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Tres portugueses bajo un paraguas (sin contar el muerto)

Rodolfo Walsh

Ilustración: Agustín Richiardi

1
El primero portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2
- ¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
- Yo no - dijo el primer portugués.
- Yo tampoco - dijo el segundo portugués.
- Yo menos - dijo el tercer portugués.

3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4
- ¿Qué hacían en esa esquina? - preguntó el comisario Jiménez.
- Esperábamos un taxi - dijo el primer portugués.
- Llovía muchísimo - dijo el segundo portugués.
- ¡Cómo llovía! - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

5
- ¿Quién vio lo que pasó? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo miraba hacia el norte - dijo el primer portugués.
- Yo miraba hacia el este - dijo el segundo portugués.
- Yo miraba hacia el sur - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando hacia el oeste.

6
- ¿Quién tenía el paraguas? - preguntó el comisario Jiménez.
- Yo tampoco - dijo el primer portugués.
- Yo soy bajo y gordo - dijo el segundo portugués.
- El paraguas era chico - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7
- ¿Quién oyó el tiro? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo soy corto de vista - dijo el primer portugués.
- La noche era oscura - dijo el segundo portugués.
- Tronaba y tronaba - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8
- ¿Cuándo vieron al muerto? - preguntó el comisario Jiménez.
- Cuando acabó de llover - dijo el primer portugués.
- Cuando acabó de tronar - dijo el segundo portugués.
- Cuando acabó de morir - dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9
- ¿Qué hicieron entonces? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo me saqué el sombrero - dijo el primer portugués.
- Yo me descubrí - dijo el segundo portugués.
- Mis homenajes al muerto - dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10
- Entonces, ¿qué hicieron? - preguntó el comisario Jiménez.
- Uno maldijo la suerte - dijo el primer portugués.
- Uno cerró el paraguas - dijo el segundo portugués.
- Uno nos trajo corriendo - dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11
- Usted lo mató - dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? - preguntó el primer portugués.
- No, señor - dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? - preguntó el segundo portugués.
- Sí, señor - dijo Daniel Hernández.

12
- Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada - dijo Daniel Hernández. - Uno miraba al
norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una
bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche
tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte
delantera del sombrero.

"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que
miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al
este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero
al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio;
es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante,
porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el
sombrero del muerto se mojó por completo por el pavimento húmedo.

"El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los
chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los
truenos (esta noche hubo tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo
portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma
tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En
esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo
es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."

El primero portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el paraguas.


El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.

Publicado en la revista “Leoplán” en 1955.


Adolfo Pérez Zelaschi

Las señales

De Cuentos policiales argentinos, Alfaguara, Buenos Aires, 1997.

Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino previsto, que ahora se
revelaba del todo: un hombre como de piedra —el sombrero sobre los
ojos, oculta, pero palpable, la pesada pistola—, inmóvil, pero atentísi-
mo a las próximas señales del estrago.

Ese hombre sentado ahí significaba que todos los plazos se habían
cumplido ya; que él, Manolo, pronto se convertiría en el cadáver de
Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado por algún tiempo por
alguno de sus paisanos y por sus parroquianos solamente durante el
tiempo necesario para que otro —desde luego gallego, recio, petiso, ve-
lloso y cejudo como él— lo sustituyera en el mostrador del bar "La
Nueva Armonía", al cual quizás le cambiaría el nombre.

Ahora, frente a esta muerte enchambergada, Cerdeiro comprendía con


claridad por qué los vecinos lo miraban conmiserados y por qué las
palabras que le decían tenían un constante dejo de lástima:

—¿Qué tal, don Manolo?—la conversación solía comenzar así.

—Trabajando, ya lo ve —respondía él, sin ganas de seguir.

—Ésa es la vida del pobre. Y... ¿más sereno ya?

—Sí..., pero hablemos de otra cosa. Eso prefiero olvidarlo.

Ellos, empero, nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por
la cual el barrio —Flores al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos,
desteñido y chato— fue transportado súbitamente, tres meses atrás, a
los titulares de los diarios amarillos.

Primero venían los consejos:

—Le convendría cambiar de barrio...

—Es difícil vender el bar. Se gana poco; se trabaja mucho.

Y volvían al tema obsesionante:

—Nunca se sabe... Con esa gente no se puede jugar. ¿Y la policía que


no lo protege a uno? El agente ya no está más, ¿vio?

—Ya ve usted que no. Hasta luego... Lo pasado, pisado.


Se iba, huía, escapaba, pero sabía que todos lo miraban con piedad,
como si estuviera enfermo de algo incurable y fatal.

Había otros diálogos, sin embargo, aunque en el fondo eran lo mismo:

—¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje tuvo!

—Me defendí, nada más. Eso lo hace cualquiera.

—¡Cualquiera, no!

—Pero no quiero hablar... Lo pasado, pisado.

—Para usted. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron dos.

—No quise matarlo. Me defendí, nada más.

—Pero para un valiente como usted lo mismo es uno que diez. ¡Que
vayan saliendo!, ¿eh? ¡Qué coraje! Enfrentar a los tres Riquelme y ba-
jarse a uno...

—Usted perdonará... Debo atender a los clientes. No me gusta recor-


dar...

Era, sin embargo, un recuerdo capaz de llenar una vida. Y, sobre todo,
la del oscuro Manuel Cerdeiro, atado día a día y durante años a una
noria de jornadas iguales detrás del mostrador de "La Nueva Armonía".
Abrir el bar, atender a los corredores y limpiar, durante la mañana; a
los parroquianos a partir de las once, hora en que caían los primeros, y
hasta la madrugada, cuando se iban los últimos, turnándose con la
patrona, salvo los lunes, día en que la jornada empezaba a las seis de
la tarde. Estos lunes preparaban con nabiza, pingüe unto sin sal, pa-
pas y porotos un caldo gallego, blanquecino, generoso y tan espeso que
en él las cucharas quedaban clavadas de punta, y del cual bebían —o
comían— dos soperas, empanadas de pescado fuerte o callos, regado
todo con un vino tinto áspero y común. Era su fiesta, la única pausa
en el trabajo, el olvido del mundo, el presentimiento del porvenir ahito,
satisfecho, sin necesidad, sin miedo, al cual llegaría cuando lograra
redondear una fortunita. Luego, después de una siesta formidable y
profunda, reabría el bar, y mientras llegaban los clientes hacía las
cuentas y preparaba el dinero de la semana para depositarlo en el ban-
co el martes.

