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Sistemas Políticos Verticales en las Márgenes del Imperio Inca

Frank Salomon

University of Illinois, Urbana- Champa. Annales Economies, Sociétés, Civilisations.


33er années, Nº 5-6. Sept-Déc. 1978. Armand Colin, Paris
Traducido por Florencia Roulet.

Qué sucedió en las sociedades andinas luego de su sometimiento al Tawantinsu-


yu? Las crónicas no nos han trasmitido sino las versiones incaicas e insisten en la gene-
rosidad del estado y en su influencia civilizadora, en la difusión de sus cultos y en el
establecimiento de estructuras políticas ideales, a imagen de las del Cuzco. Pero estas
versiones dejan sin respuesta dos cuestiones capitales. Ignoramos, en primer lugar, la
naturaleza de las sociedades que los Incas se proponían transformar. Eran fundamental-
mente similares a las otras etnías de los Andes centrales, o bien poseían rasgos cualitati-
vamente diferentes? Resulta difícil zanjar esta cuestión: los Incas tenían la costumbre de
denigrar a todas las poblaciones que sometían, las que no habrían sido hasta entonces
sino sociedades bárbaras, behetrías, según el término español. En segundo lugar, no
conocemos por medio de qué serie de intervenciones concretas, de promesas y manipu-
laciones, los Incas se abocaron a la refundición de las formaciones autóctonas según un
modelo uniforme. La configuración ideal del “Imperio-de-las-cuatro-regiones”, rígida y
abstracta en apariencia, proveyó sin duda, un modelo concreto para la integración de
más de un millar de etnías locales, más o menos refractarias, aunque se ignore cómo fue
posible esto históricamente.
Estas cuestiones son de muy particular interés en las márgenes del Imperio, en
regiones donde el Tawantinsuyu subyugó a poblaciones adaptadas a los medios ecológi-
cos diferentes al del Cuzco, y donde las primeras olas de constructores de imperios an-
dinos no habían tenido ninguna influencia. Araníbar (1969-1970) ha sugerido que la
periferia septentrional del imperio habría podido conservar complejos culturales arcai-
cos, desaparecidos en los Andes centrales, y que, por consiguiente, se podían detectar
allí elementos más antiguos que los de las demás regiones andinas. Una empresa de
reconstitución de esta índole puede resultar más sencilla en las márgenes, donde el pro-
ceso de integración no había concluido aún en el momento de la caída del Tawantinsu-
yu. Ya que incluso, si nos faltan los relatos de las poblaciones conquistadas, tenemos, en
esas zonas de frontera, la ocasión única de reconstruir la diacronía a partir de la sincron-
ía. Si se puede demostrar que los límites más apartados del imperio soportaron una
mínima influencia incaica, y que ésta era tanto más fuerte cuanto menos lejana estuviera
la provincia, los testimonios etnohistóricos que a ella se refieren se convierten en una
fuente diacrónica cuando son enfocados como un conjunto, pese a que no manifiesten
sino un “presente etnográfico” si son tomados por separado. A partir de ahí, la compara-
ción entre estos diferentes momentos podría aclarar con luz nueva el sistema político
inca, considerado no como una estructura ideal o como un sistema autárquico, sino co-
mo un proceso de transformación histórica.
Se deben tener en cuenta, sin embargo, tres condiciones heurísticas. En primer
término, debemos conocer la secuencia a lo largo de la cual fueron sometidos los cura-
cazgos, si no en términos de cronología absoluta, por lo menos en el orden de la suce-
sión de los hechos. Luego, debemos plantear la hipótesis de que las diferencias entre las
provincias integradas al imperio resultaban del diferente grado de incaización, más que
de variaciones ecológicas o culturales. Por último, las fuentes elegidas para apuntalar

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esta reconstrucción deben tener aproximadamente la misma antigüedad, lo que permite
controlar tanto las influencias europeas como la erosión de la memoria.
Documentos recientemente descubiertos, que datan de mediados del siglo XVI y
se refieren a la sierra del Ecuador y de Colombia (la antigua Audiencia de Quito) permi-
ten satisfacer estos criterios. Se trata de encuestas detalladas, efectuadas durante el per-
íodo comprendido entre 1557-1571, y destinadas a fijar la tasa de tributo. Estas encues-
tas de terreno proporcionan información acerca del funcionamiento de los curacazgos
autóctonos y acerca de la política imperial en las cuatro regiones del corredor trasandi-
no, a saber:
1) la región de Pasto, en el extremo septentrional del Imperio, en las actuales pro-
vincias de Nariño (Colombia) y de Carchi (Ecuador);
2) la región de Otavalo, cuna de los curacazgos Caranqui y Otavalo, en la actual
provincia de Imbabura (Ecuador);
3) la región de Quito, en la actual provincia de Pichincha, y cuyos curacazgos per-
tenecían a la cultura Panzaleo;
4) la región de Riobamba, en la actual provincia de Chimborazo, cuyos indígenas
eran llamados Puruháes.

I. Tests heurísticos

1) Secuencias de la conquista
Una tradición frecuente en las crónicas y en ciertos relatos locales afirma que
Tupa Inca Yupanqui llevo a cabo las primeras expediciones en el Norte (Murra 1946;
Larrea 1965; Rowe 1964: 204-209). Quienes como Cieza, Cabello y Sarmiento, estaban
más familiarizados con las guerras septentrionales, están de acuerdo en considerarlas,
paralelamente a la sumisión del litoral Pacífico -acontecimiento sin duda apócrifo (León
Borja 1964)-, como una campaña de reconquista destinada a sofocar “rebeliones” loca-
les, que habían trastornado el orden antes establecido por Tupa Inca. Es así como las
campañas de Huayna Cápac aparecen en cierto modo como una segunda oleada milita,
rompiendo sobre el norte, en la huella de la conquista inicial. Aunque este escenario de
traiciones y de reconquistas repetidas reaparezca con regularidad sospechosa, que sugie-
re que el relato fue modificado a fin de conformarlo a un modelo de legitimación, es
verosímil que las campañas de Huayna Cápac hayan constituido la segunda etapa de una
estrategia planificada, tendiente a reemplazar los enclaves inicialmente establecidos por
su padre, por una ocupación efectiva, que implicaba el establecimiento de un aparato

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estatal. La ejecución de este plan se retrasó por las derrotas militares de los Incas. Lo
que sabemos acerca de estas últimas campañas nos permite evaluar sus efectos en varias
regiones, al momento de la llegada de los españoles.
En este terreno, el mejor testimonio es el de Miguel Cabello de Balboa, único
cronista que vivió en el lugar, y que recorrió los sitios durante varios años: tuvo como
informantes a nobles Incas de Quito ([1586] 1951, pp. xvii-xxii, xxv-xxvi) De acuerdo
con su relación o, más bien, su interpretación del relato de Mateo Yupanqui, la última
gran incursión inca en el norte fue la de Huayna Cápac, que derrotó una coalición de
jefes Imbabura y de aliados suyos provenientes de la región de Quito, en la masacre de
Yahuarcocha (“el lago de sangre”) A pesar de la tradición según la cual Tupa Inca habr-
ía establecido una ciudadela imperial en Quito mucho tiempo antes, es probable que la
sumisión efectiva de los territorios de Quito no precediera a la de Imbabura. Es lo que
se deduce del hecho de que la última resistencia organizada por las tropas sobrevivien-
tes luego de Yahuarcocha, no tuvo lugar en Imbabura sino en las alturas que dominan el
valle de Quito (Cabello, [1576] 1951: 282; Sarmiento [1572] 1943: 247) Cabello ubica
las batallas de Yahuarcocha y esta última resistencia 1492. Aunque es cierto que no
podemos tomar esta cifra al pie de la letra, porque traduce la voluntad de unificar las
cronologías de Europa y del nuevo Mundo, nuevos hechos descubiertos por Waldemar
Espinoza Soriano, que proponen para este acontecimiento una fecha muy tardía, abonan
su verosimilitud. Podemos por consiguiente estimar la duración efectiva de la domina-
ción inca —de una naturaleza muy diferente a la penetración por enclaves— en unos
treinta o cuarenta años, en os dos valles que constituyen el centro de la región estudiada.
Estos datos nos proveen un punto de referencia para medir aproximadamente la
influencia incaica en los otros dos distritos. En Pasto, la empresa inca parece haber teni-
do una duración más breve que en Imbabura y en Quito. En esta región no se atribuye
ninguna incursión a Tupa Inca. Huayna Cápac, en el curso de su primera campaña sep-
tentrional, envió una armada contra los Pasto, que fue prácticamente aniquilada. Las
tropas en retirada, aunque se acercaron a la frontera, parte del territorio Pasto, “no cons-
truyeron ninguna fortaleza que les sirviera de puesto e avanzada”, en cambio, construye-
ron una ciudadela en Rumichaca, de manera tal que “la zona de influencia incaica no
sobrepasó la actual frontera colombiana; por otra parte, n hubo sino puestos de frontera
destinados a controlar eventuales insurrecciones” (Moreno Ruiz 1971b:19; Cabello op.
cit.:368-369) A la época de las guerras de Imbabura habría correspondido, en el área de
Pasto, una penetración por enclaves, análoga a la efectuada por Tupa Inca en las otras
regiones estudiadas. Luego de la masacre de Yahuarcocha, Huayna Cápac se informó
acerca de la posibilidad de consolidar una dominación mejor establecida en al región de
Pasto, pero renunció a ello (Cabello op. cit.: 384) Se puede estimar entonces que la pre-
sencia incaica en territorio Pasto no fue más que una penetración por enclaves, durante
un período de treinta a sesenta años.
Por el contrario, los Puruháes tienen una historia incaica más prolongada que la
de las etnías de Imbabura y de Quito. De acuerdo con la tradición, estas poblaciones
habían sido derrotadas por tupa Inca, pero su sumisión efectiva no tuvo lugar probable-
mente sino promediando el período de las guerras de Imbabura. Según Cabello, los Pu-
ruháes, siguiendo el ejemplo de otras etnías de las tierras altas, vieron en las primeras
victorias de los autóctonos del norte la ocasión de rebelarse contra los invasores, y los
ejércitos incaicos debieron combatir contra ellos en camino, durante la segunda campa-
ña septentrional (Cabello op. cit.: 368) Pero cuando los Incas se lanzaron a una tercera
campaña militar, seguida más tarde por una cuarta, los ejércitos siguieron rutas ya tra-
zadas y se detuvieron en tambos ya listos en la región Puruhá, sin ser atacados. Se puede
por consiguiente inferir que el tiempo que separa la conquista de las regiones Imbabura

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y de Quito, por un lado, y de la región Puruhá, por otro lado, es inferior a la duración
total de las expediciones septentrionales, estimada, generalmente, en diecisiete años; la
ocupación incaica efectiva de la región Puruhá puede ser evaluada en más de cuarenta
años, aproximadamente.

