓN DE L A R E VOLUC IÓN
M E X ICA NA Y DE SU R E F OR M A AGR A R I A
Ernesto Mächler Tobar*
ernesto.machler@u-picardie.fr
Université de Picardie Jules Verne, Amiens, Francia

La risa de los pobres, cuando de tarde en tarde se ríen, parece mueca de dolor.
José Rubén Romero**

Cuando el ladino se acuerda del indio es para acabarlo.


Rosario Castellanos ***

R e s u m e n La Revolución Mexicana de 1910 exigía entre sus


principales reivindicaciones la recuperación de las tierras expoliadas
a los indígenas y campesinos y una reforma agraria consecuente. Sin
embargo, una vez promulgada la Constitución de 1917, la reforma 137
fue escasa y lentamente aplicada. Esta traición de la Revolución
es perceptible ya en los documentos periodísticos de la época
(Reed, Flores Magón), en los testimonios (Pedro Martínez, Juan
Pérez Jolote), y luego, en la vasta producción literaria (Azuela,
Campobello, Castellanos, Romero, Rulfo).

PAL AB R A S C L AVE:

Revolución Mexicana, reforma agraria, periodismo, testimonio, novela.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.06

* Doctorado en Literatura, Université de la Sorbonne Nouvelle París III.


** Romero (1970: 189).
*** Castellanos (2003: 253).

Artículo recibido: 13 de marzo de 2012 | aceptado: 25 de julio de 2012 | modificado: 15 de octubre de 2012
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Between entelechy and myth: Entre a enteléquia e o mito: a


the betrayal of the Mexican traição da Revolução Mexicana
Revolution and its land reform e sua reforma agrária

ABSTRACT Two main demands made during RESUMO A Revolução Mexicana de 1910,
the 1910 Mexican revolution were the return dentre suas principais reivindicações, exigia
of lands stolen from the Indians and farmers, a recuperação das terras expoliadas dos
as well as a comprehensive land reform. indígenas e camponeses e uma reforma
138 Notwithstanding, once the 1917 Constitution agrária consequente. No entanto, uma
was proclaimed, the land reform was carried vez promulgada a Constituição de 1917, a
out very slowly. I analyze this betrayal of reforma foi aplicada lenta e parcamente.
the revolution as depicted in journalistic Esta traição da Revolução já se notava
documents of the time (Reed, Flores Magón), nos documentos jornalísticos da época
testimonies (most notably Pedro Martínez, (Reed, Flores Magón), nos testemunhos
Juan Pérez Jolote), as well as the huge (Pedro Martínez, Juan Pérez Jolote) e
literary production about the revolution, depois na vasta produção literária (Azuela,
especially the novels (Azuela, Campobello, Campobello, Castellanos, Romero, Rulfo).
Castellanos, Romero, Rulfo).

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

Mexican Revolution, Land Reform, Revolução Mexicana, reforma agrária,


Journalism, Testimony, Novel. jornalismo, testemunha, romance.

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E N T R E L A E N T E L E QU I A Y E L M I TO : L A
T R A IC IÓN DE L A R E VOLUC IÓN M E X ICA NA
Y DE SU R E F OR M A AGR A R I A

L
E r n e s to M äc h l e r To b a r

a expoliación de tierras es un black hole. Como un


gigantesco costal sin fondo, descosido, en el que el blanco coloca las tierras que
le roba al indio y al campesino. Desde la llegada de Cristóbal Colón, conquista-
dores, terratenientes y colonos se han ido apoderando de la tierra del indígena 139
mediante victorias militares, asesinatos, robos, límites ignorados o trasladados,
encomiendas, falta de títulos de propiedad, invasiones, leyes, compras enga-
ñosas, sibilinas manipulaciones. Y el indio continúa reivindicando su derecho
a la tierra, persiste exigiendo que se le devuelva lo que le pertenece y le per-
mite sobrevivir. En Latinoamérica, la sociedad contemporánea sigue multipli-
cando sus esfuerzos para hacer del indígena un ciudadano integral, aunque sin
lograrlo realmente. Incluso, ha destacado en sus nuevas constituciones (última
década del siglo XX) su carácter de sociedades multiétnicas y pluriculturales.
Sin embargo, la patente realidad muestra que, a pesar de ciertas excepciones,
el indio continúa siendo considerado por la mayoría de la población de manera
peyorativa, como un ser inferior cercano a la animalidad, de limitada inteligen-
cia. Pero lo que realmente lo caracteriza y pauperiza es la carencia de tierras,
que son ahora el sitio de trabajo de un indígena proletarizado y, por ello, rele-
gado al límite de la sociedad.
La Revolución Mexicana, que marca de manera indeleble la historia del
siglo XX dejando una cicatriz que no se ha borrado, se hace, entre otros factores,
buscando una repartición de tierras más equitativa. Pero una vez triunfante, la
reforma agraria se efectúa primero tímidamente, luego con lentitud, y al final se
olvida y se extrae de la Constitución. Es traicionada por quienes la recuperaron.
Es evidente que un evento histórico de esta magnitud no podía dejar de generar
una serie de reflejos artísticos de variada índole: pictóricos, como la gran epopeya
del muralismo (David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera y José Clemente Orozco, por

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ejemplo); musicales (Silvestre Revueltas, Carlos Chávez, Julián Carrillo y Manuel


Ponce) y literarios. Nos interesa centrarnos aquí en los reflejos literarios de esta
traición, gracias a una serie de visiones episódicas de la Revolución. Curiosamente,
el caso mexicano y su Revolución son únicos en América Latina, y ello particula-
riza su literatura. La primera novela publicada, Los de abajo (1916) de Mariano
Azuela, se lanza en la práctica en medio del combate1.
Estudiaremos este fenómeno a través de varios ejemplos. Primero, por
medio de una serie de documentos “objetivos”, producto, por un lado, de perio-
distas: John Reed, Porfirio Barba-Jacob y Ricardo Flores Magón; y por el otro,
de los testimonios de los indígenas Juan Pérez Jolote y Pedro Martínez. Poste-
riormente veremos la ficcionalización de la Revolución, lo “subjetivo”, a través
de las obras de Mariano Azuela, Nellie Campobello, Rosario Castellanos, Gre-
gorio López y Fuentes, Francisco Rojas González, José Rubén y Juan Rulfo. Si
bien hay aspectos que se repiten, lo que era de esperarse, la constatación de
una traición es evidente para estos autores, varios de los cuales participaron en
la Revolución durante su juventud o niñez, y, una vez rotos los sueños, recu-
14 0 rrieron a la literatura para dejar constancia y memoria. La llamada novela de la
Revolución y los testimonios asociados son muy variados; hemos seleccionado
algunos ejemplos, acaso de manera personal y aleatoria, que, no obstante, con-
sideramos que permiten analizar un panorama suficientemente representativo.

De la pr e si ó n so c i a l e n aument o 2
Desde mediados del siglo XIX México conoce radicales cambios que van a
modificar su devenir histórico: ha perdido poco más de la mitad de su territo-
rio por la invasión estadounidense, ha sufrido la ocupación francesa y la impo-
sición de su emperador Maximiliano de Habsburgo (1832-1867), y conoce la
muy larga permanencia en el poder (1876; 1877-1880; 1884-1911) del general
Porfirio Díaz (1830-1915). A principios del siglo XX, este país se halla a medio
camino entre una atrasada sociedad rural, de carácter prácticamente feudal y
plagado de vestigios coloniales, y los albores de una sociedad urbana, con cla-
ros inicios de modernización e industrialización propugnados por la dictadura
de Díaz. Sin contar la población indígena, el proletariado campesino (mezcla de
peones, ejidatarios y rancheros) es ampliamente mayoritario, y representa un
70% de la población mexicana.

1 Mariano Azuela había publicado en 1911 una novela, Andrés Pérez Maderista, en la cual evoca el período de
oposición de Francisco Madero a la presidencia de Díaz.
2 Para una información más completa sobre el desarrollo de la Revolución Mexicana, ver Jacqueline Cobo-Mau-
rice (1999), Adolfo Gilly (1995), Leslie Manigat (1973), Jean Meyer (2000 y 2010), Jesús Silva Herzog (1977) y
John Womack (2000), entre muchos otros.

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En México, el Porfiriato implicó ciertamente un crecimiento económico


significativo, pero al mismo tiempo incrementó la desigualdad y el descontento
sociales. En el sector agrícola la mano de obra era explotada de manera inmi-
sericorde, en una condición cercana a la esclavitud, sirviéndose para ello de
la tienda de raya (o peón acasillado) y su sistema de endeude tramposo, per-
manente y hereditario. El analfabetismo marca de manera evidente la realidad
política; como consecuencia, en un país cercano a los 15 millones de mexica-
nos, apenas 20.000 personas pueden ejercer el derecho al voto. La inhumana
concentración de propiedad de tierras hacia 1900 ha alcanzado ya límites
insoportables. El 20 de noviembre de 1910 estalla la Revolución Mexicana, un
proceso extremadamente complejo que implica tanto raíces históricas como
problemas internos de carácter social y económico3.
Francisco Ignacio Madero (1873-1913), potentado e hijo de terratenientes,
se presenta a las elecciones de 1911 utilizando como eje de su campaña el eslogan
“Sufragio efectivo, No reelección”; pretende así impedir otra ronda al dictador
Díaz. Sin embargo éste, a pesar de su debilidad política, vuelve a ser elegido, y
envía a prisión a Madero. Después, éste, y gracias a una serie de apoyos, logra 141
ser presidente de México. Se editaron medio millón de ejemplares de su pro-
grama Plan de San Luis, que inspirará en parte la Constitución de 1917. Madero
es asesinado por el general Victoriano Huerta (1845-1916), su mano derecha, y
quien ocupará el cargo entre 1913 y 1914. La historia se llena, a partir de ese
momento, de grandes figuras cercanas al mito: Emiliano Zapata (1879-1919), el
Atila del Sur; Francisco “Pancho” Villa (1878-1923), el Centauro del Norte; Pas-
cual Orozco (1882-1915), y tantos otros que arrastrarán tras de sí el descontento
popular. Comienza así una serie de asesinatos en cadena en medio del caos total:
hay demasiados intereses y alianzas en juego. Una fecha convencional para mar-
car el fin de esta rebelión se sitúa en 1919, asesinato de Zapata, o 1920.
En medio de las brasas de esta Revolución se desarrolla la guerra de los
Cristeros o “Cristiada”, que cubre de 1926 a 1929, y que tal vez pueda ser con-
siderada una especie de contrarrevolución. Si bien la Constitución de 1917 le
otorgó a la Iglesia el poder de administrar a sus clérigos, el Estado realmente
propugnaba una política antirreligiosa. La Iglesia responde con una huelga de
culto que será el detonador de este segundo período violento de guerra civil.
Muy significativas son las declaraciones del ministro del Interior a mediados
de 1926: “La religión es un asunto inmoral que hay que reglamentar como la

3 Es tan complejo este proceso revolucionario que Leslie Manigat llama “intento de explicación” un apartado de su
presentación (Manigat, 1973: 180). Las exégesis son tan variadas como las ideologías políticas de los historiadores
y ensayistas. Por otro lado, hay que insistir en que gran parte de la información hasta hace pocos años era de pro-
cedencia oficial, bajo control del PRI. La historia la escriben los vencedores, o los recuperadores, en nuestro caso.

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cirugía dental” (Meyer, 2010: 167). El manejo poco hábil por parte del Gobierno
termina incendiando la rebelión: mientras las élites discutían, el pueblo se
masacraba. Los Cristeros se desplazaban al grito de “¡Viva Cristo Rey y viva la
Virgen de Guadalupe!”, liderados principalmente por José Velasco Delgado y
José María Ramírez4. El Gobierno trata de servirse de los agraristas, campesi-
nos beneficiados por el reparto de tierras, para combatir a los Cristeros. Por el
lado de la Iglesia, si bien los sacerdotes en los pueblos azuzaron al campesinado
a combatir, la jerarquía del Vaticano, interesada en una política práctica y poco
agresiva, nunca apoyó a los Cristeros, optando por una resistencia pasiva; en
una de sus pastorales incluso aclara que pretendía “una amistosa separación
entre la Iglesia y el Estado” (Esparza, en línea). Lynch sostiene que esta actitud
implica que Roma “ya estaba convencida de que la fuerza armada no llevaría
a buen puerto y comprometería a la Iglesia en un futuro” (Lynch, 2000: 120).
Es más, tan pronto como los Arreglos entre los representantes de la Iglesia
mexicana y el Estado se firmaron, los obispos ordenan deponer las armas; los
Cristeros desarmados serán fáciles víctimas de masacres, en venganza.
142 Curiosamente, una de las consecuencias inmediatas de esta guerra fue
una crisis agrícola: muchas haciendas quebraron, ya fuera debido a la pér-
dida de cosechas, o a la imposibilidad de su recolección. Las exportaciones
descienden de manera alarmante: el maíz conoce una baja del 25% y el fríjol
del 50% (Meyer, 2010: 182). Estas haciendas van a formar parte de las tie-
rras distribuidas durante los años treinta. Sin embargo, paradójicamente
durante la Revolución la economía mexicana global experimenta un creci-
miento notorio, ayudada por la época dorada de las exportaciones mineras
y petroleras; para 1921 estas últimas conocen un pico de producción de 193
millones de toneladas (Manigat, 1973: 212), y en 1922 representan ya un
26% de la producción mundial (Meyer, 2010: 121).

De c ó m o se tr ai c i o na u na revolución
La Revolución se hizo por y para los desfavorecidos que peleaban por una justa
reforma agraria, y que pagaron por ello un alto precio humano. Las cifras difieren
entre uno y dos millones de muertos para el período que va de 1910 a 1920; parte
de esta pérdida demográfica es igualmente imputable a la hambruna, a partidas
hacia el exilio, muerte por enfermedades (pandemia de gripa española de 1918)

4 Los combatientes son apoyados por la población civil y por grupos como la Acción Católica Mexicana, que
escondía a los sacerdotes perseguidos y ayudaba a organizar las catequesis. Interesante, desde este ángulo, ver
la película The Fugitive (1947) de John Ford, aunque en ella no se aclare expresamente que estamos en México ;
lo que sí es claro en la novela original de Graham Greene. Para coordinar su indispensable ayuda, las mujeres
se unieron formando las Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco.

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y disminución de la natalidad5. Las clases medias, en especial los militares y abo-


gados, se encargan de recuperar el triunfo de la Revolución, y tratan de legitimar
así sus aspiraciones de poder. Triunfa la Revolución y ¿qué se distribuye? ¿Quié-
nes distribuyen? Las promesas del Estado no se cumplieron y la realidad está
muy lejos de las propuestas oficiales. Se calculan en 70 millones las hectáreas
distribuidas. Ciertos autores, como Karla Bobinska, avanzan una cifra de 52,2
millones de hectáreas entre 1915 y 1965, que beneficiaron a 2,3 millones de cam-
pesinos (Bobinska, 1972). Arturo Warman propone una cifra de 100 millones de
hectáreas, repartidas entre 1911 y 1992; ello implica aproximadamente la mitad
del territorio mexicano. Se establecieron cerca de 30.000 ejidos, en los cuales la
tierra otorgada lo es exclusivamente en usufructo; el Estado continúa siendo el
propietario inalienable. Tal distribución implicaría tres millones de cabezas de
familia beneficiadas (Warman, 2003). Las tierras comunales y sus trabajadores
enfrentan gran dificultad para conseguir créditos, comprar maquinaria agrícola o
fertilizantes, y sufren de la inseguridad generada en la cotidianidad por la caren-
cia de títulos de propiedad6. Si bien existen ciertas diferencias entre el ejido y las
comunidades indígenas, el Gobierno siempre los ha tratado como equivalentes; 143
en el caso de las comunidades, ellas son oficialmente propietarias de la tierra.
No obstante, es curioso constatar que los estados donde hay una mayor concen-
tración de ejidos corresponden a aquellos en los cuales hay mayor cantidad de
población indígena7. Es entonces cuando se insiste en “mexicanizar” al indígena
para integrarlo a la sociedad productiva oficial (Mejía Piñeros y Sarmiento Silva,
1987: 38). Lázaro Cárdenas lo anunció claramente durante el Congreso Indígena
de Pátzcuaro: “La solución al problema indio no es dejar al indio indio, ni india-
nizar a México, sino mexicanizar al indígena” (Deverre, 1980: 7). Dicho de otra
manera, asimilarlo: se borra la diferencia entre indígena y campesino.
¿Cómo se distribuyeron las parcelas durante los diferentes períodos?
Recordemos que la repartición de tierras será utilizada por el Gobierno, que
desea estructurarse y legitimarse, como medio de control para mantener la
presión sobre el sector agrario y los campesinos, blandiendo la esperanza de
una distribución8. Álvaro Obregón (1920-1924) repartió aproximadamente 1,2
millones de hectáreas a 140.000 campesinos; por otro lado, impulsó la titu-
larización de los trabajadores que llevaran más de veinte años ocupando un

5 Ponce sostiene que los muertos representan un 6,4% de la población, y que los emigrados alcanzan la cifra de
300.000 (Ponce, 2009: 51). Manigat, por el contrario, presenta cifras más bajas, entre 200.000 y un millón de
muertos (Manigat, 1973: 214).
6 A finales de los años cincuenta solamente un 15% de los ejidatarios tienen acceso a los créditos bancarios.
7 Los estados centrales de Tlaxcala, Puebla, México, Michoacán, Hidalgo y Morelos concentran el 70% de los
ejidos (Bobinska, 1972).
8 Pozas y Pozas insisten en este aspecto de control (1982: 74 y 136-137).

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terreno; propuso la repartición de terrenos no utilizados, a la vez que exigió


la desaparición de la tienda de raya. Para Plutarco Elías Calles (1924-1928), la
reforma agraria representó apenas un interés por incrementar la producción
agrícola para consumo interno, pues había disminuido de manera angustiante
la producción de alimentos. Se opuso así una agricultura de subsistencia (rota-
ción de cultivos y utilización de semillas nativas, uso de la tracción animal y de
los abonos orgánicos), a una agricultura destinada a la exportación. Esta opo-
sición tuvo rápidas consecuencias: el maíz, por ejemplo, sufrió una pérdida de
un 34% en la producción total (Meyer, 2010: 149). Bajo Lázaro Cárdenas (1934-
1940) se repartieron 18 millones de hectáreas, que beneficiaron a 810.000 cul-
tivadores; se impulsó igualmente un plan de autosuficiencia alimentaria, en
especial para garantizar los medios de subsistencia a las ciudades que conocían
un acelerado crecimiento. El balance para 1934 implica ya unos 10 millones de
hectáreas, lo que representa un 10% de la tierra cultivada, y que beneficia a un
10% de los campesinos y conlleva la aparición de cerca de 4.000 ejidos (Meyer,
2000: 175). Sin embargo, los mismos agraristas se resienten de la reforma agra-
14 4 ria por considerarla una “intrusión del Estado”, ya que el resultado patente es
una destrucción de la solidaridad local (Meyer, 2010: 159). Al pasar del ejido,
que se cultiva de manera comunitaria, a las parcelas personales, que son asunto
apenas de una familia, por muy extendida que ésta sea, dicha solidaridad es
la primera afectada. Cárdenas sellará arreglos con los Yaquis de Sonora (en el
período 1937-1939), creando una reserva que les permite conservar sus tierras
comunales y beneficiarse del agua necesaria para su irrigación; lo que pretendía
realmente al firmar los Acuerdos era pacificar la región. La tierra será trabajada
en “sociedades agrícolas”; sin embargo, los terrenos otorgados son de pésima
calidad y dif ícil cultivo (Gouy-Gilbert, 1983: 147).
En los años 1930, y buscando una necesaria modernización, México opta
por la política económica conocida como ISI, es decir, una industrialización
que intenta nacer de una substitución de importaciones. Esta modernización
va a traer como consecuencia un proceso creciente de desigualdades económi-
cas y sociales. En el decenio de 1930 a 1940 las mejores tierras serán confiadas
a las haciendas, mientras se busca que la pequeña propiedad tenga una super-
ficie media de 100 hectáreas. Entre 1940 y 1956, el sector agrario sigue siendo
prioritario en el PIB, pero conoció una caída importante en su participación
entre 1956 y 1970.
El presidente Miguel Alemán (1946-1952) apuesta por la llamada “Revo-
lución Verde”, que ofrece la primacía al sector agrícola privado, en lugar de pri-
vilegiar la propiedad comunal agrarista (Vézina, 2009). Se desarrolla así la eco-
nomía, pero se traba la mejora de las condiciones sociales. Alemán privilegia la

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producción para la exportación, en detrimento de la producción de subsistencia:


todas las infraestructuras elaboradas por su gobierno durante ese sexenio fueron
aprovechadas casi exclusivamente por la primera. La disminución de superficie
de las parcelas como resultado de las herencias incrementa la presencia del mini-
fundismo y genera una migración significativa hacia las fuentes de trabajo en las
ciudades, con la consecuente pauperización del campo. En el fondo, las propues-
tas de Alemán no se alejan mucho de aquellas impulsadas con el mismo objetivo
por Porfirio Díaz. El círculo se ha cerrado, y la traición es completa. Hacia 1960,
la propiedad privada capta un 61% de las propiedades; los ejidos sólo un 26,3%.
Las medias nacionales certifican que 50% de la tierra cultivada privada (no ejidal)
está en manos de apenas 1,3% de las haciendas; 77% de los propietarios poseen
sólo el 11% de la tierra cultivada (Bobinska, 1972). Es necesario, no obstante,
tener en cuenta que hay grandes variaciones internas, según los estados.
Los presidentes posteriores van a encargarse de disminuir todavía más,
por no decir anular, la velocidad de esta reforma, incluso llegando a afirmar
que el Estado carece de tierras para repartir. Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970)
intenta relanzar tímidamente la reforma agraria, mientras que José López Porti- 145
llo (1976-1982) distribuye un total de 15 millones de hectáreas; un 90% de ellas
es prácticamente inutilizable desde el punto de vista agrícola (Rouquié, 1998:
398). Es evidente que la reforma, por la manera en que se aplicó en México, pre-
senta una fuerte tendencia a crear minifundios. En 1980 se acaban oficialmente
los subsidios para el sector rural. Y en 1992 la reforma de la Constitución, en
especial del artículo 27, donde se centraba la reforma agraria, busca detener el
crecimiento del minifundio: se privatiza el ejido y se destruyen las comunida-
des agrarias indígenas. La tierra otra vez se ha concentrado en pocas manos, lo
que coadyuva a propulsar nuevamente la migración rural hacia las ciudades, en
busca de trabajo, incrementando los cinturones de miseria.
Valga la pena acotar aquí el vital impulso que se dio a la educación en los
años posteriores a la Constitución de 1917. Entre los cambios más importantes
hay que destacar el papel de los maestros ambulantes, inspirados en los misio-
neros franciscanos. José Vasconcelos (1882-1959) logró que el Estado otorgara
algo más del 10% del presupuesto para desempeño educativo. Él y Manuel
Gamio, de la Dirección de Antropología, impulsaron una crucial revitalización
del pasado indígena. En 1920 nació la Secretaría de Educación Pública (SEP),
que estableció no sólo escuelas para indígenas, intentando castellanizarlos e
integrarlos a la nación, sino las Casas del Pueblo, que buscaban un lugar de
interacción entre la escuela y la comunidad (Fell, 1989). Igualmente, se intentó
frenar la migración hacia las grandes ciudades. Se crearon el Departamento de
Cultura y Educación Indígena (en 1921) y el Departamento de Escuelas Rurales

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de Incorporación de la Cultura Indígena (en 1925)9, que propugnaron una reva-


loración de lo indígena y concedieron a sus manifestaciones el estatuto de valor
estético válido. Pero se sigue intentando confundir al indio con el campesino, y
escuela rural deviene entonces sinónimo de escuela indígena.

De la v o lub le i nfo r m ación de los p eriódicos


Dejemos por el momento de lado la historia, la economía y lo social, y pasemos
a considerar algunos reflejos de la Revolución, ya sean periodísticos, testimo-
niales o literarios. La velocidad a la que deben trabajar los periodistas presenta
un aspecto más vivo, evolutivo y, por cierto, cambiante de la Revolución; la
visión puede irse formando a lo largo del tiempo, a medida que los eventos con-
tribuyen a modelar la realidad. No existe, es cierto, la necesaria distancia his-
tórica para el análisis del fenómeno, pero permite medir el pulso de la acción.
De padre indígena, el anarquista Ricardo Flores Magón (1873-1922), como sus
hermanos Enrique y Jesús, es uno de los miembros de la International Wor-
kers of the World (IWW); formó parte en 1910 y 1911 de una experiencia de
14 6 colonias agrícolas anarquistas en Baja California inspirada por el pensamiento
de Robert Owen, y en la que participaron escritores como Jack London. No
obstante, esta utopía socialista fue duramente reprimida por Estados Unidos y
terminó con la expulsión de los trabajadores. Desde 1910 ya había propuesto
la divisa ¡Tierra y libertad!10 Sus artículos para el periódico Regeneración11 ana-
lizan la situación con decidida lucidez desde muy temprano. En septiembre de
1910 anuncia el horror que viene en camino y que lo arrastrará todo, invitando
sin embargo a lanzarse a la rebelión:

Van a ser ustedes, los obreros, la fuerza de la revolución. Van a ser sus manos
las que empuñen el fusil reivindicador. Será nuestra sangre la que manchará
la tierra, como rojas flores de fuego. Si deben llorar los ojos, serán los de sus
madres, sus hijas, sus esposas. Usteden van a ser entonces los héroes, van a ser
la columna vertebral de este gigante de mil cabezas que se llama insurrección,
van a ser el músculo de la voluntad nacional transformada en fuerza. (Flores
Magón, 2004: 25)12

9 Mejía Piñeros y Sarmiento Silva ven en ello una manera de “campesinizar” al indígena, de acuerdo con los
intereses del Estado mexicano. Poco después se tratará de “indianizar” los movimientos para evitar alianzas
entre obreros, campesinos e indígenas (1987: 36-39). Pozas y Pozas insisten en que estas instituciones buscan
“destribalizar” al indígena, buscando proletarizarlo (1982: 96-97).
10 Muy seguramente Flores Magón conocía la existencia del movimiento Zemlya i Vulya (Tierra y Libertad), que
hacia 1876 combatía por tierras en San Petersburgo.
11 El periódico Regeneración tenía prohibida su circulación en México, de manera que se imprimía en Estados
Unidos y entraba ilegalmente a territorio mexicano; se vendían unos 25.000 ejemplares.
12 Desafortunadamente nos ha sido imposible conseguir el original español. Esta traducción, y todas aquellas en
que no se especifique lo contrario, son nuestras.

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El 1º de octubre del mismo año señala el acaparamiento de tierras por


parte de la oligarquía como la culpable de la pauperización que constituye el
núcleo de esta revolución que promete explotar con violencia incontrolada:

De esta tremenda injusticia nacen todos los males que afligen a la especie
humana al producir la miseria. La miseria envilece, la miseria prostituye, la
miseria empuja al crimen, la miseria bestializa el rostro, el cuerpo y la inteli-
gencia. Degradadas, y, lo que es peor, sin conciencia de su vergüenza, pasan las
generaciones en medio de la abundancia y de la riqueza sin probar la felicidad
acaparada por unos pocos. (Flores Magón [1910], en línea)

Destaca la imperiosa necesidad de que detrás del brazo armado haya una
conciencia, coloreada de serenidad, porque en caso contrario el combatiente será
apenas un “barco sin brújula en la inmensidad del océano” (Flores Magón, 2004:
68). Lastimosamente, las circunstancias históricas hacen que ese símbolo de vida
que es la libertad se adquiera matando, pues “ella destruirá y creará al mismo
tiempo, demolerá y reconstruirá” (Flores Magón, 2004: 25), y es en medio de esos
escombros que brotará la nueva realidad. El papel de las mujeres es claro y deci- 147
sivo para Flores Magón, y las invita a tomar parte en el combate, puesto que “si
el hombre es esclavo, ustedes también. Las cadenas no hacen distinción de sexo;
la infamia de la cual el hombre es objeto también es suya” y, añade, “hay que ser
solidarias en la gran lucha por la libertad y el bienestar” (Flores Magón, 2004: 29).
Insiste, lo que es fundamental ahora que conocemos la realidad, en que no hay
que dejar que los políticos recuperen la lucha para servir a sus propósitos, y en
que la tierra hay que recuperarla ahora y no después del triunfo de la revolución:
“no por la aprobación de un congreso, sino por la acción directa del proletariado”
(Flores Magón, 2004:  75). Hic et nunc. ¿De qué otra manera podía morir, sino
asesinado en una prisión de Estados Unidos?
Esta época tan poco evidente de analizar se refleja igualmente en la obra
de Porfirio Barba-Jacob (1883-1942), quien fue inicialmente ferviente defensor
del general Díaz. Durante su vivencia mexicana, Barba-Jacob puede caracteri-
zar primero a Zapata como una condensación o encarnación del mal, y pos-
teriormente como un carismático líder cuyo ejemplo se debe seguir. En mayo
de 1913, el colombiano publicó en El Independiente el artículo “¡Delenda est
Zapata!”, que comienza así la descarga: “Las hordas de Emiliano Zapata han
arrojado cien vidas al fondo de una barranca para darse el placer felino de aspi-
rar el vapor de la sangre, y entregarse, airadas y sañudas, a la satisfacción bestial
de las torturas dantescas” (Barba-Jacob, 2009: 47). Procede entonces a presen-
tarlo como “un industrial del crimen. Y cubierto con el Plan de Ayala, nos pro-
duce el mismo efecto que un logrero enredado en la camisa de once varas de la

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filantropía” (Barba-Jacob, 2009: 48), enviándolo directamente al patíbulo. Pero


en abril de 1921, en El Demócrata, el ángulo con el que lo evoca en su artículo
“El sacrificio de Emiliano Zapata no ha sido estéril” es totalmente contrario:

Era un caudillo de conciencia honrada dentro de la coraza de un patriotismo


saludable; con su ejército de soldados agricultores admirablemente organi-
zado, siempre luchó con elementos propios, sin recurrir a empréstitos inte-
riores, ni a solicitar jamás la protección del extranjero; y su causa, tirios y tro-
yanos lo reconocen después de su muerte, no fue la de la ambición, sino la del
bienestar popular.

Y el gran guerrillero del sur no fue vencido por el enemigo en leal contienda
bélica, fue abatido por la traición, la planta maldita que ha florecido en el seno
de la patria desde la primavera de la independencia. (Barba-Jacob, 2009: 121)

Zapata no es el único en conocer estas variaciones de opinión a medida


que el carisma o el éxito cambian las circunstancias o las ópticas e intereses.
14 8 Villa pasará de bandido impenitente a defensor de los derechos del pueblo13; los
otros protagonistas conocerán igual suerte. ¿Dependía su óptica del triunfo o el
fracaso de los personajes históricos?
Cabalgando desarmado al lado de los insurgentes, durmiendo y comiendo
con ellos, el estadounidense John Reed (1887-1920) fue enviado como corres-
ponsal de guerra en 1911 y en 1913 por el semanario The Metropolitan Maga-
zine. Por ello, atraviesa ilegalmente la frontera14 entre Presidio (EE. UU) y
Ojinaga (México), de lado y lado del río Grande, y anota: “cuando crucé por
primera vez la frontera, un miedo mortal se adueñó de mí. Temía a la muerte,
a la mutilación, a una tierra extraña y a un extraño pueblo cuyo lenguaje y pen-
samiento no conocía”. Pero termina por descubrir que en conclusión, “las balas
no son muy terribles, que el miedo a la muerte no es tan gran cosa, y que los
mexicanos son maravillosamente simpáticos” (Reed, 1987: 187-188). Poco des-
pués retorna a Nueva York para terminar el libro de recopilación de textos que
se conoce como Insurgent Mexico (1914). Sus artículos tienen la ventaja de ser
de primera mano y escritos en medio de la acción; pretenden ser objetivos,
aunque carezcan por ello de la distancia histórica necesaria para un adecuado
análisis. Describen tropas combatientes vestidas de harapos, mal armadas y

13 Barba-Jacob escribió una hagiografía de Villa, de la cual se dice que se vendieron 20.000 ejemplares, pero de
los que no se conserva ninguno. El colombiano sostenía que “en el general Villa existe la materia prima de un
grande hombre”. Fernando Vallejo habla de dos ediciones de esa biografía, de 20.000 ejemplares cada una
(Vallejo, 2008: 388). Este autor destaca igualmente el carácter variable y contradictorio de Barba-Jacob.
14 Como lo hará poco más tarde Ambrose Gwinnet Bierce (1842-1914).

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peor organizadas, casi bandas anárquicas que obedecen ya sea a un caudillo,


propietario de una hacienda, cual si fuera un señor feudal, ya sea directamente
a un hombre, especie de mito y encarnación del descontento y sufrimiento, con
grandes capacidades de aglomeración y cierto carácter paternalista, e incluso
con aspiración mesiánica, como Zapata o Villa. Destaca la presencia de ofi-
ciales y mercenarios de varios países: estadounidenses, canadienses, alemanes,
austríacos, franceses e ingleses, que en la mayoría de los casos no hablan el
español y requieren la presencia permanente de intérpretes; algunos no son
otra cosa que traficantes de armas.
Para el periodista, la tierra mexicana está hecha para ser amada y luchar
por ella. Solamente así el combate adquiere sentido, en medio de la fraternidad,
como explica Fernando, uno de los capitanes a cuyo lado cabalga:

Aquí estás con los hombres. Cuando hayamos ganado la revolución, haremos
un gobierno de hombres, y no para los ricos. Las tierras sobre las que marcha-
mos, son tierras de los hombres: antes pertenecían a los ricos, pero ahora nos
pertenecen a mí y a mis camaradas. Mis compañeros. (Reed, 1996: 71)
149
Las tierras comunales han sido expoliadas en beneficio de las hacien-
das, con la complicidad de Díaz. Sostiene Reed que Villa, pensando como un
peón, “no necesita librarse a largos razonamientos para llegar a la conclusión
de que la verdadera causa de la revolución es fundamentalmente el problema
de la tierra” (1996: 167). En “Carranza: una impresión”, el periodista delinea un
retrato de este político como un señor feudal, acotando que “partió a la guerra
de manera totalmente medieval. Armó los peones que trabajaban sus tierras y
tomó la cabeza como lo hubiera hecho un señor feudal” (1996: 300). Pero una
vez triunfante, Carranza mintió a los indios Yaquis que lo habían apoyado y
a quienes les había prometido la tierra; por ello, escribe Reed, “si creo en las
informaciones que pude recoger”, fueron vanas las promisiones, y los indíge-
nas ya “habían vuelto a sus hogares para recomenzar su guerrilla desesperada
contra los Blancos” (1996: 301). Su libro es patente testimonio de la confusión
reinante entonces y del permanente conflicto de intereses sociales y personales
entre los combatientes de todos los bandos. Publicado éste, viaja a cubrir como
corresponsal la Primera Guerra Mundial, y escribe decepcionado: “En Europa
no encontré nada de la espontaneidad ni del idealismo de la Revolución Mexi-
cana. Era una guerra de comercios y las trincheras eran fábricas generadoras de
ruina, ruina tanto del espíritu como del cuerpo, la única y verdadera muerte”
(Reed, 1987: 188). Vendrá después la Revolución de Octubre…
Pese a no ser un texto periodístico sino un récit de vie, el testimonio
del indígena Juan Pérez Jolote, Biograf ía de un Tzotzil (1952), escrito con

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la complicidad del antropólogo Ricardo Pozas, aporta una visión interesante. El


documento muestra bien el paso indiscriminado y obligado de un bando de la
contienda a otro; como afirma Juan: “es que nos trajeron a fuerza los huertistas;
y ahora que entró Carranza nos cambiamos” (Pozas, 1977: 44). Las masas indias
pasan de carrancistas a huertistas, y de vuelta a carrancistas y luego a villistas;
tales son el miedo y la indefensión. A pesar de su tierna edad, Juan es encerrado
en la prisión por no delatar a un asesino. Cuando estalla la Revolución todos los
prisioneros son enrolados, incluso los niños: “el Gobierno aceptó no sólo a los dos
que lo habían pedido, sino a todos los que estábamos en la cárcel, y hasta los
inválidos salieron de la prisión y salieron con nosotros” (1977: 34). La tierra está
siempre asociada a la madre, a la seguridad de la permanencia: ella garantiza la
transmisión, piensa Juan. Nada ha cambiado entonces, todo permanece como
siempre. Si no se recupera la tierra, al menos se recobra la pertenencia al grupo
de origen; a través de la repetición de los rituales y la aceptación de los cargos,
parecería haber una posibilidad de trascendencia, lo que permite a Juan terminar
su relato diciendo: “Yo no quiero morirme. Yo quiero vivir” (1977: 113).
15 0 Como última evocación testimonial, consideremos Pedro Martínez (1964),
biografía recogida por el antropólogo Oscar Lewis. Martínez ofrece igualmente
un recuento de la confusión reinante durante la Revolución, de las dudas, traicio-
nes y cambios de bando. Insiste en la pequeñez y mala calidad de las tierras reci-
bidas, lo que los empuja incluso a engañar y corromper al agrónomo que envía el
Gobierno. Permanece en la vejez la amarga constatación de una época perdida:

I don’t even believe in the Revolution any more. So far as I am concerned, the
Revolution was a failure because the more peace there is, the more hunger there
is. […] Since the Revolution, we have more freedom but life is more difficult.

Nobody won the Revolution; even Zapata lost. When they talk about the Revo-
lution, they mean Carranza’s Revolution, not Zapata’s. And when ambitious men
mention the Revolution, it is only to rise to power. They are all carrancistas!

The success of the Revolution was no great advance. It only seemed to be


because at that time we got rid of the big plantation owners and the gover-
nement of Don Porfirio, who were the exploiters. But now there have appea-
red even more worse exploiters. Now it is the bankers. So it is the bunch that
govern who are doing the exploiting… the opportunists… and the people get
nothing. (Lewis, 1980: 499-500)

Martínez vive con una triste sensación de derrota, decepcionado de


una Revolución que ha terminado para él con la muerte de Zapata, y que no

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cumplió sus promesas. Lewis, en otra de sus obras, lo sintetiza así: “Sabía
solamente que seguía siendo un pobre campesino sin tierra, y que mucho
dependía del trabajo de sus hijos para lograr sus fines” (Lewis, 1977: 42).
Pedro trata de solucionar los problemas de su pueblo asumiendo cargos
políticos, tal como ha hecho Pérez Jolote, pero constata que cada vez existe
menos gente interesada en la política, considerada como desconectada de
toda realidad.

De c ó m o fi c c i o na li z a r el absurdo
El complejo proceso de la Revolución Mexicana es dif ícil de representar,
incluso para el mundo de la ficción. ¿Cómo plasmar el horror? ¿Cómo expli-
carlo? Quizá por medio de viñetas, de pequeños relámpagos fotográficos, de
fogonazos, casi de disparos, cual lo hace la escritora Nellie Campobello (1909-
1986), quien evoca dicha vivencia de la atrocidad gracias a una serie de cuadros
de alta poesía. De hecho, su novela Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de
México (1931) es quizá la evocación literaria más cotidiana de esta época con-
fusa y anárquica, donde a menudo se encuentran miembros de la misma familia 151
en los dos bandos15:

Los hombres que estaban arriba de la iglesia del Rayo ya se habían parapetado
en espera del enemigo. Los enemigos eran los primos, los hermanos y amigos.
Unos gritaban que viviera un general, y otros decían que viviera el contrario,
por eso eran enemigos y se mataban. (Campobello, 2007: 143-144)

La novelista nos permite percibir la incapacidad para contar la realidad;


quizá por ello recurre a una narradora infantil, que mira desde la ventana lo
que ocurre afuera, y lo narra con toda la frescura e inocencia que caracterizan
la infancia. Puesto que la mamá es la que está más al corriente, a la pequeña
le gusta oír las historias y volverlas a repetir, cuando es posible. “Otras veces,
cuando ella estaba contando algo, de repente se callaba, no podía seguir. Narrar
el fin de todas sus gentes era todo lo que le quedaba” (Campobello, 2007: 121),
y son entonces el silencio y la inmovilidad los que crean el vaso comunicante.
Más tarde, Campobello escribió igualmente unos Apuntes sobre la vida militar
de Francisco Villa (1940), elogiosa biograf ía del Centauro, presentado como un
estratega militar brillante.
La primera ficcionalización, no obstante, es la del médico de las tropas
de Villa, Mariano Azuela (1873-1952), Los de abajo, novela publicada en

15 El estudio de cualquiera de las innumerables guerras civiles que han devastado el mundo (piénsese en especial
en la española, o en la interminable violencia colombiana) es evidente prueba de que el fenómeno, desafortu-
nadamente, no es exclusivo del caso mexicano.

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1916 pero redactada el año anterior en Estados Unidos, donde fue publi-
cada como folletín por el periódico El Paso del Norte de Texas. En la zona
de Jalisco, la bola, la furia destructora, ciega y absurda de los primeros años
de la Revolución, cabalga por sus páginas, dirigida por el indígena Demetrio
Macías y tratada de controlar por el estudiante de medicina Luis Cervantes.
La venganza, el odio de clases, el cansancio por el desprecio, por el some-
timiento en el que se tiene a los indios, o antiguos problemas delictivos,
han empujado a estos paupérrimos a la Revolución. Los campesinos, los
pobres, hambreados y pillados por cada ejército que pasa, comienzan a can-
sarse de la pelea, a cuestionarse el sentido. El personaje Cervantes afirma:
“se acaba la revolución, y se acabó todo. ¡Lástima de tanta vida segada, de
tantas viudas y huérfanos, de tanta sangre vertida! Todo, ¿para qué? Para
que unos cuantos bribones se enriquezcan y todo quede igual o peor que
antes” (Azuela, 2009: 48). Hay que continuar hasta encontrar la razón, para
impedir que los caciques retornen, para recuperar la propiedad del suelo, y
que así “sean ahora los mismos hombres que han regado con su propia san-
152 gre la tierra los que cosechen los frutos que legítimamente les pertenecen”
(Azuela, 2009: 67). El horror cotidiano, la muerte avasalladora y el absurdo
terminan por hastiar a los combatientes, y por hacerles conocer momen-
tos de desaliento o desilusión. Al final, se diría que sólo tiene sentido el
combate en sí, “Porque si uno trae un fusil en las manos y las cartucheras
llenas de tiros, seguramente que es para pelear. ¿Contra quién? ¿En favor de
quiénes? ¡Eso nunca le ha importado a nadie!” (Azuela, 2009: 135). La hiel
que los contamina sabe que es un inexplicable cabalgar hacia la muerte para
desaparecer en la polvareda.
Sirviéndose de sus experiencias entre los indígenas Tarascos, José
Rubén Romero (1890-1952) presenta en Apuntes de un lugareño (1932),
suerte de notas autobiográficas, una interesante relación entre el comba-
tiente y el arma que utiliza: “Los habitantes de poblado usan generalmente
pistolas, como un objeto fácil de esconder; los campesinos, en la soledad de
los ranchos, escopetas venaderas o carabinas” (Romero, 1976: 117), mientras
que las tropas oficiales siempre llevan fusiles Remington. No obstante, es
una amarga constatación la que manifiesta cuando presenta las razones de
la sublevación:

¿Por qué nos hemos levantado en armas? Por la redención de las masas, por
igualdad, porque tenga fin una dictadura oprobiosa. Pero una voz interior me
grita: ¡hipócritas!, no se han alzado por eso. Tú, porque eres un ambicioso;
Escalante, porque es un amargado; Alfonso porque es un triste y todos, por-
que son pobres. (Romero, 1976: 121)

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El sedimentado final es la miseria. Hay entonces que amenazar, recuperar


con las armas lo que no se ha logrado por medio de las palabras, por medio de
la humildad. Su novela Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936) recuerda la llegada
de la Revolución al estado de Michoacán. Julián, muchacho con problemas para
caminar, debido a una enfermedad infantil, tiene relaciones sexuales con una
amiga de la mamá, y la embaraza. El matrimonio es forzado, y lo coloca bajo la
tutela de las dos mujeres, con la llegada del hijo. La Revolución, a la cual se aso-
cia inmediatamente, es así una liberación no sólo social sino familiar. La explo-
sión de descontento popular es presentada aquí como sin carácter oficial, con
una dirección bastante improvisada y sin experiencia, tal como el protagonista:

Por la joroba del monte se deslizaban las caballerías como los carritos verti-
ginosos de una montaña rusa. Y los hombres de aquel ejército no ostentaban
prenda alguna de la esclavitud del soldado; ni uniformes, ni quepises. Chininas
sucias, del color de la tierra, coletos amarillos de badana, anchos sombreros de
zoyate de los que usan las gentes del pueblo. Era una tropa de hombres unidos
por un solo deseo de libertad. (Romero, 1976: 253)
15 3
Y es con este ejército de hombres poco organizados que se gana la
Revolución: “Cada quien hacía la guerra como podía, y no debió hacerse
del todo mal, puesto que la revolución acabó con un ejército de militares
de carrera muy orgullosos de sus entorchados y de sus jerarquías”, escribe
Romero (1976: 255-256). Entre los triunfadores todo el mundo podía nom-
brarse general u obtener con facilidad títulos de la jerarquía militar, y aquí
aflora el humor negro o la ironía: “Tuvimos generales de todas las categorías,
de todas las procedencias, de los más variados matices. Generales con dos-
cientos hombres, con cincuenta, con diez, y alguno –Valladares– que traía
por todo regimiento a su asistente” (1976: 275). Se triunfó, pero los políticas-
tros van a recuperar el triunfo; muchos son antiguos caciques de pueblo que
sinuosamente logran encumbrarse y colocarse de nuevo en el poder. “¡Mi
carne, mi pueblo, que la revolución ha hecho pedazos para que los caci-
ques sigan mandando!” (1976: 329), grita amargamente Julián al sentir que se
pierde la gran ilusión, triunfo pompa de jabón. Romero evoca la vital e igua-
litaria participación de la mujer durante el proceso revolucionario: “¡Mujeres
mexicanas, esposas, madres, hijas, que no exhalan una queja al mirarnos
partir y se consumen en su voluntaria clausura, rogando por el triunfo de una
empresa que les roba lo más querido!”, y se cuestiona: “¿La revolución sabrá
siquiera recordarlas a tiempo?…” (1976: 322-323). Corajudo homenaje, en
país de machos, a aquellas que la gracia y el cariño populares conocen como
soldaderas o Adelitas.

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Por último, el humor como extremo recurso, como defensa ante el


absurdo, subraya La vida inútil de Pito Pérez (1938). El narrador, siempre des-
dichado y ebrio, se permite decir lo que piensa sin cortapisas:

¿Recuerdas cuando en uno de tus bolsillos guardaste la proclama de aquel


levantamiento de rebeldes? ¡Si te la encuentran nos matan! ¿Y por qué hubié-
ramos muerto? ¿Lo has pensado alguna vez? Hubiéramos caído por derrocar a
un dictador para substituirlo por otro. (Romero, 1970: 219)

Este diálogo con su vieja chaqueta nos muestra la vacuidad que se resiente
al final del combate, en la que prima el humor amargo que no deja de recordar
la novela picaresca, la malicia y la socarronería criollas; incluso la malicia indí-
gena. Nada cambia bajo el sol, entonces. Por ello, Pito puede ser considerado
como un ancestro del rebusque, de esa necesidad imperiosa de mantenerse en
vida agarrándose con las uñas a lo que depare la cotidianidad.
Prolífico autor, Gregorio López y Fuentes (1895-1966) deja dos novelas
en las que analiza los problemas asociados a la posesión de los terrenos agra-
15 4 rios: Tierra. La revolución agraria en México (1932) y El indio (1935), Premio
Nacional de Literatura de ese año, donde se diría que hombre y paisaje apare-
cen fusionados, indígena y tierra son inseparables. Es evidente su vasto cono-
cimiento de primera mano no solamente de los indígenas sino de la Revolu-
ción, en la cual tomó parte cabalgando con las huestes carrancistas en 1914.
Su novela Tierra, cuyas diferentes partes cubren los años 1910 a 1920, es una
especie de requiem, de elogio fúnebre de Emiliano Zapata, y al mismo tiempo
presenta el nacimiento de la desilusión: el aspecto agrarista del combate se
desvanece y desaparece con el paso de los años. Se recrean la hacienda y la
ruda vida de sus trabajadores, explotados y expoliados. Podríamos equipararla
a una especie de partitura musical donde el pentagrama son las infatigables
líneas de alambre de púas, que encierran las tierras que el amo sigue acapa-
rando. Los obreros “se dirigen al sitio donde comenzarán los trabajos de alam-
brar los terrenos, nueva propiedad del patrón. Van a prolongar el cercado que
viene siendo como el enorme brazo del amo, deseoso de abarcar toda la tierra”
(López y Fuentes, 1946: 14). La explotación y el sistema de endeude perma-
nente y hereditario llenan sus páginas. El empleado de la tienda de raya hace
cuentas frente al empleado: “un peso que te doy, un peso que me debes; y otro
peso que te apunto, ¿no hacen en total tres pesos?” (López y Fuentes, 1946: 41).
Anota y coloca luego algunas monedas en el mostrador preguntando si hay
conformidad, para escuchar de labios del campesino una respuesta desgranada
como una letanía: “Lo que usted diga. Yo no sé de números ni de letras” (López
y Fuentes, 1946: 40). El analfabetismo del trabajador era el motor del engaño en

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las tiendas. La novela describe el levantamiento de Pancho Madero y su triunfo;


sin embargo, al constatar los resultados, permanece la paradoja: “¿Qué ha sido
la revolución? Un tiroteo en el que murieron unos cuantos rurales” (López y
Fuentes, 1946: 79). Zapata destaca como un faro en la tormenta incierta que es
la Revolución, en esa polvareda que todo lo confunde e iguala:

Ese es de los nuestros. Quiero decir que nosotros somos de sus tropas. El jefe
Antonio y nosotros formamos con los del Sur. Toda gente del campo. Todos de
calzón y camisa y con unos sombreros como los nuestros. Zapata es moreno,
alto, vestido de charro, con unos bigotazos negros. Parecido a su hermano
Eufemio, pero éste es un poco más alto. ¡Y qué mal encarado el jefe Eufemio!
(López y Fuentes, 1946: 82)

La hagiograf ía se troca entonces en mito: “Zapata deja de ser un gene-


ral para convertirse en una bandera” (López y Fuentes, 1946: 102), lo que se
ha vuelto más evidente con los años. Su asesinato a traición en 1919 va a ser
llorado por los trabajadores: “¡Ahora sí ya asesinaron a mi padrecito! ¿Qué va
a ser de nosotros los pobres? Vendrán los ricos y otra vez a la misma vida: 155
uno que te doy, otro que te apunto… ¡Ay!” (López y Fuentes, 1946: 169). Nace
entonces la incertidumbre o la esperanza mesiánica: “Existe la seguridad de
que Antonio Hernández está bien muerto; pero nadie sabe dónde se halla ente-
rrado. En cambio del general Zapata todos saben dónde está enterrado; pero
nadie, en el rumbo, cree que ha muerto” (López y Fuentes, 1946: 206). Una vez
que Madero llega al poder, se desestima a los combatientes dejándolos de lado.
Zapata mismo constata que la revolución maderista no cumplió:

Vamos a pelear otra vez, Antonio. Se nos quiere desarmar, porque dicen que
ya no necesitamos la carabina, como si se nos hubiera cumplido la promesa de
las tierras […] ¿Y las tierras? ¿Van a seguir en manos de los ricos? ¿Y nosotros
vamos a seguir de esclavos de los terratenientes? Vamos a luchar otra vez y hasta
recuperar las tierras que nos han quitado. (López y Fuentes, 1946: 97-99)16

Este Antonio, peón que ha combatido sin descanso, es ignorado por el


candidato a representante en la Cámara, y no puede sino cuestionarse: “Bueno,
¿y qué hemos ganado nosotros?” (López y Fuentes, 1946: 89). Los que “habían
soñado con que al triunfo de la revolución maderista quedarían en libertad
para consagrarse a sus propias ocupaciones: sembrar a tiempo, escardar en
su oportunidad y recoger los frutos antes de que, por atender trabajos ajenos,

16 La única tierra que se les otorga mide “dos metros de largo por uno de ancho“, y es donde se coloca a los
zapatistas fusilados. Valga la aclaración del eufemismo, en general no son enterrados, sino colgados después
de los árboles o los postes del camino, para escarmiento de los demás.