Aquel día que no quería recordar, concluidas las sumas y las restas,
liado el dinero y encerrado en un cajón del mostrador, estaba limpian-
do unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó la cabeza y se en-
contró frente a aquellos dos hombres.

—¿Qué desean los señores?

—Pasá la guita y no grités, gallego.


Y ya no vio más que la boca de la pistola con que el más bajo lo enca-
ñonaba.

Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró algunos
segundos en obedecer, mientras sentía que un sudor rápido le pegaba
la ropa a la piel. Pensó en el dinero que guardaba y en cómo levantaría,
sin él, un pagaré que...

—Apuráte, tagai, o te quemo —dijo el de la pistola, y el más alto, sin


mover el cuerpo, le cruzó la cara con el canto de la mano. Fue un golpe
cruel, duro e injusto.

Llorando —recordaba que lloró, pero no sabía si de rabia o de miedo, o


de las dos cosas juntas— Manolo abrió el cajón. Allí estaba la plata, un
fajo de sólo veintitrés mil pesos —"el pagaré es de dieciséis", pensó— y
también saltándole a los ojos como la cabeza de una víbora, como la
punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt 38, caño
corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás
había usado. Hasta allí, los hechos memorables.

Luego todo se confundía turbulentamente, los movimientos se super-


ponían, atropellándose entre sí en un lapso que debía ser de segundos
y durante el cual, llevado por el dolor de aquel golpe inmerecido, por
un rencor instantáneo y feroz, por el pagaré, por el pánico, por todo eso
junto, se halló a sí mismo de pronto disparando su revólver; sobre los
dos hombres, dos veces, tres, cuatro, vaciando el tambor del arma so-
bre ellos, encogiéndose luego detrás del mostrador porque también le
tiraban mientras retrocedían lentos.y precisos hacia la puerta con sus
cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo, sin ver, ciego,
cómo algunas botellas caían deshechas —"no las pagué aún, malditos
sean”—, regándolo con anís y coñac. Hubo un confuso ruido de mesas
derribadas, de patadas en el suelo, mientras él, enajenado por aquel
rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente
su revólver ya sin balas, apuntándolo hacia cualquier cosa. El mostra-
dor subió como un telón invertido, de abajo hacia arriba, borrándole
todo, mientras él caía derribado por un plomo, sin tomar conciencia de
que caía, ni por qué. Sin advertir, por tanto, que estaba herido se vio
pronto con la boca contra el suelo, que tenía un seco olor a polvo no
barrido, que no podía levantarse, que la sangre le corría por la camisa,
aunque no sabía desde dónde. Un dolor agudo le barrenó el hombro y
volvió a caer, ya sin sentido, pero sabiendo por primera vez qué es lo
que hacía, qué era desmayarse.

Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de sombras, de agi-
tación y de ruidos. Un hombre recio.y colorado se inclinaba sobre él.
Luego se irguió.

—La bala le lastimó el hombro. No es grave, pero llévenlo con cuidado.

Dos camilleros lo levantaron en vilo y lo sacaron del bar, acostado, se-


midesnudo, desvalido e infantil. Sintió una súbita vergüenza al pasar
casi en cueros entre las dos apretadas hileras de vecinos, de los curio-
sos, de todo el barrio aborregado en la puerta de "La Nueva Armonía" al
conjuro del batifondo, y volvió a desmayarse cuando lo metieron en la
ambulancia.

Sólo después, y muy lentamente, mientras salía despacio del asombro


como de una red que lo fuera soltando de a poco, reconstruyó el episo-
dio, a la vez trivial y trágico, oscuro y heroico.

Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes habían intenta-
do robarlo. Un modesto golpe de mano, en un bar cualquiera atendido
por un hombre solo, desprevenido, desarmado y presumiblemente co-
barde. Poco dinero, es cierto, aunque también proporcional al escaso
riesgo. Pero, contra toda previsibilidad, la víctima se rebeló (por avari-
cia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos; nadie por cívico
heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras el otro huía. Co-
mo se ve, nada más que un episodio cualquiera de la crónica policial.

Nada más... si el muerto no hubiera sido el Lungo Riquelme.

Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como
si fuera ya un cadáver, con tan lastimosa piedad que a veces él mismo
se olisqueaba para ver si ya olía, aunque sólo fuera un poco, a la muer-
te que le asignaban.

—Lástima que fue Riquelme — decían.

El sonreía, crispado:

—Fatalidad. Pero no quiero hablar, no quiero hablar...

Eso es lo que había dicho, aún en el hospital, a los reporteros, y entre


relumbres de flashes.

—¿Sabía usted que era el Lungo Riquelme?

—No..., no lo sabía... No lo conocía...

—De haberlo sabido, ¿hubiera resistido?

—No sé. Todavía no sé bien quién es ese señor Riquelme...

No lo sabía, pero lo aprendió en seguida: el Lungo Riquelme era el ma-


yor y el jefe de tres hermanos, duros profesionales del delito, asesinos
todos, que desde hacía dos años se tiroteaban, con increíble fortuna,
con la policía de cuatro provincias argentinas y la del Uruguay. Asaltar
era su oficio; matar, un azar aceptable para ellos; morir, un riesgo co-
nexo. Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio habían sido sa-
queadas una tras otra, a veces en pleno centro, y cuatro hombres hab-
ían caído bajo sus pistolas del infierno. Porque los Riquelme dispara-
ban en seguida, sin más, alevosamente, cuando alguien resistía o pa-
recía dispuesto a hacerlo. Así mataron a un oficial de policía llamado
Bazán y entonces se trabó uno de esos duelos cerrados, porfiados, sin
piedad, incluso con víctimas por lujo, que se dan entre uno o más de-
lincuentes y la policía cuando ésta ve caer a uno de sus filas.
Entonces se tira de cualquier manera, en cualquier lado, sin aviso, so-
bre el culpable, sobre el acompañante, el encubridor, el sospechoso,
que son todos uno y lo mismo para los perseguidores, como éstos lo
son para los otros. Y del otro lado se mata para ganar seguridad, aun-
que ésta sólo dure unas horas, como quien da vuelta a una llave, o
como un pagaré librado contra la propia existencia, porque el delin-
cuente sabe que su muerte es inevitable, a menos que huya del país.
Así, a las órdenes del subcomisario Gregorio Bazán, hermano del oficial
muerto, se peleaba contra los hermanos Riquelme, que no se entregar-
ían jamás.