2) Carácter acumulativo de la influencia incaica


Si las diferencias entre las provincias septentrionales deben servirnos como indi-
cador de la estrategia incaica con miras a la integración de nuevos territorios, se deben
refutar dos versiones de una misma objeción: por una parte, que esas diferencias son
debidas únicamente a variaciones ecológicas y a las adaptaciones que de ellas resultan;
por otra parte, que reflejan una diversidad cultural preincaica.
Desde el punto de vista ecológico, el norte de los Andes pertenece al tipo de los
“Andes de páramo”, reconocido por Carl Troll en 1931. Dentro de este tipo, se consta
un aumento progresivo de la humedad a medida que se avanza hacia el norte. El pára-
mo, que se extiende desde el límite de las nieves eternas hasta una altura de aproxima-
damente 3400 metros, es diferente de la puna de los Andes centrales y meridionales,
más seca. Un cinturón de bosque de altura separa, de manera intermitente, al páramo de
los otros pisos ecológicos del valle interandino que, a su vez, comprende dos tipos dis-
tintos. Los pisos más elevados y más húmedos, recubiertos otrora parcialmente por un
bosque hoy desaparecido, se sitúan entre 2300 y 3200 metros; es en esta zona donde se
encuentran las mejores tierras de maíz, así como los centros poblados. A alturas un poco
inferiores, y sobre todo en las zonas que se encuentran por encima de gargantas encajo-
nadas, por las que se abren paso los ríos hasta la cuenca amazónica o hasta el Pacífico,
se encuentran tierras más cerca, donde todavía es posible cultivar maíz y árboles fruta-
les, aunque esta agricultura no permite nutrir poblaciones densas, Los cañones son gene-
ralmente cálidos y áridos o semi-áridos, pero cuando se canalizan las aguas para la irri-
gación, las cosechas son espectaculares. Sobre las laderas exteriores, tanto del lado
amazónico como del lado del Pacífico, se extiende una un bosque tropical espeso, desde
una altura superior a los 3000 metros hasta la llanura. Los bosques más altos pertenecen
al tipo ceja de montaña y los más bajos al tipo tropical húmedo. Es allí donde vivían los
horticultores de bosques.
Las tierras altas de los valles interandinos producían fundamentalmente maíz,
pero también porotos, calabazas, quinua y tubérculos, entre los cuales, la papa. La ma-
dera provenía de los bosques interandinos y los productos de la caza del páramo prove-
ían a la alimentación de una ración de proteínas (Acosta- Solís 1968; Maggio Peña
1964) Por otra parte, los habitantes de la montaña dependían del acceso a los bosques
tropicales para su aprovisionamiento de algodón, pimienta y ciertos bienes de lujo. En
cuanto a la sal, era extraída de salinas situada sobre las laderas exteriores, o en ciertos
valles fluviales. La producción de coca estaba, así mismo, concentrada en los cañones.
Al interior de este modelo general, los lazos institucionales que vinculaban zonas pro-
ductivas se articulaban de manera diversa, diversidad que se explica en primer lugar por
las variaciones del impacto incaico en cada una de las regiones.
La segunda hipótesis considera que las variaciones observables se deben a parti-
cularidades étnicas preincaicas. Esto sería plausible si se pudiera demostrar que la inte-
gración de elementos incaicos antes de 1534 depende de otras variables que aquellas
introducidas por las diversas secuencias de expediciones militares de conquista. Pero
este no es el caso. Si las Relaciones Geográficas, editadas por Jiménez de Estrada pue-
den ser tomadas como un corpus de datos metodológicamente comparables (la mayor
parte de las relaciones han sido escritas en 1582, en respuesta a un cuestionario único;
fueron redactadas por religiosos y funcionarios que tenían buen conocimiento de la cul-

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tura indígena), se puede extraer de esta documentación, considerada en bloque, una eva-
luación del alcance relativo de la influencia incaica en diferentes regiones del actual
Ecuador.
Los límites más septentrionales del Tawantinsuyu, en la actual Colombia, no
poseían sino instalaciones militares que funcionaban como enclaves (Moreno Ruiz
1971b: 19); la presencia de numerosas fortalezas escalonadas en el límite meridional del
territorio Pasto (Plaza 1976) está vinculada a una etapa anterior de penetración (Salinas
[1571] 1965: 299). Al sur de la frontera ecuatoriana aparece un complejo coherente de
rasgos más modernos: la utilización del quechua como lengua vehicular, que se genera-
lizó allí donde los incas lograron implantarse realmente y que los mercaderes de Pasto
difundieron en todo su territorio, más allá del siglo XVI; la penetración de la ruta, el
qhapac ñan; la multiplicación de residencias y de depósitos vinculados a esa vía de co-
municación; la leva de mitmaqkuna (traslado de un cierto número de familias de las
poblaciones conquistadas) que había empezado a desarrollarse incluso entre los Pasto
(Ramos Gavilán [1621] 1976: 43) y su contrapartida, la instalación de nuevos colonos;
por fin, la cría de llamas utilizadas en el extremo norte para la alimentación y en Quito
como animales de carga, pero en ningún caso para los sacrificios ni por su lana.
Al sur de Quito constatamos un incremento de la influencia incaica, que se ma-
nifiesta en la práctica cultural, en los esquemas teóricos de administración y en la reor-
ganización económica. En lo que respecta a la religión, el Ecuador central había recibi-
do favorablemente las modificaciones del culto solar, la utilización de los cérvidos para
sacrificios y la cría de rebaño de llamas, destinados a los santuarios. En territorio Cañar,
se conocen los templos consagrados al sol y a la luna, de modelo inca. Había aqllakuna
en Otavalo, mucho más al sur, entre los Palta, se añadió al culto el reclutamiento de
mamakuna, y ciertas tierras fueron consagradas a los santuarios. La organización dualis-
ta en mitades, hanan y hurin, fue adoptada en Quito (así como la cuatripartición) y pro-
bablemente también en Otavalo, aunque los documentos más antiguos no nos lo confir-
man; la reencontramos también en el sur. En Quito, el empadronamiento decimal no se
aplicó sino a los mitmaqkuna, mientras que en el extremo sur del Ecuador recayó sobre
el conjunto de la población. En Quito, la toponimia recuerda a la del Cuzco, pero este
rasgo es más saliente en el sur, sobre todo en Tumipampa (actual Cuenca), en la región
Cañar. En la organización económica al norte de Quito no se señala ninguna modifica-
ción de la tributación al señor local que hubiera sido impuesta por una autoridad supe-
rior. En Quito aparece una forma modificada del tributo inca, análoga a las prestaciones
tradicionales a los caciques locales, y emerge el sistema de los kamayuq (el término
camayo es empleado sin embargo en relación con Pimampiro, cerca de la frontera Pasto,
pero designa probablemente a una institución preincaica). Existe una buena documenta-
ción concerniente al sistema de los kamayuq y la utilización multiétnica de las tierras
cultivadas, alejadas de los centros autóctonos y gobernadas por los Incas, de Ambato
hasta el sur. Es nuevamente en el sector del centro-sur donde las contribuciones im-
puestas por los Incas incluyen formas de servicio extra-territorial, que se reencuentran
en las regiones más centrales del Imperio.
En resumen, deberemos tratar en una perspectiva diacrónica las diferencias entre
los curacazgos septentrionales y los de las comarcas más meridionales y considerar el
“medio” del siglo XVI como resultado de un proceso sobrevenido bajo el dominio inca.
Para estudiar el carácter funcional de los curacazgos en los diversos momentos
de la dominación incaica, hay que utilizar fuentes más antiguas y más ricas desde el
punto de vista etnográfico que las Relaciones. Estas fuentes son resultado de esfuerzos
emprendidos por los funcionarios españoles en el período que se extiende entre la con-
solidación de la corona, realizada por La Gasca, y la llegada del virrey Toledo (1548-

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1569), para regularizar el tributo sobre la base de un conocimiento detallado de la de-
mografía y de la economía indígena. Estos funcionarios describieron la organización
económica de los autóctonos antes de que fuera deformada sustancialmente por el mo-
vimiento de las reducciones. De hecho, en varias regiones visitadas, los campesinos no
habían sido afectados por el emplazamiento de las parroquias y conservaban su antro-
ponimia precristiana. En esta época, el régimen colonial era sobre todo un asunto de
gobierno relacionado con los encomenderos que recibían los tributos de los curacazgos,
cuya estructura interna no había sido alterada. Es posible incluso que el relajamiento del
gobierno inca haya tenido como consecuencia el resurgimiento del poder de los jefes
tradicionales, de modo tal que el statu quo de los años 1550 y 1560 reflejaría hasta cier-
to punto un renacimiento de modelos políticos preincaicos (Atienza [1575] 19??: 24-
25; Santillán [1563] 1968: 118-120).