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se echaran a perder en la mata” quedan decepcionados (López y Fuentes, 1946:


89-90). En las zonas en las que se intentó devolver la tierra, el principal problema
encontrado fue la delimitación de linderos… hace años que se han perdido y
borrado, los ancianos que los conocían han muerto o han sido asesinados. En una
sociedad de tradición oral, los títulos de propiedad son por lo general inexistentes:

Hasta esta tarea resulta difícil. Durante tantos años que los hacendados han
usufructuado las tierras de los pueblos, éstos han olvidado la tradición sobre
los límites. El sentido común aconseja recurrir a los más viejos del lugar,
para que señalen los sitios donde terminan los terrenos de un pueblo y donde
comienzan los terrenos del pueblo vecino. (López y Fuentes, 1946: 146)

La Revolución es informal, no fue hecha por dos estructurados ejércitos ene-


migos, entrenados para el combate; por ello, “hay grupos de individuos armados
en los portales, que no son verdaderos soldados de línea, ni tropas irregulares, ni
nada. Pertenecen al tipo de ciudadano armado surgido de la revolución. Tienen
manos campesinas de trabajador” (López y Fuentes, 1946: 93). El campesino y el
15 6 indio combaten por su tierra, armados o no. López y Fuentes establece, para la
zona del Sur, la diferencia entre los soldados, armados y a caballo, y los zopilotes,
que quieren formar parte de las columnas revolucionarias, pero ni están armados
ni poseen caballos; a la hora del combate deben ingeniárselas para quitárselos a
los federales. En la zona Norte esto no ocurre, pues los contrabandistas cruzan
con facilidad la frontera con Estados Unidos para ofrecer sus armas y pertrechos.
Es difícil distinguir en la obra entre los indígenas y los campesinos o peones; es
evidente, como lo destaca la novela, que a veces poca o ninguna diferencia hay.
Los Yaquis son presentados como de piedra tallada, serenos e inmutables: “En las
fisonomías de los indios Yaquis no hay asombro, no hay alegría, no hay tristeza, no
hay nada” (López y Fuentes, 1946: 139). El indígena como parte del paisaje, perfec-
tamente mimetizado con él, mineraloide, si recordamos la manera en que los veía
Hermann de Keyserling.
En su novela El indio, López y Fuentes presenta a los indígenas Huas-
tecas, Zapotecas, y otros de su estado natal, y se puede afirmar que el argu-
mento utilizado es apenas un pretexto para brindar una especie de monogra-
f ía de las costumbres y creencias de estos grupos, a la par que el olvido en que
se les tiene. Son presentados como de cuerpo bello, más esbelto que fuerte:

Nada de los abultamientos musculares propios de los atletas. ¡Pero qué resistencia
en la caminata y en el trabajo! Cuando apuntaba el machete para dar un golpe,
el antebrazo resultaba un nudo de fibras. Cobre repujado por el sol y el esfuerzo.
Estatua en movimiento, hecha de cedro nuevo. (López y Fuentes, 1977: 25)

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La guerra entre blancos e indios, casi permanente, conoce un episodio de


paz obligada en los momentos en que los propietarios blancos se ven necesita-
dos de mano de obra:

El emisario no calló las verdaderas causas de las proposiciones de paz. Según


lo que él había podido entender, los blancos necesitaban semaneros, los hacen-
dados reclamaban trabajadores para sus trapiches de caña, los comerciantes
se quejaban por la falta de compradores en el tianguis y los habitantes de las
demás rancherías habían protestado porque sólo ellos desempeñaban las fae-
nas, en la compostura de los caminos destruidos por las aguas: es decir, se les
necesitaba y por ello se les proponía la paz. (López y Fuentes, 1977: 56)

El capítulo “Revolución” permite vislumbrar la mirada que el indígena


arrojó sobre la guerra civil, considerándola uno más de los conflictos entre
blancos que se resuelven mediante el amóchitl, el plomo que arrojan las armas
de fuego: “Las denominaciones de los bandos en pugna, decían más bien poco
a los oídos de los naturales. Procedían más bien por simpatías personales
hacia algunos de los jefes armados o tan sólo por el temor en caso de no 157
atender los mandatos” (López y Fuentes, 1977: 140). Para los blancos, el indio
o el campesino pobre son apenas carne de cañón. Poco se sabe del líder que
llegó a los poblados, sino que “además de exigir víveres, reclamó una veintena
de jóvenes para que le sirvieran de guías; pero los dotó inmediatamente de
carabinas e hizo que caminaran en la vanguardia. Nunca regresaron” (López
y Fuentes, 1977: 141).
Después de la Revolución llegan los diputados, que ignoran todo sobre la
realidad del indígena, y lo obligan a construir carreteras y caminos, sin salario;
llega el sacerdote, que los fuerza chantajeándolos para que edifiquen iglesias;
otros, institutores o no, con órdenes de construir escuelas. Todo ello debe ser
pagado por el villorrio mismo, sin ayudas exteriores. Valga la pena destacar que
en esta novela el maestro insiste en enseñar en lengua indígena, e incluso en la
necesidad de elaborar diccionarios: el maestro deviene una especie de inter-
mediario o de puente entre los dos mundos. Cuando se entera de que existe, a
pesar de la abolición oficial, el pago de la contribución personal, escribe memo-
riales, discute con el Gobierno, busca ayudas políticas. Y constata, escuchando
las quejas indias, los resultados de la reforma agraria:

Le dijeron que las tierras recibidas no habían mejorado para nada su situación
económica, tanto por la falta de recursos para cultivarlas debidamente, como
por falta de tiempo en vista de las exigencias de las autoridades: luego había
que gestionar subsidios para hacer frente a los trabajos, refacciones para que el
agricultor indígena no cayera en manos de quienes compran los productos en

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la mata, herramientas e instructores para abandonar los viejos procedimien-


tos agrícolas. (López y Fuentes, 1977: 172)

La Revolución institucionalizada y politizada olvida a los que combatie-


ron por ella, y escasos son los cambios consecuentes; nuevos actores entran
para perpetuar el sistema, apoyándose en las antiguas estructuras y en los pre-
téritos terratenientes y gobernantes.
Antropólogo de Jalisco, Francisco Camilo Rojas González (1903-1951) dejó
un libro póstumo de cuentos, El diosero (1952), especie de abanico en el cual cada
narración permite abordar una etnia diferente. Los políticos del PRI, que han recu-
perado la Revolución, llevan en camiones a los indios para que voten por ellos, les
pagan un almuerzo y bastante mezcal o cerveza, para luego abandonarlos ebrios
en la plaza, cual bultos inútiles. La expoliación de tierras que sufren los indígenas
es evocada a menudo, como en el cuento “La venganza de ‘Carlos Mango’”:

Don Donatito se les metió al rancho de Endhó, sacó a los inditos quesque
p’hacer colonos a los ricos del pueblo… Claro que él se echó al pico los potre-
ros mejorcitos, al son de qu’es amigo de los probes, de esos probes que andan
15 8 pidiendo limosna ahoy en el mercado. (Rojas González, 1977: 70-71)

Otro de los cuentos, “La plaza de Xoxocotla”, gira alrededor de los ofre-
cimientos hechos al delegado municipal por un candidato a la Presidencia,
obligado a detenerse en el pueblo por la avería de su automóvil; los ciudada-
nos asumen que las propuestas son una manera de tratarlos como si fueran
idiotas, y por ello piden varias obras. Pero una vez elegido, el presidente efec-
tivamente cumple sus promesas de traer agua, escuela, maestra, y de rehacer
la plaza central; el pueblo vuelve a tener confianza en un hombre, “como
cuando créiban en Emiliano el de Anenecuilco” (Rojas González, 1977: 117).
De nuevo, tenemos aquí una de las raras manifestaciones de humor en medio
de las aguas revueltas mexicanas.
La traición no solamente de la Revolución, sino de la mujer que ha comba-
tido por ella y por la condición femenina en México, constituye el argumento de la
novela La negra Angustias (1944). La joven mulata protagonista, hija de un com-
batiente de la primera hora (especie de Robin Hood), vive una serie de aventuras
que la llevan a asesinar a un hombre que la quiere violar, por lo cual debe huir.
Tan pronto estalla la Revolución, decide comprometerse activamente con la bola
y termina por obtener el título de coronela. El combate es mostrado aquí como
un maëlstrom, una confusa explosión de odio popular por el abuso durante años
y que justifica por ello los excesos. El inicio de la revuelta es presentado por la voz
de un arriero, como si fuera un rumor que lleva el viento, rebotando en las rocas:

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Ya no hay garantías “allá abajo”; los hombres se han alzado, los pueblos están
solos y los caminos llenos de gente bronca y alebrestada. Gente sumisa y buena
ayer, que ahora incendia, mata y roba fría y tranquilamente, como si no hubiera
hecho otra cosa en su vida. (Rojas González, 2000: 73)

Esta violencia es para la mulata un signo de cambio necesario, que le va


a permitir comprender que “sólo había un remedio contra las torturas de los
pobres: la violencia; y de que la violencia manifiesta en su más alto grado cam-
biaba de nombre: la revolución” (Rojas González, 2000: 76). Al capturar a uno
de los jefes de la banda enemiga, la protagonista le dice al sentenciarlo:

Yo voy a juzgarlo en nombre de las mujeres, de ésas de las que usté se ha


burlado, ésas que ha estropeado con su brusquedad y su estúpido orgullo de
macho… Las viejas, señor don Efrén hablan ahoy por mi boca, y aquí mi boca
manda. (Rojas González, 2000: 88)

Como castigo, lo hace castrar y se lo envía a su querida, pidiendo que le


transmitan de parte suya que “se lo he dejado de manera que ya ninguna mujer
va a querer quitárselo; ¡que ella lo quiera tal como está, sólo así son menos 159
malos los machos!…” (Rojas González, 2000: 90).
Después de haberse casado con el profesor venido de la capital17, Angus-
tias abandona los combates y deja de vestirse como charro, y obedece cie-
gamente a los caprichos de su marido, incluso agachándose a amarrarle los
zapatos en público. El esposo, habiendo conseguido una “chanfa” o puesto a
cambio del rendimiento militar de su mujer, la presenta en secreto a sus ami-
gos como una amante a la que le ha montado una “casa chica”. La mujer cede
por amor, pero al renunciar al combate pierde, por un lado, el respeto de sus
hombres, y por el otro, recibe las burlas femeninas, como si, a pesar de todo
lo que ha ocurrido, fuera imposible escapar a su condición. Rojas González
plantea en su novela el interrogante: ¿más importante que la dualidad que
enfrenta a ricos y pobres, terratenientes y campesinos, no lo es la del hombre
y la mujer? Si la liberación de la mujer se pierde en manos de los leguleyos, la
Revolución igualmente es recuperada por los políticos y abogados de última
hora que declaman:

La Revolución, ciudadanos, no la hacen los ignaros; la Revolución es hija de


los pensadores, de los preparados… y va, fatalmente, del centro a la perife-
ria… Nosotros propugnamos un movimiento libertario de orden científico,
en donde la acción de la masa quede subordinada a los dictados de los que

17 Rojas González dedica un capítulo entero de su novela a la tarea alfabetizadora en México durante la época
(2000: 150-161).

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saben, de los que entienden y no al apetito de los muertos de hambre. (Rojas


González, 2000: 177-178)

Si la posibilidad de un matrimonio entre el leguleyo y la negra Angustias


era considerada por él como una degradación social, es evidente que piensa
también que dejar la Revolución en manos de la masa combatiente es un error
histórico. En la novela, un solo nombre parece concretizar la necesidad pro-
funda de un cambio, la esperanza : Emiliano Zapata, el de Anenecuilco:

A ese hombre lo siguen los probes como a un dios porque a su sombra despierta
el descontento de los de abajo y nace el miedo de los encumbrados. A un grito de
él, la rebelión ha nacido en el sur de México y hoy día no hay quien la detenga:
es ya un torrente que todo lo arrastra y lo destruye… (Rojas González, 2000: 74)

Emiliano y su grito de desafío guían el desenfreno de la Revolución hacia el


triunfo. México se alza en armas y combate buscando recuperar las tierras; poco
importa el precio que haya que pagar: “Tierra y libertá dijimos al prencipio, y si
ahoy no alcanzamos las dos cosas, nos conformamos con la tierra, mas que sea en
16 0 ese potrero de secano que se llama el camposanto” (Rojas González, 2000: 139).
Más de cinco mil hombres se juntan en Cuautla, inquietos combatientes revo-
lucionarios, con “una idea embrionaria de la justicia pura” como denominador
común, grupos que persiguen unirse en un frente solidario:

Surianos de todas las regiones de Guerrero y de Morelos se hallaban reuni-


dos en Cuautla: costeños pintos con las más exóticas coloraciones del viti-
ligo; indios tlapanecos altaneros, cazurros y orgullosos de su linaje; negros
de la Costa Chica, parlanchines y traviesos; mestizos de la sierra, tan serenos
y temerarios en la pelea, como sombríos y trágicos en la paz; criollos alegres,
valentones y descarados; mulatos impulsivos y majaderos…; todo el mosaico
étnico que componía la erguida población rural mexicana de aquellos días,
moviéndose en un estrecho territorio, soberana de la anarquía, apenas escu-
chaba la voz de sus jefes, muchos de los cuales se hallaban enemistados entre sí
por celos y mezquindades ajenos a la gigantesca responsabilidad que cargaban
sobre sus hombros. (Rojas González, 2000: 118-119)

En medio del torbellino se hallan los combatientes indígenas: “Si alguno


de los que hablaban llegaba a mencionar el nombre del pueblo nativo o de la
campiña familiar, había en los rostros de los indígenas un soplo de vida y en
sus pechos movimientos que desbordaban toda la melancolía” (Rojas Gonzá-
lez, 2000: 136-137). Esta “idea embrionaria”, tanto de justicia como de cambio,
se pierde, ya sea por el asesinato de Zapata, ya sea por la recuperación por los
hombres corruptos, por los políticos y sus leyes, de esta Revolución en la cual
ellos no participaron activamente.

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Aunque aborda un período anterior, en su novela Lola Casanova (1947)


Rojas González presenta la permanente e insidiosa violencia entre blancos e
indios, y las inicuas maneras que utilizan los primeros para explotar a los segun-
dos y robar sus tierras. Hacia 1854, la rica heredera de don Diego Casanova es
secuestrada el día de su matrimonio, durante una escaramuza con los indios
Seris18. Después de varios combates, un contingente de indios se aleja de las
propiedades ahora blancas para asentarse en otras nuevas, fabricar artesanías y
establecer relaciones con los blancos, buscando un trato equitativo que les per-
mita sobrevivir. Pero cuando les entregan algunas tierras constatan su pésima
calidad, lo que no quita la posibilidad de trabajarlas. Explica con orgullo Lola:

Los Pérez o México nos dieron un trozo del desierto, nosotros en cambio, hemos
devuelto un campo de cultivo; los Coyote-Iguana sacamos agua de donde no la
había, de entre el arenal ha brotado un pueblo y hemos dado a los Pérez herma-
nos saludables y buenos, que jamás han ido a disputar fortunas ajenas… Antes
bien han abierto sus brazos y partido lo suyo con los que han venido de tierras
que se extienden más allá de los cerros […] ¡Los yoremes no hemos ido hacia
México, él ha venido hasta nosotros! (Rojas González, 1984: 273) 161

Los Pérez son aquí un genérico para hablar de los blancos o yoris, y el dis-
curso de Lola parece una respuesta a la propuesta de “mexicanizar” al indígena.
A pesar del evidente interés de Rojas González por los indígenas, tanto en sus
novelas como en los cuentos utiliza con frecuencia expresiones peyorativas para
calificar sus personajes o sus acciones; acota que son de gesto imbécil, actitud sal-
vaje, carácter bestial, caricia tosca. Denomina supersticiones sus creencias o evoca
la abundancia de embriagueces embrutecedoras. De manera similar, el físico es
presentado como cercano al del animal: “Garras a ratos, pezuñas por momentos”
(Rojas González, 1977: 7). Las mujeres cazan con “bellaquería de raposa” o gritando
con el “rostro desfigurado de rabia frenética” (Rojas González, 1984: 54 y 57).
La escritora Rosario Castellanos (1925-1974) deja dos novelas sobre los indí-
genas Chamulas del estado de Chiapas; se servirá para ello de los conocimientos
adquiridos desde la más tierna infancia, que pasó en estrecha relación con ellos.
Su bella obra Balún-Canán (1957) gira alrededor de Comitlán (Chiapas) durante
el período de Cárdenas en el poder. Los hacendados chiapanecos, que han expo-
liado las tierras indígenas para crear sus haciendas, siguen exigiendo su derecho
de señores y amos de los indios, ejerciendo el derecho de pernada con las jóvenes,
azotando a los trabajadores, mandando con desprecio. Al cambiar la ley, se niegan
a pagar salarios a los indígenas, tratan de impedir la creación de las escuelas obliga-

18 Los Seris, como los Pimas y los Yaquis, son grupos indígenas que habitan la región de Sonora.

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torias en lengua tzeltal19 y de sabotear las visitas del inspector agrario enviado para
constatar si las nuevas leyes se cumplen en el estado. El cambio se acerca inexora-
blemente: “Dicen que va a venir el agrarismo, que están quitando las fincas a sus
dueños y que los indios se alzaron contra sus patrones” (Castellanos, 2002: 35). Esta
amenaza genera menos pasividad en los indígenas, que exigen frontalmente que las
leyes justas se cumplan, ante lo cual se queja la esposa del hacendado:

¿Justo? ¿Cuando pisotea nuestros derechos, cuando nos arrebata nuestras pro-
piedades? Y para dárselas ¿a quiénes?, a los indios. Es que no los conoce, es que
nunca se ha acercado a ellos ni ha sentido cómo apestan a suciedad y a trago.
Es que nunca les ha hecho un favor para que le devolvieran ingratitud. No les
ha encargado una tarea para que mida su haraganería. ¡Y son tan hipócritas,
tan solapados y tan falsos! (Castellanos, 2002: 46)

La familia terminará con la hacienda quemada y enfrentada a un porvenir


incierto, puesto que no hay herencia de varón que la continúe. La niña narra-
dora deberá confrontarse con el mundo injusto de los mayores, con sus mani-
162 festaciones machistas y racistas, incomprensible para ella, pero sin capacidad
para tomar una actitud activa, obligada a replegarse en su mundo de consejas y
juguetes, sirviéndose de la escritura como de una anamnesis.
Castellanos vuelve de nuevo a sus recuerdos de infancia para recrearlos en
Oficio de tineblas (1962), cual si estuviera condenada a regurgitar la memoria
hasta aclarársela a sí misma, u ofrecerla como alimento a las generaciones futuras.
Algunos de los aspectos de su novela anterior resurgen aquí. El terrateniente Leo-
nardo Cifuentes es presentado como un advenedizo que, aprovechando su poder
económico, ejerce su déspota ley sobre los indígenas enganchados. La inquietud
en el ambiente es patente pero subterránea: “Los chamulas están inquietos desde
hace meses. Se enteraron de lo de la Ley Agraria y exigen que se cumpla, que se
repartan los ejidos” (Castellanos, 2003: 110). Como lo enuncia Pedro González
Winiktón hablando a su esposa: “Diles que nos devuelvan la tierra. Si nos piden la
sangre, si nos piden la vida se las daremos. Pero que nos devuelvan la tierra” (Cas-
tellanos, 2003: 249). El empleado que debe levantar los planos llega con preguntas
concretas: “¿Tienen contrato de trabajo los peones de San José Chiuptik? ¿Se les
paga el salario mínimo? ¿Cuántas horas de labor hacen su jornada? ¿Quién atiende
su educación y su salud?” (Castellanos, 2003: 148), cuestionamientos que incre-
mentan la inquietud de los propietarios. Los terratenientes intentan impedir o al
menos retardar la aplicación de estas medidas, forzando a los Chamulas a rebe-

19 Esta lengua está emparentada con la familia Maya. Este grupo se sitúa hoy en la selva Lacandona, y su población
asciende a 260.000 personas.

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larse, preparando un estado de emergencia que implique la intervención de las


tropas federales, intentanto corromper a los enviados del Gobierno, involucrando
a la Iglesia, manipulando la realidad, todo con un objetivo: “demostrar palpable-
mente a mi Gobierno y al de la Federación que las leyes sobre el reparto de tierras
no podían hacerse vigentes en Chiapas sin correr el riesgo de un derramamiento
de sangre” (Castellanos, 2003: 359). Cifuentes, después de la masacre de Chamulas
y de la muerte del enviado del Gobierno, es elegido diputado federal; la recupera-
ción de la situación por parte de los antiguos caciques es total.
Comenzamos este apartado literario evocando las preciosas y precisas
miniaturas de Nellie Campobello, y vamos a cerrarlo con la quintaesencia lograda
por un antropólogo que, si bien ha sido ampliamente trabajado, continúa siendo
ineludible. Se trata de la inigualable capacidad de síntesis de Juan Rulfo (1918-
1986), cuya obra es tal vez la que concretiza mejor la desilusión y el engaño de la
reforma agraria, el desencanto de la Revolución traicionada. Rulfo dejó una obra
bañada por el período posrevolucionario y la Guerra Cristera. Su libro de cuentos
El llano en llamas (1953) es una destilación perfecta del problema que nos ocupa,
en especial su cuento “Nos han dado la tierra”. La tierra recibida está lejos del pue- 16 3
blo, perdida en la montaña, sin sombra, sin plantas, árida. Los protagonistas han
peleado en la Revolución, pues afirman que “antes andábamos a caballo y traía-
mos terciada una carabina” (Rulfo, 1996: 9). Pero una vez entregados los fusiles,
perdidos los caballos y destruida la organización, el Estado cumple entregando
este pegujal. “Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego”, dice con
sorna el delegado. La respuesta es como un escupitajo, como la única gota que
cae del cielo a golpear el terreno reseco. Es como “si a la tierra le hubieran crecido
espinas”, leemos en el cuento “Luvina” (1996: 104). Aquí el Gobierno cumple,
pero con tierras fatigadas y estériles, lo que hace que los campesinos recuerden al
lejano poder, añadiendo: “de lo que no sabemos nada es de la madre del gobierno”
(1996: 110). Pero estos gritos resuenan ahora huecos y permanecen sin respuesta:
no hay fusil que los haga respetar.
La novela Pedro Páramo (1955) está similarmente llena de referencias a
esa tierra siempre esperada y postergada que cuando llega es apenas un mero
vendaval permanente de polvo, de sequía irredenta; tierra donde lo que crece es
amargo, ácido. Las semillas traídas de otras zonas tampoco fructifican, cual un
castigo, y el labriego se ve obligado a lamentarse: “después pensé que hubiera
sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir” (Rulfo,
1996: 249). La tierra es un “valle de lágrimas” (1996: 208) condenado a la este-
rilidad, como las promesas de la Revolución, como el cambio esperado. La obra
tiene referencias implícitas a los cambios de bando durante la contienda, a las
amenazas contra los enviados del Gobierno, al desconocimiento de las leyes por

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parte de los terratenientes como Pedro Páramo, que incluso afirma desafiante:
“la Ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros” (1996: 217). La res-
puesta del comisionado del Gobierno ante las protestas notariadas del enviado
de Pedro Páramo es certera e indica el futuro: “Con ese papel nos vamos a lim-
piar usted y yo, don Fulgor, porque no va a servir para otra cosa. Y eso usted lo
sabe” (1996: 210). No deja de ser interesante ver aquí esta incorruptibilidad del
comisionado, que en general aparece en las novelas como un burócrata alta-
mente venal. Puesto que el comisionado no entiende las amenazas veladas o
abiertas, se le ahorca, cerrando después el cuarto para que ni siquiera exista
una sepultura. Ante esta actitud de los poderosos, frente a la frustración de la
Revolución expoliada, no queda sino la protesta, aunque ella no sirva para nada
y haya que recomenzar todo de nuevo.

Ci e r r e te m po r a l
La Revolución ha sido recuperada para establecer un autoritarismo
unipartidista: el PRM o Partido de la Revolución Mexicana, que nace en 1946
16 4 y que con los años se convertirá en PRI o Partido Revolucionario Institucio-
nal; gobernará imperturbable y sordo los destinos del país hasta el año 2000.
Curiosa paradoja: la revolución institucionalizada es imposible y contradic-
toria, es escamotear el triunfo de otros para sentarse en él y mantener un
statu quo de la situación económica y social. Este escamoteo es ampliamente
ilustrado por las novelas de la Revolución, y quizá ello se explique por la par-
ticipación de muchos de sus autores en la rebelión, o por los recuerdos como
testigos oculares durante la infancia y juventud. La sensación de amargura y
de decepción es patente, y ni siquiera la aparición del humor logra borrarla
o suavizarla. La constatación de una expoliación de tierras, de los abusos,
de la violación de mujeres e hijas de los indígenas y campesinos, el robo
en la tienda de raya, la opresión y el desprecio son elementos constantes y
recurrentes en todas las obras. En medio del caos que conlleva la rebelión,
es evidente en los textos la notoria participación del indígena, la colabora-
ción de las mujeres –tanto en la Revolución como en la Guerra Cristera–, de
las Adelitas siempre al lado de sus hombres, con las armas y la ternura. No
obstante, la chingada seguirá siendo una víctima, a medio camino entre la
Malinche y la Virgen de Guadalupe, a medio camino entre lo que los hom-
bres desean y lo que pueden soportar. Muchas son las evocaciones adicio-
nales de la traición de la que se resienten y heredaron los combatientes, y de
la importancia ineluctable de un líder que se haga respetar y querer de sus
huestes. Y la esperanza, la ilusión del retorno de Emiliano el de Anenecuilco,
del centauro Villa, o de cualquier otra posibilidad unificadora y vengadora.

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El caballo blanco de Zapata cabalga todavía por las sierras resecas, el mile-
narismo sigue sin concretizarse... El 8 de agosto, aniversario del nacimiento
de Zapata, en su villa natal los habitantes se reúnen a evocarlo, después de lo
cual “la melancolía y el silencio se apoderan de nuevo del pueblo” (Womack,
1976: 493). Es “un pueblo fiel a su fe”, como se denomina el cierre de esta
biograf ía del carismático lider.
Si no hay una política coherente a lo largo de la primera mitad del siglo XX,
tampoco hay una visión totalizadora de la Revolución; sintetizarla es imposible,
desenredar su ovillo, tarea perdida, pretensión fatua. En palabras de John Womack:

Lo que sucedió realmente fue una lucha por el poder, en la cual las diferentes
facciones revolucionarias no contendían únicamente contra el Antiguo Régi-
men y los intereses extranjeros, sino también, a menudo más aún, las unas
contra las otras, por cuestiones tan profundas como la clase social y tan super-
ficiales como la envidia. (Womack, 2000: 80)

La escritura, y de seguro también la lectura, de toda esta suma de artí-


culos, testimonios, novelas, cuentos, ¿no es igualmente una catarsis para libe- 165
rarse de este magma oscuro, tan profundo como superficial, que es el intento
de comprensión de la Revolución Mexicana?
La ley de reforma agraria fue promulgada en la Constitución de 1917, que por
cierto se apoyaba también en los escritos de Flores Magón, pero no fueron puestos
en marcha todos los mecanismos necesarios para su certera aplicación; leyes sin
decreto de aplicación. Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) va a terminar oficial-
mente con la reforma, lo que genera al final de su mandato, entre otras, la reiterada
sublevación de Chiapas: en 1994 nace el EZLN, Ejército Zapatista de Liberación
Nacional, para revivir las exigencias de una reforma agraria siempre incompleta.
Este estado, en rebelión desde la época de Bartolomé de las Casas, no ha cesado de
hacer oír su voz, continuando incluso en nuestros días su inconclusa protesta, lide-
rada ahora por el Subcomandante Marcos. ¿Estamos cerca de otro levantamiento
armado? ¿De una serie de pequeñas rebeliones regionales? Esta segunda posibili-
dad aparece como más viable, si se tienen en cuenta las inmensas diferencias socia-
les y económicas entre los estados del país.
Una situación similar a la que se vio durante la Conquista se repite: el poder
que emite las leyes está demasiado alejado geográficamente para garantizar su apli-
cación, no conoce la realidad sobre el terreno, delega el trabajo duro; confía en
que su ejecución la efectúen empleados mal pagados y menos motivados; no nom-
bra los jueces encargados de sancionar el incumplimiento de sus ordenanzas. Los
terratenientes, con años de experiencia, con armas y la posibilidad de plegar la ley
de su lado, siguen comandando en las campiñas mexicanas. .

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DE L A I L E GI BI L I DA D DE L O AJ E NO.
L E C T U R A M ÁGICA Y E S C R I T U R A
M I M ÉT ICA E N A L F R E D D ÖBL I N*
Sven Werkmeister**
sw@daad.co
DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico), Bogotá, Colombia
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia

R e s u m e n El artículo discute y cuestiona el concepto


del “texto cultural” desarrollado por antropólogos como
Clifford Geertz. La teoría de la Cultura como texto postula la
posibilidad de una lectura semiótica del texto cultural dándole
al antropólogo el papel del intérprete hermenéutico de culturas
ajenas como sistemas de símbolos. El ensayo muestra, a través
de un análisis literario de la trilogía Amazonas del escritor 169
alemán Alfred Döblin, que el acercamiento etnográfico no
siempre está caracterizado por procesos de entendimiento e
interpretación, sino que justamente la reflexión de fenómenos de
ilegibilidad y no entendimiento puede ser una fructífera base de
un acercamiento cultural.

PAL AB R A S C L AVE:

Etnografía, literatura, Alfred Döblin, Amazonas, Cultura como Texto.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.07

* Traducción del texto y de las citas en alemán de Laura Lizarazo.


** Doctorado en Literatura, Universidad Humboldt Berlín, Alemania.

Artículo recibido: 11 de marzo de 2012 | aceptado: 20 de junio de 2012 | modificado: 10 de octubre de 2012
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From the illegibility of the Sobre a ilegibilidade do estranho.


foreign. reading and writing Leitura mágica e escrita mimética
mimetic magic Alfred Döblin em Alfred Döblin

A B S T R AC T The article discusses and RESUMO O artigo discute e questiona o


questions the concept of "cultural text" conceito de "texto cultural" desenvolvido
developed by anthropologists such as por antropólogos como Clifford Geertz.
Clifford Geertz. The theory of culture as text A teoria da Cultura como Texto postula a
opens the possibility of a semiotic reading of possibilidade de uma leitura semiótica do
the cultural text, giving the anthropologist texto cultural, dando ao antropólogo o
170 the role of hermeneutic interpreter of foreign papel de intérprete hermenêutico de culturas
cultures as systems of symbols. The paper estranhas como sistemas de símbolos.
shows, through analysis the literary of trilogy Através de uma análise literária da trilogia
Amazon's from German writer Alfred Döblin, Amazonas do escritor alemão Alfred
that the ethnographic approach is not always Döblin, o ensaio mostra que a abordagem
characterized by processes of understanding etnográfica nem sempre se caracteriza por
and interpretation, but is just the reflection processos de entendimento e interpretação,
of illegibility phenomena can be a fruitful mas que, justamente, é a reflexão sobre
basis for a cultural approach. fenômenos de ilegibilidade e não de
entendimento que pode ser base fértil para
uma abordagem cultural.

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

Ethnography, Literature, Alfred Döblin, Etnografia, literatura, Alfred Döblin,


Amazonas, Culture as Text. Amazonas, cultura como texto.

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DE L A I L E GI BI L I DA D DE L O AJ E NO.
L E C T U R A M ÁGICA Y E S C R I T U R A
M I M ÉT ICA E N A L F R E D D ÖBL I N

L
Sven Werkmeister

a legibilidad1, uno de los conceptos clave de las


discusiones actuales en torno a la expansión de los estudios culturales a la
literatura2, adquiere especial relevancia en el contexto del modelo semiótico
de “cultura como texto” desarrollado por el etnólogo Clifford Geertz en su 171
ensayo sobre las riñas de gallos en Bali (1972). La formación e interpretación
del texto cultural en este modelo están relacionadas con una forma de lectura
en dos niveles diferentes. Geertz interpreta la pelea de gallos –ejemplo para-
digmático de un texto cultural– como “una lectura de la experiencia de los
balineses” (Geertz, 2005: 368). Esta lectura propiamente cultural va seguida
de una segunda lectura relacionada con el proceso del trabajo etnográfico.
Según Geertz, la tarea y el trabajo del etnólogo son “leer por encima del hom-
bro de aquellos a quienes dichos textos pertenecen propiamente” (Geertz,
2005: 372). Las implicaciones problemáticas de tal perspectiva y de la posi-
ción que aquí se le asigna al etnógrafo ya han sido discutidas en el contexto
del debate writing culture de los años 1980. Sin mencionar nuevamente las
críticas al modelo de Geertz, en este ensayo quiero plantear la pregunta fun-
damental sobre la legibilidad: ¿es posible leer culturas ajenas?
Geertz propone una interpretación de textos de culturas ajenas a partir
de lecturas hermenéuticas, lo que plantea el interrogante sobre la existencia
de “vacíos semánticos, momentos de ilegibilidad” (Neumann y Weigel, 2000:
11) tanto en el texto cultural como en el trabajo etnográfico, y sobre la impor-
tancia que ellos adquieren en el proceso de lectura. ¿Puede lo ajeno abordarse
realmente desde una interpretación hermenéutica y traducirse al sistema

1 Lesbarkeit en el original. [N. de T.]


2 Significativas en este contexto son las introducciones programáticas en la recopilación. Ver Neumann y Weigel
(2000); Bachmann-Medick (2004).

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propio de signos? ¿No son precisamente los momentos de ilegibilidad la pri-


mera experiencia del contacto etnográfico con culturas ajenas? La etnograf ía
posmoderna no es la primera en plantearse estos interrogantes y en ensayar
nuevos procedimientos en el trato con lo ajeno más allá de la interpretación
y la representación. El propósito del siguiente texto es abordar la pregunta
sobre la legibilidad de lo ajeno en la trilogía novelada Amazonas de Alfred
Döblin, texto de ficción de la primera mitad del siglo XX que puede calificarse
en el mejor sentido como un texto etnográfico3. Durante su exilio en París a
finales de 1930, Döblin desarrolla en su novela un amplio y crítico panorama
sobre la historia de la colonización europea en Suramérica desde la llegada
de los europeos hasta antes de la Segunda Guerra Mundial. Especialmente, el
primer tomo de esta trilogía se concentra en la vida y la cultura de los indíge-
nas del Amazonas: “Pronto empecé a escribir, y realmente con la única idea
de darle a ese mar de ríos lo que le pertenecía, retratar a su gente y alejar a los
blancos” (1980b: 447)4, formuló Döblin como la motivación de su escritura.
Los fenómenos de ilegibilidad en esta alternativa literaria a la historia
17 2 colonial europea, como lo formula la tesis por desarrollar en este artículo,
son el fundamento y el punto de partida de una estrategia poética que plantea
en diferentes niveles una etnograf ía de lo ajeno. Contradiciendo tanto a la
investigación etnológica contemporánea de Döblin como al enfoque semió-
tico de cultura como texto descifrable, la “antropología poética” (Fichte,
1980: 365)5 de Döblin refuta la explicación etnológica, la interpretación her-
menéutica. Pone en duda la posibilidad misma de una representación6 (Berg
y Fuchs, 1993) de lo ajeno. En este sentido, el uso del término ilegibilidad en
este ensayo se refiere al fracaso de una lectura semiótica enfocada en desci-
frar e interpretar signos. En su lugar aparecen entonces –como bien podría
formularse desde Walter Benjamin– una lectura y escritura miméticas enfo-
cadas en la semejanza. La manera específica en que la técnica etnográfica
está basada en la ilegibilidad puede ejemplificarse en tres niveles: la lectura
de las fuentes (como modo específico de lectura de Döblin), el contenido de
la novela (como fenómeno de un contacto mimético con lo ajeno), y también,
el nivel formal del texto (como modo de escritura de Döblin y reto para el
lector de la trilogía).

3 Con respecto al concepto de etnografía en “el mejor sentido”, ver: Fabian (1993: 340 ss.).
4 Cita original: “Bald fing ich an zu schreiben, tatsächlich mit der einen Idee: diesem Flußmeer zu geben, was des
Flußmeeres war, auch seine Menschen zu zeichnen und die Weißen nicht aufkommen zu lassen”.
5 Formulación utilizada por Huber Fichte (1980) con relación a Döblin.
6 Mi argumentación se ubica –como será evidente– tras el fondo del debate de la década de 1980 alrededor de
la así llamada crisis de la representación en la etnografía, sin necesidad de explicarla nuevamente.

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R e s onanc i a d e se m e ja nzas
En 1935, durante su investigación en la Biblioteca Nacional de París, Alfred
Döblin encontró por casualidad “atlas” y “etnograf ías ilustradas” (Döblin,
1980b: 446) del territorio del Amazonas, y aquellos estimulantes para la ima-
ginación, cuya importancia en la experiencia con lo ajeno ya había resaltado
Alexander von Humboldt en su obra Kosmos (Humboldt, 2004: 190). La fas-
cinación por los mapas e imágenes llevaron a Döblin a profundizar en exten-
sos estudios de la etnología contemporánea de Suramérica. Sus fuentes más
importantes las constituyeron, entre otros, los informes de los investigadores
alemanes del Amazonas Theodor Koch-Grünberg y Fritz Krause; del francés
Alfred Métraux; la Historia indígena (Indianische historia, 1557) de Nicolás de
Federmann, y la Historia de Paraguay (Histoire du Paraguay, 1757) de Paters
Charlevoix7. El encuentro de Alfred Döblin con lo ajeno no fue a orillas desco-
nocidas de países lejanos sino en el archivo de la Biblioteca Colonial (Döblin,
1989a: 310)8. Pero ¿cómo es que estos textos de historia colonial europea y de
etnología, documentos de lo ajeno desde la perspectiva europea, se pueden
convertir en la base de una contra-historia de la Conquista? Algunas eviden- 17 3
cias se encuentran en la forma específica de lectura de Döblin, descrita por él
mismo en su novela sobre China, Los tres saltos de Wang-Lun (Die drei Sprünge
des Wang-Lun, 1915). Así describe Döblin la revisión bibliográfica para éste, su
primer gran texto sobre lo ajeno:

Cuando escribí una novela “china” visité un par de veces el Museo Etnológico
de Berlín y leí un buen número de crónicas de viajes y relatos sobre costum-
bres: pero cuán incorrectas son las expresiones que empleo aquí: “leer”: […]
Me ocupé tan poco de aprender y observar a la China verdadera, que, una
vez escrito el libro, se habrían buscado en vano los datos más importantes
de China en mi memoria, es decir, los datos de la realidad en mi novela. No
elaboré estos datos –históricos, etnológicos, geográficos– como hechos verda-
deros, ni siquiera los vi así, sino en el marco de un profundo proceso psicoló-
gico, como un vehículo adicional, un medio de transporte, un estimulante […]
(Döblin, 1986: 29)9

7 Sobre las fuentes de la trilogía Amazonas, ver también Sperber (1975) y Pohle (1991: 861-1034).
8 Döblin comparó en el ensayo La novela histórica y nosotros (Das historische Roman und Wir, 1936), paralelo
al texto de Amazonas, el trabajo bibliográfico del autor con el Viaje de descubrimiento de Colón.
9 Cita original: “Als ich einen ‘chinesischen’ Roman schrieb, ging ich einige Male in das Berliner Völkerkundem-
seum, las eine Anzahl chinesischer Reisebeschreibungen und Sittenschilderungen: aber wie verkehrt sind schon
die Ausdrücke, die ich hier gebrauche: ‘lesen’: […] So wenig habe ich mich aufnehmend, beobachtend mit dem
wirklichen China befaßt, daß man nach Niederschrift des Buches vergeblich in meinem ‘Gedächtnis’ nach den
wichtigsten Daten Chinas, ja nach Realien meines Romans gesucht hätte: diese Realien – historischen, ethnolo-
gischen, geographischen – waren von mir ja gar nicht als Tatsachen angenommen, überhaupt gesehen worden,
sondern im Rahmen eines ganzen flutenden phychischen Prozesses, als seine weiteren Vehikel, Beförderungs-
mittel, Anregungsmittel […]”.

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A Döblin, quien nunca pisó suelo oriental o suramericano, le interesaban


las fuentes no como recolección de datos o hechos de un mundo real, ni como
indicios de realidades detrás de los signos. Los textos le sirvieron finalmente, y
de modo similar a como sucedió con su fascinación por los mapas y las imáge-
nes, como estimulante en ese profundo proceso psicológico de “lectura” y escri-
tura. Esta forma específicamente doblinesa de lectura, enfocada en eliminar y
superar el orden representacional del lenguaje, la describió Wolfgang Schäffner
de la siguiente manera: “Sus lecturas se llevaron a cabo de tal manera que leyó
infinidad de libros sin memorizar los detalles de cada autor o texto, de lugar
o tiempo. Es por esta razón que estos detalles sencillamente se han olvidado,
y en el sentido del texto leído ya no son reproducibles” (Schäffner, 1995: 100).
Mediante un exceso forzado del órgano de percepción se suspende la función
deíctica del lenguaje y se pone también en duda la relación jerárquica entre sig-
nificante y significado. La lectura de Döblin, en este sentido, también se opone
a las lecturas coloniales de las fuentes etnográficas, puesto que ya en la lectura
de las fuentes renuncia a cualquier uso colonial de los datos etnográficos.
174 Otro indicio de este modo específico de leer las fuentes bibliográficas lo
explica Döblin en su ensayo poético “El autor épico, su material y la crítica”
(“Der Epiker, sein Stoff und die Kritik”, 1986 [1921]: 30): “Yo ‘leía’ los libros […]
del mismo modo en que una llama ‘lee’ la madera”10.
Esta misteriosa formulación puede asociarse con las reflexiones teóricas
sobre la lectura mágica desarrolladas por Walter Benjamin, ­quien a mediados
de 1930 estaba investigando para su libro Libro de los pasajes en la Biblioteca
Nacional de París, en paralelo –y sin saberlo– con el trabajo e investigación de
Döblin sobre el Amazonas. En sus trabajos Sobre la facultad mimética y Doc-
trina de lo semejante Benjamin emplea el término mimético para hacer refe-
rencia –como él mismo lo formula– a ese “aspecto mágico del lenguaje” (Ben-
jamin, 2007a: 212) que va más allá del nivel de significación y lleva a un nivel
de semejanzas y correspondencias: “Todo lo mimético del lenguaje solamente
puede manifestarse en un tipo concreto del portador (al igual que la llama). Y
ese portador es lo semiótico. De manera que el plexo de sentido que forman las
palabras o las frases es justamente ese portador a través del cual la semejanza se
nos manifiesta de repente” (Benjamin, 2007b: 216). Benjamin describe la facul-
tad de percibir y establecer semejanzas como un fenómeno antropológico rele-
vante en la evolución del hombre en los niveles ontogenético y filogenético. Así
como un niño imita personas y objetos durante su juego, la percepción de las

10 Cita original: “Ich las die Bücher […] so – wie die Flamme die Holz ‘liest’”. La cita hace referencia a la revisión
bibliográfica para la obra Wallenstein.

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“correspondencias naturales” (Benjamin, 2007b: 214) en la prehistoria también


ha tenido un papel central en la relación del hombre con el mundo. Esta primera
y ya hoy desaparecida facultad mimética, punto clave de la teoría de los medios
de Benjamin, se ha desplazado históricamente al nivel mediático del lenguaje y de
la escritura. En la modernidad, el lenguaje constituye el “más perfecto archivo de
semejanzas no sensoriales” (Benjamin, 2007a: 212). Benjamin no piensa aquí úni-
camente en elementos grafológicos u onomatopéyicos del lenguaje que estable-
cen una semejanza sensorial entre significante y significado a partir de lo visual
y lo auditivo. Su verdadero interés se ubica en lo que él denomina semejanzas no
sensoriales. El carácter relativo de tal concepto lo explica Benjamin partiendo de
ejemplos de la astrología: “[…] significando que, en nuestra percepción, ya no
poseemos eso que alguna vez hizo posible hablar de semejanza entre una conste-
lación astral y un ser humano” (Benjamin, 2007a: 210).
El esquema de Benjamin en este contexto también desarrolla una teoría
implícita de lectura11 que evidencia una correspondencia sorprendente con el
modo de lectura de Döblin. Benjamin diferencia la lectura profana del estudiante,
de una forma mágica de lectura, enfocada en el reconocimiento de semejanzas. 175
Contrapone al entendimiento instrumental del lenguaje y a su fijación con el con-
texto una lectura que está ligada a un momento temporal específico: “El ritmo,
esa velocidad en la lectura o en la escritura […] sería ya algo así como el esfuerzo,
o quizá como el don, para lograr que pueda participar el espíritu en esa concreta
medida del tiempo en que las semejanzas vienen a relucir por un instante a partir
del flujo de las cosas, para volver después a sumergirse” (Benjamin, 2007a: 212).
La idea de que el nivel semiótico del lenguaje es finalmente un “portador” (Benja-
min), “vehículo, medio de transporte, estimulante” (Döblin) en el proceso fluido
de una lectura más rápida y excesiva, es precisamente el punto en común que
tiene el concepto de lectura en Döblin y Benjamin.
Esta práctica mágica o mimética de lectura puede definirse más detalla-
damente si se tienen en cuenta otras manifestaciones poetológicas del texto
de Döblin. También para él, se trata de un pensamiento de semejanza que se
opone al uso instrumental del lenguaje y al pensamiento de la representación.
Que “cada producción de tipo poético empieza con el deseo de distanciarse de
la realidad” y que “la reivindicación de la literatura de reflejar la mayor cantidad
de realidades” (Döblin, 1988 [1933]: 260)12 es una equivocación, ya lo había
formulado Döblin claramente en 1933 en su obra Nuestra existencia (Unser
Dasein). Paralelamente al ensayo producto de la trilogía del Amazonas, Döblin

11 Sobre la teoría de lectura de Benjamin de crítica y magia, ver Honold (2000).


12 Citas originales: “jede Produktion dichterischer Art mit dem Willen zur Entfernung von der Realität” y “möglichst
Realitäten abzuspiegeln”.