Hechos a esta fatalidad, los Riquelme resultaban para el gallego Cer-


deiro otra fatalidad sin escape. Los cronistas hablaron de esto: "Cono-
ciéndose la solidaridad que se practica en el hampa, y más en el caso
de los hermanos Riquelme, corre grave peligro la vida del señor Manuel
Cerdeiro"; o: "Es indudable que los dos hermanos Riquelme tratarán de
vengar a Juan, alias el Lungo, que era el mayor, y ello incluso para
mantener su ascendiente sobre sus secuaces". La revista Hechos en
Rojo publicó una serie de notas que tituló: "El juramento de los Ri-
quelme", según el cual los dos sobrevivientes, Ernesto y Pedro, habían
jurado en rueda de taitas y sobre el filo de un cuchillo que perteneció a
Di Giovanni dar muerte al pobre gallego después de brindarle un largo
paseo de agonía, de ésos que se ven en las películas. O lo asesinarían
desde un automóvil en marcha, lo balearían de atrás, lo apuñalarían
dormido, o al abrir una puerta volarían, él y la puerta, al soplo de la
gelinita...; cualquier cosa podía suceder en cualquier momento. Lo me-
jor que podía esperarse sería un fin sin horror, seguro, rápido y técni-
co, de antemano aceptado por todos. La tirada de Hechos en Rojo subió
de treinta mil ejemplares a doscientos veintitrés mil, número igual al
de las silenciosas puteadas que les envió Cerdeiro.

Por eso, cuando Manolo volvió del hospital, hubo, de noche y de día y
durante dos meses, un agente uniformado en la esquina de "La Nueva
Armonía". Desde su lugar detrás de la caja, el gallego llegó a conside-
rarlo un elemento definitivo del paisaje urbano que él veía a través de
la puerta y la vidriera del bar, tan permanente como la casa de enfren-
te y sus balcones de hierro forjado, la mercería del armenio Bakirgian,
en la esquina opuesta y transversal, el foco suspendido sobre los ado-
quines color plomo o la vereda de piedras desniveladas de su negocio.

Un día el agente desapareció.

Sí: ya no hubo nadie en la esquina, y Cerdeiro adivinó que tampoco


volvería más. Todas las cosas parecieron dar una voltereta, balancear-
se, ceder, mientras violines y campanitas sonaban en sus oídos.

El armenio Bakirgian estaba en la puerta de su tienda y cruzó rápida-


mente la calle. Ni siquiera saludó, sofocado de ansiedad.

—¡Le sacaron el agente, don Manolo!

—Sí..., no sé. Volverá después...


Ardían de furia los negros ojos del armenio.

—No. Lo averigüé yo mismo en la comisaría. Han levantado la consig-


na. ¡Para eso paga uno los impuestos! ¡Para que cualquiera lo robe o
asesine!

Cerdeiro fue a la seccional.

—¿Qué desea, señor?

—El comisario, por favor.

El oficial de guardia lo miró con cierta severidad.

—Está muy ocupado. No podrá atenderlo.

—Soy... Cerdeiro... Manuel Cerdeiro, del bar "La Nueva Armonía", aquí,
en la calle Mariano Acosta al mil y tantos...

—¡Ah! ¿Es por la vigilancia? Ya vino antes un turco entrometido...


Bueno. Se levantó.

—Pero...

—Orden de arriba. No hay nada que hacer. Tenemos mucho trabajo y


no podemos distraer tres turnos para cuidarlo a usted. Por otra parte,
ya pasó bastante tiempo de aquello. Debe cuidarse solo. Buena suer-
te...

Manuel Cerdeiro volvió como en sueños a su bar ("Ahoramevanama-


tar"); tuvo que remirar las botellas, las percudidas mesas, pasar los
dedos por el mostrador (ahoramevanamatar), abrir y cerrar los cajones
para recordar el lugar de cada cosa (ahoramevanamatar) y aun así no
pudo concentrarse en su trabajo (lavar los vasos, apilar las cajas vac-
ías, barrer y regar el piso, con esa furia gallega y obstinada de siempre
que le había permitido hasta ahí ahorrarse y ahorrar el sueldo de un
peón y de un mozo, haciendo las tareas de los dos) porque en realidad
estaba ya viviendo para la muerte.

Y así, como en un sueño, siguió hasta que los días le fueron desarro-
llando un curioso doble juego de sentidos: uno, el de los ojos, oídos,
tacto, atado a la rutina diaria; el otro, también oídos, tacto, atento a las
señales de la calle, del barrio, de la ciudad entera, en alguno de cuyos
cubículos estaban los Riquelme, vengadores y juramentados.

Fue este segundo sistema sensorial el que le anunció el fin del plazo.

Eran las once de la noche del lunes, helada y lluviosa. Los últimos
clientes —tres billaristas de riñones infatigables— se habían ido y él
pensaba cerrar en seguida, porque nadie vendría ya, e irse a su casa, a
unas cuadras de allí, tránsito de Calvario que hacía dos veces al día
con todo su ser puesto en percibir alguna señal de peligro. Entró en la
trastienda, que era un patinillo entoldado, tapiado por cajones vacíos
de Coca-Cola y de cerveza, y empezó a apartar los de marca "Palermo"
cuyo camión vendría mañana a retirarlos, cuando vibró la primera se-
ñal. Sí: no fue el ruido de la puerta al ser abierta, ni el de los pocos
pasos que lo siguieron lo que lo hicieron estremecer, sino la campanita
que resonó en su segundo juego de sentidos, lo que automáticamente
le hizo repetir la frase:

—Ahora me van a matar.

Allí estaban ellos. Midió agónicamente sus posibilidades de escapar:


ninguna. Tres altísimas paredes verticales y ciegas cerraban el patieci-
to. Nadie oiría ni el más desesperado grito mientras el viento zumbara
allá arriba, tan perdido Manuel Cerdeiro en la ciudad como si estuviera
en un abismo entre montañas desnudas y remotas.

Sólo cabía regresar al bar (ahoramevanamatar) y eso hizo. De no estar


tan aterrado por las circunstancias, por los ineludibles aquí y ahora,
hubiese podido comprobar que su espanto había desaparecido y que
eso le permitía realizar un balance casi desapasionado de los hechos
que le concernían.