II. El caso de Pasto

La región Pasto se encontraba en el extremo norte del Tawantinsuyu y consituía


la avanzada imperial más alejada y menos consolidada. Su territorio incluía, al parecer,
no sólo una sección del corredor interandino comprendido en la actual provincia de
Carchi (Ecuador) y en la parte meridional de Nariño (Colombia), sino también tierras
muy boscosas situadas sobre la vertiente occidental, incluyendo en todo caso la mayor
parte del curso superior del Guaitara (Moreno Ruiz 1971a: 438). Si damos crédito a
Jijón (1945: 72), que identificaba a los “Barbacoas” como siendo una población empa-
rentada con los Pasto, la zona de influencia Pasto habría recubierto también una gran
parte de la llanura del Chocó. En esta comarca, la dominación incaica, si se puede em-
plear este término, no se ejercería sino en las zonas interandinas más meridionales; los
trabajos más completos y más recientes acerca de los Pasto sitúan al rio Angasmayo
“hasta donde habría llegado Guaynacapa”, un poco al sur de Funes, a mitad de camino
entre los territorios septentrionales y meridionales de los Pasto (Cieza [1558] 1962: 115;
Moreno Ruiz 1971b: 19; Martínez 1974: 652-653). Por otra parte, la empresa incaica no
se extendía, sin duda, ni al este ni al oeste, luego de las expediciones septentrionales, y
los invasores no dejaron a su paso sino débiles vestigios dispersos. La ruta imperial no
llegaba aparentemente sino hasta Tulcán, situada al norte de la región Pasto. En razón
del carácter incompleto de la penetración incaica, podemos esperar encontrar, entre los
Pasto, datos sobre las formas políticas y sobre los modos de adaptación al medio que
testimonian prácticas autóctonas tradicionales.
Las poblaciones montañesas de los Pasto cultivaban tubérculos, maíz, cucurbitá-
ceas y quinua; para la obtención de productos de subsistencia de primera necesidad,
como la sal, el algodón y los ajíes, dependían de contactos con poblaciones que vivían
en las tierras más bajas. Sabemos igualmente que la mayor parte de las poblaciones de
la actual Colombia dependían de relaciones con tribus lejanas para acceder a ciertos
bienes suntuarios altamente estimados, cuya circulación permitía articular la estratifica-
ción social al interior de las comunidades (Trimborn 1949: 174-193; Wassen 1955).
Reichel-Dolmatoff mostró que estas relaciones interzonales se mantenían en un contex-
to de rivalidad militar entre los curacazgos (1961). Sin embargo, el problema de saber
por qué medios los curacazgos regulaban estos intercambios las poblaciones de los An-
des antes de la conquista incaica queda sin resolver.
De los documentos que se refieren a estos mecanismos resaltan dos hechos. Por
un lado, la asombrosa diversidad de medios institucionales empleados; por otro lado, el
hecho de que las relaciones de intercambio desbordaban ampliamente la esfera políti-
camente controlada por el curacazgo que con ellos se beneficiaba. Estas tendencias con-

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trastan con lo que se puede observar en provincias del Imperio más consolidadas, donde
la gestión de recursos interzonales descansaba en la aplicación de un número muy limi-
tado de mecanismos (variaciones sobre el principio de los mitmaqkuna) y se caracteri-
zaba por la aspiración manifiesta de crear círculos cerrados y autosuficientes a cada
nivel de la autoridad política.
El valle medio e inferior del Guaitara, que baja desde las tierras altas de Pasto
hasta Chocó, era la principal región de horticultura y bosques, que proveía una produc-
ción complementaria de la de las tierras altas. Los naturales de esta región eran desig-
nados con el nombre de Abades; era una población selvática poco conocida, que los
españoles consideraban pobre y primitiva, pero cuyo territorio admiraban, porque en él
“abundaban todos los productos y las plantas que los Indios tienen por costumbre trocar
y comer” (AGI/S, Quito, 60: 2, f º 208vº). En esta comarca, los Pasto se proveían de
algodón y de oro. Para procurarse estos bienes, recurrían a por lo menos dos medios
distintos. Por una parte, viajaban hasta las regiones auríferas del valle del Guaitara, in-
dividualmente o en tanto miembros de unidades domésticas, más que como emisarios
políticos, y allí conseguían el oro que luego intercambiaban por algodón con las pobla-
ciones vecinas situadas a más baja altura (f 206vº-207rº). Por otra parte, habían des-
arrollado un modo de producción particular: no sólo había grupos étnicos Pasto que
vivían cerca de poblaciones tropicales -lo que en sí mismo recuerda situaciones de los
Andes del sur- sino sobre todo, se integraban tan estrechamente a estas poblaciones ex-
tranjeras que abandonaban las instituciones típicas de las tierras altas. Para su gran sor-
presa, los españoles constataron que los Pasto que vivían en Ancuyá, el establecimiento
a más baja altura y más alejado del valle del Guaitara, producían como los Abades
“maíz de las tierras cálidas, algodón, coca, maní, bananas y todo lo que tienen los habi-
tantes de las tierras cálidas” (f º 210rº). Los Pasto de Ancuyá no tenían ninguno de esos
organismos de intercambio a media o larga distancia (contrataciones) típicos entre sus
compatriotas de las tierras altas; y en la administración colonial eran tratados más como
Abades que como Pasto. Esta propensión de los Pasto a enviar hacia las regiones perifé-
ricas colonos que se asimilaban a las normas locales y que no actuaban como postas de
avanzada del poder de los curacazgos de las tierras altas, aparece en el célebre informe
del P. Antonio Borja sobre las plantaciones de coca de Pimampiro, en las tierras semi-
áridas e irrigables del sistema fluvial transversal del Chota-Mira, al sur de la región Pas-
to. Allí vivían más de doscientos indios Pasto, que habían ido a procurarse coca: “Hay
doscientos indios Pasto, que son como naturales; se dicen camayos, al servicio (mayor-
domos) de los propietarios de las plantaciones de coca, y permanecen entre esos natura-
les, porque éstos les dan tierras para que cultiven”( [1582] 1965: 252).
A pesar del término kamayuc (“camayos”), este establecimiento parece ser pu-
ramente autóctono, y no de origen incaico. En primer lugar, los propietarios de los te-
rrenos de coca eran señores locales, y es contrario a la tradición de los kamayuc el ser-
vir como mayordomos a señores distintos de los suyos. Por lo común, los kamayuc in-
caicos no tenían sino un vínculo político secundario con las autoridades locales junto a
las que permanecían. En segundo lugar, la importancia demográfica de los kamayuc no
estatales parece excepcionalmente fuerte; generalmente, un número tan alto de colonos
no estaba sujeto a pequeños curacazgos. En tercer lugar, el comentario que asimila los
colonos Pasto a naturales se opone al status uniforme de los kamayuckuna, extranjeros
desde el punto de vista cultural y político.
Estos Pasto, instalados en regiones particulares, debían aprovisionar a su región
de origen de productos exóticos, pero no se encargaban del tráfico de los alimentos. El
transporte estaba parcialmente asegurado por expediciones realizadas por las unidades
domésticas, como era probablemente el caso en Ancuya. Sin embargo, existían en la

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sociedad Pasto especialistas de los intercambios, a media y larga distancia, llamados
mindaláes, que constituían un grupo particular, protegido políticamente. En 1570, vein-
tiún curacazgos Pasto -todos, de hecho, con excepción de Ancuyá y de Nastar, de muy
pequeñas dimensiones- disponían de un cuerpo de mindaláes. Estos grupos, cuya exis-
tencia en las sociedades andinas ha permanecido generalmente sospechada, merecen un
análisis detallado.
El término mindalá no es probablemente de origen quechua. En efecto, no apare-
ce en los diccionarios del Perú y de Bolivia, antiguos o modernos, y parece más bien
derivar de una lengua macro-chibcha (Pérez 1962: 224; Jijón 1941, t.2:382; Loukotka
1968: 246-250), en la que la raíz verbal min está asociada a la terminología de las rutas
y de los viajes. Todavía hoy se emplea este término en el español de la sierra y en cier-
tos dialectos locales del quechua (Ponce 1955: 44; Moreno Mora 1956, t.1: 293; Corde-
ro Palacios 1957: 193), con el acento desplazado sobre la penúltima sílaba. En nuestros
días, en el sur de Ecuador, se designa con este término, de connotación vulgar, a las
vendedoras itinerantes de géneros alimenticios al menudeo, invariablemente de sexo
femenino. En lo que fue la región de Pasto, mindalá tiene el sentido de “leproso, avaro”,
“sórdido”. Sin embargo, en el siglo XVI el término no era peyorativo; designaba a un
grupo social privilegiado y organizado, sujeto a un señor local y consagrado a la obten-
ción y a la circulación de ciertos bienes de gran valor y de prestigio.
Estos bienes debían su valor en parte a su proveniencia exótica y a su rareza,
pero también a su utilización religiosa. Entre éstos se contaba en primer lugar la coca,
que los mindaláes procuraban en los valles transversales del Chota-Mira, probablemente
en las tierra bajas de los Abades y sin duda entre las poblaciones amazónicas. Borja
informa que ciertos “mercaderes”, que los españoles llamaron “mindaláes”, aseguraban
un tráfico intenso entre los Pasto y el Pimampiro, rico en coca. El hecho de que estos
mercaderes hablaban la “lengua general del Inca” parece probar que el campo de sus
operaciones se extendía más lejos dentro del Tawantinsuyu. Las chakira, collares de
pequeñas cuentas hechas con huesecillos de color rojo o blanco, o de conchas de spon-
dylus del Pacífico (Cieza [1553] 1962; Marcos 1976; León Borja 1964), figuraban tam-
bién entre sus mercaderías (Grijalva 1937: 81). Las chakira tenían prácticamente un
valor monetario de intercambio, y los mindaláes eran los intermediarios por medio de
los cuales los jefes redistribuían inmensas cantidades de collares que percibían en guisa
de tributo (AGI/S, Quito, 60: 2). En época colonial, los mindaláes intercambiaban en
todo el sur de Colombia una gran cantidad de bienes, entre los que se contaban objetos
de adorno personal, generalmente de metal (Arbaleda Llorente 1943: 108). La existen-
cia de tal comercio implicaba el acceso a sitios de producción apartados. Pero, qué pro-
ponían en cambio? Es verosímil que entregaran a cambio productos muy elaborados,
fabricados en las tierras altas, sobre todo ropa, comida y bebidas (AGI/S, Quito, 9). Tal
vez dieran igualmente chaguales, botones de oro pulido, ampliamente distribuidos en
Colombia como objetos de lujo y atestiguados en el sur de Ecuador como ofrendas fune-
rarias (Wassen 1955, CVG/Q: 1 era serie, vol. 30: 316)
El sistema de los mindaláes estaba vinculado a sitios de reunión con el objeto de
intercambiar, y que los españoles llamaron tiangueces, del término náhuatl tianquiztli o
mercados. Existieron tiangueces importantes en el territorio Pasto y a su alrededor
(AGI/S, Quito, 60: 2, f º 206vº-207rº). Parece ser que en esos mercados, tanto los espe-
cialistas como las gentes del común, intercambiaban sus excedentes, así como productos
de orígenes diversos. De este modo, por mediación de los campesinos Pasto, una parte
de las importaciones de los mindaláes podía llegar a las comunidades. Pero cuidémonos
de asimilar las operaciones de los mindaláes a la de los comerciantes europeos. Los
mindaláes eran menos empresarios que agentes políticos, y el objeto de sus expedicio-