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retoma de nuevo dicha crítica en “La novela histórica y nosotros” (“Der his-
torische Roman und wir”, 1989a [1936]). El escritor de la novela debía libe-
rarse del ideal ilusorio de objetividad del historiador y establecer una relación
fundamentalmente diferente con el material histórico (y etnográfico): “Con el
concepto de resonancia puede entenderse ya en gran medida […] cuándo cier-
tos aspectos históricos que le son familiares […] cobran una cierta densidad,
entonces se activa el resonador que lleva dentro de sí el científico y se convierte
en escritor o poeta, pues ahora puede volcar esa resonancia en lenguaje e imá-
genes” (Döblin, 1989a [1936]: 308 ss.)13.
El término resonancia –usado por Döblin aquí para describir la rela-
ción con las fuentes de su escritura– es uno de los conceptos del pensamiento
doblinés que ha tenido desde siempre un papel central tanto en sus escritos de
la filosofía y de la filosofía de la naturaleza Nuestra existencia y El yo sobre la
naturaleza (Das Ich über die Natur, 1928, como en su programa poetológico. La
resonancia aparece como un principio fundamental y universal que organiza la
cohesión de las cosas, de los seres vivos y de las personas, lo que implicaría tam-
176 bién una facultad específica del reconocimiento. Así lo formula Döblin en Nuestra
existencia: “Cuando observamos y describimos, nos encontramos en un estado
de suspendida e incompleta resonancia con nuestro objeto” (Döblin, 1989a: 308
ss.)14. Observar y describir –explicar o interpretar– son formas que posibilitan la
resonancia, la vibración y el acercamiento mimético: “La resonancia tiene efecto
en un campo todavía más amplio. El reconocimiento consiste objetivamente
en la forma en que resuenan las semejanzas o igualdades entre lo reconocido y
quien reconoce, y así el reconocimiento hace parte de la manifestación de la reso-
nancia” (Döblin, 1988 [1933]: 171)15. Establecer semejanzas entre lo reconocido
y quien reconoce: el concepto de resonancia de Döblin hace clara referencia a la
idea principal del concepto de mímesis formulado por Benjamin. El “momento

13 Cita original: “[…] wenn bestimmte, ihm gut liegende historische Dinge […] dicht genug an ihn herankommen,
so schwingt in ihm der Resonator, und er, der Wissenschaftler ist ein Schriftsteller oder Dichter, wenn er nun die
Resonanz in Sprache und Bilder umsetzen kann”.
14 Cita original: “Wenn wir betrachten und beschreiben, sind wir im Zustand eines verhaltenen unvollständigen
Mitschwingens mit unserem Objekt”. El acoplamiento específico de las técnicas de descripción y de resonancia
mimética presentado aquí por Döblin puede relacionarse con las reflexiones de Klaus R. Scherpe sobre la
poética de la descripción en textos etnográficos (Scherpe, 2002: 271).
15 Cita original: “Die Resonanz hat einen weiten Wirkungsbereich. Das Erkennen beruht objektiv auf dem Anklin-
gen von Ähnlichkeiten und Gleichheiten zwischen dem Erkannten und dem Erkennenden, und so gehört das
Erkennen unter die Erscheinungen der Resonanz”. Que Döblin use las palabras “semejanzas” e “igualdades”
casi como sinónimos se puede aclarar por el hecho de que Döblin no desarrolla la categoría de la semejanza
tan explícitamente, por ejemplo, como Benjamin, quien la entiende como un concepto contrario al pensa-
miento de identidad e igualdad. Esta imprecisión terminológica no cuestiona sin embargo el resultado del
pensamiento específico de semejanzas de Döblin, como será evidente posteriormente. Sobre la diferencia
categórica de semejanza e igualdad, ver Funk, Mattenklott y Pauen (2001: 10).

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mimético del reconocimiento”, formuló Theodor W. Adorno con referencia al


término de Benjamin, es el “de afinidades electivas entre lo reconocido y quien
reconoce” (Adorno, 2000: 55)16. Para el hombre se abre entonces una relación con
el mundo en el proceso de percibir y establecer semejanzas, en la eliminación de
la rígida jerarquía entre objeto y sujeto, reconocido y reconocedor; y éste es el
punto común entre el concepto de resonancia de Döblin y la idea de mímesis en
Benjamin. Cuando Döblin habla de la relación de resonancia que el autor debería
crear con su material bibliográfico, hace referencia nuevamente al modo de lec-
tura ya descrito: las fuentes etnológicas no se leen como representaciones de
mundos ajenos ni se interpretan como hechos; sirven finalmente como estímulo
para evocar lo ajeno en la lectura y escritura propias.

M a gi a si m paté ti c a
Pero entonces ¿qué es lo que puede entenderse por una manifestación o resonan-
cia de semejanzas? Primero, en el nivel diegético se encuentran algunos indicios al
respecto en el texto del Amazonas. En el primer párrafo de toda la trilogía, citado
años después por Döblin como prueba estilística de su obra (Döblin, 1989b: 352), el 17 7
concepto de mímesis tiene un papel importante en diferentes niveles.

La anciana despertó cuando el udu cantó en el bosque: tru, tru, udu, udu. Fue
de cabaña en cabaña. Las mujeres salieron, treinta mujeres y muchachas ado-
lescentes. La anciana se quedó junto a la maloca. Desde la colina descendieron
a la selva en fila, una tras otra, espaciadamente. En el bosque irrumpía una
luz crepuscular, se levantaba la niebla de la mañana. Aún cantaba el udu en
el frutal: tru, tru, udu, udu. El sendero era sinuoso. Por una peña llamada La
Yerba descendieron hacia el riachuelo. No habían comido ni bebido, iban sin
pinturas y sin adornos. Sólo llevaban el cordón a la cintura y el taparrabos.
Abajo había humedad y calaba el rocío. Pero no extendieron las esteras para no
incomodar a los hombres, allá en la senda de la guerra. No sentían frío para
que no tiritasen los hombres. Las separaba la maleza que crecía a orillas del
agua murmurante, callaban. Habían caminado despacio para no fatigar a los
hombres. Se acostaron junto a la oscura corriente, en el cañaveral. (Ae I, 15) 17

16 Cita original: “Wahlverwandtschaft von Erkennendem und Erkanntem”.


17 Cita original: “Die alte Frau wachte auf, wie der Udu im Walde rief: tru, tru, udu, udu. Sie ging von Hütte zu
Hütte. Die Frauen kamen heraus, dreißig Frauen und reife Mädchen. Die Alte blieb am Sippenhaus. Vom Hügel
gingen sie zum Wald herunter um Gänsemarsch, eine hinter der andern, es blieb viel Platz zwischen ihnen. Im
Wald war es dämmrig, der Morgennebel stieg. Auf dem Fruchtbaum schrie der Udu noch immer: tru, tru, udu,
udu. Der Pfad war gewunden. Ein Fels hieß das Gras. Da zogen sie zu dem kleinen Flußlauf herunter. Sie hatten
nicht gegessen und nicht getrunken, sie waren ohne Bemalung und ohne Schmuck. Nur die Hüftschnur und
den Lendenschurz trugen sie. Es war feucht unten, und der Tau lag. Aber sie hatten keine Matten umgelegt,
um die Männer, draußen auf dem Kriegspfad, nicht zu beladen. Sie fröstelten nicht, damit die Männer nicht
zitterten. Das Gebüsch am rieselnden Wasser trennte sie, sie sprachen nicht. Langsam waren sie gegangen, um
die Männer nicht zu ermüden. Sie stellten sich am dunklen Wasserlauf auf im Schilf” (A I, 7).

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El análisis de George Bernard Sperber de los borradores de la trilogía del


Amazonas muestra cómo este primer párrafo –modificado por Döblin en varias
ocasiones– puede entenderse como un ensayo consciente del autor en busca
de la narrativa y el estilo de la trilogía. No sólo se introducen temas centrales,
sino que también se desarrolla un nivel lingüístico específico que caracteriza
la mayor parte del texto. En este punto resulta también interesante una mirada
a las fuentes etnográficas de Döblin. Sorprende que los análisis de fuentes que
se han realizado hasta ahora de la trilogía del Amazonas no tuvieron en cuenta
justamente el texto que investigó y recopiló con el nombre de magia simpa-
tética cada uno de los fenómenos descritos en la primera escena de la novela
The Golden Bough de James George Frazer. La magia simpatética, aclara Frazer,
se basa en el supuesto de que “las cosas se actúan recíprocamente a distancia
mediante una atracción secreta, una simpatía oculta” (Frazer, 1956: 34). Aquí
distingue Frazer dos formas de magia simpatética: “Los encantamientos funda-
dos en la ley de semejanza pueden denominarse de magia imitativa u homeopá-
tica, y los basados sobre la ley de contacto o contagio podrán llamarse de magia
178 contaminante o contagiosa” (Frazer, 1956: 34).
Es justo ese acto mágico imitativo o mimético, como también lo deno-
mina Frazer, el que se reconoce en el apartado citado de la trilogía del Ama-
zonas que habla de las mujeres indígenas: “En particular, cuando una partida
de hombres ha salido a cazar o pelear”, explica Frazer, “es frecuente que sus
allegados hagan en casa ciertas cosas y se abstengan de hacer otras con el fin de
garantizar el éxito y la seguridad personal de los cazadores o guerreros ausen-
tes” (Frazer, 1956: 47). No asombra entonces descubrir que The Golden Bough
haya sido el modelo seguido por Döblin para su descripción de los indígenas.
Las evidencias que proporciona Frazer en torno a la magia mimética describen,
por ejemplo, al pueblo de los Huicholes en México. Allí, “mientras los hombres
estaban de viaje, las mujeres contribuían a la seguridad de los maridos ausentes
no andando nunca de prisa y mucho menos corriendo” (Frazer, 1956: 47). Es
justo esta influencia mimética de las mujeres sobre sus hombres ausentes (el
hecho de caminar despacio) la que describe Döblin en el primer párrafo ya
citado de la trilogía. En el mismo pueblo indígena de México, describe Frazer,
las mujeres practicaban un ritual que consistía en que “cada cual preparaba una
cuerda con tantos nudos como amantes tuvo” (Frazer, 1956: 48), mencionando
los nombres en voz alta y arrojándolos al fuego para aliviar a sus hombres. Justo

La trilogía del Amazonas en alemán se cita aquí con la sigla A; la traducción al español con la sigla Ae. Los
números romanos hacen referencia a los tres volúmenes: I. El país sin muerte, II. El tigre azul, III. La selva
nueva. Enseguida del número del volumen, se indica la página. Obra de referencia en alemán, Döblin
(1991). En español, Döblin (1995).

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en el siguiente párrafo de la trilogía del Amazonas Döblin describe cómo rea-


lizaban las mujeres precisamente ese ritual: “todas pronunciaron un nombre,
el de un hombre con quien habían tenido algo, otro que su hombre o que su
amado. Hicieron de la infidelidad un nudo, la encerraron allí” (Ae I, 15), sólo
que en este caso los nudos no son arrojados al fuego sino al riachuelo: “Lo que
acababan de hacer era aliviar a sus hombres” (Ae I, 15).
Döblin estaba entonces familiarizado con la teoría de la magia mimética
de Frazer. El concepto de mímesis como una forma de relación basada en la
semejanza (Frazer) tiene un papel importante no sólo en la primera escena de
la novela, sino durante el desarrollo de todo el texto; es precisamente a través
de la facultad mimética que se describe el mundo del Amazonas y sus habitan-
tes. En este sentido, también el mito de El país sin muerte18 enmarcado en la
trilogía, que da el nombre al primer volumen y con el cual termina el tercero,
está relacionado con la percepción mimética. Establecer una relación directa
entre constelaciones de estrellas y seres humanos –ejemplo central planteado
por Benjamin sobre la capacidad de percibir semejanzas no sensoriales19– tiene
aquí un papel central: “Mirad al cielo: el Can mayor se aproxima a la luna. La 179
devorará […] Y los hombres de piel oscura salían e iban remando hasta los lagos.
En el cielo, la estrella maligna, Jaguar, ya estaba pegada a la luna. Se reunieron
en las aldeas, agarraron los palos, promovieron mucho alboroto, golpetearon
vasijas, tambores y clamaron al cielo: ‘Oh gran padre, oh gran padre mío, ¿estás
bien?, ¿estás bien?’” (Ae I, 24 ss.). Este acontecimiento en el firmamento que
anunciaba la llegada de los europeos es interpretado por los indígenas como
mandato de abandonar su tierra y de marcharse al país sin muerte. Toda la
vida de las personas en el Amazonas está llena de relaciones miméticas con el
entorno. La capacidad de reconocer semejanzas, hacerse semejante, se limita
aquí no únicamente a la percepción de la naturaleza y las estrellas; semejanza
es realmente una característica de las personas mismas: “Su asombroso pare-
cido causaba perplejidad entre los blancos” (Ae I, 130). Asombroso parecido: la
postulada semejanza de los indígenas aquí parece ser más que la simple pers-
pectiva de “los blancos” que no logran distinguir los hombres “marrones” entre
sí. Semejanza es una característica propia de los indígenas.
Tal categoría de lo asombroso, que se mezcla en la perspectiva del con-
quistador europeo, hace referencia a la manera como se adapta también el

18 El mito del país sin muerte fue encontrado por Döblin en Métraux (1928). Allí se encuentra también la parte
esencial de este mito, la saga del Can mayor y la luna (Sperber, 1975: 76).
19 Benjamin –contrario a Döblin– no encontró inspiración de primera línea en fuentes etnológicas sino históricas
para su intervención sobre la astrología y pensamiento de semejanzas. Michael Opitz se remite en este contexto
a las lecturas de Benjamin de un estudio de Aby Warburg, que da cuenta del intento de una nueva datación
basada en la astrología del cumpleaños de Lutero en el siglo XVI. Ver: Opitz (2000: 26 ss.)

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reconocimiento del europeo a cualquier mundo que lo rodee. El asombro por el


mundo se vuelve la base para actuar personalmente de forma mimética (incluso
para Döblin, como lector, la fascinación sobre aquel “asombroso mar de ríos”
que encontró en los atlas de la Biblioteca fue el elemento ajeno que desenca-
denó su relación de resonancia con el material). También los soldados espa-
ñoles imitan a los indígenas, se hacen similares a esos extraños: “Observan a
los hombres marrones, cómo pescan y no hacen nada, cazan y no hacen nada,
duermen, comen, bailan, aman. Ven cómo realizan los preparativos para la
caza, se maravillan, los acompañan, luego los imitan” (Ae I, 190). Aquí aparece
entonces la posibilidad de otra historia en el trato con los extraños, otra forma
de relación con lo ajeno que no está basada en la conquista o sumisión, sino
bajo el trazo de una transformación mimética. Los soldados del conquistador
Nicolás de Federmann, mencionados también en la primera parte de la trilogía,
aprenden otra forma de percepción –que ya no está dominada por el afán de
poder y colonización– a partir de imitar a los indígenas:

Extrañas barbas penden de los árboles, grises y largas. Antes estas selvas se les
18 0
antojaban hechizadas, ahora intentan atrapar cantos de aves para saber cómo
va a ser el día, examinan las ramas y el suelo, y piensan y desean como indios.
La yerba trepadora hace singularmente floridas regiones enteras, desciende
formando guirnaldas entre la copa y la raíz, balanceándose hacia abajo: ¿qué
verán los oscuros en ellas?20 (Ae I, 194)

Los hombres [los soldados de Federmann, S.W.] siguen cantando las canciones
de los llanos, cuya letra ni ellos mismos entienden, les hacen burla por ellas,
pero es imposible quitarles esa manera de mirar y preguntar. Creen tener que
protegerse de los peligros mediante colores y signos, se pintan el pecho, los
brazos, las caderas, no se atreven a pintarse el rostro21. (Ae I, 196)

La imagen de las “extrañas barbas” –precisamente esta característica pro-


pia de los colonizadores blancos e imagen fija de las escenas del primer con-
tacto de la Conquista, también en la trilogía del Amazonas (Ae I, 30)– permite

20 Cita original: “Seltsame Bärte hängen von den Bäumen herab, grau und lang. Früher kamen ihnen diese Wälder
verwunschen vor, jetzt suchen sie Vogelrufe zu erhaschen, um zu wissen, wie der Tag wird, prüfen Äste und
den Boden und denken und wünschen indianisch. Das Klettergras macht ganze Gesenden sonderbar festlich,
schlingt sich in Girlanden zwischen Krone und Stamm und schaukelt herunter ­– was mögen die Dunklen in
ihnen sehen?” (A I, 173).
21 Cita original: “Die Leute [die Soldaten Federmanns, S. W.] singen noch Lieder aus den Llanos, deren Worte sie
nicht verstehen, man macht sie ihnen lächerlich, aber es ist unmöglich, ihnen die Art des Blickens und Fragens
zu entzie- hen. Sie glauben sich durch Farben vor Gefahren schützen zu müssen, be- malen sich Brust und Arme
und Hüften” (A I, 175).

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establecer una semejanza entre la selva y los colonizadores. La selva ya no es el


adversario: La “espesura, los zarzales y los matojos de lianas” (Ae I, 125) apare-
cen aquí “floridos” como “guirnaldas”. Aunque anteriormente durante el avance
de los europeos en la selva se explica: “La selva se quedó quieta, el cuchillo y el
asesinato hacían estragos en ella. Ellos golpeaban y estoqueaban, asesinaban y
estrangulaban, mataban y morían” (Ae I, 125); ahora el trato con el entorno es
caracterizado por una nueva “manera de mirar y preguntar”. “Descubrimiento:
[…] Sigifredo entiende de repente el idioma de las aves” (Döblin, 1928: 63),
escribió Döblin en su estudio de la filosof ía El yo sobre la naturaleza (1928).
Aquí son ahora los conquistadores europeos quienes intentan “atrapar cantos
de aves”. El cantar canciones “cuya letra ni ellos mismos entienden” revela una
vez más una lectura en el nivel mimético que se aleja de fines semióticos de
comprensión. Así, en el ensayo “La novela histórica y nosotros”, Döblin des-
cribe también la relación entre el escritor de la novela y el material bibliográ-
fico: “[El autor] está en un estado de entusiasmo que tiene un poco del estado
de Sigifredo en las canciones de los nibelungos, cuando prueba la sangre del
dragón: entiende el idioma de las aves” (Döblin, 1989a: 310). Para Döblin es 181
evidente que las relaciones miméticas de las personas en el Amazonas, descri-
tas en el nivel diegético en el texto, están directamente vinculadas con el modo
específico en que él ha leído las fuentes y se ha acercado a ellas. La míme-
sis como forma alternativa de percepción y de descubrimiento es considerada
una capacidad específica en el trato con lo ajeno22, una historia alternativa que
cuestiona la relación (de poder) entre lo reconocido y el agente que reconoce,
entre conquistado y conquistador. ¿Cuál es la relación entonces entre la capaci-
dad mimética como forma de trato con lo ajeno y el método poético de lectura
y escritura miméticas de Döblin?

E s c r i tur a m i m é ti c a
Resulta evidente la relación que existe entre la mímesis como capaci-
dad en el trato con lo ajeno, descrito en el nivel diegético de la novela, y el
modo de lectura de Döblin enfocado en la resonancia, si se tienen en cuenta
el modo específico de escritura, la estructura y el lenguaje del texto de Döblin.
Con respecto al concepto de mímesis, no sólo es importante el hecho de que
Döblin retoma a Frazer23; lo realmente interesante es la manera como Döblin

22 Véase, con el mismo título, el texto de Klaus R. Scherpe (1996) sobre el término de mímesis en el contexto de
teorías contemporáneas del contacto cultural.
23 El texto original de doce volúmenes de La rama dorada fue publicado en 1922 como edición abreviada, para
llegar a un círculo más grande de lectores, y en 1928 se publicó la traducción al alemán. Sólo hasta 1944 aparece
la primera edición en español. [N. de T.]

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hace referencia a él. A diferencia de Frazer, Döblin renuncia a cualquier tipo


de explicación o crítica sobre las formas miméticas de reconocimiento descri-
tas. La trilogía del Amazonas transforma en el nivel literario las críticas for-
muladas casi simultáneamente por Ludwig Wittgenstein al trabajo de Frazer, y
publicadas con el título Anotaciones a La rama dorada de Frazer (Bemerkungen
über Frazers Golden Bough). En La rama dorada Frazer desarrolló la tesis de
un “alto desarrollo del pensamiento mágico desde la religión hasta la ciencia”
(Frazer: 1033)24 mediante una gran cantidad de material bibliográfico. Este jui-
cio de Frazer –la explicación histórica– que percibe las intuiciones mágicas y
religiosas como equivocaciones es el centro de la crítica que hace Wittgenstein:
“La explicación histórica, la explicación como hipótesis del desarrollo, es sólo
una manera de resumir los datos, su sinopsis. Del mismo modo, es posible ver
los datos en su relación entre sí y resumirlos en una imagen general, sin hacerlo
en forma de hipótesis sobre el desarrollo temporal” (Wittgenstein, 1996: 419)25.
El texto de Döblin justo se resiste a tal reducción de lo mágico-mimético a una
práctica arcaica26. Allí no se comentan los acontecimientos, ni se crea una cone-
182 xión lógica entre los contenidos. El narrador que explica, el que en Frazer cuenta
con el poder de interpretación, está casi completamente ausente en el texto de
Amazonas. Aquí resulta evidente una vez más la relación de Döblin con las fuen-
tes etnográficas, leídas no como datos, sino como objeto de inspiración.
El orden lógico de la fuente etnográfica en la novela, sin embargo, no sólo
se pone en duda con respecto a su argumentación histórica. El orden lingüís-
tico presente en la trilogía del Amazonas se separa constantemente del orden
establecido de significante y significado. Esto empieza ya en el nivel gramati-
cal. El uso gramaticalmente incorrecto (uso vulgar) del como (wie)27 en la pri-
mera frase citada de la trilogía (“La anciana despertó cuando [como / wie en
el original alemán] el udu cantó”)28 muestra –como ya lo identificó Sperber al

24 Cita original: “Höherentwicklung des Denkens [...] von der Magie über die Religion zur Wissenschaft”.
25 Cita original: “Die historische Erklärung, die Erklärung als eine Hypothese der Entwicklung ist nur eine Art der
Zusammenfassung der Daten – ihrer Synopsis. Es ist ebensowohl möglich, die Daten in ihrer Beziehung zu
einander zu sehen und in ein allgemeines Bild zusammenzufassen, ohne es in Form einer Hypothese über die
zeitliche Entwicklung zu tun”.
26 Ya en Unser Dasein Döblin había formulado su crítica hacia la creencia de un desarrollo mayor del pensa-
miento, en el sentido de una evolución avanzada: “Es ist nur der Naivste, der an einen gradlinigen ‘Fortschritt’
in der Weltgeschichte glaubt” (Döblin, 1988 [1933]: 224). (“Sólo el más ingenuo cree en un 'desarrollo‘ lineal de
la historia del mundo.”)
27 El uso incorrecto del como se refiere específicamente a la versión en alemán. En la traducción al español de la
trilogía del Amazonas no es evidente el uso incorrecto. [N. de T.]
28 El uso del wie en alemán acá es un uso “vulgar” de sustitución de la proposición adverbial que corresponde
(de tiempo, de lugar, de forma) por el wie, que es la preposición que corresponde a como cuando se hace una
comparación, o más exactamente, un símil. Sobre esa base, el uso deliberado que hace Döblin del wie (grama-
ticalmente no aceptable en el lenguaje culto o literario) hace énfasis en la facultad de la palabra de establecer
semejanzas entre acciones simultáneas, es decir, de insinuar la relación mágica.

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comparar los diferentes manuscritos del texto–, no precisamente un descuido


lingüístico, sino que logra, más allá de la “preposición […] un universo en el que
existen personas tan sumergidas en la naturaleza que no logran diferenciarse de
ella, pero que se identifican de manera colectiva con ella” (Sperber, 1975: 155).
Sin embargo, Sperber no es muy exacto en el uso de la palabra identidad. La
anciana no es el pájaro udu, ella “despertó, como29 el udu cantó en el bosque”.
Aquí existe implícitamente una relación de semejanza; la relación mimética
entre las personas y el entorno del Amazonas se evoca de manera lingüística a
partir del uso “incorrecto” de reglas gramaticales.
El lenguaje de la novela se vale constantemente de procedimientos mimé-
ticos, y esto resulta evidente con el cambio de la función descriptiva del len-
guaje por un intento de semejanza en el nivel sensorial. Georg Bayerle formuló
en este sentido: “La primera escena de la novela de Döblin lleva a un mundo de
tropos […] El mundo de los signos adquiere un carácter extraño, ya que se cam-
bia por elementos acústicos o patrones ornamentales, y así parecen primero
efectos sensoriales, y no descripciones transparentes” (Bayerle, 2003: 133). En
la realidad, pareciera como si el carácter de referencia de los signos desapare- 18 3
ciera y abriera un espacio para una experiencia sensorial del mundo del Ama-
zonas: “el udu cantó en el bosque: tru, tru, udu, udu” (Ae I, 15). Basándose en un
nivel auditivo del lenguaje para evocar el mundo, el Amazonas en sí se vuelve
un espacio de otro idioma. No sólo se hace referencia al “habla” de los tambores
(Ae I, 38), al “croar de los sapos” (Ae I, 34) o al aullar de los monos, “Oh, oh,
ahó, ahá” (Ae I, 38). El modelo de una mímesis acústico-sensorial de lo ajeno
va seguido también de la excesiva cantidad de palabras extrañas, objetos, plan-
tas y lugares de toda la trilogía del Amazonas, que sin comentarios no serían
comprensibles para lectores europeos: “Los Apapocuva, Tanygua, Oguauiva
bajaron de las montañas de Mbaracayu, de las montañas Hieronymo, de las
montañas Araras […] su chamán se llamaba Nanderikini”30.
La ruptura lingüística con la referencia de significante-significado en la
trilogía del Amazonas va sin embargo más allá del nivel mimético-sensorial.
Las relaciones miméticas de los hombres del Amazonas con su entorno hacen
referencia también a otra función del lenguaje que se percibe en la renuncia
consciente de nombrar al otro: “Los de color viven entre millares de espe-
cies animales, que conocen y designan con nombres extraños, a algunas no
las nombran de ninguna manera, ya se sabe, comparten un secreto con ellas”

29 Aquí se hace traducción literal de la versión alemana para aclarar exactamente a lo que se refiere el autor. [N.
de T.]
30 Cita original: “Die Apapocuva, Tanygua, Oguauiva stiegen vom Gebirge Mbaracayu, vom Gebirge Hieronymo,
vom Gebirge Araras […] Ihr Medizinhäuptling hieß Nanderikini” (A III, 179 ss.).

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(Ae I, 186). La dimensión mágica del lenguaje –aquí a manera de prohibición de


designación o nombramiento– también se hace explícita en la novela durante el
ritual del chamán: “‘Ga – ga – ga’. Gritó tres veces ‘fedas’, tres veces ‘annes’, tres
veces ‘condei’. La gente gimió: ‘Houk, houk’”31. Esta cita ejemplifica una vez más
el método del texto.
El uso mágico del lenguaje no se limita aquí únicamente al nivel de conte-
nido. Repitiendo las palabras mágicas, el lenguaje de la trilogía entiende la invo-
cación mágica y se hace semejante al ritual mágico que describe. Esa relación
con el lenguaje que no se basa en la referencia o la representación es entonces
más que una fantasía exótica del mundo mágico-arcaico de los “primitivos”. “Ga
– ga – ga”: el intento por parecerse al mundo ajeno en el nivel mimético es un
elemento constitutivo propio del texto. La magia del ritual de hechicería no se
representa en la novela, sino que se imita lingüísticamente.
Cuando hago referencia aquí al nivel mágico del idioma de Döblin en rela-
ción con los ejemplos mencionados, me remito, por una parte, a la formulación de
Benjamin citada anteriormente; por otro lado, me interesa mencionar específica-
18 4 mente el paralelo evidente entre la poética de Döblin y el conocimiento etnográ-
fico contemporáneo, la teoría del “uso mágico del lenguaje”. Así, entonces, la teoría
de la palabra mágica (1935) de Bronislaw Malinowski sobre las islas Trobriand,
desarrollada casi simultáneamente y en el mismo contexto histórico de la trilo-
gía Amazonas, casi puede leerse como comentario analítico-textual del modo de
escritura de Döblin: “Si el traductor quisiera usar aquí los criterios comunes de la
gramática, la lógica y la concordancia, entonces la magia trobriandesa lo conduci-
ría irremediablemente a la confusión […] ¿De qué manera podemos entonces tra-
ducir tal laberinto de palabras que según el sentido común es un ‘sin sentido’, […] si
incluso las palabras normales se encuentran conectadas con otras palabras inser-
vibles y con nombres de lugares en una compleja estructura prosódica de carác-
ter mágico, y entendiendo que ellas serían incompresibles sin los comentarios
mitológicos y topográficos?” (Malinowski, 2000: 173)32. La eliminación del nivel
“semiótico” del lenguaje (Benjamin) puede observarse en diferentes apartados –e
incluso en la microestructura– del texto de Döblin. “Una peña llamada La Yerba”

31 Cita original: “‘Ga – ga – ga.’ Er schrie dreimal ‘fedas’, dreimal ‘annes’, dreimal ‘condei’. Die Leute heulten: ‘Houk,
houk’” (A III, 179 ss.). El III tomo de la trilogía no se encuentra disponible en español, por lo que las citas de este
tomo han sido traducidas. [N. de T.]
32 Cita original: “Wollte der Übersetzer hier die üblichen Kriterien der Grammatik, Logik und Folgerichtigkeit
anwenden, so würde die trobriansiche Magie ihn hoffnungslos in die Irre führen. […] Auf welche Weise können
wir also ein derartiges Wortgewirr, das dem gewöhnliches Sinn nach ‘bedeutungslos’ ist, übersetzen? […] selbst
die normalen Worte werden durch die Verbindung mit anderen, ungebräuchlichen […] und mit Ortsnamen, die
ohne mythologischen und topographischen Kommentar nicht verständlich sind, in eine komplexe, prosodische
Struktur eingebunden, die einen spezifischen magischen Charackter hat”.

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(Ae I, 15), escribe Döblin en el primer párrafo de la trilogía del Amazonas. Aquí
hay que preguntarse “¿qué significa llamarse?”33. Llamarse se refiere justamente a
la relación entre significante y significado, y sugiere así una concordancia fija entre
la representación y lo representado. “Una peña llamada La Yerba” evidencia –por
el contrario– otra dimensión del lenguaje, una dimensión tautológica (los signos
designan signos) que a su vez cuestiona las referencias y las representaciones, las
preguntas de identidad y diferencia34. Lo que aparece aquí en un micronivel des-
cribe la estructura de toda la trilogía: el texto hace tangible una función mimética,
no significativa del lenguaje. El Amazonas como flujo de signos representa precisa-
mente ese “proceso profundo” del que habla Döblin en relación con su propia lec-
tura y escritura. El Amazonas aparece como una corriente de significantes, como
una cascada de signos de lo ajeno:

Crecen exuberantes las palmeras, bambúes, heveas, helechos, lianas, el euca-


lipto, los bananos, los bosques de galería que acompañan a los ríos, los mangles
flotantes. (Ae I, 28)

El Amazonas, ese mundo extraño, no está presente a través del orden de 185
la representación; nace en la descripción excesiva y gracias al procesamiento
del material lingüístico de signos. El material de signos se vuelve así el lugar de
resonancia de la experiencia con lo ajeno. Los significantes, el “vehículo, esti-
mulante” (como dice Döblin) –el lenguaje como medio–, permiten ante todo
la resonancia de ese otro semiótico inalcanzable. En el modo de escritura de la
trilogía Amazonas se conectan los niveles de mímesis mágica y mediática des-
critos por Benjamin. El “mundo preobjetivo de conexiones y transformaciones
mágicas, de participación ‘extática’ al otro” (Voss, 2000: 48, 45 ss.)35, se encuen-
tra en el texto de Döblin justamente bajo la condición de “que la referencia
de lo ‘simbólico’ […] es destruida: esa –moderna y ahora determinante– capa
del lenguaje en la cual ‘sujetos’ y ‘estados’ se ubican, se identifican y ‘signifi-
can’” (Voss, 2000: 48, 45 ss.)36. La “paradójica relación de referencia de la poesía

33 Christiaan L. Hart Nibbrig (1994: 14) realza con esta formulación el interrogante que da el título a la antología.
34 La formulación hace alusión también a esa forma histórica del pensamiento de semejanza en la memoria, men-
cionado ya por Foucault en El orden de las cosas, en contraposición al pensamiento de la representación. Allí
menciona él la figura del pensamiento del aemulatio, la semejanza lejana, con una cita del alquimista Oswald
Crollius del siglo XVI: “Las estrellas son la matriz de todas las hierbas de la tierra y cada estrella del cielo es sólo
la prefiguración espiritual de una hierba, tal como la representa, de tal manera que cada hierba o planta es una
estrella terrestre que mira al cielo, del mismo modo que cada estrella es una planta celeste en forma espiritual”.
Citado en Michel Foucault (1968: 29). Ver también Menninghaus (1995: 72 ss.).
35 Cita original: “Die ‘vor-objektive Welt magischer Verbundungen und Verwandlungen ‘ekstatischer’ Teilnahme
an Anderem”.
36 Cita original: “daß die Referenz des ‘Symbolischen’ […] zerstört wird: jene – neuzeitlich beherrschend gewordene
– Schicht der Sprache, in welcher ‘Subjekte’ und ‘Gegenstände’ gesetzt, identifiziert und ‘bedeutet’ werden”.

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moderna” (Voss, 2000: 46)37, constatada aquí por Dietmar Voss en la escritura
de Döblin, remite justamente a un nivel mimético del lenguaje: “A través del
lenguaje poético somos conducidos a un mundo mágico, eróticamente impreg-
nado de correspondencias, semejanzas y metamorfosis” (Voss, 2000: 241)38.
Ahí entonces pierde también el autor su posición privilegiada como sujeto de la
escritura. Ya en La construcción de la obra épica (Der Bau des epischen Werks,
1928) Döblin se había referido al acto de la escritura como un acto de “hechi-
cería”: la “obra […] hechiza al yo […] el yo, el colaborador, pierde el papel de
guía con respecto a la obra, se pone máscaras, sufre su obra, baila alrededor
de ella” (Döblin, 1989b: 233)39. Escribir como ritual de hechicería del poeta: en
la poética de la mímesis de Döblin, la escritura se vuelve un proceso intran-
sitivo. Cuando la trilogía del Amazonas termina en el País sin Muerte con un
“baile sobre el mar”40, no se trata precisamente de la reaparición de una imagen
romántica en el mundo arcaico de los “primitivos”. La capacidad de una rela-
ción mágico-mimética con el mundo –denunciada por etnólogos como Frazer
como práctica atrasada y primitiva– se activa nuevamente en la trilogía del
18 6 Amazonas bajo las condiciones mediáticas de la modernidad, justo en el sen-
tido de Benjamin: transmitidas al “archivo del lenguaje”.
El principio fundamental de la poética de Döblin consiste en oponerse al
pensamiento de representación y al énfasis de la función constitutiva que tiene
el medio en procesos artísticos. Ya en 1910, y con el título Conversaciones con
Calipso (Gespräche mit Kalypso), Döblin publicó reflexiones artísticas y filosó-
ficas sobre “el salto mortal de la poesía”: “ni siquiera en máscaras puede filtrarse
la realidad pues la palabra, la sucesión de sílabas, no tiene nada en común con
lo que designa […] Así, el artista se ve obligado […] a renunciar a la realidad,
que le resulta muy poco densa, para captar en signos vacíos la exaltación de los
placeres” (Döblin,1980a: 86)41. Cuando desaparece cualquier tipo de relación de
referencia, quedan entonces sólo “signos, metáforas, es decir, un medio especí-
fico” (Schäffner, 1995: 98)42. Lo ajeno, la magia, la “exaltación de los placeres”
encuentran su lugar en el medio. Podría formularse, según el etnólogo Michael
Taussig, que el “hechizo de los significantes” le da expresión a un “entendimiento

37 Cita original: “paradoxe Referenzbeziehung moderner Dichtung”.


38 Cita original: “Durch die poetische Sprache werden wir hinausgetragen in eine magische, erotisch durchtränkte
Welt von Korrespondenzen, Ähnlichkeiten und Verwandlungen”.
39 Cita original: “Das ‘Werk’ […] verzaubert das Ich […] das Ich, der Mitarbeiter, verliert seine führende Haltung
gegenüber dem Werk, es legt Masken an, es erleidet sein Werk, es tanzt um sein Werk herum”.
40 Cita original: “Tanz über das Meer” (A III, 179).
41 Cita original: “nicht einmal in Masken kann die Wirklichkeit hier durchscheinen, denn das Wort, die Silbenver-
bindung hat nichts mit dem gemeinsam, das sie bezeichnet. […] So drängt es den Künstler […] der Wirklichkeit
zu entraten, die ihm zu dünn ist, im kahlen Zeichen die Überschwenglichkeit der Genüsse zu bannen”.
42 Cita original: “Zeichen, Metaphern, d.h. ein spezifisches Medium”.

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secular de lo maravilloso” (Taussig, 1997: 15, 34). El medio es entonces el lugar


en donde se experimenta la magia de lo ajeno. Taussig habla –refiriéndose a las
formulaciones de Benjamin– del “renacimiento de la facultad mimética a través
de la maquinaria mimética moderna” (1997: 241), y localiza así la “magia de la
mímesis” no únicamente en el lado de los “primitivos”, “extraños”, sino que la des-
cubre igualmente en el lado de la escritura etnográfica (Taussig, 1992: 149-182),
como en las técnicas mediáticas de reproducción de Occidente que intentan atra-
par “lo ajeno”. La escritura de Döblin puede ubicarse en este contexto. El punto
de partida y el estimulante de su antropología poética son la fuerza de fasci-
nación de imaginarios mediáticos de lo ajeno (los atlas y “maravillosas etnogra-
fías ilustradas” en la Biblioteca Nacional). La lectura de las fuentes bibliográficas
enfocada en la resonancia y no en la interpretación o explicación, se extiende al
nivel de la escritura. El procesamiento del material es también más importante en
el proceso de escritura que los “datos” etnológicos en sí. El lenguaje de Döblin se
aleja así no sólo en su materialidad acústica, sensorial, del nivel de la significación;
también, la acumulación excesiva de material de significantes, el juego con sig-
nificantes desconocidos, ajenos –para el lector europeo–, intenta una y otra vez 187
eliminar el orden de la representación; la relación de referencia entre significante
y significado. “Estáis hechizados, queridos compañeros, ¿no os dais cuenta?” (Ae
I, 67). El hechicero de los rituales miméticos del Amazonas ha migrado hasta el
lenguaje de la novela. Tanto para Döblin como para Benjamin, el medio del len-
guaje se vuelve el lugar de la facultad mimética en la modernidad. Así como una
“aparición fulminante de lo mágico –es decir de lo mimético– en el lugar de lo
no comunicable” (Weigel, 1997: 92)43, la evocación de Döblin de lo ajeno podría
leerse como ejemplo de una semejanza no sensorial.

Ilegibilidad de lo ajeno
La poética de Döblin y el rechazo a la definición de lo ajeno a partir de repre-
sentaciones o interpretaciones implican también un reto específico para el lec-
tor de la trilogía del Amazonas. Ya otros críticos de la novela han expresado
su irritación con la lectura del texto: “Lingüísticamente el libro es altamente
cuestionable. Esa forma trivial, coloquial, enredada de comunicación […] se
vuelve en algunos apartados completamente insoportable” (Eckestein, citado
en Schuster y Bode, 1973: 359)44. Efectivamente los ejemplos ya citados de la

43 Cita original: “blitzartige Erscheinung des Magischen bzw. Mimetischen, [welche] an die Stelle des Nicht-
Mitteilbaren getreten ist”. Con estas palabras resume Sigrid Weigel el pensamiento de Bejamin sobre la
semejanza no sensorial.
44 Cita original: “Sprachlich ist das Buch höchst anfechtbar, denn jene triviale, saloppe, verhedderte, aneckende
Ausdruckweise […] wird hier stellenweise völlig unerträglich”.

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trilogía del Amazonas permiten hablar de momentos de ilegibilidad del texto


de Döblin. Una lectura centrada en la representación o incluso en la interpreta-
ción de lo ajeno sería una lectura frustrada, fracasada. La enorme cantidad de
“sustancia”45 [Döblin], presentada a lo largo de cientos de páginas en la volumi-
nosa trilogía, resulta casi imposible de ubicar en un orden lógico y con sentido.
El propio lenguaje del texto también se opone de manera sistemática al orden
semiótico de la designación. Al lector de la trilogía no le queda más que recibir
la novela –de la misma manera como lo hizo Döblin con sus fuentes– como una
forma de estímulo, como evocación lingüística de un mundo ajeno.
La poética del texto consiste precisamente en evocar la ilegibilidad de una
cultura ajena en el texto, ajenizarlo de tal manera que pone en duda fundamen-
tal el orden europeo del conocimiento y de los signos. La antropología poética
de Döblin se destaca entonces con ese método mimético de hacerse semejante,
presente también en Benjamin, como una forma no jerárquica de percepción y
de reconocimiento. La facultad mimética se opone a la etnograf ía como lectura
interpretativa o escritura explicativa. Ilegibilidad es entonces en Alfred Döblin
18 8 un modelo estético-político, un contraproyecto respecto a los estándares etno-
lógicos de explicación o interpretación y a las formas exóticas de designación
de lo ajeno en la modernidad.
Retomando nuevamente la formulación de cultura como texto, punto de
partida de estas reflexiones, se puede constatar que ésa no es la base del proceso
etnográfico en el texto de Döblin. El texto no permite una lectura hermenéutica
de un sistema ajeno de significados. Al contrario, el texto ilegible en muchos
apartados expresa la ilegibilidad de una cultura ajena. Una y otra vez el texto
hace referencia a su propio carácter mediático. Los significantes indescifrables,
los nombres ajenos, los sonidos y ritmos re-creados lingüísticamente, e incluso
los “errores” gramaticales, están siempre enfocados en el medio del texto; su
dimensión concreta y material de significantes a partir de letras o fonemas.
Esta referencia del texto a su propio estatus mediático evidencia también el
carácter mediático de la cultura y, por lo tanto, de cada contacto cultural. Lo
anterior podría entenderse como una exigencia a las etnograf ías actuales y al
programa de estudios literarios como ciencia cultural. El discurso de cultura
como texto es convincente mientras la discusión se limite a procedimientos de
lectura semiótico-hermenéuticos. Más que eso, hay que reconocer la mediali-
dad y la condicionalidad del texto cultural en sí, y por lo tanto la medialidad
específica e intraducible de la cultura. .

45 En el original, “Stoffmasse”.

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DE LA ILEGIBILIDAD DE LO A JENO | SVEN WERKMEISTER

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E N T R E F I L OL O GÍ A Y A N T ROP OL O GÍ A :
F E R NA N D O ORT I Z Y E L DÍ A DE L A R A Z A
Anke Birkenmaier*
abirkenm@indiana.edu
Universidad de Indiana, Bloomington, Estados Unidos

R e s u m e n Este artículo estudia la crítica de Fernando Ortiz de


la fiesta del Día de la Raza como un ejemplo de su compromiso
con asuntos centrales para la discusión antropológica
internacional del período de entreguerras (1918-1945), en
particular la redefinición de los conceptos de raza y cultura. 193
Demuestra que Ortiz dejó de definir la cultura latinoamericana
con base en la filología formulando un concepto antropológico
de cultura con énfasis en procesos de transculturación y la crítica
de ideologías.

PAL AB R A S C L AVE:

Fernando Ortiz, transculturación, filología, antropología, ensayo


latinoamericano.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.08

* Ph.D. Latin American Literature, Yale University, Connecticut. Estados Unidos.

Artículo recibido: 29 de enero de 2012 | aceptado: 13 de julio de 2012 | modificado: 17 de septiembre de 2012
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Between philology and Entre filologia e antropologia:


anthropology: Fernando Ortiz Fernando Ortiz e o Dia da raça
and "Día de la Raza"
RESUMO Este artigo estuda a crítica de
A B S T R AC T This article studies Fernando Fernando Ortiz sobre o Dia da Raça como
Ortiz’s critique of the Día de la Raza as an exemplo de seu engajamento em questões
example of his engagement with issues centrais na discussão antropológica
19 4 central to the international anthropological internacional do período entre as guerras
discussion of the interwar period (1918-1945), (1918-1945), em especial, o repensar raça
notably the rethinking of race and culture. It e cultura. Argumenta que se afastou da
argues that Ortiz moved away from defining definição de cultura latino-americana
Latin American culture based on philology baseada na filologia e se aproximou de
toward an anthropological concept of um conceito antropológico de cultura
culture with an emphasis on transculturation enfatizando processos de transculturação e
processes and the critique of ideologies. a crítica às ideologias.

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

Fernando Ortiz, Transculturation, Philology, Fernando Ortiz, transculturação, filologia,


Anthropology, Latin American Essay. antropologia, ensaio latino-americano.

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F E R NA N D O ORT I Z Y E L DÍ A DE L A R A Z A

S
Anke Birkenmaier

olemos leer a Fernando Ortiz por su obra maestra Con-


trapunteo cubano del tabaco y el azúcar, como uno de los mejores ensayistas
latinoamericanos del siglo XX, y como fundador de la teoría de la transcultu-
ración, discutida, refutada y retomada repetidas veces por críticos literarios
y culturales tales como Ángel Rama, Néstor García Canclini y Mary Louise 195
Pratt1. En lo que sigue me interesa leer a Ortiz no tanto como intelectual y ensa-
yista, sino como fundador de la disciplina que llegó a representar, sobre todo,
la antropología. Es decir, me interesa Ortiz menos como el erudito de conoci-
miento universal que sin duda también fue, que como hombre de instituciones
y creador de una disciplina académica con su método y lenguaje propios. Este
giro antropológico no es único de Ortiz ni de Cuba, por cierto, sino que ocurrió
en el ambiente cultural y académico latinoamericano de entreguerras con sus
intensos conflictos políticos sobre el racismo y la tradición hispánica. Surgió
entonces en la ciencia y en la literatura una nueva preocupación por la cultura

1 Llamado por Juan Marinello el “tercer descubridor de Cuba”, después de Cristóbal Colón y Alexander von
Humboldt, por su labor científica amplia sobre la cultura cubana, Fernando Ortiz (1881-1969) cursó derecho
en España y estudió luego criminología en Italia con Cesare Lombroso. Publicó en 1906 su primer libro de
antropología, con prólogo de Lombroso: Los negros brujos (apuntes para un estudio de etnología criminal).
Fue miembro y a veces fundador de las más importantes instituciones culturales de la época republicana en
Cuba, entre ellas la Sociedad Económica de Amigos del País, la Sociedad del Folklore Cubano, la Institución
Hispano-Cubana y la Sociedad de Estudios Afro-Cubanos, y editor de revistas importantes, como también de
la Colección de Libros Cubanos.
Ortiz desarrolló el concepto de la transculturación en su Contrapunteo cubano (de 1940) para hablar del
contacto forzado entre indígenas, europeos y africanos, cuyo resultado fue la sociedad cubana. Lo define en
contraposición al concepto de aculturación del antropólogo estadounidense Melville Herskovits: “Entendemos
que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a
otra, porque éste no consiste solamente en adquirir una distinta cultura, que es lo que en rigor indica la voz
anglo-americana aculturation, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de
una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y, además, significa la consiguiente
creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse de neoculturación” (Ortiz, 1999: 83).

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en cuanto entidad histórica y social, que llegó a ser mejor representada en la


antropología2. Si bien antes fueron la filología y la literatura los discursos domi-
nantes en la afirmación de la identidad cultural, me gustaría mostrar que en la
carrera de Ortiz se puede ver cómo a lo largo de dos décadas la filología perdió
su autoridad frente a la antropología.
En los años 1920 Ortiz pasa de ser un antropólogo entrenado en el análisis
criminológico de la raza a un defensor de la cultura afrocubana en diálogo con
las pautas de Franz Boas, Melville Herskovits y Bronislaw Malinowski. Por otra
parte, también se distancia Ortiz en estos años de la filología española y de sus
adeptos ensayistas latinoamericanos. La crítica de Ortiz al “Día de la Raza” será
el caso que nos servirá para apuntalar el viraje paradigmático de la filología a la
antropología como ciencia de la cultura.
Para entender la oposición de Ortiz al Día de la Raza hace falta primero
enterarnos de su corta historia. En América Latina, el nombre popular para el 12
de octubre es hasta hoy “Día de la Raza”; en España fue durante el Franquismo
“Día de la Hispanidad”, cambiado en 1987 a “Fiesta Nacional de España”; en
19 6 Estados Unidos es “Columbus Day”. Es la única fiesta secular compartida entre
las Américas del norte y el sur, donde los puertorriqueños y el resto de la comu-
nidad latina en Estados Unidos celebran una “raza” que definitivamente no es
anglosajona. Aunque sea omnipresente hoy en día, fue sólo en 1937 cuando
Franklin D. Roosevelt convirtió Columbus Day en una fiesta federal. Antes de
ello, había sido la ola de inmigración italiana la que desde el fin del siglo XIX
celebraba y promocionaba ese día. En España y en los países hispanoamerica-
nos independizados recientemente, la figura de Colón se celebró desde media-
dos del siglo XIX, después de que Washington Irving escribiera su famosa bio-
graf ía, e irrumpiera lo que Juan Valera llamó la “moda de las exposiciones y
de los centenarios”3. Fue sólo a partir de 1892 que la Unión Iberoamericana,
encargada de apoyar la comunidad española en el extranjero y fortalecer la pre-
sencia cultural de España en los países hispanoamericanos, insistió en que se
continuara celebrando oficialmente el descubrimiento de América por Colón.
Podemos suponer que el declive imperial de España, el patriotismo de las
nuevas naciones hispanoamericanas y el intervencionismo de Estados Unidos
en las Américas incidieron sobre la creciente popularidad de las celebraciones

2 Como ha argumentado Roberto González Echevarría en su libro Mito y archivo, para los escritores latinoame-
ricanos la antropología llegó a ser a partir de los años 1920 un discurso científico hegemónico apropiado por
ellos sistemáticamente, y desplazó la biología y las ciencias naturales como ciencias hegemónicas en el siglo XIX
(González Echevarría, 2000: 197-253).
3 Para más información sobre aquella moda de las celebraciones, que culminaron respectivamente en 1892 y
1893 en la World Columbian Exposition de Chicago y en España con un simposio de un año, véase el instructivo
libro de Miguel Rodríguez (2004) Celebración de la “raza”. Una historia comparativa del 12 de octubre.