Vio, en efecto, que el recién llegado —era uno solo— se había sentado
ya a una mesita; que no podría huir sin pasar a un metro de él; que ni
siquiera alcanzaría a intentar un desesperado y tal vez mortal salto a
través de la vidriera, porque él mismo había bajado, encerrándose, la
cortina metálica; que el desconocido no tenía apuro; que estaba senta-
do de tal manera —el antebrazo derecho apoyado sobre la mesa y para-
lelo al pecho— que su mano empuñaría en un décimo de segundo la
pistola; que una de éstas le abultaba el saco bajo el brazo izquierdo y
que otra tiraba pesadamente hacia abajo el bolsillo derecho; que estaba
atento a los signos que debían venir de la noche de afuera, en la cual
dormían los inocentes y velaban los asesinos; que se había colocado en
un lugar que no se veía desde afuera, sin duda para escapar a la mira-
da de algún vigilante de ronda.

Manuel Cerdeiro no sabía si pensaba en algo cuando se acercó al tipo


para preguntarle qué quería tomar, si lo hacía por rutina, por servil
ansia de ganar un minuto, un minuto más de vida, por aturdimiento,
por otra razón... La mano del hombre se hundió bajo el saco y quedó
allí, sin duda con los dedos enroscados en el gatillo y la culata.

—Algo livianito, maestro —le dijo, mirándolo y Manuel Cerdeiro volvió a


sentirse ya muerto, porque aquellos fijos ojos de víbora brillaban con
inequívoca burla.

—¿Un guindadito, entonces?

—Sí, un guindadito, maestro.

Mientras vertía el licor —sus manos temblaban y lo derramaron un


poco— pensó en los paseos de la muerte que había leído en Hechos en
Rojo; en los lentos suplicios con que el hampa suele, según las historie-
tas, pagar la traición, o el descuido y así de nuevo como en sueños,
volvió con el guindado hasta la mesita —la mano del hombre, que hab-
ía salido, retornó a su nido terrible— y regresó tambaleándose al mos-
trador. Allí se quedó, sentado en la silleta que usaba para ponerse a
hacer las cuentas, con la caja registradora como pobrísimo parapeto,
mirando a aquel hombre que, a su vez, también lo hacía, aunque con
el oído tendido simultáneamente hacia las señales de la noche.

Todo había pasado en cuatro minutos. Luego el tiempo —inmóviles los


dos, él y el otro, él y él, él y la muerte— sólo le fue perceptible en su
más claro símbolo: en aquella aguja del reloj eléctrico que estaba col-
gado en la pared y que remontaba silenciosamente la esfera y volvía
bajar, una vez, otra vez.

Sin señal previa, a las once y cuarenta y tres se abrió la puerta. El


viento arrojó dentro del bar una ráfaga de lluvia y luego a un tipo in-
descifrable, mojado, aterido, haraposo y con barba de semanas, desme-
lenado, sucio y tan borracho que ya se desplomaba. De una corrida
tembleque, adelantando las manos como para asirse de cualquier cosa
que le impidiera caerse, llegó al mostrador y allí bisbisó algo.

—No tengo —contestó Cerdeiro, sin oír y sólo coligiendo.

El borracho volvió a borronear sílabas:

—Sssmmm... ino...

—No hay vino. Es hora de cerrar. Váyase.

Apestaba el mísero a alcohol, humo, sudor y mugre vieja. Una súbita


esperanza atravesó el corazón de Manuel Cerdeiro como una flecha: lo
acompañaría..., lo acompañaría hasta la puerta y él adelante, y el otro
atrás, usándolo como viviente y rotoso escudo..., tal vez...

—A ver, amigo, lárguese...

El hombre del chambergo le había adivinado la intención (todo el recin-


to estaba lleno de mensajes tácitos, pero claros) y allí estaba, alto,
tranquilo, fuerte, del otro lado del mostrador y ahora junto al borracho.
Le calzó el brazo con el suyo, le torció la mano izquierda con su puño
brutal e inmenso, y cuando el pobre diablo empezó a lamentarse, lo
llevó en peso y lo empujó con destreza y violencia a la vez que abría la
puerta, lanzándolo a diez pasos, pero de pie, de manera tal que con el
impulso recibido el borracho se hundió en la sombra y desapareció,
llevándose la esperanza que, según acababa de comprobarlo Manuel
Cerdeiro, también podía manifestarse en un piojoso.

Y todo —el viento, la lluvia, el hombre, Cerdeiro, la espera de las seña-


les verdaderas— volvió exactamente a su sitio, menos el reloj, que aho-
ra marcaba las once y cuarenta y ocho.

De nuevo quedaron solos el bolichero y el asesino, el gallego y su des-


tino, separados por ese corto trecho, de nuevo Manuel Cerdeiro detrás
de la caja, de nuevo el otro en su mesa, apenas a diez pasos de distan-
cia, de nuevo la mano próxima a la pistola, de nuevo los dos escu-
chando los rumores de la ciudad, descartando los ruidos conocidos, el
rodar del trolebús 302, de cuando en cuando el ronroneo del ómnibus
170, el asmático paso —ras, ras, ras— del colectivo 204, algún rápido y
fugaz deslizarse de neumáticos sobre el pavimento mojado, el continuo,
continuo, continuo caer, rodar, gargarizar del agua de las cunetas en
la boca de tormenta que bebía lluvia frente al bar, de nuevo Cerdeiro
pensando en todas las puertas cerradas para él; cada cosa girando ca-
da vez más en el vacío (ahoramevanamatar), cada vez más remotas a
medida que se aproximaba la señal de la sentencia desde algún punto
desconocido de la ciudad dormida, insensible al tácito gemir, al mudo
impetrar de aquel pobre gallego que sudaba como un Cristo en las
últimas estaciones del Calvario.

A las doce y doce la noche dio la segunda señal.

Oyeron —los dos, porque la mano del asesino ganó de nuevo su leone-
ra como una fiera y enlazó otra vez la pistola— los pasos en la calle,
rápidos, cortitos, irregulares por el esquive de los charcos de la vereda.

En seguida se abrió la puerta, avanzaron otra vez el viento y la lluvia,


entró después un paraguas inmenso y brillante y detrás de él la menu-
da figurita de Adelqui Martinelli, un vecino.