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nes era menos la acumulación de objetos de lujo que la canalización de flujos interzona-
les en un sentido favorable a los intereses de los jefes que los protegían. No hay ejem-
plos de algún mindalá desprovisto de protección política. Un caso llamativo, que mues-
tra bien el carácter político de las operaciones de los mindaláes, aparece en un proceso
de 1560 estudiado por Grijalva (1937, pp. 81-84), que concierne las actuaciones de un
cierto “Juan Cuaya mindalá” en lo que hoy es la provincia de Carchi. Aparentemente,
un jefe Pasto deseoso de derribar la dominación de un señor rival sobre la comunidad
Cuasmal, hizo un acuerdo con Cuaya súbdito del primer jefe –o tal vez de un tercero-
para que distribuyera entre la gente de Cuasmal “muchos regalos de coca, chaquira y
otras cosas”. Viendo así minada su autoridad, el señor atacado se dirigió a los tribunales
españoles para pedir reparación. El gesto de disponer de bienes preciosos como “inver-
sión” para usos políticos de la reciprocidad más que como medio de maximizar las ri-
quezas materiales por la vía de transacciones mercantiles, sugiere que el tráfico mindalá
es ante todo una práctica política de redistribución en un medio de fronteras fluidas y de
pequeños curacazgos rivales, más que una actividad comercial. Seguramente es por este
motivo que los mindaláes estaban exceptuados en todas partes de los tipos usuales de
corveas y de tributo debidos a los jefes y que no se les pedía sino una contribución en
objetos preciosos. En la región Pasto los españoles regularizaron las contribuciones
mindalá a sus señores bajo la forma de mantos de algodón.

III. El caso de Otavalo-Quito

Puesto que los perfiles ecológicos de las regiones de Otavalo y de Quito son re-
lativamente similares (en la primera, las precipitaciones son más fuertes a la misma altu-
ra sobre el nivel del mar) y puesto que su sumisión al Tawantinsuyu data aproximada-
mente de la misma época, es probable que haya similitudes entre las dos áreas conside-
radas, tanto en las formas de integración interzonal preincaicas como en las modifica-
ciones que la dominación inca les ocasionó. Estas hipótesis están suficientemente justi-
ficadas por la documentación lo que nos permite tratar conjuntamente las dos áreas en
cuestión.
En las dos regiones, los testimonios arqueológicos y los archivos muestran que,
en los años posteriores a 1530, la presencia incaica conservaba todavía un marcado
carácter de enclave (Plaza 1976: 114) y que la transformación de las principales ciuda-
delas incaicas en centros culturales y administrativos acababa de comenzar. En los dos
casos, los establecimientos incaicos estaban protegidos al este por fortalezas de hechura
rústica que dominaban los poblados indígenas de las hondonadas (Plaza 1976: 66; La-
rrea 1971: 178), mientras que en los límites de cada una de las cuencas una serie de for-
tificaciones, que sirvieron manifiestamente durante las campañas del Imperio, custodia-
ban las vertientes de las cordilleras transversal y oriental, cerrando así el nudo central
por tres de sus lados. Los valles (bocas de montaña) que dan acceso a las vertientes oc-
cidentales exteriores, no parecen haber sido custodiadas por fortificaciones del mismo
tino. Había, en las dos regiones, habitaciones imperiales y templos así como tampus de
alto rango (Guamal Poma [1613] 1936: 1085) pero el conjunto de monumentos era re-
ducido incluso en el siglo XVI. Al exterior de las ciudadelas incaicas se encontraban
colonias de mitimaj Cañari y Chachapoyas (Salomón 1978: 226-228). Por otra parte,
incluso si los objetos de hechura inca se habían vuelto populares para las elites que los
consideraban objetos de lujo, las influencias imperiales estaban todavía débilmente
marcadas entre los ceramistas autóctonos (Meyers 1976: 177-185)
La relativa ausencia de instalaciones militares en los límites occidentales de las
dos cuencas parece tener relación con la existencia de ejes de contactos pacíficos con

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los habitantes de las tierras bajas occidentales. Se puede comparar estos intercambios
con los que tenían lugar entre los Pasto y los indígenas del Guairara medio; esta zonas,
así como en el caso de los Abades y de los Pasto, parecen haber sido fuentes importan-
tes de productos alimenticios tropicales. Para los naturales de Otavalo, las plantaciones
de algodón (la fibra textil predominante) se encontraban a lo largo del cuso medio del
Mira, en Cahuasqui y en Quilca, y al pie de las vertientes occidentales, en Intag: “Estos
Cahuasquies tienen como único bien el algodón que cultivan cada año en un radio de
una legua, alrededor del poblado (Cahuasqui), en un valle cálido que desciende hacia el
Mira” (Aguilar [1582] 1965: 246). Según el mismo testigo, “las gentes de Quilca tienen
mucha coca, que cosechan cada tres meses y mucho algodón de otro valle que poseen
del mismo modo, a dos leguas de su tierra; son muy ricos” (ver también Paz Ponce
[1582] 1065: 240). Los españoles impusieron en Intag un tributo en algodón invoncando
la riqueza excepcional de sus habitantes (AGI/S, Cámara 922ª, pieza 2º, f º 8rº-10rº).
Los habitantes de Otavalo intercambiaban en conjunto sus productos vegetales a cambio
de algodón de las tierras bajas occidentales, probablemente, al nivel de las unidades
domésticas (AGI/S, Cámara 922ª, pieza 3º, f º 169rº-vº). Las poblaciones occidentales
tenían también la reputación de ser ricas en oro. Parece que estos grupos no tenían con-
tactos comerciales con las tribus situadas en proximidad de la región costera, porque
estaban frecuentemente en guerra con los “Lancha” y los “Utubíes” (Aguilar op. cit.:
247); Rodríguez [1582] 1965: 244).
En el área de Quito, un eje análogo relacionaba las comunidades andinas con las
poblaciones occidentales como los Yumbos, situados en zona tropical sobre la margen
izquierda del Guayllabamba medio y sus afluentes (Anónimo [1582] 1965; Cabello
[1579?] 1945). Las seis comunidades andinas visitadas en 1559 afirmaron que depend-
ían en alto grado de los Yumbos para su aprovisionamiento de algodón y de ajíes; con-
seguían estos productos transportando sus excedentes de maíz y de tubérculos a lo largo
de los valles transversales (AGI/S, Justicia 683, f º 803vº, 817rº-vº, 838vº, 856rº). La
configuración de las primeras encomiendas refleja estos vínculos entre los pobladores
de las tierras altas y de los Yumbos. Como sus vecinos septentrionales, los Yumbos
eran ricos en oro (AGI/S, Justicia 617, f º 66rº-68rº) y también como ellos, guerreaban
con sus vecinos occidentales de las tierras bajas, los Niguas (CVG/Q, Sueltos 49-6-9/18,
t.2, p.530).
Además del acceso a los cultivos tropicales, los habitantes de las tierras altas
acordaban una gran importancia a la explotación de otros nichos ecológicos como las
salinas y los valles transversales, encajonados, donde crecía la coca. En el área de Ota-
valo estos recursos se encuentran en el valle del Mira. Es ahí donde los Pasto, los cam-
pesinos de las tierras altas de Otavalo, e incluso, los de regiones más alejadas y meri-
dionales como Latacunga (que vivían entre la región de Quito y el área Puruhá), se di-
rigían para procurarse la coca de Pimampiro; entre estas poblaciones se encontraban
también, sin duda, los naturales de Quito. En el distrito de Quito, el muru kachi (sal ge-
ma muy codiciada y que los aborígenes preferían a la sal marina), provenía de Cachi-
llacta (literalmente: la comunidad de la sal), bajo control Yumbo. Los habitantes de las
tierras altas inspeccionadas en 1559 la obtenían, así como el algodón y el ají, por medio
de expediciones de trueque.
En Otavalo y en Quito también existían organizaciones de mindaláes. En verdad,
el empleo uniforme del término mindalá en toda esta heterogénea región parece probar
que las diversas organizaciones mindalá constituían una red iterregional única, indepen-
diente de la caución del Imperio. Estos mindaláes disfrutaban, también, como sus cole-
gas Pasto de derechos especiales, de tal suerte que un estudio comparativo puede mos-
trar, en líneas generales, los rasgos que definían su estatus. En primer término, los min-

