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Rodolfo Walsh
1
El primero portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.
2
- ¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
- Yo no - dijo el primer portugués.
- Yo tampoco - dijo el segundo portugués.
- Yo menos - dijo el tercer portugués.
3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.
4
- ¿Qué hacían en esa esquina? - preguntó el comisario Jiménez.
- Esperábamos un taxi - dijo el primer portugués.
- Llovía muchísimo - dijo el segundo portugués.
- ¡Cómo llovía! - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.
5
- ¿Quién vio lo que pasó? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo miraba hacia el norte - dijo el primer portugués.
- Yo miraba hacia el este - dijo el segundo portugués.
- Yo miraba hacia el sur - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando hacia el oeste.
6
- ¿Quién tenía el paraguas? - preguntó el comisario Jiménez.
- Yo tampoco - dijo el primer portugués.
- Yo soy bajo y gordo - dijo el segundo portugués.
- El paraguas era chico - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.
7
- ¿Quién oyó el tiro? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo soy corto de vista - dijo el primer portugués.
- La noche era oscura - dijo el segundo portugués.
- Tronaba y tronaba - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.
8
- ¿Cuándo vieron al muerto? - preguntó el comisario Jiménez.
- Cuando acabó de llover - dijo el primer portugués.
- Cuando acabó de tronar - dijo el segundo portugués.
- Cuando acabó de morir - dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.
9
- ¿Qué hicieron entonces? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo me saqué el sombrero - dijo el primer portugués.
- Yo me descubrí - dijo el segundo portugués.
- Mis homenajes al muerto - dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.
10
- Entonces, ¿qué hicieron? - preguntó el comisario Jiménez.
- Uno maldijo la suerte - dijo el primer portugués.
- Uno cerró el paraguas - dijo el segundo portugués.
- Uno nos trajo corriendo - dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.
11
- Usted lo mató - dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? - preguntó el primer portugués.
- No, señor - dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? - preguntó el segundo portugués.
- Sí, señor - dijo Daniel Hernández.
12
- Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada - dijo Daniel Hernández. - Uno miraba al
norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una
bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche
tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte
delantera del sombrero.
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que
miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al
este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero
al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio;
es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante,
porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el
sombrero del muerto se mojó por completo por el pavimento húmedo.
"El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los
chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los
truenos (esta noche hubo tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo
portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma
tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En
esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo
es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."
Las señales
Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino previsto, que ahora se
revelaba del todo: un hombre como de piedra —el sombrero sobre los
ojos, oculta, pero palpable, la pesada pistola—, inmóvil, pero atentísi-
mo a las próximas señales del estrago.
Ese hombre sentado ahí significaba que todos los plazos se habían
cumplido ya; que él, Manolo, pronto se convertiría en el cadáver de
Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado por algún tiempo por
alguno de sus paisanos y por sus parroquianos solamente durante el
tiempo necesario para que otro —desde luego gallego, recio, petiso, ve-
lloso y cejudo como él— lo sustituyera en el mostrador del bar "La
Nueva Armonía", al cual quizás le cambiaría el nombre.
Ellos, empero, nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por
la cual el barrio —Flores al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos,
desteñido y chato— fue transportado súbitamente, tres meses atrás, a
los titulares de los diarios amarillos.
—¡Cualquiera, no!
—Para usted. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron dos.
—Pero para un valiente como usted lo mismo es uno que diez. ¡Que
vayan saliendo!, ¿eh? ¡Qué coraje! Enfrentar a los tres Riquelme y ba-
jarse a uno...
Era, sin embargo, un recuerdo capaz de llenar una vida. Y, sobre todo,
la del oscuro Manuel Cerdeiro, atado día a día y durante años a una
noria de jornadas iguales detrás del mostrador de "La Nueva Armonía".
Abrir el bar, atender a los corredores y limpiar, durante la mañana; a
los parroquianos a partir de las once, hora en que caían los primeros, y
hasta la madrugada, cuando se iban los últimos, turnándose con la
patrona, salvo los lunes, día en que la jornada empezaba a las seis de
la tarde. Estos lunes preparaban con nabiza, pingüe unto sin sal, pa-
pas y porotos un caldo gallego, blanquecino, generoso y tan espeso que
en él las cucharas quedaban clavadas de punta, y del cual bebían —o
comían— dos soperas, empanadas de pescado fuerte o callos, regado
todo con un vino tinto áspero y común. Era su fiesta, la única pausa
en el trabajo, el olvido del mundo, el presentimiento del porvenir ahito,
satisfecho, sin necesidad, sin miedo, al cual llegaría cuando lograra
redondear una fortunita. Luego, después de una siesta formidable y
profunda, reabría el bar, y mientras llegaban los clientes hacía las
cuentas y preparaba el dinero de la semana para depositarlo en el ban-
co el martes.