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del 12 de octubre a principios del siglo XX. También incidió la Gran Guerra
de 1914-1918, que en el norte y el sur del hemisferio se percibió como un con-
flicto sobre los valores humanitarios. Como escribe Ilan Rachum, en Uruguay,
se decía que “la América libre, humanitaria y pacífica” debía servir de ejemplo
al mundo entero. También en Estados Unidos, las celebraciones de Columbus
Day crecieron hasta proporciones inauditas en 1918. Muchos países hispa-
noamericanos adoptaron la fiesta del “Día de la Raza”, entre ellos, Argentina en
1917, Venezuela en 1921, Chile y Cuba en 1922, y en 1928 México. En España
se inició en 1913, cuando se celebró el Día de la Raza bajo este nombre, con-
virtiéndose en fiesta nacional en 1918 (Rachum, 2004: 63-68). No quedaba del
todo claro a qué raza se refería la fiesta en estos países. Podía referirse a per-
sonas de ascendencia “española” (es decir, ibérica), o sino a las comunidades
indígenas andinas, o al mestizaje de indígenas y españoles que tan dominante
se había hecho en la ideología nacional mexicana, por ejemplo. En palabras de
Michel-Rolph Trouillot, el Día de la Raza se convirtió en un “día para nosotros,
en cuanto etnicidad construida como sea” (Trouillot, 1995: 136). Sin embargo,
si nos fijamos en los discursos y ensayos escritos en su ocasión, es notable la 197
popularidad de esta fiesta nacional entre los ensayistas y filólogos hispanoa-
mericanos, mientras que a su vez es denunciada como perentoria por Ortiz.
Si bien el Día de la Raza significaba para todos una celebración de la propia
nación, así como de la cultura hispánica, para Ortiz llegó a significar una falta
de conciencia sobre las diferencias culturales e históricas entre España y Lati-
noamérica. Para Ortiz, contrario a casi todos los ensayistas de su generación,
celebrar las culturas latinoamericanas estaba en contradicción abierta con la
noción misma de la “raza”, asociada a la vez con el paternalismo español y el
racismo científico.
Ortiz se encontraba en ello en sintonía a la vez con las últimas tendencias
en las ciencias sociales y con los escritores de las vanguardias latinoamericanas.
Como muestra George Stocking, en el ámbito de las ciencias sociales interna-
cionales ocurrió a principios del siglo XX un cambio en la noción de raza y de
cultura que le dio un nuevo giro también a la antropología. Mientras que en
el siglo XIX prevalecían, en la estela de las publicaciones de Charles Darwin,
estudios sobre la biología evolucionista y el determinismo racial, con la obra de
Franz Boas, en Estados Unidos, empezó a imponerse el estudio de las culturas
en plural. Para Stocking, esto se expresó en un cambio semántico importante:
la “cultura” ya no se asociaba con un objetivo, como algo que se puede lograr
mediante la educación y el cultivo de ciertos conocimientos y poder de dis-
tinción. En vez de ello, se entendió ahora como una serie de prácticas y hábi-
tos inherentes a todas las sociedades humanas (Stocking, 1982: 195-233). Esta

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nueva noción de cultura tuvo también su impacto entre las vanguardias litera-
rias, fascinadas por las estéticas desconocidas de África, exhibidas, por ejem-
plo, en el Museo antropológico de Trocadero. En América Latina también, los
escritores cercanos a la vanguardia (Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias,
Osvaldo de Andrade, José Carlos Mariátegui), así como los escritores regiona-
listas de la llamada novela de la tierra (José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos),
estaban fascinados con las culturas “primitivas” de América investigadas por
los antropólogos, e incorporaron mitos y leyendas folclóricas en sus reflexiones
y escritos literarios.
Otros intelectuales hispanoamericanos, sin embargo, se mostraron más
distanciados de las culturas indígenas y “primitivas”, entre ellos Rubén Darío,
Manuel Gálvez, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos. Preocupados por
la creciente influencia estadounidense sobre el hemisferio, abogaron a favor
de una alianza entre los pueblos latinos en nombre de una lengua y cultura
compartidas. En este contexto, como dijo Henríquez Ureña en un discurso pro-
nunciado en 1934 en La Plata, para la mayoría de la gente, “raza” simplemente
19 8 sonaba mejor que “cultura”:

El vocablo raza, a pesar de su flagrante inexactitud, ha adquirido para nosotros


valor convencional, que las festividades del 12 de octubre ayudan a cargar de
contenidos de sentimiento y emoción. El Día de la Raza bien podría llamarse
el Día de la Cultura Hispánica, porque eso es lo que en suma representa; pero
sería inútil proponer semejante sustitución, porque el vocablo cultura, en el
significado que hoy tiene dentro del lenguaje técnico de la sociología y de la
historia, no despierta en el oyente la resonancia afectiva que la costumbre da
al vocablo raza. (Henríquez Ureña 1998: 320)

Henríquez Ureña alude a la discusión española sobre la nueva fiesta


nacional. En España, Ramiro de Maeztu, intelectual católico y monárquico,
había argumentado en 1931 que mejor que “raza”, “Hispanidad” representaba
lo que caracterizaba la cultura española e hispanoamericana, una cultura
definida no tanto por el color de la piel de sus miembros, sino por “el habla
y el credo” (Maeztu, 1931: 8)4. Si bien, para Maeztu, “raza” se asociaba con
las diferencias étnicas y biológicas entre grupos sociales, para Henríquez
Ureña, por lo visto, “raza” era la palabra más castiza, y su sentido garanti-

4 Maeztu publicó su idea de la Hispanidad en el primer número de la revista ultraconservadora Acción Española.
Esta idea de hispanidad, asociada con el catolicismo y la lengua, luego formó el meollo de la ideología fran-
quista de la hispanidad. En efecto, a partir de 1939 el 12 de octubre fue celebrado como “Día de la Hispanidad”
en España, aunque la ley que oficialmente declaró al 12 de octubre Día de la Hispanidad en España se promulgó
solamente en 1958.

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zado por la continuidad de la lengua. La misma tensión que lleva a Maeztu


a juzgar la palabra “raza” como inapropiada, por ser demasiado asociada
con características puramente biológicas, lleva a Henríquez Ureña a dejar
de lado la palabra “cultura”, por ser demasiado técnica o sociológica. Vemos
que el punto de referencia ha cambiado aun dentro del mismo campo de la
filología española, siendo una vez la biología, otra la sociología. En ambos
casos, los filólogos se empeñan en tomar distancia de las ciencias que consi-
deran opuestas a su propia aproximación, pero en un caso se distancian de la
noción de raza, en el otro la afirman5.
El hispanoamericanismo de Henríquez Ureña y de su generación se
basaba en una noción universal de cultura pensada como la culminación de la
evolución humana, encarnada en las artes y la literatura. La lengua en particu-
lar se convirtió en campo de batalla ideológica sobre las influencias indígenas,
africanas o españolas del español hablado en las Américas6. Henríquez Ureña
argumentó en sus escritos sobre lingüística que las lenguas indígenas habían
cedido al español casi de manera natural, y que las influencias africanas nunca
habían penetrado el español lo suficiente como para dejar un impacto dura- 19 9
dero7. Lo que garantizaba la continuidad de las culturas americanas era la len-
gua española, y no la mezcla racial o cultural. Incluso, el mestizaje durante la
colonización española había hecho más humanas las culturas hispanoamerica-
nas, en comparación con sus vecinos angloamericanos del norte. En el mismo
ensayo sobre “Raza y cultura hispánica” Henríquez Ureña escribe:

Su amplio sentido humano la llevó [a España] a convivir y a fundirse con las razas
vencidas, formando así estas vastas poblaciones mezcladas, que son el escándalo
de todos los snobs de la Tierra, de todos los devotos de la falsa ciencia o de la
literatura superficial pero que para el hombre de Mirada Honda son el ejemplo
vivo de cómo puede resolverse pacíficamente, cristianamente, en la realidad, el
conflicto de las diferencias de raza y de origen. (Henríquez Ureña, 1998: 323)

5 Como escribe Arcadio Díaz Quiñones, en otros escritos Henríquez Ureña se muestra crítico de la noción de raza
y afirma que en República Dominicana no hay prejuicio racial como en Cuba, por ejemplo. Define la cultura
como “determinada de modo principal por la comunidad del idioma”, y como tal está de acuerdo con Ortiz con
que “la cultura tenía que suplantar la raza” (Díaz Quiñones, 2006: 241). Ambos tienen en común su rechazo
a las interpretaciones deterministas del desarrollo histórico de las Américas con base en las “razas” presentes
en ellas. Sin embargo, se distinguen en su interpretación de las culturas del Caribe, como muestra también
Díaz Quiñones (2006: 241-43). Para Henríquez Ureña, las culturas africanas no aportaron nada significativo a
la cultura caribeña, que sería fundamentalmente hispánica; para Ortiz, al contrario, la cultura cubana sólo se
entiende como resultado de la transculturación ocurrida entre culturas europeas y africanas.
6 Aludo aquí al libro editado por José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman (2004) sobre La batalla del idioma,
donde se analizan las políticas lingüísticas de filólogos españoles y latinoamericanos del siglo XIX.
7 Véase el excelente análisis de Juan Valdez (2011) de las publicaciones lingüísticas de Henríquez Ureña y de su
función en la construcción de un imaginario “blanco” dominicano, en su libro Tracing Dominican Identity. The
Writings of Pedro Henríquez Ureña.

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Aquí, de nuevo, Henríquez Ureña expresa su desprecio por las “falsas


ciencias” que estudian la composición étnica de las sociedades latinoamerica-
nas. Alude, por supuesto, no tanto a la antropología como tal sino a las teorías
racistas de escritores decimonónicos, tales como el conde de Gobineau y Louis
Agassiz, los cuales afirmaban que sólo las razas “puras” eran capaces de alcan-
zar un desarrollo cultural y económico avanzado8. La opción filológica de Hen-
ríquez Ureña se debía en parte a esta alternativa: mientras que los científicos
se habían equivocado al argumentar a base de hechos empíricos, tales como
la mezcla racial, los filólogos tenían una base empírica mucho más precisa en
la lengua. La herencia del Imperio español en las Américas era haber dejado
una lengua que unificaba a los grupos diversos que habían formado una gran
comunidad gracias a ella.
No todos optaban como Henríquez Ureña por la lengua como factor deci-
sivo del hispanoamericanismo, pero su rechazo a las definiciones científicas de
raza y a la vez la insistencia sobre la connotación afectiva de “raza” eran comunes
entre los intelectuales de su generación. Como Henríquez Ureña, Alfonso Reyes
200 defendió una aproximación a la cultura mexicana e hispanoamericana basada en
el estudio de los textos tempranos escritos sobre América. En su conocido ensayo
“Visión de Anáhuac”, la continuidad histórica de la “raza” mexicana es derivada
de la contemplación de la geografía, tal como aparece en las crónicas y los relatos
de viaje, y en la poesía indígena prehispánica. Según Reyes,

Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (y no soy de los que
sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera fío
demasiado en perpetuaciones de la española), nos une con la raza de ayer, sin
hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza
brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también
la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo
objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engen-
dra un alma común. (Reyes, 2004: 37)

8 En su libro Discours sur l’inégalité des races humaines (1853-55), Arthur Joseph de Gobineau (1816-1882)
presentó su teoría: las tres razas principales en el mundo, la blanca, la negra y la amarilla, tenían características
fijas que indicaban que la raza blanca, y sobre todo la aria, era superior a las demás. Gobineau condenaba la
mezcla de razas como lo que iba a llevar a la decadencia de la raza humana en general. Si bien fue condenada
por su falta de seriedad científica, la teoría de Gobineau provocó importantes respuestas, tales como el libro,
fundamental para la antropología haitiana, del autor haitiano Anténor Firmin, De l’égalité des races humaines
(1885). El racismo científico de Houston Chamberlain en Inglaterra y el de la ideología nazi en Alemania tam-
bién se inspiraba en Gobineau. El paleontólogo suizo y profesor de Harvard Louis Agassiz (1807-1873) también
defendió en varias obras la llamada “teoría poligenista”, que suponía que tanto las razas de animales como las
humanas tenían características fijas y orígenes diversos en diferentes partes del mundo. Todas ellas habían sido
creadas por Dios.

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Reyes usa, como Henríquez Ureña, “raza” en el sentido de “cultura”,


haciendo énfasis sobre la interacción del hombre antiguo y moderno con su
entorno. A diferencia de Henríquez Ureña, no le interesa tanto la herencia
española sino más bien la interacción del hombre con su entorno. De esta
manera, construye otra salida que le permite mantenerse a igual distan-
cia con la filología española y las ciencias antropológicas que estudian al
mundo indígena. El hombre en relación con la geograf ía puede ser cual-
quiera: indígena, blanco o africano.
El ensayo controversial de José Vasconcelos La raza cósmica (de 1925)
es quizás el ejemplo más notorio de un argumento que hace referencia a las
teorías científicas de raza sólo para descartarlas luego. Para Vasconcelos el
problema no es tanto el del racismo científico, sino que los científicos se
pierden en discusiones especializadas sobre determinados objetos de análi-
sis, y que hace falta un “salto espiritual” para sintetizar y crear una visión de
la vida de las civilizaciones. Para Vasconcelos el hecho del mestizaje racial
en América Latina es un precedente para la gran era “estética” que reem-
plazará la edad materialista y positivista del tardío siglo XIX. Se ve que él 201
mismo se vio obligado a precisar más esta visión. En su prólogo de 1948 a la
nueva edición de La raza cósmica Vasconcelos menciona en particular las
teorías científicas de Darwin, Leclerc du Sablon, du Noüy, Gobineau y Her-
bert Spencer, argumentando que de todos modos, el mestizaje de razas es
una tendencia global irreversible: “Incluso las mezclas raciales más contra-
dictorias pueden tener resultados beneficiosos siempre y cuando un factor
espiritual contribuya a elevarlas” (Vasconcelos, 1997: 5). Esta visión espiritual
de una “raza cósmica” hispanoamericana había sido garantizada en el pasado
por la fe cristiana; y a falta de ésta en el futuro, lo iba a ser por la militancia
de la Unesco contra la discriminación racial9.
Para Henríquez Ureña, Reyes y Vasconcelos, el horizonte de su reflexión
era Hispanoamérica, una entidad cultural fundamentalmente delimitada por
la lengua, la literatura y las artes españolas, es decir, la alta cultura. De ahí que
la filología, así como la arqueología y la historia del arte, eran cruciales para
reclamar la existencia de Hispanoamérica en cuanto cultura propia. Entendie-
ron la “raza” como concepto cultural, y no como concepto biológico, derivando
su sentido de la historia española del término. Por razones obvias, la estrecha
vinculación entre lengua y cultura recibió apoyo por parte de los intelectuales
de la generación del 98 en España, siempre interesados en proclamar a España

9 Para un resumen y comentario sobre las actividades de la Unesco contra el racismo, en los años inmediata-
mente siguientes al final de la Segunda Guerra Mundial, véase el ensayo de Marcos Chor Maio, “Abrindo a
‘caixa-preta’: o projeto Unesco de relacões raciais” (2004).

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como imperio, si no político, al menos cultural. Filólogos y escritores como


Ramón Menéndez Pidal, Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset estaban
empeñados justo en construir en las primeras décadas del siglo XX una ideolo-
gía lingüística según la cual la lengua española era la huella más visible y natural
de la continuidad cultural española a ambos lados del Atlántico (Del Valle y
Gabriel-Stheeman, 2004).
Son conocidos los lazos de la primera antropología con el colonialismo, y
no es de sorprender que por mucho tiempo esta ciencia europea fuera obser-
vada con sospecha por los intelectuales latinoamericanos10. En 1891 José Martí,
en su famoso artículo “Nuestra América”, había distinguido entre las “razas
de librería” y el hombre natural. Para él, el hombre natural era el nacido en
América de cualquier color de piel, mientras que las razas de librería eran pro-
ductos de teorías separadas del contexto americano. Martí tuvo la idea de que
era preciso adquirir conocimiento local, no sólo de la lengua –como lo había
formulado antes Andrés Bello– sino de los diferentes grupos étnicos, de sus
capacidades y las jerarquías sociales en las que habían vivido11. Esta opción se
202 había desperdiciado en el pasado:

Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre, y la frente
de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco pari-
siense, el chaquetón de Norte-América y la montera de España. […] El genio
hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento
de los fundadores, la vincha y la toga; –en desestancar al indio, en ir haciendo
lado al negro suficiente–, en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron
y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el preben-
dado. (Martí, 1992b: 484-85)

Decisivos para la formación de las nuevas naciones americanas no eran,


según Martí, los cuerpos, sino los vestidos; no las razas, sino las nuevas jerar-
quías sociales y nacionales. En el nuevo teatro de las naciones americanas, sin
embargo, la nacionalidad llegaría a reemplazar el color de la piel: “En Cuba
no hay temor alguno a la guerra de razas. Hombre es más que blanco, más
que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que
negro” (Martí, 1992a: 206). Es decir que para Martí la raza era un concepto
algo desafortunado que en el futuro, con la integración de las naciones lati-

10 Sobre los efectos del colonialismo en las ciencias de la cultura en el siglo XIX, véase el libro de Robert Young
Colonial Desire. Hybridity in Theory, Culture and Race (1995).
11 Me refiero a la conocida Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847) de
Andrés Bello, donde éste se declara a favor de preservar una sola lengua entre los pueblos americanos, eso sí,
reconociendo “lo que es peculiar de los americanos” (citado en Del Valle y Gabriel-Stheeman, 2004: 76).

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noamericanas a su verdadera “naturaleza”, iba a desaparecer. La ciencia iba


a ser una ciencia “americana” y no de la raza, y el sentido de nacionalidad iba a
ser forjado mediante el conocimiento del país, enseñado en una “universidad
americana”. Desde la perspectiva de Martí, había que relegar la raza a las cate-
gorías artificiales impuestas desde afuera.
En Cuba, más que en ningún otro país latinoamericano, la igualdad racial
y el ninguneo de la raza se convirtió así en un mito nacional. Como relata
Fernando Ortiz en su ensayo “Martí y las razas”, la independencia cubana se
asoció a la vez con los chistes racistas y con una ciudadanía que en su cons-
titución ignoraba las razas. Eso no significaba, sin embargo, que no hubiera
habido tensiones sobre cómo integrar mejor las razas en Cuba. El mismo
Ortiz aplicó en su primer libro, Los negros brujos, una perspectiva criminoló-
gica al estudio de los afrocubanos. Como ha estudiado Alejandra Bronfman
(2004), hubo al lado de Ortiz toda una rama eugenésica de la antropología en
Cuba que abogaba por medidas de “higiene racial”. En los primeros años de la
República también se formaron sociedades políticas exclusivamente abiertas
a cubanos de color, hecho que impulsó una guerra racial en 190912. 203
A pesar de estas tensiones evidentes, fue introducido en 1922 en Cuba el
Día de la Raza como fiesta nacional. La noción de “raza latina” fue usada en la
prensa de una manera deliberadamente no científica, quizás para evitar entrar en
polémicas. Alejandro de la Fuente escribe al respecto: “Despite its contestation
and creativity, the new nationalist discourse was still framed in the language of
‘race’. Cuban intellectuals denied that some races were naturally inferior and shif-
ted their emphasis from biology and heredity to culture, climate, and history, but
they seldom argued about the concept of race itself” (Fuente, 2001: 178).
Ortiz fue el único intelectual y antropólogo latinoamericano que cues-
tionó desde el principio el nombre mismo del Día de la Raza. También fue
el único que movilizó, en vez de ello, el concepto de cultura. Lo hizo refi-
riéndose a otros antropólogos en Estados Unidos y Europa, tales como Franz
Boas y Paul Rivet, quienes se habían distanciado de los estudios deterministas
de la raza. Pero el contexto de Ortiz es particular, ya que no sólo estaba al
tanto de las corrientes más recientes de la antropología internacional sino
que también había batallado en varias publicaciones de la década de 1910
contra los filólogos españoles panhispanistas. Las negociaciones de Ortiz con
estos filólogos son instructivas para comprender la dinámica particular entre
antropólogos y filólogos en Latinoamérica.

12 Sobre el racismo y las ciencias sociales en la Cuba republicana, véanse los libros Measures of Equality. Social
Science, Citizenship, and Race in Cuba, 1902-1940 de Bronfman y A Nation for All: Race, Inequality, and Politics
In Twentieth-Century Cuba de Alejandro de la Fuente.

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O r t i z, fi ló lo go : e l a r g ument o cont ra el
p a n h ispa ni sm o
Fue desde su libro La reconquista de América. Reflexiones sobre el panhispa-
nismo (1910) que Ortiz expresó su aversión contra el término raza. Se dirigió
en particular contra el intelectual Rafael Altamira, quien había visitado Cuba
y otros países hispanoamericanos dando conferencias sobre la comunidad
de “raza” entre España e Hispanoamérica. Para Ortiz se trataba en ello de
nociones sobre cultura y panhispanismo derivadas de corrientes europeas,
tales como los movimientos pangermánicos y paneslavos que además hacían
frecuentes referencias a las obras de conocidos evolucionistas, tales como
Gobineau, Lapouge, Ammon, y otros, que ciertamente no tenían una opi-
nión favorable de la “raza latina”. Como argumentaba Ortiz, ni siquiera en
España había pureza de raza, a causa de la presencia fuerte de las culturas
judías y musulmanas. De ahí que, en vez de hacer un uso “antropológico
dubioso” de la palabra raza, había que aplicar mejor la noción de “civiliza-
ción” o de “comunidad de lengua” (25). Es decir, para Ortiz, como para Hen-
204 ríquez Ureña, la palabra “raza” sólo puede referirse a una cultura común
creada por una lengua compartida, el español, no por la herencia de sangre.
Pero la lengua, en el argumento de Ortiz, no es suficiente para crear la cul-
tura, y se muestra molesto por la instrumentalización política del argumento
lingüístico y racial:

Quédase pues reducida a límites restringidos la llamada fuerza del idioma que
con la de la raza y la religión, son las únicas fuerzas de que alardea España,
a falta de otras más decisivas y más intensas y reales, como la industria, el
comercio, la agricultura, el ejército, la marina, la escuela, la riqueza, la ciencia;
en fin, la civilización. (Ortiz, 1910: 53)

España, para Ortiz, si bien tiene la lengua, carece de instituciones y tra-


diciones, y por ello, de una “civilización” que pudiera justificar su continuada
existencia como imperio; es a falta de ellas que los españoles usan la lengua, la
raza (en el sentido de linaje de sangres) y la religión como únicos criterios para
definirse como nación.
En los años veinte Ortiz continúa desarrollando este argumento filo-
lógico en contra del panhispanismo español. Publica dos diccionarios que
se presentan como apéndices al trabajo de la Real Academia Española, el
Catauro de cubanismos (1923) y el Glosario de afronegrismos (de 1924).
Ambos diccionarios dan listas y explicaciones de términos africanos y loca-
les particulares del español hablado en Cuba. Aprovechando la etimología
Ortiz revela lo que según él son etimologías erróneas, o si no, omisiones de

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americanismos en el Diccionario de la Real Academia13. Sugiere que estos


errores y omisiones son, más que negligencias, estrategias para imponer
una visión monolítica del español como lengua derivada sobre todo del latín
(minimizando la influencia árabe y, posiblemente, de idiomas africanos sobre
la lengua), y como lengua hablada de manera igual en todos los países hispa-
noamericanos. A fin de mostrar las fallas de esta política lingüística, Ortiz
usa una larga bibliograf ía de estudios filológicos, y en no menor medida su
sentido común e ingenio, argumentando caso por caso las posibles influen-
cias americanas o africanas sobre determinadas palabras españolas de uso
común, cubano o americano.
La preocupación de Ortiz, por cierto, no es exclusivamente lingüística.
Apunta en el Catauro, por ejemplo, la falta de consistencia en los términos
geográficos listados en el Diccionario de la Real Academia. Muestra que no
aparecen “centroamericano”, ni “latinoamericano”, “iberoamericano”, “ameri-
cano” o “Centroamérica”. Sí están, sin embargo, Norte América y Sur América,
“hispanoamericano”, “América latina” y “América española”. La definición de
“americano” del Diccionario luego prescribe que no se debe usar solamente 205
para los estadounidenses, a lo cual responde Ortiz:

Aunque castellanamente debe significar el natural de América, así de la Sep-


tentrional como de la Meridional o de la Central: así de la Continental como
de la Insular; en los Estados Unidos, en Cuba, y, puede decirse con certeza, en
todo el mundo, americano ha venido a significar el natural de los Estados Uni-
dos. Ya tendrá que aceptarla al fin […] el Diccionario de la Academia, tomán-
dola del lenguaje común, o habrá que inventar una palabra gentilicia dedicada
especialmente a los hijos de los Estados Unidos de América. (1923: 74)

13 En este empeño por mostrar las omisiones de palabras usadas en Hispanoamérica, Ortiz se insertaba en toda
una tradición de reivindicaciones del español de América. Como menciona Gustavo Pérez Firmat, pocos años
antes de los dos diccionarios de Ortiz se había publicado el largo ensayo de Miguel de Toro y Gisbert “Reivindi-
cación de americanismos” (1920-21) en el Boletín de la Real Academia (Pérez Firmat, 1986: 95). El mismo Ortiz
cita en el Glosario a Juan Ignacio de Armas, Orígenes del lenguaje criollo (La Habana, 1882); Ciro Bayo, Vocabu-
lario criollo-español sud-americano (Madrid, 1910); Rufino J. Cuervo, Apuntaciones críticas sobre el lenguaje
bogotano con frecuente referencia al de los países de Hispano-América (París, 1914); Juan M. Dihigo, Léxico
cubano (La Habana, s. f.); José Miguel Macías, Etymologicarum Novum Organum (Xalapa, 1879), y Diccionario
cubano etimológico (Veracruz, 1885); Augusto Malaret, Diccionario de Provincialismos de Puerto Rico (San
Juan, 1917); A. de Molina, Vocabulario en lengua castellana y mexicana (México, 1571); Arturo Montori, Modi-
ficaciones populares del idioma castellano en Cuba (La Habana, 1916); fray José María Peñalver, Discurso para
promover la formación de un Diccionario de Voces cubanas (La Habana, 1795); Estéban Pichardo, Diccionario
Provincial casi-razonado de voces cubanas (La Habana, 1862); Baldomero Rividó, Voces nuevas de la lengua
castellana (París, 1889); Constantino Suárez, Vocabulario cubano (La Habana, Madrid, 1921), y Alfredo Zayas,
Lexicografía antillana (La Habana, 1914). Esto por sólo mencionar las obras citadas y dedicadas explícitamente
al estudio de la lengua, dejando por fuera las obras generalmente históricas de Bachiller y Morales, Bartolomé
de las Casas, etcétera.

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Al hacer su recomendación de aceptar el uso corriente de “americano”


para referirse a los estadounidenses solamente, Ortiz pone en tela de juicio la
pretensión de la Real Academia de hacer un diccionario normativo que pueda
controlar la evolución de la lengua española en todos los países hispanohablan-
tes; a la vez, sugiere que la Real Academia impone una perspectiva geopolítica
sobre el hemisferio occidental que no corresponde a las realidades políticas.
La crítica de Ortiz hacia las tendenciosas entradas del Diccionario de
la Real Academia es más notable aún en su Glosario de afronegrismos. Más
que en el Catauro, Ortiz hace uso aquí de la ironía y del humor, en vez de
largos argumentos filológicos. Ya en su cubierta, este diccionario anuncia su
carácter alegre, casi burlesco. Es de color verde claro, con una cabeza de un
negro sonriente en el centro, y debajo, figurinas indígenas o africanas. Con-
forme con el estilo de los montajes vanguardistas, esta cubierta sugiere entu-
siasmo por las culturas no europeas, y es más característica de una revista
que de un diccionario. De manera similar, las “glosas” de las entradas son a
veces interpretaciones bastante libres de palabras usadas en Cuba, eso sí,
206 aprovechándose de los existentes estudios del español regional de Cuba y de
América Latina. La intención de Ortiz de contribuir con una obra seria se
evidencia en el prólogo de Juan M. Dihigo, el conocido filólogo cubano de
la Universidad de La Habana, en la dedicatoria del libro al “genial polígrafo
español Adolfo Bonilla y San Martín”, un alumno de Marcelino Menéndez y
Pelayo, y en la introducción. Sin embargo, no podemos sino notar cierto sen-
tido de distancia hacia la filología en su declaración, y el lector encontrará
en esta obra no sólo una lista de africanismos, sino una glosa de cada uno de
ellos con un análisis semántico y con “proposiciones hipotéticas” y etimolo-
gías (Ortiz, 1990 [1924]: xiv). En vez de entradas Ortiz escribe “glosas”, y en
vez de contribuciones definitivas hace hincapié en la especulación. En otras
palabras, el Glosario no es tanto un diccionario o una obra de referencia,
sino, al contrario, una serie de reflexiones sobre las incertidumbres en la
evolución de la lengua española14.

14 Si el sentido de humor es innegable en las páginas del Glosario y del Catauro, ello no significa, a mi modo de
ver, que estas obras sean del todo satíricas o ficticias. Es verdad que Ortiz les confiere un tono “no científico” a
sus diccionarios, como apunta Gustavo Pérez Firmat. Pérez Firmat argumenta que Ortiz no conocía ninguno de
los idiomas africanos usados en su análisis de palabras individuales y que presentó sus dos diccionarios de una
forma a propósito desordenada, como apéndices, en vez de diccionarios. Concluye Pérez Firmat: “The Catauro
is a philological fiction with a political theme. One important motif in this theme is the excision of Cuban
Spanish from its peninsular matrix, what Ortiz terms the ‘avoidance’ of peninsular etymologies” (Pérez Firmat,
1986: 100). Si bien es cierto que el Catauro y el Glosario siguen su propia intención política, ello no significa que
Ortiz se ubique en un ámbito no científico. Me parece más bien que el tono irónico y hasta paródico de varias
de sus glosas es crítica y a la vez homenaje. La crítica no quita que dentro de todo, Ortiz aplique los métodos
de la filología de su época, llevándolos, eso sí, a sus límites científicos e ideológicos.

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Una de las entradas que ejemplifican esta lexicograf ía irónica es la palabra


mambí, cuyo origen africano Ortiz explica citando las hipótesis de Antonio
Bachiller y Morales, o el puertorriqueño Cayetano Coll y Toste sobre sus oríge-
nes indígenas, dominicanos o cubanos, concluyendo:

Por nuestra parte hemos hallado la palabra mambí con varios significa-
dos en los lenguajes de África. Mamby es el título de jefe en una región de
la Senegambia, Mambí es una región del Congo francés, cerca de Mayumba
vocablo que en Cuba significa una especie de brujería. Mambí en congo sig-
nifica “hombre malo”, “abominable”, “injurioso”, pernicioso”, “repulsivo”, “vil”,
“sucio”, “cruel”, “dañino”, “vicioso”, “malvado”, etc. La última de estas tres pala-
bras parece la más fácil de adoptar como origen de los mambises cimarrones,
o rebeldes dominicanos. Los esclavos congos llamaron mambí a los rebeldes,
en su lengua, con la palabra más despreciativa, traduciendo así el odio de sus
amos hacia aquéllos y las palabras injuriosas con que los denominaban. No
intentamos esta opinión como segura; pero creemos que de África nos vino
la palabreja, que después ha sido título de gloria para nuestros libertadores
heroicos. (Ortiz, 1990 [1924]: 315)
207
Ortiz busca raíces africanas probables, especula sobre el uso primero
de las palabras durante la lucha por la independencia, y solamente entonces
concluye con la agudeza de que una invectiva africana se haya vuelto luego
“título de gloria” de los héroes de la independencia cubana. Hay que conce-
der el manejo correcto de la etimología primero, para poder luego aceptar la
salida ingeniosa.
Varias entradas en el Glosario proponen nuevas etimologías, no por ser
más verdaderas sino porque son más interesantes que las del Diccionario de la
RAE; en ello Ortiz va hasta proponer nuevos métodos a la vez poéticos y socio-
lingüísticos. Éste es el caso de “bobo”, donde Ortiz cita la etimología de la Real
Academia, “¿del latín balbus, balbuciente?”, y luego comenta:

Es muy verosímil la hipótesis académica, por más que no cabe desconocer


que esta voz pertenece radicalmente al grupo onomatopéyico universal, por
el fonema bab. Entre los negros de Sierra Leona se llama bobo al “mudo de
nacimiento” (Thomas 16). Igual sucede entre los malinkés (Un Miss. Ob. Cit.
p. 110), lo cual puede explicarse por onomatopeya como el de la balbucencia,
como el balbus latino. Por igual razón llaman al “mudo” ebaba en el Congo
(Bentley, 264), ribubu en Angola (Cannecattim, p. 11), bebi los hausas, obu
los ibos, mumo los fulas, mumuo los mandingas, y bobo los bambara. Habrá
influido el bobo de los negros esclavos, en el castellano? Para determinarlo
habría que estudiar la historia del vocablo y la época y zona de su aparición
en España. Sin embargo, basta la razón onomatopéyica ya expuesta. (Ortiz,
1990 [1924]: 58)

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Sugiere aquí que si la Real Academia tuviera un interés genuino por las
etimologías, buscaría más allá de las consabidas raíces en el latín, considerando
las onomatopeyas o posibles contactos con otras culturas, aptos para explicar
el cambio lingüístico. Por supuesto, la larga lista de palabras africanas de sonido
similar a bobo no quita que de todos modos balbuciente pueda ser el origen
más probable de bobo. Pero Ortiz señala con derecho que ni él ni la Academia
podrán comprobar sus argumentos definitivamente, a menos que consideren
otros factores extralingüísticos. La filología es, en este sentido, una disciplina
necesaria pero no suficiente para los propósitos de Ortiz.
Por otro lado, la etimología, y en particular la consideración de las leyes
de cambio lingüístico, es necesaria como contrapeso frente a lo que podría apa-
recer, sino como especulación histórica. Un ejemplo de ello es otro blanco de la
crítica de Ortiz después de la Real Academia, el catedrático de la Universidad
de Harvard Leo Wiener, quien en 1920 había publicado su libro Africa and Its
Discovery of America. Wiener era profesor de literatura eslava y un políglota,
traductor de las obras completas de León Tolstoi, entre otras publicaciones
208 variadas. En este libro Wiener proponía que antes de la llegada de los españo-
les, las Américas habían sido exploradas por pueblos africanos, quienes tam-
bién habían llevado el algodón y el tabaco a las Américas. Sin hacer un estudio
lingüístico propiamente dicho, Wiener se aprovechaba de palabras encontradas
en varias lenguas africanas para argumentar que quedaban huellas lingüísticas
de las culturas africanas antiguas que habían estado viviendo en las Américas
en el momento de la llegada de los españoles. Ortiz responde a esta tesis en
múltiples entradas de su Glosario demostrando errores obvios, en palabras con
raíces obviamente latinas, tales como nabo (lat. napus) o en palabras indígenas
tales como maíz. Wiener, en su afán de probar su idea sobre la prehistoria ame-
ricana, había proyectado raíces africanas en las palabras de trayectoria obvia-
mente local, sin consideración de la historia social de las culturas en cuestión.
No es tanto que Ortiz se muestre escéptico en su Glosario con respecto a
la verdad de las etimologías, más bien revela que es un adepto de las etimologías
enrevesadas o del “zigzag”. Al añadir a sus etimologías consideraciones de índole
social e histórica eleva la tarea del etimólogo a la altura de un desafío intelectual.
Concediendo que el origen de muchos términos es oscuro, le gusta incluir en su
reflexión consideraciones sobre cómo pueden haber viajado las palabras con base
en la información histórica que tenemos sobre los viajes, las guerras y las conquis-
tas de los pueblos en cuestión. Un ejemplo de ello es la entrada guarapo, la popular
bebida azucarada de Cuba. Después de listar la explicación de la Real Academia,
que afirma que la palabra es de origen americano, y la del puertorriqueño Coll
y Toste, quien le atribuye un origen quechua, Ortiz opina que la palabra viene

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de garapa, usada en Angola y en Congo, con referencia a una bebida fermentada


hecha de maíz y yuca. Esta palabra, a su vez, se derivaría del portugués xarope, del
español jarabe, derivado del árabe xarab para “bebida”. Ortiz concluye:

Se trata, pues, de un curioso afronegrismo, considerando la etimología en


rigor. No es la palabra originaria formada por elementos de la lingüística
negra; pero decimos guarapo, porque tomamos la voz tal como fue por los
negros africanos corrompida la palabra, que los descubridores les enseñaron,
aprendida de los árabes. Es una genealogía etimológica de zigzag: del árabe al
español y portugués, de éstos al congo, y del congo otra vez al español y portu-
gués de las colonias. (Ortiz, 1990 [1924]: 232-33)

Partiendo de la historia de la conquista de África por los portugueses, Ortiz


insiste en que la palabra se “corrompió” varias veces, por el vaivén de las culturas
árabe, española y portuguesa. Esta etimología del zigzag constituye un prece-
dente de la teoría más tardía de Ortiz sobre la transculturación de la sociedad
cubana, propuesta en su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, vista como
un resultado de los préstamos culturales que ocurrieron en varios momentos de 209
la historia entre los indígenas, los españoles y los esclavos importados de África.
Ortiz usa la filología en el Glosario para desarrollar un argumento sobre el
impacto social de las conquistas de España, África y la América española. Pero
también deja claro que su interés excede la filología: la lengua es sólo una de
varias áreas en el estudio de las influencias africanas sobre las culturas cubana
y española. Para entonces, Ortiz ya había definido su programa de investiga-
ción, y lo volvió a describir en el Glosario: era el estudio de las culturas negras
de Cuba, en todas sus manifestaciones (Ortiz, 1990 [1924]: xiii). Sin estar vin-
culado con la antropología practicada en la Universidad de La Habana, Ortiz
había adquirido fama –con publicaciones como Los negros brujos (de 1906),
Los negros esclavos (de 1916), La fiesta cubana del ‘Día de Reyes’ (de 1925) y La
‘clave’ xilofónica de la música cubana (de 1935), entre otros hitos– como uno
de los más importantes estudiosos de la cultura afrocubana. Tanto Catauro
como Glosario eran efectivamente apéndices, no tanto del Diccionario de la
Real Academia sino de su propia labor antropológica. Eso sí, sus diccionarios
lo convirtieron en uno de los filólogos cubanos más importantes del momento.
Ramón Menéndez Pidal, el director de la Real Academia Española, expresó su
apreciación del Catauro de Ortiz, que desde el punto de vista de la RAE sólo
añadía legitimidad al estudio de la lingüística histórica española15. Se estableció

15 Menéndez Pidal escribe: “El Glosario de afronegrismos es un riquísimo acopio de materiales estudiados con
amplia información y con muy sugestivos puntos de vista. Trae una novedad al estudio histórico del idioma
castellano […]” (citado en García Carranza, Suárez Suárez y Quesada Morales, 1996: 28).

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también un contacto con Emilio Cotarelo, el secretario de la Real Academia de


la Lengua Española, el cual propuso la creación de una Academia de la Lengua
en Cuba. En efecto, ésta fue fundada en 1926 a instancias de Manuel Seraf ín
Pichardo, José María Chacón y Calvo y Ortiz, y existe hasta hoy en día16.
La labor lingüística de Ortiz era la continuación lógica de su argu-
mento anterior sobre el panhispanismo. En vez de lazos raciales, proponía
la investigación científica de los lazos culturales entre España, Hispanoamé-
rica y África, uno de los cuales era la lengua, la misma que tan vagamente
habían aducido los panhispanistas para defender la continuada presencia
de España en Hispanoamérica. A diferencia de ellos, Ortiz insistió sobre la
filología como ciencia complementaria de la antropología. La raza, opinaba
Ortiz, era como un “grillete” para la amistad entre España y Cuba, pero la
cultura, definida en un sentido amplio, podía fomentar la amistad entre los
dos países (Jarnés, 1929).
En este espíritu Ortiz fundó en 1926 la Institución Hispano-Cubana de
Cultura, organización que en los años siguientes invitaría a los mejores escri-
210 tores y filólogos españoles, entre ellos Federico García Lorca, Ramón Menén-
dez Pidal, Américo Castro, Juan Ramón Jiménez. La revista de la IHCC, Surco
(1927-1929), reencarnada después de la vuelta de Ortiz del exilio como Ultra
(1936-1947), publicó fragmentos de conferencias dadas por los invitados de la
IHCC, y también artículos traducidos tomados de revistas científicas u otras
publicaciones extranjeras. Su objetivo era redefinir las relaciones cubano-
españolas. En una entrevista publicada por el Diario de la Marina, Ortiz
declaró que la IHCC no iba a cantar “canciones a la raza, la lengua, la historia
o el imperio de Cervantes” (citado en Naranjo Orovio y Puig-Samper Mulero,
2005: 26). Ortiz, más bien, hizo todo para que la IHCC formara parte de una
red más grande de intercambios con España, que existía con instituciones
como el Instituto Cultural de México, la Universidad de Puerto Rico y el Ins-
tituto de las Españas, en Columbia University (Nueva York). Durante y des-
pués de la Guerra Civil Española recibió a intelectuales españoles exilados.
Este esfuerzo por mantener vínculos con escritores y filólogos españoles nos
indica la continuada inclusión de la filología y la literatura españolas dentro
del concepto que tenía Ortiz de la cultura en general, y de las cubanas como
parte de Hispanoamérica en general17.

16 Para más información sobre la Academia Cubana de la Lengua, su historia y sus estatutos, véase su sitio web:
http://www.acul.ohc.cu/historia.html. Consultado el 29 de mayo de 2012.
17 Para más información sobre los contactos de Ortiz con la intelectualidad española, véase el excelente ensayo
“Spanish Intellectuals and Fernando Ortiz (1900-1941)” de Consuelo Naranjo Orovio y Miguel Ángel Puig-
Samper Mulero (2005).

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Paralelo a ello, la reputación antropológica de Ortiz se desarrolló más


en los años 1920 y 1930 gracias a lo que podríamos llamar su activismo insti-
tucional, de nuevo, fuera de la universidad18. Además de dirigir la destacada
Revista Bimestre Cubana fundó en 1924 la Sociedad del Folklore Cubano y su
revista Archivos del Folklore Cubano, y en 1937 la Sociedad de Estudios Afro-
cubanos y su revista Estudios Afrocubanos. Participó en 1928 en la fundación
del Instituto Panamericano de Geograf ía e Historia, con sede en México, y
en 1943, en el Primer Congreso Demográfico Interamericano de México. Fue
allí donde Ortiz propuso una moción para recomendar la eliminación del lla-
mado Día de la Raza en todos los Estados latinoamericanos. En México tam-
bién fundó y fue el director del Instituto Internacional de Estudios Afroame-
ricanos. Además de ello, Ortiz fue miembro de la Unión Panamericana, del
Instituto Indigenista Interamericano, de la Sociedad Internacional de Etnolo-
gía y Geograf ía, presidente del Instituto cultural cubano-soviético, miembro
de la Asociación de Escritores y Artistas Americanos, de la Hispanic Society
of America y de la Société des Américanistes en París. Es decir, Ortiz llegó a
formar parte en los años treinta y cuarenta de una red de instituciones, todas 2 11
vinculadas con la antropología, la historia o la cultura, que sobre todo a partir
de la Guerra Civil Española cobraron importancia y luego reemplazaron sus
actividades de filólogo e hispanista. De estas instituciones resultaron también
alianzas políticas establecidas entre científicos de países hispanoamericanos
y otros países como Estados Unidos y Francia.

H a c i a una a ntr o po lo gía h umanist a


La primera vez que Ortiz alude al Día de la Raza es en su introducción al
Catauro, un año después de la introducción de la fiesta nacional en Cuba,
haciendo aparecer la filología como antídoto de la celebración de la raza:

Una iniciativa académica con ese propósito cultural haría más por los intere-
ses morales de la ‘raza,’ que esa espumosa declaración patriotera, escanciada a
los brindis en todo banquete patriótico. Afortunadamente, los iberoamerica-
nos tenemos tradición filológica que no desmerece en nada de la española y no
pocos autorizados maestros. (1923: 15)

En la década de 1940, cuando Ortiz vuelve a pronunciarse sobre el Día de


la Raza, el contexto de su protesta es otro, y Ortiz habla en nombre del sentido

18 Ortiz dio varios cursos en la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana, y también en el Instituto
Universitario de Investigaciones Científicas y de Ampliación de Estudios, creado allí en 1943. Para un resumen
y análisis de estos cursos impartidos por Ortiz entre 1940 y 1950, véase el informativo artículo de María del
Rosario Díaz, “Ethnography at the University of Havana” (2005).

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común, en contra de todos los racismos. En su discurso de apertura del 8 de


octubre de 1942, en el Primer Congreso Nacional de Historia, Ortiz escribe:

Es que debemos convertir estas evocaciones del descubrimiento de América,


como hacen algunos, en unas “fiestas de la raza”? No. Porque no hay tal raza,
pues, como dijera el buen maestro Miguel de Unamuno, “esa raza se inventó al
mismo tiempo que la fiesta” y, además, ello no sería sino engañar a las ingenuas
emociones colectivas, llevándolas a las mentidas y anticristianas pasiones de los
racismos, cuya satánica encarnación, Adolfo Hitler, está ahora ensangrentando
los continentes por el imperio de su raza; de esa raza aria tan mitológica como
son las otras razas creadas para estímulo de las inculturas agresivas y encubri-
miento de las políticas predatorias. No hay raza alguna en el mundo que merezca
exaltación especial. La edad de los racismos ya pasó. (Ortiz, 1993: 24)

Asocia el Día de la Raza ahora directamente con el racismo, y en particu-


lar con la Alemania nazi como invención usada por los políticos malintencio-
nados para justificar su expansión agresiva. Las Américas, al contrario, tienen
un “espíritu joven de progreso, contemporaneidad, democracia, liberalismo,
212 republicanismo, federalismo, reformismo y justicia” (1993: 24).
Un año después, en el primer Congreso Interamericano de Demograf ía,
Ortiz propone no sólo que los países suspendan las celebraciones del Día de la
Raza sino que dejen de usar del todo el vocablo “raza” en los documentos ofi-
ciales legislativos, jurídicos o administrativos19.
Finalmente, en su libro El engaño de las razas (1946), basado en una serie
de conferencias dadas en la Universidad de La Habana en 1944, Ortiz se lanza
por la “ciencia”, dejando ahora completamente de lado la filología. Argumenta
que es la única manera de llegar a hacer buenos juicios sobre categorías tales
como la raza. Escribe: “Es muy apremiante que sobre las razas, como se hace
sobre las enfermedades, los crímenes y los conflictos económicos, se vayan
difundiendo los criterios propuestos por la ciencia; única manera de ir afron-
tando las desventuras sociales y poderlas reducir” (1946: 13). Pero ¿qué signi-
fica “ciencia” aquí para Ortiz?
La estrategia de Ortiz es revisitar y refutar sistemáticamente todas las
teorías sobre la existencia de las razas humanas. Empieza relatando la historia
bíblica de Ham y luego repasa sistemáticamente los estudios sobre las definicio-
nes “somáticas” de raza, la idea de lo puro y lo impuro y la jerarquía de las razas,
citando un panorama amplio de antropólogos, psicólogos y filósofos, tales como

19 La moción fue aceptada por el Congreso a título de recomendación. Para una discusión más completa del
contexto de esta moción, véase el “Prólogo” de Isaac Barreal (1993) a la compilación de ensayos de Ortiz sobre
Etnia y sociedad y también el ensayo de Ortiz “La sinrazón de los racismos”.

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Paul Rivet, Ruth Benedict, Gustave Le Bon, Lucien Lévy-Bruhl, George Mon-
tandon, Carl Gustav Jung, Otto Klineberg. Ortiz concluye que el racismo es una
ideología que necesita ser expuesta como tal y que los congresos científicos, de
hecho, ya se han encargado de ello. Como ejemplos, Ortiz cita declaraciones de
la Asociación Antropológica Americana de Estados Unidos en 1938, del VIII
Congreso Científico Panamericano de Washington en 1940 (en el cual Ortiz
mismo había participado), de la ya mencionada proposición del Primer Con-
greso Demográfico Interamericano (1943), de la Conferencia Interamericana
en Chapultepec (1945) y de otras conferencias internacionales, que condenan
la discriminación contra grupos sociales basada en su raza. De nuevo, Ortiz
vuelve sobre el Día de la Raza y la recomendación del Congreso de evitar las
celebraciones de la raza en los países americanos. Termina esperando con el
antropólogo mexicano Manuel Gamio que

lleguen pronto los tiempos […] cuando ‘ya no se celebrará tampoco el ‘Día
del Indio’ sino simplemente el ‘Día del Hombre Americano’ […]. Puede sernos
también permitido pensar que en tiempos venideros, remotos pero seguros, ni
siquiera haya que celebrar un estimulador y defensivo ‘Día del Hombre Ame- 213
ricano’, porque entonces habrán perdido razón hasta esas discriminaciones
continentales y cada día será ‘Día del Hombre’. (Ortiz, 1946: 407)

También observa Ortiz que el filósofo José Ortega y Gasset todavía usó
mal la palabra raza en su libro La rebelión de las masas, cuando ya el mismo
nombre del Día de la Raza había sido cambiado en España por Primo de Rivera
a “Día de la Raza y del Idioma”20. Los ensayistas españoles pierden así relevancia
para Ortiz, al fijarse demasiado en conceptos del pasado. La avant-garde litera-
ria se ha convertido en la “arrière-garde” del pensamiento actual, representado
mejor en la nueva antropología.
Ortiz termina su libro con un comentario que hoy llamaríamos sociolingüís-
tico, más que antropológico, reflexionando sobre las palabras que pudieran reem-
plazar la palabra raza: “Esta cuestión de palabras no es baladí. Cada palabra tiene
en sí una fuerza evocadora, como si de magia fuera; al fin, voces y grafías no son
sino artificios del ingenio humano para la representación de las cosas y las ideas.
Y una mala palabra, mala por su propio sentido y por la impropiedad de su uso,
siempre trae consigo a presencia malos pensamientos” (Ortiz, 1946: 416). Insiste

20 Ortiz hace notar que también el actual gobierno totalitario de Franco ha reconocido el problema y convertido el
12 de octubre en Día de la Hispanidad, aunque este concepto tampoco lo satisface: “El gobierno aun totalitario
de Madrid ha suprimido el uso propagandista del vocablo raza, que es falso, sustituyéndolo por el de ‘hispani-
dad’, que es teóricamente aceptable aunque en la realidad es equívoco e impreciso” (Ortiz, 1955: 180).