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daláes formaban un grupo organizado aparte, distinto de las otras categorías sociales
(campesinos, nobles, servidores o extranjeros); no obedecían a ningún jefe en particular
(principal) sino a un primus inter pares (AGI/S, Justicia 683, f º 829vº: “Mindalá que
tiene a cargo los demás”), y no tenían que rendir cuentas más que al jefe superior de su
comunidad de origen. En segundo término, estaban exceptuados de obligaciones políti-
cas usuales, como las corveas, y no debían sino un tributo especial bajo la forma de bie-
nes preciosos; en Otavalo, esos bienes eran “oro, mantas y chaquiras blancas y rojas”
(Paz Ponce [1582] 1965: 236). En tercer lugar, estaban asociados al tráfico de bienes de
prestigio, de proveniencia exótica, así como a la exportación de productos locales hacia
localidades lejanas; entre las importaciones esenciales había “oro, plata, sal y coca”
(CVG/Q, 4º ser., vol. 18:114), chaquiras y vestidos. Quedaría por probar que la residen-
cia extraterritorial regular constituía un cuarto rasgo característico. En lo que respecta a
la región de Quito, los documentos informan que los mindaláes vivían en las intersec-
ciones importantes de las vías de comunicación y de los intercambios, como el tianguis
de Quito, y en los archivos tardíos relativos a Otavalo, se señala que se encontraban en
Amboqui, en las plantaciones de coca del valle del Mira (AGI/S, Justicia 683, f º 829vº,
10A/O segunda notaria, f º 647-702). Pero se ignora si tales normas estaban en vigor
entre poblaciones menos sometidas al Imperio, como los Pasto.
A luz de estos hechos, es claro que tanto los colonos agrícolas instalados en las
tierras bajas como los especialistas mindalá favorecían los contactos interzonales, por el
cauce de diferentes canales, que desembocaban en puntos de distribución diferentes, al
interior de las comunidades; estos puntos eran respectivamente las unidades domésticas
y la “corte” del jefe autóctono. Pero entre estas dos extremidades, estos canales se jun-
taban en los tiangueces, situados al exterior de la comunidad de origen, donde los cam-
pesinos y los mindaláes podían trocar directamente sus mercaderías. En el tianguez de
Quito (Hartman, 1971), que los españoles utilizaron para sus transacciones desde los
primeros tiempos de la conquista, las poblaciones vecinas llevaban maíz y platos coci-
nados, mientras que bienes tan variados como perlas y joyas de la costa de Esmeralda,
plata de la sierra meridional, oro, sal y ajíes de la montaña, coca, canela y probablemen-
te tabaco de Amazonia, eran ofrecidos por los vendedores (AGI/S, Justicia 683, f º
803vº, 817rº, 838vº, 869rº; Cobo, [1653] 1956: 344; 1r. LCQ, t. 1: 79; CVG/Q, 4ª. Ser.,
vol. 18: 114-115; Anónimo [1573] 1965: 228; Atienza [1575?] 1931: 84). Es probable
que las poblaciones de la montaña amazónica, como los Quijos, enviaran sus propios
mercaderes de Quito (Oberem 1971, t. 1: 171), donde podían procurarse a su vez pro-
ductos de las vertientes occidentales, sobre todo algodón. Como Quito se encontraba a
la vez sobre la ruta norte-sur del corredor andino y sobre la que vinculaba Latactunga
con Pimampiro, su tianguez estaba en la encrucijada de las vías trasandinas y de la ruta
imperial (así como su prototipo preincaico). Es seguramente debido a esta situación
estratégica en el circuito de los intercambios, y no en virtud de un hipotético status ur-
bano preincaico, que los Incas eligieron a Quito como polo de desarrollo principal del
extremo norte del Chinchaysuyu. Mientras que no disponemos de informaciones de
primera mano sobre el tianguez de Otavalo, un testimonio precoz de 1552 que afirma
que (las gentes de Otavalo) “poseen todos los bienes provenientes de Quito y de sus
alrededores” (AGI/S, Cámara 922 A, pieza 3ª, f º 165vº) indica que también allí el in-
terés de los Incas se centró en lugares estratégicos para el flujo de las mercaderías
(Hartmann 1971).
Una amplia documentación muestra que existen afinidades entre el modo de
integración vertical de los Pasto y el de las poblaciones más meridionales. Pero en Ota-
valo y en Quito, y sobre todo en ésta última región, los rastros de la política incaica,

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tendientes a modificar el sistema original, son igualmente visibles. Estos rastros pueden
develar en un pequeño número de tendencias funcionales ampliamente expandidas.
En primer lugar, la dominación incaica, en la fase que alcanzó en la región de
Quito, manifiesta una tendencia al cierre del sistema ecológico. A esas estructuras indí-
genas, que, dependían del desarrollo de vínculos diversos y leves con las etnías que
controlaban áreas de recursos exóticos, a esa estrategia orientada en función del estable-
cimiento de fronteras permeables y de relaciones exteriores múltiples, los hombres del
Cuzco intentaron manifiestamente sustituirlas por estructuras cerradas, que contuvieran
un conjunto de recursos complementarios, al interior de universos políticos aislados y
separados, a cada nivel de la jerarquía gubernamental. No hay que concebir estas unida-
des como áreas que constituyeran un espacio continuo, ya que la configuración territo-
rial de ese sistema era la de “archipiélagos” que reagrupaban zonas discontinuas (Murra
1972); decir que el sistema estaba cerrado significa que la dependencia económica exte-
rior estaba reducida al mínimo. En la documentación referida a Otavalo y a Quito no
hay referencias a la técnica Pasto, consistente en enviar colonos a las regiones periféri-
cas, bajo el control de autoridades locales extranjeras a cambio de derechos de cosecha.
Las alianzas matrimoniales entre los Yumbo y los habitantes de las tierras altas persis-
tieron (AGI/S, Justicia 683, f º 848vº, 850rº, 867rº); como esta práctica precisaba la
aprobación del cacique (Atienza, p. 81), su conservación tiene una significación que
sobrepasa el marco del parentesco; pero no se revelan transferencias de familias enteras.
Por añadidura, el Tawantinsuyu no veía con buenos ojos las alianzas matrimoniales en-
tre poblaciones sometidas y otras que habían quedado completamente al margen de la
influencia incaica, incluso si hacia 1500 era claro que la conquista de las poblaciones
selváticas se revelaba costosa y problemática para los Incas.
Oberem (1971, t. 1: 145; [1967] 1974: 108-109) reunió información sobre las
tentativas incaicas de penetrar en los grupos amazónicos situados inmediatamente al
este de Otavalo y de Quito. Aunque esas expediciones fueron reanudadas durante las
guerras dinásticas (Cabello [1586] 1951: 437-438), no dieron lugar a la instalación de
un poder permanente. Los orejones procuraron igualmente subyugar el territorio com-
prendido entre Lita-Quilca-Cahuasqui, al noroeste de Otavalo, y el territorio de los
Yumbos, al oeste de Quito. Estas invasiones están asociadas al nombre del comandante
inca Guanca Auqui (Aquilar [1582] 1965: 246). La dominación inca sobre las poblacio-
nes de la montaña parece haber quedado al nivel de una vaga hegemonía, pero el Impe-
rio había manifestado un interés por las rutas este-oeste, transformando así senderos
autóctonos en rutas imperiales (Oberem, 1971, t. 1: 175).
El estado inca no procuraba sólo controlar los dispositivos interzonales existen-
tes sino que también se ocupaba de introducir elementos tomados del modelo específico
de intercambios interzonales en los Andes centrales y meridionales, a saber, el meca-
nismo de los kamayuq. Estos especialistas explotaban o transformaban un recurso dado,
no a título de una actividad de subsistencia, sino a nombre de una función delegada por
una autoridad política, religiosa o comunal; por lo común residían al exterior de su terri-
torio de origen, en enclaves multiétnicos que reagrupaban a otros kamayuqkuna, si bien
permanecían sujetos políticamente a su señor, aunque tuvieran que pagar tributos se-
cundarios en su lugar de residencia. En el área de Quito, sistemas de kamayuq aparecían
en los confines meridionales del territorio, en dos comunidades cercanas al ghapac ñan
colonos provenientes de comunidades situadas mucho más al sur formaban un enclave
que era, en cierto modo, multiétnico; se trataba probablemente de carpinteros, especiali-
zados en la explotación del bosque de altura hoy desaparecido. En sitios Incaicos como
Pomasqui, la organización económica de los kamayuq había llegado más lejos que la de
los establecimientos autóctonos; allí, delegados designados bajo el término de hortela-

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nos y enviados por jefes de regiones vecinas, habían emprendido lo que un proyecto
piloto o una demostración para el control estatal de las tierras irrigadas (Navarro [1573]
1941).
En segundo lugar, el régimen Inca alentaba manifiestamente la organización de
los grupos aborígenes en unidades compuestas, políticamente estructuradas según un
sistema jerárquico piramidal. En 1570, cada comunidad local tenía a la cabeza, en la
región Pasto, un jefe único, sin otra división aparente. En la región de Quito, el mismo
tipo de agregado sobrevivió en ciertos lugares a la empresa incaica, en pequeñas comu-
nidades relativamente alejadas de las principales arterias imperiales. El jefe de un pe-
queño agregado –algunos centenares de personas, luego de las epidemias consecutivas a
la llegada de los españoles- tenía rango de cacique y no reconocía a ningún señor étnico
como superior, fuera del mismo estado Inca. Ahora bien, estas mismas comunidades
andinas, sometidas a las influencias incaicas de las que hablamos precedentemente, pre-
sentan un tipo de organización caracterizado por la inclusión progresiva de las esferas
de autoridad unas dentro de otras. En este caso, de tres a cinco agregados de dimensio-
nes similares a las de las comunidades autónomas más pequeñas, se sometían a la auto-
ridad de un único señor superior. Cada agregado estaba encabezado por un señor subal-
terno, que los españoles llamaron principal. El señor superior, era a la vez jefe de una de
esas secciones o parcialidades, pero delegaba sus poderes locales a un reemplazante,
generalmente su propio hermano. Todas las parcialidades eran tratadas conjuntamente,
como una única comunidad local, inspeccionadas como si fueran una sola, designadas
por un mismo topónimo. La subordinación de los jefes subalternos al cacique tenía su
expresión en la ley tributaria según la cual cada principal debía enviar a la autoridad
superior un pequeño contingente de servidores mitmackuna, elegidos por turnos. Este
tributo cayó muy pronto en desuso a partir de la época colonial, lo que sugiere que esta
institución imponía un esquema de agregación extraño a las costumbres locales. Un
documento de 1564, que utiliza manifiestamente incaicas (León Borja y Szészdi 1971),
menciona señores regionales, al nivel de la provincia, reclutados entre la nobleza autóc-
tona, y que representaban mitades (saya) a escala regional. Ahora bien, en ninguna otra
fuente conocida los caciques de los grupos de comunidades aparecen subordinados a
estos señores regionales.
Esta tendencia a la inclusión de los cacicazgos unos dentro de otros tiene conse-
cuencias para el sistema de la organización vertical. Mientras que en la región Pasto
cada cacique disponía de mindaláes, en el área de Quito, y probablemente también en
Otavalo, este privilegio era patrimonio del jefe de una región determinada, aquel que
tenía bajo sus órdenes al mayor número de individuos y de parcialidades. En Quito, los
mindaláes de Juan Zangolqui residían en el barrio que también albergaba a los nobles
incas y a los señores indígenas de la mitad sur de la provincia (hanan) (AF/Q, Legajo 8,
f º 82vº- 83rº: Oberem, 1976ª: 34). Como por otra parte no había ningún otro emplaza-
miento de mindalá en Hanan Quito, podemos pensar que la función mindalá estaba
centralizada en la cumbre de los curacazgos de una misma media-provincia. Hay sin
embrago una anomalía, ya que Juan Zangolqui no ocupaba una posición hanan en su
distrito de origen: su curacazgo llevaba el nombre de Urin Chillo. Esta irregularidad se
produce en el documento de 1564, donde es Juan Zangolqui, y no su equivalente hanan,
quien representa a Chillo, en el Quito incaico. Se trata en este caso probablemente de
una concesión hecha por los Incas a las realidades políticas preexistentes, fundadas so-
bre prácticas autóctonas.
En tercer lugar, el Estado Inca tendía a definir las relaciones políticas como un
juego de espejos. Es así como los derechos y las obligaciones de una autoridad cual-
quiera hacia sus subordinados, reproducía las relaciones de poder a otros niveles de la