—Hola, don Manolo... Llueve, ¿no es cierto?

Manuel Cerdeiro sonrió dolorosamente y no dijo nada.

El hombrecito, chiquitín, panzón, tocado con un tirolés negro que lucía


una ridícula plumita verde, plegó el gran paraguas y fue derecho al
mostrador con pasitos de infante.

—¿No cerró todavía? —preguntó—. ¿Por qué? A esta hora, y con este
día... El mucho trabajar es perjudicial para la salud.

Adelqui Martinelli era el hombre de las preguntas ahorrables y de las


reflexiones obvias.

—Es tarde... Las doce y cuarto.

Controló su reloj pulsera con el eléctrico.

—Ése marca las doce y doce. ¿Anda bien?

—Sí, sí...

—Vengo de la casa de mi hija mayor. Todos los jueves ceno allá. ¿Usted
no lo sabía? Y los martes en lo de mi hija menor. Cuando pasé, pensé:
me vendrá bien una ginebrita para combatir el frío y asentar la comida.
¿No le parece?

—¿Quiere una ginebra?


—Marca Bisutti.

—¿Doble?

Adelqui Martinelli vaciló largamente. Después dijo resueltamente:

—Doble. Si me emborracha, no importa, pues me voy a dormir.

Manuel Cerdeiro se volvió hacia el estante de las bebidas. Antes de ser-


vir vio sobre éste el lápiz y el papel que usaba para las cuentas. Enton-
ces, siempre de espaldas al hombre de la mesita, fue haciendo maño-
samente dos cosas: con la mano izquierda bajó la ginebra, con la dere-
cha asió el lápiz; nuevamente con la mano izquierda depositó un vasito
en el estante inferior y con la derecha escribió, mientras servía despa-
cio: "Llamelapolicía... urg...”

Luego dejó rebosar el vasito hasta que la ginebra humedeció su base,


lo apretó contra el papel, hasta que éste se mojó a su vez y quedó ad-
herido al vidrio, finalmente deslizó las dos cosas, el vasito y el papel
sirviéndole de bandeja, sobre el cinc del mostrador hasta ponerlo bajo
la mirada del hombrecito.

Adelqui leyó. Luego interrogó con los ojos a Cerdeiro, desmesurada-


mente, y empezó a abrir la boca. Fue un diálogo por signos desespera-
dos: Adelqui advirtió el sudor que relucía en la estrecha frente del ga-
llego, sus párpados semicerrados, percibió el ruego mudo, íntimo, acu-
ciante y comprendió (Adelqui era del barrio y conocía la historia de los
Riquelme). Sus ojos asustados giraron hacia atrás cuanto pudieron,
sin mover la cabeza señalaron al asesino... Cerdeiro asintió levísima-
mente.

—¿Ri... Riquelme? —preguntó Martinelli con un siseo inaudible y Cer-


deiro volvió a asentir con los ojos, rogándole con los ojos, que ahorrara
preguntas idiotas.

Entonces el diálogo por signos se invirtió, y el gallego vio cómo se per-


laba la frente del otro y cómo sus manitos empezaban a temblar como
las de un perlático, tanto que la mitad de la ginebra se le derramó so-
bre la barba, mientras él, Manuel Cerdeiro, lo maldecía e injuriaba si-
lenciosamente con lo mejor de su terror gallego: "Se dará cuenta, viejo
imbécil. Nos matará a los dos"; mientras se apartaba del mostrador y
luego trataba de encaminarse hacia la puerta, tambaleándose de mie-
do, con unas piernezuelas tan ingobernables como flanes.

Pasaba frente a la mesita del enigma cuando éste se levantó sin prisa y
apoyó la mano en el hombro redondo de Adelqui.

—Usted no sale, abuelo. Tírese ahí, en ese rincón, atrás de esa mesa, y
no se me levanta, pase lo que pase, ni para hacer pis...

Sin una palabra, el viejo Adelqui —temblaba, temblaba, oh, cómo tem-
blaba su pobre corazón allá adentro, aleteando con tan loco terror, con
tal abyecta sumisión que hubiera dejado de latir sólo para congraciarse
con el asesino— se dirigió al lugar que le habían dicho y se tendió en el
suelo, rígido, horizontal, premuerto.

Y volvió todo —las doce y veintiocho— a su sitio, como antes, salvo


aquel ronquido que venía del lugar donde Adelqui ensayaba ser su
propio cadáver y con el cual parecía escapársele el alma.

Y detrás de la caja, Manuel Cerdeiro, ya entregado inerte a su misera-


ble suerte, ya agachado como un buey que espera la maza del carnice-
ro, ya sin siquiera atender a los indicios de la noche, porque ninguno le
importaba ahora salvo el último (ahoramevanamatar... ahoramevana-
matar...).

De pronto —el reloj, desatendido, marcaba la una— se dio la verdadera


señal: un automóvil negro y mojado (Manuel Cerdeiro vio sólo su bri-
llante techo negro que deflectaba turbiamente la luz de los focos, que-
brada sobre miles de gotas) se detuvo un instante, hubo un doble golpe
de portezuelas, y de él descendieron dos hombres, con impermeables
negros, iguales, que abrieron por fin ("Vienen a buscarme", pensó Cer-
deiro en su por-fin-muerte, en el final de la espera) sin violencia, pero
con fuerza inapelable la puerta del bar. Ya con el primer paso que die-
ron dentro de él tenían las pistolas en la mano. El tiro inicial pasó a
diez centímetros del gallego, el segundo le dio en el hombro, en el mis-
mo hombro ya antes herido, y lo derribó detrás del mostrador, igual
que la otra vez, y luego ya no supo qué ocurría del otro lado, pero oía
los tiros, el ruido de cosas volcadas y el grito finito, el gemido de gato
de Adelqui Martinelli: "No me maten..., no me maten..." Un hombre
vino atropelladamente, con eses quebradas de tango antiguo, a caer
detrás del mostrador y un sombrero con gotas de lluvia rodó hasta la
misma cara de Manuel Cerdeiro, que lo olfateó estúpidamente (un olor
a violenta agua florida), mientras el dolor le desgarraba el hombro, co-
mo la otra vez, y vio que el sombrero, que el hombre, que el desconoci-
do que era uno de los dos recién llegados, que el hombre del tango,
estaba muerto y que simultáneamente decenas de terribles balas en
hilera, uno, dos, tres, cuatro, hacían saltar vidrios, revoques, y otra vez
seis, diez, doce, esquirlas de madera, agujereaban el mostrador (¿quién
me lo paga?), tiradas ahora desde la calle —dos, tres, dos, tres, dos,
tres— y todo quedó en silencio hasta que una voz sonora, inmensa,
potente, gritó:

—¡Paren! ¡Bazán habla!