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que la “ciencia de la semántica” es necesaria para retener la democracia en las


sociedades, y reflexiona sobre palabras (o neologismos, Ortiz siendo Ortiz) tales
como etnia, especie, población, ecotipo humano, antropotipo, androtipo, o ecoan-
dropotipo, gente, gentada, o cultura. Ahora, sin embargo, discute estas diversas
palabras y sus significados sin ironía ninguna, para indicar de forma más precisa el
tipo de comunidades que estudian los antropólogos y los sociólogos.
En su afán de precisión lingüística, Ortiz tampoco tiene tolerancia hacia
el uso de mitos tales como el mestizaje. Al contrario, critica a los escritores
hispanoamericanos que le prestan un sentido figurativo, humanitario o cosmo-
polita al término de la raza o del mestizaje, apuntando que el mito del mestizaje
en América Latina ha oscurecido injusticias sociales reales:

Los “problemas de raza” son de gran importancia en América y están llama-


dos a grandes y trágicos episodios. Se ha creado con los siglos un sistema de
injusticias sociales encubiertas con los mitos de las sangres diversas, y es muy
improbable que los ídolos de las razas y los holocaustos exigidos por sus cultos
puedan ser acabados sin más afrenta ni más crueles sacrificios. Toda América
214 está sintiendo estos dolores. Porque en este hemisferio, que fue Nuevo Mundo
y que ya exige una total y urgente renovación para seguirlo siendo, son varios
los grupos humanos definidos como “razas” que están en contraposiciones
sociales intensas, agriadas y cada día menos estables. (Ortiz, 1946: 13)

En contraste con la fe utópica de Vasconcelos en el futuro de una raza cós-


mica, Ortiz considera esencial el estudio de las diferentes “etnicidades” ameri-
canas: “La historia americana no puede ser comprendida sin conocer la de todas
las esencias étnicas que en este continente se han fundido y sin apreciar cuál ha
sido el verdadero resultado de su recíproca transculturación” (Ortiz, 1946: 14).
El campo de acción donde se deben dar estas investigaciones es precisamente
la antropología, y el punto de referencia y de apoyo principal de Ortiz a partir
de la década de 1940 son los antropólogos que estudian fenómenos de acultu-
ración, tales como Melville Herskovits, Bronislaw Malinowski, y otros.
De ahí que si hay que buscar un nombre para describir la actividad cien-
tífica de Ortiz en estos años sería el de una antropología humanista, dedicada
a la defensa de los derechos humanos no sólo en Cuba o en Hispanoamérica
sino en el mundo. Con ello, Ortiz desaf ía las divisiones disciplinarias en las
cuales pensamos hoy, tales como antropología social, sociología, lexicología o
filología, cada una de las cuales llegó a practicar y a criticar en su momento21.

21 En su último ensayo sobre el tema, “La sinrazón de los racismos”, Ortiz indica la “antropología social” como
ciencia encargada de la divulgación de las nuevas ideas sobre raza y cultura. El subtítulo del ensayo es “Divul-
gación de la Antropología Social en el Club Atenas de La Habana el 19 de mayo de 1949”.

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Esta tendencia de Ortiz a referirse cada vez más a la antropología como


disciplina humanista, dejando de lado la aproximación filológica a la “raza his-
pana” en cuanto comunidad y lengua, está en sintonía con la aproximación del
antropólogo francés Paul Rivet, quien en los años 1930 editó un volumen de la
Encyclopédie Française dedicado a la “Especie Humana”, y declaró la antropo-
logía ciencia humana y no social. También está en sintonía con la antropóloga
americana Ruth Benedict, discípula de Franz Boas, cuyos libros Patterns of Cul-
ture (de 1934) y Race: Science and Politics (de 1940) marcaron un cambio en la
discusión estadounidense hacia la aceptación amplia de la noción de cultura y el
reemplazo de la idea de raza por la de cultura o grupo étnico. En Hispanoamé-
rica también se da en el período de entreguerras una apertura hacia la ciencia
vista como complemento de la vida y el arte, y ya no en oposición e ellos. Una
frase como la del economista Jesús Silva Herzog, escrita en el primer número
de la revista mexicana Cuadernos Americanos, es típica de este momento: “Que
no nos hablen de la ciencia por la ciencia ni del arte por el arte, sino del arte y
de la ciencia al servicio del hombre” (Silva Herzog, 1942: 14).
Así, el recorrido de Ortiz de la filología a la antropología es largo, pero 215
no es solitario. De un especialista en cultura afrocubana e hispánica, Ortiz
pasa a ser un antropólogo y teórico de la transculturación, en diálogo con un
grupo internacional de antropólogos y también con intelectuales y científicos
latinoamericanos. Esto se debe en parte a la solidaridad internacional que se
formó en respuesta a los eventos catastróficos de las dos guerras mundiales y
de la Guerra Civil Española. Por otra parte, creo que se debe también al auge
de la antropología como ciencia de la cultura, entre cuyos primeros estudio-
sos se encontraba Ortiz. .

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Panorámicas
KIRIGAIAI:
LOS GÉNEROS POÉTICOS DE LA CULTURA MINIKA
Selnich Vivas Hurtado 223

LA ILUSIÓN DEL HERMANO:


EXPEDICIÓN A LAS MITOGRAFÍAS ANTROPOLÓGICA
Y LITERARIA DEL YURUPARY
Juan C amilo Gonz ále z Galvis
y Natalia Loz ada Mendie ta 245
K I R IG A I A I*: L O S GÉ N E RO S P OÉT IC O S
DE L A C U LT U R A M I N I K A**
Selnich Vivas Hurtado***
fundacionelastillero@yahoo.com
Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia

R e s u m e n Este artículo es una aproximación a la teoría de los


géneros poéticos de la cultura minika del río Kotue (Igaraparaná)
en Colombia. Parte del concepto de kirigai (canasto), luego
hace una revisión de la bibliografía especializada y, por último, 223
presenta dos subgéneros de los kirigaiai: rafue y jagagi.

PAL AB R A S C L AVE:

Géneros poéticos, canasto, kirigai, minika, rafue, jagagi, uitoto.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.09

* Este artículo es el resultado de la investigación “Corpus para una germanística intercultural latinoamericana (I): la
Europa de lengua alemana y las culturas aborígenes de Sudamérica”, adscrita al Gelcil (Grupo de Estudios de Lite-
ratura y Cultura Intelectual Latinoamericana). Además del autor de este artículo, participan en el proyecto Jitoma
Fairinama, Jirekuango Monayatofe, Boyekiama Jitomagaro, Jitómaña Jitomagaro, Laura Areiza, Margitta Freund,
Ángela María Cardona, Gustavo Zuluaga, Santiago Largo, Juana Manuela Montoya y Daniel Contreras.
** Preferimos el término minika, en contra de la denominación exógena y académica uitoto, por tratarse de una
autodenominación empleada por el clan Jitomagaro, quienes a su vez se declaran “jibina, diona, farekatofe
nairai”, es decir, descendientes de la coca, el tabaco y la yuca dulce.
*** Doctor Phil. Literatura, Albert-Ludwigs Universität Freiburg, Alemania.

Artículo recibido: 12 de marzo de 2012 | aceptado: 27 de julio de 2012 | modificado: 09 de octubre de 2012
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Kirigaiai: the poetic genres of Kirigaiai: os gêneros poéticos da


Minika culture cultura Minika

A B S T R AC T in this essay I present a theory RESUMO Este artigo é uma aproximação


about the poetic genres of the Minika, an à teoria dos gêneros poéticos da cultura
224 indigenous culture located on the river Minika do rio Kotue (Igaraparaná) na
Kotue (Igaraparaná) in Colombia. I examine Colômbia. Começa com o conceito de kirigai
in particular the concept of kirigai (basket), (cesto), a seguir procede a uma revisão da
followed by a review of the specialist bibliografia especializada e, por último,
literature. I end with a discussion of two apresenta os subgêneros dos Kirigai: rafue
subgenres of the Kirigai: rafue and jagagi. e jagagi.

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

Genre Poetry; Basket, Kirigai, Minika, Rafue, Gêneros poéticos, cesto, Kirigai, Minika,
Jagagi, Witoto. Rafue, Jagagi, uitoto

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DE L A C U LT U R A M I N I K A

Selnich Vivas Hurtado

D
Kirigaiai: canast os
del conocimient o
y géneros p oét icos

efinir kirigaiai, en el ámbito de la teoría litera-


ria, constituye una novedad. Muy pocos académicos aceptarían que, al igual que 225
en las universidades occidentales, en la ananeko, la universidad ancestral y casa/
madre en gestación de los minika, una cultura refugiada entre los ríos Igaraparaná
(Kotue iye1), Caquetá (Uriyanamani2) y Putumayo (Kudumani3) de la selva ama-
zónica colombiana, también se estudian y preservan formas expresivas verbales y
no verbales de un alto grado de elaboración estética. El uzuma (abuelo) del clan
Jitomagaro, Jitoma Fairinama, y su esposa, la uzungo (abuela) Jirekuango Monaya-
tofe, los dos intelectuales de la ananeko, a la altura de un Propp o de un Genette,
han sabido definir y clasificar elaboraciones comunicativas aptas para el registro,
la administración y la transformación del conocimiento ancestral. Los minika
han resistido la invasión cultural y las masacres gracias al tejer y destejer de sus
kirigaiai. Sin embargo, la universidad colombiana ha sido renuente a incorporar
estos saberes a la formación académica de los estudiantes de literatura, de artes
y, en general, de las ciencias humanas. Aún después de 200 años de independen-
cia, se sigue creyendo que, por ejemplo, la teoría general de los géneros poéticos
debe partir de Grecia y de Aristóteles, cuando se debería hacer justicia cognitiva y
fomentar la diversidad epistémica, es decir, la comprensión de los kirigaiai de las
65 culturas indígenas4 vivas de Colombia, y no sólo de los géneros occidentales

1 Bañadero que suena y corre.


2 Río de celos.
3 Río de peces.
4 Esta teoría de los kirigaiai, aunque provisional, se podría extender a aquellas culturas amazónicas que se decla-
ran, al igual que los minika, hijas del tabaco, la coca y la yuca dulce (mika doode, nipode, muinane, bue, murui,
nonuya), y en grado más o menos proporcional a algunos de sus vecinos (okaina, bora, miraña, andoke).

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que evidentemente controlan y regulan las maneras de pensar la cultura en el país.


El avance de la guerra y esta ignorancia de la universidad favorecen el etnocidio y
la masacre cultural dentro y fuera de la selva.
Cuando llegamos a la selva, todavía pensábamos en mito, fábula y leyenda,
siguiendo las etiquetas que nos habían enseñado en la escuela y la universidad. Pero
pronto tuvimos que abandonar estas nociones. Para los minika del clan Jitoma-
garo (descendientes del Sol), el conocimiento es un canasto que se va urdiendo
con la palabra de las plantas de poder. De hecho, kirigai nos fue definido como “el
hilo sembrado y visionado”. Este término enuncia, al mismo tiempo, las diferen-
tes formas expresivas en las que se muestran sus prácticas rituales y sus saberes
ancestrales. En una palabra, sus formas de sentir y de inventar el mundo. Por eso
nos resultó más ético y respetuoso de los abuelos hablar de kirigai y no de mito o
leyenda. Este cambio nos permitió 1) comprender el grado de elaboración mental
de tales formas expresivas verbales y no verbales, provenientes de las dinámicas
humanas en la selva tropical5, y 2) ampliar, de paso, el repertorio de categorías para
el análisis de los fenómenos de la imaginación poética desde una sensibilidad no
226 occidental. Kirigai podría ser traducido literalmente, sin más, como canasto, pero
esta simplificación de la experiencia colectiva milenaria a un significante de poco
valor social entre los occidentales subestima el proceso de elaboración cultural que
subyace en él y, por ello mismo, deja de lado su capacidad imaginativa. Kirigai, en
cuanto representación mental concretizada en una forma material, nos abre una
perspectiva nueva para pensar la poesía en general. Para entender el concepto es
indispensable descomponerlo en sus elementos constitutivos –aplicando el rigor
de la filología minika–. Lo que implica hacer a cada sílaba y a cada morfema un
seguimiento etimológico desde la memoria del clan Jitomagaro y desde sus signi-
ficados de vida. Así, el kirigai tejido, ya en uso, revela la capacidad imaginativa o el
kiode (visionar), la búsqueda del conocimiento o kirinete (atrapar, recoger, selec-
cionar) y el procesamiento de los saberes o rite (engullir). Este último paso no sólo
se relaciona con la ingesta de alimentos, sino principalmente con la recepción y
administración de energías individuales y sociales. De hecho, en uno de los buñue
que hemos aprendido con los abuelos minika se insiste en que el cantor, cuando
participa de las celebraciones, viene principalmente a prepararse intelectualmente,
y no tanto a comer: “finorizaibitikue, guizaibiñedikue”. Así, se canta indicando la
función nutricional del conocimiento. El conocimiento es el perfeccionamiento de
la persona y no solamente del instrumento elaborado. Por eso mismo, el kirigai,

5 En diálogo con los abuelos Jitoma Fairinama y Jirekuango Monayatofe, llegamos a entender que los idiomas
también se pueden concebir como partos de la tierra, es decir, que su evolución y constitución son el resultado
de la interacción entre el territorio y los seres que lo habitan y cultivan. La experiencia de y sobre el mundo se
consigna en el idioma que protege un territorio. De ahí la importancia y utilidad de los kirigaiai.

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en cuanto proceso, requiere una fase de finalización o perfeccionamiento llamada


gaitade, es decir, apretar el tejido. Por otro lado, los abuelos minika nos explicaron
que kirio es un tipo de bejuco de gran flexibilidad y que igai, a su vez, es un hilo
o cordel que suele ser interpretado como el aliento de los ancestros. Y dentro del
mismo campo semántico encontramos la palabra kiraigiai, caja torácica. Así que
kirigai no es apenas un canasto o una mochila. El kirigai no es un instrumento que
se usa para transportar, guardar o procesar cosas; más que su función puramente
práctica, interesa el kirigai como un operador mental que permite un pensar unita-
rio y ramificado en múltiples direcciones. El kirigai representa un tejido de ideas, de
episodios, de personajes: es una imagen táctil, que se encuentra al mismo tiempo
en un adentro (las costillas) y en un afuera (lo cargado) de la vida. Lo pensado y el
pensar guardan una relación complementaria. Ese afuera y ese adentro van unidos
por el aliento de vida –el bejuco– de los ancestros. Cada kirigai reproduce en su
tejido una manera particular de concebir el vínculo entre lo uno y lo múltiple, es
decir, entre el saber (el hilo de aliento de los abuelos) y las plantas (los bejucos, las
cortezas, la coca, el tabaco, la yuca) y los animales (la boa, el águila). Según el tipo
de tejido de una hoja, se establece un vínculo con el ala del murciélago, la rabadilla 227
del tintín, las costillas de la iguana, las patas del cucarrón (Kuyoteka, 1997: 21).
Al mismo tiempo, deberíamos decir que el kirigai es un dispositivo que registra,
reescribe y administra el conocimiento acumulado por la cultura minika. De tal
forma que cuando se le destapa, siempre se le actualiza en la práctica ritual, en la
que el bejuco tejido se transforma en elaboración, mensaje de sanación. Hombre
que no sepa tejer el kirigai, nos dijeron, no está preparado para tejer familia, para
ser portador y transmisor del conocimiento, es decir, para contar y cantar, esto es,
para recordar a los primeros ancestros y curar enfermedades.
El artefacto kirigai –no importa que sea gigante, diminuto, de fibra más del-
gada o gruesa; no importa que sea más bien una imagen mental– tiene el poder de
organizar y transmitir experiencias humanas derivadas de la auscultación del mundo
y de los seres que lo conforman. Podemos decir que el kirigai es incluso un órgano
del cuerpo humano y a la vez un ser vivo de la naturaleza. Esta doble condición de
origen explica por qué los minika –y en general las culturas indígenas– cultivan con
tanto esmero la cestería, los tejidos. El tejer les recuerda sus historias de origen, sus
cantos de sanación, el modo de construir sus casas. El sistema de pensamiento que
se oculta en un kirigai está inmerso en su arquitectura, su forma de narrar, de cantar,
de cultivar y de organizar el clan. Su invención de la realidad es, por eso mismo,
múltiple y única, reciente y primigenia. Varios bejucos, varias cintas de corteza,
varias hojas de palma, se funden hasta dar forma a un objeto exclusivo que es sínte-
sis del mundo, sin que eso haga posible pensar en que lo producido está alejado de
lo humano en sí mismo, que es en su estructura más interna un entretejido en varios

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itofe (esquejes y episodios) que, bien sembrados, sirven para regular la vida del indi-
viduo y de la humanidad. Condición para este entretejer de saberes y de experiencias
es, paradójicamente, el estado de orfandad, de humildad y despojo frente al mundo
material, que debe caracterizar la búsqueda intelectual del sabedor. La orfandad del
aprendiz es la condición sine qua non para ser un maestro en el tejido de palabras de
poder. El modelo es tomado de diona, la planta de tabaco, que, luego del gran incen-
dio que padeció el planeta, supo crecer de entre las cenizas y volver a dar vida a quie-
nes aprendían de su disciplina, consistente en el diálogo permanente con las plantas.
El tejedor del conocimiento es, por tanto, un jaieniki, un ser dispuesto a hacer dieta
(nada de sal, nada de carne, nada de sexo, nada de hijos) para tejerse desde sí mismo,
y así poder enseñar a otros el iyino o poder de las plantas.
Al hablar del kirigai como un canasto de conocimiento lo equiparamos a la
enciclopedia, es decir, a un sistema de categorías que funda y regula el mundo. La
enciclopedia, como sabemos, establece los caminos, las redes, que sustentan el
mundo. Así, pues, el kirigai, como dispositivo mental –siguiendo el pensamiento
minika–, también codifica un lugar en el cuerpo del individuo y en el de la colec-
228 tividad. Es más: los kirigaiai son responsables de las formas de socialización y
de mutua afectación entre los diferentes seres que integran una colectividad, un
ecosistema. Canasto del conocimiento se refiere también a una tesis sostenida por
Koch-Grünberg en torno al origen del arte en la selva. Al pensar el arte en las cul-
turas amazónicas nos encontramos muy próximos a las primeras formas de emer-
gencia y necesidad de lo imaginario, aquellas que todavía explican la relación len-
guaje/naturaleza de manera explícita (Koch-Grünberg, 1920: ii). A esa naturaleza
se suma, según el mismo investigador, una “fantasía floreciente” (Koch-Grünberg,
1920: iii), propia de los relatos indígenas. De ahí que el kirigai se pueda ver como
la estructura de lo imaginario: un complejo de valores, tradiciones y alientos. Es
decir, el lugar de la producción de las concepciones y que, de acuerdo con las ver-
siones de los sabedores, corresponde a la caja torácica y al corazón. Cada uno
de los kirigaiai que conforman el cuerpo –pues, a su vez, todo organismo es un
sistema de kirigaiai– está interconectado, o por inclusión o por intersección. Nin-
guno está de más ni sobra. Ninguno es más que el hombre o menos que él. Más
bien lo describen y lo contienen. Lo humano depende de su tejido con las abejas,
con los micos churucos, con la yuca, con la piña, etcétera.
Del mismo modo, se podría presentar la gran diversidad de los géneros poé-
ticos minika, es decir, las maneras de elaborar las categorías que fundan el mundo,
como descubrimientos alcanzados en el estado de emergencia de la imaginación.
Sabemos de la existencia de más de cincuenta géneros o kirigaiai singulares en su
lenguaje, estilo, uso, y hasta en su extensión. Además, se clasifican según su función
didáctica, política, medicinal, ecológica, ritual, etc. O por el rango que ocupe su

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productor o productora o su receptor o receptora. O por la ocasión, la época del


año o el grupo al cual pertenezcan sus usuarios. O por el pedido que se les haga a
los invitados a una ceremonia. La lista de géneros y subgéneros es larguísima, como
larguísima es la lista de frutas, árboles, flores, seres alados, seres acuáticos, seres
del submundo, seres luminosos, seres redondos, alargados, seres protectores, esen-
cias, etc. Esa coincidencia entre multiplicidad de seres y formas de representación
respalda la riqueza de las elaboraciones poéticas humanas en general y minika en
particular. De estas últimas poco se dice en nuestras academias y se encuentran,
por efecto del desprecio cultural, secretamente prohibidas a nuestros hijos.

Kirig aiai m e i ñu a (r e v i sión de los canast os)


Hasta donde nos ha sido posible establecer, el estudio del los kirigaiai por fuera del
mundo minika se inició hace más de cien años. Fue Koch-Grünberg quien, con la
ayuda de Ernst Berner, primero, y de Hermann Schmidt, luego, estableció en dos
oportunidades un vocabulario de la lengua minika, con traducción al francés en
1906 y al alemán en 1910. Koch-Grünberg y sus colaboradores lamentablemente
no le dieron a esta lengua el nombre que tiene entre sus propios hablantes, minika, 229
o el nombre que recibe esta lengua en las otras culturas parientes de los minika, sino
que se dejaron llevar por el entusiasmo exotista del botánico alemán Carl Friedrich
von Martius (18316) y del viajero francés Jules Crevaux (1883), quienes respectiva-
mente habían divulgado la noticia sensacionalista de haberse encontrado, supues-
tamente, con una tribu caníbal en cercanías de lo que hoy se llama Araracuara y La
Chorrera. Koch-Grünberg adoptó la voz foránea de origen karijona7, “Ouitotos”
(1906a: 157), divulgada por Crevaux, y que significaba, según Koch-Grünberg, ade-
más de caníbal, “ennemi”, enemigo (1906a: 158). Esta voz, que se impuso de manera
acrítica en el ámbito académico, dejó de lado el nombre originario de varias lenguas
emparentadas cultural y geográficamente. Culturas que se autodenominan, como
ya lo hemos señalado en la nota 4, jibina, diona, farekatofe nairai, es decir, hijos de
las plantas de coca, tabaco y yuca dulce. Y se dividen en numerosos grupos, con
sus respectivas variantes dialectales. Decir minika, mika, bue o nipode –para sólo
mencionar las cuatro que todavía se hablan y entienden entre los Jitomagaro– sig-
nifica exactamente ¿qué es? Es decir, en el origen mismo de la lengua se expresa una

6 La publicación en 1992 de la novela Frey Apollonio de von Martius revela, sin embargo, que el botánico poseía
dos visiones distintas frente al mundo indígena del río Caquetá. La obra literaria se aleja del simple exotismo
del investigador e incluso llega a defender y a exaltar las formas de vida nativas.
7 De particular interés resulta el hecho de que exista en tradición minika un género poético específico dedicado
al tema de las relaciones entre los minika y los karijona. Nos referimos al rafue karijona, en el que se transmiten
en lengua karijona los cantos de sanación que los minika desarrollaron para cerrar la armonización con sus
enemigos. Aunque la lengua karijona está casi extinta, los cantos karijona de los minika son numerosos y aún
conservan gran vigencia en las ceremonias que hacen los minika en Leticia, Medellín, Cali y Bogotá.

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conciencia clara sobre la función del lenguaje en el proceso de conocimiento y


de la interacción entre el hombre y la naturaleza. Casi que el lenguaje se mues-
tra más en su funcionamiento que en su significación. Fundar el lenguaje, de
acuerdo con el Dijoma jagagi, uno de los jagagiai más divulgadas en Occidente,
es igual a fundar el conocimiento.
El aporte de Koch-Grünberg al estudio de los kirigaiai consistió sustancial-
mente en tres aspectos: 1) descubrir que tales lenguas constituían “un groupe lin-
guistique nouveau” (1906b: 160), 2) desarrollar un sistema de recolección léxica
por campos semánticos simples, digamos “partes del cuerpo”, “utensilios”, “medi-
cina” (1910: 66), que mostraban la profunda relación entre estructura de la lengua y
visión de mundo entre los minika y 3) publicar en alemán una antología de jagagiai,
sin emplear este término –Koch-Grünberg habla de Märchen (1920)– y basado
en grabaciones propias y de otros investigadores de varias culturas amazónicas,
con las que logró mostrar motivos y personajes recurrentes en este género. Efec-
tivamente, en los vocabularios fijados por Koch-Grünberg aparecen por primera
vez términos básicos para el estudio de los géneros minika. Así, por ejemplo, fue
230 (1906b: 163), kirigai (1906b: 165) e inarako (1910: 64). Además de personajes cla-
ves de los jagagiai como Jitoma (1906b: 165). Esto sin mencionar que presenta una
lista de frases que son todavía útiles para la lectura y la comprensión de los jagagiai
y los ruakiai transcritos por otros investigadores, en especial Preuss y Echeverri.
El caso de Preuss es de singular importancia, y debe ser presentado hasta hoy
como el mayor compilador de los géneros poéticos minika. Claro está que con-
viene hacer una precisión: cuando se habla de Preuss en Colombia se debe pensar
también en sus editores y traductores, es decir, en Petersen y Becerra. Entre el
libro de Preuss, publicado en Alemania en 1921-1923, y la versión que publicaron
Petersen de Piñeros y Becerra, en 1994, en Colombia existe un proceso editorial
basado en la investigación etnolingüística que no se puede reducir al término de
simple traducción. Petersen y Becerra son investigadores de la cultura mika doode
y amplían, complementan y, en muchos casos, corrigen la investigación de Preuss.
Para el caso de los kirigaiai, diríamos que la compilación de Preuss es la primera
y más variada que conocemos; aquella que ha animado a los investigadores pos-
teriores. La versión alemana presenta un gran número de kirigaiai y, aunque no
los clasifica con los términos particulares de la lengua mika, sí logra agruparlos
según sus características y usos. Valga decir, tan sólo de paso, que las interpreta-
ciones que hace de ellos son, sin embargo, demasiado reducidas y están ancladas
aún en modelos difusionistas y en conceptos panlunaristas (Zuluaga, 2012). Al
confrontar los kirigaiai registrados en el libro de Preuss con los narrados o can-
tados por los hablantes del mika o del minika hoy en día, se confirma la inmensa
utilidad del trabajo del alemán. Muchos de los jagagiai, por ejemplo, se conservan

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en la memoria colectiva, pero se han perdido detalles importantes que se pueden


recuperar gracias a las transcripciones de Preuss. Frente a la terminología que
empleó el alemán, se debe precisar que, antes que un ejercicio de presentación de
géneros poéticos desconocidos, fue un intento de adaptación de los géneros poé-
ticos indígenas a un imaginario europeo tradicionalista y canonizado. No habló de
Märchen como Koch-Grünberg, pero en las versiones libres que hace de los jaga-
giai es patente su afinidad con formas narrativas propias de los cuentos de hadas
y de los hermanos Grimm. Y debido a que su proyecto se enmarcaba en el estudio
de las religiones del mundo, inscribió los materiales recogidos en categorías como
Mythen, Gesänge y Fest. No obstante, cuando se leen las transcripciones se des-
cubren los términos precisos a los que corresponden muchos de los materiales.
Así, por ejemplo, se habla de un sinnúmero de géneros y subgéneros apenas hoy
estudiados superficialmente, por no decir todavía ignorados. Preuss habla de bai,
okima, yadiko, rafue, y los clasifica con el genérico de fiesta; también de jira, bajo
el rótulo de conjuro, y de ruai, yadibi y eiki, en el sentido de canto, y, por último,
de bakaki, como Erzählung, cuento. Preuss abre un nuevo campo de investigación
dentro de los estudios de los géneros poéticos. Enuncia la existencia de géneros 2 31
desconocidos en Occidente y brinda una muestra de algunos ejemplos. Pero la
edición alemana de los kirigaiai compilados por Preuss no pasa a caracterizarlos
ni a estudiarlos desde sus propiedades poéticas internas ni desde sus funciones
sociales, sino que los asimila a formas ya conocidas en el imaginario europeo.
La edición en español del mismo libro, aparecida en 1994, y que debe ser leída
en compañía del libro de Petersen del mismo año sobre la lengua uitota, da origen
realmente a una filología mika doode y minika. Estas dos publicaciones representan
una descripción sistemática de las propiedades fonológicas y morfosintácticas de la
lengua mika. Esa tarea implicaba, por supuesto, partir de Preuss, pero haciéndole un
ajuste significativo a la grafía y realizando una verificación de las versiones publica-
das en 1921. Petersen y Becerra poseen un conocimiento más riguroso de la lengua
en cuanto a su funcionamiento y logran fijar los textos en un modelo más legible,
pues es muy cierto que las transcripciones de Preuss son muy erráticas, debido a
las precarias condiciones de grabación. Sin embargo, en cuanto a la comprensión
de los géneros discursivos mika doode y minika, trazan apenas un aporte reducido.
Petersen y Becerra, lamentablemente, siguen hablando de mitos. Y es muy curioso
que, por ejemplo, allí donde Preuss avanzó, sus traductores retrocedieron. Preuss
define bai8 como “Fest” (1921: 685), mientras que sus editores en Colombia
hablan de “ritual de la antropofagia” (Preuss, 1994: 801). Hay casos en los que

8 Se refiere a un tipo de rafue especial, dedicado a la sanación de la familia después de una muerte provocada,
en razón a que la víctima fue vencida por mano humana o por la enfermedad inducida. Bai podría provenir de
baitabide o dejarse vencer, inide o sueño, una forma del morir, y de ekua, lamento.

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incluso desaparecen las denominaciones establecidas por Preuss y sus informantes.


Así sucede con el término ruai, que en la grafía de Preuss aparecía bajo la forma
ruae, y definido como canto. En el vocabulario corregido de Petersen y Becerra esta
denominación discursiva mika no toma su lugar correspondiente, es decir, ruaki.
Tal vez por estas razones, en un artículo posterior, el mismo Becerra
expresa su descontento frente a la aplicación de teorías y denominaciones forá-
neas sobre las concepciones indígenas: “Los lingüistas y los antropólogos que
se ocupan de la descripción de la lengua y la cultura de los uitotos no tienen
en cuenta la noción de palabra del pueblo que estudian” (Becerra, 1998: 27).
Para subsanar este error, Becerra desarrolla el concepto de palabra (uai) que
maneja su cultura, a partir de dos ejemplos transcritos, un jagagi y un jira.
En ambos casos es ilustrativo del contexto en el que se emplean tales géneros.
Además, hace una lista de las profesiones vinculadas al uso de la palabra; algo
profundamente útil en la comprensión de la división social de las profesiones
ligadas al arte verbal. Tales conceptos han ampliado profundamente la com-
prensión de las funciones pragmáticas de los géneros minika. Queda pendiente,
232 sin embargo, un estudio más detallado de las características formales y de la
variedad de tales géneros, y de sus relaciones internas, teniendo en cuenta su
utilidad en la memoria colectiva de esta cultura.
El trabajo interpretativo más ambicioso en este campo lo ha emprendido
Urbina, quien en repetidas ocasiones y a lo largo de muchos años se ha ocupado de
las definiciones de algunos kirigaiai desde una perspectiva más bien intercultural y
bastante orientada a las comparaciones con el pensamiento occidental. Además de
apropiarse de los kirigaiai para desarrollar su propia obra poética, una propuesta
literaria bastante inusual en Colombia. De forma dispersa, Urbina entrega algunas
versiones libres y a veces bastante creativas de géneros como bakaki, jagagi y rafue.
Urbina se deja inspirar por las suscitaciones, más que por el análisis de los concep-
tos registrados. Por otro lado, se basa más en las traducciones que en las transcrip-
ciones de las grabaciones. Una dificultad adicional radica en las diversas denomi-
naciones y en sus posibles contradicciones. Es posible pensar y creer, siguiendo a
Urbina, que en las lenguas minika, mika, bué, nipode, existen palabras diferentes
para kirigaiai semejantes. En este contexto, se afirma que “los hablantes del dia-
lecto búe y mïka utilizan la forma bakakï para referirse a los mitos; los del dialecto
nïpode dicen ïïgaï y los del mïnïka dicen jagaï” (Urbina, 2010: 17). Consideramos
que Urbina se confunde un poco en este punto, pues hemos podido determinar
que se trata de géneros diferentes con características singulares. Nos resulta sin
embargo problemático pensar que el término mito deba ser el traductor universal
para esa gran variedad de términos indígenas. Más bien insistimos en que hace
falta emplear una filología indígena propia que permita desentrañar los sentidos de

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los conceptos en cada lengua. Urbina no afronta esta tarea, pero propone acerta-
damente un equivalente ya conocido en Occidente. Así sucede con la explicación
de que la palabra bakaki contiene la expresión bakï, que equivale, por un lado, a
contaminación y, por otro, a tabú (2010: 17). Ahora bien, hay que entender el pro-
pósito de Urbina. Él trata de darle dignidad filosófica a los kirigaiai, equipararlos
a conceptos de la filosofía griega antigua. Tal intento, loable por cierto, no se con-
solida realmente, pues se vuelve a las formas de colonización terminológica. Por
tanto, la propuesta de Urbina debería ser leída de manera inversa, es decir, como
una invitación a pensar la filosofía antigua desde el modelo minika. Así, veríamos
los resultados novedosos de esta relación intercultural en las cátedras de filosofía.
Con todo, Urbina es el investigador que más se ha preocupado por la amplia-
ción del concepto rafue. Así, su definición de rafue abre nuevas posibilidades de
comprensión de lo que se veía en Preuss apenas como una fiesta o un ritual. El
rafue, dice Urbina, es “ente que está o sale de la boca”, y en este caso, se transforma
en “palabra cargada de fuerza, eficiente” (Urbina, 2010: 18), palabra creadora. Esta
propuesta es estimulante para el pensar, pues al mismo tiempo que establece el ori-
gen de la palabra en la ceremonia, le atribuye a la ceremonia el papel fundamental 233
del lenguaje: ser palabra en acción o hacer amanecer, para decirlo con las palabras
de los minika. Lo que enriquece la relación entre pensamiento y acción, en especial
en sociedades que no han cosificado la palabra fuera del cuerpo humano, es decir,
en el alfabeto. Lo que Urbina aún no ha podido mostrar con claridad es el modo
en que se relaciona la palabra-acción del rafue con la palabra de los otros kirigaiai,
aunque uno de sus colaboradores, Jitoma Zafiama, señala que la palabra que no se
lleva a la ceremonia puede quedar perjudicando en el ambiente, como es el caso de
uiki rafue. Si bien Urbina define el canasto como “símbolo del conocimiento”, en
cuanto el “hombre es un continente (canasto) donde se guarda, decanta y acrisola
el saber-poder” (Urbina, 2010: 56), se ve que en este nuevo campo de investigación
todavía hay muchas ideas seductoras que están sueltas, que se confunden unas
con otras. Decir, por ejemplo, que el vocablo iigai se traduce como “historia de
castigo” no permite realmente fijar las características narrativas y dialógicas espe-
cíficas de este género, sino que más bien le superpone otras que le son ancilares.
En la misma línea de Urbina, pero con una mirada más general de la cul-
tura, se publicó el trabajo de Yepes (1982) sobre los “huitoto”. De vigencia resulta la
relación que el autor establece entre estatuaria en madera, historias y ceremonias.
Yepes menciona varios géneros poéticos de los “huitoto” y transcribe lo que él llama
una historia, que en verdad es una versión española de un jagagi. Yepes entiende
por jagagi o igai “historias para olvidar” o “historias de castigo”, pues “fracasaron en
la dinámica de la cultura y la sociedad” (Yepes, 1982: 20). Además, Yepes propone
que el rafue sea entendido como una “acción verbalizada”, y el bakaki como una

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“realidad vivida” (Yepes, 1982: 20), pero no profundiza realmente su propuesta. Sin
embargo, esa mirada permite evidenciar la mutua e íntima relación entre los diver-
sos géneros poéticos de los “huitoto”. Yepes dice que el “bakaki también tiene carac-
terísticas peculiares según el contexto en el que se manifieste” (Yepes, 1982: 20). Así,
valdría la pena contrastar estas nociones con las de los abuelos Jitomagaro y tratar
de reconstruir el jagagi de Moniya amena, o el árbol de la abundancia, que recoge
Yepes al final de su libro. Llama la atención de esta versión la mezcla de idiomas,
los fragmentos alternados de narración en español y de canto en murui-muinane.
Otro aporte al estudio de las formas poéticas minika lo ha hecho Eche-
verri con su excelente trabajo de transcripción, traducción e interpretación de
la obra de Hipólito Candre, Kinerai. Esta obra conjunta inicia en Colombia la
descripción teórica de las formas poéticas minika, en sentido estricto. No sólo
presenta una caracterización formal, sino que además hace un estudio de las
funciones comunicativas que tienen los recursos expresivos empleados en los
kirigaiai, aunque en ningún momento se habla de género poético, sino más bien
de rafue como palabra en general o en sus diversos usos, y de yetarafue como
234 palabra de disciplina9. Al parecer, los textos de Kinerai se inscriben en el género
yetarafue, un género dialogado de utilidad para la educación y la formación
de los discípulos. A veces puede ser muy corto y demoledor, como el siguiente
que nos contaron en la ananeko: “el que come del casabe que se encuentra en el
tiesto, puede tener un accidente”. Los de Kinerai son largos consejos e indicacio-
nes de vida. Echeverri es el primer traductor no minika y se toma en serio la tarea
de simular en la escritura las características de las composiciones orales. Por esta
razón, se puede ver por primera vez la forma oral del yetarafue en las transcrip-
ciones: “Ie jira mei, / eiño / ua jieño. jmm jmm” (Candre y Echeverri, 2008: 36). La
repetición del jmm como respuesta del interlocutor ya implica una recuperación
importante para la comprensión de las formas poéticas de la cultura minika y un
aporte a las forma poéticas de las tradiciones latinoamericanas.
Dentro de las interpretaciones de los kirigaiai, el trabajo más detallado
y cuidadoso es el de Gasché. Este investigador propone una metodología para
el análisis del eiki donde se destaca la sistematicidad de la traducción, dividida
en cuatro versiones graduales para el análisis. Enumera las características del
género y logra identificar cuáles son sus implicaciones retóricas, pragmáticas
y sociales. El uso del eiki (canto-adivinanza) –explica– pone a prueba el cono-
cimiento del dueño de la fiesta (rafue naama). Y, más precisamente, pone a
prueba su “capacidad de asociar onomatopeyas y ciertas palabras del canto –no

9 Un estudio más amplio de este género debería considerar el análisis de yetarafue a partir de las siguientes
categorías: yetade (palabra para el buen vivir) y yede (transmitir la palabra, ladrar, instruir, untar). De hecho, el
yetaraima es el que enseña a vivir bien.

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todas– con frutos, peces, animales, incluyendo insectos, fenómenos climáticos


y elementos y gestos culturales” (Gasché, 2007: 98). Gasché señala el alto grado
de interculturalidad que ofrece este género en relación con otras culturas ama-
zónicas vecinas que también lo utilizan en sus propias lenguas.
Debemos mencionar una última obra: la compilación de Kuyoteka. Es un
compendio tan grande como el de Preuss y significativo en su diversidad de
kirigaiai. Con una diferencia básica: la circunstancia de escritura. El material
fue redactado en español por un minika y bajo la asesoría de un sacerdote cató-
lico. Se trataba de escribir una especie de biblia minika. Por eso, el material
abunda en referencias católicas y en recursos retóricos propios de los textos
sagrados. No obstante, contiene versiones poco conocidas de algunos jagagiai
y jira; así como detalles sobre nombres de lugares y personajes que son útiles
en su interpretación.
No podemos dejar de nombrar, además, a Eugene y Dorothy Minor (1987),
la pareja que, gracias a su prolongada estancia entre los minika, logró armar un
vocabulario bilingüe básico minika-español. Este diccionario ilustrado nos ha
facilitado profundamente la entrada a la lengua minika y nos ha permitido el 235
cotejo de términos, graf ías y sentidos con los abuelos Jitomagaro, trabajo sin
el cual hubiera sido imposible iniciar nuestra investigación.
Este breve recorrido por los estudios precedentes de los kirigaiai de la
cultura minika plantea una necesidad urgente: fundar una teoría particular de
los kirigaiai que sirva de marco general para describir e interpretar cada uno
de los géneros y subgéneros. Aquí queremos proponer una posibilidad, pero
reconocemos que el trabajo aún está por hacerse. Antes que discutir el signifi-
cado aislado de los términos, nos parece útil señalar la lógica de los kirigaiai,
por lo menos como nos la han explicado en el clan Jitomagaro. Nos referimos
a una relación de inclusión/imbricación entre los kirigaiai. Consideramos que
se debe pasar del kirigai más complejo –porque teje el mayor número de len-
guajes–, el rafue, al más expositivo –aunque siempre basado en el diálogo–,
el jagagi, y de éste a los otros géneros más coyunturales y hasta de ejecución
individual (fakariya) o colectiva (zijina, ruaki, etcétera).

R a fu e y u a gai: e l hi lo avisado del rafue


El rafue es el kirigai mayor de la cultura minika. Esto quiere decir que de él se
desprenden los otros géneros y subgéneros, y que ellos no existirían sin aquél.
Podríamos hablar también del rafue como el espacio de escenificación general
de la cultura, pues allí intervienen todos los lenguajes: la narración, el canto, la
danza, la gastronomía, los tejidos, la pintura corporal, las medicinas. Existen tan-
tos tipos de rafueniai como motivos y formas de socialización y de interacción

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entre los clanes y entre los clanes y la naturaleza. Kuyoteka enumera catorce cla-
ses de rafue (1997: 19). Pero sin duda hay más, pues entre los motivos se cuentan
la cosecha, cada tipo de fruta, la cacería y los diferentes animales, el nacimiento,
el matrimonio, la enfermedad, la sanación, la muerte, la pisada de la ananeko,
las épocas del año, etc. Además, cada clan puede distinguirse de los otros en su
forma particular de especializarse en un tipo de rafue, bien sea yadiko (el de la
anaconda), yuaki (el de la abundancia de las frutas), o bien sea uiki (el de la pelota
de caucho). No obstante, los rafueniai poseen una estructura básica común, aun-
que más o menos variable, según el motivo y las formas de socialización.
Tomemos un ejemplo perteneciente al tipo llamado yuaki10, carrera profe-
sional que siguen los Jitomagaro. Si pensamos en la piña, digamos, en el nombre
genérico roziyi, tendríamos la posibilidad de planear un tipo de rafue para pedir
piña o frutas. A este rafue, entonces, se le denomina por eso mismo yuaki. Se pide
la piña, precisamente, cuando está en cosecha o cuando se quiere curar, con ayuda
de este fruto, alguna enfermedad. La jikaka (lo que se pide) es ya el comienzo de
la sanación y de la sabiduría. El conocimiento del mundo está relacionado con el
236 eiki o saber cifrado sobre la preservación del ecosistema. De ahí que la estructura
del yuaki rafue responda también a una forma particular de escenificación colec-
tiva: 1) Días antes de la invitación oficial de los cantores y danzarines, se cuenta
un jagagi apropiado para la ocasión. Fue por esto que escuchamos el de Zaiérani,
es decir, el del origen de las frutas, que hace énfasis en el origen de la piña. 2) Para
llevar a cabo la ceremonia, el rafue naama11 o dueño y organizador del rafue invita
a dos grupos: los muinama o los de abajo del río, y los muruima o los de arriba
del río. Cada grupo debe preparar su repertorio de ruakiai, según el tema, la oca-
sión y el rafue naama. 3) El día anterior a la llegada de los invitados (nakoni), el
grupo anfitrión (rafuenani) repasa su propio repertorio y se prepara para aprobar
el examen. 4) Cuando llegan los invitados, aproximadamente a las 2 de la tarde,
se inicia con un tipo de canto especial, el fakariya, con el fin de desafíar al dueño.
Son cantos individuales, pero los dos grupos invitados cantan al mismo tiempo,
para probar la concentración del rafue naama. 5) Luego vienen los zijina eiki o
cantos de entrada con acertijo. Cada grupo presenta sus adivinanzas y el anfitrión
y sus ayudantes deben resolverlas; de lo contrario, serán motivo de burla, pues las

10 El orden de aparición y los géneros poéticos empleados en un rafue varían en cada tipo de celebración. Aquí
describimos la estructura del yuaki, el rafue en el que se nos ha permitido colaborar como asistentes y par-
ticipantes. Aclaramos que aparte del yuaki existen los rafueniai de ziki –también conocido como okima–, de
menizai, de yadiko, y muchos otros que no conocemos.
11 Entre los Jitomagaro se suele llamar al rafue naama con la expresión urukimo, cuando se hace referencia no a
la persona en particular que organiza la celebración, sino a la entidad superior que lo orienta en esta labor, es
decir, el padre que cuida y protege a todos los seres de la naturaleza, a quienes considera sus hijos. Para seguir
la labor del urukimo es indispensable haber construido una ananeko y haber realizado varios rafueniai.

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respuestas se refieren al conocimiento y cuidado del ecosistema. 6) Después del


examen, se pasa a una fase menos tensa y de mayor regocijo, en la que se recogen
los pagos o las piñas solicitadas. Enseguida se canta el baijonia, que son los can-
tos de apertura a los cantos propiamente específicos para la sanación colectiva. 7)
Entre las 7 de la noche y las 12 de la medianoche los grupos se alternan para cantar
sus ruakiai, entre los que se cuentan los cantos de agradecimiento a las medicinas
ancestrales y a las frutas en general. 8) Desde la medianoche y hasta las 4 de la
madrugada se cantan los añuaki: son cantos de sanación y de merecimiento del
alimento. A través de ellos se abre un nuevo mensaje de abundancia. 9) Entre las
4 y las 5 de la madrugada se utilizan los monayaruai o cantos para hacer amane-
cer. Es el momento en el que la palabra se vuelve obra y, por ende, sanación. 10)
Para cerrar la ceremonia, se interpretan los faniyaruai o cantos de salida, en los
que deben participar todos los invitados. Durante la danza los anfitriones recogen
los últimos regalos y reparten equitativamente los alimentos y las medicinas a los
invitados. Luego se unen a la danza y salen de la ananeko. Por ese carácter global
y ecosistémico, la escenificación del rafue, con todos sus elementos previos y pos-
teriores, da contexto a las diversas formas de expresión de los minika. Lo ritual 237
codifica y prepara la utilización de los kirigaiai cortos y extensos. Este contexto se
conserva y actualiza y pone a prueba a todos los depositarios de la palabra ancestral
o uaigai. En ese marco es posible entender con mayor precisión cuál es la función
de cada kirigai. Por ejemplo, el jagagi, del que hablaremos a continuación.

J a g a gi y u a gai: c o ntar el jagagi


El jagagi, aunque de corte más bien expositivo y narrativo, es una obra total de
gran poder de cohesión social, pues el momento de su ejecución coincide con un
diálogo directo con la comunidad. Y esto quiere decir, entre otras cosas, que el
público escucha, asiente, reafirma, contradice o entona las palabras del sabedor
y de los personajes. El público es coro y evaluador del talento del contador del
jagagi. Con onomatopeyas o juicios abreviados el público participa en el proceso
de creación del jagagi. Así, se utilizan expresiones como ji (para asentir), jmm
(para contrastar y aumentar la expectativa), uáfuena (para reafirmar: “¡Así fue!”).
A esta versatilidad del estilo del jagagi se suman su gran diversidad temática y su
capacidad para incluir otros kirigaiai. Del jagagi se desprenden, desde un punto de
vista temático, tanto los otros kirigaiai desarrollados en el rafue (fakariya, baijo-
nia, etc.) como los otros empleados principalmente en la educación (yetarafue) o
en la curación (jira). Todos más bien coyunturales, pues desarrollan los motivos y
las figuras presentadas en los jagagiai. Canastos como el yetarafue y el jira pueden
llegar a ser más eficientes, inmediatos, y hasta vistosos, que el jagagi, pero nunca
tan diversos en su repertorio de recursos expresivos. La gran diferencia que tienen

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entre sí estos kirigaiai es precisamente que el jagagi da fundamento al origen de la


cultura en general y al del clan en particular, mientras que los otros lo reafirman.
El jagagi da lugar a la cultura, porque nombra por primera vez el mundo y los
seres que lo habitan, los organiza, los dota de un territorio, de una función, y les
determina su quehacer, sus poderes, en mutua interdependencia. Es en el jagagi
donde nacen los clanes, los ríos, los pozos, las cascadas, las plantas sagradas, los
alimentos; donde se ponen a prueba las leyes morales, intelectuales, los órdenes
ecosistémicos. Los saberes se amplían, se restringen o se modifican, según intensi-
dad, extensión, intención y situación de los hablantes y oyentes.
El jagagi puede ser, por eso mismo, muy breve, largo, o de una extensión
equiparable al paso de días enteros. Es fundacional, por otro lado, porque el
kirigai del jagagi contiene el origen, el presente y la historia de una humani-
dad. De ahí que se trate de un canasto bastante protegido y secreto. De ahí que
la invasión cultural siempre haya intentado sustituirlo con los relatos bíblicos
o prohibirlo, como sucedió durante las caucherías. De hecho, la colonización
del pensar minika ha tratado de contaminar los jagagiai con nombres y moti-
238 vos cristianos, lo que ha afectado terriblemente la identidad de los clanes y de
sus integrantes, quienes se ven obligados a portar un nombre judeocristiano,
en detrimento de sus nombres ancestrales. Pero los jagagiai resisten, crean
un vínculo indivisible e invisible para el invasor entre el ayer más remoto y el
presente más inmediato. Literalmente, jagagi significa “tejido de hilo y aliento
de los ancestros”. Es decir, el mismo aliento que creó al mundo en el pensar,
en la palabra y en el sueño. Los creadores del mundo son aquellos que tocan
lo imaginario, “fore”, lo misterioso, “jana”, el estado de desautomatización de
los sentidos y del pensar, “nikai” (Preuss, 1994: 18). Por eso, la creación del
mundo no sucedió, sino que sucede, sigue sucediendo, viene sucediendo en
el trance individual o colectivo que experimentan los narradores del jagagi.
Parir el mundo, cuidarlo, no fue simplemente la tarea de los antepasados,
sino que es la tarea de los vivos de hoy, quienes en su aprendizaje con los
antepasados, que nunca se han ido, van haciendo y conociendo cada ser de la
naturaleza, los visibles y los invisibles. El jagagi está vivo cuando se narra, es
decir, cuando se activa como hilo conductor de la colectividad, cada vez que
alguien abre su canasto y lo hace vivible, aplicable. De tal forma que la crea-
ción del mundo, el origen del clan, el descubrimiento de las enfermedades y
de las medicinas y las vivencias de los seres en el mundo no son propiamente
narrados, sino experimentados, celebrados, discutidos. Hay tensión, nervio-
sismo, en quien cuenta y en quienes escuchan los jagagiai. Se corre el riesgo
de convertirse en un tema no tratado apropiadamente, se corre el riesgo de no
aprender a corregir los errores de un personaje fracasado.