Aquel día que no quería recordar, concluidas las sumas y las restas,
liado el dinero y encerrado en un cajón del mostrador, estaba limpian-
do unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó la cabeza y se en-
contró frente a aquellos dos hombres.
Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró algunos
segundos en obedecer, mientras sentía que un sudor rápido le pegaba
la ropa a la piel. Pensó en el dinero que guardaba y en cómo levantaría,
sin él, un pagaré que...
Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de sombras, de agi-
tación y de ruidos. Un hombre recio.y colorado se inclinaba sobre él.
Luego se irguió.
Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes habían intenta-
do robarlo. Un modesto golpe de mano, en un bar cualquiera atendido
por un hombre solo, desprevenido, desarmado y presumiblemente co-
barde. Poco dinero, es cierto, aunque también proporcional al escaso
riesgo. Pero, contra toda previsibilidad, la víctima se rebeló (por avari-
cia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos; nadie por cívico
heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras el otro huía. Co-
mo se ve, nada más que un episodio cualquiera de la crónica policial.
Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como
si fuera ya un cadáver, con tan lastimosa piedad que a veces él mismo
se olisqueaba para ver si ya olía, aunque sólo fuera un poco, a la muer-
te que le asignaban.
El sonreía, crispado:
Por eso, cuando Manolo volvió del hospital, hubo, de noche y de día y
durante dos meses, un agente uniformado en la esquina de "La Nueva
Armonía". Desde su lugar detrás de la caja, el gallego llegó a conside-
rarlo un elemento definitivo del paisaje urbano que él veía a través de
la puerta y la vidriera del bar, tan permanente como la casa de enfren-
te y sus balcones de hierro forjado, la mercería del armenio Bakirgian,
en la esquina opuesta y transversal, el foco suspendido sobre los ado-
quines color plomo o la vereda de piedras desniveladas de su negocio.
—Soy... Cerdeiro... Manuel Cerdeiro, del bar "La Nueva Armonía", aquí,
en la calle Mariano Acosta al mil y tantos...
—Pero...
Y así, como en un sueño, siguió hasta que los días le fueron desarro-
llando un curioso doble juego de sentidos: uno, el de los ojos, oídos,
tacto, atado a la rutina diaria; el otro, también oídos, tacto, atento a las
señales de la calle, del barrio, de la ciudad entera, en alguno de cuyos
cubículos estaban los Riquelme, vengadores y juramentados.
Fue este segundo sistema sensorial el que le anunció el fin del plazo.
Eran las once de la noche del lunes, helada y lluviosa. Los últimos
clientes —tres billaristas de riñones infatigables— se habían ido y él
pensaba cerrar en seguida, porque nadie vendría ya, e irse a su casa, a
unas cuadras de allí, tránsito de Calvario que hacía dos veces al día
con todo su ser puesto en percibir alguna señal de peligro. Entró en la
trastienda, que era un patinillo entoldado, tapiado por cajones vacíos
de Coca-Cola y de cerveza, y empezó a apartar los de marca "Palermo"
cuyo camión vendría mañana a retirarlos, cuando vibró la primera se-
ñal. Sí: no fue el ruido de la puerta al ser abierta, ni el de los pocos
pasos que lo siguieron lo que lo hicieron estremecer, sino la campanita
que resonó en su segundo juego de sentidos, lo que automáticamente
le hizo repetir la frase:
Vio, en efecto, que el recién llegado —era uno solo— se había sentado
ya a una mesita; que no podría huir sin pasar a un metro de él; que ni
siquiera alcanzaría a intentar un desesperado y tal vez mortal salto a
través de la vidriera, porque él mismo había bajado, encerrándose, la
cortina metálica; que el desconocido no tenía apuro; que estaba senta-
do de tal manera —el antebrazo derecho apoyado sobre la mesa y para-
lelo al pecho— que su mano empuñaría en un décimo de segundo la
pistola; que una de éstas le abultaba el saco bajo el brazo izquierdo y
que otra tiraba pesadamente hacia abajo el bolsillo derecho; que estaba
atento a los signos que debían venir de la noche de afuera, en la cual
dormían los inocentes y velaban los asesinos; que se había colocado en
un lugar que no se veía desde afuera, sin duda para escapar a la mira-
da de algún vigilante de ronda.
—Sssmmm... ino...
Oyeron —los dos, porque la mano del asesino ganó de nuevo su leone-
ra como una fiera y enlazó otra vez la pistola— los pasos en la calle,
rápidos, cortitos, irregulares por el esquive de los charcos de la vereda.
—¿No cerró todavía? —preguntó—. ¿Por qué? A esta hora, y con este
día... El mucho trabajar es perjudicial para la salud.
—Sí, sí...
—Vengo de la casa de mi hija mayor. Todos los jueves ceno allá. ¿Usted
no lo sabía? Y los martes en lo de mi hija menor. Cuando pasé, pensé:
me vendrá bien una ginebrita para combatir el frío y asentar la comida.