Entraron varios hombres.

—Levantáte, gallego. En seguida vamos a curarte...

El hombre de la mesita lo sentó en una silla como a un muñeco.

—A ese otro pobre llévenlo al baño y límpienlo un poco...

Luego dijo:
—Soy el subcomisario Gregorio Bazán y quise esperarlos aquí a esos
mierdas. Perdonáme, viejo, el jabón que te llevaste, pero en estas cosas
es mejor no abrir la boca. Yo sabía por un "tira" que vendrían esta no-
che. Por eso los esperé.

Gregorio Bazán dio un puntapié a uno de los caídos Riquelme.

—Ya se acabaron los tres, pero eso no me devuelve vivo a mi hermano.


Mano a mano. Así quería agarrarlos.

El bar estaba lleno de policías uniformados y de civil.

Detrás, en la calle, se oían órdenes, la sirena de ambulancia, la alarma


de algunos curiosos que llegaban aun bajo la lluvia. En el suelo esta-
ban los dos Riquelme muertos. En una silla, llorando y sentado, un
pobre gallego resucitado.
Velmiro Ayala Gauna

La pesquisa de don Frutos

De Cuentos policiales argentinos, Editorial Alfaguara, Buenos Aires,


Junio 1997.

Don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué, entró en su


desmantelada oficina haciendo sonar las espuelas, saludó cordialmente
a sus subalternos y se acomodó en una vieja silla de paja, cerca de la
puerta, a esperar el mate que uno de los agentes empezó a cebarle con
pachorrienta solicitud.

Cuando tuvo el recipiente en sus manos, succionó con fruición por la


bombilla y gustó del áspero sabor del brebaje con silenciosa
delectación.

Al recibir el segundo mate lo tendió cordial hacia el oficial sumariante


que leía, con toda atención, junto a la única y desvencijada mesa del
recinto.

—¿Gusta un amargo?

—Gracias... —respondió el otro—. Sólo lo tomo dulce.

—Aquí sólo toman dulce las mujeres... —terció el cabo Leiva con
completo olvido de la disciplina.

—Cuando quiera su opinión se la solicitaré... —replicó fríamente el


sumariante.

—Está bien, mi oficial... —dijo el cabo y continuó perezosamente


apoyado contra el marco de la puerta.

Luis Arzásola, que hacía tres días había llegado desde la capital
correntina a hacerse cargo de su puesto en ese abandonado
pueblecillo, se revolvió molesto en el asiento, conteniendo a duras
penas los deseos de "sacar carpiendo" al insolente, pero don Frutos
regía a sus subordinados con paternal condescendencia, sin reparar en
graduaciones, y no quería saber de más reglamentos que su omnímoda
voluntad.

Cuando él, ya en ese breve tiempo, le hubo expuesto en repetidas


ocasiones sus quejas por lo que consideraba excesiva confianza o
indisciplina del personal, sólo obtuvo como única respuesta:

—No se haga mala sangre, m'hijo... No lo hacen con mala intención


sino de brutos que son nomás... Ya se irá acostumbrando con el
tiempo.

Para olvidar el disgusto siguió leyendo su apreciado libro de


psicología y efectuando apuntes en un cuaderno que tenía su lado,
pero la mesa, que tenía una pata más corta que las otras, se inclinaba
hacia ese costado y hacía peligrar la estabilidad del tintero que se iba
corriendo lentamente y amenazaba concluir en el suelo. Para evitar tal
contingencia tomó un diario, lo dobló repetidas veces y lo colocó, para
nivelar el mueble, debajo del sostén defectuoso. Luego siguió con la
lectura interrumpida.

—¿Qué pa está aprendiendo, che oficial? —preguntó el agente


mientras esperaba el mate de manos del comisario.

—Psicología.

—¿Y eso para qué sirve?

—Para conocer a la gente. Es la ciencia del conocimiento del alma


humana.

El milico recibió el mate vacío, meditó unos segundos y concluyó


sentenciosamente:

—Para mi ver eso no se estudia en los libros... Para conocer a la gente


hay...

Vaciló un momento y afirmó:

—... hay que estudiar a la gente.

Después se acercó al brasero que ardía en un rincón y empezó a llenar


la calabaza cuidando que el agua no se derramara y que formara una
espuma consistente.

En eso estaban cuando Aniceto, el mozo de la carnicería, entró


espantado:

—¡Don Frutos!... ¡ Don Frutos!...

—¿Qué te ocurre hombre? —contestó el aludido y empezó a


levantarse.

—Al tuerto Méndez...

—¿Sí?

—Lo han achurao sin asco... Recién cuando le fui a llevar un


matambre que había encargao ayer, dentré a su rancho y, ¡ánima
bendita santa!, lo encontré tendido en el suelo, boca abajo y lleno de
sangre...

—¿Seguro pa de que estaba muerto, chamigo?

—Seguro, don Frutos... Duro, frío y hasta medio jediendo con el calor
que hace...

—Güeno, gracias, Aniceto... andate nomás...

—¡Hasta luego, don Frutos!

—¡Hasta luego, Aniceto!... —respondió el funcionario y volvió a


sentarse cómodamente.

El oficial, que había dejado el libro, se plantó frente a su superior.

—¿Qué pa le pasa, m'hijo?

—¿No vamos al lugar del hecho, comisario?

—Sí, en seguidita...
—Pero... ¡es que hay un muerto, señor!...

—¿Y qué?... —contestó el viejo ya con absoluta familiaridad—


¿Acaso tenés miedo de que se dispare?... Dejame que tome cuatro o
cinco matecitos más o de no se van a desteñir las tripas.

Cuando después de una buena media hora arribaron al rancho de las


afueras donde había ocurrido el suceso, ya el oficial había redactado in
mente el informe que elevaría a las autoridades sobre la inoperancia
del comisario, sus arbitrarios procedimientos y su inhabilidad para el
cargo. Creía que era llegada la ocasión propicia para su particular
lucimiento y para apabullar con sus mayores conocimientos los
métodos simples y arcaicos del funcionario campesino Lo único que
lamentaba era haber olvidado en la ciudad una poderosa lupa que le
hubiera servido de maravilloso auxiliar para la búsqueda de huellas.