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Lo especial del jagagi son su estilo y su estructura narrativa. Los jagagiai


se deben narrar por itofe, una palabra visiblemente emparentada con la abun-
dancia, el crecimiento y la búsqueda del conocimiento. Los itofe o episodios
son la metáfora del trasegar de un sabedor en la vida, las etapas de la planta
desde su germinación hasta su emergencia en el mundo de arriba. Estricta-
mente analizado, el concepto itofe (estaca o esqueje) se puede definir a partir
de los siguientes elementos: igai (hilo invisible), toi (mascota o lo domesticado),
fede (volar, ascender, crecer) y feiñede (que no se olvida). En síntesis el itofe hace
referencia, entre otras cosas, al origen de la agricultura entre los minika, enten-
diendo que el hilo invisible o la sabiduría ancestral ha permitido domesticar la
naturaleza para que ella crezca al servicio de lo humano, y no se olvide, pues,
que la naturaleza domesticada recuerda e ilustra los procesos vitales.
Ejemplos de itofe en la agricultura minika son farekatofe (la yuca dulce) y
juzítofe (la yuca brava), porque crecen por esquejes o estacas. El itofe del jagagi
recuerda el ideal de que una obra de arte es un organismo vivo. Es decir que tiene
su ritmo propio y nace y crece, según se alimente. La teoría que explica las caracte-
rísticas del jagagi pareciera ampliarnos esta percepción de lo estético. Los minika 239
le dan el nombre de itofeniai, es decir, etapas de formación de un retoño, de un
feto. Narrar por itofe significa, entonces, mostrar lo narrado como un proceso
vital. Hemos podido identificar nueve itofeniai dentro de la estructura narrativa de
un jagagi; nueve, como los meses del embarazo. Cada etapa corresponde a un tipo
de palabra de poder: taino uai (palabra de la nada), fia uai (inspiración), komuya
uai (formación), jenuai uai (búsqueda), jaieniki uai (palabra del huérfano), jorema
uai (conexión con la esencia), fakariya finoriya uai (preparación), rafue uai (cele-
bración) y nimaira yoneraima uibira (saber portar la sabiduría). Cada etapa puede
ser leída también como un capítulo, pero no como un capítulo independiente, ni
como capítulos organizados linealmente. Ninguna de estas nueve etapas puede
ser vista como el comienzo o el final de una historia. Más bien son perspectivas
desde las cuales se pueden referir la historia de la humanidad o sus respectivas
transformaciones. Santiago Largo (2011) ha visto en este respecto la importancia
del fenómeno de la finoriya (transformación) dentro de la dinámica de los jaga-
giai. Algunos de los jagagiai insisten más en un itofe que en otro o centran más
la expectativa en la preparación que en la administración de la sabiduría, y así,
un sinnúmero de posibilidades. Son opciones para el pensar que descontextua-
lizan y recontextualizan los saberes, los sistemas de representación del mundo.
Eso demuestra, además, que el jagagi se puede transformar constantemente uti-
lizando procedimientos simples. Cuando los sabedores cuentan un jagagi suelen
decirnos que ellos no son los inventores, que fueron otros, tal vez un abuelo, tal
vez un tío. Esta advertencia les facilita la tarea de ajustar los hechos de la ficción a

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la circunstancia más inmediata. Cuando quieren terminar su relato, suelen recor-


dar que ellos cuentan como lo pueden contar, pues “jiáimie jiainodo yote”, dice
Kuegaromui (2012: 53), es decir, otros lo narrarían de otra manera, con más o
menos aventuras, encuentros, luchas, combates, trucos, bromas, prohibiciones,
cantos, consejos, etc. Otros lo narrarían con pesadez y longitud o con fugacidad
y velocidad, pues son conscientes del hecho ficcional: “fia jagaiza” (Monayatofe,
2012: 79), es puro jagagi (y dentro del jagagi se pueden resumir o alargar las accio-
nes). Alguien dice: “¡Siembra este esqueje!, y de inmediato se puede arrancar el
tubérculo de la yuca”. Ésta suele ser la lógica narrativa de una jagagi.
Esta maleabilidad del material verbal autoriza a los contadores de los
jagagiai, de algún modo, a cortar o alargar la historia, a eliminar o incluir per-
sonajes. Asimismo, y ya que la estructura general del jagagi también lo per-
mite, se pueden adicionar diálogos entre los personajes fijos y sus respectivos
joriai (seres protectores o guías) o inventar cantos funerarios para conmemo-
rar y recordar la muerte de algunos personajes. Los personajes en su conjunto
tienen una propiedad esencial, la finoriya o capacidad para transformarse, y
24 0 por eso nunca mueren realmente. Más bien, pasan de un jagagi a otro, a veces
con el mismo nombre o con otros muchos nombres. De un canasto pasan a
otro, sin importar la medida de lo causal o lo esperado. Y pueden ser, al mismo
tiempo, el ancestro más remoto o el pariente recién nacido, el salvador y villano
de la cultura, la comunidad en su conjunto o una parte de ella, el cómplice de
los crímenes o la víctima. Hay una inestabilidad fundamental en estas figuras
que nunca les permite ser de una forma y tener una identidad definitiva, sino
todo lo contrario, siempre en cambio desde un abajo profundo, desde lo más
acuático hasta lo más etéreo. Por eso, no debe sorprender que un minika tenga
muchos nombres a lo largo de su vida, dependiendo del perfil, del manejo que
le haya dado a sus acciones.
El jagagi se teje con los hilos y alientos de los ancestros. De ahí que posibilite,
en múltiples formas y contextos, la recuperación y la actualización de los secre-
tos de la selva. Tomemos como ejemplo el Dijoma jagagi, la obra de la tradición
minika más conocida en Colombia, gracias a la labor de transcreación empren-
dida por Fernando Urbina. El Dijoma jagagi resume la historia de la cultura (el
origen de las herramientas, de las medicinas, etc.) y preserva conocimientos indis-
pensables para la comprensión del medio ambiente (relaciones entre especies ani-
males y vegetales, y entre ellos y el cosmos). Dos de sus personajes –la nuio y la
nuiogitofe, la boa y una clase de yuca brava– no son pensables de manera separada,
sin tener en cuenta la forma y el ecosistema de los ríos. Nuio es a la vez io, es decir,
camino. Nuio es barca, río, camino. “Kuio”, contesta la nuio cuando se le llama.
Con esta palabra indica que ella hace el camino: Kue (yo), iye (río), io (camino).

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Esta síntesis fascinante de conceptos evidencia que los jagagiai no hablan del
mundo animal como excusa para hablar de los humanos, como podría suceder en
la fábula, sino de una simbiosis necesaria entre los múltiples planos del cosmos.
La nuio no es apenas la dueña del mundo del agua dulce, sino también, y gracias a
su capacidad devoradora, la transportadora de plantas y humanos, la polinizadora
de especies y culturas. Ella lleva la nuiogitofe (yuca brava) y la roziyi (piña) de un
lugar a otro, aunque estén alejados miles de kilómetros. Ella es portadora de sabe-
res de varias culturas. Al tragar a los pueblos, transporta en su interior a los sabios
sobrevivientes, como sucede con Riama, un miembro de las culturas del Caribe,
y a Dijoma, un representante de las culturas del Sur. Sin la yuca brava, los pueblos
ancestrales de la selva tropical húmeda y los del Caribe insular y continental difí-
cilmente hubieran sobrevivido durante tantos milenios. El almidón que se extrae
del tubérculo tragado por la nuio fue un descubrimiento humano trascendental
desde hace más de diez mil años. Del interior de la nuio sale, además, la yema de
la piña. La piña viene del Norte y es un ingrediente esencial de las bebidas rituales
del Sur, fabricadas de almidón. La diversidad cultural se expresa también en el
maguaré, un invento fabricado a imagen y semejanza del tronco de la nuio. De la 241
parte más gruesa del cuerpo de la nuio se obtiene la idea de los juarai, o cilindros
del maguaré, cuya música, escuchable a 20 kilómetros a la redonda, es comparable
al teléfono celular moderno.
Paralelamente al listado de nombres de plantas, animales y lugares
sagrados, implicados en la conservación del medio, el jagagi contiene un
manual para el buen vivir, un curso de ética para el conocimiento y el com-
portamiento familiar. Yúkote, por ejemplo, es el concepto esencial de una ver-
sión del Dijoma jagagi. El término yúkote adquiere relevancia, si se piensa
en los peligros del conocimiento, de la ciencia y la técnica. Yúkote sintetiza
el fracaso de la administración del conocimiento en manos de seres sober-
bios, irresponsables. “Dijoma yúkote”, dice explícitamente el jagagi. Es decir,
Dijoma fracasó. Y al hablar de Dijoma el jagagi no se refiere a una persona
simple y común dentro de la sociedad, sino todo lo contrario, a un ser singu-
lar, que por su gran disciplina y sensibilidad ha alcanzado el conocimiento de
lo humano a través de la observación de la naturaleza y la experimentación
con ella. En otras palabras: el gran sabedor, después de aprobar todos los exá-
menes de la universidad ancestral más rigurosa, el gagibiri, fracasó. ¿A qué se
debe este fracaso del intelectual, según el jagagi? A muchos errores, si nos ate-
nemos a la versiones hasta ahora conocidas. Uno de ellos, al abuso de la sabi-
duría, la ciencia y la tecnología. El poder de las plantas, iyino, que le habían
entregado sus maestros para la humanización y la armonización del mundo,
fue empleado más bien como arma para el sojuzgamiento y la destrucción de

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la humanidad. Dijoma no supo guardar dieta, no supo controlar sus ansias de


poder, y convirtió el conocimiento en un arma de destrucción masiva. Así fue
que su poder, primero, se convirtió en nuio, devoró a su hija mayor, devoró a
su gente e incluso lo devoró a él mismo. La astucia aprendida en el gagibiri le
sirvió para salvarse y salir fuera de la nuio, pero en un nuevo acto de soberbia
su iyino se transformó en un nuiki, gavilán, o en un majaño, águila. Siendo ave
rapaz, depredó a su esposa, a su hermano, a casi la totalidad de su gente. En
algunas versiones de este jagagi, la sociedad reacciona frente al dictador ilus-
trado y se organiza para corregir tales excesos del intelectual. De ahí que la
hija menor de Dijoma, asesorada por los sobrevivientes, le tienda una trampa,
en la que es capturado, asesinado y, por último, quemado. De esta supresión
del sabio asesino nace el diio, un canto para llorar que recuerda los peligros
del saber autoritario, personalista, dogmático, jamás puesto en cuestión. Una
parte del diio sintetiza el jagagi completo: “Ore, o jito, o Diijoma.// Dama
o finoriya nuidaa anamo// Birairioidio, dainamadio.// Ji ii”. Traducido diría:
“Oye, tú, hijo, tú, Diijoma.// Solo en tu preparación de la planta nuida// te
242 equivocaste, así te dirán// Ji ii” (Jitomagaro, 2012: 100). Su “finoriya nuida”, su
forma de preparar la planta de poder, le dio un conocimiento errado que se le
salió de las manos y puso en peligro la vida misma. De ahí el fracaso del sabio
Dijoma, de ahí el arte del canto (diio), que surge para censurar al poder, corre-
gir los desvíos y recordar la sangre derramada. El jagagi es, en un sentido muy
estricto, ñuera uaido, palabra de corrección colectiva.
Nos encontramos al comienzo de los estudios de los géneros minika.
La abundante bibliograf ía y el conocimiento detallado de estos kirigaiai que
poseen los sabedores nos posibilitan hablar de que es posible fijar una teoría en
torno a estos fenómenos de la cultura. La tarea es larga y exige que compilemos
y publiquemos ediciones bilingües con estudios preliminares detallados y pre-
cisos. Por ahora, se abre un campo especial para los estudios literarios, bastante
atrasados en la comprensión del aporte de las tradiciones poéticas indígenas. .

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2007. Cuatro cantos-adivinanzas huitotos. Folia Amazónica 16 (1-2), pp. 89-100.
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2010-2011. Conversaciones sobre los kirigaiai de la cultura minika. Río Igaraparaná, Chorrera-
Amazonas. Archivos de audio.
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tabaco, la coca y la yuca dulce, eds. Jitómaña Jitomagaro, Ayaingo y Jemi Yófuerama, pp. 91-112.
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Antipod. Rev. Antropol. Arqueol. No. 15, Bogotá, julio-diciembre 2012, 312 pp. ISSN 1900-5407, pp. 223-244
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24 4

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L A I LUSIÓN DE L H E R M A NO : E X PE DIC IÓN
A L A S M I TO GR A F Í A S A N T ROP OL Ó GICA Y
L I T E R A R I A DE L Y U RU PA RY
Juan Camilo González Galvis*
jc.gonzalez1995@uniandes.edu.co
Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia

Natalia Lozada Mendieta**


n.lozada33@uniandes.edu.co
Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia

R e s u m e n El siguiente artículo realiza un acercamiento a 245


enfoques significativos con los que la literatura y la antropología
han estudiado el mito. Indaga por la naturaleza de sus miradas
y su interés común por los topos del origen y la identidad. Las
convergencias y divergencias son analizadas a la luz de sus
mitografías particulares del mito del Yurupary.

PAL AB R A S C L AVE:

Mito, Yurupary, literatura, antropología, etnografía.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.10

* Literatura y Ciencia Política, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.


** Antropóloga, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

Artículo recibido: 23 de marzo de 2012 | aceptado: 11 de julio de 2012 | modificado: 01 de octubre de 2012
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The illusion of the brother: an A ilusão do irmão: expedição


expedition to the mythographies às mitografias antropológica e
anthropologic and literary, of literária do Yurupary
the Yurupary
RESUMO O artigo aborda enfoques
A B S T R AC T The following article takes significativos com os quais a literatura e a
a close look at the significant approaches antropologia têm estudado o mito. Indaga
246 taken by which literature and anthropology sobre a natureza de seus olhares e seu
towardmythology. It explores the nature of interesse comum pelos topoi da origem e da
these disciplines’ multiple perspectives, as well identidade. As convergências e divergências
as their shared interest in the topos of origin são analisadas à luz de suas mitografias
and identity. Convergences and divergences específicas sobre o mito do Yurupary.
are analyzed in the light of their respective
mythographies of the Yurupary myth.

KEY WORDS: PAL AB R A S C HAVE:

Myth, Yurupary, Literature, Anthropology, Mito, Yurupary, literatura, antropologia,


Ethnography. etnografia.

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L A I LUSIÓN DE L H E R M A NO : E X PE DIC IÓN
A L A S M I TO GR A F Í A S A N T ROP OL Ó GICA Y
L I T E R A R I A DE L Y U RU PA RY

Juan Camilo González Galvis

F
Natalia Lozada Mendieta

ue buscando el nacimiento del río Orinoco que Ermanno


Stradelli dio con el Yurupary; hecho que pedimos tener en cuenta para la presen- 247
tación de este personaje que buscando un origen físico dio con uno simbólico. La
historia del conde Stradelli entre nosotros se remonta a 1879, cuando por primera
vez se sube en un barco que lo trae a Suramérica. Pasa por Manaos y explora
algunos ríos, navega el Amazonas hasta Fonte Boa y Loreto, y dos años más tarde
recorre el río Vaupés. Vuelve a Italia para terminar sus estudios en derecho, pro-
fesión que ejercerá en Génova por un tiempo. Entonces Stradelli tenía 33 años;
era el mayor de siete hermanos de una familia con títulos nobiliarios; sabía de
topografía, farmacia, fotografía y homeopatía, estudios que cursó en la época en
que resolvió hacerse explorador; hablaba portugués y español; tenía dos libros de
poesía a cuestas, uno que evoca un viaje, y otro que evoca el tiempo –Una gita a
Rocca d’Olgisio (Un viaje a Rocca d’Olgisio), de 1876, y Tempo Sciupato (El tiempo
perdido), de 1877–, y por más que trabajar con el famoso jurista Orsini le asegu-
raba un lugar en el mundo, él ya estaba enamorado de la selva.
Con la fiebre propia del siglo XIX, el conde Stradelli consigue el auspicio de
la Reale Società Geogràphica Italiana para zarpar en la expedición que lo condu-
ciría a la fuente del Orinoco, pero desembarcando en Caracas lo recibió la noticia
de que el francés Jean Chaffanjon había llegado primero al nacimiento del río1.
Stradelli no dio crédito a esta versión y decidió continuar el viaje hacia Manaos

1 En 1887 Chaffanjon presentó oficialmente ante la Sociedad Francesa de Geografía en París el informe del
descubrimiento de las fuentes del río Orinoco. Aparentemente, el hecho fue desvirtuado en 1951 por una
expedición franco-venezolana. Ver:
http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/exhibiciones/america_exotica/biografias/jeanchaffanjon.htm

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(Orjuela, 1993). No era la primera vez que el conde entraba en el Amazonas;


entre 1881 y 1890 hizo tres viajes en los que exploró cerca de 700 kilómetros de
este territorio. No era tampoco la primera vez que oía hablar del Yurupary. Como
escribe en su artículo L’Vaupés e gli Vaupés (El Vaupés y los Vaupés, 1890), desde
su primer viaje el relato mítico reclamó su atención y fue objeto de sus estudios
(Stradelli, 1890).
Por el Bolletino della Società Geografica Italiana, donde publicaba las
fotograf ías y escritos de sus travesías, sabemos que Stradelli había visto las
máscaras del Yurupary y que durante su primer viaje el franciscano F. Coppi le
había confiado los secretos de la “religión del diablo”; versión desacreditada por
el conde, que no pudo más que encontrar exageración fanática e incluso una
cierta demencia clerical en las explicaciones del monje, entre las que se incluía
al Yurupary como una verdadera encarnación del demonio. Existe un dibujo
realizado por el padre franciscano Matteu Cagnari luego de la presentación del
padre F. Coppi de una máscara de “Yurupary” a las mujeres indígenas Tariana
del Vaupés, en 1883. Prohibida para las mujeres, la máscara del personaje mito-
24 8 lógico fue puesta en paralelo con un crucifijo, mientras preguntaba “quién es su
verdadero dios”. Luego de este episodio, los Tariana expulsaron a los religiosos
del sitio (imagen en Karadimas, 2007: 8).
Decimos que Stradelli da con el Yurupary porque le da forma, le da un
orden, que es acaso como se “descubren” los mitos. Es en este punto cuando la
figura de Stradelli se cruza con la del indio Maximiano José Roberto, indígena
letrado, que cuando conoce el empeño del conde en recobrar el mito y darle
una vida literaria, le confió los manuscritos que él mismo había redactado en
ñengatú, língua geral, en los que ya se había consumado la metamorfosis entre
oralidad y escritura. Escribe Stradelli:

Observaba en demasía el mismo espíritu prevenido de los primeros misioneros,


en el cual todo lo que  se salía de los límites del cristianismo, con un aspecto
nuevo, era por lo menos diabólico, pero no le presté mucha atención.  Era clarí-
simo que para él todo ello era obra del diablo; llegó incluso a admitir que Juru-
pary era una auténtica encarnación, por lo cual nada bueno podía salir de allí.
A mi regreso me encontré con el trabajo de Coudreau, publicado mientras me
hallaba en Venezuela, y quedé sorprendido viendo la buena aceptación que había
tenido la historia de Coppi, analizada desde la perspectiva de Spencer.

Quise tener una satisfacción plena al respecto, y entonces empecé a reunir mis
pocos fragmentos y a buscar enterarme de cómo estaba el tema realmente,
mediante algunas preguntas a ciertos Vaupés. Sin embargo, cuando hablé del
tema con mi buen amigo el Sr. Massimiano José Roberto, supe que el trabajo ya
había sido hecho y que si quería podía acceder al manuscrito directamente: ¡se

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imaginarán si acepté o no!  Inicialmente quería hacer un resumen, pero cam-


bié de idea y lo traduje sin incluir mayores comentarios; es el texto que anexo
a estas notas. Se trata sólo de la primera parte, la cual será seguida de otras,
según el autor. Cuando haya completado el trabajo –que por cierto considero
realmente interesante y que debe ser conocido–, lo haré incluyendo algunos
comentarios, con el objeto de retomar la claridad sobre algunos puntos que
apenas hemos tocado2. (Stradelli, 1890: 452)

E l m i ste r i o d e la c o nv ersión
El nombre, Yurupary3, se ha traducido de distintas formas; en algunas versiones
significa “generado de la fruta”, y en otras se relaciona con juru-para-i, “salido de
la boca del río” (Orjuela, 1983: 112). En cualquiera de los dos casos, evoca lo
que Mircea Eliade, al referirse a una definición clásica de mito en antropología,
llama un relato de creación, es decir, una historia sagrada que relata un aconte-
cimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los
comienzos (Eliade, 1962).
Antes de volverse libro, el mito sufrió un proceso de conversión cuya
efectividad es materia de debate. Para empezar, la primera descripción del 249
ritual que se conoce es la del padre Fritz (1997), jesuita de origen holandés
que en 1689 escribió sobre los Yurimagua, una alejada comunidad del Vau-
pés en la que vivió durante un tiempo. En uno de sus relatos el padre Fritz
se inquieta por saber de dónde proviene el sonido de trompetas que se oyen
a lo lejos, a lo que el indio le responde que se trata del “diablo” (Karadi-
mas, 2007). Para entonces las comunidades de esta zona ya habían sufrido
más de un siglo de colonización, antes de cualquier presencia misionera. La
figura del diablo, central en la representación cristiana, fue invocada retó-
rica e iconográficamente para atemorizar a los indígenas. Doscientos años
después, cuando apareció impreso en Roma bajo el título de La leggenda
dell’Jurupary, había pasado del ñengatú (transcrito en alfabeto latino) al por-
tugués, y de éste al italiano. Al español llegó por la mano del historiador
antioqueño Pastor Restrepo Lince, que encontró la versión de Stradelli en
Cartagena (Arango Ferrer, 1959) y que la contrastó con otra, la del brasilero
J. Barbosa Rodrigues. Si bien la traducción de Restrepo Lince no vio la luz,
el mito del Yurupary se conoció y comentó ampliamente en la Radiodifusora
Nacional y en las Notas Culturales de El Tiempo (Arango Ferrer, 1959).

2 Traducción realizada por José Fernando Rubio, coordinador del programa de Historia de la Universidad Exter-
nado de Colombia.
3 El nombre Yurupary (Yurupari, Jurupari, Yurupari, Iurupari, etcétera.) se origina de la língua geral o ñengatú,
derivada del tupí-guaraní, que en una época se convirtió en lengua franca de una extensa zona de la Amazonía
colombo-brasilera, e incluso del Vaupés, centro geográfico de la difusión del mito.

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Una instantánea del mito había sido tomada. Había viajado en letras
de molde entre Italia, Brasil y Colombia. Los primeros en acercarse, atraídos
por un imán común, fueron literatos y antropólogos, y muy pronto aparecie-
ron ensayos mitográficos de unos y otros. La naturaleza narrativa del mito, su
vínculo con el origen, su prestigio en Occidente como principio de conoci-
miento de la condición humana, acumulado por siglos en una tradición que
transmite la mitología griega y romana con solemnidad histórica, supusieron
que el conjunto de relatos fragmentados del Vaupés recogidos por Maximiano
José Roberto y ordenados por Stradelli despertaran especialmente el interés
de estas dos formas de comprensión de lo humano. Se trata de dos versiones
distintas sobre el motivo del origen y la identidad, en las que, parafraseando
a Malinowski, tiene lugar la batalla constante entre dos polos opuestos de la
conciencia: “la ciencia y el arte” (Thornton, 1984: 8). ¿Se pueden reconciliar
estas dos hermanas? ¿Cómo han conocido y cómo se relacionan? Buscamos
algunas respuestas en lo que hasta ahora han consistido sus estudios del mito,
en particular, del Yurupary.
250
E l m i t o , e se i ntac to r e manent e del origen
The exotism breaks through lightly, through the veil of familiar things.
Bronislaw Malinowski4

Si bien los primeros antropólogos se sentían atraídos por las culturas


que juzgaban exóticas, una vez allí se buscaban a sí mismos. ¿Qué veían? Lo
conocido, aquello que los semejaba; estructuras familiares, división del trabajo,
organización política o formas de producción, y seguían las estructuras en las
que estaban organizados los primeros trabajos etnográficos. La tensión que
representan estos dos aspectos que tienen lugar de forma simultánea –el de
la atracción y el rechazo– resulta de especial interés para entender los inicios
de la etnograf ía y su significado: la búsqueda del origen en medio del proyecto
civilizador que se dirigía al futuro, el registro de lo que en ese entonces se con-
sideraron los remanentes de grupos ya extintos; fósiles vivientes de un pasado
que se alejaba cada vez más de la mano de la máquina.
Esta tensión fundamental de los primeros trabajos etnográficos se expresa
en el pensamiento y los sentimientos cruzados de uno de sus clásicos: Mali-
nowski. Por un momento imaginémoslo en su trabajo de campo, lejos de los
redoblantes que anuncian la guerra en Europa. Es 1914 y Malinowski está en las

4 En Clifford Geertz, 1988, Works and Lives: The Anthropologist as Author. Stanford, Stanford University Press,
pp. 73.

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Islas Trobriand. Durante su estadía escribe sus dos diarios: su diario de campo
en inglés y su diario personal en polaco. Aunque mucho se ha hablado de las
contradicciones que encierran estas dos obras, resulta interesante retomarlas
por los distintos aspectos que revelan de su autor y del ejercicio etnográfico.
Por un lado –en el sentido más clásico de la etnograf ía–, esta joven disciplina
busca dar cuenta, siguiendo a Malinowski, “de las reglas y normas de la vida
tribal; todo lo que es fijo y permanente, debe reconstruir la anatomía de su cul-
tura y describir la estructura de la sociedad” (Malinowski, 1975 [1922]: 29). Se
inspira entonces en un interés científico que pretende comprender los modos
de vida y las costumbres de otros.
Sin embargo, en su diario personal el etnógrafo deja al descubierto su piel
de viajero. Al mejor estilo de Marco Polo o del Marlow de Conrad, se aleja de lo
cotidiano para entrar en lo desconocido, y sobresale su sensibilidad en el choque
con lo diferente. El viaje hacia la oscuridad de lo extraño nace de la oscuridad
de la misma civilización y del pesimismo que caracteriza a la modernidad, ad
portas de la Primera Guerra Mundial (Thornthon, 1984: 12). Existe, en últimas,
una nostalgia que guía a los viajeros y confronta su esencia; el dilema clásico del 251
antropólogo en campo: conservar su identidad al tiempo que se involucra en
profundidad en la cotidianidad local (Firth, 1988: xxvi). Así, pues, a lo largo de
la experiencia hay un retorno constante a lo conocido como punto de partida y
de comparación que le permite definirse frente a la alteridad.
Por supuesto que Malinowski no fue el primero en verse atraído por gru-
pos “primitivos”. Se podría citar a Herodoto como el primero en registrar las
costumbres raras y poco usuales de los llamados “bárbaros” en su Historia (500
a. C.), donde se refirió especialmente a egipcios, persas y escitas (Howland,
1965). Aunque esta actitud parecería contraria al etnocentrismo griego de la
época, la excepción de Herodoto –y, más tarde, de Megástenes y Tácito– abrió
la posibilidad de dirigir la mirada hacia afuera. No obstante, esa nueva direc-
ción tenía el elemento pendular que resaltábamos en Malinowski, el verdadero
corazón del ejercicio etnográfico: el hecho de que “con el fin de entendernos a
nosotros mismos necesitamos estudiar a otros” (Howland, 1965: 67).
La inspiración detrás de los viajes del antropólogo polaco nace, de acuerdo
con Michael Young (2004), de las travesías de Joseph Conrad, que lo sedujeron
en su juventud e, incluso, lo influyeron en la escritura de un pequeño bosquejo
de un mito sobre aventuras. Ese mito autobiográfico describe a un joven con
“entusiasmo por lo exótico” que había pasado los últimos tres años de su vida
en las costas del norte de África, Asia Menor y las islas Canarias, y que tenía un
don especial para las lenguas; en efecto, cuando llegaba a un lugar era capaz de
aprender la lengua local y estudiar a la gentes con las que vivía (Young, 2004: 43).

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Aunque incompleta, esta breve reseña ilustra el sentimiento romántico


que rodeaba el ejercicio antropológico de la época y la búsqueda de un pasado
original en los grupos que, por su aislamiento, habían conservado intactos
algunos remanentes de los comienzos de la humanidad. Uno de esos remanen-
tes es el mito. Materia obligada en los primeros acercamientos con comunida-
des aborígenes; los relatos acerca de su origen eran registrados y recolectados,
junto con la organización social, el parentesco y la economía.
En una primera aproximación, la óptica evolucionista concibió al mito
como etapa inicial del pensamiento humano; se consideró una fantasía, un
relato que compartía un origen con los sueños o con los cuentos populares (folk
tales). Etnólogos como Tylor o C. O. Müller definieron los mitos en cuanto
historias con un origen anónimo que son aceptadas como verdad por gentes
primitivas, y que comprenden seres o eventos sobrenaturales sobre la base de
que todas las cosas están animadas (Bidney, 1953: 286). Así, el mito, visto como
la primera manifestación del pensamiento humano que intenta entender el sig-
nificado de la naturaleza y la vida, está condenado a ser reemplazado por el
252 pensamiento científico, del cual sólo representa la primera etapa.
Un giro en la visión evolucionista se dio con Malinowski y con Franz Boas.
El primero –antropólogo funcionalista– definió el mito como una necesidad
universal humana con una función pragmática: “un relato que hace revivir una
realidad original y que responde a una profunda realidad religiosa, a aspira-
ciones morales, a coacciones imperativas de orden social, e incluso exigencias
prácticas” (Malinowski, 1954: 71). Bajo esta perspectiva, el mito no es valorado
en sí mismo sino en las acciones que codifica e impone, garantizando el cum-
plimiento de las reglas y el orden social amparado por la tradición sagrada que
representa. Contrario al fatalismo del pensamiento anterior, para Malinowski
el mito no estaba condenado a desparecer, todo lo contrario: era necesario en
todas las etapas de la vida humana, dado que permitía, al igual que la religión,
validar o justificar las creencias y prácticas culturales, más que explicar las cau-
sas de los fenómenos naturales (Bidney, 1953: 290).
Por su parte, Franz Boas –de la Escuela cultural norteamericana– pro-
pone una definición alterna en la que el mito se entiende como “historias
(stories) que describen el origen del mundo y que sucedieron en un período
prehistórico diferente al que vivimos ahora” (Boas, 1938: 609). Para él,
los mitos tienen una función explicativa motivada por la admiración y la
reflexión intelectual. La diferencia de éstos con los cuentos populares es el
grado de credibilidad del que gozan, y que repercute en el comportamiento
y las prácticas de aquellos que los siguen. Aunque Boas concuerda con Mali-
nowski en este sentido –en que los mitos validan las costumbres y los ritos

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de una comunidad–, su efectividad depende del grado de aceptación como


“verdad” que tengan para sus miembros.
A partir de este momento, podemos identificar dos tendencias en la inter-
pretación del mito: la literal y la simbólica. Los partidarios de la primera –la línea
evolucionista– entienden el mito como una forma de pensamiento primitiva que
responde a una necesidad universal humana que nos permite enfrentar el mundo.
Los partidarios de la segunda tendencia interpretan el mito como una realidad
esotérica. Para estos últimos, la naturaleza enigmática del mito debía ser producto
de un pensamiento alegórico, es decir, elaborado conscientemente con el propó-
sito de ilustrar una verdad filosófica. Aunque esta figura retórica no es la más indi-
cada para referirse a las verdades que encierran los mitos –pues los reduce a una
narrativa ficticia–, sí apunta a un elemento racional que subyace a los mismos y
que fue el que los etnólogos buscaron durante mucho tiempo.
Asimismo, las verdades escondidas podían ser de dos tipos: científicas
o históricas. Ambas visiones buscaban abstraer algo más profundo encerrado
en el mito a partir de su significado simbólico. La versión histórica fue reto-
mada por los seguidores de la teoría freudiana del psicoanálisis, para quienes 253
los mitos simbolizan valores etnohistóricos y psicológicos determinados por
las experiencias de los individuos. Para ellos, el acto de canibalismo original fue
el que dio comienzo a la vida social, las restricciones morales y la religión. El
totemismo es la repetición y la conmemoración de ese primer acontecimiento,
motivado por el incesto de Edipo, donde la comunidad tuvo su origen. El mito
al que se refiere este suceso se considera fuente de los procesos inconscientes
de la psique humana, el vehículo para entender el comienzo de las prácticas
culturales y que refleja –y dicta– las relaciones sociales que sostiene el indivi-
duo con su familia, y la relación de ésta con la tribu (Freud, 1980).
Por su lado, Carl G. Jung (1875-1961), uno de los discípulos avanzados de
Freud, propuso la existencia del inconsciente colectivo, cuyo producto se encuen-
tra en el inconsciente individual y que, en lugar de expresar una experiencia sexual
originaria, parte de “arquetipos” o formas elementales que se repiten en el incons-
ciente humano de forma universal (Jung y Kerényi, 1941: 100). La ciencia de la
mitología que proponía consistía en estudios fenomenológicos y analíticos de los
tipos humanos innatos simbolizados en las narrativas míticas que eran comunes
a todos los contextos culturales. Aparecen entonces las figuras recurrentes de la
anciana sabia, la sombra, el niño, la doncella, la madre, y el anima en el hombre
y el animus en la mujer; a diferencia de Malinowski, quien defiende el carácter
simbólico y etiológico del mito, es decir, un relato que expresa literalmente lo que
narra. De esta manera, las verdades contenidas no podían ser descifradas –si es
que acaso existían–, pues provenían del inconsciente y nunca se manifestarían.

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Así, entonces, en lugar de buscar verdades universales, el estudio de los


mitos se interesó por observarlos como un producto cultural propio de su con-
texto. El mito vivo, en términos de Mircea Eliade, es el que proporciona modelos
de la conducta humana y los dota de valor y significado. Visto desde una perspec-
tiva histórica y religiosa, el mito se traslada desde el tiempo primordial al tiempo
presente para ser reactualizado a través de rituales y celebraciones que comunican
a los neófitos las normas sociales. Se trasciende así el relato y se manifiesta en la
vida cotidiana a través de experiencias religiosas, donde se “expresan, realzan y
codifican las creencias, mantiene los principios morales y los impone: garantiza la
eficacia de las ceremonias rituales y ofrece reglas” (Eliade, 1962: 27).
Sin embargo, la riqueza contextual que se ganaba a partir del estudio
concreto de los mitos y sus respectivas celebraciones obviaba el hecho de
la existencia de escenas repetidas. Los arquetipos de Jung ya habían seña-
lado personajes y hechos que tenían lugar en distintas culturas y épocas;
sin embargo, no fue hasta Claude Lévi-Strauss (1908-2009) y su estudio del
mito como relato que dichas asociaciones fueron comprendidas como parte
254 de un sistema de significados que supera el tiempo y el espacio contingen-
tes y reúne simultáneamente el pasado, el presente y el futuro (Lévi-Strauss,
1974). De acuerdo con Lévi-Strauss, las situaciones comunes en distintos
contextos sólo son significativas a partir de las relaciones que sostienen entre
ellas, siendo estas últimas el objetivo final del estudio estructural del mito,
que busca los invariables universales que lo caracterizan. Para esto, el estu-
dioso del mito debe comparar varias versiones o variantes y determinar el
sentido del relato –lo que representan los personajes y las situaciones ilus-
tradas– a partir de su persistencia.
Cabe anotar que usualmente los mitos presentan dos elementos equivalen-
tes y contradictorios y un mediador que “resuelve” la contradicción inicial (Lévi-
Strauss, 1987 [1978]). A partir de esta identificación, el antropólogo francés define
el pensamiento mítico como aquel que toma conciencia de ciertas oposiciones
y tiende hacia su mediación progresiva (Lévi-Strauss, 1987 [1978]). El mito es
entonces el medio a través del cual el hombre puede entender su mundo y actuar
sobre él. En su visión germina un matiz que no había sido experimentado antes
en la disciplina: la función del mito no se limita al rito o al establecimiento de
códigos morales, sino que apela a la razón misma y permite la acción humana en
el mundo. Este aspecto está profundamente ligado a la caracterización que este
autor hace del pensamiento salvaje o concreto como aquel que pretende alcanzar
una comprensión total del universo para tener un poder sobre el medio que lo
rodea (Lévi-Strauss, 1997 [1962]). Lévi-Strauss mismo sugiere que el relato mítico
no es más sino una ilusión de comprensión del universo entero, sin respuestas

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verdaderas que permitan actuar sobre él (Lévi-Strauss, 1987 [1978]: 38). Aunque
tuvo gran acogida, pareció reducirse en muchos casos a un proceso mecánico de
identificación de opuestos binarios y de leyes universales. En respuesta, aproxima-
ciones empiristas y materialistas tomaron fuerza y el enfoque contextual reclamó
su lugar en la producción teórica acerca de los mitos.

Fla ut a s, m á sc a r a s y o rden social.


A p r ox i m ac i o ne s a ntr o p ológicas al Yurup ary
En este contexto, y según lo que se ha dicho, nos preguntamos de qué manera
se pronuncia la teoría antropológica en las mitograf ías de un caso cercano: el
mito del Yurupary. ¿Cómo lo entiende y con qué fin? La literatura antropoló-
gica sobre el Yurupary es abundante, particularmente después de la aparición
de la versión impresa del conde Stradelli, así que para efectos de esta reflexión
escogimos lo más representativo; su propósito no es otro que el de trazar un
acercamiento a las líneas principales de interpretación.
Las primeras observaciones que se hicieron sobre las costumbres de los
nativos en el Vaupés se remontan a las incursiones de misioneros en la Amazonía 255
colombiana, que narraron con admiración y repulsión los cuerpos desnudos, las
pinturas sobre la piel y las máscaras diabólicas. A finales del siglo XIX y principios
del siglo XX se dieron cita distintos estudios académicos de la mano de Alfred Rus-
sel Wallace (1870), Richard Spruce (1908) y el etnógrafo Theodor Koch-Grünberg
(1909), que hacían retratos de los naturales, al tiempo con la fauna, la flora, los arte-
factos y las tradiciones. El primer trabajo propiamente etnográfico fue realizado
por Irving Goldman en 1940 sobre los Cubeo, de la familia Tukano, y su visión del
orden natural (1963). Él mismo es el primero en definir al Yurupary como un com-
plejo cultural que reúne el festival de la cosecha, el culto a los ancestros, el rito de
pubertad masculino y el culto secreto de los hombres (Goldman, 1963: 192).
Para las interpretaciones iniciales se recurrió a comparaciones con socie-
dades exógenas para explicar el fenómeno local. Estudios como el de Whiffen
(1915) plantean la similitud del Yurupary con los ritos de iniciación de los aborí-
genes australianos5. Sin embargo, no fue sino hasta el libro Desana: simbolismo

5 Estudios comparativos y transculturales como los de Whiffen han sido retomados en discusiones recientes, como
la que llevan a cabo Thomas A. Gregor y Donald Tuzin (2001), que se preguntan acerca de las similitudes de los
rituales del pueblos del noroeste amazónico y la Melanesia con relación a los conceptos de cuerpo, reproducción
y cultos masculinos secretos. Aunque muchos de los aspectos que semejan a comunidades de estos dos espacios
parecieran atribuirse a su adaptación al ecosistema de bosque tropical, los rituales e imágenes míticas correspon-
den a una dimensión simbólica que no se deriva directamente de unas condiciones ambientales determinadas.
Sin embargo, para estos autores el tipo de economía mixta de estas sociedades, que obliga a los hombres adultos
a ausentarse para ir a cazar –un trabajo de alto riesgo–, repercute en los jóvenes, en el sentido de que deben con-
vivir mayor tiempo con las mujeres, y, por lo tanto, los rituales exclusivos serán el espacio en el cual aprenderían a
diferenciar las prácticas propias de su género e iniciarse como adultos (2001: 341).

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de los indios Tukano del Vaupés de Reichel-Dolmatoff (1968) que las interpreta-
ciones del complejo cultural intentaron aproximarse a la perspectiva propia de
las comunidades y el significado que guardaba en contexto, obviando el sesgo
introducido por el mismo autor al fundar la mayor parte de su investigación en
los testimonios de un informante nativo aculturado.
Para Reichel-Dolmatoff (1912-1994) el Yurupary se define como “un
complejo ceremonial que conmemora un héroe cultural, como rito de fertili-
dad, como orgía diabólica y aún como una leyenda romántica y llena de poesía”
(1968: 122). Para él, las bases míticas del Yurupary –es decir, los relatos míticos
que inspiran las ceremonias– narran el surgimiento del caos por culpa de los
actos sexuales prohibidos, y el restablecimiento del orden en términos de la ley
exogámica. Lo cataloga como una fiesta marcadamente erótica, incluso orgiás-
tica, donde las flautas hacen alusión a los falos, exclusivos de los hombres, y
para quienes precisamente se realiza esta ceremonia de iniciación. Además,
describe cuidadosamente las etapas del ritual, las ofrendas y los intercambios
que tienen lugar, y el tabú para las mujeres del sonido de los instrumentos, y ni
256 hablar de los instrumentos como tal.
A pesar de que intenta describir la importancia del ritual como un espacio
que propicia el intercambio de bienes y alianzas matrimoniales entre comuni-
dades, y –más importante aún– la reafirmación de la ley exogámica, que cons-
tituye la base para el orden social, su análisis del mito (del relato en sí) es peri-
férico y se concentra en la parte ceremonial y su impacto en la vida cotidiana,
siguiendo el enfoque estructuralista de Lévi-Strauss, en el sentido de que pre-
tende entender las estructuras distintivas propias de la mente Desana (Reichel-
Dolmatoff, 1971).
En sus trabajos más recientes (1989, 1996), Reichel-Dolmatoff conserva
el sentido simbólico del Yuruparí como un complejo relacionado con la repro-
ducción sexual y las normas sociales que gobiernan las relaciones de género. La
reproducción natural de las plantas y los animales es en realidad un modelo a
través del cual los Tukano entienden su propia reproducción y construyen su
cosmología y organización social. Sin embargo, el simbolismo marcadamente
sexual que propone sugiere un sesgo propio del autor que en ocasiones no
puede diferenciarse de la voz del informante. Su interpretación ignora a su vez
la cualidad multivocal de los símbolos, cuyo significado está sujeto al contexto
y al emisor (Langdon, 1997; Furst P. y Furst J., 1981; Da Matta, 1973).
Tiempo después, los esposos Stephen Hugh-Jones y Christine Hugh-
Jones realizaron un exhaustivo trabajo de campo con los Barasana –de los
Tukano– durante casi dos años. Producto de este trabajo minucioso y sistemá-
tico, publicaron dos monograf ías: Stephen escribió The Palm and the Pleiades:

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Iniciation and Cosmology in Northwest Amazonia (1979), y Christine, From


the Milk River: Spatial and Temporal Processes in Northwest Amazonia (1979).
En ellas se describía la estructura conceptual que armonizaba la vida cotidiana
con el orden de la naturaleza, conclusión a la que llegan siguiendo un objetivo
estructuralista que busca los significados subyacentes a ciertos comportamien-
tos o costumbres.
Los grandes temas que exploran –género, sexualidad, integración del
grupo social– se ven atravesados por los mitos propios de la comunidad y
la visión del cosmos como un todo. Partiendo de una sólida base mítica que
incluye varias versiones del Yurupary, los autores plantean la forma en que el
culto a los ancestros y al ciclo de la vida (nacimiento, reproducción y muerte),
a los orígenes y, por tanto, a los espíritus que aparecen en los mitos condiciona
los modos de comportamiento tanto en la vida cotidiana como en el contexto
ritual, en lo que podría entenderse como un pansimbolismo.
Cabe resaltar que el aporte de Stephen Hugh-Jones al estudio del Yuru-
pary consiste en el análisis conjunto de los mitos y los ritos que forman parte
del culto; dicho aporte supera así la interpretación binómica del rito como el 257
mito en acción o la presencia implícita del mito en el rito. Reconociendo dis-
tintos ámbitos de análisis, independiza los dos elementos y los integra bajo un
nuevo grupo –al que se suman las actividades cotidianas– a partir de catego-
rías culturales comunes que expresan pensamientos e ideas que gobiernan la
vida (Hugh-Jones, S., 1979: 260). De esta manera, el rito como pensamiento y
acción, y el mito como orden y pensamiento, son aspectos complementarios
que celebran, sacralizan y determinan a su vez las bases del comportamiento a
partir de la comprensión del universo como un todo.
Entre las etnograf ías contemporáneas que se han hecho sobre el Yuruparí
tiene un lugar especial la del antropólogo François Correa6. En su libro Por el
camino de la Anaconda Remedio (1996) plantea una nueva interpretación del
culto del Yurupary en función del establecimiento de jerarquías y alianzas entre
grupos a lo largo del río Vaupés a partir del mito de la Anaconda Remedio, que
ilustra el origen y desplazamiento de los taiwano en la región del Vaupés. Las
referencias al corpus mítico son tomadas como metáforas que se manifiestan
en la organización social actual de la comunidad.
Más recientemente, Luis Cayón trató los temas de la cosmología y el cha-
manismo en los Makuna, asentados en el río Apaporis (2002). Cayón propone

6 Otras etnografías contemporáneas realizadas en la región de los ríos Vaupés y Apaporis que se sugiere revisar
son las de Janet Chernela (1996), Robin M. Wright (1998), Jean Jackson (1983) y Kaj Århem (2001), entre
muchas otras, que por el propósito de este artículo no pudieron ser reseñadas, pero que constituyen obras fun-
damentales para el estudioso que quiere adentrarse en la literatura antropológica del complejo del Yurupary.

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una alternativa al modelo de reciprocidad energética entre la sociedad y la


naturaleza de Reichel-Dolmatoff, y en cambio sugiere un modelo abierto que se
centra en el sistema hidrográfico como símbolo de un flujo continuo del poder
ancestral (esto último relacionado estrechamente con las flautas sagradas del
Yuruparí). Esta fuerza vital, infinita e inmaterial, es canalizada y controlada por
los especialistas chamánicos, específicamente por el curador del Yuruparí (je
gu), que media entre los ancestros y los mortales, y que la transforman en algo
material y corporal. El je gu también es el guardián de los instrumentos sagra-
dos del Yuruparí y quien permite que plantas, animales y humanos se repro-
duzcan por medio del ritual. Así, pues, el autor reafirma el sentido simbólico
de la reproducción sexual exógena del ritual del Yuruparí, lo que se traduce en
el lugar central de la fertilidad en la cosmogonía y las prácticas chamánicas de
los Makuna. Este esfuerzo reciente demuestra que el tema del Yurupary no ha
perdido vigencia y que, por el contrario, continúa inspirando e interesando a los
antropólogos hasta el día de hoy.

