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Uno
Bernarda Cabrera, madre de Sierva María y esposa sin títulos del marqués de
Casalduero era una mestiza brava, seductora, rapaz, parrandera y consumía
mucha miel fermentada y tabletas de tabaco. Había sido muy astuta en el
comercio de esclavos pero ahora, debido a sus excesos, la hacienda donde vivían,
estaba en malas condiciones. Anteriormente, la esclava Dominga de Adviento
gobernó la casa, crió a Sierva María y era la única con autoridad para mediar
entre el marqués y su esposa, pero hace no mucho había fallecido y Sierva María
andaba siempre con los esclavos. Para el festejo de su cumpleaños, los esclavos
de la casa le pintaron la cara de negro, le colgaron collares de santería y le
cuidaban la cabellera rojiza que nunca le habían cortado y se enrollaba con
trenzas.
Sierva María tenía el cuerpo escuálido, era tímida, de piel lívida, de ojos azul
taciturno y cabello cobrizo, se parecía a su padre y su forma de ser la hacían
parecer invisible.
Las esclavas le informaron a Bernarda sobre la mordida del perro dos días
después. Ella fue a revisar a su hija y vio la marca cicatrizada en el tobillo y no se
preocupó más por el asunto. Al domingo siguiente, la esclava que llevaba a
Sierva María aquel día, vio al mismo perro que mordió a la niña muerto por la
rabia. Bernarda no se preocupó al respecto, la herida estaba seca y tampoco se lo
comentó a su marido.
Para el marqués era claro, siempre pensó que amaba a su hija aunque nunca le
prestaba atención, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se
engañaba a sí mismo por comodidad. En cambio Bernarda tenía plena conciencia
de no amarla nada ni de ser correspondida por Sierva María y ambas cosas le
parecían justas. Mucho del odio que ambos padres sentían por la niña era por lo
que ella tenía del uno y del otro.
Preocupado por el mal de rabia, el marqués fue al hospital del Amor de Dios para
ver al enfermo de rabia, quien se encontraba amarrado en una situación
deplorable y consumido por la enfermedad. A la salida del hospital, se cruzó con
el doctor Abrenuncio, un judío doctor erudito que permanecía junto a su caballo
muerto. El marqués lo invitó a pasar a su carroza y lo cuestionó sobre la rabia y
el estado del paciente. Abrenuncio recomendó que debían matar al enfermo como
buenos cristianos para detener su sufrimiento, pues ya no había cura, pero aclaró
que algunos podían no contraer la rabia pese a la mordida.
Una tarde, Dominga de Adviento los descubrió haciendo el amor pero Bernarda
le prohibió comentar algo. El marqués, si es que sabía, se hacía el desentendido y
Sierva María estaba tan olvidada, que un día, cuando Bernarda regresaba de
parranda, confundió a su hija con otra persona.
Cuando el marqués regreso del hospital del Amor de Dios, estaba completamente
determinado a tomar las riendas de la casa, pues cuando Bernarda sucumbió en
sus vicios y Dominga de Adviento murió, los esclavos se infiltraron a la casa y
había un total descontrol de las cosas. Lo primero que hizo fue devolverle a la
niña el dormitorio de su abuela la marquesa, de donde Bernarda la había sacado
para que durmiera con los esclavos.