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escala. Con la única excepción del reclutamiento militar, monopolio estatal bajo la pax
incaica, las exigencias del Estado para con sus subordinados eran cualitativamente del
mismo tipo que las de los señores étnicos hacia los suyos. Un modelo teóricamente uni-
tario de autoridad era reflejado de este modo a diferentes niveles. Puesto que la conquis-
ta del norte era, en cierta medida, un encuentro de dos culturas diferentes, hacía falta,
para alcanzar ese modelo, o bien que el Tawantinsuyu se conformara a las normas loca-
les, o bien que pudiera imponer las suyas a los señores étnicos. En el caso de quito apa-
recen las dos tendencias. En el campo de las relaciones ecológicas, esta modificación
política es evidente en la gama vertical de bienes y servicios puestos en circulación por
el juego del tributo, a diferentes niveles de autoridad. No disponemos todavía de datos
detallados sobre el tributo Pasto, fuera del hecho de que a nivel del cacique incluía rota-
ciones de servicios y chakiras de proveniencia indeterminada. No obstante, los testimo-
nios Cañari explicaban que el modo de tributación específicamente preincaico com-
prendía tanto productos brutos como animales de caza, madera, agua y pasto, como
prestaciones de trabajo, en la construcción y reparación de la casa del cacique, así como
en los campos (Gallegos [1582] 1965: 275; Gaviria [1582] 1965: 285). Estas contribu-
ciones provenían de una franja relativamente estrecha del conjunto del espectro ecológi-
co, que no incluía sino los núcleos aldeanos, las regiones boscosas adyacentes y el
páramo. No se encuentran elementos tropicales. Las contribuciones que los pobladores
de la región de Quito proporcionaban a sus jefes étnicos eran todavía, en 1559, de este
tipo, además de dones de choclos (granos tiernos de maíz, sin duda las primicias) y, en
un caso mencionado, la atribución de un cazador permanente (AGI/S, Justicia 683, f º
817vº). Es significativo que el atributo pagado al estado Inca haya sido absolutamente
similar. Era un atributo en trabajo, ya sea en los campos de maíz estatales, ya sea en los
edificios incaicos, ya sea en la caza o recolección de animales o de plantas salvajes del
páramo. No parece (a pesar de Atienza) que los indígenas de Quito hayan proporciona-
do corveas en el nicho de maíz, en los anexos tropicales controlados por el Estado, co-
mo lo hacían los habitantes de las regiones centrales del Imperio.
En este sentido, el control inca ejercido alrededor de Quito representa también
un compromiso con las normas locales. El Imperio, cuyos enclaves periféricos funcio-
naban prácticamente como curacazgos entre curacazgos, se comportaba allí como un
curacazgo por encima de otros curacazgos. Pero existía por lo menos una innovación
importante: la introducción de rebaños estatales de llamas, y la asignación de una parte
del tributo en trabajo a la cría de llamas y al trabajo de la lana. Esta práctica no contra-
decía, por lo demás, las normas locales relativas a la serie vertical de obligaciones tribu-
tarias, ya que substituía los animales del páramo por animales domésticos. Sin embargo,
implicaba un trabajo suplementario. Como puede suponerse, los jefes étnicos aceptaron
estas innovaciones a cambio de algunos derechos, en una fase más avanzada de la do-
minación incaica. Mientras que las poblaciones sometidas aprendían la domesticación
de los camélidos, se les distribuyó, para convencerlos, cantidades considerables de ropa
de lana. Cieza señalaba que, durante su paso por Quito, en 1550, la ropa de lana de esti-
lo incaico era corrientemente utilizada por los naturales, que la apreciaban de modo par-
ticular ([1553] 1962: 131-132).

IV. El caso Puruhá

Cuando los visitadores de 1557 interrogaron a los señores étnicos de cinco co-
munidades andinas Puruhá, notaron la existencia de un sistema cuya disposición ecoló-
gica no difería en nada de la de las comunidades septentrionales, pero que difería radi-

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calmente de ellas por los medios institucionales usados para vincular los diversos nive-
les. Como los otros sistemas, el de Puruhá asociaba tierras altas (ligeramente más frías y
más secas que las del norte) donde se practicaba el cultivo del maíz y el de los tubércu-
los, con tierras especializadas en la producción de algodón, sal, ajíes, en las vertientes
exteriores occidentales y al pie de la cordillera, así como plantaciones de coca, en los
cañones transversales. Sin embargo, el sistema Puruhá, contrariamente a los demás,
adoptó técnicas centro y sur andinas y construyó, a un nivel regional, una organización
económica similar al modelo incaico bien conocido. Estas técnicas tuvieron consecuen-
cias más radicales sobre la élite local que en el caso de Pasto, Otavalo y Quito.
Las diferencias entre los Puruhá y las otras etnías consideradas aparecen a través
de múltiples aspectos. En primer lugar, es entre los Puruhá donde se hace más neta la
tendencia al cierre de la esfera de los intercambios interzonales; de este modo desapare-
ció la dependencia de las tierras altas respecto de las poblaciones de la montaña con las
que habían mantenido relaciones regulares para su aprovisionamiento de algodón, sal y
ají. Los habitantes de las tierras altas instalaron en la montaña colonias especializadas
de kamayuq que trabajaban bajo control directo de su cacique. Mientras que en la re-
gión de Quito no había sino algunos enclaves de kamayuq entre los Puruhá se habían
desarrollado hasta el punto de constituir un verdadero archipiélago. Las tierras para cul-
tivo del algodón predominaban es esos islotes y ocupaban prácticamente el 60 % de la
fuerza de trabajo de los colonos. El islote más extenso fue el de Chanchán, junto al río
del mismo nombre, descrito por Cieza como un establecimiento incaico (1962: 141); el
de Chalacoto comprendía 31 unidades domésticas y tenía contingentes originarios de
todas las comunidades visitadas. La sal sólo se refinaba en Tomavela, en la vertiente
exterior del Chimborazo, probablemente donde hoy se encuentra Salinas, o cerca de allí.
Cada señor étnico enviaba a ese lugar una pequeña delegación que se integraba en un
conjunto multiétnico más vasto proveniente de todas las regiones elevadas del Ecuador
central (Cantos [1581] 1965: 259). El ají provenía de Ypo, sitio probablemente explota-
do menos intensivamente. También la coca se obtenía por medio de colonias; todos los
señores Puruhá habían enviado kamayuq a un lugar situado probablemente cerca del
actual Huambaló, en el valle cálido y seco del alto Pastaza, ligeramente al oeste de su
curso amazónico. Esta región era conocida por haber albergado establecimientos mul-
tiétnicos imperiales todavía visibles a fines del siglo XVI (Anónimo, [1605] 1868:
463).
La visita de los Puruhá es uno de los escasos documentos que nos proporciona
algunos detalles sobre la gestión interna del sistema de los archipiélagos. Según el tes-
timonio de todos los señores Puruhá, el producto del trabajo de los colonos era distri-
buido en partes iguales entre el cacique y las unidades domésticas de los kamayuq; lue-
go, la mitad del producto dado al señor era a su vez redistribuido entre todos los que
trabajaban para él (AGI/S, Justicia 671, f º 255vº). Estas prácticas eran observadas
“porque los Incas las habían instaurado” (f º 248vº).La mitad del producto que volvía a
los cultivadores kamayuq era redistribuido en las unidades domésticas según un meca-
nismo diferente. Al parecer los que residían en las tierras altas negociaban directamen-
te, a nivel de la unidad doméstica, con los colonos especializados y utilizaban los bienes
así obtenidos para confeccionar, por ejemplo, ropa para su uso personal. De esta mane-
ra, la estrategia de los kamayuq, actuando de algún modo como Yumbos internos,
cumplía una función aparentemente conservadora; eran los socios de los intercambios
con las vertientes occidentales, pero en lugar de ser independientes de los señores de las
tierras altas, quedaban desde entonces dentro de su órbita política.
Ciertamente, el sistema de los kamayuq tenía consecuencias radicales sobre la
naturaleza del poder de los jefes étnicos. Estas implicancias se destacan netamente si se