258 E n b usc a d e l m i to pe r d ido. Ap roximaciones


li t e r ar i as a l Y ur upa r y
En el siglo XIX tiene lugar una ramificación del conjunto de artes y estudios
que se agrupaban bajo el nombre de bellas letras y que comprendían –hasta el
neoclasicismo–: la elocuencia, la historia y la filosof ía, así como la poesía o el
drama. Este fenómeno –que se ha descrito como un divorcio, como una toma
de autonomía, unido a la emergencia de condiciones sociales como un público
lector, la masificación de la prensa y la consolidación de la industria editorial–
permitió la aparición de una disciplina formada por grupos de escritores, más
o menos especializados, que se dedicaban por profesión a hablar de libros.
Pero no solamente de libros; como lo señala Albert Thibaudet –crítico litera-
rio de gran audiencia entre las dos guerras mundiales–, la tarea de la crítica
supone estudiar los efectos sociales de la literatura, la configuración de un
público lector, la formación del gusto en cuanto fenómeno social y la evolu-
ción histórica de los géneros (Jiménez, 1992: 10). Este principio de autonomía
se expresa, en lo práctico, en una afirmación de independencia del concepto
de literatura y en su separación de la filosof ía y la ciencia (Wellek y Warren,
1962: 186), en el rompimiento formal de un círculo fraterno de pensamiento
unido por siglos de reciprocidad. En efecto, este rompimiento marca el inicio
de la crítica literaria como la entendemos modernamente, si bien su germen
puede rastrearse hasta la Grecia antigua. En Hispanoamérica el deslinde de
las bellas letras coincide con la segunda fase del romanticismo –finales del
siglo XIX–, es decir, en concordancia con la Segunda Revolución Industrial

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en Europa. Entre nuestros críticos letrados la disciplina germina unida a un


proceso político exigente. Parafraseando a David Jiménez (1992: 7), aquí los
temas fundacionales sobre los que navega la disciplina se dan dentro de un
ambiente de debate ideológico: “las tensas relaciones entre tradición y futuro,
el proceso de autonomización de la literatura y su dif ícil corte de amarras
con la iglesia, la gramática y los partidos; la búsqueda de una identidad ame-
ricana y de un patrimonio intelectual que amenazan diluirse a cada vuelta de
la historia”. Por lo pronto, quisiéramos resaltar el hecho de que la búsqueda de
una identidad americana fue un móvil, un argumento teleológico mediante
el cual los literatos de este lado del mundo se cruzan, por suerte, con los mitos
de sus aborígenes.
En el libro The Literary Mind: Its Place in an Age of Science (La mente lite-
raria en una era de ciencia, 1931), Max Eastman propone que metro y metáfora
son los principios sobre los que se organiza la poesía. De hecho, la teoría gene-
ral de la poesía implicada en esta afirmación se conforma de acuerdo con una
secuencia de cuatro categorías que se superponen: imagen, metáfora, símbolo
y mito. Dos líneas de interpretación se desprenden de esta consideración, una 259
que conecta a la poesía con la música y la pintura y la desconecta de la filosof ía
y la ciencia, y otra que se gesta como una figuración, como una tropología7. Las
dos son diferencias principales de la literatura, en contraste con el discurso
científico, y, por tanto, pertenecen a la esencia de su mirada. En otras palabras,
desde su inicio los estudios literarios se han orientado a descifrar la relación de
estas cuatro categorías, donde –dicho sea de paso– el mito no sólo se entiende
(al menos en su versión moderna) como la estructura narrativa opuesta al dis-
curso dialéctico, es decir, lo intuitivo e irracional que se opone a lo sistemática-
mente filosófico, sino que a través de él se inaugura una importante área de sig-
nificado “compartida por la religión, el folklor, la antropología, la sociología, el
psicoanálisis y las bellas artes” (Wellek y Warren, 1962: 186). Si bien durante la
Ilustración el término (mito) ganó un uso peyorativo, durante el romanticismo
alemán cambió a un sentido equivalente al de “verdad”, a un tipo de verdad que
no compite con la verdad histórica o científica sino que la complementa.
Así, para la teoría literaria los motivos importantes son probablemente
la imagen, lo social, lo sobrenatural (irracional), lo narrativo (la historia), lo
arquetípico o universal, la representación simbólica, como eventos en el
tiempo, lo escatológico, lo místico (Wellek y Warren, 1962: 186). Enton-
ces, como puede inferirse, dentro la herencia epistemológica de los estudios

7 Definición RAE: 1. f. Lenguaje figurado, sentido alegórico; 2. Mezcla de moralidad y doctrina en el discurso u
oración, aunque sea en materia profana o indiferente.

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literarios, las mitograf ías son una fuente considerable de conocimiento. Para
ponerlo en otras palabras, en la escena en que Macbeth vuelve agitado a su
cuarto queriendo limpiar angustiosamente la sangre de sus manos luego de
haber cometido parricidio –la muerte del rey, o del padre–, auscultado por
la impasible lady Macbeth, el literato probablemente reconocerá la antigua
metáfora cristiana de Poncio Pilatos lavándose sus manos frente a un pue-
blo que pedía a gritos la crucifixión de Jesús; imagen prevaleciente en Occi-
dente, donde aún hoy usamos la expresión “lavarse las manos” para referirnos
a una responsabilidad que, creemos, no nos debe ser atribuida. La condición
humana, que se resiste a la ilusión de cambio de las épocas, ha dejado tras de
sí un elaborado tejido narrativo, un texto, una antorcha que la tradición ha
pasado entre unos y otros desde Homero, una fuente inagotable de belleza
cuyos momentos cumbres se reconocen en Dante, Cervantes, Shakespeare,
Balzac, entre otros tantos que llamamos clásicos. Así, por mucho tiempo el
valiente estudio de la literatura se enmarcó en la discusión de libros y autores
que por su belleza, trascendencia y motivos dieron forma al canon, y donde la
260 cercanía o alejamiento de éste determinaban la función crítica. En ese orden,
los mitos griegos y romanos y su continuación en el judeocristianismo signi-
fican –argumento predominante de los estudios literarios– el origen de ese
gran relato, y, en tal sentido, su estudio equivale a conocer las puntadas y
técnicas fundamentales de su tejido. La transmisión de esas imágenes –de
una cierta retórica, de los personajes y sus conflictos, y su destino– se abre en
los textos sagrados, es decir, donde por siglos aprendimos a leer y a escribir.
Con el desarrollo del romanticismo, el mito fue evaluado como una
expresión esencialmente poética, y la verdad poética fue identificada con el
mito. Al poeta romántico el mito le sirvió de modelo de expresión poética y
le indicó el tipo de lenguaje simbólico que debía cultivar (Bidney, 1953: 308).
Igualmente, a mediados del siglo XIX, en el umbral de la modernidad, el espí-
ritu de la época (Zeitgeist) reclama una vuelta sobre el folclor como fuente
identitaria. Son conocidas, por ejemplo, las excursiones de Percy Grainger,
el pianista y compositor australiano, así como de Leos Jenácek y Bela Bartók,
entre muchos otros, que inspirados en principios naturalistas (realismo musi-
cal) recorrían estepas y montañas inhóspitas en busca de las músicas de los
campesinos, de un folclor “real” que más tarde aparecería en formas sinfóni-
cas y operísticas (Ross, 2009: 107-117).
Asimismo, en el proceso del tiempo los mitos son susceptibles de trans-
formarse en relatos folclóricos, que a su vez pueden ser reconstruidos por los
escritores, y preservar así valores simbólicos para las siguientes generaciones;
un ejemplo clásico: el Fausto de Goethe (Bidney, 1953: 293). En este contexto,

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entre la verdad canónica y la búsqueda de la identidad en las raíces nacionales


resuena la voz de Baudelaire, un esteta que anuncia la modernidad. "Le Peintre
de la Vie Moderne (page does not exist)". Le Peintre de la Vie Moderne (El pintor
de la vida moderna, 1995 [1863]) Baudelaire se aleja del muro de contención
en el que se habían convertido los principios estéticos que rigen la mirada que
ordena en función del canon. Desde él, el estudio de la literatura se abre a otras
tradiciones, o a ninguna en particular; escribe:

Hay otras personas que, al haber leído antaño a Bossuet y Racine, creen poseer
la historia de la literatura. Por suerte, de vez en cuando aparecen desfacedores
de entuertos, críticos, aficionados, curiosos que afirman que no todo está en
Rafael, que no todo está en Racine, que los poetae minores tienen algo bueno,
sólido y delicioso; y, en fin, que por mucho que se ame la belleza general, que
expresan los poetas y los artistas clásicos, no por ello es menos equivocado
descuidar la belleza particular, la belleza circunstancial y los rasgos de las cos-
tumbres. (Baudelaire, 1995 [1863])

La posibilidad de una mirada excéntrica de lo literario proveía las bases 261


para considerar los relatos aborígenes como literatura, y a sus símbolos, como
guardianes de una tradición con la que compartíamos un tronco común. En
la base de este tronco estarían lo que Jung llama “imágenes arquetípicas” –ya
referidas–, argumento que tiene un ancestro inmediato en la teoría de las “ideas
elementales” étnicas, de Adolf Bastian, las cuales –en su carácter psíquico pri-
mario– deben considerarse como las disposiciones espirituales (o psíquicas) en
germen, de las que se ha desarrollado orgánicamente toda la estructura social
completa. Estas aproximaciones al funcionamiento psíquico del símbolo dis-
cuten su lugar tanto en el mito como en el sueño. La teoría de los arquetipos
ya estaba en cocción cuando Nietzsche escribía en su Humano, demasiado
humano: “En nuestros años atravesamos el pensamiento de toda la humani-
dad primaria. De la misma manera en que el hombre razona en sus sueños,
razonaba en su etapa primera hace miles de años […] El sueño nos retrotrae a
la etapas primitivas de la cultura humana y nos da un medio para entenderlas
mejor” (Nietzsche, 1979 [1878]: 34).
En este orden, un frente de los estudios literarios se ha ocupado de ras-
trear estas imágenes o relatos arquetípicos. Algunos vieron en ellos una vin-
dicación de la identidad propia, en un ámbito donde –aun después de Baude-
laire– la literatura es sinónimo de canon, es decir que persiste en su tentativa de
universalidad. Éste es el caso de Javier Arango Ferrer, que en un primer análisis
literario publicado en la revista Mito exalta al Yurupary como el Popol Vuh
suramericano. Su fuente es la traducción no publicada de Restrepo Lince de

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la que hicimos mención. En su ensayo de 1959 reconoce símbolos universales


en el relato, como el de la madre virgen. Su pregunta, tan distintiva de los estu-
dios en literatura, es ¿quién narra? Incluso anota que no ha faltado quien pre-
sienta una ficción en el personaje de Maximiano José Roberto, detrás del cual
se habría ocultado Stradelli (Arango Ferrer, 1959). No sería la primera vez que
ocurre: ¿no ha sido este el rumor que ronda a ese grupo de tragedias agrupa-
das bajo el nombre de Shakespeare? ¿No le atribuye Cervantes la escritura del
Quijote a Cide Hamete Benengeli? Resulta ciertamente curioso –a los ojos de
un crítico literario– que Ermanno Stradelli presente a Maximiano José Roberto
como un “noble” del Vaupés, un letrado en medio de la selva. Un doble. Un alter
ego que bien podría dotar de legitimidad su hallazgo, cuyo destino debía ser la
posteridad. Pero Arango Ferrer da un paso atrás diciendo que Stradelli era un
hombre de ciencia que no se prestaría para tales travesuras.
Unos años después (en 1965), la Academia Colombiana de Historia com-
pone los varios volúmenes de Historia extensa de Colombia, obra colosal cuyo
libro XIX está a cargo de Arango Ferrer. Lo bautiza con el humilde nombre de
262 “Raíz y desarrollo de la literatura colombiana. Poesía desde las culturas preco-
lombinas hasta la ‘Gruta Simbólica’”. Primer capítulo, ya lo habrán imaginado:
El Yurupary. Éste es el tono en el que conduce su examen:

Esta es la primera historia de literatura colombiana que se inicia en constantes


poéticas precolombinas. Los griegos inician la suya en la Grecia heroica de
Homero sin que su gente descienda por línea directa de aquellos remotos tiem-
pos. Así mismo, los americanos debemos partir del indio precolombino, pode-
roso y sutil creador de culturas no menos finas y profundas que las del Medi-
terráneo, en los conceptos plásticos y en los mitos de un misterioso contenido
simbolista, expresionista. Esta nueva jerarquía inicial es tanto más legítima si
se considera que los indios prehispánicos no solamente fueron nuestros ante-
cesores en el proceso histórico-geográfico, sino los antepasados, de la actual
población mestiza colombiana. (Arango Ferrer, 1965: 35)

Como en su primer artículo en la revista Mito, habla del Yurupary como


un poema: “El Yurupary es un poema heroico precolombino […] el tema, autén-
ticamente mágico, es anterior a toda influencia cristiana y a toda cultura que no
sea la del Vaupés” (Arango Ferrer, 1965: 34). El autor navega entre mitologías
orientales, americanas, griegas, y encuentra los temas comunes y su lugar en la
tradición literaria –ya es un poema progenitor–. Descubre también un sustrato
onírico, y dice que nada han descubierto los llamados surrealistas en literatura
y artes plásticas que no se halle previsto y superado en la simbología y en la
estilística del indio. A esto agrega:

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Las expresiones poéticas del hombre precolombino se compadecen con un


concepto romántico del universo. La tesis de un primer romanticismo ame-
ricano podría sustentarse en las mismas razones mágicas del romanticismo
europeo medieval […] Amar nuestros mitos sería crecer literariamente en
ellos. Investigar el alma antigua de América es tan urgente para nosotros como
penetrar en las literaturas clásicas del Mediterráneo y más leal que calcar los
modelos de un mundo europeo en descomposición. Somos endebles cuando
no pedantes sucursales de Grecia, de Francia, de Rusia, porque aceptamos
como valores absolutos los emanados de sociologías y de culturas que muy
poco tienen que ver biológicamente con nosotros. (Arango Ferrer, 1965: 32)

De la versión de Pastor Restrepo Lince procede un primer análisis iden-


titario de Arango Ferrer al que le sigue uno (significativo) publicado original-
mente por el Instituto Caro y Cuervo, y luego por Editorial Kelly (en 1993),
de Héctor Orjuela. El profesor Orjuela obtiene la colaboración de Susana N.
Salessi, alumna graduada de la Universidad de California, Irvine, quien se
encargó de traducir el texto de Stradelli en una versión que, en lo posible, sigue
fielmente el modelo italiano (Orjuela, 1982).
Para algunos, Stradelli es ciertamente un héroe que encuentra una epo- 263
peya. Héctor Orjuela, en su estudio crítico del Yurupary, sugiere que Lévi-
Strauss había escrito, aludiendo a la colección de relatos del Vaupés, que “se
trata de un mito dentro de otro mito, los cuales, sin embargo, mantienen
estrecha relación entre sí” (Orjuela, 1993: 14). Parafraseo impreciso, pues en
la fuente primaria su efecto es otro; dice: “A veces los antropólogos recogen
mitos que se asemejan, más o menos, a fragmentos y remiendos, si así puedo
expresarme. Se trata de historias disconexas que se siguen unas a otras sin
ningún tipo de relación evidente entre ellas. Otras veces como en la región
de Vaupés, Colombia, se encuentran historias mitológicas muy coherentes,
divididas en capítulos, que se siguen unas a otras en un orden lógico” (Lévi-
Strauss, 1987 [1978]). A Héctor Orjuela le preocupa la historia del relato.
Sus traducciones, su dimensión poética, ¿es poesía o es prosa?, indagan su
origen y el de su “autor”. Hace un análisis erudito del relato, de su estructura
y sus personajes. En suma, le provee al Yurupary un contexto inseparable de
su forma narrativa actual.
Por último, vale la pena mencionar el ejercicio crítico de Betty Osorio en
el que reflexiona sobre la simbólica del mito, las transformaciones de significado
impuestas entre los circuitos de conocimiento ajenos al ámbito de donde pro-
cede. Su referente más importante es la investigación extensa y detallada de Robin
Wright (1981) sobre los grupos baniwa de Brasil. Sugiere que Stradelli convierte
este sistema simbólico en un relato exótico de corte romántico, en el cual el Yuru-
pary se comporta como un héroe griego; esto en reacción al sentido diabólico con

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el que había sido condenado por los europeos que, antes de él, recorrieron la zona
de influencia del mito. Propone, asimismo, que el propósito de Stradelli al recoger
el mito encierra un acto de resistencia, pues el explorador no era indiferente a
la difícil situación por la que atravesaban las comunidades del Vaupés, entonces
sometidas a la esclavitud del caucho; es decir, interpreta la memoria conservada
por el texto como resistencia histórica, y agrega que la interpretación académica
del Yurupary –acusa en particular a literatos y antropólogos– se detiene en la
admiración de las cualidades estéticas del relato, y que como bello objeto de museo
ha sido vaciado de su significado político y se ha desleído para la fundación de
nuestros sistemas simbólicos en referentes nativos (Osorio, 2006).

L a i lusi ó n d e he r m and ad: conclusiones


Buscando las razones del distanciamiento en las formas de comprender de la
antropología y los estudios literarios dimos con Ermanno Stradelli, personaje his-
tórico que parece encarnar –en términos de Malinowski– la tensión constante
entre esos dos polos opuestos de la conciencia: el arte y la ciencia. En él hay un
264 explorador, un etnógrafo, que se refleja en el encuentro con la alteridad. Tam-
bién hay un letrado –un romántico– que resignifica un conjunto de relatos que
entrañan la mitología de pueblos cuyo futuro era incierto. El libro no es el mito, es
apenas una sombra de éste; sin embargo, su conversión al impreso permitió que la
ciencia y los estudiosos del arte se reencontraran, y que con ellos continuara la dis-
cusión sobre cuestiones como origen, identidad, universalidad, tradición, vindica-
ción, simbolismo, entre otras que han formado parte de esta empresa compartida
y de hecho complementaria. Vale decir que no fue extraño encontrar referencias
de unos y otros en la bibliografía consultada; para sorpresa nuestra, éste ha sido
un diálogo espontáneo, constante, y de tiempo atrás.
En líneas generales, podría decirse que la antropología ve el mito desde su
función en la vida cotidiana y su contenido simbólico, y que en los estudios lite-
rarios se ha buscado mayormente la naturaleza del relato y su repercusión narra-
tiva. De hecho, en estos últimos es muy poco lo que se ha considerado el rito; no
obstante, han permitido reflexionar el texto del Yurupary como un crisol, como
sincretismo impreso, cuyas voces forman parte intrínseca de su historia. En su
aproximación, tanto Stradelli como Maximiano José Roberto, sus “autores”, han
sido figuras de primer orden, incluso más que las comunidades del Vaupés, evo-
cadas con orgullo pero de paso. La crítica le dio contexto al libro. Desde el mito,
desde ese cuerpo aparentemente coherente de historias, han pensado el origen de
la narrativa nacional y su lugar en la tradición o fuera de ésta.
Inevitablemente hay escuelas de pensamiento que funcionaron como pun-
tos de encuentro. Éstos han sido los puentes donde las fronteras entre una mirada

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y otra parecen borrarse. La teoría del psicoanálisis –y su repercusión en las cien-


cias sociales y las dimensiones que abrió en los estudios literarios– es un caso
notable. Tanto así que en ambas disciplinas la idea de los arquetipos sigue vigente,
aun cuando la tendencia universalista es eje de tensiones.
Por otra parte, si bien los estudios realizados desde la antropología aquí
mencionados son bastante puntuales, permiten aventurar unas apreciaciones
acerca del enfoque antropológico del mito del Yurupary. La preocupación de los
antropólogos es claramente la relación entre el mito y la acción humana, sea ésta
producto de un contexto ritual o de uno cotidiano. Subyacente a esta afirmación
se encuentra la pregunta que planteaban los primeros antropólogos –y que luego
fue retomada por el estructuralismo– acerca de la forma en que el mito nos per-
mite hablar de estructuras mentales rectoras de la conducta, cuya base supera la
dimensión humana y se dirige directamente al mundo sagrado y primigenio.
La respuesta acerca del valor y significado de este complejo cultural puede
darse en distintos niveles a partir de la conducta que interesa al etnólogo. La
riqueza conceptual y material que rodea al Yurupary es una fuente inagotable de
investigación que aún hoy demanda atención especial por parte de la disciplina 265
antropológica. Finalmente, pocos son los estudios realizados que desarrollan
un análisis detallado del relato que acompañe apropiadamente el estudio de sus
expresiones materiales o cotidianas.
El relato mítico y su impacto en el presente son aspectos que parecen
atravesados por la constante preocupación humana acerca de los orígenes, la
identidad y el destino. Esta preocupación ha tomado modernamente distintos
caminos de exégesis pero, ahora más que nunca, nos damos cuenta de que su
división es ilusoria. .

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Documentos
LOS LÍMITES DE LA SOLIDARIDAD: ETNOGRAFÍAS DE SALVACIÓN, NOVELAS DE
PERDICIÓN, Y LA SELVA DE MATAVÉN
Christopher Britt Arredondo 273
L O S L Í M I T E S DE L A S OL I DA R I DA D :
ET NO GR A F Í A S DE SA LVAC IÓN, NOV E L A S
DE PE R DIC IÓN, Y L A SE LVA DE M ATAV É N
Christopher Britt Arredondo*
cbritt@gwu.edu
The George Washington University, Estados Unidos

E
El humo humano

273
l fuego es poder. El fuego es también saber. Es saber poder
y poder saber. El mito griego de Prometeo dramatiza esta doble función del
fuego. Prometeo le roba el fuego a Zeus para compartirlo con los hombres. Con
este sorprendente y original acto de filantropía, Prometeo no se limita a com-
partir con los hombres sólo el poder del fuego, también comparte con ellos el
saber. En este sentido figurativo, el fuego representa la iluminación de la mente.
Es este fuego interior que hace posible la civilización; es la luz que crea el arte,
la tecnología, la ciencia y la filosof ía. Por eso, Prometeo es un héroe cultural. Él
es el libertador, el fundador, el salvador. Pero Zeus nunca le perdona su crimen
y lo castiga por su filantropía. Por haberse declarado solidario con los seres
humanos, Prometeo sufre el destino de un libertador encadenado, un fundador
exiliado, un salvador que necesita que alguien lo salve del castigo inhumano
que le impone Zeus.
El destino irónico que sufre Prometeo recalca la profunda ironía que
caracteriza a nuestra propia civilización moderna. Como lo sugirió Iván Illich

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.11

* Ph.D. en Literatura Española, Princeton University, Estados Unidos.

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hace ya más de treinta años, la luz de la ciencia moderna no ha servido para


emanciparnos de la naturaleza, más bien nos ha rodeado de máquinas cuya
“mentalidad” hemos acabado imitando; nos hemos vuelto, al igual que las
máquinas creadas por la nueva ciencia y su tecnología moderna, “esclavos de
la energía” (Illich, 1978). Como tales, dedicamos nuestras vidas a armar, cui-
dar y proteger los fuegos enormes de petróleo y carbón que electrifican nues-
tras ciudades y mantienen en marcha perpetua sus innumerables máquinas. El
resultado de toda esta depravada actividad ya lo conocemos: el planeta se está
calentando y la vida se está volviendo cada vez más precaria. ¿No sería prefe-
rible que reconociéramos nuestro verdadero estado de esclavitud y que efecti-
vamente intentáramos emanciparnos? La solidaridad humana y nuestra propia
inteligencia nos hacen ver que este reconocimiento es la condición previa para
nuestra propia supervivencia. En vez de dedicar nuestras vidas al cuidado de
unos fuegos que nos irritan los pulmones y nos queman los ojos, tendríamos
que buscar un nuevo fuego que nos alumbre las mentes y nos inspire a imagi-
nar, crear y mantener una forma de vida alternativa.
274 Precisamente, es esto lo que intentan realizar los ecologistas cuando pro-
ponen que usemos fuentes de energía verdes, renovables y sostenibles como el
sol, el viento y las mareas del mar. Según los economistas y financieros de Wall
Street, no obstante, existe un problema con todas estas fuentes alternativas de
energía: cuestan demasiado dinero. Para que la energía solar o la del viento o
la del mar puedan competir en el mercado con fuentes de energía más tradi-
cionales como el carbón, el petróleo y la fusión nuclear, es preciso que avance
la tecnología. Hasta ese entonces, nos aseguran los expertos, habrá que seguir
quemando fuegos nutridos de fósiles. Pero como lo ha demostrado Paul Fenn,
tanto las propuestas de los ecologistas como las críticas de los economistas
se enfocan demasiado en soluciones tecnológicas, cuando más bien deberían
centrarse en soluciones políticas locales, como las que se están implementando
localmente en varios municipios y ciudades de Estados Unidos, desde San
Francisco hasta Boston, donde las ciudades mismas, en vez de los monopolios
del sector energético, determinan el precio de las energías sostenibles (Fenn,
2011). Nuestra crisis ecológica es global, pero sus soluciones han de ser locales.
El carácter local de estas soluciones se vislumbra también allí donde los
ecologistas proponen la conservación de los pocos pulmones de selva tropical
que quedan en el mundo. Pero como lo ha demostrado Mark Dowie, muchos
de los ecologistas que piden que se conserven estas selvas contribuyen a la des-
trucción de las mismas, ya sea por medio de su asociación con corporaciones
multinacionales petroleras o por medio de políticas fundamentalistas que des-
plazan a grupos indígenas de sus tierras tradicionales (Dowie, 2009). Sin estas

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LOS LÍMITES DE LA SOLIDARIDAD | CHRISTOPHER BRITT ARREDONDO

personas nativas, que en muchos casos llevan cientos y hasta miles de años cus-
todiando el territorio, la biodiversidad de las selvas se deteriora Por esta razón,
insiste Dowie, la conservación ecológica y la conservación de culturas nativas
deben ocurrir simultáneamente.
El ejemplo óptimo que ofrece Dowie de este tipo de balance local entre
la conservación ecológica y la conservación de culturas nativas es la Selva de
Matavén, en el departamento de Vichada (Colombia). Aquí viven seis grupos
indígenas (Sikuani, Piapoco, Piaroa, Puinave, Cuuipaco y Cubeo) en dieciséis
resguardos, entre dos ríos que rodean una reserva natural que sigue estando
intacta ecológicamente y que los mismos indígenas ayudan a cuidar y a custo-
diar (Dowie, 2009: 239). Pero aun en este pulmón del mundo, que está siendo
protegido y custodiado por culturas nativas, ese balance es mucho más preca-
rio de lo que Dowie piensa.
Lo sé porque en el verano de 2011 tuve la oportunidad de viajar a la Selva
de Matavén y recorrer el río Vichada, desde Cumaribo hasta la confluencia
con el Orinoco, y de allí hasta Puerto Inírida. Hice el viaje en compañía de tres
antropólogos, un biólogo y varios guías de origen Sikuani y Piaroa. Estando 275
allí, no encontré la situación ejemplar que Dowie describe de un balance local
entre la conservación ecológica y la conservación de culturas nativas. Más
bien, fue todo al revés. Las integridades ecológica y cultural de la Selva de
Matavén están bajo amenaza. Tanto el territorio como los indígenas se ven
amenazados por una avalancha de intereses por parte de compañías petrole-
ras (tanto estatales como multinacionales), mineras (tanto legales como ilega-
les) y agroindustriales (tanto las que cultivan tierras que han comprado como
las que cultivan tierras que han robado).
Una noche, mientras visitábamos a una comunidad de indígenas Sikuani
para hablar con ellos de sus derechos a la “consulta previa” con compañías
petroleras, vimos un barco que cargaba unas máquinas enormes de la Talismán,
una compañía petrolera de Canadá. Con esas máquinas habían estado llevando
a cabo exploraciones sísmicas en tierras muy cercanas a la Selva de Matavén.
El barco venía acompañado de dos piraguas del Ejército. Era una visión verda-
deramente diabólica: esclavos del fuego acompañados por armas de fuego. Era,
sin duda, una visión profética también. El fuego petrolero y el fuego militar se
deslizaban por la superficie del río Vichada anunciando el aparentemente inevi-
table fin del balance ecológico y cultural de la Selva de Matavén.
Varios meses más tarde, me puse a leer Tristes Tropiques de Lévi-Strauss.
Allí encontré un pasaje que me hizo recordar esa visión proféticamente diabó-
lica y diabólicamente profética de la destrucción de la Selva de Matavén: “Lo
primero que vemos cuando viajamos por el mundo”, escribe Lévi-Strauss de

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un viajero que, como él (o como yo), vive rodeado de máquinas y depende de


los fuegos enormes que las mantienen en marcha, “es nuestra propia basura,
echada en la cara del resto de la humanidad” (Lévi-Strauss, 1992 [1955]: 38).

N o s otr o s so m o s lo s o tros
Cuando los miembros de un grupo social afirman que tienen ciertas posesio-
nes en común, que comparten ciertos poderes y que son todos de una misma
voluntad, ellos construyen su solidaridad de manera positiva. Las comunidades
que se organizan de esta forma son exclusivas y excluyentes: sólo si alguien es
miembro de la familia, la tribu o la nación en cuestión podrá disfrutar de la
solidaridad de los demás miembros de esa comunidad. Para salir intactas de
una crisis colectiva, estas comunidades de identificación positiva han podido
contar siempre con la solidaridad que las une: en tales casos, los intereses per-
sonales de cada miembro de la comunidad se sacrifican para el bien de todos.
Así, pues, la solidaridad se proyecta como una virtud positiva: la lealtad, el
autosacrificio, el patriotismo. Pero frente a las crisis globales que enfrenta-
276 mos hoy en día –desde el colapso de la economía global hasta el calentamiento
progresivo del planeta–, la solidaridad positiva, exclusiva y excluyente de estas
ennoblecidas comunidades tradicionales resulta un gran inconveniente.
De nada o muy poco puede servirnos hoy en día que una familia, una tribu
o una nación intente salvarse sólo a sí misma de las crisis globales que amenazan
a todas las sociedades por igual. De hecho, las sociedades y culturas humanas no
son las únicas que están bajo amenaza; la biodiversidad del mundo entero corre
peligro. Hace falta, por lo tanto, que ampliemos nuestros círculos de solidaridad
más allá de las familias, las tribus y las naciones; más allá, incluso, de la especie
humana, para incluir a todas las formas de vida sin excepción. Sin duda, es pre-
cisamente este tipo de solidaridad universal la que se ha querido construir sobre
las bases positivas de los derechos humanos, primero, y luego, con la declaración
de los derechos universales de los animales. Pero la mera afirmación de estos
derechos abstractos no ha impedido que, en nuestro momento histórico, se sigan
violando los derechos humanos con plena impunidad ni tampoco que el balance
del sistema ecológico global se vea cada vez más alterado. De allí que lo que nos
hace falta hoy en día no sea simplemente ampliar los círculos positivos de nuestra
solidaridad. Tenemos que seguir concibiendo la solidaridad en términos univer-
sales, pero de un modo menos abstracto.
En vez de basar la solidaridad en la afirmación de posesiones y poderes
comunes, habría que concebirla negativamente. Según Richard Rorty, esto sig-
nificaría reconocer que lo que compartimos todos no es nuestra imaginada dig-
nidad humana sino el mero hecho de que todos somos vulnerables, y, por ende,

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LOS LÍMITES DE LA SOLIDARIDAD | CHRISTOPHER BRITT ARREDONDO

que todos podemos sufrir (Rorty, 1989: 91-92). Si fuéramos a aplicar esta idea
de solidaridad a nuestra situación actual, se diría que todos compartimos por
igual las amenazas de las crisis globales. En este sentido, nuestra situación exige
que nuestra solidaridad sea universal. Al concebirla de manera negativa, com-
prenderemos que las únicas virtudes necesarias para esta solidaridad universal
son negativas. En vez del autosacrificio, la lealtad y el patriotismo, la solidaridad
negativa afirma nuestro deseo de no sufrir, de no morir, de no desaparecer.
La magnitud global de las crisis que enfrentamos demuestra cómo la soli-
daridad positiva justifica la crueldad en nombre del amor propio. Por su parte,
la solidaridad negativa, aunque no afirme ningún amor específico por la huma-
nidad, por lo menos rechaza las crueldades justificadas por formas de solidari-
dad positiva. Reconociendo el sufrimiento de los demás como límite necesario
del amor propio, la solidaridad negativa nos ayuda a comprender nuestra rea-
lidad. Ya no se trata de “sálvese quien pueda”. Para salvarnos “nosotros” ya no
vale ser crueles con los “otros”. Los otros ya no existen, porque nosotros somos
los otros. Todos compartimos la misma amenaza, y si no nos salvamos todos,
no se podrá salvar nadie. 277

Et n o gr afí a s d e salv a c ión


Los etnógrafos llevan años expresando su solidaridad con las culturas nativas
que estudian. “Para nosotros”, escribió Adolf Bastian en 1881, “las sociedades
primitivas son ef ímeras […] En el instante en que las conocemos, se ven conde-
nadas a una muerte segura” (en Clifford, 1986: 112). En 1921, Bronislaw Mali-
nowski se quejaba, de una manera parecida, de cómo los “materiales primiti-
vos” que los antropólogos procuraban estudiar “se derretían con lamentable
rapidez” al entrar en contacto con el mundo moderno (en Clifford, 1986: 112).
Por su parte, en 1955, Claude Lévi-Strauss contemplaba con angustia el avance
inexorable de una potente monocultura occidental que iba borrando, desin-
tegrando y destruyendo la diversidad cultural de las sociedades indígenas, no
sólo de Brasil, sino de todo el llamado Mundo Nuevo. “Ser humano significa”,
escribió al respecto Lévi-Strauss, “[…] pertenecer a una clase, a una sociedad,
a un país, a un continente y a una civilización; y para nosotros los europeos,
la aventura que se fraguó en el corazón del Nuevo Mundo significa […] que
ese Nuevo Mundo no era nuestro mundo y que nosotros somos responsables
de haber cometido el crimen de su destrucción […]” (Lévi-Strauss, 1992: 393).
Lévi-Strauss se solidarizaba con las culturas autóctonas de las Américas hasta
tal punto que se atribuía a sí mismo, a su propia cultura occidental, la culpa por
su destrucción y desaparición. Pero su sentido de solidaridad iba más allá de
este patético y angustiado mea culpa. También proponía expiar el crimen. “El

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antropólogo”, sostenía Lévi-Strauss, “es quien menos puede ignorar su propia


civilización y disociarse de sus faltas porque su propia existencia es incom-
prensible, excepto como un intento de redención: es el símbolo de la expiación”
(Lévi-Strauss, 1992: 389).
En 1984, en un ensayo titulado “On Ethnographic Allegory”, James Clifford
usa precisamente estos tres ejemplos históricos –Bastian, Malinowski y Lévi-
Strauss– para poner en duda la sinceridad de la solidaridad que los antropólo-
gos han solido expresar con las culturas nativas que estudian. Según Clifford, la
desaparición de lo “primitivo” es una alegoría que ha aportado una estructura
narrativa a los estudios etnográficos modernos. Esta alegoría de perdición y sal-
vación funciona como una “construcción retórica” que representa a las socieda-
des primitivas como “débiles” y a los antropólogos mismos como “autoridades
científicas y morales” que están llamadas a “rescatar” las costumbres “esencia-
les” y “auténticas” de estas sociedades (Clifford, 1986: 112-13). En particular,
Clifford cuestiona la hipotética legitimidad científica e imaginada autoridad
moral de antropólogos que construyen sus narraciones etnográficas siguiendo
278 los patrones de una alegoría de salvación que muy poco tiene que ver con la
ciencia o la filosof ía y que tiene mucho más que ver con la tradición literaria
del romanticismo y su estética bucólica (Clifford, 1986: 113-119)1. Según esos
patrones estéticos, el escritor romántico está llamado a salvar en su texto un
mundo que está en ruinas y a punto de desaparecer. Este concepto mesiánico
del escritor, sugiere Clifford, se encuentra entre la gran mayoría de etnógrafos
modernos y, muy en particular, en Lévi-Strauss, cuyo romanticismo lo llevó no
sólo a aceptar la culpa por la destrucción del Nuevo Mundo sino a cargar esa
cruz como símbolo mesiánico de salvación.
El argumento de Clifford busca poner en ridículo esta tradición moderna
de etnograf ías de salvación. Bajo la nueva perspectiva posmoderna de Clifford,
los lamentos de Bastian, las quejas de Malinowski y las angustias de Lévi-
Strauss ya no parecen ser expresiones genuinas de solidaridad, sino más bien
expresiones hipócritas de una imaginada superioridad cultural que les permite
a los antropólogos invertir, en sus escritos, las verdaderas relaciones de poder
poscoloniales que existen entre las sociedades modernas y las llamadas socie-
dades primitivas que los etnógrafos estudian. Las prácticas de representación
etnográfica que critica Clifford ponen de manifiesto el punto hasta el cual la
antropología y, muy en particular, la etnograf ía han sido cómplices de la des-
trucción de las mismas culturas que la etnograf ía pretende rescatar del olvido.

1 Ver esta sección para su discusión del fondo romántico y la estética bucólica (o pastoril) de la alegoría del
rescate de lo perdido y la salvación de los perdidos.

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LOS LÍMITES DE LA SOLIDARIDAD | CHRISTOPHER BRITT ARREDONDO

Esta crítica tiene bastante sentido en el caso de las Américas, en particular


si tenemos en cuenta la historia de la ciudad letrada hispanoamericana, descrita
y analizada por Ángel Rama. Según esa historia, la escritura en Latinoamérica,
desde las crónicas de la Conquista hasta las revoluciones sociales y políticas del
siglo XX, ha estado íntimamente ligada al poder del Estado tanto colonial como
poscolonial, y hasta revolucionario (Rama, 1984). Mientras que la escritura etno-
gráfica reproduce estas relaciones de poder imperiales, no escapa de la íntima
relación entre las armas y las letras que Rama analiza. Clifford, por su parte, hace
bien en señalar esta relación y pedirles a los antropólogos que la cuestionen.
Pero existe un problema bastante grave con lo que propone Clifford. Este
problema tiene que ver con la vulnerabilidad de las sociedades y culturas que se
ven amenazadas por los avances de la modernidad. “Sin duda alguna”, admite
Clifford al respecto, “existen formas de vida que pueden, de una manera significa-
tiva, ‘morir’: poblaciones enteras son trastornadas y a veces hasta exterminadas.
Las tradiciones se están perdiendo constantemente. Pero la persistente y repe-
tida ‘desaparición’ de formas sociales en el momento mismo de ser representadas
etnográficamente requiere análisis como una estructura narrativa” (Clifford, 1986: 279
113). Con ese “pero” Clifford señala que su solidaridad no incluye las “formas de
vida” nativa que “pueden, de una manera significativa, ‘morir’”. Se limita, más bien,
a un círculo cerrado de personas que se identifican como antropólogos.
Lo que busca Clifford es salvar a los antropólogos de la culpabilidad que
les impone la retórica redentora de un antropólogo moderno como Lévi-Strauss.
Según Clifford, esa culpabilidad y el espíritu expiatorio que la inspira no son sino
los nefastos resultados de ciertas prácticas ingenuas de representación literaria.
Si los antropólogos, en vez de “inscribir” en sus textos a las culturas que estudian,
fueran a “transcribirlas” o incluso a “dialogar” con ellas, se saldrían de las terribles
contradicciones con que tienen que lidiar por culpa de sus prácticas escritura-
rias. “En cuanto se conciba el proceso etnográfico como una inscripción (y no una
transcripción o un diálogo), la representación continuará poniendo en práctica
una potente e incuestionable estructura alegórica” (Clifford, 1986: 113). De este
modo, Clifford sugiere que con sólo cambiar la manera en que se escribe, con
sólo cambiar el texto, los etnógrafos podrán también cambiar el quehacer de la
etnografía. Si ésta se dedica a transcribir y a dialogar, en vez de inscribir, podrá
librarse de la carga mesiánica de la literatura romántica y dedicarse, no a salvar lo
perdido, sino más bien a producir un conocimiento científicamente legítimo de
las sociedades y culturas que estudia, ordena, cataloga y analiza.
Esta postura es muy conveniente para los antropólogos posmodernos,
pero frente a las crisis globales de nuestra actualidad resulta demasiado cínica.
El hecho de cambiar el texto no cambia –ni un ardite– la verdad histórica de

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culturas nativas que han sido eliminadas o que están siendo eliminadas. Con
ellas mueren idiomas, cosmovisiones, y conocimientos espirituales, mora-
les, tecnológicos y científicos. Con la desaparición de cada una de ellas, un
mundo entero desaparece y el mundo que queda en su lugar se vuelve cada
vez menos mundo, menos diverso y más homogéneo. Cambiar el texto no
cambia esta destructiva realidad ni elimina las verdaderas crisis que amena-
zan la vida hoy, no sólo de gentes nativas, sino de todas las sociedades por
igual. Cambiar el texto para así evitarles a unos cuantos etnógrafos su mala
conciencia moderna no elimina las terribles verdades históricas y morales de
nuestro momento histórico.
Tal vez en las décadas de 1980 y 1990 –cuando Clifford promulgaba una
solución posmoderna a la mala conciencia de la etnografía moderna– tenía sen-
tido pretender que con sólo cambiar sus prácticas escriturarias los antropólogos
se salvarían de tener que salvar a los mundos que estudiaban. Pero hoy en día,
cuando todas las sociedades se sienten amenazadas por las fuerzas destructivas
de una economía global que nos esclaviza a todos y que a todos nos convierte en
280 acólitos del fuego, este “sálvese quien pueda” no nos puede resultar sino un gesto
grotesco, perverso, y hasta nihilista. La indiferencia que expresa Clifford para con
las comunidades humanas que verdaderamente sufren e históricamente mueren
es más que una ironía posmoderna. Decir, como lo hace Clifford, que existen for-
mas de vida nativa que pueden “morir” de una manera “significativa” es una expre-
sión de la crueldad que se esconde tras su cinismo posmoderno.

N o v e la s d e pe r d i c i ó n
En una nota que incluye al final de su novela Los pasos perdidos, de 1953, Alejo
Carpentier aclara que el río descrito en esta novela como “cualquier gran río de
América” es, de hecho, el “río Orinoco en su curso superior”; a su vez, añade
que “el lugar de la mina de los griegos” –donde transcurre una buena parte
de la trama narrativa– “podría situarse no lejos de la confluencia del Vichada”
(Carpentier, 1985: 331). O sea que el lugar adonde se encamina el protagonista
de esta novela en busca de un paraíso perdido es, más o menos, el lugar hasta
el cual viajé yo en el verano de 2011: la Selva de Matavén. Y los indígenas con
quien este protagonista finalmente decide convivir en los años de 1950 ven-
drían a ser, más o menos, los abuelos literarios de los guías Sikuani y Piaroa con
quienes tuve la ocasión de viajar por una semana aproximadamente, en el mes
de julio de ese año2.

2 El viaje que hice comenzó en Cumaribo, el día 15 de julio de 2011, y acabó en Puerto Inírida, el día 23 de julio
del mismo año.

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Sería un acto de disimulo inexperto pretender que, antes de hacer mi viaje


al Vichada, yo no había leído esta nota que aparece al final de Los pasos perdi-
dos. Antes de emprender mi viaje, y antes de proponerme la tarea de escribir
sobre ese viaje, yo sabía que lo que me proponía era un absurdo: rescatar, por
medio de mi propia experiencia narrada, los pasos perdidos del protagonista de
una novela que, por su parte, había sido escrita por Carpentier para parodiar,
entre otras cosas, al tipo de retórica de salvación que estructura el relato etno-
gráfico de Lévi-Strauss en Tristes Tropiques (Huggan, 1994: 113-128). Sabía, en
otras palabras, que lo mío iba a ser una aventura desventurada, destinada, como
la del protagonista de Los pasos perdidos, a “comet[er] el irreparable error de
desandar lo andado” y, quisiera añadir, el también irreparable error de intentar
desescribir lo escrito (Carpentier, 1985: 325).
Al comienzo de Tristes Tropiques, Lévi-Strauss confiesa con ironía maca-
bra que odia viajar y que también odia a los exploradores. Lo que más odia de los
exploradores es que escriben versiones narrativas de sus viajes que trivializan
las culturas nativas que se encuentran en sus aventuras. Estas narraciones son
“resúmenes de expediciones y colecciones de fotograf ías en las cuales el deseo 281
de lucirse [por parte de los exploradores] domina tanto que el lector no puede
evaluar la evidencia puesta ante sus ojos” (Lévi-Strauss, 1992: 17). Además,
estas narraciones de viajes, exploraciones y supuestos descubrimientos son
escritas para lectores ignorantes que sólo buscan complacerse con su estado de
ignorancia. “Para estos lectores, trivialidades y lugares comunes parecen haber
sido milagrosamente transmutados en revelaciones por el mero hecho de que
su autor, en vez de plagiar desde casa, ha supuestamente santificado su texto al
recorrer unas veinte mil millas [más de 32 mil kilómetros]” (Lévi-Strauss, 1992:
18). La idea de que sus propios estudios etnográficos se podrían confundir con
este tipo de narraciones triviales le produce a Lévi-Strauss un sentimiento de
“vergüenza” y de “asco” (Lévi-Strauss, 1992: 18). Es de este modo, pues, que
Lévi-Strauss rechaza la idea de escribir un libro que simplemente narre sus
expediciones en el Amazonas de Brasil y propone más bien escribir una etno-
graf ía que ponga de relieve tanto las características, las prácticas y los saberes
de las culturas que él estudió durante sus viajes como sus propias dudas acerca
de su papel como antropólogo. Lo que busca es educar a sus lectores, no pre-
miar su ignorancia.
Algo muy parecido le ocurre al protagonista de Los pasos perdidos, sólo
que al revés. Este protagonista, que también es el narrador de la novela, viaja
desde la metrópolis de Nueva York hasta una nueva “ciudad” utópica –llamada
Santa Mónica de los Venados– que ha sido fundada por un supuesto “Adelan-
tado” y su amigo el “Primer Obispo” en un lugar escondido en la cuenca del río

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Orinoco. Su esposa, a quien el protagonista ya no quiere, piensa que él se


ha perdido en la selva, y manda una expedición para que lo rescate. El pro-
blema, no obstante, es que el protagonista-narrador cree haber encontrado
un paraíso neolítico en Santa Mónica, donde vive con otra mujer, una nativa,
que representa para él los orígenes primordiales de los hombres en la Tierra.
Él no quiere que lo rescaten; más bien quiere salvarse del mundo moderno
y seguir viviendo en Santa Mónica de los Venados. Aun así, se deja “resca-
tar”, pensando que esto le permitirá divorciarse de su mujer, cortar de una
vez por todas sus conexiones con el mundo moderno, y así poder dedicar el
resto de su vida a la comunidad utópica que ha encontrado en la cuenca del
Orinoco. Cuando vuelve “rescatado” a Nueva York, decide escribir una ver-
sión ficticia de su aventura en el Orinoco. En otras palabras, decide escribir
precisamente el tipo de libro de viaje que Lévi-Strauss aborrece. “No puedo,
en efecto, revelar lo que de maravilloso ha tenido mi viaje”, dice al respecto
el protagonista-narrador, “Lo que venderé, pues, es una patraña: prisionero
de una tribu más desconfiada que cruel, logré fugarme, atravesando, solo,
282 centenares de kilómetros de selva; al fin, extraviado y hambriento, llegué a
la ‘misión’ donde me encontraron” (Carpentier, 1985: 300). De esta manera,
el protagonista-narrador pretende escribir una versión trivial de su viaje que
esconda la verdad. Lo que quiere es engañar a sus lectores, no educarlos. Y
para lograrlo, no parece existir mejor patraña que escribir un libro de viajes
donde él figura como el héroe de una odisea épica. Trivializando su viaje
y sus descubrimientos, el protagonista-narrador espera poder salvarse a sí
mismo, y al mundo utópico que encontró en Santa Mónica, de la mirada del
resto del mundo moderno. Pero en vez de salvarlo, esta versión trivializada
de su viaje lo condena a la perdición.
Por mi parte, debo reconocer que también corro el peligro de narrar una
versión del viaje que hice a la Selva de Matavén que, en vez de ilustrar la reali-
dad de quienes viven allí, acabe trivializándola. Al narrar este viaje y reflexionar
sobre él, me gustaría, al estilo de Lévi-Strauss, educar a mis lectores. Pero, al
igual que el protagonista-narrador de Los pasos perdidos, no puedo evitar que
los pormenores de mi propia expedición pseudoliteraria y pseudoetnográfica
acaben ofuscando la verdadera tragedia que atraviesan las comunidades indí-
genas de la Selva de Matavén. Mi situación es, sin lugar a dudas, una especie de
delirio esquizofrénico: la tradición literaria española e hispanoamericana se ha
interpuesto entre la realidad con que me encontré en la Selva de Matavén y yo
mismo; y esa realidad, al ser narrada de nuevo por mí, acaba confundiéndose
una vez más con la imaginación literaria de una etnograf ía de salvación. La
absurda ironía de mi ridícula situación (una ironía tan trágica en sus últimas

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consecuencias morales como cómica en sus implicaciones prácticas y escri-


turarias) no deja de sorprenderme, de alterarme y de hacer que me detenga y
considere con mucho cuidado cómo escribir sobre el viaje que hice al corazón
de la Selva de Matavén, donde vi cómo viajaban los esclavos del fuego por el
Vichada en enormes embarcaciones acompañados de las armas de fuego del
Estado, anunciando de esta manera tan espantosa un terrible fin para ese “pul-
món del mundo”.
Es preciso conocer la experiencia verdadera de las comunidades indí-
genas de la Selva de Matavén y no confundirla con las experiencias imagina-
das y mediadas por autores de novelas etnográficas y de etnograf ías nove-
lísticas. Ni las ironías de una novela de perdición como Los pasos perdidos,
ni las ironías de una etnograf ía de salvación como Tristes Tropiques, nos
ofrecen una perspectiva desde la cual podamos comprender la verdadera
ironía de la realidad en la que viven las comunidades indígenas de la Selva de
Matavén. Por medio de sus escuelas ecológicas y estrategias políticas locales,
estas comunidades están intentando salvar a su selva, salvarse a sí mismos,
a sus formas de vida, y de paso, salvar también al mundo entero del humo 283
que nos ahoga y que nos ciega. Pero las compañías de petróleo, las compa-
ñías mineras, las compañías agroindustriales, siguen cercando la Selva de
Matavén. Frente a esta cruel ironía, las ironías narrativas de la etnograf ía y
la literatura no pueden sino parecernos grotescas. El único propósito al que
sirven es esconder, tras una cortina de humo escriturario, la trágica ironía de
nuestro imaginado dominio del fuego.

El f ue go q ue no e c ha humo
Existe un mito Sikuani que, como el mito griego de Prometeo, explica cómo la
gente acabó adueñándose del fuego (Wilbert y Simoneau, 1992). Al igual que
el mito de Prometeo, este mito gira en torno al engaño y el robo: o sea, está
organizado en torno a un inesperado y original acto de filantropía que será
firmemente castigado. El mito en cuestión comienza de la siguiente manera:

Hace mucho tiempo la gente no tenía fuego. Secaban la carne que cazaban a
los rayos del sol, y cuando no había sol, la comían cruda. No sabían qué más
hacer y no conocían el fuego. Eran nómadas. Pero un día encontraron una
montaña y decidieron asentarse a vivir allí.