Apenas a unos pasos de la puerta estaba el extinto de bruces contra el


suelo.

—¡Andá!... —ordenó el comisario al cabo Leiva—. Abrí bien la


ventana pa que dentre la luz.

Éste lo hizo así y el resplandeciente sol tropical entró a raudales en la


reducida habitación.

Don Frutos se inclinó sobre el cadáver y observó en la espalda las


marcas sangrientas de tres puñaladas que teñían de rojo la negra blusa
del caído.

—Forastero... —gruñó.

Luego buscó un palillo y lo introdujo en las heridas. Finalmente lo


dejó en una de ellas y aseveró:

—Gringo...

Se irguió buscando algo con la mirada y, al no encontrarlo, dijo al


cabo:

—Andá, sacale las riendas al rosillo que es mansito y traémelas...

Cuando al cabo de un momento las tuvo en su poder, midió con una la


distancia de los pies del difunto hasta la herida y, luego, haciendo
colocar a Leiva a su frente, marcó la misma sobre sus pacientes
espaldas. En seguida alzó un brazo y lo bajó. No quedó satisfecho, al
parecer y, poniéndose en puntas de pie, repitió la operación.

—¡Ajá!... —dijo—. Es más alto que yo, debe medir un metro ochenta
más o menos…

Inmediatamente inquirió de su subordinado:

—¿Estuvo el Tuerto ayer en las carreras?

—Sí, pero él pasó la tarde jugando a la taba.

—¿Y le jue bien?

—¡Y de no!... ¡Si era como no hay otro pa clavarla de vuelta y media!
¡Dios lo tenga en su santa gloria!... Ganó una ponchada de pesos... Al
capataz de la estancia, a ése que le dicen "Mister", lo dejó sin nada y
hasta le ganó tres esterlinas que tenía de ricuerdo; al Ñato Cáceres le
ganó ochenta pesos y el anillo'e compromiso.

—Güeno, revisalo a ver si le encontrás plata.

El cabo obedeció. Dio vueltas al cadáver y le metió las manos en los


bolsillos, hurgó en el amplio cinturón y le tanteó las ropas.

—Ni un veinte, comesario.

—A ver, vamos a buscar en la pieza, puede que la haiga escondido.

—Pero, comisario... —saltó el oficial—. Así van a borrar todas las


huellas del culpable.

—¿Qué güellas, m'hijo?

—Las impresiones dactilares.

—Acá no usamos de eso, m'hijo. Tuito lo hacemos a la que te criaste


nomás...

Y ayudado por el cabo y el agente, empezó a buscar en cajones,


debajo del colchón y en cuanto posible escondite imaginaron.

Arzásola, entre tanto, seguía acumulando elementos con criterio


científico, pero se encontraba un poco desconcertado. En la ciudad,
sobre un piso encerado, un cabello puede ser un indicio valioso, pero
en el sucio piso de un rancho hay miles de cosas mezcladas con el
polvo: recortes de uñas, llaves de latas de sardinas, botones, semillas,
huesecillos, etc.

Desorientado y después de haber llenado sus bolsillos con los objetos


más heterogéneos que encontró a su paso, dirigió en otro sentido sus
investigaciones.

Junto a la puerta y cerca de la ventana encontró una serie de pisadas


y, entre ellas, la huella casi perfecta de un pie.

—¡Comisario!... —gritó—. Hay que buscar un poco de yeso...

—¿Pa qué, m'hijo?

—Para sacarle el molde a esta pisada. El asesino estuvo parado aquí y


dejó su marca.

—¿Y pa qué va a servir el molde?

—Porque gracias a una ciencia que se llama Antropometría —


respondió despectivamente y como dando una lección— de esa huella
se puede deducir la talla de su dueño y otros datos.

—No te aflijas por eso... El criminal es gringo, más o menos una


cuarta más alto que yo, y dejuro que ha de estar entre la peonada'e la
estancia'e los ingleses...

—¡Pero...! —se asombró el oficial.

—Ya te explicaré más tarde, m'hijo. Estoy seguro que el tipo estuvo
en la cancha'e taba y vio cómo el Tuerto se llenaba de plata, después
se le adelantó y lo estuvo esperando en el rancho. Quedó un rato
vichando el camino desde la ventana y después se puso detrás de la
puerta. Cuando el pobre dentro le encajó una puñalada y en seguida
dos más cuando lo vio caído...

—Así es, don Frutos... —asintió el cabo—. Se ve clarito por las


pisadas.

—Al verlo muerto le revisó los bolsillos, le sacó tuitas las ganancias y
se fue... Pero ya lo vamos a agarrar sin la Jometría esa que decías...

En seguida, dirigiéndose al agente que lo acompañaba, ordenó:

—Andate a lo del carnicero y decile que te dea un cuero de vaca y te


emprieste el carro. Lo traés al Aniceto pa que te ayude, lo envuelven
al finao y lo llevan a enterrar... El pobre no tiene a nadies que lo llore.
Cuando venga el Paí Marcelo pa la Navidá, le haremos decir una
misa...

—Está bien, comisario...

Inmediatamente se volvió al oficial y al cabo y dijo:

—Ahora vamos pa la estancia... Se me hace que el infiel que hizo esta


fechuría debe de estar allí.

La estancia de los ingleses se encontraba más o menos a media legua


del pueblo. Además del habitual personal de servicio y peones, había
en ella unas dos docenas de obreros trabajando en la ampliación de
una de las alas del edificio.

Interiorizado el administrador del propósito que los llevaba, hizo


reunir, frente a una de las galerías, a todo el personal. Hombres de
todas clases y con los más diversos atavíos se encontraron allí.
Algunos con el torso desnudo brillante de sudor porque el sol ya
empezaba a hacerse sentir, otros en camiseta, blusas, camisas de
colores chillones, un inglés con breeches, un español con boina, un
italiano con saco de pana, etc.

—Poné a un lado a los gringos y a los otros dejalos ir... —dijo don
Frutos al oficial, después de pasar su mirada por el conjunto, y se
sentó con el dueño de casa a saborear un vaso de whisky.

Arzásola, a su vez, trasmitió la orden.