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las examina bajo la hipótesis de la congruencia entre el Estado y el curacazgo. El Ta-
wantinsuyu había creado un sistema paralelo de colonias periféricas y atraído la mano
de obra local a fin de producir bienes particulares destinados no a la redistribución local
sino a la redistribución estatal (AGI/S, Justicia 671, f º 251 vº; Golte 1970: 479-480).
Esta organización siguió las conocidas normas de los Andes centrales: la cosecha de la
coca, por ejemplo, y su elaboración, estaban en diferentes categorías de trabajo (Ma-
tienzo [1567] 1967: 178) y muy probablemente, los ingresos de la corona -entre ellos el
tributo- fueron diferenciados de los productos conservados para su redistribución, con-
siderados más como bienes estatales que como riquezas pertenecientes al palacio. A
nivel de los caciques, una distinción tal constituye una innovación. Los visitadores plan-
tearon cuestiones específicas y concretas a los señores Puruhá sobre derechos tributa-
rios, pero éstos omitieron mencionar la producción proveniente de las colonias periféri-
cas. Sólo a través de preguntas relativas a la localización de los grupos sometidos a su
autoridad y a su producción agrícola, es posible encontrar información sobre ese fenó-
meno.
Interrogados sobre la naturaleza exacta del tributo, los señores Puruhá reivindi-
caron derechos sobre los ingresos provenientes de las tierras de maíz y de las pasturas
de altura, derechos que se fundaban en un complejo bizonal preincaico. Sin embargo, el
maíz ya no provenía de las tierras señoriales autóctonas, en el territorio de la llacta
(complejo aldeano), sino de plantaciones especializadas en este cultivo, situadas lejos
del lugar de residencia y probablemente bajo la égida imperial (AG/S, Justicia 671, f º
245vº, 247vº, 250rº); asimismo, el tributo en maíz dado al Inca provenía de parcelas
particulares, que, desde el punto de vista incaico, funcionaban también como enclaves
lejanos, aunque hubieran tenido una posición geográfica central en la región Puruhá
(ibid., f º 243vº, 252rº). Los recursos animales del páramo comprendían rebaños atendi-
dos por hombres reclutados tanto al nivel de la organización económica del curacazgo
como al Estado (se ignora si se trataba en ese caso de bienes de la corona o de propieda-
des del Estado), con sus correspondientes formas de industria textil. El servicio usual en
la casa del cacique coexistía con el que se brindaba en las habitaciones imperiales. Aun-
que estas prácticas hacen aparecer un deslizamiento hacia una situación en la que los
caciques obtienen sus tributos de factores de producción constituidos como prebendas
imperiales, más bien que emanados de derechos tradicionales al interior de la unidad
aldeana, el tributo señorial sigue constituyendo un vínculo parcial de articulación de las
diferentes zonas. Que la redistribución de bienes emanados de una red ecológica más
extensa no haya sido considerada como formando parte del tributo, hace pensar que
entre los Puruhá el señor ya no era un big man que redistribuía su riqueza personal, sino
un administrador que manejaba una esfera de intercambio gubernamental. Es precisa-
mente ahí una organización de tipo estatal. Los curacazgos Puruhá no solo estuvieron
integrados más estrechamente a la economía imperial, sino que fueron llevados a repro-
ducir localmente los mismos mecanismos que, a gran escala, los vinculaban con el Im-
perio. La tendencia de los grupos aborígenes a organizarse en unidades cada vez más
integradoras, estructuradas según una jerarquía piramidal, se acentúa todavía entre los
Puruhá. No se descubre entre ellos ningún signo neto de autonomía local, como la con-
cesión del título de cacique a personajes importantes de parcialidades aisladas, o incluso
el derecho de los más pequeños curacazgos a enviar el tributo directamente al Inca, sin
reconocer ningún superior local, rasgos que se habían mantenido en Quito hasta la épo-
ca colonial. Los Puruhá interrogados mencionan cinco comunidades asociadas a nom-
bres locales diferentes, pero que no reconoce como “cacique principal” sino a uno de
sus jefes. En época colonial, la expresión “cacique principal” designaba a un señor que
tenía autoridad sobre varias comunidades locales. Los cuatro aillos restantes –y el

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término ayllu revela la influencia incaica- estaban gobernados por “principales”, subor-
dinados al cacique principal, don Gaspar Tiqui. Pero gobernaba su propio aillo por in-
tercambio de su hermano, mientras que él mismo permanecía en la cumbre de la jerar-
quía multi-comunitaria. Tanto desde el punto de vista demográfico como desde el punto
de vista formal, la estructura Puruhá era más integradora que la de la región de Quito.
Los cinco aillos Puruhá constituían unidades mas amplias que las parcialidades del nor-
te, a tal punto que la mas pequeña de esas unidades (unas 350 personas) parece haber
estado mas densamente poblada que ciertos curacazgos septentrionales, de esta manera,
el cacique principal Puruhá controlaba alrededor de 2800 personas, o sea de dos veces la
población sujeta al mas importante señor de Quito. En verdad, toda la colectividad Pu-
ruhá se asemeja, estructuralmente, a un solo conjunto aldeano de Quito, mientras que
sus elementos se habrían beneficiado, mas al norte, con una autonomía señorial de dere-
cho pleno. La institución que expresaba esta relación en términos económicos era la
mita, trabajo obligatorio asegurado por rotación, para el que cada principal proveía a su
cacique pequeños contingentes de mitayuq sujetos temporariamente a su servicio, así
como la colectividad proveía equipos sucesivos al Tawantinsuyu.
Es revelador seguir el destino de estas innovaciones incaicas en el momento en
que se efectuó la visita, un cuarto siglo después del derrumbe del Tawantisuyu. La ten-
dencia de la integración de los curacazgos étnicos en jerarquías regionales no parece
haber vencido, puesto que Gaspar Tiqui, así como los jefes de unidades septentrionales
mas pequeñas, informa que los señores que le estaban subordinados ya no le acordaban
mas mitayuq como era su obligación en tiempos pasados. De hecho, esta tendencia es
relativamente constante, y muestra que la dominación inca provocó una modificación
jerárquica de las relaciones locales, extraña a las normas autóctonas. En cambio, las
innovaciones imperiales que habían permitido a los señores extender la gama ecológica
de sus respectivos dominios, no solo sobrevivieron sino que se desarrollaron, en la me-
dida en que las incesantes guerras dinásticas y civiles dejaron a los señores étnicos un
margen de maniobra cada vez mayor. Además de las numerosas colonias mencionadas
por Gaspar Tuqui, en las que cada aillo tenía su parte, bajo la tutela de la administración
supra-comunal, parece que algunos principales lograron desarrollar, por iniciativa pro-
pia, establecimientos periféricos destinados a la producción de algodón. Del mismo
modo, dos principales habían tomado posesión de campos de maíz situados en localida-
des lejanas. La pax incaica permitió controlar ciertos recursos tropicales que no se ob-
tenían antes sino por una manipulación relativamente incierta de la oferta y la demanda,
a través del trueque y de la alianza; luego del derrumbe del poder central, fragmentos
del Estado, cada vez reducidos, intentaron utilizar el sistema por su propia cuenta.

V. Conclusiones

La comparación de datos para tres regiones ecológicamente similares, aunque di-


ferentes en cuanto a su grado de integración estatal, autoriza algunas generalizaciones; a
partir de ellas se pueden esbozar modelos que futuros estudios, sobre el norte de los
Andes permitirán verificar.
Un primer punto se refiere al funcionamiento de los curacazgos en tanto tales.
Los componentes indígenas de la organización económica en varias regiones que, por lo
demás, tenían rasgos culturales específicos, presentan suficientes elementos en común
para constituir un “tipo ideal” por lo menos aproximado. Son poblaciones que cuentan
desde una docena de individuos hasta mas de un millar, formando un conjunto de uni-
dades políticas mínimas o modulares, probablemente análogas al grupo local conocido
con el nombre de ayllu en las sociedades peruanas; a la cabeza de cada grupo había una

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unidad doméstica privilegiada, dirigida por un jefe cuya parentela gozaba de ciertas
prerrogativas, y a cuya persona estaban sujetos numerosos sirvientes y subordinados.
Tales unidades podían constituirse en comunidad sin reclamarse de ningún señor supe-
rior, pero podían también agruparse en agregados compuestos más vastos, que reunían
más de un millar de individuos. En tales casos, una unidad particular era promovida al
rol de grupo dirigente, y su jefe ocupaba el rango mas elevado de la jerarquía señorial
local. Este proceso de organización tendía a acentuarse en las áreas en que era más fuer-
te la presencia incaica. Las relaciones políticas entre los jefes y sus subordinados se
expresaban por medio del tributo, asegurado tanto en trabajo como en productos de caza
y de recolección.
Las bases de la subsistencia inmediata y del tributo eran esencialmente locales.
Por lo general los curacazgos explotaban los recursos de los pisos ecológicos vecinos a
sus residencia, desde los páramos hasta las plantaciones de maíz, siguiendo un modelo
que podríamos llamar “microvertical” (Oberem 1976b). En una pequeña región deter-
minada, los diversos curacazgos, aunque de dimensiones diferentes, ejercían sin embar-
go un control ecológico similar. Cada uno dependía, para ciertos bienes culturales o
alimenticios indispensables, de productos controlados por curacazgos centrados en zo-
nas ecológicamente diferentes, situadas generalmente a distancia de una a tres o cuatro
jornadas de viaje. El sistema de subsistencia tenía por lo tanto una estructura concéntri-
ca: en el centro una organización microvertical de zonas contiguas; luego un sistema
generalizado de intercambios a media distancia, vinculando el centro con zonas com-
plementarias desde el punto de vista ecológico, bajo el control de curacazgos relativa-
mente distantes; por último, un tráfico que se ejerce sobre grandes distancias, permi-
tiendo obtener productos exóticos.
Los intercambios a media distancia se realizaban por lo menos por dos medios.
Por una parte, cualquier campesino de una unidad aldeana podía viajar hasta, por ejem-
plo, las salinas de la montaña o las plantaciones de algodón, a fin de negociar directa-
mente con los productores; parece que estos vínculos se hicieron estables entre parejas
de curacazgos vecinos y ecológicamente complementarios, unidos probablemente por
alianzas matrimoniales. Por otra parte, ciertos curacazgos de las tierras altas enviaban a
veces algunos grupos a residir de manera permanente en esas regiones; una vez que se
encontraban en territorio extranjero, estos grupos se sometían a la autoridad política
local y se asimilaban a las culturas autóctonas, quedando siempre en contacto con su
etnía de origen. No estamos todavía en condiciones de comprender todos los mecanis-
mos de ese sistema que fue uno de los más perturbados por la intervención incaica.
El tráfico a larga distancia era más sometido a las instituciones políticas. Como
lo afirmó Gölte, los elementos mas exóticos de la economía fueron los mas aptos para
ser canalizados de este modo. Los principales agentes de esta politización fueron los
mindaláes especializados en importaciones y exportaciones. Gozaban de privilegios y
formaban una colectividad cerrada, responsable únicamente ante el señor que los pro-
tegía. Su rol consistía en intercambiar productos de su comunidad de origen (provenien-
tes de las prestaciones de trabajo o de la casa del jefe) contra bienes cuya distribución
reforzaba el poder de su señor. Estos productos importados comprendían bienes de pri-
mera necesidad pero de manera más significativa, bienes de gran valor y de origen ex-
ótico, que conferían un prestigio simbólico particular o que eran reconocidos como me-
dios casi monetarios de intercambio, en una vasta zona de circulación. La concentración
de bienes de primer tipo en manos de los señores étnicos les permitió manipular las re-
laciones en las que su prestación aparecía como necesaria (ritos de pasaje, matrimonios,
ceremonias funerarias, curaciones y sacrificios religiosos); lo que les confería un poder
real, tanto en sus comunidades con en el exterior, donde se requería la diplomacia inter-