Un día llovió hasta el mediodía. Cuando dejó de llover, uno de los hombres
del grupo fue a buscar comida. Vio a un hombre que estaba escondido, y este
hombre tenía fuego; tenía cuatro leños que se quemaban. El hombre estaba
acostado y tenía los cuatro leños debajo de su hamaca. El hombre que lo vio

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volvió a donde estaba su gente y les contó: “Vi a un hombre acostado en su


hamaca. Tenía cuatro troncos debajo de él que relucían, pero no sé lo que
aquello pudo haber sido. Deberíamos ir todos a ver”. Otro hombre le preguntó:
“¿Hablaste con el hombre?”. Y él respondió: “No, no hablé con él. Yo lo vi pero
él no me vio a mí”. Los demás dijeron: “Vayamos a ver quién es. Podría ser
un pariente nuestro, o tal vez tenga algo que nos sirva”. Se acercaron a donde
estaba el hombre, y cuando ya estaban llegando, lo llamaron: “¡Oiga! ¡Somos
nosotros!”, y él respondió: “Aij, ¿de dónde vinieron?”. “Somos de por acá, vivi-
mos en esta región”. “Ah, son mis nietos. Yo soy su Abuelo, pero no me cono-
cen”. “Pues ya que Usted dice que es nuestro Abuelo, queremos quedarnos aquí
cerca de Usted”. Él respondió: “Pueden quedarse por aquí cerca, pero no se me
acerquen demasiado”. Hicieron como él les había mandado y se asentaron a
una distancia de él.

Considero conveniente interrumpir la narración de este mito en este


preciso momento para señalar que lo que se establece en el comienzo es un
nuevo círculo de solidaridad positiva. Esta solidaridad incluye a los hom-
bres y al Abuelo en una misma familia. Pero esta solidaridad parece tener
284 sus límites. El Abuelo permite que sus nietos se sienten cerca de él y com-
partan con él la montaña, pero no los invita a convivir con él. Ellos han de
guardar cierta distancia. Esta distancia significa, entre otras cosas, que los
hombres deben respetar al Abuelo y, de esta forma, expresar el hecho de que
reconocen que existe una gran diferencia entre ellos y él. El fuego simboliza
esa diferencia. Simboliza el poder y el saber del Abuelo. Esto es precisa-
mente lo que los hombres más quieren: “Vayamos a ver quién es. Podría ser
un pariente nuestro, o tal vez tenga algo que nos sirva”. De aquí en adelante,
el mito dramatiza cómo los hombres irán perdiendo el respeto que le deben
al Abuelo, y así irán borrando también la distancia entre ellos y su fuego.
Lo curioso y verdaderamente interesante de este proceso es que, para enga-
ñar al Abuelo y acercarse cada vez más al fuego, los hombres afirman una
vez tras otra sus lazos familiares con el Abuelo. Ellos quieren entrar en un
círculo de solidaridad positiva con el Abuelo que les permita afirmar como
suyo también el poder del fuego.

Los días que estuvieron viviendo así cerca del Abuelo, comieron su comida como
la acostumbraban comer. Sin conocer el fuego, comieron su comida cruda. Pero
un día el Abuelo repartió entre ellos comida que él había cocinado. A cada uno le
dio un poco. La comieron y les gustó. Le preguntaron al viejo: “Abuelo, ¿qué
le echó a la comida para que sepa tan rico?”. Él respondió: “No le eché nada
especial; la cociné con el fuego”. “Pero Abuelo, ¿qué es el fuego?”. “Nietos
míos, el fuego es lo que guardo debajo de mi hamaca. Se puede usar para
cocinar la comida”.

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El próximo día salieron a cazar y trajeron mucha carne. Le pidieron permiso


al Abuelo para cocinarla en su fuego: “Abuelo, déjenos cocinar nuestra comida
en su fuego”. Pero él no quiso: “No, no pueden usar mi fuego para cocinar
porque es para mi uso personal”. Aunque insistieron mucho, no lograron con-
vencerlo. Luego, uno de ellos cogió un palo seco para prenderlo en el fuego,
pero el viejo no se lo permitió. Otro hombre intentó lo mismo con unas hojas
secas, pero el viejo tampoco se lo permitió. Así se fueron sucediendo los días,
y la gente seguía comiendo carne cruda.

Aquí vemos cómo la distancia entre el Abuelo y los hombres se va achi-


cando. Lo sorprendente del caso es que sea el Abuelo quien al principio intenta
achicar esa distancia. En un acto inesperado de filantropía, él comparte una
carne asada con los hombres, sus nietos. Los hombres, alentados por este gesto
de solidaridad, le piden luego al Abuelo que les permita usar el fuego para asar
más carne. Con este gesto, los hombres intentan afirmar que, como conse-
cuencia del gesto filantrópico del Abuelo, el fuego es ahora de todos. Pero el
Abuelo lo niega. Les dice que el fuego es para su uso personal. Esto implica que
los hombres todavía no son dueños del fuego porque todavía no saben cómo
hacer fuego, ni cómo cuidarlo, ni mucho menos cómo apagarlo. Pero en vez de 285
pedirle al Abuelo que les enseñe a comprender el fuego y dominar su poder, los
hombres –arrogantes, insolentes e impacientes– intentan prender palos secos
y hojas secas, y así, declarar que el fuego también debería ser para su propio
uso personal. La solidaridad filantrópica del Abuelo parece haber despertado
en los hombres un insaciable deseo de poseer el fuego. Pero no parece haber
despertado en ellos un deseo complementario de comprender el fuego. Quie-
ren el poder sin el saber. Y esto, como se verá más en adelante, traerá graves
consecuencias para los hombres.

Un día que llovía mucho, se acercaron de nuevo al viejo y le pidieron que


les dejara acercarse aún más al fuego, porque sentían mucho frío, pero tam-
poco los dejó hacer eso. Así que comenzaron a pensar en otras maneras de
conseguir el fuego. Mandaron al Carpintero, diciéndole: “Anda y vete donde
el Abuelo y pídele que te deje calentarte al lado del fuego. Si te lo permite,
siéntate al lado del fuego, y si ves que el viejo se duerme, coge uno de los
leños y vente corriendo otra vez hasta aquí”. El Carpintero hizo lo que le
dijeron; se acercó al viejo y le dijo: “Vea, Abuelo, me gustaría que me dejara
calentarme; tengo mucho frío”. “Está bien, Nieto, permitiré que te calientes
al lado del fuego, pero sólo te lo permito a ti, y sólo si no tienes ninguna mala
intención”. El Carpintero se sentó allí al lado del fuego pretendiendo calen-
tarse. Cuando vio que el viejo estaba durmiendo, sin hacer ruido alguno
y con mucho afán cogió uno de los leños (había sólo cuatro, uno por cada
dirección cardinal). El Carpintero corrió, pero el viejo, dándose cuenta de
lo que había pasado, lo cogió por el pelo, diciéndole: “Ajá, Nieto Carpintero,

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viniste a robar mi fuego”. Cogió al Carpintero, le quitó el leño, le jaló el pelo


y lo reorganizó encima de la cabeza en forma de una corona. Luego lo cogió
por la nariz, la estiró y formó un pico, y jalándole sus brazos los transformó
en alas. El Carpintero salió volando.

De nuevo, interrumpo la narración para señalar que este proceso se repite


en el mito, una y otra vez. Los hombres llegan e intentan engañar al Abuelo y
robarle el fuego, pero éste no se deja engañar y los convierte en diversos pája-
ros, peces, y otros animales. Al fin le toca el turno al Loro Inviernero, que vuela
muy rápido. Éste sí que se sale con la suya.

El Loro Inviernero se fue a encontrarse con el viejo: “Abuelo, ¿me dejaría calen-
tarme al lado de su fuego?”. “Claro que sí, Nieto, puedes hacerlo; pero ten cui-
dado. Otros han venido aquí con semejantes pretensiones antes que tú”. El
Loro le dijo: “No, Abuelo, no pienses eso de mí. ¿A dónde voy a ir, si tengo mi
familia allí mismo?”. El viejo respondió: “Sí, Nieto, sé que tu familia anda por
aquí cerca”. Así que el Loro se quedó a calentarse. Cuando vio que el viejo se
había dormido, tocó la hamaca. Ya que el viejo dormía, el Loro cogió el leño
prendido y se fue corriendo. Cuando el viejo se despertó, intentó coger al Loro
286
pero no pudo. Luego empezó a quejarse: “Aaj, me has quitado mi hijo, mi único
hijo. ¿Por qué hiciste esto?”.

El engaño es siempre el mismo, pero el Loro Inviernero logra robar el


fuego porque es más rápido que todos los demás hombres y, por supuesto, más
rápido que el Abuelo también. En este sentido, el Loro representa una mejora
metodológica. Su tecné, su arte, es superior a la de los demás. Esto señala que
el deseo de poseer el fuego sí ha suscitado en los hombres un cierto deseo de
saber. Pero no desean saber cómo se hace, se controla y se apaga el fuego, sino
cómo mejorar sus artes de engaño, para así poder tomar posesión del fuego. El
Abuelo, cuando se da cuenta de lo que ha pasado, se lamenta: “me has quitado
mi hijo, mi único hijo”. Con este lamento, la distancia que separaba a los hom-
bres y al Abuelo se representa en términos de parentesco. Según esta lógica, el
único hijo del Abuelo, o sea el fuego, es también el padre de los hombres.
Al tomar posesión del fuego, los hombres se juntan con su padre en un
nuevo círculo de solidaridad positiva. Por su parte, el Abuelo reconoce esta
nueva comunidad y comparte con ella el saber necesario para hacer el fuego.
Parecería ahora que los hombres y el Abuelo son iguales y pertenecen a un
mismo círculo selecto de seres que controlan el fuego. Pero el Abuelo aún
insiste en separarse de ellos. Él les advierte: “Cuando yo uso el fuego, no echa
humo. Cuando ustedes lo usen, echará humo y les molestará”. El humo es el
castigo que los hombres han de sufrir por haberle robado el fuego al Abuelo.
A su vez, este humo simboliza los límites del conocimiento de los hombres.

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El humo les irritará los ojos. La luz de sus fuegos no les permitirá ver bien.
Se podrán jactar de saber cómo prender el fuego y protegerlo, pero todavía
tendrán que aprender cómo controlarlo y apagarlo. Por eso, lo último que
les dice el Abuelo es: “Aunque yo les esté dando el fuego, no lo tendrán por
mucho tiempo. Dentro de pocos años habrá una inundación y sus fuegos se
ahogarán en las aguas, al menos que construyan barcos, los cubran de tierra
y hagan sus casas encima de estos barcos”.
Éste es el último acto de filantropía del Abuelo. Quienes le obedecen se
salvan y salvan también al fuego; pero quienes no acatan las órdenes del Abuelo
acaban ahogándose, y con ellos se ahogan también sus fuegos. Los Sikuani,
según este mito, son los sobrevivientes de esta gran inundación que apagó los
fuegos de los demás. Su Abuelo los introdujo al fuego y les enseño cómo pren-
derlo; también les enseñó cómo protegerlo del agua; y por último, la inunda-
ción les enseñó cómo apagarlo. Los Sikuani son, por lo tanto, miembros de
una comunidad selecta que, además de poseer el fuego, posee el conocimiento
necesario para dominarlo, prenderlo y, cuando sea necesario, apagarlo.
287
H or mi gas, a v i spa s y e scorp iones
Entre los mitos etiológicos de los Sikuani hay un ciclo de mitos que tratan del
origen del yopo, una sustancia psicoactiva que se usa en ritos chamánicos que
iluminan las mentes de quienes lo consumen. Según este ciclo de mitos, el yopo
tiene su origen en la vagina de una mujer mágica. Cada vez que su marido la
penetra, semillas de yopo salen de su vagina. Ella le enseña a preparar el yopo
y a inhalarlo. Pero también le advierte que el yopo puede intoxicarlo. Por eso,
cada vez que él la penetra para sacar más semillas de yopo, ella le dice que sólo
la debe penetrar con la cabeza de su pene. El hombre, precavido, nunca la pene-
tra con violencia, y así se asegura de siempre poder abastecerse de yopo. Pero
finalmente los demás hombres se dan cuenta de que el marido de esta mujer
está usando el yopo, y ellos también lo quieren probar. Otro hombre consigue
acostarse con la mujer y probar el yopo. En algunos de estos mitos el segundo
hombre que se acuesta con la mujer es el hermano del marido, en otros, se
trata del hermano de la mujer. Sea como sea, al acostarse con ella, este segundo
hombre y la mujer violan un tabú. Aún más, este segundo hombre, violador de
tabúes, también viola a la mujer, penetrando su vagina con violencia. Como
resultado, el segundo hombre se intoxica de yopo y sufre un castigo. En algunos
mitos, el marido de la mujer transforma a su usurpador en un halcón, en otros,
lo exilia hasta el fin del mundo (Wilbert y Simoneau, 1992: 232-238).
Pero hay una versión en especial de este mito del origen del yopo donde
los hombres que se acuestan con esta mujer sufren un castigo que a su vez les

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premia con poderes y conocimientos mágicos: “La mujer […] era peluda. En su
vagina ella tenía varios animalitos que muerden o pican: escorpiones, hormi-
gas, avispas. Allí estaban, todos amontonados. Era para darle poderes mágicos
a quien hiciera el amor con ella. Todo eso era su poder mágico y protección
contra influencias adversas. Todo estaba en su vagina” (Wilbert y Simoneau,
1992: 237). Así, pues, para producir y consumir el yopo, los hombres han de
sufrir mordidas y picaduras de hormigas, avispas y escorpiones. Pero el escozor
de estas picaduras es un precio justo que pagar por el conocimiento y los pode-
res que imparten en combinación con el yopo.
Si menciono estos mitos es porque entre los Sikuani y los Piaroa se
celebran hasta el día de hoy ciertos ritos en los cuales los hombres se dejan
morder en la cara y en el pecho y en las piernas por hormigas, avispas, y
hasta escorpiones. Luego, el chamán les da a probar el yopo. Cada uno de
ellos se tiene que acostar luego en una hamaca mientras el chamán, que
cuida del fuego, los guía en sus viajes visionarios. Las mordidas y picaduras
de los insectos queman la piel como si los insectos fueran hechos de fuego.
288 Estas quemaduras de la piel representan corporalmente el fuego del yopo
que ilumina sus mentes.
El fuego mental ayuda a estos hombres a protegerse de amenazas como
las que están enfrentando todos los grupos indígenas de la Selva de Matavén.
Las compañías petroleras, mineras y agroindustriales que han llegado al muni-
cipio de Cumaribo en los últimos años están violando la tierra. Quieren sacar
de ella todo lo que puedan. Son como el segundo hombre de los mitos acerca
del origen del yopo. Violan la tierra como él viola la vagina de la mujer. Están
intoxicados de petróleo, de dinero, como él lo está del yopo. Y, de la misma
manera que el segundo hombre sufre un castigo por su voracidad, la lógica de
los mitos del yopo sugiere que estas compañías también deberían sufrir por su
avaricia. Cada vez que una de estas compañías mete uno de sus penes mecáni-
cos en la tierra, queriendo sacar de ella sus tesoros, deben sufrir una pequeña
picadura. Los líderes de las comunidades indígenas del Matavén, al insistir en
sus derechos –bajo la Constitución– a la consulta previa, son como las hormi-
gas, las avispas y los escorpiones del mito. Protegen a la tierra, a la madre tierra,
de quienes la desean violar.

L a e s c r i tur a c ha m áni c a
Clifford critica a los antropólogos modernos por querer salvar de la perdición a
las culturas nativas que estudian. Este deseo, sugiere Clifford, es el resultado de
un delirio. Los antropólogos creen que poseen el poder suficiente para salvar a
esas culturas. Ese poder es la escritura. Por medio de sus textos etnográficos,

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LOS LÍMITES DE LA SOLIDARIDAD | CHRISTOPHER BRITT ARREDONDO

procuran salvar a esas culturas nativas del paso del tiempo y, en última instan-
cia, del olvido. Pero de lo que no parecen darse cuenta los etnógrafos es, según
Clifford, que su poder escriturario no es un poder que de verdad salva a las
culturas nativas, sino más bien un poder que está íntimamente ligado a las fuer-
zas de destrucción que han ido eliminando esas culturas de la faz de la tierra.
Clifford presenta esta crítica bajo la suposición que representa un paso más allá
de las prácticas escriturarias de los antropólogos modernos. Pero lo cierto es
que un antropólogo tan moderno como Lévi-Strauss ya se daba cuenta, en los
años cincuenta, de esta paradoja supuestamente posmoderna.
En Tristes Tropiques, Lévi-Strauss cuenta una anécdota que revela la
relación ambigua que él guardaba respecto al poder de la escritura. Se trata
de un viaje que hizo a la zona del Amazonas brasileño donde habitan los
Nambikwara, una gente que, según la descripción de Lévi-Strauss, “no tiene
una lengua escrita […] [y que] tampoco sabe dibujar” (Lévi-Strauss, 1992:
296). Él decide repartir entre ellos unos lápices y hojas de papel. Por varios
días, no los usan. Pero un buen día, él ve que todos están haciendo unas líneas
horizontales en sus hojas de papel. “Me preguntaba qué intentaban hacer, 289
cuando de repente me di cuenta de que estaban escribiendo o, para ser más
exacto, usando sus lápices del mismo modo que los usaba yo” (Lévi-Strauss,
1992: 296). La mayoría sólo hacía eso, pero el jefe de los Nambikwara era más
ambicioso: “Sin duda”, razona Lévi-Strauss, “él era el único que había captado
el propósito de la escritura”. Ese propósito es, según Lévi-Strauss, nada menos
y nada más que “facilitar la esclavitud” (Lévi-Strauss, 1992: 299). “El único
fenómeno con el que la escritura siempre se ha visto en contacto es la crea-
ción de ciudades e imperios, o sea la integración de un número considerable
de individuos a un sistema político que los organiza en castas o clases” (Lévi-
Strauss, 1992: 299). Su conclusión es que la escritura siempre “ha favorecido
la explotación de los seres humanos, y no su esclarecimiento” (Lévi-Strauss,
1992: 299). Como prueba, ofrece el ejemplo del jefe de los Nambikwara, que
usa la escritura (que en su caso no es sino una simulación de la escritura) para
ostentar nuevos poderes mágicos. El jefe reúne a su comunidad y, por dos
horas, pretende estar leyendo una lista de los objetos que Lévi-Strauss había
traído para repartir entre los Nambikwara. A cada miembro de la comunidad,
el jefe le da el regalo que figura en la lista (que él mismo pretendió escribir
sin saber escribir y que él también pretendía leer sin saber leer). Esta farsa
demuestra, según el análisis que hace Lévi-Strauss de ella, que para el jefe la
escritura “no era cuestión de adquirir conocimiento, de recordar o de com-
prender, sino más bien de incrementar […] [su] autoridad y prestigio” (Lévi-
Strauss, 1992: 298). Al introducir la escritura en esta comunidad, Lévi-Strauss

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no contribuyó a su salvación como esperaba, sino más bien a la destrucción


de sus formas de vida tradicionales.
Sin lugar a dudas, toda práctica escrituraria participa de esta farsa que
incrementa la autoridad y el prestigio de quienes escriben. Desde su postura
moderna, Lévi-Strauss expresa ansiedades al respecto. “El uso de la escritura
para promover propósitos desinteresados y como fuente de placer intelectual
y estético es un resultado secundario de la escritura, y, en la mayoría de los
casos, este uso secundario puede ser transformado, de tal manera que sirva
para justificar y disimular su función primaria […] [que es] facilitar la escla-
vitud” (Lévi-Strauss, 1992: 299). Por su parte, Clifford, desde la distancia crí-
tica de su postura posmoderna, considera con ironía la ingenuidad de ciertas
prácticas etnográficas que reproducen, en nombre de la salvación, relaciones
de poder que llevan más bien a la perdición. Frente a esta situación, Clifford
sugiere que los antropólogos deben cambiar su modo de escribir. A su vez,
Carpentier cultiva en Los pasos perdidos una ironía novelística que pone en tela
de juicio todos los modos tradicionales de inscribir, transcribir y dialogar con
290 lo primitivo. Su postura neobarroca encierra a su protagonista-narrador en un
círculo vicioso del cual no se puede escapar y que lo condena a aceptar como
única y última realidad la versión trivializada que publica en Nueva York de
su viaje por el Orinoco. Ni Lévi-Strauss, ni Clifford, ni Carpentier señalan una
alternativa a esta problemática condición del escritor que narra sus encuentros
con una cultura nativa que está siendo destruida por los poderes destructivos
de la misma cultura a la que pertenece el escritor.
El trabajo de Richard Rorty, no obstante, sí señala una alternativa. Este filó-
sofo sugiere que lo que debe hacer el escritor moderno para expresar su solida-
ridad es formularla de manera negativa. “El punto de vista que ofrezco dice que
sí existe algo que se llama el progreso moral, y que este progreso se encamina en
la dirección de cada vez más solidaridad humana. Pero a esta solidaridad no la
concibo como el reconocimiento de un ser verdadero o una esencia que existe
en todos los seres humanos. Al contrario, la concibo como la habilidad de ver
las diferencias tradicionales (entre tribus, religiones, razas y costumbres) como
insignificantes, en comparación con nuestras semejanzas a la hora de sentir el
dolor y la humillación […] De allí que considere a las descripciones detalladas
de formas particulares de dolor y de humillación (ante todo, en novelas y narra-
ciones etnográficas), y no a tratados filosóficos y religiosos, como la manera
principal en que los intelectuales modernos han podido contribuir al progreso
moral” (Rorty, 1989: 192). Esto sugiere, entre otras cosas, que para expresar su
solidaridad, lo que puede hacer un escritor es describir la crueldad. Yo quisiera
añadir a este propósito negativo y denunciador otro más afirmativo. Además de

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denunciar la crueldad, la escritura que busca salvar a los hombres debe ofrecer
también un testimonio de una forma de vida mejor. Y quiero insistir en este
punto porque en la Selva de Matavén, además de haber visto a los esclavos del
fuego acompañados de armas de fuego, encontré una forma de escritura que
afirma, por medio de la negación, una alternativa sensata.
En la comunidad Piaroa llamada Sarrapia se encuentra un colegio eco-
lógico. El currículo de este colegio está organizado en torno al conocimiento
tradicional de las diversas comunidades indígenas que habitan en la Selva de
Matavén. En una de las paredes del colegio se encuentra un texto breve. Se trata
de una visión apocalíptica que tuvo un día uno de los chamanes que fundaron
la comunidad. EL texto reza así: “Cuando el hombre se haya comido el último
pescado, comprenderá que el dinero no se puede comer”. Esta idea sirve de base
no sólo a la escuela sino a toda la comunidad. Sintetiza, en tan pocas palabras,
el pensamiento de este chaman Piaroa y su crítica a la economía capitalista, que
financia a las compañías petroleras que actualmente amenazan la superviven-
cia no sólo de los Piaroa y los demás grupos indígenas que moran en la región,
sino también la de todas las formas de vida que se encuentran en los ríos y los 291
árboles de la Selva de Matavén.
En nombre del fuego, de los fuegos enormes que mantienen a nuestras
grandes ciudades en marcha perpetua, las aguas de los ríos que rodean la Selva
de Matavén están siendo dañadas. Los peces se están muriendo. Con su muerte,
se anuncia el fin del mundo. Y se contempla a la vez la estupidez del hombre
moderno, que por seguir creyéndose dueño del fuego está llevando el mundo
entero a la deriva. El epígrafe del chamán que denuncia el dinero encierra más
que una ironía narrativa, etnográfica o novelística. Como ejemplo de escritura,
expresa la terrible ironía de nuestra civilización. Pero es también un ejemplo de
lo que puede significar, en una época de destrucción como la nuestra, ejercer el
poder de la escritura con el único fin de crear en las mentes de los lectores un
fuego que las ilumine y les permita comprender las crueldades y humillaciones
que sufren a diario las comunidades indígenas de la Selva de Matavén. .

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Referencias
1. Carpentier, Alejo
1985. Los pasos perdidos. Madrid, Ediciones Cátedra.
2. Clifford, James
1986. On Ethnographic Allegory. En James Clifford y George Marcus Writing Culture: The Poetics and
Politics of Ethnography (eds.). Berkeley, University of California Press.
3. Dowie, Mark
2009. Conservation Refugees: The Hundred-Year Conflict between Global Conservation and Native
Peoples. Cambridge, Mass: MIT Press.
4. Fenn, Paul
2011. Dialéctica positiva: un manifiesto localista. El Viejo Topo., 282-283, pp.64-70
5. Huggan, Graham
1994. Anthropologists and Other Frauds. Comparative Literature 46 (2), pp. 113-128
6. Illich, Ivan
1978. Energy and Equity. En Toward a History of Needs. Nueva York, Pantheon.
7. Lévi-Strauss, Claude
1992 [1955]. Tristes Tropiques. Nueva York, Penguin.
8. Rama, Ángel
292 1984. La ciudad letrada. Hanover, New Hampshire, Ediciones del Norte.
9. Rorty, Richard
1989. Contingency, Irony, and Solidarity. Cambridge, Cambridge University Press.
10. Wilbert, Johannes y Karin Simoneau (eds.)
1992. Folk Literature of the Sikuani Indians. Los Ángeles, UCLA Latin American Center Publications.

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Antípoda-Revista de Antropología y Arqueología de la Universidad de


los Andes es una publicación semestral que se proyecta como un espacio de
encuentro y discusión sobre temas de interés para la disciplina antropológica.
Su objetivo es incentivar el intercambio académico entre la Antropología y la
Arqueología con otras disciplinas sociales y humanas. La revista tiene un inte-
rés especial en desarrollar y profundizar en los análisis de dichas áreas en torno
a problemáticas actuales y regionales
Dado nuestro interés por crear lazos entre pensamientos académicos de
otros contextos nacionales y continentales para discutir temas hispanoamerica-
nos, la revista Antípoda publica textos inéditos en español, inglés y portugués. En
volúmenes especiales, y de acuerdo con la decisión del Comité Editorial, se pue-
den publicar artículos en otros idiomas con su respectiva traducción al español.

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298
Libros:
1. Apellido, Nombre. Año. Título. Ciudad, Editorial.
2. Mauss, Marcel. 1972. A General Theory of Magic. Londres y Nueva
York, Routledge.
3. Deleuze Gilles y Félix Guattari. 1987. A Thousand Plateaus: Capitalism and
Schizophrenia. Minnesota, Minnesota University Press.

Capítulo de libro o artículo de contribución:


4. Haya de la Torre, Víctor Raúl. 2005. The Apra. En The Peru Reader: History,
Culture, Politics, eds. Orin Starn, Carlos Iván Degregori y Kirk Robin, pp. 253-
258. Durham, Duke University Press.

Artículos en revistas:
5. Ortiz, Fernando. 1955. La sinrazón de los racismos. Revista Bimestre Cubana
70, pp. 161-183.
6. Bradley, Bruce y Dennis Standford. 2004. The North Atlantic Ice-edge Corridor: A
Possible Paleolithic Rout to the New World. World Archaeology 36 (4), pp. 459-478.

Textos consultados en internet:


7. DANE. 2012. Indicadores demográficos y tablas abreviadas de mortalidad
nacionales y departamentales 2005-2020. Consultado el 11 de febrero de 2012
en http://www.dane.gov.co/index.php?option=com_content&view=article&id
=238&Itemid=121
8. Carini, Sergio. 2010. Mercedes, Una mirada diferente sobre los orígenes de
la ciudad. Disponible en http://mercedesmemoria.blogspot.com/2010/02/
mercedes-b-una-mirada-diferente-sobre.html [Consultado en enero de 2011].
9. 2001. Caribbean Monk Seals or Hooded Seals? The Monachus Guardian 4
(2), consultado electrónicamente bajo la dirección de http://www.monachus-
guardian.org/mguard08/08newcar.htm, el 23 de mayo de 2009.

Tesis consultadas:
10. Fernández A., Katherine. 2010. Con Dios y el Diablo. Prácticas mágicas de
comunidades negras en el Chocó. Tesis de Periodismo, Facultad de Comunica-
ciones, Universidad de Antioquia, Medellín.

Como revista académica, Antípoda respeta y está abierta a diferentes líneas de


pensamiento. Sin embargo, Antípoda no se hace responsable de las opiniones y
los conceptos de los autores que aparecen en cada número. 299
Bogotá - Colombia Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social
44
diciembre 2012
ISSN 0123-885X
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Filosofía y retórica hoy


Presentación
Catalina González – Universidad de los Andes, Colombia.
El tiempo de las víctimas
• François Hartog – École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia

Dossier
De la palabra-acción a la palabra-imitación: itinerario retórico de Cicerón
• Carlos Lévy – Université de Paris-Sorbonne, Francia.
Ideología, retórica y dialectalismo en las “vidas paralelas” de Plutarco:
una nota sobre “Pirro”, 26, 11 y “Cimón” 14, 3-17, 2
• David Hernández de la Fuente – Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España
• Óscar Martínez – Universidad Carlos III de Madrid, España.
Eikos logos-eikos mythos: un logos como representación del mundo
• Jorge Cano – Universidad Carlos III de Madrid, España.
Cicero imperator: estrategias de autofiguración epistolar en el viaje a Cilicia (Cic., Att. 5. 1-15)
• Soledad Correa – Universidad Nacional de Rosario, Argentina.
La preceptiva sobre la narratio en los rétores latinos
• Paula Olmos – Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España.
La función de las imágenes en la reflexión filosófica de Cicerón
• Diony González – Universidad Carlos III de Madrid, España.
Desde el umbral de las palabras: sobre lo sublime a partir de Pseudo-Longino
• María del Rosario Acosta – Universidad de los Andes, Colombia.
SUSCRIPCIONES:
On the Origin of Hobbes’ Conception of Language: The Literary Culture of English Renaissance Hu-
Revista de Estudios Sociales manism
Calle 19 A No 1-37, • Sergio H. Orozco-Echeverri – Universidad de Antioquia, Colombia.
Bloque C, Primer piso Aperturas de la teoría de la retórica peirceana
Bogotá, Colombia • Mariluz Restrepo – Universidad Externado de Colombia.
Tel. (571) 3 32 45 05 Hermenéutica y retórica en Gadamer: el círculo de la comprensión y la persuasión
Fax (571) 3 32 45 08 • Catalina González – Universidad de los Andes, Colombia.
res@uniandes.edu.co El lugar de la persuasión en sociedades degradadas: sobre Albert Speer
• Ángela Uribe – Universidad Nacional de Colombia.

Otras Voces
Cultural-cognitive Dimension and Entrepreneurial Activity: A Cross-country Study
• Claudia Alvarez – Universidad de Medellín, Colombia
• David Urbano – Universitat Autònoma de Barcelona, España.
Estrategias habitacionales de familias de sectores populares
y medios residentes en el área metropolitana de Buenos Aires (Argentina)
• María Mercedes di Virgilio – Universidad de Buenos Aires, Argentina
• María Laura Gil y de Anso – Universidad de Buenos Aires, Argentina.
La producción del espacio en dos ferias contemporáneas
• Mauricio Montenegro – Universidad Central, Colombia.
Sobre subjetividad y (tele)trabajo. Una revisión crítica
• Diana Bustos – Universitat Autònoma de Barcelona, España.

Documentos
Analogía y metáfora en ciencia, poesía y filosofía
• Chaïm Perelman.

Debate
La oratoria de Jorge Eliécer Gaitán
• Herbert Braun – University of Virginia, Estados Unidos
• Rubén Darío Acevedo – Universidad Nacional de Colombia (sede Medellín)
• Ricardo Arias – Universidad de los Andes, Colombia.

Lecturas
Gorgias de Leontini. 2010. Su ciò che non è. Testo greco, traduzione e commento a cura di Roberta Ioli
• Sergio Ariza – Universidad de los Andes, Colombia.
48 Revista del Departamento de
Historia de la Facultad
de Ciencias Sociales de
la Universidad de los Andes

Carta a los lectores

Artículos Tema Abierto

Sergio Paolo Solano D., Universidad de Cartagena, Cartagena, Colombia


Roicer Flórez Bolívar, Universidad de Cartagena, Cartagena, Colombia
“Artilleros pardos y morenos artistas”: artesanos, raza, milicias y reconocimiento social
en el Nuevo Reino de Granada, 1770-1812
Cristián Garay, Universidad de Santiago de Chile, Santiago, Chile
Las carreras armamentistas navales entre Argentina, Chile y Brasil (1891-1923)
Diego P. Roldán, Universidad Nacional de Rosario, Rosario, Argentina
Difusión, censura y control de las exhibiciones cinematográficas. La ciudad
de Rosario (Argentina) durante el período de entreguerras
José Roberto Álvarez Múnera, Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, Colombia
Holstein: la nodriza de los antioqueños
Manuel de Jesús Jiménez Montero, Colegio de Postgraduados, Puebla, México;
Benito Ramírez Valverde, Colegio de Postgraduados, Puebla, México, y
Juan Pablo Martínez Dávila, Colegio de Postgraduados, Veracruz, México
Construcción de territorios en Donoso, Panamá. Período 1970-2008
Rodrigo Santofimio Ortiz, Universidad de Caldas, Manizales, Colombia
Antonio Gramsci y la sociología clásica decimonónica
Carlos Rojas Cocoma, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
Entre cristales y auras: el tiempo, la imagen y la historia

Espacio estudiantil
Fernanda Muñoz, Universidad del Valle, Cali, Colombia
Perspectiva microhistórica de una experiencia social: los padres de familia
de San Rafael (Pasto) y la escuela liberal caucana, 1876

Memoria e historia: entrevista con François Hartog

Reseñas
Jorge Luis Aparicio, Universidad del Valle, Santander de Quilichao, Colombia
Paredes Cisneros, Santiago. Algo nuevo, algo viejo, algo prestado. Las transformaciones urbanas de
Informes Barbacoas entre 1850 y 1930. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Artes, 2009
Conmutador: Luis Fernando Castillo Herrera, Liceo Bolivariano Julio Bustamante, Caracas, Venezuela
339 4949 ext. 2525 – 3716
Teléfono directo y fax:
Torres, Ana Teresa. La herencia de la tribu (Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana).
332 4506 Caracas: Editorial Alfa, 2009.
Cra 1a # 18A-10 Gustavo A. Bedoya S., Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia
Bogotá, Colombia Dosse, François. La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales, historia intelectual.
hcritica@uniandes.edu.co
Valencia: Universitat de València, 2007.

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Las relaciones internacionales en tiempos de crisis

EDITORIAL
Arlene B. Tickner, Universidad de los Andes

AnáLIsIs
La religión: un silencio de las R/relaciones I/internacionales.
Causas de un exilio académico y desafíos teóricos de un “retorno” forzado
Ángela Iranzo Dosdad, Universidad de los Andes

Contextualizing the Current Crisis: Post-Fordism, neoliberal Restructuring, and Financialization


Aaron Tauss, Universidad EAFIT

La intervención internacional: los desafíos de la conceptualización


Diana Marcela Rojas, IEPRI y CEE

seguridad internacional y multilateralismo: las organizaciones internacionales y la intervención en Libia


Amaya Querejazu Escobari, Universidad de los Andes

neoliberalism, Biopolitics, and the Governance of Transnational Crime


Diego Nieto, Universidad Icesi

Dinámica del comercio ilícito de personas: el caso de Colombia-Oriente Asiático


Mónica Hurtado • Catherine Pereira-Villa, Universidad de la Sabana

Transformar a los espectadores en un público: un desafío en las campañas transnacionales de defensa de una causa
Juan Carlos Guerrero Bernal, Universidad del Rosario

El espectáculo político del acuerdo humanitario y la mediación de Hugo Chávez


durante el segundo mandato de álvaro Uribe
Manolo Constain • Vladimir Rouvinski, Universidad Icesi
El comercio como plataforma de la política exterior colombiana en la administración de Juan Manuel santos
Luis Fernando Vargas-Alzate • Santiago Sosa, Universidad EAFIT
Juan David Rodríguez-Ríos, Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia
¡El populismo en campaña! Discursos televisivos en candidatos
presidenciales de la Región Andina (2005-2006)
Enrique Patriau, Universidad de Salamanca

La OMC y los derechos humanos: ¿alguna relación?


Germán Burgos, Universidad Nacional de Colombia
Revista Colombiana
de Antropología
Volumen 48 (1), enero-junio 2012  issn 0486-6525 Bogotá-Colombia
Tendencias acTuales de la bioanTropología en colombia
 Introducción
Miguel eduardo delgado BurBano y Javier rosique gracia
antropología y diversidad genética en coloMBia
 Composición genética de una población del suroccidente de Colombia
liliana andrea córdoBa roJas et ál.
 Coancestría de apellidos y linajes del cromosoma Y en el noroeste de Colom-
bia: una herramienta útil para establecer migración entre poblaciones
Winston roJas et ál.
 Origen de la mutación G736A del gen Parkin en la población de Peque (nor-
occidente de Antioquia)
WilliaM H. arias p. et ál.
antropología de la nutrición

 Estado nutricional, patrón alimentario y transición nutricional en escolares


de Donmatías (Antioquia)
Javier rosique gracia et ál.
estudios en grupos preHispánicos, Bioarqueología

 Aportes al estudio paleodietario mediante el análisis de isótopos estables de


d13C y d15N en restos óseos humanos de la región centro-oriental del Cauca
medio
KatHerine andrea osorio raMírez
 Análisis de marcadores óseos de estrés en poblaciones del Holoceno Medio
y Tardío inicial de la sabana de Bogotá, Colombia
Juliana góMez MeJía
 Una mirada a los marcadores óseos de actividad: aproximación al periodo
Temprano (340 a. C.-440 d. C.) del valle geográfico del río Cauca
María aleJandra acosta vergara
 Diversificación morfológica y poblamiento temprano del noroccidente de
Suramérica: un estudio de la variación craneofacial
Miguel eduardo delgado BurBano
cuestiones de Método

 Comparación de cuatro programas utilizados en la determinación de la


composición genética ancestral de la población antioqueña
constanza duque et ál.
Bioantropología en coloMBia
 Tendencias de la bioantropología y un estudio de caso: su desarrollo acadé-
mico en la Universidad del Cauca
r. elizaBetH taBares et ál.
reseñas
 Race and Sex in Latin America, de Peter Wade
Mara viveros vigoya
 Cuerpos significantes. Travesías de una etnografía dialéctica, de Silvia Citro
lorena cardin
Precio de venta al público: $20.000.oo
Calle 12 nº 2-41, Bogotá-Colombia  Teléfono: 4440544
 Línea gratuita en Bogotá: 0180003426042; fuera de Bogotá: 018000119811
Correo electrónico: rca.icanh@gmail.com
73
Revista de Antropología y Sociología, publicada por la Facultad de Ciencias Sociales de la
Pontificia Universidad Javeriana. No.73 enero-junio de 2012, ISSN 0120-4807.
http://www.universitashumanistica.org

Controversia
Victor Hugo Ramos
Inter-cultures, Quebec, Canadá
La identidad latinoamericana: proceso contradictorio de su construcción-
deconstrucción-reconfiguración dentro de contextos globales

Patricia Cerón
Universidad de Nariño, Pasto, Colombia
La población en manuales escolares de geografía de América, Colombia (1970-1990)

Horizontes
María del Carmen Castrillón V.
Universidad del Valle, Cali, Colombia
Entre la minoridad y la ciudadanía. Sensibilidades legales sobre la normatividad de
protección de la niñez y la adolescencia en Colombia

Luis Adolfo Martínez Herrera


Universidad Católica Popular de Risaralda
Planeación del desarrollo y violación a los derechos humanos: Risaralda y la
“reinvención del territorio”

Espacio abierto
Consuelo Uribe Mallarino
Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia
Interdisciplinariedad en investigación: ¿colaboración, cruce o superación de las
disciplinas?

Milton Andrés Salazar


Universidad de Caldas, Manizales, Colombia
“Políticas del Underground”

William Mauricio Beltrán


Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia
Descripción cuantitativa de la pluralización religiosa en Colombia

H. Martín Civitaresi
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia
La producción de soya durante el período 1976-2002: desempeño e impacto en la
estructura agraria de la Provincia de Córdoba (Argentina)
ANTIPODA REVISTA DE ANTROPOLOGÍA Y ARQUEOLOGÍA
Nº 13 JULIO - DICIEMBRE 2011 | ISSN 1900-5407
antipoda@uniandes.edu.co
PUBLICACIÓN SEMESTRAL DEL DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA, FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
Dirección postal: carrera 1 Nº 18A-10 · Edificio Franco, Piso 5 · Bogotá D.C., Colombia
Teléfono:57.1.339.49.49 Ext. 3483 · Telefax: 57.1.332.4510
Página web: http://antropologia.uniandes.edu.co

Nota Editorial ................................... 15


Presentación ...................................... 17
Meridianos......................................... 27
Los aportes de la bioantropología al conocimiento
de la variabilidad biológica de los sudamerindios
Descripción y análisis
F r a n c i s c o R a ú l C a r n e s e · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 29
Adeptos a la adaptación
Tres propuestas clásicas para
la arqueología y una evaluación
Vi v i a n S c h e i n s ohn · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 55
Aportación arqueológica al conocimiento
del proceso de descomposición del cuerpo
humano en posición sentada/flexionada
K a r i n a G e r d a u R a doni c · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 75
Paralelos .......................................... 97
La biología de la conservación
aplicada a la zooarqueología:
la sostenibilidad de la cacería del venado
cola blanca, Odocoileus virginianus
(Artiodactyla, Cervidae) en Aguazuque
M a r í a F e r n a n da Ma r t í n e z - Pol a n c o · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 99
La arqueofauna de Xcambó, Yucatán, México
C h ri s t op he r M G öt z y Th e lm a N. S i err a S o sa · · · · · · · · · · · · · · · · · · 119
Tafonomía de huesos de aves
Estado de la cuestión y perspectivas
desde el sur del Neotrópico
I s a b e l C r u z · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 14 7
Primer registro de perro doméstico prehispánico
(canis familiaris) entre los grupos cazadores
recolectores del humedal de Paraná inferior (Argentina)
A l ej a nd r o Ac os ta , D a n i e l Lop on te y C ésar G arcí a E spo n d a · · · · · · · · 175
Arqueología subacuática y tafonomía
Recientes avances en el estudio de sitios finipleistocénicos
sumergidos en la costa pacífica de Chile central
I s a b e l C a r ta j e n a F. , Pat r i c i o L ópez M. , D i eg o C ar abi as,
C a r l a Mor a le s y G a b r i e l Va r g a s · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 20 1
Panorámicas ......................................227
Aproximaciones y escalas de análisis en
la zooarqueología y tafonomía sudamericanas
Algunas reflexiones sobre su estado actual
y perspectivas para su desarrollo
m a r i a n a Mond i ni y A. S e b a s t i á n Mu ñ o z · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 229
Documentos .......................................253
ANTIPODA REVISTA DE ANTROPOLOGÍA Y ARQUEOLOGÍA
Nº 14 ENERO - JUNIO 2012 | ISSN 1900-5407
14

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PUBLICACIÓN SEMESTRAL DEL DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA, FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
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Nota Editorial ................................... 11


Meridianos......................................... 15
Ritmo, tempo y tiempo histórico:
la experiencia de la temporalidad bajo el neoliberalismo
Mi c ha e l He rz fe ld · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 17
Deuda, desesperación y reparaciones
inconclusas en La Guajira, Colombia
Pab lo Ja r a millo · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 41
El sistema del oro:
exploraciones sobre el destino (emergente)
de los objetos de oro precolombinos en Colombia
L es Fie ld · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 67

Paralelos .......................................... 97
Memoria y patrimonio: diversidades e identidades
A l i ne V. C a rva lho y P e dro Pa u lo A. F unari · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 99
De lo “doméstico/manso” a lo “lejano/arisco”.
Un recorrido por la cartografía simbólica
del territorio negro de Chocó
Jai me André s P e r a lta Ag u de lo · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 113
Reflexiones acerca de la significación
cultural de un malón indígena
(Mercedes, provincia de Buenos Aires, Argentina)
L aur a Ay lé n Enriqu e · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 139

Panorámicas ......................................161
La imagen de la arqueología y el patrimonio
arqueológico en los medios de comunicación.
Un análisis sobre la prensa gráfica local
María Eu g e nia C onforti y M a ría Luz E ndere · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 163
Viejos conceptos para un nuevo contexto:
aportes desde la arqueología en comunidades
de la costa central venezolana
H éc tor C a rdona M a c ha do · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 18 5
Dinámicas familiares, prácticas de cuidado
y resolución de problemas asociados al consumo
intensivo de pasta base/paco en Buenos Aires, Argentina
María Vic toria C a still a , M . C e leste Olsen y Marí a E . E p ele · · · · · · · 209

Documentos .......................................231
Stitched by Fire: the Thread of Sparks of
Santiago Escobar-Jaramillo’s “Colombia, tierra de luz”
Jo s é L. Fa lc oni · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 233
C O N V O C AT O R I A

ANTROPOLOGÍA Y ECONOMÍA

La antropología económica se interesa por los procesos de producción, circula-


ción y consumo de bienes en diferentes escenarios sociales, tales como hogares,
comunidades rurales, empresas o mercados locales, así como sistemas regiona-
les y globales. Allí donde los economistas restringen sus análisis a las transac-
ciones monetarias y desarrollan modelos formales y abstractos de los sistemas
económicos, los antropólogos resaltan los contextos sociales, históricos y cul-
turales de los procesos económicos. Lo cultural, lo simbólico y lo individual
adquieren un rol vital en estos análisis. Es este énfasis en la singularidad local, 309
en la integralidad de los procesos económicos y en la necesidad de tomar una
perspectiva de largo plazo, lo que ha constituido el sello distintivo de la investi-
gación antropológica sobre procesos económicos.
En la actual crisis económica global se acentúa la importancia de una
perspectiva antropológica en el examen de procesos que son presentados muy
a menudo como “naturales”. Al examinar los procesos de globalización, los
flujos financieros, las estrategias económicas y sus efectos en contextos locales,
la investigación etnográfica aporta una importante visión sobre complejas
cuestiones contemporáneas que van más allá de los límites disciplinares. Es por
estas razones que convocamos al envío de artículos para un número de Antípoda
sobre “Antropología y Economía”, con el que pretendemos 1) contribuir al debate
actual sobre la crisis económica global; 2) presentar nuevas aproximaciones
antropológicas a cuestiones económicas en el contexto latinoamericano; y 3)
estimular nuevas formas de pensar sobre problemas económicos locales.

Editora invitada: Friederike Fleischer, profesora del Departamento de Antropo-


logía de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.
Fecha límite para la recepción de artículos: 2 de abril de 2013.
Los artículos pueden ser enviados a:
antipoda@uniandes.edu.co y f.fleischer406@uniandes.edu.co,
Más información en:
http://antipoda.uniandes.edu.co/page.php?c=Convocatorias
C A L L F O R PA P E R S

A N T H R O P O L O G Y A N D E C O N O M I C S

Economic anthropology focuses on processes of production, circulation, and


consumption of objects and services in different social settings such as house-
holds, firms, villages, and local markets; as well as regional and global systems.
Whereas economists restrict their analysis to monetary transactions and deve-
lop formal, abstract models of economic systems, anthropologists highlight the
social, cultural, and historical context of economic processes; culture, symbo-
lism, and the individual are given a vital role in the analysis. It is this emphasis
310 of the locally specific, of the embeddedness of economic processes, and of the
necessity to take a long-term perspective that has been the hallmark of anthro-
pological research on economic processes.
The current global economic crisis heightens the importance of an
anthropological perspective on processes that are all too often presented as
“natural”. Examining processes of globalization, financial flows, economic
strategies, and their effects in local contexts, ethnographic research contributes
a profound and important perspective on perplexing contemporary questions
beyond the discipline’s realm. It is in this light that we call for papers for an
issue of Antípoda on “Anthropology and the Economy” that (1) take up and
contribute to the ongoing debate about the global economic crisis; (2) present
new anthropological research dealing with the economic questions in the
Latin American context; and (3) encourage new ways of thinking about local
economic issues.

Guest Editor: Friederike Fleischer, Professor, Department of Anthropology at


Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.
Deadline for receipt of articles: April 2, 2013
The articles can be submitted to:
antipoda@uniandes.edu.co and f.fleischer406@uniandes.edu.co
For more information go to:
http://antipoda.uniandes.edu.co/page.php?c=Convocatorias
C H A M A D A

A N T R O P O L O G I A E E C O N O M I A

A antropologia econômica se interessa pelos processos de produção, circulação


e consumo de bens em diferentes cenários sociais, tais como lares, comunida-
des rurais, empresas ou mercados locais, além de sistemas regionais e globais.
Onde os economistas restringem suas análises a transações monetárias e desen-
volvem modelos formais e abstratos dos sistemas econômicos, os antropólogos
ressaltam os contextos sociais, históricos e culturais dos processos econômicos.
O cultural, o simbólico e o individual assumem um papel vital nessas análises.
É esta ênfase na singularidade local, na integralidade dos processos econômi- 3 11
cos e na necessidade de adotar uma perspectiva a longo prazo que tem consti-
tuído a marca distintiva da pesquisa antropológica de processos econômicos.
Na atual crise econômica global, acentua-se a importância de uma perspectiva
antropológica no exame de processos que frequentemente são apresentados
como “naturais”. Ao examinar os processos de globalização, os fluxos fianceiros,
as estratégias econômicas e seus efeitos em contextos locais, a pesquisa etno-
gráfica traz uma visada importante sobre complexas questões contemporâneas
que ultrapassam os limites disciplinares. Por estas razões, solicitamos o envio
de artigos para um número de Antípoda sobre “Antropologia e Economia” com
o qual pretendemos: 1) contribuir para o atual debate sobre a crise econômica
global; 2) apresentar novas abordagens antropológicas e questões econômicas
no contexto latino-americano; e 3) estimular novas formas de se pensar os pro-
blemas econômicos locais.

Organizadora convidada: Friederike Fleischer, professora do Departamento de


Antropologia da Universidad de los Andes, Bogotá, Colômbia.
Data limite para recebimento de artigos: 2 de abril de 2013.
Os artigos podem ser enviados a:
antípoda@uniandes.edu.co e f.fleischer406@uniandes.edu.co
Mais informações:
http://antipoda.uniandes.edu.co/page.php?c=Convocatorias

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