—Los extranjeros que avancen dos pasos al frente.

Una decena de hombres se destacó de la masa. El oficial, entonces,


dirigiéndose a los otros, exclamó:

—Ustedes pueden retirarse.

Correntinos, formoseños, misioneros y de algunas otras provincias del


norte se alejaron murmurando entre dientes o contentos de verse libres
de la curiosidad policial.

De pronto el cabo Leiva se adelantó hacia un mocetón de pelo hirsuto


y tez cobriza que había quedado con los demás.

—Y vos, Gorgonio, ¿qué hacés aquí?

—El oficial dijo que se quedásemos los estranjeros, pues...

—¡Qué pa vas a ser estranjero vos!... Usté sos paraguayo como yo,
chamigo... Estranjero son los gringos, los de las Uropas... ¡Andá de
acá y no quedrás darte corte! Y así diciendo, lo sacó a empellones de
la fila.

Don Frutos, entonces, se acercó a los restantes y después de


observarlos, dijo:

—Los dos petisos de la esquina y ese otro de boina pueden irse


nomás...

Frente a él quedaron el inglés, un par de italianos, dos españoles y un


polaco.

—A ver... —continuó—, muéstrenme la cartera o la plata que tengan.

En cinco manos callosas aparecieron carteras grasientas o pesos


arrugados.

El inglés, sin inmutarse, advirtió:

—Mí no tener una moneda...

Al oírlo, Arzásola se acercó a don Frutos y le dijo suavemente:

—Está mintiendo, me parece... Debe ser él y seguro ha escondido lo


robado. Lo habrá hecho para recobrar sus esterlinas...

—No... —le respondió el superior—. Ese no puede ser... Mirále a los


pieses...

El inglés permanecía firme y estático mientras los otros, inquietos, se


asentaban ora sobre un pie, ora sobre el otro.

—¿Ves, m'hijo? El "Míster" puede estarse mucho tiempo sin moverse,


mientras el que estuvo allá dejó el suelo como pisadero para hacer
ladrillos...

Se acercó a los hombres silenciosos y les revisó el dinero sin decir


palabra.

Se retiró unos pasos atrás y dijo al oficial:

—El polaco, el italiano pelo'e choclo y los dos gallegos no han estado
en la tabeada...

—¿Cómo lo puede asegurar? Si ni siquiera los ha interrogado...

—¿No viste que la plata de ésos estaba limpita y lisa? La de los otros
estaba arrugada y sucia de tierra... Cuando puedas observar una
partidita vas a ver cómo los tabeadores estrujan los billetes, los hacen
bollitos, los doblan y los sostienen entre los dedos, los tiran al suelo,
los pisan, los arrugan, etc. Uno de esos dos debe ser...

Se acercó de nuevo a la fila y pasándose el pañuelo por la cara dijo:

—Está apretando la calor, ¿no?

Miró al italiano de saco de pana y le aconsejó con tono paternal:

—Ponete cómodo... Sacate el saco...

—Estoy bien, gracias.


—Sacate el saco, te he dicho... —ordenó, entonces con rudeza, y
luego siguió con aire protector—: te va a embromar la calor si no lo
hacés...

A regañadientes obedeció el otro.

Apenas lo hubo hecho cuando don Frutos indicó al cabo:

—¡Metelo preso!... Éste es el criminal...

Dando un rugido de rabia, el indicado metió la mano en la cintura y la


sacó empuñando un pequeño y agudo cuchillo, pero el cabo, con
rapidez felina, se lanzó sobre él lo encerró entre sus fuertes brazos
mientras el oficial, prendiéndosele de la mano, se la retorció para
hacer caer el arma. En seguida, ayudado por los otros peones, lo
maniataron y lo arrojaron sobre un carro que le facilitó el
administrador para llevarlo al pueblo. Don Frutos recogió el saco del
suelo, lo estrujó poco a poco como buscando algo y, luego, con el
mismo cuchillo, le descosió el hombro y allí, entre el relleno encontró
escondidas las monedas de oro y el anillo. Después volvió a la mesa a
terminar su whisky y agradecer al dueño de casa su colaboración,
terminando lo cual la comisión montó a caballo y emprendió el
regreso.

Una vez que el preso estuvo bien seguro en el calabozo, el comisario y


el oficial se acomodaron en la oficina

Arzásola, impaciente, preguntó:

—Perdón, comisario, pero ¿cómo hizo para descubrir al asesino?

—Muy fácil, m'hijo... Apenas le vi las heridas al muerto supe que el


culpable era forastero.

—¿Por qué?

—Porque las heridas eran pequeñas y aquí nadie usa cuchillo que no
tenga, por lo menos, unos treinta centímetros de hoja. Aquí el cuchillo
es un instrumento de trabajo y sirve para carnear, para cortar yuyos,
para abrir picadas en el monte, y adonde se clava deja un aujero como
para mirar del otro lado y no unos ojalitos como los que tenía el
Tuerto. Después, cuando le metí el palito adentro, supe por la posición
que el golpe había venido de arriba para abajo y me dije: Gringo...

—Cierto, yo lo oí... pero ¿cómo pudo saberlo?

—¡Pero, m'hijo! Porque el criollo agarra el cuchillo de otra manera y


ensarta de abajo para arriba como para levantarlo en el aire...

—¡Ah!

—Después medí la distancia de los pieses a la herida y la marqué en la


espalda del cabo, alcé el brazo y lo bajé, pero daba más abajo...
Entonces me puse en, puntas de pie y me dio más o menos. Por eso
supe que el asesino era como cuatro dedos más alto que yo, y como mí
medida, asegún la papeleta, es de uno setenta, le calculé uno y
ochenta...

—Sí, pero ¿cómo adivinó que había escondido las monedas y el anillo
en el saco?
—Porque con el calor que hacía no se lo sacaba de encima. Pensé que
debía tener algo de valor para cuidarlo tanto y más me convencí
cuando empezó a sacárselo y le vi la camisa pegada al cuerpo por el
sudor...

—Servite, m'hijo... Aquí vas a tener que aprender a tomarlo cimarrón.

Arzásola lo aceptó y dijo:

—Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más.

Lo vació de tres o cuatro enérgicos sorbos y lo devolvió al milico:


luego, como la mesa empezaba a tambalear nuevamente, tomó el libro
de psicología y lo puso debajo de pata renga.

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