¿No le parece?
—¿Doble?
Pasaba frente a la mesita del enigma cuando éste se levantó sin prisa y
apoyó la mano en el hombro redondo de Adelqui.
—Usted no sale, abuelo. Tírese ahí, en ese rincón, atrás de esa mesa, y
no se me levanta, pase lo que pase, ni para hacer pis...
Sin una palabra, el viejo Adelqui —temblaba, temblaba, oh, cómo tem-
blaba su pobre corazón allá adentro, aleteando con tan loco terror, con
tal abyecta sumisión que hubiera dejado de latir sólo para congraciarse
con el asesino— se dirigió al lugar que le habían dicho y se tendió en el
suelo, rígido, horizontal, premuerto.
Luego dijo:
—Soy el subcomisario Gregorio Bazán y quise esperarlos aquí a esos
mierdas. Perdonáme, viejo, el jabón que te llevaste, pero en estas cosas
es mejor no abrir la boca. Yo sabía por un "tira" que vendrían esta no-
che. Por eso los esperé.
—¿Gusta un amargo?
—Aquí sólo toman dulce las mujeres... —terció el cabo Leiva con
completo olvido de la disciplina.
Luis Arzásola, que hacía tres días había llegado desde la capital
correntina a hacerse cargo de su puesto en ese abandonado
pueblecillo, se revolvió molesto en el asiento, conteniendo a duras
penas los deseos de "sacar carpiendo" al insolente, pero don Frutos
regía a sus subordinados con paternal condescendencia, sin reparar en
graduaciones, y no quería saber de más reglamentos que su omnímoda
voluntad.
—Psicología.
—¿Sí?
—Seguro, don Frutos... Duro, frío y hasta medio jediendo con el calor
que hace...
—Sí, en seguidita...
—Pero... ¡es que hay un muerto, señor!...
—Forastero... —gruñó.
—Gringo...
—¡Ajá!... —dijo—. Es más alto que yo, debe medir un metro ochenta
más o menos…
—¡Y de no!... ¡Si era como no hay otro pa clavarla de vuelta y media!
¡Dios lo tenga en su santa gloria!... Ganó una ponchada de pesos... Al
capataz de la estancia, a ése que le dicen "Mister", lo dejó sin nada y
hasta le ganó tres esterlinas que tenía de ricuerdo; al Ñato Cáceres le
ganó ochenta pesos y el anillo'e compromiso.
—Ya te explicaré más tarde, m'hijo. Estoy seguro que el tipo estuvo
en la cancha'e taba y vio cómo el Tuerto se llenaba de plata, después
se le adelantó y lo estuvo esperando en el rancho. Quedó un rato
vichando el camino desde la ventana y después se puso detrás de la
puerta. Cuando el pobre dentro le encajó una puñalada y en seguida
dos más cuando lo vio caído...
—Al verlo muerto le revisó los bolsillos, le sacó tuitas las ganancias y
se fue... Pero ya lo vamos a agarrar sin la Jometría esa que decías...
—Poné a un lado a los gringos y a los otros dejalos ir... —dijo don
Frutos al oficial, después de pasar su mirada por el conjunto, y se
sentó con el dueño de casa a saborear un vaso de whisky.
—¡Qué pa vas a ser estranjero vos!... Usté sos paraguayo como yo,
chamigo... Estranjero son los gringos, los de las Uropas... ¡Andá de
acá y no quedrás darte corte! Y así diciendo, lo sacó a empellones de
la fila.
—El polaco, el italiano pelo'e choclo y los dos gallegos no han estado
en la tabeada...
—¿No viste que la plata de ésos estaba limpita y lisa? La de los otros
estaba arrugada y sucia de tierra... Cuando puedas observar una
partidita vas a ver cómo los tabeadores estrujan los billetes, los hacen
bollitos, los doblan y los sostienen entre los dedos, los tiran al suelo,
los pisan, los arrugan, etc. Uno de esos dos debe ser...
—¿Por qué?
—Porque las heridas eran pequeñas y aquí nadie usa cuchillo que no
tenga, por lo menos, unos treinta centímetros de hoja. Aquí el cuchillo
es un instrumento de trabajo y sirve para carnear, para cortar yuyos,
para abrir picadas en el monte, y adonde se clava deja un aujero como
para mirar del otro lado y no unos ojalitos como los que tenía el
Tuerto. Después, cuando le metí el palito adentro, supe por la posición
que el golpe había venido de arriba para abajo y me dije: Gringo...
—¡Ah!
—Sí, pero ¿cómo adivinó que había escondido las monedas y el anillo
en el saco?
—Porque con el calor que hacía no se lo sacaba de encima. Pensé que
debía tener algo de valor para cuidarlo tanto y más me convencí
cuando empezó a sacárselo y le vi la camisa pegada al cuerpo por el
sudor...
—Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más.