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comunal. La concentración de bienes del segundo tipo permitió el acceso a productos
exóticos, sin tomar en cuenta fluctuaciones temporarias del excedente exportable.
Los mindaláes residían a menudo, y tal vez siempre, fuera de su territorio, en si-
tios ubicados ventajosamente en el cruce de rutas que vinculaban las principales zonas
ecológicas (valles altos húmedos, valles altos secos, valles transversales semi-áridos,
montaña...) y, mas lejos, las diversas cuencas interandinas y regiones lejanas del litoral
y de la cuenca amazónica. Estos sitios coincidían con los mercados, que los españoles
llamaron tiangueces: emplazamientos centrales para el trueque, del que los mindaláes
tomaban una parte preponderante, pero donde tenían lugar también transacciones menos
especializadas.
Las categorías de los bienes accesibles por estos medios se recubrían en parte,
sobre todo cuando el tianguis era el lugar del trueque. Su importancia relativa estaba en
relación con las fluctuantes políticas. Es probable que la dependencia de las etnías con
respecto a las importaciones orientadas políticamente se hiciera sensible en el momento
en que los otros mecanismos estaban trabados (la hostilidad de ciertas tribus de las tie-
rras bajas, la competencia con otras comunidades por la obtención de recursos raros, los
obstáculos climáticos o geográficos, los ciclos agrícolas con alta demanda de mano de
obra, las contingencias militares, tenían por efecto reforzar a los mindaláes y sus protec-
tores).
La intrusión del Tawantisuyu en este contexto colocó a la elite del Cuzco ante un
singular problema de mecánica social: se trataba de conservar, en apariencia, la autori-
dad de los señores locales, de reducir simultáneamente su dependencia con respecto a
grupos políticos exteriores y no sometidos por el Imperio, y de substituirlos por una
autoridad central que no tenía legitimidad en la tradición local. El análisis de la admi-
nistración incaica en diversas épocas de la conquista imperial aclara este proceso.
Uno de los rasgos más salientes de esta revolución inca realizada desde la cima,
fue su pseudo-conservadurismo. En cada etapa, desde las primeras incursiones hasta la
consolidación de provincias relativamente fieles, los administradores incas parecían
haber observado una norma que exigía congruencia formal entre las esferas estatales y
autóctonas del gobierno; la innovación era disfrazada bajo una retórica conservadora.
Durante los primeros tiempos del contacto, la vanguardia inca funcionó, sin duda, como
un curacazgo entre curacazgos; Cieza (/1553/ 1962, p.159) evoca esta etapa cuando re-
lata que una guarnición avanzada de la costa norte, todavía no sometida, debió observar
las mismas prácticas en vigor entre los grupos vecinos, es decir, entrar en le sistema de
intercambios de bienes circulando entre la costa y el interior. Luego de la victoria mili-
tar, el Imperio exigió el pago de un tributo. Pero en lugar de imponer el tributo imperial
característico, retomó, a un nivel mas amplio, el tributo bizonal exigido por los señores
étnicos, introduciendo poco a poco las bases de un sistema tributario mas complejo.
Esta situación, en la que el Imperio se ubica como un curacazgo por encima de los otros
curacazgos, estaba ya superada en Quito con el desarrollo del aparato administrativo y
el fin de la resistencia armada en las regiones vecinas, los Incas podían intentar una in-
tervención mas radical, reacomodando las estructuras económicas de las comunidades al
margen de las del Imperio. Este proceso tuvo lugar en el marco de las estructuras ideales
a la vez que en el de la gestión económica efectiva.
En los grupos que hemos considerado, este proceso se manifestó según tres ten-
dencias. Según la primera, el aparato autóctono de integración interzonal que utilizaba
lazos exteriores para vincular sociedades independientes unas de otras, fue progresiva-
mente reemplazado por adecuaciones fundadas en la explotación, en el interior de las
diferentes comunidades, de un conjunto de zonas productivas, bajo el control político de
su respectivo señor. Es así como se constituyeron colonias periféricas de kamayuq sobre

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el modelo cada vez más elaborado del “archipiélago”. De donde resulta el cierre del
circuito económico de que dependía cada escalón de la autoridad política. En vez de
depender de corrientes entre grupos autónomos, la circulación a larga distancia estuvo
cada vez más ligada con la articulación entre diferentes niveles de gobierno al interior
del Imperio Inca. Según la segunda tendencia, se operó un deslizamiento en relación
entre las formas de gobierno incaicas y los modos propios de las poblaciones conquista-
das: mientras que en las regiones de débil penetración inca, el Tawantinsuyu parece
haber modificado su táctica en función de las normas existentes con respecto al tributo,
en otras áreas en las que la empresa era mas fuerte, fueron los curacazgos quienes debie-
ron plegarse a la organización estatal, sobre todo con el establecimiento de una corriente
de redistribución entre zonas productivas, independientes de los recursos provenientes
del tributo personal rendido al señor que los administraba. El sector económico del Es-
tado, opuesto al de la corona (Murra 1956) tenía desde entonces un equivalente local. La
tercera tendencia muestra que en el momento en que el Imperio extendía su aparato de
dominación hacia la base, a fin de controlar mas estrechamente a los curacazgos, estos
últimos se integraron en la cima y forjaron a partir de la multiplicidad étnica, una jerar-
quía política a nivel subregional y regional que ocupaba un nivel intermedio entre las
sociedades autóctonas y las instituciones estatales.
Sin duda puede parecer extraño que un programa tan jerárquico y uniforma haya
podido convenir a la realpolitik incaica, que debía ocuparse de miles de curacazgos mas
o menos insumisos. Sin embargo, la rápida progresión del Tawantisuyu en el territorio
andino muestra que la estrategia incaica tomaba en consideración los intereses de las
elites locales en el poder. La aspiración a un orden “cristalino” según el cual las estruc-
turas se incluirían unas en otras progresivamente, y que expresan los modelos dualistas,
cuatripartitos y decimales, implicaba que el sistema económico de los grandes centros
debía tener su contrapartida en unidades más pequeñas. En la práctica, esto significaba
dotar a los curacazgos integrados en la economía imperial de recursos y de mecanismos
de intercambio análogos a los que existían en el Imperio. El Estado Inca reforzó, más
bien que destruyó, la autonomía de adaptación de los curacazgos. Pero correlativamente,
los derechos y las obligaciones del señor local eran cualitativamente similares a los de
los señores incas, tal como existían en su distrito. Ningún señor local podía por ende
cuestionar las instituciones imperiales sin impugnar a la vez sus propias prerrogativas.
El relato estructurado de las conquistas septentrionales como otras tantas se-
cuencias, de un contacto inicial, de revueltas y de retiradas de los ejércitos incaicos,
seguidas por la reconquista de los territorios y la consolidación efectuada por un ulterior
soberano, debe ser tomado como el resumen ideal de acontecimientos ordenados según
criterios políticos conscientes. En su fase inicial, la dominación incaica no se inmis-
cuyó para nada en la red de relaciones existentes entre las poblaciones recientemente
sometidas y las que habían permanecido autónomas; los Incas se establecían solamente
como uno de los grupos que controlaba recursos codiciados, a la vez que estimulaban
entre sus vecinos el interés por la afiliación al Imperio. En condiciones tales, no es sor-
prendente que los señores étnicos hayan desencadenado rebeliones en la retaguardia,
donde conservaban sus sistemas de intercambios y de alianzas. A medida que las zonas
de frontera fueron pacificadas, los Incas tuvieron la posibilidad de restringir las ocasio-
nes, para estos grupos de la retaguardia, de organizar intercambios con las poblaciones
insumisas. Progresivamente, por tanto, estos grupos fueron forzados a volcarse sobre los
recursos y los modos de gestión estatales. Como para ese entonces esos grupos estaban
ya maduros para aceptar tal cambio, el proyecto incaico podía ser llevado a término
relativamente rápido. El tiempo de progresión de la frontera incaica a lo largo del co-
rredor interandino, por un lado, y en dirección a las vertientes exteriores de las cordille-

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ras, por otra parte, era entonces condición previa para la consolidación de las regiones
situadas en la retaguardia. La expansión, incluso si resultaba muy costosa, como en
Chile e Imbabura, era necesaria para garantizar los esfuerzos militares ya realizados. No
parece que se haya encarado la alternativa de cierre hermético de las fronteras del Impe-
rio. Esta dinámica, derivada en definitiva de la oposición entre un sistema de integra-
ción interzonal en el que los curacazgos no lograban sino un control territorial de un
conjunto completo de recursos, podría permitir explicar el formidable dinamismo de las
civilizaciones andinas.
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